Skip to main content

Full text of "Novelas y Cuentos de Edgar Allan Poe traducidas por Carlos Olivera"

See other formats











aa«ña 




■KHSBi 


rvsrs 


Mtfi»i 


ipp^ssasígSKPi 


1 1 8922 



















NOVELAS Y CUENTOS 




EDGAR POE 



CUENTOS 


TRADUCIDOS DIRECTAMENTE DEL INGLÉS 
POR 

CARLOS OLIVERA 

Precedidos de una noticia escrita en francés por cáelos bjludelaibb 


La Máscara de la Muerte. — Bereníce.—Ligeia. 

Los Crímenes de la calle Morgue. 

El Misterio de María Rogét. — La Carta robada. 
Mr. Valdemar. 

El Doctor Brea y el Profesor Pluma. 

El Pozo y el Péndulo. 

Hop-Frog- — El tonel de amontillado. 
Cuatro bestias en una. 

El Retrato oval. 


PARIS 

GARNIER HERMANOS, LIBREROS 



6, RUE DES SAIMTS-PÉRES, 6 






AL LECTOR 


Conozco dos traducciones de trabajos de Poe,una, 
francesa, de Carlos Baudelaire, y otra, española 
de D. José Comas. La primera, es indudablemente 
un notable trabajo, pero no tan completo como 
creo que es posible hacerlo. La segunda, hecha 
del francés al español, según es fácil comprender 
comparándola con el original de aquel malogrado 
escritor, no merece ni aun la pena de ser leída. 
Basta decir, que siendo lo que se llama una tra¬ 
ducción libre , ha tomado esa libertad de Baude¬ 
laire, que la tomó á su vez, al hacer la suya. De 
manera que si el original francés se parece un poco 
al original de Poe, el español se le parece todavía 
menos. 

líe hablado incidentalmente de traducciones 
libres , y ¡ vamos! no puedo hurtarme al im¬ 
perioso deseo do decir dos palabras sobre ellas. 

Traducir , es verter de un idioma en otro ; refle¬ 
jar en el espejo de una lengua, la imagen reflejada 
en el espejo de otra. De manera que cuanto más 




VI 


AL LECTOR 


fiel sea esa copia de imágenes, tanto mejor será 
la traducción. Es, pues, preciso representar la obra 
extranjera con todos sus elementos, con todos sus 
detalles, con todos sus defectos, sus más delicados 
contornos, sus más íntimas sutilidades de forma 
<5 de pensamiento. Mejorar una obra, al tradu¬ 
cirla, es hacer una mala traducción. ¿ Se concibe 
una obra sin los detalles ? No, puesto que son los 
detalles los que hacen el todo. 

Ahora bien; el artista da á su obra verdaderos 
tintes propios, detalles que sólo á él pertenecen, 
fisonomías que podrán ser defectos ó bellezas, pero 
que son de él, absolutamente de él solo. Esos 
rasgos inherentes á su personalidad, todo lo de 
íntimo y subjetivo que imprime al producto de su 

alma, es precisamente lo único que la obra tiene 
de original. El mármol, el bronce, las ideas, en 
fin, que han entrado en la composición de la obra 
de arte, pueden ser adquiridos por todo el mundo; 
pueden ser arrancados á la misma entraña de la 
tierra, y al mismo trozo, ó vibrar con igual inten¬ 
sidad en otros cerebros; pero la manera con que 
los agrupa el artista, son su propiedad especial, el 
solo sello de originalidad. 

En una obra literaria, además de lo subjetivo 
que encarnan los tipos en sí, está lo subjetivo del 
ropaje con que los viste el escritor, lo subjetivo 
de la forma á través de la cual permite que se les 
vea, lo subjetivo del ritmo especial en que se 



AL LECTOR 


Vil 


mueven las palabras, el calor propio de esas pa¬ 
labras, hasta sus condiciones de sonoridad, de 
extensión en el papel y en el tiempo, que arras¬ 
tran consigo simpatías ó antipatías para el oído ó 
la vista, es decir, armonías. 

¡ Qué profundos misterios de detalle, qué infi¬ 
nitos secretos de yunque, no encierran las bellas 
obras literarias! El que tiene que tallar figuras 
sólo con ideas, é ideas sólo con palabras, necesita 
tejer una malla tan unida, tan severa, tan regia¬ 
mente artística, que haga imposible la entrada 
del dardo más sutil. Es menester que la cadena 
se eslabone de tal modo, que los conceptos nazcan 
tanto uno de otro, que aparezcan á los ojos del 
mundo, como la obra de una sola inspiración, 
como una sola pieza, ¡ Minerva del talento ! 

Y esos detalles delicados, esos impalpables ani¬ 
llos que se unen en eterna sucesión, y uniéndose 
van llevando el pensamiento del lector por una 
pendiente suavísima, hasta depositarlo emocionado 
y tembloroso en la amable cúspide de una alegría, 
ó en el fondo de un abismo de dolor y duelo — 
esa mágica senda que es la unidad de la obra, es 
también el secreto de su éxito, su valor todo. 

¡ Senda susceptible de interrumpirse á la más 
mínima desarmonía, puente que se rompe con la 
más desesperante facilidad, collar de perlas, que 
se desata, como de una alma enamorada, una lᬠ
grima ó un beso 1 



VIII 


AL LECTOR 


¡ Y bien ! el solo misterio que eslabona esos ani¬ 
llos, el solo y delicado hilo que sujeta tanta perla, 
dando á la obra la magistral unidad requerida por 
el Arte, es la especial elección de las palabras, la 
mezcla armónica de los tintes. 

¿ Por qué, entonces, hacer traducciones libres ? 
¿ Qué quiere decir eso de traducciones libres, 
sino vestir según el capricho del que traduce, fi¬ 
guras que el autor original ha vestido ya á su ma¬ 
nera ? 

Sin embargo, es la creencia más común respecto 
á traducciones. Es el poder que tienen ciertas 
frases sonoras; las pronuncia alguien reputado 
como perito; las repiten cuatro ó cinco cabezas 
huecas, con aire de dogmatismo y doctoría, y la 
verdad de la proposición queda sentada. 

¡ Misterios de simple armonía para los oídos sen¬ 
sibles, en los que reside el éxito de muchos ora¬ 
dores populares!..., 

Hacer una buena traducción, es hacer una buena 
copia. Cuanto menos subjetiva es una traducción, 
tanto mejor. 

Dice Richter, que los alemanes creen tanto más 
nacional, tanto más buena una obra, cuanto más 
difícil es traducirla á otros idiomas. ¡ Qué no se 
podría decir á ese respecto de Edgar Poe, cuyas 
maravillosas producciones, versando á veces sobre 
lo que hay de más intangible en el pensamiento, 
y de más impalpable en la vida, son desarrolladas 



AL LECTOR 


IX 

por medio de un lenguaje único en el mundo lite¬ 
rario ! 

Ciertas ideas exageradas ó simplemente sólo con¬ 
cebibles en un estado anormal de la inteligencia, 
no pueden ser presentadas de improviso, de pronto, 
sin ir preparando la imaginación del lector, poco 
á poco, paulatina y sutilmente á no recibirlas con 
repugnancia. 

El efecto estético total es, particularmente en 
las obras literarias, lo más delicado, lo más vi¬ 
drioso del mundo. 

Basta á veces una sola frase, una sola palabra 
descolocada, <5 demasiado viva, ó débil, ó gráfica, 
para llevar los recuerdos del que lee, hacia el ob¬ 
jeto representado por la palabra, ó unido á ella, 
por la ley de la asociación, y apartar por ahí su 
mirada de la obra; lo que importa derribar en un 
minuto todo el edificio que había elevado el escri¬ 
tor hasta entonces. 

Á las operaciones cerebrales, presiden leyes 
siempre unas, que la fisiología moderna va cons¬ 
tatando día á día. 

El último pensamiento que nace en la inteli¬ 
gencia, cuando se lee, es el que representa la úl¬ 
tima palabra leída. Una idea extravagante, puede 
ser presentada al cerebro, como la más común de 
las ideas, por medio de un trabajo sutil y refinado, 
que vaya preparando el alma de un modo conve¬ 
niente. 



X 


AL LECTOR 


Es el secreto del éxito maravilloso de Edgar 
Poe. Sus conclusiones, es decir, el objeto que le 
guía, es siempre alcanzado; inevitablemente. 

Si se lee con atención, se le cree; es fatal. La 
ilusión sólo es sensible cuando la diaria realidad 
ha recobrado su imperio sobre el espíritu. 

Esas conclusiones extrañas, sólo son aleanzatles, 
cuando el autor ha ido llevando al pensamiento, 
de pendiente en pendiente hasta el punto capital; 
y la no repugnancia con que son recibidas las 
ideas que conducen al objeto deseado, es un se¬ 
creto de puro arte; es que un concepto se ha 
apoyado, para nacer, en un concepto anterior, y 
así, sucesivamente, basta llegar al fin. Y como la 
última idea es la que deja la última palabra leída, 
resulta que la idea siguiente, se encontrará sin 
base en que sostenerse, cuando se haya alterado 
la colocación requerida por el arte. 

Decir eso, asegurar eso, respecto á cualquier au¬ 
tor, es exactamente lo mismo que decir: Toda tra¬ 
ducción que no imite hasta el movimiento de las 
palabras del original — toda traducción que varíe 
según estéticas caprichosas ó privativas de cada 
uno, el color de esas palabras, y el orden de ellas, 
cuando es posible conservarlo, es una mala tra¬ 
ducción. 

Y si tal cosa se puede hablar de cualquier es¬ 
critor, ¡ con cuánta más razón no se ha de decirlo 
de Edgar Poe, cuyo secreto de éxito, como lo he 



AL LECTOR XI 

hecho ver antes, reposa casi exclusivamente sobre 
el estilo! 

Es posible que plumas como la de D. Eugenio 
de Ochoa, hagan de un bello trabajo extranjero, 
una bella obra española. Concedido. Pero se olvida 
que la tarea del traductor alcanza más allá, que 
no sólo se trata de dar á conocer las ideas de otro 
autor, sino también, su estilo. 

Es por eso que la Marianne de Jules Sandeau 
contiene, en español, las ideas de Sandeau, y el 
estilo de Ochoa. 

Hay hasta quien dice que esa traducción hace 
al original más lindo de lo que es. Sin embargo, 
la mejor traducción sería la que encerrara las 
ideas de Sandeau, y el estilo de Sandeau. 

Con arreglo á esas creencias, que son mi fe en 
teogonia literaria, han sido Hechas las traduc¬ 
ciones de Poe que van á leerse, así como se ha 
traducido la reseña sobre su vida y sus obras de 
Carlos Baudelaire, que va en seguida. 

Buenos Aires, 1884. 

C. 0. 




EDGAR POE 


SU VIDA Y SUS OBRAS 

POR 

CARLOS BAUDELAIRE 


.Algún desdichado á quien la inexo¬ 
rable fatalidad hadado una caza encarnizada, 
siempre más encarnizada, hasta que sus 
cantos no tengan más que un solo estribillo, 
hasta que los cantos fúnebres de su Espe¬ 
ranza hayan adoptado este melancólico re¬ 
irán-. ¡ Nunca!; Nunca mis! 

(Edgar Pon. — El Cuent.) 


Sur son tróne d’airain le Destín qui s'en raille 
Imbibe leur éponge aveo du fiel amer 
El la Nécessité les lord dans sa tomillo. 

(Téoi'Kíl-e Oautikr. — Tinibrtt.) 


I 

En estos últimos tiempos, un desdichado fué sometido 
á nuestros tribunales. Su frente estaba adornada de un 
raro y singular tatuaje: ¡Mala suerte! Llevaba así, 
arriba de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro 
sutítulo, y el interrogatorio probó que ese extravagante 
letrero era cruelmente verídico. Hay en la historia 
literaria, destinos análogos, verdaderas condenaciones 
— hombres que llevan la palabra desgracia escrita en 
caracteres misteriosos, en los pliegues sinuosos de su 

i 



2 


EDGAR POE 


frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado 
de ellos y los castiga para la edificación de los otros. 

En sus vidas muestran talento y virtudes; la Sociedad 
tiene para ellos las enfermedades que su persecución 
les ha dado. —¿ Qué no hizo Hoffman para desarmar el 
destino, y qué no emprendió Balzac para conjurar la 
fortuna? —¿ Existe pues una Providencia diabólica que 
prepara la desdicha desde la cuna, que arroja con pre¬ 
meditación naturalezas espirituales y angélicas en me¬ 
dios hostiles, como mártires á los circos ?¿ Hay, pues, 
almas sagradas, destinadas al altar, condenadas á 
marchar á la muerte y á la gloria, á través de sus pro¬ 
pias ruinas ?¿ La pesadilla de las Tenébres asediará 
eternamente esas almas elegidas? — En vano se de¬ 
baten, en vano se acostumbran al mundo, á sus preven¬ 
ciones, á sus astucias ; perfeccionarán la prudencia, 
taparán todas las salidas, cubrirán las ventanas contra 
los proyectiles del azar ; el Diablo entrará por una ce¬ 
rradura ; una perfección será la falta de sus ¿brazas, y 
una cualidad superlativa el germen de sus condena¬ 
ciones. 

L'aigle, pour le briser, du haut du flrmament 
Sur leur front découvert lichera la torlue, 

! Car ils doivent périr inévitablemeut. 

Su destino está escrito eñ toda su constitución; se os¬ 
tenta con un briU'o siniestro en sus miradas yen sus 
gestos, circula en sus arterias con cada uno de sus 
glóbulos sanguíneos. 

Un autor célebre de nuestro tiempo, ha escrito un 
libro para demostrar que el poeta no podía encontrar 
un< buen lugar, ni en. una sociedad democrática ni en 



SU VIDA V SUS OBRAS 3 

una aristocrática, no más en una república que en una 
monarquía absoluta ó atemperada, ¿ Quién lia sabido 
responderle perentoriamente ? Traigo hoy una nueva 
leyenda en apoyo de su tesis, agrego un santo nuevo al 
martirologio; tengo que escribir la historia de uno de 
esos ilustres desdichados, demasiado rico en poesía y 
en pasión, que ha venido, después de tantos otros, á 
hacer en este bajo mundo, el rudo aprendizaje del genio 
entre las almas inferiores. 

¡ Qué lamentable tragedia es la vida de Edgar Poe! 

¡ Su muerte, desenlace horrible cuyo horror es acrecido 
por la trivialidad! — De todos los documentos que he 
leído, resulta para mi, la convicción de que los Estados 
Unidos no fueron para Poe mas que una vasta prisión, 
que recorría con la agitación febril de un ser hecho 
para respirar en un mundo más aromático — mas que 
una gran barbarie alumbrada á gas — y que su vida 
interior, espiritual, de poeta ó hasta de ebrio, no era 
más que un esfuerzo perpetuo para escapar á la influen¬ 
cia de esta atmósfera antipática. ¡ Desapiadada dicta¬ 
dura, la de la opinión en las sociedades democráticas; 
no imploréis de ella ni caridad, ni indulgencia I Ni 
elasticidad cualquiera en la aplicación de sus leyes á 
los casos múltiples y complejos de la vida moral, Se 
diría que del amor impío de la libertad ha nacido una 
tiranía nueva, la tiranía de las bestias, ó zoocracia, que 
por su insensibilidad feroz se parecen al ídolo de Jag- 
gernaut.—Unbiógrafo nos dirá gravemente (1):—tiene 

No debe extrañarse que esto mismo haya aparecido á la Cabeza de 
Una traducción española de algunas de las obras de Poé, firmado por 
D. E. Cano y Gueto,, quien con Una desvergüenza notable, se ha, apro¬ 
piado de esa manera Jos bellos pensamientos del malogrado Baudctaire. 
- (N, del í.j 



4 EDGAft POE 

buena intención, el buen liombre, —que Poesi hubiera 
querido regularizar su genio y aplicar sus facultades 
creadoras de una manera más apropiada al suelo ame¬ 
ricano, habría podido sor un autor de dinero, a monrn/ 
maJiing author; otro : un ingenuo cínico — que por 
más bello que sea el genio de Poe, hubiera valido más 
para él no tener sino talento, cotizándose el talento 
siempre mejor quo el genio. Otro, que lia dirigido dia¬ 
rios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que era 
difícil emplearle y que se estaba obligado á pagarle 
menos que á los otros, porque escribía en un estilo de¬ 
masiado superior al vulgo. ¡ Qué olor á almacén! como 
decía José de Maistre. 

Algunos se lian atrevido más, y uniendo el descono¬ 
cimiento más completo de su genio á la ferocidad de su 
hipocresía burguesa, lo han insultado á cual' mejor; y 
después de su repentina desaparición han morigerado 
rudamente ese cadáver; en particular Mr. Rufus Gris- 
wold, quien, para recordar aquí la expresión venga¬ 
dora de Mr. George Graham, cometió entonces una 
inmortal infamia. Poe experimentando acaso el sinies¬ 
tro presentimiento de un lin súbito, había designado á 
Mrss. Griswold y Willis para poner en orden sus obras, 
escribir su vida y restaurar su memoria. Esepedagogo- 
vampiro ha difamado largamente á su amigo en un 
enorme artículo, vulgar y odioso, puesto nada menos 
que á la cabeza de la edición postuma de sus obras. 
—¿No hay pues en América, una disposición que pro¬ 
híbe á los perros la entrada á los cementerios? — En 
cuanto á Mr. Willis, ha probado al contrario que la 
benevolencia y la decencia marchaban siempre con el 
verdadero talento y que la caridad hacia nuestros ce- 



SU VIDA y SUS OBRAS 5 

frades, que es ua deber moral, era también uno de los 
mandatos del gusto. 

Hablad de Poe con un americano ; confesará acaso 
su genio; quizá se mostrará hasta altivo de él; pero, 
con un tono sardónico superior que revela al hombre 
positivo, os hablará de la vida desarreglada del poeta, 
de su aliento alcoholizado que se habría encendido con 
nn fósforo, de sus hábitos vagabundos ; os dirá que 
era un ser errático y heteróclito, nn planeta fuera de 
su órbita, que rodaba sin cesar de Baltimore á New- 
York, de New-York áFiladeliia, de FiladelfiaáBoston, 
de Boston á Baltimore, de Baltimore á Richmond. Y, 
si con el corazón conmovido por esos preludios de una 
historia dolorosa, dais á entender que el individuo no 
es el único culpable, y que debe ser difícil pensar y 
escribir cómodamente en un país donde hay millones 
de soberanos, un país sin capital, propiamente dicho, 
y sin aristocracia — entonces veréis dilatarse sus 
pupilas y arrojar relámpagos, subirle á los labios la 
baba del patriotismo atacado, y la América, por su 
boca, lanzar injurias á la Europa su vieja madre, y á 
la filosofía de los tiempos antiguos. 

Repito que tengo la persuasión de que Edgar Poe y 
su patria no estaban al nivel. Los Estados Unidos son 
un país gigantesco y niño, naturalmente celoso del viejo 
continente. Altivo de su desenvolvimiento material, 
anormal y casi monstruoso, ese recién venido en la 
historia, tiene una fe ingenua en el todopoderío de la 
industria; está convencido, como algunos desdichados 
entre nosotros, que acabará por comerse al Diablo; ¡ el 
tiempo y el dinero tienen entre ellos un valor tan 
grande! La actividad material, exagerada hasta 
las 



EDGAR POS 


6 

proporciones de una manía nacional, deja en los espí¬ 
ritus muy poco lugar para la cosas que no son de la 
tierra. Poe, que era de buen tronco, y que por otra 
.parle creía que la gran desgracia de su país, era no 
tener aristocracia de raza, atento decía, que en un 
pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello no puede 
más que corromperse, empequeñecerse y desaparecer 
que acusaba entre sus conciudadanos, hasta en su lujo 
enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto 
característico de los parvenus — que consideraba el 
Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de 
papa-moscas, y que llamaba á los perfeccionamientos 
del habitáculo humano, cicatrices y abominaciones rec¬ 
tangulares. — Poe era entre ellos, un cerebro singu¬ 
larmente solitario. No creía más que en lo inmutable, 
en lo eterno, en el self same, y gozaba — cruel privi¬ 
legio en una sociedad enamorada de sí misma — de 
ese gran buen sentido á lo Maquiavelo, que marcha 
delante del sabio, como una columna luminosa, á través 
del desierto de la historia. — ¿ Qué hubiera pensado, 
qué hubiera escrito, el infortunado, al oir á la teología 
del sentimiento suprimir el Infierno por amistad al 
género humano, al filósofo de la cifra proponer un sis¬ 
tema de seguros, una suscrición de un sueldo por 
cabeza para la supresión de la guerra, y la abolición 
de la pena de muerte y de la ortografía, dos locuras 
correlativas, y tantos otros enfermos que escriben con 
el oído inclinado al viento, fantasías giratorias tan fla- 
tuosas como el elemento que se las dicta ? Si agre¬ 
gáis á esta visión impecable de lo verdadero — enfer¬ 
medad en ciertas circunstancias, — una delicadeza 
exquisita de sentidos á la que torturaba una sola nota 



SU VIDA Y SES OBRAS 


7 


falsa, «na finura de gusto á la que todo, excepto la 
exacta proporción, repugnaba, un amor insaciable de 
lo Bello, que había tomado el poder de una pasión 
mórbida, no os sorprenderéis que para semejante 
hombre, la vida se convirtiera on un infierno y que 
haya concluido mal; os admiraréis de que haya durado 
tanto tiempo 


II 


La familia de Poe era una de las más respetables de 
Baltimore. Su abuelo materno había servido en la 
guerra de la Independencia como quarter-master- 
general, y Lafayette le tenía en alta estima y amistad. 
Éste, en su último viaje á los Estados Unidos, quiso 
ver á la viuda del general y testificarle su gratitud por 
los servicios de que era deudor á su marido. El bisa¬ 
buelo habia desposado una hija del almirante inglés 
Mac Bride, que estaba aliado con las más nobles casas 
de Inglaterra. Daniel Poe, padre de Edgar é hijo del 
general, se enamoró perdidamente de una actriz in¬ 
glesa, Elisabeth Arnold, célebre por su belleza ; huyó 
con ella y la desposó. Para mezclar más intimamente 
sus destinos, se hizo comediante y apareció con su 
mujer en diferentes teatros, érilas principales ciudades 
de la Unión. Los dos esposos murieron en Richmond, 
casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y la des¬ 
nudez más completa, tres niños de corta edad, «no de 
los cuales era Edgar. 

Edgar Poe habia nacido en Baltimore, en 1813. — Ea 



8 


EDGAR POE 


según él mismo que doy esta fecha, pues lia reclamado 
-contra la afirmación de Griswold, que coloca su naci¬ 
miento en 1811. Si alguna vez el espíritu de novela, 
para servirme de una expresión de nuestro poeta — 
j espíritu siniestro y borrascoso! — ha presidido á un 
nacimiento, fue ciertamente al suyo. Poe fué el hijo de 
la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la 
ciudad, Mr. Alian, se prendó de aquel bonito desdi¬ 
chado á quien la naturaleza había dolado de una ma¬ 
nera encantadora, y como no tenía hijos, le adoptó. 
Poe se llamó, pues, en adelante Edgar Alian Poe. Pité 
asi educado en una bella comodidad y con la esperanza 
legítima de una de esas fortunas que dan al carácter 
una soberbia certidumbre. Sus padres adoptivos, en 
un viaje, le llevaron á Inglaterra, Escocia é Irlanda, y 
antes de volver á su país, le dejaron en casa del 
í)r. Bransby, que tenía una importante casa de edu¬ 
cación en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe 
mismo, en William Wilson, ha descrito esa extraña 
easa, edificada en el viejo estilo de Elisabeth y las im¬ 
presiones de su vida de escolar. 

Volvió á Richmond en 1822 y continuó sus estudios 
en América, bajo la dirección délos mejores maestros. 
En la Universidad de Charlotlesville, donde entró en 
1825, se distinguió no solamente por una inteligencia 
casi milagrosa, sino también por una abundancia casi 
siniestra de pasiones — una precocidad verdadera¬ 
mente americana, que por último, fué la causa de su 
expulsión. Es bueno notar de paso, que Poe, en Char- 
loítesville, había ya manifestado una aptitud de las 
más sorprendentes para las ciencias físicas y matemáti¬ 
cas. Más tarde, hará de ella un uso frecuente en sus 



SU VIDA y SUS ODRAS 


extraños cuentos, y sacará de ahí medios inesperados. 
Pero tengo razones para creer que no es á este orden 
de composiciones al que daba más importancia y que 

— á causa quizá de esta precoz aptitud — no estaba 
lejos de considerarlas como fáciles juglerías, compara¬ 
tivamente á las obras de pura imaginación. 

Algunas malhadadas deudas de juego hicieron que 
entre él y su padre adoptivo hubiera un enojo momen¬ 
táneo, y Edgar — hecho de los más curiosos, y que 
prueba, por más que se diga, una dosis de ohevalerie, 
bastante fuerte en su impresionable cerebro — concibió 
el proyecto de mezclarse á la guerra áe los Helenos é 
ir á combatir los Turcos. Partió pues para la Grecia. 

— ¿ Qué le sucedió en Oriente,que hizo allí? —¿Estu¬ 
dió las riberas clásicas del Mediterráneo —• porque le 
volvemos á encontrar en San Petersburgo, sin pasa¬ 
porte — comprometido y en qué especie de negocio — 
obligado á apelar al ministro americano, Henry Mid- 
leton, para escapar á la penalidad rusa y volver á su 
hogar? — Se ignora; hay ahí un claro que sólo él hu¬ 
biera podido llenar. La vida de Edgar Poe, su juven¬ 
tud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han 
sido largo tiempo anunciadas por los diarios norte-ame¬ 
ricanos, pero no han aparecido jamás. 

Vuelto á América, en 1829, manifestó el deseo de en¬ 
trará la escuela militar de West-Point; fué admitido 
en ella, en efecto, y ahí, como en todas partes, dió 
muestras de una inteligencia admirablemente dotada, 
pero indisciplinable, y al cabo de algunos meses fué 
despedido. — Al mismo tiempo aconteció en su familia 
adoptiva, un suceso que debía tener las consecuencias 
más graves sobre su vida. La señora Alian, por la cual 

i * 



i 2 EDGAR POE 

un centavo — agrega el mismo Griswold, con un matiz 
de desdén. 

Era una señorita Virginia Clemn, su prima. 

No obstante los servicios hechos á su diario, 
Mr. Wlúte se disgustó con Poe al cabo de dos años, 
poco más ó menos. La razón de esta separación se en¬ 
cuentra evidentemente en los accesos de hipocondría y 
las crisis de embriaguez dei poeta — accidentas carac¬ 
terial icos que cubrían de sombras su cielo espiritual, 
como esas nubes lúgubres que dan repentinamente al 
paisaje más romántico, un aire de melancolía en apa¬ 
riencia irreparable. — Desde entonces, veremos al in¬ 
fortunado levantar su tienda, como un hombre del de¬ 
sierto y transportar sus ligeros penates á las principales 
ciudades de la Unión. En todas partes, dirigirá revistas 
ó colaborará en ellas, de una manera brillante. Derra¬ 
mará con deslumbradora rapidez artículos críticos, 
filosóficos y cuentos llenos de magia que aparecen re¬ 
unidos bajo el título de Tales of the Grolesquc and the 
Araiesque —título notable ó intencional, pues los ador¬ 
nos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, 
y se verá que ú muchos respectos la literatura de Poe, 
es extra ó suprahumana. Sabremos,por noticias hirien¬ 
tes y escandalosas insertas en los diarios, que Poe y su 
mujer se encuentran peligrosamente enfermos en For- 
dham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después 
de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los pri¬ 
meros ataques del delirium tremens. Una noticia aparece 
repentinamente en un diario — esa, más que cruel — 
que acusa su menosprecio y su disgusto del mundo, y 
le hace uno de esos procesos de tendencia, verdaderas 
requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo 



SU VIDA Y SUS OüHAS 


13 

siempre que defenderse, una de las luchas más estéril¬ 
mente fatigantes que conozco. 

Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios po¬ 
dían costearle más ó menos bien la existencia. Pero 
tengo pruebas de que tenia disgustantes dificultades 
que superar. Soñó, como tantos otros escritores, en 
una revista propia, quiso estar en lo suyo, y el hecho 
es que había sufrido suficientemente para desear con 
ardor este abrigo definitivo á su pensamiento. Para 
llegar á este resultado, para procurarse una suma do 
dinero suficiente, recurrió á las lecturas. Se sabe lo 
que son estas lecturas — una especie de especulación, 
el Colegio de Francia puesto á disposición de todos los 
literatos; el autor no publica lo que lee sino después 
que ha sacado el más grande provecho posible. Poe 
había dado ya en New-York una lectura de Eureha, su 
poema cosmogónico, que había hasta levantado fueries 
discusiones. Imaginó esta vez dar lecturas en su país, 
en la Virginia. Contaba, cuando escribió Willis, con 
dar una vuelta por el Oeste y Sud, y esperaba el con¬ 
curso de sus amigos literarios y de sus antiguos cono¬ 
cidos de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las 
principales ciudades de la Virginia, y Riclimond volvió 
á ver al que había conocido tan joven, tan pobre y tan 
desnudo. Todos los que no habían visto á Poe desde 
los tiempos de su obscuridad, acudieron en multitud á 
contemplar al ilustre compatriota. Apareció bello, 
elegante, correcto como el genio. Creo que había lle¬ 
gado su condescendencia basta hacerse admitir en una 
sociedad de temperancia. Escogió un tema tan fecundo 
como elevado ; El principio de la Poesía , y lo desa¬ 
rrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. 



14 EDGAR POE 

Creía, como verdadero poeta que era, que el fui de la 
poesía, es déla misma naturaleza que su principio, y 
que no debe tener en vista otra cosa que sí misma. 

La buena acogida que se le hizo inundó su pobre 
corazón de orgullo y de gozo; se encontraba tan encan¬ 
tado que habló de establecerse definitivamente en Rich- 
mond y de concluir su vida en los sitios que su infan¬ 
cia le había hecho queridos. Sin embargo, tenia 
que hacer en New-York, y partió, el 4 de Octubre, 
quejándose de estremecimientos y debilidades. Sintién¬ 
dose siempre bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, 
á la noche, hizo llevar su bagaje al embarcadero, de 
dondo debía dirigirse ó Filadelfia, y entró en una 
taberna para tomar un excitante cualquiera. Ahí, des¬ 
dichadamente, encontró viejos camaradas y se retardó. 
Al día siguiente por la mañana, á la luz pálida de la 
madrugada, fué encontrado un cadáver sobre la vía—> 
¿debe decirse así ?— no, un cuerpo vivo todavía, pero 
que la muerte había yamarcaáo con su real sello. Sobre 
ese cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se encontró 
ni papeles, ni dinero, y se le llevó á un hospital. Ahí 
fué dónde murió Poe, esa misma noche del Domingo, 
7 de Octubre de 1849, á la edad de 37 años, vencido 
por el delirium tremens , terrible huésped que había ya 
visitado su cerebro una ó dos veces. Así desapareció 
de este mundo uno de los más grandes héroes litera¬ 
rios, el hombre de genio que había escrito en el Gato 
Negro , estas palabras fatídicas : ¿ Qu€ enfermedad es 
comparable al alcohol ? 

Esta muerte es casi un suicidio — un suicidio prepa¬ 
rado desde hacía mucho tiempo. Al menos ella causó 
un escándalo igual al de un suicidio. El clamor fué 



SU VIDA Y SUS OBRAS 

grande y la virtud hizo ostentación de su cara (1) enfᬠ
tico, libre y voluptuosamente. Las oraciones fúnebres 
más indulgentes no pudieron dejar de dar curso á la 
inevitable moral burguesa que tuvo cuidado de no 
faltar en tan admirable ocasión. Mr. Grisivold difamó; 
Mr. Willis, sinceramente afligido, estuvo más que con¬ 
veniente. — [ Ay! el que había franqueado las alturas 
más arduas de la estética y visitado los abismos menos 
explorados del intelecto humano, el que, á través de 
una vida que se parece á una tempestad sin calma, 
había encontrado medios nuevos, procedimientos des¬ 
conocidos para admirar la imaginación, para seducir 
los espíritus sedientos de lo Bello, acababa de morir 
en algunas horas en un lecho de hospital — ¡ qué des¬ 
tino ! ¡ Y tanta grandeza y tanta desdicha, para levan¬ 
tar un torbellino de fraseología burguesa, para conver¬ 
tirse en el alimento y el tema de diaristas virtuosos!. 
Ul declamatio fíat! 

Esos espectáculos no son nuevos; es raro que una se¬ 
pultura reciente ó ilustre no sea una cita de escándalos. 
Por otra parle la Sociedad no ama á esos rabiosos des¬ 
dichados, y sea que ellos turben sus fiestas, sea que 
ella los considere como remordimientos, tiene incon¬ 
testablemente razón. ¿ Quién no recuerda las declama¬ 
ciones parisienses, cuando la muerte de Balzac, que 
sin embargo, murió correctamente? 

Y más reciente todavía — hace hoy, 26 de Enero, un 
año insto cuando un escritor de una honradez admi¬ 
rable, de una alta inteligencia y que fue siempre lúcida, 
fué discretamente, sin incomodar á nadie — tan discre- 


(1) Del inglés, mogigaltria. {¡\. del T.) 



16 


EDGAR POE 


tamente que su discreción se parecía al menosprecio — 
á libertar su alma en la calle más negra que pudo en¬ 
contrar (1) — ¡ qué disgustantes homilías ! — ¡ qué 
asesinato refinado! Un diarista célebre á quien Jesús 
no enseñará jamás las maneras generosas, encontró la 
aventura bastante jovial para celebrarla en un equivoco. 
— Entre la enumeración de los derechos del hombre 
que la sabiduría del siglo XIX recomienda tan á menudo 
y tan complacientemente, dos bastante importantes han 
sido olvidados, que son el derecho de contradecirse y 
el de irse. Pues la Sociedad mira al que se va como á 
un insolente; castigaría con gusto á ciertos despojos 
fúnebres, como ese infeliz soldado, atacado de vampi- 
rismo, á quien la vista de un cadáver exasperaba hasta 
el furor. — Y no obstante se puede decir, que bajo la 
presión de ciertas circunstancias, después de un serio 
examen de ciertos incompatibilidades, con firmes creen¬ 
cias en ciertas dogmas y metempsicosis — se puede 
decir, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suici¬ 
dio es algunas veces la acción más razonable de la 
vida (2). — Y así se forma una compañía de fantasmas 
ya numerosa, que nos visita familiarmente, y cuyos 
miembros vienen á alabarnos su reposo actual y tras¬ 
mitirnos sus persuasiones. 

Confesemos sin embargo que el lúgubre fin del autor 
de Eweka suscitó algunas consoladoras excepciones, 
sin lo cual sería menester desesperar y la plaza no se 
podría sostener. Mr.. Willis, como lo he dicho, habló 
honestamente y basta con emoción de las buenas rela- 


(1) Gerardo ¿o Nerval, que se alsorcó. (N. del T.) 

(2) Bauieleire murió loco, á causa del abuso del imohish. (N. icl T.) 



SIJ VIDA Y SUS OBRAS i7 

ciones que había tenido con Poe. Mr. John Real y 
George Graham, llamaron á Mr. Griswold al pudor. 
Mr. Lohgfellow — y éste es tanto más merecedor 
cuanto que Poe le había cruelmente maltratado — supo 
alabar de una manera digna su alto poder como poeta 
y como prosista. Un desconocido escribió que la Amé¬ 
rica literaria había perdido su más fuerte cabeza. 

Pero el corazón herido, el corazón desgarrado, el 
corazón atravesado por los siete puñales, fué el de 
Mrs. Clemn. Pues Edgar Poe era á la vez, su hijo y 
su hija. \ Rudo destino, dijo Willis, de quien tomo 
estos detalles, casi palabra por palabra, rudo destino, 
el que ella vigilaba y protegía ! Pues Edgar Poe era 
un hombre incómodo; además de escribir en un estilo 
superior al nivel intelectual común, para que se le pu¬ 
diera pagar caro, estaba siempre afligido por falta de 
dinero, y á menudo él y su mujer carecían de las cosas 
más necesarias á la vida. Un día Willis vió entrar 
en su oficina una mujer, anciana, dulce, grave. Era 
Mrs. Clemn. Bascaba trabajo para su querido Edgar. El 
biógrafo dice, que fué singularmente sorprendido del 
elogio perfecto, de la apreciación exacta que hacía de 
los talentos de su hijo, como también de todo su ser 
exterior — de su voz dulce y triste, de sus maneras un 
poco añejas, pero bellas y nobles. Y durante muchos 
años, agrega él, hemos visto á ese infatigable servidor 
del genio, pobre é insuficientemente vestido, yendo de 
diario en diario para vender un poema ó un articulo, 
diciendo algunas veces que él estaba enfermo — tínica 
explicación, única razón, invariable excusa que daba 
cuando su hijo se encontraba herido momentáneamente 
por una de esas esterilidades que conocen los escri- 



18 • EiGAR POiC 

tores nerviosos — y no permitiendo jamás á sus labios 
decir una sílaba que pudiera ser interpretada como una 
duda, como un debilitamiento de confianza en el genio y 
la voluntad de su bienamado. Cuando su hija murió, se 
ligó al sobreviviente de la desastrosa batalla, con un 
ardor maternal reforzado, vivió con él, le cuidó vigi¬ 
lándole, defendiéndole contraía vida y contra él mismo. 
Ciertamente — concluye Willis, con una alta é impar¬ 
cial razón — si la abnegación de la mujer, nacida con 
un primer amor y mantenida por la pasión humana, 
glorifica y consagra su objeto, ¿ qué no dice en favor 
del que inspiró una abnegación como ésta, pura, des¬ 
interesada y santa como un centinela divino ? Los detrac¬ 
tores de Poe habrían debido notar en efecto que hay 
seducciones tan poderosas que no pueden ser más que 
virtudes. 

Se advina cuán terrible fué la noticia para la desdi¬ 
chada mujer. Escribió á Willis una carta de la que doy 
algunas líneas: 

« He sabido ésta mañana la muerte de mi bienamado 

Eddie... ¿ Podéis trasmitirme algunos detalles, algu- 
« ñas circunstancias ?... ¡ Oh! no abandonéis á vues- 
« Ira pobre amiga en esta amarga aílicción... Decid á 
« Mr... que venga á verme; tengo una comisión para 
« él de parte de mi pobre Eddie... No tengo necesidad 
« de suplicaros que anunciéis su muerte y que habléis 
t( bien de él. Sé que lo haréis. Pero decid qué hijo afec- 
« íuoso era para mi, su pobre madre desconsolada,,.» 


Esta mujer me aparece grande y más que antigua. 
Herida por un golpe irreparable, no piensa más que en 



SU VIDA Y SUS OBRAS 


1» 


la reputación del que era todo para ella, y no basta, 
para contentarla, que se diga que él era un genio : es 
necesario que se sepa que era un hombre de deber y 
de afección. Es evidente que esta madre — antorcha y 
hogar encendido por un rayo del más alto cielo — ha 
sido dada en ejemplo á nuestras razas demasiado poco 
cuidadosas de la abnegación, del heroísmo y de todo lo 
que es más que el deber. ¿ No era justicia inscribir á la 
cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fué 
el sol moral de su vida (1) ? Embalsamará con su gloria 
el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus 
llagas, y cuya imagen revoloteará incesantemente por 
arriba del martirologio literario. 


III- 


La vida de Poe, sus costumbres, sus maneras, su ser 
físico, todo lo que constituye el conjunto de su perso¬ 
naje, nos aparecen como algo de tenebroso y de bri¬ 
llante á la vez. Su persona era singular, seductora, y 
como sus obras, marcada con un indefinible sello de 
melancolía. Era notablemente bien dotado de todas 
maneras. Joven, había mostrad» una rara aptitud para 
los ejercicios físicos, y bien que fuera pequeño, con pies 

y manos de mujer, llevando además en todo su aspecto 

(1) Baudclaireba dedicado en efecto bu traducción i Mra. Marta Cierna. 
(N. del T.) 



20 


EDGAR 1*08 


un carácter de delicadeza femenina, era más que ro¬ 
busto y capaz de maravillosos rasgos de fuerza, fin su 
juventud ha ganado una apuesta de nadador que sobre¬ 
pasa la medida ordinaria de lo posible. Se diría que la 
Naturaleza da á aquellos de que quiere sacar grandes 
cosas, un temperamento enérgico, como da una pode¬ 
rosa actividad á los árboles encargados de simbolizar 
el duelo y el dolor. Esos hombres, con apariencias 
miserables, algunas veces, están tallados como atletas, 
buenos para la orgia y para el trabajo, prontos á loe 
excesos y capaces de sorprendentes sobriedades. 

Hay algunos puntos relativos á Edgar Poe sobre 
los cuales hay acuerdo unánime, por ejemplo, su alta 
distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que 
era, según se dice, un poco orgulloso. Sus maneras, 
mezcla singular de nobleza y dulzura exquisita, estaban 
llenas de firmeza. Fisonomía, paso, gestos, aires de 
cabeza, todo lo designaba, sobre lodo en sus buenos 
días, como una criatura elegida. Su ser todo respiraba 
una solemnidad penetrante. Era realmente un tipo 
marcado por la naturaleza, como esas figuras de pa¬ 
santes que atraen la mirada del observador y preocupan 
su memoria. El pedante y agrio Griswold mismo, con¬ 
fiesa que cuando fuá á devolver visita á Poe, y que le 
encontró pálido y enfermo todavía por la enfermedad y 
muerte de su mujer, se sorprendió basta el extremo, no 
solamente de la perfección de sus maneras, sino hasta 
delañsonomía aristocrática, de la atmósfera perfumada 
de su cuarto, bastante modesto sin embargo. Griswold 
ignora que el poeta tiene más que todos los hombres 
ese maravilloso privilegio atribuido á la mujer pari¬ 
siense y á la española, de saberse adornar con una 



SU VIDA Y SUS OBRAS 21 

nada, y que Poe, apasionado de lo bello en todas cosas, 
habría encontrado el arte de transformar una choza en 
un palacio de especie nueva, ¿ No ha escrito, con el 
espíritu más original y más curioso, proyectos de 
mobiliarios, planes de casas «le campo, jardines y refor¬ 
mas de paisajes? 

Existe una carta encantadora de Mrs. Francés Osgood, 
que fué una délas amigas de Poe, y que nos da sobre 
sus costumbres, su persona y su vida íntima, los más 
preciosos detalles. Esta mujer, que era ella misma un 
literato distin guido, niega valerosamente todos los vicios 
y todas las faltas reprochadas al poeta. « Con los 
hombres, diceá Griswold, acaso era tal como lo pintáis 
y como hombre podéis tener razón. Pero afirmo que 
con las mujeres era totalmeute distinto, y que jamás 
ninguna mujer ha podido conocerle sin experimentar 
por él un profundo interés. Nunca se me ha aparecido 
sino como un modelo de elegancia, de distinción y 
de generosidad... 

« La primera vez que nos vimos, fué en Asior-Eouse. 
Willis me había prestado El Cuervo, sobre el cual el 
autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música 
misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño, me 
penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe 
quería serme presentado, experimenté un sentimiento 
singular y que se parecía al terror. Apareció con su 
bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que arrojaban 
una luz de sentimiento y de pensamiento, con sus ma¬ 
neras, mezcla intraducibie de elevacióny de suavidad — 
me saludó tranquilo, grave, casi frío ; pcr.o bajo aquella 
frialdad vibraba una simpatía tan marcada que no pude 
dejar de impresionarme profundamente. A partir de 



EDGAR POE 


22 : 

aquel momento hasta su muerte, fuimos amigos... y sé 
que en sus últimas palabras, he tenido mi parte de re¬ 
cuerdo, y que me lia dado, antes de que su razón cayera 
de su trouo de soberana, una prueba suprema de su fiel 
amistad. 

« Era, sobre todo en su interiora la vez simple y poé¬ 
tico, que el carácter de Edgar Poe aparecía parami en 
su más bella luz. Dócil, afectuoso, espiritual, tan pronto 
dócil y tan pronto malo como un niño mimado, tenía 
siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para 
todos los que le buscaban, hasta en medio de sus más 
fatigantes tareas literarias, una palabra amable, una 
sonrisa benevolente, atenciones graciosas y corteses. 
Pasaba interminables horas en su pupitre, bajo el re¬ 
trato de su Leonor, la amada y la muerta, siempre 
asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable 
letralasbrillantes fantasías que atravesaban sn cerebro, 
incesantemente en actividad. Me acuerdo haberle visto 
una mañana más contento y más alegre que de cos¬ 
tumbre. Virginia, su dulce mujer, me había suplicado 
que los visitara y me era imposible resistir á sus solici¬ 
taciones... Le encontré trabajando en la serie de artí¬ 
culos que ha publicado bajo el título : The Litterati of 
New-York y me dijo desplegando eon una risa de 
triunfo muchos rollitos de papel (escribía sobre tiras 
estrechas, sin duda para conformar su copia á la justi¬ 
ficación de los diarios) : — Voy á mostraros por:, la 
diferencia de largos,, los diversos grados de estima¬ 
ción que tengo por cada uno de vuestros literatos; en 
cada uno de estos papeles, uno de vosotros .está en¬ 
vuelto y perfectamente discutido. — ¡Venid,, Virginia, 
y ayudadme,!, — Y los desenrollaron lodos : uno d uñó. : 



SU VIDA Y SUS O LUI AS 2» 

Al ñu, había uno que parecía interminable. Virginia, 
riendo, retrocedía hasta un ángulo del cuarto tenién¬ 
dole por un extremo y su marido hacia lo mismo del 
otro lado. — ¿Y quién es el dichoso — dije — que 
habéis juzgado digno de esta inconmensurable dul¬ 
zura ? — ¿ La oís ? exclamó él — ¡ como si su vani¬ 
doso corazoncito no le hubiera ya dicho que es ella 
misma! 

« Cuando me vi obligada á viajar por mi salud, man¬ 
tuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo 
en eso á las vivas solicitaciones de su mujer, que creía 
que yo podía obtener sobre él una influencia y un ascen¬ 
diente saludables... 

« En cuanto al amor y á la confianza que existían 
entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo 
delicioso, no sabría pintarlos con la convicción y el 
calor merecido. Olvido algunos pequeños episodios 
poéticos en los cualesfué arrojado por su temperamento 
novelesco. Pienso que era la única mujer á quien haya 
verdaderamente amado... » 

En las Novelas de Edgar Poe, no hay jamás amor. 
Al menos Ligaia , Eleonora, no son, propiamente 
hablando, historias de amor, pues la idea principal 
sobre que gira la obra, es otra. Quizá creía que la 
prosa no es una lengua á la altura de ese caprichoso 
y casi intraducibie sentimiento; porque sus poesías, 
al Contrario, están fuertemente saturadas de él. La 
divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, 
y siempre velada por una irremediable melanco¬ 
lía. En sus artículos, habla algunas veces del amor 
hasta como de «na cosa que hace estremecer la pluma. 
En The Domain of Amheim, afirmará que las cuatro 



EDGAR POE 


2i 

condiciones elementales de la dicha, son : la vida en 
pleno aire, el amor de una mujer , la ausencia de toda 
ambición y la creación de un Bello nuevo. — Lo que 
corrobora la idea de Mrs. FranciaOsg-oodrelativamente 
al respeto caballeresco de Poe por las mujeres, es, 
que no obstante su prodigioso talento para lo grotesco 
y lo horrible, no hay en toda su obra un solo pasaje que 
ofrezca lubricidad ó siquiera goces sensuales. — Sus 
retratos de mujer son, por decirlo así, aureolados; 
brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pin¬ 
tados con la manera enfática de un adorador. — En 
cuanto á los pequeños episodios novelescos, ¿ hay motivo 
para sorprenderse de que un ser tan nervioso, cuya 
sed de lo Bello era acaso el rasgo principal, haya cul¬ 
tivado á veces la galantería con un ardor apasionado 
— la galantería, esa flor volcánica y olorosa para quien 
el cerebro hirvicnte de los poetas es un terreno predi¬ 
lecto? 

De su singular belleza, acerca de la que hablan mu¬ 
chos biógrafos, el espíritu puede, creo, hacerse una 
idea aproximativa recurriendo á todas las nociones 
vagas, pero sin embargo características, contenidas en 
la palabra romántica, palabra que sirve generalmente 
para pintar los géneros de belleza que consisten sobre 
todo en la expresión. Poe tenia una frente ancha, 
dominadora, en que ciertas protuberancias traiciona¬ 
ban las facultades encargadas de representar — cons¬ 
trucción, comparación, causalidad — y donde tenía su 
trono, en un orgullo tranquilo, el sentido de la ideali¬ 
dad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo 
de esos dones, ó hasta á causa de esos privilegios 
exhorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no ofre- 



SU VIDA V SUS OBRAS 2» 

cía acaso un aspecto agradable. Como todas las cosas 
excesivas por un sentido, un déficit podía resultar de 
la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía 
grandes ojos á la vez sombríos y llenos de luz, de un 
color indeciso y tenebroso, tirando á violeta, la nariz 
noble y sólida, la boca fina y triste, aunque ligeramente 
sonriente, la tez morena clara, el rostro pálido casi 
siempre, la fisonomía un poco distraída é impercep¬ 
tiblemente sellada por una melancolía habitual. 

Su conversación era de las más notables y esencial¬ 
mente instructiva. No era lo que se llama un beau par- 
lettr — cosa horrible — y su palabra como su pluma 
huía de las formas convenidas; pero su vasto saber, una 
lengüistica (1) poderosa, serios estudios, impresiones 
amontonadas en muchos países, hacían de su palabra 
una cátedra. Su elocuencia, esencialmente poética, llena 
de método y moviéndose sin embargo fuera de todo 
método conocido, un arsenal de imágenes sacadas de 
un mundo poco frecuentado por la mayor parte do los 
espíritus, un arte prodigioso en deducir de una propo¬ 
sición evidente y absolutamente aceptable, resúmenes 
secretos y nuevos, en abrir sorprendentes perspectivas, 
y en una palabra, el arte de arrobar, de hacer pensar, 
de hacer soñar, de arrancar las almas de los fangos de 
la rutina, tales eran las deslumbrantes facultades de 
que muchas gentes han guardado el recuerdo. Pero 
sucedía algunas veces — se dico al menos — que el 
poeta, complaciéndose en un capricho destructor, lla¬ 
maba bruscamente sus amigos á la tierra por un ci- 


;t) Poe conocía el gñcgs, el lalin, el alemán, el italiano: el portugués, 
el franoOs, el español y el árabe. [X. del T.) 


2 



20 


EDGAR POE 


nismo afligente, y demolía su obra de espiritualidad. 
Por otra parte, es necesario decir que era muy poco 
difícil en la elección de sus auditores, y creo que el 
lector encontrará sin trabajo en la historia, otras inte¬ 
ligencias grandes y originales, para quienes toda com¬ 
pañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio 
de la multitud y que so alimentan con el monólogo, no 
tienen que hacer delicadeza en materia de público. Es, 
en suma, una especie de fraternidad basadaen el menos¬ 
precio. 

De esta ebriedad — celebrada y reprochada cen una 
insistencia que podría dar á creer que todos los escri¬ 
tores de los Estados Unidos, e xcepto Poe, son ángeles 
de sobriedad — es necesario hablar, sin embargo. 
Muchas versiones son plausibles y 'ninguna excluye 
las otras. Ante todo, estoy obligado á hacer notar que 
Willis yMrs. Osgood, afirman que una cantidad mínima 
de vino ó de licor bastaba para perturbar completa¬ 
mente su organización. Es fácil suponer, además, que 
un hombre tan realmente solitario, tan profundamente 
desdichado, y que ha podido á menudo considerar todo 
el sistema social como una paradoja y una impostura, 
un hombre, que, acosado por un destino sin piedad, 
repetía con frecuencia que la sociedad no es más que 
una batahola de miserables (es Gviswold quien cuenta 
eso, tan escandalizado como un hombre que puede 
pensar la misma cosa, pero que no la dirájamás) — es 
natural, digo, suponer .que ese poeta, arrojado niño 
aúnen.los azares de.la' vida libre, con el cerebro aco¬ 
sado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado 
algunas veces una voluptuosidad de olvido en las bote¬ 
llas. Rencores literarios, vértigo de lo infinito, dolores 



SU VIDA y sus OCHAS 27 

Intimos, insultos de la miseria; Poe huía de todo eso, 
sumergiéndose en lo negro de la embriaguez como en 
una tumba preparatoria. Pero por más buena que 
parezca esta explicación, no la encuentro suficiente y 
desconfío de ella á causa do su deplorable simpli¬ 
cidad. 

Sé qüe no bebía como glotón, sino como bárbaro, 
con una actividad y una economía de tiempo, por com¬ 
pleto americanas, como cumpliendo una misión homi¬ 
cida, como teniendo en él algo que matar: a toorm 
that loould not die. Se narra, además, que un día, en 
el momento de volverse á casar (las amonestaciones 
estaban publicadas, y como se le felicitara por una 
unióa que ponía en sus manos las más altas condi¬ 
ciones de dicha y bienestar, habia dicho : « es posible 
que hayáis visto amonestaciones pero notad bien esto : 
no me volveré á casar ») fue, espantablemente ebrio, á 
escandalizar el barrio de la que debía ser su mujer, 
recurriendo así á su vicio para desembarazarse de un 
perjurio hacia la pobre muerta cuya imagen vivía 
siempre en él, y á quien había cantado tan admirable¬ 
mente en Annabel Lee. Considero, pues, en un gran 
número de casos, el hecho infinitivamente preciso de 
premeditación, como adquirido y constatado. 

Leo, además, en un largo artículo del Southern Lit- 
terary Messenger — la misma revista cuya fortuna 
había comenzado — que nunca la fuerza, lo acabado 
de su estilo, nuncala claridad de su pensamiento, nunca 
su ardor al trabajo fueran alterados por este horrible 
hábito; que á la confección de la mayor parte de sus 
excelentes trozos ha precedido ó seguido una de sus 
crisis; que después de la publicación de Eureka se 



28 EDGAR POE 

sacrificó deplorablemente á su inclinación, y que en 
New-York, en la mañana misma en que aparecía El 
Cuervo , mientras que el nombre del poeta estaba en 
todas las bocas, atravesaba á Broadway bamboleán¬ 
dose vergonzosamente. Notad que las palabras prece¬ 
dido ó seguido , implican que la embriaguez podía ser¬ 
vir de excitante así como de reposo. 

Ahora bien, es incontestable que — semejante á esas 
impresiones fugitivas é hirientes, tanto más hirientes 
en sus retornos cuanto más fugitivas son, que siguen 
algunas veces á un síntoma exterior, á una especie de 
advertencia, como un sonido de campana, una nota 
musical ó un perfume olvidado y que son ellas mismas 
seguidas de un suceso parecido á otro ya conocido y 
que ocupaba el mismo lugar en una cadena anterior¬ 
mente revelada, semejantes á esas singulares alucina¬ 
ciones que frecuentan nuestros sueños — existen en la 
embriaguez, no sólo encadenamientos de sueños, sino 
series de razonamientos, que tienen necesidad para 
reproducirse, del medio que les ha dado vida. Si el 
lector me ha seguido sin repugnancia, ha adivinado 
ya mi conclusión; creo que en muchos casos, no cierta¬ 
mente en todos, la embriaguez de Poe era un medio 
nenmónico, un método de trabajo, método enérgico y 
mortal, apropiado á su naturaleza apasionada. El poeta 
habia aprendido á beber como un literato cuidadoso se 
ejercita en hacer cuadernos de notas. No podía resis¬ 
tir al deseo de volver á encontrar las visiones maravi¬ 
llosas ó aterrantes, las concepciones sutiles que había 
asido en una tempestad precedente; eran viejos cono¬ 
cidos que le atraían de una manera imperiosa, y para 
reanudar amistad con ellos, tomaba el camino más pe- 



8U VIDA. Y SljS OBRAS 


29 


ligrüso, pero el más directo. Una parte de lo que hace 
hoy nuestro goce, es lo que lo ha muerto. 


IV 

De las obras de este singular genio, tengo poca cosa 
que decir ; el público hará ver lo que piensa de ellas. 
Me sería difícil, quizá, pero no imposible desembrollar su 
método, explicar su procedimiento, sobre todo en la 
parte de sus obras cuyo principal efecto consiste en un 
análisis bien conducido. Podría introducir al lector en 
los misterios de su fabricación, extenderme largamente 
sobre esta porción de genio americano que lo hace re* 
gocijarse de una dificultad vencida, de un enigma 
explicado, de un iour de forcé feliz — que lo lleva a 
jugar con una voluptuosidad infantil y casi neryiosa eri 
el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y 
crear cañarás á los cuales su arte sutil ha dado una 
vida verosímil. Nadie negará que Poe es un juglar 
maravilloso, y sé que daba sobre todo su estima á otra 
parte de sus obras. Tengo algunas observaciones más 
importartes que hacer, muy breves. 

No es más que por esos milagros materiales, que sin 
embargo han hecho su fama, que le seria dado con¬ 
quistar la admiración de las gentes que piensan; es 
por su amor de lo bello, por su conocimiento de las 
condiciones armónicas déla belleza, por su poesía pro¬ 
funda y quejumbrosa, adornada no obstante, traspa¬ 
rente y correcta como un dije de cristal, por su admi¬ 
rable estilo, puro y extravagante — apretado como las 
mallas de una armadura, complaciente y minucioso, y 



30 


EDGAR POE 


cuya más ligera intención sirve para llevar dulcemente 
al lector hacia un fin deseado — y en fin por ese genio 
especial, por ese temperamento único que le ha permi¬ 
tido pintar y explicar, de una manera impecable, sor¬ 
prendente, terrible, la excepciinen el orden moral. 

En él, toda entrada en materia, es atrayente sin vio¬ 
lencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y 
tiene despierto el espíritu. So siente desde luego que 
se trata de algo grave. Y lentamente, poco á poco, se 
desarrolla una bis loria cuyo interés todo reposa sobre 
una imperceptible desviación del intelecto, sobre una 
hipótesis audaz, sobre un dosaje imprudente de la 
naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, 

presa del vértigo, está obligado á seguir al autor en 
sus arrastradoras deducciones. 

Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia 
las excepciones de la vida humana y de la naturaleza; 
los ardores do la curiosidad de la convalecencia, los 
fine3 de estación cargados de esplendores enervantes, 
los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el 
viento del Sur debilita y distiende los nervios como 
las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se lle¬ 
nan de lágrimas que no vienen del corazón; la alucina¬ 
ción, dejando al principio lugar á la duda, bien 
pronto convencida y razonadora como un libro; el 
absurdo instalándose en la inteligencia y gobernán¬ 
dola con una espantable lógica; la historia usurpando 
el sitio de la voluntad, la contradicción establecida 
entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacor¬ 
dado hasta el punto de expresar el dolor por la risa. 
Analiza lo que hay de más fugitivo, pesa lo impon¬ 
derable y describe, con esa manera minuciosa y cien- 



SU VIDA Y SUS OBRAS 31 

tífica, cayos efectos son terribles, todo eso imaginario 
que flota alrededor del hombre nervioso y lo conduce 
al mal. 

El ardor mismo con el cual se arroja en lo grotesco 
por el amor de lo grotesco, y en lo horrible por el amor 
«le lo horrible, me sirve para verificar la sinceridad de 
su obra, y el acuerdo del hombre con el poeta. — He 
notado ya que en muchos hombrés este ardor era á me¬ 
nudo el resultado de una vasta energía vital desocu¬ 
pada, algunas veces de una pertinaz castidad y tam¬ 
bién de una profunda sensibilidad sin empleo. La 
voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede expe¬ 
rimentar en ver correr su propia sangre, los movimien¬ 
tos repentinos, violentos, inútiles, los grandes gritos 
arrojados al aire sin que el espíritu haya mandado á 
la garganta, son fenómenos todos del mismo orden. 

En el seno de esta literatura en que el aire está rarifi¬ 
cado, el espíritu puede experimentar esa Yaga angustia, 
ese miedo pronto á las lágrimas y ese malestar del co¬ 
razón, que habitan los sitios inmensos y singulares. 

¡ Pero la admiración es la más fuerte, y además el arte 
es tan grande! 

Los fondos y los accesorios son en él, apropiados á 
los sentimientos de los personajes. Soledad de la natu¬ 
raleza ó agitación de las ciudades, todo está descrito 
nerviosa y fantásticamente. Como nuestro Eugenio De- 
lacroix, que’ ha elevado su arte á la altura de la grande 
poesía, iídgar Poe ama el agitar sus figuras sobre fon¬ 
dos violáceos y verdosos, en que se revelan la fosfores¬ 
cencia de la podredumbre y el olor de la tempestad. 
La naturaleza llamada inanimada participa de la natu¬ 
raleza de los seres vivientes y, como ellos, se estremece 



32 


ED3AR POE 


con un temmor sobrenatural y galvánico. El espacio 
es profundizado por el opio (i); el opio da un sentido 
mágico á todos sus tintes, y hace vibrar todos los rui¬ 
dos con una más significativa sonoridad. 

Algunas veces perspectivas magníficas, llenas de luz 
y de calor, se abren repentinamente en sus paisajes, y 
se ve aparecer en el fondo de sus horizontes, ciudades 
orientales y arquitecturas, vaporizadas por la distancia 
en que el sol arroja lluvias de oro. 

Los personajes de Poe, ó más bien el personaje de 
Poe, el hombre de facultades sobreagudas, el hombre 
cuya voluntad ardiente y paciente arrojaun desafío á las 
dificultades, aquel cuya mirada está tendida con la ri¬ 
gidez de una espada sobre objetos que se agrandan á 
medida que los mira — es Poe mismo, Y sus mujeres, 
todas luminosas y enfermas, muriendo de males extra¬ 
vagantes, y hablando con una voz que se parece á una 
música, son todavía él; ó al menos por sus aspiraciones 
extrañas, por su valor, por su melancolía incurable, 
participan fuertemente de la naturaleza de su creador. 
En cuanto á su mujer ideal, á su Titánida, se revela 
bajo diferentes retratos derramados en sus^oosías bas¬ 
tante poco numerosas, retratos, ó más bien, maneras 
de sentir la belleza, que el temperamento del autor 
aproxima y confunde en una unidad vaga pero sensible, 
y donde vive más delicadamente quizá que en otra 
parte, ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran 
titulo, es decir, el resumen de sus títulos ála afección 
y al respeto de los poetas. 

(1) Baudei&irc, como he (Helio, era un gran bebedor de kasetns. 
(N. del T.) 



EDGAR POE 


NOVELAS Y CUENTOS 


LA. MÁSCARA DR LA MUERTE 


La Muerte Roja había devastado grandemente ia 
comarca. Nunca se había visto una epidemia más fatal, 
más horrorosa. La sangre era su Avatar, y su sello — lo 
rojo y lo horrible de la sangre. Eran dolores agudos* 
vértigos repentinos y luego una abundante hemorragia 
á la que seguía la muerte. Las manchas escarlatas 
sobre el cuerpo y especialmente sobre el rostro de la 
víctima, eran los anuncios de la peste, que le alejaban 
de la ayuda y de la simpatía de sus semejantes. Y entre 
el comienzo, progreso y terminación déla enfermedad, 
no pasaba más de media hora. 

Pero el príncipe Próspero era feliz, é intrépido, y 




34 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

sagaz. Cuando sus dominios hubieron sido despoblados 
de casi la mitad, llamó á su presencia ó un millar de 
vigorosos y alegres amigos que escogió entre los caba 
lleros y damas de su corte, y se retiró con ellos á la 
profunda soledad de uno de sus almenados castillos. 

Era un extenso y magnifico edificio, creación del 
excéntrico aunque regio gusto del principe mismo. Una 
fuerte y elevada muralla lo circundaba completamente. 
Esta muralla tenía puertas de hierro. Los cortesanos, 
una vez dentro, con ayuda de hornos y gruesos mar¬ 
tillos, soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar 
medios ningunos de entrada á Jos impulsos repentinos 
de la desesperación ó á los de frenesí, del interior. El 
castillo fué abundantemente provisto de víveres. Con 
semejantes precauciones, los cortesanos podían mandar 
desafiar 4 la epidemia. El mundo del exterior se cui¬ 
daría á si propio. Mientras tanto, era un crimen ape¬ 
sadumbrarse ó pensar. El príncipe había llevado todos 
los accesorios del placer. Había bufones, había impro¬ 
visadores, había bailarines, había músicos, había be¬ 
lleza, había vino. Todo esto y la seguridad, adentro. 
Afuera, la Muerte Roja. 

Fué hacia el fin del quinto ó sexto mes de reclusión, 
y mientras la peste asolaba más furiosamente en el 
exterior, que el príncipe Próspero convidó sus mil 
amigos para un baile de máscaras de la más soberbia 
magnificencia. 

Era una voluptuosa escena, aquella mascarada. Pero 
dejad que describa antes las habitaciones en que tenia 
lugar. Eran siete; una serie imperial. En muchos pala¬ 
cios, sin embargo, tales series forman una larga pers- 
petiva recta, pues las batientes de las puertas, asenta- 



LA MÁSCARA DE LA MUERTE 3b 

das contra. la pared, á cada lado, no impiden en 
algmia manera, que la vista penetre hasta el fin. En 
este caso, era muy diferente, como podía esperarse del 
amor del soberano por lo extravagante. 

Los departamentos estaban tan irregularmente dis¬ 
puestos, que la visión abrazaba muy poco más do uno 
á la vez. Había un recodo agudo á cada veinte ó treinta 
yardas, y en cada recodo, uu nuevo efecto. Á derecha 
é izquierda, en mitad de cada pared, una alta y estre¬ 
cha ventana gótica daba sobre un cerrado corredor que 
proseguía los recodos de la serie. Estas ventanas eran 
de cristales pintados, cuyo color variaba, de acuerdo 
con el que dominaba en las decoraciones do la pieza á 
que daba acceso. Por ejemplo, la situada en la extre¬ 
midad oriental estaba' adornada de azul, y tenia las 
ventanas azules. El segundo cuarto era púrpura en sus 
adornos y tapicerías, y los cristales eran color púrpura. 
El tercero era verde enteramente, y verdes eran los 
vidrios. El cuarto estaba adornado de amarillo ; el 
quinto de blanco ; el sexto de violeta; el color de los 
cristales era siempre igual á los adornos. El séptimo 
salón estaba completamente tapizado de terciopelo 
negro, que cubría el techo y paredes, cayendo en pesa¬ 
dos dobleces sobre una alfombra de la misma tela y 
color. Unicamente en esta pieza el color de los cristales 
dejaba de estar en armonía con las decoraciones. Los 
vidrios eran escarlata : un profundo color de sangre, 
i Además, en ninguna de las siete habitaciones había 
lámparas ni candelabros, entre la profusión dé orna¬ 
mentos de oro que se hallaban distribuidos por todas 
partes, ó colgaban del techo. Ni una sola luz emanaba 
de lámpara ó bujía en la serie de cuartos adornados. 



36 EOGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

Pero en los corredores que seguían á las habitaciones, 
había, frente á cada ventana, un sombrío trípode, Heno 
de carbones encendidos, que proyectaban sus rayos á 
través délos pintados cristales, iluminando brillante¬ 
mente la pieza. Y así se producían una multitud de 
apariencias ostentosas y fantásticas. Pero en el cuarto 
occidental ó negro, el efecto de la luz-de-fuego, tem¬ 
blando sobre las oscuras tapicerías, después de pasar 
por los cristales color sangre, era sombrío en extremo, 
y producía un tan extraño efecto sobre los rostros de 
los que en él entraban, que había muy pocos entre la 
concurrencia, suficientemente intrépidos para experi¬ 
mentarlo. 

Era en ese salón, también, donde se encontraba co¬ 
locado, contra la pared occidental, un gigantesco reloj 
de ébano. 

Su péndulo se movía de un lado á otro con un chi¬ 
rrido triste, grave, monótono; cuando el minutero reco¬ 
rría el círculo, y la hora estaba á punto de sonar, salía 
de entre los pulmones de bronce del reloj, un sonido 
que era claro, y agudo, y profundo, y extremadamente 
musical; pero de un tono y énfasis tal, que á cada 
hora, los imisicos de la orquesta se veían olili gados á 
hacer una pausa, momentáneamente, en su ejecución, 
para escuchar el sonido; y entonces los valsadores 
cesaban en sus movimientos; y había una pequeña 
nube en la alegre compañía; y mientras que duraban 
los golpes de la campana, se notaba que los más festi¬ 
vos se volvían pálidos, y que los más viejos se pasaban 
lí mano por la frente, como si Ies atormentara una fan¬ 
tástica meditación. Pero cuando los ecos habían cesado 
por completo, una alegre carcajada escapaba de todos 



LA MÁSCARA DE LA MDERTÉ 


37 


los pechos ; los músicos se miraban unos á otros y 
sonreían como de su propia nerviosidad y tontería, y 
en voz baja juraban entre sí, que el próximo sonido del 
reloj no produciría en ellos semejante emoción; y 
entonces y después del lapso de los sesenta minutos 
-i- que abraza tres mil seiscientos segundos del tiempo 
que huye — volvía otra vez el sonido del reloj y suce¬ 
día lo mismo que antes : el mismo desconcierto, el 
mismo temblor, la misma meditación. 

Pero, á despecho de esas cosas, era una alegre y mag¬ 
nífica bacanal. Los gustos del príncipe eran singulares. 
Tenía buen ojo para los colores y los efectos. Desde¬ 
ñábalas decoraciones déla simple moda. Sus planes eran 
atrevidos y salvajes, y sus concepciones brillaban por 
una esplendidez soberana. Hay gentes que le hubieran 
creído loco. Sus compañeros comprendían que no lo era. 
Era necesario oirle, verle y tocarle para convencerse de 
que no lo era. 

Había dirigido, en gran parte, el embellecimiento de 
los siete cuartos, en ocasión de esta gran fiesta, y había 
sido su propio gusto el que había dado carácter á los 
disfraces. Seguramente eran grotescos. Había mucho 
brillo, mucho de picante y de fantástico — mucho de lo 
que se ha visto después en Hernani. Había figuras ara¬ 
bescas, con adornos y vestidos extraños. Había caprichos 
de delirio como los trajes de los locos. Había mu¬ 
cho de bello, mucho de fastuoso, mucho de extrava¬ 
gante , algo áe terrible y no poco de lo que puede exci¬ 
tar disgusto. En una palabra, los siete cuartos eran 
recorridos por una multitud de ensueños, que se ba¬ 
lanceaban aquí y allá. Y éstos — los ensueños — se 
agitaban en todos sentidos, tomando coloi* diferente en 

3 



38 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

cada pieza, y haciendo que la salvaje música de la or¬ 
questa, pareciera el eco de sus pasos. Y, cada hora, 
suena el reloj de ébano que está en el cuarto de tercio¬ 
pelo. Y entonces, durante un momento, todo enmudece, 
salvo la voz del reloj. Los ensueños quedan inmóviles 
en el sitio que ocupan — helados. 

Pero los ecos de la campana se apagan de nuevo — 
no han durado más que un instante — y apenas han 
desaparecido, una alegre aunque temblorosa carcajada 
entreabre los labios de los que danzan. Y entonces la 
música se dilata otra vez, y los ensueños se ponen en 
movimiento, y se tuercen acá y allá más jovialmente 
que nunca, tomando el color de los pintados vidrios, á 
través de los cuales fluyen los rayos de los trípodes. 
Pero en el cuarto qne está más al occidente de los siete, 
ninguno de los máscaras se aventura ahora; porque la 
noche pasa rápidamente; y penetra una luz siempre 
más roja ¿ través de los vidrios color sangre; y la ne¬ 
grura de los fúnebres paños, aterra; y el que pone sus 
pies sobre la negra alfombra, recibe del cercano reloj 
de ébano un sordo repique, más solemnemente enfático 
que los percibidos por los que se abandonan á indolente 
alegría en las otras habitaciones. 

Pero estas otras habitaciones estaban llenas poruña 
inmensa multitud, Y en ellas latía más febrilmente el 
corazón de la vida. Y la orgía prosiguió en su remolino, I 
basta que por fin comenzó el anuncio de la media noche ; 
en el reloj y entonces la música calló, como he dicho, 
y Jas evoluciones de los valsadores se interrumpieron; 
y hubo una penosa cesación de todo — lo mismo que 
antes. 

Pero ahora el reloj tenía que golpear doce veces con 



LA MÁSCARA DE LA MUERTE 30 

su campana; y así sucedió, quizá, que muchos pensa¬ 
mientos se deslizaron con más tiempo, hasta en las 
meditaciones de los recelosos que había en aquella 
bacanal. Y asi, además, sucedió, quizá, que cuando el 
último eco de la última campanada se hundió comple¬ 
tamente en el silencio, hubo muchos de los asistentes 
que pudieron apercibirse do la presencia de un enmas¬ 
carado, que hasta entonces no había llamado la aten¬ 
ción de nadie. Y habiéndose derramado en voz baja el 
rumor de aquella nueva presencia, surgió por último de 
todos los convidados, un susurro ó murmullo de des¬ 
aprobación y sorpresa — que se cambió por finen expre¬ 
sión de terror, de horror y de disgusto. 

En una asamblea de fantasmas como la que he pin¬ 
tado, se puede suponer que ninguna apariencia vulgar 
hubiera causado tal sensación. 

A la verdad, la licencia de trajes en los máscaras era 
casi ilimitada; pero la figura en cuestión había ultra¬ 
pasado á Herodes é ido hasta más allá de los límites 
del problemático decorum del príncipe. Hay cuerdas en 
los corazones de los más enviciados, que no pueden 
ser locadas sin emoción. Hasta para los más comple¬ 
tos perdidos, para quienes la vida y lamuerte son mo¬ 
tivo de burlas, hay asuntos sobre los que no puede 
dirigírseles una sola chanza. Toda la concurrencia pa¬ 
recía comprender profundamente que en el traj e y aspec to 
del extranjero, no había ni gracia ni decencia. La figura 
era alta y flaca y estaba cubierta desdo la cabeza á los 
pies por los atavíos del sepulcro. La máscara que ocul¬ 
taba el rostro copiaba tan bien el exterior de un cuerpo 
rígido, que el examen más atento hubiera tenido difi¬ 
cultad en descubrir la impostura. Y todavía se hubiera 



40 EDGAR POE.- — NOVELAS Y CUENTOS 

sufrido esto, si no aprobado, por aquellos disolutos. 
Pero el desconocido había llevado su imprudencia 
hasta representar á la Muerte Roja. Sus vestiduras es¬ 
taban salpicadas de sangre , y su ancha frente, así 
como los rasgos de la cara, estaban rociados con el 
horrible color escarlata. 

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre 
la espectral imagen (que, con pausado y solemne mo¬ 
vimiento, como para sostener mejor su roí, se pavoneaba 
aquí y allá entre los valsadores) se le vio convulso ; en 
el primer instante con un largo estremecimiento de 
terror ó disgusto; pero en el siguiente, su frente se 
enrojeció de rabia. 

— ¿ Quién se atreve? preguntó roncamente á los 
cortesanos que estaban á su lado —¿quién se atreve á 
insultarnos con esta burla blasfema? Prendedle y qui¬ 
tadle el antifaz; ¡ que sepamos á quién tenemos que 
colgar mañana de las almenas! 

Cuando el principe Próspero pronunció estas pala¬ 
bras, estaba en el cuarto occidental ó azul. Resonaron 
á través de las siete habitaciones, alta y olaramente, 
porque el príncipe era un hombre intrépido y robusto, 
y la música había callado á una señal de su mano. 

Era en el cuarto azul dónde estaba el principe con un 
grupo de pálidos cortesanos á su lado. Al principio, 
cuando habló, hubo en el grupo un pequeño movimiento 
en dirección al intruso, que se hallaba cerca en ese 
instante, pero que, entonces, con paso lento é impo¬ 
nente se aproximaba cada vez más al príncipe. Pero 
á causa de un cierto temor sin nombre que el fantástico 
aspecto del desconocido había inspirado á la concU" 
rrencía, no hubo uno solo que adelantara la mano para 



LA MÁSCARA DE LA MUEKTJS 41 

detenerle; de manera que pasó libremente á una vara 
de la persona del príncipe; y, mientras la numerosa 
reunión, como por un solo impulso, retrocedía del cen¬ 
tro de los cuartos hacia las paredes, él prosiguió su 
camino sin que nadie le interrumpiera — con el mismo 
paso solemne y mesurado que lo había distinguido 
desde el principio. Del cuarto azul pasó al púrpura; 
del púrpura al verde ; del verde al amarillo; de éste al 
blanco, y de allí al violeta, antes que se hubiera hecho 
un movimiento decidido para apresarlo. Fué entonces, 
sin embargo, que el príncipe Próspero, enloquecido 
por la rabia y la vergüenza de su propia aunque mo¬ 
mentánea cobardía, se arrojó corriendo á través do los 
seis cuartos, sin que ninguno lo siguiera, á causa del 
mortal terror que de todos se había apoderado. 

Empuñando una brillante daga, se había aproximado 
impetuosamente al fugitivo personaje, cuando éste, 
habiendo alcanzado la extremidad del cuarto de tercio¬ 
pelo, se volvió de repente y miró á su perseguidor. Se 
oyó un agudo grito — y la daga cayó relampagueando 
sobre la negra alfombra, en la cual, instantáneamente 
después se desplomó el cadáver del príncipe Próspero. 
Entonces, animados los cortesanos por el salvaje valor 
de la desesperación, entraron en el salón negro, y 
asiendo al enmascarado, cuyo alto cuerpo se mantenía 
recto é inmóvil en la sombra del reloj de ébano, queda¬ 
ron presa de inexplicable horror, al encontrar que bajo 
la mortaja y máscara de la muerte > á que habían echado 
mano con tan violenta rudeza, no habitaba ninguna 
forma tangible. 

Y entonces se conoció la presencia de la Muerte 
Roja. Había entrado como un ladrón de noche. Y uno 



42 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

por uno fueron desplomándose los convidados en los 
cuartos rociados de sangre, y cada uno murió en la 
postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj 
de ébano, acabé también con la de la última victima. 
Y las llamas de los trípodes expiraron. Y la Oscuridad 
y la Ruina, y la Muerte Roja ejercieron su ilimitado im¬ 
perio sobre lodo. 



BERENICÉ 


Diceban! mito solíales, si sepulclii'um 
amiofe visilarem, auras meas, allquantulutii 
íore lévalas. 

(Ebn Z*iai.) 


La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas 
formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el 
arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y 
hasta tan intimanente mezclados, como los que pre¬ 
senta ese fenómeno. ¡ Extendiéndose por el vasto hori¬ 
zonte como el arco iris I ¿ Cómo es que de la belleza he 
derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de 
paz, un símil de dolor? Pero así como en ética el mal 
es una consecuencia del bien, en la realidad, es del 
placer que ha nacido el dolor. Ó la memoria de la dicha 
pasada es la pena de hoy, ó las agonías presentes 
tienen su origen en los éxtasis que pueden haber exis¬ 
tido. 

Mi nombre de bautismo es Egoeus; el de mi familia 
no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que 



4 i EDGAR TOE. - NOVELAS Y CUENTOS 

mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra razaba 
sido llamada raza de visionarios; yen algunas circuns¬ 
tancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en 
los frescos del salón principal, en las tapicerías de los 
dormitorios, en el cincel ¿e algunas columnas de la 
sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en 
la naturaleza verdaderamente singular de los libros en¬ 
cerrados en ella, hay más que suficiente materia para 
disculpar esa creencia. 

Les recuerdos de mis primeros años datan de ese 
cuarto y de esos volúmenes. Ahí murió mi madre. Ahí 
nací yo. Pero sería simplemente una tontera el decir 
que yo no había vivido antes, que el alma no tiene 
existencia anterior. ¿Lo negáis ? no discutamos sobre 
este asunto. Convencido yo, no busco convencer á los 
demás. Existe, sin embargo, un recuerdo de aéreas 
formas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos 
musicales, aunque tristes ; un recuerdo que no quiere 
abandonarme, una memoria como de una sombra, 
vaga, variable, indefinida, irregular; sombra de la que 
no podré verme libre, mientras brille el sol de mi 
razón. 

En ese cuarto nací. Despertándome así de la larga 
noche délo que parecía, pero no era, la no existencia, 
en medio mismo del país de las hadas, en un palacio 
imaginario, en el extravagante dominio del pensa¬ 
miento y la erudición monásticas, no es singular que 
dirigiera á mi alrededor miradasestremecidas y ardien¬ 
tes, que malgastara mi infancia en libros y disipara 
mi juventud en fantasías ; pero es singular que, ha¬ 
biendo corrido los años, la virilidad me encontrara to¬ 
davía en la mansión de mis padres ; es sorprendente 



BEREN1CE 


43 


que esta estagnación cayera sobre la primavera de mi 
vida, sorprendente la inversión total que se hizo sitio 
en el carácter de mis ideas más comunes. Las realida¬ 
des del mundo me afectaban como visiones, y como 
visiones solamente, mientras que los locos pensamien¬ 
tos de la tierra délos sue&os se convertían, á su tumo, 
no en el alimento de mi vida diaria, sino en mi vida 
misma. 


Bereniee y yo éramos primos, y ambos crecimos en 
mi casa paterna. Sin embargo, crecimos diferente¬ 
mente : yo, débil de salud y sumergido en mi tristeza, 
ella, ágil, graciosa, desbordando energía; para ella, 
los paseos en la colonia; para mí, los estudios del 
claustro; vivía en mi propio corazón, y dedicado en 
cuerpo y alma á la meditación más penosa; ella, 
errando descuidada á través de la vida, sin pensar en 
las sombras de su camino ó el silencioso vuelo del alado 
cuervo de las horas. ¡Bereniee! ¡Invoco su nombre! 
¡Bereniee! y entre las ruinas de mi memoria se agitan 
á ese llamado mil tumultuosos recuerdos! ¡Ah! ¡ Su 
imagen está ahora delante de mí, como en los primeros 
días de su sincero gozo! ¡ Oh esplendente, aunque fan¬ 
tástica belleza! ¡ Oh sílíide de las florestas del Arnheim! 
¡Oh náyade de sus fuentes! Y después, después, todo 
es misterio y terror; una historia que no debía ser 
narrada. Una enfermedad, una fatal enfermedad cayó' 
como el simoún sobre su cuerpo ; y hasta mientras yo 
la miraba, el espíritu del cambio se deslizaba en ella, 
apoderándose de su ánimo, sus trajes y su carácter, y 
de la manera más sutil y terrible, perturbando hasta 

3* 





46 EDGAR POE. — NOVELAS V CUES IOS 

su identidad personal, j Ay I el destructor iba y venía; 
y la víctima, ¿dónde está? ¡No la conozco, ó no la co¬ 
nozco ya como Berenice! 

Entre el numeroso cortejo de enfermedades que si¬ 
guieron á la que efectuó tan horrible revolución enelser 
moral y físico de mi prima, debe ser mencionada, como 
la más aflictiva y obstinada en su naturaleza,una espe¬ 
cie de epilepsia,que terminaba frecuenlemente en cata- 
lepsia , catalepsia que se parecía muchísimo á la muerte 
positiva, y de la que volvía, en el mayor número de 
casos, con un brusco estremecimiento. Mientras tanto, 
mi propio mal, pues se meha dicho que no debía lla¬ 
marlo con otro nombre, mi propio mal crecía rápida¬ 
mente, hasta asumir, por último, un carácter mono¬ 
maniaco de una nueva y extraordinaria forma, ganando 
vigor de hora en hora y de momento en momento, y 
obteniendo, por fin, sobre mí, el más incomprensible 
ascendiente. Esta monomanía, si debo llamarla así, 
consistía en una mórbida irritabilidad de esas cuali¬ 
dades del alma, conocidas en la ciencia de la metafísica 
por cualidades de atención. Es más que probable que no 
sea entendido; pues temo, á la verdad, que no me sea 
posible trasmitir á la generalidad de los lectores una 
idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés, 
con que en mi caso las potencias meditativas, para no 
emplear tecnicismos, se hundían en la contemplación 
de los objetos más comunes del universo. 

Cavilar infatigablemente horas enteras, con la aten¬ 
ción fija sobre alguna frívola observación encontrada 
en el margen ó en la tipografía de un libro ; quedar ab¬ 
sorto, durante la mayor parte de un día de verano, con¬ 
templando una fantástica sombra que caía oblicua- 



BER15NICE 


47 


mente sobre la tapicería ó el pavimento; olvidarme á 
mí mismo toda una noche, velando la monótona llama 
de una lámpara ó las chispas del carbón encendido; 
soñar varios días con el perfume de una flor; repetir, 
estúpidamente, alguna palabra vulgar, hasta que el 
sonido, por la frecuente repetición, cesara de represen¬ 
tar una idea cualquiera; perder toda conciencia de mo¬ 
vimiento ó vida física, por medio de un largo reposo, 
obstinadamente prolongado; tales eran algunas de las 

más comunes y menos perniciosas fantasías produci¬ 
das por una condición de las facultades mentales, que 
aunque no sin ejemplo, desafía ciertamente el análisis 
ó la explicación. 

Trataré de hacerme comprender, sin embargo. La 
irregular, intensa y mórbida atención asi excitada por 
objetos frivolos por naturaleza, no debe ser confundida 
con esa propensión á meditar, común á toda la huma¬ 
nidad y á la cual se abandonan más especialmente las 
personas de ardiente imaginación. No era ni siquiera, 
como se podía haber supuesto al principio, una condi¬ 
ción extrema ó exagerada de esa propensión; era, 
sobre todo, esencialmente distinta de ella. En gene¬ 
ral, el soñador ó entusiasta, estando interesado por 
un objeto usualmente no frívolo, lo pierde de vista 
de una manera imperceptible, merced á una multitud 
de deducciones y sugestiones que proceden del ob¬ 
jeto mismo, basta que al ñn, 4 la conclusión de 
esa quimera, & menudo llena de lujuria , encuentra el 
ineitamentum, ó causa primera de sus cavilaciones, 
enteramente desvanecido y olvidado. En mi caso, el 

objeto primitivo era invariablemente frivolo , aunque 
asumía, Dor medio de mi perturbada visióu, una im- 



48 EDGAR I>OE. — DOVELAS Y CGENTOS 

portancia imaginaria. Pocas deducciones ó ninguna 
eran hechas; y esas pocas volvían pertinazmente hacia 
el punto de partida, como á un centro. Las medita¬ 
ciones no eran agradables jamás ; y á la terminación 
de la causa primera, lejos de haber sido perdida de 
vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente 
exagerado, que era la fisonomía predominante de la 
enfermedad. En una palabra, la potencia intelectual más 
ejercitada en mí, como he dicho antes, era la déla aten¬ 
ción , mientras que en el soñador, es la especulativa. 

Mis libros en esa época, si no servían para irritar el 
desorden, participaban, como se verá, por su naturaleza 
imaginativa é ilógica, de las cualidades características 
del desorden mismo. 

Recuerdo muy bien, entre otros, el tratado del noble 
italiano Ccelius Secundus Curio, Be Amplitudine Beati 
Regni Dei , la gran obra de San Agustín, La Ciudad 
de Dios , y la de Tertuliano, Be Carne Christi. en la 
que se encierra la sentencia paradójica : Hortuus est Bei 
filius; credibile est guia ineptum est ; et sepultas resur- 
recúü; eerlum est guia impossibile est , que ocupó todo 
mi tiempo durante muchas semanas de laboriosas é 
inútiles investigaciones. 

De esta manera, parecerá que, agitada en su ba¬ 
lanza sólo por cosas triviales, mí razón tenía similitud 
con ese peñasco de que habla Ptolomeo Hephestion, 
que resistía á los ataques de la violencia humana y á 
la ciega furia de las aguas y de los vientos, pero tem¬ 
plaba ai tacto de la flor llamada Asphodel. 

Y aunque, para un pensador negligente, pueda 
parecer un asunto fuera de duda, que la alteración pro¬ 
ducida en la condición moral de Berenice por su des- 



BERENICE 


49 


graciada enfermedad, me procurara muchos motivos 
para ejercitar esa intensa y anormal meditación que 
he tenido tanta pena en explicar, no era eso, sin em¬ 
bargo, lo que me acontecía. En los intervalos lúcidos 
de mi mal, su enfermedad, es cierto, me causaba dolor, 
y lamentando profundamente aquella desaparición 
total de su hermosura, y de su vida, no dejaba de re¬ 
flexionar, de una manera frecuente y siempre amarga, 
sobre los maravillosos medios de que se había valido 
para presentarse una resolución tan extraña. Pero es¬ 
tas reflexiones no participaban de la idiosincracia de 
mi mal, y eran tales como podían haber ocurrido á la 
masa ordinaria de los hombres. Lógico con su propio 
carácter, mi desorden se alimentaba con los menos im¬ 
portantes, pero más sorprendentes cambios operados 
en el físico de Berenice, con la singular y espantosa 
desaparición de su identidad personal. 

Durante los más brillantes días de su incomparable 
belleza, es seguro que yo no la había amado todavía. 
Á causa de la extraña anomalía de mi existencia, 
las simpatías no han tenido nunca origen en mi 
corazón, y mis pasiones han procedido siempre del 
espíritu. 

A través de las nieblas de la madrugada, entre las 
cruzadas sombras de la selva, al medio día y en el 
silencio de mi biblioteca, á la noche, ella había flotado 
ante mis ojos y yo la había visto, no como la viviente 
y tangible Berenice, sino como la Berenice de un 
sueño; no como un ser de la tierra, corpóreo, sino 
como la abstracción de ese ser; no como una cosa para 
admirar, sino para analizar; no como un objeto de 
amor, sino como un tema de la más oscura é irregular 



SO EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

especulación. Y ahora — ahora me estremecía en su 
presencia y me ponía pálido al sentir que se aproxi¬ 
maba ; sin embargo, lamentando amargamente su des¬ 
consoladora enfermedad, me acordé que ella me había 
amado mucho tiempo, y, en un mal instante, le hablé 
de mi matrimonio, 

Y al último, el período de nuestras bodas se iba 
aproximando, cuando, en una tarde de invierno del 
año — uno de esos días intempestivamente calurosos, 
tranquilos y nublados, que son las nodrizas de la bella 
Alción (1) — me senté (y me senté, como pienso, solo) 
en uno de los salones interiores de la biblioteca. Y 
levantando los ojos, vi que Berenice estaba delante 
de mi. 

¿Fué mi propia imaginación excitada, ó la influencia 
de la niebla, ó el incierto crepúsculo del cuarto, ó las 
sombrías vestiduras que caían á lo largo de su cuerpo 1 
— lo que le prestó un contorno tan vacilante y tan 
indistinto? 

No podría decirlo. Berenice no habló una palabra; y 
yo por nada del mundo hubiera despegado mis labios. 
Un helado estremecimiento recorrió mi cuerpo; me 
oprimió una sensación de insuperable ansiedad, y una 
curiosidad consumidora se apoderó de mi alma; y 
echándome hacia atrás en la silla, permanecí algunos 
instantes sin aliento ni movimiento, con mis ojos lijos 
en su persona. ¡Ay! su extenuación era excesiva, y ni 
un vestigio del ser primitivo quedaba eu una sola 


(i) Porque como Júpiter, durante la estación de invierno, da das veces 
siete dias de calor, los hombres han llamado S esc clemente y atemperado 
tiempo, las nodrizas de la bella Alción. (Simáiiidcs.) 



IIEBEMGE 


Si 


línea de sus contornos. Mis ardientes miradas cayeron 
por fin sobre su rostro. 

La frente era alta, y muy pálida y singularmente plᬠ
cida; y el cabello, en otro tiempo de azabache, que caía 
parcialmente sobre ella, sombreando las escavadas 
sienes con innumerables rizos, era entonces de un 
rubio vivaz, que reñía discordantemente, en su fantás¬ 
tico carácter, con la melancolía dominante del aspecto. 
Los ojos no tenían vida ni brillo, y hasta parecían sin 
pupila. Desvié involuntariamente la vista de sus mira¬ 
das vidriosas para pasar á la contemplación de sus 
delgados y encogidos labios. Los abrió, y en medio de 
una sonrisa de peculiar expresión, los dientes de la 
cambiada Berenice se presentaron lentamente á mis 
ojos. ¡ Pluguiera á Dios que no los hubiera visto, ó 
que habiéndolos visto, hubiera muerto! 

El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió 
mi meditación, y levantando los ojos, vi que mi prima 
había abandonado el cuarto. Pero no había partido dé! 
desordenado cuarto de mi cerebro, y no quería salir de 
él la pálida imagen de los dientes. Ni una mancha en 
su superficie — ni una sombra en su esmalte — ni una 
endentadura en sus aristas — que el breve período de 
su sonrisa no hubiera bastado para grabar en mi me¬ 
moria. Los veía entonces hasta más claramente que 
cuando los contemplé en realidad. [Los dientes! ¡los 
dientes! — estaban aquí y allí y por todas partes, y 
visible y palpablemente delante de mi; largos, delga¬ 
dos y excesivamente blancos, con ios pálidos labios tor¬ 
ciéndose por arriba de ellos como en el momento de su 
primera y terrible exhibición. Entonces hizo presa en mí 




53 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

la plena furia de mi monomanía, y luché en vano contra 
su extraña ¿irresistible influencia. En los multiplicados 
objetos del mundo externo, no tenía pensamientos sino 
para los dientes. Los deseaba frenéticamente. Todos los 
otros asuntos y todos los otros intereses llegaban á 
absorberse en su única contemplación. Ellos, ellos 
solos estaban presentes á los ojos del espíritu, y ellos, 
en su individualidad solitaria, se convertían en la 
esencia de mi vida intelectual. Los sometía á todas las 
luces. Los volvía en todos sentidos. Examinaba sus 
caracteres. Detenía mi atención sobre sus peculiari¬ 
dades. Reflexionaba respecto á su forma. Cavilaba 
sobre la alteración de su naturaleza. Me estremecía 
cuando les prestaba, en mi imaginación, un poder sen¬ 
sitivo y sensiente, y hasta siu la ayuda de los libros, 
una capacidad de expresión moral. De Mademoiselíe 
Salle se ha dicho muy bien : que lodos sus pasos eran 
sentimientos, y de Reren ice, yo creía lo más seriamente 
que lodos sus dientes eran ideas. ¡Ideas! ¡ah! aquí 
está el pensamiento de idiota que me ha perdido! 
¡Ideas! — ¡ah! por eso es que yo los codiciaba tau 
locamente! Sentía que sólo su posesión podía devol¬ 
verme á la paz, y restituirme á la razón. 

Y la noche me tomó de esa manera — y llegó la 
oscuridad, se detuvo y se fué —■ y volvió á amanecer — 
y las nieblas de una segunda noche se condensaban 
alrededor — y todavía estaba sentado en aquel soli¬ 
tario cuarto — y todavía estaba sentado, sumergido 
en mi meditación, y todavía el fantasma de los dientes 
mantenía su terrible influencia, basta el punto de que 
con la más vivida y horrorosa distinción, flotaba aquí 
y allá entre las vacilantes luces y sombras de la pieza. 



UEREXICE 


53 


Por último, mi sueños fueran interrumpidos por un 
grito como de horror y desmayo; y en seguida, des¬ 
pués de «na pausa, resonaron voces turbadas, á las 
que se mezclaban sordos gemidos de angustia y de 
dolor. Me levanté de mi asiento, y empnjand* una de 
las puertas de la biblioteca, vi de pie en la antecámara á 
una sirvienta, que bañada en lágrimas, me dijo que 
Bereoice ya no existía. Había sido atacada de la epilep¬ 
sia por la mañana temprano, y entonces, al cerrar la 
noche, la sepultura estaba pronta para el huésped y 
todos los preparativos del entierro estaban concluidos. 


Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo 
sentado solo. Parecía que hubiese despertado reciente¬ 
mente de algún confuso y excitante sueño. Conocí que 
era entonces media noche, y estaba bien seguro que, 
después de entrado el sol, había sido enterrada Berenice. 
Pero de lo que había pasado en ese lúgubre período, 
no tenía un recuerdo bien positivo, un conocimiento 
definido. Sin embargo, su memoria estaba repleta de 
horror — horror más horrible porque era vago, y terror 
más terrible por su ambigüedad. Era una página si¬ 
niestra en los anales de mi existencia, escrita toda con 
recuerdos oscuros, horrorosos é ininteligibles. Me 
esforzaba por descifrarlos, pero en vano; muy á 
menudo, y como si fuera el alma de un sonido ex¬ 
tinguido, me zumbaba en los *ídos un grito agudo 
y penetrante, una voz de mujer. Yo había hecho 
una cosa; ¿qué era? Me hacía la pregunta en alta 
voz, y el eco me contestaba como cuchicheando : 
¿ Qué era? 





54 EDGAR POE. — KOVELAS T CUENTOS 

En una mesa cerca de mí, ardía una lámpara y podía 
verse una pequeña caja. No era de un carácter notable 
ni extraño ; y yo la había visto muchas veces, porque 
pertenecía al médico de la familia; pero, ¿cómo estaba 
allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al mi¬ 
rarla? Estas cosas no eran como para preocuparse, y 
mis ojos, al último, quedaron fijos en las páginas de un 
libro, sobre una sentencia subrayada. Eran las singu¬ 
lares, aunque simples palabras del poeta Ebn Zaiat : 
Dicebant mihi sodalts si sepulckrum amicse msitarem , 
curas meas aliquanlulum fore lévalas. ¿Por qué, 
entonces, al leerlas, los cabellos se me erizaron y la 
sangre se heló en mis venas? 

Golpearon ligeramente á la puerta de la biblioteca, 
y pálido como un huésped de la tumba, un criado entró 
en puntillas. Sus miradas revelaban extravío y terror, 
y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja. 
¿ Qué dijo? Oí algunas frases cortadas. Habló de un 
extraño grito que había interrumpido el silencio de la 
noche, de la reunión inmediata de los vecinos, de un 
registro hecho en la dirección del grito; y su voz se 
hizo aguda y distinta cuando me murmuró de un se¬ 
pulcro violado, de un cuerpo desfigurado, todavía res¬ 
pirante, palpitando todavía, / todavía viva! 

Señaló mis vestidos ; estaban manchados con sangre 
coagulada. Yo no hablaba, y él me tomó suavemente 
la mano; en ella había impresiones de uñas humanas. 
Llamó mí atención hacia un objeto que estaba apoyado 
en la pared; era una azada. Arrojando un grito salté 
sobre la mesa, y así la caja de que he hablado. Pero no 

pude abrirla; y en mi temblor, se deslizó de mis manos 
y cayó pesadamente, y se hizo trizas; y entonces se 



BEREMCE 


55 


escaparon de ella, rodando con un ruido metálico, 
algunos instrumentos de cirujía dentaria, mezclados 
con treinta y dos cositas pequeñas, blancas, al parecer 
de marfil, las cuales se derramaron acá y allá sobre el 
pavimento.. 



LIGEIA 


T la voluntad que allí se encuentra no 
muere.Quién conoce los misterios de la 
voluntad con su vigor ? Porque Dios no es 
más que una gran voluntad qué penetra 
todas las cosas, por la naturaleza de su 
intensidad. El hombre no cede álos ángeles, 
ni á la muerte, salvo únicamente por la 
debilidad de su volición. 

(JosnrB disímil,.) 


No puedo recordar cómo, cuándo ó siquiera dónde 
precisamente, hice el conocimiento de lady Ligeia. 
Largos años han corrido desde entonces, y mi memo¬ 
ria está débil por los sufrimientos. Quizá no puedo 
ahora traer esos puntos á la mente, porque, á la ver¬ 
dad, el carácter de mi amada, su rara instrucción, su 
singular aunque plácida belleza, y la penetrante y arre¬ 
batadora elocuencia de su leve y musical lenguaje, fue¬ 
ron ganando terreno en mi corazón por senderos tan 
firmes y secretamente progresivos, que no los he 
notado jamás. Sin embargo, creo que la encontré por 
primera vez, y lo más frecuentemente, en alguna 
grande, vieja y arruinada ciudad cerca del Rín. De 



88 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

su familia la he oído hablar á ella misma, indudable¬ 
mente. Que es de origen remotísimo, no se puede 
dudar. ¡ Ligeia ! ¡Ligeia. Sepultado entre estudios adap¬ 
tados, más que á ninguna otra cosa, á las muertas im¬ 
presiones del mundo exterior, es por esa suave palabra 
sola, por Ligeia, que evoco ante mis ojos la imagen de 
la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, un re¬ 
cuerdo se derrama sobre mi alma, el recuerdo de que 
nunca conocí el nombre paterno de la que fué mi amiga 
y mi amada, y que llegó á ser la compañera de mis 
estudios, y finalmente, la esposa áe mi corazón. ¿ Fué 
un capricho de mi Ligeia? ¿ Ó fué una prueba de mi 
fuerza de afección, eso de no hacer preguntas sobre tal 
punto ? ¿ Ó fué más bien un capricho de mi mismo, 
una ofrenda extrañamente romántica, en la urna del 
más apasiouado cariño ? Sólo indistintamente puedo 
recordar el hecho en sí ; ¿ por qué habrá, pues, sor¬ 
presa, cuando digo que he olvidado completamente las 
circunstancias que lo originaron ó acompañaron? Y, á 
la verdad, si alguna vez ese espíritu llamado Romance; 
si alguna vez la pálida Astapho, de alas de niebla, que 
veneraba el idólatra Egipto, presidió como dicen, á los 
matrimonios de mal augurio, seguramente que presidié 
el mió. 

Existe un tema querido, sin embargo, sobre el que 
mi memoria no falta. Es la persona de Ligeia. Era alta 
de estatura, algo delgada, y en sus últimos días, hasta 
enflaquecida. Trataría en vano de retratar la majestad, 
la suave tranquilidad de su aspecto, ó la incompren¬ 
sible levedad y elasticidad de su paso. Iba y venía como 
una sombra. Nunca supe cuándo entraba ámi gabinete 
de estudio, á pesar de hallarse la puerta cerrada, sino 



LIO RIA 


»9 


por la adorada música de su voz tenue y suave, al 
poner sus manos marmóreas sobre mi hombro. En 
belleza de rostro, ninguna virgen la igualaba. Era el 
esplendor de un sueño de opio, una aérea y vaporosa 
visión más caprichosamente divina que las fantasías que 
se cernían sobre las soñadoras almas de las hijas de 
Délos. Sin embargo, sus facciones no eran de ese molde 
regular que hemos sido falsamente enseñados á adorar 
en las obras clásicas del gentilismo. « No hay belleza 
exquisita, dice lord Verulam, sin alguna singularidad 
en la proporción. » No obstante, aunque veía que las 
facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, 
aunque percibía que sil hermosura era verdaderamente 
« exquisita » y que la penetraba mucho de la « singu¬ 
laridad » de que he hecho mención, he tratado en vano 
de descubrir la irregularidad, y de darme cuenta de mi 
propia percepción de lo « singular ». Examinaba el 
contorno de la elevada y pálida frente; era perfecto — 
¡ cuán fría es esa palabra para aplicarla á una tan divina 
majestad! — el cutis rivalizando con el más puro 
marfil, la dominadora extensión y reposo, la gentil 
prominencia de las regiones superiores de las sienes; 
y después, sus trenzas, negras como el ala del cuervo, 
brillantes, lujuriosas y naturalmente rizadas, ponían de 
relieve la completa fuerza de la frase homérica : 
« ¡ cabellera de jacinto ! » Miraba el delicado contorno 
de la nariz, y no me acordaba de haber visto una per¬ 
fección semejante, sino en los graciosos medallones 
hebraicos. 

Tenía la misma suavidad de superficie, la misma 
apenas perceptible tendencia á lo aguileno, las mismas 
fositas armoniosamente curvadas, signos de un espíritu 



NOVELAS Y CUENTOS 


60 EDGAR POE. — 

libre. Miraba su dulce boca. A1U residía realmente el 
triunfo de todas las cosas del cielo : el espléndido vuelo 
del pequeño labio superior; el suave y voluptuoso sueño 
del inferior; los oyuelos que jugueteaban, y el color que 
hablaba; los dientes, reflejando con un brillo casi sor¬ 
prendente los rayos de la santa luz que caía sobre ellos, 
al descubrirse, para que la boca derramara la serena y 
plácida, la más triunfalmente radiosa de todas las son¬ 
risas. Examinaba la forma de su barba, y encontraba 
en ella la dulzura, la suavidad y la majestad, la ple¬ 
nitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno 
que Apolo no reveló sino en un sueño, á Cleomenes, el 
hijo del ateniense. Y después hundía mis ardientes mi¬ 
radas en los ojos de Ligeia. 

Para aquellos ojos no encontraba modelos en lo re¬ 
motamente antiguo. Podía haber sido ahí, en los ojos 
de mi amada, que residía el secreto á que alude lord 
Verulam. Eran, debo creer, más grandes que los ojos 
generales á nuestra propia raza. Eran hasta más 
grandes que los más grandes ojos de las gacelas del 
valle de Nourjaba. Sin embargo, era únicamente á 
iutervalos, en momentos de intensa excitación, que esta 
peculiaridad se volvía bien notable en Ligeia. Y en 
tales momentos era su belleza — quizá lo parecía sólo 
á mi exaltada imaginación — la belleza de los seres 
que están arriba ó aparte de la tierra, la belleza de la 
fabulosa hurí del Turco. 

El color de las pupilas era el negro más brillante, y 
sobre ellas, velándolas, colgaban largas pestañas color 
azabache. Las cejas, débilmente irregulares en contor¬ 
nos, tenían el mismo tinte. La « singularidad », siu 
embargo, que yo encontraba en los ojos, era de una 



ITCEU 


61 


naturaleza distinta de la formación, ó del color, ó del 
brillo de las facciones, y debe ser referida áía expresión. 
¡ Ah ! ¡ Palabra sin significado, detrás de cuya vasta 
latitud de simple sonido refugiamos nuestra ignorancia 
respecto á lo espiritual. ¡ La expresión de los ojos de 
Ligeia ! ¡ Cuán largas horas he meditado sobre ella ! 
¡ Cuánto he luchado, ú veces durante toda una noche 
de verano, por sondearla ! ¿ Qué era ese algo más 
profundo que el pozo de Demócrito, qué era lo que 
había allá en el fondo de las pupilas de mi amada ? 
¿ Qué era? Tenía una verdadera pasión por descubrirlo. 
Aquellos ojos, aquellos grandes, aquellos resplande¬ 
cientes, aquellos divinos astros, llegaron á ser para 
mi las estrellas gemelas de Leda, y yo para ellas el más 
dedicado de los astrólogos. 

No hay un punto, entre las más numerosas anoma¬ 
lías incomprensibles de la ciencia del alma, más con¬ 
movedoramente excitante que el hecho — nunca, creo, 
notado en las escuelas — de que en nuestras tentativas 
para evocar algo, hace mucho tiempo olvidado, á me¬ 
nudo nos encontramos sobre el verdadero límite del 
recuerdo , sin poder, al fin, recordar del todo. ¡Cuán 
frecuentemente, en mis intensos exámenes de los ojos- 
de Ligeia, me he sentido próximo al completo conoci- 
■ miento de su expresión, he sentido que ya lo alcanzaba,, 
y sin embargo, no lo he llegado ó poseer, y lo he visto, 
por fin, apartarse enteramente de mi! Y (extraño ¡oh ! 
el más extraño de los misterios) encontraba en los más 
comunes objetos del universo un círculo de analogías 
para aquella expresión. Quiero decir, que subsecuen¬ 
temente ai período en que la belleza de Ligeia pasó á 
mi espíritu, permaneciendo en él como en una urna, 

i 



€2 KDGA.K POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

derivaba yo, de muchas existencias del mundo material, 
un sentimiento idéntico al que me producía la contem¬ 
plación de sus grandes y luminosos ojos. Sin embargo, 
no podía absolutamente definir ese sentimiento, ó ana¬ 
lizarlo, ni siquiera considerarlo con alguna firmeza. La 
reconocía, dejadme repetirlo, algunas veces, en el exa¬ 
men de una niña que crecía rápidamente; en la con¬ 
templación de un gusano, una mariposa, una crisᬠ
lida, una corriente de agua impetuosa. La he sentido 
en el océano, en la calda de un meteoro. La he sen¬ 
tido en las miradas de la gente extraordinariamente 
anciana. Y hay una ó dos estrellas en el cielo (una sobre 
todo, una estrella de sexta magnitud, mudable y cam¬ 
biante, que se puede encontrar cerca de la gran estrella 
en la constelación de la Lira), que al mirarlas con un 
telescopio me han producido ese mismo sentimiento. 
Me he llenado de él, con ciertos sonidos de templados 
instrumentos, y no poco frecuentemente con pasajes de 
algunos libros. Entre otros ejemplos innumerables, 
recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill, 
que (quizá es simplemente por su originalidad ¿ quién 
puede decirlo?) nunca dejó de inspirarme el mismo 
sentimiento : « Y la voluntad que allí se encuentra no 
muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad con 
su vigor? Porque Dios no es más que una gran volun¬ 
tad, que penetra todas las cosas por la naturaleza de 
su intensidad. El hombre no cede á los ángeles y á la 
muerte, salvo únicamente por la debilidad de su voli¬ 
ción. ■.) 

Muchos años y subsecuentes reflexiones me han per¬ 
mitido trazar, á la verdad, cierta remota conexión 
entre el pasaje del moralista inglés y una parte del 



LIGEIA 63 

carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento, 
acción ó palabra, era posiblemente en ella un resultado, 
ó al menos un indicio, de esa gigantesca voluntad que, 
durante nuestra larga relación, dejó de dar otro y más 
inmediato testimonio de su existencia. De todas las 
mujeres que he conocido jamás, ella, la exteriormente 
tranquila, la siempre plácida Ligeia, era también la 
que más violentamente se veía presa de los tumultuosos 
buitres de la pasión. Y de aquella pasión no podía yo 
formar estima, excepto por la milagrosa dilatación de 
sus ojos, que de pronto me deleitaban y me espantaban, 
por la casi mágica melodía, modulación, claridad y 
placidez de su tenue voz, y por la feroz energía, á la 
que hacía doblemente efectiva el contraste con su ma¬ 
nera de pronunciar las extrañas palabras que habitual¬ 
mente articulaba. 

lie hablado déla instrucción de Ligeia ; era inmensa, 
tal como no la he conocido en mujer alguna. Era pro¬ 
fundamente versada en las lenguas clásicas, y mis pro¬ 
pios conocimientos en los dialectos europeos modernos 
nunca se encontraron por arriba de su saber. En reali¬ 
dad, ¿hay algún tema de los más admirados, porque son 
simplemente los más oscuros de la jactada erudición de 
la Academia, en la que encontrara jamás á Ligeia en 
falta? ¡Cuán singular, cuán conmovedoramente, este 
solo punto en la naturaleza de mi esposa, ha forzado mi 
atención, en los últimos tiempos sobre todo ! Digo que 
sus conocimientos eran tales, como nunca los he cono¬ 
cido en mujer alguna; ¿ pero dónde está el hombre que 
ha atravesado, con éxito, todas las anchas áreas de la 
ciencia moral, física y matemática? No vi entonces lo 
que ahora percibo claramente: que el saber de Ligeia 



64 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

era gigantesco, sorprendente; sin embargo, conocía 
bien su infinita supremacía para resignarme, con ona 
confianza de niño, á su guía, á través del caótico 
mundo de la investigación metafísica, en la cual estaba 
constantemente ocupado en los primeros años de 
nuestro matrimonio. ¡Con qué triunfo, con qué vivida 
delicia, con cuánto de todo lo que es etéreo en espe¬ 
ranza, sentía cuando desplegaba delante de mí, en es¬ 
tudios poco buscados pero menos conocidos, esa deli¬ 
ciosa vista que se ensanchaba por lentos grados, y bajo 
cuyo largo, espléndido y virgen sendero, podía, al 
último, llegar progresivamente á la meta de una sabi¬ 
duría demasiado divina y preciosa para no estarme 
prohibida! 

¡Cuán punzante, pues, debe haber sido la pena con 
que, después de algunos años, contemplé mis bien fun¬ 
dadas esperanzas, echar alas y volar de repente ! Sin 
Ligeia, yo no era más que un niño tanteando en la 
oscuridad. Su presencia, sólo sus lecturas, hacían vivi¬ 
damente luminosos los grandes misterios del trascen- 
dentalismo en que me hallaba sumergido. Paitando el 
radiante esplendor de sus ojos, las letras, ligeras y 
doradas, se hacían más oscuras que el metal satur- 
niano. ¡Ah! y aquellos ojos brillaban menos,}’ menos 
frecuentemente sobre las páginas de mis libros. Ligeia 
se enfermaba. Los extraños ojos ardían con un muy 
glorioso fulgor; y los pálidos dedos se ponían del 
transparente color de la cera, de los cadáveres, y las 
azules venas de la elevada frente se hinchaban y depri¬ 
mían con la marca de la más suave emoción. Vi que 
debía morir, y luché desesperadamente en espíritu con 
«1 horrible Azrael. Y las luchas de mi enamorada esposa 



I.IGEIA 


65 


eran, con gran sorpresa de mi parte, más enérgicas 
aún que las mías propias. Había habido mucho en su 
severa naturaleza para imprimirme la creencia de que. 
para ella, la muerte debía llegarle sin el acompaña¬ 
miento desús terrores; pero no fué así. 

Las palabras sonimpolenles para participar una justa 
idea de la ferocidad de resistencia con que luchaba 
con la sombra. Yo gemía angustiosamente ante el ho¬ 
rroroso espectáculo. Yo habría calmado, habría razonado 
pero en la intensidad de su salvaje deseo por la vida, 
por la vida, por nada más que por la vida, consuelo y 
razón hubiera sido la mayor de las locuras. 

No obstante, ni aun en el último momento, ni aun 
entro las más convulsivas contorsiones de su espíritu 
impetuoso, desapareció la externa placidez de su as¬ 
pecto. Su voz se hacia más suave, más tenue, y yo evi¬ 
taba el meditar sobre el significado extraño de sus 
palabras, tan tranquilamente pronunciadas. Mi cerebro 
se turbaba mientras oía, arrobado, una melodía más 
que mortal; suposiciones y aspiraciones que la huma¬ 
nidad no halda conocido hasta entonces. 

Que me amaba, no podía haber dudado; y habría 
debido presumir fácilmente que, en un corazón como el 
suyo, el amor no podía haber reinado como una ordi¬ 
naria pasión. Pero al aproximarse su muerte, fué 
cuando comprendí por completo hasta dónde llegaba 
la fuerza de su cariño. Durante largas horas, con mis 
manos entre las suyas, derramaba delante de mí la 
rebosante riqueza de un pecho, cuya más que apasio¬ 
nada abnegación era una idolatría. ¿ Cómo había yo 
merecido ser bendecido con aquellas confesiones? 
¿ Cómo había yo merecido ser maldecido con la partida 



66 'EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS 

de mi amada, en el momento que las hacía ? Pero sobre 
este tema no puedo detenerme. Dejadme decir única¬ 
mente que el más que femenil abandono de Ligeia, á 
un amor¡ ay! del todo inmerecido, dado completa¬ 
mente sin motivos, reconocí al último el principio de 
su ansia, de su salvaje deseo por una vida que le esca¬ 
paba con tanta rapidez. £3 esa ansia salvaje, es esa ar¬ 
diente vehemencia de deseo por la vida, por nada 
más que por la vida, el que no puedo retratar, el que no 
encuentro palabras con que expresar. 

Hacia la mitad de la noche en que me abandonó por 
fin, llamándome perentoriamente á su lado, me suplicó 
que le repitiera ciertos versos compuestos por ella 
misma no muchos días antes. La obedecí. Los versos 
«ran éstos : 


« ¡ Mirad! Es una noche de gala, de los últimos años 
solitarios. Una multitud de ángeles, alados y envueltos 
en anchos velos, se sientan, ahogados por las lágri¬ 
mas, en un teatro, para ver un drama de esperanzas y 
temores. Mientras, la orquesta suspira á intervalos la 
música de las esferas. » 


★ 


* * 


« ¡ Mimos, con la forma del Dios délas alturas, mur¬ 
muran y cuchichean en voz baja, deslizándose de aquí 
á allá ; simples muñecas que van y vienen, según la 
orden de vastos seres sin forma, que cambian el sitio 



LIGE1A 


67 


de la escena á su capricho, derramando con sus alas de 
cóndor la invisible Desgracia! » 


* 


* * 


« ¡ Drama extraño, que seguramentejamás será olvi¬ 
dado I j Con su fantasma, perseguido eternamente por 
una muchedumbre que no lo alcanza nunca, en un cír¬ 
culo que siempre vuelve al mismo lugar í Y ¡ mucho 
de locura, y más de pecado y horror, son el alma de la 
intriga!» 


« Pero ¡ mirad! ¡ entre la mímica compañía, pene¬ 
tra una forma que se arrastra ! ¡ Es algo color de 
sangre, que se retuerce fuera de la soledad escénica I 
¡ Oh, se retuerce! se retuerce con mortales angustias ; 
los mimos le sirven de alimento, y los serafines sollo¬ 
zan al ver que el gusano bebe la sangre de los 
hombres. » 


* 


* 4 


« ¡ Se apagan, se apagan las luces todas! Y sobro 
cada una de las temblorosas formas, el telón, como un 
paño funerario, cae, cae con la violencia de una tem¬ 
pestad. Y los ángeles, todos estremecidos y pálidos, 
levantándose, despojados de sus velos, afirman que el 
drama es la tragedia « Hombre », y su héroe, ¡ el con¬ 
quistador Gusano!» 



€8 EDGAH POE. — KOVELAS Y CUENTOS 

— ¡ Oh Dios! gritó Ligeia, enderezándose y exten¬ 
diendo sus brazos hacia arriba con un movimiento 
«spasmódico, [ Oh Dios ! ¡ oh Divino Padre! ¿ deben 
•estas cosas suceder implacablemente ? ¿ ese conquis¬ 
tador no será alguna vez conquistado? ¿ No somos 
parte y partícula de ti'? ¿ Quién, quién conoce los mis¬ 
terios de la voluntad con su vigor? «El hombre no 
cede á los ángeles y á la muerte‘par completo, salvo ú ni¬ 
camente por la debilidad de su volición. » 

Y entonces, como si estuviera agotada por la emo¬ 
ción, dejó caer sus blancos brazos, y reposó solemne¬ 
mente sobre su lecho de muerte. Y cuando lanzó sus 
últimos suspiros, mezclado con ellos escapó un ligero 
murmullo de sus labios. Incliné cuanto pude mi oído, y 
distinguí de nuevo las finales palabras del pasaje de 
Glanvill: El hombre no cede á los ángeles yá la muerte 
por completo, salvo únicamente por la debilidad de su 
volición. 

Después murió; y yo, hundido en el polvo por la 
pena, no pude soportar por más tiempo la solitaria de¬ 
solación de mi permanencia en la sombría y arruinada 
ciudad cerca del Rin. No carecía de lo que el mundo 
llama fortuna. Ligeia me había llevado mucho más, 
muchísimo más délo que ordinariamente toca en suerte 
á los mortales. Después de algunos meses de cansado 
ó incierto vagar por todas partes, compré é hice repa¬ 
rar algo una abadía, que no nombraré, en una de las 
más salvajes y menos frecuentadas porciones de la her¬ 
mosa Inglaterra. La lúgubre y horrorosa grandeza del 
edificio,el bravio aspecto del dominio, los recuerdos me¬ 
lancólicos y venerables que se unían á esas dos cir¬ 
cunstancias, se avenían bien con los sentimientos de 



LIÍHilA 


e* 

completo abandono que me habían llevado á aquella 
apartada y antisocial región del país. Sin embargo, 
aunque la parto externa de la abadía con su hiedra de 
ruina que colgaba sobre ella, permitía poca reparación, 
me apliqué, con una perversidad de niño, y acaso con 
una ansiosa esperanza de aliviar mis penas, á desple¬ 
gar dentro una magnificencia más que regia. Para 
aquellas extravagancias hasta en la niñez había 
tenido gran inclinación, y entonces me volvió con 
más fuerza, como un delirio de mi infelicidad. ¡ Ay! yo 
sentía cuánto hasta de incipiente locura podía haber 
sido descubierto en los ostentosos y fantásticos corti¬ 
najes, en las solemnes esculturas de Egipto, en las 
extrañas cornisas y adornos, cu los dibujos délas al¬ 
fombras de oro tejido, y que parecían hechos en Bedlam. 
Había llegado á ser un obligado esclavo del opio, y 
mis acciones y órdenes habían tomado un colorido ■ de 
mis ensueños. Pero no debo detenerme á detallar estos 
absurdos. Dejadme hablar únicamente de ese salo 
cuarto, siempre maldecido, donde en un momento dé 
alienación mental recibí del altar, como mi esposa, 
como la sucesora de la inolvidable Ligeia, á lady 
Rowena Trenanion, de Tremaine, la de hermosos cabe¬ 
llos y azulados ojos. 

No hay un solo detalle individual de la arquitectura 
y decoración do aquella cámara nupcial, que no esté 
ahora presente delante de mí. ¿Dónde estaban las 
almas «te la orgullosa familia de la novia, cuando, por 
pura sed de oro, permitieron pasar el umbral de una 
habitación así adornada, á una virgen y á una her¬ 
mana tan querida? He dicho que recuerdo minuciosa¬ 
mente la particularidad de la cámara; sin. embargo, 



70 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTAS 

rae he olvidado por completo de ciertos tópicos de pro¬ 
funda importancia ; y aquí no hay sistema, no hay 
unión en el fantástico adorno, capaz de imprimirse 
sobre la memoria. La habitación, que se hallaba en 
una alta torrecilla de la almenada abadía, era pentago¬ 
nal en forma, y de gran capacidad. Ocupando toda la 
faz sur del pentágono, había una sola ventana, un in¬ 
menso paño de cristal de Yenecia, de un solo trozo, y 
teñido de color plomizo, de manera que los rayos del 
sol ó de la luna, pasando á través de él, caían con un 
sombrío brillo sobre los objetos del interior. Por arriba 
de la porción superior de aquella enorme ventana 
se extendía la reja, formada por los brazos de una anti¬ 
quísima viña, que trepaba las macizas paredes de la 
torrecilla. El cielo raso, de oscuro roble, era de una 
elevación extraordinaria, abovedado, y esmeradamente 
enriquecido con relieves de un gusto el más extrava¬ 
gante y grotesco, semi-gótico, semi-druídico. 

, De la más central altura de tan melancólica bóveda, 
pendía, por una sola cadena de oro á grandes esla¬ 
bones, un enorme incensario del mismo metal, de di¬ 
bujo sarracénico, y con muchas perforaciones, de tal 
manera ideadas, que se torcía en y fuera de ellas, 
como si estuviera dotada de la vitalidad de una ser¬ 
piente, una continua sucesión de llamas de mil co¬ 
lores. 

Algunas pocas otomanas y candelabros de oro de 
estilo oriental, se veian en varias posiciones; y venía 
después el lecho, el lecho nupcial, de un modelo 
indio, bajo y escultado, de sólido ébano, con un pabe¬ 
llón parecido á un paño mortuorio. En cada uno de los 
ángulos de la cámara, se hallaba parado un gigantesco 



LIGEIA 


Ti 


sarcófago de granito negro, sacado de las tumbas de 
los reyes de Luxor, con sus tapas antiguas llenas de 
inmemorables esculturas. Pero en el cortinaje del 
cuarto, era donde residía la principal extravagancia. 
Las elevadas paredes, verdaderamente 'asombrosas en 
altura, desproporcionadamente altas, estaban cubier¬ 
tas del techo al suelo con una pesada tapicería, en apa¬ 
riencia maciza, tapicería que descendía en grandes 
dobleces, y que era de un material que se encontraba, 
á la vez, como una cubierta en las otomanas y el lecho 
de ébano, como un pabellón en el lecho, y como las os- 
tentosas volutas de las cortinas que daban sombra par¬ 
cialmente á la ventana. El material, era el más rico 
paño de oro. Estaba todo salpicado, á intervalos irre¬ 
gulares, con figuras arabescas, de cerca de un pie de 
diámetro, y trabajadas en el paño en modelos del 
negro más profundo. 

Pero estas figuras compartían el verdadero carácter 
de lo arabesco, únicamente cuando eran miradas de un 
solo punto de vista. Por una invención, ahora común, 
y en realidad trazable á un muy remoto período de la 
antig üedad, eran de un aspecto cambiante. Para el que 
entraba á la cámara, tenían la apariencia de simples 
monstruosidades ; pero si adelantaba más, esa apa¬ 
riencia desparecía gradualmente; y paso ápaso, á me¬ 
dida que la persona movía su posición en el cuarto, se 
veía rodeado de una infinita sucesión de las lúgubres 
formas, que pertenecen á la superstición de los nor¬ 
mandos, ó nacen en los culpables sueños de los monjes. 
El fantasmagórico efecto era vastamente acrecido por 
la introducción artificial de una fuerte y continua 
corriente de aire por detrás del cortinaje, lo que daba 



72 EDGAR POE. - N0YELA3 Y CUENTOS 

una horrorosa é inquieta animación á todas las 
figuras. 

En una tal cámara en una cámara nupcial como esa, 
pasé con lady deTremaine las profanas horas del primer 
mes de nuestro matrimonio; las pasé con bastante pena, 
á la verdad. Que mi esposa temíalos caprichos feroces 
de mi genio; que me evitaba y no me quería, me era 
imposible dejar de percibirlo; pero ello me daba más 
bien placer queotra cosa. La aborrecía yo con un odio, 
que pertenece más al demonio que álos hombres. Mi 
memoria retrocedía (¡oh, con qué intensidad de amar¬ 
gura!) á Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la que 
habitaba el sepulcro. Me regocijaba con los recuerdos 
de su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea natura¬ 
leza, su apasionado é idólatra amor. Y entonces mi 
espíritu ardía con más pasión que el de ella misma. 
En las excitaciones de mis sueños de opio (porque, habi¬ 
tualmente, me hallaba bajo el imperio del veneno), la 
llamaba por su nombre en voz alta, durante el silencio 
de la noche, ó en las solitarias profundidades de los 
valles, de día, como si con la salvaje energía, la so¬ 
lemne pasión, el consumidor ardor de mi ansia por la 
muerta, la hubiera podido volver al sendero que había 
abandonado sobre la tierra; ¡ah ! ¿podía haber des¬ 
aparecido para siempre ? 

Hacia el comienzo del segundo mes del matrimonio, 
lady Rowena fué atacada por una repentina enferme¬ 
dad, de la que se recobró muy lentamente. La fiebre 
que la consumía le hacía inquietas sus noches; y en su 
perturbado, estado de somi-sueño, hablaba de sonidos y 
de movimientos, en y alrededor de la cámara, cosas que 
me pareció no tenían origen sino en el desorden de su 



UGJitA 


3 


imaginación, ó quizá en la fantasmagórica influencia del 
cuarto mismo. Se encontró, al último, convaleciente, y 
después sanó. Sin embarg'o, no había pasado más que 
un breve período, cuando un segundo y más violento 
ataque la llevó de nuevo al lecho del dolor; y de este 
ataque, su constitución, ya débil por sí, no se recobró 
jamás. Su enfermedad era, después de esa época, de 
carácter alarmante, y de más alarmante recidiva, desa¬ 
fiando á la vez el conocimiento y los grandes esfuerzos 
de sus médicos. Con el acrecentamiento del trastorno 
crónico, que había aparentemente echado demasiadas 
raíces en su naturaleza para ser arrancadas por medios 
humanos, no dejé de observar un igual acrecentamiento 
en la nerviosa irritación de su temperamento, y en su 
excitabilidad por triviales causas de miedo. Habló de 
nuevo, y más frecuente y pertinazmente, de los soni¬ 
dos, de los débiles sonidos, y do los inhabituales 
movimientos entre la tapicería, á los cuales había alu¬ 
dido la otra vez. 

Una noche, hacia el fin de Setiembre, ocupó mi aten¬ 
ción, con más energía que de costumbre, hablando 
sobre ese penoso tema. Acababa de despertarse de un 
sueño inquieto, y yo había estado acechando, con un 
sentimiento mezclado de ansiedad y vago terror,las agi¬ 
taciones de su enflaquecido rostro. Me senté al lado de 
su lecho de ébano, sobre una de las otomanas. Se des¬ 
pertaba por momentos, y hablaba, con un ansioso y 
débil murmullo, de sonidos que ella oía, pero que yo 
no podía oir ; de movimientos que veía, pero que yo no 
podía percibir. 

El viento circulaba rápidamente detrás de las tapice¬ 
rías, y yo deseaba demostrarle (cosa que, permitidme 

5 



74 EDGAR POE. —- NOVELAS Y CUENTOS 

confesarlo, no lo creía dél todo ) que aquellos casi inar¬ 
ticulados suspiros, y aquellas suaves variaciones de las 
figuras sobre el muro, no eran sino los efectos natu¬ 
rales de la acostumbrada corriente de aire. Pero una 
mortal palidez, derramándose sobre su rostro, me ha¬ 
bía probado que mis esfuerzos por tranquilizarla serían 
infructuosos. Se veíaqne iba á desmayarse, y no había 
ningún sirviente que pudiera oir mi llamamiento. Me 
acordé del sitio en que se hallaba un frasco de vino 
suave que le habían recetado los médicos, y me apre¬ 
suré á cruzar el cuarto para procurármelo. Pero al en¬ 
contrarme debajo de la luz del incensario, dos circuns¬ 
tancias de una naturaleza sorprendente atrajeron mi 
atención. Había sentido que algún palpable, aunque in¬ 
visible objeto, había pasado levemente delante de mí; 
y pude ver sobre la alfombra de oro, justamente en el 
medio del rico resplandor que arrojaba el incensario, 
una sombra, una débil é indefinida sombra de angélico 
aspecto, tal como puede ser imaginada para represen¬ 
tarse la sombra de una sombra. Pero yo estaba turbado 
por la excitación de una inmoderada dosis de opio, y 
presté á aquellas cosas poca atención y no hablé de 
ellas á lady Rowena. Habiendo encontrado el vino, 
volví á cruzar el cuarto y llené una copa con él, aproxi¬ 
mándola después á los labios de la casi desmayada 
lady. Se había recobrado poco á poco, y sin embargo 
la tomó con sus propias manos, mientras yo me dejaba 
caer sobre una otomana próxima, con mis ojos fijos 
sobre su persona. Fué que entonces llegué á percibir 
distintamente un débil paso sobre la alfombra, y cerca 
del lecho; y un segundo después, cuando Rowena lle¬ 
vaba el vino á sus labios, vi, ó puedo haber soñado que 



LIGEIA 


75 


vi, caer dentro de la copa, como de alguna invisible 
fuente sostenida en la atmósfera de la cámara, tres ó 
cuatro anchas gotas de un liquido brillante, color rubí. 
Si yo vi esto, no lo vió lady Rowena. Bebió el vino 
sin vacilar, y me abstuve de hablarle de una circuns¬ 
tancia que debe, después de todo, me dije, no haber 
sido más que la sugestión de una vivida fantasía, hecha 
mórbidamente activa por el terror de la lady, por el opio 
y por la hora. 

Sin embargo, no pude ocultar á mi propia percepción 
que, inmediatamente después de la caída de las gotas 
color rubí, un rápido cambio se operó en la indisposi¬ 
ción de mi esposa ; cambio tan fatal, que á la tercera 
n*che subsecuente las manos de sus criados la prepa¬ 
raban para la tumba, y á la cuarta me senté solo con 
su amortajado cuerpo en aquella fantástica cámara que 
la había recibido como mi esposa. 
y Extrañas visiones, engendradas por el opio, revolo¬ 
teaban como sombras delante de mí. Miraba con in¬ 
quietos ojos los sarcófagos en los ángulos del cuarto, 
las variantes figuras del cortinaje y el entrelazamiento 
da las llamas de mil colores en el incensario que pen¬ 
día del techo. Mis miradas entonces cayeron, al recor¬ 
dar las circunstancias de una de aquellas noches que 
habían antecedido á la muerte de lady Rowena, sobre 
el sitio que quedaba bajo el resplandor del incensario, 
donde había visto las débiles huellas de la sombra. Ya 
no estaba allí, sin embargo; y respirando con más li¬ 
bertad, volví mis ojos á la pálida y rígida figura que 
yacía sobre el lecho. Brotaron en mi cerebro multitud 
de recuerdos de Ligeia, y volví á sentir en mi corazón, 
con la turbulenta violencia de un torrente, toda aquella 



76 EDGAR POE, — NOVELAS V CUENTOS 

inexplicable amargura con la que había también visto 
á ella , amortajada del mismo modo. 

La noche se aproximaba, y con el alma llena de 
amargos pensamientos sobre la única y supremamente 
amada, permanecía yo mirando aún el cuerpo de lady 
Rowena. 

Podía haber sido media noche, ó quizá más temprano 
ó más tarde, porque no había tomado nota del tiempo, 
cuando un suspiro débil, suave, pero muy distinto, me 

sacó de mi letargo. Sentí que salía del lecho de ébano, 
del lecho de muerte. Escuché en una agonía de supers¬ 
ticioso terror, pero no hubo repetición del sonido. Es¬ 
forcé mi vista para descubrir algún movimiento en el 
cadáver, pero no había el más imperceptible. A pesar 
de eso, no me podía haber equivocado. Yo había oído 
el ruido, aunque débil, y mi alma estaba despierta den¬ 
tro de mí. Resuelta y perseveranlemente mantuve mi 
atención fija sobre el cuerpo. Muchos minutos corrie¬ 
ron antes que apareciera alguna circunstancia tendente 
á arrojar luz sobre el misterio. Al último, llegó á ser 
evidente que un leve, tenue y apenas visible tinte de 
color se había derramado sobre las mejillas, y á lo 
largo de las hundidas venitas de los párpados. 

Poruña especie de inexplicable horror y miedo, para 
lo cual no tiene lahumanidad una expresión suficiente¬ 
mente enérgica, sentí que mi corazón cesaba de latir, 
y que mis labios se ponían rígidos. Sin embargo, un 
sentimiento de deber me llamó á la posesión de mí per¬ 
sona. No podía dudar más; habíamos andado precipi¬ 
tados en nuestros preparativos, y Rowena vivía aún. 
Era necesario hacer algo en el momento; pero como la 
torrecilla estaba completamente separada de la porción 



UGEIA 


77 


de la abadía habitada por los criados, no había nin¬ 
guno cerca, no tenía medios de llamarlos en mi ayuda 
sin abandonar la cámara por algunos instantes, y esto 
no podía aventurarme á hacerlo. 

Luché, pues, solo, por llamar á la tierra aquel espí¬ 
ritu que aún no la había abandonado. En un breve 
período, es cierto, sin embargo, que una recaída tuvo 
lugar ; el color desapareció de los párpados y las meji¬ 
llas, dejando una palidez más grande que la del már¬ 
mol ; los labios se torcieron y apretaron con la siniestra 
expresión de la muerte; una repulsiva viscosidad y 
frialdad se derramó rápidamente sobre la superficie 
del cuerpo, y toda la habitual rigidez apareció en el 
acto. 

Una hora había corrido así, cuando (¿ podía ser 
posible?) percibí por segunda vez un vago sonido que 
partía de la región del lecho. Puse el oido, enla extre¬ 
midad del horror. El sonido apareció de nuevo; era 
un suspiro. Arrojándome sobre el cadáver, vi, vi distin¬ 
tamente un temblor sobre los labios. Un instante después 
se relajaron, descubriendo unabrillante linea de perlas. 
El espanto luchó entonces en mi pecho con el profundo 
miedo que había hasta allí reinado en él. Sentí que mi 
vista se enturbiaba,, que mi razón huía : y fué única¬ 
mente por un violento esfuerzo, que conseguí, al último, 
excitarme á la tarea que el deber me señalaba una vez 
más. Había entonces un parcial color rojo sobre la 
frente, sobre las mejillas y garganta; un perceptible 
calor penetraba el cuerpo todo; había hasta un pequeño 
latir del corazón. La lady vivía, y con redoblado ardor 
me apliqué á la tarea de hacerla volver en sí. Froté y 
bañé sus sienes, y practiqué todas las operaciones que 



*8 EDGAR POE. — NOVELAS Y CLENTOS 

la experiencia y no pocas lecciones sobre medicina me 
podían sugerir. Pero fué en vano. Repentinamente el 
color desapareció, cesó la pulsación, los labios adqui¬ 
rieron de nuevo la expresión de la muerte, y un mo¬ 
mento después todo el cuerpo tomó la frialdad del hielo, 
el color lívido, la intensa rigidez, el perfil hundido y 
todas las repugnantes peculiaridades del que ha sido, 
por espacio de algunos días, un habitante de la tumba. 

Y otra vez me hundí en mis visiones de Ligeia, y de 
nuevo (¿ por qué maravillarse de que me estremezca 
mientras escribo ?) de nuevo llegó ó mis oídos un débil 
suspiro que naeía en el lecho de ébano. Pero ¿ para qué 

voy á detallar minuciosamente los inexpresables ho¬ 
rrores de aquella noche? ¿ Para que detenerme en rela¬ 
tar cómo, una tras otra vez, hasta que aparecieron los 
albores del nuevo día, se repitió ese horroroso drama 
de revivificación ; cómo cada terrorífica recaída, fué 
siempre una muerte más severa y más irredimible; 
cómo cada agonía tenía el aspecto de una lucha con 
algún invisible enemigo, y cómo cada lucha era seguida 
por no sé qué cambio en la personal apariencia del 
cadáver? Dejadme concluir pronto. 

La más grande parte de la noche habia corrido, 
cuando la que había estado muerta se agitó una vez 
todavía, y mucho más vigorosamente que hasta 
entonces, aunque despertando en un estado más espan¬ 
toso que nunca, por su completa desesperanza de vida. 
Hacía mucho que yo había cesado de luchar ó de 
moverme, y permanecía rígidamente sentado sobre la 
otomana, inerte, presa de un torbellino de violentas 
emociones, de las cuales el extremo miedo era quizá 
la menos terrible, la menos consumidora. 



LIGEiA 


79 


El cadáver, repito, se agitó, y macho más vigoro¬ 
samente que antes. Los colores déla vida se derrama¬ 
ron con extraordinaria energía sobre el semblante, los 
labios se aflojaron; y salvo que los párpados estaban 
todavía fuertemente pegados, y que los vendajes y 
paños déla sepultura comunicaban sus siniestros carac¬ 
teres al rostro, podía haber creído que laáy Rowena 
había sacudido, en realidad, las cadenas de la muerte. 

Pero si esta idea no fué entonces adoptada, no pude, 
al menos, seguir dudando cuando, levantándose del 
lecho tambaleando, con débiles pasos, y con la manera 
de los que están bajo el imperio de un ensueño, el ser 
que estaba amortajado avanzó visible y palpablemente 
al medio de la cámara. 

No temblé, no me moví, porque un torrente de 
inexplicables recuerdos, relacionados con el aire, la 
estatura, el aspecto del rostro, arrojándose de pronto 
en mi cerebro, me había paralizado, me había helado 
como una piedra. No me moví, pero examiné la apari¬ 
ción. Había un loco desorden en mis pensamientos, un 
tumulto implacable. ¿ Podía, en realidad, ser la viviente 
Rowena quien se hallaba delante de mí ? ¿ Podía, en 
realidad, ser Rowena misma , la de hermosos cabellos, 
la de ojos azules, lady Rowena Tremanion, la de 
Tremaine ? ¿ Por qué, por gnuí lo dudaba? El vendaje 
le rodeaba pesadamente la boca,¿ pero podía no ser la 
boca de lady de Tremaine? 

Y las mejillas (eran las rosas del mediodía desu vida), 
sí, á la verdad, aquellas podían ser las ro9as de la 
viviente lady de Tremaine. Y la barba, con sus hoyue¬ 
los, como cuando estaba sana, ¿podía no ser la suya? 
¿ Pero había crecido en altura desde su enfermedad ? 



80 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

¡ Qué inexpresable locura se apoderó de mí á ese pen¬ 
samiento ! Un salto, y había alcanzado sus pies. Apar¬ 
tándose de mi tacto, dejó caer de su cabeza, desatadas, 
las lúgubres vendas que la envolvían, y entonces flota¬ 
ron en la violenta atmósfera de la cámara enormes 
masas de largo y despeinado cabello : j era más negro 
que las alas de cuervo de la media noche! Y en seguida 
abrió lentamente los ojos. ¡ Hélos aquí por fin ! exclamé 
delirante ; no podía engañarme ; ¡ estos son los 
grandes, los negros, los extraños ojos de mi perdido 
amor, de lady, de lady Ligeia! 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 


¿Cuál era el canto de las Sirenas, ó qué 
nombre lomó Aquiles cuando se escondió 
éntrelas mujeres? aunque cuestiones difí¬ 
ciles, no están fuero, de toda conjetura. 

(Sm Thojías Bivowxk. ) 


Las facultades mentales definidas como las analíti¬ 
cas, son en sí mismas muy poco susceptibles de análi¬ 
sis. Las apreciamos únicamente en sus efectos. Sabe¬ 
mos de ellas, entre otras cosas, que son siempre para 
su poseedor, cuando las posee de uua manera poco 
ordinaria, una fuente de vivísimos placeres. Así como 
el hombre fuerte se regocija en ejercicios que llamen 
sus músculos ú la acción, el analista goza con esa 
actividad moral que desembrolla. Encuentra gusto 
hasta en las más triviales ocupaciones que pongan en 
juego su talento. Ama los enigmas, acertijos, jeroglí¬ 
ficos ; exhibiendo en las soluciones de cada uno, uu 
grado de penetración , que parece sobrenatural al vulgo. 
Sus resultados, obtenidos por la verdadera alma y 
esencia del método, tienen, á la verdad, todo el aspecto 
de la intuición. 


5* 



83 EDGAR POE, — NOTELAS Y CUENTOS 

La facultad de resolución es probablemente muy 
vigorizada por los estudios matemáticos, y en particu¬ 
lar por la importante rama de ellos, que injustamente y 
sólo por sus retrógradas operaciones, ha sido llamada, 
como por excelencia , análisis. Pues, calcular, no es 
analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace 
muy bien lo uno sin lo otro. Se sigue de eso, que el 
jueg'O de ajedrez, en sus efectos sobre el espíritu, está 
erróneamente apreciado. No estoy escribiendo un 
tratado, sino un simple prefacio sobre una narración 
singular; yéstas son observaciones hechas á la ligera; 
tendré sin embargo, ocasión de mostrar que el alto 
poder del intelecto reflexivo, es más decididamente y 
mejor ocupado por el humilde juego de damas que por 
toda la primorosa frivolidad del ajedrez. En este 
último, en que las piezas tienen diferentes y capri¬ 
chosos movimientos, con varios y variables valores, lo 
que es únicamente complejo, es tomado (error muy 
general) por profundo. La atención es puesta podero¬ 
samente en juego. Si se debilita un instante, se comete 
una torpeza y las resultas son una pérdida ó una de¬ 
rrota, Siendo los movimientos posibles, no solamente 
múltiples sino complicados, las probabilidades de 
tales torpezas son muchas; y en nueve casos sobre 
diez, es el más concentrado y no el más perspicaz, el 
que gana. En las damas, al contrario, donde los movi¬ 
mientos son únicos y tienen poca variación, donde las 
probabilidades de la inadvertencia se hallan disminui¬ 
das, y la simple atención dejada comparativamente sin 
empleo, todas las ventajas que obtiene cada parte, son 
obtenidas por la más grande penetración. 

Para cesar en abstracciones, supongamos una par- 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 83 

tida de damas en que las piezas están reducidas á cua¬ 
tro, por lo que naturalmente no debe esperarse nin¬ 
guna torpeza. Es obvio que aqui la victoria puede ser 
decidida (siendo los jugadores de la misma fuerza) 
solamente por un movimiento hábil, resultado de algún 
gran esfuerzo de la inteligencia. Desprovisto de los 
recursos vulgares, el analista entra en el espíritu de 
su adversario, se identifica con él, y frecuentemente ve 
de una sola ojeada, el único método '(algunas veces 
absurdamente simple) por el que puede seducirlo á 
errar ó precipitarlo á calcular mal, 

El whist ha sido largo tiempo citado por su influen¬ 
cia sobre lo que se llama poder calculador; y se han 
conocido hombres de la más notable inteligencia que 
parecían tomar una indecible delicia en él, evitando el' 
ajedrez como un juego frívolo. Sin duda, no hay nada de 
naturaleza similar que ocupe más fuertemente la facul¬ 
tad del análisis. Ei mejor jugador de ajedrez de la 
Cristiandad, puede ser poco más que el mejor jugador 
de ajedrez; pero perfección en el whist implica capa¬ 
cidad para salir bien en cualquiera de las más impor¬ 
tantes empresas en que el talento lucha con el talento. 
Cuando digo perfección, entiendo esa perfección en el 
juego que incluye conocimiento de todas las fuentes de 
que pueden derivar ventajas legítimas, listas son no 
sólo diversas, sino multiformes, y existen frecuente¬ 
mente entre profundidades de pensamiento inacce¬ 
sibles á la comprensión común. 

Observar bien, es recordar distintamente; y bajo 
ese punto de vista, el jugador áe ajedrez que sea 
atento, obtendrá éxitos en el whist; pues que las reglas 
de Hoyle (basadas en el simple mecanismo del juego) 



84 EDGAR POE. — SOVELAS Y CUENTOS 

son fácil y generalmente comprendidas. Así, tener 
una memoria retentiva y proceder por el «libro », son 
puntos comúnmente mirados como la suma total del 
buen juego. 

Pero es en las cuestiones fuera de los límites de la 
simple regla, donde se manifiesta el talento del ana¬ 
lista. Hace, en silencio, una multidud de observaciones 
y deducciones. Lo mismo, quizá, hacen sus adversa¬ 
rios; y la diferencia en la extensión del informe obte¬ 
nido, reposa, no tanto sobre la validez de la deducción 
como sobre la cualidad de la observación. El conoci¬ 
miento necesario es el de lo que se observa. Nuestro 
jugador no se ciñe absolutamente á un punto : y no 
porque el juego es el objeto, debe rechazar deduc¬ 
ciones de las cosas externas al juego. Examina el 
aspecto de su compañero, comparándolo cuidadosa¬ 
mente con el de cada uno de sus adversarios. Consi¬ 
dera el modo de juntar las cartas que tiene cada mano; 
contando á menudo, triunfo por triunfo y honor por 
honor, al través de las ojeadas que los "poseedores lan¬ 
zan sobre cada carta. Nota cada variación del rostro 
así que el juego progresa, recogiendo un fondo de 

pensamientos, de las diferencias en la expresión de la 
certidumbre, de la sorpresa, del triunfo ó de la pena. 
Por la manera de recoger una baza, juzga si la per¬ 
sona que lo efectúa, puede hacer otra en la continua¬ 
ción de la partida. Reconoce lo que se juega fingida¬ 
mente, en el aire con que es arrojado el naipe sobre la 
mesa. Una palabra casual ó inadvertida, una carta que 
se cae ó se da vuelta por casualidad, con el acom¬ 
pañamiento de ansiedad ó indiferencia en la mirada,; 
ál ocultarla; el recuento de las bazas, con el orden de 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 85 

su arreglo, embarazo, hesitación, vehemencia ó trepi¬ 
dación; todo proporciona á su percepción aparente¬ 
mente intuitiva, indicaciones sobre el verdadero estado 
del juego. 

Habiendo sidojugadas lasdos ó tres primeras manos, 
conoce á fondo el juego de cadauno, y desde entonces, 
reparle sus cartas con tan absoluta precisión de objeto, 
como si el resto de la compañía hubiera dado vuelta 
las suyas. 

El poder analítico no debe ser confundido con la 
simple ingeniosidad; porque mientras el analista es ne¬ 
cesariamente ingenioso, el hombre ingenioso es á me¬ 
nudo incapaz de análisis. El poder de combinación ó 
constructividad, por el cual se manifiesta generalmente 
la ingeniosidad y al que los frenólogos (están equivo¬ 
cados, según creo) han asignado un órgano aparte, 
suponiéndolo una facultad primitiva, ha sido visto tan 
á menudo en gentes cuyo intelecto estaba cercano del 
idiotismo, que ha motivado discusiones entre los que 
escriben sobre moral. 

Entre la ingeniosidad y la aptitud analítica existe 
una diferencia mucho más grande, á la verdad, que 
entre la imagen y la imaginación, pero de un carácter 
estrictamente análogo. Se encontrará, en fin, que el 
ingenioso es siempre imaginativo, y el verdadero ima¬ 
ginativo no es nunca otra cosa que un analista. 

La narración siguiente parecerá á los lectores un 
comentarioluminoso de las proposiciones ya avanzadas. 

Residiendo en París durante la primavera y parte 

del verano de 18. hice conocimiento con un señor 

C. Augusto Dupin. Este joven caballero era de una 




86 EDGAR PGE. — KOVELAS Y CUENTOS 

excelente familia — de una ilustre familia — para decir 
la verdad, pero por una serie desucesosdesagradables, 
había sido reducido átal pobreza, que la energía de su 
carácter sucumbió bajo ella, y cesó de agitarse en el 
mundo ó de cuidar de la recuperación de su fortuna. 

Por amabilidad de sus acreedores quedaba todavía 
en su poder una pequeña parte de su patrimonio; y 
con la renta quele daba, podía, por medio de una eco¬ 
nomía rigurosa, procurarse lo necesario para la vida, 
sin inquietarse por sus superfluidades. 

Los libros, sin embargo, eran su sola lujuria, y eso 
eD París se obtiene fácilmente. 

Nuestro primer encuentro fué en una oscura librería 
de la calle Monimartre, donde la casualidad de encon¬ 
trarnos buscando el mismo rarísimo y notable volu¬ 
men, nos llevó á una intima amistad. Nos vimos siem¬ 
pre de más en más. Me interesó profundamente su 
pequeña historia de familia, que me narró con todo ese 
candor á que se abandona un francés siempre que ei 
simple yo es el tema. Fui grandemente sorprendido, 
además, por la vasta extensión de sus lecturas; y, 
sobretodo, sentí mi alma prendada por el extravagante 
fervor y la vivida frescura desu imaginación. Buscando 
en París los objetos que necesitaba entonces, comprendí 
que la sociedad de un hombre semejante sería, para 
mí, un tesoro inapreciable, y este sentimiento se lo 
confió francamente á él mismo. 

Fué, por último, decidido que viviríamos juntos 
durante mi permanencia en la ciudad; y como mÍ3 
humanas circunstancias eran muy poco menos embara¬ 
zosas que las de él mismo, me fué permitido arrendar 
y amueblar en un estilo conforme á la fantástica 



LOS CRÍMENES de la calle morgue 87 

melancolía de nuestro carácter, una grotesca y extrava¬ 
gante casa, desierta hacia mucho tiempo, gracias á 
supersticiones que no quisimos averiguar. Estaba 
situada en una solitaria porción del boulevard Saint- 
Germsín. 

Si la rutina de nuestra vida, en aquel lugar, hubiera 
sido conocida del mundo, se nos habría considerado 
como locos —- aunque, quizá, como locos de inocente 
naturaleza. Nues tro aislamiento era completo. No admi¬ 
tíamos visitas. La localidad de nuestro retiro, había 
sido ocultada como un secreto por mis antiguos compa¬ 
ñeros; y hacía muchos años que Dupin había cesado 
de conocer ó ser conocido de París. Existíamos entre 
nosotros solamente. 

Había un capricho en la imaginación de mi amigo 
(pues ¿ de qué otra manera podré llamarlo ?) era apa¬ 
sionado de la noche por ella misma ; y en esta extra¬ 
vagancia , como en todas las otras, caí pacíficamente, 
resignándome á sus desordenados caprichos con un 
perfecto abandono. La negra divinidad no podía habi¬ 
tar siempre con nosotros; pero la falsificábamos. Ai 
primer albor de la mañana cerrábamos los macizos 
postigos de nuestra vieja casucha; encendíamos un par 
de bujías que, fuertemente perfumadas, arrojaban una 
luz débil y lúgubre. Con ayuda de esto, sumergíamos 
nuestras almas en los sueños leyendo, escribiendo ó 
conversando, hasta que éramos avisados, por el reloj, 
del advenimiento de la verdadera oscuridad. 

Entonces, salíamos á la calle, del brazo, continuando 
los tópicos del día, vagando por todas partes hasta una 
hora avanzada, buscando entre las luces y sombras de 
la populosa ciudad, esa multitud de excitantes men- 



88 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS 

tales que la tranquila observación no puede procurar. 

En aquella época no podía menos de notar y admi¬ 
rar (aun Cuando su rica idealidad me hubiera prepa¬ 
rado á esperarlo), una habilidad analítica peculiar en 
Dupin. Parecía experimentar, además una vivísima 
delicia en esos ejercicios — aunque no en su ostenta¬ 
ción — y no vacilaba en confesar el placer que así 
podía procurarse. Se jactaba conmigo, con una sonri- 
Sita de satisfacción, de que muchos hombres, tenían 
para él « ventanas » en sus pechos, y acostumbraba 
dar á tales acciones pruebas inmediatas, y sorpren¬ 
dentes de su intimo conocimiento de mí mismo. Su 
aspecto, en esos momentos, era frío y abstraído; sus 
ojos carecían de expresión, mientras, su voz, habitual- 
mente de tenor, subía hasta un tiple que hubiera pare¬ 
cido petulancia á no haber sido por la gravedad y la 
entera claridad de la enunciación. 

Observándole en esa disposición de ánimo, quedaba 
yo mismo meditando sobre la vieja filosofía de la doble- 
alma, y me divertía en imaginar un doble Dupin — el 
creador, y el analítico. 

No se debe suponer, de lo que acabo de decir, que 
estoy detallando un misterio ó valorizando (1) alguna 
novela. Lo que he descrito acerca del francés, era sim¬ 
plemente el resultado de una inteligencia excitada ó 
acaso enferma. Pero un ejemplo hará comprender 
mejor el carácter de sus observaciones en esa época. 

Andábamos vagando una noche, por una sucia calle, 
«n los alrededores del Palacio Real. Estando ambos 
aparentemente ocupados con algún pensamiento, nín- 


(11 Se recordará que Poe escribía para Revistas, donde comúnmente 
pagan por línea. 



LOS CRÍMENES DE I.A CALLE MORGUE 89 

guno había hablado una palabra durante un cuarto de 
hora, cuando menos. De repente, Dupin interrumpió 
el silencio. 

— Es un jovencito, dijo, esa es la verdad, y estaría 
mejor en el Théátre des Varióles. 

— No puede haber duda en eso, repliqué incons¬ 
cientemente y sin observar al principio (tan absorto 
estaba en mis reflexiones), la extraordinaria manera 
con que mi interlocutor había concordado con mi medi¬ 
tación. Un instante después, entré en mí mismo, y mi 
sorpresa t'ué profunda. 

— Dupín, dije gravemente, no puedo comprender 
esto. No vacilo en decir que estoy aturdido y que puedo 
apenas creer en mis sentidos. ¿Cómo es posible que 
Vd. pudiera conocer que estaba pensando en..,? 

Aquí me detuve, para confirmarme en si realmente 
conocía mi pensamiento. 

— En Chantilly, dijo ¿para qué se detiene? Obser¬ 
vaba Vd. que la pequeña figura de ese hombre le hace 
impropio para la tragedia. 

Esto era precisamente lo que había formado el fundo 
de mis reflexiones. Chantilly era un ex-sapatero de 
viejo de la calle Saint-Denis, que tenía furia por el 
teatro y se había arriesgado en el rol de Jerjes, en la 
tragedia de Crebilloh, habiendo sido públicamente sati¬ 
rizado en cambio de sus afanes. 

— Dígame Vd. ¡ por el amor de Diosl exclamé, ei 
método — si hay método — por el qué ha podido Vd. 
sondear mi alma en este asunto. A la verdad, estaba 
más sorprendido de lo que hubiera querido expresar. 

— Fué el frutero, replicó mi amigo, quien llevó á 
Vd. á la conclusión de que el remendón de suelas no 



90 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

teníala altura suficiente para representar á Jerjes el id 
genus omne. 

— ¡ El frutero! Yd. me asombra. — No conozco nin¬ 
gún frutero. 

— El hombre que llevó á Yd. por delante cuando 
entrábamos por la calle, hace un cuarto de hora cuando 
más. 

Entonces me acordé de que en efecto, un frutero, 
que llevaba sobre la cabeza una gran canasta de manza¬ 
nas, me había derribado casi, por casualidad, cuando 
pasábamos de la calle C... álaen que nos hallábamos; 
pero, qué tenía que hacer esto con Chantillv, era lo 
que no podía comprender. 

No había una partícula de charlatanería en Dupin. 

— Explicaré á Vd., dijo, y para que pueda com¬ 
prender claramente, repasaremos primero el curso de 
sus meditaciones, desde el momento en que hablé á Yd. 
hasta el del encuentro con el frutero en cuestión. — 
Los más grandes eslabones de la cadena están en esta 
posición. — Chantilly, Orion, Dr. Nichols, Epícuro, la 
Esteorolomía, las piedras, el frutero. 

Hay pocas personas, que en algunos períodos de su 
vida, no se hayan divertido en retrasar los medios por 
los cuales han llegado á ciertas conclusiones. La ocu¬ 
pación os á menudo llena de interés; y el que la intenta 
por la vez primera, se sorprende de la ilimitada dis¬ 
tancia ó incoherencia, que parece haber entre el punto 
de partida y el de llegada. 

¡ Cuán grande fué mi aturdimiento cuando oí hablar 
al francés de aquella manera, y cuando no pude dejar 
de conocer que había dicho la verdad? Él continuó : 

— Habíamos estado hablando de caballos, si recuerdo 



LOS CRÍMENES BE LA CALLE MORGUE 91 

bien, justamente al salir de la calle C... Fué el último 
objeto de nuestra discusión. Cuando cruzábamos la 
calle, un frutero, con una gran canasta sobre la cabeza, 
pasó precipitadamente y arrojó á Vd. sobre una pila 
de adoquines amontonada en un sitio en que el camino 
está en compostura. Pisó Vd. sobre uno de los frag¬ 
mentos movibles, resbaló, se torció ligeramente el 
tobillo, aparecí* irritado ó caprichoso, murmuró unas 
pocas palabras, se volvió para mirar la pila y proseguió 
en silencio su camino. No estaba particularmente 
atento á lo que hizo Vd., pero la observación ha llegado 
á ser para mí, una especie de necesidad. 

« Siguió Vd. con la vista baja, mirando con una 
expresión petulante, las cavidades y huellas del pavi¬ 
mento (de manera que vi que todavía estaba Vd. pen¬ 
sando en las piedras), hasta que alcanzamos ¡a pequeña 
alameda llamada Lamartine, que ha sido empedrada 
por vía d« experimento, con trozos de madera. A«[uí su 
aspecto se despejó, y percibiendo que sus labios se 
movían, no tuve duda que murmuraba Vd. la p.alabra 

esleorolomia , muy afectadamente aplicada á esa especie 
de empedrado. Conocí que no podía Vd. decirse á si 

mismo esteorolomia sin ser llevado á pensar en los 
átomos, y por consecuencia, en las teorías de Epicuro ; 
y como, cuando discutimos este tópico, no hace mucho, 
observé á Vd. con qué singularidad y con qué poca 
conciencia, las vagas conjeturas de ese noble griego, 
habían sido confirmadas por la última cosmografía de 
las nebulosas, comprendí que no podría Vd. dejar de 
mirar la gran nebulosa Orion, y esperé que Vd. lo 
hiciera. Asi fué; y me aseguré entonces de que había 
seguido perfectamente su pensamiento. Ahora bien, en 



9a 


EDGAR POE. 


NOVELAS Y CUENTOS 


esa amarga burla que apareció en el Museo de ayer, 
sobre Chantilly, el satírico, haciendo algunas tontas 
alusiones al cambio de nombre del zapatero, al calzar 
el coturno, citó una frase latina, sobre la que hemos 
conversado ó menudo. 

« Quiero hablar del verso : 


Perdidít enliquum litera prima sonum. 

« Había dicho á Vd. que se refería á Orion, escrito 
antiguamente Uñón; y por cierta acrimonia que se 
mezcló á esa explicación, estaba seguro que Vd. no la 
había olvidado. Era claro, por consiguiente, que no 
dejaría de combinar las ideas . « Orión y Chantilly ». 
Que las combinó Vd. entonces, lo vi por el carácter de 
la sonrisa que entreabrió sus labios. Pensaba Vd. en la 
inmolación del pobre zapatero. Había Vd. caminado, 
hasta entonces, con la cabeza; y vi, que de repente, se 
enderezaba Vd. cuanto podía. Estaba seg-uro que re¬ 
flexionaba Vd. en la pequeña talla de Chantilly. En 
este punto, interrumpí su meditación, diciendo que ála 
verdad, era un ser muy pequeño, y que estaría mejor 
en el Théátre des Varié tés. » 

Poco tiempo después de esto, estábamos examinando 
una edición nocturna de la Gazeile des Tribiinauoc , 
cuando las siguientes líneas, atrajeron nuestra atención. 


« Extraños asesinatos. — Esta mañana, hacia las 
tres, los habitantes del Cuartel San Roque fueron des¬ 
pertados por unasucesiónde terribles gritos, que prove¬ 
nían, aparentemente, del cuarto piso de la calle Morgue, 



93 


LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 

conocida como ocupada tínicamente por una señora. 
L'Espanaye y su hija Camila L’Espanaye. Después de 
alguna espera ocasionada por una infructuosa tentativa 
de procurar entrada, la puerta fué forzada con una 
palanca, y ocho ó diez délos vecinos entraron, acompa¬ 
ñados por los gendarmes. A este tiempo, los gritos 
habían cesado; pero cuando la gente llegaba al primer 
piso, dos ó más roncas voces, disputando colérica¬ 
mente, fueron oídas, y parecían proceder de la más 
alta parte de la casa. Cuando el segundo pasillo fué 
alcanzado, estos sonidos, habían cesado también, y 
todo permanecía perfectamente tranquilo. Los que 
buscaban, se precipitarou de cuarto en cuarto. Al 
entrar á una ancha pieza en el cuarto piso (cuya 
puerta, encontrada cerrada y con la llave por dentro, 
fué abierta á la fuerza), se presentó ante los ojos de 
todos, un horroroso y sorprendente espectáculo. 

te La habitación estaba en el más extraño desorden; el 
mobiliario roto y dispersado en todas direcciones. Había 
solamente un lecho; y su colchón y ropas habían sido 
removidas y arrojadas al suelo. Sobre una silla había 
una navaja de barba, manchada con sangre. En el suelo, 
estaban dos ó tres mechones de cabellos humanos, 
grises, también, salpicados de sangre y pareciendo ha¬ 
ber sido arrancados de raíz. Sobre el pavimento fueron 
encontrados cuatro napoleones, un aro de topacio, tres 
grandes cucharas de plata, tres pequeñas de metal de 
Argel, y dos bolsas, conteniendo cerca de cuatro mil 
francos en oro. Los cajones de un escritorio, que estaba 
en un rincón, se hallaron abiertos, y habían sido, apa¬ 
rentemente, saqueados, aunque muchos objetos se en¬ 
contraban todavía en ellos. Un pequeño cofre de acero 



$4 EDGAR ÍOG. - NOVELAS Y CUENTOS 

íué hallado bajo las ropas del lecho (no bajo la cama). 
Estaba abierto, con la llave aún en la cerradura. No 
contenía más que algunás viejas cartas y otros papeles 
insignificantes. 

« De la señora L'Espanaye ninguna huella fuá vista 
aquí; pero habiendo sido observada una gran cantidad 
do hollín en el atrio, se buscó en la chimenea y (iho¬ 
rrible!) el cuerpo de la hija, con la cabeza para abajo, 
fué sacado de adentro — había sido llevado hasta 
una considerable distancia, por la estrecha aber¬ 
tura. 

« El cadáver estaba caliente. Después de examinarlo 
fueron notadas muchas escoriaciones, ocasionadas in¬ 
dudablemente por la violencia conque había sido intro¬ 
ducido y sacado áe la chimenea. Sobre el rostro tenía 
hondos arañazos, y en la garganta negras magulladu¬ 
ras y profundas huellas de dedos, como si la muerte 
hubiera sido ocasionada por estrangulamiento. 

« Después de una perfecta investigación de cada 
parte de la casa, sin descubrir más nada, los veciuos 
llegaron á un pequeño patio empedrado en el interior 
de ella, donde yacía el cadáver de la vieja señora, con 
la garganta tan enteramente cortada, que al intentar 
levantarlo, cayó la cabeza al suelo. El cuerpo, lo mismo 
que la cabeza estaba espantosamente mutilado — esta 
última, de tal manera que apenas se podía reconocer en 
ella algo de humano. 

« Para descubrir este horrible misterio, no hay, cree¬ 
mos, el más pequeño dato. » 

La edición del siguiente día agregaba : 

« La Tragedia de la calle Morgue. — Un gran 
número de individuos han declarado en este extraordi- 



LOS CRÍ-UENES DE LA CALLE 310RGLL 9S 

nario y horrible asunto (la palabra asunto no tiene aún, 
en Francia, esa ligereza de significación que tiene entre 
nosotros) pero sin embargo nada ha podido arrojar luz 
sobre ól. Damos á continuación todos los testimonios 
recogidos. 

« Paulina Dubourg , lavandera, depone que conoce á 
las dos victimas, hace tres años, habiendo lavado para 
ellas durante ese tiempo. La vieja señora y su hija pare¬ 
cían en buenas relaciones — y amarse mucho entre si. 
Eran excelentes pagadoras. No puede hablar respecto 
á sus modos y medios de vida. Cree que la señora 
L. decía la buena ventura para vivir. Era reputada 
como poseedora de algunos ahorros. Nunea encontró 
personas en la casa cuando fué á buscar ó llevar ropa. 
Está segura que no tenían sirviente. Parecía no haber 
muebles en ninguna parte de la casa, excepto en el 
cuarto piso. 

« Pedro.Moreau, vendedor de tabaco, depone que ha 
tenido costumbre de vender pequeñas cantidades de 
tabaco y rapé á la señora L'Espanaye, durante cerca 
decuatro años. Ilanacido en lavecindady vivido siempre 
en ella. La víctima y su bija han ocupado la casa en que 
fueron encontrados los cadáveres, durante más de seis 
años. Estuvo últimamente arrendada por un joyero, 
quien subalquilaba los cuartos altos á varias personas. 
El edificio era de propiedad de la señora L’Espanaye. 
Se disgustó con el locatario por los daños que le hacía 
en la casa y se mudó en ella, rehusando alquilar los 
pisos sobrantes, La vieja señora chocheaba. El testigo 
ha visto á la hija unas cinco ó seis veces durante los 
seis años. 

« Las dos vivían excesivamente retiradas — eran re- 



96 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

putadas cotoo personas de dinero. Ha oído decir entre 
los vecinos que la señora L'Espanaye decía la buena 
ventura, — no lo cree. No había visto jamás á nadie 
entrar á la casa, excepto á la vieja señora y su hija, el 

portero una ó dos veces, y un médico, ocho ó diez oca¬ 
siones. 

« Muchas otras personas, vecinos, declaran de 
acuerdo. Ninguno ha hablado como amigo de la casa. 
No se sabe sí hay algunos parientes vivos de la señora 
L’Espanaye y su hija. Los postigos de las ventanas del 
frente eran abiertos rara vez. Los de las interiores esta¬ 
ban siempre cerrados con excepción de los de la gran 
pieza del fondo, cuarto piso. La casa era muy buena — 
no muy vieja. 

« Isidoro Muset , gendarme, depone que fué llamado 
á la casa hacia las tres de la mañana, y encontró unas 
veinte ó treinta personas en la puerta de la calle, tra¬ 
tando de entrar. La forzó, al último, con una bayoneta 

— y no con una palanca. Tuvo poca dificultad en 
abrirla, á causa de ser una puerta doble ó de dos ba¬ 
tientes, y no estar cerrada con pasador, ni abajo ni 
arriba. Los gritos fueron continuos hasta que se forzó la 
puerta — y entonces cesaron repentinamente. Parecían 
gritos de una persona (ó personas) en su illtima agonía 

— no eran cortos y precipitados, sino prolongados y 
fuertes. El testigo subió las escaleras. Habiendo alcan¬ 
zado el primer piso, oyó dos voces en fuerte y agria 
disputa — la una gruesa, la otra mucho más aguda — 
una voz muy extraña. Pudo distinguir algunas palabras 
dichas por la primera; era voz de un francés. Está se¬ 
guro que no era voz de una mujer. Pudo oir las expre¬ 
siones sacré y diablo. La voz aguda era ie algún extran- 



LOS CRÍMENES DE LA. CALLE MORGUE 97 

jero. No pudo asegurarse de si era una voz de hombre 
é de mujer. No logró saber lo que decía, pero cree que 
hablaba en español. El estado del cuarto y de los cuer¬ 
pos fue descrito por este testigo, como lo describimos 
ayer nosotros. 

« Enrique Dimal, un vecino, platero de oficio, depone 
que fué uno de los que primero entraron á la casa. 
Corrobora el testimonio de Muset, en todo. Inmedia¬ 
tamente que forzaron la entrada, volvieron á cerrarla 
puerta, para no dejar penetrar la multitud, que se 
juntó muy pronto, á pesar de lo avanzado de la hora. 
Este testigo cree que la voz aguda, era de un italiano. 
Está cierto que no era la de francés. No puede asegu¬ 
rar que era una voz de hombre. Puede haber sido de 
una mujer. No conoce el idioma italiano. No pudo dis¬ 
tinguir las palabras, pero está convencido, por la ento¬ 
nación, que el que hablaba era un italiano. Conocía á 
la señora L, y su hija. Había conversado muchas veces 
con ambas. Está seguro que la voz aguda no era la de 
ninguna de las dos víctimas. 

« Odenheimer , hostelero. Este testigo se ofreció 
voluntariamente. No hablando francés, fué examinado 
por medio de nn intérprete. Ha nacido en Amsterdam. 
Pasaba por la casa al tiempo de los gritos. Duraron 
algunos minutos — probablemente diez. Eran prolon¬ 
gados y fuertes — terribles y aflictivos. Fué uno de 
los que entraron á la casa. Corrobora los datos de los 
demás, con una sola excepción. Está seguro que la voz 
aguda era de un hombre — de uu francés. No pudo 
distinguir las palabras proferidas. Eran fuertes y pre¬ 
cipitadas — desiguales y dichas aparentemente con 
tanto miedo como cólera. La voz era áspera — no tan 

6 



$3 EDGAR POE. — XOVELAS Y CüENTOS 

aguda como áspera. No puede llamarla una voz aguda. 
La voz gruesa dijo muy á menudo, sacré, diable , y una 
vez man Bieu. 

« Julio Mignaud. banquero, de la firma de Mignaud 
é Hijos, calle Delareine. lis el mayor de los Mignaud. 
La señora L’Espanaye tenía algún dinero. Había abierto 
una cuenta con su casa en la primavera del año... 
(ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de sumas 
pequeñas. No había girado un spjo cheque hasta tres 
días antes de su muerte, en que ella misma fue á pedir 
la cantidad de 4.000 francos. Esta suma fué pagada 
en oro, y un dependiente la condujo hasta la callé 
Morgue. 

« Adolfo Le Bon , dependiente de Mignaud é Hijos, 
depone, que en el día ese, hacia las doce, acompañó á 
la señora L’Espanaye hasta su domicilio, con los 
4.000 francos puestos en dos bolsitas. Cuando la puerta 
fué abierta, la Sta. L. apareció y tomó de sus manos 
una de las bolsitas, mientras que la vieja señora hacía 
lo mismo con la otra. Entonces se despidió y se fué. 
No vió á nadie en la calle, en ese momento. Es una 
calle cortada — muy solitaria. 

« Guillermo Bird, sastre; depone que fué uno de los 
«pie entraron en la casa. Es inglés. lía vivid» en París 
dos años. Fué uno de los primeros en subir las escale¬ 
ras. Oyé las voces en disputa. La gruesa voz era de un 
francés. Logró entender algunas palabras, pero no las 
puede recordar todas. Oyó distintamente, sacré y man 
Bieu. Había un ruido en ese momento como si algunas 
personas estuvieran luchando — un ruido de pelea y de 
desorden. La voz aguda era muy fuerte — más fuerte 
que la gruesa. Está seguro que no era la voz de uji 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 99- 

inglés. Parecía la de un alemán. Puede haber sido la 
voz de una mujer. No entiende alemán. 

« Cuatro de los testigos nombrados más arriba, fue¬ 
ron vueltos á llamar, y depusieron que la puerta del 
cuarto en que fué encontrada la Sta. L. estaba cerrada 
por dentro cuando Ileg'aron á ella. Todo se hallaba en 
perfecto silencio—■ ni murmullos ni ruidos de ninguna 
especie. Después que fué forzada la puerta, no so vió 
ninguna persona. Las ventanas del cuarto del fondo, 
como las del de enfrente, estaban cerradas y fuerte¬ 
mente sujetas por dentro. La puerta que conduce del 
cuarto de enfrente al corredor se encontraba cerrada, 
con la llave en el lado interno. Un cuartito, situado en 
el frente de la casa, en el último piso, al comenzar el 
corredor, fué hallado abierto con la puerta «ntornada. 
Esta pieza estaba llena de camas viejas, maletas y 
cosas por el estilo. Todo fué cuidadosamente recono¬ 
cido y registrado. No hay una pulgada, un solo sitio 
de la casa, que no haya sido objeto de prolijas investi¬ 
gaciones. Deshollinadores fueron enviados á recorrer¬ 
las chimonas. La casa tenía cuatro piezas, con des¬ 
vanes [mansa',-des). Una trampa que da al techo estaba 
clavada y asegurada — no parece haber sido abierta 
desde hace años. El tiempo corrido entre el momento- 
en que se escucharon las voces que disputaban, y la 
violenta abertura de la puerta del cuarto, ha sido dife¬ 
rentemente apreciado por los testigos. Algunos lo 
^hacen tan pequeño como tres minutos— otros tan 
largo como cinco. La puerta fué abierta con dificultad. 

« Alfonso García, rentista, depone que reside en la 
calle Morgue. Es español. Fué uno de los que entraron, 
á la casa. No subió las escaleras. Es nervioso v tenía 



100 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

aprensión por las consecuencias si se agitaba. Oyó las 
voces en disputa. La voz gruesa era la de ua francés. 
No pudo oir lo que dijeron. La voz aguda era de un 
inglés — está seguro de ello. No entiende el inglés, 
pero juzga por la entonación. 

« Alberto Montani , confitero, depone que estaba 
entre los primeros que subieron las escaleras. Oyó las 
voces en cuestión. La voz gruesa era de un francés. 
Distinguió algunas palabras. El que hablaba parecía 
reconvenir. No pudo entender lo que decía la voz 
aguda. Hablaba muy ligero y desigualmente. Cree que 
era voz de ruso. Corrobora lo dicho por los demás. Es 
italiano. No ha conversado jamás con un ruso. 

« Varios testigos, vueltos á llamar, declararon que 
las chimeneas de todos los cuartos del último piso son 
muy estrechas para permitir pasar un cuerpo humano. 
Por « deshollinadores » quisieron decir los cepillos 
cilindricos que emplean los limpiadores <]e chimeneas. 
Estos cepillos fueron pasados de arriba á bajo en todos 
los caños de la casa. No hay en los fondos ningún pasaje 
por el que se pueda haber descendido mientras los 
vecinos subian las escaleras. El cuerpo de la señorita 
L’Espanaye estaba tan firmemente metido dentro de la 
chimenea, que no pndo ser sacado hasta que cuatro ó 
cinco hombres unieron sus esfuerzos con ese objeto. 

« Pablo Pumas, médico, depone que fué llamado 
para examinar los cuerpos, hacia la madrugada. Los 
dos estaban sobre una cama, en el cuarto que fué 
encontrada la señorita L’Espanaye. 

« El cadáver de la joven presentaba muchas contu¬ 
siones y escoriaciones. El hecho de haber sido introdu¬ 
cido en la chimenea, explicaba suficientemente esos 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE ÍOÍ 

fenómenos. La garganta estaba muy desollada. Había 
varios arañazos profundos, justamente bajo la barba, 
como asimismo una serie de manchas lívidas,que eran, 
á todas luces, la impresión de los dedos. La faz estaba 
horriblemente descolorida, y los ojos saltados. La len¬ 
gua había sido tronchada por la mitad. Uua ancha con¬ 
tusión fue descubierta sobre la boca del estómago, pro¬ 
ducida, aparentemente, por la presión de una rodilla. 
En la opinión de M. Dumas, la señorita L’Espanaye ha 
sido ahogada por una ó varias personas desconocidas. 

« El cuerpo de la madre se hallaba horriblemente 
mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha esta¬ 
ban más ó menos destrozados. La tibia izquierda, muy 
hendida, así como las costillas del mismo lado. Todo 
él cuerpo horriblemente contuso y descolorido. No es 
posible decir cuándo han sido inferidas las lesiones. 
Una pesada maza de madera, ó una ancha barra de 
hierro, una silla, cualquiera arma ancha, pesada y ob¬ 
tusa puedehaber producido tales resultados, manejada 
por un hombre de gran fuerza. Ninguna mujer puede 
haber causado esas heridas con ninguna arma. La ca¬ 
beza de la muerta, cuando fué vista por el testigo, es¬ 
taba enteramente separada del cuerpo, y se hallaba 
también muy destrozada. La garganta ha sido cortada 
evidentemente con algún instrumento muy afilado — á 
todas luces con una navaja de barba. 

« Álmandro Etienne, cirujano, fué llamado con el 
señor Dumas, para examinar los cuerpos. Corrobora el 
testimonio y las opiniones de su colega. 

« Nada más de importancia fué descubierto, aunque 
muchas otras personas fueron interrogadas. Un asesi¬ 
nato tan misterioso y tan extraño en sus circunstan- 

6 * 



i 02 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

cias, no ha sido nunca cometido en París — si es ver¬ 
dad que ha habido asesinato en este caso. La Policía, 
enteramente á oscuras —es un incidente sin ejemplo. 
No hay ni la sombra de una huella. » 

La edición de la noche establecía que continuaba en 
el barrio San Roque la más grande excitación; que el 
teatro del crimen había sido examinado otra vez, y que 
los testigos habían sido interrogados de nuevo, pero 
todo esto sin éxito. Un post scriptum, sin embargo, 
anunciaba que Adolfo Le Bon había sido encarcelado 
— aunque nada aparecía en él, como sospechoso, fuera 
de los hechos ya detallados. 

Dupin parecía singularmente interesado en el pro¬ 
greso de este asunto — al menos, juzgaba yo eso de su 
aspecto — porque no hacía comentarios. Fué sola¬ 
mente después del anuncio déla prisión de Le Bon, que 
me pidió mi parecer, respecto á los asesinatos. 

Yo estaba acorde con todo Paris en considerarlo» 
como un insoluble misterio. No veía medio por al que 
fuera posible seguir la pista á los asesinos. 

— No debemos juzgar de los medios, dijo Dupin, por 
esta apariencia de indagación. La Policía parisiense, 
tan alabada por su penetración, es astuta, pero nada 
más. No hay método en sus procedimientos, excepto el 
método del momento. Hace una vasta ostentación de 
medidas; y frecuentemente son tan bien adaptadas al 
objeto propuesto, que traen á la memoria á Mr. Jour- 
dain pidiendo su robe de chambre, para oir mejor la 
música. 

« Los resultados alcanzados por ellas, son frecuen¬ 
temente sorprendentes, pero por la mayor parte, son 



tOS CKÍ.MiüNES BE LA CALLE Í10UGÜE 10? 

efecto, déla simple diligencia y de la actividad. Cuando 
estas cualidades son infructuosas, sus planes se 
frustran. 

« Vidoeq, por ejemplo, era un buen conjeturador y 
un hombre perseverante. Pero faltándole instrucción,, 
se engañaba continuamente por la demasiada intensi¬ 
dad de sus investigaciones. Perjudicaba su visión, con¬ 
templando el objeto de muy cerca. Podía ver, quizá, 
uno ó dos puntos con sin igual claridad, pero proce¬ 
diendo así, necesariamente, no podía considerar el 
asunto como un todo. De manera que hay algo que- 
puede llamarse ser demasiada profundo. La verdad no- 
está siempre en un pozo. Los más importantes datos se 
hallan invariablemente en la superficie. La profundidad 
reside en los valles donde la buscamos, y no es sobre 
la cúspide de la montaña donde se la encuentra. Los 
modos y fuentes de esta clase de error, están muy bien 
retratados en la contemplación de los cuerpos celestes. 
Arrojar una ojeada sobre una estrella —■ contemplarla 
de lado, tornando hacia ella las porciones exteriores 
de la retina (más susceptibles que las interiores, á las 
débiles impresiones de la luz) es ver la estrella distin¬ 
tamente — es tener la mejor apreciación de su brillo 
— un brillo que disminuye justamente en proporción 
que la miramos más de lleno. Un gran número de rayos 
caen sobre el ojo en el último caso; pero en el primero, 
hay la más refinada aptitud para la percepción. Poruña 
exagerada profundidad hacemos perplejo y débil nues¬ 
tro pensamiento ; y es posible basta hacer desaparecer 
á Venus misma, del cielo, por un examen demasiado 
sostenido, demasiado concentrado ó demasiado directo. 

« Así, en cuanto á estos asesinatos, bagamos algu- 



S04 EDGAR POE. —• NOVELAS Y CUENTOS 

ñas consideraciones para nosotros mismos, antes de 
formar una opinión respecto á ellos. Una indagación 
nos va á entretener. (Encontré este verbo muy extraño, 
aplicado de esta manera, pero no dije nada); y ade¬ 
más, Le Bon me hizo una vez cierto servicio por el que 
le estoy agradecido. 

« Iremos ó ver el teatro del suceso con nuestros 
propios ojos. Conozco á G*‘*, el Prefecto de Policía, 
y no tendremos dificultad en obtener el permiso nece¬ 
sario. » 

Acordada la autorización, nos dirigimos en el acto á 
la calle Morgue. 

Era ésta una de esos miserables pasajes que se hallan 
situados entre la calle Richelieu y la de Saint-Roch. 
Al oscurecer llegamos á ella; porque el barrio está á 
una gran distancia de aquel en que residíamos. La casa 
fué inmediatamente encontrada; porque había aún 
muchísimas personas mirando los postigos cerrados, 
con una tonta curiosidad, desde la otra acera de la 
calle. 

Era una casa como ordinariamente son las de París, 
con una entrada, en uno de cuyos lados había una 
garita con cristales, y vidrio movible en la ventana, in¬ 
dicando una logede eoneierge. Antes de entrar, remon¬ 
tamos la calle, dimos vuelta por una alameda, y en¬ 
tonces, volviendo otra vez. pasamos por los fondos de 
la casa. — Dupin, mientras,'examinaba toda la vecin¬ 
dad, lo mismo que la casa, con una minuciosidad para 
la que no podía yo encontrar objeto. 

Volviendo sobre nuestros pasos, llegamos de nuevo 
hasta el frente del edificio, llamamos, y habiendo mos-j 
trado nuestras credenciales, fuimos admitidos por los 



LOS CRDIEJiBS DE LA CALLE MORGUE 10b 

agentes de servicio. Subimos las escaleras y penetra¬ 
mos al cuarto donde había sido encontrado el cuerpo de 
la señorita L’Espanaye, y donde permanecían aún los 
dos cadáveres. El desorden del cuarto continuaba, como 
se acostumbra en tales casos. No vi nada queno hubiera 
sido constatado por la Gazelte des Tribunauoc. Dupia 
examinó todo, hasta los cuerpos délas víctimas. Depués 
fuimos á los otros cuartos y al patio; un gendarme nos 
acompañaba por todas partes. 

Aquel examen nos ocupó hasta la noche, en que nos 
fuimos. En el camino hasta casa, mi compañero se de¬ 
tuvo por un momento en la oficina de un diario. 

He dicho que los caprichos de mi amigo eran múlti¬ 
ples y, que je le ménageais; para esta frase no hay 
ninguna equivalente en inglés. Fué su humour aban¬ 
donar toda conversación respecto al asesinato, hasta 
cerca de las doce del día siguiente. Entonces me pre¬ 
guntó, repentinamente, si no había observado algo de 
singular , en el teatro del asesinato. 

Había no sé qué en su manera de dar énfasis á la pa¬ 
labra «singular » que me hizo estremecer, sin que com¬ 
prendiera el motivo. 

— No, nada de singular, dije, nada más que lo que 
ambos hemos visto constatado en el diario. 

— La Gazeite-, replicó él, no ha penetrado, temo, el 
horror poco habitual del hecho. Pero desechemos las 
vanas opiniones de ese impreso. Me parece que este 
misterio es considerado insoluble por la misma razón 
que le haría ser mirado como fácilmente soluble 
— quiero decir, por el carácter exagerado de sus rasgos 
distintivos. La Policía está confundida por la aparente 
ausencia de motivo — no por el asesinato en si mismo — 



106 EÍGAH POE. — KOVEtAS Y CUENTOS 

sino por sn atrocidad. Está aturdida, aiemás, por la 
aparente imposibilidad de conciliar las voces que dis¬ 
putaban, con los hechos de que no se encontró en los 
altos más que el cadáver de la señorita L’Espanaye, y 
que no había medios de salir sin que los vecinos que 
subían las escaleras, lo notaran. El extraño desorden 
del cuarto; el cuerpo embutido, con la cabeza para 
abajo, en la chimenea; la horrorosa mutilación del 
cuerpo de la vieja señora; estas consideraciones con las 
ya mencionadas y otras que no necesito detallar, han 
bastado para paralizar el poder, para derrotar comple¬ 
tamente la alabada penetración de los agentes del go¬ 
bierno. Han caído en el grande aunque común error de 
confundir lo no habitual con lo abstruso. Pero es en 
estas desviaciones del plano de lo ordinario, que la 
razón tantea su camino, aunque siempre, en la investi¬ 
gación déla verdad. En indagaciones como la que esta¬ 
mos haciendo e3 menester no preguntarse tanto «¿ qué 
ha ocurrido ? », como « ¿ qué ha ocurrido que no haya 
ocurrido antes ? >1 En una palabra, la facilidad con que 
llegaré ó he llegado ála solución de este misterio, está 
en razón directa de su aparente insolubilidad álos ojos 
de la Policía. 

Contempló fijamente á mi interlocutor, con mudo 
asombro. 

— Estoy esperando ahora, continuó él, mirando 
hacia la puerta de nuestro cuarto — estoy esperando 
una persona que aunque, quizá, no es el autor de esa 
carnicería, debe estar, en algún modo, complicado en 
su perpetración. Es probable que sea inocente de la 
parte más horrorosa de esos crímenes. Deseo no equi¬ 
vocarme en esta suposición, porque sobre ella he edifi- 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 107 

cado mis esperanzas de descifrar por completo el 
enig’ma. Espero al hombre aquí — en esta pieza — de 
un momento á otro. Es cierto que puede no venir; pero 
la probabilidad es que vendrá. Si viniera, será nece¬ 
sario detenerlo. Aquí hay pistolas ; y ambos sabemos 
cómo se usan cuando llega la ocasión. 

Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía, 
creyendo á medias en mis oídos, mientras Dapin pro¬ 
seguía, casi en un soliloquio. He hablado ya de su as¬ 
pecto abstraído en tales momentos. Sus pensamientos 
se dirigían á mí; pero su voz, aunque en manera alguna 
fuerte, tenía esa entonación que es comúnmente em¬ 
pleada cuando se habla á alguien desde una gran distan¬ 
cia. Sus ojos, sin expresión miraban solamente la pared. 

— Que las voces oídas en disputa, dijo, por los que 
subieron las escaleras, no eran de mujer, está plena¬ 
mente probado por las declaraciones. Esto nos ahorra 
toda duda respecto á la cuestión de si la vieja señora 
puede haber muerto á la hija, y después haberse suici¬ 
dado. Además, no hablo de esto, sino por amor al 
método; porque lafuerzadelaSra. L’Espanaye hubiera 
sido absolutamente insuficiente para la tarea de meter 
su hija dentro de la chimenea, de la manera como fué 
encontrada; y la naturaleza de los golpes inferidos á su 
persona, hacen enteramente imposible la idea de la 
propia destrucción. El asesinato, por consiguiente, ha 
sido cometido por un tercer conjunto de personas; y 
las voces de este tercer conjunto fueron las oídas en 
disputa. Déjeme Vd. ahora llamar su atención — no 
sobre las declaraciones relativas á esas voces — sino 
sobre lo peculiar á ellas. ¿Ha notado Vd. algo peculiar 
en las declaraciones ? 



108 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS 

Hice notar que mientras todos los testigos concerta¬ 
ban en suponer la gruesa voz corno la de un francés, 
había mucha contrariedad respecto á la aguda, ó como 
3a llamó un testigo, áspera, 

— Esa es la evidencia misma, dijo Dupin, pero no 
es la peculiaridad de laevidencia. Yd. no ha observado 
nada distintivo. Sin embargo, hay algo que observar, 
Los testigos, como Yd, nota, están acordes respecto á 
la voz gruesa; en esto sus testimonios son unánimes. 
Pero sobre la aguda, la peculiaridad es —no que des¬ 
acuerdan, sino que, cuando un italiano, un inglés, un 
español, un holandés y un francés, intentandescribirla, 
cada «no habla de ella como de la de un extranjero. 

« Cada nno está seguro que no era la voz de un com¬ 
patriota, Cada uno la asemeja — noá la voz de un indi¬ 
viduo de alguna nación cuya lengua le fuera familiar- 
sino al contrario. El francés, supone que era la voz de 
un español, « habría entendido algunas palabras si 
hubiera conocido el castellano. » El holandés mantiene 
que era la de un francés, pero encontramos constatado 
qué « no entendiendo el francés, este testigo fué exami¬ 
nado por medio de un intérprete. » El inglés piensa 
que era la voz de un alemán y « no entiende alemán ». 
El español « está seguro » que era la de un inglés, 
pero juzga « por la entonación » únicamente, pues « no 
conoce el inglés ». El italiano cree que era la yoz de un 
ruso, pero « no ha conversad* jamás con un ruso ». Un 
segundo francés, difiere, además, con el primero, y es 
positivo para él, que la voz era de un italiano; pero 
« no conociendo esa lengua » está, como el español, 
convencido por la entonación. ¡ Cuán extraña y poco 
habitual debe haber sido realmente esta voz sobre la 



109 


LOS CRÍMENES BE LA CALLE MORGUE 

que puede haberse producido un tesimonio como 
éste ! — en cuyos tonos, extranjeros naturalizados de 
las cinco grandes divisiones de Europa, no han podido 
reconocer ninguno que les sea familiar — ¡ absoluta¬ 
mente familiar! Vd. dirá que puede haber sido la voz 
de un asiático — de un africano. Ni los asiáticos ni 
los africanos abundan en París; pero sin rechazar la 
deducción, quiero llamar la atención de Vd. simple¬ 
mente sobre tres puntos. 

« La voz es llamada por un testimonio « áspera más 
bien que aguda ». Es representada por otros, como 
« rápida y desigual. Ningunas palabras —> ningunos 
sonidos parecidos á palabras — son mencionados como 
« comprensibles » por los testigos. 

« No sé, continuóDupin, qué impresión puedo haber 
hecho, de esta manera, sobre el entendimiento de Vd.; 
pero no'vaciloen decir que, deducciones legitimas hasta 
de esa porción del testimonio — la porción que res : 
pecta á las voces gruesa y aguda — son en sí mismas 
suficientes á engendrar una sospecha que puede dar di¬ 
rección á los progresos en la investigación del misterio. 

« Digo « deducciones legítimas », pero mi pensa¬ 
miento no está expresado por completo con esa frase. 
Quería decir que las deducciones eran los únicos medios 
propios, y que la sospecha procede inevitablemente de 
ellas, como el finteo resultado. Cuál es la sospecha, 
sin embargo, no puedo precisarlo todavia. 

«Deseo sólo demostrar á Vd. que en cuanto á mí, 
era suficientemente eficaz para dar una forma definida 
— una cierta tendencia, á mis investigaciones en el 
teatro del crimen. 

« Trasportémonos ahora, imaginativamente, á ese 

7 



110 EDtíAR POE, — NOVELAS Y GOENTÜS 

teatro. ¿ Qué buscaremos primero en él ? Los medios 
de salida empleados por los asesinos. No es demasiado 
decir que ninguno de nosotros oree en intervenciones 
sobrenaturales. La señora y señorita L’Espanaye no 
han sido destruidas por espíritus. 

« El asesino esmaterial y ha escapado materialmente. 
Ahora ¿ cómo? Afortunadamente no hay más que un 

modo de razonar sobre el punto, y este modo debe 
guiarnos á una conclusión definida. Examinemos, uno 
por uno, los medios posibles de salida. Es claro que los 
asesinos estaban en el cuarto, donde fué encontrada la 
señorita L’Espanaye, ó al menos en el Cuarto contiguo, 
■cuando loé vecinos subieron las escaleras. Por consi¬ 
guiente, es desde estas dos piezas que tenemos que 
buscar las salidas. La Policía ha puesto á descubierto 
'los pisos, los lechos, y la composición de las paredes 
en todas direcciones. Ninguna salida seci'eta ha podido 
escapar á su vigilancia. Pero, no confiando en sus ojos, 
he examinado las cosas con los míos propios. 

« No había en realidad, salidas secretas. Las dospuer- 
tas que conducen de los cuartos al corredor, estaban 
perfectamente cerradas, conlas llavesenelladointerior. 
Veamos las chimeneas. Aunque de la anchura ordinaria 

hasta ocho ó diez pies, por arriba del atrio, no pueden 
permitir, en su extremidad, la salida de un gato grande, 

« Estando constatada la imposibilidad de escaparse 
por los medios ya examinados, nos quedan sólo las ven¬ 
tanas. Por las del cuarto del frente, nadie puede haber 
huido sin ser visto por la multitud apiñada en la calle. 

« Los asesinos, deben haber pasado, entonces, por 
las del cuarto de atrás. Ahora, traídos á esta conclu¬ 
sión, de úna manera tan inequívoca, no tenemos derecho, 



tos CRÍMENES DE LA. CALLE MORGUE 111 
como razonadores, para rechazarla en razón de suapa- 
rente imposibilidad. Nos queda que probar, solamente, 
que esas « aparentes imposibilidades », no lo son en 
realidad. 

«Iíay dos ventanas en el cuarto. Una de ellas no 
está obstruida con muebles y es perfectamente visible. 
La parte baja de la otra está tapada por la cabecera del 
enorme lecho, que está pegado á ella. La primera fué 
encontrada fuertemente asegurada por dentro. Resistió 
á los más grandes esfuerzos de los que pretendieron 
levantarla. Un gran agujero había sido hecho en su 
marco con una barrena. Llegaba hasta el otro lado, y 
dentro de él, fué hallado un grueso clavo, metido 
hasta la cabeza, casi. Al examinar la otra ventana, un 
clavo idéntico fué visto, aparentemente metido de la 
misma manera ; y un vigoroso esfuerzo para levantar 
este marco falló también. La Policía quedó convencida 
de que no se había efectuado ninguna escapada en esas 
direcciones. Y por consiguiente fué considerado inútil, 
retirar los clavos y abrir las ventanas. 

« Mis propias indagaciones fueron un poco más espe¬ 
ciales, y lo fueron por la razón que he dado hace un 
instante — porque de ahí se debían sacar las pruebas 
de que las imposibilidades aparentes no eran tales en 
realidad. 

« Proseguí razonando así — a posterior i. Los asesinos 
han escapado por una de esas ventanas. Siendo esto 
así, no podían haber vuelto á asegurar los marcos por 
el interior, como fueron encontrados — consideración 
que por su evidencia, había limitado las diligencias de 
la Policía á ese solo barrio. Los marcos, sin embargo, 
fueron cerrados. Debían , pues, tener el poder de 
cerrarse 



112 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

por sí mismos. No se podía escapar á esta conclusión. 
Llegué hasta la ventana libre de muebles, quité el clavo 
con alguna dificultad, é intenté levantar el marco. Re¬ 
sistió á todos mis esfuerzos, como lo había esperado. 
Conocí entonces que debía existir un oculto resorte; y 
la corroboración de mi pensamiento, me convenció de 
que mis premisas eran reales, por más misteriosas que 
todavía me aparecieran algunas circuntancias relativas 
á los clavos. Una cuidadosa investigación me hizo en¬ 
contrar bien pronto el escondido resorte. Lo apreté, 
y satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve de 
levantar el marco. 

« Entonces volví á colocar el clavo en su sitio y lo 
contemplé atentamente. Una persona al salir por laven- 
tana podía haberla cerrado de nuevo, y el resorte 
hubiera calzado — pero el clavo no habría podido ser 
puesto en su lugar. La conclusión era clara y limitaba 
de nuevo el campo de mis pesquisas. Los asesinos 
debían, haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, 
entonces, que sobre cada marco había un resorte idén¬ 
tico,, como era probable, debía haber alguna diferencia 
entre los clavos, ó al menos, entre los modos de su co¬ 
locación. Habiendo subido al armazón del lecho, registré 
minuciosamente el segundo marco, por sobre la cabe¬ 
cera de la cama. Pasando mi mano por detrás de ella, 
encontré bien pronto y oprimí el resorte, que era, como 
había supuesto, igual á su vecino. Después lo miró. 
Era tan grueso como el otro, y aparentemente metido 
de la misma manera — hundido casi hasta la cabeza. 

« Yd. diría que yo estaba confundido; pero si Vd. 
piensa eso, es porque no ha comprendido lá naturaleza 
de las inducciones. Parausar una frase de juego [spor- 



LOS CRÍMENES DE LA. CALLE AfORGUE 113 

tingphrase), no había cometido todavía una sola « falta ». 
No había perdido la pista un solo instante. No había 
hendiduras en ningún eslabón de la cadena. Había se¬ 
guido el secreto hasta su último punto — y este punto 
era el clavo. Tenía, digo, toda la apariencia de su 
compañero de la otra ventana; pero este hecho era 
absolutamente nulo (por más concluyente que pare¬ 
ciera ser), en frente de esta consideracíión : que allí 
en ese punto, terminaba la huella conductora. 

« Algún defecto, dije, debe haber en el clavo. Lo 
toqué; y la cabeza, con casi un cuarto de pulgada de 
la espiga, se quedó entre mis dedos. El rasto de la 
espiga estaba en el agujero hecho con la barrena, 
dentro del cual se había roto. La fractura era vieja 
(pues los bordes estaban incrustados de moho) y había 
sido causada aparentemente por un martillazo, que 
había sujetado, en la superficie del marco, la cabeza 
del clavo. Coloqué cuidadosamente la cabeza en el agu¬ 
jero de donde la había extraído, y la semblanza con un 
clavo entero, fué completa — la rajadura era invisible. 
Apretando el resorte, levanté poco á poco el marco, 
algunas pulgadas; la cabeza del clavo se levantó con 
él, permaneciendo firme en su lecho. Cerré la ventana, 
y el clavo volvió á aparecer como si estuviera entero. 

« El enigma, hasta aquí, estaba descifrado. El ase¬ 
sino había escapado por la ventana que daba sobre el 
lecho. Cayendo por si misma, después de su salida (ó 
quizá cerradaá propósito), había sido asegurada por el 
resorte — y fué la retención de este resorte el que la Po¬ 
licía había equivocado con la del clavo — siendo así 
consideradas inútiles las investigaciones ulteriores. 

« Seguía la cuestión de saber cómo había deseen- 



114 EDGAR POE. — KOYELAS Y GÜEKTOS 

dido. Sobre este punto había quedado satisfecho coa el 
paseo que di con Vd. alrededor del edificio. Cerca de 
cinco pies y medio más abajo de la ventana, hay una 
cadena de pararrayos. Desde allí hubiera sido impo¬ 
sible para cualquiera el alcanzar sólo al alféizar. 

« Observé, sin embargo, que los postigos del cuarto 
piso eran de esa clase especial llamados ferrados, por 
los carpinteros parisienses — una clase raramente em¬ 
pleada en nuestros días, pero que pueden verse á me¬ 
nudo en las viejas casas de Lyon y de Bordeaux. Son 
de la forma de una puerta ordinaria (de una batiente, 
no de dos), excepto en esto : en la mitad inferior están 
enrejados con alambre — ofreciendo asi un excelente 
asidero para los manos. En el caso presente, estos 
postigos son de tres pies y medio de ancho. 

« Cuando los vimos desde los fondos de la casa, esta¬ 
ban los dos entreabiertos, es decir, haciendo ángulo 
recto con la pared. Es probable que la Policiaco mismo 
que yo, examinara la parte trasera de la casa; pero si 
es así, mirando esos ferrados en la línea de su anchura 
(como debe haberlo hecho), no percibió la gran an¬ 
chura misma, ó en todo caso, no la tomó en la debida 
consideración. Estando convencida de que ninguna 
salida podía haberse efectuado por ese lado, debe 
haber hecho en él un examen muy ligero. Era claro 
para mí, sin embargo, que el postigo perteneciente á 
la ventana á que daba la cabecera del lecho podía, si 
se le abría enteramente á lo largo de la pared, alcan¬ 
zar hasta dos pies de la cadena del pararrayos. Era tam¬ 
bién evidente, que por medio de un extraño grado de 
actividad y valor, se podía haber efectuado una entrada 
por la ventana, desde el pararrayos. Alcanzando á la dís- 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE l i¡>- 

taneia de dos pies y medio (supongo el postigo abierto 
en toda su extensión), unladrón podía haber encontrado 
un firme asidero en el enrejado de que hablé antes. 
Abandonando su punto de apoyo, el pararrayos, asegu¬ 
rando sus píos contra la pared, y largándose intrépida- 
: mende desde allí, podía haber atraído el postigo hasta 
cerrarlo, ysiimaginamos la ventana abierta en ese mo¬ 
mento, podía hasta haber llegado al interior del cuarto. 

« Quiero que Vd, recuerde especialmente que ha 
hablado de un extraño grado de actividad, como requi¬ 
sito para el éxito en tan aventurada como difícil 
acción. 

« Es'mi designio mostrar á Vd., primero, que ea 
posible que la cosa se haya llevado á cabo; y segundo, 
y principalmente , deseo hacer comprender á Vd. el 
extraordinario—#1. sobrenatural carácter de la agili¬ 
dad, con que debe haberse ejecutado la ascensión, 

« Vd. dirá sin duda, usando el lenguaje de la ley, 
que « para aclarar un caso » debía más bien avaluar 
en menos de su valor real, que insistir sobre la entera 
estima de la actividad requerida en este asunto. Esta, 
puede ser la práctica judicial, pero no es la costumbre 
de la razón. Mi único objeto es la verdad. Mi propósito 
inmediato es inducir á Vd. á que coloque en justa 
posición, esa extraordinaria agilidad de que acabo da 
hablar, coa esa singular voz aguda (ó áspera) desigual, 
sobre cuya nacionalidad no se han encontrado dos per¬ 
sonas acordes, siquiera, y en cuya pronunciación no 
se ha descubierto el acto de silahificar.» 

A estas palabras, una vaga é informe concepción del 
pensamiento de Dupiu, atravesó mi intelig-encia, Paro- 
cía estar sobre el límite de la comprensién, sin poder 



116 - EDGAU POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

comprender — como los hombres que á veces se ha¬ 
llan en el borde de un recuerdo, sin'poder recordar, 
sin embargo. Mi amigo prosiguió: 

— Vd. verá, dijo, que he conducido la cuestión, del 
modo de salida al modo de entrada. Era mi intención 
demostrar que ambas fueron efectuadas de la misma 
manera y por el mismo punto. Volvamos ahora al 
interior del cuarto. Examinemos atentamente sus cir¬ 
cunstancias. Los cajones de la cómoda, se ha dicho, 
han sido saqueados, aunque muchos objetos de toilette 
permanecían todavía en ellos. La conclusión sacada de 
esto, és absurda. Es una simple conjetura — tonta, 
necia— y nada más. ¿ Cómo podemos saber que los 
objetos encontrados en los cajones, no eran todos los 
contenidos en ellos? 

La señora L'Espanaye y su hijanacían una vida exce¬ 
sivamente retirada— no veían á nadie—salían raras 
veces — no tenían para que cambiar de adornos ácada 
rato. Los que han sido hallados, eran, además, de tan 
buena calidad como los que podían poseer esas seño¬ 
ras. Si un ladrón hubiera llevado algunos ¿ por qué no 
llevar los mejores, por qué no llevar todos? En una 
palabra, ¿ por qué abandonar cuatro mil francos en 
oro, para embarazarse con un atado de ropa ? El oro 
fué abandonado. Casi toda la 3uma mencionada por el 
Sr. Mignaud, el banquero, fué recogida, en sacos sobre 
el pavimento. Deseo, por consiguiente, apartar de la 
inteligencia de Vd. la desatinada idea de motivo , enjen- 
drada en los hombres de la Policía por las declara¬ 
ciones que hablan de dinero entregado en la puerta de 
la casa. Coincidencias diez veces tan notables como 
ésta (la entrega de dinero, y asesinato cometido dentro 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 117 

de los tres días, sobre la persona que lo recibió) vemos 
sucederse todos los días de nuestra vida, sin atraer 
i ni momentáneamente nuestra atención. Las coinciden¬ 
cias en general, son grandes obstáculos en el camino 
de esa clase de pensadores, que han sido educados de 
tal manera, que no conocen sino la teoría de las proba- 
lidades — esa teoría á la cual los más gloriosos obje¬ 
tos de las investigaciones humanas deben las más glo. 
riosas ilustraciones. En el presente caso, si el oro 
hubiera desaparecido, el hecho de su entrega tres días 
antes, habría importado algo más que una coinciden¬ 
cia. Podía haber corroborado la idea de motivo. Pero 
bajo la circunstancia real del caso, si podemos suponer 
al oro el motivo de este crimen, debemos también ima¬ 
ginar al perpetrador tan vacilante como un idiota, para 
haber abandonado su oro y bu motivo, todo junto. 

« Guardando ahora firmemente en el cerebro, los 
puntos hacia que he llevado la atención de Vd. —■ esa 
voz especial, esa extraña agilidad, y esa sorprendente 
ausencia de motivo, en un asesinato tan singularmente 
atroz como éste — examinemos el crimen en sí mismo. 

« Aquí hay una mujer estrangulada por la fuerza de 
las manos, y metida en una chimenea, con la cabeza 
para abajo. Ordinariamente los asesinos no emplean 
medios semejantes para matar. Todavía menos, ocul¬ 
tan así los cadáveres. 

« En la manera de introducir el cuerpo en la chi¬ 
menea Yd. admitirá que hay algo excesivamente exage¬ 
rado — algo irreconciliable con lo natural de las 
acciones humanas, hasta cuando suponemos á los 
autores, los más depravados de los hombres. Piense 
Vd., además, cuán grande debe haber sido la fuerza 

7* 



Ü8 EDGAR POE- — NOVELAS T CUENTOS 

del que metió el cuerpo en la chimenea tan violenta¬ 
mente, que muchas personas juntas bastaron apenas 
para sacarlo. 

« Volvamos ahora hacia las otras pruebas de esa 
Tuerza extraordinaria. En el suelo había espesos 
mechones — muy espesos mechones — de cabello 
humano. Habían sido arrancados de raíz. Usted sabe la 
gran fuerza que se nscesila para arrancar así de la 
cabeza, solamente veinte ó treinta pelos juntos. Usted 
vió esos mechones, tan bien como yo. Sus raíces (ho¬ 
rroroso espectáculo) estaban adheridas á fragmentos 
del cuero cabelludo — prueba segura del prodigioso 
poder empleado para desarraigar quizá medio millón' 
de una sola vez. La garganta de la vieja señora, estaba 
no solamente cortada, sino que la cabeza se hallaba 
separada del cuerpo; el instrumento era una simple 
navaja. Deseo que considere Vd. también la brutal 
ferocidad de estos crímenes. De las magulladuras de 
la señora L’Espanaye, no hablo. El Sr. Dumas y su 
excelente colega el Sr. Etienne han declarado que 
eran infligidas por algún instrumento obtuso; y basta 
ahí, esos caballeros no se han equivocado. El instru¬ 
mento obtuso es claramente la piedra del pavimento 
del patio, sobre la que ha caído la víctima desde la 
ventana próxima al lecho. Esta idea, por más simple 
que pueda parecer ahora, ha escapado á la Policía pol¬ 
la misma razón que le escapó la anchura de los posti¬ 
gos, — porque á causa de la presencia de los clavos, 
su percepción estaba herméticamente cerrada á laposi- 
hilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas 
jamás. 

« Si ahora, en adición átodas estas cosas, ha reflexio- 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE lií 

nado Vd. sobre el raro desorden del cuarto, hemos ido 
tan lejos como para combinar las ideas de una agilidad 
sorprendente, una fuerza suprahumana, una ferocidad 
brutal, una,carnicería sin motivo, una grotasquerie en-, 
horror, absolutamente ajena ála humanidad, y una voz 
extraña en tono á los oídos de los hombres de muchas 
naciones, y privada de silabiíicac.ión distinta ó inteli¬ 
gible. ¿ Qué resulta, pues, de todo esto? ¿ Qué impre¬ 
sión he hecho sobre su imaginación de Vd? » 

Cuando Dupin me hizo esta pregunta sentí como si 
una serpiente se deslizara sobre mi cuerpo. 

— Un loco, dije, ha sido el asesino — algún maníaco 
furioso escapado de una Maison de San té de la vecindad.' 

. — De algunos puntos de vista, replicó, la idea de Vd. 
es aceptable. Pero las voces de los locos, hasta en sus 
horribles paroxismos, no se parecen áesa voz especial, 
oída en los altos. Los locos son de' alguna nación, y su 
lenguaje, por incoherentes que sean sus palabras, tiene 
siempre la coherencia de la silabificación. Además, el 
cabello de un loco no es como el que tengo en mis 
manos. Saqué estos cuatro ó cinco pelos de entre los 
rígidos dedos de la Sra. L'Espanaye. Dígame Vd. su 
opinión ahora. 

• — Dupin,’dije completamente enervado., este pelo es 
de lo más extraño — éste no es pelo humano* 

— No he asegurado que lo sea, dijo él, pero antes da 
decidirnos sobre este punto, deseo que examine Vd. el 
pequeño esbazo que he hecho aquí sobre este papel. Es 
un facsímile dibujado, de lo que ha sido descrito en 
una parte de las declaraciones como « negras magulla¬ 
duras » y profundas impresiones de los dedos de una 
mano sobre la garganta de la señorita L'Espanaye, y 



120 EDGAR POE. — NOVELAS ¥ CUENTOS 

en otra (por los Sres. Dumas y Etienne) como serie de 
lívidas manchas, evidentemente « señales de dedos ». 

— Usted percibirá, continuó mi amigo extendiendo 
el papel sobre la mesa delante de nosotros, que este 
dibujo da la idea de una firme y potente garra. No hay 
deslizamiento aparente. Cada dedo ha conservado — 
indudablemente hasta la muerte de la víctima — el 
horrible punto en que fué colocado desde el principio. 
Trate Vd. ahora de poner todos sus dedos al mismo 
tiempo, en las respectivas marcas que hay aquí 

Hice el ensayo en vano. 

— Evidentemente no es asi como debemos sujetar 
¿ prueba este asunto, dijo Dupin. El papel está exten¬ 
dido sobre una superficie plana; pero la garganta 
humana es cilindrica. Aquí hay un trozo de leña, cuya 
circunferencia es, poco más ó menos, la de la garganta. 
Enrolle Vd. el dibujo alrededor y hagamos el experimento 
de nuevo. 

Lo hice; pero la dificultad fué todavía más obvia. 

— Ésta, dije, no es la huella de una mano humana. 

— Lea Vd. ahora, replicó Dupin, este pasaje de 
Cuvier. 

Era una descripción anatómica, minuciosa, del 
gran Orangutáng leonado de las islas orientales. La 
gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y actividad, 
la ferocidad salvaje, y las propensiones imitativas de 
ese mamífero, son conocidas suficientemente de todo el 
mundo. Comprendí al fin el inmenso horror del ase¬ 
sinato. 

— La descripción de los dedos, dije, cuando hube 
concluido de leer, concuerda exactamente con este 
dibujo. No veo que otro animal, sino un Orangután, 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 12t 

de la especie aquí mencionada, podía haber dejado 
huellas como las que Vd. ha trazado. Este mechón 
de pelo leonado es, además, idéntico en carácter al de 
la bestia descrita por Cuvier. Pero no puedo comprender 
de una manera clara, todas las circunstancias de este 
horroroso misterio. Dos voces fueron oídas en disputa, 
y una de ellas era incuestionablemente la voz de un 
francés. 

— Cierto; y Vd. recordará una expresión atribuida, 
casi unánimemente, por los declarantes, á esa voz — la 
expresión mon Dieu. Con relación á las circunstancias 
averiguadas, ha sido perfectamente caracterizada por 
uno de los testigos (Montani, el confitero) como una 
expresión de reconvención ó reproche. Sobre esas dos 
palabras, he edificado principalmente mis esperanzas 
de una completa solución del asunto. Un francés tiene 
conocimiento intimo del misterio. Es posible — á la 
verdad — es hasta más que probable — que sea ino¬ 
cente de toda participación en los sangrientos sucesos 
de que nos ocupamos. El Orangután, puede habér¬ 
sele escapado, Puede haberlo seguido hasta el cuarto; 
pero por las terribles circunstancias que se produjeron 
puede ser que no haya vuelto á capturarlo. El mono 
está libre todavía. No proseguiré estas conjeturas — 
pues no puedo llamarlas de otra manera — desde que 
las sombras de reflexión sobre que se basan, son 
apenas de la profundidad suficiente para ser apreciables 
¿ mi propio intelecto, y desde que no puedo pretender 
hacerlas inteligibles á nadie. Las llamaremos, pues, 
conjeturas; y hablaremos de ellas como si fuesen tales. 
Si el francés en cuestión, es, como supongo, inocente 
de esa atrocidad, este aviso, que dejé anoche cuando 



122 


EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 


volvíamos á casa, qn la oficina de Le Monde, (un.diario 
consagrado á los intereses marítimos, muy buscado por 
los marineros) le traerá hasta nuestra morada. 

Me tendió un papel y leí: 


« Hallazgo. Enelbosque de Boulogne, en la mañana 
del... corriente (la mañana, en que se cometió elcrinien) 
muy temprano, fué encontrado un gran Orangután 
leonado, de la especie de Borneo. El dueño de este 
animal (que se sabe ser un marinero, perteneciente á 
un buque maltés) puede recobrarlo después de probar 
satisfactoriamente su derecho, pagando algunos gastos 
ocasionados por la captura y mantención. Acudir á la 
•calle... N.°... Faubourg Saint-Germain —tercer piso. » 


— ¿ Cómo ha sido posible, pregunté, que pueda Vd, 
saber que el dueño es uu marinero perteneciente á un 
navio maltés? 

— No lo se’, dijoDupin. No.estoy seguro de ello. Aquí 
tengo, sin embargo, un pequeño trozo de cinta, que por 
su forma y por su grasienta apariencia, ha sido usado 
evidentemente para atar una de esas largas colas á que 
son tan aficionados los mariueros. Además, este nudo 
es uno de los que pocos marineros saben hacer, y es 
peculiar á los malteses. Recogí esta cinta en lo bajo de 
la cadena del pararrayos. No puede haber pertenecido 
á ninguna de las asesinadas. 

« Ahora, si después de todo, equivocado en.mi induc¬ 
ción acerca de esta cinta (que el francés es un marinero 
perteneciente ó un buque maltés), no. he cometido nin¬ 
gún mal diciendo lo que he dicho en el aviso, Si me 



123 


LOS CHÍMEN ES LE LA CALLE MORGUE 
engaño, el francés supondrá simplemente que he sido 
engañado por algunas circunstancias que no querrá to¬ 
marse el trabajo de averiguar. Pero si tengo razón, hay 
un gran punto ganado. 

« Sabedor, aunque inocente, del asesinato, el fran¬ 
cés naturalmente vacilará sobre si responderá al aviso 
— sobre si reclamará el Orangután. Razonará así : 
Soy pobre; mi Orangután es de un gran valor — 
para mis circunstancias, es una fortuna — ¿por qué iré 
á perderle por tontas aprensiones ? Esta ahí, en mis 
manos, puede decirse. Ha sido encontrado eñ el bosque 
de Boulogne — á una gran distancia del teatro de la 
carnicería. ? Cómo podrá sospecharse jamás que una 
bestia sea la autora de esos asesinatos ? La Policía está 
á oscuras —no ha podido hallar laanás pequeña huella. 
Aunque encontrasen alguna vez el rastro del animal, 
les sería imposible probarme que sé algo del asesinato, 
ó encontrarme delitó por ese conocimiento. Sobre todo, 
se me- conoce. El que ha hecho el aviso me designa 
como el poseedor del animal. No estoy seguro sobre la 
extensión de sus datos á este respecto. Si dejara de 
reclamar tan valiosa propiedad, á la que se sabe tengo 
derechos, no conseguiré sino hacer sospechoso al ani¬ 
mal. No es prudente atraer la atención ni sobre mí 
mismo, ni sóbrela bestia. Contestaré el aviso, : obten-: 
dré el Orangután, y lo guardaré hasta que este asunto 
sea olvidado. 

En este instante oímos pasos en la escalera. 

— j Esté Vd. pronto I dijo Dupin— prepare las pis¬ 
tolas, pero ni las use ni las muestre hasta una señal 
mía. 

La puerta de la calle había sido dejada abierta, y el 



124 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

visitante había entrado, sin llamar, y subido algunos 
peldaños. Parecía vacilar. De repente, lo oímos que se 
volvía. Dupin corrió á la puerta, cuando oímos que 
subía de nuevo. Esta vez no vaciló; subió con decisión 
y llamó á la puerta de nuestro cuarto. 

— Entre Vd., dijo Dupin con un tono alegro y tran¬ 
quilo. 

Entró un hombre. Era un marinero evidentemente — 
una alta, robusta y musculosa persona, con una expre¬ 
sión de salvaje atrevimiento, nada tranquilizador. Su 
rostro, muy quemado por el sol, tenía la mitad oculta 
por las patillas y el mustaccio. Llevaba consigo un for¬ 
midable garrote de roble, pero parecía no tener más 
armas. Se inclinó torpemente y nos dió las « buenas 
noches » con un acento francés, que aunque recordaba 
algo el de los naturales de Neufehátel, indicaba sufi¬ 
cientemente un origen parisiense. 

— Siéntese Vd., amigo, dijo Dupin. Supongo que ha 
venido Yd. por el Orangután. Palabra de honor, casi 
envidio á Vd. la posesión de ese animal; es notable¬ 
mente hermoso, y sin duda, de un gran valor. ¿ Qué 
edad cree Vd. que tenga? 

El marinero aspiró el aire, con el aspecto de un 
hombre relevado de alguna carga intolerable, y replica 
Con un tono tranquilo : 

— No tengo cómo saberlo bien, pero no puede tener 
más de cuatro ó cinco año. ¿ Le tiene Vd. aquí? 

— ¡ Oh ! no ; no tenemos comodidad para guardarle. 
Está en una caballeriza en la calle Dubourg, muy cerca 
de aquí. Le recobrará Vd. mañana. ¿ Es decir que tiene 
Vd. cómo probar sus derechos? 

- Ciertamente, señor. 



12S 


LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 

— Sentiré separarme de él, á la verdad, dijo Dupin, 

— No pretendo que Yd. se haya molestado inútil¬ 
mente, dijo el hombre. No lo he esperado. Estoy 
dispuesto á pagar un premio por el hallazgo del animal 
— un premio razonable, se entiende. 

— Bien, replicó mi amigo, es muy justo segura¬ 
mente. ¡ Déjeme Vd. pensar! ¿ que me convendrá te¬ 
ner ? ¡ Ah! le diré á Vd. Mi premio será éste. Me dará 
Vd. todos los datos que posea acerca de los crímenes 
de la calle Morgue. 

Dupin dijo estas últimas palabras, en un tono muy 
alto y con mucha tranquilidad. Con lamisma serenidad, 
fu ó hasta la puerta, la cerró y guardó la llave en su bol¬ 
sillo. Sacó en seguida una pistola de su pecho y sin la 
menor violencia, la puso sobre la mesa. 

El rostro del marinero se coloreó como si hubiera 
estado luchando con una sofocación. Se enderezó sobre- 
sus pies repentinamente y empuñó su garrote; pero un 
segundo después cayó en su asiento, temblando, y con 
la expresión de la muerte en su fisonomía. No habló ni 
una palabra. Le compadecía yo desde el fondo de mi 
corazón. 

— Amigo mío, dijo Dupin, con voz bondadosa : Vd. 
se alarma sin necesidad. No tenemos ninguna intención 
dañada. Empeño á Vd. mi honor de caballero yde fran¬ 
cés, de que no pretendemos hacer á Vd. ningún mal. Sé 
perfectamente bien que Yd. es inocente de las atroci¬ 
dades de la calle Morgue. Eso no quiere decir, sin em¬ 
bargo, que niegue que Vd. está algo complicado en 
ellas. De lo que acabo de decir, Vd.puede comprender- 
que he tenido medios do información sobre este asunto, 
que no se habría Vd. imaginado jamás. La cuestión es 



126 EDGATl POE. - DOVELAS ¥ CUENTOS 

ésta, ahora. Vd. no ha hecho nada que debiera ser ocul¬ 
tado — nada, ciertamente, que le haga culpable. No se 
puede acusar á Vd. ni siquiera de robo, habiendo po¬ 
dido robar con impunidad. Vd. no tiene nada que ocul¬ 
tar. No hay razón de hacerlo. Por otro lado, está Vd. 
co.mpelido por los principios del honor á confesar todo 
lo que sabe. Un hombre se halla preso, acusado del 
crimen cuyo perpetrador puede ser indicado por Vd. 

El marinero había recobrado su presencia de ánimo, 
en gran parte, mientras que Dupin profería esas pa¬ 
labras, pero había desaparecido su aspecto de tran¬ 
quilidad. 

— j Que Dios me ayude! dijo después de una breve 
pausa. Voy á decir á Vd. todo lo que sé sobre este 
asunto — aunque no espero que Vd. crea en la mitad de 
lo que diga— sería un loco si lo hiciera. Sin embargo, 
soy inocente, y haré una sincera confesión aunque 
deba morir en seguida. 

Lo que nos narró, fué en sustancia lo siguiente. 
Había hecho últimamente un viaje al Archipiélago 
Indio. Unas cuantas personas se bajaron en Borneo, 
con objeto de hacer una excursión, por recreo, en 
el interior del país. Entre ellas, iba él. Junto con 
otro compañero habían capturado al Orangután. Ha¬ 
biendo muerto ese compañero, el animal llegó á ser 
de su exclúsiva propiedad. Después de grandes difi¬ 
cultades, ocasionadas por la intratable ferocidad del 
cautivo durante el viaje de regreso, consiguió púr 
último alojarlo convenientemente en su propia resi¬ 
dencia en París, donde para no atraer la desagradable 
curiosidad de los vecinos, le escondió con cuidado, 
durante algún tiempo, hasta que sanó de una herida 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 127 

«n una mano, causada por. una astilla de madera á 
bordo. 

Su ultima intención era venderlo. Volviendo á su 
casa, de Una francachela de marineros, en la noche, 
más bien en la mañana del asesinato, encontró al animal 
en su propia' alcoba, en la que había entrado violenta¬ 
mente, por un pequeño gabinete, en el cual, según se 
había creído, estaba sólidamente sujeto. Con una 
navaja de barba en la mano, y enteramente lleno de 
jabón el rostro, se había sentado frente á un espejo, 
y trataba de afeitarse, operación que había observado 
sin duda en su amo, espiándolo por la cerradura del 
gabinete en que estaba prisionero. 

Aterrado á la vista de un arma tan peligrosa en la 
posesión de animal tan feroz y tan capaz de servirse de 
ella, no había sabido qué hacer en los primeros mo¬ 
mentos. Le había reducido siempre, hasta en sus más 
salvajes cóleras, por medio de un látigo, y acudió 4 
él. Al ver el látigo, el Orangután, se arrojó de ún salto 
á la puerta de la pieza, bajó las escaleras, y por una 
ventana, infortunadamente abierta, ganó la calle. 

El francés lo siguió con desesperación. El mono, 
todavía con la navaja en la mano, se paraba de cuando 
en cuando, para mirar para atrás y gesticular á su 
perseguidor, hasta que era casi alcanzado. Entonces 
volvía á disparar. De esta manera continuó la caza, 
algún tiempo. Al pasar por una alameda, tras de la 
calle Morgue, la atención del fugitivo fué atraída por 
una luz que brillaba en la ventana de la habitación de 
la señora L’Espanaye, en el cuarto piso de su casa. 
Arrojándose sobre el edificio, percibió la cadena del 
pararrayos, trepó por ella con inconcebible agilidad, 



128 EDGAR POE. .— NOVELAS Y CUENTOS 

asió el postigo, que estaba extendido enteramente 
sobre la pared, y balanceándose en él, fue á caer 
directamente sobre la cabecera del lecho. En todo 
esto no tardó m un minuto. El postigo fué abierto 
de nuevo, de una patada, por el Orangután, al entrar 
al cuarto. 

El marinero, mientras, estaba regocijado y al mismo 
tiempo, perplejo. Tenía grandes esperanzas de volver 
á capturar al animal, pues casi no podía escapar de la 
trampa en que se había aventurado, excepto por la 
cadena del pararrayos, donde era fácil detenerlo. Por 
otro lado, había motivos de estar ansioso acerca de lo 
que podría hacer en la casa. Esta última reflexión hizo 
que se apresurara más aún en seguir al fugitivo. Una 
cadena de pararrayos es fácil camino, especialmente 
para un marinero ; pero cuando llegó á la altura de 
la ventana, que quedaba lejos, á su izquierda, tuvo 
que detenerse ; lo más que pudo hacer fué enderezarse 
hasta poder mirar en el interior del cuarto. Lo que 
vió entonces fué tan horroroso que faltó poco para que 
cayera. Fue entonces que se elevaron, en medio del 
silencio de la noche, los horribles gritos que sor¬ 
prendieron en el sueño á los habitantes de la calle 

% Morgue. 

* La señora L’Espanayey su bija, vestidas con sus 
traje de dormir, habían estado ocupadas, aparente- 
mente, en arreglar algunos papeles en el cofrecillo de 

- hierro ya citado, y que había sido trasportado al 
medio del cuarto. Estaba abierto, y su contenido en 
el suelo. 

Las víctimas deben haber estado sentadas dando 
la espalda á la ventana ; y por el tiempo corrido 



129 


LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 

entre la entrada del animal y los gritos, parece pro¬ 
bable que no lo vieron inmediatamente. 

El ruido del postigo puede haber sido atribuido al 
viento. 

Cuando el marinero miró, el gigantesco cuadrúpedo 
había asido á la señora L’Kspanaye por el cabello (que 
estaba suelto como si lo hubiera estado peinando), y 
agitaba la navaja cerca de su rostro, imitando los movi¬ 
mientos de un barbero. La hija estaba inmóvil ; se 
había desmayado. 

Los gritos y esfuerzos de la vieja señora (durantelos 
cuales le fué arrancado el pelo de la cabeza) tuvieron 
por efecto cambiar en cólera las disposiciones pro¬ 
bablemente pacificas del Orangután. Con un rápido 
movimiento de su brazo formidable, le separó la ca¬ 
beza del cuerpo, casi completamente. La vista de la 
sangre inflamó su ira hasta el frenesí. Rechinando 
los dientes, echando fuego por los ojos, se lanzó sobre 
el cuerpo déla joven, y hundiéndole sus terribles garras 
en la garganta, las mantuvo en ella hasta que expi¬ 
ró. Sus miradas extraviadas y salvajes cayeron en 
ese momento sobre la cabecera del lechó, donde vió 
el rostro de su amo, rígido por el horror. La furia del 
animal, que sin duda conservaba todavía el recuerdo 
del temido látigo, fué instantáneamente cambiada en 
miedo. 

Sabiendo que merecía castigo, pareció deseoso de 
ocultar los sangrientos despojos, ysaltaba en el cuarto 
en una agonía de agitación nerviosa, derribando y 
rompiendo los muebles, y arrancando las ropas y col¬ 
chones del lecho. Asió primero el cuerpo de la hija y 
le metió entre la chimenea, como fué encontrado; 



130 


EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 


después, el de la vieja señora, que arrojó en el acto de 
cabeza por la ventana. 

Cuando el mono se aproximaba á la ventana con su 
mutilada carga, el marinero retrocedió espantado 
hacia la cadena del pararrayos, y deslizándose más bien 
que bajando por ella, se apresuró á llegar á su casa de 
una vez — temiendo las consecuencias de la carnicería, 
y abandonando, en su terror, toda solicitud acerca 
del destino del Orangután. Las palabras oidas por los 
vecinos al subir la escaleras, fueron las exclamaciones 
de horror del francés, mezcladas ¿ la diabólica jeri¬ 
gonza de la bestia. 


No tengo nada que añadir, casi. El Orangután 
debe haber escapado del cuarto, por la cadena del pa¬ 
rarrayos, antes de que violentaran la puerta. Debe haber 
cerrado la ventana tras de si. Fué posterioremente 
capturado por el propietario, quien obtuvo por él una 
fuerte suma en el Jardín des Plantas. 

Le Bou fué inmediatamente puesto en libertad, des¬ 
pués de nuestra narración (con algunos comentarios 
de Dupin) en el burean del Prefecto de Policía. Este 
funcionario, aunque bien dispuesto hacia mi amigo, no 
podía ocultar del todo su mal humor al ver el aspecto 
que habían tomado los negocios, y .se permitió un sar¬ 
casmo ó dos, acerca de la conveniencia de que cada 
persona atendiera únicamente sus propias obliga¬ 
ciones . 

-Déjele Yd. hablar, dijo Dupin que no babia 
creído necesario replicar. Déjele Yd. discurrir, eso 



LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE Cli 

♦ 

aliviará so conciencia. Estoy satisfecho con haberlo, 
derrotado en su propio terreno. Sin embargo, que no 
haya podido dar solución á este misterio, no quiere 
decir que él sea tan sorprendente como lo supone ; 
pues, á la verdad, nuestro amigo el Prefecto, es dema¬ 
siado ingenioso para ser profundo. Su saber no tiene 
base. Es todo cabeza y no tiene cuerpo, como los cua¬ 
dros de la Diosa Laverna — ó mejor, todo cabeza y 
paletas como un bacalao. Pero es un buen hombre á 
pesar de todo. Lo aprecio especialmente por un golpe 
maestro de mogigatería, merced al que ha alcanzado 
su reputación de ingeniosidad. Quiero hablar de su 
costumbre de ct negar lo que es y explicar lo que no 
es ('). » 


(I) J.-J. Rousseau, la Namellt BéloXse. E.-A. i’oe. 



EL MISTERIO DE MARlA ROGÉT 


ADVERTENCIA 


La siguiente obra Je Foe, será, creo, mejor apreciada, si Be conocen 
las circunstancias especiales que rodearon su aparición por primera ve» 
en el Qraham's Magaiine, en Noviembre de¡1842 (I). 

Una joven, María. Cecilia fíogers , fnó asesinada en la vecindad de 
New-York; y aunque su muerte ocasionó una intensa y duradera sensa¬ 
ción, el misterio que envolvía el crimen permaneció en el mismo estado, 
hasta el período en que esta obra fué escrita y publicada. En ella, bajo 
el pretexto de relatar el fallecimiento de una gruette de París, el aulor 
ha seguido, detalle por detalle, el asesinato real de María Rogcrs, ha¬ 
ciendo simplemente un paralelo entre ese hecho y el crimen supuesto en 
la persona de la griseta. Asi todos los argumentos fundados sobre lo fic¬ 
ticio eran aplicables á. la verdad, y la investigación de la verdad fué el 
objeto. 

El Mistó la de María Ragit fué escrito á una gran distancia del teatro 
de la atrocidad real, y sin ningunos otros medios de investigación que 
los diarios que se podían proporcionar. Asi, mucho escapó al escritor de 
lo que podía haberle sido útil si hubiera estado en el lugar del suceso y 
visitado las localidades. Puede no ser impropio recordar, sin embargo, 
que la confesión de dos personas (una de ellas la Sra. Dclue, que figura 
en la narración) hecha en diferentes períodos, y mucho después de la 
publicación de esta novela,confirmaron por completo, no sólo la conclu¬ 


id Qül'sLlfe ef Pae./pkg. 106. Tercera edición, Londres, 1878. 

8 



134 


EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 


sión general, sino absolutamente todos los principales detalles hipotéticos 
por los cuales fné alcanzada esa conclusión (1). 

Los nombres empleados por Edgar Poe en la obra que va á leerse, son 
simplemente pseudónimos con qne ocúltalos personajes reales, y he con. 
siderado innecesario hacerlos conocer, por cuanto no ofrecen ningún 
nterés, dado el tiempo trascurrido y la naturaleza del asunto. 

El Misterio de María EogSt, pertenece á una trilogía basada sobre el 
mismo análisis sutil y maravilloso de las circunstancias que rodean un 
hecho lleno de misterio. Esta trilogía comienza en Los Crímenes de la 
calle Morgue y concluye con la Carta Sobada. 

G. O. 


Hay series ideales de sucesos que corren 
paralelamente í ios reales. Coinciden entre 
si raras veces. En general, los hombres y las 
circunstancias modifican la sucesión ideal 
de los acontecimientos, de tal manera, que 
parece imperfecta, y sus consecuencias son 
igualmente imperfectas. Ejemplo; la Re¬ 
forma,- en lugar del protestantismo, vino el 
luteranismo. 

(Novalis) (2). 


Hay pocas personas, hasta entre los pensadores más 
calmosos, que no hayan temblado ante una vaga 
aunque penetrante semi-creencia en lo sobrenatural, 
adquirida á la vista de coincidencias de un caráctertan 
aparentemente maravilloso, que el intelecto ha sido 
incapaz de recibirlas como simples coincidencias. Tales 
sentimientos, para la semicreencáa de los que ha¬ 
blo, no han tenido nunca la completa fuerza del pensa~ 
míenlo; tales sentimientos son rara Yez ahogados del 


(1) Estas líneas se encuentran al pie de la novela de que me ocupo, en 
las dos ediciones de Poe que poseo, y han sido escritas por él mismo en 
la edición de Cuentos publicados durante su vida, según se desprende de 
Gilrs Life of Poe. pig. 107. 

(2) Pseudónimo de Van Ha.rdenherg 



EL MISTERIO DE MARÍA BOGÉT 13a 

todo, á no ser por referencia á la doctrina del acaso, 
ó como ha sido llamada técnicamente, el Cálculo de 
las Probabilidades. Ahora bien, este cálculo, en su 
esencia, es puramente matemático : y así tenemos la 
anomalía de lo más rígidamente exacto en ciencia, apli¬ 
cado á la sombra, á la espiritualidad de lo más intan¬ 
gible en especulación. 

Se encontrará que los extraordinarios detalles que 

he sido exhortado á publicar, forman, teniendo en 
cuenta el tiempo corrido, la primera de una serie de 
coincidencias apenas inteligibles, cuya rama secunda¬ 
ria ó final será reconocida por todos los lectores del 
asesinato de María Cecilia Rogers , en New-York. 

Cuando en un artículo titulado Los Crímenes de la 
calle Morgue, traté, hace un año, de pintar algunos no¬ 
tabilísimos rasgos del carácter mental de mi amigo el 
señor C. Augusto Dupin, no me figuré tener que ocu¬ 
parme de nuevo del mismo asunto. Esa pintura del 
carácter constituía mi designio; y este designio se vio 
completamente satisfecho en la extraña sucesión de 
circunstancias narradas como una prueba de la idio- 
sincracia de Dupin. Hubiera podido presentar otros 
ejemplos, pero no habría probado más. Hechos pro¬ 
ducidos hace poco, sin embargo, me habían llevado en 
su sorprendente desenvolvimiento, 4 algunas conclu¬ 
siones que traerán consigo el aspecto de confesiones 
violentas. Oyendo lo que he oído últimamente, sería, 
41a verdad, extraño que guardara silencio acerca de lo 
que he oído y sabido hace tanto tiempo. 

Después del desenlace de la tragedia oculta en las 
muertes de Madame L’Espanaye y su hija, Dupin re¬ 
legó el asunto al olvido y volvió á caer en sus antiguos 



136 EDGAR POE. - NOVELAS Y COENTOS 

hábitos de extravagante meditación, Dispuesto, en 
todo tiempo, á las abstracciones, caí prontamente en 
ellas con su humour; y continuando en nuestros cuar¬ 
tos del Faubourg Saint-Germain, dejábamos el futuro á 
los vientos y reposábamos tranquilamente en el pre¬ 
sente, cruzando en sueños el oscuro mundo de nuestro 
alrededor. 

Pero estos sueños eran interrumpidos algunas veces. 
Puede fácilmente suponerse que el rol jugado por mi 
amigo en el drama de la calle Morgue había hecho 
impresión en el ánimo de la Policía parisiense. El 
nombre de Dupin se convirtió, para sus agentes, en 
una palabra familiar. 

El simple carácter de las inducciones con que había 
desembrollado el misterio no había sido explicado ni 
aun al Prefecto, ni á ninguna otra persona que á mí; 
no es sorprendente que el asunto fuera mirado como 
poco menos que milagroso, ó que la capacidad analítica 
de Dupin adquiriera para él, el crédito de la intuición. 
Su franqueza hubiera hecho desengañar de esa pre¬ 
ocupación á cualquier curioso; pero su humour indo¬ 
lente le prohibía toda agitación ulterior sobre un tó¬ 
pico cuyo interés había cesado hacía tiempo para él. 
Sucedió que la Policía puso en él los ojos, como en un 
faro guiador ; y no fueron pocas las veces que se pre¬ 
tendió utilizar sus servicios en la Prefectura. Uno de 
los más notables ejemplos fué el del asesinato de una 
niña llamada María Rogét. 

Ocurrió este suceso como dos años después de la 
atrocidad de la calle Morgue. María, cuyos nombres 
cristiano y de familia, llamarán la atención por su pa¬ 
recido con los de la infortunada « cigargirl », era la 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 137 

única hija de la viuda Estela Rogét. El padre había 
fallecido cuando esta niña tenia muy poca edad aún, y 
desde el periodo de su muerte hasta ocho meses antes 
del asesinato que motiva nuestra narración, madre ó 
hija habían vivido juntas en la calle Pavée Saint-An- 
drée; la señora tenía allí una «casa de huéspedes », 
ayudada por María. Pasó así el tiempo, hasta que la 
última hubo cumplido 22 años de edad; su notable be¬ 
lleza llamó la atención de un perfumista que ocupaba 
uno de los almacenes del entresuelo del Palais Royal, 
y cuya clientela era formada principalmente por los 
terribles aventureros que infestaban la vecindad. El 
señor Le Blnnc no ignoraba las ventajas que repor¬ 
taría á su establecimiento la asistencia de la hermosa 
María; y sus liberales proposiciones fueron aceptadas 
ardientemente por la joven, aunque con gran disgusto 
do su señora madre. 

Las esperanzas del negociante se vieron realizadas, 
y sus salones llegaron bien pronto á hacerse célebres, 
gracias á los encantos de la espiritual gristtte . Llevaba 
ella un año en su empleo, cuando sus admiradores fueron 
confundidos por su repentina desaparición de la tienda. 
El señor Le Blanc no pudo dar explicaciones acerca 
de su ausencia, y la señora Rogét se vió presa de 
ansiedad y terror. Los diarios recogieron inmediata¬ 
mente el tema y la policía estaba á punto de hacer 
serias investigaciones, cuando, una bella mañana, des¬ 
pués de una semana, María, en buena salud, aunque 
con aire algo triste, hizo su reaparición en su habitual 
mostrador de la perfumería. Toda averiguación, excepto 
las de carácter privado, fué abandonada inmediata¬ 
mente, como se comprende. El señor Le Blanc profe- 

8 * 



Í38 EDGAR POE. — NOVEtAS Y CUENTOS 

saba una ignorancia total; lo mismo que antes. María 
con la señora Rogét replicaba á todas las preguntas, 
que la última semana la había pasado en el campo, en 
casa de una parienta. Así se apaciguó el asunto, y fuó 
■olvidado por todo el mundo; porque la joven, ostensi¬ 
blemente para librarse de la impertinencia de la cu¬ 
riosidad, dió pronto un último adiós al perfumista y se 
refugió en la residencia de su madre, calle Pavee 
Saint-Andrée. 

Fué cerca de cinco meses después de su retorno á la 
casa, que sus amigos se alarmaron por una segunda 
desaparición repentina. Corrieron tres días, y no se 
supo nada de ella. Al cuarto día su cuerpo fué encon¬ 
trado flotando en el Sena, cerca de la ribera opuesta 
al barrio de la calle Saint-Andrée y en un punto no 
muy distante de la apartada vecindad de la Barrera de 
Roule. 

La atrocidad de este asesinato (porque era evidente 
que se había cometido asesinato), la juventud y belleza 
de la víctima, y sobre todo, lo conocida que era, cons¬ 
piraban para producir una intensa excitación en el 
ánimo de los sensitivos parisienses. No me acuerdo que 
ningún otro accidente de este carácter haya producido 
jamás un efecto tan general y tan intenso. Durante 
muchas semanas, en la discusión de este absorbente 
tema, fueron olvidados hasta los importantes tópicos 
de la política diaria. El prefecto hizo esfuerzos que no 
había hecho nunca; y los medios de toda la Policía 
parisiense fueron empleados en todos sentidos. 

Después del descubrimiento del cadáver, no se supuso 
que el asesino pudiera escapar, por más de un breve 
período, á.la inquisición que fué inmediatamente puesta 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 139 

en juego. Sólo después de una semana se juzgó nece¬ 
sario ofrecer un premio ; y hasta entonces este premio 
fué limitado á mil francos. Mientras tanto, las diligen¬ 
cias se practicaban con vigor, si no siempre con buen 
juicio, y un gran número de individuos fueron exami¬ 
nados sin éxito alguno, y debido á la obstinada ausen¬ 
cia de todo dalo que pudiera descubrir el misterio, la 
excitación del pueblo crecía grandemente. Al final del 
décimo día fué considerado conveniente doblarla suma 
ofrecida; y al último, habiendo corrido la segunda 
semana sin conducir á ningún descubrimiento, y 
habiéndose manifestado en algunos serios motines la 
preocupación que existe en París contra la Policía, el 
Prefecto resolvió ofrecer, por sí mismo, la suma de 
20.000 francos por « la convicción del asesino » ó si 
más de uno estaba implicado en el hecho, « por la- 
convicción de alguno de los asesinos ». En la proclama 
que anunciaba este premio, se prometía un completo 
perdón á cualquier cómplice que delatase á los crimi¬ 
nales ; y á todo se añadía, el aviso particular de un 
Comité de ciudadanos, que ofrecía 10.000 francos, en 
adición á la cantidad propuesta por la Prefectura. El 
total del premio alcanzaba, pues, á treinta mil francos, 
que debe ser mirado como una suma extraordinaria, si 
consideramos la. humilde condición de la joven y la 
mucha frecuencia con que en las grandes ciudades, 
tienen lugar atrocidades como laque hemos narrado. 

Nadie dudaba casi que, de esa manera, cesara el 
misterio del asesinato. Pero, aunque en uno ó dos ca¬ 
sos, se hicieron capturas que prometían aclaración, 
nada pudo descubrirse que arrojara sospechas sobre 
los presos; y fueron puestos inmediatamente en liber- 



140 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

tad. Extraño parecerá que la tercera semana, desde el 
encuentro del cadáver, hubiera pasado, yhubiera pasado 
sin que se descubriera nada respecto á los asesinos, sin 
que ni el más leve rumor de los sucesos que así habían 
agitado al público, fuera á herir los oidos de Dupin ni 
de mi mismo. Empeñados en investigaciones que habían 
absorbido toda nuestra atención, hacía cerca de un mes 
que ninguno de los dos hablamos salido á la calle ni 
recibido una visita, ni hecho más que ojear los artícu¬ 
los principales sobre politica en uno de los diarios. El 
primer aviso del crimen nos fue llevado por G*“ en 
persona. Entró á casa, temprano, enla mañana del 13 de 
Julio de 18... y permaneció con nosotros hasta tarde de 
la noche. Estaba picado por la inutilidad de sus esfuer¬ 
zos para dar con la pista délos asesinos. Su reputación 
— esto lo dijo con un aire exclusivamente parisiense- 
estaba empeñada. Hasta su honor se hallaba compro¬ 
metido. Los ojos del pueblo estaban fijos sobre él; y no 
había, en realidad, ningún sacrificio que no deseara 
hacer por el descubrimiento del misterio. Concluyó su 
discurso algo raro con un cumplimiento sobre lo que 
le agradó llamar el ¿acto de Dupin, y le hizo una pro¬ 
posición directa y ciertamente liberal, cuya naturaleza 
precisa no tengo el poder para manifestar, y que 
además no está ligada al objeto propio de esta na¬ 
rración. 

Mi amigo respondió al cumplimiento como mejor 
pudo, pero aceptó la proposición, aunque sus ventajas 
eran del todo provisionales. Habiendo sido fijado este 
punto, el Prefecto nos explicó sus propias opiniones, 
mezclándolas con largos comentarios respecto á los 
testimonios recogidos; de los cuales no estábamos, 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 14! 

todavía, en posesión. Discurrió mucho, y sin duda, 
sabiamente, hasta que aventuré una insinuación res¬ 
pecto á lo lentamente que pasaba la noche. Dupin, sin 
variar de postura en su habitual silla de brazos, era la 
personificación de la atención respetuosa. Tuvo pues¬ 
tas sus gafas durante toda la entrevista; y una inci¬ 
dental ojeada por debajo de sus cristales verdes, bastó 
para convencerme que había dormido no poco profun¬ 
damente, aunque en silencio, las siete ú ocho pesadas 
horas que precedieron inmediatamente á la partida del 
Prefecto. 

Al día siguiente por la mañana, procuré en la Pre¬ 
fectura una relación completa de todos los datos ad¬ 
quiridos, y en las oficinas de varios diarios, un ejem¬ 
plar de todos aquellos en que se había publicado algún 
informe decisivo sobre este triste asunto. Libre de lo 
que había sido positivamente confutado, aquella re¬ 
unión de informes establecía lo siguiente : 

María Rogét dejó la residencia de su madre, en la 
calle Pavée Saint-Andrée, cerca de las nueve de la 
mañana, el domingo 22 de Junio de 18... Al salir 
comunicó al señor Jacques St-Eustache, y solamente 
á él, su intención de pasar el día en casa de una tía 
quereside calle de Drómes. La calle de Drómes es una 
estrecha aunque populosa calle, no lejos de los ban¬ 
cos del río, y áuna distancia de casi dos millas, en la 
línea más directa posible, desde la casa de huéspedes 
de la señora Rogét. St-Eustache era el pretendiente 
aceptado de María, y se alojaba y comía en la a casa 
de huéspedes ». Debía ir por ella al anochecer y acom¬ 
pañarla hasta su domicilio. A la tarde, sin embargo, 
llovió copiosamente ; y suponiendo que pasaría la 



148 EDGAR POE. — SOVELAS Y CUENTOS 

noche en casa de su tía (como lo había hecho antes, en 
idénticas circunstancias), no creyó necesario cumplir 
su promesa. Cuando la noche se acercó, la señora 
Rogét {que es enferma y de setenta años de edad) 
expresó el temor « de que no vería de nuevo á su 
hija »; pero esta observación atrajo poco cuidado en 
ese momento. 

El lunes se supo que la joven no había estado en 
la calle de Drórnes ; y habiendo pasado el día sin que 
se tuvieran noticias de ella, se hizo una pequeña inves¬ 
tigación en muchos puntos de la ciudad y sus alrede¬ 
dores. Sin embargo, recién al cuarto día de su des¬ 
aparición fué que se averiguó algo de cierto respecto á 
ella. Ese día (miércoles, 28 de Junio) un señor Beauvais, 
que con un amigo, había estado inquiriendo por María 
cerca de la Barrera del Roule, en la ribera del Sena 
opuesta á la calle Pavee Saint-Andrée, fué informado 
que un cuerpo acababa de ser recogido por algunos pes¬ 
cadores que lo habían encontrado flotando en el río. 
Después de examinarlo y hesitar algún tiempo, lo 
identificó como el de la joven perfumista. Su amigo la 
reconoció más prontamente que él. 

El rostro estaba cubierto en algunos puntos, por 
sangre negra, que brotaba del interior de su boca. Na 
había espuma en ella, com» en los casos de simple 
muerte por sumersión. No había decoloración en el 
tejido celular. En la garganta presentaba magulladu¬ 
ras é impresiones de dedos. Los brazos estaban encor¬ 
vados sobre el pecho, y rígidos. La mano derecha 
estaba cerrada ; la izquierda medio abierta. En la 
muñeca izquierda se notaban dos escoriaciones circu¬ 
lare», evidentemente efecto de cuerdas, ó de una cuerda 



EL, MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 143 

«pe había sido enrollada. Una parte de la muñeca de¬ 
recha, también, estaba muy desollada, lo mismo que 
! la espalda en toda su extensión pero más especial¬ 
mente en los omeplatos. Para sacar el cuerpo á tierra, 
los pescadores le habían atado con una cuerda, pero 
ninguna de las escoriaciones había sido causada por 
ella. La carne del cuello se hallaba muy hinchada. No 
había ninguna herida aparente ni magulladura que 
pareciera efecto de heridas. Un trozo de cordel se 
encontró tan apretado alrededor del cuello, que se 
ocultaba á la vista ; estaba completamente enterrado 
en la carne y anudado tras de la oreja izquierda. Esto 
sólo hubiera bastado para producir la muerte. Los tes¬ 
timonios médicos hablan confidencialmente del carác¬ 
ter virtuoso déla finada.Había sido víctima, decían, de 
una violencia brutal. El cuerpo estaba en tal estado 
cuando se le encontró, que no podía haber ninguna 
dificultad en reconocerlo. 

El vestido se hallaba roto y en completo .desorden. 
En la ropa exterior, una tira de cerca de un pie de 
ancho, había sido rasgada hacia arriba desde el 
extremo del dobladillo hasta el talle, pero no arran¬ 
cada. Había sido enrollada tres veces en la cintura y 
asegurada por una espacie de nudo en la espalda. La 
ropa que seguía inmediatamente bajo la bata era de 
rica muselina; y de ella había sido arrancada por com¬ 
pleto una tira de ocho pulgadas de ancho, arrancada 
con mucha igualdad y con gran cuidado. Eué encon- 
tradaal rededor de su cuello, flojamente adaptada y ase¬ 
gurada con un fuertenudo. Sobre esta tira de muselina 
y sobre el trazo de cuerda, habían sido aladee las cin¬ 
tas de una gorra, que pendía, ligada por ellas. El nudo 



Hi EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

que sujetaba las cintas de esta gorra, no era de una 
señora., sino más bien de un marinero. 

Después que el cuerpo hubo sido reconocido, no se 
le llevó, como es de costumbre, á la Morgue, pues esta 
formalidad era superflua, y se le enterró apresurada¬ 
mente no lejos del punto en que había sido sacado del 
río. Por las diligencias de Beauvais, el asunto fué 
industriosamente ocultado; tanto como fué posible ; y 
muchos días corrieron, sin que el público supiera 
nada de lo sucedido. Un periódico, semanal, sin em¬ 
bargo, se apoderó del tema; el cuerpo fué desenterrado 
y se produjo un nuevo examen médico; pero nada fué 
descubierto fuera de lo queha sid® ya dicho. Los vesti¬ 
dos, no obstante, fueron sometidos á la inspección 
de la madre y hermanos de la muerta, y resultaron ser 
exactamente los mismos que llevaba la joven al aban¬ 
donar su casa; 

Mientras tanto, la excitación popular crecía de hora 
en hora. Algunos individuos fueron arrestados y pues¬ 
tos en libertad, en seguida. En St-Eustache recayeron 
especialmente las sospechas ; y no pudo al principio, 
probar dónde había estado durante el domingo en que 
María salió de su domicilio. Subsecuentemente, sin 
embargo, dió al señor G*** una declaración satisfac¬ 
toria acerca de las horas del día en cuestión. Como el 
tiempo pasaba sin que se descubriera nada, circularon 
mil contradictorios rumores, y los mismos periodistas 
se ocuparon en hacer sugestiones. Entre ellas la que 
llamó más la atención, fué la idea de que María Rogét 
vivía aún, y que el cuerpo encontrado en el Sena era 
el de alguna otra desgraciada. Será conveniente, dé á 
conocer, al lector algunos pasajes que resumen las 



Et, MISTERIO DE MARÍA ROGf¡T 


143 


sugestiones de que he hablado. Estos pasajes son tra¬ 
ducciones literales de VEtoile : diario redactado en 
general con mucha habilidad: 


« La señorita Rogét dejó la casa de su madre, en la 
mañana del domingo 22 de Junio de 18... con el oslen* 
sible propósito de ir á ver á su tía ó alguna otra parienla, 
en la calle de Drómes. No se ha podido probar que 
nadie la haya visto después de esa hora. No hay abso¬ 
lutamente ninguna huella ni noticia de su persona... 
Nadie se ha presentado, hasta este momento, que la 
haya visto, ese día, después de la hora en que salió de 
su casa. Ahora, aunque no tenemos la evidencia de que 
María Rogét estaba en la tierra de los vivos después de 
las 9 del domingo 22 de Junio, existen pruebas, de que 
antes «le esa hora, estaba viva. El miércoles á medio 
día, á las doce, un cuerpo de mujer fué descubierto 
flotando en la margen de la Barrera de Roule. Hacía, 
pues, hasta si presumimos que María Rogét fué arrojada 
al río tres horas después de salir de casa de su madre, 
solamente tres días que había desaparecido de su 
domicilio ; tres días menos una hora. Pues, es locura 
suponer que el asesinato, si asesinato había sido come¬ 
tido, podía haberse consumado lo suficientemente tem¬ 
prano para permitir á los asesinos arrojar el cuerpo al 
río, antes de media noche. Los autores de crímenes 
tan horribles, escogen la oscuridad más bien que la 
luz... Vemos por estas consideraciones, que si el cuerpo 
encontrado en el río, er* el de María Rogét, no podía 
haber estado en el agua sino dos días y medio, ó tres, 
cuando más. Todas las experiencias han mostrado que 

9 



H6 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

los cuerpos de ahogados, ó los cuerpos arrojados al 
agua inmediatamente después de ser muertos por vio¬ 
lencia, necesitan de seis á diez días paraquenna des¬ 
composición suficiente les permita salir á la superficie 
del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de 
un cadáver y llegad sobrenadar después de cinco ó seis 
dias de inmersión, se hunde de nuevo, si no se le recoge. 
Ahora preguntamos, ¿ qué hay en este caso que auto¬ 
rice una desviación del eurso ordinario de la natura¬ 
leza?... Si el cuerpo hubiera sido guardado en su san¬ 
griento estado hasta el martes á la noche, se habría 
encontrado alguna huella de los asesinos. Es un punto 
dudoso, también, si el cuerpo hubiera flotado tan 
pronto, hasta habiendo sido muerto dos días antes. 
Además, es muy poco probable que los infames que 
hubieran cometido un asesinato tal como se le supone, 
arrojaran el cuerpo al agua, sin atarle un peso cual¬ 
quiera á ios pies, cuando esa precaución se podía haber 
tomado tan fácilmente. » 


El editor seguía arguyendo que el cuerpodebia haber 
estado en el río « no tres días solamente, sino, cinco 
veces tres días, cuando menos » porque estaba tan des¬ 
compuesto que Beauvais había tenido gran dificultad 
para reconocerlo. Este último punto, sin embargo, se 
hallaba plenamente controvertido por la realidad. Con¬ 
tinúo la traducción : 

, « ¿ Cuáles son los hechos en que se apoya el Sr. 
Beauvais para decir que no tiene duda que el cuerpo 
era el de María Rogét ? Rasgó la manga de la ba'n 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÍT 


147 


que cubría al cadáver, y dice que encontró señales que 
le dejaron satisfecho acerca de la identidad. El público, 
en general, supuso que esas señales consistirían en 
alguna cicatriz. Frotó el brazo y encontró pelo en él — 
algo tan indefinido — tan poco concluyente como encon¬ 
trar el brazo en la manga. El Sr. Beauvais no volvió 
esa noche, pero envió á decir á la señora Rogfct, el 
miércoles á las siete de la tarde, que se proseguía aún 
una investigación respecto á su hija. Si admitimos que 
la señora Rogét. por su edad y sus dolencias, no podía 
comparecer (lo que es admitir mucho), ciertamente 
debía haber alguien que pensara que valia la pena de 
comparecer y esperar la investigación, si creiaque el 
cuerpo era el de María. Nadie compareció. 

« Nada de lo dicho ú oído acerca del asunto de la 
calle Pavée Saint-Andrée, había llegado siquiera á los 
habitantes del edificio mismo. El Sr. St-Eustache, el 
amante y proyectado esposo de María, que se alojaba 
en casa de la madre de ésta, no había sabido del des¬ 
cubrimiento del cuerpo de su prometida, hasta la 
mañana siguiente, que el Sr. Beauvais fué á su pieza 
y se lo comunicó. Una noticia de tal naturaleza, sor¬ 
prende verdaderamente, que fuera recibida con tanta 
frialdad. » 


Siguiendo este camino, el diario trataba de mostrar 
ó los parientes de María culpables de una indolencia 
incompatible con la suposición de que creían que el 
cuerpo era el de ella. Sus insinuaciones importaban 
esto : que María, en connivencia con sus amigos, se 
había ausentado por razones que envolvían un cargo 



148 


EDGAR POE. — NOVELAS Y COENTOS 


contra su castidad : y que estos amigos, habiéndose 
descubierto un cadáver en el Sena, algo parecido al de 
la joven, habían aprovechado la oportunidad, para 
impresionar al público con la noticia de su muerte- 
Pero L'Étoile se había apresurado demasiado, otra vez. 
Fué perfectamente probado que ninguna indolencia 
como la imaginada, existia; que la anciana señora 
estaba en extremo débil, y tan afligida que le era impo¬ 
sible atender á nada; que St-Eustache, lejos de recibir 
la noticia con frialdad, se enloqueció casi de dolor, y 
sufría tan desesperadamente, que el Sr. Beauvaispidió 
á un amigo y un pariente, que le cuidaran y le priva¬ 
ran que asistiera al examen, cuando se exhumara el 
cuerpo. Además, aunque fué constatado por L'Étoile 
que el cadáver había sido inhumado la segunda vez, á 
expensas del pueblo — que una ventajosa oferta para 
sepultarlo privadamente había sido rechazada en abso¬ 
luto por la familia — y que ningún miembro de la fami¬ 
lia asistió al ceremonial religioso —aunque, digo, todo 
esto fué asegurado por L'Étoile en apoyo de la impre¬ 
sión que deseaba trasmitir — todo fué satisfactoria¬ 
mente refutado. En un número posterior del diario, se 
pretendió arrojar sospechas hasta sobre Beauvais 
mismo. El editor decía : 


« Ahora, el asunto cambia una de sus faces. Se nos 
ha dicho que una vez, estando la señora B*** en casa 
de la señora Rogét, el Sr. Beauvais, que había salido 
á la calle, le dijo á ella, que se esperaba á un gendarme, 
y que ella, la señora B*** no debía decir nada al gen¬ 
darme hasta que él volviera; que le dejara el asunto á 



EL MISTERIO DE MARÍA ÍIOGÉT 149 

él... En el estado actual.de los negocios, el Sr. Beau- 
vais parece que tiene todo el asunto encerrado en su ca¬ 
beza. No se puede dar el mas simple paso sin el señor 
Beauvais; porque, en el camino que toméis, estará 
siempre él... Por ciertas razones, ha determinado que 
nadie tenga que hacer con los procedimientos, sino él 
mismo, y han alejado de las investigaciones á los 
parientes masculinos, accediendo á sus deseos de ser 
representados, d e un a manera verdaderamente sin guiar. 
Parece haber hecho todo lo posible para no permitirles 
que vieran el cuerpo.» 

Por el siguiente hecho,íué dado algún color á la sos¬ 
pecha asi arrojada sobre Beauvais. Un individuo que 
había ido á verle á su oficina, pocos días antes de la 
desaparición de la joven, le encontró ausente de ella, y 
notó que en el agujero de la cerradura había una rosa, 
y el nombre de María , escrito en unapizarrita colgada 
al alcance de la mano. 

La creencia general, hasta donde nos era posible 
recogerla de los diarios, parecía ser, que María había 
sido víctima de una banda de atrevidos—que por éstos 
había sido llevaba cerca del río, maltratada y asesi¬ 
nada. Le Commerciel , sin embargo, impreso de gran 
influencia, combatió ardientemente esa idea popular. 
Reproduzco aquí algunos pasajes desús columnas : 

« Estamos persuadidos que la pesquisa ha seguido 
una falsa huella, hasta la Barrera de Roule. Es impo¬ 
sible que una persona tan conocida como era la joven 
María Rogét, haya pasado tres manzanas sin que nadie 



150 


EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 


la viera; porque cualquiera que la hubiese visto, la re¬ 
cordaría, porque interesaba á todos los que la conocían. 
La calle estaba llena de gente, cuando ella salió... Es 
imposible que pudiera haber llegado hasta la Barrera 
de Roule, ó hasta la calle de Drómes, sin que no la co¬ 
nocieran una docena de personas; sin embargo, nadie 
ha declarado haberla visto iuera de los umbrales de su 
casa, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimo¬ 
nio de su intención expresada, de que haya salido á la 
calle. Su vestido estaba roto, enrollado á su cuerpo y 
atado; asi el cadáver había sido llevado como un fardo. 
Si el crimen hubiera sido cometido en la Barrera de 
Roule, no habría habido necesidad de hacer tal cosa. 
El hecho de que el cuerpo fué encontrado flotando cerca 
de la Barrera, no prueba dónde fué arrojado al agua... 
Un trozo de una de las enaguas de la infortunada joven, 
de dos pies de largo por uno de ancho, había sido cor¬ 
tado y atado bajo su barba, dando vuelta á la partepos- 
teriorde su cabeza, probablemente para prevenir gritos. 
Esto ha sido hecho por hombres queno tenían pañuelos 
de manos. » 


Sin embargo, un día ó dos antes de que el Prefecto 
fuera á casa, algunas importantes informaciones llega¬ 
ban á la Policía, las que parecían echar por tierra la 
parte principal de los argumentos de Le Commerciel. 
•os niños, hijos de la señora Belue, que jugaban en 
los bosques cercanos de la Barrera de Roule, penetra¬ 
ron por casualidad en un espeso bosquecito, en el que 
había tres ó cuatro grandes piedras, formando unu 
especie de asiento, con espaldar y escabel. En la piedra 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 


151 


superior se hallada uaa enagua blanca; en la segunda 
una túnica de seda. 

Encontraron también un quitasol, guantes y un pa¬ 
ñuelo de manos. Este pañuelo tenía el nombre de María 
Rogót. Fragmentos de vestido fueron descubiertos en 
los arbustos espinosos de allí cerca. La tierra estaba 
pisoteada, la hierba hollada, y en fin, había muchos 
testimonios de una lucha. Entre el bosquecito y el río, 
se encontraron destruidos los vallados, y en la tierra 
señales de que un pesado fardo había sido arrastrado 
por ella. 

Un periódico semanal, LeSoleü, traía los siguientes 
comentarios sobre ese descubrimiento — comentarios 
que eran simplemente el eco del sentimiento de toda la 
prensa .parisiense : 


« Todo lo encontrado había permanecido allí, eviden¬ 
temente, tres ó cuatro semanas, cuando menos ; estaba 
enmohecido y sumido en el' barro por la acción de la 
lluvia, y pegadas unas cosas á otras por el moho. El 
césped había crecido alrededor y hasta sobre algunas 
de ellas. La seda del quitasol era fuerte, pero por den¬ 
tro estaba desflocada. La parte superior, que había es¬ 
tado plegada y doblada, estaba enmohecida y-podrida, 
y se rompió al ser abierta. Los trozos de su bata des¬ 
garrados por los zarzales, eran de cerca de tres pulga¬ 
das de ancho por seis de largo. Una parte era el dobla¬ 
dillo y había sido remendada; la otra era un pedazo de 
la falda ; no del dobladillo. Parecían jirones arranca¬ 
dos yeslaban en los espinos, comoá un pie del suelo... 



ÍÜ2 EDGAR l'OE. — NOVELAS Y CUENTOS 
No puede haber duda, por consiguiente, deque hasido 
descubierto el teatro de este horrible crimen. » 


Como una consecuencia de este descubrimiento, nue¬ 
vos datos aparecieron. La se flora Delue declaró que 
tiene una posada no lejos déla orilla del río, opuesta á 
la Barrera deRoule. No hay casas ni vecinos á su alre¬ 
dedor. Es el punto de reunión habitual que tienen los 
domingos los pillastres de la ciudad, que cruzan el rio 
en botes. Hacia las tres de la tarde del domingo en 
cuestión, una joven llegó á la posada, acompañada por 
un hombre de tez morena. Ambos permanecieron en 
ella, por algún tiempo. Al partir, tomaron el camino 
do unos bosques muy espesos de la vecindad. La aten¬ 
ción de la señora Delue fué atraída por el vestido que 
llevaba la joven, á causa de su parecido con otro de una 
parienla, ya muerta. Observó particularmente una tú¬ 
nica de seda. Poco después de la partida de ellos, una 
banda de forajidos apareció en la posada, en la que se 
condujeron ruidosamente; comieron y bebieron sin pa¬ 
gar, siguieron el camino que habían tomado los dos 
jóvenes, i-egresaron al anochecer y volvieron á atrave¬ 
sar el río como si estuvieran muy apurados. 

Temprano, antes de oscurecer, esa misma noche, la 
señora Delue, así como su hijo mayor, oyó los gritos 
de una mujer, en la proximidad de su establecimiento. 
Los gritos eran violentos, pero breves. La señora Delue 
reconoció no solamente la túnica que fué encontrada 
en el bosquecito, sino también el vestido con que estaba 
cubierto el cuerpo. Un conductorde ómnibus, Valence, 
declaró en seguida, haber visto á María Rogét cruzar 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 


133 


el Sena en un bote el domingo en cuestión, en compa¬ 
ñía de un joven de tez morena. Valence conocía á Ma¬ 
ría, y no puede haberse equivocado á este respecto. 
Los objetos enconIrados en el bosquecito fueron recono¬ 
cidos sin dificultad por los parientes de la víctima. 


Estos diversos detalles recogidos así por mi mismo, 
de los periódicos, á pedido de Dupin, abrazaban úni¬ 
camente el punto más grande — pero era un punto de 
vasta consecuencia al parecer. Aconteció que inmedia¬ 
tamente después del descubrimiento de las ropas, que 
he mencionado, el inanimado ó casi inanimado cuerpo 
de St-Eustache, novio de María, fue hallado cerca del 
sitio supuesto como teatro del crimen. Á su lado se 
halló un frasquito con este rótulo: láudano. Su aliento 
dió evidencia del veneno. Murió sin hablar. Se halló 
una carta sobre su persona, en que declaraba lacóni¬ 
camente su amor por María y su intención de suici¬ 
darse. 

— Casi no necesito decir á Vd., dijo Dupin cuando 
hubo concluido de leer mis apuntes, que éste es un 
caso muchísimo más intrincado que el de la calle 
Morgue, del cual difiere en un punto importante. Este 
es un crimen ordinario , aunque atroz. No hay en él 
nada especialmente exagerado. Usted observará, qus 
por esta razón, el misterio ha sido considerado como 
de solución fácil, cuando por eso mismo, debía haber 
sido considerado todo lo contrario. Asi, al principio, 
se creyó innecesario ofrecer un premio. Los esbirros 
de G*** han sido capaces solamente de comprender 
cómo y por qué podía haber sido cometida una atrocidad 

9 * 



154 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

semejante. Podían imaginar un modo — muchos modos 
— y un motivo — muchos motivos; y porque no era 
imposible que alguno de esos numerosos modos y mo¬ 
tivos, existiera en el caso presente, han dado por su¬ 
puesto que uno de ellos existía. Pero la facilidad con 
que fueron concebidas esas imaginativas y la verdadera 
plausibilidad que asumía cada una, debía haber sido 
tomada más bien como una indicación de las dificul¬ 
tades, quede las facilidades á elucidar. He observado 
en otra ocasión, que son las prominencias en el plano 
de lo ordinario las que hacen perder su camino á la ra¬ 
zón, al menos, en su investigación de la verdad ; y que 
la pregunta necesaria en casos como éste, es nó tanto : 
¿Qué ha ocurrido? c*rao¿ Qué lia ocurrido que no 
haya ocurrido antes? En la indagación en casa de la 
señora L’Espanaye (i), los agentes de G*** se desalen¬ 
taron y confundieron por lo poco habitual del hecho 
cosa que para una inteligencia bien dispuesta, hubiera 
sido un seguro presagio de éxito ; aunque esta misma 
inteligencia podía haberse desesperado en presencia 
del carácter ordinario de todo lo que se encuentra en 
el caso de la joven perfumista, y hablado nada más que 
de triunfos triviales á los funcionarios de la Prefectura. 

En el caso de la señora L’Espanaye y su hija, había, 
desde el principio de nuestra investigación, seguridad 
de que un asesinato había sido perpetrado. La idea del 
suicidio estaba excluida absolutamente. Aquí, igual¬ 
mente, estamos libres, desde el comienzo, de toda su¬ 
posición de suicidio. El cuerpo encontrado en la Ba¬ 
rrera de Roule, lo ha sido con tales circunstancias, que 


(i) Véase « Los crímenes de la calie Morgue », 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT Í5S 

nos inhiben de todo embarazo acerca de ese panto im¬ 
portante. Pero se ha dicho que el cuerpo descubierto no 
es el de María Rogét, parla convicción de cuyo asesino 
ó asesinos se ha ofrecido el premio, y sobre los cuales, 
únicamente, versa nuestro convenio con el Prefecto. 
Ambos, conocemos bien á este caballero. Conviene no 
fiarsemnclio en él. Si principiando nuestras inquisiciones 
en el cuerpo encontrado, y siguiendo la huella de un 
asesino, descubrimos que el cuerpo es el de alguna otra 
persona que María; ó si partiendo de la María viva, la 
llegamos á hallar, aunque no muerta— en cualquiera 
de los dos casos, perdemos nuestro trabajo; puesto 
que es el señor G*** con quien tenemos que tratar. 
Para nuestro propio fin, si no para el de la justicia, 
es indispensable, por consiguiente, que la primer dili¬ 
gencia sea la determinación de la identidad del cadᬠ
ver con el de María Rogét, á quien se busca. 

Los argumentos de L'Etoile han tenido eco en el pú¬ 
blico; y que el diario mismo está convencido de la 
importancia de ellos, se comprende por la manera con 
que comienza uno de sus ensayos á ese respecto. « Va¬ 
rios de los colegas matutinos, dice, hablan del con¬ 
cluiente artículo de L’Etoile del lunes. » Para mf, ese 
artículo es concluyente de poco, excepto del celo de 
su autor. Debemos tener presente, que, en general, el 
objeto de nuestros periódicos es más bien crear una 
sensación — hacer ruido •— que adelantar la causa de 
la verdad. Este último propósito es buscado solamente 
cuando parece coincidir con al primero. El impreso 
que concuerda con la opinión de todo el mundo 
(por más bien fundada que pueda ser) no merece 
crédito á la multitud. La masa del pueblo mira 



: 186 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

como profundo sólo al que sugiere picantes contradic¬ 
ciones á la creencia general. En el raciocinio, no me¬ 
nos que en literatura, el epigrama es lo más inme¬ 
diata y universalmente apreciado. En ambos casos, 
es lo que tiene menos mérito real. 

Quiero decir que el epigrama y melodrama envuelto 
en la idea de que María Rogét vive todavía, más bien 
que la plausibilidad de esta idea, es lo que la lia suge¬ 
rido á L'Etoile, y procurádole una favorable recepción 
en el público. Examinemos los principales argumen¬ 
tos de ese diario, tratando de evitar la incoherencia 
con que han sido originalmente expuestos. 

El primer objeto del autor es mostrar, apoyándose 
. en el hecho de la brevedad del intervalo entre la des¬ 
aparición de María y el encuentro del cadáver, que este 
Cadáver no puede ser el de María. La reducción de 
este intervalo á su más pequeña dimensión posible, 
parece ser un iin para el razonador. En la precipitada 
persecución de este fin, se arroja á hacer simples su¬ 
posiciones al principio. « Es locura suponer, dice, que 
el asesinato, si asesinato había sido cometido, podía 
haberse consumado lo suficientemente temprano para 
permitir á los asesinos arrojar el cuerpo al río, antes 
de media noche. » Pregunto, y muy naturalmente, 
¿por qué?¿ Por quées locura suponer que el asesinato 
fué cometido cinco minutos después de haber salido la 
joven de su casa ? ¿ Por qué es locura suponer que el 
asesinato se cometió en un período dado del día ? Se 
han perpetrado crímenes á todas horas. Pues, aun te¬ 
niendo lugar el asesinato entre las nueve de la mañana 
del domingo y cuarto de hora antes de media noche, 
.todavía habría habido tiempo suficiente « para arrojar 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 157 

el cuerpo al río antes de media noch8 ». Esta suposi¬ 
ción, por consiguiente, alcanza precisamente áesto — 
que el asesinato no fué cometido el domingo — y si 
permitimos presumir esto ó. L'Étoüe , podemos dejar 
que tome otras libertades cualesquiera. El párrafo que 
comienza: « Es locura suponer que el asesinato », etc., 
sin embargo de aparecer como impreso en L'Étoüe , 

• podemos imaginar que ha existido así en el cerebro del 
redactor: « Eslocura suponer queel asesinato, si asesi¬ 
nato había sido cometido, podía haberse perpetrado lo 
suíicientemente temprano para permitir á los asesinos 
arrojar el cuerpo antes de media noche: es locura deci¬ 
mos, suponer todo esto, y suponer al mismo tiempo 
(como estamos resueltos á suponer) que el cuerpo no l'ué 
arrojado hasta después de media noche » — un juicio 
inconsecuente en sí mismo, pero no tan absolutamente 
absurdo como el dado por el diario de que hablamos. 

Aunque fuera mi propósito, continuó Dupin, simple¬ 
mente establecer un hecho contra ese argumento de 
L'Etoüe , debería dejarlo donde está. No es, sin em¬ 
bargo, con L'Etoüe con quien tenemos quehacer, sino 
con la verdad. El juicio de que se trata, no tiene más 
que un de úgnio; y este designio lo heestablecido cla¬ 
ramente ; pues es visible que vamos detrás de simples 
palabras en busca de una idea que evidentemente las 
lia dictado, pero que no han podido expresar. El dia¬ 
rista ha tenido intención de decir, que en cualquier 
momento del día ó noche del domingo que haya sido 
cometido el asesinato, es improbable que los asesinos 
se aventuraran á llevar el cadáver al rio antes de media 
noche. Y esta es, en realidad, la suposición que critico. 
Se ha supuesto que el asesinato fué cometido en tal 



158 ED&AR POE. - ¡NOVELAS Y CUENTOS 

situación y bajo tales circunstancias, que hicieron nece¬ 
saria la conducción del cadáver al río. Ahora bien, el 
crimen puede haber tenido lugar cerca de la ribera 
misma; y asi, arrojar el cadáver al agua, es una idea 
que debe haber acudido, á cualquier hora del día ó de 
la noche, como el más fácil y más inmediato modo de 
hacerlo desaparecer. Vd. comprenderá que no sugiero 
aquí nada de eso como probable, ó como coincidente 
con mi propia opinión. Mi designio, hasta ahora, no 
tiene referencia con los hechos del caso. Deseo simple¬ 
mente precaver á Yd. contraías inducciones de L'Étoile , 
llamande su atención sobre el carácter de ellas en una 
de sus partes, enunciada al principio del articulo que 
comento. 

Habiendo prescrito así un límite á sus propias y 
preconcebidas opinioues; habiendo supuesto que si el 
cuerpo hallado era el de María, no debía haber estado 
en el agua más que un breve tiempo, el diario pro¬ 
sigue : 


« Todas las experiencias han mostrado que los 
cuerpos de ahogados, ó los cuerpos arrojados al agua 
inmediatamente después de ser muertos por violencia, 
necesitan de seis á diez días para que una descomposi¬ 
ción suficiente les permita salir á la superficie. Hasta 
cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega 
á aparecer después de cinco ó seis días de inmersión, 
se hunde de nuevo, si no se le recoge. » 

Estas aserciones han sido tácitamente recibidas por 

todos los periódicos de París, escepto Le Monileur. 
Este diario trata de combatir el párrafo que se refiere 



EL MISTERIO 1>E MARÍA ROGÉT 159> 

á los « cuez’pos de ahogados », citando cinco ó seis 
ejemplos en que los cuerpos de individuos muertos de 
esa manera, han sido encontrados flotando después de 
un lapso de tiempo, menor que el que señala L'Etoile. 
Pero hay algo excesivamente poco filosófico en la ten¬ 
tativa de Le Monilenr, y es, rechazar la aserción gene¬ 
ral de L'Etoile , únicamente citando casos particulares 
contrarios á ella. Aunque hubiera sido posible aducir 
cincuenta ejemplos de cuerpos que han flotado al cabo 
de dos ó tres días, estos cincuenta ejemplos podían 
todavía ser mirados únicamente como excepciones á la 
regla de L'Etoile , hasta que el período sostenido, así 
como la regla misma fueran confutados. Admitiendo la 
regla 'y esto Le Moniteur no lo niega, insistiendo sim¬ 
plemente sobre sus excepciones), el argumento de 
L'Etoile permanece en toda su fuerza; porque este 
argumento no pretende envolver más que una cuestión 
de probabilidad de que el cuerp* haya aparecido en la 
superficie en menos de tres días; y esta probabilidad 
estará en favor de la posición de L'Etoile hasta que Ios- 
ejemplos tan puerilmente aducidos, sean suficientes en. 
número para establecer una regla antagónica. 

Vd. ve que todos los argumentos á este respecto 
deben ser considerados lo más pronto posible, aunque 
sean contra la regla misma; y con este fin examinare¬ 
mos lo racional de la regla. 

El cuerpo humano, en general, no es ni mucho más 
pesado que el agua del Sena; es decir, la gravedad 
específica del cuerpo humano, en su condición natural, 
es casi igual á la del volumen de agua que desaloja. 
Los cuerpos de personas gruesas y de huesos cortos, 
y los de mujeres en general son más livianos que 
los 



160 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

flacos y de huesos largos (de hombres, casi siempre) ; 
y la gravedad especíiica del agua de un río es algo 
influenciada por la presencia de la marea. Pero dejando 
aparte la marea, se puede decir que muy pocos cuerpos 
humanos se hundirán del todo, ni aun en el agua fría, 
■espontáneamente. Casi á nadie, cayendo á un río, le 
puede ser posible flotar, si la gravedad específica del 
agua está justamente en comparación con la suya pro¬ 
pia, es decir, si toda su persona se sumerge, con la 
más pequeña excepción posible. La posición propia del 
que no puede nadar, es la posición vertical del que 
camina, con la cabeza metida completamente debajo; 
sólo la boca y la nariz aparecen sobre la superficie. 
Así colocados, encontraremos que flotamos sin difi¬ 
cultad y sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la 
gravedad del cuerpo y del volumen de agua desalojado, 
están exactamente balanceados, y que una nada puede 
causar la preponderancia de una de las dos. Un brazo, 
por ejemplo, sacado fuera del agua, y privada así de su 
sostén, es un peso adicional suficiente para sumergir 
toda la cabeza; mientras que la ayuda accidental del 
más pequeño trozo de madera puede permitirnoselevar 
la cabeza, lo bastante como para mirar alrededor. 
Ahora bien, en los esfuerzos de uno que no sabe nadar, 
los brazos son invariablemente levantados en el aire, 
mientras se hace lo posible por mantener la cabeza en 
su acostumbrada posición perpendicular. El resultado 
es la inmersión de la boca y nariz, y la entrada de 
agua en los pulmones, durante los esfuerzos por res¬ 
pirar bajo la superficie. Mucha agua es recibida tam¬ 
bién en el estómago, y el cuerpo se vuelve más grave 
por la diferencia entre el peso del aire que original- 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉ! 161 

mente distendía esas cavidades, y el del fluido que 
entonces las llena. Esta diferencia es suñciente para 
hacer hundir el cuerpo, por regla general, pero no lo 
es en los casos de individuos de huesos pequeños, y 
que poseen una cantidad anormal de materia fláccida 
ó untuosa. Tales individuos flotan hasta después de 
ahogados. 

Suponiendo el cadáver en el fondo del río, permane¬ 
cerá en él hasta que por algunos medios, su gravedad 
específica vuelva á ser menor que la del volumen de 
agua que desaloja. Este efecto es producido por la des¬ 
composición ó de otra manera. El resultado de la des¬ 
composición es la generación de gases, que distienden 
el tejido celular y todas las cavidades, dando la apa¬ 
riencia de hinchazón , que hace tan horrible al cuerpo. 
Cuando esta distensión ha progresado tanto que el vo¬ 
lumen del cuerpo ha crecido materialmente sin un cre¬ 
cimiento correspondiente de masa ó peso, su gravedad 
específica llega á ser menor que la del agua desalojada 
y en el acto hace su aparición en la superficie. Pero la 
descomposición es modificada por innumerables cir¬ 
cunstancias — apresurada ó retardada por innumera¬ 
bles influencias ; por ejemplo, por el calor ó frío de la 
estación; por las impregnaciones minerales ó pureza 
del agua; por su más ó menos profundidad, por el tem¬ 
peramento del cuerpo, por la corrupción propia de la 
enfermedad antes de producida la muerte, etc. Así, es 
evidente, que no podemos asignar período, con algo 
parecido á exactitud, á la aparición del cadáver por 
medio de la descomposición. Bajo ciertas circunstan¬ 
cias, este resultado puede ser producido en una hora 
casi; bajo otras, puede no tener lugar nunca. Hay pre- 



162 EDGAR POE. — ¡S’OVELAS Y CCESTOS 

paraciones químicas por las cuales, el cuerpo animal 
puede ser preservado, por siempre , déla corrupción; el 
bicloruro de mercurio es una de ellas. 

Pero, aparte de la descomposición, puede haber, y 
hay usualmente, generación de gas en el estómago, por 
las acetosas fermentaciones de las materias vegetales 
(ó en otras cavidades, por otras causas), suficiente para 
producir una distensión que lleva el cuerpo á la super¬ 
ficie, El efecto producido por el disparo de un cánones 
el de la simple vibración. Esta vibración puede, ó 
arrancar el cadáver del blando barro ó limo en que está 
sujeto, permitiéndole asi levantarse, cuando otras in¬ 
fluencias lo han preparado ya para hacerlo; ó vencer la 
tenacidad de algunas porciones putrescentes del tejido 
celular, facilitando la distensión de las cavidades por 
los gases. 

Teniendo así delante de nosotros toda la filosofía de 
este asunto, podemos sujetar á prueba con ella, las 
aserciones de L'Etoile, « Todas las experiencias mues¬ 
tran, dice ese diario, que los cuerpos de ahogados, ó 
los cuerpos arrojados al agua inmediatamente des¬ 
pués de muertos por violencia, necesitan de seis á diez 
días, para que una descomposición suficiente les per¬ 
mita salir á la superficie del agua. Hasta cuando se 
dispara un cañón cerca de un cadáver, y llega á sobre¬ 
nadar después de cinco ó seis días de inmersión, se 
hunde de nuevo sino se le recoge. » 

Todo este párrafo, debe aparecer ahora como un te¬ 
jido de inconsecuencias é incoherencias. Todas las 
experiencias no muestran que los cuerpos de abo¬ 
gados necesitan de seis á diez días para que una 
suficiente descomposición les permita salir á la su- 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 163- 

perficie, Ambas, ciencia y experiencia, muestran que 
el período de la aparición es, y necesariamente debe 
ser, indeterminado. Si además, un cuerpo ha aparecido 
en la superficie por medio del disparo de un cañón, no 
« se hundirá de nuevo si no se le recoge », hasta que 
la descomposición haya progresado tanto que permita 
el escape de los gases generados. Pero deseo llamar la 
atención de Vd. hacia la distinción que se hace entre 
« cuerpos de ahogados » y « cuerpos arrojados al 
agua inmediatamente después de ser muertos por vio¬ 
lencia. Aunque el escritor admite la distinción, los in¬ 
cluye sin embargo en la misma categoría. He mostrado 
cómo el cuerpo de un hombre ahogado, se vuelve espe¬ 
cíficamente más pesado que su volumen de agua, y que 
no se hundiría si no es por los esfuerzos con que eleva 
sus brazos por arriba de su cabeza, y sus aspiraciones 
de aire hallándose bajo la superficie — aspiraciones 
que llevan agua á los pulmones, en lugar del aire ha¬ 
bitual. Pero estos esfuerzos y estas aspiraciones no se 
producen en el cuerpo « arrojado al río inmediata¬ 
mente después de muerto por violencia ». Así en el 
último ejemplo, el cuerpo , por repta general, no se hu¬ 
biera huniido absolutamente — hecho que L'Etoilt 
ignora, según se ve. Cuando la descomposición hubiera 
hecho grandes progresos — cuando la carne se hu¬ 
biera apartado de los huesos — entonces, á la verdad, 
pero solamente entonces, habría desaparecido el ca¬ 
dáver. 

Y ahora, ¿ qué nos resta que hacer con el argumento 
de que el cuerpo encoutrado no podía ser el de María 
Rogét, porque no habiendo pasado más que tres días, 
fué encontrado ilutando ya? Si íué ahogado, siendo 



194 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

una mujer, no debía haberse hundido jamás; ó habién¬ 
dose hundido, debía haber reaparecido 24 horas des¬ 
pués, ó menos. Pero nadie la supone ahogada; y ha¬ 
biendo muerto antes de ser arrojada al rio, debía haber 
sido hallada flotando en cualquier periodo subsi¬ 
guiente. 

« Pero, dice h'Etoile, si el cuerpo hubiera sido con¬ 
servado en su sangriento estado en la ribera, hasta el 
martes, á la noche, se hubiera encontrado alguna huella 
de los asesinos. » Aqui es difícil, al principio, compren¬ 
der la intención del razonador. Quiere anticipar lo que 
; imagina que pudiera ser una objeción á su teoría — es 
. decir, que el cuerpo fué conservado en tierra dos días, 
sufriendo rápida descomposición — más rápida que es¬ 
tando en el agua. Supone que si éste hubiera sido el 
caso, debía haber aparecido en la superíicie el miér¬ 
coles, y cree que solamente bajo tales circunstancias 
podía haber aparecido. Con la misma prisa, hace ver 
que no fué guardado en tierra, porque si lo hubieran 
hecho, « alguna huella se habría encontrado de los 
asesinos ». Presumo que Vd. sonríe al sequitur. Usted 
no puede comprender cómo la simple duración del ca¬ 
dáver en tierra podía operar la multiplicación de las 
huellas de los asesinos. Ni yo tampoco. 

« Además, es excesivamente improbable, continúa, 
que los bandidos que hubieran cometido un crimen tal 
como se supone, arrojaran el cuerpo al agua sin atarle 
un peso á los pies, cuando esa precaución se podía ha¬ 
ber lomado tan fácilmente. »¡ Observe Vd. aqui la ri¬ 
sible confusión de pensamiento! Nadie — ni siquiera 
L'Etoüe — disputa respecto al asesinato cometido en 
el cuerpo encontrado. 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 1 fMV 

Las señales de violencia son innegables. El objeto 
de nuestro razonador es simplemente mostrar que ese 
cuerpo no es el de María; desea probar que María no 
ha sido asesinada — no que el cuerpo no lo ha sido. 
Sin embargo, sus observaciones prueban únicamente 
el último punto. Aquí hay un cadáver sin peso en l»s 
pies. Los asesinos, arrojándolo al río, no hubieran de¬ 
jado de ligar un peso para que no sobrenadara. Luego 
no ha sido echado al agua por asesinos. Esto es todo 
lo que ha probado, si algo lo ha sido. La cuestión de 
identidad no es recordada siquiera, y L’iftoiíe ha tenido 
gran trabajo simplemente para contradecirlo que había 
admitido un momento antes. « Estamos perfectamente 
convencidos, dice, que el cuerpo encontrado es el de 
una mujer asesinada. » 

Tampoco no es ese el único ejemplo, hasta en esta 
parte de su argumento, de que el escritor razona incons¬ 
cientemente contra sí mismo. Su objeto evidente, lo he 
dicho ya, es reducir todo lo que le sea posible,el inter¬ 
valo entre la desparición de María y el encuentro del 
cadáver. Sin embargo, le encontramos constatando el 
punto de que nadie vió á la joven desde el momento 
en que abandonó la casa de su familia. « No tenemos 
evidencia, dice, de que María estaba en la tierra de los 
vivos, después de las nueve del domingo 22 de Junio. 
Como su argumento, es visiblemente un eso parle, debía 
al último, haber perdido de vista el asunto; porqués! 
alguien hubiera visto á María, fuera en lunes ó martes, 
el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y 
por el razonamiento del diarista, disminuiría también 
la probabilidad de que el cuerpo sea el de la grisette. 
No obstante, es divertido observar que L'Etoüe insiste 



t66 EDGAll POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

sobre el punto en la completa creencia de que adelanta 
el argumento general.. 

. FíjeseVd. ahora sobre la parte del argumento que 
tiene referencia á la identificación del cuerpo con Beau- 
vais. Respecto al pelo del brazo, L'Eloile ha obrado 
con evidente doblez. El Sr. Beauvais nos es un idiota, 
y no hubiera sostenido la identidad del cadáver, sim¬ 
plemente porque el brazo tenia pelo. Todos los brazoB 
tienen pelo. La mayor parte de las expresiones de 
L'Eloile es una simple perversión de la fraseología del 
testigo. Éste, debe haber hablado de alguna peculiari¬ 
dad del pelo. Debe haber tenido una peculiaridad de 
■color, de cantidad, de longitud ó de situación. 

« El pie deí cadáver, dice el diario, era pequeño; 
pero hay millares de pies pequeños. La liga no es tam¬ 
poco una prueba, ni el zapato, porque se venden miles 
de zapatos y ligas iguales. Lo mismo se debe .decir de 
las flores del sombrero. Una cosa sobre la que insiste 
fuertemente el Sr. Beauvais, es que el broche de la 
liga había sido pegado más adentro del sitio en que se 
hallaba primitivamente. Esto no quiere decir nada; 
porque muchas mujeres prefieren ajustar las ligas á la 
medida de la pierna en sus casas, que probarlas en las 
tiendas donde las compran, » 

Aquf es difícil creer sincero al razonador. Si el señor 
Beauvais, en su investigación acerca del cuerpo de 
María, hubiera descubierto un cadáver con todas las 
■apariencias de la joven desaparecida (sin referencia á 
la cuestión del traje], habría estado autorizado para 
creer que sus diligencias no habían sido infructuosas. 
Si, conforme en cuanto á la medida y contorno del 
cuerpo, hubiera encontrado sobre el brazo un pelo 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉ! 167 

aparentemente igual al que bahía observado en la 
María viva, su opinión se habría fortificado con justicia, 
y el aumento de la creencia hubiera estado en razón 
de la peculiaridad ó de los caracteres poco ordinarios 
del pelo. Si, siendo pequeños los pies de María, lo 
eran también los del cadáver, el aumento de la proba¬ 
bilidad no estaría ya en razón simplemente aritmética, 
sino en razón altamente geométrica ó acumulativa. 
Agregue Vd. á todo eso los zapatos, iguales á los 
que llevaba la joven el dia que desapareció, y aunque 
esos zapatos se « renden por miles», aumenta Vd. la 
probabilidad hasta acercarse á lo cierto. Lo que por sí 
solo no sería evidencia de identidad, llega á ser, por 
su posición corroborativa, la prueba más segura. Que 
nos den en seguida flores en el sombrero, correspon¬ 
dientes á las que usaba la joven, y no buscamos más. 
Si con una solaflor no buscamos más, ¿ qué será con dos, 
tros ó más ? Cada evidencia sucesiva, es múltiple, es una 
prueba no añadida á la prueba, sino multiplicada por 
cientos ó miíes. Descubramos en seguida sobreladifunta 
ligas iguales á las que usaba la viva, y es casi locura 
proseguir. Pero se encuentra que estas ligas han sido 
ajustadas, corriéndoles un broche hacia atrás, de una 
manera idéntica a la empleada por María en las de ella, 
poco antes de salir de su casa. Dudar ahora, es real¬ 
mente locura ó hipocresía. 

Lo que dice L'Eloile respecto á la costumbre de 
acortar las ligas, no muestra otra cosa sino su perti¬ 
nacia en el error. La naturaleza elástica del broche de 
la liga es, por si sola, una demostración de que no 
es usual el acortarlas. Lo que se hace para ajustar¬ 
las, debe, por necesidad, requerir manos extrañas. 



168 


EDGAR POE. 


NOVELAS Y CUENTOS 


pero raramente. Debe haber sido por un accidente, en 
su estricto sentido, que las ligas de Maria hubieron 
menester de la operación descrita antes. Ellas solas 
podían haber establecido ampliamente su identidad. 
Pero no es que el cuerpo encontrado tuviera las 
ligas de la joven desaparecida, ó sus zapatos, ó su 
gorra, ó las flores de su gorra, ó Sus pies, ó una 
señal particular en el brazo, ó su estatura y la 
apariencia en general; es que el cadáver tenia cada 
una de esas cosas, lodo colectivamente. Aunque se 
probara que el editor de L'Eloüe tenia realmente una 
duda bajo esas circunstancias, no habría necesidad, en 
su caso, de una comisión de lunático inqv.irendo. lía 
creído sagaz repercutir las vulgaridades de los abo¬ 
gados, quienes, en su mayor parte, se contentan 
haciendo lo mismo con los preceptos rectangulares de 
los tribunales. 

Quiero hacer notar aquí que, mucho de lo que es re¬ 
chazado como evidencia por una corte, es la mejor evi¬ 
dencia para el intelecto. La corte que se guia por los 
principios generales.de la evidencia, los principios 
reconocidos y registrados en los libros, es enemiga de 
detenerse en los ejemplos particulares. Y esta firme 
adherencia al principio con riguroso desdén de la 
excepción contradictoria, es un seguro modo de alcan¬ 
zar el máximum de la verdad asequible, en cualquier 
sucesión de tiempo. La práctica, en masa , es sin em¬ 
bargo filosófica; pero no es menos cierto que engendra 
vastos errores individuales (1). 


(1) t Una teoría basada en las cualidades de un objeto, Impedirá que 
sea desatollada de acuerdo con sus objetos; y el que arregla sus tópicos 
con referencia á sus causas, cesará de considerarlos de acuerdo con sus 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 16» 

Respecto á las sospechas dirigidas contra Beauvais, 
las verá Vd. desaparecer en un instante. Vd. ha son¬ 
deado ya el verdadero carácter de este buen hombre. 
Es un entrometido , con mucho de novelesco y poca 
inteligencia. Cualquiera así constituido, se conducirá 
en un caso de real excitación, de tal manera que los 
perspicaces ó los mal intencionados, le encontrarán 
sospechoso. £1 señor Beauvais (como aparece por las 
notas de Vd.) tuvo algunas entrevistas personales con 
el editor de L'Eioile, y le ofendió aventurando una 
opinión de que el cadáver, á pesar de la teoría del edi¬ 
tor, era, sin duda ninguna, el de María. 

« Persiste, dice el diario, en asegurar que el cadáver 
es el de María; pero no puede dar una circunstancia, 
en adición á las que ya hemos comentado, para hacer 
participar de su creencia á los demás. » 

Ahora, sin atender al hecho de que la más notable 
evidencia « para hacer participar de su creencia á los 
demás» no debía haberse aducido nunca, debe ser 
notado que se puede comprender muy bien que un 
hombre crea, en un caso de esta especie, sin que le sea 
posible dar una sola razón de la creencia á los demás. 

Nada es más vago que las impresiones de una iden¬ 
tidad individual. Cada hombre reconoce á su vecino; 
sin embargo, hay pocos ejemplos en que alguno esté 
preparado para dar una razón de su reconocimiento. 
El editor de L'Étoile no ha tenido motivo para ofen- 

resultados. Así, la jurisprudencia de cada nación mostrará que, cuando 
la ley llega á ser una ciencia y un sistema, cesa de ser justicia. Los 
errores en que una ciega devoción á los principios de ctasilicación ha hecho 
caer i la ley común, se pueden ver, observando cuán á menudo la legis¬ 
latura ha sido obligada á hacer progresos para restaurar laequidad, pues 
había perdido de vista su objeto.» (Lamdor.) 


t!> 



170 EDGAlt POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

derse porque el Sr. Beauvais no le daba razones de su 
creencia. 

Se encontrará que las sospechosas circunstancias 
que presenta su conducta, se adaptan mucho mejor á 
mi hipótesis del entromeiimienio romántico , que á las 
sugestiones del razonador respecto á la culpabilidad 
que le supone. Una vez adoptada la interpretación más 
caritativa, no hallaremos dificultad en comprender la 
rosa en el agujero de la cerradura; la « María » en la 
pizarra; el «alejó los parientes masculinos de las 
investigaciones »; la « aversión á permitirles que vie¬ 
ran el cuerpo»; la prevención hecha á la señora B*‘* 
para que no conversara con el gendarme hasta que él 
volviera; y, por último, su aparente determinación « de 
que nadie se mezclara en los procedimientos, excepto 
él mismo ». Para mi, es incuestionable que Beauvais 
era un pretendiente de María; que ella coqueteaba con 
él, y que él tenía la ambición de que se creyera que 
gozaba de la más completa intimidad y confianza de 
la joven. No diré más nada sobre este punt»; y como 
la evidencia rechaza enteramente la aserción de 
L’Eloile respecto á la indiferencia por parte de la 
madre y otros parientes, una indiferencia contradic¬ 
toria con la suposición de que creían que el cuerpo era 
de María, procederemos ahora como si la cuestión de 
identidad estuviera establecida á nuestra perfecta 
satisfacción. 

— ¿Y qué piensa Vd., preguntóle de las opiniones 
de Le Commerciel? 

— Que, á la verdad, son mucho más dignas de aten¬ 
ción que cualquiera de las que han sido enunciadas 
sobre este tópico. Las deducciones de las premisas son 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT i7t 

filosóficas é ingeniosas; pero las premisas, en dos 
ocasiones han sido fundadas en observaciones imper¬ 
fectas. Le Commerciel desea insinuar que María fué 
asaltada por una gavilla de bandidos miserables, no 
lejos de su propia casa. 

« Es imposible, dice, que una persona tan conocida 
como era la joven, haya atravesado tres manzanas sin 
que nadie la viera. » 

Esta es la idea de un hombre que ha residido largo 
tiempo en París, un hombro público, un hombre cuyos 
paseos aquí y allá, en la ciudad, se han limitado ordi¬ 
nariamente á los alrededores de las oficinas judiciales. 
Sabe cpie él pasa á menudo á una distancia de doce 
manzanas de su propio burean, sin ser reconocido ni 
saludado. Y sabiendo la extensión de su conocimiento 
personal por los demás, y de los demás por é!, com¬ 
para su popularidad con la de la joven perfumista, no 
encuentra gran diferencia entre ellas, y llega á la con¬ 
clusión de que ella, en sus paseos, debe hallar igual 
número de conocidos que él en los Buyos. Esto podía 
ser así, únicamente en el caso de que los paseos de 
ella fueran del mismo carácter invariable y metódico, 
y en las mismas especies de regiones limitadas, que Ios- 
de él. Él pasa por aquí y allá, á intervalos regulares, 
dentro de una periferia confinada, abundante en indi¬ 
viduos que son llevados á observar su persona, á causa 
de la naturaleza semejante de sus ocupaciones. Pero 
los paseos de María deben, en general, ser supuestos 
en todas direcciones. En este caso particular, debe ser 
I concebido, como más probable, que hizo un camino de 
’ una diversidad mayor que de costumbre. El paralelo 
que imaginamos haber existido en el ánimo de Le 



172 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 
Commerciel , podría únicamente sostenerse en el caso 
de que dos individuos atravesaran toda la ciudad. En 
este caso, admitiendo que el conocimiento personal 
sea igual, podrían también ser iguales las probabili¬ 
dades de que se efectuara un número igual de encuen¬ 
tros. Por mi parte, tendría no solamente como posible, 
sino como mucho más que probable, que María hubiera 
seguido en un período dado por algunos de los muchos 
caminos entre su propia residencia y la de su tía, sin 
encontrar un solo individuo á quien conociera ó de 
quien fuera conocida. Considerando la cuestión en su 
completa y propia luz, debemos tener en cuenta la 
gran desproporción que hay entre los conocimientos 
personales del hombre más popular de París, y la po¬ 
blación de París mismo. 

Pero cualquier fuerza que todavía parezca haber en 
la sugestión de Le Commerciel, será muy disminuida 
cuando tomemos en consideración la hora en que la 
joven salió á la calle. « Era cuando las calles estaban 
llenas de gente, dice Le Commerciel , que ella salió de 
su casa. » Pero no es asi. Fué álas nueve de la ma¬ 
ñana. Ahora bien; á las nueve, en cualquier mañana 
de la semana, con excepción del domingo , las calles de 
la ciudad están, es cierto, llenas de gente. Á las nueve 
del domingo, la multitud está generalmente en sus 
casas, arreglándose para ir á las iglesias. Ninguna 
persona observadora habrá dejado de notar el aire 
peculiarmente desierto de la ciudad, desde cerca de 
las ocho hasta las diez de la mañana de los domingos. 
Entre diez y once las calles son invadidas por la gente; 
pero no sucede esto tan temprano como ha dicho el 
diario de que nos ocupamos. 



EL MISTERIO BE MARÍA RO&ÉT 173 

Hay otro punto en el que parece haber deficiencia de 
observación, por parte de Le Commereiel. 

« Un trozo, dice, de una de las enaguas de la infor¬ 
tunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho, 
había sido cortado y atado bajo su barba, dando vuelta 
á la parte superior de su cabeza, probablemente para 
prevenir gritos. Esto ha sido hecho por hombres que 
no tenían pañuelos de mano,.» 

Si esta idea está ó no bien fundada, trataremos de 
verlo más adelante; pues « por seres que no tenían pa¬ 
ñuelos de mano », el editor entiende la más baja clase 
de bandidos. Ésta, sin embargo, es la verdadera des¬ 
cripción de la gente á quien se encontrará siempre con 
pañuelos, aunque les falte la camisa. Vd. debe haber 
tenido ocasión para observar cuán absolutamente in¬ 
dispensable ha llegado á ser el pañuelo de mano, para 
todos los pillos, desde hace algunos años, 

— ¿Y qué debemos pensar, pregunté, del articulo 
de Le Soleil ? 

— Que es una gran lástima que no haya nacido pa¬ 
pagayo, en cuyo caso, hubiera sido el más ilustre pa¬ 
pagayo de su raza. Ha repetido simplemente las consi¬ 
deraciones individuales de la opinión ya publicada, 
coleccionándolas con una laudable industria, de éste y 
aquel diario. 

k Las cosas han estado evidentemente allí, dice, 
cuando menos tres ó cuatro semanas, y no puede haber 
duda que el teatro de este horroroso crimen ha sido 
descubierto. » 

■ Los hechos vueltos á constatar aquí por Le Soleil, 
están muy lejos, á la verdad, de conmover mis propias 
dudas respecto á este asunto, y las examinaremos más 

to* 



174 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

particularmente en conexión con otra división del 
tema. 

Ahora debemos ocuparnos de otras investigaciones. 
Usted no puede dejar de haber notado el poco cuidado 
puesto en el examen del cadáver. Seguramente, la cues¬ 
tión de la identidad fué muy pronto determinada, ó de¬ 
bía haberlo sido; pero había otros puntos á establecer. 
¿Había sido el cuerpo despajado de algo? ¿Tenía la 
finada algunas alhajas sobre su persona al salir de su 
casa? Y si era asi, ¿tenía alguna de esas prendas 
cuando fué encontrada? Estas son importantes cues¬ 
tiones, de que la indagación no se ha ocupado absolu¬ 
tamente; y hay otras de igual consecuencia, que no 
lian llamado la atención de la autoridad. Debemos tra¬ 
tar de satisfacernos nosotros mismos, por una inqui¬ 
sición personal. El caso de Saint-Eustache debe ser 
examinado de nuevo. No tengo sospechas de esa per¬ 
sona ; pero procedamos metódicamente. Debemos esta¬ 
blecer, sin dudas de ninguna clase, la validez de la 
declaración respecto á los sitios en que estuvo el do¬ 
mingo. Declaraciones de este carácter, se convierten 
fácilmente en asunto de mistificación. Aunque no hu¬ 
biera aquí nada malo, apartaremos á St-Eustache de 
todas nuestras investigaciones. Su suicidio, aunque 
corroborativo de sospecha, si se encontrara desmentido 
en las declaraciones, no es, sin tal desmentido, una in¬ 
comprensible circunstancia que pueda desviarnos de la 
línea del análisis ordinario. 

Para lo que ahora me propongo, debemos descartar 
los puntos interiores de esta tragedia, y concentrar 
nuestra atención sobre sus puntos exteriores. No es 
el más pequeño de los errores comunes el que en esta 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÍ1T 175 

clase de investigaciones limita la pesquisa á lo más 
inmediato, sin hacer caso absolutamente de los sucesos 
accesorios ó accidentales. Es la mala práctica de las. 
cortes de justicia el reducir la evidencia y discusión 
á los puntos exteriores y de una ayuda aparente. Sin 
embargo, la experiencia ha mostrado, y una verdadera 
filosofía mostrará siempre, que una vasta, quizá lamás 
grande porción de la verdad, procede de loque aparen¬ 
temente no tiene aplicación. Es á causa del espíritu de 
este principio, y no precisamente por su letra, que la 
ciencia moderna ha resuelto calcular sobre lo impre¬ 
visto. Pero quizá no me comprende Yd. La historia de 
los conocimientos humanos ha mostrado tan sin inte¬ 
rrupción, que los más numerosos y más valiosos descu¬ 
brimientos se deben á los sucesos colaterales, inciden¬ 
tales ó accidentales, que al íin se ha hecho necesario, 
con un previsor designio de mejora, tener, no sólo 
grande, sino hasta la más grande indulgencia por las 
invenciones debidas á la casualidad, y enteramente 
fuera del rango de las cosas esperadas. Ya no es filo¬ 
sófico fundar, sobre lo que ha sido, una visión de lo 
que será. El accidente es admitido como una porción, 
de la sub-estructura. Hacemos del acaso un asunto de 
absoluto cálculo. Subordinamos lo inesperado y lo no 
imaginado á la fórmula matemática de las escuelas. 

Repito que no es mas que un hecho, que la más grande 
parte de la verdad ha procedido de lo colateral, y que 
no es sino de acuerdo con el espíritu del principio con¬ 
tenido en ese hecho, que quiero desviarla investigación, 
en el caso presente, de la hollada y hasta ahora esté¬ 
ril tierra del suceso mismo, á las circunstancias coe¬ 
táneas que lo rodean. Mientras Vd. establece la valí- 



176 


EDGAR POE. - NOVELAS V CUENTOS 


dez de la declaración, yo examinaré ios diarios más 
especialmente todavía de lo que Vd. lo ha hecho. Hasta 
ahora hemos examinado únicamente el campo de la 
investigación; pero será extraño á la verdad, que una 
atenta inspección, como la que intento de los impresos 
públicos, no nos suministre algunos pequeños puntos 
que den dirección á la pesquisa. 

En armonía con lo pedido por Dupin hice un escru¬ 
puloso examen del asunto de la declaración. El resul¬ 
tado fué una firme convicción de su validez y la conse¬ 
cuente inocencia de St-Eustache. Mientras tanto, mi 
amigo se ocupaba con una minuciosidad que parecía 
absolutamente infructuosa, en un escrutinio de los va¬ 
rios legajos de periódicos. Al finalizar la semana, me 
presentó los siguientes extractos : 


« Hace cerca de tres años y medio, una perturbación 
muy similar á la presente, fué causada por la desapari¬ 
ción de esta misma María Rogét, de la parfumerie del 
señor Le Blanc, en el Palacio Real. Al cabo de una se- . 
mana, sin embargo, volvió á aparecer en su acostum¬ 
brado compíoir tan buena como siempre, á excepción 
de una pequeña palidez, no del todo usual. El Sr. Le 
Blanc y la madre de ella, hicieron correr la voz de que 
había estado simplemente de visita en casa de una 
amiga en el campo; y el asunto fué pronto olvidado. 
Presumimos que la presente ausencia es un capricho 
de la misma naturaleza, y que á la expiración de una 
semana ó quizá de un mes, la tendremos entre nosotros 
otra vez. » {Diariode la tarde , lunes, Junio 23.) 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 477 

o Un diario vespertino de ayer refiere la desaparición 
misteriosa de la señorita Rogét. Se sabe, que durante 
la semana de su ausencia de la parfumerie de Le Blane, 
estuvo en compañía de un joven oficial de marina, muy 
conocido por sus orgias. Un disgusto, se supone, la 
indujo á volverá su casa. Tenemos elnombredelLotario 
encuestión, que está ahora de servicio enParís, pero por 
obvias razones, nos abstenemos de hacerlo público. » 
(Le Afercnre, martes por la mañana— 24 de Junio.) 

« Un crimen del carácter más atroz íué perpetrado 
anteayer, cerca de esta ciudad. Un caballero, con su 
esposa é hija, hablaron al anochecer á seis jóvenes que 
se paseaban ociosamente en un bote cerca de los ban¬ 
cos del Sena, para que los trasportara al otro lado del 
rio. Después de alcanzar la ribera opuesta, los tres 
pasajeros saltaron á tierra y prosiguiendo su camino, 
habían perdido de vista ya al bote, cuando la hija notó 
que había dejado en él su quitasol. Volvióse á buscarlo; 
fué asida por los jóvenes, llevada al interior del río, 
amordazada, tratada brutalmente, y porúltimo la aban¬ 
donaron en la ribera, en un punto poco distante del en 
que se embarcó con sus padres en el bote. Los mise¬ 
rables bandidos han escapado por ahora, pero la poli¬ 
cía les sigue la pista, y algunos de ellos serán pronto 
aprehendidos. » (Diario de la mañana , Junio 28.) 

« Hemos recibido una ó dos comunicaciones, cuyo 
objeto es imputar el crimen á Beauvais; pero como 
este caballero ha sido completamente absuelto por una 
legal investigación, y como loa argumentos de núes- 



178 


EDGAR POE. 


NOVELAS Y CUENTOS 


tros varios corresponsales parecen ser más celosos que 
profundos, no creemos prudente hacerlos públicos. » 
[Diario de la mañana , Junio 28.) 


« Hemos recibido varias comunicaciones muy bien 
escritas, aparentemente de varias fuentes, y quellegan 
hasta hacer un asunto de certidumbre, que la infortu¬ 
nada María Rogét ha sido víctima de una délas nume¬ 
rosas gavillas de bandidos que infestan los alrededores 
de la ciudad. Nuestra propia opinión está decidida¬ 
mente en favor de esta hipótesis. Trataremos de hacer 
conocer más adelante, algunos de los argumentos áque 
nos referimos. » (Diario de la tarde ,martes 31 de 
Junio.) 

« El lunes, uno de los barqueros al servicio de la 
Administración de Rentas, vió un bote vacío, flotando 
en el Sena, río abajo; algunas velas se encontraban en 
el fondo dol bote. Los barqueros lo remolcaron hasta. 
la puerta del guarda. Á la mañana siguiente desapa¬ 
reció dé allí, sin que ninguno de los marineros viera á 
la persona que lo llevó. El timón está en el puesto del 
guarda. » [La DHigenee, Junio 26, jueves.) 


Después de leer estos varios extractos, no sólo me 
parecieron inconcluyentes, sino que me fué imposible 
encontrar medio de que alguno de ellos, aclarara el 
asunto. Esperé algunas explicaciones deDupin. 

No es mi designio, ahora, dijo, delenerne sobre 
el primero y segundo de esos extractos. Los he copiado 
principalmente para mostrar á Yd. la extrema negli- 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 179 

gencia de la Policía, que tanto como puedo comprender 
por el Prefecto, no se ha incomodado absolutamente, 
examinando la oficina naval á que se frá aludido. Ade¬ 
más, es una simple tontera, decir que entre la primera y 
segunda desaparición de María, no hay una conexión 
suponible. Admitamos que de la primer fuga resultó un 
disgusto entre los amantes, y la vuelta de la Joven 
engañada á su domicilio. Estamos ahora preparados 
para mirar una segunda fuga (si sabemos que ha tenido 
lugar una nueva fuga) como indicación de renova- 
miento de las protestas del seductor, más bien que como 
el resultado de nuevas proposiciones por un segundo 
individuo — estamos preparados para considerarlo 
como las pacas del antiguo amour, más bien que como 
el comienzo de uno nuevo. Las probabilidades son diez 
contra una de que el que se.había fugado una vez con 
María, propusiera una segunda fuga, que aquella á 
quien se habían hecho proposiciones de fuga, por un 
individuo, las recibiera de algún otro, Y déjeme Vd. 
aquí, llamar su atención sobre el hecho de que el 
tiempo corrido entre la primera fuga constatada, y la 
segunda supuesta, excede de pocos meses al período 
general empleado por nuestros buques de guerra en 
su oficio de cruceros. ¿ Había sido interrumpido el 
amante en su primera infamia, por la necesidad de 
embarcarse, y había aprovechado el primer momento 
de su vuelta para renovar los bajos designios no del 
todo cumplidos todaviá; ó no cumplidos del todo toda¬ 
vía por él mismo ? De todas estas cosas, no sabemos 
nada. 

Vd. dirá, sin embargo, que, en el segundo caso no 
hubo fuga, como se imagina. Ciertamente no ; ¿ pero 



180 EDGAR POE. — KOVELAS Y CUEKTOS 

estamos preparados para decir que no hubo el desig¬ 
nio frustrado de ese acto ? Fuera de St-Eustache y 
quizá Beauvais, no encontramos otros reconocidos, 
francos y honorables pretendientes de María. De nin¬ 
gunos otros se habla, al menos. ¿ Quién es, entonces, 
el secreto amante, acerca del que los parientes ( losmás 
de ellos , al menos) no saben nada, pero á quien encuen¬ 
tra María en la mañana del domingo, y con quien tiene 
tan profunda confianza, que no vacila en permanecer 
con él hasta la noche entre las solitarias arboledas de 
la Barriere du Roule? ¿ Quién es ese secreto amante, 
pregunto, del que no saben nada los más de los parientes 
de la joven? ¿ Y qué quiere decir la singular profecía 
de la señora Rogét en la mañana que salió su hija — 
<t temo que ya no veré más á María » ? 

Pero si no podemos imaginar á la señora Rogét sa¬ 
bedora del designio de fuga, ¿no podemos al menos 
suponer este designio concebido por la joven? Al salir 
de su casa, dió á entender que estaba por visitar ásu 
lia en la calle de Drómes, y St-Eustache fué suplicado 
para que la fuera á buscar al anochecer. Ahora, á pri¬ 
mera vista, este hecho milita poderosamente contra mi 
sugestión; pero, reflexionemos. Que ella encontró algún 
acompañante y cruzó con él el río, alcanzando la Bar¬ 
riere du Roule á las tres de la tarde, está constatado. 
Pero consintiendo en ser acompañada por este individuo 
[con cualquier propósito — conocido ó no de la señora 
Rogét), debe haber pensado en la intención declarada 
cuando salió de su casa, y de la sorpresa y sospecha 
que se despertaría en el corazón de su prometido 
esposo St-Eustache, cuando al irla á buscar, á la hora 
convenida, ála calle de Drómes, encontrara que ella no 



EL JUSTEfllO DE HABÍA ROGÉT 


181 


había estado, además al volver á la casa de huespedes 
con esa alarmante noticia, supiera su continuada au¬ 
sencia. Debe haber pensado en esas cosas, digo. Debe 
haber previsto el disgusto de St-Eustache, la sospe¬ 
cha de todo. No podía haber pensado en volver para 
desafiar esa sospecha; pues la sospecha se convierte 
en un punto de trivial importancia para ella, si la su¬ 
ponemos con intención de no volver. 

Podemos imaginar su pensamiento así: Voy á en¬ 
contrar una cierta persona para el plan de la fuga, ó 
para otros propósitos conocidos por mí sola. Es nece¬ 
sario que no haya probabilidades de interrupción— nos 
es menester tiempo suficiente para eludir la persecu¬ 
ción — daré á entender que voy á hacer una visita á 
mi tía en la calle de Drómes, con quien pasaré el día — 
diré á St-Eustacho que no me vaya á buscar hasta el 
anochecer — así, mi ausencia de casa por el más largo 
tiempo posible, sin causar sospechas ni ansiedad, dará 
razón de mí, y ganaré más tiempo que de cualquier 
otro modo. Sí pido á St-Eustache que me vaya á buscar 
al anochecer, es seguro que no irá antes áe esa hora; 
pero si dejo absolutamente de pedirle que me vaya á 
buscar, mi tiempo para escapar disminuirá desde que 
seré esparada más temprano y mi ausencia excitará 
inquietud más pronto. Ahora si fuera mi designio volver 

— si tuviera en proyecto simplemente un paseo con el 
individuo en cuestión, no estaría en mis conveniencias 
pedirle á St-Eustache que fuera á buscarme; porque 
yendo, podrá estar seguro de que le he jugado falso 

— hecho que podría ocultarle toda la vida, saliendo de 
casa sin decirle mi intención, volviendo antes del ano¬ 
checer y explicando después, que había estado de visita 

H 



182 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

en casa de mi tía, en la calle de Drómes. Pero como 
mi plan es no volver jamás — ó no volver por algunas 
semanas — ó hasta que se haya producido cierto encu¬ 
brimiento — ganar tiempo es el único punto sobre el 
que debo inquietarme, » 

UBted ha observado en sus notas, que la opinión más 
general relativa á este triste negocio es, y fué desde el 
principio, que la joven había sido victima de una ga¬ 
villa de bandidos. Ahora bien, la opinión popular, bajo 
ciertas condiciones, merece ser tenida en cuenta. 
Cuando nace por si misma, cuando se manifiesta de 
una manera estrictamente espontánea, debemos mi¬ 
rarla como análoga á esa intuición, que es la idiosin- 
cracia del hombre de genio. En noventa y nueve casos 
sobre cien me atendría á su decisión. Pero es importante 
que no encontremos huellas palpables de la sugestión. 
La opinión debe ser rigurosamente la propia del pú¬ 
blico; la distinción es á menudo muy difícil de perci¬ 
bir y de sostener. En el presente caso, aparece para 
mí, que esta opinión pública respecto de una gavilla , 
ha sido apoyada por el suceso accesorio que se detalla 
en el tercero de mis extractos. 

Todo París se excita por el descubrimiento del cadᬠ
ver de María, una joven bella y conocida. Este cadáver 
es encontrado con señales de violencia, y flotando en 
el río. Pero se ha averiguado ahora, que en el mismo 
período ó casi en el mismo período, en que se supone 
que la joven fué asesinada, un crimen de naturaleza 
similar al que revela ese cadáver, ha sido perpetrado 
por una banda de miserables en la persona de una 
segunda joven. ¿ Es sorprendente que la atrocidad 
conocida haya influenciado el juicio popular respecto» 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 183 

de la atrocidad desconocida ? ¿ Este juicio esperaba 
dirección, y el crimen conocido pareoió dárselatan opor¬ 
tunamente? María, además, fué encontrada en el río, y 
sobre este mismo rio fué perpetrado el crimen cono¬ 
cido. La conexión de los dos sucesos tenía sobre sí 
tanto de palpable, que lo verdaderamente extraño hu¬ 
biera sido que el pueblo dejara de apreciarla y de 
aceptarla. Pero, de hecho, la atrocidad conocida como 
perpetrada de una manera dada, es, si es algo, la evi¬ 
dencia de que la otra, cometida en un tiempo casi coin¬ 
cidente, no fué cometida de esa misma manera. Habría 
sido un milagro, á la verdad, si, mientras una banda 
de miserables, estaba perpetrando en una localidad 
precisa, un terrible delito, hubiera habido otra banda 
igual, en igual localidad, en la misma ciudad, bajo las 
mismas circunstancias, con los mismos medios y apli¬ 
caciones, cometiendo un delito dei mismo aspecto 
precisamente, y precisamente en el mismo instante! 
Además, ¿ por qué, sino por esta maravillosa coin¬ 
cidencia, solicita el pueblo que se crea en su opi¬ 
nión ? 

Antes de seguir más adelante, consideremos la su¬ 
puesta escena del asesinato, en el bosquecito de la Bar¬ 
riere du Roule. Este bosquecito, aunque espeso, está 
muy próximo al camino público. Dentro de él, había 
tres ó cuatro grandes piedras formando una especie 
de asiento con respaldo y escabel. En la piedra supe¬ 
rior se descubrió una enagua blanca; en la segunda 
una túnica de seda. Un quitasol, guantes y un pañuelo 
de manos, fueron encontrados también en el mismo 
sitio. El pañuelo llevaba el nombre de Maria RogSt. 
Fragmentos de ropa fueron vistos en las raídas de 



48i EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

los alrededores. La tierra estaba pisada; los ar¬ 
bustos rotos y había muchas señales de una violenta 
lucha. 

Sin embargo de la aclamación con que el descubri¬ 
miento de este bosquecito fué recibido por la prensa, 
y la unanimidad con que se supuso que él indicada el 
teatro preciso del crimen, debe admitirse que hay 
algunas razones muy poderosas para dudar. Que fué 
el teatro, puedo creerlo ó no — pero hay, como he 
dicho, excelentes razones para dudar. Si el verdadero 
teatro hubiera sido, como lo sugirió Le Commerciel , la 
vecindad de la calle Pavee Saint-Andrée, los perpe¬ 
tradores del crimen, suponiéndolos todavía residentes 
en París, se hubieran aterrado naturalmente al ver 
dirigida la atención piiblica al punto vulnerable; y en 
cierta clase de inteligencias, debe haber nacido, en un 
instante, un sentimiento de la necesidad de hacer 
algo para desviar esa atención. Y así, el bosquecito de 
la Barriere du Roule habiendo sido ya objeto de sos¬ 
pechas, la idea de colocar las ropas donde fueron en¬ 
contradas, debe haber sido concebida fácilmente. No 
hay ninguna real evidencia, aunque Le Soleil digalo 
contrario, de que los objetos descubiertos hayanestado 
en el bosquecito más de unos cuantos días; mientras 
^ue hay muchas pruebas accidentales de que no podían 
haber permanecido allí sin atraer la atención durante 
Iob veinte días corridos entre el fatal domingo y la 
larde en que fueron encontrados por los niños, a Esta¬ 
ban todos enmohecidos y sumidos en el barro », dice 
Le Soleil adoptando las opiniones de sus predecesores, 
« con la acción de la lluvia, y pegados unos á otros 
por el moho. El césped había crecido alrededor y 



EL MISTERIO DE MAllÍA ROGÉT 185 

sobre algunos de ellos. La seda del quitasol era fuerte, 
pero estaba desflocada por dentro. La parte superior, 
donde había sido doblada y plegada, estaba enmohe¬ 
cida y podrida, habiéndose roto al ser abierta ». Res¬ 
pecto al césped que había « crecido alrededor y sobre 
algunos de ellos », es obvio que el hecho puede haber 
sido asegurado únicamente por las palabras, y por 
consiguiente, por los recuerdos de dos niños peque¬ 
ños ; porque estos niños removieron los objetos y los 
llevaron á su casa, después de haber sido vistos por 
una tercera persona. Pero el césped crece, especial¬ 
mente en tiempo caluroso y húmedo (tal como fué el 
del período del asesinato), hasta dos ó tres pulgadas, 
en un solo día. Un quitasol, permaneciendo sobre una 
tierra recientemente cubierta de césped, podía, en una 
sola semana, ocultarse del todo á la vista, por el cés¬ 
ped que naciera en ese intervalo. Y viniendo á ese moho 
sobre el que insiste tan pertinazmente el editor de Le 
Soleil, que emplea la palabra no menos de tres veces 
en el breve párrafo leído hace un instante, ¿ ignora 
él, en realidad, la naturaleza de ese moho ? ¿ Nece¬ 
sita que le digan que es una de las muchas clases 
de fungus , cuyo carácter más ordinario es un 
nacimiento y decadencia dentro de las veinticuatro 
horas ? 

Así vemos de una ojeada, que lo que se ha aducido 
más triunfalmente en apoyo de la idea que los objetos 
habían estado « al menos tres ó cuatro semanas » 
en el bosquecito, es más absurdo y más nulo que 
cualquiera de las evidencias de ese hecho. Por otro 
lado, es extremadamente difícil creer que esos ob¬ 
jetos pudieran haber permanecido en el sitio mencio* 



■186 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

nado, durante un período más largo que el de una 
semana, durante un período más largo que de un 
domingo á otro. Los que conocen algo la vecindad de 
París, saben la extrema dificultad que hay en encon¬ 
trar soledad hasta á la más grande distancia posible 
de sus suburbios. Un punto inexplorado y hasta poco 
frecuentemente visitado entre sus bosques ó florestas, 
no es imaginable un solo momento. Que cualquiera, 
siendo por inclinación un amante de lu naturaleza, y 
encontrándose encadenado por el deber al polvo y al 
bullicio de esta gran metrópoli — que cualquiera como 
él, trate hasta durante los días de trabajo, de apagar 
su sed de soledad entre las escenas de belleza que le 
rodean por todas partes. En el punto á que se dirija, 
verá disiparse el encanto que busca, por la voz y la 
presencia de algún pillo ó corro de tunantes embriaga¬ 
dos. Buscará el aislamiento entre lo más espeso del 
bosque; todo es en vano. Allí están los verdaderos 
rincones donde abunda más el populacho — allí están 
los templos más profanos. Con enfermedad en el cora¬ 
zón, el vagamundo volverá de nuevo al mancillado 
París como á uno menos odioso, porque, menos inco¬ 
modado, huirá de la profanación. Pero si los alrededo¬ 
res de la ciudad son tan frecuentados durante los días 
de trabajo, ¡ cuánto más no lo serán el domingo! Es 
entonces que,, libre de las fatigas diarias, ó privado de 
las habituales oportunidades de crimen, el pillo busca 
los límites de la ciudad, no por amor al campo, que 
desprecia íntimanente, sino como un medio de escapar 
á las restricciones y conveniencias de la sociedad. 
Desea menos el aire fresco y el verdor de los árboles, 
que la más grande licence del campo. Allí, en la posada 



EL MISTERIO DE .MARÍA ROGÉT 187 

de la orilla del camino ó bajo el follaje de los bosques, 
se abandona, libre de toda mirada, excepto la de sus 
buenos compañeros, á los locos excesos de una fingida 
hilaridad — producción legítima de la libertad y el 
ron. No digo, nada más que lo que debe ser obvio para 
cualquiera observador imparcial, cuando repito que la 
circunstancia de los objetos en cuestión permane¬ 
ciendo oculta, por un período más largo que el da un 
domingo á otro, en cualquier bosqueeito de la inme¬ 
diata vecindad de. París, debe ser mirada como poco 
menos que milagrosa. 

Pero no faltan otras bases á la sospecha de que los 
objetos fueron colocados en el bosqueeito con la mira 
de desviar la atención del verdadero teatro del suceso. 
Primeramente, déjeme Vd. llamar la suya hacía la 
fecha del descubrimiento de los objetos. Agregue Vd, 
á esto la fecha del quinto extracto hecho por mi mismo 
de los periódicos. Usted encontrará que el descubri¬ 
miento siguió casi inmediatamente al envío de las ur¬ 
gentes comunicaciones al diaro de la larde. Estas comu¬ 
nicaciones aunque varias y aparentemente de diversas 
fuentes, tendían todas al mismo punto — dirigir la 
atención hacia una gavilla como la perpetradora del 
crimen y á la vecindad de la Barriere du Roule, como 
su teatro. Ahora, por consiguiente, la sospecha no es 
que á consecuencia de esas comunicaciones ó de la 
atención pública por ellas dirigida, los objetos fueron 
encontrados por los niños ; la sospecha podía y puede 
muy bien haber sido, que los objetos no fueron encon¬ 
trados antes por los niños, por la razón de que no ha¬ 
bían estado antes en el bosqueeito ¡ habiendo sido depo¬ 
sitados allí, solamente en la fecha ó bien poco antes de 



d88 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

la fecha de las comunicaciones, por sus malvados au¬ 
tores en persona. 

Este bosquecito era singular— extremadamente sin¬ 
gular. Dentro de su recinto naturalmente cercado, había 
tres extraordinarias piedras formando un asiento con 
espaldar y escabel. Y este bosquecito tan lleno de arte 
natural, estaba en la inmediata vecindad, épocas varas 
de la vivienda de la señora Delue, cuyos niños tenían 
la costumbre de examinar minuciosamente los plantíos 
del alrededor de ellos, en busca de la corteza del sasa- 
frás. ¿ Sería una apuesta temeraria — una apuesta de 
mil contra uno — á que no pasó jamás un dia sobre la 
cabeza de esos niños, sin encontrar, al menos uno de 
ellos, escondido bajo el umbroso bosque y sentado en 
su trono natural ? Los que vacilen ante semejante 
apuesta, ó no han sido nunca niños ellos mismos, ó han 
olvidado la naturaleza infantil. Lo repito — es extrema¬ 
damente difícil comprender cómo podían haber perma¬ 
necido los objetos en ese bosquecito ocultos por más de 
uno ó dos días ; y así, es buena base para una sospe¬ 
cha, á pesar de la dogmática ignorancia de Le Soleil, 
que hayan sido colocados donde se les encontró en un 
momento comparativamente tardío. 

Pero todavía hay otras razones más poderosas para 
creerlos depositados en esas condiciones, que todas las 
que he enunciado hasta ahora. Deje Vd. que llame su 
atención hacia el arreglo tan altamente artificial de los 
objetos. En la piedra superior había una enagua blanca; 
en la segunda una banda de seda : esparcidos alrede¬ 
dor, estaban un quitasol, guantes y un pañuelo con el 
nombre de « María Rogét». Es justamente el arreglo 
que hubiera hecho una persona no ingeniosa queriendo 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 189 

disponer los objetos naturalmente. Pero bajo ningún 
punto de vista un arreglo realmente natural, Quisiera 
más bien haber tratado de ver las cosas todas yaciendo 
en la tierra y pisoteadas. En los estrechos límites de 
ese bosquecillo, debe haber sido apenas posible que la 
: enagua y banda retuvieran una posición sobre las pie¬ 
dras, estando en contacto de personas que luchaban. 
Había evidencia — se ha dicho — de una lucha; y la 
tierra estaba pisoteada, los arbustos rotos; pero la 
enagua y banda fueron encontradas como puestas en 
un estante. Los trozos de la bata desgarrados eran 
como de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una 
parte era el dobladillo de la bata, y había sido remen¬ 
dada. Parecían tiras arrancadas. Aquí, sin advertirlo 
Le Soleil ha empleado una frase extremadamente sos¬ 
pechosa. Los trozos, como se dice, « parecían tiras 
arrancadas » pero á propósito y por la mano. Es un 
accidente de los más raros, que un trozo « sea arran¬ 
cado » de ningún vestido, como el de que se trata, por 
un arbusto espinoso. A causa de la verdadera natura¬ 
leza de esos tejidos, un espino ó clavo que entre en 
ellos, los rasga rectangularmente, los divide en dos 
jirones longitudinales, que formando ángulos rectos 
entre sí, se encuentran en un ápice donde entra el es¬ 
pino; pero es casi imposible concebir el trozo « arran¬ 
cado i). Yo jamás los he visto así, ni Yd, tampoco. Para 
arrancar un trozo de esos tejidos se requieren en casi 
todos los casos, dos distintas fuerzas en direcciones 
diferentes. Si hay dos dobladillos en la pieza, si por 
ejemplo, es un pañuelo de manos, y se desea sacar de 
él una tira, entonces, y solamente entonces, bastaría 
para ello una de las fuerzas. Pero en el presente caso, 

li* 



490 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

la cuestión es de un vestido, que no tiene más que un 
dobladillo. Rasgar un trozo del interior, donde no hay 
dobladillo, podría únicamente ser efectuado por un 
milagro, con un espino, y ningún espino lo podría 
hacer. Pues, hasta cuando no hay más que un dobla¬ 
dillo, serían necesarios dos espinos, operando el uno 
en dos direcciones distintas, y el otro en una. Y esto en 
la suposición de que el dobladillo no está guarnecido. 
Si lo está, el asunto es casi de innecesaria discusión. 
De esta manera es que vemos los numerosos y grandes 
obstáculos que estaban en la vía de los trozos « arran 
cados » por simples « espinos »; todavía somos solici 
tados á creer no solamente que un trozo sino que mu¬ 
chos han sido arrancados asi. « Y una parte, además, 
jera el ribete de la bata 1 » Otro trozo era « parle de 
la falda, no del ribete » — es decir, ¡ había sido comple¬ 
tamente arrancado por los espinos, del interior del 
vestido, donde no se encontraba dobladillo! Éstas, 
digo, son cosas que bien puede perdonarse ácualquiera, 
que no las crea; sin embargo, tomadas colectivamente, 
forman, quizá, menos una razonable base de sospecha, 
que la sorprendente circunstancia de que los objetos 
han sido dejados en ese bosquecito por algunos asesi¬ 
nos que tenían suficiente precaución para pensar en 
remover el cadáver. Vd. no me habrá comprendido 
exactamente, no obstante, si supone que mi designio 
es negar que ese bosquecito haya sido el teatro del cri¬ 
men. Deber haber habido un delito en él, 6 más bien 
un accidente en casa de la señora Delue. Pero, en 
hecho, este es un punto de poca importancia. No esta¬ 
mos empeñados en descubrir el teatro, sino los perpe¬ 
tradores del asesinato. Lo que he aducido, sin embargo 



EL MISTERIO BE MARÍA ROGÉT 191 

de la minuciosidad con que lo he aducido, ha sido con 
el fin, primero de demostrar la tontera de las dogmᬠ
ticas y temerarias aserciones de Le Soleil , pero en 
segundo lugar y principalmente, para llevar á Vd. por 
el camino niás natural, á un último examen de la duda 
de si este asesinato ha sido ó no obra de uua gavilla 
dt bandidos. 

Principiaremos por una simple alusión á los repug¬ 
nantes detalles del cirujano interrogado en el suma¬ 
rio. Basta sólo decir que sus deducciones, publicadas 
en los diarios, respecto al número de los criminales, 
han sido perfectamente ridiculizadas como injustas y 
sin fundamento alguno, por todos los reputados ana¬ 
tomistas de París. No es que el hecho no hubiera sido 
como él cree, sino que no había base para esa creen¬ 
cia : ¿ no hay muchas para otra deducción ? 

Reflexionemos ahora sobre «las señales de una lu¬ 
cha»; y déjeme Vd. preguntar qué es lo que se ha 
supuesto que demostraban esas señales. Una gavilla. 
¿ Pero no demostrarán más bien la ausencia de una 
gavilla? ¿ Qué lucha podía haber tenido lugar, — qué 
lucha tan violenta y tan larga para dejar <t señales » en 
todas direcciones — entre una débil é indefensa joven 
y la gavilla de bandidos imaginada ? El silencioso 
estrechamiento de algunos rudos brazos, y todo hu¬ 
biera concluido — la víctima debía haber quedado 
absolutamente pasiva á sus deseos. Yd. debe recordar 
que los argumentos enunciados contra la hipótesis de 
que el bosquecito fué el teatro del crimen, son apli¬ 
cables, en su mayor parte, únicamente contra la hipó¬ 
tesis de que ese paraje haya sido el teatro de un crimen 
cometido por más de un silo individuo. Si imaginamos 



192 EDGAR POE. — NOVELAS Y CÜENTOS 
un solo criminal, podemos concebir, y concebir así, 
únicamente, una lucha tan violenta y obstinada, que 
llegó á dejar señales inequívocas de su presencia. 

Todavía hay más. He mencionado ya la sospecha 
que debe excitar el que los objetos en cuestión, perma¬ 
necieran todos en el bosquecito donde se les descubrió. 
Parece casi imposible que estas evidencias de delito, 
hubieran sido accidentalmente dejadas donde se las 
encontró. Hubo suficiente presencia de espíritu (se 
supone) para acarrear el cadáver; y todavía una más 
positiva evidencia de que el cadáver mismo (cuyas fac¬ 
ciones podían haberse desfigurado rápidamente) ha 
permanecido bien visible en el teatro del hecho — 
aludo al pañuelo de manos con el nombre de la finada. 
Si fue olvido, no fue el olvido de una gavilla. Podemos 
imaginarlo únicamente como el olvido de nn individuo. 
Veamos. Un individuo ha cometido el asesinato. Se 
encuentra solo con la difunta. Está espantado por lo 
que permanece sin movimiento á su lado. La furia de 
su pasión ha concluido, y hay abundante sitio en su 
corazón para el natural temor de su crimen. Su con¬ 
fianza no es de las que engendra inevitablemente el 
númeropresente de cómplices. Está solo con la muerta. 
Tiembla y está turbado. Sin embargo, es preciso 
hacer algo del cadáver. Lo lleva al rio, pero dejas tras 
de sí las otras evidencias del delito; porque es difícil, 
si no imposible, acarrear todo deuna vez, y será fácil 
volver por lo que ha quedado. Pero en su penosa jor¬ 
nada hasta el río, sus terrores redoblan. Los ruidos de 
la vida se oyen á su alrededor. A cada momento per¬ 
cibe ó cree percibir el paso de un observador. Las 
luces mismas de la ciudad le turban. Sin embargo, 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT (93 

poco á poco y con largas y frecuentes pausas de pro¬ 
funda agonía, alcanza la orilla del río y arroja su lú¬ 
gubre carga, quizá por medio de un bote. Pero ahora., 
¿qué tesoro puede guardar el mundo —• qué palabra 
de venganza puede proferir — que tuviera el poder de 
llevar de nuevo á ese solitario asesino por aquella fati¬ 
gante y peligrosa senda, hasta el bosquecito que le 
biela la sangre con sus recuerdos? No vuelve ; no le 
importan las consecuencias. No “podría volver aunque 
quisiera. Su único pensamiento es el de la fuga. Huye 
para siempre de aquellos horrorosos plantíos, y huye 
de ellos como de una venganza que le amenazara. 

¿ Pero qué habría sucedido con una gavilla ? Su nú¬ 
mero hubiera inspirado tranquilidad á todos; y esto, si 
es cierto que bandidos consumados necesitan alguna 
vez tranquilidad; y no se puede suponer una gacilla, si 
no es de bandidos consumados. Su número, digo, 
hubiera prevenido la turbación y el terror sin causa 
que he imaginado como capaz de paralizar al hombre 
solo. Si suponemos un olvido en uno, en dos é hasta 
en tres, este olvido hubiera sido remediado por un 
cuarto individuo. No hubiera dejado nada tras de si; 
porque su número les habría permitido llevar todo de 
una vez. No hubiera habido ninguna necesidad de 
volver. 

Considere Vd. ahora la circunstancia de que en la 
parte exterior del vestido del cadáver, cuando se le 
encontré, una tira de cerca ¿e un pie de ancho, había 
sido rasgada hacia arriba desde el extremo del dobla¬ 
dillo hasta el talle, enrollada tres veces alrededor de 
la cintura y asegurada por una especie de nudo en la 
espalda. Esto fue hecho evidentemente con el designio- 



i94 Edgar poe. — novelas y cuentos 

4e procurar un asidero para acarrear el cuerpo. ¿Pero 
podía ningún número de hombres haber soñado en 
recurrir á semejante expediente ? Para tres ó cuatro, 
los miembros del cadáver hubieran procurado no sólo 
una presa suficiente, sino la mejor posible. El recurso 
pertenece á un solo individuo; y esto nos lleva al 
hecho de que, « entre el bosquecito y el río fueron en¬ 
contrados destruidos los vallados y en la tierra visibles 
huellas de haber sido arrastrado algún cuerpo pesado!» 
¿ Pero, podía un número de hombres haberse puesto 
en el superíluo trabajo de derribar vallados, con el pro¬ 
pósito de arrastrar un cadáver, cuando podían haberlo 
alzado por sobre cualquier vallado, en un instante? 
¿ Podía un número de hombres haber arrastrado tanto 
un cadáver, como para dejar huellas evidentes en la 
tierra? 

y aquí debemos referirnos á una observación de Lé 
Commerciel; observación sobre la que he hecho ya 
algunos comentarios. «Un trozo, dice este diario, de 
la enagua de la infortunada joven, había sido arrancado 
y atado bajo su barba y alrededor de la parte poste¬ 
rior de su cabeza, probablemente para prevenir gritos. 
Esto ha sido hecho por individuos que no tenían pa¬ 
ñuelos de mano. » 

He establecido antes que á un bandido completo 
jamás le falta un pañuelo de mano. Pero no es á este 
hecho que debemos especialmente atender. Que no fué 
por necesidad de un pañuelo para el propósito imagi¬ 
nado por Le Commerciel que se empleó aquel vendaje, 
se demuestra por el pañuelo dejado eu el bosquecito; 
y que el objeto no fué el de « prevenir gritos » aparece 
también por la circunstancia de haber sido empleado 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 195 

el vendaje con preferencia á lo que podía haber res¬ 
pondido mejor al propósito. Pero ellenguaje déla evi¬ 
dencia habla del trozo en cuestión como encontrado 
alrededor del cuello, débilmente ajustado y asegurado 
con un fuerte nudo. 

Estas palabras son muy vagas, pero difieren mate¬ 
rialmente de las de Le Commerciel. La tira era de diez 
y ocho pulgadas de ancho, y por consecuencia, aunque 
de muselina, podía formar una fuerte faja, estando 
doblada y plegada longitudinalmente. Y así, plegada, 
fué como se la encontró. Mi deducción es ésta. El soli¬ 
tario asesino, habiendo llevado el cadáver hasta alguna 
distancia (ya sea desde el bosquecito ú otra parte) por 
medio de vendajes atados alrededor de su cintura, 
encontró que el peso con ese procedimiento, era dema¬ 
siado para sus fuerzas. Resolvió arrastrar su carga — 
la evidencia va hasta mostrar que fué arrastrada. Con 
este objeto en mira, llegó á ser necesario atar algo 
semejante á una cuerda á una de las extremidades. 
Podía ser mejor atarla al cuello para que la cabeza no 
goteara sangre. Y entonces el asesino, incuestionable¬ 
mente se acordó del vendaje de los riñones. Podía 
haber usado ese mismo, pero por sus vueltas alrededor 
del cadáver, el nuda que lo embarazaba, y la reflexión 
de que no había sido «arrancado» del vestido, era 
más fácil cortar una nueva tira de la enagua. La cortó, 
la adaptó al cuello, y asi arrastró su víctima hasta la 
orilla del río. Que este «vendaje » únicamente practi¬ 
cado con la turbación y la tardanza y respondiendo 
además imperfectamente á su propósito — que este 
vendaje fué empleado demuestra que la necesidad de 
su empleo nació de circunstancias presentes á un 



196 EDGAK POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

período en que no era ya fácil poseer el pañuelo, es 
decir, de circunstancias que se presentaron como 
hemos imaginado, después de salir del bosquecito (si 
fué de allí) y en el camino, entre el bosquecito y el río. 

Pero la declaración de la señora Delue (!) dirá Vd. 
llama especialmente la atención sobre la presencia de 
una gavilla en los alrededores del bosquecito hacia la 
época del asesinato. Convenido. Dudo que no ha ya 
habido una docena de gavillas tales como la descrita 
por la señora Delue, cerca de la Barriére du Roule y 
hacia el período de esta tragedia. Pero la gavilla que 
ha atraído sobre si la terrible animadversión, y la 
declaración algo Íardía y sospechosa de la señora 
Delue, es la única representada por esa honrada y 
escrupulosa anciana, como « habiendo comido sus 
pasteles y bebido su brandy, sin tomarse el trabajo de 
pagar un centavo ». ¡ Et hiñe illie irse ! 

¿ Pero cuál es la precisa declaración de la señora 
Delue ? « Una banda de foragidos, apareció, se condu¬ 
jeron ruidosamente, comieron y bebieron sin pagar ; 
siguieron el camino que habían lomado los dos jóvenes, 
regresaron al anochecer, volvieron á la posada, al ano¬ 
checer , y cruzaron de nuevo el río, como si estuvieran 
muy apurados. » 

Ahora, « este gran apuro » muy posiblemente pareció 
más grande á los ojos de la seño ra Delue, desde que 
quedó lamentándose sobre sus violados pasteles y 
cerveza — pasteles y cerveza por los que podía aiin 
haber mantenido una débil esperanza de compensación. 
Porque, de otra manera, desde que era al anochecer , 
hubiera hecho un punto del apuro ». No es motivo de 
sorpresa, seguramente, que hasta una banda de fora- 



EL MISTERIO DE ÍIAHÍA ROGÉT 197 

gidos estuviesen apurados para retirarse á sus casas, 
cuando es necesario cruzar un ancho río en pequeños 
botes, cuando amenaza tormenta y cuando la noche se 
aproxima. 

He dicho aproxima; porque la noche no había llegado 
todavía. Fué únicamente al anochecer que el grosero 
apuro de esos «foragidos» ofendió los serenos ojos de 
la señora Delue. Pero se nos dice que fué esa misma 
noche, ya tarde, que la señora Delue, lo mismo que su 
hijo mayor «oyeron los gritos de una mujer en la 
vecindad de la posada». ¿Y con qué palabras designa 
la señora Delue, el periodo de la noche en que fueron 
oídos esos gritos ? « Era temprano, después de ano¬ 
checer», dice. Pero « temprano después de anochecer» 
es al menos, anochecido; y al anochecer , es también 
ciertamente de día. Así, es perfectamente claro que la 
gavilla abandonó la Barriere du Roule antes que los 
gritos fueran oídos por la señora Delue. Y aunque, en 
todas las relaciones de la declaración, las expresiones 
relativas á la hora, son distintas ó invariablemente em¬ 
pleadas, como acabo de emplearlas, yo mismo, esa 
notable circunstancia contradictoria no ha llamado la 
atención de ninguno de los diarios ni de ninguno de 
los sabuesos de la Policía. 

No añadiré más que un argumento álos que existen 
ya, contra la idea de una gavilla , pero este uno , tiene, 
al menos ante mi propia inteligencia, un peso absolu¬ 
tamente irresistible. No es imaginable que ante la 
espectativa del gran premio ofrecido, y completo perdón 
á cualquier declaración — no es imaginable, digo, ni 
por un momento, que algún miembro de una gavilla 
de míseros bandidos, ó de cualquier cuerpo de hombres» 



498 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

no hubiera traicionado á sus cómplices hace mucha 
tiempo. Cada uno de los que forman parte de una 
banda colocada en esas condiciones, no desea tanto el 
premio ó la libertad, como teme la traición. Traiciona 
antes de ser traicionado él mismo. Que el secretó no se 
ha divulgado, es la mejor prueba de que es realmente 
un secreto. Los horrores de este sombrío suceso, son 
oonocidos únicamente de uno ó dos seres humanos — 
y de Dios. 

Sumemos ahora los pobres aunque ciertos frutos de 
nuestro largo análisis. Hemos llegado á la idea, ó de 
un fatal accidente bajo el techo de la señora Delue, ó 
de un asesinato perpetrado, en el bosquecito de la Bar¬ 
riere du Hoale, por un amante, ó al menos, por un 
íntimo y secreto conocido de la víctima. Este conocido 
es de color moreno. Este color, la «atadura del ven¬ 
daje » y el « nudo de marinero », con que estaban ata¬ 
das las cintas de la gorra, indican á un marino. Su 
relación con la víctima, una joven alegre, pero no 
abyecta; le designan como superior al grado de mari¬ 
nero común. Aquí las urgentes y bien escritas comu¬ 
nicaciones á los diarios, corroboran bastante esa 
deducción. La circunstancia de la primer fuga, tal 
como ha sido mencionada por Le Mercure , tiende á 
unir la idea de este marino con la del « oficial naval» 
que llevó á la infortunada por vez primera, á la senda 
del vicio. 

Y aquí, viene lo más justamente la consideración de 
la continuada ausencia del individuo de color negro. 
Déjeme Vd. detenerme para observar que el color de 
este hombre es negro y moreno ; no es un mismo co¬ 
lor el que constituye el único punto de parecido para 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 199 

Valence y la señora Delue. Pero, ¿por qué se encuen¬ 
tra ausente este hombre? ¿'Fué asesinado por la ga¬ 
villa ? Si es así, ¿ por qué hay huellas solamente de la 
joven? El teatro de los dos crímenes debe naturalmente 
ser supuesto el mismo. ¿Y dónde está su cadáver? Es 
lo más probable que los asesinos hubieran dispuesto 
de ambos del mismo modo. Pero se puede decir que 
este hombre vive y tiene temor de dejarse ver, de 
miedo de ser cargado con el asesinato. So puede supo¬ 
ner que esta consideración obra sobre su ánimo ahora 
— en este útimo período — desde que se evidenció 
que habla sido visto con María; pero no pudo haber 
tenido fuerza en el período del hecho. El primer im¬ 
pulso de un hombre inocente hubiera sido anunciar el 
crimen y ayudar á identificar á los autores. Esto, la 
prudencia lo hubiera aconsejado. Había sido visto con 
la joven. Había cruzado el río con ella en un bote 
descubierto. La denuncia de los asesinos hubiera apa¬ 
recido hasta á un idiota, el medio seguro y único (le 
libertarse á sí mismo de las sospechas. No podemos^ 
suponerlo, en la noche del fatal domingo, las dos 
cosas, inocente, é ignorante del crimen cometido. Úni¬ 
camente, bajo tales circunstancias, es posible ima¬ 
ginar que hubiera dejado, si vivía, de delatar á los 
asesinos. 

¿Y cuáles son nuestros medios para llegar á la ver¬ 
dad ? Debemos encontrar estos medios multiplicando y 
recogiendo distinciones á medida que adelantemos. 
Examinemos hasta el fin este asunto de la primera 
faga. Conozcamos la completa historia del « oficial» 
con sus presentes circunstancias, y sus residencias du¬ 
rante el período preciso del asesinato. Comparemos 




200 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

cuidadosamente una con otra las varias comunica¬ 
ciones enviadas al diario de la tarde, y cuyo objeto 
era inculpar á una gavilla. Hecho esto, compare¬ 
mos estas comunicaciones respecto á sus estilos y 
letras con las enviadas al diario de la mañana, en 
un período anterior; en las que se insistía tan vehe¬ 
mentemente sobre el delito de Beaavais. Y hecho todo 
esto, comparemos de nuevo esas varias comunica¬ 
ciones con la letra conocida del oficial. Tratemos de 
establecer por repetidas preguntas á la señora Delue y 
sus hijos, así como del conductor de ómnibus, Va- 
lence, algo más sobre el aire y la apariencia personal 
del« hombre de color negro ». interrogaciones sagaz¬ 
mente dirigidas, no dejarán de proporcionar, de parte 
de esas pers onas, informes sobre ese punto particular 
(ó sobre otros), — informes que esas personas mismas 
pueden no saber jamás qae los poseen. Sigamos ahora 
la huella del bote recogido por el barquero en la ma¬ 
ñana del lunes 23 de Junio y que fue sacado de la 
oficina naval sin conocimiento del oficial de servicio, 
y sin el timón, poco antes de descubrirse el cadáver. 
Con prudencia y perseverancia debemos encontrar 
este bote; porque no sólo puede el barquero recono¬ 
cerlo, sino que el timón está á la mano. El timón de un 
bote de vela no podía haber sido abandonado, sin ser 
buscado por alguno que hubiera estado con el corazón 
tranquilo. Y aquí déjeme Yd. insinuar una pregunta. 
No hubo aviso del hallazgo del bote. Fuó silenciosa¬ 
mente sacado de la oficina, y conducido con el mismo 
silenció fuera de allí. ¿ Pero cómo es que pudo su pro¬ 
pietario ó patrón ser informado en un periodo tan 
breve como el del martes Por la mañana, 3¡n aviso de 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 201 

nadie, del paradero del bote sustraído el lunes, á me¬ 
nos que no imaginemos alguna relación en la marina 
— alguna relación personal y permanente que le con¬ 
dujera á conocer sus más pequeños intereses — sus 
pequeñas noticias locales? 

Hablando del solitario asesino que arrastró su carga 
hasta la ribera, he sugerido ya la probabilidad de que 

se valió de un bote. Ahora tenemos que comprender que 
María Piogél /’wéprecepitada al río desde un bote. Éste 
debía naturalmente haber sido el caso. El cadáver no 
podía haber sido condado á las aguas poco profundas 
de la orilla. Las singulares marcas de la espalda y hom¬ 
bros de la víctima, hablan de las costillas del fondo de 
un bote. Que el cuerpo fue encontrado sin peso, es tam¬ 
bién corroborativo de esta idea, Si hubiera sido arro¬ 
jado desde la orilla, le habrían atado un peso álos pies. 
Podemos únicamente explicarnos su ausencia, supo¬ 
niendo que el asesino olvidó la precaución de proveerse 
de él, antes do embarcar el cadáver. En el acto de 
entregar el cuerpo al agua, debe haber saltado á tierra. 
Pero el bote, ¿podía él haberlo asegurado? Debe haber 
estado con demasiada prisa para ocuparse en cosas 
tales como asegurar un bote. Además, atándole al 
embarcadero, hubiera sentido como que aseguraba 
un testigo contra sí mismo. Su natural pensamiento 
hubiera sido arrojar de sí, tan lejos como fuera posible, 
todo lo que había tenido conexión con su crimen. 
Debía no solamente haber huido del embarcadero, sino 
impedir que el bote permaneciera allí. Indudablemente 
debe haberlo arrojado á la derecha. Prosigamos nues¬ 
tra imaginativa. En la mañana, el pobre diablo es 
presa de inexplicable terror al encontrar que el bote ha 



202 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 
sido recogido y detenido en un punto que él frecuenta 
diariamente, por costumbre — en un punto, quizá, que 
él tiene hasta el deber de frecuentar. A la noche si¬ 
guiente, sin atreverse á preguntar por el limón , lo saca 
de ahí. Ahora, ¿ dónde esta ese bote sin timón? Que sea 
uno de nuestros primeros propósitos el descubrirlo. 
Con la primera ojeada lo obtendremos; el principio de 
nuestro éxito seguirá. Este bote nos guiará con una 
rapidez que nos sorprenderá á nosotros mismos, hasta 
el que le empleó en la noche del domingo fatal. Una 
corroboración se levantará sobre otra corroboración 
y el asesinato será trazado. 


Por razones que no explicaremos, pero que aparece¬ 
rán obvias á muchos lectores, nos hemos tomado la 
libertad de omitir aquí algunos párrafos del manus¬ 
crito que poseemos, tales como los detalles de conti- 
nuaeíón de la aparentemente pequeña huella obtenida 
por Dupin. Sólo creemos prudente constatar que el 
resultado deseado se alcanzó, y que el Prefecto cum¬ 
plió puntualmente, aunque con repugnancia, los tér¬ 
minos de su pacto. 

Eds (1). 

El artículo de M. Poe concluye con las siguientes 
palabras : 


(1) Del diario en que luí publicado primitivamente este artículo. (N. 
del E., edición de Cliatto y Windus, Londres, 1872.) Igual anotación se 
encuentra enla Adam y Black. — Edimburgo, 1874. (N. dei traductor.) 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 20S 

Debe entenderse que hablo de coincidencias y nada 
más. Lo que he dicho antes sobre este tópico, debe 
bastar. En mi alma no hay fe para los sucesos sobre¬ 
naturales. Que la Naturaleza y su Dios, son dos, ningún, 
hombre que piensa lo negará. Que el último creando 
la primera, puede si desea, gobernarla ó modificarla,, 
es absolutamente incuestionable. Digo « si desea », 
porque la cuestión es de deseo, y no como la insania 
de la lógica lo ha pretendido, de poder. No es que la 
Deidad no pueda modificar sus leyes; es que la insul¬ 
tamos imaginando una necesidad posible de modifica¬ 
ción. En su origen, esas leyes fueron hechas para abra¬ 
zar todas las contingencias que pudieran haber en el. 
Futuro. Para Dios todo suceda en el Presente. 

Repito, pues, que hablo de estas cosas únicamente 
como de coincidencia. Y además : en lo que relato se 
verá que entre el fin de la infortunada María Cecilia 
Rogers, tanto como este fin es conocido, y el fin de 
una María Rogót hasta cierta época de su historia, ha 
existido un paralelo, en la contemplación de cuya ho¬ 
rrorosa exactitud la razón se encuentra embarazada. 
Digo que todo esto será visto. Pero no se suponga ni 
por un momento, que avanzando en la triste narración 
de María desde la época recién mencionada, y trazando- 
hasta su dénoument el misterio que la encubrió, no se- 
suponga que es mi secreto designio hacer entrever 
una extensión del paralelo, ni siquiera sugerir que las 
medidas adoptadas en París para el descubrimiento 
del asesino de una griseta ó medidas encontradas en 
un similar raciocinio, pudieran producir similar resul¬ 
tado. 

Porque, respecto á la última rama de la suposición,. 



204 EDGAR POE. — NOVELAS V CDENTOS 

se debe considerar que la más trivial variación en los 
hechos de los dos casos, puede dar lugar á las más im¬ 
portantes equivocaciones, desviando completamente 
las dos carreras de sucesos ; lo mismo que, en aritmé- 
tica,un error que en su propia individualidad, puede ser 
inapreciable, produce al liltimo, por el poder de multi¬ 
plicación en todos los puntos de la serie, un resultado 
enormemente en desacuerdo con la verdad. Y raspecto 
á la útima rama, debemos no dejar áe tener en vista 
que el verdadero Cálculo de las Probabilidades á que 
acabo de referirme, impide toda idea de la extensión del 
paralelo : la impide con una positividad fuerte y deci¬ 
dida justamente en la proporción con que este para¬ 
lelo ha sido traído de lejos y en proporción de su exac¬ 
titud. Esta es una de esas anómalas proposiciones que 
pareciendo recurrir al pensamiento opuesto al pensa¬ 
miento matemático, es sin embargo de aquellas que 
sólo el hombre matemático puede concebir. Nada, por 
ejemplo, es más difícil de hacer comprender á la gene¬ 
ralidad de los lectores, que el hecho de que un jugador 
de dados ponga en sucesión dos veces los seis, es causa 
suficiente para apostar lo que se tiene, á que los seis 
no aparecerán en la tercera tentativa. Una tentación de 
este efecto es habitualmente rechazada por la inteli¬ 
gencia. No se comprende que los dos números que han 
sido completados, yquepermanecenahoraen el pasado, 
puedan tener influencia sobre el que existe únicamente 
en el Futuro. La probabilidad de sacar seis, parece ser 
precisamente el privilegio de un momento dado — es 
decir, sujeta únicamente á la influencia de los varios 
otros números que pueden obtenerse. Y ésta es una 
reflexión tan sumamente obvia, que tratar de contro- 



EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 205 

vertirla es recibido en general, más con una irrisoria 
sonrisa que con algo parecido á respetuosa atención. El 
error envuelto en este asunto — error grande y lleno 
de malicia — no puedo pretender exponerlo en los 
limites asignados á este trabajo ¡pero para losíilósofos 
no necesita explicaciones. Será suficiente decir aquí 
que él pertenece á una de las series infinitas de equivo¬ 
caciones que se levantan en el camino de la Razón á 
causa de su propensión á buscarla verdad en detalle. 



LA CARTA ROBADA 


Nihíl s&piéniíx odiosas aowninc nimio. 

(SÉNECA. 


Al anochecer de una noche del otoño de 18... me 
hallaba en París, gozando de la doble fruición de la 
meditación y del tabaco contenido en una pipa de espu¬ 
ma de mar, en compañía de mi amigo C. Augusto 
Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, 
calle Dunót, Faubourg St-Germain, au troisiéme, 
núm. 33. Durante una hora por lo menos, habíamos guar¬ 
dado un profundo silencio ; á cualquier casual obser¬ 
vador, le habríamos parecido intencional y exclusiva¬ 
mente ocupados con los remolinos de humo que 
viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, 
estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que 
habían dado asunto para conversación entre nosotros, 
hacía algunas horas solamente; quiero hablar del 
asunto de la calle Morgue, y el misterio respecto al 
asesino de María Rogét. Los consideraba, como siendo 



208 


EDGAR POE, 


NOVELAS Y CUENTOS 


en algiin modo, coincidentes, cuando la puerta de 
nuestra habitación se abrió para dar paso á nuestro 
antiguo conocido, Monsieur G***, el Prefecto de la 
Policía parisiense. 

Le dimos una sincera bienvenida, porque había en 
aquel hombre casi tanto de entretenido como de des¬ 
preciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estᬠ
bamos á oscuras cuando llegó, y Dupin sé levanta con 
el propósito de encender una lámpara; pero volvió á 
sentarse sin haberlo hecho, porque G“* dijo que había 
ido á consultarnos, ó más bien á pedir el parecer de 
un amigo, acerca de un asunto oficial que había oca¬ 
sionado una extraordinaria agitacián. 

— Si se trata de algo que requiere reflexión, observó 
Dupin, absteniéndose de ilarfuego á la mecha, lo exa¬ 
minaremos mejor en la oscuridad. 

— Esa es otra de sus singulares nociones, dijo el 
Prefecto, que tenía la costumbre de llamar « singular » 
á todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, 
por consiguiente, entre una absoluta legión de « sin¬ 
gularidades ». 

— Es muy cierto, respondió Dupin, alcanzando á su 
visitante ,una pipa de fumar, y haciendo rodar hacia él 
un confortable sillón, 

— ¿Y cuál es la dificultad ahora? pregunté. No se 
relaciona ya con asesinatos, esporo. 

— ¡Oh! no, nada de esa naturaleza. El asunto es 
muy simple, á la verdad, y no tengo duda que podre¬ 
mos manejarlo suficientemente bien nosotros mismos ; 

pero he pensado que á Dupin le gustaría oir los 
detalles del hecho, porque es tan excesivamente sin¬ 
gular/... 



LA CARTA ROBABA 


20» 


— Simple y singular, dijo Dupin. 

— Y bien, sí ; y no exactamente una, sino ambas, 
cosas á la vez. Sucede que hemos sido desconcertados 
porque el asunto es tan simple, y sin embargo nos 
confunde á todos. 

— Quizá es precisamente la simplicidad lo que des¬ 
concierta á Vd., dijo mi amigo. 

— ¿Qué desatino dice Yd. ahí?replicó el Prefecto, 
riendo de todo corazón. 

— Quizá el misterio es demasiado sencillo, dijo 
Dupin. 

— ¡Oh! ¡por el ánima de!... ¡quién ha oído jamás 
una idea semejante! 

— Demasiado evidente por si mismo. 

— ¡Ja! ja! ja!... ja! ja! ja! hizo nuestro visitante, 
profundamente divertido ; ¡oh! Dupin, Yd. me va á 
hacer reventar de risa. 

— ¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? 
pregunté. 

— Se lo diré á Vd., replicó el Prefecto, profiriendo 
un largo, fuerte y reposado pu/f, y acomodándose en 
su sillón. Se lo diré en pocas palabras; pero antes de 
comenzar, le advertiré que este es un asunto que de¬ 
manda Ja mayor reserva, y que perdería sin remedio 
mi puesto si se supiera que lo he confiado á nadie. 

— Continúe Yd., dije. 

— O no continúe, dijo Dupin. 

— De acuerdo; he recibido personal informe de un 
altísimo personaje, de que un documento de la mayor 
importancia ha sido robado de las habitaciones reales. 
El individuo que lo robó es conocido ; sobre este punto 
no hay la mínima duda ; fue visto en el acto de llevór- 

12 *. 



210 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS 

salo. Se sabe también que permanece todavía en su 

posesión. 

— ¿Cómo se sabe esto? preguntó Dupin. 

— Se ha deducido perfectamente, replicó el Pre¬ 
fecto, de la naturaleza del documento y de la no apa¬ 
rición de ciertos resultados que nacerían de repente, 
por el solo hecho de no hallarse ya en poder del 
ladrón ; es decir, á causa del empleo que debe intentar 
hacer de él, en el caso de emplearlo. 

— Sea y i. un poco más explícito, dije. 

— Bien, puedo aventurar hasta decir que el papel 
en cuestión, da á su poseedor un cierto poder en una 
cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso. 
El Prefecto era amigo de la mogigatería de la diplo¬ 
macia. 

— Todavía no comprendo bien, dijo Dupin. 

— ¿No? Bueno; el descubrimiento del papel á una 
tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en 
tela de juicio el honor de un personaje de la más ele¬ 
vada posición; y este hecho da al poseedor del docu¬ 
mento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo 
honor y tranquilidad son así comprometidos. 

— Pero este ascendiente, repuse, dependería del 
conocimiento que tiene el ladrón, de que es conocido 
del dueño del papel. ¿Quién se ha atrevido?... 

— El ladrón, dijo G***, es el Ministro D***, quien 
se atreve á todo ; uno de esos hombres tan inconve¬ 
nientes como convenientes. El método del robo no fué 
menos ingenioso que arriesgado. El documento en 
cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida 
por el personaje robado, en circunstancias que estaba 
solo en su real boudoir. Mientras que la leía, fué 



¿a Carta robada 


21 i 


repentinamente interrumpido por la entrada de otro 
elevado personaje, á quien deseaba especialmente 
ocultarla. Después de una apresurada y vana tenr 
tativa de esconderla en una gaveta, fué forzado á 
colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. 
La dirección, sin embargo, era lo que quedaba á 
la vista ; y el contenido, así cubierto, hizo que la 
atención no se fijara en la carta. En este momento 
entra el Ministro D***. Sus ojos de lince perciben 
inmediatamente el papel, reconocen la letra de la direc¬ 
ción, observa la confusión del personaje á quien ha sido 
dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas 
gestiones sobre negocios, de prisa, como es su cos¬ 
tumbre, saca una carta algo parecida á la otra, la abre, 
pretende leerla, y después la coloca eu estrecha yuxta¬ 
posición con la que codiciaba. Pónese á conversar de 
nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos 
públicos. Al último, levantándose para marcharse, 
tomó de la mesa la carta que no le pertenecía. Su legi¬ 
timo dueño lo vió; pero, como se comprende, no se 
atrevió á llamar la atención sobre el acto en presencia 
del tercer personaje que estaba á su lado. El Ministro 
se marchó dejando la carta suya, que no era de impor¬ 
tancia, sobre la mesa. 

— Aquí está, pues, me dijo Dupin, lo que Vd. pedia 
para hacer el ascendiente completo, el conocimiento 
del ladrón, de que es conocido del dueño del papel. 

— Sí, replicó el Prefecto; y el poder así alcanzado 
en los últimos meses, ha sido empleado, cen objetos 
políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje 
robado, se convence cada día más de la necesidad de 
reclamar su carta, Pero esto, como se comprende, no 



212 EDGAR POE. — NOVELAS J CUENTOS 
puede ser hedió abiertamente. En fin, reducido á la 
desesperación, me ha encomendado el asunto. 

— ¿Y quién puede desear, dijo Dupin arrojando una 
espesa bocanada de humo, ó siquiera imaginar, un 
oyente más sagaz que Vd. ? 

— Vd. me adula, replicó el Prefecto; pero es posible 
que algunas opiniones como esas puedan haber sido 
sostenidas respecto á mí. 

— Es claro, dije, como lo observó Vd., que la carta 
está todavía en posesión del Ministro; desde que es 
esta posesión, y no ningún empleo de la carta, la que 
confiere el poder. Empleándola, el poder se acaba, 

— Cierto, dijo G***, y sobre esa convicción es bajo 
la que he procedido. Mi primer cuidado fué hacer una 
completa investigación en el alojamiento del Ministro, 
y mi principal embarazo estriba en la necesidad de 
buscar sin que él lo sepa. Además, he sido prevenido 
del peligro que resultaría de darle motivos do sospe¬ 
char de nuestro designio. 

— Pero, dije, Vd. está completamente au fait en 
esas investigaciones. La policía parisiense ha hecho 
estas cosas muy á menudo antes. 

— Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las 
costumbres del Ministro me dan, además, una gran 
ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda 
la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen á 
una distancia larga de la habitación de su amo, y 
siendo principalmente napolitanos, son embriagados 
con facilidad. Tengo llaves, como Vd. sabe, con las 
que puedo abrir cualquier cuarto ó gabinete en París. 
Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que 
haya estado empeñado personalmente en escudriñar el 



LA CARTA ROBADA 


213 


hotel de D***. Mi honor está interesado, y para men¬ 
cionar un gran secreto, el premio ; es enorme. Asi, no 
lie abondonado la partida hasta que he llegado á con¬ 
vencerme plenamente de que el ladrón es un hombre 
más astuto que yo mismo. Me figuro que he investi¬ 
gado todos los rincones y todos los escondrijos de los 
sitios en que es posible que el papel pueda ser ocul¬ 
tado. 

— ¿ Pero no es posible, exclamé, aunque la carta 
pueda estar en la posesión del Ministro, como es in¬ 
cuestionable que la haya escondido en alguna parte 
fuera de su propia casa? 

— Es apenas posible, dijo Dupin. La presente y pecu¬ 
liar condición de los negocios en la corte, y especial¬ 
mente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*‘* 
está envuelto, hacen la instantánea validez del docu¬ 
mento, su susceptibilidad de ser encontrado en un 
momento dado, un punto de casi tanta importancia 
como su posesión. 

— ¿ Su susceptibilidad de ser encontrado ? dije. 

— Es decir, de ser destruido, dijo Dupin, 

— Cierto, observé; el papel está entonces claramente 
al alcance de la mano. Porque que está sobre la per¬ 
sona del Ministro, podemos considerarlo como fuera 
de cuestión... 

— Enteramente, dijo el Prefecto. Ha sido dos veces 
asaltado como por salteadores, y su persona rigurosa¬ 
mente registrada bajo mi propia inspección. 

— Se podía Yd. haber ahorrado ese trabajo, dijo 
Dupin. D***, presumo no es del todo un loco; y si no 
lo es, debe haber previsto esas asechanzas; eso es 
claro. 



214 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

— No del todo un loco, dijo G***; pero por consi¬ 
guiente es un poeta, lo que tomo únicamente como una 
escapada de ser loco. 

— Cierto, dijo Dupin después de una larga y repo¬ 
sada aspiración de humo en su pipa, aunque yo mismo 
sea culpable de ciertas versas. 

— Supongamos, dije, que Vd. detalla las particula¬ 
ridades de su investigación. 

— Los hechos son éstos: tomábamos nuestro tiempo 
y bascábamos por todas partes. He tenido larga expe¬ 
riencia en estos negocios. Tomé todo el edificio, cuarto 
por cuarto, consagrando las noches de toda una semana 
para cada uno. Examinábamos primero el mobiliario de 
cada habitación. Abríamos todos los cajones posibles ; 
y supongo que Yd. sabe que, para un ejercitado agente 
de policía, son imposibles Io§ cajones secretos. Cual¬ 
quiera que en investigaciones de esta clase permite 
que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa 
asi , es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, 
de espacio, que contar en una pieza. En este caso, 
tenemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de 
una línea no puede escapársenos. Después del gabinete, 
tomamos las sillas. Los cojines son examinados con 
esas delgadas y largas agujas que Vds. me han visto 
emplear. De las mesas, removemos las tablas supe¬ 
riores. 

— ¿ Por qué ? 

— Algunas veces la tabla de una mesa, ú otra pieza 
de mobiliario similarmente arreglada, es levantada por 
la persona que desea ocultar un objeto; entonces 3a pata 
es escavada, el objeto depositado dentro de su cavi¬ 
dad, y la tabla vuelta á colocar. Los extremos de los 



LA CARTA ROBABA 


215 


pilares de las camas son utilizados con el mismo fin. 

— ¿ Pero la cavidad no podría ser denunciada por el 
sonido? pregunté. 

— De ninguna manera, si cuando el objeto es depo¬ 
sitado se coloca á su alrededor una cantidad suficiente 
de algodón en rama. Además, en nuestro caso estába¬ 
mos obligados á proceder sin ruido. 

— Pero no pueden Yds. haber removido, no pueden 
Yds. haber hecho pedazos todos los artículos de mobi¬ 
liario en que hubiera sido posible hacer un depósito de 
la manera que Vd. menciona. Una carta puede ser com¬ 
primida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, 
no difiriendo mucho en forma ó volumen de un dibujo 
para hacer calceta, y en esta forma podía ser introdu¬ 
cida en el travesano de una silla, por ejemplo. No rom¬ 
pieron Vds. todas las sillas, ¿ no es así ? 

— Ciertamente que no ; pero hicimos, algo mejor: 
examinamos los travesaños de cada silla del hotel, y la 
verdad, todos los puntos de unión, todas las clases de 
mobiliario, con la ayuda de un poderoso microscopio. 
Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, 
no habríamos dejado de notarla instantáneamente, Un 
solo grano del aserrín producido por una barrena en 
la madera, habría sido tan visible como una manzana. 
Cualquier cosita en las escaladuras, cualquier desusado 
agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro 
descubrimiento. 

— Presumo que observarían Yds. los espejos entre 
los bordes y las láminas, y examinarían los lechos, y 
las ropas de los lechos, así como las cortinas y las al¬ 
fombras. 

— Eso, por sabido ; y cuando hubimos registrado 



2Í6 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa 
manera examinamos la casa misma. Dividimos su entera 
superficie en compartimentos, que numeramos para 
que ninguno pudiera ser equivocado, después registra¬ 
mos pulgada por pulgada el terreno de la pesquisa, in¬ 
cluso las dos casas que le siguen inmediatamente, con 
el microscopio, como antes. 

•— ¡ Las dos casas de al lado! exclamé; deben Vds. 
haber causado una gran agitación. 

— La causamos ; pero el premio ofrecido es prodi¬ 
gioso. 

— ¿ Incluyeron Vds. las tierras de las casas ? 

— Todas las tierras están enladrilladas ; comparati¬ 
vamente nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo 
de las junturas de los ladrillos, y no encontramos que 
lo hubieran tocado. 

— ¿ Buscaron Yds. entre los papeles de D*“, por 
consiguiente, y entre los libros de la biblioteca? 

— Ciertamente; abrimos todos los paquetes y lega¬ 
jos ; y no sólo abrimos todos los libros, sino que dimos 
vuelta todas las hojas en todos los volúmenes, no con¬ 
tentándonos con una simple sacudida de ellos, como 
acostumbran á hacer ciertos de nuestros agentes de 
policía. Medimos también el espesor de cada tapa de 
libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos á 
cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si 
cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada 
fiara ocultar la carta, habría sido completamente impo¬ 
sible que el hecho escapara á nuestra observación. Unos 
cinco ó seis volúmenes recién traídos por el encuaderna¬ 
dor, los examinamos con todo cuidado, metiéndoles las 
agujas en las tapas. 



LA CARTA fiOHADA 


217 


— ¿ Registraron ei suelo, bajo las alfombras ? 

— Sin duda. Removimos todas las alfombras, y exa¬ 
minamos los bordes con el microscopio. 

— ¿ Y el papel de las paredes ? 

— Sí. 

— ¿ Buscaron en los sótanos ! 

— Si. 

— Entonces, dije, han hecho Vds, un mal cálculo, y 
la carta no está en las posesiones del Ministro, como 
suponen. 

— Temo que Vd. tenga razón, repuso el Prefecto. Y 
ahora, Dupin, ¿ qué me aconseja Vd. que haga? 

— Hacer una completa reinvestigación de la casa dol 
M inistro. 

— Eso es absolutamente innecesario, replicó G*** ; 
no estoy tan seguro de que respiro, como de que la 
carta no está en el hotel. 

— Pues no tengo mejor consejo que darle, dijo Du¬ 
pin. ¿ Tendrá Vd., como es natural, una prolija descrip¬ 
ción de la carta ? 

— ¡Ya lo creo! Y aquí el Prefecto, sacando un me¬ 
morándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe 
de la interna, y especialmente de la externa apariencia 
del documento perdido. Poco después de la lectura 
de esta descripción, tomó su sombrero y se fué, mu¬ 
cho más desalentado de lo que le había visto nunca, 
antes. 

Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo 
otra visita, encontrándonos ocupados exactamente de 
la misma manera que la otra vez. Tomó una pipa y una 
silla, y principió una conversación sobre cosas ordina¬ 
rias. Por último, le dije : 


13 



218 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

— Y bien, Sr. G"**, ¿ qué hay sobre la carta robada? 
'Presumo que se habrá Vd. convencido, al fin, de que 
no hay cosa más difícil que sorprender al Ministro. 

— ¡ Que el diablo lo cargue ! esa es la verdad ; hice 
el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo 
aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo 
decía. 

— ¿ Cuánto es el premio ofrecido, dijo Vd. ? pre¬ 
guntó Dupin. 

— ¿ Cuánto? una grande cantidad, un premio ver¬ 
daderamente liberal; no quiero decir cuánto precisa¬ 
mente, pero Air€ una cosa : y es que no me seria nada 
dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos,, 
á cualquiera que me entregara la carta. 

El hecho, es que de día en día se está haciendo más 
y más importante, y el premio ha sido últimamente 
doblado. Pero aunque fuera triplicado, no podría hacer 
más de lo que he hecho. 

— Veamos, dijo Dupin lentamente, entre una y otra 
bocanada de humo; realmente pienso, G***, que Vd. 
no' ha hecho todo lo que podía en este asunto. Vd. po¬ 
día hacer un poco más, creo, ¿ eh ? 

— ¿ Cómo ? ¿ De qué manera ? 

— í Psh! creo, puff, puff, que Vd. podida, pulí, puff, 
tomar consejo sobre este asunto; puff, puff, puff. ¿ Se 
acuerda Vd. de lo que se cuenta de Abernethy ? 

— ¡No! ¡al diablo con su Abernethy ! 

— ¡ Está bueno i al diablo con él, y buena suerte. 
Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy 
avaro concibió el designio de obtener gratis de ese 
Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado 
con ese objeto estar solo con él en conversación ordi- 



LA CAUTA ROBABA 


219 


naria, le insinuó su propio caso como el de un indivi¬ 
duo imaginario. 

— Supongamos, dijo-él tacaño, que sus síntomas son 
tales y tales; ahora, doctor, ¿ qué le hubiera dicho que 
tomara ? 

— ¿ Que tomara ? dijo Ábernethy; \ psh! que tomara 
consejo, seguramente. 

— Pero, dijo el Prefecto, algo desconcertado, yo 
deseo también tomar consejo,, y pagarlo. Daría real¬ 
mente cincuenta- mil francos á cualquiera que me ayu¬ 
dara en este, asunto. 

— En ese caso, replicó Dupin abriendo un cajón 
y sacando un libro de cheques, puede Vd. perfec¬ 
tamente llenarme un cheque por la cantidad men¬ 
cionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la 
carta. 

Quedé sorprendido. El Prefecto quedó como herido 
por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin 
habla y sin movimiento, mirando incrédulamente á mi 
amigo con la boca abierta y con ojos que parecían sal¬ 
tar de sus cuencas; después, aparentemente, reco¬ 
brando la conciencia de su ser, tomó una pluma, y des¬ 
pués de algunas pausas.y miradas sin objeto, llenó por 
ultimo y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo al¬ 
canzó por sobre la mesa á Dupin. Este lo examinó cui¬ 
dadosamente y lo depositó en. su. cartera;, después, 
abriendo un escritorio, tomó de él una carta y la dio al 
Prefecto. El funcionario se abalanzó sobre ella en una 
perfecta agonía de gozo, la abrió con mano-temblorosa, 
arrojó una rápida ojeada á. su contenido, y entonces, 
agitado- y fuera de sí, tomó la puerta y sin ceremonia 
de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin 



220 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS 

haber pronunciado una sílaba desde queDupinlo había 
requerido para que llenara el cheque. 

Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en 
explicaciones. 

— La policía parisiense, dijo, es sumamente buena 
en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta 
y perfectamente versada en los conocimientos que sus 
deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, 
cuando G*** nos detalló su modo de registrar los si¬ 
tios en el hotel de D***, sentí entera confianza en que 
hubiese practicado una satisfactoria investigación, 
hasta donde se extendía su labor. 

— ¿ Hasta donde se extendía su labor? pregunté. 

— Si, dijo Dupin. Las medidas adoptadas eran, no 
solamente las mejores de su clase, sino que se acerca¬ 
ban á la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado 
oculta en la línea de esa pesquisa, los agentes de poli¬ 
cía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado. 

Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo pare¬ 
cía perfectamente serio en todo lo que decía. 

— Las medidas, pues, continuó él, eran buenas en 
su clase y bien ejecutadas ; su defecto está en ser ina¬ 
plicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de 
recursos altamente ingeniosos, son para el Prefecto una 
especie de lecho de Procusto, á los que adapta forza¬ 
damente sus designios. Así es que perpetuamente 
yerra por ser demasiado profundo, ó demasiado super¬ 
ficial en los asuntos que se le confían, y muchos niños 
de escuela son mejores razonadores que él. He cono¬ 
cido uno, de cerca de ocho años de edad, cuyos éxitos 
adivinando sobre el juego de pares ó nones, atraían la 
admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y 



LA CARTA ROBADA 


221 


es jugado con bolitas. Uno de los jugadores tiene en 
su mano un número de esas bolitas, y pregunta á otro 
si ese número es par ó non. Si el preguntado adivina, 
gana uno; si no, pierde uno. El niño deque hablo, ga¬ 
naba todas las bolitas de la escuela. Por consiguiente, 
tenia algún principio para acertar, y éste se basa en la 
simple observación y medida de la astucia de los juga¬ 
dores contrarios. Por ejemplo, un consumado bobali¬ 
cón es su contrario, y levantando su mano cerrada, 
pregunta : « ¿ son pares ó nones ? » Nuestro niño re¬ 
plica : « nones», y pierde; pero á la segunda prueba 
gana, porque entonces se dice á sí mismo : « El boba¬ 
licón se puso pares la primera vez, y su cantidad de 
astucia es justamente suficiente para llevarlo á poner 
nones en la segunda; por consiguiente, apostaré á que 
son nones » ; apuesta á nones, y gana. Ahora, con un 
babieca un grado más arriba que el primero, hubiera 
razonado asi : « Este tal, encuentra que en el primer 
caso aposté á nones, y en el segundo se propondrá á si 
mismo, en el primer impulso, una simple variación de 
pares ó nones, como hizo mi otro contrario; pero en¬ 
tonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta 
es una variación demasiado simple, y, finalmente, se 
decidirá á poner pares como antes. Por consiguiente, 
apostaré á pares » ; apuesta á pares, y gana. Ahora, 
este modo de razonar en el niño de escuela, á quien sus 
compañeros llamaban afortunado, ¿ qué es, en último 
análisis ? 

— Es simplemente, dije, una identificación del inte¬ 
lecto del razonador con el de su contrario. 

— Eso es, dijo Dupin; y después de preguntar al 
niño por qué medios efectuaba la completa identifica- 



£22 EDGAR POE. - NO VERAS Y CUENTOS 

ción en que consistían sus éxitos, recibí ia siguiente 
respuesta : « Cuando deseo saber cuán sabio ó cuán 
estúpido, ó cuán bueno ó cuán malo es alguno, ó cuáles 
son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la 
expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me 
es posible, de acuerdo con la expresión del rostro d>e 
él, y entonces trato de ver qué pensamientos ó senti¬ 
mientos nacen en mi alma, que igualen ó correspondan 
á la expresión.» Esta respuesta del niño de escuela, 
reside en el fondo de toda la espúrea profundidad que 
lia sido atribuida á La Rochefoucault, á la Bruyére, á 
MachtaveUo y á Carnpaneü. 

— Y la identificación, dije, del intelecto del razóna- 
dar con él de su contrario, depende, si le entiendo á 
Vd. bien, déla exactitud con q.ue es medido el cerebro 
del contrario. 

— Para su valor práctico depende de eso, replicó 
Dupin; y el Prefecto y sn cohorte se ven frustrados tan 
frecuentemente, primero por falta de su identificación, 
y segundo por mala medida, ó más bien por no medir 
la inteligencia con que se encuentran empeñados en 
ludia. Consideran únicamente sus propias ideas de 
ingeniosidad; y buscando cualquier cosa oculta, tienen 
en cuenta solamente los medios con que ellos da habrían 
escondido. Tienen mucha razón en esto : que su propia 
ingeniosidad es una fiel representación de la de tas 
masas ; pero cuando la astucia del reo es diversa en 
carácter de la de ellos, el reoles escapa; eslógico. Eso 
sucede siempre que esa astucia está por arriba déla de 
ellos, y muy habitualmente, cuando está por abajo. Nó 
tienen variación de principio en sus investigaciones; lo 
más que hacen, cuando son excitados por alguna inha- 



LA CAUTA ROBADA 


223 


bitnal urgencia, por - algún extraordinario premio, es 
extender ó exagerar sus viejos modos de práctica, sin 
tocar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***, 
¿que se ha hecho para variar el principio de acción? 
¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y re¬ 
gistrar con el microscopio, y dividir la superficie del 
edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas? ¿ qué es 
todo eso, sino una exageración de la aplicación de un 
principio ó conjunto de principios de .pesquisa, que está 
basado sobre el conjunto de nociones respecto á la 
ingeniosidad humana, á que el Prefecto, en la larga 
rutina de su deber, ha sido acostumbrado ?¿ No ve Vd.- 
que ha dado por sentado que todos los hombres recu¬ 
rren á ocultar una carta, no precisamente en un agujero 
hecho con una barrena en la pata de una silla, sino,- 
cuando menos, en algún oculto agujero ó rincón su ge-’ 
rido por el mismo tenor del pensamiento, que excitaría 
á un h•rubro á esconder una carta en un agujero hecho: 
con una barrena en la pata de una silla ?¿ Y nove Vd. 
también que tales rincones buscados para ocultar, son; 
adaptados únicamente á las ocasiones ordinarias, -y-' 
serían adoptados solamente por inteligencias ordina¬ 
rias ? Porque en todos los casos de ocultación, una- 
disposición del objeto ocultado, una disposición de él 
en esta manera buscada, es casi siempre presumible y' 
presumida; y así, el descubrimiento depende, no sobre; 
la penetración absolutamente, sino sobre el simple, 
cuidado, paciencia y determinación 'de los buscadores,, > 
todo junto; y cuando el caso es áe importancia, ó lo que 
quiere decir lo mismo á los ojos policiales, cuando el 
premio es de magnitud, las cualidades en cuestión no ¡ 
se ha visto que fallen jamás. Ahora entenderá Vd-: 



. 224 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si 
la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro 
de los límites del examen del Prefecto, ó en otras pala¬ 
bras, si el principio de su ocultación hubiera estado 
comprendido dentro de los principios del Prefecto, su 
descubrimiento habría sido un asunto absolutamente 
fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido 
completamente engañado; y la remota fuente de su 
fracaso, reposa en la suposición de que el Ministro es 
un loco, porque lia adquirido fama como poeta. Todos 
los locos son poetas; esto es lo que cree el Prefecto, y 
es simplemente culpable de un non distributio medii 
en inferir de ahí que todos los poetas son locos. 

— ¿ Pero el poeta es realmente éste? pregunté. Hay 
dos hermanos, me consta, yambos han alcanzado repu¬ 
tación en las letras. El Ministro, creo, ha escrito doc¬ 
tamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático, y 
no un poeta. 

— Está Yd. equivocado; lo conozco bien yo, es 
ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razo¬ 
nado bien; como simple matemático no habría razo¬ 
nado absolutamente, y así, hubiera estado á merced 
del Prefecto. 

— Vd. me sorprende, dije, por esas opiniones, que 
han sido contradichas por la voz del mundo. Vd. no 
querrá derribar la bien digerida idea de los siglos. La 
razón matemática ha sido largo tiempo mirada como la 
razón por excelencia. 

— « Se puede apostar, replicó Dupin citando á 
Chamfort, que toda idea pública, toda convención re¬ 
cibida, es una tontería, pues ha convenido al más 
grande número de personas. » Los matemáticos, con- 



LA CARTA ROBADA 


225 


cedo, han hecho cuanto les ha sido posible para promul¬ 
gar el error popular á que Yd. alude, y que no es 
menos un error porque haya sido promulgado como 
A'erdad. Con un arte, digno de mejor empleo, por 
ejemplo, han insinuado el término a análisis » en 
aplicación al álgebra. Los franceses son los origina- 
dores de esta superchería popular; pero si un término 
es de alguna importancia, si las palabras derivan algún 
valor de su aplicabilidad, « análisis » expresa « álge¬ 
bra », poco más ó menos, como en latín ambitus implica 
« ambición », religio « religión », homines honesti « un 
conjunto de hombres honorables ». 

— Vd. tiene alguna querella, dije, con algunos de 
los algebristas de París, seguro; pero prosiga Yd. 

— Disputo la validez, y por consiguiente, el valor 
de esa razón que es cultivada en una forma especial, 
distinta déla abstractamente lógica. Disputo, en parti¬ 
cular, la razón aducida por el estudio matemático. Las 
matemáticas es la ciencia de la forma y cantidad; el ra¬ 
zonamiento matemático es simplemente la lógica apli¬ 
cada á la observación sobre forma y cantidad. El gran 
error reposa en suponer que hasta las verdades de lo 
que es llamado álgebra pura son verdades abstractas 
ó generales. Y este errores tan extraordinario, queme 
confundo ante la universalidad con que ha sido reci¬ 
bido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de 
verdad general. Lo que es verdad de relación, de forma 
y de cantidad, es & menudo grandemente falso res¬ 
pecto á moral, por ejemplo. En esta última ciencia es 
muy usualmente incierto que las partes agregadas son 
iguales al todo. En química el axioma falla también. En 
la consideración de motivo falla : porque dos motivos, 

13* 



sao EDGAR ROE. — NOVELAS. V CUENTOS 

cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente, 
cuando se les une, un valor igual ála suma de sus var 
lores aparte. Hay muckas otras numerosas verdades 
matemáticas, que son verdades únicamente dentro de 
los límites de relación. Pero el matemático arguye;, 
apoyándose en sus verdades infinitas, según es cos¬ 
tumbre, como si ellas fueran de unaaplicabilidad abso¬ 
lutamente general, como si el mundo imaginara, ea 
realidad, que lo son. Boyant, en su recomendable 
Mitología , menciona una análoga fuente de error, 
cuando dice que « aunque las fábulas paganas no son 
creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y 
hacemos inferencias de ellas, como si fueran reali¬ 
dades ». Entre los algebristas, no obstante que son 
pagauos ellos mismos, las « fábulas paganas » son 
creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa 
•de la memoria, sino por una incomprensible infecun¬ 
didad de los cerebros. En una palabra, no he encon¬ 
trado nunca un simple matemático en quien se pudiera 
confiar, fuera de las raíces iguales, ó uno que no to¬ 
mara clandestinamente como un punto de fé, que 
X 3 -f-pa? era absoluta é incondicionalmente igual á q. 
Diga Vd. á uno de esos caballeros, por vía de experi¬ 
mento, si desea, que Vd. cree que pueden presentarse 
casos en que X 2 + pee, no es completamente igual á q,, 
y después de haberle hecho entender lo que quiere 
decir, eche á correr, tan pronto como, le sea posible, 
•porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza. 

« Quiero decir, continuó Dupin mientras me reía yo 
de su última observación, que si el Ministro hubiera 
sido nada más que un matemático, el Prefecto nt» 
habría tenido necesidad de darme este cheque. Le cono- 



LA. CAUTA ROBADA 


237 


cía yo, sin embargo. Como matemático y como poeta, 
y mis medidas fueron adaptadas á su capacidad, con 
referencia á las circunstancias de que estaba rodeado. 
Le conocía como un cortesano, y además como un 
intrigante. Un tal hombre, pensé, no dejaría de conocer 
los ordinarios medios de acción de la policía. No podía 
baber dejado de prever, y los sucesos han probado que 
no dejó de prever, los registros á que fué sujetado. 
Debdiaber esperado las secretas investigaciones de su 
casa. Sus frecuentes ausencias de ella, en la noche que 
eran celebradas por el Prefecto como cierta ayuda á 
sus éxitos, las miré únicamente como astucias para pro¬ 
curar oportunidad á la policía de hacer un completó 
registro, é imprimirle asi lo más pronto posible la con¬ 
vicción á que G*“ llegó al último, de que la carta 
no estaba en la casa. Comprendí también que todo el 
conjunto de pensamientos, que tendría alguna pena en 
detallar á Vd. ahora, relativo á los invariables princi¬ 
pios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, 
comprendí que todo ese conjunto de pensamientos pasa¬ 
ría necesariamente por la mente del Ministro. Eso le 
llevaría, de una manera inevitable, á despreciar todos 
los ordinarios escondrijos. No podía, reflexioné, ser tan 
débil que no viera que los más intrincados y más remo¬ 
tos secretos de su hotel, serían tan de fácil acceso 
como los rincones más comunes, á los ojos, á los 
exámenes, á las barrenas y álos microscopios del Pre¬ 
fecto. Vi, por íin, que sería impelido, como un asunto 
de lógica, á la simplicidad , si no era deliberadamente 
inducido ¿aceptarla como un asunto de elección. Recor¬ 
dará Yd. quizá con cuánta gana se rió el Prefecto, 
cuando sugerí en nuestra primera entrevista que ere 



228 ED3AB POE. — NOVELAS V CUENTOS 

.muy posible que este misterio le embarazara tanto, á 
causa de ser su descubrimiento demasiado evidente por 
jbí mismo. 

— Sí, dije, recuerdo biea su hilaridad. Creí real¬ 
mente que caería en convulsiones. 

— El mundo material, continuó Dupin, abunda en 
muy estrictas analogías con el inmaterial ; y así se ha 
dado algún color de verdad al dogma retórico de que 
la metáfora ó símil, puede ser empleada para dar más 
fuerza á un pensamiento ó embellecer una descripción. 
El principio de vis ineríise, por ejemplo, parece ser 
idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la 
primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento 
con más dificultad que uno pequeño, y que su subse¬ 
cuente momentum es proporcionado á esa dificultad, 
que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta 
capacidad, aunque más potentes, más constantes y más 
fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, 
son sin embargo los menos prontamente movidos, y 
más embarazados y llenos de hesitación en los prime¬ 
ros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado 
Vd. alguna vez cuáles son las muestras de casas de 
negocio que más llaman la atención? 

— Nunca he acordado la más mínima observación d 
ese punto, dije. 

— Hay un juego de acertijos, replicó él, que se juega 
sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que 
encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, 
rio, estado ó imperio; una palabra, en fin, sóbrela 
abigarrada y confusa superficie de la carta. Un novicio 
en el juego trata generalmente de embarazará sus con¬ 
trarios, dándoles á buscar los nombres escritos con 



LA CARTA ROCADA 


229 


letras más pequeñas ; pero el adepto escoge, de esas 
palabras que se extienden en grandes caracteres, de 
un extremo a otro de la carta. Estas, lo mismo que los 
anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras 
grandísimas, escapan á la observación á fuerza de ser 
excesivamente notables; y aquí, la física inadvertencia 
es precisamente análoga á la ininteligibilidad moral, 
por la que el intelecto permite que pasen desapercibi¬ 
das esas consideraciones, que son demasiado impor¬ 
tunas y palpablemente evidentes por sí mismas. Pero 
parece que éste es un punto que está algo arriba ó 
abajo de la comprensión del Prefecto. Nunca creyó pro- 
bable ó posible, que el Ministro hubiera depositado la 
carta inmediatamente debajo de la nariz de todo el 
mundo, á fin de impedir á cualquier porción de ese 
mundo, que la descubriera. 

« Pues cuanto más reflexionaba sobre la osada, 
fogosa y discernidora ingeniosidad de D* 1 *, sobre el 
hecho de «¡ue el documento debía haber estado siempre 
á mano , si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre 
. la decisiva evidencia, obtenida por el Prefecto, deque no 
estaba oculto dentro de los límites de sus ordinarias 
pesquisas, más convencido quedaba de que para ocul¬ 
tar aquella carta, el Ministro había recurrido al corto 
y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absoluta¬ 
mente. 

« Lleno de estas ideas, me acomodé unas gafas verdes; 
y una hermosa mañana, como por casualidad, entré al 
hotel ministerial. Encontré á D*** bostezando, exten¬ 
dido cuan largo era, charlando insustancialmente, 
como de costumbre, y pretendiendo estar en la última 
extremidad de fastidio. Sin embargo, es uno de los 



230 EDG.4U POK. - NOVELAS Y CUENTOS 

hombres más idealmente activos que existen, pero esto 
es cuando nadie lo ve. 

« Para pagarle coa la misma moneda, me quejé de 
mis débiles ojos, y lamentó la necesidad en que estaba 
de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba 
cuidadosa y completamente toda la pieza, mientras en 
apariencia sólo me ocupaba de la conversación que con 
él sostenía. 

« Puse especial atención en una gran mesa-escrito¬ 
rio, cerca de la cual se sentó, y sobre laque había des¬ 
parramados confusamente diversas cartas y otros 
papeles, uno ó dos instrumentos de música y algunos 
libros. En ella, no obstante, después de un largo y 
deliberado escrutinio no vi nada capaz de excitar par¬ 
ticulares sospechas. 

« Por líltimo, mis ojos, examinando el circuito del 
cuarto, cayeron sobre una miserable tarjetera de cartón 
afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta 
á una perillita de cobre amarillo, colocada justamente 
bajo el medio déla repisa de la chimenea. En aquella 
tarjetera, que tenia tres ó cuatro compartimentos, 
había seis ó siete tarjetas de visita y .una solitaria carta. 
Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se 
hallaba rota casi en dos, por el medio, como si un desig¬ 
nio de hacerla pedazos por su ningún valor, hubiera 
sido cambiado y detenido después de haberla partido 
de aquella manera. Tenía un gran sello negro, con la 
cifra de D***, muy visible, y había sido dirigida por 
una diminutiva mano de mujer á D***, el Ministro 
mismo. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y 
hasta despreciativamente, parecía, en nna de las divi¬ 
siones superiores de la tarjetera. 



LA CARTA ROBADA 


23 f 


No bien concluí de mirar la carta en cuestión, com¬ 
prendí que era la que andaba buscando. Á la verdad, 
era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella 
acerca de la cual nos había leído el Prefecto una des¬ 
cripción tan municiosa, Allí el sello era grande y 
negro, con la cifra de D***; en la otra era pequeño y 
rojo, con las armas ducales de la familia de S***. Allí 
la dirección al Ministre, era diminutiva y femenina; 
en la otra la letra del sobre, á un cierto real personaje, 
era marcadamente enérgica y decidida ; la medida sólo 
formaba un punto de correspondencia. Pero entonces 
la naturaleza, radical de esas diferencias, que era 
excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del 
papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos 
metódicos de D***, y un designio tan sugestivo de la 
idea de la insignificancia del documento ; estas cosas, 
junto con la visible situación en que se hallaba, á la 
vista de todos los visitantes, y así, exactamente de 
acuerdo con las conclusiones á que había yo llegado 
previamente; estas cosas, digo, eran muy corrobora¬ 
tivas de sospecha, para quien había ido con la inten¬ 
ción de sospechar. 

« Demoré mi visita tanto como fué posible, y mien¬ 
tras mantenía una de las más animadas discusiones 
con el Ministro, sobre un tópico que sabía que jamás 
había dejado de interesarlo y excitarlo, guardé mi aten¬ 
ción, en realidad, sobre la carta. En aquel examen, 
confié á la memoria su externa apariencia y arreglo 
en la tarjetera ; y al último, alcancé un descubrimiento 
que borraba cualquier trivial duda que pudiera haber 
concebido. Registrando con la vista los filos del papel, 
noté que estaban más chafados de lo que parecía nece- 



232 EDGAR POE. — DOVELAS Y CUENTOS 

sario. Presentaban la apariencia de rotura que resulta 
cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado 
y apretado con una prensa, es vuelto á doblar en una di¬ 
rección contraria, en los mismos pliegues ó filos que ha 
formado el primitivo doblez, liste descubrimiento fué 
suficiente. Fué claro para mí que la carta había sido 
dada vuelta, como un guante, lo de adentro para 
afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían 
sido agregados. Di los buenos días al Ministro, y le 
dejé de pronto, abandonando sobre la mesa una caja 
de oro para rapé. 

« A la mañana siguiente fui por la caja de rapé, y 
renovamos vehementemen la te conversación del día 
anterior. Mientras estábamos en ella empeñados, un 
fuerte disparo, como de una pistola, fué oído inmedia¬ 
tamente debajo de las ventanas del edificio, y fué 
seguido por una serie de gritos de terror, y exclama¬ 
ciones de una cantidad de gente asustada. D*** se 
lanzó á una de las ventanas, la abrió y miró hacia la 
calle. Mientras, me acerqué á la tarjetera, tomé la 
carta, la metí en un bolsillo de mi traje, y la reemplacé 
por un fac simile{á<d sus caracteres externos) que había 
preparado cuidadosamente en casa, imitando la cifra 
de D**\ con mucha facilidad, por medio de un sello 
hecho con miga de pan. 

« El tumulto en la calle había sido ocasionado por 
la loca conducta de un hombre con un mosquete. 
Había hecho fuego con él entre multitud de mujeres y 
niños. Probó, sin embargo, que el arma estaba des¬ 
cargada, y se le permitió que continuara su camino, 
como un lunático ó un ebrio. Cuando se hubo retirado, 
D*** se separó de la ventana, á donde le había seguido 



LA CARIA ROBADA 


233 


yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. 
Al poco rato me despedí de él. El pretenso lunático 
era un hombre á quien yo había pagado para que pro¬ 
dujera el tumulto. 

— Pero, ¿qué propósito tenía Vd,, pregunté, para 
reemplazar la carta por un fac sbnile? ¿ No hubiera 
sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abierta¬ 
mente y salir con ella ? 

— D***, replicó Dupin, es un hombre arrojado y 
un hombre de nervio. Su casa, además, no carece de 
servidores consagrados á los intereses del amo. Si 
hubiera yo hecho la atrevida tentativa queVd. sugiere, 
podría haber sucedido que no saliera vivo de la pre¬ 
sencia del Ministro. El buen pueblo de París podía 
no haber oído hablar nunca más de mí. Pero tenía 
un objeto aparte de esas consideraciones. En este 
asunto, obro como partidario de la lady comprometida. 
Durante diez y ocho meses, el Ministro la ha tenido 
en su poder. Ella es la que le tiene en su poder ahora; 
desde que no sabiendo que la carta no está ya en su 
posesión, proseguirá con sus exacciones como si la 
tuviera. Asi será encargado, él mismo, de su destruc¬ 
ción política. Su caída, además, no será más precipi¬ 
tada que torpe. Es igualmente exacto hablar, á propó¬ 
sito de su caso, del facilis descensus Avernis ; pues en 
todas especies de trepamientos, como Catalani dice 
del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el 
presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, 
por el que desciende. Es ese mmslnun horrendum del 
hombre de genio sin principios. Confieso, sin em¬ 
bargo, que me gustaría mucho conocer el preciso 

carácter de sus pensamientos cuando, siendo 

desafiado 



234 EDGAR POE. —■ NOVELAS Y CUENTOS 

por aquella á quien el Prefecto llama « un cierto per¬ 
sonaje », se vea reducido á abrir la carta que he dejado 
para él en la tarjetera. 

— ¿ Cómo? ¿puso Vd. algo particular en ella? 

— ¡ Plis ! no parecía del todo bien dejarle el interior 
en blanco; eso hubiera sido insultarle. D***, en Viena 
me jugó una mala partida, acerca de la que le dije; 
con entero buen humor, que la recordaría en tiempo 
oportuno. Así, como comprendí que sentiría alguna 
curiosidad respecto á la identidad de la persona que 
había sobrepujado su inteligencia, pensé que era 
una lástima no dejarle una huella para que la cono¬ 
ciera. Conoce perfectamente mi letra, y copié en medio 
mismo de la página en blanco las palabras : 

. Un dessein si funeste, 

S’il n’est d’Airée, est digne de Thyeste, 

■que se pueden encontrar en la Atrea de Crebillon. 




M. VALDEMAR 


Como es consiguiente, no pretendo que haya motivó 
de admirarse deque el extraordinario caso de Mr. Val- 
denme excitara discusión. Habría podido ser un mila¬ 
gro sino hubiera estado bajo circunstancias especiales. 
A pesar del deseo que tenían todas las partes interesa¬ 
das en ocultar el cuento al público, al menos por 
momento, ó hasta que tuviéramos ulteriores oportuni¬ 
dades de investigación — á pesar de nuestros esfuerzos 
para conseguir esto —una relación incompleta y exa¬ 
gerada, circuló entre la sociedad y se convirtió en la 
fuente de muchas inexactitudes desagradables, y muy 
naturalmente, de una gran incredulidad. 

Se ha hecho necesario, pues, que yo relate los hechos 
— hasta donde los comprendo yo mismo. Helos aquí', 
sucintamente : 

Durante los últimos tres años, mi atención había 
sido atraída repelidas veces por el mesmerismo; y hace 
cerca de nueve meses, me ocurrió, repentinamente, que 



S36 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

en la serie de los experimentos hechos hasta entonces, 
había habido una omisión muy notable y muy difícil de 
explicar : nadie había sido magnetizado aún in articulo 
mortis. Faltaba ver, primero, si en tal condición, existía 
en el paciente alguna susceptibilidad á la influencia 

magnética; segundo, si esa condición diminuía ó au¬ 
mentaba la susceptibilidad; tercero, la extensión del 
período por el que las vejaciones de la Muerte podían 
ser detenidas por este proceso. Había otros puntos á 
constatar, pero esos excitaban más mi curiosidad — el 
último especialmente, por el carácter importantísimo 
de su consecuencias. 

Buscando alguien por cuyo medio pudiera experi¬ 
mentar esos particularidades, fui llevado á pensar en 
mi amigo Mr. Ernesto Valdemar, el bien conocido 
compilador de la Biblioteca Forénsica y autor (bajo el 
seudónimo de Isaacbar Marx) de las versiones polacas 
de Wallenstein y Oargantúa. Mr. Valdemar, que había 
residido principalmente en Harlen, New-York, desde el 
año 1839 es (ó era) muy digno de atención por la extrema 
flacura de su persona — pareciéndose mucho sus miem¬ 
bros inferiores á los de John Raudolph; y también por 
lo blanco de sus patillas, en violento contraste con lo 
negro de su cabello — circunstancia que hacía creer á 
todo el mundo, que usaba peluca. Su temperamento 
era excesivamente nervioso y le convertía en un buen 
sujeto para los experimentos mesméricos. En dos ó 
tres ocasiones, le había hecho yo dormir con poca difi¬ 
cultad, pero fui contrariado por otros resultados que 
su constitución peculiar me había permitido anticipar, 
naturalmente. Su voluntad, no se hallaba nunca por 
completo bajo lo mía, y respecto á la clarovidencia, no 



M. VALDEJIAn 


237 


pude obtener de él praebas dignas de fe. Siempre 
atribuí mi poco éxito en ese punto, al desordenado 
estado de su salud. Pocos meses antes de conocerle yo, 
los médicos le habían declarado tísico. Era su cos¬ 
tumbre, es cierto, hablar de su próxima disolución, 
como de una cosa que no se debía esquivar ni sentir. 

Cuando me ocurrieron las ideas de que acabo de 
hablar, era por consiguiente muy natural que hubiera 
pensado en Mr. Valdemar. Conocía la filosofía sólida 
del hombre, lo suficiente para no recelar escrúpulos de 
él; y no tenía ningún deudo en América que se opu¬ 
siera á mi pretensión. Le hablé con franqueza de mi 
proyecto; y, con gran sorpresa vi que su interés parecía 
vivamente excitado. Digo con gran sorpresa; porque, 
aunque había sometido siempre su persona á mis experi¬ 
mentos, sin ninguna vacilación, no me había dado nunca 
un testimonio de simpatía por esa clase de investiga¬ 
ciones. Su enfermedad era de ese carácter que puede 
admitir un exacto cálculo respecto ¿ la época de su ter¬ 
minación por la muerte; y fué por último, arreglado 
entre nosotros, que me enviaría S buscar, veinti y 
cuatro horas antes del período anunciado por los médi¬ 
cos, como el de su fallecimiento. 

Hace ahora más de siete meses que recibí de Mr. Val¬ 
demar mismo la siguiente esquela : 


« Mi querido P*** 

Podéis venir ya. D*** y F*** están contestes en que 
no duraré más que hasta los doce de la noche de 
mañana; y creo que han calculado perfectamente. 

Valdemar. » 



asa EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

Recibí esta esquela media hora después de haber sido 
escrita, y quince minutos más tarde estaba en la habi¬ 
tación del moribundo.. No le había visto hacía diez días, 
y quedé consternado por la horrorosa alteración que 
tan breve intervalo había producido en él. Su rostro 
tenía un color aplomado; los ojos absolumente sin 
brillo; y el enflaquecimiento era tan extremo, que el 
cutis se había rajado-en los pómulos. Su expectoración 
era excesiva. El pulso, perceptible apenas. Conservaba, 
sin embargo, de una manera notable, su aptitud men¬ 
tal y un cierto grado de fuerza físiea. Hablaba distin¬ 
tamente — temó algunas medicinas paliativas sin que 
le ayudaran ■— y, cuando entré al cuarto, estaba ocu¬ 
pado en escribir con lápiz, en el memorándum de una 
cartera. Estaba sostenido por almohadas en el lecho. 
Los doctores D*** y F*** le cuidaban. Después de 
estrechar la mano de Valdemar, tomé aparte á esos 
caballeros, y obtuve de ellos una relación minuciosa 
del estado del paciente. El pulmón izquierdo había per¬ 
manecido durante ocho meses en un estado semióseo ó 
cartilaginoso, de manera que se hallaba inútil para 
proporcionar vitalidad. El derecho, en su porción supe¬ 
rior, estaba también parcialmente, sino del todo, osifi¬ 
cado, mientras que la región inferior era una masa de 
tubérculos purulentos, con. comunicación entre si. 
Varias y extensas perforaciones existían; y en un 
punto se habían localizado permanentemente en las 
costillas. La presencia de estos fenómenos en el lóbulo 
derecho era de fecha reciente, en comparación. La osi¬ 
ficación había procedido con una rapidez inhabitual : 
ningún síntoma había sido descubierto hasta un mes 
antes, y las perforaciones habían sido observadas hacía 



M. VALDEMAR 


239 


tres días reeién. Independientemente de la tisis, se 
sospechaba que el enfermo tuviera un aneurisma en la 
aorta; pero acerca de este punto los síntomas oseosos 
hacían imposible un diagnóstico exacto. Era la opinión 
de los dos médicos, que Mr. Valdemar moriría á las doce 
de la noche del día siguiente, poco más ó menos. Eran 
entonces las siete de la tarde. Día sábado. 

Al separarse del lado del paciente, para conversar 
conmigo, los Dres. D*** y F***, le habían dado el 
último adiós. Su intención era no volver más; pero á 
mi pedido, convinieron en examinarlo de nnevo á las 
diez de la noche del domingo. 

Cuando- se hubieron marchado-, hablé libremente con 
Mr. Valdemar respecto á su próxima disolución, así 
como sobre el experimentopropuesto, aunque con más 
especialidad. Profesaba aún un gran deseo — hasta un 
ansioso deseo — de llevarlo á cabo, y me exhortó á que 
lo comenzara de una vez. Dos enfermeros, una mujer 
y un hombre, había en la casa para cuidarlo; pero no 
me sentí con la confianza necesaria para empeñarme 
en una tarea de ese carácter, sin que más testigos que 
ellos, pudieran declarar en caso de un accidente repen¬ 
tino. Diferí pues la operación hasta cerca de las ocho 
de la noche siguiente, cuando la llegada de un estu¬ 
diante de medicina (Mr. Teod'ore D***) con quien tenía 
alguna relación, me hubo libertado de los últimos 
escrúpulos. Había pensado, primeramente, esperar á 
los médicos : pero fui inducido á proceder por las 
repetidas instancias de Mr. Valdemar, y por mi con¬ 
vicción de que no había un momento que perder, pues 
se moría rápidamente. 

Mr. L*** fué tan amable- que accedió á mi deseo de 



240 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 
que tomara razón de lo que ocurriera; y es en su 
memorándum donde se encuentra lo que tengo que 
decir todavía. Casi todo se halla en él, condensado i 
copiado verbalim. 

Faltaban cinco ó diez minutos para las ocho, cuando 
tomando las manos del paciente, le supliqué que decla¬ 
rara, tan claramente como le fuera posible al señor L***, 
si él (Mr. Valdemar) estaba conforme y quería que 
hiciera yo el experimento del mesmerismo en su per¬ 
sona. 

Replicó débilmente, pero de una manera inteligible: 

— Sí, quiero ser magnetizado. — Añadiendo en el 
acto : Temo mucho que no hayáis diferido el acto, de¬ 
masiado. 

Mientras hablaba así, comencé los pases que había 
encontrado antes más eficaces para adormecerlo. Fuó 
evidentemente influenciado por el primer rozamiento 
lateral de mi mano sobre su frente; pero aunque puse 
en juego todos los elementos conocidos, ningún otro 
efecto perceptible fué producido hasta algunos minutos 
después de la diez de la noche, hora en que llegaron los 
Dres. D*** y F***, de acuerdo con lo convenido. Les 
expliqué, en pocas palabras, cuál era mi intento, y 
como no opusieron objeción alguna, manifestando que 
el enfermo estaba ya en la lütima agonía, procedí sin 
vacilación — cambiando, sin embargo, los pases late¬ 
rales por perpendiculares, y dirigiendo toda mi aten¬ 
ción sobre el ojo derecho del paciente. 

En esos momentos su pulso era imperceptible y su 
respiración estertórea, y con intervalos de medio 
minuto. 

Permaneció así cerca de un cuarto de hora. Al finali- 



M. VALDEMAR 


24 í 

zar ese período, un suspiro natural aunque muy pro¬ 
fundo, se escapó de su pecho y la respiración estertórea 
cesó, es decir, el estertor no fue ya apreciable; los 
intervalos no disminuyeron. Las extremidades del 
moribundo estaban frías como el hielo. 

Cinco minutos antes de las once percibí síntomas 
inequívocos de la influencia magnética. Los ojos que 
giraban antes como globos de vidrio, adquirieron esa 
expresión de inquieto ó interior examen que se ve úni¬ 
camente en caso de sonambulismo y que no se puede 
equivocar con ninguna otra. Con varios pases laterales 
y rápidos, sumí los temblorosos párpados en un sueño 
incipiente, y con otros cuantos más los hice cerrar del 
todo. No estando satisfecho, sin embargo, con esto, 
continuólas manipulaciones vigorosamente, empleando 
toda mi voluntad, hasta que hube endurecido por com¬ 
pleto los miembros del durmiente, después de haberlos 
colocado en una posición al parecer cómoda. Las 
piernas estaban estiradas en toda su longitud; los 
brazos casi lo mismo, y reposando en el lecho, á una- 
distancia conveniente del cuerpo. La cabeza se hallaba 
ligeramente elevada. 

Cuando hube hecho esto, eran ya las doce de la 
noche, y pedí á los caballeros presentes que estimaran 
el estado de Mr. Valdemar. Después de algunos expe¬ 
rimentos, admitieron que se hallaba en un estado, inha¬ 
bitualmente perfecto, de catalepsia magnética. La cu¬ 
riosidad de los dos médicos estaba excitada al más alto 
grado. El Dr. D*** resolvió por fin, permanecer con 
nosotros toda la noche, mientras el Dr. F*** se retiró, 
prometiendo volver á la madrugada. Mr, L*** y los- 
enfermeros se quedaron. 


ít 



'242 BOGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

Dejamos á M. Valdemar completamente tranquilo 
hasta cerca de las tres de la mañana,, que nos aproxi¬ 
mamos á su lecho y le encontramos en el mismo estado 
que cuando se retiró el Dr, F***, es decir, en la misma 
posición. El pulso era imperceptible la respiración 
débil (apenas notable, excepto aplicándole un espejo 
á los labios); los ojos estaban cerrados natural¬ 
mente; y los miembros tan rígidos y tan fríos como el 
mármol. En general, su apariencia n* era la de un 
■cadáver. 

Al aproximarme á Mr. Valdemar hice una especie de 
semi-esfuerzo para influenciar su brazo derecho, á fin 
de que siguiera la dirección del mío, que pasaba por 
su.cuerpo en todos sentidos. Experimentos de esa natu¬ 
raleza no habían tenido nunca buen resultado con el 
paciente, y á la verdad, tenía, muy poca esperanza de 
conseguirlo entonces; pero con gran aso mino, su. brazo 
siguió fácil aunque débilmente, las direcciones que le 
señalaba con elmío. Determiné aventurar algunas pre¬ 
guntas. 

— Mr. Valdemar,.dije, ¿estáis dormido? 

No replicó nada, pero percibí un temblor sobre sus 
labios, é inducido por él, repetí mis palabras dos veces 
más. Á esta tercera repetición, todo su cuerpo se agitó 
con un estremecimiento débilísimo; loa párpados se 
abrieron por sí mismos de tal manera que mostraron 
hasta la niña del ojo ;. los labios se movieron con len¬ 
titud, y á través de ellos, en un, murmullo apenas per- 
ceptible, se escaparon las palabras 

— Si,; — dormido ahora, ; No me despertéis — 
■dejadme morir así! 

Le toqué los labios y los encontré más rígidos que 



M. YALÍ1E3IAR 2V5 

nunca. El brazo derecho, como antes, obedecía la 
dirección de mi mano. Pregunté al sonámbulo : 

— ¿ Sentís aún dolor en el corazón, Mr. Valdemar? 

La respuesta fué inmediata pero todavía menos 
imperceptible que antes : 

— Ningún dolor. — Estoy agonizando. 

Creí que no fuera prudente seguir incomodándole, y 
nada más fué dicho ni hecho hasta la liegada del 
Dr. F***, que fué poco antes de salir el sol; expresó 
una sorpresa sin limites al encontrar al enfermo toda¬ 
vía vivo. Después de tomarle el pulso y aplicarle un 
espejo á los labios, me pidió que hablara de nuevo al 
sonámbule. Lo hice, diciéndole : 

— Mr. Valdemar, ¿ dormís todavía ? 

Lo mismo que antes, pasaron algunos minutos sin 
que replicara; y mientras, parecía que juntaba todas 
sus fuerzas para hablar. Á mi cuarta repetición de la 
pregunta, respondió muy débilmente, con una voz casi 
imperceptible : 

— Sí; todavía duermo — agonizando. 

Fué entonces la opinión ó más bien el deseo de los 
médicos que Mr. 'Valdemar permaneciera en aquel 
estado aparentemente tranquilo, hasta que llegara la 
muerte — y ésta, según todos creían, debía tener lugar 
de allí á pocos minutos. Terminé, sin embargo, por 
hablarle todavía una vez, repitiendo simplemente mí 
■anterior pregunta. 

; Mientras hablaba, hubo un cambio marcado en el 
'aspecto del sonámbulo. Los ojos giraron bajo el pár¬ 
pado casi cerrado, desapareciendo las pupilas hacia 
arriba; el cutis afectaba en general un color cadavé¬ 
rico, que se parecía más el papel blanco que el perga- 



244 Edgar poe. — novelas y cuentos 

mino; y las manchas circulares, síntomas de la fiebre 
ética, que hasta entonces se habían circunscrito al cen¬ 
tro de cada mejilla, se apagaron de repente. Uso esta 
palabra, porque la violencia de su desaparición me 
recordó la luz de una vela, extinguida por un soplo. 
El labio superior, al mismo tiempo, se torció fuera de 
los dientes, á los que cubría antes por completo; la 
mandíbula inferior cayó con un perceptible golpe, 
dejando la boca anchamente extendida descubriendo la 
lengua blanca é hinchada. Creo que todos estábamos 
acostumbrados á los horrores de los lechos de muerte; 
pero fué tan repugnante el aspecto de Mr. Valdemar 
en aquel momento, que hubo un movimiento de reti¬ 
rada general. 

Comprendo que he alcanzado al punto de esta narra¬ 
ción en que cada lector se verá solicitado por una posi¬ 
tiva incredulidad. Mi tarea, 6Ín embargo, consiste en 
proseguirla. 

No quedó en Mr. Valdemar, el más débil signo de 
vitalidad; y creyéndole muerto, estábamos encargando 
sú cuerpo á los enfermeros, cuando se observó en su 
lengua, un fuerte movimiento vibratorio. Fué visible 
durante un minuto casi. Al expirar este período, brotó 
de las mandíbulas dilatadas é inmóviles, una voz — 
que seria locura en mi, pretender describirla. Existen, 
á la verdad, dos ó tres epítetos que podrían conside¬ 
rarse como aplicables á ella, en parte; puedo decir, 
por ejemplo, que el sonido era bronco, y cortado, y 
hueco, pero su horroroso conjunto es indescriptible, 
por la simple razón de que jamás ha resonado un so¬ 
nido semejante en los oídos de la humanidad. 

Había dos particularidades, sin embargo, que pensé 



M. VALDEMAR 


2*5 


y pienso todavía, pueden ser enunciadas con exactitud, 
tanto para comprender lo característico de su entona¬ 
ción, como bien adaptadas para hacerse una idea de su 
peculiaridad extraterrestre. En primer lugar, la voz 
parecía llegar á nuestros oídos — al mío, por lo menos 
— desde una vasta distancia, desde alguna profunda 
caverna. Después, me pareció (temo, á la verdad, que 
me sea imposible ser comprendido) que algo gelatinoso 
ó glutinoso afectaba mi sentido del tacto. 

He hablado de « sonido » y de « voz ». Quiero decir 
que el sonido era de distinta — hasta de sorprendente, 
de pasmosa silabiíicación. Mr. Valdemar habló — evi¬ 
dentemente en respuesta á la pregunta que le había 
hecho pocos minutos antes. Le había preguntado, se 
recordará, si dormía. Y él había dicho : 

—Sí; no; — he estado durmiendo — y ahora — 
ahora estoy muerto. 

Ninguna de las personas presentes afectó negar, ni 
pretendió reprimir el inexplicable — el tembloroso 
horror que esas palabras, así pronunciadas, trasmitie¬ 
ron á todos. Mr. L*** (el estudiante) se desmayó. Los 
enfermeros abandonaron la habitación inmediata¬ 
mente, y no se pudo conseguir que volvieran. Mis pro¬ 
pias impresiones, no pretendo hacerlas inteligibles al 
lector. Cerca de una hora nos ocupamos nosotros mis¬ 
mos, silenciosamente — sin pronunciar una palabra — 
en hacer volver en sí á Mr. L***. Cuando lo consegui¬ 
mos, tratamos de hacer una nueva investigación del 
estado de Mr. Valdemar. 

Era el mismo que he descrito la última vez, con la 
excepción de que el espejo no se empañaba ya, al ser 
aplicado á sus labios. Una tentativa de sacarle sangre 

li* 



EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

de un brazo no tuyo éxito. Debo mencionar, además; 
que este miembro no estaba ya sujeto á mi voluntad. 
Ensayó inútilmente hacerle . seguir la dirección de mí 
mano. La única indicación real, á la verdad, de la 
influeneia magnética l’ué encontrada en el movimiento 
vibratorio de la lengua, cuando dirigía á Mr. Valdemar 
alguna pregunta. Parecía haeer un esfuerzo por res¬ 
ponder, pero ya no tenía suficiente volición. Si le 
hablaba alguna otra persona que yo parecía absoluta¬ 
mente insensible — aunque traté de colocar á todos 
lós presentes en relación mesmériea con él. Creo que 
he relatado ya todo lo necesario para poder conocer 
el estado del sonámbulo en esa época. Otros enferme¬ 
ros fueron procurados ; y á las diez salí de la casa en 
compañía de los dos médicos y de Mr. L***. 

Alá' tarde fuimos todos á ver al paciente dé nuevo. 
Su estado era exactamente el mismo-. Tuvimos alguna 
discusión respecto á la conveniencia y posibilidad de 
despertarle; pero encontra mos poca dificultad en conve¬ 
nir que no podía servir á ningún buen propósito. Era 
evidente, que hasta entonces, la muerte (ó lo que 
comúnmente se llama muerte) había sido detenida por 
el proceso mesmérico. Nos parecía claro á todos nos¬ 
otros, que despertar á Mr. Valdemar, seria simplemente 
apresurar su fin, ó al menos, su rápida disolución. 

Desde este periodo hasta la semana que acaba dé 
terminar — un intervalo de cerca de siete meses — con¬ 
tinuamos yendo diariamente á la casa de Mr. Valde¬ 
mar, acompañados unas veces-por médicos y otras por 
amigos. En todo ese tiempo el sonámbulo permaneció 
exactamente como lo be descrito la última ocasión. Los 
cuidadas de los enfermeros eran continuos! 



M, Y A L DEMAR 


2iT 


Fue el viernes último que resolvimos hacer el expe¬ 
rimento de despertarlo ó de tratar de despertarlo y es 
el (quizá) tutor tunado resultado de este experimento, 
el que ha dado origen á tantas discusiones en los cír¬ 
culos privados — á tanto délo que no puedo impedirme 
de llamar las injustificables creencias populares. 

Con objeto de sacar á Mr. Yaldemarde sucatalepsia 
magnética, hice uso de los pases acostumbrados. Du¬ 
rante algunos momentos, fueron inútiles. La primara 
indicación de la vuelta á la vida, fué un descenso par¬ 
dal del iris. Se observó como especialmente notable 
que este rebajamiento de la pupila, fué acompañado 
por la profusa salida «le un licor amarillento (de debajo 
de las párpados) de un olor acre y muy repugnante. 
Se habló entonces de que debía tratar de influenciar el 
brazo del paciente como en otro tiempo. Hicela prueba, 
sin obtener éxito. El Dr. F***, entonces, manifestó el 
deseo de que hiciera al enfermo, una pregunta que me 
dictó. 

— Mr. Valdemar, dije, ¿podéis explicarnos cuáles 
son nuestros sentimientos ó deseos ahora? 

Hubo por un instante reaparición de las manchas de 
la fiebre, en las mejillas; la lengua se estremeció ó 
más bien giró violentamente dentro de la boca (aunque 
las mandíbulas y labios estuvieran tan rígidos como 
antes); y por último, la misma voz horrorosa que he 
descrito, contestó : 

— ¡ Por Dios ! — ¡ pronto! — ¡pronto! — adorme¬ 
cedme — ó pronto — despertadme — ¡pronto! — ¡os 
digo que estoy muerto ! 

Me encontré completamente enervado y durante un 
momento no supo qué hacer. Al principio traté de vol- 



248 EDGAB POE, — SOVELAS V CUENTOS 

verle á su anterior estado, pero, cayendo bajo el impe¬ 
rio de mis deseos, volví sobre mis pasos y luché por 
despertarle. En este intento vi pronto que obtendría 
éxito — ó al menos, imaginé pronto que mi éxito sería 
completo — y estoy seguro que todos los asistentes 
estaban preparados para ver el despertar del enfermo. 

Sin embargo, para lo que ocurrió en realidad, es per¬ 
fectamente imposible que ningún ser humano estuviera 
preparado. 

Al hacer rápidamente los pases mesméricos, entre 
emociones de ¡muerto! ¡muertoI que brotaban de la 
lengua y no de los labios del paciente, todo su cuerpo 
se estremeció de improviso — y en el espacio de un 
solo minuto ó hasta menos, se encogió — se desme¬ 
nuzó ^—absolutamente 'podrido entre mis manos. Sobre 
el lecho, sobre todos nosotros, cayó una especie de 
masa líquida — en la más asquerosa — en las más abo¬ 
minable putrefacción. 



EL SISTEMA DEL DOCTOR BREA 


Y 


DEL PROFESOR PLUMA 


Durante el otoño de 18..., estando yo visitando las 
provincias de la parte más meridional de la Francia, 
llegué por casualidad á algunas millas de distancia de 
un manicomio ó casa particular de dementes, de la que 
había oído hablar mucho en París á algunos médicos 
amigos míos. Como nunca había visitado un estableci¬ 
miento de esta índole, consideré la ocasión demasiado 
propicia para desperdiciarla y propuse á mi compañero 
de viaje (un gantleman con quien había hecho conoci¬ 
miento casualmente algunos días antes) separarnos de 
nuestro camino durante una hora ó poco más, á fin de 
examinar de cerca el establecimiento. Pero él se negó 
á esto, objetándome primero la prisa que tenía, y des¬ 
pués, el horror que generalmente inspira la vista de un 
demente. Rogome sin embargo que no sacrificase al 
deseo de ser cortés con él la satisfacción de mi curio¬ 
sidad, y me dijo que seguiría caminando despacio, á 
fin de que pudiese alcanzarle el mismo día, ó á más 
tardar el siguiente. Al despedirse de mí, ocurrióseme 



250 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS 

que tal vez experimentaría alguna dificultad para pene¬ 
trar en el ediíicio en cuestión y le participé mis te¬ 
mores. Respondióme que en efecto podría encontrar 
obstáculos, á no ser que conociese á M. Maillard, el 
director, ó llevase alguna carta de introducción, porque 

los reglamentos de los manicomios particulares son 
mucho más severos que los de ios hospitales públicos. 
Por su parte, añadió, había hecho conocimiento algu¬ 
nos años antes con M. Maillard, y podia, por lo menos, 
hacerme el favor de acompañarme has! a la puerta del 
establecimiento y presentarme; pero su repugnancia 
relativamente á la locura, le impedía entrar en el 
mismo. 

Rile las gracias, y separándonos de .la carretera 
tomamds por un atajo cubierto de césped, que ámedia 
hora de distancia iba á perderse en un bosque espeso 
•situado en la falda de una montaña. Habíamos andado 
unas dos millas á través de este bosque espeso y som¬ 
brío, cuando se presentó á nuestra vista el manieomiou 
Era éste un castillo fantástico, bastante deteriorado, y 
■que á juzgar por su aire de vetustez y desmantela- 
iniento, debía estar poco habitable. Su aspeóte me pro¬ 
dujo un verdadero terror, y deteniendo mi caballo, casi 
me dieron ganas de volver pies atrás. Sin embargo no 
tardé en avergonzarme de mi debilidad, y seguí ade¬ 
lante. 

Al dirigirnos hacia la puerta principal, observé que 
estaba entreabierta y vi á un hombre que miraba á tra¬ 
vés de ella. Un momento después, este hombre se ade¬ 
lantó, y dirigiéndose á mi compañero, llamándole por 
su nombre, le estrechó cordialmente la mano y le 
suplicó que echase pie á tierra. Era M. Maillard en 



EL DOCTO 11 lino A V EL PROFESOR PLUMA 2Si 

persona, un verdadero gentleman déla antigua escuela : 
agradable aspecto, noble ademán, maneras exquisitas 
v cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad, á pro¬ 
pósito para causar viva impresión. 

Mi amigos rae presentó y explicó mi deseo de visitar 
el establecimiento; habiéndole prometido M. Maillard 
que me trataría con todas las consideraciones posibles, 
se despidió de nosotros, y no le he vuelto á ver más. 

Cuando hubo partido, el director me introdujo en un 
pequeño locutorio ó recibimiento arreglado con esmero 
excesivo, y que entre otras señalesde un gusto refinado, 
contenía muchos libros, dibujos, vasos de flores é ins¬ 
trumentos de música. En la chimenea brillaba un alegre 
fuego. Sentada al piano veíase una joven muy bella, can¬ 
tando un aria de Bellini, y á mi llegada-interrumpió su 
canto y me recibió con graciosa cortesía. Hablaba en 
voz baja,, y se notaba en sus maneras algo de violencia 
interior. Creí observar también huellas de pesar en toda 
su fisonomía, cuya palidez excesiva no dejaba de tener 
cierto-atractivo. Estaba de. riguroso luto,,y despertó en 
mi corazón un sentimiento mezclado de respeto,, interés 
y admiración. 

Había oído decir en. París que el establecimiento de 
M. Maillard estaba montado con arreglo á lo que se 
llama sistema de dulzura;, que: se evitaban en él toda 
clase de castigos corporales'; que rara vez habí a habido 
necesidad de acudir á la reclusión; que los enfermos, 
secretamente vigilados„gozaban, ; en apariencia,,de gran 
libertad y que, en su mayor parte, podían, circular por 
toda la casa y. los jardines en el. traje ordinario de las 
personas que tienen sus sentidos cabales-. 

Como todos estos detalles estaban muy presentes en 



252 EDGAR POE, — NOVELAS Y CUESTOS 

tni imaginación, ponía especial cuidado en todo lo que 
hablaba en presencia de la joven, porque nada me au¬ 
torizaba á creer que tuviese toda su razón; y en efecto 
había en sus ojos cierto brillo inquieto que me inducía 
á creer lo contrario. Reduje, pues, mis observaciones 
á puntos generales, de los que yo suponía que no podían 
desagradar ni excitar á una loca. Respondió á cuanto 
le dije con la mayor sensatez, y hasta pude echar de 
ver que sus observaciones personales indicaban un buen 
sentido muy sólido, Pero un largo estudio déla fisiología 
de la locura me había enseñado á nofiarme desemejantes 
pruebas de salud moral, y continué, durante toda la 
entrevista, observándola misma prudencia que al prin¬ 
cipio. 

En este momento un elegante criado con librea trajo 
una bandeja con dulces, vinos y otros refrescos que 
acepté con mucho gusto ; poco tiempo después la joven 
salió del locutorio. Cuando hubo partido, dirigí á mi 
huésped una mirada ínterrogadora. 

— No, dijo ¡ oh! no... es una persona de mi familia..., 
mi sobrina, persona sumamente recomendable. 

— Pido áVd. mil perdones por mi sospecha, contesté, 
pero no dudo que Vd. encontrará excusable mi equivo¬ 
cación. La excelente administración de su estableci¬ 
miento es muy conocida en París, y creo que después 
de todo sería posible... Vd. me entiende... 

— Sí, sí, ni una palabra más acerca do esto; antes 
bien yo soy el que debo dar á Vd. las gracias por la 
muy laudable prudencia que ha mostrado. Rara vez 
encontramos tanta previsión en los jóvenes, y en más 
de una ocasión hemos visto producirse deplorables acci- 
dentespor.el aturdimiento de nuestros visitantes. Cuando 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 25S 

se aplicaba el primer sistema y cuando mis enfermos 
tenían el privilegio de pasearse por todas partes á su 
voluntad, eran á veces víctimas de crisis peligrosas 
producidas por personas irreflexivas, invitadas á exa¬ 
minar nuestro establecimiento. Me he visto, pues, obli¬ 
gado á imponer un riguroso sistema de exclusión y de 
entonces acá nadie ha tenido acceso en el estableci¬ 
miento, mientras yo no estuviese seguro de su dis¬ 
creción. 

— ¿ Cuando se aplicaba el primer sistema de Vd. ? 
— dije yo repitiendo sus propias palabras. —¿ Quiere 
esto decir que ha dejado de aplicarse en su estableci¬ 
miento el sistema de dulzura , de que tanto me han 
hablado ?' 

■— Hace algunassemanas, replicó, que hemos decidido 
abandonarlo para siempre. 

— ¿De veras? ¡ me llena Vd. de asombro ! 

— Hemos juzgado absolutamente necesario, — dijo 
lanzando un suspiro,—á volver á los antiguos procedi¬ 
mientos. El sistema en cuestión era una exposición cons¬ 
tante y sellan exagerado demasiado sus ventajas. Creo, 
caballero, que si se ha hecho algún ensayo leal del 
mismo ha sido en esta casa. Hemos hecho cuanto razo¬ 
nablemente podía sugerir la humanidad. Siento en el 
alma que no nos haya Vd. hecho su visita antes de 
ahora, pues habría Vd. podido juzgar por sí mismo. 
Pero supongo que está Vd. bien al corriente del sistema 
de la dulzura en todos sus detalles. 

— Al contrario, lo poco que de él conozco lo sé por 
referencia. 

— Definiré el sistema en términos generales : puede 
decirse que es un sistema en que se guardan al enfermo 



2S4 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

todo género de consideraciones, un sistema, como di¬ 
ríamos de laissor faire. No contradecíamos ninguno de 
los caprichos que se albergaban en el cerebro del 
enfermo. Por el contrario, no sólo nos prestábamos á 
ellos, sino que los alentábamos, y es así cómo se han 
podido realizar curas radicales. No hay razonamiento que 
tanto convenza la razón debilitada de un loco, como los 
argumentos ad alsurdum. Hemos tenido, por ejemplo, 
hombres que se creían gallos. El tratamiento, en este 
caso consistía, en reconocer y aceptar el • hecho como 
positivo, en acusar al enfermo de estupidez, cuando no 
reconocía suíicientemente su caso como un hecho posi¬ 
tivo — y por lo tanto en negarle durante una semana, 
todo alimento que no fuera el que corresponde á un 
gallo. Gracias á este método, con un puñado de caña¬ 
mones se han podido hacer milagros. 

— ¿Pero consistía todo en esta especie de aquies¬ 
cencia á la monomía ? 

— No por cierto. Teníamos también gran fe en las 
distracciones de una naturaleza sencilla, tales como la 
música, el baile, los ejercicios gimnásticos en general, 
cierta clase de libros, etc., etc. Fingíamos curar á los 
Individuos de una enfermedad física ordinaria y jamás 
se pronunciaba Ja palabra tocitr*. Uno de los puntos 
de mayor importancia consistía en encargar ácadaloco 
el cuidado .de vigilar las acciones de los demás. Poner 
su confianza en la inteligencia ó la discreción de un loco 
es ganarle por completo. De esta manera podíamos 
ahorrarnos una clase muy dispendiosa, la de los vigi¬ 
lantes. 

— ¿ Y no imponían Vdes. castigos de ningún gé¬ 
nero? 



EL DOCTOR BREA X EL PROFESOR PLUMA 255 

— De ninguno. 

— ¿Y nunca encerraba Vd. á los enfermos? 

Muy rara vez. De cuando en cuando, cuando al¬ 
gún individuo era víctima de una crisis furiosa, le 
transportábamos á una celda secreta, por miedo de que 
el desorden de su espíritu infestase á los demás, y así 
le teníamos hasta que podíamos enviarle con su familia 
ó amigos; — porque no era nuestra misión curar locos 
furiosos. Generalmente era trasladado á un manicomio 
público. 

— Y ahora al cambiar por completo de sistema 
¿ cree Vd. haber acertado? 

— Decididamente si. El sistema antiguo tenía sus 
inconvenientes y hasta sus peligros. Actualmente, á 
Dios gracias, está condenado en todos los manicomios 
de Francia. 

— Mucho me sorprende cuanto me acabáis de decir ; 
porque yo con sideraba como cosa cierta que en toda 
la nación no existía actualmente en vigor otro trata¬ 
miento. 

— Vd.es aún joven, amigo mío, replicó mi huésped, 
pero tiempo vendrá en que aprenda á juzgar por sí 
mismo todo lo que pasa en el mundo, sin fiarse de la 
charla de los demás. 

No crea Vd. nada de lo que oiga y sólo la mitad de 
lo que vea. Ahora bien, por lo que toca á nuestros 
manicomios, está claro que algún ignorante se ha bur¬ 
lado de Vd. Después de la comida, sin embargo, 
cuando esté Vd. completamente repuesto de la fatiga 
de su viaje, me alegraré mucho de enseñarle á Vd. toda 
la oasa, áfm de hacerle apreciar las ventajas de un sis¬ 
tema que en mi opinión yen la de todas las personas 



236 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

que han podido examinar sus resultados es incompa¬ 
rablemente el más eficaz de todos los inventados hasta 
el presente. 

— ¿ Ese sistema, pregunté, es de la invención de 
Vd.? 

— Me enorgullezco, respondió, de confesar que 
efectivamente es mió, por lo menos bajo cierto punto 
de vista. 

De este modo seguí conversando con M. Maillard 
una ó dos horas, durante las cuales me enseñó el jar¬ 
dín y la huerta del establecimiento. 

— No puedo, dijo, enseñar á Vd. mis enfermos in¬ 
mediatamente. Para un espíritu sensible hay siempre 
en esta especie de exhibiciones algo de repugnante, y 
no quiero quitar á Vd. el apetito, porque espero que 
tendré el gusto de que honre Vd. mi mesa. Comerá 
Vd. ternera» la Sainte-Menehould y coliflor á la sauce 
veloutée, lo cual acompañado de unas botellas de 
clos-vougeot, dará á los nervios la fuerza suficiente. 

A las seis anunciaron la comida, y mi huésped me 
introdujo en un vasto comedor, donde se hallada ya nu¬ 
merosa concurrencia, compuesta de unas veinte á 
treinta personas. Eran en apariencia gente de buena 
sociedad y esmerada educación* aunque sus trajes, 
según me pareció, tenían una riqueza extravagante y 
participaban un poco del refinamiento fastuoso de la 
antigua corte. Observé también que las dos terceras 
partes, al menos, de los convidados eran damas, y que 
algunas de ellas no estaban vestidas según la moda que 
_ un parisiense considera como el buen gusto del día. 
Por ejemplo algunas mujeres, que debían tener unos 
setenta años, estaban adornadas con profusión áe 



EL DOCTOR BLEA Y EL PROFESOR PLUMA 257 

joyas, sortijas, pulseras, pendientes, etc., y mostraban 
los brazos y el seno terriblemente escotados. Observé 
también que había pocos trajes bien hechos ó por ]( 
menos que no venían bien á las personas que los lleva 
ban. Mirando en torno mío descubrí á la interesantt 
joven que M. Maillard me había presentado en el lo cu- 
lorio ó recibimiento; pero mi sorpresa fuá grande al 
verla disfrazada con un ridículo vestido, con zapatos 
de tacones altos y un gorro grasiento de punto de 
Bruselas, demasiado grande para ella y que hacía apa¬ 
recer su cara excesivamente pequeña. La primera vez 
qne la vi estaba vestida, según he dicho, de luto rigu¬ 
roso, que le sentaba admirablemente. En fin había tal 
aire de rareza en los trajes de toda la concurrencia que 
me hizo pensar de nuevo en el sistema de dulzura, y 
sospeché que M. Maillard había querido ilusionarme 
hasta el fin de la comida, por miedo de que experimen- 
tase durante ella sensaciones desagradables, sabiendo 
que estaba en compañía de lunáticos; pero me acordé 
de que me habían hablado en París de los provincianos 
del Mediodía como de gentes excéntricas y apegadas á 
una multitud de ideas rancias; y por otra, hablando con 
algunos de los convidados, se fueron disipando bien 
pronto mis aprensiones casi por completo. 

El comedor mismo, aunque no dejaba de ser confor¬ 
table y de buenas dimensiones, no tenía la elegancia 
que era de desear. Así por ejemplo el pavimento no 
tenía tapiz; verdad es que en Francia se suprime con 
frecuencia. Las ventanas carecían de cortinas; las ma¬ 
deras cuando estaban cerradas se sujetaban por medio 
de grandes barras de hierro, colocadas diagonalmente 
como en las puertas de las tiendas. Observé qne la 



258 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

pieza en cuestión formaba por sí sola una de las alas 
del castillo,'ocupando las ventanas tres lados del para- 
relogramo, y la puerta el cuarto. Había por lo menos 
unas diez ventanas. 

La mesa estaba espléndidamente servida, cubierta 
de hermosa vajilla y de toda clase de golosinas. Era 
aquello una profusión completamente bárbara, pues 
había manjares para regalar á los Anakim. En mi vida 
he visto una ostentación tan monstruosa, un derroche 
tan extravagante de todas las buenas cosas de la vida; 
en la disposición y arreglo había muy poco gusto; y mi 
vista acostumbrada á las luces suaves se sentía fuerte¬ 
mente molestada por el prodigioso brillo de una multi¬ 
tud de'bujías, colocadas en candelabros de piala dise¬ 
minados sobre la mesa y en toda la habitación, donde 
quiera que había sitio. El servicio era hecho por multi¬ 
tud de criados muy activos, y sobre una gran mesa, 
allá en el fondo de la sala, había sentados siete ú ocho 
personas con violines, flautas, trombones y un tambor. 
Estos individuos, en ciertos intervalos durante la co¬ 
mida, me fatigaron mucho con una infinita variedad 
de ruidos, que tenían la pretensión de ser música y que 
todos los asistentes, menos yo se entiende, oían con 
vivo placer. 

En suma, yo no podía menos de pensar que había 
mucho de raro en todo esto; pero después de lodo, el 
mundo se compone de muchas clases de personas que 
tienen modos de pensar diferentes y una multitud de 
usos enteramente convencionales. Además yo había 
viajado demasiado para no ser un perfecto adepto del 
nihil admirari; así es que tomé tranquilamente asiento 
á la derecha de mi anfitrión, y dotado de un excelente 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 259 

apetito hice honor á tantos y tan buenos manjares. 

La conversación, entre tanto, era animada y general. 
Las damas, según su costumbre, hablaban mucho. 
Pronto eché de ver que la sociedad estaba compuesta 
casi enteramente de gentes bien educadas, y que mi 
huésped por sí solo era un tesoro de alegres anécdotas 
y chascarrillos. Parecía muy dispuesto á hablar de su 
posición de director de una casa de locos; y con gran 
sorpresa mía, la misma locura se convirtió en el tema 
favorito de todos los concurrentes. 

— En otro tiempo tuvimos aquí un mozo — dijo un 
señor pequeño y rechoncho sentado á mi derecha — 
que se creía ser una tetera; y sea dicho de paso, ¿ no 
es una cosa bien extraña que esta manía particular sea 
muy frecuente en los locos? Acaso no hay en toda 
Francia un solo manicomio que no cuente con alguna 
tetera humana. Nuestro quídam era mía tetera de 
fabricación inglesa y tenía cuidado de limpiarse todas 
las mañanas con una piel de gamuza y yeso-mate, 

— Después, añadió otro señor alto sentado enfrente, 

tuvimos un individuo á quien se le había metido en la 
cabeza que era un asno, — lo que, metafóricamente 
hablando, dirán Vds., era perfectamente exacto. Era 
un enfermo muy fastidioso y nos costaba gran trabajo 
impedir que traspasase todos los limites. Durante largo 
tiempo no quiso comer mas que cardos borriqueros; 
pero pronto le curamos de esta idea insistiendo para 
que comiese otra cosa. Continuamente estaba ocupado 
en dar coces con los talones.asi, miren Vds... así... 

— ¡ Señor Iíock, mucho le agradecería á Yd. que se 
contuviese! — interrumpió una dama que estaba sen¬ 
tada aliado del orador. — Guarde Vd. para sí, si le 




260 EDGAR I'OE. — NOVELAS Y CUENTOS 

agradan los puntapiés. ¡ Me ha estropeado Vd. mi 
traje de brocado! ¿Acaso es indispensable ilustrar una 
observación de una manera tan material? El señor, 
añadió señalándome ¿mí, le comprenderá á Vd. sin nece¬ 
sidad de esta demostración física. Aseguro á Vd. bajo 
mi palabra que casi es Vd. tan asno como ese pobre 
insensato que creía serlo él mismo. Desempeña Vd. el 
papel con entera naturalidad. 

— ¡ Pido á Vd. mil perdones, señorita! respondió 
M. de Kock 6 semejante apostrofe, ¡ mil perdones! no 
fué mi ánimo ofender á Vd. — Señorita Laplace, el 
señor de Kock solicita el honor de brindar con Vd. 

Entonces el señor de Kock se inclinó, besó ceremo¬ 
niosamente su propia mano, y brindó á la salud de la 
señorita Laplace. 

— Permítame Vd., amigo mío, dijo M. Maillard, 
dirigiéndose á mi, permítame Vd, que le pase un trozo 
de esta ternera que creo encontrará Vd. especialmente 
delicada. 

Tres vigorosos criados habían logrado colocar sin 
accidente una enorme fuente, ó más bien una barquilla 
que contenía según yo imaginé el monstrum horren- 
dum , informe , ingens, cui lumen ademptum. Un exa¬ 
men más detenido me hizo ver, sin embargo, que era 
una pequeña ternera, asada toda entera, apoyada sobre 
las rodillas y con una patata entre los dientes, según la 
costumbre usada en Inglaterra para servir las liebres. 

— No, muchas gracias, le contesté; á decir verdad 
no siento una gran inclinación hacia la ternera á la 
Saínte-Menehoidd, porque generalmente creo que no 
me sienta bien. Suplico á Yá. haga cambiar este plato 
y me permita probar un poco de conejo. 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLOMA 261 

— Pedro — gritó mi huésped — cambie Vd. el plato 
de este caballero y déle Vd. un pedazo de conejo «í 
gato. 

— i De qué?... dije yo. 

— De este conejo al gato. 

— Pues bien, muchas gracias. Después de reflexio¬ 
nar, me decido por servirme yo mismo un poco de ja¬ 
món. 

Verdaderamente, dije para mi, no sabe uno lo que 
come á la mesa de esta gente de provincias. No quiero 
probar su conejo al gato , por la misma razón que no 
querría comer gato al conejo. 

— Además — dijo un personaje de rostro cadavé¬ 
rico sentado al extremo de la mesa, volviendo á tomar 
el hilo de la conversación interrumpida — entre otras 
rarezas hemos tenido en cierta época un enfermo que 
se obstinaba en creerse un queso de Córdoba, y que iba 
siempre con un cuchillo en la mano invitando á sus 
amigos á que cortasen, únicamente para probar un 
pedacito de su nalga. 

— Era sin duda un loco de atar — interrumpió otra 
persona — pero no se puede comparar con cierto indi¬ 
viduo á quien todos hemos conocido, á excepción de 
este gentleman extranjero. Me refiero al hombre que se 
tenía por una botella de champagne y que saltaba 
siempre con un pan... pan... y un pschi... i... i... de 
esta manera... 

Aquí el orador, muy groseramente á mi entender, 
metió su pulgar derecho en el carrillo izquierdo y lo 
sacó bruscamente produciendo un ruido semejante al 
que hace al sallar el tapón de una botella, y después 
por medio de un diestro movimiento de la lengua sobre 

15 ‘ 



202 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

los dientes, produjo una especie de silbido agudo que 
duró algunos minutos, para imitarla espuma del cham¬ 
pagne. Esta conducta, según pude observar muy bien, 
no fuó muy del agrado de M. Maülard; sin embargo, 
no dijo nada, y la conversación fué continuada por un 
hombrecillo flaco que llevaba una gran peluca. 

— Había también — dijo — un imbécil que se creía 
una rana, á cuyo animal, dicho sea de paso, se parecía 
mucho. Quisiera, caballero, que lo hubiera Vd. visto, 
añadió dirigiéndose á mí; estoy seguro que le hubiera 
hecho reir con las actitudes que tomaba. Crea Vd., 
amigo mío, que si este hombre no era verdaderamente 
rana, era una lástima que no lo fuese. Su canto estaba 
formado de una nota la más bella del mundo — ] un si 
bemol! — y cuando se colocaba con los codos sobre la 
mesa de esta manera, después de haber tomado dos 
vasos devino, ensanchaba suboca así y movía los ojos 
como yo lo hago, guiñándolos con excesiva rapidez del 
modo siguiente; puedo asegurar Vd. de la manera 
más positiva que se hubiera Vd. extasiado ante el genio 
de este hombre. 

— No lo dudo, respondí. 

— Había también, añadió otro de los comensales, 
un mocito que se creía ser una toma de rapé y se deso¬ 
laba de no poder tomarse á sí mismo entre su índice y 
pulgar. 

— También hemos tenido á Julio Deshouliéres que 
era verdaderamente un genio singular, y que se volvió 
loco con la idea de que era una calabaza. Constante¬ 
mente perseguía al cocinero para que lo convirtiese en 
pasteles, cosa á que el cocinero se negaba con indigna¬ 
ción. Por mi parte no afirmaré que un pastel a la 



EL DOCTOR BREA ? EL PROFESOR PLUMA 263 

Dtshouliéres no fuese un plato da los más delicados. 

— Me deja Vd. asombrado, dije, y miró á M. Mail- 
lard con aire interrogativo. 

— i He ! ¡ he ! ¡ hi! j hi! ¡ hizo éste. ¡ Excelente en 
verdad! No se admire Vd., amigo mío; nuestro amigo 
es muy original y muy bromista; no hay que tomar lo 
que dice al pie de la letra. 

— ¡ Oh! -— dijo otro de los convidados- — lodos 
hemos conocido también á Buffón Legrand, personaje 
muy extraordinario en su género. El amor le trastornó 
el cerebro y se creía que tenía dos cabezas. Afirmaba 
que una era la de Cicerón ; en cuanto á la otra se la 
figuraba compuesta de las de Demóstenes y lord Brou- 
gham. No seria imposible que se equivocase, pero hu¬ 
biera convencido á Vd. de que tenía razón, porque era 
hombre de gran elocuencia. Tenía una verdadera pa- 
siónpor la oratoriayno podía contenerse en demostrarla. 
Por ejemplo tenía la costumbre de saltar asi sobre la 
mesa,y después... 

En este momento, un amigo del orador, sentado á 
su lado, le puso la mano en el hombro y le cuchicheó 
algunas palabras al oído; á consecuencia de esto el 
otro dejó de repente de hablar y se dejó caer sobre su 
silla. 

— Y después, dijo el amigo que le había hablado al 

oído, tuvimos también á Boulard, la perinola. Llamóle 
la perinola porque tenia la manía, acaso extraña, pero de 
ningún modo irracional de creerse convertido en peri¬ 
nola. Si Vd. lehubiera visto, hubiera reventado de 
risa... Daba vueltas sobre un talón de esta manera, 
vea Vd. 

Al llegar aquí, el amigo á quien había interrumpido 




264 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

un momento antes por medio de un recado al oído, le 
prestó á su vez el mismo favor. 

— Pero en ese caso, gritó una señora vieja con voz 
estrepitosa, vuestro Boulard era un loco y además un 
loco estúpido. Porque, permítame Yd. que le pregunte, 
¿ quién ha oído hablar jamás de una peonza ó perinola 
humana ? La cosa es absurda. La señora Joyeuse era una 
persona más sensata, como Vd. sabe. Tenía también su 
manía, pero una manía inspirada por el sentido común 
y que agradaba á cuantos tenían el honor de conocerla. 
Había descubierto, después de maduras reflexiones, 
que por un accidente había sido convertida en pollo; 
pero bajo este concepto se conducía normalmente. 
Movía las alas, así, así, con un esfuerzo prodigioso; y 
en cuanto á su canto ¡era delicioso! Co... o,., o... o... 
qneri... co... o... o...o...! ¡ Co... o... o... o... queri... 
co... o... o... o... o....! 

— [ Señora Joyeuse, suplico á Vd. que se contenga ! 
interrumpió nuestro huésped con ira. — Si no quiere 
Vd. conducirse como debe hacerlo una señora decente, 
puede Vd. dejar la mesa inmediatamente. Lo dejo á 
su elección. 

La señora (á quien me admiró mucho oír llamar se¬ 
ñora Joyeuse, después de la descripción que de sí 
misma acababa de hacer) se puso colorada hasta las 
cejas y pareció profundamente humillada por la re¬ 
prensión. Bajó la cabeza y no respondió una sílaba. 
Pero otra señora, más joven reanudó la conversación. 
Erá mi bella joven del locutorio. 

— ¡ Oh! — exclamó — ¡ la señora Joyeuse era una 
loca! pero la manía de Eugenia Salsafette era mucho 
más sensata. Era una joven muy bella con aire contrito 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 265- 

y modesto, que juzgaba indecente en sumo grado la 
manera actual de vestirse y que quería siempre vestirse 
poniéndose fuera de los vestidos y no dentro. Después 
de todo es una cosa bien fácil de hacer. No hay más 
que hacer así... y después así... y por último... 

— ¡ Eh í señorita Salsafette, exclamaron una docena 
de voces... ¿ qué hace Yd?... j Deténgase !... es sufi¬ 
ciente. — ¡ Ya vemos bien cómo puede hacerse eso [ 

¡ Basta ! ¡ Basta! 

Algunas personas se lanzaban ya desde su asiento 
para impedir á la señorita Salsafette que se pusiese 
como la Venus de Médieis, cuando se produjo de re¬ 
pente y eficazmente el resultado deseado, merced & 
unos grandes gritos ó aullidos que provenían de algún 
punto del cuerpo principal del edificio. Mis nervios 
fueron muy afectados por estos bramidos; pero en 
cuanto álos demás convidados, me daban lástima. En 
mi vida he visto una reunión de personas sensatas, 
más llenas de terror. Pusiéronse pálidos como cadᬠ
veres, y temblaban y castañeteaban los dientes en sus 
asientos, pareciendo aguardar la repetición del mismo 
raído. Repitióse en efecto más fuerte y próximo, y des¬ 
pués una tercera vez muy fuerte, muy fuerte; por úl¬ 
timo se dejó oir una cuarta con mucho menos vigor. 
Ante este apaciguamiento aparente de la tempestad, 
toda la concurrencia recobró inmediatamente su anima¬ 
ción y comenzaron con nuevo ardor las anécdotas. 
Entonces me aventuré á preguntar la causa de aquella 
turbación. 

— Una nonada, dijo M. Maillard. — Nos vamos ha¬ 
bituando á ello y ya casi no nos inquieta. Los locos, á 
intervalos re grillares se ponen á aullar ¡untos, excitán- 



266 EDGAR POE. — NOVELA3 Y CUENTOS 

dose unos á otros, como sucede á veces, por la noche, en 
una bandada de perros. Sucede también de. cuando en 
cuando que este concierto de aullidos es seguido de 
un esfuerzo simultáneo de todos para evadirse; en 
este caso hay naturalmente motivo para sentir in¬ 
quietud. 

— ¿Y cuántos tienen Vds. ahora encerrados ? 

— Por el momento no tenemos más de 10. 

— Principalmente mujeres, supongo. 

— No por cierto. Todos hombres y verdaderos 
jayanes, áfe mia. 

— ¿De veras ? ya había oído siempre decir que la 
mayor parte de los locos pertenecen al sexo débil. 

— Generalmente es así; pero no siempre. Hace al¬ 
gún tiempo teníamos aquí veinte y siete enfermos, y 
de ellos había por lo menos diez y ocho mujeres; pero 
desde hace poco las cosas han cambiado, como Vd. ve. 

— Sí... han cambiado mucho, como Yd. ve..., aña¬ 
dió el señor que había roto con sus coces las tibias de 
la señorita Laplace. 

— Sí... han cambiado mucho, como Vd. ve, añadió 
á coro toda la concurrencia. 

—- ] Cállense todos Vds.! ¡ ténganla lengua! ¿ me 
entienden ? gritó mi anfitrión en un acceso de cólera. 

Después toda la asamblea observó durante un mi¬ 
nuto un silencio sepulcral. Hasta hubo una dama que 
obedeció puntualmente á la letra la orden de M. Mail- 
lard, es decir, que sacando su lengua, por cierto exce¬ 
sivamente larga, la cogió con sus dos manos y la tuvo 
asi con mucha resignación hasta el fin del festín. 

— Y esa señora —• dije á M. Maillard inclinándome 
hacia él y hablándole en voz baja — esa excelente se- 



EL DOCTOR BREA. V EL PROFESOR PLOMA 267 

ñora que hablaba hace poco y que nos lanzaba su co- 
quericó , supongo que será inofensiva, ¿ no es verdad ? 

— ¡ Inofensiva ! — exclamó con sorpresa no fingida; 
— ¿ cómo? ¿ qué quiere Vd. decir ? 

— Que no está más que ligeramente tocada, contesté T 
tocándome en la frente. Supongo que su afección no 
es peligrosa, ¿ eh ? 

■— ¡ Cómo! ¿ Qué se figura Vd. ? Esta dama, mi 
buena y particular amiga la señora Joyeuse tiene su 
inteligencia tan sana como yo mismo. Tiene sus peque¬ 
ñas excentricidades, pero ya sabe Vd. que todas las 
señoras de edad son más ó manos excéntricas. 

— ¡ Sin duda! — dije — ¡ sin duda! — ¿Y las de¬ 
más damas y caballeros aquí presentes?... 

— Todos son mis amigos y guardianes,— interrum¬ 
pió M. Maillard, irguiéndose con altivez, — mis exce¬ 
lentes auxiliares. 

— ¡ Cómo! ¿ todos ellos? — preguntó— ¿ y las mu¬ 
jeres también sin excepción? 

— Seguramente, — me contestó.— No podríamos 
hacer nada sin las mujeres; son los mejores enferme¬ 
ros del mundo para los locos; tienen unas maneras, 
queVd. no puede imaginar, y sus ojos producen efec-- 
tos maravillosos, algo como la fascinación de la ser¬ 
piente. 

— ¡ Ciertamente ! — dije, — ¡ ciertamente ! — Se 
conducen de una manera un poco rara, ¿ no es ver¬ 
dad?,! no le parece á Vd. ? Tienen algo de original, 
¿ no lo cree Vd. así? 

—■ ¡ Raro 1 j original !,.. ¡ Cómo ! ¿ lo piensa Vd. 
como lo dice ? A decir verdad no somos hipócritas en 
el Mediodía; hacemos lo que nos parece bien y goza- 



268 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

mos de la vida. — Asi es que todas esas costumbres... 

¿ me comprende Vd.?... 

— Perfectamente, dije, perfectamente. 

— Por otra parte este clos-vougeot se sube algo á 
la cabeza, y calienta un poco los cascos ¿ no es ver¬ 
dad ? 

— Ciertamente —dije—ciertamente. Entre parén¬ 
tesis, caballero, ¿ no me ha dicho Vd. que el nuevo 
sistema adoptado por Vd. era rigurosamente severo? 

— De ninguna manera. La reclusión es necesaria¬ 
mente rigurosa, pero el tratamiento — es decir el 
tratamiento médico — es agradable para el enfermo. 

— ¿ Y el nuevo sistema es de la invención de Vd. 

— En absoluto no. Algunas partes del sistema 
deben atribuirse al profesor Brea, de quien de seguro 
habrá Vd. oído hablar; y hay en mi plan modifica¬ 
ciones cuya gloria corresponde al célebre Pluma, á 
quien si no me engaño, conoce Vd. íntimamente. 

Me avergüenzo de confesar, repliqué, que es la 
primera vez que oigo pronunciar los nombres de am¬ 
bos señores. 

— ¡ Bondad divina ! — exclamó mi huésped reti¬ 
rando bruscamente su silla y alzando sus manos al 
ciclo. — Creo que le he comprendido á Vd. mal. 

¡ Cómo ! ¿ Dice Vd. que no ha oído nombrar jamás al 
erudito doctor Brea y al famaso profesor Pluma ? 

— Me veo obligado á confesar mi ignorancia — res¬ 
pondí, —pero ante todo debe respetarse la verdad. Sin 
embargo me siento humillado de no conocer las obras 
de estos dos hombres, sin duda alguna extraordina¬ 
rios, Voy á ocuparme en buscarsus escritos y los leeré 
con especial cuidado. Señor Maillard, — debo confe- 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 26£ 

sar— que realmente me ha hecho Vd. avergonzarme 
de mi mismo. 

Y era la pura verdad. 

—: No hablemos más de ello, mi joven y excelente 
amigo, —dijo con bondad estrechándome la mano, — 
y tomemos un vaso de este Sauterne. 

Bebimos. La concurrencia siguió nuestro ejemplo 
con exceso y continuó bromeando, riendo y cometiendo 
mil disparates. Los violines chillaban, el tambor mul¬ 
tiplicaba sus redobles, los trombones berreaban como 
otros toros de Fálaris — y 4 medida que el vino impe¬ 
raba más y más, la escena se fué convirtiendo en un 
Pandemónium in petto. Sin embargo M. Maillard y yo, 
con algunas botellas de Sauterne y clos-vonpeot , conti¬ 
nuábamos nuestro diálogo á voz en cuello. Una palabra 
pronunciada en el diapasón ordinario se hubiera per¬ 
dido por completo, como la voz de un pez en el fondo 
del Niágara. 

— Caballero — le grité al oído — Vd. me hablaba, 
antes de la comida, del peligro que implicaba el anti¬ 
guo sistema de dulzura. ¿ Qué peligro era éste ? 

— Si — respondió — habia á veces un gran peligro. 
No es posible darse cuenta de los caprichos de Ios- 
locos; y en mi opinión, que es también la del doctor 
Brea y la del profesor Ploma, no es nunca prudente 
dejarlos pasearse libremente sin vigilantes. Un loco- 
puede ser dulcificado , como se dice, por algún tiempo, 
pero al fin siempre es capaz de promover turbulencias. 
Además su astucia es proverbial y verdaderamente 
muy grande. Si abriga un proyecto, sabe ocultarlo con 
maravillosa hipocresía, y la destreza con que finge la 
salud ofrece al estudio del filosofo uno de los más sin- 



370 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 
guiares problemas psíquicos. Cuando un loco parece 
enteramente razonable, créame Vd,, debe ponérsele la 
camisa de fuerza. 

— ¿ Pero cuál es ese peligro de que Vd. me hablaba ? 
querido se&or mío. Conforme á su propia experiencia, 
desde que esta casa está bajo su dirección, ¿ ha tenido 
V¿. una razón material, positiva, para considerar peli¬ 
grosa la libertad en un caso de locura ? 

— ¿ Aquí ? — ¿ Conforme á mi propia experiencia? 
— Ciertamente puedo contestarle á Vd. : ¡ sil Por 
ejemplo, no hace mucho tiempo, ocurrió una circuns¬ 
tancia singular en esta misma casa. Entonces, como 
Vd. sabe, estaba en uso el sistema de dulzura , y los 
enfermos estaban en libertad. Portábanse notablemente 
bien, hasta el punto de que una persona sensata no 
hubiera podido sospechar que tras esta aparente cor¬ 
dura se tramaba un plan endiablado. Y en efecto una 
mañana los guardianes se encontraron atados de pies 
y manos y encerrados en las celdas, donde fueron vigi¬ 
lados como locos por los locos mismos, que habían 
usurpado las funciones de guardianes. 

— ¡ Oh! ¿ Qué me cuenta Vd ? ¡ En mi vida he oído 
hablar de absurdo semejante! 

— Pues es un hecho. Todo esto sucedió gracias á 
un animal estúpido, un loco, á quien no sé como se le 
había metido en la cabeza que era el inventor del 
mejor sistema de gobierno conocido. Deseaba, según 
creo, probar su sistema, y así persuadió á los demás 
enfermos á que se le uniesen en una conspiración para 
derrocar el poder reinante. 

— ¿ Y lo consiguió raelmente ? 

— Ya lo creo. Los guardianes y los guardados tro- 



EL DOCTCÍR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 271 
carón sus papeles, con la diferencia importante de que 
los locos habían estado libres, y los guardianes fueron 
encerrados inmediatamente en las celdas, donde, 
siento decirlo, fueron tratados de una manera dema¬ 
siado cortés. 

— Pero presumo que debió efectuarse en seguida 
una contra-revolución. Esa situación no podía durar 
largo tiempo. Los campesinos y los visitantes que 
veníau á ver el establecimiento darían el grito de 
alarma. 

— Está Vd. en un error. El jefe de los rebeldes era 
demasiado astuto para que eso ocurriese. Desde ese 
instante no admitió ningún visitante — á excepción? 
una sola vez, de un joven gentleman , de una fisono¬ 
mía bastante estúpida y que no podía inspirarle des¬ 
confianza alguna. Permitióle visitar la casa, á fin de 
introducir alguna variedad y divertirse con él, y des¬ 
pués que lo hubo conseguido, le despachó. 

— ¿Y cuánto tiempo duró el reinado de los locos ? 

— [ Oh! bastante, en verdad; no sé cuánto á punto 
fijo. Siu embargo los locos se trataban bien, puede 
Yd. creerlo. Arrojaron sus viejos vestidos y usaron á 
su antojo del guarda-ropas y joyas de la familia. Las 
bodegas del castillo estaban bien provistas de vino, y 
estos diablos de locos son inteligentes en la materia y 
saben beber, á fe mía. 

—¿ Y qué tratamiento especial puso en práctica el 
jefe de los rebeldes ? 

— ¡ Ah 1 en cuanto á eso un loco no es necesaria¬ 
mente un tonto, como le he hecho ya observar, y 
según mi humilde opinión su tratamiento ó régimen 
era mucho mejor que el anteriormente usado. Era un 



272 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

régimen capital, — sencillo, limpio, — sin dificul¬ 
tades, — realmente delicioso, — era. 

Aquí las observaciones de mi huésped fueron brus¬ 
camente interrumpidas por una nueva serie de gritos, 
de la misma naturaleza que los que antes nos habían 
desconcertado. Esta vez sin embargo parecían prove¬ 
nir de gentes que se acercaban rápidamente. 

— ¡ Bondad divina ! — exclamé; — sin duda alguna 
los locos se han escapado. 

— Temo que tenga Vd. razón, respondió M. Mail- 
lard poniéndose excesivamente pálido. 

Apenas había terminado la frase cuando se oyeron 
bajo las ventanas grandes gritos é imprecaciones, é 
inmediatamente después se hizo evidente que algunos 
individuos se ingeniaban por fuera para entrar por 
fuerza en la sala. Batieron la puerta con algo que debía 
ser una especie de ariete ó un enorme martillo, y las 
hojas de madera eran sacudidas y empujadas con 
grandísima violencia. 

Siguióse á esto una escena de horrible confusión. 
M. Maillard, con gran asombro mío, se echó bajo el 
aparador. Yo hubiera esperado de su parte mayor 
resolución. Los miembros de la orquesta, que desde 
hacia un cuarto de hora, parecían demasiado borrachos 
para llenar sus funciones, saltaron sobre su mesa y 
atacaron de común acuerdo un Yanhee Doedlo (1) que 
ejecutaron, si no con precisión, al menos con energía 
sobrehumana, mientras duró el desorden. 

Entretanto el señor á quien se había impedido con 


(I) Aire popular americano. El lector amante de la verdad local puede 
substituir mentalmente la Carmañola ú otro aire francés. 




EL DOCTOR UREA Y EL PROFESOR PLUMA 273 

gran trabajo saltar sobre la mesa, saltó esta vez en 
medio de las botellas y vasos. Inmediatamente que 
estuvo cómodamente instalado, empezó un discurso, 
que, sin duda alguna, hubiera parecido de primer 
orden, si hubiéramos podido oir una palabra si¬ 
quiera. 

En el mismo instante el hombre que consagraba sus 
predilecciones á la perinola se puso á hacer piruetas 
alrededor con una inmensa energía y con los brazos 
extendidos de modo que parecía una verdadera peri¬ 
nola, echando al suelo y atropellando cuantos encon¬ 
traba á su paso. Después, oyendo unas pedorretas 
increíbles y silbidos inauditos debotellas deChampagne, 
descubrí que provenían del individuo que durante la 
comida había desempeñado tan bien el papel de botella. 
Al mismo tiempo el hombre rana cantaba con todas sus 
fuerzas como si la salud de su alma dependiese de cada 
nota que profiriese. En medio de todo esto se elevaba 
dominando todos los ruidos el rebuzno no interrumpido 
le un asno. En cuanto á mi vieja amiga, la señora 
Joyeuse, parecía presa de una tan horrible perplejidad 
que casi me daba lástima. Se mantenía de pie en un 
rincón cerca 4e la chimenea y se contentaba con cantar 
su coquericoooó... 

Por último llegó la crisis suprema. Como los gritos 
y los aullidos y los coquericós eran la única forma de 
resistencia y los línicos obstáculos opuestos á los sitia¬ 
dores, no tardaron en venir al suelo. Pero no olvidaré 
jamás mis sensaciones de asombro y de horror cuando 
vi saltar por las ventanas y caer sobre nosotros, pe¬ 
gando con manos, pies y uñas un verdadero ejército de 
monstruos, que en un principio tomé por orangutanes 



274 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS 

ó por negros babuinos del Cabo de Buena Espe¬ 
ranza. 

\'o reeibí una paliza, después de la cual me metí 
bajo un canapé, donde me mantuve quieto. Después de 
haber estado allí unos quince minutos, durante los 
cuales puse oído atento á cuanto pasaba en la sala, 
obtuve al fin una explicación satisfactoria de esta tra¬ 
gedia. Según vi, M. Maillard, al contarme la historia 
del loco que había excitado á sus camaradas á la rebe¬ 
lión, no había hecho más que relatar sus propias haza¬ 
ñas. Este señor había sido dos ó tres años antes, director 
del establecimiento; después habiéndose trastornado su 
cabeza pasó al número de los enfermos. Este hecho no 
era conocido por el compañero de viaje que me había 
presentado á él, Los guardianes en número de diez 
habían sido sorprendidos y atados y después cuidado¬ 
samente embreados, emplumados y secuestrados en las 
cuevas. Así permanecieron durante más de un mes, y 
durante este período, M. Maillard les había concedido 
generosamente no sólo las plumas y la brea que cons¬ 
tituían su sistema , sino también un poco de pan y agua 
en abundancia. Diariamente una bomba les enviaba su 
ración de duchas. Al fin habiéndose escapado uno ó 
dos por las alcantarillas devolvieron la libertad á todos 
los demás. 

El sistema de dulzura , pero con importantes modi¬ 
ficaciones, volvió á regir en el establecimiento, pero no 
puedo menos de reconocer, conM. Maillard, que su tra¬ 
tamiento especial, era en su clase un tratamiento capi¬ 
tal. Como haeía observar con mucha exactitud, era un 
tratamiento, sencillo, limpio y que no causaba el menor 

embarazo. 



EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 275 

Sólo tengo que agregar algunas palabras. Por más 
que he buscado en todas las bibliotecas de Europa las- 
obras del doctor Brea y del profesor Pluma , no he po¬ 
dido aún hasta el día, á pesar de todos mis esfuerzos* 
procurarme un ejemplar de las mismas. 




EL POZO Y EL PÉNDULO 


Impía loriarían longos hic turba furores 
$ anguín i s innocui satiata, aluiS, 

Sospiie nunc patria t fracto nunc funeris an tro 
Mors ubi dirá fui i vita saiusque patenl (i). 


Yo estaba quebrantado, quebrantado hasta la muerte 
por aquella larga agonía ; y cuando en fin me desata¬ 
ron y me fué permitido sentarme, sentí que mis sentidos 
me abandonaban. La sentencia, la terrible sentencia de 
muerte, fué la última frase distintamente acentuada que 
conmovió mis oídos. Después, el sonido de las voces 
de los inquisidores me pareció ahogarse en el mur¬ 
mullo indefinido de un sueño. Ese ruido llevaba á mi 
alma la idea de una rotación, quizá d causa de que en 
mi imaginación la asociaba con una rueda de molino. 
Pero esta impresión duró muy poco, pues de improviso 
no oí más nada. Sin embargo, vi durante algún tiempo 
todavía; ¡ pero con qué terrible exageración! 

Contemplaba los labios de los jueces de traje negro. 
Ellos me aparecían blancos, más blancos que la hoja 

0) Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que debía le¬ 
vantarse sobre el terreno del Club de los Jacobinos,en París. 


16 



278 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

sobre la que trazo estas palabras, y delgados hasta lo 
grotesco; adelgazados por la intensidad de su expre¬ 
sión de dureza, de inmutable resolución, de riguroso 
menosprecio del dolor humano. 

Vela que los decretos de lo que para mí representaba 
el Destino, corrían todavía en aquellos labios. Los vi 
retorcerse eü una frase de muerte. Los ví figurar las 
silabas de mi nombre, y temblé sintiendo que al sonido 
no seguía el movimiento. Vi también, durante algunos 
momentos de horror delirante, la débil y casi impercep¬ 
tible ondulación de las cortinas negras que revestían 
las paredes de la sala. Y entonces mi vista cayó sobre 
los siete grandes hachones que estaban colocados 
sobre la mesa. Al principio tomaron el aspecto de la 
Caridad y me aparecieron como ángeles blancos y es¬ 
beltos que debían salvarme ; pero entonces y de pronto, 
una ansia mortal invadió mi alma y sentí cada fibra de 
mi ser estremecerse como si hubiera tocado el hilo de 
una pila voltaica; y las formas angélicas se volvían 
espectros insignificantes con cabezas de llama, y veía 
bien que no tenía ningún socorra que esperar de ellos. 
Y entonces se deslizó en mi imaginación, como una 
rica nota musical, la idea del reposo delicioso que nos 
espera en la tumba. La idea vino dulce y furtivamente, 
y me parece que me fué menester un largo tiempo para 
tener de ella una apreciación completa ; pero en el mo¬ 
mento mismo en que mi espíritu comenzaba en fin á 
comprender bien y á conservar esta idea, las figuras de 
los jueces se desvanecieron como por encanto; los 
grandes hachones se redujeron á la nada; sus llamas 
se extinguieron enteramente ; lo negro de las tinieblas 
sobrevino; todas las sensaciones parecieron hundirse 



EL POZO Y EL PÉKDOLO 2'9 

como en una inmersión loca y precipitada del alma en 
el Hades. Y el universo no fué mas que noche, silencio, 
inmovilidad. 

Yo estaba desvanecido; pero, sin embargo, no diré 
que hubiese perdido toda conciencia. Lo que me quedaba 
de ella, no trataré de definirlo, ni siquiera de descri¬ 
birlo; pero en fin, todo no estaba perdido. En el más 
profundo sueño, no, En el delirio, no. En el desvane¬ 
cimiento, no. En la muerte, no. Ni aun en la tumba 
está perdido todo. De oira manera no habría inmorta¬ 
lidad para el hombre. Al despertarnos del más profundo 
sueño, desgarramos la tela de araña de algün ensueño. 

No obstante, un segundo después, tan débil es acaso 
ese tejido, no nos acordamos de haber soñado. En la 
vuelta del desvanecimiento á la vida hay dos grados; 
el primero es el sentimiento de la existencia moral ó 
espiritual; el segundo el sentimiento de la existencia 
física. Parece probable que si llegando al segundo 
grado, pudiéramos evocarlas impresiones del primero, 
encontraríamos todos los elocuentes recuerdos del 
abismo trasmundano. Y este abismo, ¿qué es? ¿Cómo 
distinguiremos sus sombras de las de la tumba? Pero 
si las impresiones de lo que lie calificado el primer 
grado, no aparecen al llamado de la voluntad, sin em¬ 
bargo, después de un largo intervalo, ¿no aparecen 
ellas, sin ser invitadas, no obstante que nos maravilla¬ 
mos al pensar de dónde pueden salir? Aquel que no se 
ha desvanecido jamás, no es el que descubre extraños 
palacios y rostros extravagantemente familiares en las 
brasas ardientes; no es el que contempla, flotantes en 
medio del aire, las melancólicas visiones que el vulgo 
no puede apercibir; no es el que medita sobre el per- 



280 EDCAK POE. - NOVELAS T CUENTOS 

fume de una flor desconocida, no es aquel cuyo cerebro 
se extravía en el misterio de una melodía que hasta 
entonces no había detenido su atención. 

En medio de mis esfuerzos, repetidos é intensos, de 
mi enérgica aplicación á recoger algún vestigio de 
este estado de nada aparente, en el cual se había des¬ 
lizado mi alma, ha habido momento en que soñaba que 
lo lograba; ha habido cortos instantes, muy cortos 
instantes, en que he conjurado recuerdos que mi razón 
liicida, en una época posterior, me ha afirmado no poder 
relacionarse más que con este estado en que la concien¬ 
cia parece aniquilada. Esa sombra de recuerdos me 
presenta muy indistintamente grandes figuras que me 
arrebataban y silenciosamente me trasportaban abajo, 
y todavía abajo, siempre más abajo, hasta el momento 
en que [un vértigo horrible me oprimió, á la simple 
idea del infinito en la descensión. 

Ellas me recuerdan también no sé qué vago horror 
que experimenté en el corazón, en razón misma de la 
calma sobrenatural de este corazón. Después, viene el 
sentimiento de una inmovilidad repentina en todos los 
seres circundantes, como si aquellos que me llevaban 
(¡un cortejo de espectros!) hubieran sobrepasado en 
su descendimiento los límites de lo ilimitado y se 
hubieran detenido vencidos por el infinito fastidio de 
su tarea. 

En seguida mi alma vuelve á encontrar una sensación 

de insipidez y humedad; y después, todo no es más 
que locura, la locura de una memoria que se agita en 
lo abominable. 

Muy repentinamente volvieron á mi alma sonido y 
movimiento, el movimiento tumultuoso del corazón, y 



EL POZO y EL PÉNDULO 281 

en mis oídos el ruido de sus latidos. Después, una 
pausa en la cual todo desaparece. Después, de nuevo, 
el sonido, el movimiento y el tacto, como una sensación 
, vibrante que penetrara mi ser. Después, la simple con¬ 
ciencia de mi existencia, sin pensamiento, situación 
que duró largo tiempo. Después, muy repentinamente, 
el pensamiento y un terror calenturiento y un ardiente 
esfuerzo por comprender lo verdadero de mi estado. 
Después, un vivo deseo de caer otra vez en la insensi¬ 
bilidad. Después, brusco renacimiento del alma y ten¬ 
tativa de movimiento, seguida de éxito. Y entonces, el 
recuerdo completo del proceso, délas cortinas negras, 
de la sentencia, de mi debilidad, de mi desvaneci¬ 
miento. En cuanto á lo que siguió, el olvido más 
completo; no es sino muy tarde, y por la aplicación más 
enérgica que he llegado á recordármelo vagamente. 

Hasta abí yo había abierto los ojos, sentía que estaba 
acostado de espaldas y sin ligaduras. Extendí mi mano, 
y cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La 
dejé reposar así durante algunos minutos, esforzándome 
en adivinar dónde podía estar y lo que había sido 
de mí. 

Estaba impaciente por servirme de mis ojos, pero 
no me atrevía. Tenía miedo del primer golpe de vista 
sobre los objetos que me rodeaban. No era que temiese 
mirar cosas horribles, sino que estaba aterrado de la 
idea de no ver nada. A la larga, con una loca angustia 
de corazón, abrí vivamente los ojos. Mi horroroso pen¬ 
samiento se encontraba confirmado. La negrura de la 
eterna noche me rodeaba. Hice un esfuerzo para res¬ 
pirar. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me 
oprimía y me sofocaba. La atmósfera se hallaba intole- 

tfi' 



283 EDGAR 1>0E. — NOVELAS Y CUENTOS 

rantemente pesada. Quedé tranquilamente acostado, é 
hice un esfuerzo para ejercitar mi razón. Vinieron á 
mi memoria los procedimientos de la Inquisición, y 
partiendo de ahí, me apliqué á deducir de ellos mi 
posición real. 

La sentencia había sido pronunciada, y me parecía 
que desde entonces había corrido un largo espacio de 
tiempo. Sin embargo, no me imaginé un solo instante 
que estuviese realmente muerto. Semejante idea, á 
despecho de todas las ficciones literarias, es por com¬ 
pleto incompatible con la existencia real; pero, ¿ dónde 
estaba yo y cuál era mi estado ? Los condenados á 
muerte, yo lo sabía, morían ordinariamente en los 
autos de fe. Una solemnidad de este género había sido 
celebrada la noche misma del día de mi juicio. ¿ Había 
yo sido reintegrado en mi calabozo, para esperar en él 
el próximo sacrificio, que no debía tener lugar sino 
dentro de algunos meses ? Vi desde luego que eso no 
podía ser. El contingente de las. víctimas había sido 
puesto inmediatamente en requisición; además, mi 
primer calabozo, como las celdas de los condenados en 
Toledo, tenía pavimento de piedra, y la luz no estaba 
excluida por completo. 

De repente, una idea terrible arrojó la sangre ento¬ 
rrentes ámi corazón, y durante algunos instantes volví 
á caer de nuevo en mi insensibilidad. Volviendo en mí, 
me enderecé de un solo brinco sobre mis pies, mientras 
me temblaba convulsivamente cada fibra. Extendí 
locamente mis brazos encima y alrededor demí, en todos 
sentidos. No sentía nada; sin embargo, temblaba de 
dar un paso, tenia miedo de chocar contra las paredes 
de mi tumba. El sudor brotaba de todos mis poros, y 



EL POZO Y EL PÉNDELO 


283 


se detenía en gruesas gotas sobre mi frente. La agonía 
de la incertidumbre se volvió intolerable, y avancé con 
precaución, extendiendo los brazos y dilatando mis ojos 
fuera de sus órbitas, en la esperanza de sorprender 
algún débil rayo de luz. Di muchos pasos, pero todo 
estaba negro y vacío. Respiré más libremente. En fin, 
me pareció evidente que el más horroroso áe los desti¬ 
nos no era el que se me había reservado. 

Y entonces, mientras que continuaba avanzando con 
precauciones, mil vagos rumores que corrían sobre los 
horrores de Toledo, vinieron ¿apretarse confusamente 
en mi memoria. Se narraban sobre aquellos calabozos 
extrañas cosas (yo las había considerado siempre como 
fábulas); pero sin embargo, eran tan extrañas y tan 
aterrantes, que no se las podía repetir sino en voz 
baja. ¿ Debía morir de hambre en aquel mundo subte¬ 
rráneo de tinieblas, ó qué destino más horrible todavía 
me esperaba ? Que el resultado fuera la muerte, y una 
muerte de una amargura escogida, yo conocía muy bien 
el carácter de mis jueces para dudar áe ello ; el modo y 
la hora eran todo lo que me ocupaba y me atormentaba. 

Mis manos extendidas encontraron después de algu¬ 
nos instantes un obstáculo sólido ; era un muro que pa¬ 
recía construido con piedras, muy liso, húmedo y frío. 
Lo seguí de cerca, caminando con la cuidadosa descon¬ 
fianza que me habían inspirado ciertas, antiguas histo¬ 
rias. Esta operación, no me daba ningúnmedio de cono¬ 
cer la dimensión de mi calabozo, pues podía recorrerlo 
y volver al punto de donde había salido sin apercibirme 
de ello; tan perfectamente uniforme parecía el muro. 
Es por eso que busqué el cuchillo que tenía en mi bol¬ 
sillo, cuando se mehabía conducido al Tribunal; pero 



284 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

había desaparecido, habiendo sido cambiados mis vesti¬ 
dos por un traje de sarga grosera. Había tenido la idea 
de hundir la lámina en alguna pequeña grieta de la 
manipostería, á fin de constatar bien mi punto de par¬ 
tida. La dificultad, sin embargo, era muy vulgar; pero 
desde luego, en el desorden de mi pensamiento, me 
pareció insuperable. Desgarré una parte del ribete de 
mi traje y coloqué el trozo por tierra, en toda su longi¬ 
tud y en ángulo recto con el muro. Siguiendo mi ca¬ 
mino á tientas, alrededor de las paredes, no podía 
dejar de encontrar ese jirón al concluir el circuito. Á 
lo menos, yo lo creía; pero no había tenido cuenta de la 
extensión de mi calabozo ó de mi debilidad. El terreno 
era húmedo y resbaladizo. Fui vacilante durante algún 
tiempo, después tropecé y caí. Mi extrema fatiga me 
decidió á quedar acostado, y el sueño me sorprendió 
bien pronto en ese estado. Al despertarme y extender 
un brazo, encontré al lado mió un pan y un cántaro de 
agua. Estaba muy extenuado para reflexionar sobre 

esta circunstancia, pero bebí y comí con avidez. Poco 
tiempo después proseguí mi viaje alrededor de mi pri¬ 
sión, y con mucha pena llegué al jirón de sarga. En el 
momento en que había caído, llevaba contados ya cin¬ 
cuenta y dos pasos, y en la continuación de mi paseo 
conté todavía cuarenta y ocho, hasta el instante en que 
encontré el trapo. Por consiguiente, en todo eran cien 
pasos; y suponiendo que dos pasos es una yarda, pre¬ 
sumí que el calabozo tenía cincuenta yardas de circuito. 
No obstante, había encontrado muchos ángulos en el 
muro, y asi no había casi medio de conjeturar la forma 
de la cueva, pues yo no podía impedirme de suponer 
que era una cueva. 



EL POZO y EL PÉNDULO 


285 


Yo no ponía un muy grande interés en esas investi¬ 
gaciones, tampoco ninguna esperanza; pero una vaga 
curiosidad me llevó á continuarlas. Dejando el muro, 
resolví atravesar la superficie circunscrita. Desde luego 
avancé con una extrema precaución ; pues el suelo, 
aunque pareciendo de una materia dura, era falsoy pe¬ 
gajoso. A la larga, sin embargo, tomé valor y me puse 
á caminar con seguridad, aplicándome á atravesar en 
línea tan recta como fuera posible. Habla así dado diez 
ó doce pasos poco más ó menos, cuando un extremo 
del dobladillo desgarrado de mi traje, se enrosco ámis 
piernas. Caminé, y caí violentamente con el rostro para 
abajo. En el desorden de mi caída, no noté de seguida 
una circunstancia pasablemente sorprendente, que sin 
embargo algunos instantes después, y cuando estaba 
todavía extendido, llamó mi atención. Hela aquí : mi 
barba tocaba el suelo de la prisión, pero mis labios y la 
parte superior de mi cabeza, aunque pareciendo situadas 
á una menor elevación que la barba, no tocaban nada. 
Al mismo tiempo, me pareció que mi frente estaba ba¬ 
ñada en un sudor viscoso y que un olor particular de 
hongos viejos subía hacia mi nariz. Extendí el brazo, y 
temblé al descubrir que había caído sobre el borde 
mismo de un pozo circular, cuya extensión no tenía me¬ 
dio ninguno de medir por el momento. Tanteando la 
manipostería de debajo del brocal, logré desprender un 
pequeño fragmento y le dejé caer en el abismo. Durante 
algunos segundos presté el oído á sus rebotes; golpeaba 
en su caída las paredes del precipicio; al fin hizo en el 
agua lúgubre zabullida, seguida de ruidosos ecos. En 
el acto un ruido se produjo encima de mi cabeza, como 
de una puerta, casi tan pronto cerrada como abierta, 



2S6 EDGAR POE, — NOVELAS Y CUENTOS 

mientras que un débil rayo de luz atravesaba repenti¬ 
namente la oscuridad y se extinguía casi al mismo 
tiempo. 

Yi claramente el destino que me había sido prepa¬ 
rado, y me felicité del accidente oportuno y que me 
había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera 
vuelto á ver. Y esta muerte evidata á tiempo tenia ese 
mismo carácter que había mirado como fabuloso y ab¬ 
surdo en los cuentos que se hacían sobre la Inquisición. 
Las victimas de su tiraníano tenían otra alternativa que 
lamuerte con sus más crueles agonías físicas, óla muerte 
con sus más abominables torturas morales. Yo había 
sido destinado para esta última. Mis nervios estaban 
distendidos por un largo sufrimiento, hasta el punto 

que temblaba al sonido de mi propia voz y me había 
convertido, bajo todos aspectos, en un excelente sujeto 
para la especie de tortura que me esperaba. 

Temblando todos mis miembros, retrocedí á tientas 
hacia el muro, resuelto á dejarme morir en él antes 
que afrontar el horror délos pozos que mi imaginación 
multiplicaba, ahora, en las tinieblas de mi calabozo. 
En otra situación, de espíritu, habría tenido el valor 
para concluir con mis miserias de un solo golpe, por 
la inmersión en uno de aquellos abismos; pero en¬ 
tonces era el más perfecto de los cobardes. Y después, 
me era imposible olvidar lo que había leído respecto á 
esos pozos, que la extinción repentina de la vida, era una 
posibilidad cuidadosamente excluida por el infernal 
genio que había concebido su plan. 

La agitación de mi espíritu me tuvo despierto durante 
largas horas, pero al fin me adormecí de nuevo. Al 
recordarme, encontré ó mi lado, como la primera vez, 



Eli POZO Y EL PÉNDULO 


287 


un pan y un cántaro de agua. Una sed ardiente me con¬ 
sumía, y vacié el cántaro de un trago. Es necesario 
i que esta agua haya estado compuesta, pues apenas la 
hube bebido, cuando me dormí irresistiblemente. 
Cuánto tiempo doró, no puedo saberlo; pero cuando 
abrí los ojos, los objetos eran visibles alrededor mío. 
Gracias á un resplandor singular, sulfuroso, cuyo ori¬ 
gen no pude descubrir desde luego, podía ver la exten¬ 
sión y el aspecto de la prisión. 

Yo me había equivocado grandemente sobre sus di¬ 
mensiones. Las paredes no podían tener más de vein¬ 
ticinco yardas de circuito. Durante algunos minutos, 
ese descubrimiento fuépara mí una inmensa turbación, 
turbación bien pueril en verdad; porque, en medio de 
las circunstancias terribles que me rodeaban, ¿ qué 
podía haber en ellas, de menos importantes, que las 
dimensiones de mi prisión? Pero mi alma tomaba un 
interés extravagante en las futilidades, y me apliqué 
fuertemente á darme cuenta del error que había come¬ 
tido en mis medidas. Al fin, la verdad me apareció 
lomo un relámpago. En mi primera tentativa de explo¬ 
ración, había contado cincuenta y dos pasos hasta el 
momento en que caí ; debía estar entonces á uno ó dos 
pasos del trozo de sarga; en realidad, había casi me¬ 
dido el circuito de la cueva. Me dormí entonces — 
y al despertarme, es menester que haya vuelto mis pasos 
— creando así un circuito, casi doble del circuito real. 
La confusión de mi cerebro me había impedido notar 
quehabíaempezado mi vuelta con el muro á mi izquierda, 
y que lo acababa con el muro á mi derecha. 

Me había equivocado también relativamente á la 
forma del recinto. Tanteando las paredes durante mi 



288 EDOAH POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

camino, había encontrado muchos ángulos, y había 
deducido de ellos la idea de una gran irregularidad ; 
j tan poderoso es el efecto de una oscuridad total para 
aquel que sale de un letargo ó de un sueño! Esos án¬ 
gulos eran simplemente producidos por ligeras depre¬ 
siones ó huecos con intervalos desiguales. 

La forma general de la prisión, era un cuadrado. Lo 
que había tomado por manipostería parecía ahora 
hierro ó cualquier otro metal, de placas enormes, cuyas 
suturas y junturas ocasionaban las depresiones. La 
superficie entera de esa construcción metálica estaba 
groseramente embadurnada con todos los emblemas 
horrorosos y repulsivos á que la superstición sepulcral 
de los frailes ha dado nacimiento. 

Figuras de demonios con aires de amenaza, con 
forma de esqueleto, y otras imágenes de un horror más 
real, llenábanlos muros en toda su extensión. Observé 
que los contornos de estas monstruosidades eran sufi¬ 
cientemente distintos, pero que los colores estaban 
debilitados y alterados, como por el efecto de una 
atmósfera húmeda. Noté entonces el pavimento, que 
era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de 
cuya boca había escapado ; pero no había más que uno 
solo en el calabozo. 

Vi todo eso indistintamente, y no sin esfuerzo, por¬ 
que mi situación física había cambiado singularmente 
durante mi sueño. Estaba ahora acostado de espaldas, 
cuan largo era, sobre una especie do armazón de ma¬ 
dera muy bajo. Estaba sólidamente atado á él, con una 
larga venda que se parecía á una cincha. Enrollaba 
varias veces mis miembros y mi cuerpo, no dejándome 
en libertad más que mi cabeza y mi brazo izquierdo; 



EL POZO Y EL P1Í.NDI31.0 285 

pero todavía me era necesario hacer un esfuerzo de los 
más penosos para alcanzar el alimento contenido en un 
plato de harro, colocado ú mi lado en el suelo. 

Me apercibí con terror que el cántaro había sido 
arrebatado, Digo con terror, pues estaba devorado por 
una sed intolerable. Me pareció que entraba en el plan 
de mis verdugos el exasperar esta sed, pues la comida 
puesta en el plato estaba cruelmente sazonada. 

Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. 
Estaba á una altura de treinta ó cuarenta pies, y por 
su construcción se parecía mucho á los muros laterales. 
En uno de sus paños, una figura de las más singulares 
fijó toda mi atención. Erala figura del Tiempo, como 
es representada de ordinario, salvo que en lugar «le 
una guadaña, tenía un objeto que al primer golpe de 
vista tomé por la imagen pintada de un enorme pén-. 
dulo, como se los ve en los relojes antiguos. Había, no 
obstante, en el aspecto de esta máquina algo que me 
hizo mirarla con más cuidado. Como la observaba 
directamente, pues estaba colocada justamente encima 
de mí, creí verla mover. 

Un instante después, mi idea estaba confirmada. Su 
balancea miento era corto y naturalmente muy lento. Lo 
espié durante algunos minutos, no sin cierta descon¬ 
fianza, pero sobre todo con asombro. Fatigado á la 
larga de vigilar su movimiento fastidioso, desvié mis 
ojos hacia los otros objetos de la celda. 

Un ligero ruido atrajo mi atención, y mirando al 
suelo vi algunas ratas enormes que lo atravesaban. 
Habían salido del pozo, que podía percibir á mi dere¬ 
cha. En el mismo instante, cuando yo las miraba, su¬ 
bieron por montones apresuradamente con ojos voraces, 

17 



290 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

engolosinadas por el olor de la vianda. Me eran menes¬ 
ter muchos esfuerzos y atención para separarlas. 

Podía muy bien haber corrido una media hora, ó 
acaso hasta una hora; pues no podía medir el tiempo 
sino muy imperfectamente, cuando levanté de nuevo 
los ojos. Lo que vi entonces me confundió y me dejó 
estupefacto. El camino recorrido por el péndulo se 
había acrecido casi de una yarda; su velocidad, conse¬ 
cuencia natural, era también mucho más grande. Pero 
lo que me turbó principalmente, fné la idea de que 
había descendido visiblemente. Observé entonces, pero 
inútil es decir con qué terror, que su extremidad infe¬ 
rior estaba formada por una media luna de acero cen¬ 
telleante, teniendo, poco más ó menos, un pie de largo 
de un cuerno al otro; los cuernos dirigidos paraarriba, 
y el corte inferior evidentemente afilado como el de una 
navaja de barba. Como una navaja también, parecía 
pesado y macizo, abriéndose á partir del hilo en una 
forma ancha y sólida. Estaba ajustado á una pesada 
lanza de cobre, y el todo silbaba, balanceándose á tra¬ 
vés del espacio. 

No podía dudar más tiempo de la suerte que me 
había sido preparada por la atroz ingeniosidad mona¬ 
cal. Mi descubrimiento del pozo habla sido adivinado 
por los agentes de la Inquisición; el pozo, cuyos ho¬ 
rrores habían sido reservados á un herético tan teme¬ 
rario como yo; el pozo, figura del infierno, y conside¬ 
rado por la opinión como la última Tkule de todos sus 
castigos. Había evitado la caída por el más fortuito de 
los accidentes, y sabía que el arte de hacer del supli¬ 
cio una trampa y una sorpresa, formaba una rama im¬ 
portante de todo aquel fantástico sistema de ejecu- 



EL POZO Y EL PÉNDULO 291 

ciones secretas. Ahora bien; habiéndose frustrado el 
del abismo, no entraba ya en el plan demoniaco el 
precipitarme en él; estaba, pues, consagrado, y esta 
vez sin alternativa posible, á una destrucción diferente 
y más dulce. ¡ Más dulce! He sonreído casi en mi 
agonía, pensando en la singular aplicación que hacía 
de semejante palabra. 

¿ De qué sirve narrar las largas horas de horror más 
que mortales, durante las cuales conté las oscilaciones 
vibrantes del acero? Pulgada por pulgada, linea por 
línea, operaba un descenso graduado y solamente 
apreciable á intervalos, que me parecían siglos, y 
siempre descendía, siempre más bajo, ; siempre más 
bajo! 

Corrieron dias, puede ser que muchos días hayan 
corrido, antes que viniera á balancearse bastante cerca 
de mí para azotarme con su soplo acre. El olor del 
acero afilado se introducía en mis narices. Suplicaba 
al cielo, lo fatigaba con mi súplica, para que hiciera 
descender el acero más rápidamente. Me volví loco, 
frenético, y me esforcé por levantarme, por ir al 
encuentro de aquella terrible cimitarra móvil. Y des¬ 
pués, repentinamente, caí en una gran calma, y quedé 
extendido, sonriendo á esta muerte chispeante, como 
un niño á algún precioso juguete. 

Hubo un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad ; 
intervalo muy corto, pues, volviendo á la vida, no 
encontró que el péndulo hubiera descendido una canti¬ 
dad apreciable. Sin embargo, podía ser muy bien que 
ese tiempo hubiera sido largo, pues yo sabía que había 
demonios que habían tomado nota de mi desvaneci¬ 
miento y que podían detener la vibración á su voluntad. 



292 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

Entrando en.mí mismo, experimenté un malestar y 
una debilidad — ¡ oh! inexpresables — como por con¬ 
secuencia de una larga inanición. Hasta en medio de 
las angustias presentes, la naturaleza humana, implo¬ 
raba su alimento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi 
brazo izquierdo tan lejos como me lo permitían las 
ligaduras, y me apoderé de un pequeño resto que las 
ratas habían querido dejarme. Cuando llevé una parte 
á mis labios, un pensamiento informe de gozo — do 
esperanza — atravesó mi espíritu. No obstante, ¿ qué 
había de común entre la esperanza y yo? Era, digo, un 
pensamiento informe; — el hombre los tiene ámenudo 
parecidos á esos, que no se han completado jamás. 
Sentí que era un pensamiento de gozo — de esperanza ; 
pero sentí también que ella había muerto al nacer. 
Vanamente me esforzé en concluirlo —■ en alcanzarlo. 
Mi largo sufrimiento había casi aniquilado ks facul¬ 
tades ordinarias de mi espíritu. Era un imbécil — un 
idiota. 

La vibración del péndulo tenía lugar en un plano 
que hacía ángulo recto con el largo de mi cuerpo. Vi 
que la media luna habia sido dispuesta para atravesar 
la región del corazón. Desgarraría la sarga de mi 
traje— después se volvería y repetiría su operación — 
todavía — indefinidamente. No obstante la espantosa 
dimensión de la curva recorrida (algo así como treinta 
pies, acaso más) y la silbante energía de su descensión, 
que habría cortado hasta aquellas murallas de hierro ; 
en suma, todo lo que podía hacer, por algunos minu¬ 
tos, era desagarrar mi traje. Y sobre este pensamiento 
hice una pausa. No me atrevía á ir más lejos de esta 
reflexión. Me detuve en ella con una atención obsti- 



EL POZO ¥ EL PÉKDULO 293 

nada, como si por esta insistencia, pudiera detener 
ahí la descensión del acero. Me apliqué á meditar sobre 
el sonido que produciría la media luna pasando al 
través de mi vestido — sobre la sensación particular y 
penetrante que el frotamiento de la tela produce sobre 
los nervios. Medité sobre todas esas futilidades hasta 
que mis dientes se erizaron. 

Más bajo — más bajo todavía — se deslizaba 
siempre más bajo. Encontraba un placer frenético en 
comparar su velocidad de alto á bajo y su velocidad 
lateral. A derecha — á izquierda — y después huía 
lejos, lejos, y después volvía — con el chillido de un 
espíritu condenado — hasta llegar á mi corazón, con 
el paso furtivo de un tigre. Yo reía y aullaba, 3egún 
que la una ú otra idea tomaba la superioridad. 

¡ Más bajo — invariablemente, despiadadamente 
más bajo ! \ Vibraba á tres pulgadas de mi pecho ! Me 
esforcé violentamente — furiosamente — por desatar 
mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el 
codo hasta la mano. Yo le podía hacer jugar desde el 
plato hasta mi boca, con un gran esfuerzo — y nada 
más. Si hubiera podido romper las ligaduras de arriba 
del codo, habría asido el péndulo y tratado de dete¬ 
nerlo. ¡ Habría también ensayado de detener una ava¬ 
lancha ! 

j Siempre más bajo ! — ¡ incesantemente, inevita¬ 
blemente más bajo 1 Respiraba dolorosamente y me 
agitaba á cada balanceamiento. Mis ojos lo seguían en 
su vuelo ascendente y descendente con el ardor de la 
desesperación más insensata ; se cerraban espasmódi- 
camente en el momento de la descensión, aunque la 
muerte hubiera sido un alivio — ¡ olí! ¡ qué indecible 



NOVELAS Y CUENTOS 


294 EDGAR POE. — 
alivio 1 Y sin embargo, temblaba con todos mis ner¬ 
vios, cttaad» pensaba que bastaba que la máquina des¬ 
cendiera un punto para precipitar sobre mi pecho 
aquella hacha afilada, centelleante.. Era la esperanza 
que hacía temblar así mis nervios y replegarse todo- 
mi ser» Era la esperanza — la esperanza que triunfa 
hasta sobre el cadalso — que cuchichea al oído de los 
condenados á muerte, hasta en los calabozos de la 
Inquisición. — Vi que diez ó doce vibraciones poco 
más ó menos r ponían el acero en contacto inmediato 
con mi vestido — y con esta observación entró en mi 
espíritu la calma aguda y cotidensada de la desespera¬ 
ción. Por la primera vez desde muchas horas — desde 
días acaso, pensé. Me vino- á la imaginación, que la 
venda ó cincha que rodeaba mi cuerpo, era de un solo 
trozo. Estaba atado con un lazo continuo. La primera 
mordedura de la navaja de barba, en una parte cual¬ 
quiera déla cincha, debía cortarla suficientemente para 
permitir á mi mano izquierda, desenrollarla alrededor 
de mi. ¡ Pero cuan terrible se volvía en ese caso la 
proximidad del acero! ¡ Y el resultado de la más ligera 
sacudida, mortal !¿ Era verosímil, por otra parte, que 
los infames-verdugos no hubiesen previsto ó impedido 
esta posibilidad ? ¿ Era probable que la venda atrave¬ 
sara mi pecho, en el camino que tenía que recorrer el 
péndulo ? Temblando de verme fus Irado en mi débil 
esperanza, verosímilmente la última, alcé suficiente¬ 
mente mi cabeza para ver distintamente mi pecho. La 
cincha envolvía estrechamente mis miembros y mi 
cuerpo en todos sentidos — excepto en el camino de la 
inedia luna homicida. 

Apenas había dejado caer mi cabeza en su posición 



EL POZO Y EL PÉNDULO 


298 

primera, cuando sentí brillar en mi espirita algo que 
no sabría definir mejor sino diciendo que era la mitad 
no formada de esta idea de libertad de que he hablado 
ya, y cuya otra parle sólo había flotado vagamente en 
mi cerebro, cuando llevaba el alimento á mis ardientes 
labios. La idea entera estaba ahora presente —débil— 
apenas visible, apenas definida —pero en fin completa. 
Me puse inmediatamente, con la energía de la deses¬ 
peración, á tentar su ejecución. 

Desde hacía muchas horas, la vecindad inmediata 
del bastidor sobre el cual estaba acostado, hormigueaba 
literalmente de ratas. Eran atrevidas, tumultuosas, 
voraces — sus ojos ojos estaban clavados sobre mí, 
como si no esperaran más que mi inmovilidad para 
hacer de mí su presa. 

— ¿ Á qué alimento — pensé yo — han estado acos¬ 
tumbradas en este pozo ? 

Excepto un pequeño resto, habían devorado, á des — 
pecho de todos mis esfuerzos para impedirlo, el conte¬ 
nido del plato. Mi mano había contraído un hábito de 
va y viene, debalanceamientohaciaelplato;yálolargn, 
la uniformidad maquinal le había quitado toda su efi¬ 
cacia. pin su voracidad, aquel asqueroso ejército cía — 
vaba á menudo sus dientes agudos en mi dedos. Con las 
miga jas de la vianda aceitosa y especiada que quedaba 
todavía, froté fuertemente la venda por todas las partes 
que pude alcanzar ; después, retirando mi mano del 
suelo, quedé inmóvil y sin respirar. 

Inmediatamente los voraces animales fueron asusta¬ 
dos y aterrados del cambio — de la cesación de mo— 
vimiento. Se alarmaron y volvieron la espalda ; mu — 
chos ganaron de nuevo en el pozo; pero no duró más 



296 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 
que un momento. No había contado en vano con su 
glotonería. Observando que quedaba sin movimiento, 
uno ó dos de los más atrevidos treparon sobre el 
bastidor y rozaron la cincha. Esto me pareció la señal 
de una invasión general. Tropas frescas se precipita¬ 
ron fuera del pozo. Se colgaron de la madera, — la 
escalaron y saltaron por centenas sobre mi cuerpo. El 
movimiento regular del péndulo no les turbaba abso¬ 
lutamente. Evitaban su paso y trabajaban activamente 
sobre la venda aceitada. Se apresuraban —■ hormiguea¬ 
ban y se agolpaban incesantemente sobre mí; se enrosca¬ 
ban sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban los 
míos; estaba medio sofocado por su peso múltiple : un 
disgusto que no tiene nombre en el mundo, levantaba 
mi pecho y helaba mi corazón como un horroroso 
vómito. Todavía un minuta y sentía que la horrible 
operación estaba concluida. Sentía positivamente el 
aflojamiento déla venda; sabía que debía estar ya cor¬ 
tada en más de un paraje.Con una resolución sobrehu¬ 
mana, quedé inmóvil. No me había equivocado en mis 
cálculos — no había sufrido en vano. A la larga, sentí 
que estaba libre. La cincha pendía en jirones alrededor 
de mi cuerpo; pero el movimiento del péndulo atacaba 
ya mi pecho; había hendido la sarga de mi traje; había 
cortado la camisa de debajo; hizo todavía dos oscila¬ 
ciones — y una sensación de dolor agudo atravesó 
todos mis nervios. Con un movimiento tranquilo y 
resuello — prudente y oblicuo — lentamente y aplanán¬ 
dome — me deslicé fuera de la venda y de los ataques 
de mi cimitarra. ¡ Por el momento, al menos, estaba 
libre/ 

¡ Libre! — ¡yen la garra de la Inquisición! Había 



EL POZO Y EL PÉNDULO 297 

salido apenas de mi lecho de horror, había dado apenas 
algunos pasos sobre el pavimento de la prisión, cuando 
el movimiento de la infernal máquina cesó yla vi atraída 
poruña fuerza invisible á través del techo. Fuéuna 
lección que me puso la desesperación en el corazón. 
Todos mis movimientos eran indudablementeespiados. 
¡ Libre! — no había escapado á la muerte bajo una 
especie de agonía sino para ser víctima de la muerte 
bajo alguna otra especie. A este pensamiento hice 
girar mis ojos convulsivamente sobre las paredes 
de hierro que me rodeaban. Algo de singular — un 
cambio que desde luego no pude apreciar distintamente 
se producía en el cuarto — era evidente. Durante algu¬ 
nos minutos de una distracción llena de sueños y tem¬ 
blores, me perdí en vanas é incoherente conjeturas. 

Durante ese tiempo me apercibí por la primera vez 
del origen de la luz sulfurosa que alumbraba la celda. 
Provenía de una hendidura como de media pulgada de 
ancho, que se extendía alrededor de la prisión en la 
base de los muros, que parecían así y estaban en 
efecto, completamente separados del suelo. Traté, pero 
en vano, como se puede pensar, de mirar por esta aber¬ 
tura. 

Cuando me levantaba desalentado, el misterio de la 
alteración del cuadro, se reveló en el acto á mi inteli¬ 
gencia. Babia observado que aunque los contornos de 
las figuras murales fuesen suficientemente distintos, 
los colores parecían alterados é indecisos. 

Esos colores acababan de tomar y tomaban en efecto, 
á cada instante un brillo sorprendente y muy intenso, 
que daba á aquellas imágenes fantásticas y diabólicas, 
un aspecto que habría hecho estremecer nervios más 

i i* 



298 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

sólidos que los míos.. Ojos de demonio, de una vivacidad 
feroz y siniestra, estaban clavados sobre mí, en mil 
sitios, donde primitivamente no sospechaba ninguno y 
brillaban con el brillo lúgubre de un fuego, que yo 
quería absolutamente, pero en vano, mirar como ima¬ 
ginario. 

j Imaginario l ¡Me bastaba respirar para atraerá 
mis narices el vapor del hierro caliente! ¡ Un olor sofo¬ 
cante se derramaba en la prisión! ¡ Un ardor más pro¬ 
fundo se lijaba á cada instante en los ojos clavados 
sobre mi agonía ! ¡ Un tinte más rico de rojo se mos¬ 
traba sobre aquellas horribles pinturas de sangre! 
j Estaba jadeante! ¡ Respiraba eon esfuerzo ! ¡No había 
que dudar del designio de mis verdugos! —“ ¡ Oh! los 
más despiadados, ¡ oh! ¡ los más demoniacos de los 
hombres ! Retrocedí lejos del metal ardiente hacia el 
centro del calabozo. Frente á esta destrucción por el 
fuego, la idea de la frescura del pozo, sorprendió mi 
alma como un bálsamo. Me precipité hacia sus bordes 
mortales. Tendí mis miradas hacia el fondo. El brillo 
de la bóveda inflamada iluminaba sus más secretas 
caridades. Sin embargo, durante un instante de extra¬ 
vío, mi espíritu se rehusó á comprender la significa¬ 
ción de lo queveía. Al fin, eso entró en mi alma — ála 
fuerza, victoriosamente; se imprimió con fuego sobre 
mi razón calenturienta. — ¡Oh! ¡una voz,una voz para 
hablar! — ¡ Oh! ¡horror! — ¡ Olí! todos los horrores, 

¡ excepto ese! — Arrojando un grito me separé déla 
orilla y ocultando el rostroentre mis manos, lloré amar¬ 
gamente. 

El ealor aumentaba rápidamente y una vez todavía 
levanté los ojos temblando como en un acceso de fiebre. 



EL POZO V EL PÉKDüLO 299 

Un segundo cambio había tenido lugar en la celda — 
y ahora este cambio era evidentemente en la forma. 
Como la primera vez, fné en vano que buscara el apre¬ 
ciar ó comprender lo que pasaba. Pero no se me dejó 
mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisi¬ 
ción marchaba á gran paso, desorientada dos veces por 
mi dicha, y no había que jugar más con el rey de los 
Terrores. El cuarto había sido cuadrado. Me apercibí 
que dos de sus ángulos de hierro eran ahora agudos — 
dos consecuentemente obtusos. El terrible contraste 
aumentaba rápidamente, con un murmullo y un gemido 
sordo. En un instante el cuarto había cambiado su 
forma en la de un losange. Pero la trasfurmación no 
se detuvo ahí. 

Yo habría aplicado los muros rojos contra mi pecho, 
como un vestido de eterna paz. — ¡ La muerte — me 
dije — no importa que muerte, excepto la del pozo ! 
— ¡Insensato ! ¿ Cómo no había comprendido que era 
necesaria el pozo , que ese pozo solo érala razón áel hierro 
ardiente que me asediaba ? ¿ Podía resistir á su ardor? 
¿ Y hasta, suponiéndolo, podía permanecer firme contra 
su presión? Y ahora el losange se aplanaba; se apla¬ 
naba con una rapidez que no me dejaba el tiempo de la 
reflexión. Su centro, colocado sobre la línea de su más 
grande anchura, coincidía justamente con el abismo 
abierto. Traté de retroceder —pero los muros, apre¬ 
tándose, me estrechaban irresistiblemente. En fin, llegó 
un momento en que mi cuerpo quemado y — contorsio¬ 
nado, encontraba apenas su lugar ; donde lo había para 
mí fué sobre el suelo de la prisión. No luché más, pero 
la agonía de mi alma se exhaló en un grande y largo 
grito supremo de desesperación. 



300 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS 

Sentí que vacilaba sobre él borde — desvié los 
ojos... 

¡ Pero he aquí un ruido discordante de voces huma¬ 
nas! ¡Una explosión, un huracán de clarines! ¡Un 
poderoso mugido como el de un millar de truenos! 
¡ Los muros de fuego retrocedieron precipitadamente! 
Un brazo extendido asió el mío, cuando caía, desfa¬ 
lleciente, en el abismo. Era el brazo del general 
Lasalle. 

El ejército francés había entrado á Toledo. La In¬ 
quisición estaba en poder de sus enemigos. 



HOP-FROG 


No he conocido nunca persona que tuviese más buen 
humor ni que se sintiese más inclinado á las cuchufle¬ 
tas que este buen rey. No vivía sino para embromar. 
Contar una buena historia del género bufo y contarla 
bien era el camino más seguro para llegar á su favor. 
He aquí porqué sus siete ministros eran todos perso¬ 
nas bien conocidas por su carácter bromista. Todos 
estaban cortados couforme al real patrón : vasta cor¬ 
pulencia, adiposidad é inimitable aptitud para la bufo¬ 
nería. Que las gentes engordan dando bromas, ó que 
hay algo en la grasa que predispone á la broma, es 
cuestión que nunca he podido resolver; pero es lo 
cierto que un bromista flaco es un rara avis in terris. 

En cuanto á los refinamientos, ó sombras del inge¬ 
nio, como los llamaba él mismo, el rey se cuidaba 
poco de ellos. Sentía una admiración especial por la 
amplitud o n la broma ó gracia, y hasta á veces toleraba 
que fuese un poco larga , pero las delicadezas le mo¬ 
lestaban. Hubiera preferido él Gargmtúa de Rebeláis 
al Zadig de Voltaire, y en general le agradaban mucho 



303 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

más las bufonadas en acción que las bromas ó las 
burlas de palabra. 

En la época en que ocurre nuestra historia los bu- 
x fones de profesión no habían pasado de moda por 
completo en la corte. Algunas de las grandes poten¬ 
cias continentales tenían aún sus bufones; eran éstos 
seres desdichados y contrahechos, adornados con el 
gorro de cascabeles ó caperuza y que debían estar 
siempre dispuestos á lanzar frases agudas á cambio de 
las migajas que cafan de la mesa real. 

Nuestro rey naturalmente tenía su bufón. El hecho 
es que sentía la necesidad de algo que se pareciese á 
la locura, aunque sólo fuese para contrabalancear la 
pesada sabiduría de los siete sabios que le servían de 
ministros — sin contarle á él. 

Sin embargo, su loco, su bufón de profesión no 
era solamente un loco. Su valor estaba triplicado á 
los ojos del rey por la circunstancia de ser enano y 
cojo. En este tiempo los enanos eran en la corte tan 
comunes como los bufones; y muchos monarcas 
hubieran juzgado muy difícil el empleo de su tiempo 
— el tiempo es más largo en la corte que en ninguna 
otra parte, — sin un bufón que les hiciese reir y un 
enano para burlarse de él. Pero, como ya he observado, 
lodos estos bufones en la mayor parte de los casos 
son gordos, redondos y macizos — de modo que para 
nuestro rey era un amplio motivo áe orgullo poseer 
en Hop-Frog (1) — tal era el nombre del loco — un 
triple tesoro en una sola persona. Yo creo que el 
nombre de Hop-Frog no era su nombre de bautismo, 


(!) Eop dar saltitos, — frog rana. 



LlOP-í'ROCJ 


3 Oí 

sino que le había sido dado por el asentimiento unᬠ
nime de los siete ministros, en razón de su impoten¬ 
cia para andar como los demás hombres. El hecho es 
que Hop-Frog no podía moverse sino con una especie 
de marcha interjecional — algo así como entre salto y 
torcedura — una especie de movimiento que era para el 
rey una recreación perpetua y naturalmente un goce; 
porque, no obstante la prominencia de su panza y una 
hendidura constitucional en la cabeza, el rey pasaba 
á los ojos de toda la corte por un buen mozo. 

Pero por más que Hop-Frop, gracias á la torsión de 
sus piernas no pudiera moverse sino con gran dificul¬ 
tad, la prodigñosa fuerza muscular de que la natura¬ 
leza había dotado su brazo, como para compensar la 
imperfección de sus miembros inferiores, le hacía apto 
para realizar hazañas de admirable destreza, cuando se 
trataba de árboles, cuerdas ó algo por donde se pudiese 
trepar. — Ea estos ejercicios más (parecía ardilla ó- 
mono que rana. 

Difícil me sería decir de qué país era Hop-Frog. Sin 
duda procedía de alguna región bárbara, de la que na¬ 
die había oído hablar — situada á gran distancia de la 
corte de nuestro rey. Hop-F rog, y una joven algo menos 
enana que él — pero admirablemente formada y exce¬ 
lente bailarina, — habían sido arretados á sus hogares 
respectivos, en provincias limítrofes y enviados al rey 

en presente ó regalo por uno de sus generales favoritos 
de la victoria. 

En semejantes circunstancias no había nada de 
extraño que se hubiese establecido una estrecha inti¬ 
midad entre los dos pequeños cautivos. En realidad lle¬ 
garon á ser amigos jurados. Hop-Frog, que á pesar de 



304 EDGAR POE. — KOVELAS Y CUENTOS 

todos sus esfuerzos por parecer bufón, do era en ma¬ 
nera alguna popular, nopodíaprestaráTripeüa grandes 
servicios, pero ella, á causa de su gracia y exquisita 
belleza — de enana, — era umversalmente querida y 
mimada; poseía, pues, mucha influencia y no dejaba de 
nsar de ella en cualquier ocasión en provecho de su 
querido Hop-Frog. 

En una gran ocasión solemne — no sé cuál — el rey 
resolvió dar un baile de máscara; y cada vez que tenía 
lugar en la corte una mascarada ó una fiesta análoga 
eran con seguridad puestos á contribución los talentos 
de Hop-Frog y Tripella. Hop-Frog principalmente era 
tan inventivo en materia de decoraciones de tipos 
nuevos y de disfraces para los bailes de máscara 
que parecía que no podía hacerse nada sin su asisten¬ 
cia. 

La noche señalada para la fiesta había llegado. Bajo 
la inspección inmediata de Tripeüa habíase preparado 
una sala espléndida dispuesta con toda la ingeniosidad 
posible para aumentar el brillo de la fiesta. Toda la 
corte esperaba la hora con febril agitación. En cuanto 
á los trajes, puede suponerse que el que más y el que 
menos había hecho su elección. Muchas personas habían 
elegido su traje más de una semana y hasta un mes 
antes ; en suma, no había indecisión ni íncertidumbre 
en el ánimo de nadie, excepto en los del rey y sus siete 
ministros. ¿Por qué vacilaban? no sabré yo decirlo, á 
no ser que esto fuese un nuevo género de broma. Lo 
más verosímil es que como estaban tan gordos, no 
podía ocurrírseles ninguna idea. Sea como quiera, el 
tiempo corría, y como tUíimorecurso enviaron á buscar 
á Tripe Lía y Hop-Frog, 



HOP-FROO 


305 


Cuando los dos pequeños enanos se presentaron obe 
deciendo la orden del rey, halláronle bebiendo regia¬ 
mente vino con los siete miembros de su consejo pri¬ 
vado; pero el monarca parecía de muy mal humor. 
Sabía que Hop-Frog temía el vino, porque esta bebida 
excitaba al pobre cojo hasta el delirio; y el delirio ó 
locura no es una manera de sentir muy agradable. 
Pero el rey sentía un gran placer en obligar á Hop- 
Frog á beber, y según la real expresión, á estar alegre. 

— Ven acá, Hop-Frog, — dijo, cuando entraban en 
la regia cámara el bufón y su amiga, —écliate al cuerpo 
esle vaso á la salud de tus amigos ausentes (aquí Hop- 
Frog suspiró) y ayúdanos con tu inventiva. — Tenemos 
necesidad de tipos, de caracteres , amigo mío, — de algo 
que sea nuevo y extraordinario. Estamos cansados de 
esta eterna monotonía. ¡ Ea, bebe! — ¡el vino te inspi¬ 
rará ! 

Hop-Frog hizo un esfuerzo, come de costumbre, para 
responder con un rasgo ingenioso á las palabras del 
rey, pero el esfuerzo fue demasiado grande, Era justa¬ 
mente el aniversario dal nacimiento del pobre enano, 
y la orden de beber á la salud de sus amigos ausentes 
hizo brotar lágrimas de sus ojos. Algunas gotas amar¬ 
gas rodaron por sus mejillas hasta la copa que recibía 
humildemente de manos de su tirano. 

— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! — rugió este último mientras el 
enano apuraba la copa coa repugnancia — ¡mira lo 
que hace una copa de buen vino! ¡ Eh! ¡ ya brillan tus 
ojos! 

¡Pobre mozo! Sus grandes ojos centelleaban más 
bien que no brillaban, porque el efecto del vino sobre 
su excitable cerebro era tan poderoso como instantá- 



306 EDGAll POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

neo. Colocó nerviosamente la copa sobre la mesa y 
paseó sobre la concurrencia su mirada fría y casi extra¬ 
viada. Todos los concurrentes parecían divertise prodi¬ 
giosamente del éxito de la broma del rey. 

— Y ahora, ¡á la obra! — dijo el primer ministro, 
hombre excesivamente gordo. 

— Sí, —dijo el rey. — ¡Ea! Hop-Frog, ayúdanos. 
¡Danos tipos y caracteres, buen mozo. ¡Tenemos ne¬ 
cesidad de carácter! ¡ja! ¡ja! ¡ja!... 

Y como esto tenía pretensiones de chiste, los siete 
ministros hicieron coro á la risa del rey. Hop-Frog 
también se rió, pero con risa distraída. 

— ¡ Vamos! ¡ vamos! —dijo el rey impaciente — ¿es 
que no encuentras nada? 

— Procuro hallar algo nuevo , —respondió el enano 
completamente turbado por el vino. 

— ¡Procuras! — gritó el tirano ferozmente.—¿Qué 
entiendes tú por esa palabra? ¡Ah! ya comprendo; ne¬ 
cesitas aún más vino. ¡ Toma! ¡ traga eso! — y llenó una 
nueva copa y se la alargó llena al cojo, que la miró y 
respiró falto de aliento. 

— ¡ Bebe! te digo — gritó el monstruo, — ó ¡ por los 
demonios!... 

El enano vacilaba. El rey enrojeció de ira. Los cor¬ 
tesanos sonreían con crueldad. Tripetta, pálida como 
un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca y, 
arrodillándose delante de él, le suplicó que dispensase 
á su amigo. 

El tirano la miró durante algunos instantes, como 
estupefacto de semejante audacia. Parecía no saber qué 
decir ni hacer — cómo expresar su indignación de un 
modo suficiente. 



HOP-FROG 


307 


Al fia, sin pronunciar una palabra, la rechazó violen¬ 
tamente lejos de sí y le echó al rostro el contenido de 
la copa llena hasta los bordes. 

La pobre niña se levantó lo mejor que pudo y no- 
atreviéndose ni aun á suspirar, volvió á ocupar su. 
puesto junto á la mesa. 

Durante medio minuto reinó un silencio de muerte, 
durante el 'cual se hubiera podido oír caer una hoja ó 
una pluma. Este silencio fue interrumpido por una 
especie de rechinamiento prolongado que parecía sa¬ 
lir de todos los rincones de la habitación, 

— ¿ Por qué? ¿ por qué haces ese ruido? — preguntó 
el rey volviéndose con furor hacia el enano. 

Este ultimo parecía haber vuelto en sí poco á poco 
de su borrachera, y* mirando cara á cara y fijamente,, 
pero con tranquilidad, al tirano, exclamó simplemente; 

— ¿Yo? — ¿ yo? ¿ Cómo puedo ser yo ? 

— El sonido me ha parecido venir de fuera — observó- 
uno de los cortesanos; — imagino que es el loro que 
aguza su pico en los hierros de su jaula. 

— Es verdad, — replicó el monarca, como si esta 
idea le quitase un gran peso; — pero por mi honor de 
caballero hubierra jurado que era el rechinar de Ios- 
dientes de ese miserable. 

Al oir esto el enano se echó á reír (el rey era dema¬ 
siado bromista para hallar nada reprensible en la risa 
de nadie) y mostró una ancha, poderosa y espantosa* 
fila de dientes. Mas aun declaró que estaba dispuesto 
á beber todo el vino que se le diese. El monarca se 
calmó, y IIop-Frog después de haber bebido un nuevo- 
vaso de vino sin el menor inconveniente, entró en se¬ 
guida con calor á tratar del plan de la mascarada. 



308 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

— No puedo explicar, — observó muy tranquila¬ 
mente y como si en su vida hubiese probado el vino, 
— cómo se ha realizado esta asociación de ideas; 
pero justamente después que Vuestra Majestad pegó á 
la pequeña y le echó el vino á la cara, — justamente 
después que Vuestra Majestad hizo eso, y mientras el 
loro producía ese extraño ruido detrás de la ventana, 
me ha venido á la imaginación una diversión maravi¬ 
llosa; — es uno de los juegos de nuestro país, y con 
frecuencia lo introducimos en nuestras mascaradas; 
pero aquí será completamente nuevo. Desgraciada¬ 
mente esto exige una sociedad de ochopersonas, y... 

— ¡ Eh! ¡justamente somos ocho! —exclamó el 
rey, riendo de su sutil descubrimiento; — yo y mis 
siete ministros. ¡ Veamos! ¿ que diversión es esa ? 

— La llamamos los ocho orangutanes encadenados , 
y es verdaderamente divertida cuando se ejecuta bien. 

— Nosotros lo ejecutaremos, dijo el rey, irguiéndose 
y bajando los párpados. 

— La belleza del juego consisLe—continuó Hop- 
Frog — en el espanto que causa entre las mujeres. 

— I Excelente 1 rugieron en coro el monarca y su mi¬ 
nisterio. 

— Ya soy quien ha de vestiros de orangutanes — 
continuó el enano; —fíense de mí para esto. La seme¬ 
janza será tan asombrosa que todas las máscaras los 
tomarán por verdaderas fieras, y naturalmente experi¬ 
mentara tanto terror como espanto. 

— ¡ Oh!. ¡ admirable! exclamó el rey, — ¡Hop-Frog, 
haremos de ti un hombre de provecho i 

— Las cadenas tienen por objeto aumentar el desor¬ 
den con su ruido. Se creerá que se han escapado Vds. 



IIOP-FESOG 


309 


en masa de sus carceleros. Vuestra Majestad no puede 
figurarse el efecto producido, en un baile de máscara, 
por ocho orangutanes encadenados, que la mayor parte 
de los concurrentes toman por verdaderas bestias, que 
se precipitan con gritos salvajes á través de una mul¬ 
titud de hombres y mujeres coquetas y suntuosamente 
vestidas. El contraste no tiene igual. 

— ¡ Así será! — dijo el rey; y el consejo se levantó 
en seguida, — porque sé iba haciendo tarde, — para 
poner en ejecución el plan de IIop-Frog. 

Su modo de disfrazar á todos de orangutanes era 
muy sencillo y suficiente para su designio. 

En la época en que pasa esta historia, se veían rara 
vez animales de esta especie en las diferentes partes 
del mundo civilizado; y como las imitaciones hechas por 
el enano era suficientemente bestiales y más que sufi¬ 
cientemente horribles, se creyó que podría fiarse en la 
semejanza. 

El rey y sus ministros se vistieron primeramente 
con calzones y camisetas de punto pegadas al cuerpo. 
Después fueron cubiertos con una capa de brea. En 
este punto de la operación uno de la comparsa sugirió 
la idea de Jas plumas; pero fué desde luego rechazada 
por el enano que convenció bien pronto á los ocho 
personajes, por medio de nna demostración ocular que 
el pelo de un animal tal como el orangután estaba más 
fielmente representado por el lino. En consecuencia, se 
colocó una espesa capa de éste sobre la capa de brea. 
Buscóse luego una larga cadena. Primero se rodeó con 
ella el cuerpo del rey, sujetándole á la misma; des¬ 
pués se hizo la misma operación conlos demás. Cuando 
todo estuvo acabado, separándose unos de otros lo 



310 EDGAii POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

posible, formaron círculo, y para extremar la seme¬ 
janza, hizo pasar la cadena á través del círculo en dos 
diámetros formando ángulos rectos, según el método 
■adoptado por los cazadores de Borneo para la caza de 
grandes monos. 

La gran sala en la que debía tener lugar el baile era 
una pieza circular muy elevada que recibía la luz del 
sol por una sola ventana abierta en el techo. Por la 
noche era iluminada por medio de una gran araña 
suspendida de una fuerte cadena montada sobre una 
polea, áfin de poderla subir y bajar; pero para evitar 
todo lo que pudiese perjudicar á la elegancia, la parte 
libre de la cadena caía fuera de la cúpula sobre el 
tejado. 

El decorado de la sala había sido dejado al cuidado 
de Tripetta, pero en algunos detalles había sido pro¬ 
bablemente guiada por el tranquilo juicio de su amigo 
el enano. Según su consejo se quitó la araña por esta 
vez, pues el goteo de las bujías, que hubiera sido difí¬ 
cil evitar en medio de una atmósfera tan elevada, 
hubiera manchado los ricos trajes de los invitados, que 
á causa de la gran concurrencia, no hubieran podido 
todos evitar el centro, es decir, el lugar que ocupaba la 
araña. Colocáronse nuevos candelabros alrededor de 
la sala, y en la mano de cada una de las cincuenta 
cariátides pegadas contra la pared se colocó una an¬ 
torcha que despedía perfume agradable. 

Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop- 
Frog, aguardaron pacientemente para hacer su entrada 
hasta que la sala estuviese llena de máscaras, es decir, 
hasta la media noche. Pero apenas acababa de sonar el 
reloj, cuando se precipitaron ó más bien rodaron en 



HOP-FROG 


311 


masa, porque como la cadena les sujetaba, algunos 
cayeron y todos tropezaron al entrar. 

La sensación entre las máscaras fue prodigiosa y 
llenó de alegría el corazón deí rey. Como se esperaba, 
hubo gran número de convidados que creyeron que 
estos seres de aspecto feroz eran verdaderas bestias, 
sino precisamente orangutanes. Muchas mujeres se 
desmayaron de miedo ; y si el rey no hubiese tenido 
[a precaución de prohibir toda clase de armas, él y su 
banda lo hubieran pasado muy mal. En fin se produjo 
un gran pánico, y todos se dirigieron hacíalas puertas; 
pero el rey había dispuesto que se cerrasen inmedia¬ 
tamente después de su entrada, y conforme al consejo 
del enano las llaves fueron entregadas en sus manos. 

Mientras el tumulto estaba en su apogeo y cada 
máscara sólo pensaba en su propia salvación — porque 
realmente á causa del pánico y el tumulto, habla un 
peligro verdadero — se hubiera podido ver bajar la 
cadena que ordinariamente servia para sostener la 
lámpara, hasta que su extremo terminado en gancho 
llegó á unos tres pies del suelo. 

Pocos momentos después el rey y sus siete amigos 
habiendo rodado á través de la sala, se hallaron al fin 
en el centro en contaeto inmediato con la cadena. Mien¬ 
tras se hallaban en esta posición, el enano que había 
seguido siempre sus pasos, incitándoles, agarró la 
cadena por el punto de intersección. Entonces con la 
rapidez del pensamiento sujetó el gancho, y un ins¬ 
tante después movida por un agente invisible subió 
bastante alto para poner el gancho fuera del alcance 
de las manos y consecuentemente levantó los orangu¬ 
tanes todos juntos unos de cara á los otros. 



312 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUESTOS 

Las máscaras durante esta operación habían vuelto 
en sí de su alarma, y como empezaban á tomar todo 
esto como una broma diestramente concertada, lanza¬ 
ron una inmensa carcajada al ver la posición de los 
monos. 

— ¡Guardádmelos ! — gritó entonces Hop-Frog; y 
su vez penetrante se hacia oir á través del tumulto —■ 
guardádmelos, yo creo que los conozco. Si puedo ver¬ 
los bien, diré quiénes son, 

Entonces cabalgando con pies y manos sobre las 
cabezas de la multitud, maniobró de suerte que llegó á 
la pared, y después arrancando una de las antorchas 
de las cariátides, volvió por el mismo camino al centro 
de la sala, saltó con la agilidad del mono sobre la ca¬ 
beza del rey — y se encaramó algmnos pies por la ca¬ 
dena, — bajando la antorcha para examinar el grupo 
délos orangutanes y gritando siempre: ¡Yo descubriré 
pronto quiénes son! 

Hecho esto, mientras que toda la asamblea, — 
inclusos los monos, — se retorcían de risa, el bufón 
lanzó de repente un silbido agudo ; la cadena subió 
vivamente, — arrastrando consigo á los orangutanes 
aterrorizados, que se agitaban en el aire, y dejándolos 
así suspendidos. Hop-Frog aferrado á la cadena con¬ 
servaba siempre la misma posición con respecto á las 
ocho mascaras, dirigiendo sus antorcha hacia ellas 
como si procurase reconocerlas y descubrir quiénes 
eran. 

Toda la concurrencia quedó tan estupefacta ante tal 
ascensión que se siguió un silencio profundo durante un 
minuto. Pero fué interrumpido por un ruido sordo, 
como el que antes habia llamado la atención de! rey y 



nOP-FROG 


313 


de sus consejeros, cuando el primero arrojó el vino al 
rostro de Tripetta. Pero en el caso presente no había 
necesidad de indagar de dónde salía el ruido. Brotaba 
délos dientes del enano que hacía rechinar sus caninos, 
como si los triturase, y fijaba sus ojos centelleantes 
de satánica alegría en el rey y sus siete compañeros, 
cuyos rostros estaban vueltos hacia él. 

— ¡Ah! i ah! ¡ dijo al fin el enano furioso — ¡ ah 1 
¡ ah! ¡ya comienzo á ver quiénes son estas gentes! 

Entonces, so pretexto de examinar al rey de más 
cerca, aproximó la antorcha á la vestimenta de lino 
que le cubría y que se convirtió instantáneamente en 
una capa de brillantes llamas. En menos de medio mi¬ 
nuto los ocho orangutanes ardían horriblemente en me¬ 
dio de los gritos de una multitud que los contemplaba 
desde abajo, llena de terror é impotente para pres¬ 
tarles SO COITO. 

A la larga la violencia de las llamas obligó al bufón á 
subir más alto por la cadena, fuera de su alcance, 
mientras realizaba esta maniobra la multitud quedó de 
nuevo silenciosa. El enano aprovechó la ocasión y 
tomó de nuevo la palabra : 

— Ahora, — dijo, — veo distintamente de qué espe¬ 
cie son estas máscaras. Veo á un gran rey y sus siete 
consejeros privados, á un rey que no tiene escrúpulo 
en pegar á una joven sin defensa y á sus siete conse¬ 
jeros que le animan en su atrocidad. En cuanto á mi 
soy simplemente Hop-Frog el bufón — y / esta es mi 
última bufonada! 

Gracias á la extremada combustibilidad del lino y la 
breaá que estaba adherido, aun no había terminado el 
enano su corta arenga, cuando ya estaba cumplida la 

is 



3H EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

obra de venganza. Los ocho cadáveres se balanceaban 
en sus cadenas., formando una masa confusa, fétida, 
fuliginosa y repugnante.' El cojo arrojó su antorcha 
sobre ellos, se encaramó tranquilamente hacia el techo 
y desapareció por la claraboya. 

Supónese que Tripetta, colocada de centinela en la 
techumbre de la sala, habla servido de cómplice á su 
amigo en esta venganza incendiaria y que huyeron 
juntos á su país, .porque no se les ha vuelto á ver más. 



EL TONEL DE AMONTILLADO 


Yo había soportado lo mejor que había podido las 
mil injusticias de Fortunato; pero cuando llegó al te¬ 
rreno del insulto, juré vengarme. Ustedes, sin embargo, 
que conocen la naturaleza de mi alma á fondo, supon¬ 
drán desde luego que no formulé ninguna amenaza. Á 
la larga yo debía vengarme; era asunto definitiva¬ 
mente resuelto; — pero la misma perfección de la re¬ 
solución excluía el peligro. Yo debía no sólo castigar, 
sino castigar impunemente. Una injuria no queda la¬ 
vada, cuando el castigo alcanza al que intenta lavarla; 
ni tampoco cuando este último no tiene cuidado de 
darse á conocer al que la cometió. 

Hay que tener en cuenta que yo no había dado á 
Fortunato ningún motivo para dudar de mi benevo¬ 
lencia, ni con mis palabras,ni con mis acciones. Según 
mi costumbre, seguía sonriéndole siempre, y él no 
adivinaba que mi sonrisa no traducía sino el pensa¬ 
miento de su inmolación. 

Este Fortunato tenia un punto flaco, por más que 
bajo los demás conceptos fuese un hombre respetable 



316 EDGAR POE. MOVELAS Y CUENTOS 

y hasta temible. Gloriábase de ser inteligente en vi¬ 
nos. Pocos italianos lo son en verdad; su entusiasmo 
es generalmente prestado y acomodaticio según las 
ocasiones; es un charlatanismo á propósito para im¬ 
presionar á los ingleses y austríacos ricos. 

En materia de pinturas y piedras preciosas Fortu¬ 
nato era tan charlatán como sus compatriotas; — pero 
en materia de vinos añejos era sincero. Bajo este punto 
de vista yo no me diferenciaba mucho de él; hasta me 
tenía por gran conocedor de las bodegas italianas, y 
compraba cuando podía grandes cantidades de sus 
vinos. 

Una noche, al oscurecer, en medio de la locura del 
carnaval, encontré á mi amigo. Saludóme con mucha 
cordialidad, porque había bebido mucho. 

Mi hombre estaba disfrazado. Llevaba un traje ce¬ 
ñido, y su cabeza estaba adornada con un sombrero 
cónico con cascabeles. Me alegré tanto de encontrarle, 
que crei que no acabaría nunca de estrecharle la mano. 

Díjele : Mi querido Fortunato,; le encuentro á Vd. 
en la mejor ocasión. ¡ Qué excelente humor tiene Vd. 
hoy! — Pero he recibido una pipa de amontillado, ó 
por lo menos de un vino que me dan por tal, y tengo 
mis dudas. 

— ¿ Cómo?— dijo —¿ amontillado? ¿Una pipa, y 
en medio del carnaval ? ¡ Imposible ! 

— Tengo mis dudas — repliqué — y he sido bas¬ 
tante torpe para pagar el importe total del amontillado 
sin consultarle. No mefué posible encontrarle, y temí 
perder la ocasión. 

— ¡ Amontillado! 

— Tengo mis dudas. 



EL TONEL DE AMONTILLADO 


317 


— ¡ Amontillado! 

— Y quiero salir de ellas. 

— ¡ Amontillado! 

— Puesto que Vd. parece que está invitado en alguna 
parte, voy á buscar á Lucchesi. Si alguien tiene sentido 
critico, es él, y me dirá... 

— Lucchesi es incapaz de distinguir el amontillado 
del jerez. 

— Y sin embargo hay imbéciles que sostienen que 
tiene tanto gusto como Vd. 

— ¡ Ea, vamos! 

—¿ Adonde? 

— Á su bodega de Vd. 

— Amigo mío, no; no quiero abusar de su amabili 
dad. Veo que está Vd. invitado. Lucchesi.... 

— No estoy invitado en ninguna parte; —¡ vamos 
andando! 

— Amigo mío, no; no es cuestión ya de la invita¬ 
ción sino del frío cruel que veo siente Vd. Las bodegas 
están insoportablemente húmedas, como que están cu¬ 
biertas de nitro. 

— ¡ No importa, vamos! El frío no me hace nada. 
¡ Amontillado! Le han engañado á Vd. — Y en cuanto 
á Lucchesi es incapaz de distinguir el jerez del amon¬ 
tillado. 

Así hablando, Fortunato se apoderó de mi brazo. 
Yo me puse un antifaz de seda negro y envolviéndome 
cuidadosamente en mi capa, me dejé llevar hasta mi 
palacio. 

No había criados en la casa; se habían escondido 
para banquetear en honor de la fiesta. Yo les había di¬ 
cho que no volvería hasta por la mañana, y les había 



318 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUESTOS 

dado la orden formal de no moverse de casa. Bastaba 
esta orden, para que todos desde el primero hasta el 
último se marchasen, tan pronto como yo hubiese 
vuelto la cabeza. 

Tomé dos candeleros en el espejo, di uno á Fortu¬ 
nato y le guié con la mayor complacencia á través de 
una fila de habitaciones, hasta el vestíbulo que condu¬ 
cía á las cuevas. Bajé delante de él una grande y tor¬ 
tuosa escalera, volviéndome y recomendándole que tu¬ 
viese mucho cuidado. Llegamos, al fin-, á los últimos 
peldaños, y nos hallamos juntos sobre el húmedo pa¬ 
vimento de las catacumbas de los Montresors. 

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles 
de su sombrero sonaban á cada paso. 

— ¿ Dónde está la pipa de amontillado, dijo? 

— Está más lejos, — contesté; — pero observe Vd. 
este blanco encaje que brilla en las paredes de la 
cueva. 

Volvióse hacia mi y me miró> con dos globos vidrio¬ 
sos que destilaban-las lágrimas de la borrachera. 

—¿Elnitro? preguntó al fin. 

— El nitro, — repliqué. —¿ Cuánto tiempo hace que 
cogió Vd. esa tos? 

En esto empezó á toser mi pobre amigo y le fué im¬ 
posible responderme hasta pasados algunos minutos. 

— I No es nada ! dijo al fin. 

— Venga Vd. — dije con firmeza, vámonos de aquí; 
su: salud de Vd. es preciosa para mí. Vd. es rico, res¬ 
petado, admirado y amado; Vd.es feliz como yo lo fui 
en. otro tiempoVd. es hombre que dejaría un vacío. 

En cuanto á mí no es lo mismo. Vámonos; va Vd. á 
ponerse enfermo. Por otra parte ahí está Lucchesi.... 



EL TOMJiL DE A310ST1LLAD0 319 

— ¡ Basta ! — dijo — la tos no es nada. Esto nomo 
matará. No me moriré por un constipado. 

— Es verdad, es verdad — repliqué — y á la verdad 
no tenía la intención de alarmar áVd. inútilmente; pero 
debe Yd. tomar sus precauciones. Un trago de este 
meíoo defenderáá Vd. de la humedad. 

— Al decir esto cogí una botella de una larga fila 
colocada en el suelo y hice saltar el tapón. 

' — ¡ Beba Yd. I — dije presentándole el vino. 

Llevó á sus labios la botella, mirándome con el rabo 
del ojo. Hizo una pausa, me saludó familiarmente {sona¬ 
ron los cascabeles) y dijo : 

— ¡ Á la salud de los difuntos que descansan en de¬ 
rredor nuestro 1 

— ¡ Y yo brindo porque tenga Vd. larga vida! 

Volvió á coger mi brazo y nos pusimos de nuevo en 

marcha. 

— Estas bodegas, — dijo — son muy vastas. 

— Los Montresors —repliqué —eran una grande y 
numerosa familia. 

— He olvidado las armas de vuestra casa. 

— Un gran pie de oro en campo de gules; el pie 
aplasta una serpiente, cuyos dientes se hunden en el 
talón. 

— ¿ Y la divisa ? 

— Nenio impune me lacessit. 

n- ¡ Magnífico 1 — dijo. 

El vino centelleaba en sus ojos, y los cascabeles se 
entrechocaban. 

El medoc me había también excitado un poco. Había¬ 
mos llegado á través de paredes áe huesos apilados 
mezclados con barricas y piezas de vino, á las últi- 



320 EDOAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 
mas profundidades de las catacumbas. Detúvome de 
nuevo, y esta vez me tomé la libertad de coger á. For¬ 
tunato por el brazo, encima del codo. 

— Ved, — le dije, — como aumenta el nitro. Cuelga 
como un musgo álo largo délas paredes. Estamos-bajo 
el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran á tra¬ 
vés de los huesos. Venga Yd., vámonos antes de que 
sea demasiado tarde. Su tos... 

— Esto no es nada — dijo — continuemos. Per6 
antes venga otro trago de medoe. 

Rompí un frasco de vino de Grave, y se lo alargué. 
Vaciólo de un trago. 

Sus ojos brillaron con fuego ardiente. 

Echóse á reir y lanzó la botella al aire con un gesto 
que no pude comprender. 

Yo le miré con sorpresa. El repitió el movimiento, 
un movimiento grotesco. 

— ¿No comprende Vd.? — dijo. 

— No — repliqué. 

— Entonces no pertenece Vd. á la logia. 

— ¿Cómo? 

— No es Vd. masón. 

— Si, sí, — le dije — sí, si, 

— ¿Vd.? ¡ imposible! ¿Vd. masón? 

— Sí, masón, — respondí yo. 

— ¡ Una señal 1 — dijo. 

— Hela aquí, — repliqué, sacando una llana de al¬ 
bañil de entre los pliegues de mi capa. 

— Vd. está de broma, — dijo retrocediendo algunos 
pasos. — Pero vamos al amontillado. 

— Sea, dije, volviendo á colocar el instrumento 



EL joNEL BE AMONTILLALO 321 

bajo los pliegues de mi roclo y ofreciéndole de nuevo 
mi brazo. 

Apoyóse en él con fuerza, y continuamos nuestro 
camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una fila 
de arcadas muy bajas, siempre descendiendo, y después 
de dar algunos pasos, llegamos á una cripta profunda 
donde la impureza del aire enrojecía la luz de nuestras 
antorchas. 

En el fondo de esta cripta se descubría otra menos 
espaciosa. Sus muros estaban revestidos de cuerpos 
humanos, apilados en las cuevas encima de nosotros, 
á semejanza de las grandes catacumbas de París. Tres 
lados de esta segunda cripta estaban decorados de la 
misma manera. Del cuarto lado habían sido arrancados 
los huesos que yacían confusamente en el suelo formando 
un montón de cierta altura. En la pared que había que¬ 
dado al descubierto percibíamos aún otro nicho, que 
tenía cuatro pies de profundidad, tres de largo y seis 
ó siete de alto. No parecía haber sido construido para 
un uso especial, sino que formaba simplemente el inter¬ 
valo entre dos pilares enormes que sostenían la bóveda 
de las catacumbas y se apoyaba contra uno de los mu¬ 
ros de granito que servían de límite al conjunto. 

Inútilmente intentó Fortunato escudriñar la profun¬ 
didad del nicho levantando la antorcha indecisa. La 
luz debilitada no permitía ver el fondo. 

— ¡ Adelante! — dije, — ahí está el amontillado. En 
cuanto á Luccbesi... 

— ¡Es un ignorante! — interrumpió mi amigo 
tomando la delantera y marchando tambaleándose, 
mientras yo seguía sus huellas. En un momento llegó 
al fondo del nicho, y hallando su marcha interrum- 



322 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS 

pida por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un 
momento después le había yo encadenado al granito. 

En la pared 1 había dos garfios de hierro ó mejor di¬ 
cho dos anillos de hierro, á dos pies de distancia, y en 
sentido horizontal. De uno colgaba una cadena y en el 
otro había un candado. Habiendo rodeado su cuerpo 
con la- cadena, el sujetarle fue cuestión de algunos 
segundos. Estaba demasiado asombrado para resistir. 
Saqué la llave y retrocedí algunos pasos fuera del 
nicho. 

— Pase Vd. la mano por encima del muro — dije — 
no puede Vd. menos de sentir el nitro. Verdaderamente 
está muy húmedo. Permítame Vd. que le suplique una 
vez más que se vaya. 

— I No-? 

— Entonces positivamente tengo necesidad de aban¬ 
donarle. Pero ante todo prestar é á Vd, todos los peque¬ 
ños servicios que están en mi poder. 

— ¡ El amonti-Uado 1 — exclamó mi amigo que aun 
no había vuelto de su asombro. 

—Es verdad contesté—el amontillado. 

Mientras pronunciaba esta» palabras ataqué-la pila de 
huesos de que ya he hablado. Los eché á un lado y no 
tardé en descubrir una gran cantidad de cascote y mor¬ 
tero ó mezcla. Con estos materiales y con ayuda de 
mi llana empecé activamente á tapar la entrada del 
nicho. 

Apenas había colocado la primera hilera, cuando ob¬ 
servó que la borrachera de Fortunato se había disipado 
en gran parte. El- primer indicio que tuve de ello fué 
xtn grito sordo, un gemido que salió del fondo del ni¬ 
cho. / No era el grito de un hombre ebrio! Después 



EL TONEL DE AMONTILLADO 323 

reinó un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda 
hilera, después la tercera y la cuarta; entonces oí las fu¬ 
riosas vibraciones de la cadena. El ruido duró algunos 
minutos, durante loa cuales, para recrearme más é mi 
sabor, interrumpí mi trabajo y me acurruqué sobre los 
huesos. Al fin, cuando se apaciguó el ruido, volví á 
tomar mi llana, y acabé la quinta, sexta y séptima hile¬ 
ras. El muro me llegaba ya al pecho. 

Hice una nueva pausa y elevando las antorchas por 
encima de ia albañilería hice caer algunos rayos sobre 
el personaje encerrado. 

Una serie de gritos grandes y agudos brotó de re¬ 
pente de la garganta del encadenado, y por decirlo asi 
me hizo retroceder. Durante un momento vacilé y 
temblé. Saqué mi espada y empecé á dar estocadas á 
través del nicho; pero un instante de reflexión bastó 
para tranquilizarme. Coloqué la mano sobre la albañi- 
leria maciza del nidio, y me serené por completo. 

Acerquéme al muro y respondí á los aullidos de mi 
hombre haciéndoles eco y acompañamiento, y sobre¬ 
pujándoles .en volumen ó intensidad. De esta manera 
conseguí que quedase tranquilo. 

Era entonces media noche, y mi tarea tocaba á su 
fin. Ya había completado mi octava, novena y décima 
hilera. Había terminado parte de la décima y última; 
no me quedaba más que una sola piedra que ajustar y 
pegar. Moyíla con fuerza y la coloqué casi en la posi¬ 
ción deseada. Pero entonces se escapó del nicho una 
risa ahogada que hizo erizarse mis cabellos. A esta 
risa sucedió una voz triste que reconocí difícilmente 
por la del noble Fortunato. La voz decía : 

— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡je! ¡je!—¡ En verdad que es una 



321- EDGAR POE. — DOVELAS Y CUENTOS 

buena broma! ¡excelente broma ! ¡ Cómo nos reiremos 
en palacio de vuestro buen vino ! ¡je! ¡je ! 

— ¡ Del amontillado ! - dije. 

— ¡Je! ¡je! — sí, del amontillado. ¿Pero no es 
tarde? ¿ No nos aguardarán en palacio la señora For¬ 
tunato y los otros? Vámonos. 

— Sí, sí, — dije. — Vámonos. 

— / Por el amor de Dios, Montresors! 

— ¡ Sí, sí, por el amor de Dios! 

Pero estas palabras no tuvieron respuesta; en vano 
apliqué el oído. Me impacienté y llamé muy alto : 

— ¡Fortunato! 

No teniendo respuesta llamé de nuevo : 

— ¡ Fortunato! 

Nada. — Introduje por la abertura que quedaba una 
antorcha y la dejé caer dentro. No oí más que un ruido 
de cascabeles. Se me oprimió el corazón — sin duda, 
á consecuencia de la humedad de las catacumbas. Apre¬ 
suróme á poner fin á mi tarea. Hice un esfuerzoy ajusté 
la última piedra y la cubrí con mezcla. Contra la nueva 
albañilería restablecí la antigua capa de huesos. Desde 
hace medio siglo ningún mortal los ha removido : In 
pace requiescat. 



CUATRO BESTIAS EN UNA 


EL HOMBRE CAMALEOPARDO 


Cada uno tiene sus virtudes. 

(CHEB1J.LÓN, Xfll'ütJ.) 


Antioco Epifanes es generalmente considerado como 
el Gog del profeta Ezequiel. Este honor, sin embargo, 
corresponde naturalmente á Cambises, hijo de Ciro. Y, 
por otra parte, el monarca sirio no tiene verdadera¬ 
mente necesidad de atavíos ó adornos suplementarios. 

Su advenimiento al trono, ó más bien su usurpación 
de la soberanía, ciento setenta y un año antes de la ve¬ 
nida de Cristo, su tentativa para saquear el templo de 
Diana en Efeso, su implacable odio á los judíos, la vio¬ 
lación del santo de los santos, y su muerte miserable¬ 
mente en Taba, después de un reinado tumultuoso de 
once años, son circunstancias de tanto bulto y que han 
debido generalmente atraer la atención de los histo¬ 
riadores de su tiempo más que las impías, cobardes, 
crueles, absurdas y caprichosas hazañas que hay que 

19 



326 EDGAR POE. - NOVELAS T CUENTOS 

añadir para formar el total de su vida privada y de su 
reputación. 

*•»••••«•••»••••••• 

Supongamos, amable lector, que estamos en el año 
del mundo tres mil ochocientos treinta, y por algunos 
minutos, transportados á la más fantástica de las man¬ 
siones humanas, á la notable ciudad áeAntioquía. Ver¬ 
dad es que había en Siria y en otras comarcas diez y 
seis ciudades de este nombre, sin contar la de que va¬ 
mos á ocuparnos, Pero la nuestra es la que se llamaba 
Antioquía Epidafne, á causa de que estaba próxima á 
la aldea de Dafne, donde había un templo consagrado 
á esta divinidad. 

Fué edificada (aunque la cosa es discutible) por Se- 
leuco Nicator, primer rey después de Alejandro el 
Grande, en memoria de su padre Antioco, y se convir¬ 
tió en breve tiempo en capital de la monarquía siria. 
En los buenos tiempos del imperio romano, era resi¬ 
dencia ordinaria del prefecto de las provincias 
orientales; y muchos emperadores de la ciudad reina 
(entre los que merecen especial mención Vero y Va- 
lente) pasaron en ella gran parte de su vida. 

Pero observo que hemos llegado á la ciudad. Suba¬ 
mos sobre esta plataforma y echemos una ojeada sobre 
la ciudad y el país circunvecino. 

¿ Cuál es ese ancho y rápido rio que se abre un paso 
accidentado por inumerables cascadas, á través de un 
caos de montañas y después á través de un caos de 
construciones ? 

— Es el Orontes, y es la única agua que se percibe 
— á excepción del Mediterráneo, que se extiende como 
inmenso espejo hasta doce millas al sur. Todo el mundo 




CUATRO BESTIAS EN UNA 


327 


ha visto el Mediterráneo; pero permítanme ustedes que 
les diga que muy pocas personas han disfrutado del 
golpe de vista que ofrece Antioquía; — quiero decir, 
muy pocas de las que, como nosotros, han tenido el be¬ 
neficio de una educación moderna. Por lo tanto deje¬ 
mos el mar en su sitio y fijemos toda nuestra atención 
en ese conjunto de edificios que se extiende á nuestros 
pies. Ustedes recordarán que nos hallamos en el año 
del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más 
tarde, — por ejemplo en el año mil ochocientos cua¬ 
renta y cinco de nuestro señor Jesucristo, nos veríamos 
privados de este extraordinario espectáculo. En el 
siglo XIX, Antioquía está, es decir Antioquía estará en 
un lamentable estado de abandono. De aquí á alIáAntio- 
quía habrá sido completamente destruida tres veces dife¬ 
rentes por tres terremotos sucesivos. A decir verdad, 
lo poco que quede de su primera condición se hallará 
en tal estado de desolación y ruina que el patriarca 
transportará su silla á Damasco. Está bien. Veo que 
sigue Yd. mi consejo, y que aprovecha el tiempo en 
inspeccionar los lugares y en : 

.saciar sus ojos 

Con el recuerdo y ios objetos todos 
Que de la gran ciudad forman la gloria. 

Dispense Vd., había olvidado que Shakespeare no 
florecerá hasta dentro de 4750 años. Pero el aspecto de 
Epidafne ¿no justifica el epíteto de fantástica que le he 
dado ? 

— Está bien fortificada; bajo este punto de vista 
debe tanto á la naturaleza como al arte. 




328 ED&AR POE. — NOVELAS T CUENTOS 

— Tiene Vd, razón. 

— Hay una cantidad prodigiosa de imponentes pala¬ 
cios. 

— En efecto. 

— Y los templos son numerosos, suntuosos, magní¬ 
ficos, y pueden sostener el parangón con los más célebres 
de la antigüedad. 

— Efectivamente así es. Sin embargo hay una infi¬ 
nidad de chozas y abominables barracas. También hay 
que confesar que existe en todas las calles una mara¬ 
villosa abundancia de inmundicias ; y á no ser por el 
omnipotente huirio del incienso idólatra no podríamos 
resistir la hediondez. ¿Ha visto Vd. nunca calles tan 
insoportablemente estrechas y casas tan maravillosa¬ 
mente altas? ¡ Qué negrura proyectan sus sombras 
sobre el suelo! Es una fortuna el que las lámparas 
suspendidas en esas interminables columnatas estén 
encendidas todo el día; de otro modo tendríamos aquí 
una segunda edición de las tinieblas de Egipto. 

— ¡ Verdaderamente es éste un lugar extraño! ¿Qué 
significa ese raro edificio que se ve allá abajo ? ¡Mire 
Vd.I domina todos los demás y se extiende á lo lejos, 
al este del que supongo es el palacio real. 

— Es el nuevo templo del Sol, que es adorado en 
Siria con el nombre de Elah Gabalah. Más tarde un 
muy famoso emperador instituirá este culto en Roma 
y se llamará Heliogábalo. Me atrevo á afirmar que la 
vista de la divinidad de este templo le agradaría a 
Vd. mucho. No tiene Vd. que mirar al cielo; su majes¬ 
tad el Sol, por lo menos el sol adorado por los Asirios, 
no está allí. Esta deidad se encuentra en el interior del 
edificio situado allá abajo. Es adorado bajo la forma 



CUATRO BESTIAS EN UNA 329 

de un ancho pilar de piedra, cuya cima está terminada 
por un cono ó pirámide que representa el fuego ó pyr. 

—■ ¡Mire Vd.! ¡mire Yd.! — ¿Quiénes pueden ser 
esos ridículos seres, medio desnudos, con la cara pin¬ 
tada, que se dirigen á la canalla con grandes gestos y 
vociferaciones? 

— Algunos, en corto número, son saltimbanquis ; 
otros pertenecen más especialmente á la rasa de los fi¬ 
lósofos. La mayor parte, sin embargo, especialmente 
los que apalean al populacho, son los principales corte¬ 
sanos del palacio que ejecutan, como es su deber, 
alguna farsa inventada por el rey. 

— ¡ Calle 1 ¡ *tra cosa nueva ! ¡ Cielo ! ¡ la ciudad 
hormiguea de bestias feroces! ¡Qué terrible espectᬠ
culo! ¡qué peligrosa rareza! 

— Terrible, si Vd. quiere, pero muy poco peligrosa. 
Cada animal, si Vd. se toma el trabajo de observar, 
camina tranquilamente detrás de su dueño. Algunos, 
sin duda, son llevados con una cuerda al cuello, pero 
son principalmente las especies más pequeñas y tími¬ 
das. El león, el tigre y el leopardo andan enteramente 
libres. Han sido reducidos á su presente condición sin 
ningún trabajo y siguen á sus propietarios respecti¬ 
vos como ayudas de cámara. Verdad es que hay casos 
en que la naturaleza reivindica su imperio usurpado; 
pero un heraldo de armas devorado, un toro sagrado 
estrangulado, son circunstancias muy vulgares para 
producir sensación en los Epidáfneos. 

— Pero ¿ qué extraordinario tumulto oigo ? ¡De se¬ 
guro he aquí un gran ruido aun para el mismo Antioco! 
Esto indica algún inusitado incidente. 

— Si, indudablemente. El rey ha ordenado algún 



330 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

nuevo espectáculo, alguna exhibición de gladiadores en 
el Hipódromo, — ó tal vez el asesinato de los prisioneros 
Escitas, — ó el incendio de su nuevo palacio, — ó tam¬ 
bién, áfe mia, la quema de algunos judíos. El estruen¬ 
do aumenta. Suben por los aires rumores de grandes 
carcajadas. El airees desgarrado por los instrumentos 
de viento y por el clamor de un millón de gargantas. 
Descendamos y veamos lo que ocurre. Por aquí, — 
¡tenga Yd. cuidado ! Estamos aquí en la calle principal 
que se llama calle de Timarco. El populacho, semejante 
á un mar, llega por este lado y nos será difícil remon¬ 
tar la corriente. Espárcese á través de la avenida de 
los Heráclidas, que parte directamente del palacio; — 
según esto, el rey forma parte de la banda. Si — oigo 
los gritos del heraldo que proclama su venida con la 
pomposa fraseología de oriente. Podremos verle bien, 
cuando pase delante del templo de Ashimah. Pongᬠ
monos al abrigo del vestíbulo del santuario; pronto 
llegara aquí. Entretanto consideremos esta figura, 
¿Quién es? ¡oh! es el Dios Ashimah en persona : Vd. 
ve bien que no es ni cordero, ni macho cabrío, ni sátiro; 
no tiene ninguna semejanza con el Pan de los Arca- 
dios. Y sin embargo todos estos caracteres han sido — 
¡vuelta á equivocarme ! — serán atribuidos, quiero de¬ 
cir, por los eruditos de los siglos futuros al Ashimah 
de los Sirios. Póngase Vd. sus anteojos y dígame lo 
que es. ¿Qué es? 

— ¡ Dios me perdone! ¡ es un mono! 

— Sí verdaderamente, un babuino, pero de ningún 

modo una deidad. Su nombre es una derivación del 
griego simia ; — i qué terribles tontos son los anti¬ 
cuarios ! Pero, ¡ vea V d. ! ¡ vea V d. ese 

granujilla 



CU ATEO BESTIAS EN UNA 


331 


desarrapado «pie corre allá abajo! ¿ Adonde va? ¿Que 
rebuzna ? ¿ qué dice ? ¡ Oh! dice que el rey llega en 
triunfo; que trae el traje de las grandes fiestas; que 
acaba de dar muerte por su propia mano á mil prisio¬ 
neros israelitas encadenados. Por esta hazaña el 
pequeño miserable le pone en las nubes. ¡ Atención! 
lie aquí que viene una banda de gentes que parecen 
todas disfrazadas. Han compuesto un himno latino 
acerca de la valentía del rey y lo cantan andando : 

Mille, mille, mille 
Mille, mille, mille 
Decollavimus, unus homo 1 
Mille, mille, mille, mille decollavinmsl 
Mille, mille, mille l 
Vivat qui mille occidit 1 
Tantum vini habet nemo 
Quantum sanguinis effudit(l). 

Lo que puede parafrasearse asi : 

« ¡Mil, mil, rail, 

Mil, mil, mil, 

Con un solo guerrero hemos degollado mil I 
Mil, mil, mil, 

| Cantemos mil para-siempre! 

¡ Hurra 1 Cantemos 
Larga vida á nuestro rey, 

Que mató mil hombres tan lindamente. 


(1) navio vopisco dice que el himno intercalado aquí fué cantado por 
el populacho, cuando la guerra de los Sámalas en honor de Aureliano, 
que había matado con su propia mano novecientos cincuenta hombrea al 
enemigo. (E. A. P.) 



332 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

¡ Hurra ! gritemos á voz en cuello, 

Que nos ha dado una más copiosa 
Vendimia de sangre 

Que todo el vino que puede producir la Siria. » 

— ¿Oye Vd. esa banda de cornetas? 

— Si, i el rey llega! ¡Vea Vd.ljEl pueblo está lleno 
de admiración, y levanta sus ojos al cielo con respe¬ 
tuoso enternecimiento! ¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Helo 
allí! 

— ¿Quién? ¿dónde? ¿el rey? — Ño le veo; juro á 
Vd. que no le veo. 

— Pues es preciso estar ciego. 

— Es posible que lo esté. La verdad es que sólo veo 
una multitud tumultuosa de idiotas y locos que se 
apresuran á prosternarse delante de un gigantesco 
Camaleopardo, y que ae matan por poder depositar un 
beso en la pezuña del animal. ¡ Vea Vd.! La bestia 
acaba justamente de atropellar fuertemente á uno del 
populacho ; i ab! otro ahora, y otro, y otro. En ver¬ 
dad, no puedo menos de admirar al animal por el 
excelente uso que hace de sus pies. 

— ¿Populacho, decís? ¡pues son los nobles y libres 
ciudadanos de Epidafne! — ¿La bestia , habéis dicho? 
— ¡ Tenga cuidado que nadie le oiga 1 ¿ No ve que el 
animal tiene cara de hombre ? Amigo mío, ese Cama¬ 
leopardo no es otro que el rey Antioeo Epifanes, An- 
tioco el Ilustre, rey de Siria, y el más poderoso de 
todos los autócratas de Oriente. Verdad es que á veces 
se le llama Antioeo Epimanes, ó el Loco, pero es 
porque no todo el mundo puede apreciar su mérito. 
Es cierto que por el momento está encerrado en la 



CUATRO BESTIAS ES USA 


333 


piel de una fiera, y que hace lo posible por desempeñar 
su papel de camaleorpardo; pero lo hace para soste¬ 
ner mejor la dignidad real. Por otra parte, el monarca 
tiene una estatura gigantesca, y por consiguiente, el 
traje no le sienta mal ni le está demasiado grande. 
Podemos, no obstante, suponer que, á no ser por 
alguna circunstancia solemne, no se lo hubiera puesto. 
Por ejemplo, el caso presente, ó sea la matanza de mil 
judíos. ¡Con qué prodigiosa dignidad se pasea el mo¬ 
narca en cuatro palas ! Su cola es tenida, como veis, 
en el aire por sus dos principales concubinas, Eliné y 
Argeláis; y todo su exterior sería excesivamente sim¬ 
pático, si no fuese por la protuberancia de sus ojos, 
que acabarán por saltársele, y por el extraño color de su 
rostro, que se ha vuelto indefinible á causa de la gran 
cantidad de vino que ha engullido. Sigámosle al hipó¬ 
dromo, á donde se dirige, y escuchemos el canto de 
triunfo que empieza á entonar él mismo : 

« ¿Quién es rey sino Epifanes? 

Decid, ¿losabéis? 

¿Quién es rey, sino Epifanes? 

] Bravo ! ¡ Bravo ! 

¡No hay mas rey que Epifanes, 

No, no hay otro! 

¡ Así, echad abajo los templos 
Y apagad el sol! » 

¡Bien cantado ! El populacho saluda al Principe cíe 
los poetas y Oloria del Oriente , Delicias del Universo, 
y, por último, el más maravilloso de los Camaleopar¬ 
dos. Le hacen repetir su obra maestra, y — ¿ oye Vd ? 

19 * 



334 EDGA-ft PGE. - NOVELAS Y CUENTOS 

— la vuelve á empezar. Cuando llegue al Hipódromo, 
recibirá la corona poética como preparación para su 
victoria en los próximos Juegos Olímpicos. 

— Pero, buen Júpiter,¿qué ocurre en la multitud 
detrás de nosotros? 

— ¿Detrás de nosotros, dice Vd. ? ¡ Oh! ya com¬ 
prendo. Amigo mío, me alegro de que haya Vd. 
hablado á tiempo. Pongámonos en lugar seguro lo más 
pronto posible. ¡ Aquí! Refugiémonos bajo los arcos 
de este acueducto, y le explicaré el origen de esta agi¬ 
tación. Como me presumía, esto acaba mal. El singu¬ 
lar aspecto de este Camaleopardo con su cabeza de 
hombre, debe haber chocado con las ideas de lógica y 
de armonía aceptadas por los animales salvajes domes¬ 
ticados en la ciudad. De aquí ba resultado un motín, y, 
como sucede siempre en tales casos, todos los esfuer¬ 
zos humanos serán impotentes para reprimir el movi¬ 
miento. Algunos sirios han sido ya devorados; pero 
los patriotas de cuatro patas parecen unánimemente 
decididos á comerse el Camaleopardo. El Príncipe de 
los Poetas se ha enderezado sobre sus patas traseras, 
porque se trata de su vida. Sus cortesanos han aban¬ 
donado el campo, y sus concubinas han seguido tan 
excelente ejemplo. ¡Delicias del Universo , en mal 
paso te encuentras! ¡ Oloria del Oriente , estás en peli¬ 
gro de ser comido! Por consiguiente, no mires tan 
lastimosamente tu cola; se arrastrará por el lodo, no 
hay remedio. ¡ No mires, pues, atrás, ni te ocupes de su 
inevitable deshonra; sino anímate, pon en juego vigo¬ 
rosamente las piernas, y escapa hacia el hipódromo! 

j Acuérdate de que eres Antioco Epifanes, Antioco el 
Ilustre! y también] el Príncipe de los Poetas, las Deli- 



CUATRO BESTIAS EN UNA 33S 

cías del Universo y el más maravilloso de los Camaleo¬ 
pardos! ¡ Santo cielo I ¡ Posees unas piernas que son 
tu mejor defensa! ¡ Asi vas bien, Camaleopardo! ¡ Glo¬ 
rioso Antioco! ¡ Corre, salta, vuela! ¡ Como una fle¬ 
cha lanzada por la catapulta se aproxima al Hipó¬ 
dromo! ¡ Corre ! ¡ Da un grito I ¡ ya llegó I Suerte has 
tenido ; porque ¡ oh, Oloria del Oriente! si tardas me¬ 
dio segundo más en llegar á las puertas del anfiteatro, 
no hubiera habido en Epidafne un solo oso, por pequeño 
que fuese, que no se cebase en tu osamenta, Vámonos, 
partamos, porque nuestros modernos oidos son dema¬ 
siado delicados para soportar el inmenso estrépito que 
va á empezar en honor de la libertad del rey. ¡ Oid! 
ya ha empezada. Toda la ciudad está alborotada. 

— ¡ He ahí ciertamente la ciudad más populosa de 
Oriente! ¡ Qué hormigueo de pueblo! ¡Qué confusión 
de clases y edades ! ¡ Qué variedad de trajes ! ¡ Qué 
Babel de lenguas! ¡Qué gritos de bestias! ¡ Qué estré¬ 
pito de instrumentos I ¡ Qué pandilla de filósofos ! 

— ¡ Vámonos, vámonos! 

— Un momento aün, veo en el Hipódromo una gran 
algazara; dígame, por favor, ¿qué significa? 

— ¿ Esto? ¡ ob, nada ! Los nobles y libres ciudada¬ 
nos de Epidafne, hallándose, segán declaran, satisfe¬ 
chos por completo de la lealtad, bravura, sabiduría y 
divinidad de su rey, y además, habiendo sido testigos 
de su reciente agilidad sobrehumana, piensan llenar 
un deber depositando sobre su frente (además del lau¬ 
rel poético), una nueva corona, premio de la carrera 
á pie, corona que será preciso que obtenga en las fies¬ 
tas de la próxima Olimpiada y que naturalmente le de¬ 
cretan hoy por adelantado. 



EL RETRATO OVAL 


El castillo en que mi criado tuvo á bien penetrar por 
fuerza, antes que permitirme pasar la noche al aire 
libre, en el estado en que me encontraba, á causa de mis 
heridas, era uno de esos edificios mezcla de grandeza 
y melancolía que por largos siglos alzaron su rugosa 
frente en medio de los Apeninos, lo mismo en la rea¬ 
lidad que en la imaginación demistress Radcliffe. 

Según toda apariencia había sido temporal y recien¬ 
temente abandonado. 

Instalémonos en una de las salas ó habitaciones más 
pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. 

Dicha habitación estaba situada en una torre aislada 
del edificio, y su decoración era rica pero antigua y des¬ 
mantelada. 

Cubrían los muros ricos tapices, numerosos trofeos 
heráldicos de todas formas, así como también una 
cantidad verdaderamente prodigiosa de pinturas mo¬ 
dernas, llenas de estilo, en ricos cuadros de oro de un. 
gusto arabesco. 



338 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS 

Á causa sin duda alguna del delirio que empezaba á 
apoderarse de mi cabeza, experimenté un interés pro¬ 
fundo hacia aquellas pinturas que estaban colgadas no 
solamente en los lienzos principales de los muros sino 
también en multitud de recodos que hacia inevitables la 
extraña arquitectura del castillo. 

Fué tal el interés, que ordenó á Pedro cerrase los 
pesados postigos de madera de la habitación, — puesto 
que ya era de noche, — que encendiese un gran can¬ 
delabro de muchos mecheros ó brazos, colocado cerca de 
mi cabecera, y abriese por completo las grandes colga¬ 
duras de terciopelo negro guarnecidas de anchas fran¬ 
jas, que rodeaban el lecho. 

Deseaba yo que se hiciera así para que, si no podía 
dormir, pudiese al menos consolarme alternativamente 
con la contemplación de estas pinturas y con la lectura 
de un pequeño volumen que había encontrado sobre la 
almohada y que contenía el juicio crítico y análisis de 
las mismas. 

Largo, muy largo tiempo, leí y contemplé devota y 
religiosamente. 

Pasaron rápidas y gloriosas las horas y llegó la me¬ 
dia noche. 

La posición del candelabro me desagradaba, y exten¬ 
diendo la mano con dificultad, — para no molestar á 
mi criado que se había quedado dormido, — coloqué ej 
objeto de manera que sus rayos iluminasen de lleno 
el libro. 

Pero la acción produjo un efecto absolutamente ines¬ 
perado. 

Los rayos de las numerosas bujías (porque había 



EL RETRATO OVAL 


339 


muchas) cayeron entonces sobre un nicho de la habita¬ 
ción oculto hasta entonces por la profunda sombra que 
proyectaba una de las columnas del lecho. 

En el fondo del mismo se dejó ver en medio de una» 
luz viva una pintura que hasta entonces había escapada 
ámi observación. 

Era el retrato de una joven ya próxima á ser mujer. 

Eché sóbrela pintura en cuestión una ojeada rápida, 
y cerré los ojos. 

Al principio no me di cuenta de por qué los cerraba, 
pero mientras mis párpados estaban cerrados analicé 
rápidamente la razón que me los hacía cerrar. 

Era un movimiento involuntario para ganar tiempo 
y para pensar, — para asegurarme de que mi vista no 
me había engañado, — para calmar y preparar mi 
espíritu á una contemplación más fría y más segura. 

AI cabo de algunos instantes miré de nuevo la pin¬ 
tura fijamente. 

Aunque lo hubiera querido, no podía dudar «le que 
veía con toda la claridad posible, porque el primer 
reflejo de la luz de las bujías sobre este cuadro había 
disipado el estupor de que estaban poseídos mis senti¬ 
dos y me había llamado de pronto á la vida real. 

Ya he dicho que el retrato era el de una joven. Con¬ 
sistía en una simple cabeza, con hombros, todo en ese 
estilo que se llama en lenguaje técnico d« viñeta; era 
algo parecido á la manera de Sully en sus cabezas de 
predilección. 

Los brazos, el seno y hasta las puntas de los res¬ 
plandecientes cabellos se fundían de una manera impal¬ 
pable en la sombra vaga pero intensa que servía de 
fondo al conjunto. 



3iO EDGAR POfc. — NOVELAS V CUESTOS 

El marco era ovalado, magníficamente dorado y tara¬ 
ceado según el gusto morisco. 

Como obra de arte no podía bailarse nada más admi¬ 
rable que la pintura en sí. Pero puede ser muy bien 
que no fuese ni la ejecución de la obra, ni la inmortal 
belleza de la fisonomía lo que me impresionó tan súbita 
y fuertemente. 

Menos aún debía creer que mi imaginación, al salir 
de aquel estado de semi-sueño, hubiese tomado la ca¬ 
beza por la de una persona viva. 

Por de pronto vi que los detalles del dibujo, el 
estilo de la viñeta y el aspecto del cuadro hubieran 
disipado inmediatamente semejante encanto y mehubie- 
ran preservado de toda ilusión, siquiera fuese momen¬ 
tánea. 

Mientras haeíaestas reflexiones con mucha vivacidad, 
permanecí medio tendido y medio sentado una hora en¬ 
tera lo menos, con los ojos clavado en el retrato. 

Á la larga habiendo descubierto el verdadero se¬ 
creto de su efecto, me dejé caer en el lecho. 

Hahía adivinado que el encanto de la pintura era una 
expresión vital absolutamente adecuada á la vida 
misma, - que primeramente me había hecho conmo¬ 
verme y por último me había confundido, subyugado y 
espantado. Con un terror profundo y respetuoso volví 
á colocar el candelabro en su primera posición. 

Habiendo así ocultado á mi vista la causa de mi pro¬ 
funda agitación, busqué vivamente el volumen que 
contenía el análisis de los cuadros y su historia. Yendo 
derecho al número que designaba el retrato oval, leí 
la vaga y singular relación siguiente : 



EL RETRATO OVAL 


341 


« Era una doncella de extraodianaria belleza y tan 
amable como llena de alegría. 

c< Y íué maldita la hora en que vió, amó y se casó 
con el pintor. 

« El, apasionado, estudioso, austero, había ya encon¬ 
trado esposa en su Arte; ella, una joven de rarísima 
belleza y no menos amable que llena de alegría; no 
era toda ella más que luz y sonrisas y se parecía en lo 
alocada á un joven pavo real; gustábanle todas las co¬ 
sas ; no odiaba más que al arte que era su rival; no temía 
más que á la paleta y los pinceles y demás instrumentos 
enfadosos que la privaban de la vista de su adorado. 

u Fué una cosa terrible para esta dama oír al pintor 
hablar del deseo de pintar á su joven esposa. 

« Pero era humilde y obediente, y se sentó con dul¬ 
zura durante largas semanas en la sombría y elevada 
habitación de la torre, en que la luz se filtraba á través 
de un lienzo, solamente por el techo. 

« Entretanto él, el pintor, ponía su gloria en su 
obra que adelantaba de dia en día y de hora en hora. 

« Y era este un hombre apasionado y extraño y pen¬ 
sativo, que se perdía en sus divagaciones, hasta tal 
punto que no quería ver que la luz que caía tan lú gu- 
bremente en esta torre aislada secaba la salud y los 
espíritus vitales de su mujer, que languidecía visible¬ 
mente para todo el mundo, excepto para él. 

« Sin embargo sonreía siempre, y siempre sin lanzar 
una queja, porque veía que el pintor (que tenía gran 
renombre) experimentaba un vivo y ardiente placer 
en su tarea y trabajaba día y noche para pintar á la 
que tanto amaba, pero que cada día se ponía más lán¬ 
guida y débil. 



342 EDGAR POE. — NOTELAS Y CUENTOS 

« Y en verdad, los que contemplaban el retrato 
hablaban en voz baja de su parecido, como de una 
sorprendente maravilla y como de una prueba no menos 
grande de la potencia del pintor que de su profundo 
amor hacia la que estaba retratando tan milagrosa¬ 
mente bien. 

« Pero á la larga, como la tarea tocaba á su térmi¬ 
no, nadie fué admitido á visitar la torre; porque el 
pintor se habia vuelto loco á causa del ardor de su 
trabajo, y rara vez apartaba sus ojos del lienzo, ni 
aun para mirar al rostro de su mujer. 

« No quería ver que los colores que extendía sobre el 
lienzo* eran sacados de las mejillas de la que estaba sen¬ 
tada junto á él. 

« Y cuando hubieron pasado muchas semanas y no 
quedaba casi nada que hacer, á no ser un ligero toque 
en la boca y un glacis en un ojo, el espíritu de la dama 
palpitó aún, como la llama de una lámpara que va á 
apagarse. 

« Y entonces se dió el toque en la boca y se arregló 
el glacis; y durante un momento el pintor quedó en 
éxtasis delante del trabajo que había realizado; pero 
un minuto después, como la contemplase aún, tembló, 
se puso pálido y se llenó de terror, gritando con voz 
fuerte y vibrante: 

« — ¡En verdad es la Vida misma l 

c Volvióse bruscamente para mirar á su muy amada, 
y... j estaba muerta! » 



INDICE 


Páginas. 

Al lector ... V 

EDGAR Pos. -- So VIDA Y SOS OBRAS.,. i 

NOVELAS Y CUENTOS 

La Máscara de 1& Muerte... 33 

Berenice ... 43 

ligeia. 37 

Los Crímenes de la calle Morgue... 81 

El Misterio de María Rog&t...... 133 

La carta robada. 207 

Mr. Valdemar. 23S 

El Doctor Brea y el Profesor Pluma. 240 

El Pozo y el Péndulo. 277 

Hop-Frog. 301 

El tonel de amontillado ... 313 

Cuatro bestias en una. 323 

El Retrato oval. 337 


París. — Tip. Gabnibr Hermanos, 6, rae des Saints-Péres. 




















mwmmm 










SSSfift 

\££Q£í 


é¡S j 


». -■ - 


> r 




[y,y- ■■■■■,. - y-, < 





'v ■, • «HMniiiiimiiiiiiiMiimiimiiiMIIIIHII.lt lili lili 

-- 1001320607 

i 

SÉfcJP 

PMHBHUPPPt 

































vmwmt 






pip 







* • • — 

/^AVt' ’, * V <rtS«'^3§I-SSl 


( , ■ p 


vJNB*J\ «Sbi)-' • • ii ti->.r» -* n* ’ 


F V& 



. M