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NOVELAS Y CUENTOS
EDGAR POE
CUENTOS
TRADUCIDOS DIRECTAMENTE DEL INGLÉS
POR
CARLOS OLIVERA
Precedidos de una noticia escrita en francés por cáelos bjludelaibb
La Máscara de la Muerte. — Bereníce.—Ligeia.
Los Crímenes de la calle Morgue.
El Misterio de María Rogét. — La Carta robada.
Mr. Valdemar.
El Doctor Brea y el Profesor Pluma.
El Pozo y el Péndulo.
Hop-Frog- — El tonel de amontillado.
Cuatro bestias en una.
El Retrato oval.
PARIS
GARNIER HERMANOS, LIBREROS
6, RUE DES SAIMTS-PÉRES, 6
AL LECTOR
Conozco dos traducciones de trabajos de Poe,una,
francesa, de Carlos Baudelaire, y otra, española
de D. José Comas. La primera, es indudablemente
un notable trabajo, pero no tan completo como
creo que es posible hacerlo. La segunda, hecha
del francés al español, según es fácil comprender
comparándola con el original de aquel malogrado
escritor, no merece ni aun la pena de ser leída.
Basta decir, que siendo lo que se llama una tra¬
ducción libre , ha tomado esa libertad de Baude¬
laire, que la tomó á su vez, al hacer la suya. De
manera que si el original francés se parece un poco
al original de Poe, el español se le parece todavía
menos.
líe hablado incidentalmente de traducciones
libres , y ¡ vamos! no puedo hurtarme al im¬
perioso deseo do decir dos palabras sobre ellas.
Traducir , es verter de un idioma en otro ; refle¬
jar en el espejo de una lengua, la imagen reflejada
en el espejo de otra. De manera que cuanto más
VI
AL LECTOR
fiel sea esa copia de imágenes, tanto mejor será
la traducción. Es, pues, preciso representar la obra
extranjera con todos sus elementos, con todos sus
detalles, con todos sus defectos, sus más delicados
contornos, sus más íntimas sutilidades de forma
<5 de pensamiento. Mejorar una obra, al tradu¬
cirla, es hacer una mala traducción. ¿ Se concibe
una obra sin los detalles ? No, puesto que son los
detalles los que hacen el todo.
Ahora bien; el artista da á su obra verdaderos
tintes propios, detalles que sólo á él pertenecen,
fisonomías que podrán ser defectos ó bellezas, pero
que son de él, absolutamente de él solo. Esos
rasgos inherentes á su personalidad, todo lo de
íntimo y subjetivo que imprime al producto de su
alma, es precisamente lo único que la obra tiene
de original. El mármol, el bronce, las ideas, en
fin, que han entrado en la composición de la obra
de arte, pueden ser adquiridos por todo el mundo;
pueden ser arrancados á la misma entraña de la
tierra, y al mismo trozo, ó vibrar con igual inten¬
sidad en otros cerebros; pero la manera con que
los agrupa el artista, son su propiedad especial, el
solo sello de originalidad.
En una obra literaria, además de lo subjetivo
que encarnan los tipos en sí, está lo subjetivo del
ropaje con que los viste el escritor, lo subjetivo
de la forma á través de la cual permite que se les
vea, lo subjetivo del ritmo especial en que se
AL LECTOR
Vil
mueven las palabras, el calor propio de esas pa¬
labras, hasta sus condiciones de sonoridad, de
extensión en el papel y en el tiempo, que arras¬
tran consigo simpatías ó antipatías para el oído ó
la vista, es decir, armonías.
¡ Qué profundos misterios de detalle, qué infi¬
nitos secretos de yunque, no encierran las bellas
obras literarias! El que tiene que tallar figuras
sólo con ideas, é ideas sólo con palabras, necesita
tejer una malla tan unida, tan severa, tan regia¬
mente artística, que haga imposible la entrada
del dardo más sutil. Es menester que la cadena
se eslabone de tal modo, que los conceptos nazcan
tanto uno de otro, que aparezcan á los ojos del
mundo, como la obra de una sola inspiración,
como una sola pieza, ¡ Minerva del talento !
Y esos detalles delicados, esos impalpables ani¬
llos que se unen en eterna sucesión, y uniéndose
van llevando el pensamiento del lector por una
pendiente suavísima, hasta depositarlo emocionado
y tembloroso en la amable cúspide de una alegría,
ó en el fondo de un abismo de dolor y duelo —
esa mágica senda que es la unidad de la obra, es
también el secreto de su éxito, su valor todo.
¡ Senda susceptible de interrumpirse á la más
mínima desarmonía, puente que se rompe con la
más desesperante facilidad, collar de perlas, que
se desata, como de una alma enamorada, una lá¬
grima ó un beso 1
VIII
AL LECTOR
¡ Y bien ! el solo misterio que eslabona esos ani¬
llos, el solo y delicado hilo que sujeta tanta perla,
dando á la obra la magistral unidad requerida por
el Arte, es la especial elección de las palabras, la
mezcla armónica de los tintes.
¿ Por qué, entonces, hacer traducciones libres ?
¿ Qué quiere decir eso de traducciones libres,
sino vestir según el capricho del que traduce, fi¬
guras que el autor original ha vestido ya á su ma¬
nera ?
Sin embargo, es la creencia más común respecto
á traducciones. Es el poder que tienen ciertas
frases sonoras; las pronuncia alguien reputado
como perito; las repiten cuatro ó cinco cabezas
huecas, con aire de dogmatismo y doctoría, y la
verdad de la proposición queda sentada.
¡ Misterios de simple armonía para los oídos sen¬
sibles, en los que reside el éxito de muchos ora¬
dores populares!...,
Hacer una buena traducción, es hacer una buena
copia. Cuanto menos subjetiva es una traducción,
tanto mejor.
Dice Richter, que los alemanes creen tanto más
nacional, tanto más buena una obra, cuanto más
difícil es traducirla á otros idiomas. ¡ Qué no se
podría decir á ese respecto de Edgar Poe, cuyas
maravillosas producciones, versando á veces sobre
lo que hay de más intangible en el pensamiento,
y de más impalpable en la vida, son desarrolladas
AL LECTOR
IX
por medio de un lenguaje único en el mundo lite¬
rario !
Ciertas ideas exageradas ó simplemente sólo con¬
cebibles en un estado anormal de la inteligencia,
no pueden ser presentadas de improviso, de pronto,
sin ir preparando la imaginación del lector, poco
á poco, paulatina y sutilmente á no recibirlas con
repugnancia.
El efecto estético total es, particularmente en
las obras literarias, lo más delicado, lo más vi¬
drioso del mundo.
Basta á veces una sola frase, una sola palabra
descolocada, <5 demasiado viva, ó débil, ó gráfica,
para llevar los recuerdos del que lee, hacia el ob¬
jeto representado por la palabra, ó unido á ella,
por la ley de la asociación, y apartar por ahí su
mirada de la obra; lo que importa derribar en un
minuto todo el edificio que había elevado el escri¬
tor hasta entonces.
Á las operaciones cerebrales, presiden leyes
siempre unas, que la fisiología moderna va cons¬
tatando día á día.
El último pensamiento que nace en la inteli¬
gencia, cuando se lee, es el que representa la úl¬
tima palabra leída. Una idea extravagante, puede
ser presentada al cerebro, como la más común de
las ideas, por medio de un trabajo sutil y refinado,
que vaya preparando el alma de un modo conve¬
niente.
X
AL LECTOR
Es el secreto del éxito maravilloso de Edgar
Poe. Sus conclusiones, es decir, el objeto que le
guía, es siempre alcanzado; inevitablemente.
Si se lee con atención, se le cree; es fatal. La
ilusión sólo es sensible cuando la diaria realidad
ha recobrado su imperio sobre el espíritu.
Esas conclusiones extrañas, sólo son aleanzatles,
cuando el autor ha ido llevando al pensamiento,
de pendiente en pendiente hasta el punto capital;
y la no repugnancia con que son recibidas las
ideas que conducen al objeto deseado, es un se¬
creto de puro arte; es que un concepto se ha
apoyado, para nacer, en un concepto anterior, y
así, sucesivamente, basta llegar al fin. Y como la
última idea es la que deja la última palabra leída,
resulta que la idea siguiente, se encontrará sin
base en que sostenerse, cuando se haya alterado
la colocación requerida por el arte.
Decir eso, asegurar eso, respecto á cualquier au¬
tor, es exactamente lo mismo que decir: Toda tra¬
ducción que no imite hasta el movimiento de las
palabras del original — toda traducción que varíe
según estéticas caprichosas ó privativas de cada
uno, el color de esas palabras, y el orden de ellas,
cuando es posible conservarlo, es una mala tra¬
ducción.
Y si tal cosa se puede hablar de cualquier es¬
critor, ¡ con cuánta más razón no se ha de decirlo
de Edgar Poe, cuyo secreto de éxito, como lo he
AL LECTOR XI
hecho ver antes, reposa casi exclusivamente sobre
el estilo!
Es posible que plumas como la de D. Eugenio
de Ochoa, hagan de un bello trabajo extranjero,
una bella obra española. Concedido. Pero se olvida
que la tarea del traductor alcanza más allá, que
no sólo se trata de dar á conocer las ideas de otro
autor, sino también, su estilo.
Es por eso que la Marianne de Jules Sandeau
contiene, en español, las ideas de Sandeau, y el
estilo de Ochoa.
Hay hasta quien dice que esa traducción hace
al original más lindo de lo que es. Sin embargo,
la mejor traducción sería la que encerrara las
ideas de Sandeau, y el estilo de Sandeau.
Con arreglo á esas creencias, que son mi fe en
teogonia literaria, han sido Hechas las traduc¬
ciones de Poe que van á leerse, así como se ha
traducido la reseña sobre su vida y sus obras de
Carlos Baudelaire, que va en seguida.
Buenos Aires, 1884.
C. 0.
EDGAR POE
SU VIDA Y SUS OBRAS
POR
CARLOS BAUDELAIRE
.Algún desdichado á quien la inexo¬
rable fatalidad hadado una caza encarnizada,
siempre más encarnizada, hasta que sus
cantos no tengan más que un solo estribillo,
hasta que los cantos fúnebres de su Espe¬
ranza hayan adoptado este melancólico re¬
irán-. ¡ Nunca!; Nunca mis!
(Edgar Pon. — El Cuent.)
Sur son tróne d’airain le Destín qui s'en raille
Imbibe leur éponge aveo du fiel amer
El la Nécessité les lord dans sa tomillo.
(Téoi'Kíl-e Oautikr. — Tinibrtt.)
I
En estos últimos tiempos, un desdichado fué sometido
á nuestros tribunales. Su frente estaba adornada de un
raro y singular tatuaje: ¡Mala suerte! Llevaba así,
arriba de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro
sutítulo, y el interrogatorio probó que ese extravagante
letrero era cruelmente verídico. Hay en la historia
literaria, destinos análogos, verdaderas condenaciones
— hombres que llevan la palabra desgracia escrita en
caracteres misteriosos, en los pliegues sinuosos de su
i
2
EDGAR POE
frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado
de ellos y los castiga para la edificación de los otros.
En sus vidas muestran talento y virtudes; la Sociedad
tiene para ellos las enfermedades que su persecución
les ha dado. —¿ Qué no hizo Hoffman para desarmar el
destino, y qué no emprendió Balzac para conjurar la
fortuna? —¿ Existe pues una Providencia diabólica que
prepara la desdicha desde la cuna, que arroja con pre¬
meditación naturalezas espirituales y angélicas en me¬
dios hostiles, como mártires á los circos ?¿ Hay, pues,
almas sagradas, destinadas al altar, condenadas á
marchar á la muerte y á la gloria, á través de sus pro¬
pias ruinas ?¿ La pesadilla de las Tenébres asediará
eternamente esas almas elegidas? — En vano se de¬
baten, en vano se acostumbran al mundo, á sus preven¬
ciones, á sus astucias ; perfeccionarán la prudencia,
taparán todas las salidas, cubrirán las ventanas contra
los proyectiles del azar ; el Diablo entrará por una ce¬
rradura ; una perfección será la falta de sus ¿brazas, y
una cualidad superlativa el germen de sus condena¬
ciones.
L'aigle, pour le briser, du haut du flrmament
Sur leur front découvert lichera la torlue,
! Car ils doivent périr inévitablemeut.
Su destino está escrito eñ toda su constitución; se os¬
tenta con un briU'o siniestro en sus miradas yen sus
gestos, circula en sus arterias con cada uno de sus
glóbulos sanguíneos.
Un autor célebre de nuestro tiempo, ha escrito un
libro para demostrar que el poeta no podía encontrar
un< buen lugar, ni en. una sociedad democrática ni en
SU VIDA V SUS OBRAS 3
una aristocrática, no más en una república que en una
monarquía absoluta ó atemperada, ¿ Quién lia sabido
responderle perentoriamente ? Traigo hoy una nueva
leyenda en apoyo de su tesis, agrego un santo nuevo al
martirologio; tengo que escribir la historia de uno de
esos ilustres desdichados, demasiado rico en poesía y
en pasión, que ha venido, después de tantos otros, á
hacer en este bajo mundo, el rudo aprendizaje del genio
entre las almas inferiores.
¡ Qué lamentable tragedia es la vida de Edgar Poe!
¡ Su muerte, desenlace horrible cuyo horror es acrecido
por la trivialidad! — De todos los documentos que he
leído, resulta para mi, la convicción de que los Estados
Unidos no fueron para Poe mas que una vasta prisión,
que recorría con la agitación febril de un ser hecho
para respirar en un mundo más aromático — mas que
una gran barbarie alumbrada á gas — y que su vida
interior, espiritual, de poeta ó hasta de ebrio, no era
más que un esfuerzo perpetuo para escapar á la influen¬
cia de esta atmósfera antipática. ¡ Desapiadada dicta¬
dura, la de la opinión en las sociedades democráticas;
no imploréis de ella ni caridad, ni indulgencia I Ni
elasticidad cualquiera en la aplicación de sus leyes á
los casos múltiples y complejos de la vida moral, Se
diría que del amor impío de la libertad ha nacido una
tiranía nueva, la tiranía de las bestias, ó zoocracia, que
por su insensibilidad feroz se parecen al ídolo de Jag-
gernaut.—Unbiógrafo nos dirá gravemente (1):—tiene
No debe extrañarse que esto mismo haya aparecido á la Cabeza de
Una traducción española de algunas de las obras de Poé, firmado por
D. E. Cano y Gueto,, quien con Una desvergüenza notable, se ha, apro¬
piado de esa manera Jos bellos pensamientos del malogrado Baudctaire.
- (N, del í.j
4 EDGAft POE
buena intención, el buen liombre, —que Poesi hubiera
querido regularizar su genio y aplicar sus facultades
creadoras de una manera más apropiada al suelo ame¬
ricano, habría podido sor un autor de dinero, a monrn/
maJiing author; otro : un ingenuo cínico — que por
más bello que sea el genio de Poe, hubiera valido más
para él no tener sino talento, cotizándose el talento
siempre mejor quo el genio. Otro, que lia dirigido dia¬
rios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que era
difícil emplearle y que se estaba obligado á pagarle
menos que á los otros, porque escribía en un estilo de¬
masiado superior al vulgo. ¡ Qué olor á almacén! como
decía José de Maistre.
Algunos se lian atrevido más, y uniendo el descono¬
cimiento más completo de su genio á la ferocidad de su
hipocresía burguesa, lo han insultado á cual' mejor; y
después de su repentina desaparición han morigerado
rudamente ese cadáver; en particular Mr. Rufus Gris-
wold, quien, para recordar aquí la expresión venga¬
dora de Mr. George Graham, cometió entonces una
inmortal infamia. Poe experimentando acaso el sinies¬
tro presentimiento de un lin súbito, había designado á
Mrss. Griswold y Willis para poner en orden sus obras,
escribir su vida y restaurar su memoria. Esepedagogo-
vampiro ha difamado largamente á su amigo en un
enorme artículo, vulgar y odioso, puesto nada menos
que á la cabeza de la edición postuma de sus obras.
—¿No hay pues en América, una disposición que pro¬
híbe á los perros la entrada á los cementerios? — En
cuanto á Mr. Willis, ha probado al contrario que la
benevolencia y la decencia marchaban siempre con el
verdadero talento y que la caridad hacia nuestros ce-
SU VIDA y SUS OBRAS 5
frades, que es ua deber moral, era también uno de los
mandatos del gusto.
Hablad de Poe con un americano ; confesará acaso
su genio; quizá se mostrará hasta altivo de él; pero,
con un tono sardónico superior que revela al hombre
positivo, os hablará de la vida desarreglada del poeta,
de su aliento alcoholizado que se habría encendido con
nn fósforo, de sus hábitos vagabundos ; os dirá que
era un ser errático y heteróclito, nn planeta fuera de
su órbita, que rodaba sin cesar de Baltimore á New-
York, de New-York áFiladeliia, de FiladelfiaáBoston,
de Boston á Baltimore, de Baltimore á Richmond. Y,
si con el corazón conmovido por esos preludios de una
historia dolorosa, dais á entender que el individuo no
es el único culpable, y que debe ser difícil pensar y
escribir cómodamente en un país donde hay millones
de soberanos, un país sin capital, propiamente dicho,
y sin aristocracia — entonces veréis dilatarse sus
pupilas y arrojar relámpagos, subirle á los labios la
baba del patriotismo atacado, y la América, por su
boca, lanzar injurias á la Europa su vieja madre, y á
la filosofía de los tiempos antiguos.
Repito que tengo la persuasión de que Edgar Poe y
su patria no estaban al nivel. Los Estados Unidos son
un país gigantesco y niño, naturalmente celoso del viejo
continente. Altivo de su desenvolvimiento material,
anormal y casi monstruoso, ese recién venido en la
historia, tiene una fe ingenua en el todopoderío de la
industria; está convencido, como algunos desdichados
entre nosotros, que acabará por comerse al Diablo; ¡ el
tiempo y el dinero tienen entre ellos un valor tan
grande! La actividad material, exagerada hasta
las
EDGAR POS
6
proporciones de una manía nacional, deja en los espí¬
ritus muy poco lugar para la cosas que no son de la
tierra. Poe, que era de buen tronco, y que por otra
.parle creía que la gran desgracia de su país, era no
tener aristocracia de raza, atento decía, que en un
pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello no puede
más que corromperse, empequeñecerse y desaparecer
que acusaba entre sus conciudadanos, hasta en su lujo
enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto
característico de los parvenus — que consideraba el
Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de
papa-moscas, y que llamaba á los perfeccionamientos
del habitáculo humano, cicatrices y abominaciones rec¬
tangulares. — Poe era entre ellos, un cerebro singu¬
larmente solitario. No creía más que en lo inmutable,
en lo eterno, en el self same, y gozaba — cruel privi¬
legio en una sociedad enamorada de sí misma — de
ese gran buen sentido á lo Maquiavelo, que marcha
delante del sabio, como una columna luminosa, á través
del desierto de la historia. — ¿ Qué hubiera pensado,
qué hubiera escrito, el infortunado, al oir á la teología
del sentimiento suprimir el Infierno por amistad al
género humano, al filósofo de la cifra proponer un sis¬
tema de seguros, una suscrición de un sueldo por
cabeza para la supresión de la guerra, y la abolición
de la pena de muerte y de la ortografía, dos locuras
correlativas, y tantos otros enfermos que escriben con
el oído inclinado al viento, fantasías giratorias tan fla-
tuosas como el elemento que se las dicta ? Si agre¬
gáis á esta visión impecable de lo verdadero — enfer¬
medad en ciertas circunstancias, — una delicadeza
exquisita de sentidos á la que torturaba una sola nota
SU VIDA Y SES OBRAS
7
falsa, «na finura de gusto á la que todo, excepto la
exacta proporción, repugnaba, un amor insaciable de
lo Bello, que había tomado el poder de una pasión
mórbida, no os sorprenderéis que para semejante
hombre, la vida se convirtiera on un infierno y que
haya concluido mal; os admiraréis de que haya durado
tanto tiempo
II
La familia de Poe era una de las más respetables de
Baltimore. Su abuelo materno había servido en la
guerra de la Independencia como quarter-master-
general, y Lafayette le tenía en alta estima y amistad.
Éste, en su último viaje á los Estados Unidos, quiso
ver á la viuda del general y testificarle su gratitud por
los servicios de que era deudor á su marido. El bisa¬
buelo habia desposado una hija del almirante inglés
Mac Bride, que estaba aliado con las más nobles casas
de Inglaterra. Daniel Poe, padre de Edgar é hijo del
general, se enamoró perdidamente de una actriz in¬
glesa, Elisabeth Arnold, célebre por su belleza ; huyó
con ella y la desposó. Para mezclar más intimamente
sus destinos, se hizo comediante y apareció con su
mujer en diferentes teatros, érilas principales ciudades
de la Unión. Los dos esposos murieron en Richmond,
casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y la des¬
nudez más completa, tres niños de corta edad, «no de
los cuales era Edgar.
Edgar Poe habia nacido en Baltimore, en 1813. — Ea
8
EDGAR POE
según él mismo que doy esta fecha, pues lia reclamado
-contra la afirmación de Griswold, que coloca su naci¬
miento en 1811. Si alguna vez el espíritu de novela,
para servirme de una expresión de nuestro poeta —
j espíritu siniestro y borrascoso! — ha presidido á un
nacimiento, fue ciertamente al suyo. Poe fué el hijo de
la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la
ciudad, Mr. Alian, se prendó de aquel bonito desdi¬
chado á quien la naturaleza había dolado de una ma¬
nera encantadora, y como no tenía hijos, le adoptó.
Poe se llamó, pues, en adelante Edgar Alian Poe. Pité
asi educado en una bella comodidad y con la esperanza
legítima de una de esas fortunas que dan al carácter
una soberbia certidumbre. Sus padres adoptivos, en
un viaje, le llevaron á Inglaterra, Escocia é Irlanda, y
antes de volver á su país, le dejaron en casa del
í)r. Bransby, que tenía una importante casa de edu¬
cación en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe
mismo, en William Wilson, ha descrito esa extraña
easa, edificada en el viejo estilo de Elisabeth y las im¬
presiones de su vida de escolar.
Volvió á Richmond en 1822 y continuó sus estudios
en América, bajo la dirección délos mejores maestros.
En la Universidad de Charlotlesville, donde entró en
1825, se distinguió no solamente por una inteligencia
casi milagrosa, sino también por una abundancia casi
siniestra de pasiones — una precocidad verdadera¬
mente americana, que por último, fué la causa de su
expulsión. Es bueno notar de paso, que Poe, en Char-
loítesville, había ya manifestado una aptitud de las
más sorprendentes para las ciencias físicas y matemáti¬
cas. Más tarde, hará de ella un uso frecuente en sus
SU VIDA y SUS ODRAS
extraños cuentos, y sacará de ahí medios inesperados.
Pero tengo razones para creer que no es á este orden
de composiciones al que daba más importancia y que
— á causa quizá de esta precoz aptitud — no estaba
lejos de considerarlas como fáciles juglerías, compara¬
tivamente á las obras de pura imaginación.
Algunas malhadadas deudas de juego hicieron que
entre él y su padre adoptivo hubiera un enojo momen¬
táneo, y Edgar — hecho de los más curiosos, y que
prueba, por más que se diga, una dosis de ohevalerie,
bastante fuerte en su impresionable cerebro — concibió
el proyecto de mezclarse á la guerra áe los Helenos é
ir á combatir los Turcos. Partió pues para la Grecia.
— ¿ Qué le sucedió en Oriente,que hizo allí? —¿Estu¬
dió las riberas clásicas del Mediterráneo —• porque le
volvemos á encontrar en San Petersburgo, sin pasa¬
porte — comprometido y en qué especie de negocio —
obligado á apelar al ministro americano, Henry Mid-
leton, para escapar á la penalidad rusa y volver á su
hogar? — Se ignora; hay ahí un claro que sólo él hu¬
biera podido llenar. La vida de Edgar Poe, su juven¬
tud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han
sido largo tiempo anunciadas por los diarios norte-ame¬
ricanos, pero no han aparecido jamás.
Vuelto á América, en 1829, manifestó el deseo de en¬
trará la escuela militar de West-Point; fué admitido
en ella, en efecto, y ahí, como en todas partes, dió
muestras de una inteligencia admirablemente dotada,
pero indisciplinable, y al cabo de algunos meses fué
despedido. — Al mismo tiempo aconteció en su familia
adoptiva, un suceso que debía tener las consecuencias
más graves sobre su vida. La señora Alian, por la cual
i *
i 2 EDGAR POE
un centavo — agrega el mismo Griswold, con un matiz
de desdén.
Era una señorita Virginia Clemn, su prima.
No obstante los servicios hechos á su diario,
Mr. Wlúte se disgustó con Poe al cabo de dos años,
poco más ó menos. La razón de esta separación se en¬
cuentra evidentemente en los accesos de hipocondría y
las crisis de embriaguez dei poeta — accidentas carac¬
terial icos que cubrían de sombras su cielo espiritual,
como esas nubes lúgubres que dan repentinamente al
paisaje más romántico, un aire de melancolía en apa¬
riencia irreparable. — Desde entonces, veremos al in¬
fortunado levantar su tienda, como un hombre del de¬
sierto y transportar sus ligeros penates á las principales
ciudades de la Unión. En todas partes, dirigirá revistas
ó colaborará en ellas, de una manera brillante. Derra¬
mará con deslumbradora rapidez artículos críticos,
filosóficos y cuentos llenos de magia que aparecen re¬
unidos bajo el título de Tales of the Grolesquc and the
Araiesque —título notable ó intencional, pues los ador¬
nos grotescos y arabescos rechazan la figura humana,
y se verá que ú muchos respectos la literatura de Poe,
es extra ó suprahumana. Sabremos,por noticias hirien¬
tes y escandalosas insertas en los diarios, que Poe y su
mujer se encuentran peligrosamente enfermos en For-
dham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después
de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los pri¬
meros ataques del delirium tremens. Una noticia aparece
repentinamente en un diario — esa, más que cruel —
que acusa su menosprecio y su disgusto del mundo, y
le hace uno de esos procesos de tendencia, verdaderas
requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo
SU VIDA Y SUS OüHAS
13
siempre que defenderse, una de las luchas más estéril¬
mente fatigantes que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios po¬
dían costearle más ó menos bien la existencia. Pero
tengo pruebas de que tenia disgustantes dificultades
que superar. Soñó, como tantos otros escritores, en
una revista propia, quiso estar en lo suyo, y el hecho
es que había sufrido suficientemente para desear con
ardor este abrigo definitivo á su pensamiento. Para
llegar á este resultado, para procurarse una suma do
dinero suficiente, recurrió á las lecturas. Se sabe lo
que son estas lecturas — una especie de especulación,
el Colegio de Francia puesto á disposición de todos los
literatos; el autor no publica lo que lee sino después
que ha sacado el más grande provecho posible. Poe
había dado ya en New-York una lectura de Eureha, su
poema cosmogónico, que había hasta levantado fueries
discusiones. Imaginó esta vez dar lecturas en su país,
en la Virginia. Contaba, cuando escribió Willis, con
dar una vuelta por el Oeste y Sud, y esperaba el con¬
curso de sus amigos literarios y de sus antiguos cono¬
cidos de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las
principales ciudades de la Virginia, y Riclimond volvió
á ver al que había conocido tan joven, tan pobre y tan
desnudo. Todos los que no habían visto á Poe desde
los tiempos de su obscuridad, acudieron en multitud á
contemplar al ilustre compatriota. Apareció bello,
elegante, correcto como el genio. Creo que había lle¬
gado su condescendencia basta hacerse admitir en una
sociedad de temperancia. Escogió un tema tan fecundo
como elevado ; El principio de la Poesía , y lo desa¬
rrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios.
14 EDGAR POE
Creía, como verdadero poeta que era, que el fui de la
poesía, es déla misma naturaleza que su principio, y
que no debe tener en vista otra cosa que sí misma.
La buena acogida que se le hizo inundó su pobre
corazón de orgullo y de gozo; se encontraba tan encan¬
tado que habló de establecerse definitivamente en Rich-
mond y de concluir su vida en los sitios que su infan¬
cia le había hecho queridos. Sin embargo, tenia
que hacer en New-York, y partió, el 4 de Octubre,
quejándose de estremecimientos y debilidades. Sintién¬
dose siempre bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6,
á la noche, hizo llevar su bagaje al embarcadero, de
dondo debía dirigirse ó Filadelfia, y entró en una
taberna para tomar un excitante cualquiera. Ahí, des¬
dichadamente, encontró viejos camaradas y se retardó.
Al día siguiente por la mañana, á la luz pálida de la
madrugada, fué encontrado un cadáver sobre la vía—>
¿debe decirse así ?— no, un cuerpo vivo todavía, pero
que la muerte había yamarcaáo con su real sello. Sobre
ese cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se encontró
ni papeles, ni dinero, y se le llevó á un hospital. Ahí
fué dónde murió Poe, esa misma noche del Domingo,
7 de Octubre de 1849, á la edad de 37 años, vencido
por el delirium tremens , terrible huésped que había ya
visitado su cerebro una ó dos veces. Así desapareció
de este mundo uno de los más grandes héroes litera¬
rios, el hombre de genio que había escrito en el Gato
Negro , estas palabras fatídicas : ¿ Qu€ enfermedad es
comparable al alcohol ?
Esta muerte es casi un suicidio — un suicidio prepa¬
rado desde hacía mucho tiempo. Al menos ella causó
un escándalo igual al de un suicidio. El clamor fué
SU VIDA Y SUS OBRAS
grande y la virtud hizo ostentación de su cara (1) enfá¬
tico, libre y voluptuosamente. Las oraciones fúnebres
más indulgentes no pudieron dejar de dar curso á la
inevitable moral burguesa que tuvo cuidado de no
faltar en tan admirable ocasión. Mr. Grisivold difamó;
Mr. Willis, sinceramente afligido, estuvo más que con¬
veniente. — [ Ay! el que había franqueado las alturas
más arduas de la estética y visitado los abismos menos
explorados del intelecto humano, el que, á través de
una vida que se parece á una tempestad sin calma,
había encontrado medios nuevos, procedimientos des¬
conocidos para admirar la imaginación, para seducir
los espíritus sedientos de lo Bello, acababa de morir
en algunas horas en un lecho de hospital — ¡ qué des¬
tino ! ¡ Y tanta grandeza y tanta desdicha, para levan¬
tar un torbellino de fraseología burguesa, para conver¬
tirse en el alimento y el tema de diaristas virtuosos!.
Ul declamatio fíat!
Esos espectáculos no son nuevos; es raro que una se¬
pultura reciente ó ilustre no sea una cita de escándalos.
Por otra parle la Sociedad no ama á esos rabiosos des¬
dichados, y sea que ellos turben sus fiestas, sea que
ella los considere como remordimientos, tiene incon¬
testablemente razón. ¿ Quién no recuerda las declama¬
ciones parisienses, cuando la muerte de Balzac, que
sin embargo, murió correctamente?
Y más reciente todavía — hace hoy, 26 de Enero, un
año insto cuando un escritor de una honradez admi¬
rable, de una alta inteligencia y que fue siempre lúcida,
fué discretamente, sin incomodar á nadie — tan discre-
(1) Del inglés, mogigaltria. {¡\. del T.)
16
EDGAR POE
tamente que su discreción se parecía al menosprecio —
á libertar su alma en la calle más negra que pudo en¬
contrar (1) — ¡ qué disgustantes homilías ! — ¡ qué
asesinato refinado! Un diarista célebre á quien Jesús
no enseñará jamás las maneras generosas, encontró la
aventura bastante jovial para celebrarla en un equivoco.
— Entre la enumeración de los derechos del hombre
que la sabiduría del siglo XIX recomienda tan á menudo
y tan complacientemente, dos bastante importantes han
sido olvidados, que son el derecho de contradecirse y
el de irse. Pues la Sociedad mira al que se va como á
un insolente; castigaría con gusto á ciertos despojos
fúnebres, como ese infeliz soldado, atacado de vampi-
rismo, á quien la vista de un cadáver exasperaba hasta
el furor. — Y no obstante se puede decir, que bajo la
presión de ciertas circunstancias, después de un serio
examen de ciertos incompatibilidades, con firmes creen¬
cias en ciertas dogmas y metempsicosis — se puede
decir, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suici¬
dio es algunas veces la acción más razonable de la
vida (2). — Y así se forma una compañía de fantasmas
ya numerosa, que nos visita familiarmente, y cuyos
miembros vienen á alabarnos su reposo actual y tras¬
mitirnos sus persuasiones.
Confesemos sin embargo que el lúgubre fin del autor
de Eweka suscitó algunas consoladoras excepciones,
sin lo cual sería menester desesperar y la plaza no se
podría sostener. Mr.. Willis, como lo he dicho, habló
honestamente y basta con emoción de las buenas rela-
(1) Gerardo ¿o Nerval, que se alsorcó. (N. del T.)
(2) Bauieleire murió loco, á causa del abuso del imohish. (N. icl T.)
SIJ VIDA Y SUS OBRAS i7
ciones que había tenido con Poe. Mr. John Real y
George Graham, llamaron á Mr. Griswold al pudor.
Mr. Lohgfellow — y éste es tanto más merecedor
cuanto que Poe le había cruelmente maltratado — supo
alabar de una manera digna su alto poder como poeta
y como prosista. Un desconocido escribió que la Amé¬
rica literaria había perdido su más fuerte cabeza.
Pero el corazón herido, el corazón desgarrado, el
corazón atravesado por los siete puñales, fué el de
Mrs. Clemn. Pues Edgar Poe era á la vez, su hijo y
su hija. \ Rudo destino, dijo Willis, de quien tomo
estos detalles, casi palabra por palabra, rudo destino,
el que ella vigilaba y protegía ! Pues Edgar Poe era
un hombre incómodo; además de escribir en un estilo
superior al nivel intelectual común, para que se le pu¬
diera pagar caro, estaba siempre afligido por falta de
dinero, y á menudo él y su mujer carecían de las cosas
más necesarias á la vida. Un día Willis vió entrar
en su oficina una mujer, anciana, dulce, grave. Era
Mrs. Clemn. Bascaba trabajo para su querido Edgar. El
biógrafo dice, que fué singularmente sorprendido del
elogio perfecto, de la apreciación exacta que hacía de
los talentos de su hijo, como también de todo su ser
exterior — de su voz dulce y triste, de sus maneras un
poco añejas, pero bellas y nobles. Y durante muchos
años, agrega él, hemos visto á ese infatigable servidor
del genio, pobre é insuficientemente vestido, yendo de
diario en diario para vender un poema ó un articulo,
diciendo algunas veces que él estaba enfermo — tínica
explicación, única razón, invariable excusa que daba
cuando su hijo se encontraba herido momentáneamente
por una de esas esterilidades que conocen los escri-
18 • EiGAR POiC
tores nerviosos — y no permitiendo jamás á sus labios
decir una sílaba que pudiera ser interpretada como una
duda, como un debilitamiento de confianza en el genio y
la voluntad de su bienamado. Cuando su hija murió, se
ligó al sobreviviente de la desastrosa batalla, con un
ardor maternal reforzado, vivió con él, le cuidó vigi¬
lándole, defendiéndole contraía vida y contra él mismo.
Ciertamente — concluye Willis, con una alta é impar¬
cial razón — si la abnegación de la mujer, nacida con
un primer amor y mantenida por la pasión humana,
glorifica y consagra su objeto, ¿ qué no dice en favor
del que inspiró una abnegación como ésta, pura, des¬
interesada y santa como un centinela divino ? Los detrac¬
tores de Poe habrían debido notar en efecto que hay
seducciones tan poderosas que no pueden ser más que
virtudes.
Se advina cuán terrible fué la noticia para la desdi¬
chada mujer. Escribió á Willis una carta de la que doy
algunas líneas:
« He sabido ésta mañana la muerte de mi bienamado
Eddie... ¿ Podéis trasmitirme algunos detalles, algu-
« ñas circunstancias ?... ¡ Oh! no abandonéis á vues-
« Ira pobre amiga en esta amarga aílicción... Decid á
« Mr... que venga á verme; tengo una comisión para
« él de parte de mi pobre Eddie... No tengo necesidad
« de suplicaros que anunciéis su muerte y que habléis
t( bien de él. Sé que lo haréis. Pero decid qué hijo afec-
« íuoso era para mi, su pobre madre desconsolada,,.»
Esta mujer me aparece grande y más que antigua.
Herida por un golpe irreparable, no piensa más que en
SU VIDA Y SUS OBRAS
1»
la reputación del que era todo para ella, y no basta,
para contentarla, que se diga que él era un genio : es
necesario que se sepa que era un hombre de deber y
de afección. Es evidente que esta madre — antorcha y
hogar encendido por un rayo del más alto cielo — ha
sido dada en ejemplo á nuestras razas demasiado poco
cuidadosas de la abnegación, del heroísmo y de todo lo
que es más que el deber. ¿ No era justicia inscribir á la
cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fué
el sol moral de su vida (1) ? Embalsamará con su gloria
el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus
llagas, y cuya imagen revoloteará incesantemente por
arriba del martirologio literario.
III-
La vida de Poe, sus costumbres, sus maneras, su ser
físico, todo lo que constituye el conjunto de su perso¬
naje, nos aparecen como algo de tenebroso y de bri¬
llante á la vez. Su persona era singular, seductora, y
como sus obras, marcada con un indefinible sello de
melancolía. Era notablemente bien dotado de todas
maneras. Joven, había mostrad» una rara aptitud para
los ejercicios físicos, y bien que fuera pequeño, con pies
y manos de mujer, llevando además en todo su aspecto
(1) Baudclaireba dedicado en efecto bu traducción i Mra. Marta Cierna.
(N. del T.)
20
EDGAR 1*08
un carácter de delicadeza femenina, era más que ro¬
busto y capaz de maravillosos rasgos de fuerza, fin su
juventud ha ganado una apuesta de nadador que sobre¬
pasa la medida ordinaria de lo posible. Se diría que la
Naturaleza da á aquellos de que quiere sacar grandes
cosas, un temperamento enérgico, como da una pode¬
rosa actividad á los árboles encargados de simbolizar
el duelo y el dolor. Esos hombres, con apariencias
miserables, algunas veces, están tallados como atletas,
buenos para la orgia y para el trabajo, prontos á loe
excesos y capaces de sorprendentes sobriedades.
Hay algunos puntos relativos á Edgar Poe sobre
los cuales hay acuerdo unánime, por ejemplo, su alta
distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que
era, según se dice, un poco orgulloso. Sus maneras,
mezcla singular de nobleza y dulzura exquisita, estaban
llenas de firmeza. Fisonomía, paso, gestos, aires de
cabeza, todo lo designaba, sobre lodo en sus buenos
días, como una criatura elegida. Su ser todo respiraba
una solemnidad penetrante. Era realmente un tipo
marcado por la naturaleza, como esas figuras de pa¬
santes que atraen la mirada del observador y preocupan
su memoria. El pedante y agrio Griswold mismo, con¬
fiesa que cuando fuá á devolver visita á Poe, y que le
encontró pálido y enfermo todavía por la enfermedad y
muerte de su mujer, se sorprendió basta el extremo, no
solamente de la perfección de sus maneras, sino hasta
delañsonomía aristocrática, de la atmósfera perfumada
de su cuarto, bastante modesto sin embargo. Griswold
ignora que el poeta tiene más que todos los hombres
ese maravilloso privilegio atribuido á la mujer pari¬
siense y á la española, de saberse adornar con una
SU VIDA Y SUS OBRAS 21
nada, y que Poe, apasionado de lo bello en todas cosas,
habría encontrado el arte de transformar una choza en
un palacio de especie nueva, ¿ No ha escrito, con el
espíritu más original y más curioso, proyectos de
mobiliarios, planes de casas «le campo, jardines y refor¬
mas de paisajes?
Existe una carta encantadora de Mrs. Francés Osgood,
que fué una délas amigas de Poe, y que nos da sobre
sus costumbres, su persona y su vida íntima, los más
preciosos detalles. Esta mujer, que era ella misma un
literato distin guido, niega valerosamente todos los vicios
y todas las faltas reprochadas al poeta. « Con los
hombres, diceá Griswold, acaso era tal como lo pintáis
y como hombre podéis tener razón. Pero afirmo que
con las mujeres era totalmeute distinto, y que jamás
ninguna mujer ha podido conocerle sin experimentar
por él un profundo interés. Nunca se me ha aparecido
sino como un modelo de elegancia, de distinción y
de generosidad...
« La primera vez que nos vimos, fué en Asior-Eouse.
Willis me había prestado El Cuervo, sobre el cual el
autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música
misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño, me
penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe
quería serme presentado, experimenté un sentimiento
singular y que se parecía al terror. Apareció con su
bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que arrojaban
una luz de sentimiento y de pensamiento, con sus ma¬
neras, mezcla intraducibie de elevacióny de suavidad —
me saludó tranquilo, grave, casi frío ; pcr.o bajo aquella
frialdad vibraba una simpatía tan marcada que no pude
dejar de impresionarme profundamente. A partir de
EDGAR POE
22 :
aquel momento hasta su muerte, fuimos amigos... y sé
que en sus últimas palabras, he tenido mi parte de re¬
cuerdo, y que me lia dado, antes de que su razón cayera
de su trouo de soberana, una prueba suprema de su fiel
amistad.
« Era, sobre todo en su interiora la vez simple y poé¬
tico, que el carácter de Edgar Poe aparecía parami en
su más bella luz. Dócil, afectuoso, espiritual, tan pronto
dócil y tan pronto malo como un niño mimado, tenía
siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para
todos los que le buscaban, hasta en medio de sus más
fatigantes tareas literarias, una palabra amable, una
sonrisa benevolente, atenciones graciosas y corteses.
Pasaba interminables horas en su pupitre, bajo el re¬
trato de su Leonor, la amada y la muerta, siempre
asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable
letralasbrillantes fantasías que atravesaban sn cerebro,
incesantemente en actividad. Me acuerdo haberle visto
una mañana más contento y más alegre que de cos¬
tumbre. Virginia, su dulce mujer, me había suplicado
que los visitara y me era imposible resistir á sus solici¬
taciones... Le encontré trabajando en la serie de artí¬
culos que ha publicado bajo el título : The Litterati of
New-York y me dijo desplegando eon una risa de
triunfo muchos rollitos de papel (escribía sobre tiras
estrechas, sin duda para conformar su copia á la justi¬
ficación de los diarios) : — Voy á mostraros por:, la
diferencia de largos,, los diversos grados de estima¬
ción que tengo por cada uno de vuestros literatos; en
cada uno de estos papeles, uno de vosotros .está en¬
vuelto y perfectamente discutido. — ¡Venid,, Virginia,
y ayudadme,!, — Y los desenrollaron lodos : uno d uñó. :
SU VIDA Y SUS O LUI AS 2»
Al ñu, había uno que parecía interminable. Virginia,
riendo, retrocedía hasta un ángulo del cuarto tenién¬
dole por un extremo y su marido hacia lo mismo del
otro lado. — ¿Y quién es el dichoso — dije — que
habéis juzgado digno de esta inconmensurable dul¬
zura ? — ¿ La oís ? exclamó él — ¡ como si su vani¬
doso corazoncito no le hubiera ya dicho que es ella
misma!
« Cuando me vi obligada á viajar por mi salud, man¬
tuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo
en eso á las vivas solicitaciones de su mujer, que creía
que yo podía obtener sobre él una influencia y un ascen¬
diente saludables...
« En cuanto al amor y á la confianza que existían
entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo
delicioso, no sabría pintarlos con la convicción y el
calor merecido. Olvido algunos pequeños episodios
poéticos en los cualesfué arrojado por su temperamento
novelesco. Pienso que era la única mujer á quien haya
verdaderamente amado... »
En las Novelas de Edgar Poe, no hay jamás amor.
Al menos Ligaia , Eleonora, no son, propiamente
hablando, historias de amor, pues la idea principal
sobre que gira la obra, es otra. Quizá creía que la
prosa no es una lengua á la altura de ese caprichoso
y casi intraducibie sentimiento; porque sus poesías,
al Contrario, están fuertemente saturadas de él. La
divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada,
y siempre velada por una irremediable melanco¬
lía. En sus artículos, habla algunas veces del amor
hasta como de «na cosa que hace estremecer la pluma.
En The Domain of Amheim, afirmará que las cuatro
EDGAR POE
2i
condiciones elementales de la dicha, son : la vida en
pleno aire, el amor de una mujer , la ausencia de toda
ambición y la creación de un Bello nuevo. — Lo que
corrobora la idea de Mrs. FranciaOsg-oodrelativamente
al respeto caballeresco de Poe por las mujeres, es,
que no obstante su prodigioso talento para lo grotesco
y lo horrible, no hay en toda su obra un solo pasaje que
ofrezca lubricidad ó siquiera goces sensuales. — Sus
retratos de mujer son, por decirlo así, aureolados;
brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pin¬
tados con la manera enfática de un adorador. — En
cuanto á los pequeños episodios novelescos, ¿ hay motivo
para sorprenderse de que un ser tan nervioso, cuya
sed de lo Bello era acaso el rasgo principal, haya cul¬
tivado á veces la galantería con un ardor apasionado
— la galantería, esa flor volcánica y olorosa para quien
el cerebro hirvicnte de los poetas es un terreno predi¬
lecto?
De su singular belleza, acerca de la que hablan mu¬
chos biógrafos, el espíritu puede, creo, hacerse una
idea aproximativa recurriendo á todas las nociones
vagas, pero sin embargo características, contenidas en
la palabra romántica, palabra que sirve generalmente
para pintar los géneros de belleza que consisten sobre
todo en la expresión. Poe tenia una frente ancha,
dominadora, en que ciertas protuberancias traiciona¬
ban las facultades encargadas de representar — cons¬
trucción, comparación, causalidad — y donde tenía su
trono, en un orgullo tranquilo, el sentido de la ideali¬
dad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo
de esos dones, ó hasta á causa de esos privilegios
exhorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no ofre-
SU VIDA V SUS OBRAS 2»
cía acaso un aspecto agradable. Como todas las cosas
excesivas por un sentido, un déficit podía resultar de
la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía
grandes ojos á la vez sombríos y llenos de luz, de un
color indeciso y tenebroso, tirando á violeta, la nariz
noble y sólida, la boca fina y triste, aunque ligeramente
sonriente, la tez morena clara, el rostro pálido casi
siempre, la fisonomía un poco distraída é impercep¬
tiblemente sellada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y esencial¬
mente instructiva. No era lo que se llama un beau par-
lettr — cosa horrible — y su palabra como su pluma
huía de las formas convenidas; pero su vasto saber, una
lengüistica (1) poderosa, serios estudios, impresiones
amontonadas en muchos países, hacían de su palabra
una cátedra. Su elocuencia, esencialmente poética, llena
de método y moviéndose sin embargo fuera de todo
método conocido, un arsenal de imágenes sacadas de
un mundo poco frecuentado por la mayor parte do los
espíritus, un arte prodigioso en deducir de una propo¬
sición evidente y absolutamente aceptable, resúmenes
secretos y nuevos, en abrir sorprendentes perspectivas,
y en una palabra, el arte de arrobar, de hacer pensar,
de hacer soñar, de arrancar las almas de los fangos de
la rutina, tales eran las deslumbrantes facultades de
que muchas gentes han guardado el recuerdo. Pero
sucedía algunas veces — se dico al menos — que el
poeta, complaciéndose en un capricho destructor, lla¬
maba bruscamente sus amigos á la tierra por un ci-
;t) Poe conocía el gñcgs, el lalin, el alemán, el italiano: el portugués,
el franoOs, el español y el árabe. [X. del T.)
2
20
EDGAR POE
nismo afligente, y demolía su obra de espiritualidad.
Por otra parte, es necesario decir que era muy poco
difícil en la elección de sus auditores, y creo que el
lector encontrará sin trabajo en la historia, otras inte¬
ligencias grandes y originales, para quienes toda com¬
pañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio
de la multitud y que so alimentan con el monólogo, no
tienen que hacer delicadeza en materia de público. Es,
en suma, una especie de fraternidad basadaen el menos¬
precio.
De esta ebriedad — celebrada y reprochada cen una
insistencia que podría dar á creer que todos los escri¬
tores de los Estados Unidos, e xcepto Poe, son ángeles
de sobriedad — es necesario hablar, sin embargo.
Muchas versiones son plausibles y 'ninguna excluye
las otras. Ante todo, estoy obligado á hacer notar que
Willis yMrs. Osgood, afirman que una cantidad mínima
de vino ó de licor bastaba para perturbar completa¬
mente su organización. Es fácil suponer, además, que
un hombre tan realmente solitario, tan profundamente
desdichado, y que ha podido á menudo considerar todo
el sistema social como una paradoja y una impostura,
un hombre, que, acosado por un destino sin piedad,
repetía con frecuencia que la sociedad no es más que
una batahola de miserables (es Gviswold quien cuenta
eso, tan escandalizado como un hombre que puede
pensar la misma cosa, pero que no la dirájamás) — es
natural, digo, suponer .que ese poeta, arrojado niño
aúnen.los azares de.la' vida libre, con el cerebro aco¬
sado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado
algunas veces una voluptuosidad de olvido en las bote¬
llas. Rencores literarios, vértigo de lo infinito, dolores
SU VIDA y sus OCHAS 27
Intimos, insultos de la miseria; Poe huía de todo eso,
sumergiéndose en lo negro de la embriaguez como en
una tumba preparatoria. Pero por más buena que
parezca esta explicación, no la encuentro suficiente y
desconfío de ella á causa do su deplorable simpli¬
cidad.
Sé qüe no bebía como glotón, sino como bárbaro,
con una actividad y una economía de tiempo, por com¬
pleto americanas, como cumpliendo una misión homi¬
cida, como teniendo en él algo que matar: a toorm
that loould not die. Se narra, además, que un día, en
el momento de volverse á casar (las amonestaciones
estaban publicadas, y como se le felicitara por una
unióa que ponía en sus manos las más altas condi¬
ciones de dicha y bienestar, habia dicho : « es posible
que hayáis visto amonestaciones pero notad bien esto :
no me volveré á casar ») fue, espantablemente ebrio, á
escandalizar el barrio de la que debía ser su mujer,
recurriendo así á su vicio para desembarazarse de un
perjurio hacia la pobre muerta cuya imagen vivía
siempre en él, y á quien había cantado tan admirable¬
mente en Annabel Lee. Considero, pues, en un gran
número de casos, el hecho infinitivamente preciso de
premeditación, como adquirido y constatado.
Leo, además, en un largo artículo del Southern Lit-
terary Messenger — la misma revista cuya fortuna
había comenzado — que nunca la fuerza, lo acabado
de su estilo, nuncala claridad de su pensamiento, nunca
su ardor al trabajo fueran alterados por este horrible
hábito; que á la confección de la mayor parte de sus
excelentes trozos ha precedido ó seguido una de sus
crisis; que después de la publicación de Eureka se
28 EDGAR POE
sacrificó deplorablemente á su inclinación, y que en
New-York, en la mañana misma en que aparecía El
Cuervo , mientras que el nombre del poeta estaba en
todas las bocas, atravesaba á Broadway bamboleán¬
dose vergonzosamente. Notad que las palabras prece¬
dido ó seguido , implican que la embriaguez podía ser¬
vir de excitante así como de reposo.
Ahora bien, es incontestable que — semejante á esas
impresiones fugitivas é hirientes, tanto más hirientes
en sus retornos cuanto más fugitivas son, que siguen
algunas veces á un síntoma exterior, á una especie de
advertencia, como un sonido de campana, una nota
musical ó un perfume olvidado y que son ellas mismas
seguidas de un suceso parecido á otro ya conocido y
que ocupaba el mismo lugar en una cadena anterior¬
mente revelada, semejantes á esas singulares alucina¬
ciones que frecuentan nuestros sueños — existen en la
embriaguez, no sólo encadenamientos de sueños, sino
series de razonamientos, que tienen necesidad para
reproducirse, del medio que les ha dado vida. Si el
lector me ha seguido sin repugnancia, ha adivinado
ya mi conclusión; creo que en muchos casos, no cierta¬
mente en todos, la embriaguez de Poe era un medio
nenmónico, un método de trabajo, método enérgico y
mortal, apropiado á su naturaleza apasionada. El poeta
habia aprendido á beber como un literato cuidadoso se
ejercita en hacer cuadernos de notas. No podía resis¬
tir al deseo de volver á encontrar las visiones maravi¬
llosas ó aterrantes, las concepciones sutiles que había
asido en una tempestad precedente; eran viejos cono¬
cidos que le atraían de una manera imperiosa, y para
reanudar amistad con ellos, tomaba el camino más pe-
8U VIDA. Y SljS OBRAS
29
ligrüso, pero el más directo. Una parte de lo que hace
hoy nuestro goce, es lo que lo ha muerto.
IV
De las obras de este singular genio, tengo poca cosa
que decir ; el público hará ver lo que piensa de ellas.
Me sería difícil, quizá, pero no imposible desembrollar su
método, explicar su procedimiento, sobre todo en la
parte de sus obras cuyo principal efecto consiste en un
análisis bien conducido. Podría introducir al lector en
los misterios de su fabricación, extenderme largamente
sobre esta porción de genio americano que lo hace re*
gocijarse de una dificultad vencida, de un enigma
explicado, de un iour de forcé feliz — que lo lleva a
jugar con una voluptuosidad infantil y casi neryiosa eri
el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y
crear cañarás á los cuales su arte sutil ha dado una
vida verosímil. Nadie negará que Poe es un juglar
maravilloso, y sé que daba sobre todo su estima á otra
parte de sus obras. Tengo algunas observaciones más
importartes que hacer, muy breves.
No es más que por esos milagros materiales, que sin
embargo han hecho su fama, que le seria dado con¬
quistar la admiración de las gentes que piensan; es
por su amor de lo bello, por su conocimiento de las
condiciones armónicas déla belleza, por su poesía pro¬
funda y quejumbrosa, adornada no obstante, traspa¬
rente y correcta como un dije de cristal, por su admi¬
rable estilo, puro y extravagante — apretado como las
mallas de una armadura, complaciente y minucioso, y
30
EDGAR POE
cuya más ligera intención sirve para llevar dulcemente
al lector hacia un fin deseado — y en fin por ese genio
especial, por ese temperamento único que le ha permi¬
tido pintar y explicar, de una manera impecable, sor¬
prendente, terrible, la excepciinen el orden moral.
En él, toda entrada en materia, es atrayente sin vio¬
lencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y
tiene despierto el espíritu. So siente desde luego que
se trata de algo grave. Y lentamente, poco á poco, se
desarrolla una bis loria cuyo interés todo reposa sobre
una imperceptible desviación del intelecto, sobre una
hipótesis audaz, sobre un dosaje imprudente de la
naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector,
presa del vértigo, está obligado á seguir al autor en
sus arrastradoras deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia
las excepciones de la vida humana y de la naturaleza;
los ardores do la curiosidad de la convalecencia, los
fine3 de estación cargados de esplendores enervantes,
los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el
viento del Sur debilita y distiende los nervios como
las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se lle¬
nan de lágrimas que no vienen del corazón; la alucina¬
ción, dejando al principio lugar á la duda, bien
pronto convencida y razonadora como un libro; el
absurdo instalándose en la inteligencia y gobernán¬
dola con una espantable lógica; la historia usurpando
el sitio de la voluntad, la contradicción establecida
entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacor¬
dado hasta el punto de expresar el dolor por la risa.
Analiza lo que hay de más fugitivo, pesa lo impon¬
derable y describe, con esa manera minuciosa y cien-
SU VIDA Y SUS OBRAS 31
tífica, cayos efectos son terribles, todo eso imaginario
que flota alrededor del hombre nervioso y lo conduce
al mal.
El ardor mismo con el cual se arroja en lo grotesco
por el amor de lo grotesco, y en lo horrible por el amor
«le lo horrible, me sirve para verificar la sinceridad de
su obra, y el acuerdo del hombre con el poeta. — He
notado ya que en muchos hombrés este ardor era á me¬
nudo el resultado de una vasta energía vital desocu¬
pada, algunas veces de una pertinaz castidad y tam¬
bién de una profunda sensibilidad sin empleo. La
voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede expe¬
rimentar en ver correr su propia sangre, los movimien¬
tos repentinos, violentos, inútiles, los grandes gritos
arrojados al aire sin que el espíritu haya mandado á
la garganta, son fenómenos todos del mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está rarifi¬
cado, el espíritu puede experimentar esa Yaga angustia,
ese miedo pronto á las lágrimas y ese malestar del co¬
razón, que habitan los sitios inmensos y singulares.
¡ Pero la admiración es la más fuerte, y además el arte
es tan grande!
Los fondos y los accesorios son en él, apropiados á
los sentimientos de los personajes. Soledad de la natu¬
raleza ó agitación de las ciudades, todo está descrito
nerviosa y fantásticamente. Como nuestro Eugenio De-
lacroix, que’ ha elevado su arte á la altura de la grande
poesía, iídgar Poe ama el agitar sus figuras sobre fon¬
dos violáceos y verdosos, en que se revelan la fosfores¬
cencia de la podredumbre y el olor de la tempestad.
La naturaleza llamada inanimada participa de la natu¬
raleza de los seres vivientes y, como ellos, se estremece
32
ED3AR POE
con un temmor sobrenatural y galvánico. El espacio
es profundizado por el opio (i); el opio da un sentido
mágico á todos sus tintes, y hace vibrar todos los rui¬
dos con una más significativa sonoridad.
Algunas veces perspectivas magníficas, llenas de luz
y de calor, se abren repentinamente en sus paisajes, y
se ve aparecer en el fondo de sus horizontes, ciudades
orientales y arquitecturas, vaporizadas por la distancia
en que el sol arroja lluvias de oro.
Los personajes de Poe, ó más bien el personaje de
Poe, el hombre de facultades sobreagudas, el hombre
cuya voluntad ardiente y paciente arrojaun desafío á las
dificultades, aquel cuya mirada está tendida con la ri¬
gidez de una espada sobre objetos que se agrandan á
medida que los mira — es Poe mismo, Y sus mujeres,
todas luminosas y enfermas, muriendo de males extra¬
vagantes, y hablando con una voz que se parece á una
música, son todavía él; ó al menos por sus aspiraciones
extrañas, por su valor, por su melancolía incurable,
participan fuertemente de la naturaleza de su creador.
En cuanto á su mujer ideal, á su Titánida, se revela
bajo diferentes retratos derramados en sus^oosías bas¬
tante poco numerosas, retratos, ó más bien, maneras
de sentir la belleza, que el temperamento del autor
aproxima y confunde en una unidad vaga pero sensible,
y donde vive más delicadamente quizá que en otra
parte, ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran
titulo, es decir, el resumen de sus títulos ála afección
y al respeto de los poetas.
(1) Baudei&irc, como he (Helio, era un gran bebedor de kasetns.
(N. del T.)
EDGAR POE
NOVELAS Y CUENTOS
LA. MÁSCARA DR LA MUERTE
La Muerte Roja había devastado grandemente ia
comarca. Nunca se había visto una epidemia más fatal,
más horrorosa. La sangre era su Avatar, y su sello — lo
rojo y lo horrible de la sangre. Eran dolores agudos*
vértigos repentinos y luego una abundante hemorragia
á la que seguía la muerte. Las manchas escarlatas
sobre el cuerpo y especialmente sobre el rostro de la
víctima, eran los anuncios de la peste, que le alejaban
de la ayuda y de la simpatía de sus semejantes. Y entre
el comienzo, progreso y terminación déla enfermedad,
no pasaba más de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, é intrépido, y
34 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
sagaz. Cuando sus dominios hubieron sido despoblados
de casi la mitad, llamó á su presencia ó un millar de
vigorosos y alegres amigos que escogió entre los caba
lleros y damas de su corte, y se retiró con ellos á la
profunda soledad de uno de sus almenados castillos.
Era un extenso y magnifico edificio, creación del
excéntrico aunque regio gusto del principe mismo. Una
fuerte y elevada muralla lo circundaba completamente.
Esta muralla tenía puertas de hierro. Los cortesanos,
una vez dentro, con ayuda de hornos y gruesos mar¬
tillos, soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar
medios ningunos de entrada á Jos impulsos repentinos
de la desesperación ó á los de frenesí, del interior. El
castillo fué abundantemente provisto de víveres. Con
semejantes precauciones, los cortesanos podían mandar
desafiar 4 la epidemia. El mundo del exterior se cui¬
daría á si propio. Mientras tanto, era un crimen ape¬
sadumbrarse ó pensar. El príncipe había llevado todos
los accesorios del placer. Había bufones, había impro¬
visadores, había bailarines, había músicos, había be¬
lleza, había vino. Todo esto y la seguridad, adentro.
Afuera, la Muerte Roja.
Fué hacia el fin del quinto ó sexto mes de reclusión,
y mientras la peste asolaba más furiosamente en el
exterior, que el príncipe Próspero convidó sus mil
amigos para un baile de máscaras de la más soberbia
magnificencia.
Era una voluptuosa escena, aquella mascarada. Pero
dejad que describa antes las habitaciones en que tenia
lugar. Eran siete; una serie imperial. En muchos pala¬
cios, sin embargo, tales series forman una larga pers-
petiva recta, pues las batientes de las puertas, asenta-
LA MÁSCARA DE LA MUERTE 3b
das contra. la pared, á cada lado, no impiden en
algmia manera, que la vista penetre hasta el fin. En
este caso, era muy diferente, como podía esperarse del
amor del soberano por lo extravagante.
Los departamentos estaban tan irregularmente dis¬
puestos, que la visión abrazaba muy poco más do uno
á la vez. Había un recodo agudo á cada veinte ó treinta
yardas, y en cada recodo, uu nuevo efecto. Á derecha
é izquierda, en mitad de cada pared, una alta y estre¬
cha ventana gótica daba sobre un cerrado corredor que
proseguía los recodos de la serie. Estas ventanas eran
de cristales pintados, cuyo color variaba, de acuerdo
con el que dominaba en las decoraciones do la pieza á
que daba acceso. Por ejemplo, la situada en la extre¬
midad oriental estaba' adornada de azul, y tenia las
ventanas azules. El segundo cuarto era púrpura en sus
adornos y tapicerías, y los cristales eran color púrpura.
El tercero era verde enteramente, y verdes eran los
vidrios. El cuarto estaba adornado de amarillo ; el
quinto de blanco ; el sexto de violeta; el color de los
cristales era siempre igual á los adornos. El séptimo
salón estaba completamente tapizado de terciopelo
negro, que cubría el techo y paredes, cayendo en pesa¬
dos dobleces sobre una alfombra de la misma tela y
color. Unicamente en esta pieza el color de los cristales
dejaba de estar en armonía con las decoraciones. Los
vidrios eran escarlata : un profundo color de sangre,
i Además, en ninguna de las siete habitaciones había
lámparas ni candelabros, entre la profusión dé orna¬
mentos de oro que se hallaban distribuidos por todas
partes, ó colgaban del techo. Ni una sola luz emanaba
de lámpara ó bujía en la serie de cuartos adornados.
36 EOGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
Pero en los corredores que seguían á las habitaciones,
había, frente á cada ventana, un sombrío trípode, Heno
de carbones encendidos, que proyectaban sus rayos á
través délos pintados cristales, iluminando brillante¬
mente la pieza. Y así se producían una multitud de
apariencias ostentosas y fantásticas. Pero en el cuarto
occidental ó negro, el efecto de la luz-de-fuego, tem¬
blando sobre las oscuras tapicerías, después de pasar
por los cristales color sangre, era sombrío en extremo,
y producía un tan extraño efecto sobre los rostros de
los que en él entraban, que había muy pocos entre la
concurrencia, suficientemente intrépidos para experi¬
mentarlo.
Era en ese salón, también, donde se encontraba co¬
locado, contra la pared occidental, un gigantesco reloj
de ébano.
Su péndulo se movía de un lado á otro con un chi¬
rrido triste, grave, monótono; cuando el minutero reco¬
rría el círculo, y la hora estaba á punto de sonar, salía
de entre los pulmones de bronce del reloj, un sonido
que era claro, y agudo, y profundo, y extremadamente
musical; pero de un tono y énfasis tal, que á cada
hora, los imisicos de la orquesta se veían olili gados á
hacer una pausa, momentáneamente, en su ejecución,
para escuchar el sonido; y entonces los valsadores
cesaban en sus movimientos; y había una pequeña
nube en la alegre compañía; y mientras que duraban
los golpes de la campana, se notaba que los más festi¬
vos se volvían pálidos, y que los más viejos se pasaban
lí mano por la frente, como si Ies atormentara una fan¬
tástica meditación. Pero cuando los ecos habían cesado
por completo, una alegre carcajada escapaba de todos
LA MÁSCARA DE LA MDERTÉ
37
los pechos ; los músicos se miraban unos á otros y
sonreían como de su propia nerviosidad y tontería, y
en voz baja juraban entre sí, que el próximo sonido del
reloj no produciría en ellos semejante emoción; y
entonces y después del lapso de los sesenta minutos
-i- que abraza tres mil seiscientos segundos del tiempo
que huye — volvía otra vez el sonido del reloj y suce¬
día lo mismo que antes : el mismo desconcierto, el
mismo temblor, la misma meditación.
Pero, á despecho de esas cosas, era una alegre y mag¬
nífica bacanal. Los gustos del príncipe eran singulares.
Tenía buen ojo para los colores y los efectos. Desde¬
ñábalas decoraciones déla simple moda. Sus planes eran
atrevidos y salvajes, y sus concepciones brillaban por
una esplendidez soberana. Hay gentes que le hubieran
creído loco. Sus compañeros comprendían que no lo era.
Era necesario oirle, verle y tocarle para convencerse de
que no lo era.
Había dirigido, en gran parte, el embellecimiento de
los siete cuartos, en ocasión de esta gran fiesta, y había
sido su propio gusto el que había dado carácter á los
disfraces. Seguramente eran grotescos. Había mucho
brillo, mucho de picante y de fantástico — mucho de lo
que se ha visto después en Hernani. Había figuras ara¬
bescas, con adornos y vestidos extraños. Había caprichos
de delirio como los trajes de los locos. Había mu¬
cho de bello, mucho de fastuoso, mucho de extrava¬
gante , algo áe terrible y no poco de lo que puede exci¬
tar disgusto. En una palabra, los siete cuartos eran
recorridos por una multitud de ensueños, que se ba¬
lanceaban aquí y allá. Y éstos — los ensueños — se
agitaban en todos sentidos, tomando coloi* diferente en
3
38 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
cada pieza, y haciendo que la salvaje música de la or¬
questa, pareciera el eco de sus pasos. Y, cada hora,
suena el reloj de ébano que está en el cuarto de tercio¬
pelo. Y entonces, durante un momento, todo enmudece,
salvo la voz del reloj. Los ensueños quedan inmóviles
en el sitio que ocupan — helados.
Pero los ecos de la campana se apagan de nuevo —
no han durado más que un instante — y apenas han
desaparecido, una alegre aunque temblorosa carcajada
entreabre los labios de los que danzan. Y entonces la
música se dilata otra vez, y los ensueños se ponen en
movimiento, y se tuercen acá y allá más jovialmente
que nunca, tomando el color de los pintados vidrios, á
través de los cuales fluyen los rayos de los trípodes.
Pero en el cuarto qne está más al occidente de los siete,
ninguno de los máscaras se aventura ahora; porque la
noche pasa rápidamente; y penetra una luz siempre
más roja ¿ través de los vidrios color sangre; y la ne¬
grura de los fúnebres paños, aterra; y el que pone sus
pies sobre la negra alfombra, recibe del cercano reloj
de ébano un sordo repique, más solemnemente enfático
que los percibidos por los que se abandonan á indolente
alegría en las otras habitaciones.
Pero estas otras habitaciones estaban llenas poruña
inmensa multitud, Y en ellas latía más febrilmente el
corazón de la vida. Y la orgía prosiguió en su remolino, I
basta que por fin comenzó el anuncio de la media noche ;
en el reloj y entonces la música calló, como he dicho,
y Jas evoluciones de los valsadores se interrumpieron;
y hubo una penosa cesación de todo — lo mismo que
antes.
Pero ahora el reloj tenía que golpear doce veces con
LA MÁSCARA DE LA MUERTE 30
su campana; y así sucedió, quizá, que muchos pensa¬
mientos se deslizaron con más tiempo, hasta en las
meditaciones de los recelosos que había en aquella
bacanal. Y asi, además, sucedió, quizá, que cuando el
último eco de la última campanada se hundió comple¬
tamente en el silencio, hubo muchos de los asistentes
que pudieron apercibirse do la presencia de un enmas¬
carado, que hasta entonces no había llamado la aten¬
ción de nadie. Y habiéndose derramado en voz baja el
rumor de aquella nueva presencia, surgió por último de
todos los convidados, un susurro ó murmullo de des¬
aprobación y sorpresa — que se cambió por finen expre¬
sión de terror, de horror y de disgusto.
En una asamblea de fantasmas como la que he pin¬
tado, se puede suponer que ninguna apariencia vulgar
hubiera causado tal sensación.
A la verdad, la licencia de trajes en los máscaras era
casi ilimitada; pero la figura en cuestión había ultra¬
pasado á Herodes é ido hasta más allá de los límites
del problemático decorum del príncipe. Hay cuerdas en
los corazones de los más enviciados, que no pueden
ser locadas sin emoción. Hasta para los más comple¬
tos perdidos, para quienes la vida y lamuerte son mo¬
tivo de burlas, hay asuntos sobre los que no puede
dirigírseles una sola chanza. Toda la concurrencia pa¬
recía comprender profundamente que en el traj e y aspec to
del extranjero, no había ni gracia ni decencia. La figura
era alta y flaca y estaba cubierta desdo la cabeza á los
pies por los atavíos del sepulcro. La máscara que ocul¬
taba el rostro copiaba tan bien el exterior de un cuerpo
rígido, que el examen más atento hubiera tenido difi¬
cultad en descubrir la impostura. Y todavía se hubiera
40 EDGAR POE.- — NOVELAS Y CUENTOS
sufrido esto, si no aprobado, por aquellos disolutos.
Pero el desconocido había llevado su imprudencia
hasta representar á la Muerte Roja. Sus vestiduras es¬
taban salpicadas de sangre , y su ancha frente, así
como los rasgos de la cara, estaban rociados con el
horrible color escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre
la espectral imagen (que, con pausado y solemne mo¬
vimiento, como para sostener mejor su roí, se pavoneaba
aquí y allá entre los valsadores) se le vio convulso ; en
el primer instante con un largo estremecimiento de
terror ó disgusto; pero en el siguiente, su frente se
enrojeció de rabia.
— ¿ Quién se atreve? preguntó roncamente á los
cortesanos que estaban á su lado —¿quién se atreve á
insultarnos con esta burla blasfema? Prendedle y qui¬
tadle el antifaz; ¡ que sepamos á quién tenemos que
colgar mañana de las almenas!
Cuando el principe Próspero pronunció estas pala¬
bras, estaba en el cuarto occidental ó azul. Resonaron
á través de las siete habitaciones, alta y olaramente,
porque el príncipe era un hombre intrépido y robusto,
y la música había callado á una señal de su mano.
Era en el cuarto azul dónde estaba el principe con un
grupo de pálidos cortesanos á su lado. Al principio,
cuando habló, hubo en el grupo un pequeño movimiento
en dirección al intruso, que se hallaba cerca en ese
instante, pero que, entonces, con paso lento é impo¬
nente se aproximaba cada vez más al príncipe. Pero
á causa de un cierto temor sin nombre que el fantástico
aspecto del desconocido había inspirado á la concU"
rrencía, no hubo uno solo que adelantara la mano para
LA MÁSCARA DE LA MUEKTJS 41
detenerle; de manera que pasó libremente á una vara
de la persona del príncipe; y, mientras la numerosa
reunión, como por un solo impulso, retrocedía del cen¬
tro de los cuartos hacia las paredes, él prosiguió su
camino sin que nadie le interrumpiera — con el mismo
paso solemne y mesurado que lo había distinguido
desde el principio. Del cuarto azul pasó al púrpura;
del púrpura al verde ; del verde al amarillo; de éste al
blanco, y de allí al violeta, antes que se hubiera hecho
un movimiento decidido para apresarlo. Fué entonces,
sin embargo, que el príncipe Próspero, enloquecido
por la rabia y la vergüenza de su propia aunque mo¬
mentánea cobardía, se arrojó corriendo á través do los
seis cuartos, sin que ninguno lo siguiera, á causa del
mortal terror que de todos se había apoderado.
Empuñando una brillante daga, se había aproximado
impetuosamente al fugitivo personaje, cuando éste,
habiendo alcanzado la extremidad del cuarto de tercio¬
pelo, se volvió de repente y miró á su perseguidor. Se
oyó un agudo grito — y la daga cayó relampagueando
sobre la negra alfombra, en la cual, instantáneamente
después se desplomó el cadáver del príncipe Próspero.
Entonces, animados los cortesanos por el salvaje valor
de la desesperación, entraron en el salón negro, y
asiendo al enmascarado, cuyo alto cuerpo se mantenía
recto é inmóvil en la sombra del reloj de ébano, queda¬
ron presa de inexplicable horror, al encontrar que bajo
la mortaja y máscara de la muerte > á que habían echado
mano con tan violenta rudeza, no habitaba ninguna
forma tangible.
Y entonces se conoció la presencia de la Muerte
Roja. Había entrado como un ladrón de noche. Y uno
42 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
por uno fueron desplomándose los convidados en los
cuartos rociados de sangre, y cada uno murió en la
postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj
de ébano, acabé también con la de la última victima.
Y las llamas de los trípodes expiraron. Y la Oscuridad
y la Ruina, y la Muerte Roja ejercieron su ilimitado im¬
perio sobre lodo.
BERENICÉ
Diceban! mito solíales, si sepulclii'um
amiofe visilarem, auras meas, allquantulutii
íore lévalas.
(Ebn Z*iai.)
La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas
formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el
arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y
hasta tan intimanente mezclados, como los que pre¬
senta ese fenómeno. ¡ Extendiéndose por el vasto hori¬
zonte como el arco iris I ¿ Cómo es que de la belleza he
derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de
paz, un símil de dolor? Pero así como en ética el mal
es una consecuencia del bien, en la realidad, es del
placer que ha nacido el dolor. Ó la memoria de la dicha
pasada es la pena de hoy, ó las agonías presentes
tienen su origen en los éxtasis que pueden haber exis¬
tido.
Mi nombre de bautismo es Egoeus; el de mi familia
no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que
4 i EDGAR TOE. - NOVELAS Y CUENTOS
mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra razaba
sido llamada raza de visionarios; yen algunas circuns¬
tancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en
los frescos del salón principal, en las tapicerías de los
dormitorios, en el cincel ¿e algunas columnas de la
sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en
la naturaleza verdaderamente singular de los libros en¬
cerrados en ella, hay más que suficiente materia para
disculpar esa creencia.
Les recuerdos de mis primeros años datan de ese
cuarto y de esos volúmenes. Ahí murió mi madre. Ahí
nací yo. Pero sería simplemente una tontera el decir
que yo no había vivido antes, que el alma no tiene
existencia anterior. ¿Lo negáis ? no discutamos sobre
este asunto. Convencido yo, no busco convencer á los
demás. Existe, sin embargo, un recuerdo de aéreas
formas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos
musicales, aunque tristes ; un recuerdo que no quiere
abandonarme, una memoria como de una sombra,
vaga, variable, indefinida, irregular; sombra de la que
no podré verme libre, mientras brille el sol de mi
razón.
En ese cuarto nací. Despertándome así de la larga
noche délo que parecía, pero no era, la no existencia,
en medio mismo del país de las hadas, en un palacio
imaginario, en el extravagante dominio del pensa¬
miento y la erudición monásticas, no es singular que
dirigiera á mi alrededor miradasestremecidas y ardien¬
tes, que malgastara mi infancia en libros y disipara
mi juventud en fantasías ; pero es singular que, ha¬
biendo corrido los años, la virilidad me encontrara to¬
davía en la mansión de mis padres ; es sorprendente
BEREN1CE
43
que esta estagnación cayera sobre la primavera de mi
vida, sorprendente la inversión total que se hizo sitio
en el carácter de mis ideas más comunes. Las realida¬
des del mundo me afectaban como visiones, y como
visiones solamente, mientras que los locos pensamien¬
tos de la tierra délos sue&os se convertían, á su tumo,
no en el alimento de mi vida diaria, sino en mi vida
misma.
Bereniee y yo éramos primos, y ambos crecimos en
mi casa paterna. Sin embargo, crecimos diferente¬
mente : yo, débil de salud y sumergido en mi tristeza,
ella, ágil, graciosa, desbordando energía; para ella,
los paseos en la colonia; para mí, los estudios del
claustro; vivía en mi propio corazón, y dedicado en
cuerpo y alma á la meditación más penosa; ella,
errando descuidada á través de la vida, sin pensar en
las sombras de su camino ó el silencioso vuelo del alado
cuervo de las horas. ¡Bereniee! ¡Invoco su nombre!
¡Bereniee! y entre las ruinas de mi memoria se agitan
á ese llamado mil tumultuosos recuerdos! ¡Ah! ¡ Su
imagen está ahora delante de mí, como en los primeros
días de su sincero gozo! ¡ Oh esplendente, aunque fan¬
tástica belleza! ¡ Oh sílíide de las florestas del Arnheim!
¡Oh náyade de sus fuentes! Y después, después, todo
es misterio y terror; una historia que no debía ser
narrada. Una enfermedad, una fatal enfermedad cayó'
como el simoún sobre su cuerpo ; y hasta mientras yo
la miraba, el espíritu del cambio se deslizaba en ella,
apoderándose de su ánimo, sus trajes y su carácter, y
de la manera más sutil y terrible, perturbando hasta
3*
46 EDGAR POE. — NOVELAS V CUES IOS
su identidad personal, j Ay I el destructor iba y venía;
y la víctima, ¿dónde está? ¡No la conozco, ó no la co¬
nozco ya como Berenice!
Entre el numeroso cortejo de enfermedades que si¬
guieron á la que efectuó tan horrible revolución enelser
moral y físico de mi prima, debe ser mencionada, como
la más aflictiva y obstinada en su naturaleza,una espe¬
cie de epilepsia,que terminaba frecuenlemente en cata-
lepsia , catalepsia que se parecía muchísimo á la muerte
positiva, y de la que volvía, en el mayor número de
casos, con un brusco estremecimiento. Mientras tanto,
mi propio mal, pues se meha dicho que no debía lla¬
marlo con otro nombre, mi propio mal crecía rápida¬
mente, hasta asumir, por último, un carácter mono¬
maniaco de una nueva y extraordinaria forma, ganando
vigor de hora en hora y de momento en momento, y
obteniendo, por fin, sobre mí, el más incomprensible
ascendiente. Esta monomanía, si debo llamarla así,
consistía en una mórbida irritabilidad de esas cuali¬
dades del alma, conocidas en la ciencia de la metafísica
por cualidades de atención. Es más que probable que no
sea entendido; pues temo, á la verdad, que no me sea
posible trasmitir á la generalidad de los lectores una
idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés,
con que en mi caso las potencias meditativas, para no
emplear tecnicismos, se hundían en la contemplación
de los objetos más comunes del universo.
Cavilar infatigablemente horas enteras, con la aten¬
ción fija sobre alguna frívola observación encontrada
en el margen ó en la tipografía de un libro ; quedar ab¬
sorto, durante la mayor parte de un día de verano, con¬
templando una fantástica sombra que caía oblicua-
BER15NICE
47
mente sobre la tapicería ó el pavimento; olvidarme á
mí mismo toda una noche, velando la monótona llama
de una lámpara ó las chispas del carbón encendido;
soñar varios días con el perfume de una flor; repetir,
estúpidamente, alguna palabra vulgar, hasta que el
sonido, por la frecuente repetición, cesara de represen¬
tar una idea cualquiera; perder toda conciencia de mo¬
vimiento ó vida física, por medio de un largo reposo,
obstinadamente prolongado; tales eran algunas de las
más comunes y menos perniciosas fantasías produci¬
das por una condición de las facultades mentales, que
aunque no sin ejemplo, desafía ciertamente el análisis
ó la explicación.
Trataré de hacerme comprender, sin embargo. La
irregular, intensa y mórbida atención asi excitada por
objetos frivolos por naturaleza, no debe ser confundida
con esa propensión á meditar, común á toda la huma¬
nidad y á la cual se abandonan más especialmente las
personas de ardiente imaginación. No era ni siquiera,
como se podía haber supuesto al principio, una condi¬
ción extrema ó exagerada de esa propensión; era,
sobre todo, esencialmente distinta de ella. En gene¬
ral, el soñador ó entusiasta, estando interesado por
un objeto usualmente no frívolo, lo pierde de vista
de una manera imperceptible, merced á una multitud
de deducciones y sugestiones que proceden del ob¬
jeto mismo, basta que al ñn, 4 la conclusión de
esa quimera, & menudo llena de lujuria , encuentra el
ineitamentum, ó causa primera de sus cavilaciones,
enteramente desvanecido y olvidado. En mi caso, el
objeto primitivo era invariablemente frivolo , aunque
asumía, Dor medio de mi perturbada visióu, una im-
48 EDGAR I>OE. — DOVELAS Y CGENTOS
portancia imaginaria. Pocas deducciones ó ninguna
eran hechas; y esas pocas volvían pertinazmente hacia
el punto de partida, como á un centro. Las medita¬
ciones no eran agradables jamás ; y á la terminación
de la causa primera, lejos de haber sido perdida de
vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente
exagerado, que era la fisonomía predominante de la
enfermedad. En una palabra, la potencia intelectual más
ejercitada en mí, como he dicho antes, era la déla aten¬
ción , mientras que en el soñador, es la especulativa.
Mis libros en esa época, si no servían para irritar el
desorden, participaban, como se verá, por su naturaleza
imaginativa é ilógica, de las cualidades características
del desorden mismo.
Recuerdo muy bien, entre otros, el tratado del noble
italiano Ccelius Secundus Curio, Be Amplitudine Beati
Regni Dei , la gran obra de San Agustín, La Ciudad
de Dios , y la de Tertuliano, Be Carne Christi. en la
que se encierra la sentencia paradójica : Hortuus est Bei
filius; credibile est guia ineptum est ; et sepultas resur-
recúü; eerlum est guia impossibile est , que ocupó todo
mi tiempo durante muchas semanas de laboriosas é
inútiles investigaciones.
De esta manera, parecerá que, agitada en su ba¬
lanza sólo por cosas triviales, mí razón tenía similitud
con ese peñasco de que habla Ptolomeo Hephestion,
que resistía á los ataques de la violencia humana y á
la ciega furia de las aguas y de los vientos, pero tem¬
plaba ai tacto de la flor llamada Asphodel.
Y aunque, para un pensador negligente, pueda
parecer un asunto fuera de duda, que la alteración pro¬
ducida en la condición moral de Berenice por su des-
BERENICE
49
graciada enfermedad, me procurara muchos motivos
para ejercitar esa intensa y anormal meditación que
he tenido tanta pena en explicar, no era eso, sin em¬
bargo, lo que me acontecía. En los intervalos lúcidos
de mi mal, su enfermedad, es cierto, me causaba dolor,
y lamentando profundamente aquella desaparición
total de su hermosura, y de su vida, no dejaba de re¬
flexionar, de una manera frecuente y siempre amarga,
sobre los maravillosos medios de que se había valido
para presentarse una resolución tan extraña. Pero es¬
tas reflexiones no participaban de la idiosincracia de
mi mal, y eran tales como podían haber ocurrido á la
masa ordinaria de los hombres. Lógico con su propio
carácter, mi desorden se alimentaba con los menos im¬
portantes, pero más sorprendentes cambios operados
en el físico de Berenice, con la singular y espantosa
desaparición de su identidad personal.
Durante los más brillantes días de su incomparable
belleza, es seguro que yo no la había amado todavía.
Á causa de la extraña anomalía de mi existencia,
las simpatías no han tenido nunca origen en mi
corazón, y mis pasiones han procedido siempre del
espíritu.
A través de las nieblas de la madrugada, entre las
cruzadas sombras de la selva, al medio día y en el
silencio de mi biblioteca, á la noche, ella había flotado
ante mis ojos y yo la había visto, no como la viviente
y tangible Berenice, sino como la Berenice de un
sueño; no como un ser de la tierra, corpóreo, sino
como la abstracción de ese ser; no como una cosa para
admirar, sino para analizar; no como un objeto de
amor, sino como un tema de la más oscura é irregular
SO EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
especulación. Y ahora — ahora me estremecía en su
presencia y me ponía pálido al sentir que se aproxi¬
maba ; sin embargo, lamentando amargamente su des¬
consoladora enfermedad, me acordé que ella me había
amado mucho tiempo, y, en un mal instante, le hablé
de mi matrimonio,
Y al último, el período de nuestras bodas se iba
aproximando, cuando, en una tarde de invierno del
año — uno de esos días intempestivamente calurosos,
tranquilos y nublados, que son las nodrizas de la bella
Alción (1) — me senté (y me senté, como pienso, solo)
en uno de los salones interiores de la biblioteca. Y
levantando los ojos, vi que Berenice estaba delante
de mi.
¿Fué mi propia imaginación excitada, ó la influencia
de la niebla, ó el incierto crepúsculo del cuarto, ó las
sombrías vestiduras que caían á lo largo de su cuerpo 1
— lo que le prestó un contorno tan vacilante y tan
indistinto?
No podría decirlo. Berenice no habló una palabra; y
yo por nada del mundo hubiera despegado mis labios.
Un helado estremecimiento recorrió mi cuerpo; me
oprimió una sensación de insuperable ansiedad, y una
curiosidad consumidora se apoderó de mi alma; y
echándome hacia atrás en la silla, permanecí algunos
instantes sin aliento ni movimiento, con mis ojos lijos
en su persona. ¡Ay! su extenuación era excesiva, y ni
un vestigio del ser primitivo quedaba eu una sola
(i) Porque como Júpiter, durante la estación de invierno, da das veces
siete dias de calor, los hombres han llamado S esc clemente y atemperado
tiempo, las nodrizas de la bella Alción. (Simáiiidcs.)
IIEBEMGE
Si
línea de sus contornos. Mis ardientes miradas cayeron
por fin sobre su rostro.
La frente era alta, y muy pálida y singularmente plá¬
cida; y el cabello, en otro tiempo de azabache, que caía
parcialmente sobre ella, sombreando las escavadas
sienes con innumerables rizos, era entonces de un
rubio vivaz, que reñía discordantemente, en su fantás¬
tico carácter, con la melancolía dominante del aspecto.
Los ojos no tenían vida ni brillo, y hasta parecían sin
pupila. Desvié involuntariamente la vista de sus mira¬
das vidriosas para pasar á la contemplación de sus
delgados y encogidos labios. Los abrió, y en medio de
una sonrisa de peculiar expresión, los dientes de la
cambiada Berenice se presentaron lentamente á mis
ojos. ¡ Pluguiera á Dios que no los hubiera visto, ó
que habiéndolos visto, hubiera muerto!
El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió
mi meditación, y levantando los ojos, vi que mi prima
había abandonado el cuarto. Pero no había partido dé!
desordenado cuarto de mi cerebro, y no quería salir de
él la pálida imagen de los dientes. Ni una mancha en
su superficie — ni una sombra en su esmalte — ni una
endentadura en sus aristas — que el breve período de
su sonrisa no hubiera bastado para grabar en mi me¬
moria. Los veía entonces hasta más claramente que
cuando los contemplé en realidad. [Los dientes! ¡los
dientes! — estaban aquí y allí y por todas partes, y
visible y palpablemente delante de mi; largos, delga¬
dos y excesivamente blancos, con ios pálidos labios tor¬
ciéndose por arriba de ellos como en el momento de su
primera y terrible exhibición. Entonces hizo presa en mí
53 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
la plena furia de mi monomanía, y luché en vano contra
su extraña ¿irresistible influencia. En los multiplicados
objetos del mundo externo, no tenía pensamientos sino
para los dientes. Los deseaba frenéticamente. Todos los
otros asuntos y todos los otros intereses llegaban á
absorberse en su única contemplación. Ellos, ellos
solos estaban presentes á los ojos del espíritu, y ellos,
en su individualidad solitaria, se convertían en la
esencia de mi vida intelectual. Los sometía á todas las
luces. Los volvía en todos sentidos. Examinaba sus
caracteres. Detenía mi atención sobre sus peculiari¬
dades. Reflexionaba respecto á su forma. Cavilaba
sobre la alteración de su naturaleza. Me estremecía
cuando les prestaba, en mi imaginación, un poder sen¬
sitivo y sensiente, y hasta siu la ayuda de los libros,
una capacidad de expresión moral. De Mademoiselíe
Salle se ha dicho muy bien : que lodos sus pasos eran
sentimientos, y de Reren ice, yo creía lo más seriamente
que lodos sus dientes eran ideas. ¡Ideas! ¡ah! aquí
está el pensamiento de idiota que me ha perdido!
¡Ideas! — ¡ah! por eso es que yo los codiciaba tau
locamente! Sentía que sólo su posesión podía devol¬
verme á la paz, y restituirme á la razón.
Y la noche me tomó de esa manera — y llegó la
oscuridad, se detuvo y se fué —■ y volvió á amanecer —
y las nieblas de una segunda noche se condensaban
alrededor — y todavía estaba sentado en aquel soli¬
tario cuarto — y todavía estaba sentado, sumergido
en mi meditación, y todavía el fantasma de los dientes
mantenía su terrible influencia, basta el punto de que
con la más vivida y horrorosa distinción, flotaba aquí
y allá entre las vacilantes luces y sombras de la pieza.
UEREXICE
53
Por último, mi sueños fueran interrumpidos por un
grito como de horror y desmayo; y en seguida, des¬
pués de «na pausa, resonaron voces turbadas, á las
que se mezclaban sordos gemidos de angustia y de
dolor. Me levanté de mi asiento, y empnjand* una de
las puertas de la biblioteca, vi de pie en la antecámara á
una sirvienta, que bañada en lágrimas, me dijo que
Bereoice ya no existía. Había sido atacada de la epilep¬
sia por la mañana temprano, y entonces, al cerrar la
noche, la sepultura estaba pronta para el huésped y
todos los preparativos del entierro estaban concluidos.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo
sentado solo. Parecía que hubiese despertado reciente¬
mente de algún confuso y excitante sueño. Conocí que
era entonces media noche, y estaba bien seguro que,
después de entrado el sol, había sido enterrada Berenice.
Pero de lo que había pasado en ese lúgubre período,
no tenía un recuerdo bien positivo, un conocimiento
definido. Sin embargo, su memoria estaba repleta de
horror — horror más horrible porque era vago, y terror
más terrible por su ambigüedad. Era una página si¬
niestra en los anales de mi existencia, escrita toda con
recuerdos oscuros, horrorosos é ininteligibles. Me
esforzaba por descifrarlos, pero en vano; muy á
menudo, y como si fuera el alma de un sonido ex¬
tinguido, me zumbaba en los *ídos un grito agudo
y penetrante, una voz de mujer. Yo había hecho
una cosa; ¿qué era? Me hacía la pregunta en alta
voz, y el eco me contestaba como cuchicheando :
¿ Qué era?
54 EDGAR POE. — KOVELAS T CUENTOS
En una mesa cerca de mí, ardía una lámpara y podía
verse una pequeña caja. No era de un carácter notable
ni extraño ; y yo la había visto muchas veces, porque
pertenecía al médico de la familia; pero, ¿cómo estaba
allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al mi¬
rarla? Estas cosas no eran como para preocuparse, y
mis ojos, al último, quedaron fijos en las páginas de un
libro, sobre una sentencia subrayada. Eran las singu¬
lares, aunque simples palabras del poeta Ebn Zaiat :
Dicebant mihi sodalts si sepulckrum amicse msitarem ,
curas meas aliquanlulum fore lévalas. ¿Por qué,
entonces, al leerlas, los cabellos se me erizaron y la
sangre se heló en mis venas?
Golpearon ligeramente á la puerta de la biblioteca,
y pálido como un huésped de la tumba, un criado entró
en puntillas. Sus miradas revelaban extravío y terror,
y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja.
¿ Qué dijo? Oí algunas frases cortadas. Habló de un
extraño grito que había interrumpido el silencio de la
noche, de la reunión inmediata de los vecinos, de un
registro hecho en la dirección del grito; y su voz se
hizo aguda y distinta cuando me murmuró de un se¬
pulcro violado, de un cuerpo desfigurado, todavía res¬
pirante, palpitando todavía, / todavía viva!
Señaló mis vestidos ; estaban manchados con sangre
coagulada. Yo no hablaba, y él me tomó suavemente
la mano; en ella había impresiones de uñas humanas.
Llamó mí atención hacia un objeto que estaba apoyado
en la pared; era una azada. Arrojando un grito salté
sobre la mesa, y así la caja de que he hablado. Pero no
pude abrirla; y en mi temblor, se deslizó de mis manos
y cayó pesadamente, y se hizo trizas; y entonces se
BEREMCE
55
escaparon de ella, rodando con un ruido metálico,
algunos instrumentos de cirujía dentaria, mezclados
con treinta y dos cositas pequeñas, blancas, al parecer
de marfil, las cuales se derramaron acá y allá sobre el
pavimento..
LIGEIA
T la voluntad que allí se encuentra no
muere.Quién conoce los misterios de la
voluntad con su vigor ? Porque Dios no es
más que una gran voluntad qué penetra
todas las cosas, por la naturaleza de su
intensidad. El hombre no cede álos ángeles,
ni á la muerte, salvo únicamente por la
debilidad de su volición.
(JosnrB disímil,.)
No puedo recordar cómo, cuándo ó siquiera dónde
precisamente, hice el conocimiento de lady Ligeia.
Largos años han corrido desde entonces, y mi memo¬
ria está débil por los sufrimientos. Quizá no puedo
ahora traer esos puntos á la mente, porque, á la ver¬
dad, el carácter de mi amada, su rara instrucción, su
singular aunque plácida belleza, y la penetrante y arre¬
batadora elocuencia de su leve y musical lenguaje, fue¬
ron ganando terreno en mi corazón por senderos tan
firmes y secretamente progresivos, que no los he
notado jamás. Sin embargo, creo que la encontré por
primera vez, y lo más frecuentemente, en alguna
grande, vieja y arruinada ciudad cerca del Rín. De
88 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
su familia la he oído hablar á ella misma, indudable¬
mente. Que es de origen remotísimo, no se puede
dudar. ¡ Ligeia ! ¡Ligeia. Sepultado entre estudios adap¬
tados, más que á ninguna otra cosa, á las muertas im¬
presiones del mundo exterior, es por esa suave palabra
sola, por Ligeia, que evoco ante mis ojos la imagen de
la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, un re¬
cuerdo se derrama sobre mi alma, el recuerdo de que
nunca conocí el nombre paterno de la que fué mi amiga
y mi amada, y que llegó á ser la compañera de mis
estudios, y finalmente, la esposa áe mi corazón. ¿ Fué
un capricho de mi Ligeia? ¿ Ó fué una prueba de mi
fuerza de afección, eso de no hacer preguntas sobre tal
punto ? ¿ Ó fué más bien un capricho de mi mismo,
una ofrenda extrañamente romántica, en la urna del
más apasiouado cariño ? Sólo indistintamente puedo
recordar el hecho en sí ; ¿ por qué habrá, pues, sor¬
presa, cuando digo que he olvidado completamente las
circunstancias que lo originaron ó acompañaron? Y, á
la verdad, si alguna vez ese espíritu llamado Romance;
si alguna vez la pálida Astapho, de alas de niebla, que
veneraba el idólatra Egipto, presidió como dicen, á los
matrimonios de mal augurio, seguramente que presidié
el mió.
Existe un tema querido, sin embargo, sobre el que
mi memoria no falta. Es la persona de Ligeia. Era alta
de estatura, algo delgada, y en sus últimos días, hasta
enflaquecida. Trataría en vano de retratar la majestad,
la suave tranquilidad de su aspecto, ó la incompren¬
sible levedad y elasticidad de su paso. Iba y venía como
una sombra. Nunca supe cuándo entraba ámi gabinete
de estudio, á pesar de hallarse la puerta cerrada, sino
LIO RIA
»9
por la adorada música de su voz tenue y suave, al
poner sus manos marmóreas sobre mi hombro. En
belleza de rostro, ninguna virgen la igualaba. Era el
esplendor de un sueño de opio, una aérea y vaporosa
visión más caprichosamente divina que las fantasías que
se cernían sobre las soñadoras almas de las hijas de
Délos. Sin embargo, sus facciones no eran de ese molde
regular que hemos sido falsamente enseñados á adorar
en las obras clásicas del gentilismo. « No hay belleza
exquisita, dice lord Verulam, sin alguna singularidad
en la proporción. » No obstante, aunque veía que las
facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica,
aunque percibía que sil hermosura era verdaderamente
« exquisita » y que la penetraba mucho de la « singu¬
laridad » de que he hecho mención, he tratado en vano
de descubrir la irregularidad, y de darme cuenta de mi
propia percepción de lo « singular ». Examinaba el
contorno de la elevada y pálida frente; era perfecto —
¡ cuán fría es esa palabra para aplicarla á una tan divina
majestad! — el cutis rivalizando con el más puro
marfil, la dominadora extensión y reposo, la gentil
prominencia de las regiones superiores de las sienes;
y después, sus trenzas, negras como el ala del cuervo,
brillantes, lujuriosas y naturalmente rizadas, ponían de
relieve la completa fuerza de la frase homérica :
« ¡ cabellera de jacinto ! » Miraba el delicado contorno
de la nariz, y no me acordaba de haber visto una per¬
fección semejante, sino en los graciosos medallones
hebraicos.
Tenía la misma suavidad de superficie, la misma
apenas perceptible tendencia á lo aguileno, las mismas
fositas armoniosamente curvadas, signos de un espíritu
NOVELAS Y CUENTOS
60 EDGAR POE. —
libre. Miraba su dulce boca. A1U residía realmente el
triunfo de todas las cosas del cielo : el espléndido vuelo
del pequeño labio superior; el suave y voluptuoso sueño
del inferior; los oyuelos que jugueteaban, y el color que
hablaba; los dientes, reflejando con un brillo casi sor¬
prendente los rayos de la santa luz que caía sobre ellos,
al descubrirse, para que la boca derramara la serena y
plácida, la más triunfalmente radiosa de todas las son¬
risas. Examinaba la forma de su barba, y encontraba
en ella la dulzura, la suavidad y la majestad, la ple¬
nitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno
que Apolo no reveló sino en un sueño, á Cleomenes, el
hijo del ateniense. Y después hundía mis ardientes mi¬
radas en los ojos de Ligeia.
Para aquellos ojos no encontraba modelos en lo re¬
motamente antiguo. Podía haber sido ahí, en los ojos
de mi amada, que residía el secreto á que alude lord
Verulam. Eran, debo creer, más grandes que los ojos
generales á nuestra propia raza. Eran hasta más
grandes que los más grandes ojos de las gacelas del
valle de Nourjaba. Sin embargo, era únicamente á
iutervalos, en momentos de intensa excitación, que esta
peculiaridad se volvía bien notable en Ligeia. Y en
tales momentos era su belleza — quizá lo parecía sólo
á mi exaltada imaginación — la belleza de los seres
que están arriba ó aparte de la tierra, la belleza de la
fabulosa hurí del Turco.
El color de las pupilas era el negro más brillante, y
sobre ellas, velándolas, colgaban largas pestañas color
azabache. Las cejas, débilmente irregulares en contor¬
nos, tenían el mismo tinte. La « singularidad », siu
embargo, que yo encontraba en los ojos, era de una
ITCEU
61
naturaleza distinta de la formación, ó del color, ó del
brillo de las facciones, y debe ser referida áía expresión.
¡ Ah ! ¡ Palabra sin significado, detrás de cuya vasta
latitud de simple sonido refugiamos nuestra ignorancia
respecto á lo espiritual. ¡ La expresión de los ojos de
Ligeia ! ¡ Cuán largas horas he meditado sobre ella !
¡ Cuánto he luchado, ú veces durante toda una noche
de verano, por sondearla ! ¿ Qué era ese algo más
profundo que el pozo de Demócrito, qué era lo que
había allá en el fondo de las pupilas de mi amada ?
¿ Qué era? Tenía una verdadera pasión por descubrirlo.
Aquellos ojos, aquellos grandes, aquellos resplande¬
cientes, aquellos divinos astros, llegaron á ser para
mi las estrellas gemelas de Leda, y yo para ellas el más
dedicado de los astrólogos.
No hay un punto, entre las más numerosas anoma¬
lías incomprensibles de la ciencia del alma, más con¬
movedoramente excitante que el hecho — nunca, creo,
notado en las escuelas — de que en nuestras tentativas
para evocar algo, hace mucho tiempo olvidado, á me¬
nudo nos encontramos sobre el verdadero límite del
recuerdo , sin poder, al fin, recordar del todo. ¡Cuán
frecuentemente, en mis intensos exámenes de los ojos-
de Ligeia, me he sentido próximo al completo conoci-
■ miento de su expresión, he sentido que ya lo alcanzaba,,
y sin embargo, no lo he llegado ó poseer, y lo he visto,
por fin, apartarse enteramente de mi! Y (extraño ¡oh !
el más extraño de los misterios) encontraba en los más
comunes objetos del universo un círculo de analogías
para aquella expresión. Quiero decir, que subsecuen¬
temente ai período en que la belleza de Ligeia pasó á
mi espíritu, permaneciendo en él como en una urna,
i
€2 KDGA.K POE. — NOVELAS Y CUENTOS
derivaba yo, de muchas existencias del mundo material,
un sentimiento idéntico al que me producía la contem¬
plación de sus grandes y luminosos ojos. Sin embargo,
no podía absolutamente definir ese sentimiento, ó ana¬
lizarlo, ni siquiera considerarlo con alguna firmeza. La
reconocía, dejadme repetirlo, algunas veces, en el exa¬
men de una niña que crecía rápidamente; en la con¬
templación de un gusano, una mariposa, una crisá¬
lida, una corriente de agua impetuosa. La he sentido
en el océano, en la calda de un meteoro. La he sen¬
tido en las miradas de la gente extraordinariamente
anciana. Y hay una ó dos estrellas en el cielo (una sobre
todo, una estrella de sexta magnitud, mudable y cam¬
biante, que se puede encontrar cerca de la gran estrella
en la constelación de la Lira), que al mirarlas con un
telescopio me han producido ese mismo sentimiento.
Me he llenado de él, con ciertos sonidos de templados
instrumentos, y no poco frecuentemente con pasajes de
algunos libros. Entre otros ejemplos innumerables,
recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill,
que (quizá es simplemente por su originalidad ¿ quién
puede decirlo?) nunca dejó de inspirarme el mismo
sentimiento : « Y la voluntad que allí se encuentra no
muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad con
su vigor? Porque Dios no es más que una gran volun¬
tad, que penetra todas las cosas por la naturaleza de
su intensidad. El hombre no cede á los ángeles y á la
muerte, salvo únicamente por la debilidad de su voli¬
ción. ■.)
Muchos años y subsecuentes reflexiones me han per¬
mitido trazar, á la verdad, cierta remota conexión
entre el pasaje del moralista inglés y una parte del
LIGEIA 63
carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento,
acción ó palabra, era posiblemente en ella un resultado,
ó al menos un indicio, de esa gigantesca voluntad que,
durante nuestra larga relación, dejó de dar otro y más
inmediato testimonio de su existencia. De todas las
mujeres que he conocido jamás, ella, la exteriormente
tranquila, la siempre plácida Ligeia, era también la
que más violentamente se veía presa de los tumultuosos
buitres de la pasión. Y de aquella pasión no podía yo
formar estima, excepto por la milagrosa dilatación de
sus ojos, que de pronto me deleitaban y me espantaban,
por la casi mágica melodía, modulación, claridad y
placidez de su tenue voz, y por la feroz energía, á la
que hacía doblemente efectiva el contraste con su ma¬
nera de pronunciar las extrañas palabras que habitual¬
mente articulaba.
lie hablado déla instrucción de Ligeia ; era inmensa,
tal como no la he conocido en mujer alguna. Era pro¬
fundamente versada en las lenguas clásicas, y mis pro¬
pios conocimientos en los dialectos europeos modernos
nunca se encontraron por arriba de su saber. En reali¬
dad, ¿hay algún tema de los más admirados, porque son
simplemente los más oscuros de la jactada erudición de
la Academia, en la que encontrara jamás á Ligeia en
falta? ¡Cuán singular, cuán conmovedoramente, este
solo punto en la naturaleza de mi esposa, ha forzado mi
atención, en los últimos tiempos sobre todo ! Digo que
sus conocimientos eran tales, como nunca los he cono¬
cido en mujer alguna; ¿ pero dónde está el hombre que
ha atravesado, con éxito, todas las anchas áreas de la
ciencia moral, física y matemática? No vi entonces lo
que ahora percibo claramente: que el saber de Ligeia
64 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
era gigantesco, sorprendente; sin embargo, conocía
bien su infinita supremacía para resignarme, con ona
confianza de niño, á su guía, á través del caótico
mundo de la investigación metafísica, en la cual estaba
constantemente ocupado en los primeros años de
nuestro matrimonio. ¡Con qué triunfo, con qué vivida
delicia, con cuánto de todo lo que es etéreo en espe¬
ranza, sentía cuando desplegaba delante de mí, en es¬
tudios poco buscados pero menos conocidos, esa deli¬
ciosa vista que se ensanchaba por lentos grados, y bajo
cuyo largo, espléndido y virgen sendero, podía, al
último, llegar progresivamente á la meta de una sabi¬
duría demasiado divina y preciosa para no estarme
prohibida!
¡Cuán punzante, pues, debe haber sido la pena con
que, después de algunos años, contemplé mis bien fun¬
dadas esperanzas, echar alas y volar de repente ! Sin
Ligeia, yo no era más que un niño tanteando en la
oscuridad. Su presencia, sólo sus lecturas, hacían vivi¬
damente luminosos los grandes misterios del trascen-
dentalismo en que me hallaba sumergido. Paitando el
radiante esplendor de sus ojos, las letras, ligeras y
doradas, se hacían más oscuras que el metal satur-
niano. ¡Ah! y aquellos ojos brillaban menos,}’ menos
frecuentemente sobre las páginas de mis libros. Ligeia
se enfermaba. Los extraños ojos ardían con un muy
glorioso fulgor; y los pálidos dedos se ponían del
transparente color de la cera, de los cadáveres, y las
azules venas de la elevada frente se hinchaban y depri¬
mían con la marca de la más suave emoción. Vi que
debía morir, y luché desesperadamente en espíritu con
«1 horrible Azrael. Y las luchas de mi enamorada esposa
I.IGEIA
65
eran, con gran sorpresa de mi parte, más enérgicas
aún que las mías propias. Había habido mucho en su
severa naturaleza para imprimirme la creencia de que.
para ella, la muerte debía llegarle sin el acompaña¬
miento desús terrores; pero no fué así.
Las palabras sonimpolenles para participar una justa
idea de la ferocidad de resistencia con que luchaba
con la sombra. Yo gemía angustiosamente ante el ho¬
rroroso espectáculo. Yo habría calmado, habría razonado
pero en la intensidad de su salvaje deseo por la vida,
por la vida, por nada más que por la vida, consuelo y
razón hubiera sido la mayor de las locuras.
No obstante, ni aun en el último momento, ni aun
entro las más convulsivas contorsiones de su espíritu
impetuoso, desapareció la externa placidez de su as¬
pecto. Su voz se hacia más suave, más tenue, y yo evi¬
taba el meditar sobre el significado extraño de sus
palabras, tan tranquilamente pronunciadas. Mi cerebro
se turbaba mientras oía, arrobado, una melodía más
que mortal; suposiciones y aspiraciones que la huma¬
nidad no halda conocido hasta entonces.
Que me amaba, no podía haber dudado; y habría
debido presumir fácilmente que, en un corazón como el
suyo, el amor no podía haber reinado como una ordi¬
naria pasión. Pero al aproximarse su muerte, fué
cuando comprendí por completo hasta dónde llegaba
la fuerza de su cariño. Durante largas horas, con mis
manos entre las suyas, derramaba delante de mí la
rebosante riqueza de un pecho, cuya más que apasio¬
nada abnegación era una idolatría. ¿ Cómo había yo
merecido ser bendecido con aquellas confesiones?
¿ Cómo había yo merecido ser maldecido con la partida
66 'EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS
de mi amada, en el momento que las hacía ? Pero sobre
este tema no puedo detenerme. Dejadme decir única¬
mente que el más que femenil abandono de Ligeia, á
un amor¡ ay! del todo inmerecido, dado completa¬
mente sin motivos, reconocí al último el principio de
su ansia, de su salvaje deseo por una vida que le esca¬
paba con tanta rapidez. £3 esa ansia salvaje, es esa ar¬
diente vehemencia de deseo por la vida, por nada
más que por la vida, el que no puedo retratar, el que no
encuentro palabras con que expresar.
Hacia la mitad de la noche en que me abandonó por
fin, llamándome perentoriamente á su lado, me suplicó
que le repitiera ciertos versos compuestos por ella
misma no muchos días antes. La obedecí. Los versos
«ran éstos :
« ¡ Mirad! Es una noche de gala, de los últimos años
solitarios. Una multitud de ángeles, alados y envueltos
en anchos velos, se sientan, ahogados por las lágri¬
mas, en un teatro, para ver un drama de esperanzas y
temores. Mientras, la orquesta suspira á intervalos la
música de las esferas. »
★
* *
« ¡ Mimos, con la forma del Dios délas alturas, mur¬
muran y cuchichean en voz baja, deslizándose de aquí
á allá ; simples muñecas que van y vienen, según la
orden de vastos seres sin forma, que cambian el sitio
LIGE1A
67
de la escena á su capricho, derramando con sus alas de
cóndor la invisible Desgracia! »
*
* *
« ¡ Drama extraño, que seguramentejamás será olvi¬
dado I j Con su fantasma, perseguido eternamente por
una muchedumbre que no lo alcanza nunca, en un cír¬
culo que siempre vuelve al mismo lugar í Y ¡ mucho
de locura, y más de pecado y horror, son el alma de la
intriga!»
« Pero ¡ mirad! ¡ entre la mímica compañía, pene¬
tra una forma que se arrastra ! ¡ Es algo color de
sangre, que se retuerce fuera de la soledad escénica I
¡ Oh, se retuerce! se retuerce con mortales angustias ;
los mimos le sirven de alimento, y los serafines sollo¬
zan al ver que el gusano bebe la sangre de los
hombres. »
*
* 4
« ¡ Se apagan, se apagan las luces todas! Y sobro
cada una de las temblorosas formas, el telón, como un
paño funerario, cae, cae con la violencia de una tem¬
pestad. Y los ángeles, todos estremecidos y pálidos,
levantándose, despojados de sus velos, afirman que el
drama es la tragedia « Hombre », y su héroe, ¡ el con¬
quistador Gusano!»
€8 EDGAH POE. — KOVELAS Y CUENTOS
— ¡ Oh Dios! gritó Ligeia, enderezándose y exten¬
diendo sus brazos hacia arriba con un movimiento
«spasmódico, [ Oh Dios ! ¡ oh Divino Padre! ¿ deben
•estas cosas suceder implacablemente ? ¿ ese conquis¬
tador no será alguna vez conquistado? ¿ No somos
parte y partícula de ti'? ¿ Quién, quién conoce los mis¬
terios de la voluntad con su vigor? «El hombre no
cede á los ángeles y á la muerte‘par completo, salvo ú ni¬
camente por la debilidad de su volición. »
Y entonces, como si estuviera agotada por la emo¬
ción, dejó caer sus blancos brazos, y reposó solemne¬
mente sobre su lecho de muerte. Y cuando lanzó sus
últimos suspiros, mezclado con ellos escapó un ligero
murmullo de sus labios. Incliné cuanto pude mi oído, y
distinguí de nuevo las finales palabras del pasaje de
Glanvill: El hombre no cede á los ángeles yá la muerte
por completo, salvo únicamente por la debilidad de su
volición.
Después murió; y yo, hundido en el polvo por la
pena, no pude soportar por más tiempo la solitaria de¬
solación de mi permanencia en la sombría y arruinada
ciudad cerca del Rin. No carecía de lo que el mundo
llama fortuna. Ligeia me había llevado mucho más,
muchísimo más délo que ordinariamente toca en suerte
á los mortales. Después de algunos meses de cansado
ó incierto vagar por todas partes, compré é hice repa¬
rar algo una abadía, que no nombraré, en una de las
más salvajes y menos frecuentadas porciones de la her¬
mosa Inglaterra. La lúgubre y horrorosa grandeza del
edificio,el bravio aspecto del dominio, los recuerdos me¬
lancólicos y venerables que se unían á esas dos cir¬
cunstancias, se avenían bien con los sentimientos de
LIÍHilA
e*
completo abandono que me habían llevado á aquella
apartada y antisocial región del país. Sin embargo,
aunque la parto externa de la abadía con su hiedra de
ruina que colgaba sobre ella, permitía poca reparación,
me apliqué, con una perversidad de niño, y acaso con
una ansiosa esperanza de aliviar mis penas, á desple¬
gar dentro una magnificencia más que regia. Para
aquellas extravagancias hasta en la niñez había
tenido gran inclinación, y entonces me volvió con
más fuerza, como un delirio de mi infelicidad. ¡ Ay! yo
sentía cuánto hasta de incipiente locura podía haber
sido descubierto en los ostentosos y fantásticos corti¬
najes, en las solemnes esculturas de Egipto, en las
extrañas cornisas y adornos, cu los dibujos délas al¬
fombras de oro tejido, y que parecían hechos en Bedlam.
Había llegado á ser un obligado esclavo del opio, y
mis acciones y órdenes habían tomado un colorido ■ de
mis ensueños. Pero no debo detenerme á detallar estos
absurdos. Dejadme hablar únicamente de ese salo
cuarto, siempre maldecido, donde en un momento dé
alienación mental recibí del altar, como mi esposa,
como la sucesora de la inolvidable Ligeia, á lady
Rowena Trenanion, de Tremaine, la de hermosos cabe¬
llos y azulados ojos.
No hay un solo detalle individual de la arquitectura
y decoración do aquella cámara nupcial, que no esté
ahora presente delante de mí. ¿Dónde estaban las
almas «te la orgullosa familia de la novia, cuando, por
pura sed de oro, permitieron pasar el umbral de una
habitación así adornada, á una virgen y á una her¬
mana tan querida? He dicho que recuerdo minuciosa¬
mente la particularidad de la cámara; sin. embargo,
70 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTAS
rae he olvidado por completo de ciertos tópicos de pro¬
funda importancia ; y aquí no hay sistema, no hay
unión en el fantástico adorno, capaz de imprimirse
sobre la memoria. La habitación, que se hallaba en
una alta torrecilla de la almenada abadía, era pentago¬
nal en forma, y de gran capacidad. Ocupando toda la
faz sur del pentágono, había una sola ventana, un in¬
menso paño de cristal de Yenecia, de un solo trozo, y
teñido de color plomizo, de manera que los rayos del
sol ó de la luna, pasando á través de él, caían con un
sombrío brillo sobre los objetos del interior. Por arriba
de la porción superior de aquella enorme ventana
se extendía la reja, formada por los brazos de una anti¬
quísima viña, que trepaba las macizas paredes de la
torrecilla. El cielo raso, de oscuro roble, era de una
elevación extraordinaria, abovedado, y esmeradamente
enriquecido con relieves de un gusto el más extrava¬
gante y grotesco, semi-gótico, semi-druídico.
, De la más central altura de tan melancólica bóveda,
pendía, por una sola cadena de oro á grandes esla¬
bones, un enorme incensario del mismo metal, de di¬
bujo sarracénico, y con muchas perforaciones, de tal
manera ideadas, que se torcía en y fuera de ellas,
como si estuviera dotada de la vitalidad de una ser¬
piente, una continua sucesión de llamas de mil co¬
lores.
Algunas pocas otomanas y candelabros de oro de
estilo oriental, se veian en varias posiciones; y venía
después el lecho, el lecho nupcial, de un modelo
indio, bajo y escultado, de sólido ébano, con un pabe¬
llón parecido á un paño mortuorio. En cada uno de los
ángulos de la cámara, se hallaba parado un gigantesco
LIGEIA
Ti
sarcófago de granito negro, sacado de las tumbas de
los reyes de Luxor, con sus tapas antiguas llenas de
inmemorables esculturas. Pero en el cortinaje del
cuarto, era donde residía la principal extravagancia.
Las elevadas paredes, verdaderamente 'asombrosas en
altura, desproporcionadamente altas, estaban cubier¬
tas del techo al suelo con una pesada tapicería, en apa¬
riencia maciza, tapicería que descendía en grandes
dobleces, y que era de un material que se encontraba,
á la vez, como una cubierta en las otomanas y el lecho
de ébano, como un pabellón en el lecho, y como las os-
tentosas volutas de las cortinas que daban sombra par¬
cialmente á la ventana. El material, era el más rico
paño de oro. Estaba todo salpicado, á intervalos irre¬
gulares, con figuras arabescas, de cerca de un pie de
diámetro, y trabajadas en el paño en modelos del
negro más profundo.
Pero estas figuras compartían el verdadero carácter
de lo arabesco, únicamente cuando eran miradas de un
solo punto de vista. Por una invención, ahora común,
y en realidad trazable á un muy remoto período de la
antig üedad, eran de un aspecto cambiante. Para el que
entraba á la cámara, tenían la apariencia de simples
monstruosidades ; pero si adelantaba más, esa apa¬
riencia desparecía gradualmente; y paso ápaso, á me¬
dida que la persona movía su posición en el cuarto, se
veía rodeado de una infinita sucesión de las lúgubres
formas, que pertenecen á la superstición de los nor¬
mandos, ó nacen en los culpables sueños de los monjes.
El fantasmagórico efecto era vastamente acrecido por
la introducción artificial de una fuerte y continua
corriente de aire por detrás del cortinaje, lo que daba
72 EDGAR POE. - N0YELA3 Y CUENTOS
una horrorosa é inquieta animación á todas las
figuras.
En una tal cámara en una cámara nupcial como esa,
pasé con lady deTremaine las profanas horas del primer
mes de nuestro matrimonio; las pasé con bastante pena,
á la verdad. Que mi esposa temíalos caprichos feroces
de mi genio; que me evitaba y no me quería, me era
imposible dejar de percibirlo; pero ello me daba más
bien placer queotra cosa. La aborrecía yo con un odio,
que pertenece más al demonio que álos hombres. Mi
memoria retrocedía (¡oh, con qué intensidad de amar¬
gura!) á Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la que
habitaba el sepulcro. Me regocijaba con los recuerdos
de su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea natura¬
leza, su apasionado é idólatra amor. Y entonces mi
espíritu ardía con más pasión que el de ella misma.
En las excitaciones de mis sueños de opio (porque, habi¬
tualmente, me hallaba bajo el imperio del veneno), la
llamaba por su nombre en voz alta, durante el silencio
de la noche, ó en las solitarias profundidades de los
valles, de día, como si con la salvaje energía, la so¬
lemne pasión, el consumidor ardor de mi ansia por la
muerta, la hubiera podido volver al sendero que había
abandonado sobre la tierra; ¡ah ! ¿podía haber des¬
aparecido para siempre ?
Hacia el comienzo del segundo mes del matrimonio,
lady Rowena fué atacada por una repentina enferme¬
dad, de la que se recobró muy lentamente. La fiebre
que la consumía le hacía inquietas sus noches; y en su
perturbado, estado de somi-sueño, hablaba de sonidos y
de movimientos, en y alrededor de la cámara, cosas que
me pareció no tenían origen sino en el desorden de su
UGJitA
3
imaginación, ó quizá en la fantasmagórica influencia del
cuarto mismo. Se encontró, al último, convaleciente, y
después sanó. Sin embarg'o, no había pasado más que
un breve período, cuando un segundo y más violento
ataque la llevó de nuevo al lecho del dolor; y de este
ataque, su constitución, ya débil por sí, no se recobró
jamás. Su enfermedad era, después de esa época, de
carácter alarmante, y de más alarmante recidiva, desa¬
fiando á la vez el conocimiento y los grandes esfuerzos
de sus médicos. Con el acrecentamiento del trastorno
crónico, que había aparentemente echado demasiadas
raíces en su naturaleza para ser arrancadas por medios
humanos, no dejé de observar un igual acrecentamiento
en la nerviosa irritación de su temperamento, y en su
excitabilidad por triviales causas de miedo. Habló de
nuevo, y más frecuente y pertinazmente, de los soni¬
dos, de los débiles sonidos, y do los inhabituales
movimientos entre la tapicería, á los cuales había alu¬
dido la otra vez.
Una noche, hacia el fin de Setiembre, ocupó mi aten¬
ción, con más energía que de costumbre, hablando
sobre ese penoso tema. Acababa de despertarse de un
sueño inquieto, y yo había estado acechando, con un
sentimiento mezclado de ansiedad y vago terror,las agi¬
taciones de su enflaquecido rostro. Me senté al lado de
su lecho de ébano, sobre una de las otomanas. Se des¬
pertaba por momentos, y hablaba, con un ansioso y
débil murmullo, de sonidos que ella oía, pero que yo
no podía oir ; de movimientos que veía, pero que yo no
podía percibir.
El viento circulaba rápidamente detrás de las tapice¬
rías, y yo deseaba demostrarle (cosa que, permitidme
5
74 EDGAR POE. —- NOVELAS Y CUENTOS
confesarlo, no lo creía dél todo ) que aquellos casi inar¬
ticulados suspiros, y aquellas suaves variaciones de las
figuras sobre el muro, no eran sino los efectos natu¬
rales de la acostumbrada corriente de aire. Pero una
mortal palidez, derramándose sobre su rostro, me ha¬
bía probado que mis esfuerzos por tranquilizarla serían
infructuosos. Se veíaqne iba á desmayarse, y no había
ningún sirviente que pudiera oir mi llamamiento. Me
acordé del sitio en que se hallaba un frasco de vino
suave que le habían recetado los médicos, y me apre¬
suré á cruzar el cuarto para procurármelo. Pero al en¬
contrarme debajo de la luz del incensario, dos circuns¬
tancias de una naturaleza sorprendente atrajeron mi
atención. Había sentido que algún palpable, aunque in¬
visible objeto, había pasado levemente delante de mí;
y pude ver sobre la alfombra de oro, justamente en el
medio del rico resplandor que arrojaba el incensario,
una sombra, una débil é indefinida sombra de angélico
aspecto, tal como puede ser imaginada para represen¬
tarse la sombra de una sombra. Pero yo estaba turbado
por la excitación de una inmoderada dosis de opio, y
presté á aquellas cosas poca atención y no hablé de
ellas á lady Rowena. Habiendo encontrado el vino,
volví á cruzar el cuarto y llené una copa con él, aproxi¬
mándola después á los labios de la casi desmayada
lady. Se había recobrado poco á poco, y sin embargo
la tomó con sus propias manos, mientras yo me dejaba
caer sobre una otomana próxima, con mis ojos fijos
sobre su persona. Fué que entonces llegué á percibir
distintamente un débil paso sobre la alfombra, y cerca
del lecho; y un segundo después, cuando Rowena lle¬
vaba el vino á sus labios, vi, ó puedo haber soñado que
LIGEIA
75
vi, caer dentro de la copa, como de alguna invisible
fuente sostenida en la atmósfera de la cámara, tres ó
cuatro anchas gotas de un liquido brillante, color rubí.
Si yo vi esto, no lo vió lady Rowena. Bebió el vino
sin vacilar, y me abstuve de hablarle de una circuns¬
tancia que debe, después de todo, me dije, no haber
sido más que la sugestión de una vivida fantasía, hecha
mórbidamente activa por el terror de la lady, por el opio
y por la hora.
Sin embargo, no pude ocultar á mi propia percepción
que, inmediatamente después de la caída de las gotas
color rubí, un rápido cambio se operó en la indisposi¬
ción de mi esposa ; cambio tan fatal, que á la tercera
n*che subsecuente las manos de sus criados la prepa¬
raban para la tumba, y á la cuarta me senté solo con
su amortajado cuerpo en aquella fantástica cámara que
la había recibido como mi esposa.
y Extrañas visiones, engendradas por el opio, revolo¬
teaban como sombras delante de mí. Miraba con in¬
quietos ojos los sarcófagos en los ángulos del cuarto,
las variantes figuras del cortinaje y el entrelazamiento
da las llamas de mil colores en el incensario que pen¬
día del techo. Mis miradas entonces cayeron, al recor¬
dar las circunstancias de una de aquellas noches que
habían antecedido á la muerte de lady Rowena, sobre
el sitio que quedaba bajo el resplandor del incensario,
donde había visto las débiles huellas de la sombra. Ya
no estaba allí, sin embargo; y respirando con más li¬
bertad, volví mis ojos á la pálida y rígida figura que
yacía sobre el lecho. Brotaron en mi cerebro multitud
de recuerdos de Ligeia, y volví á sentir en mi corazón,
con la turbulenta violencia de un torrente, toda aquella
76 EDGAR POE, — NOVELAS V CUENTOS
inexplicable amargura con la que había también visto
á ella , amortajada del mismo modo.
La noche se aproximaba, y con el alma llena de
amargos pensamientos sobre la única y supremamente
amada, permanecía yo mirando aún el cuerpo de lady
Rowena.
Podía haber sido media noche, ó quizá más temprano
ó más tarde, porque no había tomado nota del tiempo,
cuando un suspiro débil, suave, pero muy distinto, me
sacó de mi letargo. Sentí que salía del lecho de ébano,
del lecho de muerte. Escuché en una agonía de supers¬
ticioso terror, pero no hubo repetición del sonido. Es¬
forcé mi vista para descubrir algún movimiento en el
cadáver, pero no había el más imperceptible. A pesar
de eso, no me podía haber equivocado. Yo había oído
el ruido, aunque débil, y mi alma estaba despierta den¬
tro de mí. Resuelta y perseveranlemente mantuve mi
atención fija sobre el cuerpo. Muchos minutos corrie¬
ron antes que apareciera alguna circunstancia tendente
á arrojar luz sobre el misterio. Al último, llegó á ser
evidente que un leve, tenue y apenas visible tinte de
color se había derramado sobre las mejillas, y á lo
largo de las hundidas venitas de los párpados.
Poruña especie de inexplicable horror y miedo, para
lo cual no tiene lahumanidad una expresión suficiente¬
mente enérgica, sentí que mi corazón cesaba de latir,
y que mis labios se ponían rígidos. Sin embargo, un
sentimiento de deber me llamó á la posesión de mí per¬
sona. No podía dudar más; habíamos andado precipi¬
tados en nuestros preparativos, y Rowena vivía aún.
Era necesario hacer algo en el momento; pero como la
torrecilla estaba completamente separada de la porción
UGEIA
77
de la abadía habitada por los criados, no había nin¬
guno cerca, no tenía medios de llamarlos en mi ayuda
sin abandonar la cámara por algunos instantes, y esto
no podía aventurarme á hacerlo.
Luché, pues, solo, por llamar á la tierra aquel espí¬
ritu que aún no la había abandonado. En un breve
período, es cierto, sin embargo, que una recaída tuvo
lugar ; el color desapareció de los párpados y las meji¬
llas, dejando una palidez más grande que la del már¬
mol ; los labios se torcieron y apretaron con la siniestra
expresión de la muerte; una repulsiva viscosidad y
frialdad se derramó rápidamente sobre la superficie
del cuerpo, y toda la habitual rigidez apareció en el
acto.
Una hora había corrido así, cuando (¿ podía ser
posible?) percibí por segunda vez un vago sonido que
partía de la región del lecho. Puse el oido, enla extre¬
midad del horror. El sonido apareció de nuevo; era
un suspiro. Arrojándome sobre el cadáver, vi, vi distin¬
tamente un temblor sobre los labios. Un instante después
se relajaron, descubriendo unabrillante linea de perlas.
El espanto luchó entonces en mi pecho con el profundo
miedo que había hasta allí reinado en él. Sentí que mi
vista se enturbiaba,, que mi razón huía : y fué única¬
mente por un violento esfuerzo, que conseguí, al último,
excitarme á la tarea que el deber me señalaba una vez
más. Había entonces un parcial color rojo sobre la
frente, sobre las mejillas y garganta; un perceptible
calor penetraba el cuerpo todo; había hasta un pequeño
latir del corazón. La lady vivía, y con redoblado ardor
me apliqué á la tarea de hacerla volver en sí. Froté y
bañé sus sienes, y practiqué todas las operaciones que
*8 EDGAR POE. — NOVELAS Y CLENTOS
la experiencia y no pocas lecciones sobre medicina me
podían sugerir. Pero fué en vano. Repentinamente el
color desapareció, cesó la pulsación, los labios adqui¬
rieron de nuevo la expresión de la muerte, y un mo¬
mento después todo el cuerpo tomó la frialdad del hielo,
el color lívido, la intensa rigidez, el perfil hundido y
todas las repugnantes peculiaridades del que ha sido,
por espacio de algunos días, un habitante de la tumba.
Y otra vez me hundí en mis visiones de Ligeia, y de
nuevo (¿ por qué maravillarse de que me estremezca
mientras escribo ?) de nuevo llegó ó mis oídos un débil
suspiro que naeía en el lecho de ébano. Pero ¿ para qué
voy á detallar minuciosamente los inexpresables ho¬
rrores de aquella noche? ¿ Para que detenerme en rela¬
tar cómo, una tras otra vez, hasta que aparecieron los
albores del nuevo día, se repitió ese horroroso drama
de revivificación ; cómo cada terrorífica recaída, fué
siempre una muerte más severa y más irredimible;
cómo cada agonía tenía el aspecto de una lucha con
algún invisible enemigo, y cómo cada lucha era seguida
por no sé qué cambio en la personal apariencia del
cadáver? Dejadme concluir pronto.
La más grande parte de la noche habia corrido,
cuando la que había estado muerta se agitó una vez
todavía, y mucho más vigorosamente que hasta
entonces, aunque despertando en un estado más espan¬
toso que nunca, por su completa desesperanza de vida.
Hacía mucho que yo había cesado de luchar ó de
moverme, y permanecía rígidamente sentado sobre la
otomana, inerte, presa de un torbellino de violentas
emociones, de las cuales el extremo miedo era quizá
la menos terrible, la menos consumidora.
LIGEiA
79
El cadáver, repito, se agitó, y macho más vigoro¬
samente que antes. Los colores déla vida se derrama¬
ron con extraordinaria energía sobre el semblante, los
labios se aflojaron; y salvo que los párpados estaban
todavía fuertemente pegados, y que los vendajes y
paños déla sepultura comunicaban sus siniestros carac¬
teres al rostro, podía haber creído que laáy Rowena
había sacudido, en realidad, las cadenas de la muerte.
Pero si esta idea no fué entonces adoptada, no pude,
al menos, seguir dudando cuando, levantándose del
lecho tambaleando, con débiles pasos, y con la manera
de los que están bajo el imperio de un ensueño, el ser
que estaba amortajado avanzó visible y palpablemente
al medio de la cámara.
No temblé, no me moví, porque un torrente de
inexplicables recuerdos, relacionados con el aire, la
estatura, el aspecto del rostro, arrojándose de pronto
en mi cerebro, me había paralizado, me había helado
como una piedra. No me moví, pero examiné la apari¬
ción. Había un loco desorden en mis pensamientos, un
tumulto implacable. ¿ Podía, en realidad, ser la viviente
Rowena quien se hallaba delante de mí ? ¿ Podía, en
realidad, ser Rowena misma , la de hermosos cabellos,
la de ojos azules, lady Rowena Tremanion, la de
Tremaine ? ¿ Por qué, por gnuí lo dudaba? El vendaje
le rodeaba pesadamente la boca,¿ pero podía no ser la
boca de lady de Tremaine?
Y las mejillas (eran las rosas del mediodía desu vida),
sí, á la verdad, aquellas podían ser las ro9as de la
viviente lady de Tremaine. Y la barba, con sus hoyue¬
los, como cuando estaba sana, ¿podía no ser la suya?
¿ Pero había crecido en altura desde su enfermedad ?
80 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
¡ Qué inexpresable locura se apoderó de mí á ese pen¬
samiento ! Un salto, y había alcanzado sus pies. Apar¬
tándose de mi tacto, dejó caer de su cabeza, desatadas,
las lúgubres vendas que la envolvían, y entonces flota¬
ron en la violenta atmósfera de la cámara enormes
masas de largo y despeinado cabello : j era más negro
que las alas de cuervo de la media noche! Y en seguida
abrió lentamente los ojos. ¡ Hélos aquí por fin ! exclamé
delirante ; no podía engañarme ; ¡ estos son los
grandes, los negros, los extraños ojos de mi perdido
amor, de lady, de lady Ligeia!
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE
¿Cuál era el canto de las Sirenas, ó qué
nombre lomó Aquiles cuando se escondió
éntrelas mujeres? aunque cuestiones difí¬
ciles, no están fuero, de toda conjetura.
(Sm Thojías Bivowxk. )
Las facultades mentales definidas como las analíti¬
cas, son en sí mismas muy poco susceptibles de análi¬
sis. Las apreciamos únicamente en sus efectos. Sabe¬
mos de ellas, entre otras cosas, que son siempre para
su poseedor, cuando las posee de uua manera poco
ordinaria, una fuente de vivísimos placeres. Así como
el hombre fuerte se regocija en ejercicios que llamen
sus músculos ú la acción, el analista goza con esa
actividad moral que desembrolla. Encuentra gusto
hasta en las más triviales ocupaciones que pongan en
juego su talento. Ama los enigmas, acertijos, jeroglí¬
ficos ; exhibiendo en las soluciones de cada uno, uu
grado de penetración , que parece sobrenatural al vulgo.
Sus resultados, obtenidos por la verdadera alma y
esencia del método, tienen, á la verdad, todo el aspecto
de la intuición.
5*
83 EDGAR POE, — NOTELAS Y CUENTOS
La facultad de resolución es probablemente muy
vigorizada por los estudios matemáticos, y en particu¬
lar por la importante rama de ellos, que injustamente y
sólo por sus retrógradas operaciones, ha sido llamada,
como por excelencia , análisis. Pues, calcular, no es
analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace
muy bien lo uno sin lo otro. Se sigue de eso, que el
jueg'O de ajedrez, en sus efectos sobre el espíritu, está
erróneamente apreciado. No estoy escribiendo un
tratado, sino un simple prefacio sobre una narración
singular; yéstas son observaciones hechas á la ligera;
tendré sin embargo, ocasión de mostrar que el alto
poder del intelecto reflexivo, es más decididamente y
mejor ocupado por el humilde juego de damas que por
toda la primorosa frivolidad del ajedrez. En este
último, en que las piezas tienen diferentes y capri¬
chosos movimientos, con varios y variables valores, lo
que es únicamente complejo, es tomado (error muy
general) por profundo. La atención es puesta podero¬
samente en juego. Si se debilita un instante, se comete
una torpeza y las resultas son una pérdida ó una de¬
rrota, Siendo los movimientos posibles, no solamente
múltiples sino complicados, las probabilidades de
tales torpezas son muchas; y en nueve casos sobre
diez, es el más concentrado y no el más perspicaz, el
que gana. En las damas, al contrario, donde los movi¬
mientos son únicos y tienen poca variación, donde las
probabilidades de la inadvertencia se hallan disminui¬
das, y la simple atención dejada comparativamente sin
empleo, todas las ventajas que obtiene cada parte, son
obtenidas por la más grande penetración.
Para cesar en abstracciones, supongamos una par-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 83
tida de damas en que las piezas están reducidas á cua¬
tro, por lo que naturalmente no debe esperarse nin¬
guna torpeza. Es obvio que aqui la victoria puede ser
decidida (siendo los jugadores de la misma fuerza)
solamente por un movimiento hábil, resultado de algún
gran esfuerzo de la inteligencia. Desprovisto de los
recursos vulgares, el analista entra en el espíritu de
su adversario, se identifica con él, y frecuentemente ve
de una sola ojeada, el único método '(algunas veces
absurdamente simple) por el que puede seducirlo á
errar ó precipitarlo á calcular mal,
El whist ha sido largo tiempo citado por su influen¬
cia sobre lo que se llama poder calculador; y se han
conocido hombres de la más notable inteligencia que
parecían tomar una indecible delicia en él, evitando el'
ajedrez como un juego frívolo. Sin duda, no hay nada de
naturaleza similar que ocupe más fuertemente la facul¬
tad del análisis. Ei mejor jugador de ajedrez de la
Cristiandad, puede ser poco más que el mejor jugador
de ajedrez; pero perfección en el whist implica capa¬
cidad para salir bien en cualquiera de las más impor¬
tantes empresas en que el talento lucha con el talento.
Cuando digo perfección, entiendo esa perfección en el
juego que incluye conocimiento de todas las fuentes de
que pueden derivar ventajas legítimas, listas son no
sólo diversas, sino multiformes, y existen frecuente¬
mente entre profundidades de pensamiento inacce¬
sibles á la comprensión común.
Observar bien, es recordar distintamente; y bajo
ese punto de vista, el jugador áe ajedrez que sea
atento, obtendrá éxitos en el whist; pues que las reglas
de Hoyle (basadas en el simple mecanismo del juego)
84 EDGAR POE. — SOVELAS Y CUENTOS
son fácil y generalmente comprendidas. Así, tener
una memoria retentiva y proceder por el «libro », son
puntos comúnmente mirados como la suma total del
buen juego.
Pero es en las cuestiones fuera de los límites de la
simple regla, donde se manifiesta el talento del ana¬
lista. Hace, en silencio, una multidud de observaciones
y deducciones. Lo mismo, quizá, hacen sus adversa¬
rios; y la diferencia en la extensión del informe obte¬
nido, reposa, no tanto sobre la validez de la deducción
como sobre la cualidad de la observación. El conoci¬
miento necesario es el de lo que se observa. Nuestro
jugador no se ciñe absolutamente á un punto : y no
porque el juego es el objeto, debe rechazar deduc¬
ciones de las cosas externas al juego. Examina el
aspecto de su compañero, comparándolo cuidadosa¬
mente con el de cada uno de sus adversarios. Consi¬
dera el modo de juntar las cartas que tiene cada mano;
contando á menudo, triunfo por triunfo y honor por
honor, al través de las ojeadas que los "poseedores lan¬
zan sobre cada carta. Nota cada variación del rostro
así que el juego progresa, recogiendo un fondo de
pensamientos, de las diferencias en la expresión de la
certidumbre, de la sorpresa, del triunfo ó de la pena.
Por la manera de recoger una baza, juzga si la per¬
sona que lo efectúa, puede hacer otra en la continua¬
ción de la partida. Reconoce lo que se juega fingida¬
mente, en el aire con que es arrojado el naipe sobre la
mesa. Una palabra casual ó inadvertida, una carta que
se cae ó se da vuelta por casualidad, con el acom¬
pañamiento de ansiedad ó indiferencia en la mirada,;
ál ocultarla; el recuento de las bazas, con el orden de
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 85
su arreglo, embarazo, hesitación, vehemencia ó trepi¬
dación; todo proporciona á su percepción aparente¬
mente intuitiva, indicaciones sobre el verdadero estado
del juego.
Habiendo sidojugadas lasdos ó tres primeras manos,
conoce á fondo el juego de cadauno, y desde entonces,
reparle sus cartas con tan absoluta precisión de objeto,
como si el resto de la compañía hubiera dado vuelta
las suyas.
El poder analítico no debe ser confundido con la
simple ingeniosidad; porque mientras el analista es ne¬
cesariamente ingenioso, el hombre ingenioso es á me¬
nudo incapaz de análisis. El poder de combinación ó
constructividad, por el cual se manifiesta generalmente
la ingeniosidad y al que los frenólogos (están equivo¬
cados, según creo) han asignado un órgano aparte,
suponiéndolo una facultad primitiva, ha sido visto tan
á menudo en gentes cuyo intelecto estaba cercano del
idiotismo, que ha motivado discusiones entre los que
escriben sobre moral.
Entre la ingeniosidad y la aptitud analítica existe
una diferencia mucho más grande, á la verdad, que
entre la imagen y la imaginación, pero de un carácter
estrictamente análogo. Se encontrará, en fin, que el
ingenioso es siempre imaginativo, y el verdadero ima¬
ginativo no es nunca otra cosa que un analista.
La narración siguiente parecerá á los lectores un
comentarioluminoso de las proposiciones ya avanzadas.
Residiendo en París durante la primavera y parte
del verano de 18. hice conocimiento con un señor
C. Augusto Dupin. Este joven caballero era de una
86 EDGAR PGE. — KOVELAS Y CUENTOS
excelente familia — de una ilustre familia — para decir
la verdad, pero por una serie desucesosdesagradables,
había sido reducido átal pobreza, que la energía de su
carácter sucumbió bajo ella, y cesó de agitarse en el
mundo ó de cuidar de la recuperación de su fortuna.
Por amabilidad de sus acreedores quedaba todavía
en su poder una pequeña parte de su patrimonio; y
con la renta quele daba, podía, por medio de una eco¬
nomía rigurosa, procurarse lo necesario para la vida,
sin inquietarse por sus superfluidades.
Los libros, sin embargo, eran su sola lujuria, y eso
eD París se obtiene fácilmente.
Nuestro primer encuentro fué en una oscura librería
de la calle Monimartre, donde la casualidad de encon¬
trarnos buscando el mismo rarísimo y notable volu¬
men, nos llevó á una intima amistad. Nos vimos siem¬
pre de más en más. Me interesó profundamente su
pequeña historia de familia, que me narró con todo ese
candor á que se abandona un francés siempre que ei
simple yo es el tema. Fui grandemente sorprendido,
además, por la vasta extensión de sus lecturas; y,
sobretodo, sentí mi alma prendada por el extravagante
fervor y la vivida frescura desu imaginación. Buscando
en París los objetos que necesitaba entonces, comprendí
que la sociedad de un hombre semejante sería, para
mí, un tesoro inapreciable, y este sentimiento se lo
confió francamente á él mismo.
Fué, por último, decidido que viviríamos juntos
durante mi permanencia en la ciudad; y como mÍ3
humanas circunstancias eran muy poco menos embara¬
zosas que las de él mismo, me fué permitido arrendar
y amueblar en un estilo conforme á la fantástica
LOS CRÍMENES de la calle morgue 87
melancolía de nuestro carácter, una grotesca y extrava¬
gante casa, desierta hacia mucho tiempo, gracias á
supersticiones que no quisimos averiguar. Estaba
situada en una solitaria porción del boulevard Saint-
Germsín.
Si la rutina de nuestra vida, en aquel lugar, hubiera
sido conocida del mundo, se nos habría considerado
como locos —- aunque, quizá, como locos de inocente
naturaleza. Nues tro aislamiento era completo. No admi¬
tíamos visitas. La localidad de nuestro retiro, había
sido ocultada como un secreto por mis antiguos compa¬
ñeros; y hacía muchos años que Dupin había cesado
de conocer ó ser conocido de París. Existíamos entre
nosotros solamente.
Había un capricho en la imaginación de mi amigo
(pues ¿ de qué otra manera podré llamarlo ?) era apa¬
sionado de la noche por ella misma ; y en esta extra¬
vagancia , como en todas las otras, caí pacíficamente,
resignándome á sus desordenados caprichos con un
perfecto abandono. La negra divinidad no podía habi¬
tar siempre con nosotros; pero la falsificábamos. Ai
primer albor de la mañana cerrábamos los macizos
postigos de nuestra vieja casucha; encendíamos un par
de bujías que, fuertemente perfumadas, arrojaban una
luz débil y lúgubre. Con ayuda de esto, sumergíamos
nuestras almas en los sueños leyendo, escribiendo ó
conversando, hasta que éramos avisados, por el reloj,
del advenimiento de la verdadera oscuridad.
Entonces, salíamos á la calle, del brazo, continuando
los tópicos del día, vagando por todas partes hasta una
hora avanzada, buscando entre las luces y sombras de
la populosa ciudad, esa multitud de excitantes men-
88 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS
tales que la tranquila observación no puede procurar.
En aquella época no podía menos de notar y admi¬
rar (aun Cuando su rica idealidad me hubiera prepa¬
rado á esperarlo), una habilidad analítica peculiar en
Dupin. Parecía experimentar, además una vivísima
delicia en esos ejercicios — aunque no en su ostenta¬
ción — y no vacilaba en confesar el placer que así
podía procurarse. Se jactaba conmigo, con una sonri-
Sita de satisfacción, de que muchos hombres, tenían
para él « ventanas » en sus pechos, y acostumbraba
dar á tales acciones pruebas inmediatas, y sorpren¬
dentes de su intimo conocimiento de mí mismo. Su
aspecto, en esos momentos, era frío y abstraído; sus
ojos carecían de expresión, mientras, su voz, habitual-
mente de tenor, subía hasta un tiple que hubiera pare¬
cido petulancia á no haber sido por la gravedad y la
entera claridad de la enunciación.
Observándole en esa disposición de ánimo, quedaba
yo mismo meditando sobre la vieja filosofía de la doble-
alma, y me divertía en imaginar un doble Dupin — el
creador, y el analítico.
No se debe suponer, de lo que acabo de decir, que
estoy detallando un misterio ó valorizando (1) alguna
novela. Lo que he descrito acerca del francés, era sim¬
plemente el resultado de una inteligencia excitada ó
acaso enferma. Pero un ejemplo hará comprender
mejor el carácter de sus observaciones en esa época.
Andábamos vagando una noche, por una sucia calle,
«n los alrededores del Palacio Real. Estando ambos
aparentemente ocupados con algún pensamiento, nín-
(11 Se recordará que Poe escribía para Revistas, donde comúnmente
pagan por línea.
LOS CRÍMENES DE I.A CALLE MORGUE 89
guno había hablado una palabra durante un cuarto de
hora, cuando menos. De repente, Dupin interrumpió
el silencio.
— Es un jovencito, dijo, esa es la verdad, y estaría
mejor en el Théátre des Varióles.
— No puede haber duda en eso, repliqué incons¬
cientemente y sin observar al principio (tan absorto
estaba en mis reflexiones), la extraordinaria manera
con que mi interlocutor había concordado con mi medi¬
tación. Un instante después, entré en mí mismo, y mi
sorpresa t'ué profunda.
— Dupín, dije gravemente, no puedo comprender
esto. No vacilo en decir que estoy aturdido y que puedo
apenas creer en mis sentidos. ¿Cómo es posible que
Vd. pudiera conocer que estaba pensando en..,?
Aquí me detuve, para confirmarme en si realmente
conocía mi pensamiento.
— En Chantilly, dijo ¿para qué se detiene? Obser¬
vaba Vd. que la pequeña figura de ese hombre le hace
impropio para la tragedia.
Esto era precisamente lo que había formado el fundo
de mis reflexiones. Chantilly era un ex-sapatero de
viejo de la calle Saint-Denis, que tenía furia por el
teatro y se había arriesgado en el rol de Jerjes, en la
tragedia de Crebilloh, habiendo sido públicamente sati¬
rizado en cambio de sus afanes.
— Dígame Vd. ¡ por el amor de Diosl exclamé, ei
método — si hay método — por el qué ha podido Vd.
sondear mi alma en este asunto. A la verdad, estaba
más sorprendido de lo que hubiera querido expresar.
— Fué el frutero, replicó mi amigo, quien llevó á
Vd. á la conclusión de que el remendón de suelas no
90 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
teníala altura suficiente para representar á Jerjes el id
genus omne.
— ¡ El frutero! Yd. me asombra. — No conozco nin¬
gún frutero.
— El hombre que llevó á Yd. por delante cuando
entrábamos por la calle, hace un cuarto de hora cuando
más.
Entonces me acordé de que en efecto, un frutero,
que llevaba sobre la cabeza una gran canasta de manza¬
nas, me había derribado casi, por casualidad, cuando
pasábamos de la calle C... álaen que nos hallábamos;
pero, qué tenía que hacer esto con Chantillv, era lo
que no podía comprender.
No había una partícula de charlatanería en Dupin.
— Explicaré á Vd., dijo, y para que pueda com¬
prender claramente, repasaremos primero el curso de
sus meditaciones, desde el momento en que hablé á Yd.
hasta el del encuentro con el frutero en cuestión. —
Los más grandes eslabones de la cadena están en esta
posición. — Chantilly, Orion, Dr. Nichols, Epícuro, la
Esteorolomía, las piedras, el frutero.
Hay pocas personas, que en algunos períodos de su
vida, no se hayan divertido en retrasar los medios por
los cuales han llegado á ciertas conclusiones. La ocu¬
pación os á menudo llena de interés; y el que la intenta
por la vez primera, se sorprende de la ilimitada dis¬
tancia ó incoherencia, que parece haber entre el punto
de partida y el de llegada.
¡ Cuán grande fué mi aturdimiento cuando oí hablar
al francés de aquella manera, y cuando no pude dejar
de conocer que había dicho la verdad? Él continuó :
— Habíamos estado hablando de caballos, si recuerdo
LOS CRÍMENES BE LA CALLE MORGUE 91
bien, justamente al salir de la calle C... Fué el último
objeto de nuestra discusión. Cuando cruzábamos la
calle, un frutero, con una gran canasta sobre la cabeza,
pasó precipitadamente y arrojó á Vd. sobre una pila
de adoquines amontonada en un sitio en que el camino
está en compostura. Pisó Vd. sobre uno de los frag¬
mentos movibles, resbaló, se torció ligeramente el
tobillo, aparecí* irritado ó caprichoso, murmuró unas
pocas palabras, se volvió para mirar la pila y proseguió
en silencio su camino. No estaba particularmente
atento á lo que hizo Vd., pero la observación ha llegado
á ser para mí, una especie de necesidad.
« Siguió Vd. con la vista baja, mirando con una
expresión petulante, las cavidades y huellas del pavi¬
mento (de manera que vi que todavía estaba Vd. pen¬
sando en las piedras), hasta que alcanzamos ¡a pequeña
alameda llamada Lamartine, que ha sido empedrada
por vía d« experimento, con trozos de madera. A«[uí su
aspecto se despejó, y percibiendo que sus labios se
movían, no tuve duda que murmuraba Vd. la p.alabra
esleorolomia , muy afectadamente aplicada á esa especie
de empedrado. Conocí que no podía Vd. decirse á si
mismo esteorolomia sin ser llevado á pensar en los
átomos, y por consecuencia, en las teorías de Epicuro ;
y como, cuando discutimos este tópico, no hace mucho,
observé á Vd. con qué singularidad y con qué poca
conciencia, las vagas conjeturas de ese noble griego,
habían sido confirmadas por la última cosmografía de
las nebulosas, comprendí que no podría Vd. dejar de
mirar la gran nebulosa Orion, y esperé que Vd. lo
hiciera. Asi fué; y me aseguré entonces de que había
seguido perfectamente su pensamiento. Ahora bien, en
9a
EDGAR POE.
NOVELAS Y CUENTOS
esa amarga burla que apareció en el Museo de ayer,
sobre Chantilly, el satírico, haciendo algunas tontas
alusiones al cambio de nombre del zapatero, al calzar
el coturno, citó una frase latina, sobre la que hemos
conversado ó menudo.
« Quiero hablar del verso :
Perdidít enliquum litera prima sonum.
« Había dicho á Vd. que se refería á Orion, escrito
antiguamente Uñón; y por cierta acrimonia que se
mezcló á esa explicación, estaba seguro que Vd. no la
había olvidado. Era claro, por consiguiente, que no
dejaría de combinar las ideas . « Orión y Chantilly ».
Que las combinó Vd. entonces, lo vi por el carácter de
la sonrisa que entreabrió sus labios. Pensaba Vd. en la
inmolación del pobre zapatero. Había Vd. caminado,
hasta entonces, con la cabeza; y vi, que de repente, se
enderezaba Vd. cuanto podía. Estaba seg-uro que re¬
flexionaba Vd. en la pequeña talla de Chantilly. En
este punto, interrumpí su meditación, diciendo que ála
verdad, era un ser muy pequeño, y que estaría mejor
en el Théátre des Varié tés. »
Poco tiempo después de esto, estábamos examinando
una edición nocturna de la Gazeile des Tribiinauoc ,
cuando las siguientes líneas, atrajeron nuestra atención.
« Extraños asesinatos. — Esta mañana, hacia las
tres, los habitantes del Cuartel San Roque fueron des¬
pertados por unasucesiónde terribles gritos, que prove¬
nían, aparentemente, del cuarto piso de la calle Morgue,
93
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE
conocida como ocupada tínicamente por una señora.
L'Espanaye y su hija Camila L’Espanaye. Después de
alguna espera ocasionada por una infructuosa tentativa
de procurar entrada, la puerta fué forzada con una
palanca, y ocho ó diez délos vecinos entraron, acompa¬
ñados por los gendarmes. A este tiempo, los gritos
habían cesado; pero cuando la gente llegaba al primer
piso, dos ó más roncas voces, disputando colérica¬
mente, fueron oídas, y parecían proceder de la más
alta parte de la casa. Cuando el segundo pasillo fué
alcanzado, estos sonidos, habían cesado también, y
todo permanecía perfectamente tranquilo. Los que
buscaban, se precipitarou de cuarto en cuarto. Al
entrar á una ancha pieza en el cuarto piso (cuya
puerta, encontrada cerrada y con la llave por dentro,
fué abierta á la fuerza), se presentó ante los ojos de
todos, un horroroso y sorprendente espectáculo.
te La habitación estaba en el más extraño desorden; el
mobiliario roto y dispersado en todas direcciones. Había
solamente un lecho; y su colchón y ropas habían sido
removidas y arrojadas al suelo. Sobre una silla había
una navaja de barba, manchada con sangre. En el suelo,
estaban dos ó tres mechones de cabellos humanos,
grises, también, salpicados de sangre y pareciendo ha¬
ber sido arrancados de raíz. Sobre el pavimento fueron
encontrados cuatro napoleones, un aro de topacio, tres
grandes cucharas de plata, tres pequeñas de metal de
Argel, y dos bolsas, conteniendo cerca de cuatro mil
francos en oro. Los cajones de un escritorio, que estaba
en un rincón, se hallaron abiertos, y habían sido, apa¬
rentemente, saqueados, aunque muchos objetos se en¬
contraban todavía en ellos. Un pequeño cofre de acero
$4 EDGAR ÍOG. - NOVELAS Y CUENTOS
íué hallado bajo las ropas del lecho (no bajo la cama).
Estaba abierto, con la llave aún en la cerradura. No
contenía más que algunás viejas cartas y otros papeles
insignificantes.
« De la señora L'Espanaye ninguna huella fuá vista
aquí; pero habiendo sido observada una gran cantidad
do hollín en el atrio, se buscó en la chimenea y (iho¬
rrible!) el cuerpo de la hija, con la cabeza para abajo,
fué sacado de adentro — había sido llevado hasta
una considerable distancia, por la estrecha aber¬
tura.
« El cadáver estaba caliente. Después de examinarlo
fueron notadas muchas escoriaciones, ocasionadas in¬
dudablemente por la violencia conque había sido intro¬
ducido y sacado áe la chimenea. Sobre el rostro tenía
hondos arañazos, y en la garganta negras magulladu¬
ras y profundas huellas de dedos, como si la muerte
hubiera sido ocasionada por estrangulamiento.
« Después de una perfecta investigación de cada
parte de la casa, sin descubrir más nada, los veciuos
llegaron á un pequeño patio empedrado en el interior
de ella, donde yacía el cadáver de la vieja señora, con
la garganta tan enteramente cortada, que al intentar
levantarlo, cayó la cabeza al suelo. El cuerpo, lo mismo
que la cabeza estaba espantosamente mutilado — esta
última, de tal manera que apenas se podía reconocer en
ella algo de humano.
« Para descubrir este horrible misterio, no hay, cree¬
mos, el más pequeño dato. »
La edición del siguiente día agregaba :
« La Tragedia de la calle Morgue. — Un gran
número de individuos han declarado en este extraordi-
LOS CRÍ-UENES DE LA CALLE 310RGLL 9S
nario y horrible asunto (la palabra asunto no tiene aún,
en Francia, esa ligereza de significación que tiene entre
nosotros) pero sin embargo nada ha podido arrojar luz
sobre ól. Damos á continuación todos los testimonios
recogidos.
« Paulina Dubourg , lavandera, depone que conoce á
las dos victimas, hace tres años, habiendo lavado para
ellas durante ese tiempo. La vieja señora y su hija pare¬
cían en buenas relaciones — y amarse mucho entre si.
Eran excelentes pagadoras. No puede hablar respecto
á sus modos y medios de vida. Cree que la señora
L. decía la buena ventura para vivir. Era reputada
como poseedora de algunos ahorros. Nunea encontró
personas en la casa cuando fué á buscar ó llevar ropa.
Está segura que no tenían sirviente. Parecía no haber
muebles en ninguna parte de la casa, excepto en el
cuarto piso.
« Pedro.Moreau, vendedor de tabaco, depone que ha
tenido costumbre de vender pequeñas cantidades de
tabaco y rapé á la señora L'Espanaye, durante cerca
decuatro años. Ilanacido en lavecindady vivido siempre
en ella. La víctima y su bija han ocupado la casa en que
fueron encontrados los cadáveres, durante más de seis
años. Estuvo últimamente arrendada por un joyero,
quien subalquilaba los cuartos altos á varias personas.
El edificio era de propiedad de la señora L’Espanaye.
Se disgustó con el locatario por los daños que le hacía
en la casa y se mudó en ella, rehusando alquilar los
pisos sobrantes, La vieja señora chocheaba. El testigo
ha visto á la hija unas cinco ó seis veces durante los
seis años.
« Las dos vivían excesivamente retiradas — eran re-
96 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
putadas cotoo personas de dinero. Ha oído decir entre
los vecinos que la señora L'Espanaye decía la buena
ventura, — no lo cree. No había visto jamás á nadie
entrar á la casa, excepto á la vieja señora y su hija, el
portero una ó dos veces, y un médico, ocho ó diez oca¬
siones.
« Muchas otras personas, vecinos, declaran de
acuerdo. Ninguno ha hablado como amigo de la casa.
No se sabe sí hay algunos parientes vivos de la señora
L’Espanaye y su hija. Los postigos de las ventanas del
frente eran abiertos rara vez. Los de las interiores esta¬
ban siempre cerrados con excepción de los de la gran
pieza del fondo, cuarto piso. La casa era muy buena —
no muy vieja.
« Isidoro Muset , gendarme, depone que fué llamado
á la casa hacia las tres de la mañana, y encontró unas
veinte ó treinta personas en la puerta de la calle, tra¬
tando de entrar. La forzó, al último, con una bayoneta
— y no con una palanca. Tuvo poca dificultad en
abrirla, á causa de ser una puerta doble ó de dos ba¬
tientes, y no estar cerrada con pasador, ni abajo ni
arriba. Los gritos fueron continuos hasta que se forzó la
puerta — y entonces cesaron repentinamente. Parecían
gritos de una persona (ó personas) en su illtima agonía
— no eran cortos y precipitados, sino prolongados y
fuertes. El testigo subió las escaleras. Habiendo alcan¬
zado el primer piso, oyó dos voces en fuerte y agria
disputa — la una gruesa, la otra mucho más aguda —
una voz muy extraña. Pudo distinguir algunas palabras
dichas por la primera; era voz de un francés. Está se¬
guro que no era voz de una mujer. Pudo oir las expre¬
siones sacré y diablo. La voz aguda era ie algún extran-
LOS CRÍMENES DE LA. CALLE MORGUE 97
jero. No pudo asegurarse de si era una voz de hombre
é de mujer. No logró saber lo que decía, pero cree que
hablaba en español. El estado del cuarto y de los cuer¬
pos fue descrito por este testigo, como lo describimos
ayer nosotros.
« Enrique Dimal, un vecino, platero de oficio, depone
que fué uno de los que primero entraron á la casa.
Corrobora el testimonio de Muset, en todo. Inmedia¬
tamente que forzaron la entrada, volvieron á cerrarla
puerta, para no dejar penetrar la multitud, que se
juntó muy pronto, á pesar de lo avanzado de la hora.
Este testigo cree que la voz aguda, era de un italiano.
Está cierto que no era la de francés. No puede asegu¬
rar que era una voz de hombre. Puede haber sido de
una mujer. No conoce el idioma italiano. No pudo dis¬
tinguir las palabras, pero está convencido, por la ento¬
nación, que el que hablaba era un italiano. Conocía á
la señora L, y su hija. Había conversado muchas veces
con ambas. Está seguro que la voz aguda no era la de
ninguna de las dos víctimas.
« Odenheimer , hostelero. Este testigo se ofreció
voluntariamente. No hablando francés, fué examinado
por medio de nn intérprete. Ha nacido en Amsterdam.
Pasaba por la casa al tiempo de los gritos. Duraron
algunos minutos — probablemente diez. Eran prolon¬
gados y fuertes — terribles y aflictivos. Fué uno de
los que entraron á la casa. Corrobora los datos de los
demás, con una sola excepción. Está seguro que la voz
aguda era de un hombre — de uu francés. No pudo
distinguir las palabras proferidas. Eran fuertes y pre¬
cipitadas — desiguales y dichas aparentemente con
tanto miedo como cólera. La voz era áspera — no tan
6
$3 EDGAR POE. — XOVELAS Y CüENTOS
aguda como áspera. No puede llamarla una voz aguda.
La voz gruesa dijo muy á menudo, sacré, diable , y una
vez man Bieu.
« Julio Mignaud. banquero, de la firma de Mignaud
é Hijos, calle Delareine. lis el mayor de los Mignaud.
La señora L’Espanaye tenía algún dinero. Había abierto
una cuenta con su casa en la primavera del año...
(ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de sumas
pequeñas. No había girado un spjo cheque hasta tres
días antes de su muerte, en que ella misma fue á pedir
la cantidad de 4.000 francos. Esta suma fué pagada
en oro, y un dependiente la condujo hasta la callé
Morgue.
« Adolfo Le Bon , dependiente de Mignaud é Hijos,
depone, que en el día ese, hacia las doce, acompañó á
la señora L’Espanaye hasta su domicilio, con los
4.000 francos puestos en dos bolsitas. Cuando la puerta
fué abierta, la Sta. L. apareció y tomó de sus manos
una de las bolsitas, mientras que la vieja señora hacía
lo mismo con la otra. Entonces se despidió y se fué.
No vió á nadie en la calle, en ese momento. Es una
calle cortada — muy solitaria.
« Guillermo Bird, sastre; depone que fué uno de los
«pie entraron en la casa. Es inglés. lía vivid» en París
dos años. Fué uno de los primeros en subir las escale¬
ras. Oyé las voces en disputa. La gruesa voz era de un
francés. Logró entender algunas palabras, pero no las
puede recordar todas. Oyó distintamente, sacré y man
Bieu. Había un ruido en ese momento como si algunas
personas estuvieran luchando — un ruido de pelea y de
desorden. La voz aguda era muy fuerte — más fuerte
que la gruesa. Está seguro que no era la voz de uji
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 99-
inglés. Parecía la de un alemán. Puede haber sido la
voz de una mujer. No entiende alemán.
« Cuatro de los testigos nombrados más arriba, fue¬
ron vueltos á llamar, y depusieron que la puerta del
cuarto en que fué encontrada la Sta. L. estaba cerrada
por dentro cuando Ileg'aron á ella. Todo se hallaba en
perfecto silencio—■ ni murmullos ni ruidos de ninguna
especie. Después que fué forzada la puerta, no so vió
ninguna persona. Las ventanas del cuarto del fondo,
como las del de enfrente, estaban cerradas y fuerte¬
mente sujetas por dentro. La puerta que conduce del
cuarto de enfrente al corredor se encontraba cerrada,
con la llave en el lado interno. Un cuartito, situado en
el frente de la casa, en el último piso, al comenzar el
corredor, fué hallado abierto con la puerta «ntornada.
Esta pieza estaba llena de camas viejas, maletas y
cosas por el estilo. Todo fué cuidadosamente recono¬
cido y registrado. No hay una pulgada, un solo sitio
de la casa, que no haya sido objeto de prolijas investi¬
gaciones. Deshollinadores fueron enviados á recorrer¬
las chimonas. La casa tenía cuatro piezas, con des¬
vanes [mansa',-des). Una trampa que da al techo estaba
clavada y asegurada — no parece haber sido abierta
desde hace años. El tiempo corrido entre el momento-
en que se escucharon las voces que disputaban, y la
violenta abertura de la puerta del cuarto, ha sido dife¬
rentemente apreciado por los testigos. Algunos lo
^hacen tan pequeño como tres minutos— otros tan
largo como cinco. La puerta fué abierta con dificultad.
« Alfonso García, rentista, depone que reside en la
calle Morgue. Es español. Fué uno de los que entraron,
á la casa. No subió las escaleras. Es nervioso v tenía
100 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
aprensión por las consecuencias si se agitaba. Oyó las
voces en disputa. La voz gruesa era la de ua francés.
No pudo oir lo que dijeron. La voz aguda era de un
inglés — está seguro de ello. No entiende el inglés,
pero juzga por la entonación.
« Alberto Montani , confitero, depone que estaba
entre los primeros que subieron las escaleras. Oyó las
voces en cuestión. La voz gruesa era de un francés.
Distinguió algunas palabras. El que hablaba parecía
reconvenir. No pudo entender lo que decía la voz
aguda. Hablaba muy ligero y desigualmente. Cree que
era voz de ruso. Corrobora lo dicho por los demás. Es
italiano. No ha conversado jamás con un ruso.
« Varios testigos, vueltos á llamar, declararon que
las chimeneas de todos los cuartos del último piso son
muy estrechas para permitir pasar un cuerpo humano.
Por « deshollinadores » quisieron decir los cepillos
cilindricos que emplean los limpiadores <]e chimeneas.
Estos cepillos fueron pasados de arriba á bajo en todos
los caños de la casa. No hay en los fondos ningún pasaje
por el que se pueda haber descendido mientras los
vecinos subian las escaleras. El cuerpo de la señorita
L’Espanaye estaba tan firmemente metido dentro de la
chimenea, que no pndo ser sacado hasta que cuatro ó
cinco hombres unieron sus esfuerzos con ese objeto.
« Pablo Pumas, médico, depone que fué llamado
para examinar los cuerpos, hacia la madrugada. Los
dos estaban sobre una cama, en el cuarto que fué
encontrada la señorita L’Espanaye.
« El cadáver de la joven presentaba muchas contu¬
siones y escoriaciones. El hecho de haber sido introdu¬
cido en la chimenea, explicaba suficientemente esos
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE ÍOÍ
fenómenos. La garganta estaba muy desollada. Había
varios arañazos profundos, justamente bajo la barba,
como asimismo una serie de manchas lívidas,que eran,
á todas luces, la impresión de los dedos. La faz estaba
horriblemente descolorida, y los ojos saltados. La len¬
gua había sido tronchada por la mitad. Uua ancha con¬
tusión fue descubierta sobre la boca del estómago, pro¬
ducida, aparentemente, por la presión de una rodilla.
En la opinión de M. Dumas, la señorita L’Espanaye ha
sido ahogada por una ó varias personas desconocidas.
« El cuerpo de la madre se hallaba horriblemente
mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha esta¬
ban más ó menos destrozados. La tibia izquierda, muy
hendida, así como las costillas del mismo lado. Todo
él cuerpo horriblemente contuso y descolorido. No es
posible decir cuándo han sido inferidas las lesiones.
Una pesada maza de madera, ó una ancha barra de
hierro, una silla, cualquiera arma ancha, pesada y ob¬
tusa puedehaber producido tales resultados, manejada
por un hombre de gran fuerza. Ninguna mujer puede
haber causado esas heridas con ninguna arma. La ca¬
beza de la muerta, cuando fué vista por el testigo, es¬
taba enteramente separada del cuerpo, y se hallaba
también muy destrozada. La garganta ha sido cortada
evidentemente con algún instrumento muy afilado — á
todas luces con una navaja de barba.
« Álmandro Etienne, cirujano, fué llamado con el
señor Dumas, para examinar los cuerpos. Corrobora el
testimonio y las opiniones de su colega.
« Nada más de importancia fué descubierto, aunque
muchas otras personas fueron interrogadas. Un asesi¬
nato tan misterioso y tan extraño en sus circunstan-
6 *
i 02 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
cias, no ha sido nunca cometido en París — si es ver¬
dad que ha habido asesinato en este caso. La Policía,
enteramente á oscuras —es un incidente sin ejemplo.
No hay ni la sombra de una huella. »
La edición de la noche establecía que continuaba en
el barrio San Roque la más grande excitación; que el
teatro del crimen había sido examinado otra vez, y que
los testigos habían sido interrogados de nuevo, pero
todo esto sin éxito. Un post scriptum, sin embargo,
anunciaba que Adolfo Le Bon había sido encarcelado
— aunque nada aparecía en él, como sospechoso, fuera
de los hechos ya detallados.
Dupin parecía singularmente interesado en el pro¬
greso de este asunto — al menos, juzgaba yo eso de su
aspecto — porque no hacía comentarios. Fué sola¬
mente después del anuncio déla prisión de Le Bon, que
me pidió mi parecer, respecto á los asesinatos.
Yo estaba acorde con todo Paris en considerarlo»
como un insoluble misterio. No veía medio por al que
fuera posible seguir la pista á los asesinos.
— No debemos juzgar de los medios, dijo Dupin, por
esta apariencia de indagación. La Policía parisiense,
tan alabada por su penetración, es astuta, pero nada
más. No hay método en sus procedimientos, excepto el
método del momento. Hace una vasta ostentación de
medidas; y frecuentemente son tan bien adaptadas al
objeto propuesto, que traen á la memoria á Mr. Jour-
dain pidiendo su robe de chambre, para oir mejor la
música.
« Los resultados alcanzados por ellas, son frecuen¬
temente sorprendentes, pero por la mayor parte, son
tOS CKÍ.MiüNES BE LA CALLE Í10UGÜE 10?
efecto, déla simple diligencia y de la actividad. Cuando
estas cualidades son infructuosas, sus planes se
frustran.
« Vidoeq, por ejemplo, era un buen conjeturador y
un hombre perseverante. Pero faltándole instrucción,,
se engañaba continuamente por la demasiada intensi¬
dad de sus investigaciones. Perjudicaba su visión, con¬
templando el objeto de muy cerca. Podía ver, quizá,
uno ó dos puntos con sin igual claridad, pero proce¬
diendo así, necesariamente, no podía considerar el
asunto como un todo. De manera que hay algo que-
puede llamarse ser demasiada profundo. La verdad no-
está siempre en un pozo. Los más importantes datos se
hallan invariablemente en la superficie. La profundidad
reside en los valles donde la buscamos, y no es sobre
la cúspide de la montaña donde se la encuentra. Los
modos y fuentes de esta clase de error, están muy bien
retratados en la contemplación de los cuerpos celestes.
Arrojar una ojeada sobre una estrella —■ contemplarla
de lado, tornando hacia ella las porciones exteriores
de la retina (más susceptibles que las interiores, á las
débiles impresiones de la luz) es ver la estrella distin¬
tamente — es tener la mejor apreciación de su brillo
— un brillo que disminuye justamente en proporción
que la miramos más de lleno. Un gran número de rayos
caen sobre el ojo en el último caso; pero en el primero,
hay la más refinada aptitud para la percepción. Poruña
exagerada profundidad hacemos perplejo y débil nues¬
tro pensamiento ; y es posible basta hacer desaparecer
á Venus misma, del cielo, por un examen demasiado
sostenido, demasiado concentrado ó demasiado directo.
« Así, en cuanto á estos asesinatos, bagamos algu-
S04 EDGAR POE. —• NOVELAS Y CUENTOS
ñas consideraciones para nosotros mismos, antes de
formar una opinión respecto á ellos. Una indagación
nos va á entretener. (Encontré este verbo muy extraño,
aplicado de esta manera, pero no dije nada); y ade¬
más, Le Bon me hizo una vez cierto servicio por el que
le estoy agradecido.
« Iremos ó ver el teatro del suceso con nuestros
propios ojos. Conozco á G*‘*, el Prefecto de Policía,
y no tendremos dificultad en obtener el permiso nece¬
sario. »
Acordada la autorización, nos dirigimos en el acto á
la calle Morgue.
Era ésta una de esos miserables pasajes que se hallan
situados entre la calle Richelieu y la de Saint-Roch.
Al oscurecer llegamos á ella; porque el barrio está á
una gran distancia de aquel en que residíamos. La casa
fué inmediatamente encontrada; porque había aún
muchísimas personas mirando los postigos cerrados,
con una tonta curiosidad, desde la otra acera de la
calle.
Era una casa como ordinariamente son las de París,
con una entrada, en uno de cuyos lados había una
garita con cristales, y vidrio movible en la ventana, in¬
dicando una logede eoneierge. Antes de entrar, remon¬
tamos la calle, dimos vuelta por una alameda, y en¬
tonces, volviendo otra vez. pasamos por los fondos de
la casa. — Dupin, mientras,'examinaba toda la vecin¬
dad, lo mismo que la casa, con una minuciosidad para
la que no podía yo encontrar objeto.
Volviendo sobre nuestros pasos, llegamos de nuevo
hasta el frente del edificio, llamamos, y habiendo mos-j
trado nuestras credenciales, fuimos admitidos por los
LOS CRDIEJiBS DE LA CALLE MORGUE 10b
agentes de servicio. Subimos las escaleras y penetra¬
mos al cuarto donde había sido encontrado el cuerpo de
la señorita L’Espanaye, y donde permanecían aún los
dos cadáveres. El desorden del cuarto continuaba, como
se acostumbra en tales casos. No vi nada queno hubiera
sido constatado por la Gazelte des Tribunauoc. Dupia
examinó todo, hasta los cuerpos délas víctimas. Depués
fuimos á los otros cuartos y al patio; un gendarme nos
acompañaba por todas partes.
Aquel examen nos ocupó hasta la noche, en que nos
fuimos. En el camino hasta casa, mi compañero se de¬
tuvo por un momento en la oficina de un diario.
He dicho que los caprichos de mi amigo eran múlti¬
ples y, que je le ménageais; para esta frase no hay
ninguna equivalente en inglés. Fué su humour aban¬
donar toda conversación respecto al asesinato, hasta
cerca de las doce del día siguiente. Entonces me pre¬
guntó, repentinamente, si no había observado algo de
singular , en el teatro del asesinato.
Había no sé qué en su manera de dar énfasis á la pa¬
labra «singular » que me hizo estremecer, sin que com¬
prendiera el motivo.
— No, nada de singular, dije, nada más que lo que
ambos hemos visto constatado en el diario.
— La Gazeite-, replicó él, no ha penetrado, temo, el
horror poco habitual del hecho. Pero desechemos las
vanas opiniones de ese impreso. Me parece que este
misterio es considerado insoluble por la misma razón
que le haría ser mirado como fácilmente soluble
— quiero decir, por el carácter exagerado de sus rasgos
distintivos. La Policía está confundida por la aparente
ausencia de motivo — no por el asesinato en si mismo —
106 EÍGAH POE. — KOVEtAS Y CUENTOS
sino por sn atrocidad. Está aturdida, aiemás, por la
aparente imposibilidad de conciliar las voces que dis¬
putaban, con los hechos de que no se encontró en los
altos más que el cadáver de la señorita L’Espanaye, y
que no había medios de salir sin que los vecinos que
subían las escaleras, lo notaran. El extraño desorden
del cuarto; el cuerpo embutido, con la cabeza para
abajo, en la chimenea; la horrorosa mutilación del
cuerpo de la vieja señora; estas consideraciones con las
ya mencionadas y otras que no necesito detallar, han
bastado para paralizar el poder, para derrotar comple¬
tamente la alabada penetración de los agentes del go¬
bierno. Han caído en el grande aunque común error de
confundir lo no habitual con lo abstruso. Pero es en
estas desviaciones del plano de lo ordinario, que la
razón tantea su camino, aunque siempre, en la investi¬
gación déla verdad. En indagaciones como la que esta¬
mos haciendo e3 menester no preguntarse tanto «¿ qué
ha ocurrido ? », como « ¿ qué ha ocurrido que no haya
ocurrido antes ? >1 En una palabra, la facilidad con que
llegaré ó he llegado ála solución de este misterio, está
en razón directa de su aparente insolubilidad álos ojos
de la Policía.
Contempló fijamente á mi interlocutor, con mudo
asombro.
— Estoy esperando ahora, continuó él, mirando
hacia la puerta de nuestro cuarto — estoy esperando
una persona que aunque, quizá, no es el autor de esa
carnicería, debe estar, en algún modo, complicado en
su perpetración. Es probable que sea inocente de la
parte más horrorosa de esos crímenes. Deseo no equi¬
vocarme en esta suposición, porque sobre ella he edifi-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 107
cado mis esperanzas de descifrar por completo el
enig’ma. Espero al hombre aquí — en esta pieza — de
un momento á otro. Es cierto que puede no venir; pero
la probabilidad es que vendrá. Si viniera, será nece¬
sario detenerlo. Aquí hay pistolas ; y ambos sabemos
cómo se usan cuando llega la ocasión.
Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía,
creyendo á medias en mis oídos, mientras Dapin pro¬
seguía, casi en un soliloquio. He hablado ya de su as¬
pecto abstraído en tales momentos. Sus pensamientos
se dirigían á mí; pero su voz, aunque en manera alguna
fuerte, tenía esa entonación que es comúnmente em¬
pleada cuando se habla á alguien desde una gran distan¬
cia. Sus ojos, sin expresión miraban solamente la pared.
— Que las voces oídas en disputa, dijo, por los que
subieron las escaleras, no eran de mujer, está plena¬
mente probado por las declaraciones. Esto nos ahorra
toda duda respecto á la cuestión de si la vieja señora
puede haber muerto á la hija, y después haberse suici¬
dado. Además, no hablo de esto, sino por amor al
método; porque lafuerzadelaSra. L’Espanaye hubiera
sido absolutamente insuficiente para la tarea de meter
su hija dentro de la chimenea, de la manera como fué
encontrada; y la naturaleza de los golpes inferidos á su
persona, hacen enteramente imposible la idea de la
propia destrucción. El asesinato, por consiguiente, ha
sido cometido por un tercer conjunto de personas; y
las voces de este tercer conjunto fueron las oídas en
disputa. Déjeme Vd. ahora llamar su atención — no
sobre las declaraciones relativas á esas voces — sino
sobre lo peculiar á ellas. ¿Ha notado Vd. algo peculiar
en las declaraciones ?
108 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS
Hice notar que mientras todos los testigos concerta¬
ban en suponer la gruesa voz corno la de un francés,
había mucha contrariedad respecto á la aguda, ó como
3a llamó un testigo, áspera,
— Esa es la evidencia misma, dijo Dupin, pero no
es la peculiaridad de laevidencia. Yd. no ha observado
nada distintivo. Sin embargo, hay algo que observar,
Los testigos, como Yd, nota, están acordes respecto á
la voz gruesa; en esto sus testimonios son unánimes.
Pero sobre la aguda, la peculiaridad es —no que des¬
acuerdan, sino que, cuando un italiano, un inglés, un
español, un holandés y un francés, intentandescribirla,
cada «no habla de ella como de la de un extranjero.
« Cada nno está seguro que no era la voz de un com¬
patriota, Cada uno la asemeja — noá la voz de un indi¬
viduo de alguna nación cuya lengua le fuera familiar-
sino al contrario. El francés, supone que era la voz de
un español, « habría entendido algunas palabras si
hubiera conocido el castellano. » El holandés mantiene
que era la de un francés, pero encontramos constatado
qué « no entendiendo el francés, este testigo fué exami¬
nado por medio de un intérprete. » El inglés piensa
que era la voz de un alemán y « no entiende alemán ».
El español « está seguro » que era la de un inglés,
pero juzga « por la entonación » únicamente, pues « no
conoce el inglés ». El italiano cree que era la yoz de un
ruso, pero « no ha conversad* jamás con un ruso ». Un
segundo francés, difiere, además, con el primero, y es
positivo para él, que la voz era de un italiano; pero
« no conociendo esa lengua » está, como el español,
convencido por la entonación. ¡ Cuán extraña y poco
habitual debe haber sido realmente esta voz sobre la
109
LOS CRÍMENES BE LA CALLE MORGUE
que puede haberse producido un tesimonio como
éste ! — en cuyos tonos, extranjeros naturalizados de
las cinco grandes divisiones de Europa, no han podido
reconocer ninguno que les sea familiar — ¡ absoluta¬
mente familiar! Vd. dirá que puede haber sido la voz
de un asiático — de un africano. Ni los asiáticos ni
los africanos abundan en París; pero sin rechazar la
deducción, quiero llamar la atención de Vd. simple¬
mente sobre tres puntos.
« La voz es llamada por un testimonio « áspera más
bien que aguda ». Es representada por otros, como
« rápida y desigual. Ningunas palabras —> ningunos
sonidos parecidos á palabras — son mencionados como
« comprensibles » por los testigos.
« No sé, continuóDupin, qué impresión puedo haber
hecho, de esta manera, sobre el entendimiento de Vd.;
pero no'vaciloen decir que, deducciones legitimas hasta
de esa porción del testimonio — la porción que res :
pecta á las voces gruesa y aguda — son en sí mismas
suficientes á engendrar una sospecha que puede dar di¬
rección á los progresos en la investigación del misterio.
« Digo « deducciones legítimas », pero mi pensa¬
miento no está expresado por completo con esa frase.
Quería decir que las deducciones eran los únicos medios
propios, y que la sospecha procede inevitablemente de
ellas, como el finteo resultado. Cuál es la sospecha,
sin embargo, no puedo precisarlo todavia.
«Deseo sólo demostrar á Vd. que en cuanto á mí,
era suficientemente eficaz para dar una forma definida
— una cierta tendencia, á mis investigaciones en el
teatro del crimen.
« Trasportémonos ahora, imaginativamente, á ese
7
110 EDtíAR POE, — NOVELAS Y GOENTÜS
teatro. ¿ Qué buscaremos primero en él ? Los medios
de salida empleados por los asesinos. No es demasiado
decir que ninguno de nosotros oree en intervenciones
sobrenaturales. La señora y señorita L’Espanaye no
han sido destruidas por espíritus.
« El asesino esmaterial y ha escapado materialmente.
Ahora ¿ cómo? Afortunadamente no hay más que un
modo de razonar sobre el punto, y este modo debe
guiarnos á una conclusión definida. Examinemos, uno
por uno, los medios posibles de salida. Es claro que los
asesinos estaban en el cuarto, donde fué encontrada la
señorita L’Espanaye, ó al menos en el Cuarto contiguo,
■cuando loé vecinos subieron las escaleras. Por consi¬
guiente, es desde estas dos piezas que tenemos que
buscar las salidas. La Policía ha puesto á descubierto
'los pisos, los lechos, y la composición de las paredes
en todas direcciones. Ninguna salida seci'eta ha podido
escapar á su vigilancia. Pero, no confiando en sus ojos,
he examinado las cosas con los míos propios.
« No había en realidad, salidas secretas. Las dospuer-
tas que conducen de los cuartos al corredor, estaban
perfectamente cerradas, conlas llavesenelladointerior.
Veamos las chimeneas. Aunque de la anchura ordinaria
hasta ocho ó diez pies, por arriba del atrio, no pueden
permitir, en su extremidad, la salida de un gato grande,
« Estando constatada la imposibilidad de escaparse
por los medios ya examinados, nos quedan sólo las ven¬
tanas. Por las del cuarto del frente, nadie puede haber
huido sin ser visto por la multitud apiñada en la calle.
« Los asesinos, deben haber pasado, entonces, por
las del cuarto de atrás. Ahora, traídos á esta conclu¬
sión, de úna manera tan inequívoca, no tenemos derecho,
tos CRÍMENES DE LA. CALLE MORGUE 111
como razonadores, para rechazarla en razón de suapa-
rente imposibilidad. Nos queda que probar, solamente,
que esas « aparentes imposibilidades », no lo son en
realidad.
«Iíay dos ventanas en el cuarto. Una de ellas no
está obstruida con muebles y es perfectamente visible.
La parte baja de la otra está tapada por la cabecera del
enorme lecho, que está pegado á ella. La primera fué
encontrada fuertemente asegurada por dentro. Resistió
á los más grandes esfuerzos de los que pretendieron
levantarla. Un gran agujero había sido hecho en su
marco con una barrena. Llegaba hasta el otro lado, y
dentro de él, fué hallado un grueso clavo, metido
hasta la cabeza, casi. Al examinar la otra ventana, un
clavo idéntico fué visto, aparentemente metido de la
misma manera ; y un vigoroso esfuerzo para levantar
este marco falló también. La Policía quedó convencida
de que no se había efectuado ninguna escapada en esas
direcciones. Y por consiguiente fué considerado inútil,
retirar los clavos y abrir las ventanas.
« Mis propias indagaciones fueron un poco más espe¬
ciales, y lo fueron por la razón que he dado hace un
instante — porque de ahí se debían sacar las pruebas
de que las imposibilidades aparentes no eran tales en
realidad.
« Proseguí razonando así — a posterior i. Los asesinos
han escapado por una de esas ventanas. Siendo esto
así, no podían haber vuelto á asegurar los marcos por
el interior, como fueron encontrados — consideración
que por su evidencia, había limitado las diligencias de
la Policía á ese solo barrio. Los marcos, sin embargo,
fueron cerrados. Debían , pues, tener el poder de
cerrarse
112 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
por sí mismos. No se podía escapar á esta conclusión.
Llegué hasta la ventana libre de muebles, quité el clavo
con alguna dificultad, é intenté levantar el marco. Re¬
sistió á todos mis esfuerzos, como lo había esperado.
Conocí entonces que debía existir un oculto resorte; y
la corroboración de mi pensamiento, me convenció de
que mis premisas eran reales, por más misteriosas que
todavía me aparecieran algunas circuntancias relativas
á los clavos. Una cuidadosa investigación me hizo en¬
contrar bien pronto el escondido resorte. Lo apreté,
y satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve de
levantar el marco.
« Entonces volví á colocar el clavo en su sitio y lo
contemplé atentamente. Una persona al salir por laven-
tana podía haberla cerrado de nuevo, y el resorte
hubiera calzado — pero el clavo no habría podido ser
puesto en su lugar. La conclusión era clara y limitaba
de nuevo el campo de mis pesquisas. Los asesinos
debían, haber escapado por la otra ventana. Suponiendo,
entonces, que sobre cada marco había un resorte idén¬
tico,, como era probable, debía haber alguna diferencia
entre los clavos, ó al menos, entre los modos de su co¬
locación. Habiendo subido al armazón del lecho, registré
minuciosamente el segundo marco, por sobre la cabe¬
cera de la cama. Pasando mi mano por detrás de ella,
encontré bien pronto y oprimí el resorte, que era, como
había supuesto, igual á su vecino. Después lo miró.
Era tan grueso como el otro, y aparentemente metido
de la misma manera — hundido casi hasta la cabeza.
« Yd. diría que yo estaba confundido; pero si Vd.
piensa eso, es porque no ha comprendido lá naturaleza
de las inducciones. Parausar una frase de juego [spor-
LOS CRÍMENES DE LA. CALLE AfORGUE 113
tingphrase), no había cometido todavía una sola « falta ».
No había perdido la pista un solo instante. No había
hendiduras en ningún eslabón de la cadena. Había se¬
guido el secreto hasta su último punto — y este punto
era el clavo. Tenía, digo, toda la apariencia de su
compañero de la otra ventana; pero este hecho era
absolutamente nulo (por más concluyente que pare¬
ciera ser), en frente de esta consideracíión : que allí
en ese punto, terminaba la huella conductora.
« Algún defecto, dije, debe haber en el clavo. Lo
toqué; y la cabeza, con casi un cuarto de pulgada de
la espiga, se quedó entre mis dedos. El rasto de la
espiga estaba en el agujero hecho con la barrena,
dentro del cual se había roto. La fractura era vieja
(pues los bordes estaban incrustados de moho) y había
sido causada aparentemente por un martillazo, que
había sujetado, en la superficie del marco, la cabeza
del clavo. Coloqué cuidadosamente la cabeza en el agu¬
jero de donde la había extraído, y la semblanza con un
clavo entero, fué completa — la rajadura era invisible.
Apretando el resorte, levanté poco á poco el marco,
algunas pulgadas; la cabeza del clavo se levantó con
él, permaneciendo firme en su lecho. Cerré la ventana,
y el clavo volvió á aparecer como si estuviera entero.
« El enigma, hasta aquí, estaba descifrado. El ase¬
sino había escapado por la ventana que daba sobre el
lecho. Cayendo por si misma, después de su salida (ó
quizá cerradaá propósito), había sido asegurada por el
resorte — y fué la retención de este resorte el que la Po¬
licía había equivocado con la del clavo — siendo así
consideradas inútiles las investigaciones ulteriores.
« Seguía la cuestión de saber cómo había deseen-
114 EDGAR POE. — KOYELAS Y GÜEKTOS
dido. Sobre este punto había quedado satisfecho coa el
paseo que di con Vd. alrededor del edificio. Cerca de
cinco pies y medio más abajo de la ventana, hay una
cadena de pararrayos. Desde allí hubiera sido impo¬
sible para cualquiera el alcanzar sólo al alféizar.
« Observé, sin embargo, que los postigos del cuarto
piso eran de esa clase especial llamados ferrados, por
los carpinteros parisienses — una clase raramente em¬
pleada en nuestros días, pero que pueden verse á me¬
nudo en las viejas casas de Lyon y de Bordeaux. Son
de la forma de una puerta ordinaria (de una batiente,
no de dos), excepto en esto : en la mitad inferior están
enrejados con alambre — ofreciendo asi un excelente
asidero para los manos. En el caso presente, estos
postigos son de tres pies y medio de ancho.
« Cuando los vimos desde los fondos de la casa, esta¬
ban los dos entreabiertos, es decir, haciendo ángulo
recto con la pared. Es probable que la Policiaco mismo
que yo, examinara la parte trasera de la casa; pero si
es así, mirando esos ferrados en la línea de su anchura
(como debe haberlo hecho), no percibió la gran an¬
chura misma, ó en todo caso, no la tomó en la debida
consideración. Estando convencida de que ninguna
salida podía haberse efectuado por ese lado, debe
haber hecho en él un examen muy ligero. Era claro
para mí, sin embargo, que el postigo perteneciente á
la ventana á que daba la cabecera del lecho podía, si
se le abría enteramente á lo largo de la pared, alcan¬
zar hasta dos pies de la cadena del pararrayos. Era tam¬
bién evidente, que por medio de un extraño grado de
actividad y valor, se podía haber efectuado una entrada
por la ventana, desde el pararrayos. Alcanzando á la dís-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE l i¡>-
taneia de dos pies y medio (supongo el postigo abierto
en toda su extensión), unladrón podía haber encontrado
un firme asidero en el enrejado de que hablé antes.
Abandonando su punto de apoyo, el pararrayos, asegu¬
rando sus píos contra la pared, y largándose intrépida-
: mende desde allí, podía haber atraído el postigo hasta
cerrarlo, ysiimaginamos la ventana abierta en ese mo¬
mento, podía hasta haber llegado al interior del cuarto.
« Quiero que Vd, recuerde especialmente que ha
hablado de un extraño grado de actividad, como requi¬
sito para el éxito en tan aventurada como difícil
acción.
« Es'mi designio mostrar á Vd., primero, que ea
posible que la cosa se haya llevado á cabo; y segundo,
y principalmente , deseo hacer comprender á Vd. el
extraordinario—#1. sobrenatural carácter de la agili¬
dad, con que debe haberse ejecutado la ascensión,
« Vd. dirá sin duda, usando el lenguaje de la ley,
que « para aclarar un caso » debía más bien avaluar
en menos de su valor real, que insistir sobre la entera
estima de la actividad requerida en este asunto. Esta,
puede ser la práctica judicial, pero no es la costumbre
de la razón. Mi único objeto es la verdad. Mi propósito
inmediato es inducir á Vd. á que coloque en justa
posición, esa extraordinaria agilidad de que acabo da
hablar, coa esa singular voz aguda (ó áspera) desigual,
sobre cuya nacionalidad no se han encontrado dos per¬
sonas acordes, siquiera, y en cuya pronunciación no
se ha descubierto el acto de silahificar.»
A estas palabras, una vaga é informe concepción del
pensamiento de Dupiu, atravesó mi intelig-encia, Paro-
cía estar sobre el límite de la comprensién, sin poder
116 - EDGAU POE. — NOVELAS Y CUENTOS
comprender — como los hombres que á veces se ha¬
llan en el borde de un recuerdo, sin'poder recordar,
sin embargo. Mi amigo prosiguió:
— Vd. verá, dijo, que he conducido la cuestión, del
modo de salida al modo de entrada. Era mi intención
demostrar que ambas fueron efectuadas de la misma
manera y por el mismo punto. Volvamos ahora al
interior del cuarto. Examinemos atentamente sus cir¬
cunstancias. Los cajones de la cómoda, se ha dicho,
han sido saqueados, aunque muchos objetos de toilette
permanecían todavía en ellos. La conclusión sacada de
esto, és absurda. Es una simple conjetura — tonta,
necia— y nada más. ¿ Cómo podemos saber que los
objetos encontrados en los cajones, no eran todos los
contenidos en ellos?
La señora L'Espanaye y su hijanacían una vida exce¬
sivamente retirada— no veían á nadie—salían raras
veces — no tenían para que cambiar de adornos ácada
rato. Los que han sido hallados, eran, además, de tan
buena calidad como los que podían poseer esas seño¬
ras. Si un ladrón hubiera llevado algunos ¿ por qué no
llevar los mejores, por qué no llevar todos? En una
palabra, ¿ por qué abandonar cuatro mil francos en
oro, para embarazarse con un atado de ropa ? El oro
fué abandonado. Casi toda la 3uma mencionada por el
Sr. Mignaud, el banquero, fué recogida, en sacos sobre
el pavimento. Deseo, por consiguiente, apartar de la
inteligencia de Vd. la desatinada idea de motivo , enjen-
drada en los hombres de la Policía por las declara¬
ciones que hablan de dinero entregado en la puerta de
la casa. Coincidencias diez veces tan notables como
ésta (la entrega de dinero, y asesinato cometido dentro
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 117
de los tres días, sobre la persona que lo recibió) vemos
sucederse todos los días de nuestra vida, sin atraer
i ni momentáneamente nuestra atención. Las coinciden¬
cias en general, son grandes obstáculos en el camino
de esa clase de pensadores, que han sido educados de
tal manera, que no conocen sino la teoría de las proba-
lidades — esa teoría á la cual los más gloriosos obje¬
tos de las investigaciones humanas deben las más glo.
riosas ilustraciones. En el presente caso, si el oro
hubiera desaparecido, el hecho de su entrega tres días
antes, habría importado algo más que una coinciden¬
cia. Podía haber corroborado la idea de motivo. Pero
bajo la circunstancia real del caso, si podemos suponer
al oro el motivo de este crimen, debemos también ima¬
ginar al perpetrador tan vacilante como un idiota, para
haber abandonado su oro y bu motivo, todo junto.
« Guardando ahora firmemente en el cerebro, los
puntos hacia que he llevado la atención de Vd. —■ esa
voz especial, esa extraña agilidad, y esa sorprendente
ausencia de motivo, en un asesinato tan singularmente
atroz como éste — examinemos el crimen en sí mismo.
« Aquí hay una mujer estrangulada por la fuerza de
las manos, y metida en una chimenea, con la cabeza
para abajo. Ordinariamente los asesinos no emplean
medios semejantes para matar. Todavía menos, ocul¬
tan así los cadáveres.
« En la manera de introducir el cuerpo en la chi¬
menea Yd. admitirá que hay algo excesivamente exage¬
rado — algo irreconciliable con lo natural de las
acciones humanas, hasta cuando suponemos á los
autores, los más depravados de los hombres. Piense
Vd., además, cuán grande debe haber sido la fuerza
7*
Ü8 EDGAR POE- — NOVELAS T CUENTOS
del que metió el cuerpo en la chimenea tan violenta¬
mente, que muchas personas juntas bastaron apenas
para sacarlo.
« Volvamos ahora hacia las otras pruebas de esa
Tuerza extraordinaria. En el suelo había espesos
mechones — muy espesos mechones — de cabello
humano. Habían sido arrancados de raíz. Usted sabe la
gran fuerza que se nscesila para arrancar así de la
cabeza, solamente veinte ó treinta pelos juntos. Usted
vió esos mechones, tan bien como yo. Sus raíces (ho¬
rroroso espectáculo) estaban adheridas á fragmentos
del cuero cabelludo — prueba segura del prodigioso
poder empleado para desarraigar quizá medio millón'
de una sola vez. La garganta de la vieja señora, estaba
no solamente cortada, sino que la cabeza se hallaba
separada del cuerpo; el instrumento era una simple
navaja. Deseo que considere Vd. también la brutal
ferocidad de estos crímenes. De las magulladuras de
la señora L’Espanaye, no hablo. El Sr. Dumas y su
excelente colega el Sr. Etienne han declarado que
eran infligidas por algún instrumento obtuso; y basta
ahí, esos caballeros no se han equivocado. El instru¬
mento obtuso es claramente la piedra del pavimento
del patio, sobre la que ha caído la víctima desde la
ventana próxima al lecho. Esta idea, por más simple
que pueda parecer ahora, ha escapado á la Policía pol¬
la misma razón que le escapó la anchura de los posti¬
gos, — porque á causa de la presencia de los clavos,
su percepción estaba herméticamente cerrada á laposi-
hilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas
jamás.
« Si ahora, en adición átodas estas cosas, ha reflexio-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE lií
nado Vd. sobre el raro desorden del cuarto, hemos ido
tan lejos como para combinar las ideas de una agilidad
sorprendente, una fuerza suprahumana, una ferocidad
brutal, una,carnicería sin motivo, una grotasquerie en-,
horror, absolutamente ajena ála humanidad, y una voz
extraña en tono á los oídos de los hombres de muchas
naciones, y privada de silabiíicac.ión distinta ó inteli¬
gible. ¿ Qué resulta, pues, de todo esto? ¿ Qué impre¬
sión he hecho sobre su imaginación de Vd? »
Cuando Dupin me hizo esta pregunta sentí como si
una serpiente se deslizara sobre mi cuerpo.
— Un loco, dije, ha sido el asesino — algún maníaco
furioso escapado de una Maison de San té de la vecindad.'
. — De algunos puntos de vista, replicó, la idea de Vd.
es aceptable. Pero las voces de los locos, hasta en sus
horribles paroxismos, no se parecen áesa voz especial,
oída en los altos. Los locos son de' alguna nación, y su
lenguaje, por incoherentes que sean sus palabras, tiene
siempre la coherencia de la silabificación. Además, el
cabello de un loco no es como el que tengo en mis
manos. Saqué estos cuatro ó cinco pelos de entre los
rígidos dedos de la Sra. L'Espanaye. Dígame Vd. su
opinión ahora.
• — Dupin,’dije completamente enervado., este pelo es
de lo más extraño — éste no es pelo humano*
— No he asegurado que lo sea, dijo él, pero antes da
decidirnos sobre este punto, deseo que examine Vd. el
pequeño esbazo que he hecho aquí sobre este papel. Es
un facsímile dibujado, de lo que ha sido descrito en
una parte de las declaraciones como « negras magulla¬
duras » y profundas impresiones de los dedos de una
mano sobre la garganta de la señorita L'Espanaye, y
120 EDGAR POE. — NOVELAS ¥ CUENTOS
en otra (por los Sres. Dumas y Etienne) como serie de
lívidas manchas, evidentemente « señales de dedos ».
— Usted percibirá, continuó mi amigo extendiendo
el papel sobre la mesa delante de nosotros, que este
dibujo da la idea de una firme y potente garra. No hay
deslizamiento aparente. Cada dedo ha conservado —
indudablemente hasta la muerte de la víctima — el
horrible punto en que fué colocado desde el principio.
Trate Vd. ahora de poner todos sus dedos al mismo
tiempo, en las respectivas marcas que hay aquí
Hice el ensayo en vano.
— Evidentemente no es asi como debemos sujetar
¿ prueba este asunto, dijo Dupin. El papel está exten¬
dido sobre una superficie plana; pero la garganta
humana es cilindrica. Aquí hay un trozo de leña, cuya
circunferencia es, poco más ó menos, la de la garganta.
Enrolle Vd. el dibujo alrededor y hagamos el experimento
de nuevo.
Lo hice; pero la dificultad fué todavía más obvia.
— Ésta, dije, no es la huella de una mano humana.
— Lea Vd. ahora, replicó Dupin, este pasaje de
Cuvier.
Era una descripción anatómica, minuciosa, del
gran Orangutáng leonado de las islas orientales. La
gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y actividad,
la ferocidad salvaje, y las propensiones imitativas de
ese mamífero, son conocidas suficientemente de todo el
mundo. Comprendí al fin el inmenso horror del ase¬
sinato.
— La descripción de los dedos, dije, cuando hube
concluido de leer, concuerda exactamente con este
dibujo. No veo que otro animal, sino un Orangután,
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 12t
de la especie aquí mencionada, podía haber dejado
huellas como las que Vd. ha trazado. Este mechón
de pelo leonado es, además, idéntico en carácter al de
la bestia descrita por Cuvier. Pero no puedo comprender
de una manera clara, todas las circunstancias de este
horroroso misterio. Dos voces fueron oídas en disputa,
y una de ellas era incuestionablemente la voz de un
francés.
— Cierto; y Vd. recordará una expresión atribuida,
casi unánimemente, por los declarantes, á esa voz — la
expresión mon Dieu. Con relación á las circunstancias
averiguadas, ha sido perfectamente caracterizada por
uno de los testigos (Montani, el confitero) como una
expresión de reconvención ó reproche. Sobre esas dos
palabras, he edificado principalmente mis esperanzas
de una completa solución del asunto. Un francés tiene
conocimiento intimo del misterio. Es posible — á la
verdad — es hasta más que probable — que sea ino¬
cente de toda participación en los sangrientos sucesos
de que nos ocupamos. El Orangután, puede habér¬
sele escapado, Puede haberlo seguido hasta el cuarto;
pero por las terribles circunstancias que se produjeron
puede ser que no haya vuelto á capturarlo. El mono
está libre todavía. No proseguiré estas conjeturas —
pues no puedo llamarlas de otra manera — desde que
las sombras de reflexión sobre que se basan, son
apenas de la profundidad suficiente para ser apreciables
¿ mi propio intelecto, y desde que no puedo pretender
hacerlas inteligibles á nadie. Las llamaremos, pues,
conjeturas; y hablaremos de ellas como si fuesen tales.
Si el francés en cuestión, es, como supongo, inocente
de esa atrocidad, este aviso, que dejé anoche cuando
122
EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
volvíamos á casa, qn la oficina de Le Monde, (un.diario
consagrado á los intereses marítimos, muy buscado por
los marineros) le traerá hasta nuestra morada.
Me tendió un papel y leí:
« Hallazgo. Enelbosque de Boulogne, en la mañana
del... corriente (la mañana, en que se cometió elcrinien)
muy temprano, fué encontrado un gran Orangután
leonado, de la especie de Borneo. El dueño de este
animal (que se sabe ser un marinero, perteneciente á
un buque maltés) puede recobrarlo después de probar
satisfactoriamente su derecho, pagando algunos gastos
ocasionados por la captura y mantención. Acudir á la
•calle... N.°... Faubourg Saint-Germain —tercer piso. »
— ¿ Cómo ha sido posible, pregunté, que pueda Vd,
saber que el dueño es uu marinero perteneciente á un
navio maltés?
— No lo se’, dijoDupin. No.estoy seguro de ello. Aquí
tengo, sin embargo, un pequeño trozo de cinta, que por
su forma y por su grasienta apariencia, ha sido usado
evidentemente para atar una de esas largas colas á que
son tan aficionados los mariueros. Además, este nudo
es uno de los que pocos marineros saben hacer, y es
peculiar á los malteses. Recogí esta cinta en lo bajo de
la cadena del pararrayos. No puede haber pertenecido
á ninguna de las asesinadas.
« Ahora, si después de todo, equivocado en.mi induc¬
ción acerca de esta cinta (que el francés es un marinero
perteneciente ó un buque maltés), no. he cometido nin¬
gún mal diciendo lo que he dicho en el aviso, Si me
123
LOS CHÍMEN ES LE LA CALLE MORGUE
engaño, el francés supondrá simplemente que he sido
engañado por algunas circunstancias que no querrá to¬
marse el trabajo de averiguar. Pero si tengo razón, hay
un gran punto ganado.
« Sabedor, aunque inocente, del asesinato, el fran¬
cés naturalmente vacilará sobre si responderá al aviso
— sobre si reclamará el Orangután. Razonará así :
Soy pobre; mi Orangután es de un gran valor —
para mis circunstancias, es una fortuna — ¿por qué iré
á perderle por tontas aprensiones ? Esta ahí, en mis
manos, puede decirse. Ha sido encontrado eñ el bosque
de Boulogne — á una gran distancia del teatro de la
carnicería. ? Cómo podrá sospecharse jamás que una
bestia sea la autora de esos asesinatos ? La Policía está
á oscuras —no ha podido hallar laanás pequeña huella.
Aunque encontrasen alguna vez el rastro del animal,
les sería imposible probarme que sé algo del asesinato,
ó encontrarme delitó por ese conocimiento. Sobre todo,
se me- conoce. El que ha hecho el aviso me designa
como el poseedor del animal. No estoy seguro sobre la
extensión de sus datos á este respecto. Si dejara de
reclamar tan valiosa propiedad, á la que se sabe tengo
derechos, no conseguiré sino hacer sospechoso al ani¬
mal. No es prudente atraer la atención ni sobre mí
mismo, ni sóbrela bestia. Contestaré el aviso, : obten-:
dré el Orangután, y lo guardaré hasta que este asunto
sea olvidado.
En este instante oímos pasos en la escalera.
— j Esté Vd. pronto I dijo Dupin— prepare las pis¬
tolas, pero ni las use ni las muestre hasta una señal
mía.
La puerta de la calle había sido dejada abierta, y el
124 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
visitante había entrado, sin llamar, y subido algunos
peldaños. Parecía vacilar. De repente, lo oímos que se
volvía. Dupin corrió á la puerta, cuando oímos que
subía de nuevo. Esta vez no vaciló; subió con decisión
y llamó á la puerta de nuestro cuarto.
— Entre Vd., dijo Dupin con un tono alegro y tran¬
quilo.
Entró un hombre. Era un marinero evidentemente —
una alta, robusta y musculosa persona, con una expre¬
sión de salvaje atrevimiento, nada tranquilizador. Su
rostro, muy quemado por el sol, tenía la mitad oculta
por las patillas y el mustaccio. Llevaba consigo un for¬
midable garrote de roble, pero parecía no tener más
armas. Se inclinó torpemente y nos dió las « buenas
noches » con un acento francés, que aunque recordaba
algo el de los naturales de Neufehátel, indicaba sufi¬
cientemente un origen parisiense.
— Siéntese Vd., amigo, dijo Dupin. Supongo que ha
venido Yd. por el Orangután. Palabra de honor, casi
envidio á Vd. la posesión de ese animal; es notable¬
mente hermoso, y sin duda, de un gran valor. ¿ Qué
edad cree Vd. que tenga?
El marinero aspiró el aire, con el aspecto de un
hombre relevado de alguna carga intolerable, y replica
Con un tono tranquilo :
— No tengo cómo saberlo bien, pero no puede tener
más de cuatro ó cinco año. ¿ Le tiene Vd. aquí?
— ¡ Oh ! no ; no tenemos comodidad para guardarle.
Está en una caballeriza en la calle Dubourg, muy cerca
de aquí. Le recobrará Vd. mañana. ¿ Es decir que tiene
Vd. cómo probar sus derechos?
- Ciertamente, señor.
12S
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE
— Sentiré separarme de él, á la verdad, dijo Dupin,
— No pretendo que Yd. se haya molestado inútil¬
mente, dijo el hombre. No lo he esperado. Estoy
dispuesto á pagar un premio por el hallazgo del animal
— un premio razonable, se entiende.
— Bien, replicó mi amigo, es muy justo segura¬
mente. ¡ Déjeme Vd. pensar! ¿ que me convendrá te¬
ner ? ¡ Ah! le diré á Vd. Mi premio será éste. Me dará
Vd. todos los datos que posea acerca de los crímenes
de la calle Morgue.
Dupin dijo estas últimas palabras, en un tono muy
alto y con mucha tranquilidad. Con lamisma serenidad,
fu ó hasta la puerta, la cerró y guardó la llave en su bol¬
sillo. Sacó en seguida una pistola de su pecho y sin la
menor violencia, la puso sobre la mesa.
El rostro del marinero se coloreó como si hubiera
estado luchando con una sofocación. Se enderezó sobre-
sus pies repentinamente y empuñó su garrote; pero un
segundo después cayó en su asiento, temblando, y con
la expresión de la muerte en su fisonomía. No habló ni
una palabra. Le compadecía yo desde el fondo de mi
corazón.
— Amigo mío, dijo Dupin, con voz bondadosa : Vd.
se alarma sin necesidad. No tenemos ninguna intención
dañada. Empeño á Vd. mi honor de caballero yde fran¬
cés, de que no pretendemos hacer á Vd. ningún mal. Sé
perfectamente bien que Yd. es inocente de las atroci¬
dades de la calle Morgue. Eso no quiere decir, sin em¬
bargo, que niegue que Vd. está algo complicado en
ellas. De lo que acabo de decir, Vd.puede comprender-
que he tenido medios do información sobre este asunto,
que no se habría Vd. imaginado jamás. La cuestión es
126 EDGATl POE. - DOVELAS ¥ CUENTOS
ésta, ahora. Vd. no ha hecho nada que debiera ser ocul¬
tado — nada, ciertamente, que le haga culpable. No se
puede acusar á Vd. ni siquiera de robo, habiendo po¬
dido robar con impunidad. Vd. no tiene nada que ocul¬
tar. No hay razón de hacerlo. Por otro lado, está Vd.
co.mpelido por los principios del honor á confesar todo
lo que sabe. Un hombre se halla preso, acusado del
crimen cuyo perpetrador puede ser indicado por Vd.
El marinero había recobrado su presencia de ánimo,
en gran parte, mientras que Dupin profería esas pa¬
labras, pero había desaparecido su aspecto de tran¬
quilidad.
— j Que Dios me ayude! dijo después de una breve
pausa. Voy á decir á Vd. todo lo que sé sobre este
asunto — aunque no espero que Vd. crea en la mitad de
lo que diga— sería un loco si lo hiciera. Sin embargo,
soy inocente, y haré una sincera confesión aunque
deba morir en seguida.
Lo que nos narró, fué en sustancia lo siguiente.
Había hecho últimamente un viaje al Archipiélago
Indio. Unas cuantas personas se bajaron en Borneo,
con objeto de hacer una excursión, por recreo, en
el interior del país. Entre ellas, iba él. Junto con
otro compañero habían capturado al Orangután. Ha¬
biendo muerto ese compañero, el animal llegó á ser
de su exclúsiva propiedad. Después de grandes difi¬
cultades, ocasionadas por la intratable ferocidad del
cautivo durante el viaje de regreso, consiguió púr
último alojarlo convenientemente en su propia resi¬
dencia en París, donde para no atraer la desagradable
curiosidad de los vecinos, le escondió con cuidado,
durante algún tiempo, hasta que sanó de una herida
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE 127
«n una mano, causada por. una astilla de madera á
bordo.
Su ultima intención era venderlo. Volviendo á su
casa, de Una francachela de marineros, en la noche,
más bien en la mañana del asesinato, encontró al animal
en su propia' alcoba, en la que había entrado violenta¬
mente, por un pequeño gabinete, en el cual, según se
había creído, estaba sólidamente sujeto. Con una
navaja de barba en la mano, y enteramente lleno de
jabón el rostro, se había sentado frente á un espejo,
y trataba de afeitarse, operación que había observado
sin duda en su amo, espiándolo por la cerradura del
gabinete en que estaba prisionero.
Aterrado á la vista de un arma tan peligrosa en la
posesión de animal tan feroz y tan capaz de servirse de
ella, no había sabido qué hacer en los primeros mo¬
mentos. Le había reducido siempre, hasta en sus más
salvajes cóleras, por medio de un látigo, y acudió 4
él. Al ver el látigo, el Orangután, se arrojó de ún salto
á la puerta de la pieza, bajó las escaleras, y por una
ventana, infortunadamente abierta, ganó la calle.
El francés lo siguió con desesperación. El mono,
todavía con la navaja en la mano, se paraba de cuando
en cuando, para mirar para atrás y gesticular á su
perseguidor, hasta que era casi alcanzado. Entonces
volvía á disparar. De esta manera continuó la caza,
algún tiempo. Al pasar por una alameda, tras de la
calle Morgue, la atención del fugitivo fué atraída por
una luz que brillaba en la ventana de la habitación de
la señora L’Espanaye, en el cuarto piso de su casa.
Arrojándose sobre el edificio, percibió la cadena del
pararrayos, trepó por ella con inconcebible agilidad,
128 EDGAR POE. .— NOVELAS Y CUENTOS
asió el postigo, que estaba extendido enteramente
sobre la pared, y balanceándose en él, fue á caer
directamente sobre la cabecera del lecho. En todo
esto no tardó m un minuto. El postigo fué abierto
de nuevo, de una patada, por el Orangután, al entrar
al cuarto.
El marinero, mientras, estaba regocijado y al mismo
tiempo, perplejo. Tenía grandes esperanzas de volver
á capturar al animal, pues casi no podía escapar de la
trampa en que se había aventurado, excepto por la
cadena del pararrayos, donde era fácil detenerlo. Por
otro lado, había motivos de estar ansioso acerca de lo
que podría hacer en la casa. Esta última reflexión hizo
que se apresurara más aún en seguir al fugitivo. Una
cadena de pararrayos es fácil camino, especialmente
para un marinero ; pero cuando llegó á la altura de
la ventana, que quedaba lejos, á su izquierda, tuvo
que detenerse ; lo más que pudo hacer fué enderezarse
hasta poder mirar en el interior del cuarto. Lo que
vió entonces fué tan horroroso que faltó poco para que
cayera. Fue entonces que se elevaron, en medio del
silencio de la noche, los horribles gritos que sor¬
prendieron en el sueño á los habitantes de la calle
% Morgue.
* La señora L’Espanayey su bija, vestidas con sus
traje de dormir, habían estado ocupadas, aparente-
mente, en arreglar algunos papeles en el cofrecillo de
- hierro ya citado, y que había sido trasportado al
medio del cuarto. Estaba abierto, y su contenido en
el suelo.
Las víctimas deben haber estado sentadas dando
la espalda á la ventana ; y por el tiempo corrido
129
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE
entre la entrada del animal y los gritos, parece pro¬
bable que no lo vieron inmediatamente.
El ruido del postigo puede haber sido atribuido al
viento.
Cuando el marinero miró, el gigantesco cuadrúpedo
había asido á la señora L’Kspanaye por el cabello (que
estaba suelto como si lo hubiera estado peinando), y
agitaba la navaja cerca de su rostro, imitando los movi¬
mientos de un barbero. La hija estaba inmóvil ; se
había desmayado.
Los gritos y esfuerzos de la vieja señora (durantelos
cuales le fué arrancado el pelo de la cabeza) tuvieron
por efecto cambiar en cólera las disposiciones pro¬
bablemente pacificas del Orangután. Con un rápido
movimiento de su brazo formidable, le separó la ca¬
beza del cuerpo, casi completamente. La vista de la
sangre inflamó su ira hasta el frenesí. Rechinando
los dientes, echando fuego por los ojos, se lanzó sobre
el cuerpo déla joven, y hundiéndole sus terribles garras
en la garganta, las mantuvo en ella hasta que expi¬
ró. Sus miradas extraviadas y salvajes cayeron en
ese momento sobre la cabecera del lechó, donde vió
el rostro de su amo, rígido por el horror. La furia del
animal, que sin duda conservaba todavía el recuerdo
del temido látigo, fué instantáneamente cambiada en
miedo.
Sabiendo que merecía castigo, pareció deseoso de
ocultar los sangrientos despojos, ysaltaba en el cuarto
en una agonía de agitación nerviosa, derribando y
rompiendo los muebles, y arrancando las ropas y col¬
chones del lecho. Asió primero el cuerpo de la hija y
le metió entre la chimenea, como fué encontrado;
130
EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
después, el de la vieja señora, que arrojó en el acto de
cabeza por la ventana.
Cuando el mono se aproximaba á la ventana con su
mutilada carga, el marinero retrocedió espantado
hacia la cadena del pararrayos, y deslizándose más bien
que bajando por ella, se apresuró á llegar á su casa de
una vez — temiendo las consecuencias de la carnicería,
y abandonando, en su terror, toda solicitud acerca
del destino del Orangután. Las palabras oidas por los
vecinos al subir la escaleras, fueron las exclamaciones
de horror del francés, mezcladas ¿ la diabólica jeri¬
gonza de la bestia.
No tengo nada que añadir, casi. El Orangután
debe haber escapado del cuarto, por la cadena del pa¬
rarrayos, antes de que violentaran la puerta. Debe haber
cerrado la ventana tras de si. Fué posterioremente
capturado por el propietario, quien obtuvo por él una
fuerte suma en el Jardín des Plantas.
Le Bou fué inmediatamente puesto en libertad, des¬
pués de nuestra narración (con algunos comentarios
de Dupin) en el burean del Prefecto de Policía. Este
funcionario, aunque bien dispuesto hacia mi amigo, no
podía ocultar del todo su mal humor al ver el aspecto
que habían tomado los negocios, y .se permitió un sar¬
casmo ó dos, acerca de la conveniencia de que cada
persona atendiera únicamente sus propias obliga¬
ciones .
-Déjele Yd. hablar, dijo Dupin que no babia
creído necesario replicar. Déjele Yd. discurrir, eso
LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE Cli
♦
aliviará so conciencia. Estoy satisfecho con haberlo,
derrotado en su propio terreno. Sin embargo, que no
haya podido dar solución á este misterio, no quiere
decir que él sea tan sorprendente como lo supone ;
pues, á la verdad, nuestro amigo el Prefecto, es dema¬
siado ingenioso para ser profundo. Su saber no tiene
base. Es todo cabeza y no tiene cuerpo, como los cua¬
dros de la Diosa Laverna — ó mejor, todo cabeza y
paletas como un bacalao. Pero es un buen hombre á
pesar de todo. Lo aprecio especialmente por un golpe
maestro de mogigatería, merced al que ha alcanzado
su reputación de ingeniosidad. Quiero hablar de su
costumbre de ct negar lo que es y explicar lo que no
es ('). »
(I) J.-J. Rousseau, la Namellt BéloXse. E.-A. i’oe.
EL MISTERIO DE MARlA ROGÉT
ADVERTENCIA
La siguiente obra Je Foe, será, creo, mejor apreciada, si Be conocen
las circunstancias especiales que rodearon su aparición por primera ve»
en el Qraham's Magaiine, en Noviembre de¡1842 (I).
Una joven, María. Cecilia fíogers , fnó asesinada en la vecindad de
New-York; y aunque su muerte ocasionó una intensa y duradera sensa¬
ción, el misterio que envolvía el crimen permaneció en el mismo estado,
hasta el período en que esta obra fué escrita y publicada. En ella, bajo
el pretexto de relatar el fallecimiento de una gruette de París, el aulor
ha seguido, detalle por detalle, el asesinato real de María Rogcrs, ha¬
ciendo simplemente un paralelo entre ese hecho y el crimen supuesto en
la persona de la griseta. Asi todos los argumentos fundados sobre lo fic¬
ticio eran aplicables á. la verdad, y la investigación de la verdad fué el
objeto.
El Mistó la de María Ragit fué escrito á una gran distancia del teatro
de la atrocidad real, y sin ningunos otros medios de investigación que
los diarios que se podían proporcionar. Asi, mucho escapó al escritor de
lo que podía haberle sido útil si hubiera estado en el lugar del suceso y
visitado las localidades. Puede no ser impropio recordar, sin embargo,
que la confesión de dos personas (una de ellas la Sra. Dclue, que figura
en la narración) hecha en diferentes períodos, y mucho después de la
publicación de esta novela,confirmaron por completo, no sólo la conclu¬
id Qül'sLlfe ef Pae./pkg. 106. Tercera edición, Londres, 1878.
8
134
EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
sión general, sino absolutamente todos los principales detalles hipotéticos
por los cuales fné alcanzada esa conclusión (1).
Los nombres empleados por Edgar Poe en la obra que va á leerse, son
simplemente pseudónimos con qne ocúltalos personajes reales, y he con.
siderado innecesario hacerlos conocer, por cuanto no ofrecen ningún
nterés, dado el tiempo trascurrido y la naturaleza del asunto.
El Misterio de María EogSt, pertenece á una trilogía basada sobre el
mismo análisis sutil y maravilloso de las circunstancias que rodean un
hecho lleno de misterio. Esta trilogía comienza en Los Crímenes de la
calle Morgue y concluye con la Carta Sobada.
G. O.
Hay series ideales de sucesos que corren
paralelamente í ios reales. Coinciden entre
si raras veces. En general, los hombres y las
circunstancias modifican la sucesión ideal
de los acontecimientos, de tal manera, que
parece imperfecta, y sus consecuencias son
igualmente imperfectas. Ejemplo; la Re¬
forma,- en lugar del protestantismo, vino el
luteranismo.
(Novalis) (2).
Hay pocas personas, hasta entre los pensadores más
calmosos, que no hayan temblado ante una vaga
aunque penetrante semi-creencia en lo sobrenatural,
adquirida á la vista de coincidencias de un caráctertan
aparentemente maravilloso, que el intelecto ha sido
incapaz de recibirlas como simples coincidencias. Tales
sentimientos, para la semicreencáa de los que ha¬
blo, no han tenido nunca la completa fuerza del pensa~
míenlo; tales sentimientos son rara Yez ahogados del
(1) Estas líneas se encuentran al pie de la novela de que me ocupo, en
las dos ediciones de Poe que poseo, y han sido escritas por él mismo en
la edición de Cuentos publicados durante su vida, según se desprende de
Gilrs Life of Poe. pig. 107.
(2) Pseudónimo de Van Ha.rdenherg
EL MISTERIO DE MARÍA BOGÉT 13a
todo, á no ser por referencia á la doctrina del acaso,
ó como ha sido llamada técnicamente, el Cálculo de
las Probabilidades. Ahora bien, este cálculo, en su
esencia, es puramente matemático : y así tenemos la
anomalía de lo más rígidamente exacto en ciencia, apli¬
cado á la sombra, á la espiritualidad de lo más intan¬
gible en especulación.
Se encontrará que los extraordinarios detalles que
he sido exhortado á publicar, forman, teniendo en
cuenta el tiempo corrido, la primera de una serie de
coincidencias apenas inteligibles, cuya rama secunda¬
ria ó final será reconocida por todos los lectores del
asesinato de María Cecilia Rogers , en New-York.
Cuando en un artículo titulado Los Crímenes de la
calle Morgue, traté, hace un año, de pintar algunos no¬
tabilísimos rasgos del carácter mental de mi amigo el
señor C. Augusto Dupin, no me figuré tener que ocu¬
parme de nuevo del mismo asunto. Esa pintura del
carácter constituía mi designio; y este designio se vio
completamente satisfecho en la extraña sucesión de
circunstancias narradas como una prueba de la idio-
sincracia de Dupin. Hubiera podido presentar otros
ejemplos, pero no habría probado más. Hechos pro¬
ducidos hace poco, sin embargo, me habían llevado en
su sorprendente desenvolvimiento, 4 algunas conclu¬
siones que traerán consigo el aspecto de confesiones
violentas. Oyendo lo que he oído últimamente, sería,
41a verdad, extraño que guardara silencio acerca de lo
que he oído y sabido hace tanto tiempo.
Después del desenlace de la tragedia oculta en las
muertes de Madame L’Espanaye y su hija, Dupin re¬
legó el asunto al olvido y volvió á caer en sus antiguos
136 EDGAR POE. - NOVELAS Y COENTOS
hábitos de extravagante meditación, Dispuesto, en
todo tiempo, á las abstracciones, caí prontamente en
ellas con su humour; y continuando en nuestros cuar¬
tos del Faubourg Saint-Germain, dejábamos el futuro á
los vientos y reposábamos tranquilamente en el pre¬
sente, cruzando en sueños el oscuro mundo de nuestro
alrededor.
Pero estos sueños eran interrumpidos algunas veces.
Puede fácilmente suponerse que el rol jugado por mi
amigo en el drama de la calle Morgue había hecho
impresión en el ánimo de la Policía parisiense. El
nombre de Dupin se convirtió, para sus agentes, en
una palabra familiar.
El simple carácter de las inducciones con que había
desembrollado el misterio no había sido explicado ni
aun al Prefecto, ni á ninguna otra persona que á mí;
no es sorprendente que el asunto fuera mirado como
poco menos que milagroso, ó que la capacidad analítica
de Dupin adquiriera para él, el crédito de la intuición.
Su franqueza hubiera hecho desengañar de esa pre¬
ocupación á cualquier curioso; pero su humour indo¬
lente le prohibía toda agitación ulterior sobre un tó¬
pico cuyo interés había cesado hacía tiempo para él.
Sucedió que la Policía puso en él los ojos, como en un
faro guiador ; y no fueron pocas las veces que se pre¬
tendió utilizar sus servicios en la Prefectura. Uno de
los más notables ejemplos fué el del asesinato de una
niña llamada María Rogét.
Ocurrió este suceso como dos años después de la
atrocidad de la calle Morgue. María, cuyos nombres
cristiano y de familia, llamarán la atención por su pa¬
recido con los de la infortunada « cigargirl », era la
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 137
única hija de la viuda Estela Rogét. El padre había
fallecido cuando esta niña tenia muy poca edad aún, y
desde el periodo de su muerte hasta ocho meses antes
del asesinato que motiva nuestra narración, madre ó
hija habían vivido juntas en la calle Pavée Saint-An-
drée; la señora tenía allí una «casa de huéspedes »,
ayudada por María. Pasó así el tiempo, hasta que la
última hubo cumplido 22 años de edad; su notable be¬
lleza llamó la atención de un perfumista que ocupaba
uno de los almacenes del entresuelo del Palais Royal,
y cuya clientela era formada principalmente por los
terribles aventureros que infestaban la vecindad. El
señor Le Blnnc no ignoraba las ventajas que repor¬
taría á su establecimiento la asistencia de la hermosa
María; y sus liberales proposiciones fueron aceptadas
ardientemente por la joven, aunque con gran disgusto
do su señora madre.
Las esperanzas del negociante se vieron realizadas,
y sus salones llegaron bien pronto á hacerse célebres,
gracias á los encantos de la espiritual gristtte . Llevaba
ella un año en su empleo, cuando sus admiradores fueron
confundidos por su repentina desaparición de la tienda.
El señor Le Blanc no pudo dar explicaciones acerca
de su ausencia, y la señora Rogét se vió presa de
ansiedad y terror. Los diarios recogieron inmediata¬
mente el tema y la policía estaba á punto de hacer
serias investigaciones, cuando, una bella mañana, des¬
pués de una semana, María, en buena salud, aunque
con aire algo triste, hizo su reaparición en su habitual
mostrador de la perfumería. Toda averiguación, excepto
las de carácter privado, fué abandonada inmediata¬
mente, como se comprende. El señor Le Blanc profe-
8 *
Í38 EDGAR POE. — NOVEtAS Y CUENTOS
saba una ignorancia total; lo mismo que antes. María
con la señora Rogét replicaba á todas las preguntas,
que la última semana la había pasado en el campo, en
casa de una parienta. Así se apaciguó el asunto, y fuó
■olvidado por todo el mundo; porque la joven, ostensi¬
blemente para librarse de la impertinencia de la cu¬
riosidad, dió pronto un último adiós al perfumista y se
refugió en la residencia de su madre, calle Pavee
Saint-Andrée.
Fué cerca de cinco meses después de su retorno á la
casa, que sus amigos se alarmaron por una segunda
desaparición repentina. Corrieron tres días, y no se
supo nada de ella. Al cuarto día su cuerpo fué encon¬
trado flotando en el Sena, cerca de la ribera opuesta
al barrio de la calle Saint-Andrée y en un punto no
muy distante de la apartada vecindad de la Barrera de
Roule.
La atrocidad de este asesinato (porque era evidente
que se había cometido asesinato), la juventud y belleza
de la víctima, y sobre todo, lo conocida que era, cons¬
piraban para producir una intensa excitación en el
ánimo de los sensitivos parisienses. No me acuerdo que
ningún otro accidente de este carácter haya producido
jamás un efecto tan general y tan intenso. Durante
muchas semanas, en la discusión de este absorbente
tema, fueron olvidados hasta los importantes tópicos
de la política diaria. El prefecto hizo esfuerzos que no
había hecho nunca; y los medios de toda la Policía
parisiense fueron empleados en todos sentidos.
Después del descubrimiento del cadáver, no se supuso
que el asesino pudiera escapar, por más de un breve
período, á.la inquisición que fué inmediatamente puesta
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 139
en juego. Sólo después de una semana se juzgó nece¬
sario ofrecer un premio ; y hasta entonces este premio
fué limitado á mil francos. Mientras tanto, las diligen¬
cias se practicaban con vigor, si no siempre con buen
juicio, y un gran número de individuos fueron exami¬
nados sin éxito alguno, y debido á la obstinada ausen¬
cia de todo dalo que pudiera descubrir el misterio, la
excitación del pueblo crecía grandemente. Al final del
décimo día fué considerado conveniente doblarla suma
ofrecida; y al último, habiendo corrido la segunda
semana sin conducir á ningún descubrimiento, y
habiéndose manifestado en algunos serios motines la
preocupación que existe en París contra la Policía, el
Prefecto resolvió ofrecer, por sí mismo, la suma de
20.000 francos por « la convicción del asesino » ó si
más de uno estaba implicado en el hecho, « por la-
convicción de alguno de los asesinos ». En la proclama
que anunciaba este premio, se prometía un completo
perdón á cualquier cómplice que delatase á los crimi¬
nales ; y á todo se añadía, el aviso particular de un
Comité de ciudadanos, que ofrecía 10.000 francos, en
adición á la cantidad propuesta por la Prefectura. El
total del premio alcanzaba, pues, á treinta mil francos,
que debe ser mirado como una suma extraordinaria, si
consideramos la. humilde condición de la joven y la
mucha frecuencia con que en las grandes ciudades,
tienen lugar atrocidades como laque hemos narrado.
Nadie dudaba casi que, de esa manera, cesara el
misterio del asesinato. Pero, aunque en uno ó dos ca¬
sos, se hicieron capturas que prometían aclaración,
nada pudo descubrirse que arrojara sospechas sobre
los presos; y fueron puestos inmediatamente en liber-
140 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
tad. Extraño parecerá que la tercera semana, desde el
encuentro del cadáver, hubiera pasado, yhubiera pasado
sin que se descubriera nada respecto á los asesinos, sin
que ni el más leve rumor de los sucesos que así habían
agitado al público, fuera á herir los oidos de Dupin ni
de mi mismo. Empeñados en investigaciones que habían
absorbido toda nuestra atención, hacía cerca de un mes
que ninguno de los dos hablamos salido á la calle ni
recibido una visita, ni hecho más que ojear los artícu¬
los principales sobre politica en uno de los diarios. El
primer aviso del crimen nos fue llevado por G*“ en
persona. Entró á casa, temprano, enla mañana del 13 de
Julio de 18... y permaneció con nosotros hasta tarde de
la noche. Estaba picado por la inutilidad de sus esfuer¬
zos para dar con la pista délos asesinos. Su reputación
— esto lo dijo con un aire exclusivamente parisiense-
estaba empeñada. Hasta su honor se hallaba compro¬
metido. Los ojos del pueblo estaban fijos sobre él; y no
había, en realidad, ningún sacrificio que no deseara
hacer por el descubrimiento del misterio. Concluyó su
discurso algo raro con un cumplimiento sobre lo que
le agradó llamar el ¿acto de Dupin, y le hizo una pro¬
posición directa y ciertamente liberal, cuya naturaleza
precisa no tengo el poder para manifestar, y que
además no está ligada al objeto propio de esta na¬
rración.
Mi amigo respondió al cumplimiento como mejor
pudo, pero aceptó la proposición, aunque sus ventajas
eran del todo provisionales. Habiendo sido fijado este
punto, el Prefecto nos explicó sus propias opiniones,
mezclándolas con largos comentarios respecto á los
testimonios recogidos; de los cuales no estábamos,
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 14!
todavía, en posesión. Discurrió mucho, y sin duda,
sabiamente, hasta que aventuré una insinuación res¬
pecto á lo lentamente que pasaba la noche. Dupin, sin
variar de postura en su habitual silla de brazos, era la
personificación de la atención respetuosa. Tuvo pues¬
tas sus gafas durante toda la entrevista; y una inci¬
dental ojeada por debajo de sus cristales verdes, bastó
para convencerme que había dormido no poco profun¬
damente, aunque en silencio, las siete ú ocho pesadas
horas que precedieron inmediatamente á la partida del
Prefecto.
Al día siguiente por la mañana, procuré en la Pre¬
fectura una relación completa de todos los datos ad¬
quiridos, y en las oficinas de varios diarios, un ejem¬
plar de todos aquellos en que se había publicado algún
informe decisivo sobre este triste asunto. Libre de lo
que había sido positivamente confutado, aquella re¬
unión de informes establecía lo siguiente :
María Rogét dejó la residencia de su madre, en la
calle Pavée Saint-Andrée, cerca de las nueve de la
mañana, el domingo 22 de Junio de 18... Al salir
comunicó al señor Jacques St-Eustache, y solamente
á él, su intención de pasar el día en casa de una tía
quereside calle de Drómes. La calle de Drómes es una
estrecha aunque populosa calle, no lejos de los ban¬
cos del río, y áuna distancia de casi dos millas, en la
línea más directa posible, desde la casa de huéspedes
de la señora Rogét. St-Eustache era el pretendiente
aceptado de María, y se alojaba y comía en la a casa
de huéspedes ». Debía ir por ella al anochecer y acom¬
pañarla hasta su domicilio. A la tarde, sin embargo,
llovió copiosamente ; y suponiendo que pasaría la
148 EDGAR POE. — SOVELAS Y CUENTOS
noche en casa de su tía (como lo había hecho antes, en
idénticas circunstancias), no creyó necesario cumplir
su promesa. Cuando la noche se acercó, la señora
Rogét {que es enferma y de setenta años de edad)
expresó el temor « de que no vería de nuevo á su
hija »; pero esta observación atrajo poco cuidado en
ese momento.
El lunes se supo que la joven no había estado en
la calle de Drórnes ; y habiendo pasado el día sin que
se tuvieran noticias de ella, se hizo una pequeña inves¬
tigación en muchos puntos de la ciudad y sus alrede¬
dores. Sin embargo, recién al cuarto día de su des¬
aparición fué que se averiguó algo de cierto respecto á
ella. Ese día (miércoles, 28 de Junio) un señor Beauvais,
que con un amigo, había estado inquiriendo por María
cerca de la Barrera del Roule, en la ribera del Sena
opuesta á la calle Pavee Saint-Andrée, fué informado
que un cuerpo acababa de ser recogido por algunos pes¬
cadores que lo habían encontrado flotando en el río.
Después de examinarlo y hesitar algún tiempo, lo
identificó como el de la joven perfumista. Su amigo la
reconoció más prontamente que él.
El rostro estaba cubierto en algunos puntos, por
sangre negra, que brotaba del interior de su boca. Na
había espuma en ella, com» en los casos de simple
muerte por sumersión. No había decoloración en el
tejido celular. En la garganta presentaba magulladu¬
ras é impresiones de dedos. Los brazos estaban encor¬
vados sobre el pecho, y rígidos. La mano derecha
estaba cerrada ; la izquierda medio abierta. En la
muñeca izquierda se notaban dos escoriaciones circu¬
lare», evidentemente efecto de cuerdas, ó de una cuerda
EL, MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 143
«pe había sido enrollada. Una parte de la muñeca de¬
recha, también, estaba muy desollada, lo mismo que
! la espalda en toda su extensión pero más especial¬
mente en los omeplatos. Para sacar el cuerpo á tierra,
los pescadores le habían atado con una cuerda, pero
ninguna de las escoriaciones había sido causada por
ella. La carne del cuello se hallaba muy hinchada. No
había ninguna herida aparente ni magulladura que
pareciera efecto de heridas. Un trozo de cordel se
encontró tan apretado alrededor del cuello, que se
ocultaba á la vista ; estaba completamente enterrado
en la carne y anudado tras de la oreja izquierda. Esto
sólo hubiera bastado para producir la muerte. Los tes¬
timonios médicos hablan confidencialmente del carác¬
ter virtuoso déla finada.Había sido víctima, decían, de
una violencia brutal. El cuerpo estaba en tal estado
cuando se le encontró, que no podía haber ninguna
dificultad en reconocerlo.
El vestido se hallaba roto y en completo .desorden.
En la ropa exterior, una tira de cerca de un pie de
ancho, había sido rasgada hacia arriba desde el
extremo del dobladillo hasta el talle, pero no arran¬
cada. Había sido enrollada tres veces en la cintura y
asegurada por una espacie de nudo en la espalda. La
ropa que seguía inmediatamente bajo la bata era de
rica muselina; y de ella había sido arrancada por com¬
pleto una tira de ocho pulgadas de ancho, arrancada
con mucha igualdad y con gran cuidado. Eué encon-
tradaal rededor de su cuello, flojamente adaptada y ase¬
gurada con un fuertenudo. Sobre esta tira de muselina
y sobre el trazo de cuerda, habían sido aladee las cin¬
tas de una gorra, que pendía, ligada por ellas. El nudo
Hi EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
que sujetaba las cintas de esta gorra, no era de una
señora., sino más bien de un marinero.
Después que el cuerpo hubo sido reconocido, no se
le llevó, como es de costumbre, á la Morgue, pues esta
formalidad era superflua, y se le enterró apresurada¬
mente no lejos del punto en que había sido sacado del
río. Por las diligencias de Beauvais, el asunto fué
industriosamente ocultado; tanto como fué posible ; y
muchos días corrieron, sin que el público supiera
nada de lo sucedido. Un periódico, semanal, sin em¬
bargo, se apoderó del tema; el cuerpo fué desenterrado
y se produjo un nuevo examen médico; pero nada fué
descubierto fuera de lo queha sid® ya dicho. Los vesti¬
dos, no obstante, fueron sometidos á la inspección
de la madre y hermanos de la muerta, y resultaron ser
exactamente los mismos que llevaba la joven al aban¬
donar su casa;
Mientras tanto, la excitación popular crecía de hora
en hora. Algunos individuos fueron arrestados y pues¬
tos en libertad, en seguida. En St-Eustache recayeron
especialmente las sospechas ; y no pudo al principio,
probar dónde había estado durante el domingo en que
María salió de su domicilio. Subsecuentemente, sin
embargo, dió al señor G*** una declaración satisfac¬
toria acerca de las horas del día en cuestión. Como el
tiempo pasaba sin que se descubriera nada, circularon
mil contradictorios rumores, y los mismos periodistas
se ocuparon en hacer sugestiones. Entre ellas la que
llamó más la atención, fué la idea de que María Rogét
vivía aún, y que el cuerpo encontrado en el Sena era
el de alguna otra desgraciada. Será conveniente, dé á
conocer, al lector algunos pasajes que resumen las
Et, MISTERIO DE MARÍA ROGf¡T
143
sugestiones de que he hablado. Estos pasajes son tra¬
ducciones literales de VEtoile : diario redactado en
general con mucha habilidad:
« La señorita Rogét dejó la casa de su madre, en la
mañana del domingo 22 de Junio de 18... con el oslen*
sible propósito de ir á ver á su tía ó alguna otra parienla,
en la calle de Drómes. No se ha podido probar que
nadie la haya visto después de esa hora. No hay abso¬
lutamente ninguna huella ni noticia de su persona...
Nadie se ha presentado, hasta este momento, que la
haya visto, ese día, después de la hora en que salió de
su casa. Ahora, aunque no tenemos la evidencia de que
María Rogét estaba en la tierra de los vivos después de
las 9 del domingo 22 de Junio, existen pruebas, de que
antes «le esa hora, estaba viva. El miércoles á medio
día, á las doce, un cuerpo de mujer fué descubierto
flotando en la margen de la Barrera de Roule. Hacía,
pues, hasta si presumimos que María Rogét fué arrojada
al río tres horas después de salir de casa de su madre,
solamente tres días que había desaparecido de su
domicilio ; tres días menos una hora. Pues, es locura
suponer que el asesinato, si asesinato había sido come¬
tido, podía haberse consumado lo suficientemente tem¬
prano para permitir á los asesinos arrojar el cuerpo al
río, antes de media noche. Los autores de crímenes
tan horribles, escogen la oscuridad más bien que la
luz... Vemos por estas consideraciones, que si el cuerpo
encontrado en el río, er* el de María Rogét, no podía
haber estado en el agua sino dos días y medio, ó tres,
cuando más. Todas las experiencias han mostrado que
9
H6 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
los cuerpos de ahogados, ó los cuerpos arrojados al
agua inmediatamente después de ser muertos por vio¬
lencia, necesitan de seis á diez días paraquenna des¬
composición suficiente les permita salir á la superficie
del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de
un cadáver y llegad sobrenadar después de cinco ó seis
dias de inmersión, se hunde de nuevo, si no se le recoge.
Ahora preguntamos, ¿ qué hay en este caso que auto¬
rice una desviación del eurso ordinario de la natura¬
leza?... Si el cuerpo hubiera sido guardado en su san¬
griento estado hasta el martes á la noche, se habría
encontrado alguna huella de los asesinos. Es un punto
dudoso, también, si el cuerpo hubiera flotado tan
pronto, hasta habiendo sido muerto dos días antes.
Además, es muy poco probable que los infames que
hubieran cometido un asesinato tal como se le supone,
arrojaran el cuerpo al agua, sin atarle un peso cual¬
quiera á ios pies, cuando esa precaución se podía haber
tomado tan fácilmente. »
El editor seguía arguyendo que el cuerpodebia haber
estado en el río « no tres días solamente, sino, cinco
veces tres días, cuando menos » porque estaba tan des¬
compuesto que Beauvais había tenido gran dificultad
para reconocerlo. Este último punto, sin embargo, se
hallaba plenamente controvertido por la realidad. Con¬
tinúo la traducción :
, « ¿ Cuáles son los hechos en que se apoya el Sr.
Beauvais para decir que no tiene duda que el cuerpo
era el de María Rogét ? Rasgó la manga de la ba'n
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÍT
147
que cubría al cadáver, y dice que encontró señales que
le dejaron satisfecho acerca de la identidad. El público,
en general, supuso que esas señales consistirían en
alguna cicatriz. Frotó el brazo y encontró pelo en él —
algo tan indefinido — tan poco concluyente como encon¬
trar el brazo en la manga. El Sr. Beauvais no volvió
esa noche, pero envió á decir á la señora Rogfct, el
miércoles á las siete de la tarde, que se proseguía aún
una investigación respecto á su hija. Si admitimos que
la señora Rogét. por su edad y sus dolencias, no podía
comparecer (lo que es admitir mucho), ciertamente
debía haber alguien que pensara que valia la pena de
comparecer y esperar la investigación, si creiaque el
cuerpo era el de María. Nadie compareció.
« Nada de lo dicho ú oído acerca del asunto de la
calle Pavée Saint-Andrée, había llegado siquiera á los
habitantes del edificio mismo. El Sr. St-Eustache, el
amante y proyectado esposo de María, que se alojaba
en casa de la madre de ésta, no había sabido del des¬
cubrimiento del cuerpo de su prometida, hasta la
mañana siguiente, que el Sr. Beauvais fué á su pieza
y se lo comunicó. Una noticia de tal naturaleza, sor¬
prende verdaderamente, que fuera recibida con tanta
frialdad. »
Siguiendo este camino, el diario trataba de mostrar
ó los parientes de María culpables de una indolencia
incompatible con la suposición de que creían que el
cuerpo era el de ella. Sus insinuaciones importaban
esto : que María, en connivencia con sus amigos, se
había ausentado por razones que envolvían un cargo
148
EDGAR POE. — NOVELAS Y COENTOS
contra su castidad : y que estos amigos, habiéndose
descubierto un cadáver en el Sena, algo parecido al de
la joven, habían aprovechado la oportunidad, para
impresionar al público con la noticia de su muerte-
Pero L'Étoile se había apresurado demasiado, otra vez.
Fué perfectamente probado que ninguna indolencia
como la imaginada, existia; que la anciana señora
estaba en extremo débil, y tan afligida que le era impo¬
sible atender á nada; que St-Eustache, lejos de recibir
la noticia con frialdad, se enloqueció casi de dolor, y
sufría tan desesperadamente, que el Sr. Beauvaispidió
á un amigo y un pariente, que le cuidaran y le priva¬
ran que asistiera al examen, cuando se exhumara el
cuerpo. Además, aunque fué constatado por L'Étoile
que el cadáver había sido inhumado la segunda vez, á
expensas del pueblo — que una ventajosa oferta para
sepultarlo privadamente había sido rechazada en abso¬
luto por la familia — y que ningún miembro de la fami¬
lia asistió al ceremonial religioso —aunque, digo, todo
esto fué asegurado por L'Étoile en apoyo de la impre¬
sión que deseaba trasmitir — todo fué satisfactoria¬
mente refutado. En un número posterior del diario, se
pretendió arrojar sospechas hasta sobre Beauvais
mismo. El editor decía :
« Ahora, el asunto cambia una de sus faces. Se nos
ha dicho que una vez, estando la señora B*** en casa
de la señora Rogét, el Sr. Beauvais, que había salido
á la calle, le dijo á ella, que se esperaba á un gendarme,
y que ella, la señora B*** no debía decir nada al gen¬
darme hasta que él volviera; que le dejara el asunto á
EL MISTERIO DE MARÍA ÍIOGÉT 149
él... En el estado actual.de los negocios, el Sr. Beau-
vais parece que tiene todo el asunto encerrado en su ca¬
beza. No se puede dar el mas simple paso sin el señor
Beauvais; porque, en el camino que toméis, estará
siempre él... Por ciertas razones, ha determinado que
nadie tenga que hacer con los procedimientos, sino él
mismo, y han alejado de las investigaciones á los
parientes masculinos, accediendo á sus deseos de ser
representados, d e un a manera verdaderamente sin guiar.
Parece haber hecho todo lo posible para no permitirles
que vieran el cuerpo.»
Por el siguiente hecho,íué dado algún color á la sos¬
pecha asi arrojada sobre Beauvais. Un individuo que
había ido á verle á su oficina, pocos días antes de la
desaparición de la joven, le encontró ausente de ella, y
notó que en el agujero de la cerradura había una rosa,
y el nombre de María , escrito en unapizarrita colgada
al alcance de la mano.
La creencia general, hasta donde nos era posible
recogerla de los diarios, parecía ser, que María había
sido víctima de una banda de atrevidos—que por éstos
había sido llevaba cerca del río, maltratada y asesi¬
nada. Le Commerciel , sin embargo, impreso de gran
influencia, combatió ardientemente esa idea popular.
Reproduzco aquí algunos pasajes desús columnas :
« Estamos persuadidos que la pesquisa ha seguido
una falsa huella, hasta la Barrera de Roule. Es impo¬
sible que una persona tan conocida como era la joven
María Rogét, haya pasado tres manzanas sin que nadie
150
EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
la viera; porque cualquiera que la hubiese visto, la re¬
cordaría, porque interesaba á todos los que la conocían.
La calle estaba llena de gente, cuando ella salió... Es
imposible que pudiera haber llegado hasta la Barrera
de Roule, ó hasta la calle de Drómes, sin que no la co¬
nocieran una docena de personas; sin embargo, nadie
ha declarado haberla visto iuera de los umbrales de su
casa, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimo¬
nio de su intención expresada, de que haya salido á la
calle. Su vestido estaba roto, enrollado á su cuerpo y
atado; asi el cadáver había sido llevado como un fardo.
Si el crimen hubiera sido cometido en la Barrera de
Roule, no habría habido necesidad de hacer tal cosa.
El hecho de que el cuerpo fué encontrado flotando cerca
de la Barrera, no prueba dónde fué arrojado al agua...
Un trozo de una de las enaguas de la infortunada joven,
de dos pies de largo por uno de ancho, había sido cor¬
tado y atado bajo su barba, dando vuelta á la partepos-
teriorde su cabeza, probablemente para prevenir gritos.
Esto ha sido hecho por hombres queno tenían pañuelos
de manos. »
Sin embargo, un día ó dos antes de que el Prefecto
fuera á casa, algunas importantes informaciones llega¬
ban á la Policía, las que parecían echar por tierra la
parte principal de los argumentos de Le Commerciel.
•os niños, hijos de la señora Belue, que jugaban en
los bosques cercanos de la Barrera de Roule, penetra¬
ron por casualidad en un espeso bosquecito, en el que
había tres ó cuatro grandes piedras, formando unu
especie de asiento, con espaldar y escabel. En la piedra
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT
151
superior se hallada uaa enagua blanca; en la segunda
una túnica de seda.
Encontraron también un quitasol, guantes y un pa¬
ñuelo de manos. Este pañuelo tenía el nombre de María
Rogót. Fragmentos de vestido fueron descubiertos en
los arbustos espinosos de allí cerca. La tierra estaba
pisoteada, la hierba hollada, y en fin, había muchos
testimonios de una lucha. Entre el bosquecito y el río,
se encontraron destruidos los vallados, y en la tierra
señales de que un pesado fardo había sido arrastrado
por ella.
Un periódico semanal, LeSoleü, traía los siguientes
comentarios sobre ese descubrimiento — comentarios
que eran simplemente el eco del sentimiento de toda la
prensa .parisiense :
« Todo lo encontrado había permanecido allí, eviden¬
temente, tres ó cuatro semanas, cuando menos ; estaba
enmohecido y sumido en el' barro por la acción de la
lluvia, y pegadas unas cosas á otras por el moho. El
césped había crecido alrededor y hasta sobre algunas
de ellas. La seda del quitasol era fuerte, pero por den¬
tro estaba desflocada. La parte superior, que había es¬
tado plegada y doblada, estaba enmohecida y-podrida,
y se rompió al ser abierta. Los trozos de su bata des¬
garrados por los zarzales, eran de cerca de tres pulga¬
das de ancho por seis de largo. Una parte era el dobla¬
dillo y había sido remendada; la otra era un pedazo de
la falda ; no del dobladillo. Parecían jirones arranca¬
dos yeslaban en los espinos, comoá un pie del suelo...
ÍÜ2 EDGAR l'OE. — NOVELAS Y CUENTOS
No puede haber duda, por consiguiente, deque hasido
descubierto el teatro de este horrible crimen. »
Como una consecuencia de este descubrimiento, nue¬
vos datos aparecieron. La se flora Delue declaró que
tiene una posada no lejos déla orilla del río, opuesta á
la Barrera deRoule. No hay casas ni vecinos á su alre¬
dedor. Es el punto de reunión habitual que tienen los
domingos los pillastres de la ciudad, que cruzan el rio
en botes. Hacia las tres de la tarde del domingo en
cuestión, una joven llegó á la posada, acompañada por
un hombre de tez morena. Ambos permanecieron en
ella, por algún tiempo. Al partir, tomaron el camino
do unos bosques muy espesos de la vecindad. La aten¬
ción de la señora Delue fué atraída por el vestido que
llevaba la joven, á causa de su parecido con otro de una
parienla, ya muerta. Observó particularmente una tú¬
nica de seda. Poco después de la partida de ellos, una
banda de forajidos apareció en la posada, en la que se
condujeron ruidosamente; comieron y bebieron sin pa¬
gar, siguieron el camino que habían tomado los dos
jóvenes, i-egresaron al anochecer y volvieron á atrave¬
sar el río como si estuvieran muy apurados.
Temprano, antes de oscurecer, esa misma noche, la
señora Delue, así como su hijo mayor, oyó los gritos
de una mujer, en la proximidad de su establecimiento.
Los gritos eran violentos, pero breves. La señora Delue
reconoció no solamente la túnica que fué encontrada
en el bosquecito, sino también el vestido con que estaba
cubierto el cuerpo. Un conductorde ómnibus, Valence,
declaró en seguida, haber visto á María Rogét cruzar
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT
133
el Sena en un bote el domingo en cuestión, en compa¬
ñía de un joven de tez morena. Valence conocía á Ma¬
ría, y no puede haberse equivocado á este respecto.
Los objetos enconIrados en el bosquecito fueron recono¬
cidos sin dificultad por los parientes de la víctima.
Estos diversos detalles recogidos así por mi mismo,
de los periódicos, á pedido de Dupin, abrazaban úni¬
camente el punto más grande — pero era un punto de
vasta consecuencia al parecer. Aconteció que inmedia¬
tamente después del descubrimiento de las ropas, que
he mencionado, el inanimado ó casi inanimado cuerpo
de St-Eustache, novio de María, fue hallado cerca del
sitio supuesto como teatro del crimen. Á su lado se
halló un frasquito con este rótulo: láudano. Su aliento
dió evidencia del veneno. Murió sin hablar. Se halló
una carta sobre su persona, en que declaraba lacóni¬
camente su amor por María y su intención de suici¬
darse.
— Casi no necesito decir á Vd., dijo Dupin cuando
hubo concluido de leer mis apuntes, que éste es un
caso muchísimo más intrincado que el de la calle
Morgue, del cual difiere en un punto importante. Este
es un crimen ordinario , aunque atroz. No hay en él
nada especialmente exagerado. Usted observará, qus
por esta razón, el misterio ha sido considerado como
de solución fácil, cuando por eso mismo, debía haber
sido considerado todo lo contrario. Asi, al principio,
se creyó innecesario ofrecer un premio. Los esbirros
de G*** han sido capaces solamente de comprender
cómo y por qué podía haber sido cometida una atrocidad
9 *
154 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
semejante. Podían imaginar un modo — muchos modos
— y un motivo — muchos motivos; y porque no era
imposible que alguno de esos numerosos modos y mo¬
tivos, existiera en el caso presente, han dado por su¬
puesto que uno de ellos existía. Pero la facilidad con
que fueron concebidas esas imaginativas y la verdadera
plausibilidad que asumía cada una, debía haber sido
tomada más bien como una indicación de las dificul¬
tades, quede las facilidades á elucidar. He observado
en otra ocasión, que son las prominencias en el plano
de lo ordinario las que hacen perder su camino á la ra¬
zón, al menos, en su investigación de la verdad ; y que
la pregunta necesaria en casos como éste, es nó tanto :
¿Qué ha ocurrido? c*rao¿ Qué lia ocurrido que no
haya ocurrido antes? En la indagación en casa de la
señora L’Espanaye (i), los agentes de G*** se desalen¬
taron y confundieron por lo poco habitual del hecho
cosa que para una inteligencia bien dispuesta, hubiera
sido un seguro presagio de éxito ; aunque esta misma
inteligencia podía haberse desesperado en presencia
del carácter ordinario de todo lo que se encuentra en
el caso de la joven perfumista, y hablado nada más que
de triunfos triviales á los funcionarios de la Prefectura.
En el caso de la señora L’Espanaye y su hija, había,
desde el principio de nuestra investigación, seguridad
de que un asesinato había sido perpetrado. La idea del
suicidio estaba excluida absolutamente. Aquí, igual¬
mente, estamos libres, desde el comienzo, de toda su¬
posición de suicidio. El cuerpo encontrado en la Ba¬
rrera de Roule, lo ha sido con tales circunstancias, que
(i) Véase « Los crímenes de la calie Morgue »,
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT Í5S
nos inhiben de todo embarazo acerca de ese panto im¬
portante. Pero se ha dicho que el cuerpo descubierto no
es el de María Rogét, parla convicción de cuyo asesino
ó asesinos se ha ofrecido el premio, y sobre los cuales,
únicamente, versa nuestro convenio con el Prefecto.
Ambos, conocemos bien á este caballero. Conviene no
fiarsemnclio en él. Si principiando nuestras inquisiciones
en el cuerpo encontrado, y siguiendo la huella de un
asesino, descubrimos que el cuerpo es el de alguna otra
persona que María; ó si partiendo de la María viva, la
llegamos á hallar, aunque no muerta— en cualquiera
de los dos casos, perdemos nuestro trabajo; puesto
que es el señor G*** con quien tenemos que tratar.
Para nuestro propio fin, si no para el de la justicia,
es indispensable, por consiguiente, que la primer dili¬
gencia sea la determinación de la identidad del cadá¬
ver con el de María Rogét, á quien se busca.
Los argumentos de L'Etoile han tenido eco en el pú¬
blico; y que el diario mismo está convencido de la
importancia de ellos, se comprende por la manera con
que comienza uno de sus ensayos á ese respecto. « Va¬
rios de los colegas matutinos, dice, hablan del con¬
cluiente artículo de L’Etoile del lunes. » Para mf, ese
artículo es concluyente de poco, excepto del celo de
su autor. Debemos tener presente, que, en general, el
objeto de nuestros periódicos es más bien crear una
sensación — hacer ruido •— que adelantar la causa de
la verdad. Este último propósito es buscado solamente
cuando parece coincidir con al primero. El impreso
que concuerda con la opinión de todo el mundo
(por más bien fundada que pueda ser) no merece
crédito á la multitud. La masa del pueblo mira
: 186 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
como profundo sólo al que sugiere picantes contradic¬
ciones á la creencia general. En el raciocinio, no me¬
nos que en literatura, el epigrama es lo más inme¬
diata y universalmente apreciado. En ambos casos,
es lo que tiene menos mérito real.
Quiero decir que el epigrama y melodrama envuelto
en la idea de que María Rogét vive todavía, más bien
que la plausibilidad de esta idea, es lo que la lia suge¬
rido á L'Etoile, y procurádole una favorable recepción
en el público. Examinemos los principales argumen¬
tos de ese diario, tratando de evitar la incoherencia
con que han sido originalmente expuestos.
El primer objeto del autor es mostrar, apoyándose
. en el hecho de la brevedad del intervalo entre la des¬
aparición de María y el encuentro del cadáver, que este
Cadáver no puede ser el de María. La reducción de
este intervalo á su más pequeña dimensión posible,
parece ser un iin para el razonador. En la precipitada
persecución de este fin, se arroja á hacer simples su¬
posiciones al principio. « Es locura suponer, dice, que
el asesinato, si asesinato había sido cometido, podía
haberse consumado lo suficientemente temprano para
permitir á los asesinos arrojar el cuerpo al río, antes
de media noche. » Pregunto, y muy naturalmente,
¿por qué?¿ Por quées locura suponer que el asesinato
fué cometido cinco minutos después de haber salido la
joven de su casa ? ¿ Por qué es locura suponer que el
asesinato se cometió en un período dado del día ? Se
han perpetrado crímenes á todas horas. Pues, aun te¬
niendo lugar el asesinato entre las nueve de la mañana
del domingo y cuarto de hora antes de media noche,
.todavía habría habido tiempo suficiente « para arrojar
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 157
el cuerpo al río antes de media noch8 ». Esta suposi¬
ción, por consiguiente, alcanza precisamente áesto —
que el asesinato no fué cometido el domingo — y si
permitimos presumir esto ó. L'Étoüe , podemos dejar
que tome otras libertades cualesquiera. El párrafo que
comienza: « Es locura suponer que el asesinato », etc.,
sin embargo de aparecer como impreso en L'Étoüe ,
• podemos imaginar que ha existido así en el cerebro del
redactor: « Eslocura suponer queel asesinato, si asesi¬
nato había sido cometido, podía haberse perpetrado lo
suíicientemente temprano para permitir á los asesinos
arrojar el cuerpo antes de media noche: es locura deci¬
mos, suponer todo esto, y suponer al mismo tiempo
(como estamos resueltos á suponer) que el cuerpo no l'ué
arrojado hasta después de media noche » — un juicio
inconsecuente en sí mismo, pero no tan absolutamente
absurdo como el dado por el diario de que hablamos.
Aunque fuera mi propósito, continuó Dupin, simple¬
mente establecer un hecho contra ese argumento de
L'Etoüe , debería dejarlo donde está. No es, sin em¬
bargo, con L'Etoüe con quien tenemos quehacer, sino
con la verdad. El juicio de que se trata, no tiene más
que un de úgnio; y este designio lo heestablecido cla¬
ramente ; pues es visible que vamos detrás de simples
palabras en busca de una idea que evidentemente las
lia dictado, pero que no han podido expresar. El dia¬
rista ha tenido intención de decir, que en cualquier
momento del día ó noche del domingo que haya sido
cometido el asesinato, es improbable que los asesinos
se aventuraran á llevar el cadáver al rio antes de media
noche. Y esta es, en realidad, la suposición que critico.
Se ha supuesto que el asesinato fué cometido en tal
158 ED&AR POE. - ¡NOVELAS Y CUENTOS
situación y bajo tales circunstancias, que hicieron nece¬
saria la conducción del cadáver al río. Ahora bien, el
crimen puede haber tenido lugar cerca de la ribera
misma; y asi, arrojar el cadáver al agua, es una idea
que debe haber acudido, á cualquier hora del día ó de
la noche, como el más fácil y más inmediato modo de
hacerlo desaparecer. Vd. comprenderá que no sugiero
aquí nada de eso como probable, ó como coincidente
con mi propia opinión. Mi designio, hasta ahora, no
tiene referencia con los hechos del caso. Deseo simple¬
mente precaver á Yd. contraías inducciones de L'Étoile ,
llamande su atención sobre el carácter de ellas en una
de sus partes, enunciada al principio del articulo que
comento.
Habiendo prescrito así un límite á sus propias y
preconcebidas opinioues; habiendo supuesto que si el
cuerpo hallado era el de María, no debía haber estado
en el agua más que un breve tiempo, el diario pro¬
sigue :
« Todas las experiencias han mostrado que los
cuerpos de ahogados, ó los cuerpos arrojados al agua
inmediatamente después de ser muertos por violencia,
necesitan de seis á diez días para que una descomposi¬
ción suficiente les permita salir á la superficie. Hasta
cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega
á aparecer después de cinco ó seis días de inmersión,
se hunde de nuevo, si no se le recoge. »
Estas aserciones han sido tácitamente recibidas por
todos los periódicos de París, escepto Le Monileur.
Este diario trata de combatir el párrafo que se refiere
EL MISTERIO 1>E MARÍA ROGÉT 159>
á los « cuez’pos de ahogados », citando cinco ó seis
ejemplos en que los cuerpos de individuos muertos de
esa manera, han sido encontrados flotando después de
un lapso de tiempo, menor que el que señala L'Etoile.
Pero hay algo excesivamente poco filosófico en la ten¬
tativa de Le Monilenr, y es, rechazar la aserción gene¬
ral de L'Etoile , únicamente citando casos particulares
contrarios á ella. Aunque hubiera sido posible aducir
cincuenta ejemplos de cuerpos que han flotado al cabo
de dos ó tres días, estos cincuenta ejemplos podían
todavía ser mirados únicamente como excepciones á la
regla de L'Etoile , hasta que el período sostenido, así
como la regla misma fueran confutados. Admitiendo la
regla 'y esto Le Moniteur no lo niega, insistiendo sim¬
plemente sobre sus excepciones), el argumento de
L'Etoile permanece en toda su fuerza; porque este
argumento no pretende envolver más que una cuestión
de probabilidad de que el cuerp* haya aparecido en la
superficie en menos de tres días; y esta probabilidad
estará en favor de la posición de L'Etoile hasta que Ios-
ejemplos tan puerilmente aducidos, sean suficientes en.
número para establecer una regla antagónica.
Vd. ve que todos los argumentos á este respecto
deben ser considerados lo más pronto posible, aunque
sean contra la regla misma; y con este fin examinare¬
mos lo racional de la regla.
El cuerpo humano, en general, no es ni mucho más
pesado que el agua del Sena; es decir, la gravedad
específica del cuerpo humano, en su condición natural,
es casi igual á la del volumen de agua que desaloja.
Los cuerpos de personas gruesas y de huesos cortos,
y los de mujeres en general son más livianos que
los
160 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
flacos y de huesos largos (de hombres, casi siempre) ;
y la gravedad especíiica del agua de un río es algo
influenciada por la presencia de la marea. Pero dejando
aparte la marea, se puede decir que muy pocos cuerpos
humanos se hundirán del todo, ni aun en el agua fría,
■espontáneamente. Casi á nadie, cayendo á un río, le
puede ser posible flotar, si la gravedad específica del
agua está justamente en comparación con la suya pro¬
pia, es decir, si toda su persona se sumerge, con la
más pequeña excepción posible. La posición propia del
que no puede nadar, es la posición vertical del que
camina, con la cabeza metida completamente debajo;
sólo la boca y la nariz aparecen sobre la superficie.
Así colocados, encontraremos que flotamos sin difi¬
cultad y sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la
gravedad del cuerpo y del volumen de agua desalojado,
están exactamente balanceados, y que una nada puede
causar la preponderancia de una de las dos. Un brazo,
por ejemplo, sacado fuera del agua, y privada así de su
sostén, es un peso adicional suficiente para sumergir
toda la cabeza; mientras que la ayuda accidental del
más pequeño trozo de madera puede permitirnoselevar
la cabeza, lo bastante como para mirar alrededor.
Ahora bien, en los esfuerzos de uno que no sabe nadar,
los brazos son invariablemente levantados en el aire,
mientras se hace lo posible por mantener la cabeza en
su acostumbrada posición perpendicular. El resultado
es la inmersión de la boca y nariz, y la entrada de
agua en los pulmones, durante los esfuerzos por res¬
pirar bajo la superficie. Mucha agua es recibida tam¬
bién en el estómago, y el cuerpo se vuelve más grave
por la diferencia entre el peso del aire que original-
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉ! 161
mente distendía esas cavidades, y el del fluido que
entonces las llena. Esta diferencia es suñciente para
hacer hundir el cuerpo, por regla general, pero no lo
es en los casos de individuos de huesos pequeños, y
que poseen una cantidad anormal de materia fláccida
ó untuosa. Tales individuos flotan hasta después de
ahogados.
Suponiendo el cadáver en el fondo del río, permane¬
cerá en él hasta que por algunos medios, su gravedad
específica vuelva á ser menor que la del volumen de
agua que desaloja. Este efecto es producido por la des¬
composición ó de otra manera. El resultado de la des¬
composición es la generación de gases, que distienden
el tejido celular y todas las cavidades, dando la apa¬
riencia de hinchazón , que hace tan horrible al cuerpo.
Cuando esta distensión ha progresado tanto que el vo¬
lumen del cuerpo ha crecido materialmente sin un cre¬
cimiento correspondiente de masa ó peso, su gravedad
específica llega á ser menor que la del agua desalojada
y en el acto hace su aparición en la superficie. Pero la
descomposición es modificada por innumerables cir¬
cunstancias — apresurada ó retardada por innumera¬
bles influencias ; por ejemplo, por el calor ó frío de la
estación; por las impregnaciones minerales ó pureza
del agua; por su más ó menos profundidad, por el tem¬
peramento del cuerpo, por la corrupción propia de la
enfermedad antes de producida la muerte, etc. Así, es
evidente, que no podemos asignar período, con algo
parecido á exactitud, á la aparición del cadáver por
medio de la descomposición. Bajo ciertas circunstan¬
cias, este resultado puede ser producido en una hora
casi; bajo otras, puede no tener lugar nunca. Hay pre-
162 EDGAR POE. — ¡S’OVELAS Y CCESTOS
paraciones químicas por las cuales, el cuerpo animal
puede ser preservado, por siempre , déla corrupción; el
bicloruro de mercurio es una de ellas.
Pero, aparte de la descomposición, puede haber, y
hay usualmente, generación de gas en el estómago, por
las acetosas fermentaciones de las materias vegetales
(ó en otras cavidades, por otras causas), suficiente para
producir una distensión que lleva el cuerpo á la super¬
ficie, El efecto producido por el disparo de un cánones
el de la simple vibración. Esta vibración puede, ó
arrancar el cadáver del blando barro ó limo en que está
sujeto, permitiéndole asi levantarse, cuando otras in¬
fluencias lo han preparado ya para hacerlo; ó vencer la
tenacidad de algunas porciones putrescentes del tejido
celular, facilitando la distensión de las cavidades por
los gases.
Teniendo así delante de nosotros toda la filosofía de
este asunto, podemos sujetar á prueba con ella, las
aserciones de L'Etoile, « Todas las experiencias mues¬
tran, dice ese diario, que los cuerpos de ahogados, ó
los cuerpos arrojados al agua inmediatamente des¬
pués de muertos por violencia, necesitan de seis á diez
días, para que una descomposición suficiente les per¬
mita salir á la superficie del agua. Hasta cuando se
dispara un cañón cerca de un cadáver, y llega á sobre¬
nadar después de cinco ó seis días de inmersión, se
hunde de nuevo sino se le recoge. »
Todo este párrafo, debe aparecer ahora como un te¬
jido de inconsecuencias é incoherencias. Todas las
experiencias no muestran que los cuerpos de abo¬
gados necesitan de seis á diez días para que una
suficiente descomposición les permita salir á la su-
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 163-
perficie, Ambas, ciencia y experiencia, muestran que
el período de la aparición es, y necesariamente debe
ser, indeterminado. Si además, un cuerpo ha aparecido
en la superficie por medio del disparo de un cañón, no
« se hundirá de nuevo si no se le recoge », hasta que
la descomposición haya progresado tanto que permita
el escape de los gases generados. Pero deseo llamar la
atención de Vd. hacia la distinción que se hace entre
« cuerpos de ahogados » y « cuerpos arrojados al
agua inmediatamente después de ser muertos por vio¬
lencia. Aunque el escritor admite la distinción, los in¬
cluye sin embargo en la misma categoría. He mostrado
cómo el cuerpo de un hombre ahogado, se vuelve espe¬
cíficamente más pesado que su volumen de agua, y que
no se hundiría si no es por los esfuerzos con que eleva
sus brazos por arriba de su cabeza, y sus aspiraciones
de aire hallándose bajo la superficie — aspiraciones
que llevan agua á los pulmones, en lugar del aire ha¬
bitual. Pero estos esfuerzos y estas aspiraciones no se
producen en el cuerpo « arrojado al río inmediata¬
mente después de muerto por violencia ». Así en el
último ejemplo, el cuerpo , por repta general, no se hu¬
biera huniido absolutamente — hecho que L'Etoilt
ignora, según se ve. Cuando la descomposición hubiera
hecho grandes progresos — cuando la carne se hu¬
biera apartado de los huesos — entonces, á la verdad,
pero solamente entonces, habría desaparecido el ca¬
dáver.
Y ahora, ¿ qué nos resta que hacer con el argumento
de que el cuerpo encoutrado no podía ser el de María
Rogét, porque no habiendo pasado más que tres días,
fué encontrado ilutando ya? Si íué ahogado, siendo
194 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
una mujer, no debía haberse hundido jamás; ó habién¬
dose hundido, debía haber reaparecido 24 horas des¬
pués, ó menos. Pero nadie la supone ahogada; y ha¬
biendo muerto antes de ser arrojada al rio, debía haber
sido hallada flotando en cualquier periodo subsi¬
guiente.
« Pero, dice h'Etoile, si el cuerpo hubiera sido con¬
servado en su sangriento estado en la ribera, hasta el
martes, á la noche, se hubiera encontrado alguna huella
de los asesinos. » Aqui es difícil, al principio, compren¬
der la intención del razonador. Quiere anticipar lo que
; imagina que pudiera ser una objeción á su teoría — es
. decir, que el cuerpo fué conservado en tierra dos días,
sufriendo rápida descomposición — más rápida que es¬
tando en el agua. Supone que si éste hubiera sido el
caso, debía haber aparecido en la superíicie el miér¬
coles, y cree que solamente bajo tales circunstancias
podía haber aparecido. Con la misma prisa, hace ver
que no fué guardado en tierra, porque si lo hubieran
hecho, « alguna huella se habría encontrado de los
asesinos ». Presumo que Vd. sonríe al sequitur. Usted
no puede comprender cómo la simple duración del ca¬
dáver en tierra podía operar la multiplicación de las
huellas de los asesinos. Ni yo tampoco.
« Además, es excesivamente improbable, continúa,
que los bandidos que hubieran cometido un crimen tal
como se supone, arrojaran el cuerpo al agua sin atarle
un peso á los pies, cuando esa precaución se podía ha¬
ber lomado tan fácilmente. »¡ Observe Vd. aqui la ri¬
sible confusión de pensamiento! Nadie — ni siquiera
L'Etoüe — disputa respecto al asesinato cometido en
el cuerpo encontrado.
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 1 fMV
Las señales de violencia son innegables. El objeto
de nuestro razonador es simplemente mostrar que ese
cuerpo no es el de María; desea probar que María no
ha sido asesinada — no que el cuerpo no lo ha sido.
Sin embargo, sus observaciones prueban únicamente
el último punto. Aquí hay un cadáver sin peso en l»s
pies. Los asesinos, arrojándolo al río, no hubieran de¬
jado de ligar un peso para que no sobrenadara. Luego
no ha sido echado al agua por asesinos. Esto es todo
lo que ha probado, si algo lo ha sido. La cuestión de
identidad no es recordada siquiera, y L’iftoiíe ha tenido
gran trabajo simplemente para contradecirlo que había
admitido un momento antes. « Estamos perfectamente
convencidos, dice, que el cuerpo encontrado es el de
una mujer asesinada. »
Tampoco no es ese el único ejemplo, hasta en esta
parte de su argumento, de que el escritor razona incons¬
cientemente contra sí mismo. Su objeto evidente, lo he
dicho ya, es reducir todo lo que le sea posible,el inter¬
valo entre la desparición de María y el encuentro del
cadáver. Sin embargo, le encontramos constatando el
punto de que nadie vió á la joven desde el momento
en que abandonó la casa de su familia. « No tenemos
evidencia, dice, de que María estaba en la tierra de los
vivos, después de las nueve del domingo 22 de Junio.
Como su argumento, es visiblemente un eso parle, debía
al último, haber perdido de vista el asunto; porqués!
alguien hubiera visto á María, fuera en lunes ó martes,
el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y
por el razonamiento del diarista, disminuiría también
la probabilidad de que el cuerpo sea el de la grisette.
No obstante, es divertido observar que L'Etoüe insiste
t66 EDGAll POE. — NOVELAS Y CUENTOS
sobre el punto en la completa creencia de que adelanta
el argumento general..
. FíjeseVd. ahora sobre la parte del argumento que
tiene referencia á la identificación del cuerpo con Beau-
vais. Respecto al pelo del brazo, L'Eloile ha obrado
con evidente doblez. El Sr. Beauvais nos es un idiota,
y no hubiera sostenido la identidad del cadáver, sim¬
plemente porque el brazo tenia pelo. Todos los brazoB
tienen pelo. La mayor parte de las expresiones de
L'Eloile es una simple perversión de la fraseología del
testigo. Éste, debe haber hablado de alguna peculiari¬
dad del pelo. Debe haber tenido una peculiaridad de
■color, de cantidad, de longitud ó de situación.
« El pie deí cadáver, dice el diario, era pequeño;
pero hay millares de pies pequeños. La liga no es tam¬
poco una prueba, ni el zapato, porque se venden miles
de zapatos y ligas iguales. Lo mismo se debe .decir de
las flores del sombrero. Una cosa sobre la que insiste
fuertemente el Sr. Beauvais, es que el broche de la
liga había sido pegado más adentro del sitio en que se
hallaba primitivamente. Esto no quiere decir nada;
porque muchas mujeres prefieren ajustar las ligas á la
medida de la pierna en sus casas, que probarlas en las
tiendas donde las compran, »
Aquf es difícil creer sincero al razonador. Si el señor
Beauvais, en su investigación acerca del cuerpo de
María, hubiera descubierto un cadáver con todas las
■apariencias de la joven desaparecida (sin referencia á
la cuestión del traje], habría estado autorizado para
creer que sus diligencias no habían sido infructuosas.
Si, conforme en cuanto á la medida y contorno del
cuerpo, hubiera encontrado sobre el brazo un pelo
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉ! 167
aparentemente igual al que bahía observado en la
María viva, su opinión se habría fortificado con justicia,
y el aumento de la creencia hubiera estado en razón
de la peculiaridad ó de los caracteres poco ordinarios
del pelo. Si, siendo pequeños los pies de María, lo
eran también los del cadáver, el aumento de la proba¬
bilidad no estaría ya en razón simplemente aritmética,
sino en razón altamente geométrica ó acumulativa.
Agregue Vd. á todo eso los zapatos, iguales á los
que llevaba la joven el dia que desapareció, y aunque
esos zapatos se « renden por miles», aumenta Vd. la
probabilidad hasta acercarse á lo cierto. Lo que por sí
solo no sería evidencia de identidad, llega á ser, por
su posición corroborativa, la prueba más segura. Que
nos den en seguida flores en el sombrero, correspon¬
dientes á las que usaba la joven, y no buscamos más.
Si con una solaflor no buscamos más, ¿ qué será con dos,
tros ó más ? Cada evidencia sucesiva, es múltiple, es una
prueba no añadida á la prueba, sino multiplicada por
cientos ó miíes. Descubramos en seguida sobreladifunta
ligas iguales á las que usaba la viva, y es casi locura
proseguir. Pero se encuentra que estas ligas han sido
ajustadas, corriéndoles un broche hacia atrás, de una
manera idéntica a la empleada por María en las de ella,
poco antes de salir de su casa. Dudar ahora, es real¬
mente locura ó hipocresía.
Lo que dice L'Eloile respecto á la costumbre de
acortar las ligas, no muestra otra cosa sino su perti¬
nacia en el error. La naturaleza elástica del broche de
la liga es, por si sola, una demostración de que no
es usual el acortarlas. Lo que se hace para ajustar¬
las, debe, por necesidad, requerir manos extrañas.
168
EDGAR POE.
NOVELAS Y CUENTOS
pero raramente. Debe haber sido por un accidente, en
su estricto sentido, que las ligas de Maria hubieron
menester de la operación descrita antes. Ellas solas
podían haber establecido ampliamente su identidad.
Pero no es que el cuerpo encontrado tuviera las
ligas de la joven desaparecida, ó sus zapatos, ó su
gorra, ó las flores de su gorra, ó Sus pies, ó una
señal particular en el brazo, ó su estatura y la
apariencia en general; es que el cadáver tenia cada
una de esas cosas, lodo colectivamente. Aunque se
probara que el editor de L'Eloüe tenia realmente una
duda bajo esas circunstancias, no habría necesidad, en
su caso, de una comisión de lunático inqv.irendo. lía
creído sagaz repercutir las vulgaridades de los abo¬
gados, quienes, en su mayor parte, se contentan
haciendo lo mismo con los preceptos rectangulares de
los tribunales.
Quiero hacer notar aquí que, mucho de lo que es re¬
chazado como evidencia por una corte, es la mejor evi¬
dencia para el intelecto. La corte que se guia por los
principios generales.de la evidencia, los principios
reconocidos y registrados en los libros, es enemiga de
detenerse en los ejemplos particulares. Y esta firme
adherencia al principio con riguroso desdén de la
excepción contradictoria, es un seguro modo de alcan¬
zar el máximum de la verdad asequible, en cualquier
sucesión de tiempo. La práctica, en masa , es sin em¬
bargo filosófica; pero no es menos cierto que engendra
vastos errores individuales (1).
(1) t Una teoría basada en las cualidades de un objeto, Impedirá que
sea desatollada de acuerdo con sus objetos; y el que arregla sus tópicos
con referencia á sus causas, cesará de considerarlos de acuerdo con sus
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 16»
Respecto á las sospechas dirigidas contra Beauvais,
las verá Vd. desaparecer en un instante. Vd. ha son¬
deado ya el verdadero carácter de este buen hombre.
Es un entrometido , con mucho de novelesco y poca
inteligencia. Cualquiera así constituido, se conducirá
en un caso de real excitación, de tal manera que los
perspicaces ó los mal intencionados, le encontrarán
sospechoso. £1 señor Beauvais (como aparece por las
notas de Vd.) tuvo algunas entrevistas personales con
el editor de L'Eioile, y le ofendió aventurando una
opinión de que el cadáver, á pesar de la teoría del edi¬
tor, era, sin duda ninguna, el de María.
« Persiste, dice el diario, en asegurar que el cadáver
es el de María; pero no puede dar una circunstancia,
en adición á las que ya hemos comentado, para hacer
participar de su creencia á los demás. »
Ahora, sin atender al hecho de que la más notable
evidencia « para hacer participar de su creencia á los
demás» no debía haberse aducido nunca, debe ser
notado que se puede comprender muy bien que un
hombre crea, en un caso de esta especie, sin que le sea
posible dar una sola razón de la creencia á los demás.
Nada es más vago que las impresiones de una iden¬
tidad individual. Cada hombre reconoce á su vecino;
sin embargo, hay pocos ejemplos en que alguno esté
preparado para dar una razón de su reconocimiento.
El editor de L'Étoile no ha tenido motivo para ofen-
resultados. Así, la jurisprudencia de cada nación mostrará que, cuando
la ley llega á ser una ciencia y un sistema, cesa de ser justicia. Los
errores en que una ciega devoción á los principios de ctasilicación ha hecho
caer i la ley común, se pueden ver, observando cuán á menudo la legis¬
latura ha sido obligada á hacer progresos para restaurar laequidad, pues
había perdido de vista su objeto.» (Lamdor.)
t!>
170 EDGAlt POE. — NOVELAS Y CUENTOS
derse porque el Sr. Beauvais no le daba razones de su
creencia.
Se encontrará que las sospechosas circunstancias
que presenta su conducta, se adaptan mucho mejor á
mi hipótesis del entromeiimienio romántico , que á las
sugestiones del razonador respecto á la culpabilidad
que le supone. Una vez adoptada la interpretación más
caritativa, no hallaremos dificultad en comprender la
rosa en el agujero de la cerradura; la « María » en la
pizarra; el «alejó los parientes masculinos de las
investigaciones »; la « aversión á permitirles que vie¬
ran el cuerpo»; la prevención hecha á la señora B*‘*
para que no conversara con el gendarme hasta que él
volviera; y, por último, su aparente determinación « de
que nadie se mezclara en los procedimientos, excepto
él mismo ». Para mi, es incuestionable que Beauvais
era un pretendiente de María; que ella coqueteaba con
él, y que él tenía la ambición de que se creyera que
gozaba de la más completa intimidad y confianza de
la joven. No diré más nada sobre este punt»; y como
la evidencia rechaza enteramente la aserción de
L’Eloile respecto á la indiferencia por parte de la
madre y otros parientes, una indiferencia contradic¬
toria con la suposición de que creían que el cuerpo era
de María, procederemos ahora como si la cuestión de
identidad estuviera establecida á nuestra perfecta
satisfacción.
— ¿Y qué piensa Vd., preguntóle de las opiniones
de Le Commerciel?
— Que, á la verdad, son mucho más dignas de aten¬
ción que cualquiera de las que han sido enunciadas
sobre este tópico. Las deducciones de las premisas son
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT i7t
filosóficas é ingeniosas; pero las premisas, en dos
ocasiones han sido fundadas en observaciones imper¬
fectas. Le Commerciel desea insinuar que María fué
asaltada por una gavilla de bandidos miserables, no
lejos de su propia casa.
« Es imposible, dice, que una persona tan conocida
como era la joven, haya atravesado tres manzanas sin
que nadie la viera. »
Esta es la idea de un hombre que ha residido largo
tiempo en París, un hombro público, un hombre cuyos
paseos aquí y allá, en la ciudad, se han limitado ordi¬
nariamente á los alrededores de las oficinas judiciales.
Sabe cpie él pasa á menudo á una distancia de doce
manzanas de su propio burean, sin ser reconocido ni
saludado. Y sabiendo la extensión de su conocimiento
personal por los demás, y de los demás por é!, com¬
para su popularidad con la de la joven perfumista, no
encuentra gran diferencia entre ellas, y llega á la con¬
clusión de que ella, en sus paseos, debe hallar igual
número de conocidos que él en los Buyos. Esto podía
ser así, únicamente en el caso de que los paseos de
ella fueran del mismo carácter invariable y metódico,
y en las mismas especies de regiones limitadas, que Ios-
de él. Él pasa por aquí y allá, á intervalos regulares,
dentro de una periferia confinada, abundante en indi¬
viduos que son llevados á observar su persona, á causa
de la naturaleza semejante de sus ocupaciones. Pero
los paseos de María deben, en general, ser supuestos
en todas direcciones. En este caso particular, debe ser
I concebido, como más probable, que hizo un camino de
’ una diversidad mayor que de costumbre. El paralelo
que imaginamos haber existido en el ánimo de Le
172 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
Commerciel , podría únicamente sostenerse en el caso
de que dos individuos atravesaran toda la ciudad. En
este caso, admitiendo que el conocimiento personal
sea igual, podrían también ser iguales las probabili¬
dades de que se efectuara un número igual de encuen¬
tros. Por mi parte, tendría no solamente como posible,
sino como mucho más que probable, que María hubiera
seguido en un período dado por algunos de los muchos
caminos entre su propia residencia y la de su tía, sin
encontrar un solo individuo á quien conociera ó de
quien fuera conocida. Considerando la cuestión en su
completa y propia luz, debemos tener en cuenta la
gran desproporción que hay entre los conocimientos
personales del hombre más popular de París, y la po¬
blación de París mismo.
Pero cualquier fuerza que todavía parezca haber en
la sugestión de Le Commerciel, será muy disminuida
cuando tomemos en consideración la hora en que la
joven salió á la calle. « Era cuando las calles estaban
llenas de gente, dice Le Commerciel , que ella salió de
su casa. » Pero no es asi. Fué álas nueve de la ma¬
ñana. Ahora bien; á las nueve, en cualquier mañana
de la semana, con excepción del domingo , las calles de
la ciudad están, es cierto, llenas de gente. Á las nueve
del domingo, la multitud está generalmente en sus
casas, arreglándose para ir á las iglesias. Ninguna
persona observadora habrá dejado de notar el aire
peculiarmente desierto de la ciudad, desde cerca de
las ocho hasta las diez de la mañana de los domingos.
Entre diez y once las calles son invadidas por la gente;
pero no sucede esto tan temprano como ha dicho el
diario de que nos ocupamos.
EL MISTERIO BE MARÍA RO&ÉT 173
Hay otro punto en el que parece haber deficiencia de
observación, por parte de Le Commereiel.
« Un trozo, dice, de una de las enaguas de la infor¬
tunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho,
había sido cortado y atado bajo su barba, dando vuelta
á la parte superior de su cabeza, probablemente para
prevenir gritos. Esto ha sido hecho por hombres que
no tenían pañuelos de mano,.»
Si esta idea está ó no bien fundada, trataremos de
verlo más adelante; pues « por seres que no tenían pa¬
ñuelos de mano », el editor entiende la más baja clase
de bandidos. Ésta, sin embargo, es la verdadera des¬
cripción de la gente á quien se encontrará siempre con
pañuelos, aunque les falte la camisa. Vd. debe haber
tenido ocasión para observar cuán absolutamente in¬
dispensable ha llegado á ser el pañuelo de mano, para
todos los pillos, desde hace algunos años,
— ¿Y qué debemos pensar, pregunté, del articulo
de Le Soleil ?
— Que es una gran lástima que no haya nacido pa¬
pagayo, en cuyo caso, hubiera sido el más ilustre pa¬
pagayo de su raza. Ha repetido simplemente las consi¬
deraciones individuales de la opinión ya publicada,
coleccionándolas con una laudable industria, de éste y
aquel diario.
k Las cosas han estado evidentemente allí, dice,
cuando menos tres ó cuatro semanas, y no puede haber
duda que el teatro de este horroroso crimen ha sido
descubierto. »
■ Los hechos vueltos á constatar aquí por Le Soleil,
están muy lejos, á la verdad, de conmover mis propias
dudas respecto á este asunto, y las examinaremos más
to*
174 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
particularmente en conexión con otra división del
tema.
Ahora debemos ocuparnos de otras investigaciones.
Usted no puede dejar de haber notado el poco cuidado
puesto en el examen del cadáver. Seguramente, la cues¬
tión de la identidad fué muy pronto determinada, ó de¬
bía haberlo sido; pero había otros puntos á establecer.
¿Había sido el cuerpo despajado de algo? ¿Tenía la
finada algunas alhajas sobre su persona al salir de su
casa? Y si era asi, ¿tenía alguna de esas prendas
cuando fué encontrada? Estas son importantes cues¬
tiones, de que la indagación no se ha ocupado absolu¬
tamente; y hay otras de igual consecuencia, que no
lian llamado la atención de la autoridad. Debemos tra¬
tar de satisfacernos nosotros mismos, por una inqui¬
sición personal. El caso de Saint-Eustache debe ser
examinado de nuevo. No tengo sospechas de esa per¬
sona ; pero procedamos metódicamente. Debemos esta¬
blecer, sin dudas de ninguna clase, la validez de la
declaración respecto á los sitios en que estuvo el do¬
mingo. Declaraciones de este carácter, se convierten
fácilmente en asunto de mistificación. Aunque no hu¬
biera aquí nada malo, apartaremos á St-Eustache de
todas nuestras investigaciones. Su suicidio, aunque
corroborativo de sospecha, si se encontrara desmentido
en las declaraciones, no es, sin tal desmentido, una in¬
comprensible circunstancia que pueda desviarnos de la
línea del análisis ordinario.
Para lo que ahora me propongo, debemos descartar
los puntos interiores de esta tragedia, y concentrar
nuestra atención sobre sus puntos exteriores. No es
el más pequeño de los errores comunes el que en esta
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÍ1T 175
clase de investigaciones limita la pesquisa á lo más
inmediato, sin hacer caso absolutamente de los sucesos
accesorios ó accidentales. Es la mala práctica de las.
cortes de justicia el reducir la evidencia y discusión
á los puntos exteriores y de una ayuda aparente. Sin
embargo, la experiencia ha mostrado, y una verdadera
filosofía mostrará siempre, que una vasta, quizá lamás
grande porción de la verdad, procede de loque aparen¬
temente no tiene aplicación. Es á causa del espíritu de
este principio, y no precisamente por su letra, que la
ciencia moderna ha resuelto calcular sobre lo impre¬
visto. Pero quizá no me comprende Yd. La historia de
los conocimientos humanos ha mostrado tan sin inte¬
rrupción, que los más numerosos y más valiosos descu¬
brimientos se deben á los sucesos colaterales, inciden¬
tales ó accidentales, que al íin se ha hecho necesario,
con un previsor designio de mejora, tener, no sólo
grande, sino hasta la más grande indulgencia por las
invenciones debidas á la casualidad, y enteramente
fuera del rango de las cosas esperadas. Ya no es filo¬
sófico fundar, sobre lo que ha sido, una visión de lo
que será. El accidente es admitido como una porción,
de la sub-estructura. Hacemos del acaso un asunto de
absoluto cálculo. Subordinamos lo inesperado y lo no
imaginado á la fórmula matemática de las escuelas.
Repito que no es mas que un hecho, que la más grande
parte de la verdad ha procedido de lo colateral, y que
no es sino de acuerdo con el espíritu del principio con¬
tenido en ese hecho, que quiero desviarla investigación,
en el caso presente, de la hollada y hasta ahora esté¬
ril tierra del suceso mismo, á las circunstancias coe¬
táneas que lo rodean. Mientras Vd. establece la valí-
176
EDGAR POE. - NOVELAS V CUENTOS
dez de la declaración, yo examinaré ios diarios más
especialmente todavía de lo que Vd. lo ha hecho. Hasta
ahora hemos examinado únicamente el campo de la
investigación; pero será extraño á la verdad, que una
atenta inspección, como la que intento de los impresos
públicos, no nos suministre algunos pequeños puntos
que den dirección á la pesquisa.
En armonía con lo pedido por Dupin hice un escru¬
puloso examen del asunto de la declaración. El resul¬
tado fué una firme convicción de su validez y la conse¬
cuente inocencia de St-Eustache. Mientras tanto, mi
amigo se ocupaba con una minuciosidad que parecía
absolutamente infructuosa, en un escrutinio de los va¬
rios legajos de periódicos. Al finalizar la semana, me
presentó los siguientes extractos :
« Hace cerca de tres años y medio, una perturbación
muy similar á la presente, fué causada por la desapari¬
ción de esta misma María Rogét, de la parfumerie del
señor Le Blanc, en el Palacio Real. Al cabo de una se- .
mana, sin embargo, volvió á aparecer en su acostum¬
brado compíoir tan buena como siempre, á excepción
de una pequeña palidez, no del todo usual. El Sr. Le
Blanc y la madre de ella, hicieron correr la voz de que
había estado simplemente de visita en casa de una
amiga en el campo; y el asunto fué pronto olvidado.
Presumimos que la presente ausencia es un capricho
de la misma naturaleza, y que á la expiración de una
semana ó quizá de un mes, la tendremos entre nosotros
otra vez. » {Diariode la tarde , lunes, Junio 23.)
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 477
o Un diario vespertino de ayer refiere la desaparición
misteriosa de la señorita Rogét. Se sabe, que durante
la semana de su ausencia de la parfumerie de Le Blane,
estuvo en compañía de un joven oficial de marina, muy
conocido por sus orgias. Un disgusto, se supone, la
indujo á volverá su casa. Tenemos elnombredelLotario
encuestión, que está ahora de servicio enParís, pero por
obvias razones, nos abstenemos de hacerlo público. »
(Le Afercnre, martes por la mañana— 24 de Junio.)
« Un crimen del carácter más atroz íué perpetrado
anteayer, cerca de esta ciudad. Un caballero, con su
esposa é hija, hablaron al anochecer á seis jóvenes que
se paseaban ociosamente en un bote cerca de los ban¬
cos del Sena, para que los trasportara al otro lado del
rio. Después de alcanzar la ribera opuesta, los tres
pasajeros saltaron á tierra y prosiguiendo su camino,
habían perdido de vista ya al bote, cuando la hija notó
que había dejado en él su quitasol. Volvióse á buscarlo;
fué asida por los jóvenes, llevada al interior del río,
amordazada, tratada brutalmente, y porúltimo la aban¬
donaron en la ribera, en un punto poco distante del en
que se embarcó con sus padres en el bote. Los mise¬
rables bandidos han escapado por ahora, pero la poli¬
cía les sigue la pista, y algunos de ellos serán pronto
aprehendidos. » (Diario de la mañana , Junio 28.)
« Hemos recibido una ó dos comunicaciones, cuyo
objeto es imputar el crimen á Beauvais; pero como
este caballero ha sido completamente absuelto por una
legal investigación, y como loa argumentos de núes-
178
EDGAR POE.
NOVELAS Y CUENTOS
tros varios corresponsales parecen ser más celosos que
profundos, no creemos prudente hacerlos públicos. »
[Diario de la mañana , Junio 28.)
« Hemos recibido varias comunicaciones muy bien
escritas, aparentemente de varias fuentes, y quellegan
hasta hacer un asunto de certidumbre, que la infortu¬
nada María Rogét ha sido víctima de una délas nume¬
rosas gavillas de bandidos que infestan los alrededores
de la ciudad. Nuestra propia opinión está decidida¬
mente en favor de esta hipótesis. Trataremos de hacer
conocer más adelante, algunos de los argumentos áque
nos referimos. » (Diario de la tarde ,martes 31 de
Junio.)
« El lunes, uno de los barqueros al servicio de la
Administración de Rentas, vió un bote vacío, flotando
en el Sena, río abajo; algunas velas se encontraban en
el fondo dol bote. Los barqueros lo remolcaron hasta.
la puerta del guarda. Á la mañana siguiente desapa¬
reció dé allí, sin que ninguno de los marineros viera á
la persona que lo llevó. El timón está en el puesto del
guarda. » [La DHigenee, Junio 26, jueves.)
Después de leer estos varios extractos, no sólo me
parecieron inconcluyentes, sino que me fué imposible
encontrar medio de que alguno de ellos, aclarara el
asunto. Esperé algunas explicaciones deDupin.
No es mi designio, ahora, dijo, delenerne sobre
el primero y segundo de esos extractos. Los he copiado
principalmente para mostrar á Yd. la extrema negli-
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 179
gencia de la Policía, que tanto como puedo comprender
por el Prefecto, no se ha incomodado absolutamente,
examinando la oficina naval á que se frá aludido. Ade¬
más, es una simple tontera, decir que entre la primera y
segunda desaparición de María, no hay una conexión
suponible. Admitamos que de la primer fuga resultó un
disgusto entre los amantes, y la vuelta de la Joven
engañada á su domicilio. Estamos ahora preparados
para mirar una segunda fuga (si sabemos que ha tenido
lugar una nueva fuga) como indicación de renova-
miento de las protestas del seductor, más bien que como
el resultado de nuevas proposiciones por un segundo
individuo — estamos preparados para considerarlo
como las pacas del antiguo amour, más bien que como
el comienzo de uno nuevo. Las probabilidades son diez
contra una de que el que se.había fugado una vez con
María, propusiera una segunda fuga, que aquella á
quien se habían hecho proposiciones de fuga, por un
individuo, las recibiera de algún otro, Y déjeme Vd.
aquí, llamar su atención sobre el hecho de que el
tiempo corrido entre la primera fuga constatada, y la
segunda supuesta, excede de pocos meses al período
general empleado por nuestros buques de guerra en
su oficio de cruceros. ¿ Había sido interrumpido el
amante en su primera infamia, por la necesidad de
embarcarse, y había aprovechado el primer momento
de su vuelta para renovar los bajos designios no del
todo cumplidos todaviá; ó no cumplidos del todo toda¬
vía por él mismo ? De todas estas cosas, no sabemos
nada.
Vd. dirá, sin embargo, que, en el segundo caso no
hubo fuga, como se imagina. Ciertamente no ; ¿ pero
180 EDGAR POE. — KOVELAS Y CUEKTOS
estamos preparados para decir que no hubo el desig¬
nio frustrado de ese acto ? Fuera de St-Eustache y
quizá Beauvais, no encontramos otros reconocidos,
francos y honorables pretendientes de María. De nin¬
gunos otros se habla, al menos. ¿ Quién es, entonces,
el secreto amante, acerca del que los parientes ( losmás
de ellos , al menos) no saben nada, pero á quien encuen¬
tra María en la mañana del domingo, y con quien tiene
tan profunda confianza, que no vacila en permanecer
con él hasta la noche entre las solitarias arboledas de
la Barriere du Roule? ¿ Quién es ese secreto amante,
pregunto, del que no saben nada los más de los parientes
de la joven? ¿ Y qué quiere decir la singular profecía
de la señora Rogét en la mañana que salió su hija —
<t temo que ya no veré más á María » ?
Pero si no podemos imaginar á la señora Rogét sa¬
bedora del designio de fuga, ¿no podemos al menos
suponer este designio concebido por la joven? Al salir
de su casa, dió á entender que estaba por visitar ásu
lia en la calle de Drómes, y St-Eustache fué suplicado
para que la fuera á buscar al anochecer. Ahora, á pri¬
mera vista, este hecho milita poderosamente contra mi
sugestión; pero, reflexionemos. Que ella encontró algún
acompañante y cruzó con él el río, alcanzando la Bar¬
riere du Roule á las tres de la tarde, está constatado.
Pero consintiendo en ser acompañada por este individuo
[con cualquier propósito — conocido ó no de la señora
Rogét), debe haber pensado en la intención declarada
cuando salió de su casa, y de la sorpresa y sospecha
que se despertaría en el corazón de su prometido
esposo St-Eustache, cuando al irla á buscar, á la hora
convenida, ála calle de Drómes, encontrara que ella no
EL JUSTEfllO DE HABÍA ROGÉT
181
había estado, además al volver á la casa de huespedes
con esa alarmante noticia, supiera su continuada au¬
sencia. Debe haber pensado en esas cosas, digo. Debe
haber previsto el disgusto de St-Eustache, la sospe¬
cha de todo. No podía haber pensado en volver para
desafiar esa sospecha; pues la sospecha se convierte
en un punto de trivial importancia para ella, si la su¬
ponemos con intención de no volver.
Podemos imaginar su pensamiento así: Voy á en¬
contrar una cierta persona para el plan de la fuga, ó
para otros propósitos conocidos por mí sola. Es nece¬
sario que no haya probabilidades de interrupción— nos
es menester tiempo suficiente para eludir la persecu¬
ción — daré á entender que voy á hacer una visita á
mi tía en la calle de Drómes, con quien pasaré el día —
diré á St-Eustacho que no me vaya á buscar hasta el
anochecer — así, mi ausencia de casa por el más largo
tiempo posible, sin causar sospechas ni ansiedad, dará
razón de mí, y ganaré más tiempo que de cualquier
otro modo. Sí pido á St-Eustache que me vaya á buscar
al anochecer, es seguro que no irá antes áe esa hora;
pero si dejo absolutamente de pedirle que me vaya á
buscar, mi tiempo para escapar disminuirá desde que
seré esparada más temprano y mi ausencia excitará
inquietud más pronto. Ahora si fuera mi designio volver
— si tuviera en proyecto simplemente un paseo con el
individuo en cuestión, no estaría en mis conveniencias
pedirle á St-Eustache que fuera á buscarme; porque
yendo, podrá estar seguro de que le he jugado falso
— hecho que podría ocultarle toda la vida, saliendo de
casa sin decirle mi intención, volviendo antes del ano¬
checer y explicando después, que había estado de visita
H
182 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
en casa de mi tía, en la calle de Drómes. Pero como
mi plan es no volver jamás — ó no volver por algunas
semanas — ó hasta que se haya producido cierto encu¬
brimiento — ganar tiempo es el único punto sobre el
que debo inquietarme, »
UBted ha observado en sus notas, que la opinión más
general relativa á este triste negocio es, y fué desde el
principio, que la joven había sido victima de una ga¬
villa de bandidos. Ahora bien, la opinión popular, bajo
ciertas condiciones, merece ser tenida en cuenta.
Cuando nace por si misma, cuando se manifiesta de
una manera estrictamente espontánea, debemos mi¬
rarla como análoga á esa intuición, que es la idiosin-
cracia del hombre de genio. En noventa y nueve casos
sobre cien me atendría á su decisión. Pero es importante
que no encontremos huellas palpables de la sugestión.
La opinión debe ser rigurosamente la propia del pú¬
blico; la distinción es á menudo muy difícil de perci¬
bir y de sostener. En el presente caso, aparece para
mí, que esta opinión pública respecto de una gavilla ,
ha sido apoyada por el suceso accesorio que se detalla
en el tercero de mis extractos.
Todo París se excita por el descubrimiento del cadá¬
ver de María, una joven bella y conocida. Este cadáver
es encontrado con señales de violencia, y flotando en
el río. Pero se ha averiguado ahora, que en el mismo
período ó casi en el mismo período, en que se supone
que la joven fué asesinada, un crimen de naturaleza
similar al que revela ese cadáver, ha sido perpetrado
por una banda de miserables en la persona de una
segunda joven. ¿ Es sorprendente que la atrocidad
conocida haya influenciado el juicio popular respecto»
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 183
de la atrocidad desconocida ? ¿ Este juicio esperaba
dirección, y el crimen conocido pareoió dárselatan opor¬
tunamente? María, además, fué encontrada en el río, y
sobre este mismo rio fué perpetrado el crimen cono¬
cido. La conexión de los dos sucesos tenía sobre sí
tanto de palpable, que lo verdaderamente extraño hu¬
biera sido que el pueblo dejara de apreciarla y de
aceptarla. Pero, de hecho, la atrocidad conocida como
perpetrada de una manera dada, es, si es algo, la evi¬
dencia de que la otra, cometida en un tiempo casi coin¬
cidente, no fué cometida de esa misma manera. Habría
sido un milagro, á la verdad, si, mientras una banda
de miserables, estaba perpetrando en una localidad
precisa, un terrible delito, hubiera habido otra banda
igual, en igual localidad, en la misma ciudad, bajo las
mismas circunstancias, con los mismos medios y apli¬
caciones, cometiendo un delito dei mismo aspecto
precisamente, y precisamente en el mismo instante!
Además, ¿ por qué, sino por esta maravillosa coin¬
cidencia, solicita el pueblo que se crea en su opi¬
nión ?
Antes de seguir más adelante, consideremos la su¬
puesta escena del asesinato, en el bosquecito de la Bar¬
riere du Roule. Este bosquecito, aunque espeso, está
muy próximo al camino público. Dentro de él, había
tres ó cuatro grandes piedras formando una especie
de asiento con respaldo y escabel. En la piedra supe¬
rior se descubrió una enagua blanca; en la segunda
una túnica de seda. Un quitasol, guantes y un pañuelo
de manos, fueron encontrados también en el mismo
sitio. El pañuelo llevaba el nombre de Maria RogSt.
Fragmentos de ropa fueron vistos en las raídas de
48i EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
los alrededores. La tierra estaba pisada; los ar¬
bustos rotos y había muchas señales de una violenta
lucha.
Sin embargo de la aclamación con que el descubri¬
miento de este bosquecito fué recibido por la prensa,
y la unanimidad con que se supuso que él indicada el
teatro preciso del crimen, debe admitirse que hay
algunas razones muy poderosas para dudar. Que fué
el teatro, puedo creerlo ó no — pero hay, como he
dicho, excelentes razones para dudar. Si el verdadero
teatro hubiera sido, como lo sugirió Le Commerciel , la
vecindad de la calle Pavee Saint-Andrée, los perpe¬
tradores del crimen, suponiéndolos todavía residentes
en París, se hubieran aterrado naturalmente al ver
dirigida la atención piiblica al punto vulnerable; y en
cierta clase de inteligencias, debe haber nacido, en un
instante, un sentimiento de la necesidad de hacer
algo para desviar esa atención. Y así, el bosquecito de
la Barriere du Roule habiendo sido ya objeto de sos¬
pechas, la idea de colocar las ropas donde fueron en¬
contradas, debe haber sido concebida fácilmente. No
hay ninguna real evidencia, aunque Le Soleil digalo
contrario, de que los objetos descubiertos hayanestado
en el bosquecito más de unos cuantos días; mientras
^ue hay muchas pruebas accidentales de que no podían
haber permanecido allí sin atraer la atención durante
Iob veinte días corridos entre el fatal domingo y la
larde en que fueron encontrados por los niños, a Esta¬
ban todos enmohecidos y sumidos en el barro », dice
Le Soleil adoptando las opiniones de sus predecesores,
« con la acción de la lluvia, y pegados unos á otros
por el moho. El césped había crecido alrededor y
EL MISTERIO DE MAllÍA ROGÉT 185
sobre algunos de ellos. La seda del quitasol era fuerte,
pero estaba desflocada por dentro. La parte superior,
donde había sido doblada y plegada, estaba enmohe¬
cida y podrida, habiéndose roto al ser abierta ». Res¬
pecto al césped que había « crecido alrededor y sobre
algunos de ellos », es obvio que el hecho puede haber
sido asegurado únicamente por las palabras, y por
consiguiente, por los recuerdos de dos niños peque¬
ños ; porque estos niños removieron los objetos y los
llevaron á su casa, después de haber sido vistos por
una tercera persona. Pero el césped crece, especial¬
mente en tiempo caluroso y húmedo (tal como fué el
del período del asesinato), hasta dos ó tres pulgadas,
en un solo día. Un quitasol, permaneciendo sobre una
tierra recientemente cubierta de césped, podía, en una
sola semana, ocultarse del todo á la vista, por el cés¬
ped que naciera en ese intervalo. Y viniendo á ese moho
sobre el que insiste tan pertinazmente el editor de Le
Soleil, que emplea la palabra no menos de tres veces
en el breve párrafo leído hace un instante, ¿ ignora
él, en realidad, la naturaleza de ese moho ? ¿ Nece¬
sita que le digan que es una de las muchas clases
de fungus , cuyo carácter más ordinario es un
nacimiento y decadencia dentro de las veinticuatro
horas ?
Así vemos de una ojeada, que lo que se ha aducido
más triunfalmente en apoyo de la idea que los objetos
habían estado « al menos tres ó cuatro semanas »
en el bosquecito, es más absurdo y más nulo que
cualquiera de las evidencias de ese hecho. Por otro
lado, es extremadamente difícil creer que esos ob¬
jetos pudieran haber permanecido en el sitio mencio*
■186 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
nado, durante un período más largo que el de una
semana, durante un período más largo que de un
domingo á otro. Los que conocen algo la vecindad de
París, saben la extrema dificultad que hay en encon¬
trar soledad hasta á la más grande distancia posible
de sus suburbios. Un punto inexplorado y hasta poco
frecuentemente visitado entre sus bosques ó florestas,
no es imaginable un solo momento. Que cualquiera,
siendo por inclinación un amante de lu naturaleza, y
encontrándose encadenado por el deber al polvo y al
bullicio de esta gran metrópoli — que cualquiera como
él, trate hasta durante los días de trabajo, de apagar
su sed de soledad entre las escenas de belleza que le
rodean por todas partes. En el punto á que se dirija,
verá disiparse el encanto que busca, por la voz y la
presencia de algún pillo ó corro de tunantes embriaga¬
dos. Buscará el aislamiento entre lo más espeso del
bosque; todo es en vano. Allí están los verdaderos
rincones donde abunda más el populacho — allí están
los templos más profanos. Con enfermedad en el cora¬
zón, el vagamundo volverá de nuevo al mancillado
París como á uno menos odioso, porque, menos inco¬
modado, huirá de la profanación. Pero si los alrededo¬
res de la ciudad son tan frecuentados durante los días
de trabajo, ¡ cuánto más no lo serán el domingo! Es
entonces que,, libre de las fatigas diarias, ó privado de
las habituales oportunidades de crimen, el pillo busca
los límites de la ciudad, no por amor al campo, que
desprecia íntimanente, sino como un medio de escapar
á las restricciones y conveniencias de la sociedad.
Desea menos el aire fresco y el verdor de los árboles,
que la más grande licence del campo. Allí, en la posada
EL MISTERIO DE .MARÍA ROGÉT 187
de la orilla del camino ó bajo el follaje de los bosques,
se abandona, libre de toda mirada, excepto la de sus
buenos compañeros, á los locos excesos de una fingida
hilaridad — producción legítima de la libertad y el
ron. No digo, nada más que lo que debe ser obvio para
cualquiera observador imparcial, cuando repito que la
circunstancia de los objetos en cuestión permane¬
ciendo oculta, por un período más largo que el da un
domingo á otro, en cualquier bosqueeito de la inme¬
diata vecindad de. París, debe ser mirada como poco
menos que milagrosa.
Pero no faltan otras bases á la sospecha de que los
objetos fueron colocados en el bosqueeito con la mira
de desviar la atención del verdadero teatro del suceso.
Primeramente, déjeme Vd. llamar la suya hacía la
fecha del descubrimiento de los objetos. Agregue Vd,
á esto la fecha del quinto extracto hecho por mi mismo
de los periódicos. Usted encontrará que el descubri¬
miento siguió casi inmediatamente al envío de las ur¬
gentes comunicaciones al diaro de la larde. Estas comu¬
nicaciones aunque varias y aparentemente de diversas
fuentes, tendían todas al mismo punto — dirigir la
atención hacia una gavilla como la perpetradora del
crimen y á la vecindad de la Barriere du Roule, como
su teatro. Ahora, por consiguiente, la sospecha no es
que á consecuencia de esas comunicaciones ó de la
atención pública por ellas dirigida, los objetos fueron
encontrados por los niños ; la sospecha podía y puede
muy bien haber sido, que los objetos no fueron encon¬
trados antes por los niños, por la razón de que no ha¬
bían estado antes en el bosqueeito ¡ habiendo sido depo¬
sitados allí, solamente en la fecha ó bien poco antes de
d88 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
la fecha de las comunicaciones, por sus malvados au¬
tores en persona.
Este bosquecito era singular— extremadamente sin¬
gular. Dentro de su recinto naturalmente cercado, había
tres extraordinarias piedras formando un asiento con
espaldar y escabel. Y este bosquecito tan lleno de arte
natural, estaba en la inmediata vecindad, épocas varas
de la vivienda de la señora Delue, cuyos niños tenían
la costumbre de examinar minuciosamente los plantíos
del alrededor de ellos, en busca de la corteza del sasa-
frás. ¿ Sería una apuesta temeraria — una apuesta de
mil contra uno — á que no pasó jamás un dia sobre la
cabeza de esos niños, sin encontrar, al menos uno de
ellos, escondido bajo el umbroso bosque y sentado en
su trono natural ? Los que vacilen ante semejante
apuesta, ó no han sido nunca niños ellos mismos, ó han
olvidado la naturaleza infantil. Lo repito — es extrema¬
damente difícil comprender cómo podían haber perma¬
necido los objetos en ese bosquecito ocultos por más de
uno ó dos días ; y así, es buena base para una sospe¬
cha, á pesar de la dogmática ignorancia de Le Soleil,
que hayan sido colocados donde se les encontró en un
momento comparativamente tardío.
Pero todavía hay otras razones más poderosas para
creerlos depositados en esas condiciones, que todas las
que he enunciado hasta ahora. Deje Vd. que llame su
atención hacia el arreglo tan altamente artificial de los
objetos. En la piedra superior había una enagua blanca;
en la segunda una banda de seda : esparcidos alrede¬
dor, estaban un quitasol, guantes y un pañuelo con el
nombre de « María Rogét». Es justamente el arreglo
que hubiera hecho una persona no ingeniosa queriendo
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 189
disponer los objetos naturalmente. Pero bajo ningún
punto de vista un arreglo realmente natural, Quisiera
más bien haber tratado de ver las cosas todas yaciendo
en la tierra y pisoteadas. En los estrechos límites de
ese bosquecillo, debe haber sido apenas posible que la
: enagua y banda retuvieran una posición sobre las pie¬
dras, estando en contacto de personas que luchaban.
Había evidencia — se ha dicho — de una lucha; y la
tierra estaba pisoteada, los arbustos rotos; pero la
enagua y banda fueron encontradas como puestas en
un estante. Los trozos de la bata desgarrados eran
como de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una
parte era el dobladillo de la bata, y había sido remen¬
dada. Parecían tiras arrancadas. Aquí, sin advertirlo
Le Soleil ha empleado una frase extremadamente sos¬
pechosa. Los trozos, como se dice, « parecían tiras
arrancadas » pero á propósito y por la mano. Es un
accidente de los más raros, que un trozo « sea arran¬
cado » de ningún vestido, como el de que se trata, por
un arbusto espinoso. A causa de la verdadera natura¬
leza de esos tejidos, un espino ó clavo que entre en
ellos, los rasga rectangularmente, los divide en dos
jirones longitudinales, que formando ángulos rectos
entre sí, se encuentran en un ápice donde entra el es¬
pino; pero es casi imposible concebir el trozo « arran¬
cado i). Yo jamás los he visto así, ni Yd, tampoco. Para
arrancar un trozo de esos tejidos se requieren en casi
todos los casos, dos distintas fuerzas en direcciones
diferentes. Si hay dos dobladillos en la pieza, si por
ejemplo, es un pañuelo de manos, y se desea sacar de
él una tira, entonces, y solamente entonces, bastaría
para ello una de las fuerzas. Pero en el presente caso,
li*
490 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
la cuestión es de un vestido, que no tiene más que un
dobladillo. Rasgar un trozo del interior, donde no hay
dobladillo, podría únicamente ser efectuado por un
milagro, con un espino, y ningún espino lo podría
hacer. Pues, hasta cuando no hay más que un dobla¬
dillo, serían necesarios dos espinos, operando el uno
en dos direcciones distintas, y el otro en una. Y esto en
la suposición de que el dobladillo no está guarnecido.
Si lo está, el asunto es casi de innecesaria discusión.
De esta manera es que vemos los numerosos y grandes
obstáculos que estaban en la vía de los trozos « arran
cados » por simples « espinos »; todavía somos solici
tados á creer no solamente que un trozo sino que mu¬
chos han sido arrancados asi. « Y una parte, además,
jera el ribete de la bata 1 » Otro trozo era « parle de
la falda, no del ribete » — es decir, ¡ había sido comple¬
tamente arrancado por los espinos, del interior del
vestido, donde no se encontraba dobladillo! Éstas,
digo, son cosas que bien puede perdonarse ácualquiera,
que no las crea; sin embargo, tomadas colectivamente,
forman, quizá, menos una razonable base de sospecha,
que la sorprendente circunstancia de que los objetos
han sido dejados en ese bosquecito por algunos asesi¬
nos que tenían suficiente precaución para pensar en
remover el cadáver. Vd. no me habrá comprendido
exactamente, no obstante, si supone que mi designio
es negar que ese bosquecito haya sido el teatro del cri¬
men. Deber haber habido un delito en él, 6 más bien
un accidente en casa de la señora Delue. Pero, en
hecho, este es un punto de poca importancia. No esta¬
mos empeñados en descubrir el teatro, sino los perpe¬
tradores del asesinato. Lo que he aducido, sin embargo
EL MISTERIO BE MARÍA ROGÉT 191
de la minuciosidad con que lo he aducido, ha sido con
el fin, primero de demostrar la tontera de las dogmá¬
ticas y temerarias aserciones de Le Soleil , pero en
segundo lugar y principalmente, para llevar á Vd. por
el camino niás natural, á un último examen de la duda
de si este asesinato ha sido ó no obra de uua gavilla
dt bandidos.
Principiaremos por una simple alusión á los repug¬
nantes detalles del cirujano interrogado en el suma¬
rio. Basta sólo decir que sus deducciones, publicadas
en los diarios, respecto al número de los criminales,
han sido perfectamente ridiculizadas como injustas y
sin fundamento alguno, por todos los reputados ana¬
tomistas de París. No es que el hecho no hubiera sido
como él cree, sino que no había base para esa creen¬
cia : ¿ no hay muchas para otra deducción ?
Reflexionemos ahora sobre «las señales de una lu¬
cha»; y déjeme Vd. preguntar qué es lo que se ha
supuesto que demostraban esas señales. Una gavilla.
¿ Pero no demostrarán más bien la ausencia de una
gavilla? ¿ Qué lucha podía haber tenido lugar, — qué
lucha tan violenta y tan larga para dejar <t señales » en
todas direcciones — entre una débil é indefensa joven
y la gavilla de bandidos imaginada ? El silencioso
estrechamiento de algunos rudos brazos, y todo hu¬
biera concluido — la víctima debía haber quedado
absolutamente pasiva á sus deseos. Yd. debe recordar
que los argumentos enunciados contra la hipótesis de
que el bosquecito fué el teatro del crimen, son apli¬
cables, en su mayor parte, únicamente contra la hipó¬
tesis de que ese paraje haya sido el teatro de un crimen
cometido por más de un silo individuo. Si imaginamos
192 EDGAR POE. — NOVELAS Y CÜENTOS
un solo criminal, podemos concebir, y concebir así,
únicamente, una lucha tan violenta y obstinada, que
llegó á dejar señales inequívocas de su presencia.
Todavía hay más. He mencionado ya la sospecha
que debe excitar el que los objetos en cuestión, perma¬
necieran todos en el bosquecito donde se les descubrió.
Parece casi imposible que estas evidencias de delito,
hubieran sido accidentalmente dejadas donde se las
encontró. Hubo suficiente presencia de espíritu (se
supone) para acarrear el cadáver; y todavía una más
positiva evidencia de que el cadáver mismo (cuyas fac¬
ciones podían haberse desfigurado rápidamente) ha
permanecido bien visible en el teatro del hecho —
aludo al pañuelo de manos con el nombre de la finada.
Si fue olvido, no fue el olvido de una gavilla. Podemos
imaginarlo únicamente como el olvido de nn individuo.
Veamos. Un individuo ha cometido el asesinato. Se
encuentra solo con la difunta. Está espantado por lo
que permanece sin movimiento á su lado. La furia de
su pasión ha concluido, y hay abundante sitio en su
corazón para el natural temor de su crimen. Su con¬
fianza no es de las que engendra inevitablemente el
númeropresente de cómplices. Está solo con la muerta.
Tiembla y está turbado. Sin embargo, es preciso
hacer algo del cadáver. Lo lleva al rio, pero dejas tras
de sí las otras evidencias del delito; porque es difícil,
si no imposible, acarrear todo deuna vez, y será fácil
volver por lo que ha quedado. Pero en su penosa jor¬
nada hasta el río, sus terrores redoblan. Los ruidos de
la vida se oyen á su alrededor. A cada momento per¬
cibe ó cree percibir el paso de un observador. Las
luces mismas de la ciudad le turban. Sin embargo,
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT (93
poco á poco y con largas y frecuentes pausas de pro¬
funda agonía, alcanza la orilla del río y arroja su lú¬
gubre carga, quizá por medio de un bote. Pero ahora.,
¿qué tesoro puede guardar el mundo —• qué palabra
de venganza puede proferir — que tuviera el poder de
llevar de nuevo á ese solitario asesino por aquella fati¬
gante y peligrosa senda, hasta el bosquecito que le
biela la sangre con sus recuerdos? No vuelve ; no le
importan las consecuencias. No “podría volver aunque
quisiera. Su único pensamiento es el de la fuga. Huye
para siempre de aquellos horrorosos plantíos, y huye
de ellos como de una venganza que le amenazara.
¿ Pero qué habría sucedido con una gavilla ? Su nú¬
mero hubiera inspirado tranquilidad á todos; y esto, si
es cierto que bandidos consumados necesitan alguna
vez tranquilidad; y no se puede suponer una gacilla, si
no es de bandidos consumados. Su número, digo,
hubiera prevenido la turbación y el terror sin causa
que he imaginado como capaz de paralizar al hombre
solo. Si suponemos un olvido en uno, en dos é hasta
en tres, este olvido hubiera sido remediado por un
cuarto individuo. No hubiera dejado nada tras de si;
porque su número les habría permitido llevar todo de
una vez. No hubiera habido ninguna necesidad de
volver.
Considere Vd. ahora la circunstancia de que en la
parte exterior del vestido del cadáver, cuando se le
encontré, una tira de cerca ¿e un pie de ancho, había
sido rasgada hacia arriba desde el extremo del dobla¬
dillo hasta el talle, enrollada tres veces alrededor de
la cintura y asegurada por una especie de nudo en la
espalda. Esto fue hecho evidentemente con el designio-
i94 Edgar poe. — novelas y cuentos
4e procurar un asidero para acarrear el cuerpo. ¿Pero
podía ningún número de hombres haber soñado en
recurrir á semejante expediente ? Para tres ó cuatro,
los miembros del cadáver hubieran procurado no sólo
una presa suficiente, sino la mejor posible. El recurso
pertenece á un solo individuo; y esto nos lleva al
hecho de que, « entre el bosquecito y el río fueron en¬
contrados destruidos los vallados y en la tierra visibles
huellas de haber sido arrastrado algún cuerpo pesado!»
¿ Pero, podía un número de hombres haberse puesto
en el superíluo trabajo de derribar vallados, con el pro¬
pósito de arrastrar un cadáver, cuando podían haberlo
alzado por sobre cualquier vallado, en un instante?
¿ Podía un número de hombres haber arrastrado tanto
un cadáver, como para dejar huellas evidentes en la
tierra?
y aquí debemos referirnos á una observación de Lé
Commerciel; observación sobre la que he hecho ya
algunos comentarios. «Un trozo, dice este diario, de
la enagua de la infortunada joven, había sido arrancado
y atado bajo su barba y alrededor de la parte poste¬
rior de su cabeza, probablemente para prevenir gritos.
Esto ha sido hecho por individuos que no tenían pa¬
ñuelos de mano. »
He establecido antes que á un bandido completo
jamás le falta un pañuelo de mano. Pero no es á este
hecho que debemos especialmente atender. Que no fué
por necesidad de un pañuelo para el propósito imagi¬
nado por Le Commerciel que se empleó aquel vendaje,
se demuestra por el pañuelo dejado eu el bosquecito;
y que el objeto no fué el de « prevenir gritos » aparece
también por la circunstancia de haber sido empleado
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 195
el vendaje con preferencia á lo que podía haber res¬
pondido mejor al propósito. Pero ellenguaje déla evi¬
dencia habla del trozo en cuestión como encontrado
alrededor del cuello, débilmente ajustado y asegurado
con un fuerte nudo.
Estas palabras son muy vagas, pero difieren mate¬
rialmente de las de Le Commerciel. La tira era de diez
y ocho pulgadas de ancho, y por consecuencia, aunque
de muselina, podía formar una fuerte faja, estando
doblada y plegada longitudinalmente. Y así, plegada,
fué como se la encontró. Mi deducción es ésta. El soli¬
tario asesino, habiendo llevado el cadáver hasta alguna
distancia (ya sea desde el bosquecito ú otra parte) por
medio de vendajes atados alrededor de su cintura,
encontró que el peso con ese procedimiento, era dema¬
siado para sus fuerzas. Resolvió arrastrar su carga —
la evidencia va hasta mostrar que fué arrastrada. Con
este objeto en mira, llegó á ser necesario atar algo
semejante á una cuerda á una de las extremidades.
Podía ser mejor atarla al cuello para que la cabeza no
goteara sangre. Y entonces el asesino, incuestionable¬
mente se acordó del vendaje de los riñones. Podía
haber usado ese mismo, pero por sus vueltas alrededor
del cadáver, el nuda que lo embarazaba, y la reflexión
de que no había sido «arrancado» del vestido, era
más fácil cortar una nueva tira de la enagua. La cortó,
la adaptó al cuello, y asi arrastró su víctima hasta la
orilla del río. Que este «vendaje » únicamente practi¬
cado con la turbación y la tardanza y respondiendo
además imperfectamente á su propósito — que este
vendaje fué empleado demuestra que la necesidad de
su empleo nació de circunstancias presentes á un
196 EDGAK POE. - NOVELAS Y CUENTOS
período en que no era ya fácil poseer el pañuelo, es
decir, de circunstancias que se presentaron como
hemos imaginado, después de salir del bosquecito (si
fué de allí) y en el camino, entre el bosquecito y el río.
Pero la declaración de la señora Delue (!) dirá Vd.
llama especialmente la atención sobre la presencia de
una gavilla en los alrededores del bosquecito hacia la
época del asesinato. Convenido. Dudo que no ha ya
habido una docena de gavillas tales como la descrita
por la señora Delue, cerca de la Barriére du Roule y
hacia el período de esta tragedia. Pero la gavilla que
ha atraído sobre si la terrible animadversión, y la
declaración algo Íardía y sospechosa de la señora
Delue, es la única representada por esa honrada y
escrupulosa anciana, como « habiendo comido sus
pasteles y bebido su brandy, sin tomarse el trabajo de
pagar un centavo ». ¡ Et hiñe illie irse !
¿ Pero cuál es la precisa declaración de la señora
Delue ? « Una banda de foragidos, apareció, se condu¬
jeron ruidosamente, comieron y bebieron sin pagar ;
siguieron el camino que habían lomado los dos jóvenes,
regresaron al anochecer, volvieron á la posada, al ano¬
checer , y cruzaron de nuevo el río, como si estuvieran
muy apurados. »
Ahora, « este gran apuro » muy posiblemente pareció
más grande á los ojos de la seño ra Delue, desde que
quedó lamentándose sobre sus violados pasteles y
cerveza — pasteles y cerveza por los que podía aiin
haber mantenido una débil esperanza de compensación.
Porque, de otra manera, desde que era al anochecer ,
hubiera hecho un punto del apuro ». No es motivo de
sorpresa, seguramente, que hasta una banda de fora-
EL MISTERIO DE ÍIAHÍA ROGÉT 197
gidos estuviesen apurados para retirarse á sus casas,
cuando es necesario cruzar un ancho río en pequeños
botes, cuando amenaza tormenta y cuando la noche se
aproxima.
He dicho aproxima; porque la noche no había llegado
todavía. Fué únicamente al anochecer que el grosero
apuro de esos «foragidos» ofendió los serenos ojos de
la señora Delue. Pero se nos dice que fué esa misma
noche, ya tarde, que la señora Delue, lo mismo que su
hijo mayor «oyeron los gritos de una mujer en la
vecindad de la posada». ¿Y con qué palabras designa
la señora Delue, el periodo de la noche en que fueron
oídos esos gritos ? « Era temprano, después de ano¬
checer», dice. Pero « temprano después de anochecer»
es al menos, anochecido; y al anochecer , es también
ciertamente de día. Así, es perfectamente claro que la
gavilla abandonó la Barriere du Roule antes que los
gritos fueran oídos por la señora Delue. Y aunque, en
todas las relaciones de la declaración, las expresiones
relativas á la hora, son distintas ó invariablemente em¬
pleadas, como acabo de emplearlas, yo mismo, esa
notable circunstancia contradictoria no ha llamado la
atención de ninguno de los diarios ni de ninguno de
los sabuesos de la Policía.
No añadiré más que un argumento álos que existen
ya, contra la idea de una gavilla , pero este uno , tiene,
al menos ante mi propia inteligencia, un peso absolu¬
tamente irresistible. No es imaginable que ante la
espectativa del gran premio ofrecido, y completo perdón
á cualquier declaración — no es imaginable, digo, ni
por un momento, que algún miembro de una gavilla
de míseros bandidos, ó de cualquier cuerpo de hombres»
498 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
no hubiera traicionado á sus cómplices hace mucha
tiempo. Cada uno de los que forman parte de una
banda colocada en esas condiciones, no desea tanto el
premio ó la libertad, como teme la traición. Traiciona
antes de ser traicionado él mismo. Que el secretó no se
ha divulgado, es la mejor prueba de que es realmente
un secreto. Los horrores de este sombrío suceso, son
oonocidos únicamente de uno ó dos seres humanos —
y de Dios.
Sumemos ahora los pobres aunque ciertos frutos de
nuestro largo análisis. Hemos llegado á la idea, ó de
un fatal accidente bajo el techo de la señora Delue, ó
de un asesinato perpetrado, en el bosquecito de la Bar¬
riere du Hoale, por un amante, ó al menos, por un
íntimo y secreto conocido de la víctima. Este conocido
es de color moreno. Este color, la «atadura del ven¬
daje » y el « nudo de marinero », con que estaban ata¬
das las cintas de la gorra, indican á un marino. Su
relación con la víctima, una joven alegre, pero no
abyecta; le designan como superior al grado de mari¬
nero común. Aquí las urgentes y bien escritas comu¬
nicaciones á los diarios, corroboran bastante esa
deducción. La circunstancia de la primer fuga, tal
como ha sido mencionada por Le Mercure , tiende á
unir la idea de este marino con la del « oficial naval»
que llevó á la infortunada por vez primera, á la senda
del vicio.
Y aquí, viene lo más justamente la consideración de
la continuada ausencia del individuo de color negro.
Déjeme Vd. detenerme para observar que el color de
este hombre es negro y moreno ; no es un mismo co¬
lor el que constituye el único punto de parecido para
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 199
Valence y la señora Delue. Pero, ¿por qué se encuen¬
tra ausente este hombre? ¿'Fué asesinado por la ga¬
villa ? Si es así, ¿ por qué hay huellas solamente de la
joven? El teatro de los dos crímenes debe naturalmente
ser supuesto el mismo. ¿Y dónde está su cadáver? Es
lo más probable que los asesinos hubieran dispuesto
de ambos del mismo modo. Pero se puede decir que
este hombre vive y tiene temor de dejarse ver, de
miedo de ser cargado con el asesinato. So puede supo¬
ner que esta consideración obra sobre su ánimo ahora
— en este útimo período — desde que se evidenció
que habla sido visto con María; pero no pudo haber
tenido fuerza en el período del hecho. El primer im¬
pulso de un hombre inocente hubiera sido anunciar el
crimen y ayudar á identificar á los autores. Esto, la
prudencia lo hubiera aconsejado. Había sido visto con
la joven. Había cruzado el río con ella en un bote
descubierto. La denuncia de los asesinos hubiera apa¬
recido hasta á un idiota, el medio seguro y único (le
libertarse á sí mismo de las sospechas. No podemos^
suponerlo, en la noche del fatal domingo, las dos
cosas, inocente, é ignorante del crimen cometido. Úni¬
camente, bajo tales circunstancias, es posible ima¬
ginar que hubiera dejado, si vivía, de delatar á los
asesinos.
¿Y cuáles son nuestros medios para llegar á la ver¬
dad ? Debemos encontrar estos medios multiplicando y
recogiendo distinciones á medida que adelantemos.
Examinemos hasta el fin este asunto de la primera
faga. Conozcamos la completa historia del « oficial»
con sus presentes circunstancias, y sus residencias du¬
rante el período preciso del asesinato. Comparemos
200 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
cuidadosamente una con otra las varias comunica¬
ciones enviadas al diario de la tarde, y cuyo objeto
era inculpar á una gavilla. Hecho esto, compare¬
mos estas comunicaciones respecto á sus estilos y
letras con las enviadas al diario de la mañana, en
un período anterior; en las que se insistía tan vehe¬
mentemente sobre el delito de Beaavais. Y hecho todo
esto, comparemos de nuevo esas varias comunica¬
ciones con la letra conocida del oficial. Tratemos de
establecer por repetidas preguntas á la señora Delue y
sus hijos, así como del conductor de ómnibus, Va-
lence, algo más sobre el aire y la apariencia personal
del« hombre de color negro ». interrogaciones sagaz¬
mente dirigidas, no dejarán de proporcionar, de parte
de esas pers onas, informes sobre ese punto particular
(ó sobre otros), — informes que esas personas mismas
pueden no saber jamás qae los poseen. Sigamos ahora
la huella del bote recogido por el barquero en la ma¬
ñana del lunes 23 de Junio y que fue sacado de la
oficina naval sin conocimiento del oficial de servicio,
y sin el timón, poco antes de descubrirse el cadáver.
Con prudencia y perseverancia debemos encontrar
este bote; porque no sólo puede el barquero recono¬
cerlo, sino que el timón está á la mano. El timón de un
bote de vela no podía haber sido abandonado, sin ser
buscado por alguno que hubiera estado con el corazón
tranquilo. Y aquí déjeme Yd. insinuar una pregunta.
No hubo aviso del hallazgo del bote. Fuó silenciosa¬
mente sacado de la oficina, y conducido con el mismo
silenció fuera de allí. ¿ Pero cómo es que pudo su pro¬
pietario ó patrón ser informado en un periodo tan
breve como el del martes Por la mañana, 3¡n aviso de
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 201
nadie, del paradero del bote sustraído el lunes, á me¬
nos que no imaginemos alguna relación en la marina
— alguna relación personal y permanente que le con¬
dujera á conocer sus más pequeños intereses — sus
pequeñas noticias locales?
Hablando del solitario asesino que arrastró su carga
hasta la ribera, he sugerido ya la probabilidad de que
se valió de un bote. Ahora tenemos que comprender que
María Piogél /’wéprecepitada al río desde un bote. Éste
debía naturalmente haber sido el caso. El cadáver no
podía haber sido condado á las aguas poco profundas
de la orilla. Las singulares marcas de la espalda y hom¬
bros de la víctima, hablan de las costillas del fondo de
un bote. Que el cuerpo fue encontrado sin peso, es tam¬
bién corroborativo de esta idea, Si hubiera sido arro¬
jado desde la orilla, le habrían atado un peso álos pies.
Podemos únicamente explicarnos su ausencia, supo¬
niendo que el asesino olvidó la precaución de proveerse
de él, antes do embarcar el cadáver. En el acto de
entregar el cuerpo al agua, debe haber saltado á tierra.
Pero el bote, ¿podía él haberlo asegurado? Debe haber
estado con demasiada prisa para ocuparse en cosas
tales como asegurar un bote. Además, atándole al
embarcadero, hubiera sentido como que aseguraba
un testigo contra sí mismo. Su natural pensamiento
hubiera sido arrojar de sí, tan lejos como fuera posible,
todo lo que había tenido conexión con su crimen.
Debía no solamente haber huido del embarcadero, sino
impedir que el bote permaneciera allí. Indudablemente
debe haberlo arrojado á la derecha. Prosigamos nues¬
tra imaginativa. En la mañana, el pobre diablo es
presa de inexplicable terror al encontrar que el bote ha
202 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
sido recogido y detenido en un punto que él frecuenta
diariamente, por costumbre — en un punto, quizá, que
él tiene hasta el deber de frecuentar. A la noche si¬
guiente, sin atreverse á preguntar por el limón , lo saca
de ahí. Ahora, ¿ dónde esta ese bote sin timón? Que sea
uno de nuestros primeros propósitos el descubrirlo.
Con la primera ojeada lo obtendremos; el principio de
nuestro éxito seguirá. Este bote nos guiará con una
rapidez que nos sorprenderá á nosotros mismos, hasta
el que le empleó en la noche del domingo fatal. Una
corroboración se levantará sobre otra corroboración
y el asesinato será trazado.
Por razones que no explicaremos, pero que aparece¬
rán obvias á muchos lectores, nos hemos tomado la
libertad de omitir aquí algunos párrafos del manus¬
crito que poseemos, tales como los detalles de conti-
nuaeíón de la aparentemente pequeña huella obtenida
por Dupin. Sólo creemos prudente constatar que el
resultado deseado se alcanzó, y que el Prefecto cum¬
plió puntualmente, aunque con repugnancia, los tér¬
minos de su pacto.
Eds (1).
El artículo de M. Poe concluye con las siguientes
palabras :
(1) Del diario en que luí publicado primitivamente este artículo. (N.
del E., edición de Cliatto y Windus, Londres, 1872.) Igual anotación se
encuentra enla Adam y Black. — Edimburgo, 1874. (N. dei traductor.)
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 20S
Debe entenderse que hablo de coincidencias y nada
más. Lo que he dicho antes sobre este tópico, debe
bastar. En mi alma no hay fe para los sucesos sobre¬
naturales. Que la Naturaleza y su Dios, son dos, ningún,
hombre que piensa lo negará. Que el último creando
la primera, puede si desea, gobernarla ó modificarla,,
es absolutamente incuestionable. Digo « si desea »,
porque la cuestión es de deseo, y no como la insania
de la lógica lo ha pretendido, de poder. No es que la
Deidad no pueda modificar sus leyes; es que la insul¬
tamos imaginando una necesidad posible de modifica¬
ción. En su origen, esas leyes fueron hechas para abra¬
zar todas las contingencias que pudieran haber en el.
Futuro. Para Dios todo suceda en el Presente.
Repito, pues, que hablo de estas cosas únicamente
como de coincidencia. Y además : en lo que relato se
verá que entre el fin de la infortunada María Cecilia
Rogers, tanto como este fin es conocido, y el fin de
una María Rogót hasta cierta época de su historia, ha
existido un paralelo, en la contemplación de cuya ho¬
rrorosa exactitud la razón se encuentra embarazada.
Digo que todo esto será visto. Pero no se suponga ni
por un momento, que avanzando en la triste narración
de María desde la época recién mencionada, y trazando-
hasta su dénoument el misterio que la encubrió, no se-
suponga que es mi secreto designio hacer entrever
una extensión del paralelo, ni siquiera sugerir que las
medidas adoptadas en París para el descubrimiento
del asesino de una griseta ó medidas encontradas en
un similar raciocinio, pudieran producir similar resul¬
tado.
Porque, respecto á la última rama de la suposición,.
204 EDGAR POE. — NOVELAS V CDENTOS
se debe considerar que la más trivial variación en los
hechos de los dos casos, puede dar lugar á las más im¬
portantes equivocaciones, desviando completamente
las dos carreras de sucesos ; lo mismo que, en aritmé-
tica,un error que en su propia individualidad, puede ser
inapreciable, produce al liltimo, por el poder de multi¬
plicación en todos los puntos de la serie, un resultado
enormemente en desacuerdo con la verdad. Y raspecto
á la útima rama, debemos no dejar áe tener en vista
que el verdadero Cálculo de las Probabilidades á que
acabo de referirme, impide toda idea de la extensión del
paralelo : la impide con una positividad fuerte y deci¬
dida justamente en la proporción con que este para¬
lelo ha sido traído de lejos y en proporción de su exac¬
titud. Esta es una de esas anómalas proposiciones que
pareciendo recurrir al pensamiento opuesto al pensa¬
miento matemático, es sin embargo de aquellas que
sólo el hombre matemático puede concebir. Nada, por
ejemplo, es más difícil de hacer comprender á la gene¬
ralidad de los lectores, que el hecho de que un jugador
de dados ponga en sucesión dos veces los seis, es causa
suficiente para apostar lo que se tiene, á que los seis
no aparecerán en la tercera tentativa. Una tentación de
este efecto es habitualmente rechazada por la inteli¬
gencia. No se comprende que los dos números que han
sido completados, yquepermanecenahoraen el pasado,
puedan tener influencia sobre el que existe únicamente
en el Futuro. La probabilidad de sacar seis, parece ser
precisamente el privilegio de un momento dado — es
decir, sujeta únicamente á la influencia de los varios
otros números que pueden obtenerse. Y ésta es una
reflexión tan sumamente obvia, que tratar de contro-
EL MISTERIO DE MARÍA ROGÉT 205
vertirla es recibido en general, más con una irrisoria
sonrisa que con algo parecido á respetuosa atención. El
error envuelto en este asunto — error grande y lleno
de malicia — no puedo pretender exponerlo en los
limites asignados á este trabajo ¡pero para losíilósofos
no necesita explicaciones. Será suficiente decir aquí
que él pertenece á una de las series infinitas de equivo¬
caciones que se levantan en el camino de la Razón á
causa de su propensión á buscarla verdad en detalle.
LA CARTA ROBADA
Nihíl s&piéniíx odiosas aowninc nimio.
(SÉNECA.
Al anochecer de una noche del otoño de 18... me
hallaba en París, gozando de la doble fruición de la
meditación y del tabaco contenido en una pipa de espu¬
ma de mar, en compañía de mi amigo C. Augusto
Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca,
calle Dunót, Faubourg St-Germain, au troisiéme,
núm. 33. Durante una hora por lo menos, habíamos guar¬
dado un profundo silencio ; á cualquier casual obser¬
vador, le habríamos parecido intencional y exclusiva¬
mente ocupados con los remolinos de humo que
viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo,
estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que
habían dado asunto para conversación entre nosotros,
hacía algunas horas solamente; quiero hablar del
asunto de la calle Morgue, y el misterio respecto al
asesino de María Rogét. Los consideraba, como siendo
208
EDGAR POE,
NOVELAS Y CUENTOS
en algiin modo, coincidentes, cuando la puerta de
nuestra habitación se abrió para dar paso á nuestro
antiguo conocido, Monsieur G***, el Prefecto de la
Policía parisiense.
Le dimos una sincera bienvenida, porque había en
aquel hombre casi tanto de entretenido como de des¬
preciable, y hacía varios años que no le veíamos. Está¬
bamos á oscuras cuando llegó, y Dupin sé levanta con
el propósito de encender una lámpara; pero volvió á
sentarse sin haberlo hecho, porque G“* dijo que había
ido á consultarnos, ó más bien á pedir el parecer de
un amigo, acerca de un asunto oficial que había oca¬
sionado una extraordinaria agitacián.
— Si se trata de algo que requiere reflexión, observó
Dupin, absteniéndose de ilarfuego á la mecha, lo exa¬
minaremos mejor en la oscuridad.
— Esa es otra de sus singulares nociones, dijo el
Prefecto, que tenía la costumbre de llamar « singular »
á todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía,
por consiguiente, entre una absoluta legión de « sin¬
gularidades ».
— Es muy cierto, respondió Dupin, alcanzando á su
visitante ,una pipa de fumar, y haciendo rodar hacia él
un confortable sillón,
— ¿Y cuál es la dificultad ahora? pregunté. No se
relaciona ya con asesinatos, esporo.
— ¡Oh! no, nada de esa naturaleza. El asunto es
muy simple, á la verdad, y no tengo duda que podre¬
mos manejarlo suficientemente bien nosotros mismos ;
pero he pensado que á Dupin le gustaría oir los
detalles del hecho, porque es tan excesivamente sin¬
gular/...
LA CARTA ROBABA
20»
— Simple y singular, dijo Dupin.
— Y bien, sí ; y no exactamente una, sino ambas,
cosas á la vez. Sucede que hemos sido desconcertados
porque el asunto es tan simple, y sin embargo nos
confunde á todos.
— Quizá es precisamente la simplicidad lo que des¬
concierta á Vd., dijo mi amigo.
— ¿Qué desatino dice Yd. ahí?replicó el Prefecto,
riendo de todo corazón.
— Quizá el misterio es demasiado sencillo, dijo
Dupin.
— ¡Oh! ¡por el ánima de!... ¡quién ha oído jamás
una idea semejante!
— Demasiado evidente por si mismo.
— ¡Ja! ja! ja!... ja! ja! ja! hizo nuestro visitante,
profundamente divertido ; ¡oh! Dupin, Yd. me va á
hacer reventar de risa.
— ¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata?
pregunté.
— Se lo diré á Vd., replicó el Prefecto, profiriendo
un largo, fuerte y reposado pu/f, y acomodándose en
su sillón. Se lo diré en pocas palabras; pero antes de
comenzar, le advertiré que este es un asunto que de¬
manda Ja mayor reserva, y que perdería sin remedio
mi puesto si se supiera que lo he confiado á nadie.
— Continúe Yd., dije.
— O no continúe, dijo Dupin.
— De acuerdo; he recibido personal informe de un
altísimo personaje, de que un documento de la mayor
importancia ha sido robado de las habitaciones reales.
El individuo que lo robó es conocido ; sobre este punto
no hay la mínima duda ; fue visto en el acto de llevór-
12 *.
210 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS
salo. Se sabe también que permanece todavía en su
posesión.
— ¿Cómo se sabe esto? preguntó Dupin.
— Se ha deducido perfectamente, replicó el Pre¬
fecto, de la naturaleza del documento y de la no apa¬
rición de ciertos resultados que nacerían de repente,
por el solo hecho de no hallarse ya en poder del
ladrón ; es decir, á causa del empleo que debe intentar
hacer de él, en el caso de emplearlo.
— Sea y i. un poco más explícito, dije.
— Bien, puedo aventurar hasta decir que el papel
en cuestión, da á su poseedor un cierto poder en una
cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.
El Prefecto era amigo de la mogigatería de la diplo¬
macia.
— Todavía no comprendo bien, dijo Dupin.
— ¿No? Bueno; el descubrimiento del papel á una
tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en
tela de juicio el honor de un personaje de la más ele¬
vada posición; y este hecho da al poseedor del docu¬
mento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo
honor y tranquilidad son así comprometidos.
— Pero este ascendiente, repuse, dependería del
conocimiento que tiene el ladrón, de que es conocido
del dueño del papel. ¿Quién se ha atrevido?...
— El ladrón, dijo G***, es el Ministro D***, quien
se atreve á todo ; uno de esos hombres tan inconve¬
nientes como convenientes. El método del robo no fué
menos ingenioso que arriesgado. El documento en
cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida
por el personaje robado, en circunstancias que estaba
solo en su real boudoir. Mientras que la leía, fué
¿a Carta robada
21 i
repentinamente interrumpido por la entrada de otro
elevado personaje, á quien deseaba especialmente
ocultarla. Después de una apresurada y vana tenr
tativa de esconderla en una gaveta, fué forzado á
colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
La dirección, sin embargo, era lo que quedaba á
la vista ; y el contenido, así cubierto, hizo que la
atención no se fijara en la carta. En este momento
entra el Ministro D***. Sus ojos de lince perciben
inmediatamente el papel, reconocen la letra de la direc¬
ción, observa la confusión del personaje á quien ha sido
dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas
gestiones sobre negocios, de prisa, como es su cos¬
tumbre, saca una carta algo parecida á la otra, la abre,
pretende leerla, y después la coloca eu estrecha yuxta¬
posición con la que codiciaba. Pónese á conversar de
nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos
públicos. Al último, levantándose para marcharse,
tomó de la mesa la carta que no le pertenecía. Su legi¬
timo dueño lo vió; pero, como se comprende, no se
atrevió á llamar la atención sobre el acto en presencia
del tercer personaje que estaba á su lado. El Ministro
se marchó dejando la carta suya, que no era de impor¬
tancia, sobre la mesa.
— Aquí está, pues, me dijo Dupin, lo que Vd. pedia
para hacer el ascendiente completo, el conocimiento
del ladrón, de que es conocido del dueño del papel.
— Sí, replicó el Prefecto; y el poder así alcanzado
en los últimos meses, ha sido empleado, cen objetos
políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje
robado, se convence cada día más de la necesidad de
reclamar su carta, Pero esto, como se comprende, no
212 EDGAR POE. — NOVELAS J CUENTOS
puede ser hedió abiertamente. En fin, reducido á la
desesperación, me ha encomendado el asunto.
— ¿Y quién puede desear, dijo Dupin arrojando una
espesa bocanada de humo, ó siquiera imaginar, un
oyente más sagaz que Vd. ?
— Vd. me adula, replicó el Prefecto; pero es posible
que algunas opiniones como esas puedan haber sido
sostenidas respecto á mí.
— Es claro, dije, como lo observó Vd., que la carta
está todavía en posesión del Ministro; desde que es
esta posesión, y no ningún empleo de la carta, la que
confiere el poder. Empleándola, el poder se acaba,
— Cierto, dijo G***, y sobre esa convicción es bajo
la que he procedido. Mi primer cuidado fué hacer una
completa investigación en el alojamiento del Ministro,
y mi principal embarazo estriba en la necesidad de
buscar sin que él lo sepa. Además, he sido prevenido
del peligro que resultaría de darle motivos do sospe¬
char de nuestro designio.
— Pero, dije, Vd. está completamente au fait en
esas investigaciones. La policía parisiense ha hecho
estas cosas muy á menudo antes.
— Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las
costumbres del Ministro me dan, además, una gran
ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda
la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen á
una distancia larga de la habitación de su amo, y
siendo principalmente napolitanos, son embriagados
con facilidad. Tengo llaves, como Vd. sabe, con las
que puedo abrir cualquier cuarto ó gabinete en París.
Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que
haya estado empeñado personalmente en escudriñar el
LA CARTA ROBADA
213
hotel de D***. Mi honor está interesado, y para men¬
cionar un gran secreto, el premio ; es enorme. Asi, no
lie abondonado la partida hasta que he llegado á con¬
vencerme plenamente de que el ladrón es un hombre
más astuto que yo mismo. Me figuro que he investi¬
gado todos los rincones y todos los escondrijos de los
sitios en que es posible que el papel pueda ser ocul¬
tado.
— ¿ Pero no es posible, exclamé, aunque la carta
pueda estar en la posesión del Ministro, como es in¬
cuestionable que la haya escondido en alguna parte
fuera de su propia casa?
— Es apenas posible, dijo Dupin. La presente y pecu¬
liar condición de los negocios en la corte, y especial¬
mente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*‘*
está envuelto, hacen la instantánea validez del docu¬
mento, su susceptibilidad de ser encontrado en un
momento dado, un punto de casi tanta importancia
como su posesión.
— ¿ Su susceptibilidad de ser encontrado ? dije.
— Es decir, de ser destruido, dijo Dupin,
— Cierto, observé; el papel está entonces claramente
al alcance de la mano. Porque que está sobre la per¬
sona del Ministro, podemos considerarlo como fuera
de cuestión...
— Enteramente, dijo el Prefecto. Ha sido dos veces
asaltado como por salteadores, y su persona rigurosa¬
mente registrada bajo mi propia inspección.
— Se podía Yd. haber ahorrado ese trabajo, dijo
Dupin. D***, presumo no es del todo un loco; y si no
lo es, debe haber previsto esas asechanzas; eso es
claro.
214 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
— No del todo un loco, dijo G***; pero por consi¬
guiente es un poeta, lo que tomo únicamente como una
escapada de ser loco.
— Cierto, dijo Dupin después de una larga y repo¬
sada aspiración de humo en su pipa, aunque yo mismo
sea culpable de ciertas versas.
— Supongamos, dije, que Vd. detalla las particula¬
ridades de su investigación.
— Los hechos son éstos: tomábamos nuestro tiempo
y bascábamos por todas partes. He tenido larga expe¬
riencia en estos negocios. Tomé todo el edificio, cuarto
por cuarto, consagrando las noches de toda una semana
para cada uno. Examinábamos primero el mobiliario de
cada habitación. Abríamos todos los cajones posibles ;
y supongo que Yd. sabe que, para un ejercitado agente
de policía, son imposibles Io§ cajones secretos. Cual¬
quiera que en investigaciones de esta clase permite
que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa
asi , es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad,
de espacio, que contar en una pieza. En este caso,
tenemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de
una línea no puede escapársenos. Después del gabinete,
tomamos las sillas. Los cojines son examinados con
esas delgadas y largas agujas que Vds. me han visto
emplear. De las mesas, removemos las tablas supe¬
riores.
— ¿ Por qué ?
— Algunas veces la tabla de una mesa, ú otra pieza
de mobiliario similarmente arreglada, es levantada por
la persona que desea ocultar un objeto; entonces 3a pata
es escavada, el objeto depositado dentro de su cavi¬
dad, y la tabla vuelta á colocar. Los extremos de los
LA CARTA ROBABA
215
pilares de las camas son utilizados con el mismo fin.
— ¿ Pero la cavidad no podría ser denunciada por el
sonido? pregunté.
— De ninguna manera, si cuando el objeto es depo¬
sitado se coloca á su alrededor una cantidad suficiente
de algodón en rama. Además, en nuestro caso estába¬
mos obligados á proceder sin ruido.
— Pero no pueden Yds. haber removido, no pueden
Yds. haber hecho pedazos todos los artículos de mobi¬
liario en que hubiera sido posible hacer un depósito de
la manera que Vd. menciona. Una carta puede ser com¬
primida hasta hacer un delgado cilindro en espiral,
no difiriendo mucho en forma ó volumen de un dibujo
para hacer calceta, y en esta forma podía ser introdu¬
cida en el travesano de una silla, por ejemplo. No rom¬
pieron Vds. todas las sillas, ¿ no es así ?
— Ciertamente que no ; pero hicimos, algo mejor:
examinamos los travesaños de cada silla del hotel, y la
verdad, todos los puntos de unión, todas las clases de
mobiliario, con la ayuda de un poderoso microscopio.
Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción,
no habríamos dejado de notarla instantáneamente, Un
solo grano del aserrín producido por una barrena en
la madera, habría sido tan visible como una manzana.
Cualquier cosita en las escaladuras, cualquier desusado
agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro
descubrimiento.
— Presumo que observarían Yds. los espejos entre
los bordes y las láminas, y examinarían los lechos, y
las ropas de los lechos, así como las cortinas y las al¬
fombras.
— Eso, por sabido ; y cuando hubimos registrado
2Í6 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa
manera examinamos la casa misma. Dividimos su entera
superficie en compartimentos, que numeramos para
que ninguno pudiera ser equivocado, después registra¬
mos pulgada por pulgada el terreno de la pesquisa, in¬
cluso las dos casas que le siguen inmediatamente, con
el microscopio, como antes.
•— ¡ Las dos casas de al lado! exclamé; deben Vds.
haber causado una gran agitación.
— La causamos ; pero el premio ofrecido es prodi¬
gioso.
— ¿ Incluyeron Vds. las tierras de las casas ?
— Todas las tierras están enladrilladas ; comparati¬
vamente nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo
de las junturas de los ladrillos, y no encontramos que
lo hubieran tocado.
— ¿ Buscaron Yds. entre los papeles de D*“, por
consiguiente, y entre los libros de la biblioteca?
— Ciertamente; abrimos todos los paquetes y lega¬
jos ; y no sólo abrimos todos los libros, sino que dimos
vuelta todas las hojas en todos los volúmenes, no con¬
tentándonos con una simple sacudida de ellos, como
acostumbran á hacer ciertos de nuestros agentes de
policía. Medimos también el espesor de cada tapa de
libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos á
cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si
cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada
fiara ocultar la carta, habría sido completamente impo¬
sible que el hecho escapara á nuestra observación. Unos
cinco ó seis volúmenes recién traídos por el encuaderna¬
dor, los examinamos con todo cuidado, metiéndoles las
agujas en las tapas.
LA CARTA fiOHADA
217
— ¿ Registraron ei suelo, bajo las alfombras ?
— Sin duda. Removimos todas las alfombras, y exa¬
minamos los bordes con el microscopio.
— ¿ Y el papel de las paredes ?
— Sí.
— ¿ Buscaron en los sótanos !
— Si.
— Entonces, dije, han hecho Vds, un mal cálculo, y
la carta no está en las posesiones del Ministro, como
suponen.
— Temo que Vd. tenga razón, repuso el Prefecto. Y
ahora, Dupin, ¿ qué me aconseja Vd. que haga?
— Hacer una completa reinvestigación de la casa dol
M inistro.
— Eso es absolutamente innecesario, replicó G*** ;
no estoy tan seguro de que respiro, como de que la
carta no está en el hotel.
— Pues no tengo mejor consejo que darle, dijo Du¬
pin. ¿ Tendrá Vd., como es natural, una prolija descrip¬
ción de la carta ?
— ¡Ya lo creo! Y aquí el Prefecto, sacando un me¬
morándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe
de la interna, y especialmente de la externa apariencia
del documento perdido. Poco después de la lectura
de esta descripción, tomó su sombrero y se fué, mu¬
cho más desalentado de lo que le había visto nunca,
antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo
otra visita, encontrándonos ocupados exactamente de
la misma manera que la otra vez. Tomó una pipa y una
silla, y principió una conversación sobre cosas ordina¬
rias. Por último, le dije :
13
218 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
— Y bien, Sr. G"**, ¿ qué hay sobre la carta robada?
'Presumo que se habrá Vd. convencido, al fin, de que
no hay cosa más difícil que sorprender al Ministro.
— ¡ Que el diablo lo cargue ! esa es la verdad ; hice
el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo
aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo
decía.
— ¿ Cuánto es el premio ofrecido, dijo Vd. ? pre¬
guntó Dupin.
— ¿ Cuánto? una grande cantidad, un premio ver¬
daderamente liberal; no quiero decir cuánto precisa¬
mente, pero Air€ una cosa : y es que no me seria nada
dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos,,
á cualquiera que me entregara la carta.
El hecho, es que de día en día se está haciendo más
y más importante, y el premio ha sido últimamente
doblado. Pero aunque fuera triplicado, no podría hacer
más de lo que he hecho.
— Veamos, dijo Dupin lentamente, entre una y otra
bocanada de humo; realmente pienso, G***, que Vd.
no' ha hecho todo lo que podía en este asunto. Vd. po¬
día hacer un poco más, creo, ¿ eh ?
— ¿ Cómo ? ¿ De qué manera ?
— í Psh! creo, puff, puff, que Vd. podida, pulí, puff,
tomar consejo sobre este asunto; puff, puff, puff. ¿ Se
acuerda Vd. de lo que se cuenta de Abernethy ?
— ¡No! ¡al diablo con su Abernethy !
— ¡ Está bueno i al diablo con él, y buena suerte.
Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy
avaro concibió el designio de obtener gratis de ese
Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado
con ese objeto estar solo con él en conversación ordi-
LA CAUTA ROBABA
219
naria, le insinuó su propio caso como el de un indivi¬
duo imaginario.
— Supongamos, dijo-él tacaño, que sus síntomas son
tales y tales; ahora, doctor, ¿ qué le hubiera dicho que
tomara ?
— ¿ Que tomara ? dijo Ábernethy; \ psh! que tomara
consejo, seguramente.
— Pero, dijo el Prefecto, algo desconcertado, yo
deseo también tomar consejo,, y pagarlo. Daría real¬
mente cincuenta- mil francos á cualquiera que me ayu¬
dara en este, asunto.
— En ese caso, replicó Dupin abriendo un cajón
y sacando un libro de cheques, puede Vd. perfec¬
tamente llenarme un cheque por la cantidad men¬
cionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la
carta.
Quedé sorprendido. El Prefecto quedó como herido
por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin
habla y sin movimiento, mirando incrédulamente á mi
amigo con la boca abierta y con ojos que parecían sal¬
tar de sus cuencas; después, aparentemente, reco¬
brando la conciencia de su ser, tomó una pluma, y des¬
pués de algunas pausas.y miradas sin objeto, llenó por
ultimo y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo al¬
canzó por sobre la mesa á Dupin. Este lo examinó cui¬
dadosamente y lo depositó en. su. cartera;, después,
abriendo un escritorio, tomó de él una carta y la dio al
Prefecto. El funcionario se abalanzó sobre ella en una
perfecta agonía de gozo, la abrió con mano-temblorosa,
arrojó una rápida ojeada á. su contenido, y entonces,
agitado- y fuera de sí, tomó la puerta y sin ceremonia
de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin
220 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS
haber pronunciado una sílaba desde queDupinlo había
requerido para que llenara el cheque.
Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en
explicaciones.
— La policía parisiense, dijo, es sumamente buena
en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta
y perfectamente versada en los conocimientos que sus
deberes parecen necesitar con más urgencia. Así,
cuando G*** nos detalló su modo de registrar los si¬
tios en el hotel de D***, sentí entera confianza en que
hubiese practicado una satisfactoria investigación,
hasta donde se extendía su labor.
— ¿ Hasta donde se extendía su labor? pregunté.
— Si, dijo Dupin. Las medidas adoptadas eran, no
solamente las mejores de su clase, sino que se acerca¬
ban á la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado
oculta en la línea de esa pesquisa, los agentes de poli¬
cía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo pare¬
cía perfectamente serio en todo lo que decía.
— Las medidas, pues, continuó él, eran buenas en
su clase y bien ejecutadas ; su defecto está en ser ina¬
plicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de
recursos altamente ingeniosos, son para el Prefecto una
especie de lecho de Procusto, á los que adapta forza¬
damente sus designios. Así es que perpetuamente
yerra por ser demasiado profundo, ó demasiado super¬
ficial en los asuntos que se le confían, y muchos niños
de escuela son mejores razonadores que él. He cono¬
cido uno, de cerca de ocho años de edad, cuyos éxitos
adivinando sobre el juego de pares ó nones, atraían la
admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y
LA CARTA ROBADA
221
es jugado con bolitas. Uno de los jugadores tiene en
su mano un número de esas bolitas, y pregunta á otro
si ese número es par ó non. Si el preguntado adivina,
gana uno; si no, pierde uno. El niño deque hablo, ga¬
naba todas las bolitas de la escuela. Por consiguiente,
tenia algún principio para acertar, y éste se basa en la
simple observación y medida de la astucia de los juga¬
dores contrarios. Por ejemplo, un consumado bobali¬
cón es su contrario, y levantando su mano cerrada,
pregunta : « ¿ son pares ó nones ? » Nuestro niño re¬
plica : « nones», y pierde; pero á la segunda prueba
gana, porque entonces se dice á sí mismo : « El boba¬
licón se puso pares la primera vez, y su cantidad de
astucia es justamente suficiente para llevarlo á poner
nones en la segunda; por consiguiente, apostaré á que
son nones » ; apuesta á nones, y gana. Ahora, con un
babieca un grado más arriba que el primero, hubiera
razonado asi : « Este tal, encuentra que en el primer
caso aposté á nones, y en el segundo se propondrá á si
mismo, en el primer impulso, una simple variación de
pares ó nones, como hizo mi otro contrario; pero en¬
tonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta
es una variación demasiado simple, y, finalmente, se
decidirá á poner pares como antes. Por consiguiente,
apostaré á pares » ; apuesta á pares, y gana. Ahora,
este modo de razonar en el niño de escuela, á quien sus
compañeros llamaban afortunado, ¿ qué es, en último
análisis ?
— Es simplemente, dije, una identificación del inte¬
lecto del razonador con el de su contrario.
— Eso es, dijo Dupin; y después de preguntar al
niño por qué medios efectuaba la completa identifica-
£22 EDGAR POE. - NO VERAS Y CUENTOS
ción en que consistían sus éxitos, recibí ia siguiente
respuesta : « Cuando deseo saber cuán sabio ó cuán
estúpido, ó cuán bueno ó cuán malo es alguno, ó cuáles
son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la
expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me
es posible, de acuerdo con la expresión del rostro d>e
él, y entonces trato de ver qué pensamientos ó senti¬
mientos nacen en mi alma, que igualen ó correspondan
á la expresión.» Esta respuesta del niño de escuela,
reside en el fondo de toda la espúrea profundidad que
lia sido atribuida á La Rochefoucault, á la Bruyére, á
MachtaveUo y á Carnpaneü.
— Y la identificación, dije, del intelecto del razóna-
dar con él de su contrario, depende, si le entiendo á
Vd. bien, déla exactitud con q.ue es medido el cerebro
del contrario.
— Para su valor práctico depende de eso, replicó
Dupin; y el Prefecto y sn cohorte se ven frustrados tan
frecuentemente, primero por falta de su identificación,
y segundo por mala medida, ó más bien por no medir
la inteligencia con que se encuentran empeñados en
ludia. Consideran únicamente sus propias ideas de
ingeniosidad; y buscando cualquier cosa oculta, tienen
en cuenta solamente los medios con que ellos da habrían
escondido. Tienen mucha razón en esto : que su propia
ingeniosidad es una fiel representación de la de tas
masas ; pero cuando la astucia del reo es diversa en
carácter de la de ellos, el reoles escapa; eslógico. Eso
sucede siempre que esa astucia está por arriba déla de
ellos, y muy habitualmente, cuando está por abajo. Nó
tienen variación de principio en sus investigaciones; lo
más que hacen, cuando son excitados por alguna inha-
LA CAUTA ROBADA
223
bitnal urgencia, por - algún extraordinario premio, es
extender ó exagerar sus viejos modos de práctica, sin
tocar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***,
¿que se ha hecho para variar el principio de acción?
¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y re¬
gistrar con el microscopio, y dividir la superficie del
edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas? ¿ qué es
todo eso, sino una exageración de la aplicación de un
principio ó conjunto de principios de .pesquisa, que está
basado sobre el conjunto de nociones respecto á la
ingeniosidad humana, á que el Prefecto, en la larga
rutina de su deber, ha sido acostumbrado ?¿ No ve Vd.-
que ha dado por sentado que todos los hombres recu¬
rren á ocultar una carta, no precisamente en un agujero
hecho con una barrena en la pata de una silla, sino,-
cuando menos, en algún oculto agujero ó rincón su ge-’
rido por el mismo tenor del pensamiento, que excitaría
á un h•rubro á esconder una carta en un agujero hecho:
con una barrena en la pata de una silla ?¿ Y nove Vd.
también que tales rincones buscados para ocultar, son;
adaptados únicamente á las ocasiones ordinarias, -y-'
serían adoptados solamente por inteligencias ordina¬
rias ? Porque en todos los casos de ocultación, una-
disposición del objeto ocultado, una disposición de él
en esta manera buscada, es casi siempre presumible y'
presumida; y así, el descubrimiento depende, no sobre;
la penetración absolutamente, sino sobre el simple,
cuidado, paciencia y determinación 'de los buscadores,, >
todo junto; y cuando el caso es áe importancia, ó lo que
quiere decir lo mismo á los ojos policiales, cuando el
premio es de magnitud, las cualidades en cuestión no ¡
se ha visto que fallen jamás. Ahora entenderá Vd-:
. 224 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si
la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro
de los límites del examen del Prefecto, ó en otras pala¬
bras, si el principio de su ocultación hubiera estado
comprendido dentro de los principios del Prefecto, su
descubrimiento habría sido un asunto absolutamente
fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido
completamente engañado; y la remota fuente de su
fracaso, reposa en la suposición de que el Ministro es
un loco, porque lia adquirido fama como poeta. Todos
los locos son poetas; esto es lo que cree el Prefecto, y
es simplemente culpable de un non distributio medii
en inferir de ahí que todos los poetas son locos.
— ¿ Pero el poeta es realmente éste? pregunté. Hay
dos hermanos, me consta, yambos han alcanzado repu¬
tación en las letras. El Ministro, creo, ha escrito doc¬
tamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático, y
no un poeta.
— Está Yd. equivocado; lo conozco bien yo, es
ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razo¬
nado bien; como simple matemático no habría razo¬
nado absolutamente, y así, hubiera estado á merced
del Prefecto.
— Vd. me sorprende, dije, por esas opiniones, que
han sido contradichas por la voz del mundo. Vd. no
querrá derribar la bien digerida idea de los siglos. La
razón matemática ha sido largo tiempo mirada como la
razón por excelencia.
— « Se puede apostar, replicó Dupin citando á
Chamfort, que toda idea pública, toda convención re¬
cibida, es una tontería, pues ha convenido al más
grande número de personas. » Los matemáticos, con-
LA CARTA ROBADA
225
cedo, han hecho cuanto les ha sido posible para promul¬
gar el error popular á que Yd. alude, y que no es
menos un error porque haya sido promulgado como
A'erdad. Con un arte, digno de mejor empleo, por
ejemplo, han insinuado el término a análisis » en
aplicación al álgebra. Los franceses son los origina-
dores de esta superchería popular; pero si un término
es de alguna importancia, si las palabras derivan algún
valor de su aplicabilidad, « análisis » expresa « álge¬
bra », poco más ó menos, como en latín ambitus implica
« ambición », religio « religión », homines honesti « un
conjunto de hombres honorables ».
— Vd. tiene alguna querella, dije, con algunos de
los algebristas de París, seguro; pero prosiga Yd.
— Disputo la validez, y por consiguiente, el valor
de esa razón que es cultivada en una forma especial,
distinta déla abstractamente lógica. Disputo, en parti¬
cular, la razón aducida por el estudio matemático. Las
matemáticas es la ciencia de la forma y cantidad; el ra¬
zonamiento matemático es simplemente la lógica apli¬
cada á la observación sobre forma y cantidad. El gran
error reposa en suponer que hasta las verdades de lo
que es llamado álgebra pura son verdades abstractas
ó generales. Y este errores tan extraordinario, queme
confundo ante la universalidad con que ha sido reci¬
bido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de
verdad general. Lo que es verdad de relación, de forma
y de cantidad, es & menudo grandemente falso res¬
pecto á moral, por ejemplo. En esta última ciencia es
muy usualmente incierto que las partes agregadas son
iguales al todo. En química el axioma falla también. En
la consideración de motivo falla : porque dos motivos,
13*
sao EDGAR ROE. — NOVELAS. V CUENTOS
cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente,
cuando se les une, un valor igual ála suma de sus var
lores aparte. Hay muckas otras numerosas verdades
matemáticas, que son verdades únicamente dentro de
los límites de relación. Pero el matemático arguye;,
apoyándose en sus verdades infinitas, según es cos¬
tumbre, como si ellas fueran de unaaplicabilidad abso¬
lutamente general, como si el mundo imaginara, ea
realidad, que lo son. Boyant, en su recomendable
Mitología , menciona una análoga fuente de error,
cuando dice que « aunque las fábulas paganas no son
creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y
hacemos inferencias de ellas, como si fueran reali¬
dades ». Entre los algebristas, no obstante que son
pagauos ellos mismos, las « fábulas paganas » son
creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa
•de la memoria, sino por una incomprensible infecun¬
didad de los cerebros. En una palabra, no he encon¬
trado nunca un simple matemático en quien se pudiera
confiar, fuera de las raíces iguales, ó uno que no to¬
mara clandestinamente como un punto de fé, que
X 3 -f-pa? era absoluta é incondicionalmente igual á q.
Diga Vd. á uno de esos caballeros, por vía de experi¬
mento, si desea, que Vd. cree que pueden presentarse
casos en que X 2 + pee, no es completamente igual á q,,
y después de haberle hecho entender lo que quiere
decir, eche á correr, tan pronto como, le sea posible,
•porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.
« Quiero decir, continuó Dupin mientras me reía yo
de su última observación, que si el Ministro hubiera
sido nada más que un matemático, el Prefecto nt»
habría tenido necesidad de darme este cheque. Le cono-
LA. CAUTA ROBADA
237
cía yo, sin embargo. Como matemático y como poeta,
y mis medidas fueron adaptadas á su capacidad, con
referencia á las circunstancias de que estaba rodeado.
Le conocía como un cortesano, y además como un
intrigante. Un tal hombre, pensé, no dejaría de conocer
los ordinarios medios de acción de la policía. No podía
baber dejado de prever, y los sucesos han probado que
no dejó de prever, los registros á que fué sujetado.
Debdiaber esperado las secretas investigaciones de su
casa. Sus frecuentes ausencias de ella, en la noche que
eran celebradas por el Prefecto como cierta ayuda á
sus éxitos, las miré únicamente como astucias para pro¬
curar oportunidad á la policía de hacer un completó
registro, é imprimirle asi lo más pronto posible la con¬
vicción á que G*“ llegó al último, de que la carta
no estaba en la casa. Comprendí también que todo el
conjunto de pensamientos, que tendría alguna pena en
detallar á Vd. ahora, relativo á los invariables princi¬
pios de la policía en pesquisas de objetos ocultados,
comprendí que todo ese conjunto de pensamientos pasa¬
ría necesariamente por la mente del Ministro. Eso le
llevaría, de una manera inevitable, á despreciar todos
los ordinarios escondrijos. No podía, reflexioné, ser tan
débil que no viera que los más intrincados y más remo¬
tos secretos de su hotel, serían tan de fácil acceso
como los rincones más comunes, á los ojos, á los
exámenes, á las barrenas y álos microscopios del Pre¬
fecto. Vi, por íin, que sería impelido, como un asunto
de lógica, á la simplicidad , si no era deliberadamente
inducido ¿aceptarla como un asunto de elección. Recor¬
dará Yd. quizá con cuánta gana se rió el Prefecto,
cuando sugerí en nuestra primera entrevista que ere
228 ED3AB POE. — NOVELAS V CUENTOS
.muy posible que este misterio le embarazara tanto, á
causa de ser su descubrimiento demasiado evidente por
jbí mismo.
— Sí, dije, recuerdo biea su hilaridad. Creí real¬
mente que caería en convulsiones.
— El mundo material, continuó Dupin, abunda en
muy estrictas analogías con el inmaterial ; y así se ha
dado algún color de verdad al dogma retórico de que
la metáfora ó símil, puede ser empleada para dar más
fuerza á un pensamiento ó embellecer una descripción.
El principio de vis ineríise, por ejemplo, parece ser
idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la
primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento
con más dificultad que uno pequeño, y que su subse¬
cuente momentum es proporcionado á esa dificultad,
que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta
capacidad, aunque más potentes, más constantes y más
fecundos en sus movimientos que los de inferior grado,
son sin embargo los menos prontamente movidos, y
más embarazados y llenos de hesitación en los prime¬
ros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado
Vd. alguna vez cuáles son las muestras de casas de
negocio que más llaman la atención?
— Nunca he acordado la más mínima observación d
ese punto, dije.
— Hay un juego de acertijos, replicó él, que se juega
sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que
encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad,
rio, estado ó imperio; una palabra, en fin, sóbrela
abigarrada y confusa superficie de la carta. Un novicio
en el juego trata generalmente de embarazará sus con¬
trarios, dándoles á buscar los nombres escritos con
LA CARTA ROCADA
229
letras más pequeñas ; pero el adepto escoge, de esas
palabras que se extienden en grandes caracteres, de
un extremo a otro de la carta. Estas, lo mismo que los
anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras
grandísimas, escapan á la observación á fuerza de ser
excesivamente notables; y aquí, la física inadvertencia
es precisamente análoga á la ininteligibilidad moral,
por la que el intelecto permite que pasen desapercibi¬
das esas consideraciones, que son demasiado impor¬
tunas y palpablemente evidentes por sí mismas. Pero
parece que éste es un punto que está algo arriba ó
abajo de la comprensión del Prefecto. Nunca creyó pro-
bable ó posible, que el Ministro hubiera depositado la
carta inmediatamente debajo de la nariz de todo el
mundo, á fin de impedir á cualquier porción de ese
mundo, que la descubriera.
« Pues cuanto más reflexionaba sobre la osada,
fogosa y discernidora ingeniosidad de D* 1 *, sobre el
hecho de «¡ue el documento debía haber estado siempre
á mano , si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre
. la decisiva evidencia, obtenida por el Prefecto, deque no
estaba oculto dentro de los límites de sus ordinarias
pesquisas, más convencido quedaba de que para ocul¬
tar aquella carta, el Ministro había recurrido al corto
y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absoluta¬
mente.
« Lleno de estas ideas, me acomodé unas gafas verdes;
y una hermosa mañana, como por casualidad, entré al
hotel ministerial. Encontré á D*** bostezando, exten¬
dido cuan largo era, charlando insustancialmente,
como de costumbre, y pretendiendo estar en la última
extremidad de fastidio. Sin embargo, es uno de los
230 EDG.4U POK. - NOVELAS Y CUENTOS
hombres más idealmente activos que existen, pero esto
es cuando nadie lo ve.
« Para pagarle coa la misma moneda, me quejé de
mis débiles ojos, y lamentó la necesidad en que estaba
de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba
cuidadosa y completamente toda la pieza, mientras en
apariencia sólo me ocupaba de la conversación que con
él sostenía.
« Puse especial atención en una gran mesa-escrito¬
rio, cerca de la cual se sentó, y sobre laque había des¬
parramados confusamente diversas cartas y otros
papeles, uno ó dos instrumentos de música y algunos
libros. En ella, no obstante, después de un largo y
deliberado escrutinio no vi nada capaz de excitar par¬
ticulares sospechas.
« Por líltimo, mis ojos, examinando el circuito del
cuarto, cayeron sobre una miserable tarjetera de cartón
afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta
á una perillita de cobre amarillo, colocada justamente
bajo el medio déla repisa de la chimenea. En aquella
tarjetera, que tenia tres ó cuatro compartimentos,
había seis ó siete tarjetas de visita y .una solitaria carta.
Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se
hallaba rota casi en dos, por el medio, como si un desig¬
nio de hacerla pedazos por su ningún valor, hubiera
sido cambiado y detenido después de haberla partido
de aquella manera. Tenía un gran sello negro, con la
cifra de D***, muy visible, y había sido dirigida por
una diminutiva mano de mujer á D***, el Ministro
mismo. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y
hasta despreciativamente, parecía, en nna de las divi¬
siones superiores de la tarjetera.
LA CARTA ROBADA
23 f
No bien concluí de mirar la carta en cuestión, com¬
prendí que era la que andaba buscando. Á la verdad,
era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella
acerca de la cual nos había leído el Prefecto una des¬
cripción tan municiosa, Allí el sello era grande y
negro, con la cifra de D***; en la otra era pequeño y
rojo, con las armas ducales de la familia de S***. Allí
la dirección al Ministre, era diminutiva y femenina;
en la otra la letra del sobre, á un cierto real personaje,
era marcadamente enérgica y decidida ; la medida sólo
formaba un punto de correspondencia. Pero entonces
la naturaleza, radical de esas diferencias, que era
excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del
papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos
metódicos de D***, y un designio tan sugestivo de la
idea de la insignificancia del documento ; estas cosas,
junto con la visible situación en que se hallaba, á la
vista de todos los visitantes, y así, exactamente de
acuerdo con las conclusiones á que había yo llegado
previamente; estas cosas, digo, eran muy corrobora¬
tivas de sospecha, para quien había ido con la inten¬
ción de sospechar.
« Demoré mi visita tanto como fué posible, y mien¬
tras mantenía una de las más animadas discusiones
con el Ministro, sobre un tópico que sabía que jamás
había dejado de interesarlo y excitarlo, guardé mi aten¬
ción, en realidad, sobre la carta. En aquel examen,
confié á la memoria su externa apariencia y arreglo
en la tarjetera ; y al último, alcancé un descubrimiento
que borraba cualquier trivial duda que pudiera haber
concebido. Registrando con la vista los filos del papel,
noté que estaban más chafados de lo que parecía nece-
232 EDGAR POE. — DOVELAS Y CUENTOS
sario. Presentaban la apariencia de rotura que resulta
cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado
y apretado con una prensa, es vuelto á doblar en una di¬
rección contraria, en los mismos pliegues ó filos que ha
formado el primitivo doblez, liste descubrimiento fué
suficiente. Fué claro para mí que la carta había sido
dada vuelta, como un guante, lo de adentro para
afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían
sido agregados. Di los buenos días al Ministro, y le
dejé de pronto, abandonando sobre la mesa una caja
de oro para rapé.
« A la mañana siguiente fui por la caja de rapé, y
renovamos vehementemen la te conversación del día
anterior. Mientras estábamos en ella empeñados, un
fuerte disparo, como de una pistola, fué oído inmedia¬
tamente debajo de las ventanas del edificio, y fué
seguido por una serie de gritos de terror, y exclama¬
ciones de una cantidad de gente asustada. D*** se
lanzó á una de las ventanas, la abrió y miró hacia la
calle. Mientras, me acerqué á la tarjetera, tomé la
carta, la metí en un bolsillo de mi traje, y la reemplacé
por un fac simile{á<d sus caracteres externos) que había
preparado cuidadosamente en casa, imitando la cifra
de D**\ con mucha facilidad, por medio de un sello
hecho con miga de pan.
« El tumulto en la calle había sido ocasionado por
la loca conducta de un hombre con un mosquete.
Había hecho fuego con él entre multitud de mujeres y
niños. Probó, sin embargo, que el arma estaba des¬
cargada, y se le permitió que continuara su camino,
como un lunático ó un ebrio. Cuando se hubo retirado,
D*** se separó de la ventana, á donde le había seguido
LA CARIA ROBADA
233
yo inmediatamente después de conseguir mi objeto.
Al poco rato me despedí de él. El pretenso lunático
era un hombre á quien yo había pagado para que pro¬
dujera el tumulto.
— Pero, ¿qué propósito tenía Vd,, pregunté, para
reemplazar la carta por un fac sbnile? ¿ No hubiera
sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abierta¬
mente y salir con ella ?
— D***, replicó Dupin, es un hombre arrojado y
un hombre de nervio. Su casa, además, no carece de
servidores consagrados á los intereses del amo. Si
hubiera yo hecho la atrevida tentativa queVd. sugiere,
podría haber sucedido que no saliera vivo de la pre¬
sencia del Ministro. El buen pueblo de París podía
no haber oído hablar nunca más de mí. Pero tenía
un objeto aparte de esas consideraciones. En este
asunto, obro como partidario de la lady comprometida.
Durante diez y ocho meses, el Ministro la ha tenido
en su poder. Ella es la que le tiene en su poder ahora;
desde que no sabiendo que la carta no está ya en su
posesión, proseguirá con sus exacciones como si la
tuviera. Asi será encargado, él mismo, de su destruc¬
ción política. Su caída, además, no será más precipi¬
tada que torpe. Es igualmente exacto hablar, á propó¬
sito de su caso, del facilis descensus Avernis ; pues en
todas especies de trepamientos, como Catalani dice
del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el
presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad,
por el que desciende. Es ese mmslnun horrendum del
hombre de genio sin principios. Confieso, sin em¬
bargo, que me gustaría mucho conocer el preciso
carácter de sus pensamientos cuando, siendo
desafiado
234 EDGAR POE. —■ NOVELAS Y CUENTOS
por aquella á quien el Prefecto llama « un cierto per¬
sonaje », se vea reducido á abrir la carta que he dejado
para él en la tarjetera.
— ¿ Cómo? ¿puso Vd. algo particular en ella?
— ¡ Plis ! no parecía del todo bien dejarle el interior
en blanco; eso hubiera sido insultarle. D***, en Viena
me jugó una mala partida, acerca de la que le dije;
con entero buen humor, que la recordaría en tiempo
oportuno. Así, como comprendí que sentiría alguna
curiosidad respecto á la identidad de la persona que
había sobrepujado su inteligencia, pensé que era
una lástima no dejarle una huella para que la cono¬
ciera. Conoce perfectamente mi letra, y copié en medio
mismo de la página en blanco las palabras :
. Un dessein si funeste,
S’il n’est d’Airée, est digne de Thyeste,
■que se pueden encontrar en la Atrea de Crebillon.
M. VALDEMAR
Como es consiguiente, no pretendo que haya motivó
de admirarse deque el extraordinario caso de Mr. Val-
denme excitara discusión. Habría podido ser un mila¬
gro sino hubiera estado bajo circunstancias especiales.
A pesar del deseo que tenían todas las partes interesa¬
das en ocultar el cuento al público, al menos por
momento, ó hasta que tuviéramos ulteriores oportuni¬
dades de investigación — á pesar de nuestros esfuerzos
para conseguir esto —una relación incompleta y exa¬
gerada, circuló entre la sociedad y se convirtió en la
fuente de muchas inexactitudes desagradables, y muy
naturalmente, de una gran incredulidad.
Se ha hecho necesario, pues, que yo relate los hechos
— hasta donde los comprendo yo mismo. Helos aquí',
sucintamente :
Durante los últimos tres años, mi atención había
sido atraída repelidas veces por el mesmerismo; y hace
cerca de nueve meses, me ocurrió, repentinamente, que
S36 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
en la serie de los experimentos hechos hasta entonces,
había habido una omisión muy notable y muy difícil de
explicar : nadie había sido magnetizado aún in articulo
mortis. Faltaba ver, primero, si en tal condición, existía
en el paciente alguna susceptibilidad á la influencia
magnética; segundo, si esa condición diminuía ó au¬
mentaba la susceptibilidad; tercero, la extensión del
período por el que las vejaciones de la Muerte podían
ser detenidas por este proceso. Había otros puntos á
constatar, pero esos excitaban más mi curiosidad — el
último especialmente, por el carácter importantísimo
de su consecuencias.
Buscando alguien por cuyo medio pudiera experi¬
mentar esos particularidades, fui llevado á pensar en
mi amigo Mr. Ernesto Valdemar, el bien conocido
compilador de la Biblioteca Forénsica y autor (bajo el
seudónimo de Isaacbar Marx) de las versiones polacas
de Wallenstein y Oargantúa. Mr. Valdemar, que había
residido principalmente en Harlen, New-York, desde el
año 1839 es (ó era) muy digno de atención por la extrema
flacura de su persona — pareciéndose mucho sus miem¬
bros inferiores á los de John Raudolph; y también por
lo blanco de sus patillas, en violento contraste con lo
negro de su cabello — circunstancia que hacía creer á
todo el mundo, que usaba peluca. Su temperamento
era excesivamente nervioso y le convertía en un buen
sujeto para los experimentos mesméricos. En dos ó
tres ocasiones, le había hecho yo dormir con poca difi¬
cultad, pero fui contrariado por otros resultados que
su constitución peculiar me había permitido anticipar,
naturalmente. Su voluntad, no se hallaba nunca por
completo bajo lo mía, y respecto á la clarovidencia, no
M. VALDEJIAn
237
pude obtener de él praebas dignas de fe. Siempre
atribuí mi poco éxito en ese punto, al desordenado
estado de su salud. Pocos meses antes de conocerle yo,
los médicos le habían declarado tísico. Era su cos¬
tumbre, es cierto, hablar de su próxima disolución,
como de una cosa que no se debía esquivar ni sentir.
Cuando me ocurrieron las ideas de que acabo de
hablar, era por consiguiente muy natural que hubiera
pensado en Mr. Valdemar. Conocía la filosofía sólida
del hombre, lo suficiente para no recelar escrúpulos de
él; y no tenía ningún deudo en América que se opu¬
siera á mi pretensión. Le hablé con franqueza de mi
proyecto; y, con gran sorpresa vi que su interés parecía
vivamente excitado. Digo con gran sorpresa; porque,
aunque había sometido siempre su persona á mis experi¬
mentos, sin ninguna vacilación, no me había dado nunca
un testimonio de simpatía por esa clase de investiga¬
ciones. Su enfermedad era de ese carácter que puede
admitir un exacto cálculo respecto ¿ la época de su ter¬
minación por la muerte; y fué por último, arreglado
entre nosotros, que me enviaría S buscar, veinti y
cuatro horas antes del período anunciado por los médi¬
cos, como el de su fallecimiento.
Hace ahora más de siete meses que recibí de Mr. Val¬
demar mismo la siguiente esquela :
« Mi querido P***
Podéis venir ya. D*** y F*** están contestes en que
no duraré más que hasta los doce de la noche de
mañana; y creo que han calculado perfectamente.
Valdemar. »
asa EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
Recibí esta esquela media hora después de haber sido
escrita, y quince minutos más tarde estaba en la habi¬
tación del moribundo.. No le había visto hacía diez días,
y quedé consternado por la horrorosa alteración que
tan breve intervalo había producido en él. Su rostro
tenía un color aplomado; los ojos absolumente sin
brillo; y el enflaquecimiento era tan extremo, que el
cutis se había rajado-en los pómulos. Su expectoración
era excesiva. El pulso, perceptible apenas. Conservaba,
sin embargo, de una manera notable, su aptitud men¬
tal y un cierto grado de fuerza físiea. Hablaba distin¬
tamente — temó algunas medicinas paliativas sin que
le ayudaran ■— y, cuando entré al cuarto, estaba ocu¬
pado en escribir con lápiz, en el memorándum de una
cartera. Estaba sostenido por almohadas en el lecho.
Los doctores D*** y F*** le cuidaban. Después de
estrechar la mano de Valdemar, tomé aparte á esos
caballeros, y obtuve de ellos una relación minuciosa
del estado del paciente. El pulmón izquierdo había per¬
manecido durante ocho meses en un estado semióseo ó
cartilaginoso, de manera que se hallaba inútil para
proporcionar vitalidad. El derecho, en su porción supe¬
rior, estaba también parcialmente, sino del todo, osifi¬
cado, mientras que la región inferior era una masa de
tubérculos purulentos, con. comunicación entre si.
Varias y extensas perforaciones existían; y en un
punto se habían localizado permanentemente en las
costillas. La presencia de estos fenómenos en el lóbulo
derecho era de fecha reciente, en comparación. La osi¬
ficación había procedido con una rapidez inhabitual :
ningún síntoma había sido descubierto hasta un mes
antes, y las perforaciones habían sido observadas hacía
M. VALDEMAR
239
tres días reeién. Independientemente de la tisis, se
sospechaba que el enfermo tuviera un aneurisma en la
aorta; pero acerca de este punto los síntomas oseosos
hacían imposible un diagnóstico exacto. Era la opinión
de los dos médicos, que Mr. Valdemar moriría á las doce
de la noche del día siguiente, poco más ó menos. Eran
entonces las siete de la tarde. Día sábado.
Al separarse del lado del paciente, para conversar
conmigo, los Dres. D*** y F***, le habían dado el
último adiós. Su intención era no volver más; pero á
mi pedido, convinieron en examinarlo de nnevo á las
diez de la noche del domingo.
Cuando- se hubieron marchado-, hablé libremente con
Mr. Valdemar respecto á su próxima disolución, así
como sobre el experimentopropuesto, aunque con más
especialidad. Profesaba aún un gran deseo — hasta un
ansioso deseo — de llevarlo á cabo, y me exhortó á que
lo comenzara de una vez. Dos enfermeros, una mujer
y un hombre, había en la casa para cuidarlo; pero no
me sentí con la confianza necesaria para empeñarme
en una tarea de ese carácter, sin que más testigos que
ellos, pudieran declarar en caso de un accidente repen¬
tino. Diferí pues la operación hasta cerca de las ocho
de la noche siguiente, cuando la llegada de un estu¬
diante de medicina (Mr. Teod'ore D***) con quien tenía
alguna relación, me hubo libertado de los últimos
escrúpulos. Había pensado, primeramente, esperar á
los médicos : pero fui inducido á proceder por las
repetidas instancias de Mr. Valdemar, y por mi con¬
vicción de que no había un momento que perder, pues
se moría rápidamente.
Mr. L*** fué tan amable- que accedió á mi deseo de
240 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
que tomara razón de lo que ocurriera; y es en su
memorándum donde se encuentra lo que tengo que
decir todavía. Casi todo se halla en él, condensado i
copiado verbalim.
Faltaban cinco ó diez minutos para las ocho, cuando
tomando las manos del paciente, le supliqué que decla¬
rara, tan claramente como le fuera posible al señor L***,
si él (Mr. Valdemar) estaba conforme y quería que
hiciera yo el experimento del mesmerismo en su per¬
sona.
Replicó débilmente, pero de una manera inteligible:
— Sí, quiero ser magnetizado. — Añadiendo en el
acto : Temo mucho que no hayáis diferido el acto, de¬
masiado.
Mientras hablaba así, comencé los pases que había
encontrado antes más eficaces para adormecerlo. Fuó
evidentemente influenciado por el primer rozamiento
lateral de mi mano sobre su frente; pero aunque puse
en juego todos los elementos conocidos, ningún otro
efecto perceptible fué producido hasta algunos minutos
después de la diez de la noche, hora en que llegaron los
Dres. D*** y F***, de acuerdo con lo convenido. Les
expliqué, en pocas palabras, cuál era mi intento, y
como no opusieron objeción alguna, manifestando que
el enfermo estaba ya en la lütima agonía, procedí sin
vacilación — cambiando, sin embargo, los pases late¬
rales por perpendiculares, y dirigiendo toda mi aten¬
ción sobre el ojo derecho del paciente.
En esos momentos su pulso era imperceptible y su
respiración estertórea, y con intervalos de medio
minuto.
Permaneció así cerca de un cuarto de hora. Al finali-
M. VALDEMAR
24 í
zar ese período, un suspiro natural aunque muy pro¬
fundo, se escapó de su pecho y la respiración estertórea
cesó, es decir, el estertor no fue ya apreciable; los
intervalos no disminuyeron. Las extremidades del
moribundo estaban frías como el hielo.
Cinco minutos antes de las once percibí síntomas
inequívocos de la influencia magnética. Los ojos que
giraban antes como globos de vidrio, adquirieron esa
expresión de inquieto ó interior examen que se ve úni¬
camente en caso de sonambulismo y que no se puede
equivocar con ninguna otra. Con varios pases laterales
y rápidos, sumí los temblorosos párpados en un sueño
incipiente, y con otros cuantos más los hice cerrar del
todo. No estando satisfecho, sin embargo, con esto,
continuólas manipulaciones vigorosamente, empleando
toda mi voluntad, hasta que hube endurecido por com¬
pleto los miembros del durmiente, después de haberlos
colocado en una posición al parecer cómoda. Las
piernas estaban estiradas en toda su longitud; los
brazos casi lo mismo, y reposando en el lecho, á una-
distancia conveniente del cuerpo. La cabeza se hallaba
ligeramente elevada.
Cuando hube hecho esto, eran ya las doce de la
noche, y pedí á los caballeros presentes que estimaran
el estado de Mr. Valdemar. Después de algunos expe¬
rimentos, admitieron que se hallaba en un estado, inha¬
bitualmente perfecto, de catalepsia magnética. La cu¬
riosidad de los dos médicos estaba excitada al más alto
grado. El Dr. D*** resolvió por fin, permanecer con
nosotros toda la noche, mientras el Dr. F*** se retiró,
prometiendo volver á la madrugada. Mr, L*** y los-
enfermeros se quedaron.
ít
'242 BOGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
Dejamos á M. Valdemar completamente tranquilo
hasta cerca de las tres de la mañana,, que nos aproxi¬
mamos á su lecho y le encontramos en el mismo estado
que cuando se retiró el Dr, F***, es decir, en la misma
posición. El pulso era imperceptible la respiración
débil (apenas notable, excepto aplicándole un espejo
á los labios); los ojos estaban cerrados natural¬
mente; y los miembros tan rígidos y tan fríos como el
mármol. En general, su apariencia n* era la de un
■cadáver.
Al aproximarme á Mr. Valdemar hice una especie de
semi-esfuerzo para influenciar su brazo derecho, á fin
de que siguiera la dirección del mío, que pasaba por
su.cuerpo en todos sentidos. Experimentos de esa natu¬
raleza no habían tenido nunca buen resultado con el
paciente, y á la verdad, tenía, muy poca esperanza de
conseguirlo entonces; pero con gran aso mino, su. brazo
siguió fácil aunque débilmente, las direcciones que le
señalaba con elmío. Determiné aventurar algunas pre¬
guntas.
— Mr. Valdemar,.dije, ¿estáis dormido?
No replicó nada, pero percibí un temblor sobre sus
labios, é inducido por él, repetí mis palabras dos veces
más. Á esta tercera repetición, todo su cuerpo se agitó
con un estremecimiento débilísimo; loa párpados se
abrieron por sí mismos de tal manera que mostraron
hasta la niña del ojo ;. los labios se movieron con len¬
titud, y á través de ellos, en un, murmullo apenas per-
ceptible, se escaparon las palabras
— Si,; — dormido ahora, ; No me despertéis —
■dejadme morir así!
Le toqué los labios y los encontré más rígidos que
M. YALÍ1E3IAR 2V5
nunca. El brazo derecho, como antes, obedecía la
dirección de mi mano. Pregunté al sonámbulo :
— ¿ Sentís aún dolor en el corazón, Mr. Valdemar?
La respuesta fué inmediata pero todavía menos
imperceptible que antes :
— Ningún dolor. — Estoy agonizando.
Creí que no fuera prudente seguir incomodándole, y
nada más fué dicho ni hecho hasta la liegada del
Dr. F***, que fué poco antes de salir el sol; expresó
una sorpresa sin limites al encontrar al enfermo toda¬
vía vivo. Después de tomarle el pulso y aplicarle un
espejo á los labios, me pidió que hablara de nuevo al
sonámbule. Lo hice, diciéndole :
— Mr. Valdemar, ¿ dormís todavía ?
Lo mismo que antes, pasaron algunos minutos sin
que replicara; y mientras, parecía que juntaba todas
sus fuerzas para hablar. Á mi cuarta repetición de la
pregunta, respondió muy débilmente, con una voz casi
imperceptible :
— Sí; todavía duermo — agonizando.
Fué entonces la opinión ó más bien el deseo de los
médicos que Mr. 'Valdemar permaneciera en aquel
estado aparentemente tranquilo, hasta que llegara la
muerte — y ésta, según todos creían, debía tener lugar
de allí á pocos minutos. Terminé, sin embargo, por
hablarle todavía una vez, repitiendo simplemente mí
■anterior pregunta.
; Mientras hablaba, hubo un cambio marcado en el
'aspecto del sonámbulo. Los ojos giraron bajo el pár¬
pado casi cerrado, desapareciendo las pupilas hacia
arriba; el cutis afectaba en general un color cadavé¬
rico, que se parecía más el papel blanco que el perga-
244 Edgar poe. — novelas y cuentos
mino; y las manchas circulares, síntomas de la fiebre
ética, que hasta entonces se habían circunscrito al cen¬
tro de cada mejilla, se apagaron de repente. Uso esta
palabra, porque la violencia de su desaparición me
recordó la luz de una vela, extinguida por un soplo.
El labio superior, al mismo tiempo, se torció fuera de
los dientes, á los que cubría antes por completo; la
mandíbula inferior cayó con un perceptible golpe,
dejando la boca anchamente extendida descubriendo la
lengua blanca é hinchada. Creo que todos estábamos
acostumbrados á los horrores de los lechos de muerte;
pero fué tan repugnante el aspecto de Mr. Valdemar
en aquel momento, que hubo un movimiento de reti¬
rada general.
Comprendo que he alcanzado al punto de esta narra¬
ción en que cada lector se verá solicitado por una posi¬
tiva incredulidad. Mi tarea, 6Ín embargo, consiste en
proseguirla.
No quedó en Mr. Valdemar, el más débil signo de
vitalidad; y creyéndole muerto, estábamos encargando
sú cuerpo á los enfermeros, cuando se observó en su
lengua, un fuerte movimiento vibratorio. Fué visible
durante un minuto casi. Al expirar este período, brotó
de las mandíbulas dilatadas é inmóviles, una voz —
que seria locura en mi, pretender describirla. Existen,
á la verdad, dos ó tres epítetos que podrían conside¬
rarse como aplicables á ella, en parte; puedo decir,
por ejemplo, que el sonido era bronco, y cortado, y
hueco, pero su horroroso conjunto es indescriptible,
por la simple razón de que jamás ha resonado un so¬
nido semejante en los oídos de la humanidad.
Había dos particularidades, sin embargo, que pensé
M. VALDEMAR
2*5
y pienso todavía, pueden ser enunciadas con exactitud,
tanto para comprender lo característico de su entona¬
ción, como bien adaptadas para hacerse una idea de su
peculiaridad extraterrestre. En primer lugar, la voz
parecía llegar á nuestros oídos — al mío, por lo menos
— desde una vasta distancia, desde alguna profunda
caverna. Después, me pareció (temo, á la verdad, que
me sea imposible ser comprendido) que algo gelatinoso
ó glutinoso afectaba mi sentido del tacto.
He hablado de « sonido » y de « voz ». Quiero decir
que el sonido era de distinta — hasta de sorprendente,
de pasmosa silabiíicación. Mr. Valdemar habló — evi¬
dentemente en respuesta á la pregunta que le había
hecho pocos minutos antes. Le había preguntado, se
recordará, si dormía. Y él había dicho :
—Sí; no; — he estado durmiendo — y ahora —
ahora estoy muerto.
Ninguna de las personas presentes afectó negar, ni
pretendió reprimir el inexplicable — el tembloroso
horror que esas palabras, así pronunciadas, trasmitie¬
ron á todos. Mr. L*** (el estudiante) se desmayó. Los
enfermeros abandonaron la habitación inmediata¬
mente, y no se pudo conseguir que volvieran. Mis pro¬
pias impresiones, no pretendo hacerlas inteligibles al
lector. Cerca de una hora nos ocupamos nosotros mis¬
mos, silenciosamente — sin pronunciar una palabra —
en hacer volver en sí á Mr. L***. Cuando lo consegui¬
mos, tratamos de hacer una nueva investigación del
estado de Mr. Valdemar.
Era el mismo que he descrito la última vez, con la
excepción de que el espejo no se empañaba ya, al ser
aplicado á sus labios. Una tentativa de sacarle sangre
li*
EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
de un brazo no tuyo éxito. Debo mencionar, además;
que este miembro no estaba ya sujeto á mi voluntad.
Ensayó inútilmente hacerle . seguir la dirección de mí
mano. La única indicación real, á la verdad, de la
influeneia magnética l’ué encontrada en el movimiento
vibratorio de la lengua, cuando dirigía á Mr. Valdemar
alguna pregunta. Parecía haeer un esfuerzo por res¬
ponder, pero ya no tenía suficiente volición. Si le
hablaba alguna otra persona que yo parecía absoluta¬
mente insensible — aunque traté de colocar á todos
lós presentes en relación mesmériea con él. Creo que
he relatado ya todo lo necesario para poder conocer
el estado del sonámbulo en esa época. Otros enferme¬
ros fueron procurados ; y á las diez salí de la casa en
compañía de los dos médicos y de Mr. L***.
Alá' tarde fuimos todos á ver al paciente dé nuevo.
Su estado era exactamente el mismo-. Tuvimos alguna
discusión respecto á la conveniencia y posibilidad de
despertarle; pero encontra mos poca dificultad en conve¬
nir que no podía servir á ningún buen propósito. Era
evidente, que hasta entonces, la muerte (ó lo que
comúnmente se llama muerte) había sido detenida por
el proceso mesmérico. Nos parecía claro á todos nos¬
otros, que despertar á Mr. Valdemar, seria simplemente
apresurar su fin, ó al menos, su rápida disolución.
Desde este periodo hasta la semana que acaba dé
terminar — un intervalo de cerca de siete meses — con¬
tinuamos yendo diariamente á la casa de Mr. Valde¬
mar, acompañados unas veces-por médicos y otras por
amigos. En todo ese tiempo el sonámbulo permaneció
exactamente como lo be descrito la última ocasión. Los
cuidadas de los enfermeros eran continuos!
M, Y A L DEMAR
2iT
Fue el viernes último que resolvimos hacer el expe¬
rimento de despertarlo ó de tratar de despertarlo y es
el (quizá) tutor tunado resultado de este experimento,
el que ha dado origen á tantas discusiones en los cír¬
culos privados — á tanto délo que no puedo impedirme
de llamar las injustificables creencias populares.
Con objeto de sacar á Mr. Yaldemarde sucatalepsia
magnética, hice uso de los pases acostumbrados. Du¬
rante algunos momentos, fueron inútiles. La primara
indicación de la vuelta á la vida, fué un descenso par¬
dal del iris. Se observó como especialmente notable
que este rebajamiento de la pupila, fué acompañado
por la profusa salida «le un licor amarillento (de debajo
de las párpados) de un olor acre y muy repugnante.
Se habló entonces de que debía tratar de influenciar el
brazo del paciente como en otro tiempo. Hicela prueba,
sin obtener éxito. El Dr. F***, entonces, manifestó el
deseo de que hiciera al enfermo, una pregunta que me
dictó.
— Mr. Valdemar, dije, ¿podéis explicarnos cuáles
son nuestros sentimientos ó deseos ahora?
Hubo por un instante reaparición de las manchas de
la fiebre, en las mejillas; la lengua se estremeció ó
más bien giró violentamente dentro de la boca (aunque
las mandíbulas y labios estuvieran tan rígidos como
antes); y por último, la misma voz horrorosa que he
descrito, contestó :
— ¡ Por Dios ! — ¡ pronto! — ¡pronto! — adorme¬
cedme — ó pronto — despertadme — ¡pronto! — ¡os
digo que estoy muerto !
Me encontré completamente enervado y durante un
momento no supo qué hacer. Al principio traté de vol-
248 EDGAB POE, — SOVELAS V CUENTOS
verle á su anterior estado, pero, cayendo bajo el impe¬
rio de mis deseos, volví sobre mis pasos y luché por
despertarle. En este intento vi pronto que obtendría
éxito — ó al menos, imaginé pronto que mi éxito sería
completo — y estoy seguro que todos los asistentes
estaban preparados para ver el despertar del enfermo.
Sin embargo, para lo que ocurrió en realidad, es per¬
fectamente imposible que ningún ser humano estuviera
preparado.
Al hacer rápidamente los pases mesméricos, entre
emociones de ¡muerto! ¡muertoI que brotaban de la
lengua y no de los labios del paciente, todo su cuerpo
se estremeció de improviso — y en el espacio de un
solo minuto ó hasta menos, se encogió — se desme¬
nuzó ^—absolutamente 'podrido entre mis manos. Sobre
el lecho, sobre todos nosotros, cayó una especie de
masa líquida — en la más asquerosa — en las más abo¬
minable putrefacción.
EL SISTEMA DEL DOCTOR BREA
Y
DEL PROFESOR PLUMA
Durante el otoño de 18..., estando yo visitando las
provincias de la parte más meridional de la Francia,
llegué por casualidad á algunas millas de distancia de
un manicomio ó casa particular de dementes, de la que
había oído hablar mucho en París á algunos médicos
amigos míos. Como nunca había visitado un estableci¬
miento de esta índole, consideré la ocasión demasiado
propicia para desperdiciarla y propuse á mi compañero
de viaje (un gantleman con quien había hecho conoci¬
miento casualmente algunos días antes) separarnos de
nuestro camino durante una hora ó poco más, á fin de
examinar de cerca el establecimiento. Pero él se negó
á esto, objetándome primero la prisa que tenía, y des¬
pués, el horror que generalmente inspira la vista de un
demente. Rogome sin embargo que no sacrificase al
deseo de ser cortés con él la satisfacción de mi curio¬
sidad, y me dijo que seguiría caminando despacio, á
fin de que pudiese alcanzarle el mismo día, ó á más
tardar el siguiente. Al despedirse de mí, ocurrióseme
250 EDGAR ROE. — NOVELAS Y CUENTOS
que tal vez experimentaría alguna dificultad para pene¬
trar en el ediíicio en cuestión y le participé mis te¬
mores. Respondióme que en efecto podría encontrar
obstáculos, á no ser que conociese á M. Maillard, el
director, ó llevase alguna carta de introducción, porque
los reglamentos de los manicomios particulares son
mucho más severos que los de ios hospitales públicos.
Por su parte, añadió, había hecho conocimiento algu¬
nos años antes con M. Maillard, y podia, por lo menos,
hacerme el favor de acompañarme has! a la puerta del
establecimiento y presentarme; pero su repugnancia
relativamente á la locura, le impedía entrar en el
mismo.
Rile las gracias, y separándonos de .la carretera
tomamds por un atajo cubierto de césped, que ámedia
hora de distancia iba á perderse en un bosque espeso
•situado en la falda de una montaña. Habíamos andado
unas dos millas á través de este bosque espeso y som¬
brío, cuando se presentó á nuestra vista el manieomiou
Era éste un castillo fantástico, bastante deteriorado, y
■que á juzgar por su aire de vetustez y desmantela-
iniento, debía estar poco habitable. Su aspeóte me pro¬
dujo un verdadero terror, y deteniendo mi caballo, casi
me dieron ganas de volver pies atrás. Sin embargo no
tardé en avergonzarme de mi debilidad, y seguí ade¬
lante.
Al dirigirnos hacia la puerta principal, observé que
estaba entreabierta y vi á un hombre que miraba á tra¬
vés de ella. Un momento después, este hombre se ade¬
lantó, y dirigiéndose á mi compañero, llamándole por
su nombre, le estrechó cordialmente la mano y le
suplicó que echase pie á tierra. Era M. Maillard en
EL DOCTO 11 lino A V EL PROFESOR PLUMA 2Si
persona, un verdadero gentleman déla antigua escuela :
agradable aspecto, noble ademán, maneras exquisitas
v cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad, á pro¬
pósito para causar viva impresión.
Mi amigos rae presentó y explicó mi deseo de visitar
el establecimiento; habiéndole prometido M. Maillard
que me trataría con todas las consideraciones posibles,
se despidió de nosotros, y no le he vuelto á ver más.
Cuando hubo partido, el director me introdujo en un
pequeño locutorio ó recibimiento arreglado con esmero
excesivo, y que entre otras señalesde un gusto refinado,
contenía muchos libros, dibujos, vasos de flores é ins¬
trumentos de música. En la chimenea brillaba un alegre
fuego. Sentada al piano veíase una joven muy bella, can¬
tando un aria de Bellini, y á mi llegada-interrumpió su
canto y me recibió con graciosa cortesía. Hablaba en
voz baja,, y se notaba en sus maneras algo de violencia
interior. Creí observar también huellas de pesar en toda
su fisonomía, cuya palidez excesiva no dejaba de tener
cierto-atractivo. Estaba de. riguroso luto,,y despertó en
mi corazón un sentimiento mezclado de respeto,, interés
y admiración.
Había oído decir en. París que el establecimiento de
M. Maillard estaba montado con arreglo á lo que se
llama sistema de dulzura;, que: se evitaban en él toda
clase de castigos corporales'; que rara vez habí a habido
necesidad de acudir á la reclusión; que los enfermos,
secretamente vigilados„gozaban, ; en apariencia,,de gran
libertad y que, en su mayor parte, podían, circular por
toda la casa y. los jardines en el. traje ordinario de las
personas que tienen sus sentidos cabales-.
Como todos estos detalles estaban muy presentes en
252 EDGAR POE, — NOVELAS Y CUESTOS
tni imaginación, ponía especial cuidado en todo lo que
hablaba en presencia de la joven, porque nada me au¬
torizaba á creer que tuviese toda su razón; y en efecto
había en sus ojos cierto brillo inquieto que me inducía
á creer lo contrario. Reduje, pues, mis observaciones
á puntos generales, de los que yo suponía que no podían
desagradar ni excitar á una loca. Respondió á cuanto
le dije con la mayor sensatez, y hasta pude echar de
ver que sus observaciones personales indicaban un buen
sentido muy sólido, Pero un largo estudio déla fisiología
de la locura me había enseñado á nofiarme desemejantes
pruebas de salud moral, y continué, durante toda la
entrevista, observándola misma prudencia que al prin¬
cipio.
En este momento un elegante criado con librea trajo
una bandeja con dulces, vinos y otros refrescos que
acepté con mucho gusto ; poco tiempo después la joven
salió del locutorio. Cuando hubo partido, dirigí á mi
huésped una mirada ínterrogadora.
— No, dijo ¡ oh! no... es una persona de mi familia...,
mi sobrina, persona sumamente recomendable.
— Pido áVd. mil perdones por mi sospecha, contesté,
pero no dudo que Vd. encontrará excusable mi equivo¬
cación. La excelente administración de su estableci¬
miento es muy conocida en París, y creo que después
de todo sería posible... Vd. me entiende...
— Sí, sí, ni una palabra más acerca do esto; antes
bien yo soy el que debo dar á Vd. las gracias por la
muy laudable prudencia que ha mostrado. Rara vez
encontramos tanta previsión en los jóvenes, y en más
de una ocasión hemos visto producirse deplorables acci-
dentespor.el aturdimiento de nuestros visitantes. Cuando
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 25S
se aplicaba el primer sistema y cuando mis enfermos
tenían el privilegio de pasearse por todas partes á su
voluntad, eran á veces víctimas de crisis peligrosas
producidas por personas irreflexivas, invitadas á exa¬
minar nuestro establecimiento. Me he visto, pues, obli¬
gado á imponer un riguroso sistema de exclusión y de
entonces acá nadie ha tenido acceso en el estableci¬
miento, mientras yo no estuviese seguro de su dis¬
creción.
— ¿ Cuando se aplicaba el primer sistema de Vd. ?
— dije yo repitiendo sus propias palabras. —¿ Quiere
esto decir que ha dejado de aplicarse en su estableci¬
miento el sistema de dulzura , de que tanto me han
hablado ?'
■— Hace algunassemanas, replicó, que hemos decidido
abandonarlo para siempre.
— ¿De veras? ¡ me llena Vd. de asombro !
— Hemos juzgado absolutamente necesario, — dijo
lanzando un suspiro,—á volver á los antiguos procedi¬
mientos. El sistema en cuestión era una exposición cons¬
tante y sellan exagerado demasiado sus ventajas. Creo,
caballero, que si se ha hecho algún ensayo leal del
mismo ha sido en esta casa. Hemos hecho cuanto razo¬
nablemente podía sugerir la humanidad. Siento en el
alma que no nos haya Vd. hecho su visita antes de
ahora, pues habría Vd. podido juzgar por sí mismo.
Pero supongo que está Vd. bien al corriente del sistema
de la dulzura en todos sus detalles.
— Al contrario, lo poco que de él conozco lo sé por
referencia.
— Definiré el sistema en términos generales : puede
decirse que es un sistema en que se guardan al enfermo
2S4 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
todo género de consideraciones, un sistema, como di¬
ríamos de laissor faire. No contradecíamos ninguno de
los caprichos que se albergaban en el cerebro del
enfermo. Por el contrario, no sólo nos prestábamos á
ellos, sino que los alentábamos, y es así cómo se han
podido realizar curas radicales. No hay razonamiento que
tanto convenza la razón debilitada de un loco, como los
argumentos ad alsurdum. Hemos tenido, por ejemplo,
hombres que se creían gallos. El tratamiento, en este
caso consistía, en reconocer y aceptar el • hecho como
positivo, en acusar al enfermo de estupidez, cuando no
reconocía suíicientemente su caso como un hecho posi¬
tivo — y por lo tanto en negarle durante una semana,
todo alimento que no fuera el que corresponde á un
gallo. Gracias á este método, con un puñado de caña¬
mones se han podido hacer milagros.
— ¿Pero consistía todo en esta especie de aquies¬
cencia á la monomía ?
— No por cierto. Teníamos también gran fe en las
distracciones de una naturaleza sencilla, tales como la
música, el baile, los ejercicios gimnásticos en general,
cierta clase de libros, etc., etc. Fingíamos curar á los
Individuos de una enfermedad física ordinaria y jamás
se pronunciaba Ja palabra tocitr*. Uno de los puntos
de mayor importancia consistía en encargar ácadaloco
el cuidado .de vigilar las acciones de los demás. Poner
su confianza en la inteligencia ó la discreción de un loco
es ganarle por completo. De esta manera podíamos
ahorrarnos una clase muy dispendiosa, la de los vigi¬
lantes.
— ¿ Y no imponían Vdes. castigos de ningún gé¬
nero?
EL DOCTOR BREA X EL PROFESOR PLUMA 255
— De ninguno.
— ¿Y nunca encerraba Vd. á los enfermos?
Muy rara vez. De cuando en cuando, cuando al¬
gún individuo era víctima de una crisis furiosa, le
transportábamos á una celda secreta, por miedo de que
el desorden de su espíritu infestase á los demás, y así
le teníamos hasta que podíamos enviarle con su familia
ó amigos; — porque no era nuestra misión curar locos
furiosos. Generalmente era trasladado á un manicomio
público.
— Y ahora al cambiar por completo de sistema
¿ cree Vd. haber acertado?
— Decididamente si. El sistema antiguo tenía sus
inconvenientes y hasta sus peligros. Actualmente, á
Dios gracias, está condenado en todos los manicomios
de Francia.
— Mucho me sorprende cuanto me acabáis de decir ;
porque yo con sideraba como cosa cierta que en toda
la nación no existía actualmente en vigor otro trata¬
miento.
— Vd.es aún joven, amigo mío, replicó mi huésped,
pero tiempo vendrá en que aprenda á juzgar por sí
mismo todo lo que pasa en el mundo, sin fiarse de la
charla de los demás.
No crea Vd. nada de lo que oiga y sólo la mitad de
lo que vea. Ahora bien, por lo que toca á nuestros
manicomios, está claro que algún ignorante se ha bur¬
lado de Vd. Después de la comida, sin embargo,
cuando esté Vd. completamente repuesto de la fatiga
de su viaje, me alegraré mucho de enseñarle á Vd. toda
la oasa, áfm de hacerle apreciar las ventajas de un sis¬
tema que en mi opinión yen la de todas las personas
236 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
que han podido examinar sus resultados es incompa¬
rablemente el más eficaz de todos los inventados hasta
el presente.
— ¿ Ese sistema, pregunté, es de la invención de
Vd.?
— Me enorgullezco, respondió, de confesar que
efectivamente es mió, por lo menos bajo cierto punto
de vista.
De este modo seguí conversando con M. Maillard
una ó dos horas, durante las cuales me enseñó el jar¬
dín y la huerta del establecimiento.
— No puedo, dijo, enseñar á Vd. mis enfermos in¬
mediatamente. Para un espíritu sensible hay siempre
en esta especie de exhibiciones algo de repugnante, y
no quiero quitar á Vd. el apetito, porque espero que
tendré el gusto de que honre Vd. mi mesa. Comerá
Vd. ternera» la Sainte-Menehould y coliflor á la sauce
veloutée, lo cual acompañado de unas botellas de
clos-vougeot, dará á los nervios la fuerza suficiente.
A las seis anunciaron la comida, y mi huésped me
introdujo en un vasto comedor, donde se hallada ya nu¬
merosa concurrencia, compuesta de unas veinte á
treinta personas. Eran en apariencia gente de buena
sociedad y esmerada educación* aunque sus trajes,
según me pareció, tenían una riqueza extravagante y
participaban un poco del refinamiento fastuoso de la
antigua corte. Observé también que las dos terceras
partes, al menos, de los convidados eran damas, y que
algunas de ellas no estaban vestidas según la moda que
_ un parisiense considera como el buen gusto del día.
Por ejemplo algunas mujeres, que debían tener unos
setenta años, estaban adornadas con profusión áe
EL DOCTOR BLEA Y EL PROFESOR PLUMA 257
joyas, sortijas, pulseras, pendientes, etc., y mostraban
los brazos y el seno terriblemente escotados. Observé
también que había pocos trajes bien hechos ó por ](
menos que no venían bien á las personas que los lleva
ban. Mirando en torno mío descubrí á la interesantt
joven que M. Maillard me había presentado en el lo cu-
lorio ó recibimiento; pero mi sorpresa fuá grande al
verla disfrazada con un ridículo vestido, con zapatos
de tacones altos y un gorro grasiento de punto de
Bruselas, demasiado grande para ella y que hacía apa¬
recer su cara excesivamente pequeña. La primera vez
qne la vi estaba vestida, según he dicho, de luto rigu¬
roso, que le sentaba admirablemente. En fin había tal
aire de rareza en los trajes de toda la concurrencia que
me hizo pensar de nuevo en el sistema de dulzura, y
sospeché que M. Maillard había querido ilusionarme
hasta el fin de la comida, por miedo de que experimen-
tase durante ella sensaciones desagradables, sabiendo
que estaba en compañía de lunáticos; pero me acordé
de que me habían hablado en París de los provincianos
del Mediodía como de gentes excéntricas y apegadas á
una multitud de ideas rancias; y por otra, hablando con
algunos de los convidados, se fueron disipando bien
pronto mis aprensiones casi por completo.
El comedor mismo, aunque no dejaba de ser confor¬
table y de buenas dimensiones, no tenía la elegancia
que era de desear. Así por ejemplo el pavimento no
tenía tapiz; verdad es que en Francia se suprime con
frecuencia. Las ventanas carecían de cortinas; las ma¬
deras cuando estaban cerradas se sujetaban por medio
de grandes barras de hierro, colocadas diagonalmente
como en las puertas de las tiendas. Observé qne la
258 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
pieza en cuestión formaba por sí sola una de las alas
del castillo,'ocupando las ventanas tres lados del para-
relogramo, y la puerta el cuarto. Había por lo menos
unas diez ventanas.
La mesa estaba espléndidamente servida, cubierta
de hermosa vajilla y de toda clase de golosinas. Era
aquello una profusión completamente bárbara, pues
había manjares para regalar á los Anakim. En mi vida
he visto una ostentación tan monstruosa, un derroche
tan extravagante de todas las buenas cosas de la vida;
en la disposición y arreglo había muy poco gusto; y mi
vista acostumbrada á las luces suaves se sentía fuerte¬
mente molestada por el prodigioso brillo de una multi¬
tud de'bujías, colocadas en candelabros de piala dise¬
minados sobre la mesa y en toda la habitación, donde
quiera que había sitio. El servicio era hecho por multi¬
tud de criados muy activos, y sobre una gran mesa,
allá en el fondo de la sala, había sentados siete ú ocho
personas con violines, flautas, trombones y un tambor.
Estos individuos, en ciertos intervalos durante la co¬
mida, me fatigaron mucho con una infinita variedad
de ruidos, que tenían la pretensión de ser música y que
todos los asistentes, menos yo se entiende, oían con
vivo placer.
En suma, yo no podía menos de pensar que había
mucho de raro en todo esto; pero después de lodo, el
mundo se compone de muchas clases de personas que
tienen modos de pensar diferentes y una multitud de
usos enteramente convencionales. Además yo había
viajado demasiado para no ser un perfecto adepto del
nihil admirari; así es que tomé tranquilamente asiento
á la derecha de mi anfitrión, y dotado de un excelente
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 259
apetito hice honor á tantos y tan buenos manjares.
La conversación, entre tanto, era animada y general.
Las damas, según su costumbre, hablaban mucho.
Pronto eché de ver que la sociedad estaba compuesta
casi enteramente de gentes bien educadas, y que mi
huésped por sí solo era un tesoro de alegres anécdotas
y chascarrillos. Parecía muy dispuesto á hablar de su
posición de director de una casa de locos; y con gran
sorpresa mía, la misma locura se convirtió en el tema
favorito de todos los concurrentes.
— En otro tiempo tuvimos aquí un mozo — dijo un
señor pequeño y rechoncho sentado á mi derecha —
que se creía ser una tetera; y sea dicho de paso, ¿ no
es una cosa bien extraña que esta manía particular sea
muy frecuente en los locos? Acaso no hay en toda
Francia un solo manicomio que no cuente con alguna
tetera humana. Nuestro quídam era mía tetera de
fabricación inglesa y tenía cuidado de limpiarse todas
las mañanas con una piel de gamuza y yeso-mate,
— Después, añadió otro señor alto sentado enfrente,
tuvimos un individuo á quien se le había metido en la
cabeza que era un asno, — lo que, metafóricamente
hablando, dirán Vds., era perfectamente exacto. Era
un enfermo muy fastidioso y nos costaba gran trabajo
impedir que traspasase todos los limites. Durante largo
tiempo no quiso comer mas que cardos borriqueros;
pero pronto le curamos de esta idea insistiendo para
que comiese otra cosa. Continuamente estaba ocupado
en dar coces con los talones.asi, miren Vds... así...
— ¡ Señor Iíock, mucho le agradecería á Yd. que se
contuviese! — interrumpió una dama que estaba sen¬
tada aliado del orador. — Guarde Vd. para sí, si le
260 EDGAR I'OE. — NOVELAS Y CUENTOS
agradan los puntapiés. ¡ Me ha estropeado Vd. mi
traje de brocado! ¿Acaso es indispensable ilustrar una
observación de una manera tan material? El señor,
añadió señalándome ¿mí, le comprenderá á Vd. sin nece¬
sidad de esta demostración física. Aseguro á Vd. bajo
mi palabra que casi es Vd. tan asno como ese pobre
insensato que creía serlo él mismo. Desempeña Vd. el
papel con entera naturalidad.
— ¡ Pido á Vd. mil perdones, señorita! respondió
M. de Kock 6 semejante apostrofe, ¡ mil perdones! no
fué mi ánimo ofender á Vd. — Señorita Laplace, el
señor de Kock solicita el honor de brindar con Vd.
Entonces el señor de Kock se inclinó, besó ceremo¬
niosamente su propia mano, y brindó á la salud de la
señorita Laplace.
— Permítame Vd., amigo mío, dijo M. Maillard,
dirigiéndose á mi, permítame Vd, que le pase un trozo
de esta ternera que creo encontrará Vd. especialmente
delicada.
Tres vigorosos criados habían logrado colocar sin
accidente una enorme fuente, ó más bien una barquilla
que contenía según yo imaginé el monstrum horren-
dum , informe , ingens, cui lumen ademptum. Un exa¬
men más detenido me hizo ver, sin embargo, que era
una pequeña ternera, asada toda entera, apoyada sobre
las rodillas y con una patata entre los dientes, según la
costumbre usada en Inglaterra para servir las liebres.
— No, muchas gracias, le contesté; á decir verdad
no siento una gran inclinación hacia la ternera á la
Saínte-Menehoidd, porque generalmente creo que no
me sienta bien. Suplico á Yá. haga cambiar este plato
y me permita probar un poco de conejo.
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLOMA 261
— Pedro — gritó mi huésped — cambie Vd. el plato
de este caballero y déle Vd. un pedazo de conejo «í
gato.
— i De qué?... dije yo.
— De este conejo al gato.
— Pues bien, muchas gracias. Después de reflexio¬
nar, me decido por servirme yo mismo un poco de ja¬
món.
Verdaderamente, dije para mi, no sabe uno lo que
come á la mesa de esta gente de provincias. No quiero
probar su conejo al gato , por la misma razón que no
querría comer gato al conejo.
— Además — dijo un personaje de rostro cadavé¬
rico sentado al extremo de la mesa, volviendo á tomar
el hilo de la conversación interrumpida — entre otras
rarezas hemos tenido en cierta época un enfermo que
se obstinaba en creerse un queso de Córdoba, y que iba
siempre con un cuchillo en la mano invitando á sus
amigos á que cortasen, únicamente para probar un
pedacito de su nalga.
— Era sin duda un loco de atar — interrumpió otra
persona — pero no se puede comparar con cierto indi¬
viduo á quien todos hemos conocido, á excepción de
este gentleman extranjero. Me refiero al hombre que se
tenía por una botella de champagne y que saltaba
siempre con un pan... pan... y un pschi... i... i... de
esta manera...
Aquí el orador, muy groseramente á mi entender,
metió su pulgar derecho en el carrillo izquierdo y lo
sacó bruscamente produciendo un ruido semejante al
que hace al sallar el tapón de una botella, y después
por medio de un diestro movimiento de la lengua sobre
15 ‘
202 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
los dientes, produjo una especie de silbido agudo que
duró algunos minutos, para imitarla espuma del cham¬
pagne. Esta conducta, según pude observar muy bien,
no fuó muy del agrado de M. Maülard; sin embargo,
no dijo nada, y la conversación fué continuada por un
hombrecillo flaco que llevaba una gran peluca.
— Había también — dijo — un imbécil que se creía
una rana, á cuyo animal, dicho sea de paso, se parecía
mucho. Quisiera, caballero, que lo hubiera Vd. visto,
añadió dirigiéndose á mí; estoy seguro que le hubiera
hecho reir con las actitudes que tomaba. Crea Vd.,
amigo mío, que si este hombre no era verdaderamente
rana, era una lástima que no lo fuese. Su canto estaba
formado de una nota la más bella del mundo — ] un si
bemol! — y cuando se colocaba con los codos sobre la
mesa de esta manera, después de haber tomado dos
vasos devino, ensanchaba suboca así y movía los ojos
como yo lo hago, guiñándolos con excesiva rapidez del
modo siguiente; puedo asegurar Vd. de la manera
más positiva que se hubiera Vd. extasiado ante el genio
de este hombre.
— No lo dudo, respondí.
— Había también, añadió otro de los comensales,
un mocito que se creía ser una toma de rapé y se deso¬
laba de no poder tomarse á sí mismo entre su índice y
pulgar.
— También hemos tenido á Julio Deshouliéres que
era verdaderamente un genio singular, y que se volvió
loco con la idea de que era una calabaza. Constante¬
mente perseguía al cocinero para que lo convirtiese en
pasteles, cosa á que el cocinero se negaba con indigna¬
ción. Por mi parte no afirmaré que un pastel a la
EL DOCTOR BREA ? EL PROFESOR PLUMA 263
Dtshouliéres no fuese un plato da los más delicados.
— Me deja Vd. asombrado, dije, y miró á M. Mail-
lard con aire interrogativo.
— i He ! ¡ he ! ¡ hi! j hi! ¡ hizo éste. ¡ Excelente en
verdad! No se admire Vd., amigo mío; nuestro amigo
es muy original y muy bromista; no hay que tomar lo
que dice al pie de la letra.
— ¡ Oh! -— dijo otro de los convidados- — lodos
hemos conocido también á Buffón Legrand, personaje
muy extraordinario en su género. El amor le trastornó
el cerebro y se creía que tenía dos cabezas. Afirmaba
que una era la de Cicerón ; en cuanto á la otra se la
figuraba compuesta de las de Demóstenes y lord Brou-
gham. No seria imposible que se equivocase, pero hu¬
biera convencido á Vd. de que tenía razón, porque era
hombre de gran elocuencia. Tenía una verdadera pa-
siónpor la oratoriayno podía contenerse en demostrarla.
Por ejemplo tenía la costumbre de saltar asi sobre la
mesa,y después...
En este momento, un amigo del orador, sentado á
su lado, le puso la mano en el hombro y le cuchicheó
algunas palabras al oído; á consecuencia de esto el
otro dejó de repente de hablar y se dejó caer sobre su
silla.
— Y después, dijo el amigo que le había hablado al
oído, tuvimos también á Boulard, la perinola. Llamóle
la perinola porque tenia la manía, acaso extraña, pero de
ningún modo irracional de creerse convertido en peri¬
nola. Si Vd. lehubiera visto, hubiera reventado de
risa... Daba vueltas sobre un talón de esta manera,
vea Vd.
Al llegar aquí, el amigo á quien había interrumpido
264 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
un momento antes por medio de un recado al oído, le
prestó á su vez el mismo favor.
— Pero en ese caso, gritó una señora vieja con voz
estrepitosa, vuestro Boulard era un loco y además un
loco estúpido. Porque, permítame Yd. que le pregunte,
¿ quién ha oído hablar jamás de una peonza ó perinola
humana ? La cosa es absurda. La señora Joyeuse era una
persona más sensata, como Vd. sabe. Tenía también su
manía, pero una manía inspirada por el sentido común
y que agradaba á cuantos tenían el honor de conocerla.
Había descubierto, después de maduras reflexiones,
que por un accidente había sido convertida en pollo;
pero bajo este concepto se conducía normalmente.
Movía las alas, así, así, con un esfuerzo prodigioso; y
en cuanto á su canto ¡era delicioso! Co... o,., o... o...
qneri... co... o... o...o...! ¡ Co... o... o... o... queri...
co... o... o... o... o....!
— [ Señora Joyeuse, suplico á Vd. que se contenga !
interrumpió nuestro huésped con ira. — Si no quiere
Vd. conducirse como debe hacerlo una señora decente,
puede Vd. dejar la mesa inmediatamente. Lo dejo á
su elección.
La señora (á quien me admiró mucho oír llamar se¬
ñora Joyeuse, después de la descripción que de sí
misma acababa de hacer) se puso colorada hasta las
cejas y pareció profundamente humillada por la re¬
prensión. Bajó la cabeza y no respondió una sílaba.
Pero otra señora, más joven reanudó la conversación.
Erá mi bella joven del locutorio.
— ¡ Oh! — exclamó — ¡ la señora Joyeuse era una
loca! pero la manía de Eugenia Salsafette era mucho
más sensata. Era una joven muy bella con aire contrito
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 265-
y modesto, que juzgaba indecente en sumo grado la
manera actual de vestirse y que quería siempre vestirse
poniéndose fuera de los vestidos y no dentro. Después
de todo es una cosa bien fácil de hacer. No hay más
que hacer así... y después así... y por último...
— ¡ Eh í señorita Salsafette, exclamaron una docena
de voces... ¿ qué hace Yd?... j Deténgase !... es sufi¬
ciente. — ¡ Ya vemos bien cómo puede hacerse eso [
¡ Basta ! ¡ Basta!
Algunas personas se lanzaban ya desde su asiento
para impedir á la señorita Salsafette que se pusiese
como la Venus de Médieis, cuando se produjo de re¬
pente y eficazmente el resultado deseado, merced &
unos grandes gritos ó aullidos que provenían de algún
punto del cuerpo principal del edificio. Mis nervios
fueron muy afectados por estos bramidos; pero en
cuanto álos demás convidados, me daban lástima. En
mi vida he visto una reunión de personas sensatas,
más llenas de terror. Pusiéronse pálidos como cadá¬
veres, y temblaban y castañeteaban los dientes en sus
asientos, pareciendo aguardar la repetición del mismo
raído. Repitióse en efecto más fuerte y próximo, y des¬
pués una tercera vez muy fuerte, muy fuerte; por úl¬
timo se dejó oir una cuarta con mucho menos vigor.
Ante este apaciguamiento aparente de la tempestad,
toda la concurrencia recobró inmediatamente su anima¬
ción y comenzaron con nuevo ardor las anécdotas.
Entonces me aventuré á preguntar la causa de aquella
turbación.
— Una nonada, dijo M. Maillard. — Nos vamos ha¬
bituando á ello y ya casi no nos inquieta. Los locos, á
intervalos re grillares se ponen á aullar ¡untos, excitán-
266 EDGAR POE. — NOVELA3 Y CUENTOS
dose unos á otros, como sucede á veces, por la noche, en
una bandada de perros. Sucede también de. cuando en
cuando que este concierto de aullidos es seguido de
un esfuerzo simultáneo de todos para evadirse; en
este caso hay naturalmente motivo para sentir in¬
quietud.
— ¿Y cuántos tienen Vds. ahora encerrados ?
— Por el momento no tenemos más de 10.
— Principalmente mujeres, supongo.
— No por cierto. Todos hombres y verdaderos
jayanes, áfe mia.
— ¿De veras ? ya había oído siempre decir que la
mayor parte de los locos pertenecen al sexo débil.
— Generalmente es así; pero no siempre. Hace al¬
gún tiempo teníamos aquí veinte y siete enfermos, y
de ellos había por lo menos diez y ocho mujeres; pero
desde hace poco las cosas han cambiado, como Vd. ve.
— Sí... han cambiado mucho, como Yd. ve..., aña¬
dió el señor que había roto con sus coces las tibias de
la señorita Laplace.
— Sí... han cambiado mucho, como Vd. ve, añadió
á coro toda la concurrencia.
—- ] Cállense todos Vds.! ¡ ténganla lengua! ¿ me
entienden ? gritó mi anfitrión en un acceso de cólera.
Después toda la asamblea observó durante un mi¬
nuto un silencio sepulcral. Hasta hubo una dama que
obedeció puntualmente á la letra la orden de M. Mail-
lard, es decir, que sacando su lengua, por cierto exce¬
sivamente larga, la cogió con sus dos manos y la tuvo
asi con mucha resignación hasta el fin del festín.
— Y esa señora —• dije á M. Maillard inclinándome
hacia él y hablándole en voz baja — esa excelente se-
EL DOCTOR BREA. V EL PROFESOR PLOMA 267
ñora que hablaba hace poco y que nos lanzaba su co-
quericó , supongo que será inofensiva, ¿ no es verdad ?
— ¡ Inofensiva ! — exclamó con sorpresa no fingida;
— ¿ cómo? ¿ qué quiere Vd. decir ?
— Que no está más que ligeramente tocada, contesté T
tocándome en la frente. Supongo que su afección no
es peligrosa, ¿ eh ?
■— ¡ Cómo! ¿ Qué se figura Vd. ? Esta dama, mi
buena y particular amiga la señora Joyeuse tiene su
inteligencia tan sana como yo mismo. Tiene sus peque¬
ñas excentricidades, pero ya sabe Vd. que todas las
señoras de edad son más ó manos excéntricas.
— ¡ Sin duda! — dije — ¡ sin duda! — ¿Y las de¬
más damas y caballeros aquí presentes?...
— Todos son mis amigos y guardianes,— interrum¬
pió M. Maillard, irguiéndose con altivez, — mis exce¬
lentes auxiliares.
— ¡ Cómo! ¿ todos ellos? — preguntó— ¿ y las mu¬
jeres también sin excepción?
— Seguramente, — me contestó.— No podríamos
hacer nada sin las mujeres; son los mejores enferme¬
ros del mundo para los locos; tienen unas maneras,
queVd. no puede imaginar, y sus ojos producen efec--
tos maravillosos, algo como la fascinación de la ser¬
piente.
— ¡ Ciertamente ! — dije, — ¡ ciertamente ! — Se
conducen de una manera un poco rara, ¿ no es ver¬
dad?,! no le parece á Vd. ? Tienen algo de original,
¿ no lo cree Vd. así?
—■ ¡ Raro 1 j original !,.. ¡ Cómo ! ¿ lo piensa Vd.
como lo dice ? A decir verdad no somos hipócritas en
el Mediodía; hacemos lo que nos parece bien y goza-
268 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
mos de la vida. — Asi es que todas esas costumbres...
¿ me comprende Vd.?...
— Perfectamente, dije, perfectamente.
— Por otra parte este clos-vougeot se sube algo á
la cabeza, y calienta un poco los cascos ¿ no es ver¬
dad ?
— Ciertamente —dije—ciertamente. Entre parén¬
tesis, caballero, ¿ no me ha dicho Vd. que el nuevo
sistema adoptado por Vd. era rigurosamente severo?
— De ninguna manera. La reclusión es necesaria¬
mente rigurosa, pero el tratamiento — es decir el
tratamiento médico — es agradable para el enfermo.
— ¿ Y el nuevo sistema es de la invención de Vd.
— En absoluto no. Algunas partes del sistema
deben atribuirse al profesor Brea, de quien de seguro
habrá Vd. oído hablar; y hay en mi plan modifica¬
ciones cuya gloria corresponde al célebre Pluma, á
quien si no me engaño, conoce Vd. íntimamente.
Me avergüenzo de confesar, repliqué, que es la
primera vez que oigo pronunciar los nombres de am¬
bos señores.
— ¡ Bondad divina ! — exclamó mi huésped reti¬
rando bruscamente su silla y alzando sus manos al
ciclo. — Creo que le he comprendido á Vd. mal.
¡ Cómo ! ¿ Dice Vd. que no ha oído nombrar jamás al
erudito doctor Brea y al famaso profesor Pluma ?
— Me veo obligado á confesar mi ignorancia — res¬
pondí, —pero ante todo debe respetarse la verdad. Sin
embargo me siento humillado de no conocer las obras
de estos dos hombres, sin duda alguna extraordina¬
rios, Voy á ocuparme en buscarsus escritos y los leeré
con especial cuidado. Señor Maillard, — debo confe-
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 26£
sar— que realmente me ha hecho Vd. avergonzarme
de mi mismo.
Y era la pura verdad.
—: No hablemos más de ello, mi joven y excelente
amigo, —dijo con bondad estrechándome la mano, —
y tomemos un vaso de este Sauterne.
Bebimos. La concurrencia siguió nuestro ejemplo
con exceso y continuó bromeando, riendo y cometiendo
mil disparates. Los violines chillaban, el tambor mul¬
tiplicaba sus redobles, los trombones berreaban como
otros toros de Fálaris — y 4 medida que el vino impe¬
raba más y más, la escena se fué convirtiendo en un
Pandemónium in petto. Sin embargo M. Maillard y yo,
con algunas botellas de Sauterne y clos-vonpeot , conti¬
nuábamos nuestro diálogo á voz en cuello. Una palabra
pronunciada en el diapasón ordinario se hubiera per¬
dido por completo, como la voz de un pez en el fondo
del Niágara.
— Caballero — le grité al oído — Vd. me hablaba,
antes de la comida, del peligro que implicaba el anti¬
guo sistema de dulzura. ¿ Qué peligro era éste ?
— Si — respondió — habia á veces un gran peligro.
No es posible darse cuenta de los caprichos de Ios-
locos; y en mi opinión, que es también la del doctor
Brea y la del profesor Ploma, no es nunca prudente
dejarlos pasearse libremente sin vigilantes. Un loco-
puede ser dulcificado , como se dice, por algún tiempo,
pero al fin siempre es capaz de promover turbulencias.
Además su astucia es proverbial y verdaderamente
muy grande. Si abriga un proyecto, sabe ocultarlo con
maravillosa hipocresía, y la destreza con que finge la
salud ofrece al estudio del filosofo uno de los más sin-
370 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
guiares problemas psíquicos. Cuando un loco parece
enteramente razonable, créame Vd,, debe ponérsele la
camisa de fuerza.
— ¿ Pero cuál es ese peligro de que Vd. me hablaba ?
querido se&or mío. Conforme á su propia experiencia,
desde que esta casa está bajo su dirección, ¿ ha tenido
V¿. una razón material, positiva, para considerar peli¬
grosa la libertad en un caso de locura ?
— ¿ Aquí ? — ¿ Conforme á mi propia experiencia?
— Ciertamente puedo contestarle á Vd. : ¡ sil Por
ejemplo, no hace mucho tiempo, ocurrió una circuns¬
tancia singular en esta misma casa. Entonces, como
Vd. sabe, estaba en uso el sistema de dulzura , y los
enfermos estaban en libertad. Portábanse notablemente
bien, hasta el punto de que una persona sensata no
hubiera podido sospechar que tras esta aparente cor¬
dura se tramaba un plan endiablado. Y en efecto una
mañana los guardianes se encontraron atados de pies
y manos y encerrados en las celdas, donde fueron vigi¬
lados como locos por los locos mismos, que habían
usurpado las funciones de guardianes.
— ¡ Oh! ¿ Qué me cuenta Vd ? ¡ En mi vida he oído
hablar de absurdo semejante!
— Pues es un hecho. Todo esto sucedió gracias á
un animal estúpido, un loco, á quien no sé como se le
había metido en la cabeza que era el inventor del
mejor sistema de gobierno conocido. Deseaba, según
creo, probar su sistema, y así persuadió á los demás
enfermos á que se le uniesen en una conspiración para
derrocar el poder reinante.
— ¿ Y lo consiguió raelmente ?
— Ya lo creo. Los guardianes y los guardados tro-
EL DOCTCÍR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 271
carón sus papeles, con la diferencia importante de que
los locos habían estado libres, y los guardianes fueron
encerrados inmediatamente en las celdas, donde,
siento decirlo, fueron tratados de una manera dema¬
siado cortés.
— Pero presumo que debió efectuarse en seguida
una contra-revolución. Esa situación no podía durar
largo tiempo. Los campesinos y los visitantes que
veníau á ver el establecimiento darían el grito de
alarma.
— Está Vd. en un error. El jefe de los rebeldes era
demasiado astuto para que eso ocurriese. Desde ese
instante no admitió ningún visitante — á excepción?
una sola vez, de un joven gentleman , de una fisono¬
mía bastante estúpida y que no podía inspirarle des¬
confianza alguna. Permitióle visitar la casa, á fin de
introducir alguna variedad y divertirse con él, y des¬
pués que lo hubo conseguido, le despachó.
— ¿Y cuánto tiempo duró el reinado de los locos ?
— [ Oh! bastante, en verdad; no sé cuánto á punto
fijo. Siu embargo los locos se trataban bien, puede
Yd. creerlo. Arrojaron sus viejos vestidos y usaron á
su antojo del guarda-ropas y joyas de la familia. Las
bodegas del castillo estaban bien provistas de vino, y
estos diablos de locos son inteligentes en la materia y
saben beber, á fe mía.
—¿ Y qué tratamiento especial puso en práctica el
jefe de los rebeldes ?
— ¡ Ah 1 en cuanto á eso un loco no es necesaria¬
mente un tonto, como le he hecho ya observar, y
según mi humilde opinión su tratamiento ó régimen
era mucho mejor que el anteriormente usado. Era un
272 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
régimen capital, — sencillo, limpio, — sin dificul¬
tades, — realmente delicioso, — era.
Aquí las observaciones de mi huésped fueron brus¬
camente interrumpidas por una nueva serie de gritos,
de la misma naturaleza que los que antes nos habían
desconcertado. Esta vez sin embargo parecían prove¬
nir de gentes que se acercaban rápidamente.
— ¡ Bondad divina ! — exclamé; — sin duda alguna
los locos se han escapado.
— Temo que tenga Vd. razón, respondió M. Mail-
lard poniéndose excesivamente pálido.
Apenas había terminado la frase cuando se oyeron
bajo las ventanas grandes gritos é imprecaciones, é
inmediatamente después se hizo evidente que algunos
individuos se ingeniaban por fuera para entrar por
fuerza en la sala. Batieron la puerta con algo que debía
ser una especie de ariete ó un enorme martillo, y las
hojas de madera eran sacudidas y empujadas con
grandísima violencia.
Siguióse á esto una escena de horrible confusión.
M. Maillard, con gran asombro mío, se echó bajo el
aparador. Yo hubiera esperado de su parte mayor
resolución. Los miembros de la orquesta, que desde
hacia un cuarto de hora, parecían demasiado borrachos
para llenar sus funciones, saltaron sobre su mesa y
atacaron de común acuerdo un Yanhee Doedlo (1) que
ejecutaron, si no con precisión, al menos con energía
sobrehumana, mientras duró el desorden.
Entretanto el señor á quien se había impedido con
(I) Aire popular americano. El lector amante de la verdad local puede
substituir mentalmente la Carmañola ú otro aire francés.
EL DOCTOR UREA Y EL PROFESOR PLUMA 273
gran trabajo saltar sobre la mesa, saltó esta vez en
medio de las botellas y vasos. Inmediatamente que
estuvo cómodamente instalado, empezó un discurso,
que, sin duda alguna, hubiera parecido de primer
orden, si hubiéramos podido oir una palabra si¬
quiera.
En el mismo instante el hombre que consagraba sus
predilecciones á la perinola se puso á hacer piruetas
alrededor con una inmensa energía y con los brazos
extendidos de modo que parecía una verdadera peri¬
nola, echando al suelo y atropellando cuantos encon¬
traba á su paso. Después, oyendo unas pedorretas
increíbles y silbidos inauditos debotellas deChampagne,
descubrí que provenían del individuo que durante la
comida había desempeñado tan bien el papel de botella.
Al mismo tiempo el hombre rana cantaba con todas sus
fuerzas como si la salud de su alma dependiese de cada
nota que profiriese. En medio de todo esto se elevaba
dominando todos los ruidos el rebuzno no interrumpido
le un asno. En cuanto á mi vieja amiga, la señora
Joyeuse, parecía presa de una tan horrible perplejidad
que casi me daba lástima. Se mantenía de pie en un
rincón cerca 4e la chimenea y se contentaba con cantar
su coquericoooó...
Por último llegó la crisis suprema. Como los gritos
y los aullidos y los coquericós eran la única forma de
resistencia y los línicos obstáculos opuestos á los sitia¬
dores, no tardaron en venir al suelo. Pero no olvidaré
jamás mis sensaciones de asombro y de horror cuando
vi saltar por las ventanas y caer sobre nosotros, pe¬
gando con manos, pies y uñas un verdadero ejército de
monstruos, que en un principio tomé por orangutanes
274 EDGAR POE. — NOVELAS T CUENTOS
ó por negros babuinos del Cabo de Buena Espe¬
ranza.
\'o reeibí una paliza, después de la cual me metí
bajo un canapé, donde me mantuve quieto. Después de
haber estado allí unos quince minutos, durante los
cuales puse oído atento á cuanto pasaba en la sala,
obtuve al fin una explicación satisfactoria de esta tra¬
gedia. Según vi, M. Maillard, al contarme la historia
del loco que había excitado á sus camaradas á la rebe¬
lión, no había hecho más que relatar sus propias haza¬
ñas. Este señor había sido dos ó tres años antes, director
del establecimiento; después habiéndose trastornado su
cabeza pasó al número de los enfermos. Este hecho no
era conocido por el compañero de viaje que me había
presentado á él, Los guardianes en número de diez
habían sido sorprendidos y atados y después cuidado¬
samente embreados, emplumados y secuestrados en las
cuevas. Así permanecieron durante más de un mes, y
durante este período, M. Maillard les había concedido
generosamente no sólo las plumas y la brea que cons¬
tituían su sistema , sino también un poco de pan y agua
en abundancia. Diariamente una bomba les enviaba su
ración de duchas. Al fin habiéndose escapado uno ó
dos por las alcantarillas devolvieron la libertad á todos
los demás.
El sistema de dulzura , pero con importantes modi¬
ficaciones, volvió á regir en el establecimiento, pero no
puedo menos de reconocer, conM. Maillard, que su tra¬
tamiento especial, era en su clase un tratamiento capi¬
tal. Como haeía observar con mucha exactitud, era un
tratamiento, sencillo, limpio y que no causaba el menor
embarazo.
EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA 275
Sólo tengo que agregar algunas palabras. Por más
que he buscado en todas las bibliotecas de Europa las-
obras del doctor Brea y del profesor Pluma , no he po¬
dido aún hasta el día, á pesar de todos mis esfuerzos*
procurarme un ejemplar de las mismas.
EL POZO Y EL PÉNDULO
Impía loriarían longos hic turba furores
$ anguín i s innocui satiata, aluiS,
Sospiie nunc patria t fracto nunc funeris an tro
Mors ubi dirá fui i vita saiusque patenl (i).
Yo estaba quebrantado, quebrantado hasta la muerte
por aquella larga agonía ; y cuando en fin me desata¬
ron y me fué permitido sentarme, sentí que mis sentidos
me abandonaban. La sentencia, la terrible sentencia de
muerte, fué la última frase distintamente acentuada que
conmovió mis oídos. Después, el sonido de las voces
de los inquisidores me pareció ahogarse en el mur¬
mullo indefinido de un sueño. Ese ruido llevaba á mi
alma la idea de una rotación, quizá d causa de que en
mi imaginación la asociaba con una rueda de molino.
Pero esta impresión duró muy poco, pues de improviso
no oí más nada. Sin embargo, vi durante algún tiempo
todavía; ¡ pero con qué terrible exageración!
Contemplaba los labios de los jueces de traje negro.
Ellos me aparecían blancos, más blancos que la hoja
0) Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado que debía le¬
vantarse sobre el terreno del Club de los Jacobinos,en París.
16
278 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
sobre la que trazo estas palabras, y delgados hasta lo
grotesco; adelgazados por la intensidad de su expre¬
sión de dureza, de inmutable resolución, de riguroso
menosprecio del dolor humano.
Vela que los decretos de lo que para mí representaba
el Destino, corrían todavía en aquellos labios. Los vi
retorcerse eü una frase de muerte. Los ví figurar las
silabas de mi nombre, y temblé sintiendo que al sonido
no seguía el movimiento. Vi también, durante algunos
momentos de horror delirante, la débil y casi impercep¬
tible ondulación de las cortinas negras que revestían
las paredes de la sala. Y entonces mi vista cayó sobre
los siete grandes hachones que estaban colocados
sobre la mesa. Al principio tomaron el aspecto de la
Caridad y me aparecieron como ángeles blancos y es¬
beltos que debían salvarme ; pero entonces y de pronto,
una ansia mortal invadió mi alma y sentí cada fibra de
mi ser estremecerse como si hubiera tocado el hilo de
una pila voltaica; y las formas angélicas se volvían
espectros insignificantes con cabezas de llama, y veía
bien que no tenía ningún socorra que esperar de ellos.
Y entonces se deslizó en mi imaginación, como una
rica nota musical, la idea del reposo delicioso que nos
espera en la tumba. La idea vino dulce y furtivamente,
y me parece que me fué menester un largo tiempo para
tener de ella una apreciación completa ; pero en el mo¬
mento mismo en que mi espíritu comenzaba en fin á
comprender bien y á conservar esta idea, las figuras de
los jueces se desvanecieron como por encanto; los
grandes hachones se redujeron á la nada; sus llamas
se extinguieron enteramente ; lo negro de las tinieblas
sobrevino; todas las sensaciones parecieron hundirse
EL POZO Y EL PÉKDOLO 2'9
como en una inmersión loca y precipitada del alma en
el Hades. Y el universo no fué mas que noche, silencio,
inmovilidad.
Yo estaba desvanecido; pero, sin embargo, no diré
que hubiese perdido toda conciencia. Lo que me quedaba
de ella, no trataré de definirlo, ni siquiera de descri¬
birlo; pero en fin, todo no estaba perdido. En el más
profundo sueño, no, En el delirio, no. En el desvane¬
cimiento, no. En la muerte, no. Ni aun en la tumba
está perdido todo. De oira manera no habría inmorta¬
lidad para el hombre. Al despertarnos del más profundo
sueño, desgarramos la tela de araña de algün ensueño.
No obstante, un segundo después, tan débil es acaso
ese tejido, no nos acordamos de haber soñado. En la
vuelta del desvanecimiento á la vida hay dos grados;
el primero es el sentimiento de la existencia moral ó
espiritual; el segundo el sentimiento de la existencia
física. Parece probable que si llegando al segundo
grado, pudiéramos evocarlas impresiones del primero,
encontraríamos todos los elocuentes recuerdos del
abismo trasmundano. Y este abismo, ¿qué es? ¿Cómo
distinguiremos sus sombras de las de la tumba? Pero
si las impresiones de lo que lie calificado el primer
grado, no aparecen al llamado de la voluntad, sin em¬
bargo, después de un largo intervalo, ¿no aparecen
ellas, sin ser invitadas, no obstante que nos maravilla¬
mos al pensar de dónde pueden salir? Aquel que no se
ha desvanecido jamás, no es el que descubre extraños
palacios y rostros extravagantemente familiares en las
brasas ardientes; no es el que contempla, flotantes en
medio del aire, las melancólicas visiones que el vulgo
no puede apercibir; no es el que medita sobre el per-
280 EDCAK POE. - NOVELAS T CUENTOS
fume de una flor desconocida, no es aquel cuyo cerebro
se extravía en el misterio de una melodía que hasta
entonces no había detenido su atención.
En medio de mis esfuerzos, repetidos é intensos, de
mi enérgica aplicación á recoger algún vestigio de
este estado de nada aparente, en el cual se había des¬
lizado mi alma, ha habido momento en que soñaba que
lo lograba; ha habido cortos instantes, muy cortos
instantes, en que he conjurado recuerdos que mi razón
liicida, en una época posterior, me ha afirmado no poder
relacionarse más que con este estado en que la concien¬
cia parece aniquilada. Esa sombra de recuerdos me
presenta muy indistintamente grandes figuras que me
arrebataban y silenciosamente me trasportaban abajo,
y todavía abajo, siempre más abajo, hasta el momento
en que [un vértigo horrible me oprimió, á la simple
idea del infinito en la descensión.
Ellas me recuerdan también no sé qué vago horror
que experimenté en el corazón, en razón misma de la
calma sobrenatural de este corazón. Después, viene el
sentimiento de una inmovilidad repentina en todos los
seres circundantes, como si aquellos que me llevaban
(¡un cortejo de espectros!) hubieran sobrepasado en
su descendimiento los límites de lo ilimitado y se
hubieran detenido vencidos por el infinito fastidio de
su tarea.
En seguida mi alma vuelve á encontrar una sensación
de insipidez y humedad; y después, todo no es más
que locura, la locura de una memoria que se agita en
lo abominable.
Muy repentinamente volvieron á mi alma sonido y
movimiento, el movimiento tumultuoso del corazón, y
EL POZO y EL PÉNDULO 281
en mis oídos el ruido de sus latidos. Después, una
pausa en la cual todo desaparece. Después, de nuevo,
el sonido, el movimiento y el tacto, como una sensación
, vibrante que penetrara mi ser. Después, la simple con¬
ciencia de mi existencia, sin pensamiento, situación
que duró largo tiempo. Después, muy repentinamente,
el pensamiento y un terror calenturiento y un ardiente
esfuerzo por comprender lo verdadero de mi estado.
Después, un vivo deseo de caer otra vez en la insensi¬
bilidad. Después, brusco renacimiento del alma y ten¬
tativa de movimiento, seguida de éxito. Y entonces, el
recuerdo completo del proceso, délas cortinas negras,
de la sentencia, de mi debilidad, de mi desvaneci¬
miento. En cuanto á lo que siguió, el olvido más
completo; no es sino muy tarde, y por la aplicación más
enérgica que he llegado á recordármelo vagamente.
Hasta abí yo había abierto los ojos, sentía que estaba
acostado de espaldas y sin ligaduras. Extendí mi mano,
y cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La
dejé reposar así durante algunos minutos, esforzándome
en adivinar dónde podía estar y lo que había sido
de mí.
Estaba impaciente por servirme de mis ojos, pero
no me atrevía. Tenía miedo del primer golpe de vista
sobre los objetos que me rodeaban. No era que temiese
mirar cosas horribles, sino que estaba aterrado de la
idea de no ver nada. A la larga, con una loca angustia
de corazón, abrí vivamente los ojos. Mi horroroso pen¬
samiento se encontraba confirmado. La negrura de la
eterna noche me rodeaba. Hice un esfuerzo para res¬
pirar. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me
oprimía y me sofocaba. La atmósfera se hallaba intole-
tfi'
283 EDGAR 1>0E. — NOVELAS Y CUENTOS
rantemente pesada. Quedé tranquilamente acostado, é
hice un esfuerzo para ejercitar mi razón. Vinieron á
mi memoria los procedimientos de la Inquisición, y
partiendo de ahí, me apliqué á deducir de ellos mi
posición real.
La sentencia había sido pronunciada, y me parecía
que desde entonces había corrido un largo espacio de
tiempo. Sin embargo, no me imaginé un solo instante
que estuviese realmente muerto. Semejante idea, á
despecho de todas las ficciones literarias, es por com¬
pleto incompatible con la existencia real; pero, ¿ dónde
estaba yo y cuál era mi estado ? Los condenados á
muerte, yo lo sabía, morían ordinariamente en los
autos de fe. Una solemnidad de este género había sido
celebrada la noche misma del día de mi juicio. ¿ Había
yo sido reintegrado en mi calabozo, para esperar en él
el próximo sacrificio, que no debía tener lugar sino
dentro de algunos meses ? Vi desde luego que eso no
podía ser. El contingente de las. víctimas había sido
puesto inmediatamente en requisición; además, mi
primer calabozo, como las celdas de los condenados en
Toledo, tenía pavimento de piedra, y la luz no estaba
excluida por completo.
De repente, una idea terrible arrojó la sangre ento¬
rrentes ámi corazón, y durante algunos instantes volví
á caer de nuevo en mi insensibilidad. Volviendo en mí,
me enderecé de un solo brinco sobre mis pies, mientras
me temblaba convulsivamente cada fibra. Extendí
locamente mis brazos encima y alrededor demí, en todos
sentidos. No sentía nada; sin embargo, temblaba de
dar un paso, tenia miedo de chocar contra las paredes
de mi tumba. El sudor brotaba de todos mis poros, y
EL POZO Y EL PÉNDELO
283
se detenía en gruesas gotas sobre mi frente. La agonía
de la incertidumbre se volvió intolerable, y avancé con
precaución, extendiendo los brazos y dilatando mis ojos
fuera de sus órbitas, en la esperanza de sorprender
algún débil rayo de luz. Di muchos pasos, pero todo
estaba negro y vacío. Respiré más libremente. En fin,
me pareció evidente que el más horroroso áe los desti¬
nos no era el que se me había reservado.
Y entonces, mientras que continuaba avanzando con
precauciones, mil vagos rumores que corrían sobre los
horrores de Toledo, vinieron ¿apretarse confusamente
en mi memoria. Se narraban sobre aquellos calabozos
extrañas cosas (yo las había considerado siempre como
fábulas); pero sin embargo, eran tan extrañas y tan
aterrantes, que no se las podía repetir sino en voz
baja. ¿ Debía morir de hambre en aquel mundo subte¬
rráneo de tinieblas, ó qué destino más horrible todavía
me esperaba ? Que el resultado fuera la muerte, y una
muerte de una amargura escogida, yo conocía muy bien
el carácter de mis jueces para dudar áe ello ; el modo y
la hora eran todo lo que me ocupaba y me atormentaba.
Mis manos extendidas encontraron después de algu¬
nos instantes un obstáculo sólido ; era un muro que pa¬
recía construido con piedras, muy liso, húmedo y frío.
Lo seguí de cerca, caminando con la cuidadosa descon¬
fianza que me habían inspirado ciertas, antiguas histo¬
rias. Esta operación, no me daba ningúnmedio de cono¬
cer la dimensión de mi calabozo, pues podía recorrerlo
y volver al punto de donde había salido sin apercibirme
de ello; tan perfectamente uniforme parecía el muro.
Es por eso que busqué el cuchillo que tenía en mi bol¬
sillo, cuando se mehabía conducido al Tribunal; pero
284 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
había desaparecido, habiendo sido cambiados mis vesti¬
dos por un traje de sarga grosera. Había tenido la idea
de hundir la lámina en alguna pequeña grieta de la
manipostería, á fin de constatar bien mi punto de par¬
tida. La dificultad, sin embargo, era muy vulgar; pero
desde luego, en el desorden de mi pensamiento, me
pareció insuperable. Desgarré una parte del ribete de
mi traje y coloqué el trozo por tierra, en toda su longi¬
tud y en ángulo recto con el muro. Siguiendo mi ca¬
mino á tientas, alrededor de las paredes, no podía
dejar de encontrar ese jirón al concluir el circuito. Á
lo menos, yo lo creía; pero no había tenido cuenta de la
extensión de mi calabozo ó de mi debilidad. El terreno
era húmedo y resbaladizo. Fui vacilante durante algún
tiempo, después tropecé y caí. Mi extrema fatiga me
decidió á quedar acostado, y el sueño me sorprendió
bien pronto en ese estado. Al despertarme y extender
un brazo, encontré al lado mió un pan y un cántaro de
agua. Estaba muy extenuado para reflexionar sobre
esta circunstancia, pero bebí y comí con avidez. Poco
tiempo después proseguí mi viaje alrededor de mi pri¬
sión, y con mucha pena llegué al jirón de sarga. En el
momento en que había caído, llevaba contados ya cin¬
cuenta y dos pasos, y en la continuación de mi paseo
conté todavía cuarenta y ocho, hasta el instante en que
encontré el trapo. Por consiguiente, en todo eran cien
pasos; y suponiendo que dos pasos es una yarda, pre¬
sumí que el calabozo tenía cincuenta yardas de circuito.
No obstante, había encontrado muchos ángulos en el
muro, y asi no había casi medio de conjeturar la forma
de la cueva, pues yo no podía impedirme de suponer
que era una cueva.
EL POZO y EL PÉNDULO
285
Yo no ponía un muy grande interés en esas investi¬
gaciones, tampoco ninguna esperanza; pero una vaga
curiosidad me llevó á continuarlas. Dejando el muro,
resolví atravesar la superficie circunscrita. Desde luego
avancé con una extrema precaución ; pues el suelo,
aunque pareciendo de una materia dura, era falsoy pe¬
gajoso. A la larga, sin embargo, tomé valor y me puse
á caminar con seguridad, aplicándome á atravesar en
línea tan recta como fuera posible. Habla así dado diez
ó doce pasos poco más ó menos, cuando un extremo
del dobladillo desgarrado de mi traje, se enrosco ámis
piernas. Caminé, y caí violentamente con el rostro para
abajo. En el desorden de mi caída, no noté de seguida
una circunstancia pasablemente sorprendente, que sin
embargo algunos instantes después, y cuando estaba
todavía extendido, llamó mi atención. Hela aquí : mi
barba tocaba el suelo de la prisión, pero mis labios y la
parte superior de mi cabeza, aunque pareciendo situadas
á una menor elevación que la barba, no tocaban nada.
Al mismo tiempo, me pareció que mi frente estaba ba¬
ñada en un sudor viscoso y que un olor particular de
hongos viejos subía hacia mi nariz. Extendí el brazo, y
temblé al descubrir que había caído sobre el borde
mismo de un pozo circular, cuya extensión no tenía me¬
dio ninguno de medir por el momento. Tanteando la
manipostería de debajo del brocal, logré desprender un
pequeño fragmento y le dejé caer en el abismo. Durante
algunos segundos presté el oído á sus rebotes; golpeaba
en su caída las paredes del precipicio; al fin hizo en el
agua lúgubre zabullida, seguida de ruidosos ecos. En
el acto un ruido se produjo encima de mi cabeza, como
de una puerta, casi tan pronto cerrada como abierta,
2S6 EDGAR POE, — NOVELAS Y CUENTOS
mientras que un débil rayo de luz atravesaba repenti¬
namente la oscuridad y se extinguía casi al mismo
tiempo.
Yi claramente el destino que me había sido prepa¬
rado, y me felicité del accidente oportuno y que me
había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera
vuelto á ver. Y esta muerte evidata á tiempo tenia ese
mismo carácter que había mirado como fabuloso y ab¬
surdo en los cuentos que se hacían sobre la Inquisición.
Las victimas de su tiraníano tenían otra alternativa que
lamuerte con sus más crueles agonías físicas, óla muerte
con sus más abominables torturas morales. Yo había
sido destinado para esta última. Mis nervios estaban
distendidos por un largo sufrimiento, hasta el punto
que temblaba al sonido de mi propia voz y me había
convertido, bajo todos aspectos, en un excelente sujeto
para la especie de tortura que me esperaba.
Temblando todos mis miembros, retrocedí á tientas
hacia el muro, resuelto á dejarme morir en él antes
que afrontar el horror délos pozos que mi imaginación
multiplicaba, ahora, en las tinieblas de mi calabozo.
En otra situación, de espíritu, habría tenido el valor
para concluir con mis miserias de un solo golpe, por
la inmersión en uno de aquellos abismos; pero en¬
tonces era el más perfecto de los cobardes. Y después,
me era imposible olvidar lo que había leído respecto á
esos pozos, que la extinción repentina de la vida, era una
posibilidad cuidadosamente excluida por el infernal
genio que había concebido su plan.
La agitación de mi espíritu me tuvo despierto durante
largas horas, pero al fin me adormecí de nuevo. Al
recordarme, encontré ó mi lado, como la primera vez,
Eli POZO Y EL PÉNDULO
287
un pan y un cántaro de agua. Una sed ardiente me con¬
sumía, y vacié el cántaro de un trago. Es necesario
i que esta agua haya estado compuesta, pues apenas la
hube bebido, cuando me dormí irresistiblemente.
Cuánto tiempo doró, no puedo saberlo; pero cuando
abrí los ojos, los objetos eran visibles alrededor mío.
Gracias á un resplandor singular, sulfuroso, cuyo ori¬
gen no pude descubrir desde luego, podía ver la exten¬
sión y el aspecto de la prisión.
Yo me había equivocado grandemente sobre sus di¬
mensiones. Las paredes no podían tener más de vein¬
ticinco yardas de circuito. Durante algunos minutos,
ese descubrimiento fuépara mí una inmensa turbación,
turbación bien pueril en verdad; porque, en medio de
las circunstancias terribles que me rodeaban, ¿ qué
podía haber en ellas, de menos importantes, que las
dimensiones de mi prisión? Pero mi alma tomaba un
interés extravagante en las futilidades, y me apliqué
fuertemente á darme cuenta del error que había come¬
tido en mis medidas. Al fin, la verdad me apareció
lomo un relámpago. En mi primera tentativa de explo¬
ración, había contado cincuenta y dos pasos hasta el
momento en que caí ; debía estar entonces á uno ó dos
pasos del trozo de sarga; en realidad, había casi me¬
dido el circuito de la cueva. Me dormí entonces —
y al despertarme, es menester que haya vuelto mis pasos
— creando así un circuito, casi doble del circuito real.
La confusión de mi cerebro me había impedido notar
quehabíaempezado mi vuelta con el muro á mi izquierda,
y que lo acababa con el muro á mi derecha.
Me había equivocado también relativamente á la
forma del recinto. Tanteando las paredes durante mi
288 EDOAH POE. — NOVELAS Y CUENTOS
camino, había encontrado muchos ángulos, y había
deducido de ellos la idea de una gran irregularidad ;
j tan poderoso es el efecto de una oscuridad total para
aquel que sale de un letargo ó de un sueño! Esos án¬
gulos eran simplemente producidos por ligeras depre¬
siones ó huecos con intervalos desiguales.
La forma general de la prisión, era un cuadrado. Lo
que había tomado por manipostería parecía ahora
hierro ó cualquier otro metal, de placas enormes, cuyas
suturas y junturas ocasionaban las depresiones. La
superficie entera de esa construcción metálica estaba
groseramente embadurnada con todos los emblemas
horrorosos y repulsivos á que la superstición sepulcral
de los frailes ha dado nacimiento.
Figuras de demonios con aires de amenaza, con
forma de esqueleto, y otras imágenes de un horror más
real, llenábanlos muros en toda su extensión. Observé
que los contornos de estas monstruosidades eran sufi¬
cientemente distintos, pero que los colores estaban
debilitados y alterados, como por el efecto de una
atmósfera húmeda. Noté entonces el pavimento, que
era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de
cuya boca había escapado ; pero no había más que uno
solo en el calabozo.
Vi todo eso indistintamente, y no sin esfuerzo, por¬
que mi situación física había cambiado singularmente
durante mi sueño. Estaba ahora acostado de espaldas,
cuan largo era, sobre una especie do armazón de ma¬
dera muy bajo. Estaba sólidamente atado á él, con una
larga venda que se parecía á una cincha. Enrollaba
varias veces mis miembros y mi cuerpo, no dejándome
en libertad más que mi cabeza y mi brazo izquierdo;
EL POZO Y EL P1Í.NDI31.0 285
pero todavía me era necesario hacer un esfuerzo de los
más penosos para alcanzar el alimento contenido en un
plato de harro, colocado ú mi lado en el suelo.
Me apercibí con terror que el cántaro había sido
arrebatado, Digo con terror, pues estaba devorado por
una sed intolerable. Me pareció que entraba en el plan
de mis verdugos el exasperar esta sed, pues la comida
puesta en el plato estaba cruelmente sazonada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión.
Estaba á una altura de treinta ó cuarenta pies, y por
su construcción se parecía mucho á los muros laterales.
En uno de sus paños, una figura de las más singulares
fijó toda mi atención. Erala figura del Tiempo, como
es representada de ordinario, salvo que en lugar «le
una guadaña, tenía un objeto que al primer golpe de
vista tomé por la imagen pintada de un enorme pén-.
dulo, como se los ve en los relojes antiguos. Había, no
obstante, en el aspecto de esta máquina algo que me
hizo mirarla con más cuidado. Como la observaba
directamente, pues estaba colocada justamente encima
de mí, creí verla mover.
Un instante después, mi idea estaba confirmada. Su
balancea miento era corto y naturalmente muy lento. Lo
espié durante algunos minutos, no sin cierta descon¬
fianza, pero sobre todo con asombro. Fatigado á la
larga de vigilar su movimiento fastidioso, desvié mis
ojos hacia los otros objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención, y mirando al
suelo vi algunas ratas enormes que lo atravesaban.
Habían salido del pozo, que podía percibir á mi dere¬
cha. En el mismo instante, cuando yo las miraba, su¬
bieron por montones apresuradamente con ojos voraces,
17
290 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
engolosinadas por el olor de la vianda. Me eran menes¬
ter muchos esfuerzos y atención para separarlas.
Podía muy bien haber corrido una media hora, ó
acaso hasta una hora; pues no podía medir el tiempo
sino muy imperfectamente, cuando levanté de nuevo
los ojos. Lo que vi entonces me confundió y me dejó
estupefacto. El camino recorrido por el péndulo se
había acrecido casi de una yarda; su velocidad, conse¬
cuencia natural, era también mucho más grande. Pero
lo que me turbó principalmente, fné la idea de que
había descendido visiblemente. Observé entonces, pero
inútil es decir con qué terror, que su extremidad infe¬
rior estaba formada por una media luna de acero cen¬
telleante, teniendo, poco más ó menos, un pie de largo
de un cuerno al otro; los cuernos dirigidos paraarriba,
y el corte inferior evidentemente afilado como el de una
navaja de barba. Como una navaja también, parecía
pesado y macizo, abriéndose á partir del hilo en una
forma ancha y sólida. Estaba ajustado á una pesada
lanza de cobre, y el todo silbaba, balanceándose á tra¬
vés del espacio.
No podía dudar más tiempo de la suerte que me
había sido preparada por la atroz ingeniosidad mona¬
cal. Mi descubrimiento del pozo habla sido adivinado
por los agentes de la Inquisición; el pozo, cuyos ho¬
rrores habían sido reservados á un herético tan teme¬
rario como yo; el pozo, figura del infierno, y conside¬
rado por la opinión como la última Tkule de todos sus
castigos. Había evitado la caída por el más fortuito de
los accidentes, y sabía que el arte de hacer del supli¬
cio una trampa y una sorpresa, formaba una rama im¬
portante de todo aquel fantástico sistema de ejecu-
EL POZO Y EL PÉNDULO 291
ciones secretas. Ahora bien; habiéndose frustrado el
del abismo, no entraba ya en el plan demoniaco el
precipitarme en él; estaba, pues, consagrado, y esta
vez sin alternativa posible, á una destrucción diferente
y más dulce. ¡ Más dulce! He sonreído casi en mi
agonía, pensando en la singular aplicación que hacía
de semejante palabra.
¿ De qué sirve narrar las largas horas de horror más
que mortales, durante las cuales conté las oscilaciones
vibrantes del acero? Pulgada por pulgada, linea por
línea, operaba un descenso graduado y solamente
apreciable á intervalos, que me parecían siglos, y
siempre descendía, siempre más bajo, ; siempre más
bajo!
Corrieron dias, puede ser que muchos días hayan
corrido, antes que viniera á balancearse bastante cerca
de mí para azotarme con su soplo acre. El olor del
acero afilado se introducía en mis narices. Suplicaba
al cielo, lo fatigaba con mi súplica, para que hiciera
descender el acero más rápidamente. Me volví loco,
frenético, y me esforcé por levantarme, por ir al
encuentro de aquella terrible cimitarra móvil. Y des¬
pués, repentinamente, caí en una gran calma, y quedé
extendido, sonriendo á esta muerte chispeante, como
un niño á algún precioso juguete.
Hubo un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad ;
intervalo muy corto, pues, volviendo á la vida, no
encontró que el péndulo hubiera descendido una canti¬
dad apreciable. Sin embargo, podía ser muy bien que
ese tiempo hubiera sido largo, pues yo sabía que había
demonios que habían tomado nota de mi desvaneci¬
miento y que podían detener la vibración á su voluntad.
292 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
Entrando en.mí mismo, experimenté un malestar y
una debilidad — ¡ oh! inexpresables — como por con¬
secuencia de una larga inanición. Hasta en medio de
las angustias presentes, la naturaleza humana, implo¬
raba su alimento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi
brazo izquierdo tan lejos como me lo permitían las
ligaduras, y me apoderé de un pequeño resto que las
ratas habían querido dejarme. Cuando llevé una parte
á mis labios, un pensamiento informe de gozo — do
esperanza — atravesó mi espíritu. No obstante, ¿ qué
había de común entre la esperanza y yo? Era, digo, un
pensamiento informe; — el hombre los tiene ámenudo
parecidos á esos, que no se han completado jamás.
Sentí que era un pensamiento de gozo — de esperanza ;
pero sentí también que ella había muerto al nacer.
Vanamente me esforzé en concluirlo —■ en alcanzarlo.
Mi largo sufrimiento había casi aniquilado ks facul¬
tades ordinarias de mi espíritu. Era un imbécil — un
idiota.
La vibración del péndulo tenía lugar en un plano
que hacía ángulo recto con el largo de mi cuerpo. Vi
que la media luna habia sido dispuesta para atravesar
la región del corazón. Desgarraría la sarga de mi
traje— después se volvería y repetiría su operación —
todavía — indefinidamente. No obstante la espantosa
dimensión de la curva recorrida (algo así como treinta
pies, acaso más) y la silbante energía de su descensión,
que habría cortado hasta aquellas murallas de hierro ;
en suma, todo lo que podía hacer, por algunos minu¬
tos, era desagarrar mi traje. Y sobre este pensamiento
hice una pausa. No me atrevía á ir más lejos de esta
reflexión. Me detuve en ella con una atención obsti-
EL POZO ¥ EL PÉKDULO 293
nada, como si por esta insistencia, pudiera detener
ahí la descensión del acero. Me apliqué á meditar sobre
el sonido que produciría la media luna pasando al
través de mi vestido — sobre la sensación particular y
penetrante que el frotamiento de la tela produce sobre
los nervios. Medité sobre todas esas futilidades hasta
que mis dientes se erizaron.
Más bajo — más bajo todavía — se deslizaba
siempre más bajo. Encontraba un placer frenético en
comparar su velocidad de alto á bajo y su velocidad
lateral. A derecha — á izquierda — y después huía
lejos, lejos, y después volvía — con el chillido de un
espíritu condenado — hasta llegar á mi corazón, con
el paso furtivo de un tigre. Yo reía y aullaba, 3egún
que la una ú otra idea tomaba la superioridad.
¡ Más bajo — invariablemente, despiadadamente
más bajo ! \ Vibraba á tres pulgadas de mi pecho ! Me
esforcé violentamente — furiosamente — por desatar
mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el
codo hasta la mano. Yo le podía hacer jugar desde el
plato hasta mi boca, con un gran esfuerzo — y nada
más. Si hubiera podido romper las ligaduras de arriba
del codo, habría asido el péndulo y tratado de dete¬
nerlo. ¡ Habría también ensayado de detener una ava¬
lancha !
j Siempre más bajo ! — ¡ incesantemente, inevita¬
blemente más bajo 1 Respiraba dolorosamente y me
agitaba á cada balanceamiento. Mis ojos lo seguían en
su vuelo ascendente y descendente con el ardor de la
desesperación más insensata ; se cerraban espasmódi-
camente en el momento de la descensión, aunque la
muerte hubiera sido un alivio — ¡ olí! ¡ qué indecible
NOVELAS Y CUENTOS
294 EDGAR POE. —
alivio 1 Y sin embargo, temblaba con todos mis ner¬
vios, cttaad» pensaba que bastaba que la máquina des¬
cendiera un punto para precipitar sobre mi pecho
aquella hacha afilada, centelleante.. Era la esperanza
que hacía temblar así mis nervios y replegarse todo-
mi ser» Era la esperanza — la esperanza que triunfa
hasta sobre el cadalso — que cuchichea al oído de los
condenados á muerte, hasta en los calabozos de la
Inquisición. — Vi que diez ó doce vibraciones poco
más ó menos r ponían el acero en contacto inmediato
con mi vestido — y con esta observación entró en mi
espíritu la calma aguda y cotidensada de la desespera¬
ción. Por la primera vez desde muchas horas — desde
días acaso, pensé. Me vino- á la imaginación, que la
venda ó cincha que rodeaba mi cuerpo, era de un solo
trozo. Estaba atado con un lazo continuo. La primera
mordedura de la navaja de barba, en una parte cual¬
quiera déla cincha, debía cortarla suficientemente para
permitir á mi mano izquierda, desenrollarla alrededor
de mi. ¡ Pero cuan terrible se volvía en ese caso la
proximidad del acero! ¡ Y el resultado de la más ligera
sacudida, mortal !¿ Era verosímil, por otra parte, que
los infames-verdugos no hubiesen previsto ó impedido
esta posibilidad ? ¿ Era probable que la venda atrave¬
sara mi pecho, en el camino que tenía que recorrer el
péndulo ? Temblando de verme fus Irado en mi débil
esperanza, verosímilmente la última, alcé suficiente¬
mente mi cabeza para ver distintamente mi pecho. La
cincha envolvía estrechamente mis miembros y mi
cuerpo en todos sentidos — excepto en el camino de la
inedia luna homicida.
Apenas había dejado caer mi cabeza en su posición
EL POZO Y EL PÉNDULO
298
primera, cuando sentí brillar en mi espirita algo que
no sabría definir mejor sino diciendo que era la mitad
no formada de esta idea de libertad de que he hablado
ya, y cuya otra parle sólo había flotado vagamente en
mi cerebro, cuando llevaba el alimento á mis ardientes
labios. La idea entera estaba ahora presente —débil—
apenas visible, apenas definida —pero en fin completa.
Me puse inmediatamente, con la energía de la deses¬
peración, á tentar su ejecución.
Desde hacía muchas horas, la vecindad inmediata
del bastidor sobre el cual estaba acostado, hormigueaba
literalmente de ratas. Eran atrevidas, tumultuosas,
voraces — sus ojos ojos estaban clavados sobre mí,
como si no esperaran más que mi inmovilidad para
hacer de mí su presa.
— ¿ Á qué alimento — pensé yo — han estado acos¬
tumbradas en este pozo ?
Excepto un pequeño resto, habían devorado, á des —
pecho de todos mis esfuerzos para impedirlo, el conte¬
nido del plato. Mi mano había contraído un hábito de
va y viene, debalanceamientohaciaelplato;yálolargn,
la uniformidad maquinal le había quitado toda su efi¬
cacia. pin su voracidad, aquel asqueroso ejército cía —
vaba á menudo sus dientes agudos en mi dedos. Con las
miga jas de la vianda aceitosa y especiada que quedaba
todavía, froté fuertemente la venda por todas las partes
que pude alcanzar ; después, retirando mi mano del
suelo, quedé inmóvil y sin respirar.
Inmediatamente los voraces animales fueron asusta¬
dos y aterrados del cambio — de la cesación de mo—
vimiento. Se alarmaron y volvieron la espalda ; mu —
chos ganaron de nuevo en el pozo; pero no duró más
296 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
que un momento. No había contado en vano con su
glotonería. Observando que quedaba sin movimiento,
uno ó dos de los más atrevidos treparon sobre el
bastidor y rozaron la cincha. Esto me pareció la señal
de una invasión general. Tropas frescas se precipita¬
ron fuera del pozo. Se colgaron de la madera, — la
escalaron y saltaron por centenas sobre mi cuerpo. El
movimiento regular del péndulo no les turbaba abso¬
lutamente. Evitaban su paso y trabajaban activamente
sobre la venda aceitada. Se apresuraban —■ hormiguea¬
ban y se agolpaban incesantemente sobre mí; se enrosca¬
ban sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban los
míos; estaba medio sofocado por su peso múltiple : un
disgusto que no tiene nombre en el mundo, levantaba
mi pecho y helaba mi corazón como un horroroso
vómito. Todavía un minuta y sentía que la horrible
operación estaba concluida. Sentía positivamente el
aflojamiento déla venda; sabía que debía estar ya cor¬
tada en más de un paraje.Con una resolución sobrehu¬
mana, quedé inmóvil. No me había equivocado en mis
cálculos — no había sufrido en vano. A la larga, sentí
que estaba libre. La cincha pendía en jirones alrededor
de mi cuerpo; pero el movimiento del péndulo atacaba
ya mi pecho; había hendido la sarga de mi traje; había
cortado la camisa de debajo; hizo todavía dos oscila¬
ciones — y una sensación de dolor agudo atravesó
todos mis nervios. Con un movimiento tranquilo y
resuello — prudente y oblicuo — lentamente y aplanán¬
dome — me deslicé fuera de la venda y de los ataques
de mi cimitarra. ¡ Por el momento, al menos, estaba
libre/
¡ Libre! — ¡yen la garra de la Inquisición! Había
EL POZO Y EL PÉNDULO 297
salido apenas de mi lecho de horror, había dado apenas
algunos pasos sobre el pavimento de la prisión, cuando
el movimiento de la infernal máquina cesó yla vi atraída
poruña fuerza invisible á través del techo. Fuéuna
lección que me puso la desesperación en el corazón.
Todos mis movimientos eran indudablementeespiados.
¡ Libre! — no había escapado á la muerte bajo una
especie de agonía sino para ser víctima de la muerte
bajo alguna otra especie. A este pensamiento hice
girar mis ojos convulsivamente sobre las paredes
de hierro que me rodeaban. Algo de singular — un
cambio que desde luego no pude apreciar distintamente
se producía en el cuarto — era evidente. Durante algu¬
nos minutos de una distracción llena de sueños y tem¬
blores, me perdí en vanas é incoherente conjeturas.
Durante ese tiempo me apercibí por la primera vez
del origen de la luz sulfurosa que alumbraba la celda.
Provenía de una hendidura como de media pulgada de
ancho, que se extendía alrededor de la prisión en la
base de los muros, que parecían así y estaban en
efecto, completamente separados del suelo. Traté, pero
en vano, como se puede pensar, de mirar por esta aber¬
tura.
Cuando me levantaba desalentado, el misterio de la
alteración del cuadro, se reveló en el acto á mi inteli¬
gencia. Babia observado que aunque los contornos de
las figuras murales fuesen suficientemente distintos,
los colores parecían alterados é indecisos.
Esos colores acababan de tomar y tomaban en efecto,
á cada instante un brillo sorprendente y muy intenso,
que daba á aquellas imágenes fantásticas y diabólicas,
un aspecto que habría hecho estremecer nervios más
i i*
298 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
sólidos que los míos.. Ojos de demonio, de una vivacidad
feroz y siniestra, estaban clavados sobre mí, en mil
sitios, donde primitivamente no sospechaba ninguno y
brillaban con el brillo lúgubre de un fuego, que yo
quería absolutamente, pero en vano, mirar como ima¬
ginario.
j Imaginario l ¡Me bastaba respirar para atraerá
mis narices el vapor del hierro caliente! ¡ Un olor sofo¬
cante se derramaba en la prisión! ¡ Un ardor más pro¬
fundo se lijaba á cada instante en los ojos clavados
sobre mi agonía ! ¡ Un tinte más rico de rojo se mos¬
traba sobre aquellas horribles pinturas de sangre!
j Estaba jadeante! ¡ Respiraba eon esfuerzo ! ¡No había
que dudar del designio de mis verdugos! —“ ¡ Oh! los
más despiadados, ¡ oh! ¡ los más demoniacos de los
hombres ! Retrocedí lejos del metal ardiente hacia el
centro del calabozo. Frente á esta destrucción por el
fuego, la idea de la frescura del pozo, sorprendió mi
alma como un bálsamo. Me precipité hacia sus bordes
mortales. Tendí mis miradas hacia el fondo. El brillo
de la bóveda inflamada iluminaba sus más secretas
caridades. Sin embargo, durante un instante de extra¬
vío, mi espíritu se rehusó á comprender la significa¬
ción de lo queveía. Al fin, eso entró en mi alma — ála
fuerza, victoriosamente; se imprimió con fuego sobre
mi razón calenturienta. — ¡Oh! ¡una voz,una voz para
hablar! — ¡ Oh! ¡horror! — ¡ Olí! todos los horrores,
¡ excepto ese! — Arrojando un grito me separé déla
orilla y ocultando el rostroentre mis manos, lloré amar¬
gamente.
El ealor aumentaba rápidamente y una vez todavía
levanté los ojos temblando como en un acceso de fiebre.
EL POZO V EL PÉKDüLO 299
Un segundo cambio había tenido lugar en la celda —
y ahora este cambio era evidentemente en la forma.
Como la primera vez, fné en vano que buscara el apre¬
ciar ó comprender lo que pasaba. Pero no se me dejó
mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisi¬
ción marchaba á gran paso, desorientada dos veces por
mi dicha, y no había que jugar más con el rey de los
Terrores. El cuarto había sido cuadrado. Me apercibí
que dos de sus ángulos de hierro eran ahora agudos —
dos consecuentemente obtusos. El terrible contraste
aumentaba rápidamente, con un murmullo y un gemido
sordo. En un instante el cuarto había cambiado su
forma en la de un losange. Pero la trasfurmación no
se detuvo ahí.
Yo habría aplicado los muros rojos contra mi pecho,
como un vestido de eterna paz. — ¡ La muerte — me
dije — no importa que muerte, excepto la del pozo !
— ¡Insensato ! ¿ Cómo no había comprendido que era
necesaria el pozo , que ese pozo solo érala razón áel hierro
ardiente que me asediaba ? ¿ Podía resistir á su ardor?
¿ Y hasta, suponiéndolo, podía permanecer firme contra
su presión? Y ahora el losange se aplanaba; se apla¬
naba con una rapidez que no me dejaba el tiempo de la
reflexión. Su centro, colocado sobre la línea de su más
grande anchura, coincidía justamente con el abismo
abierto. Traté de retroceder —pero los muros, apre¬
tándose, me estrechaban irresistiblemente. En fin, llegó
un momento en que mi cuerpo quemado y — contorsio¬
nado, encontraba apenas su lugar ; donde lo había para
mí fué sobre el suelo de la prisión. No luché más, pero
la agonía de mi alma se exhaló en un grande y largo
grito supremo de desesperación.
300 EDGAR POE. — NOVELAS V CUENTOS
Sentí que vacilaba sobre él borde — desvié los
ojos...
¡ Pero he aquí un ruido discordante de voces huma¬
nas! ¡Una explosión, un huracán de clarines! ¡Un
poderoso mugido como el de un millar de truenos!
¡ Los muros de fuego retrocedieron precipitadamente!
Un brazo extendido asió el mío, cuando caía, desfa¬
lleciente, en el abismo. Era el brazo del general
Lasalle.
El ejército francés había entrado á Toledo. La In¬
quisición estaba en poder de sus enemigos.
HOP-FROG
No he conocido nunca persona que tuviese más buen
humor ni que se sintiese más inclinado á las cuchufle¬
tas que este buen rey. No vivía sino para embromar.
Contar una buena historia del género bufo y contarla
bien era el camino más seguro para llegar á su favor.
He aquí porqué sus siete ministros eran todos perso¬
nas bien conocidas por su carácter bromista. Todos
estaban cortados couforme al real patrón : vasta cor¬
pulencia, adiposidad é inimitable aptitud para la bufo¬
nería. Que las gentes engordan dando bromas, ó que
hay algo en la grasa que predispone á la broma, es
cuestión que nunca he podido resolver; pero es lo
cierto que un bromista flaco es un rara avis in terris.
En cuanto á los refinamientos, ó sombras del inge¬
nio, como los llamaba él mismo, el rey se cuidaba
poco de ellos. Sentía una admiración especial por la
amplitud o n la broma ó gracia, y hasta á veces toleraba
que fuese un poco larga , pero las delicadezas le mo¬
lestaban. Hubiera preferido él Gargmtúa de Rebeláis
al Zadig de Voltaire, y en general le agradaban mucho
303 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
más las bufonadas en acción que las bromas ó las
burlas de palabra.
En la época en que ocurre nuestra historia los bu-
x fones de profesión no habían pasado de moda por
completo en la corte. Algunas de las grandes poten¬
cias continentales tenían aún sus bufones; eran éstos
seres desdichados y contrahechos, adornados con el
gorro de cascabeles ó caperuza y que debían estar
siempre dispuestos á lanzar frases agudas á cambio de
las migajas que cafan de la mesa real.
Nuestro rey naturalmente tenía su bufón. El hecho
es que sentía la necesidad de algo que se pareciese á
la locura, aunque sólo fuese para contrabalancear la
pesada sabiduría de los siete sabios que le servían de
ministros — sin contarle á él.
Sin embargo, su loco, su bufón de profesión no
era solamente un loco. Su valor estaba triplicado á
los ojos del rey por la circunstancia de ser enano y
cojo. En este tiempo los enanos eran en la corte tan
comunes como los bufones; y muchos monarcas
hubieran juzgado muy difícil el empleo de su tiempo
— el tiempo es más largo en la corte que en ninguna
otra parte, — sin un bufón que les hiciese reir y un
enano para burlarse de él. Pero, como ya he observado,
lodos estos bufones en la mayor parte de los casos
son gordos, redondos y macizos — de modo que para
nuestro rey era un amplio motivo áe orgullo poseer
en Hop-Frog (1) — tal era el nombre del loco — un
triple tesoro en una sola persona. Yo creo que el
nombre de Hop-Frog no era su nombre de bautismo,
(!) Eop dar saltitos, — frog rana.
LlOP-í'ROCJ
3 Oí
sino que le había sido dado por el asentimiento uná¬
nime de los siete ministros, en razón de su impoten¬
cia para andar como los demás hombres. El hecho es
que Hop-Frog no podía moverse sino con una especie
de marcha interjecional — algo así como entre salto y
torcedura — una especie de movimiento que era para el
rey una recreación perpetua y naturalmente un goce;
porque, no obstante la prominencia de su panza y una
hendidura constitucional en la cabeza, el rey pasaba
á los ojos de toda la corte por un buen mozo.
Pero por más que Hop-Frop, gracias á la torsión de
sus piernas no pudiera moverse sino con gran dificul¬
tad, la prodigñosa fuerza muscular de que la natura¬
leza había dotado su brazo, como para compensar la
imperfección de sus miembros inferiores, le hacía apto
para realizar hazañas de admirable destreza, cuando se
trataba de árboles, cuerdas ó algo por donde se pudiese
trepar. — Ea estos ejercicios más (parecía ardilla ó-
mono que rana.
Difícil me sería decir de qué país era Hop-Frog. Sin
duda procedía de alguna región bárbara, de la que na¬
die había oído hablar — situada á gran distancia de la
corte de nuestro rey. Hop-F rog, y una joven algo menos
enana que él — pero admirablemente formada y exce¬
lente bailarina, — habían sido arretados á sus hogares
respectivos, en provincias limítrofes y enviados al rey
en presente ó regalo por uno de sus generales favoritos
de la victoria.
En semejantes circunstancias no había nada de
extraño que se hubiese establecido una estrecha inti¬
midad entre los dos pequeños cautivos. En realidad lle¬
garon á ser amigos jurados. Hop-Frog, que á pesar de
304 EDGAR POE. — KOVELAS Y CUENTOS
todos sus esfuerzos por parecer bufón, do era en ma¬
nera alguna popular, nopodíaprestaráTripeüa grandes
servicios, pero ella, á causa de su gracia y exquisita
belleza — de enana, — era umversalmente querida y
mimada; poseía, pues, mucha influencia y no dejaba de
nsar de ella en cualquier ocasión en provecho de su
querido Hop-Frog.
En una gran ocasión solemne — no sé cuál — el rey
resolvió dar un baile de máscara; y cada vez que tenía
lugar en la corte una mascarada ó una fiesta análoga
eran con seguridad puestos á contribución los talentos
de Hop-Frog y Tripella. Hop-Frog principalmente era
tan inventivo en materia de decoraciones de tipos
nuevos y de disfraces para los bailes de máscara
que parecía que no podía hacerse nada sin su asisten¬
cia.
La noche señalada para la fiesta había llegado. Bajo
la inspección inmediata de Tripeüa habíase preparado
una sala espléndida dispuesta con toda la ingeniosidad
posible para aumentar el brillo de la fiesta. Toda la
corte esperaba la hora con febril agitación. En cuanto
á los trajes, puede suponerse que el que más y el que
menos había hecho su elección. Muchas personas habían
elegido su traje más de una semana y hasta un mes
antes ; en suma, no había indecisión ni íncertidumbre
en el ánimo de nadie, excepto en los del rey y sus siete
ministros. ¿Por qué vacilaban? no sabré yo decirlo, á
no ser que esto fuese un nuevo género de broma. Lo
más verosímil es que como estaban tan gordos, no
podía ocurrírseles ninguna idea. Sea como quiera, el
tiempo corría, y como tUíimorecurso enviaron á buscar
á Tripe Lía y Hop-Frog,
HOP-FROO
305
Cuando los dos pequeños enanos se presentaron obe
deciendo la orden del rey, halláronle bebiendo regia¬
mente vino con los siete miembros de su consejo pri¬
vado; pero el monarca parecía de muy mal humor.
Sabía que Hop-Frog temía el vino, porque esta bebida
excitaba al pobre cojo hasta el delirio; y el delirio ó
locura no es una manera de sentir muy agradable.
Pero el rey sentía un gran placer en obligar á Hop-
Frog á beber, y según la real expresión, á estar alegre.
— Ven acá, Hop-Frog, — dijo, cuando entraban en
la regia cámara el bufón y su amiga, —écliate al cuerpo
esle vaso á la salud de tus amigos ausentes (aquí Hop-
Frog suspiró) y ayúdanos con tu inventiva. — Tenemos
necesidad de tipos, de caracteres , amigo mío, — de algo
que sea nuevo y extraordinario. Estamos cansados de
esta eterna monotonía. ¡ Ea, bebe! — ¡el vino te inspi¬
rará !
Hop-Frog hizo un esfuerzo, come de costumbre, para
responder con un rasgo ingenioso á las palabras del
rey, pero el esfuerzo fue demasiado grande, Era justa¬
mente el aniversario dal nacimiento del pobre enano,
y la orden de beber á la salud de sus amigos ausentes
hizo brotar lágrimas de sus ojos. Algunas gotas amar¬
gas rodaron por sus mejillas hasta la copa que recibía
humildemente de manos de su tirano.
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! — rugió este último mientras el
enano apuraba la copa coa repugnancia — ¡mira lo
que hace una copa de buen vino! ¡ Eh! ¡ ya brillan tus
ojos!
¡Pobre mozo! Sus grandes ojos centelleaban más
bien que no brillaban, porque el efecto del vino sobre
su excitable cerebro era tan poderoso como instantá-
306 EDGAll POE. - NOVELAS Y CUENTOS
neo. Colocó nerviosamente la copa sobre la mesa y
paseó sobre la concurrencia su mirada fría y casi extra¬
viada. Todos los concurrentes parecían divertise prodi¬
giosamente del éxito de la broma del rey.
— Y ahora, ¡á la obra! — dijo el primer ministro,
hombre excesivamente gordo.
— Sí, —dijo el rey. — ¡Ea! Hop-Frog, ayúdanos.
¡Danos tipos y caracteres, buen mozo. ¡Tenemos ne¬
cesidad de carácter! ¡ja! ¡ja! ¡ja!...
Y como esto tenía pretensiones de chiste, los siete
ministros hicieron coro á la risa del rey. Hop-Frog
también se rió, pero con risa distraída.
— ¡ Vamos! ¡ vamos! —dijo el rey impaciente — ¿es
que no encuentras nada?
— Procuro hallar algo nuevo , —respondió el enano
completamente turbado por el vino.
— ¡Procuras! — gritó el tirano ferozmente.—¿Qué
entiendes tú por esa palabra? ¡Ah! ya comprendo; ne¬
cesitas aún más vino. ¡ Toma! ¡ traga eso! — y llenó una
nueva copa y se la alargó llena al cojo, que la miró y
respiró falto de aliento.
— ¡ Bebe! te digo — gritó el monstruo, — ó ¡ por los
demonios!...
El enano vacilaba. El rey enrojeció de ira. Los cor¬
tesanos sonreían con crueldad. Tripetta, pálida como
un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca y,
arrodillándose delante de él, le suplicó que dispensase
á su amigo.
El tirano la miró durante algunos instantes, como
estupefacto de semejante audacia. Parecía no saber qué
decir ni hacer — cómo expresar su indignación de un
modo suficiente.
HOP-FROG
307
Al fia, sin pronunciar una palabra, la rechazó violen¬
tamente lejos de sí y le echó al rostro el contenido de
la copa llena hasta los bordes.
La pobre niña se levantó lo mejor que pudo y no-
atreviéndose ni aun á suspirar, volvió á ocupar su.
puesto junto á la mesa.
Durante medio minuto reinó un silencio de muerte,
durante el 'cual se hubiera podido oír caer una hoja ó
una pluma. Este silencio fue interrumpido por una
especie de rechinamiento prolongado que parecía sa¬
lir de todos los rincones de la habitación,
— ¿ Por qué? ¿ por qué haces ese ruido? — preguntó
el rey volviéndose con furor hacia el enano.
Este ultimo parecía haber vuelto en sí poco á poco
de su borrachera, y* mirando cara á cara y fijamente,,
pero con tranquilidad, al tirano, exclamó simplemente;
— ¿Yo? — ¿ yo? ¿ Cómo puedo ser yo ?
— El sonido me ha parecido venir de fuera — observó-
uno de los cortesanos; — imagino que es el loro que
aguza su pico en los hierros de su jaula.
— Es verdad, — replicó el monarca, como si esta
idea le quitase un gran peso; — pero por mi honor de
caballero hubierra jurado que era el rechinar de Ios-
dientes de ese miserable.
Al oir esto el enano se echó á reír (el rey era dema¬
siado bromista para hallar nada reprensible en la risa
de nadie) y mostró una ancha, poderosa y espantosa*
fila de dientes. Mas aun declaró que estaba dispuesto
á beber todo el vino que se le diese. El monarca se
calmó, y IIop-Frog después de haber bebido un nuevo-
vaso de vino sin el menor inconveniente, entró en se¬
guida con calor á tratar del plan de la mascarada.
308 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
— No puedo explicar, — observó muy tranquila¬
mente y como si en su vida hubiese probado el vino,
— cómo se ha realizado esta asociación de ideas;
pero justamente después que Vuestra Majestad pegó á
la pequeña y le echó el vino á la cara, — justamente
después que Vuestra Majestad hizo eso, y mientras el
loro producía ese extraño ruido detrás de la ventana,
me ha venido á la imaginación una diversión maravi¬
llosa; — es uno de los juegos de nuestro país, y con
frecuencia lo introducimos en nuestras mascaradas;
pero aquí será completamente nuevo. Desgraciada¬
mente esto exige una sociedad de ochopersonas, y...
— ¡ Eh! ¡justamente somos ocho! —exclamó el
rey, riendo de su sutil descubrimiento; — yo y mis
siete ministros. ¡ Veamos! ¿ que diversión es esa ?
— La llamamos los ocho orangutanes encadenados ,
y es verdaderamente divertida cuando se ejecuta bien.
— Nosotros lo ejecutaremos, dijo el rey, irguiéndose
y bajando los párpados.
— La belleza del juego consisLe—continuó Hop-
Frog — en el espanto que causa entre las mujeres.
— I Excelente 1 rugieron en coro el monarca y su mi¬
nisterio.
— Ya soy quien ha de vestiros de orangutanes —
continuó el enano; —fíense de mí para esto. La seme¬
janza será tan asombrosa que todas las máscaras los
tomarán por verdaderas fieras, y naturalmente experi¬
mentara tanto terror como espanto.
— ¡ Oh!. ¡ admirable! exclamó el rey, — ¡Hop-Frog,
haremos de ti un hombre de provecho i
— Las cadenas tienen por objeto aumentar el desor¬
den con su ruido. Se creerá que se han escapado Vds.
IIOP-FESOG
309
en masa de sus carceleros. Vuestra Majestad no puede
figurarse el efecto producido, en un baile de máscara,
por ocho orangutanes encadenados, que la mayor parte
de los concurrentes toman por verdaderas bestias, que
se precipitan con gritos salvajes á través de una mul¬
titud de hombres y mujeres coquetas y suntuosamente
vestidas. El contraste no tiene igual.
— ¡ Así será! — dijo el rey; y el consejo se levantó
en seguida, — porque sé iba haciendo tarde, — para
poner en ejecución el plan de IIop-Frog.
Su modo de disfrazar á todos de orangutanes era
muy sencillo y suficiente para su designio.
En la época en que pasa esta historia, se veían rara
vez animales de esta especie en las diferentes partes
del mundo civilizado; y como las imitaciones hechas por
el enano era suficientemente bestiales y más que sufi¬
cientemente horribles, se creyó que podría fiarse en la
semejanza.
El rey y sus ministros se vistieron primeramente
con calzones y camisetas de punto pegadas al cuerpo.
Después fueron cubiertos con una capa de brea. En
este punto de la operación uno de la comparsa sugirió
la idea de Jas plumas; pero fué desde luego rechazada
por el enano que convenció bien pronto á los ocho
personajes, por medio de nna demostración ocular que
el pelo de un animal tal como el orangután estaba más
fielmente representado por el lino. En consecuencia, se
colocó una espesa capa de éste sobre la capa de brea.
Buscóse luego una larga cadena. Primero se rodeó con
ella el cuerpo del rey, sujetándole á la misma; des¬
pués se hizo la misma operación conlos demás. Cuando
todo estuvo acabado, separándose unos de otros lo
310 EDGAii POE. - NOVELAS Y CUENTOS
posible, formaron círculo, y para extremar la seme¬
janza, hizo pasar la cadena á través del círculo en dos
diámetros formando ángulos rectos, según el método
■adoptado por los cazadores de Borneo para la caza de
grandes monos.
La gran sala en la que debía tener lugar el baile era
una pieza circular muy elevada que recibía la luz del
sol por una sola ventana abierta en el techo. Por la
noche era iluminada por medio de una gran araña
suspendida de una fuerte cadena montada sobre una
polea, áfin de poderla subir y bajar; pero para evitar
todo lo que pudiese perjudicar á la elegancia, la parte
libre de la cadena caía fuera de la cúpula sobre el
tejado.
El decorado de la sala había sido dejado al cuidado
de Tripetta, pero en algunos detalles había sido pro¬
bablemente guiada por el tranquilo juicio de su amigo
el enano. Según su consejo se quitó la araña por esta
vez, pues el goteo de las bujías, que hubiera sido difí¬
cil evitar en medio de una atmósfera tan elevada,
hubiera manchado los ricos trajes de los invitados, que
á causa de la gran concurrencia, no hubieran podido
todos evitar el centro, es decir, el lugar que ocupaba la
araña. Colocáronse nuevos candelabros alrededor de
la sala, y en la mano de cada una de las cincuenta
cariátides pegadas contra la pared se colocó una an¬
torcha que despedía perfume agradable.
Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-
Frog, aguardaron pacientemente para hacer su entrada
hasta que la sala estuviese llena de máscaras, es decir,
hasta la media noche. Pero apenas acababa de sonar el
reloj, cuando se precipitaron ó más bien rodaron en
HOP-FROG
311
masa, porque como la cadena les sujetaba, algunos
cayeron y todos tropezaron al entrar.
La sensación entre las máscaras fue prodigiosa y
llenó de alegría el corazón deí rey. Como se esperaba,
hubo gran número de convidados que creyeron que
estos seres de aspecto feroz eran verdaderas bestias,
sino precisamente orangutanes. Muchas mujeres se
desmayaron de miedo ; y si el rey no hubiese tenido
[a precaución de prohibir toda clase de armas, él y su
banda lo hubieran pasado muy mal. En fin se produjo
un gran pánico, y todos se dirigieron hacíalas puertas;
pero el rey había dispuesto que se cerrasen inmedia¬
tamente después de su entrada, y conforme al consejo
del enano las llaves fueron entregadas en sus manos.
Mientras el tumulto estaba en su apogeo y cada
máscara sólo pensaba en su propia salvación — porque
realmente á causa del pánico y el tumulto, habla un
peligro verdadero — se hubiera podido ver bajar la
cadena que ordinariamente servia para sostener la
lámpara, hasta que su extremo terminado en gancho
llegó á unos tres pies del suelo.
Pocos momentos después el rey y sus siete amigos
habiendo rodado á través de la sala, se hallaron al fin
en el centro en contaeto inmediato con la cadena. Mien¬
tras se hallaban en esta posición, el enano que había
seguido siempre sus pasos, incitándoles, agarró la
cadena por el punto de intersección. Entonces con la
rapidez del pensamiento sujetó el gancho, y un ins¬
tante después movida por un agente invisible subió
bastante alto para poner el gancho fuera del alcance
de las manos y consecuentemente levantó los orangu¬
tanes todos juntos unos de cara á los otros.
312 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUESTOS
Las máscaras durante esta operación habían vuelto
en sí de su alarma, y como empezaban á tomar todo
esto como una broma diestramente concertada, lanza¬
ron una inmensa carcajada al ver la posición de los
monos.
— ¡Guardádmelos ! — gritó entonces Hop-Frog; y
su vez penetrante se hacia oir á través del tumulto —■
guardádmelos, yo creo que los conozco. Si puedo ver¬
los bien, diré quiénes son,
Entonces cabalgando con pies y manos sobre las
cabezas de la multitud, maniobró de suerte que llegó á
la pared, y después arrancando una de las antorchas
de las cariátides, volvió por el mismo camino al centro
de la sala, saltó con la agilidad del mono sobre la ca¬
beza del rey — y se encaramó algmnos pies por la ca¬
dena, — bajando la antorcha para examinar el grupo
délos orangutanes y gritando siempre: ¡Yo descubriré
pronto quiénes son!
Hecho esto, mientras que toda la asamblea, —
inclusos los monos, — se retorcían de risa, el bufón
lanzó de repente un silbido agudo ; la cadena subió
vivamente, — arrastrando consigo á los orangutanes
aterrorizados, que se agitaban en el aire, y dejándolos
así suspendidos. Hop-Frog aferrado á la cadena con¬
servaba siempre la misma posición con respecto á las
ocho mascaras, dirigiendo sus antorcha hacia ellas
como si procurase reconocerlas y descubrir quiénes
eran.
Toda la concurrencia quedó tan estupefacta ante tal
ascensión que se siguió un silencio profundo durante un
minuto. Pero fué interrumpido por un ruido sordo,
como el que antes habia llamado la atención de! rey y
nOP-FROG
313
de sus consejeros, cuando el primero arrojó el vino al
rostro de Tripetta. Pero en el caso presente no había
necesidad de indagar de dónde salía el ruido. Brotaba
délos dientes del enano que hacía rechinar sus caninos,
como si los triturase, y fijaba sus ojos centelleantes
de satánica alegría en el rey y sus siete compañeros,
cuyos rostros estaban vueltos hacia él.
— ¡Ah! i ah! ¡ dijo al fin el enano furioso — ¡ ah 1
¡ ah! ¡ya comienzo á ver quiénes son estas gentes!
Entonces, so pretexto de examinar al rey de más
cerca, aproximó la antorcha á la vestimenta de lino
que le cubría y que se convirtió instantáneamente en
una capa de brillantes llamas. En menos de medio mi¬
nuto los ocho orangutanes ardían horriblemente en me¬
dio de los gritos de una multitud que los contemplaba
desde abajo, llena de terror é impotente para pres¬
tarles SO COITO.
A la larga la violencia de las llamas obligó al bufón á
subir más alto por la cadena, fuera de su alcance,
mientras realizaba esta maniobra la multitud quedó de
nuevo silenciosa. El enano aprovechó la ocasión y
tomó de nuevo la palabra :
— Ahora, — dijo, — veo distintamente de qué espe¬
cie son estas máscaras. Veo á un gran rey y sus siete
consejeros privados, á un rey que no tiene escrúpulo
en pegar á una joven sin defensa y á sus siete conse¬
jeros que le animan en su atrocidad. En cuanto á mi
soy simplemente Hop-Frog el bufón — y / esta es mi
última bufonada!
Gracias á la extremada combustibilidad del lino y la
breaá que estaba adherido, aun no había terminado el
enano su corta arenga, cuando ya estaba cumplida la
is
3H EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
obra de venganza. Los ocho cadáveres se balanceaban
en sus cadenas., formando una masa confusa, fétida,
fuliginosa y repugnante.' El cojo arrojó su antorcha
sobre ellos, se encaramó tranquilamente hacia el techo
y desapareció por la claraboya.
Supónese que Tripetta, colocada de centinela en la
techumbre de la sala, habla servido de cómplice á su
amigo en esta venganza incendiaria y que huyeron
juntos á su país, .porque no se les ha vuelto á ver más.
EL TONEL DE AMONTILLADO
Yo había soportado lo mejor que había podido las
mil injusticias de Fortunato; pero cuando llegó al te¬
rreno del insulto, juré vengarme. Ustedes, sin embargo,
que conocen la naturaleza de mi alma á fondo, supon¬
drán desde luego que no formulé ninguna amenaza. Á
la larga yo debía vengarme; era asunto definitiva¬
mente resuelto; — pero la misma perfección de la re¬
solución excluía el peligro. Yo debía no sólo castigar,
sino castigar impunemente. Una injuria no queda la¬
vada, cuando el castigo alcanza al que intenta lavarla;
ni tampoco cuando este último no tiene cuidado de
darse á conocer al que la cometió.
Hay que tener en cuenta que yo no había dado á
Fortunato ningún motivo para dudar de mi benevo¬
lencia, ni con mis palabras,ni con mis acciones. Según
mi costumbre, seguía sonriéndole siempre, y él no
adivinaba que mi sonrisa no traducía sino el pensa¬
miento de su inmolación.
Este Fortunato tenia un punto flaco, por más que
bajo los demás conceptos fuese un hombre respetable
316 EDGAR POE. MOVELAS Y CUENTOS
y hasta temible. Gloriábase de ser inteligente en vi¬
nos. Pocos italianos lo son en verdad; su entusiasmo
es generalmente prestado y acomodaticio según las
ocasiones; es un charlatanismo á propósito para im¬
presionar á los ingleses y austríacos ricos.
En materia de pinturas y piedras preciosas Fortu¬
nato era tan charlatán como sus compatriotas; — pero
en materia de vinos añejos era sincero. Bajo este punto
de vista yo no me diferenciaba mucho de él; hasta me
tenía por gran conocedor de las bodegas italianas, y
compraba cuando podía grandes cantidades de sus
vinos.
Una noche, al oscurecer, en medio de la locura del
carnaval, encontré á mi amigo. Saludóme con mucha
cordialidad, porque había bebido mucho.
Mi hombre estaba disfrazado. Llevaba un traje ce¬
ñido, y su cabeza estaba adornada con un sombrero
cónico con cascabeles. Me alegré tanto de encontrarle,
que crei que no acabaría nunca de estrecharle la mano.
Díjele : Mi querido Fortunato,; le encuentro á Vd.
en la mejor ocasión. ¡ Qué excelente humor tiene Vd.
hoy! — Pero he recibido una pipa de amontillado, ó
por lo menos de un vino que me dan por tal, y tengo
mis dudas.
— ¿ Cómo?— dijo —¿ amontillado? ¿Una pipa, y
en medio del carnaval ? ¡ Imposible !
— Tengo mis dudas — repliqué — y he sido bas¬
tante torpe para pagar el importe total del amontillado
sin consultarle. No mefué posible encontrarle, y temí
perder la ocasión.
— ¡ Amontillado!
— Tengo mis dudas.
EL TONEL DE AMONTILLADO
317
— ¡ Amontillado!
— Y quiero salir de ellas.
— ¡ Amontillado!
— Puesto que Vd. parece que está invitado en alguna
parte, voy á buscar á Lucchesi. Si alguien tiene sentido
critico, es él, y me dirá...
— Lucchesi es incapaz de distinguir el amontillado
del jerez.
— Y sin embargo hay imbéciles que sostienen que
tiene tanto gusto como Vd.
— ¡ Ea, vamos!
—¿ Adonde?
— Á su bodega de Vd.
— Amigo mío, no; no quiero abusar de su amabili
dad. Veo que está Vd. invitado. Lucchesi....
— No estoy invitado en ninguna parte; —¡ vamos
andando!
— Amigo mío, no; no es cuestión ya de la invita¬
ción sino del frío cruel que veo siente Vd. Las bodegas
están insoportablemente húmedas, como que están cu¬
biertas de nitro.
— ¡ No importa, vamos! El frío no me hace nada.
¡ Amontillado! Le han engañado á Vd. — Y en cuanto
á Lucchesi es incapaz de distinguir el jerez del amon¬
tillado.
Así hablando, Fortunato se apoderó de mi brazo.
Yo me puse un antifaz de seda negro y envolviéndome
cuidadosamente en mi capa, me dejé llevar hasta mi
palacio.
No había criados en la casa; se habían escondido
para banquetear en honor de la fiesta. Yo les había di¬
cho que no volvería hasta por la mañana, y les había
318 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUESTOS
dado la orden formal de no moverse de casa. Bastaba
esta orden, para que todos desde el primero hasta el
último se marchasen, tan pronto como yo hubiese
vuelto la cabeza.
Tomé dos candeleros en el espejo, di uno á Fortu¬
nato y le guié con la mayor complacencia á través de
una fila de habitaciones, hasta el vestíbulo que condu¬
cía á las cuevas. Bajé delante de él una grande y tor¬
tuosa escalera, volviéndome y recomendándole que tu¬
viese mucho cuidado. Llegamos, al fin-, á los últimos
peldaños, y nos hallamos juntos sobre el húmedo pa¬
vimento de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles
de su sombrero sonaban á cada paso.
— ¿ Dónde está la pipa de amontillado, dijo?
— Está más lejos, — contesté; — pero observe Vd.
este blanco encaje que brilla en las paredes de la
cueva.
Volvióse hacia mi y me miró> con dos globos vidrio¬
sos que destilaban-las lágrimas de la borrachera.
—¿Elnitro? preguntó al fin.
— El nitro, — repliqué. —¿ Cuánto tiempo hace que
cogió Vd. esa tos?
En esto empezó á toser mi pobre amigo y le fué im¬
posible responderme hasta pasados algunos minutos.
— I No es nada ! dijo al fin.
— Venga Vd. — dije con firmeza, vámonos de aquí;
su: salud de Vd. es preciosa para mí. Vd. es rico, res¬
petado, admirado y amado; Vd.es feliz como yo lo fui
en. otro tiempoVd. es hombre que dejaría un vacío.
En cuanto á mí no es lo mismo. Vámonos; va Vd. á
ponerse enfermo. Por otra parte ahí está Lucchesi....
EL TOMJiL DE A310ST1LLAD0 319
— ¡ Basta ! — dijo — la tos no es nada. Esto nomo
matará. No me moriré por un constipado.
— Es verdad, es verdad — repliqué — y á la verdad
no tenía la intención de alarmar áVd. inútilmente; pero
debe Yd. tomar sus precauciones. Un trago de este
meíoo defenderáá Vd. de la humedad.
— Al decir esto cogí una botella de una larga fila
colocada en el suelo y hice saltar el tapón.
' — ¡ Beba Yd. I — dije presentándole el vino.
Llevó á sus labios la botella, mirándome con el rabo
del ojo. Hizo una pausa, me saludó familiarmente {sona¬
ron los cascabeles) y dijo :
— ¡ Á la salud de los difuntos que descansan en de¬
rredor nuestro 1
— ¡ Y yo brindo porque tenga Vd. larga vida!
Volvió á coger mi brazo y nos pusimos de nuevo en
marcha.
— Estas bodegas, — dijo — son muy vastas.
— Los Montresors —repliqué —eran una grande y
numerosa familia.
— He olvidado las armas de vuestra casa.
— Un gran pie de oro en campo de gules; el pie
aplasta una serpiente, cuyos dientes se hunden en el
talón.
— ¿ Y la divisa ?
— Nenio impune me lacessit.
n- ¡ Magnífico 1 — dijo.
El vino centelleaba en sus ojos, y los cascabeles se
entrechocaban.
El medoc me había también excitado un poco. Había¬
mos llegado á través de paredes áe huesos apilados
mezclados con barricas y piezas de vino, á las últi-
320 EDOAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
mas profundidades de las catacumbas. Detúvome de
nuevo, y esta vez me tomé la libertad de coger á. For¬
tunato por el brazo, encima del codo.
— Ved, — le dije, — como aumenta el nitro. Cuelga
como un musgo álo largo délas paredes. Estamos-bajo
el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran á tra¬
vés de los huesos. Venga Yd., vámonos antes de que
sea demasiado tarde. Su tos...
— Esto no es nada — dijo — continuemos. Per6
antes venga otro trago de medoe.
Rompí un frasco de vino de Grave, y se lo alargué.
Vaciólo de un trago.
Sus ojos brillaron con fuego ardiente.
Echóse á reir y lanzó la botella al aire con un gesto
que no pude comprender.
Yo le miré con sorpresa. El repitió el movimiento,
un movimiento grotesco.
— ¿No comprende Vd.? — dijo.
— No — repliqué.
— Entonces no pertenece Vd. á la logia.
— ¿Cómo?
— No es Vd. masón.
— Si, sí, — le dije — sí, si,
— ¿Vd.? ¡ imposible! ¿Vd. masón?
— Sí, masón, — respondí yo.
— ¡ Una señal 1 — dijo.
— Hela aquí, — repliqué, sacando una llana de al¬
bañil de entre los pliegues de mi capa.
— Vd. está de broma, — dijo retrocediendo algunos
pasos. — Pero vamos al amontillado.
— Sea, dije, volviendo á colocar el instrumento
EL joNEL BE AMONTILLALO 321
bajo los pliegues de mi roclo y ofreciéndole de nuevo
mi brazo.
Apoyóse en él con fuerza, y continuamos nuestro
camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una fila
de arcadas muy bajas, siempre descendiendo, y después
de dar algunos pasos, llegamos á una cripta profunda
donde la impureza del aire enrojecía la luz de nuestras
antorchas.
En el fondo de esta cripta se descubría otra menos
espaciosa. Sus muros estaban revestidos de cuerpos
humanos, apilados en las cuevas encima de nosotros,
á semejanza de las grandes catacumbas de París. Tres
lados de esta segunda cripta estaban decorados de la
misma manera. Del cuarto lado habían sido arrancados
los huesos que yacían confusamente en el suelo formando
un montón de cierta altura. En la pared que había que¬
dado al descubierto percibíamos aún otro nicho, que
tenía cuatro pies de profundidad, tres de largo y seis
ó siete de alto. No parecía haber sido construido para
un uso especial, sino que formaba simplemente el inter¬
valo entre dos pilares enormes que sostenían la bóveda
de las catacumbas y se apoyaba contra uno de los mu¬
ros de granito que servían de límite al conjunto.
Inútilmente intentó Fortunato escudriñar la profun¬
didad del nicho levantando la antorcha indecisa. La
luz debilitada no permitía ver el fondo.
— ¡ Adelante! — dije, — ahí está el amontillado. En
cuanto á Luccbesi...
— ¡Es un ignorante! — interrumpió mi amigo
tomando la delantera y marchando tambaleándose,
mientras yo seguía sus huellas. En un momento llegó
al fondo del nicho, y hallando su marcha interrum-
322 EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS
pida por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un
momento después le había yo encadenado al granito.
En la pared 1 había dos garfios de hierro ó mejor di¬
cho dos anillos de hierro, á dos pies de distancia, y en
sentido horizontal. De uno colgaba una cadena y en el
otro había un candado. Habiendo rodeado su cuerpo
con la- cadena, el sujetarle fue cuestión de algunos
segundos. Estaba demasiado asombrado para resistir.
Saqué la llave y retrocedí algunos pasos fuera del
nicho.
— Pase Vd. la mano por encima del muro — dije —
no puede Vd. menos de sentir el nitro. Verdaderamente
está muy húmedo. Permítame Vd. que le suplique una
vez más que se vaya.
— I No-?
— Entonces positivamente tengo necesidad de aban¬
donarle. Pero ante todo prestar é á Vd, todos los peque¬
ños servicios que están en mi poder.
— ¡ El amonti-Uado 1 — exclamó mi amigo que aun
no había vuelto de su asombro.
—Es verdad contesté—el amontillado.
Mientras pronunciaba esta» palabras ataqué-la pila de
huesos de que ya he hablado. Los eché á un lado y no
tardé en descubrir una gran cantidad de cascote y mor¬
tero ó mezcla. Con estos materiales y con ayuda de
mi llana empecé activamente á tapar la entrada del
nicho.
Apenas había colocado la primera hilera, cuando ob¬
servó que la borrachera de Fortunato se había disipado
en gran parte. El- primer indicio que tuve de ello fué
xtn grito sordo, un gemido que salió del fondo del ni¬
cho. / No era el grito de un hombre ebrio! Después
EL TONEL DE AMONTILLADO 323
reinó un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda
hilera, después la tercera y la cuarta; entonces oí las fu¬
riosas vibraciones de la cadena. El ruido duró algunos
minutos, durante loa cuales, para recrearme más é mi
sabor, interrumpí mi trabajo y me acurruqué sobre los
huesos. Al fin, cuando se apaciguó el ruido, volví á
tomar mi llana, y acabé la quinta, sexta y séptima hile¬
ras. El muro me llegaba ya al pecho.
Hice una nueva pausa y elevando las antorchas por
encima de ia albañilería hice caer algunos rayos sobre
el personaje encerrado.
Una serie de gritos grandes y agudos brotó de re¬
pente de la garganta del encadenado, y por decirlo asi
me hizo retroceder. Durante un momento vacilé y
temblé. Saqué mi espada y empecé á dar estocadas á
través del nicho; pero un instante de reflexión bastó
para tranquilizarme. Coloqué la mano sobre la albañi-
leria maciza del nidio, y me serené por completo.
Acerquéme al muro y respondí á los aullidos de mi
hombre haciéndoles eco y acompañamiento, y sobre¬
pujándoles .en volumen ó intensidad. De esta manera
conseguí que quedase tranquilo.
Era entonces media noche, y mi tarea tocaba á su
fin. Ya había completado mi octava, novena y décima
hilera. Había terminado parte de la décima y última;
no me quedaba más que una sola piedra que ajustar y
pegar. Moyíla con fuerza y la coloqué casi en la posi¬
ción deseada. Pero entonces se escapó del nicho una
risa ahogada que hizo erizarse mis cabellos. A esta
risa sucedió una voz triste que reconocí difícilmente
por la del noble Fortunato. La voz decía :
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡je! ¡je!—¡ En verdad que es una
321- EDGAR POE. — DOVELAS Y CUENTOS
buena broma! ¡excelente broma ! ¡ Cómo nos reiremos
en palacio de vuestro buen vino ! ¡je! ¡je !
— ¡ Del amontillado ! - dije.
— ¡Je! ¡je! — sí, del amontillado. ¿Pero no es
tarde? ¿ No nos aguardarán en palacio la señora For¬
tunato y los otros? Vámonos.
— Sí, sí, — dije. — Vámonos.
— / Por el amor de Dios, Montresors!
— ¡ Sí, sí, por el amor de Dios!
Pero estas palabras no tuvieron respuesta; en vano
apliqué el oído. Me impacienté y llamé muy alto :
— ¡Fortunato!
No teniendo respuesta llamé de nuevo :
— ¡ Fortunato!
Nada. — Introduje por la abertura que quedaba una
antorcha y la dejé caer dentro. No oí más que un ruido
de cascabeles. Se me oprimió el corazón — sin duda,
á consecuencia de la humedad de las catacumbas. Apre¬
suróme á poner fin á mi tarea. Hice un esfuerzoy ajusté
la última piedra y la cubrí con mezcla. Contra la nueva
albañilería restablecí la antigua capa de huesos. Desde
hace medio siglo ningún mortal los ha removido : In
pace requiescat.
CUATRO BESTIAS EN UNA
EL HOMBRE CAMALEOPARDO
Cada uno tiene sus virtudes.
(CHEB1J.LÓN, Xfll'ütJ.)
Antioco Epifanes es generalmente considerado como
el Gog del profeta Ezequiel. Este honor, sin embargo,
corresponde naturalmente á Cambises, hijo de Ciro. Y,
por otra parte, el monarca sirio no tiene verdadera¬
mente necesidad de atavíos ó adornos suplementarios.
Su advenimiento al trono, ó más bien su usurpación
de la soberanía, ciento setenta y un año antes de la ve¬
nida de Cristo, su tentativa para saquear el templo de
Diana en Efeso, su implacable odio á los judíos, la vio¬
lación del santo de los santos, y su muerte miserable¬
mente en Taba, después de un reinado tumultuoso de
once años, son circunstancias de tanto bulto y que han
debido generalmente atraer la atención de los histo¬
riadores de su tiempo más que las impías, cobardes,
crueles, absurdas y caprichosas hazañas que hay que
19
326 EDGAR POE. - NOVELAS T CUENTOS
añadir para formar el total de su vida privada y de su
reputación.
*•»••••«•••»•••••••
Supongamos, amable lector, que estamos en el año
del mundo tres mil ochocientos treinta, y por algunos
minutos, transportados á la más fantástica de las man¬
siones humanas, á la notable ciudad áeAntioquía. Ver¬
dad es que había en Siria y en otras comarcas diez y
seis ciudades de este nombre, sin contar la de que va¬
mos á ocuparnos, Pero la nuestra es la que se llamaba
Antioquía Epidafne, á causa de que estaba próxima á
la aldea de Dafne, donde había un templo consagrado
á esta divinidad.
Fué edificada (aunque la cosa es discutible) por Se-
leuco Nicator, primer rey después de Alejandro el
Grande, en memoria de su padre Antioco, y se convir¬
tió en breve tiempo en capital de la monarquía siria.
En los buenos tiempos del imperio romano, era resi¬
dencia ordinaria del prefecto de las provincias
orientales; y muchos emperadores de la ciudad reina
(entre los que merecen especial mención Vero y Va-
lente) pasaron en ella gran parte de su vida.
Pero observo que hemos llegado á la ciudad. Suba¬
mos sobre esta plataforma y echemos una ojeada sobre
la ciudad y el país circunvecino.
¿ Cuál es ese ancho y rápido rio que se abre un paso
accidentado por inumerables cascadas, á través de un
caos de montañas y después á través de un caos de
construciones ?
— Es el Orontes, y es la única agua que se percibe
— á excepción del Mediterráneo, que se extiende como
inmenso espejo hasta doce millas al sur. Todo el mundo
CUATRO BESTIAS EN UNA
327
ha visto el Mediterráneo; pero permítanme ustedes que
les diga que muy pocas personas han disfrutado del
golpe de vista que ofrece Antioquía; — quiero decir,
muy pocas de las que, como nosotros, han tenido el be¬
neficio de una educación moderna. Por lo tanto deje¬
mos el mar en su sitio y fijemos toda nuestra atención
en ese conjunto de edificios que se extiende á nuestros
pies. Ustedes recordarán que nos hallamos en el año
del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más
tarde, — por ejemplo en el año mil ochocientos cua¬
renta y cinco de nuestro señor Jesucristo, nos veríamos
privados de este extraordinario espectáculo. En el
siglo XIX, Antioquía está, es decir Antioquía estará en
un lamentable estado de abandono. De aquí á alIáAntio-
quía habrá sido completamente destruida tres veces dife¬
rentes por tres terremotos sucesivos. A decir verdad,
lo poco que quede de su primera condición se hallará
en tal estado de desolación y ruina que el patriarca
transportará su silla á Damasco. Está bien. Veo que
sigue Yd. mi consejo, y que aprovecha el tiempo en
inspeccionar los lugares y en :
.saciar sus ojos
Con el recuerdo y ios objetos todos
Que de la gran ciudad forman la gloria.
Dispense Vd., había olvidado que Shakespeare no
florecerá hasta dentro de 4750 años. Pero el aspecto de
Epidafne ¿no justifica el epíteto de fantástica que le he
dado ?
— Está bien fortificada; bajo este punto de vista
debe tanto á la naturaleza como al arte.
328 ED&AR POE. — NOVELAS T CUENTOS
— Tiene Vd, razón.
— Hay una cantidad prodigiosa de imponentes pala¬
cios.
— En efecto.
— Y los templos son numerosos, suntuosos, magní¬
ficos, y pueden sostener el parangón con los más célebres
de la antigüedad.
— Efectivamente así es. Sin embargo hay una infi¬
nidad de chozas y abominables barracas. También hay
que confesar que existe en todas las calles una mara¬
villosa abundancia de inmundicias ; y á no ser por el
omnipotente huirio del incienso idólatra no podríamos
resistir la hediondez. ¿Ha visto Vd. nunca calles tan
insoportablemente estrechas y casas tan maravillosa¬
mente altas? ¡ Qué negrura proyectan sus sombras
sobre el suelo! Es una fortuna el que las lámparas
suspendidas en esas interminables columnatas estén
encendidas todo el día; de otro modo tendríamos aquí
una segunda edición de las tinieblas de Egipto.
— ¡ Verdaderamente es éste un lugar extraño! ¿Qué
significa ese raro edificio que se ve allá abajo ? ¡Mire
Vd.I domina todos los demás y se extiende á lo lejos,
al este del que supongo es el palacio real.
— Es el nuevo templo del Sol, que es adorado en
Siria con el nombre de Elah Gabalah. Más tarde un
muy famoso emperador instituirá este culto en Roma
y se llamará Heliogábalo. Me atrevo á afirmar que la
vista de la divinidad de este templo le agradaría a
Vd. mucho. No tiene Vd. que mirar al cielo; su majes¬
tad el Sol, por lo menos el sol adorado por los Asirios,
no está allí. Esta deidad se encuentra en el interior del
edificio situado allá abajo. Es adorado bajo la forma
CUATRO BESTIAS EN UNA 329
de un ancho pilar de piedra, cuya cima está terminada
por un cono ó pirámide que representa el fuego ó pyr.
—■ ¡Mire Vd.! ¡mire Yd.! — ¿Quiénes pueden ser
esos ridículos seres, medio desnudos, con la cara pin¬
tada, que se dirigen á la canalla con grandes gestos y
vociferaciones?
— Algunos, en corto número, son saltimbanquis ;
otros pertenecen más especialmente á la rasa de los fi¬
lósofos. La mayor parte, sin embargo, especialmente
los que apalean al populacho, son los principales corte¬
sanos del palacio que ejecutan, como es su deber,
alguna farsa inventada por el rey.
— ¡ Calle 1 ¡ *tra cosa nueva ! ¡ Cielo ! ¡ la ciudad
hormiguea de bestias feroces! ¡Qué terrible espectá¬
culo! ¡qué peligrosa rareza!
— Terrible, si Vd. quiere, pero muy poco peligrosa.
Cada animal, si Vd. se toma el trabajo de observar,
camina tranquilamente detrás de su dueño. Algunos,
sin duda, son llevados con una cuerda al cuello, pero
son principalmente las especies más pequeñas y tími¬
das. El león, el tigre y el leopardo andan enteramente
libres. Han sido reducidos á su presente condición sin
ningún trabajo y siguen á sus propietarios respecti¬
vos como ayudas de cámara. Verdad es que hay casos
en que la naturaleza reivindica su imperio usurpado;
pero un heraldo de armas devorado, un toro sagrado
estrangulado, son circunstancias muy vulgares para
producir sensación en los Epidáfneos.
— Pero ¿ qué extraordinario tumulto oigo ? ¡De se¬
guro he aquí un gran ruido aun para el mismo Antioco!
Esto indica algún inusitado incidente.
— Si, indudablemente. El rey ha ordenado algún
330 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
nuevo espectáculo, alguna exhibición de gladiadores en
el Hipódromo, — ó tal vez el asesinato de los prisioneros
Escitas, — ó el incendio de su nuevo palacio, — ó tam¬
bién, áfe mia, la quema de algunos judíos. El estruen¬
do aumenta. Suben por los aires rumores de grandes
carcajadas. El airees desgarrado por los instrumentos
de viento y por el clamor de un millón de gargantas.
Descendamos y veamos lo que ocurre. Por aquí, —
¡tenga Yd. cuidado ! Estamos aquí en la calle principal
que se llama calle de Timarco. El populacho, semejante
á un mar, llega por este lado y nos será difícil remon¬
tar la corriente. Espárcese á través de la avenida de
los Heráclidas, que parte directamente del palacio; —
según esto, el rey forma parte de la banda. Si — oigo
los gritos del heraldo que proclama su venida con la
pomposa fraseología de oriente. Podremos verle bien,
cuando pase delante del templo de Ashimah. Pongá¬
monos al abrigo del vestíbulo del santuario; pronto
llegara aquí. Entretanto consideremos esta figura,
¿Quién es? ¡oh! es el Dios Ashimah en persona : Vd.
ve bien que no es ni cordero, ni macho cabrío, ni sátiro;
no tiene ninguna semejanza con el Pan de los Arca-
dios. Y sin embargo todos estos caracteres han sido —
¡vuelta á equivocarme ! — serán atribuidos, quiero de¬
cir, por los eruditos de los siglos futuros al Ashimah
de los Sirios. Póngase Vd. sus anteojos y dígame lo
que es. ¿Qué es?
— ¡ Dios me perdone! ¡ es un mono!
— Sí verdaderamente, un babuino, pero de ningún
modo una deidad. Su nombre es una derivación del
griego simia ; — i qué terribles tontos son los anti¬
cuarios ! Pero, ¡ vea V d. ! ¡ vea V d. ese
granujilla
CU ATEO BESTIAS EN UNA
331
desarrapado «pie corre allá abajo! ¿ Adonde va? ¿Que
rebuzna ? ¿ qué dice ? ¡ Oh! dice que el rey llega en
triunfo; que trae el traje de las grandes fiestas; que
acaba de dar muerte por su propia mano á mil prisio¬
neros israelitas encadenados. Por esta hazaña el
pequeño miserable le pone en las nubes. ¡ Atención!
lie aquí que viene una banda de gentes que parecen
todas disfrazadas. Han compuesto un himno latino
acerca de la valentía del rey y lo cantan andando :
Mille, mille, mille
Mille, mille, mille
Decollavimus, unus homo 1
Mille, mille, mille, mille decollavinmsl
Mille, mille, mille l
Vivat qui mille occidit 1
Tantum vini habet nemo
Quantum sanguinis effudit(l).
Lo que puede parafrasearse asi :
« ¡Mil, mil, rail,
Mil, mil, mil,
Con un solo guerrero hemos degollado mil I
Mil, mil, mil,
| Cantemos mil para-siempre!
¡ Hurra 1 Cantemos
Larga vida á nuestro rey,
Que mató mil hombres tan lindamente.
(1) navio vopisco dice que el himno intercalado aquí fué cantado por
el populacho, cuando la guerra de los Sámalas en honor de Aureliano,
que había matado con su propia mano novecientos cincuenta hombrea al
enemigo. (E. A. P.)
332 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
¡ Hurra ! gritemos á voz en cuello,
Que nos ha dado una más copiosa
Vendimia de sangre
Que todo el vino que puede producir la Siria. »
— ¿Oye Vd. esa banda de cornetas?
— Si, i el rey llega! ¡Vea Vd.ljEl pueblo está lleno
de admiración, y levanta sus ojos al cielo con respe¬
tuoso enternecimiento! ¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Helo
allí!
— ¿Quién? ¿dónde? ¿el rey? — Ño le veo; juro á
Vd. que no le veo.
— Pues es preciso estar ciego.
— Es posible que lo esté. La verdad es que sólo veo
una multitud tumultuosa de idiotas y locos que se
apresuran á prosternarse delante de un gigantesco
Camaleopardo, y que ae matan por poder depositar un
beso en la pezuña del animal. ¡ Vea Vd.! La bestia
acaba justamente de atropellar fuertemente á uno del
populacho ; i ab! otro ahora, y otro, y otro. En ver¬
dad, no puedo menos de admirar al animal por el
excelente uso que hace de sus pies.
— ¿Populacho, decís? ¡pues son los nobles y libres
ciudadanos de Epidafne! — ¿La bestia , habéis dicho?
— ¡ Tenga cuidado que nadie le oiga 1 ¿ No ve que el
animal tiene cara de hombre ? Amigo mío, ese Cama¬
leopardo no es otro que el rey Antioeo Epifanes, An-
tioco el Ilustre, rey de Siria, y el más poderoso de
todos los autócratas de Oriente. Verdad es que á veces
se le llama Antioeo Epimanes, ó el Loco, pero es
porque no todo el mundo puede apreciar su mérito.
Es cierto que por el momento está encerrado en la
CUATRO BESTIAS ES USA
333
piel de una fiera, y que hace lo posible por desempeñar
su papel de camaleorpardo; pero lo hace para soste¬
ner mejor la dignidad real. Por otra parte, el monarca
tiene una estatura gigantesca, y por consiguiente, el
traje no le sienta mal ni le está demasiado grande.
Podemos, no obstante, suponer que, á no ser por
alguna circunstancia solemne, no se lo hubiera puesto.
Por ejemplo, el caso presente, ó sea la matanza de mil
judíos. ¡Con qué prodigiosa dignidad se pasea el mo¬
narca en cuatro palas ! Su cola es tenida, como veis,
en el aire por sus dos principales concubinas, Eliné y
Argeláis; y todo su exterior sería excesivamente sim¬
pático, si no fuese por la protuberancia de sus ojos,
que acabarán por saltársele, y por el extraño color de su
rostro, que se ha vuelto indefinible á causa de la gran
cantidad de vino que ha engullido. Sigámosle al hipó¬
dromo, á donde se dirige, y escuchemos el canto de
triunfo que empieza á entonar él mismo :
« ¿Quién es rey sino Epifanes?
Decid, ¿losabéis?
¿Quién es rey, sino Epifanes?
] Bravo ! ¡ Bravo !
¡No hay mas rey que Epifanes,
No, no hay otro!
¡ Así, echad abajo los templos
Y apagad el sol! »
¡Bien cantado ! El populacho saluda al Principe cíe
los poetas y Oloria del Oriente , Delicias del Universo,
y, por último, el más maravilloso de los Camaleopar¬
dos. Le hacen repetir su obra maestra, y — ¿ oye Vd ?
19 *
334 EDGA-ft PGE. - NOVELAS Y CUENTOS
— la vuelve á empezar. Cuando llegue al Hipódromo,
recibirá la corona poética como preparación para su
victoria en los próximos Juegos Olímpicos.
— Pero, buen Júpiter,¿qué ocurre en la multitud
detrás de nosotros?
— ¿Detrás de nosotros, dice Vd. ? ¡ Oh! ya com¬
prendo. Amigo mío, me alegro de que haya Vd.
hablado á tiempo. Pongámonos en lugar seguro lo más
pronto posible. ¡ Aquí! Refugiémonos bajo los arcos
de este acueducto, y le explicaré el origen de esta agi¬
tación. Como me presumía, esto acaba mal. El singu¬
lar aspecto de este Camaleopardo con su cabeza de
hombre, debe haber chocado con las ideas de lógica y
de armonía aceptadas por los animales salvajes domes¬
ticados en la ciudad. De aquí ba resultado un motín, y,
como sucede siempre en tales casos, todos los esfuer¬
zos humanos serán impotentes para reprimir el movi¬
miento. Algunos sirios han sido ya devorados; pero
los patriotas de cuatro patas parecen unánimemente
decididos á comerse el Camaleopardo. El Príncipe de
los Poetas se ha enderezado sobre sus patas traseras,
porque se trata de su vida. Sus cortesanos han aban¬
donado el campo, y sus concubinas han seguido tan
excelente ejemplo. ¡Delicias del Universo , en mal
paso te encuentras! ¡ Oloria del Oriente , estás en peli¬
gro de ser comido! Por consiguiente, no mires tan
lastimosamente tu cola; se arrastrará por el lodo, no
hay remedio. ¡ No mires, pues, atrás, ni te ocupes de su
inevitable deshonra; sino anímate, pon en juego vigo¬
rosamente las piernas, y escapa hacia el hipódromo!
j Acuérdate de que eres Antioco Epifanes, Antioco el
Ilustre! y también] el Príncipe de los Poetas, las Deli-
CUATRO BESTIAS EN UNA 33S
cías del Universo y el más maravilloso de los Camaleo¬
pardos! ¡ Santo cielo I ¡ Posees unas piernas que son
tu mejor defensa! ¡ Asi vas bien, Camaleopardo! ¡ Glo¬
rioso Antioco! ¡ Corre, salta, vuela! ¡ Como una fle¬
cha lanzada por la catapulta se aproxima al Hipó¬
dromo! ¡ Corre ! ¡ Da un grito I ¡ ya llegó I Suerte has
tenido ; porque ¡ oh, Oloria del Oriente! si tardas me¬
dio segundo más en llegar á las puertas del anfiteatro,
no hubiera habido en Epidafne un solo oso, por pequeño
que fuese, que no se cebase en tu osamenta, Vámonos,
partamos, porque nuestros modernos oidos son dema¬
siado delicados para soportar el inmenso estrépito que
va á empezar en honor de la libertad del rey. ¡ Oid!
ya ha empezada. Toda la ciudad está alborotada.
— ¡ He ahí ciertamente la ciudad más populosa de
Oriente! ¡ Qué hormigueo de pueblo! ¡Qué confusión
de clases y edades ! ¡ Qué variedad de trajes ! ¡ Qué
Babel de lenguas! ¡Qué gritos de bestias! ¡ Qué estré¬
pito de instrumentos I ¡ Qué pandilla de filósofos !
— ¡ Vámonos, vámonos!
— Un momento aün, veo en el Hipódromo una gran
algazara; dígame, por favor, ¿qué significa?
— ¿ Esto? ¡ ob, nada ! Los nobles y libres ciudada¬
nos de Epidafne, hallándose, segán declaran, satisfe¬
chos por completo de la lealtad, bravura, sabiduría y
divinidad de su rey, y además, habiendo sido testigos
de su reciente agilidad sobrehumana, piensan llenar
un deber depositando sobre su frente (además del lau¬
rel poético), una nueva corona, premio de la carrera
á pie, corona que será preciso que obtenga en las fies¬
tas de la próxima Olimpiada y que naturalmente le de¬
cretan hoy por adelantado.
EL RETRATO OVAL
El castillo en que mi criado tuvo á bien penetrar por
fuerza, antes que permitirme pasar la noche al aire
libre, en el estado en que me encontraba, á causa de mis
heridas, era uno de esos edificios mezcla de grandeza
y melancolía que por largos siglos alzaron su rugosa
frente en medio de los Apeninos, lo mismo en la rea¬
lidad que en la imaginación demistress Radcliffe.
Según toda apariencia había sido temporal y recien¬
temente abandonado.
Instalémonos en una de las salas ó habitaciones más
pequeñas y menos suntuosamente amuebladas.
Dicha habitación estaba situada en una torre aislada
del edificio, y su decoración era rica pero antigua y des¬
mantelada.
Cubrían los muros ricos tapices, numerosos trofeos
heráldicos de todas formas, así como también una
cantidad verdaderamente prodigiosa de pinturas mo¬
dernas, llenas de estilo, en ricos cuadros de oro de un.
gusto arabesco.
338 EDGAR POE. - NOVELAS Y CUENTOS
Á causa sin duda alguna del delirio que empezaba á
apoderarse de mi cabeza, experimenté un interés pro¬
fundo hacia aquellas pinturas que estaban colgadas no
solamente en los lienzos principales de los muros sino
también en multitud de recodos que hacia inevitables la
extraña arquitectura del castillo.
Fué tal el interés, que ordenó á Pedro cerrase los
pesados postigos de madera de la habitación, — puesto
que ya era de noche, — que encendiese un gran can¬
delabro de muchos mecheros ó brazos, colocado cerca de
mi cabecera, y abriese por completo las grandes colga¬
duras de terciopelo negro guarnecidas de anchas fran¬
jas, que rodeaban el lecho.
Deseaba yo que se hiciera así para que, si no podía
dormir, pudiese al menos consolarme alternativamente
con la contemplación de estas pinturas y con la lectura
de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada y que contenía el juicio crítico y análisis de
las mismas.
Largo, muy largo tiempo, leí y contemplé devota y
religiosamente.
Pasaron rápidas y gloriosas las horas y llegó la me¬
dia noche.
La posición del candelabro me desagradaba, y exten¬
diendo la mano con dificultad, — para no molestar á
mi criado que se había quedado dormido, — coloqué ej
objeto de manera que sus rayos iluminasen de lleno
el libro.
Pero la acción produjo un efecto absolutamente ines¬
perado.
Los rayos de las numerosas bujías (porque había
EL RETRATO OVAL
339
muchas) cayeron entonces sobre un nicho de la habita¬
ción oculto hasta entonces por la profunda sombra que
proyectaba una de las columnas del lecho.
En el fondo del mismo se dejó ver en medio de una»
luz viva una pintura que hasta entonces había escapada
ámi observación.
Era el retrato de una joven ya próxima á ser mujer.
Eché sóbrela pintura en cuestión una ojeada rápida,
y cerré los ojos.
Al principio no me di cuenta de por qué los cerraba,
pero mientras mis párpados estaban cerrados analicé
rápidamente la razón que me los hacía cerrar.
Era un movimiento involuntario para ganar tiempo
y para pensar, — para asegurarme de que mi vista no
me había engañado, — para calmar y preparar mi
espíritu á una contemplación más fría y más segura.
AI cabo de algunos instantes miré de nuevo la pin¬
tura fijamente.
Aunque lo hubiera querido, no podía dudar «le que
veía con toda la claridad posible, porque el primer
reflejo de la luz de las bujías sobre este cuadro había
disipado el estupor de que estaban poseídos mis senti¬
dos y me había llamado de pronto á la vida real.
Ya he dicho que el retrato era el de una joven. Con¬
sistía en una simple cabeza, con hombros, todo en ese
estilo que se llama en lenguaje técnico d« viñeta; era
algo parecido á la manera de Sully en sus cabezas de
predilección.
Los brazos, el seno y hasta las puntas de los res¬
plandecientes cabellos se fundían de una manera impal¬
pable en la sombra vaga pero intensa que servía de
fondo al conjunto.
3iO EDGAR POfc. — NOVELAS V CUESTOS
El marco era ovalado, magníficamente dorado y tara¬
ceado según el gusto morisco.
Como obra de arte no podía bailarse nada más admi¬
rable que la pintura en sí. Pero puede ser muy bien
que no fuese ni la ejecución de la obra, ni la inmortal
belleza de la fisonomía lo que me impresionó tan súbita
y fuertemente.
Menos aún debía creer que mi imaginación, al salir
de aquel estado de semi-sueño, hubiese tomado la ca¬
beza por la de una persona viva.
Por de pronto vi que los detalles del dibujo, el
estilo de la viñeta y el aspecto del cuadro hubieran
disipado inmediatamente semejante encanto y mehubie-
ran preservado de toda ilusión, siquiera fuese momen¬
tánea.
Mientras haeíaestas reflexiones con mucha vivacidad,
permanecí medio tendido y medio sentado una hora en¬
tera lo menos, con los ojos clavado en el retrato.
Á la larga habiendo descubierto el verdadero se¬
creto de su efecto, me dejé caer en el lecho.
Hahía adivinado que el encanto de la pintura era una
expresión vital absolutamente adecuada á la vida
misma, - que primeramente me había hecho conmo¬
verme y por último me había confundido, subyugado y
espantado. Con un terror profundo y respetuoso volví
á colocar el candelabro en su primera posición.
Habiendo así ocultado á mi vista la causa de mi pro¬
funda agitación, busqué vivamente el volumen que
contenía el análisis de los cuadros y su historia. Yendo
derecho al número que designaba el retrato oval, leí
la vaga y singular relación siguiente :
EL RETRATO OVAL
341
« Era una doncella de extraodianaria belleza y tan
amable como llena de alegría.
c< Y íué maldita la hora en que vió, amó y se casó
con el pintor.
« El, apasionado, estudioso, austero, había ya encon¬
trado esposa en su Arte; ella, una joven de rarísima
belleza y no menos amable que llena de alegría; no
era toda ella más que luz y sonrisas y se parecía en lo
alocada á un joven pavo real; gustábanle todas las co¬
sas ; no odiaba más que al arte que era su rival; no temía
más que á la paleta y los pinceles y demás instrumentos
enfadosos que la privaban de la vista de su adorado.
u Fué una cosa terrible para esta dama oír al pintor
hablar del deseo de pintar á su joven esposa.
« Pero era humilde y obediente, y se sentó con dul¬
zura durante largas semanas en la sombría y elevada
habitación de la torre, en que la luz se filtraba á través
de un lienzo, solamente por el techo.
« Entretanto él, el pintor, ponía su gloria en su
obra que adelantaba de dia en día y de hora en hora.
« Y era este un hombre apasionado y extraño y pen¬
sativo, que se perdía en sus divagaciones, hasta tal
punto que no quería ver que la luz que caía tan lú gu-
bremente en esta torre aislada secaba la salud y los
espíritus vitales de su mujer, que languidecía visible¬
mente para todo el mundo, excepto para él.
« Sin embargo sonreía siempre, y siempre sin lanzar
una queja, porque veía que el pintor (que tenía gran
renombre) experimentaba un vivo y ardiente placer
en su tarea y trabajaba día y noche para pintar á la
que tanto amaba, pero que cada día se ponía más lán¬
guida y débil.
342 EDGAR POE. — NOTELAS Y CUENTOS
« Y en verdad, los que contemplaban el retrato
hablaban en voz baja de su parecido, como de una
sorprendente maravilla y como de una prueba no menos
grande de la potencia del pintor que de su profundo
amor hacia la que estaba retratando tan milagrosa¬
mente bien.
« Pero á la larga, como la tarea tocaba á su térmi¬
no, nadie fué admitido á visitar la torre; porque el
pintor se habia vuelto loco á causa del ardor de su
trabajo, y rara vez apartaba sus ojos del lienzo, ni
aun para mirar al rostro de su mujer.
« No quería ver que los colores que extendía sobre el
lienzo* eran sacados de las mejillas de la que estaba sen¬
tada junto á él.
« Y cuando hubieron pasado muchas semanas y no
quedaba casi nada que hacer, á no ser un ligero toque
en la boca y un glacis en un ojo, el espíritu de la dama
palpitó aún, como la llama de una lámpara que va á
apagarse.
« Y entonces se dió el toque en la boca y se arregló
el glacis; y durante un momento el pintor quedó en
éxtasis delante del trabajo que había realizado; pero
un minuto después, como la contemplase aún, tembló,
se puso pálido y se llenó de terror, gritando con voz
fuerte y vibrante:
« — ¡En verdad es la Vida misma l
c Volvióse bruscamente para mirar á su muy amada,
y... j estaba muerta! »
INDICE
Páginas.
Al lector ... V
EDGAR Pos. -- So VIDA Y SOS OBRAS.,. i
NOVELAS Y CUENTOS
La Máscara de 1& Muerte... 33
Berenice ... 43
ligeia. 37
Los Crímenes de la calle Morgue... 81
El Misterio de María Rog&t...... 133
La carta robada. 207
Mr. Valdemar. 23S
El Doctor Brea y el Profesor Pluma. 240
El Pozo y el Péndulo. 277
Hop-Frog. 301
El tonel de amontillado ... 313
Cuatro bestias en una. 323
El Retrato oval. 337
París. — Tip. Gabnibr Hermanos, 6, rae des Saints-Péres.
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