Skip to main content

Full text of "Obras completas"

See other formats


,  *  »  «*? 

iPi 

¡f^tSyfc 

w  >  /•  • 

1  >y^-  *r 

Oír^ír 

¿V 


Wiv 


5Wfr 


N  ■    S    * 


LOS  DE   MI    TIEMPO 


OBRAS  COMPLETA  DE  EU5EBIO  BUSCO 


TOMOS    PUBLICADOS 


I  — Primeros  y  últimos  versos,  con  artículos  necroló- 
gicos de  nuestros  mejores  escritores.  3  pesetas 
Madrid,  3.50  provincias. 
II. —  Una  señora  comprometida  (Novela).  Del  amor  y 
y  otros  excesos  (Artículos  festivos).  Don  Juan, 
el  del  ojo  pito  (Novela  inédita  sin  terminar,  con 
un  prólogo  de  Luis  Taboada}.  3  pesetas  Madrid, 
3,50  provincias. 

III.— Busilis  (Novela),  ¿a  ciencia  y  el  cordón.  Milord, 
(Narraciones).  3  pesetas  Madrid,  8,50  provin- 
cias. 

IV. — Memorias  íntimas.  Con  un  prólogo  de  Julio  Bu- 
rell  v  una  posf ación  del  Doctor  Nicasio  Maris- 
cal. (Segunda  edición).  3,50  pesetas  Madrid,  -1 
provincias. 
V Impresiones  de  viaje. — La  carta  verde.  La  donce- 
lla práctica.  (Narraciones).  3  pesetas  Madrid, 
3,50  provincias. 

VI.—  Mi  viaje  á  Egipto.  Mi  viaje  á  Alemania. — El  do- 
mingo de  carnaval.  Tres  señoritas  sensibles  (Na- 
rraciones). 3  pesetas  Madrid,  3.50  provincias. 

VIL— La  señora  del  13.   (Novela).— Cuentos  alegres.  3 

pesetas  Madrid,  3,50  provincias. 
VIIL— Notas  íntimas  de  Madrid  y  París.  3  pesetas  Ma- 
drid, 3,50  provincias. 

IX.— -La  miseria  en  un  tomo.  (Artículos  y  crónicas). 
Cuentos  y  sucedidos  con  un  prólogo  de  j\iaria- 
no  de  Cavia.  3  pesetas  Madrid,  3,50  provin- 
cias. 


X.— Arpe/ios.  (Poesías,  con  uti  prólogo  de  Jacinto  Oc/ 
tavio  Picón).  Noches  en  vela  (Poesías).  Teme 
(Recuerdos  de  viaje).  3  pesetas  Madrid,  3,50 
provincias. 
XI. —Malas  costumbres. — (Apuntes  de  mi  tiempo),  3  Pe- 
setas Mairid,  3,50  provincias. 

XU-— Flaqueras  humanas.  (Escenas  da  la  vida  madrile- 
ña). Ellos  y  ellas.  (Chistes  y  anécdotas).  3  pe- 
setas Madrid,  3,50  provincias. 

XIII.— Mis  contemporáneos.  (Semblanzas  varias-  Prime- 
ra serie).  3  pesetas  Madrid,  3,50  provincias. 

XIV.  —Esto,  lo  otro  y  lo  de  mis  a'lá    (Apuntes,  con  un 

prólogo  de  Francisco  Navarro  y  Ledesma).  8 
iiosetas  Madrid,  3,50  provinci  1 1. 

XV.  -Poesías  festivas. — Chistes  y  anécdotas.  3  pesetas 

Madrid,  3,5o  provincias. 

XVI. — Páginas  íntimas.  (Crónicas -primera  serie — con 
un  prólogo  de  Antonio  Zozaya).  3  }e¿eta<  Ma- 
drid, 8.50  provincias. 

XVII — Los  de  mi  tiempo.  (Semblanzas— segunda  serie — 
ccn  un  prólogo  de  José  Juan  Cadenas).  3  p-  setas 
Madrid,  3,50  provincias. 


Es  propiedad  de  los  herede- 
ros de  D.  Eusebio  Blasco. 


OBRAS    COMPLETAS 


DE 


Eusebio   Blasco 


TOMO  XVII 


LOS  DE  MI  TIEMPO 


5EMBL/¡NZtf5   VARIAS 

(5e|un0a  serie.) 

Segunda    edición. 

MADRID 

-"> 

LIBRERÍA    EDITORIAL   DE   LEOPOLDO 

MARTÍNEZ 

Correo,  4.— Teléfono  791, 

EUSEBI©    BLflSe© 


!esde  que  regresó  de  París,  abandonando  la 
redacción  de  El  Fígaro  para  instalarse  defi- 
nitivamente en  Madrid,  raro  es  el  día  que  los 
periódicos  de  gran  circulación  de  la  corte  no  publi- 
can algún  nuevo  trabajo  de  Blasco. 

Su  fecundidad  es  asombrosa  y  los  hechos  se  encar- 
gan de  evidenciarla:  crónicas  en  El  hnparcial,  cuen- 
tos originalísimos  en  El  Liberal  y  en  la  Ilustración, 
poesías  en  casi  todos  los  periódicos  literarios,  co- 
rrespondencias de  España  en  El  Fígaro  y  algún  otro 
periódico  extranjero,  y  continuamente  se  le  ve  en  la 
calle,  en  el  teatro,  en  la  cervecería,  en  todas  partes 
y  á  todas  horas  del  día  y  de  la  noche. 

«Pero,  ¿cuándo  escribe  este  hombre?»  nos  pre- 
guntamos con  curiosidad  siempre  que  le  vemos  (cin- 
co ó  seis  veces  todos  los  días). 

En  Madrid  habita  en  el  hotel  Inglés...  A  primera 
y  última  hora  de  la  tarde  suele  hallársele  siempre  en 


la  cervecería  de  la  Carrera,  donde,  como  decía  en 
un  primoroso  artículo  publicado  hace  poco,  toma 
su  jarro  de  cerveza 

«entre  el  marqués  de  Valdueza 
y  Manolito  Navarro». 

Por  la  noche  hace  vida  de  sociedad,  ó  asiste  al 
banquete  que  celebra  un  personaje  político,  con  la 
inmensa  mayoría  de  los  cuales  le  unen  particulares 
relaciones  de  amistad;  luego  acude  al  teatro  si  un 
acontecimiento  reclama  su  presencia,  y  por  fin,  á 
última  hora,  antes  de  retirarse  al  hotel...,  otro  ra- 
tito  á  la'  cervecería  de  la  Carrera. 

¿Cuándo  escribe?  ¡Misterio  impenetrable! 

Y  es  el  caso  que  trabaja  cuanto  puede  trabajar 
un  hombre  que  tiene  que  vivir  de  lo  que  produce,  y 
es  preciso  ser  muy  laborioso  para  vivir  hoy  de  las 
letras  en  este  afortunadísimo  país . 

No  se  limita  Blasco  solamente  á  escribir  la  cróni- 
ca y  el  cuento  que  le  reclaman  diariamente  los  pe- 
riódicos; al  mismo  tiempo  prepara  un  tomo  de  poe- 
sías, y  publica  una  novela,  y  planea  una  obra  teatral 
para  la  temporada  próxima,  y  todavía  si  llega  un 
semanario  de  esos  que  se  dedican  á  dar  sablazos  de 
original  y  se  dirige  al  correcto  escritor  en  demanda 
de  un  trabajito  cualquiera  para  honrar  con  él  las 
columnas  del  periódico,  Eusebio  Blasco,  pródigo  y 
generoso  como  nadie,  le  regala  media  docena  de 
cuartillas . 

Pero  asusta  pensar  lo  que  Blasco  hubiera  produ- 
cido durante  los  quince  ó  veinte  años  que  ha  per- 
manecido en  París,  alejado  de  la  patria  y  de  sus  anT 
tiguas  relaciones  y  amistades. 

Mientras  ha  estado  en  Francia  ha  escrito  poco, 


PRÓLOGO  .  9 

poquísimo  en  castellano,  y  durante  su  permanen- 
cia en  el  extranjero  era  muy  raro  encontrar  una  co- 
rrespondencia suya  en  La  Época  ó  El  Liberal,  únicos 
periódicos  donde  publicaba  algo  de  tarde  en  tarde . 
(Últimamente  este  diario  era  el  objeto  de  las  prefe- 
rencias de  Blasco,  que  solía  colaborar  en  los  núme- 
ros extrordinarios  que  publicaba). 

Ni  siquiera  hizo  nada  para  el  teatro,  á  pesar  de 
haberse  anunciado  en  los  carteles  de  inauguración 
de  la  Comedia  obras  nuevas  de  Blasco,  promesas 
que  jamás  se  cumplían,  y  después  de  haber  conse- 
guido grandes  triunfos  y  éxitos  fabulosos  en  la  es- 
tena  pareció  que  abandonaba  el  género  por  comple- 
ro  para  dedicarse  en  cuerpo  y  alma  á  hacer  literatu- 
ca  en  francés. 

Bien  es  verdad  que  así  es  como  únicamente  se 
comprende  que  Blasco  llegara  á  dominar  ese  idio- 
ma, manejándolo  con  la  misma  corrección  y  gala- 
nura que  el  castellano. 

Y  hasta  tal  punto  al  sentar  sus  reales  en  París 
quiso  hacer  abstención  completa  de  España  y  los 
españoles,  que  habiendo  sido  gran  aficionado  á  to- 
ros y  publicado  brillantísimas  é  inspiradas  poesías 
elogiando  la  clásica  fiesta  nacional,  olvidóse  de  todo, 
y  escribió  violentos  artículos  en  El  Fígaro  conde- 
nando el  bárbaro  espectáculo,  la  salvaje  diversión, 
como  la  calificó  más  de  una  vez,  en  francés,  por  su- 
puesto... 

Pero  eso  sí,  al  regresar  á  España,  donde  prime- 
ramente le  vi  fué  en  la  Plaza  de  toros  de  Madrid, 
el  día  de  la  inauguración  de  la  temporada,  ocupan- 
do una  barrerita  del  10. 

Reíiérense  de  Blasco  infinitas  anécdotas,  sucedi- 
dos en  que  el  célebre  autor  ha  tomado  parte,  frases 
graciosas,  agudísimas.  Son  donaires  llenos  de  inge- 
nio, prodigios  de  improvisación,  chistes  deliciosos. 


10  PRÓLOGO 

En  una  soirée  que  daba  en  su  casa  el  eminente 
Marios,  y  hallándose  en  un  corrillo  Blasco  y  el  due- 
ño de  la  casa,  preguntóle  éste  si  tenía  hora,  y  Blas- 
co, dirigiéndose  á  los  que  allí  se  hallaban,  exclamó 
en  un  momento  de  feliz  inspiración: 

— «¿Tiene  usted  hora?,  me  dice 

mi  amigo  Martos...:. 
— No,  querido  Cristino, 

ni  hora ¡ni  cuartos!» 

Otra  vez,  cuando  al  regresar  de  un  viaje  que  el 
general  Serrano,  duque  de  la  Torre,  hizo  á  Andalu- 
cía, circulaba  por  la  capital  una  anécdota  en  la  que 
el  ilustre  político  había  sido  protagonista.  Blasco 
perpetuó  el  sucedido  versificando  con  la  facilidad 
increíble  el  caso  ai  referirlo  á  sus  compañeros  de 
improviso  y  diciendo: 

«Esto  sucedió  en  Triana 
entre  una  chula  barbiana 
y  un  general  castellano: 

—  ¡Vaya  usted  con  Dios,  Serrana! 

—  ¡Vaya  usted  con  Dios ,  Serrano!* 

En  los  salones,  haciendo  la  vida  de  alta  sociedad 
que  Blasco  tiene  costumbre  de  vivir,  ha  prodigado 
su  ingenio  de  un  modo  asombroso. 

Hoy  era  el  chiste  á  costa  de  un  político,  mañana 
el  apólogo  hecho  á  un  viejo  verde;  otro  día  la  frase 
mortificante  que  dirigía  á  una  duquesa  al  presen- 
tarse en  los  salones  cubriendo  su  escote  provocati- 
vo y  exagerado  con  calado  velo  transparante  que 
proporcionaba  á  Blasco  el  calembour g  ó  la  palabra 
de  doble  intención,  y  otra  vez,  en  fin,  era  la  peti- 
ción de  un  favor  á  una  gentil  marquesa  para  que  tu- 


viera  la  bondad  de  enviarle  el  gabán  á  casa  con  su 
cochero,  y  al  preguntarle  la  dama: 

— ¿Ahora  mismo? 

Respondía  Blasco  improvisando: 

— «¡Por  supuesto!» 

—  cQuiere  usted  mandarlo  ahora? 

—  Sí,  pero  el  caso  es,  señora, 
que ¡voy  á  llevarlo  puesto!» 

Y  en  cuantos  asuntos  intervenía  hallaba  la  ma- 
nera de  aventurar  una  palabra  picaresca,  algo  có- 
mico que  provocase  la  hilaridad  del  que  le  escu- 
chaba. 

Si  durante  una  noche  de  calaveradas  varios  jóve- 
nes literatos  se  ven  en  la  precisión  de  pignorar  el 
busto  solemne  de  un  monarca,  que  llevaron  con 
majestad  augusta  y  tarareándole  la  marcha  real  á 
una  casa  de  préstamos  para  realizar  un  puñado  de 
pesetas,  Blasco,  con  su  facilidad  característica,  pa- 
sado algún  tiempo,  refiere  el  hecho  diciendo: 

«Empeñaron  este  invierno 
cierto  busto  dos  poetas 
y  consta  así  en  el  cuaderno: 
—  ¡Un  rey! ¡Catorce  pesetas! » 

Y  si  en  otras  circunstancias  dos  amigos,  alguno 
de  ellos  conocidísimo  en  las  letras,  se  hacen  mutua- 
mente encargos  y  recomendaciones  para  buscar  una 
fámula  que  necesitaba  uno  de  ellos,  Blasco,  cono- 
cedor del  caso,  juega  los  apellidos  con  gracia  ini- 
mitable, y  dando  intención  á  la  frase  relata  el  caso 
como  sigue : 

«Coello  le  escribió  á  Pello 
mandándole  una  doncella 
y  Pello  escribió  á  Coeilo 
que  se  quedaba  coella.» 


12  PROLOGO 

La  manía  versificadora  que,  según  él  dice,  pade- 
ce y  de  la  cual  se  burla  diferentes  veces,  oblígale  á 
poner  en  verso  todo  lo  que  le  ocurre  y  todos  cuan- 
tos sucedidos  escucha.  No  es  extraño,  pues,  que 
hallándose  Blasco  de  temporada  en  el  castillo  de 
una  conocidísima  dama  de  nuestra  aristocracia,  y 
no  encontrando  un  día  de  fiesta,  á  la  hora  de  decir 
misa  el  cura  en  la  capilla  de  la  señorial  mansión, 
un  monaguillo  que  ayudase  á  consumar  el  santo 
sacrificio,  como  alguien  propusiera  á  Blasco  para 
el  caso  y  éste  aceptara  con  mil  amores,  al  saberlo 
el  canónigo  se  opusiera  gritando  asustado: 

« ¡No!  ¡No!  ¡Que  es  capaz  de  ayudar  la  misa  en 
verso ! » 

Y  efectivamente,  cuando  fueron  á  buscar  al  ins- 
pirado poeta  halláronle  muy  atareado  terminando 
unas  seguidillas  hilvanadas  á  todo  vapor,  que  co- 
menzaban con  un  introito,  que  si  mal  no  recuerdo 

decía  así: 

•  A  sacristán  me  lleva 

mi  buena  pasta, 
si  no  resulto  bueno 

la  intención  basta. 
¡Jesús  que  risa! 

¡Un  nombre  de  este  vuelo 

diciendo  misa!  »> 

« ¡  Quita*de  ahí ,  hereje!, »  gritaba  el  canóni- 
go indignado  al  enterarse  de  los  versos  y  del  su- 
ceso. 

Y  Blasco  se  retiró  á  su  habitación,  donde  mien- 
tras se  celebraba  la  ceremonia  componía  un  primo- 
roso sermón  en  verso,  que  tampoco  le  consintió  el 
canónigo  que  predicara  desde  el  pulpito;  documen- 
to feliz,  como  pocos  ingenioso,  lleno  de  gracia,  pero 


PROLOGO  13 

imposible  de  encontrar,  porque  D.  Ramón  María 
Narváez,  que  allí  presente  escuchó  la  lectura,  entu- 
siasmado pidió  á  Blasco  que  le  regalara  el  original, 
á  lo  cual  el  inspirado  poeta  accedió  inmediatamente. 

Hace  algunos  años  decía  Blasco  esto  mismo  res- 
pecto á  lo  que  él  llamaba  su  «monomanía  de  versi- 
ficarlo todo;»  y  se  lamentaba  además  de  la  infelicí- 
sima memoria  que  Dios  le  había  dado,  pues  jamás 
podía  acordarse  de  tres  versos  suyos. 

De  otro  modo,  si  Blasco  recordara  todo  cuanto 
ha  escrito  y  perdido,  de  seguro  se  podría  llenar  un 
par  de  tomos  de  versos  deliciosos  y  fáciles,  como 
todo  lo  que  produce  este  célebre  poeta. 

Y  con  pensamientos  originales,  con  frases  espon- 
táneas, son  innumerables  las  anécdotas  y  epigra- 
mas que  de  su  pluma  han  salido;  algunos  de  éstos 
se  citan  como  modelos  de  versificación  y  cultura, 
pues  para  excitar  la  risa  ó  estimular  el  aplauso  Blas- 
co no  necesita  apelar  á  malas  artes. 

El  siguiente  epigrama  es  una  prueba  evidente  de 
esta  afirmación: 

«Es  tan  estrecho  el  ajuar 
del  pobre  de  D.  Donato, 
que  le  dio  un  gato  Gaspar, 
¡y  le  cortó  el  rabo  al  gato 
para  que  pudieía  entrar!» 


A  pesar  de  todas  sus  inconsecuencias,  Blasco  ha 
sido  consecuente  en  una  sola  cosa. 

Aragonés  á  marcha  martillo,  siéntese  orgulloso 
de  haber  nacido  en  aquella  heroica  tierra,  y  en  Ma- 


14  PROLOGO 

drid  y  en  París  y  en  San  Petersburgo  habrá  consen- 
tido que  se  diga  de  nosotros,  los  españoles,  cuantas 
perrerías  puédanse  imaginar,  pero  ¡  ay  del  que  se 
atreva  á  ridiculizar  á  Aragón  ó  á  poner  en  duda  los 
milagros  de  la  Virgen  del  Pilar! 

Esto  era  lo  que  indignaba  tanto  á  Moreno  Nieto, 
cuando  siendo  muy  joven  Blasco  acudía  á  las  reu- 
niones del  Ateneo  que  aquel  hombre  presidía,  y 
nuestro  autor  y  ya  conocido  poeta,  ■  avanzado  en 
ideas  políticas  y  religiosas  y  discutidor  incansable, 
mostrábase  escéptico  y  descreído  y  únicamente 
guardaba  tesoros  de  veneración  y  respeto  para  su 
santa  patrona  la  milagrosa  Virgen  del  Pilar  de  Za- 
ragoza. 

Y  al  escucharle  Moreno  Nieto  salíase  de  sus  casi- 
llas, no  pudiendo  comprender  que  tales  distingos 
se  hicieran  tan  en  serio  y  discutiendo  con  tanto 
calor  y  apasionamiento. 

Esta  es  la  única  consecuencia  de  Blasco. 

Pero  si  es  cierta  la  frase  que  reza  que  de  sabios 
es  cambiar  de  opinión,  en  este  caso  no  cabe  duda 
que  el  inspirado  poeta  es  un  hombre,  no  sabio,  sa- 
pientísimo. 

Ahora  bien:  lo  cierto  es  que  al  regresar  Blasco  á 
España,  como  el  hijo  pródigo,  vuelve  en  toda  la 
plenitud  de  su  maravilloso  talento,  y  nadie  como  él 
es  capaz  de  dar  amenidad  y  atractivo  al  asunto  más 
insignificante  y  trivial. 

No  puede  dudarse  que  trae  el  secreto  de  la  cróni- 
ca fácil  é  intencionada,  que  seduce,  y  atrae,  y  rego- 
cija, y  conmueve,  según  el  motivo  de  que  trate. 

Claro  está  que  después  de  tan  larga  ausencia  de 
la  patria,  y  habiéndose  casi  olvidado,  ú  olvidado 
del  todo,  de  España  y  nuestras  costumbres,  no 
podía  en  manera  alguna  á  las  primeras  de  cambio 
acertar  con  el  gusto  de  nuestro  público,   hoy  muy 


PRÓLOGO 


tS 


variado  y  completamente  distinto  del  de  hace  algu- 
nos años,  y  por  eso  se  explica  perfectamente  el  fra- 
caso de  su  comedia  Juan  León,  que  si  como  obra 
dramática  fué  una  caída,  como  obra  literaria,  donde 
se  retratan  fiel  y  exactamente  caracteres  y  pasiones, 
es  una  verdadera  filigrana  y  un  primor  de  ternura  y 
delicada  poesía. 

Pero  no  fué  valdía  la  lección  ni  vano  el  escar- 
miento, y  ya  en  El  Ángelus,  obra  estrenada  el  pasa- 
do invierno,  demostró  Blasco  ser  el  autor  de  siem- 
pre, maestro  consumado  en  el  difícil  arte  de  hacer 
comedias,  y  correcto  é  inspirado  escritor. 

Si  el  Juan  León  por  su  estructura  y  forma,  di- 
fíciles de  entender,  parecía  y  pareció  una  obra  de 
costumbres  españolas,  escrita  por  un  francés  ilus- 
trado, en  cambio  El  Ángelus  ha  merecido  los  elogios 
de  todos  por  lo  bien  estudiados  que  están  los  tipos 
que  intervienen  en  aquella  fábula  sencilla  y  conmo- 
vedora, tipos  genuinamente  españoles  y  arrancados 
á  la  realidad  con  acertado  tino  y  conocimiento  ma- 
ravilloso del  teatro. 

En  esta  obra  como  en  la  inmensa  mayoría  de  las 
que  Blasco  dio  anteriormente  á  la  escena,  el  autor 
consigue  siempre  lo  que  se  propone,  y  conmueve  ó 
excita  la  hilaridad  del  auditorio  con  facilidad  in- 
creíble, pues  la  ductilidad  de  su  ingenio  pasa  natu- 
ralmente, sin  esfuerzos  violentos  ni  rebuscamientos 
inaguantables,  del  chiste  cuito  y  felicísimo  á  la  fra- 
se tierna  y  apasionada. 

José    Juan    Cadena 


(De  la  Ilustración   Artística  de  Barcelona  del  20  de  Sep- 
tiembre de  1^97.) 


MIGO*  DE  tftfCE  ÍREINTS  Í5Ñ05 


rFigFpACE  treinta  años 

nfe  Zor  rilla  vivía  fraternalmente  con  Ra- 
U  món  Padró.  El  gran  poeta  conserva 
aún  algo  de  aquella  hermosa  cabeza  de  los 
tiempos  juveniles.  Padró  era  muy  joven,  y  su 
rostro  era  el  del  hombre  inteligente,  del  artista 
lleno  de  entusiasmo  y  de  ilusiones.  Viendo  su 
retrato  de  entonces,  más  parece  músico  que 
pintor. 

Por  aquella  época  vino  á  España  Rossi.  Los 
tres  artistas  se  entendieron  bien  pronto.  Rossi 
conquistó  al  público  español.  Era  además  gran 
idólatra  de  la  libertad,  de  la  vita,  nuova...  Aún 
me  parece  que  le  veo,  el  día  del  triunfo  de  Al- 
colea  por  las  tropas  de  Serrano,  aquel  famoso 
día  en  que  las  calles  de  Madrid,  llenas  de  gente, 
anunciaban  un  momento  de  inmensa  expansión. 
Tapizados  todos  los  balcones  y  ventanas;  músi- 
cas tocando  el  himno  de  Riego  en  todas  direc- 

2 


18  LOS    DE    MI    TIEMPO 

oiones;  armas  y  bailoteo  en  todos  los  barrios. 
La  Junta  revolucionaria  en  el  gran  balcón  del 
Principal,  hoy  y  entonces  Ministerio  de  la  Gober- 
nación; banderas  flotando  al  viento  en  mil  bal- 
cones. Tamberlick,  al  frente  de  una  masa  enor- 
me de  gente,  gritando:  «¡Viva  la  libertad!»  Mi 
humilde  persona  llevada  y  traída  en  andas  por 
los  cajistas  de  la  imprenta  de  Moliner,  y  todo3 
gritando:  «/  Viva  Prim/»,  que  era  el  ídolo  del 
momento;  y  en  un  coche  abierto,  viniendo  de 
la  Carrera  de  San  Jerónimo  a  la  Puerta  del 
Sol,  de  pie  en  el  coche,  con  una  bandera  en  la 
mano  izquierda  y  la  mano  derecha  en  alto,  de- 
clamando estrofas  en  prosa  improvisadas  y  re- 
volucionarias, ¡RossüRossi  cantando  á  España  y 
á  sus  libertades  y  á  sus  hombres;  y  el  público 
gritaba:  «¡Viva  Tamberlick!  ¡Viva Pto^si!  ¡Viva 
la  libertad!»  ¡Quénde  vivas! 

Que  luego  haya  muerto  y  desaparecido  todo 
aquello,  no  es  para  discutirlo  aquí.  Lo  raro  es 
que  se  conserven  recuerdos  que  pueda  apreciar 
el  público  de  hoy,  tan  aficionado  á  Memorias  y 
documentos  humanos.  En  el  álbum  de  la  señora 
de  Padró  escribió  Hossi  lo  que  sigue,  y  á  fe  que 
el  autógrafo  ni  lo  poseen  ni  lo  conocen  los  ita- 
lianos que  hoy  andan  recogiendo  facsímiles  de 
su  gran  trágico  perdido.  El  actor  célebre  no 
puede  dejar  más  que  eso:  unas  cuantas  líneas 
escritas,  porque  su  gloria  personal  muere  con 
él.  Oradores,  poetas,  músicos,  arquitectos,  vi- 


LOS   DE   MI   TIEMPO  19 

ven  en  sus  obras;  el  actor  no.  Un  pedazo  de 
papel  dura  más  que  él.  D.  Juan  Eugenio  Hart- 
zenbusch  decía  en  cuatro  versos  inolvidables: 

Hoja  que  llevas  mi  nombre, 
Tú  me  sobrevivirás; 
¿Qué  es  ¡ay!  la  vida  del  hombre 
Cuando  un  papel  dura  más? 

Modesto  fué  al  decirlo,  y  estos  versos  parece 
que  fueron  escritos  para  los  hombres  del 
teatro. 

Rossi  escribió  en  aquel  álbum: 

«Non  sempre  chi  stá  di  sopra  puó  vantarsi 
d'avere  una  forza  morale.  La  materiale  pur 
troppo!  sempre  predomina.  Accetto  e  con  gra- 
titudine  il  posto  que  il  poeta  ha  cecluto  all'artis- 
ta  per  tratto  di  gentilezza,  e  non  mi  conservero 
in  esso  ne  per  forza  di  orgoglio  o  brutale.  Solo 
desidero  che  l'onore  offertomi  sia  d'essempio  a 
tutti  i  poeti  e  a  tutti  gli  artisti,  onde  veggano 
quanti  benefizi  puó  trarre  la  letteratura  teatra- 
le  de  una  simile  fratellanza.» 

Zorrilla  había  puesto  antes  debajo: 

«Pongo  mi  firma  al  fin  de  esta  hoja  para 
obligar  al  famoso  trágico  Rossi  á  poner  la  suya 
sobre  la  mía.» 

¡Qué  época  aquella!  Escribió  Zorrilla  sus  la- 
mentos mozárabes,  y  el  autógrafo,  que  Padró 


20  LOS    DE    MI    TIEMPO 

posee,  es  interesantísimo.  Lo  copiamos  á  conti- 
nuación: 

¡GRANADA  MÍA! 

LAMENTO  MOZÁRABE,  RECUERDO  DEL  TIEMPO  VIEJO, 

POR 

D.  JOSÉ  ZORRILLA 


Hija  del  sol,  Granada,  fanal  del  paraíso, 
De  las  hurís  espejo,  de  su  cintura  chai; 
El  cual  Alah  en  el  cielo  con  dos  luceros  quiso 
Prender,  porque  sombreara  sus  puertas  de  coral; 
Joyero  de  ámbar  y  oro  del  kiosco  nazarita, 
De  perlas  criadero,  de  esencias  manantial; 
Como  la  Meca  santa,  como  Salem  bendita, 
Katifa  de  la  gloria  tendida  en  el  umbral: 
Sultana,  que  oro  pisas 
En  polvo  entre  tus  flores, 
Ante  quien  van  las  brisas 
Abanicando  olores, 
Y  á  quien  de  amor  sonrisas 
Envía  en  sus  albores 
El  ángel  que  trae  trémula 

La  luz  matutinal 

¿Qué  ha  pasado  en  mi  ausencia  para  que  llores? 
Tus  ojos  están  mustios  y  sin  destello:^ 
Flotan  tus  vestiduras  sin  ceñidores, 
Y  sueltos  por  tus  hombros  caen  tus  cabellos. 


LOS   DE   MI   TIEMPO  21 

Sultana  mía, 
¿Quién  dejó  tus  mejillas  tan  sin  colores? 
¿Quién  ahogó  los  cantares  de  tu  alegría? 
¿Por  qué  pálida  tiemblas  con  los  temblores 

De  una  agonía? 
¿Por  qué  cuando  á  tí  vuelvo,  redil  de  amores, 
No  hay  en  tus  miradores  sin  celosía 
Jaulas  con  pajanllos,  tiestos  con  flores 
Y  muchachas  de  alegre  fisonomía? 
¿Qué  ha  pasado  en  mi  ausencia?  di  y  no  me  azores 
Escondiendo  tus  cjos  al  sol  del  día; 
Dime,  ¿qué  te  ha  pasado  para  que  llores, 
Granada  mía? 

Esta  es  la  muestra:  los  trenos  son  cinco,  y  la  gra- 
dación ha  salido  en  crescendo,  por  fortuna  y  casua- 
lidad. 

Tengo  dos  proposiciones:  una  para  imprimir  en 
un  cuaderno  de  ocho  páginas  tres  mil  ejemplares, 
para  venderlos  á  2  reales  en  teatros,  bailes,  casinos, 
ateneos,  etc.,  dándome  1.500  reales  ala  mano,  y  500  si 
llega  la  venta  á  dos  mil,  y  500  si  se  venden  todos. 

Otra  para  imprimírmelo  á  pagar  en  ejemplares, 
dejándome  la  venta  libre. 

El  evitarme  cuentas  y  tiempo  para  el  trabajo  me 
hará  preferir  la  venta  de  una  edición;  reservándome, 
por  supuesto,  el  derecho  de  colección  y  el  de  hacer 
ó  enajenar  otra  si  la  primera  se  agota. 

El  borrador  y  mi  autógrafo  se  rifarán  para  las  víc- 
timas de  Granada,  y  el  50  por  100  de  lo  que  yo  gane 
con  la  poesía:  no  lo  doy  todo,  porque  soy  pobre  y 
tengo  que  vivir  ccn  el  trabajo. 

No  deje  usted  copiar  este  primer  treno;  y  son  las 


22  LOS   DE   MI    TIEMPO 

diez:  el  correo  pasa  á  las  once;  y  suyo  con  un  abrazo 
á  Juno  y  besos  á  los  diablejos,— Zorrilla. — Sábado. 

De  aquellos  tres  artistas,  sólo  queda  Padró 
para  conservar  tan  sagrados  recuerdos,  y  el 
modesto  autor  de  estas  líneas  para  ser  cronista 
de  lo  que  entonces  sucedía  entre  poetas  y  artis- 
tas jóvenes.  El  lector  verá  cómo  éramos  todos 
entonces;  y  si  Padró  es  aún  joven  de  aspecto, 
lo  que  es  yo  ¡ay!  sonrío  como  sonreirá  el  lector 
al  ver  la  vera  efigies  atrasada  de  este  vejestorio  de 
las  letras,  más  viejo  por  las  fatigas  del  trabajo 
que  por  los  años  que  tiene. 

1898. 


Ernilio    Cautelar. 


a.  Academia  de  la  Lengua  celebrará  hoy 
una  de  esas  solemnidades  que  anuncian 
al  mundo  de  las  letras  la  consagración 
de  un  escritor.  Acto  que  á  mí  se  me  figura  pa- 
recido al  de  profesar  en  una  religión,  porque  es 
indudable  que  el  académico,  á  quien  su  nuevo 
nombre  obliga,  se  retira,  ó  pretende  aparentar- 
lo, del  desordenado  mundo  de  la  literatura,  libre 
y  sin  obligaciones.  No  se  puede  ser  incorrecto, 
ni  descuidado,  ni  frivolo,  ni  otras  cosas  que  pa- 
recen bien  en  el  poeta  espontáneo  é  independien- 
te, teniendo  el  carácter  de  padre  de  la  lengua  y 
legislador  del  idioma.  Hay  algo  de  magistratura 
en  esta  honrosa  distinción  que  tanta  respetabi- 
lidad imprime  y  que  tanta  inspiración  achica. 
Pero  por  lo  mismo  que  el  ingreso  en  la  corpo- 
ración significa  el  tercer  entorchado  en  la  mili- 


24  LOS   DE   MI   TIEMPO 

cia  de  las  letras,  es  ansiado  por  muchos,  logra- 
do por  pocos  y  respetado  por  todos. 

No  se  dirá  esta  vez,  como  tantas  otras,  que  la 
política  ha  sido  mérito  principal  del  académico 
que  va  á  leer  su  discurso  sobre  la  poesía  en  el 
siglo  presente,  ni  que  ha  llegado  á  tan  alto  honor 
por  reaccionarias  ideas.  La  Academia  abre  hoy 
sus  brazos  á  un  hombre  universalmente  cele- 
brado como  orador,  como  publicista,  como  ha- 
blista de  primer  orden;  y  es  oportuna  ocasión  de 
ocupar  la  atención  del  público  con  unos  ligeros 
apuntes  sobre  el  personaje  literario  de  quien 
hoy  hablan  todos  los  amantes  de  las  letras,  si- 
quiera estén  hechos  al  correr  de  la  pluma  y  sólo 
por  rendir  culto  á  la  amistad  y  tributo  de  admi- 
ración al  genio. 

La  elocuencia  que  arrebata;  la  frase  que  con- 
mueve; la  voz  que  fascina;  la  poesía  que  seduce; 
el  alma  de  un  titán  en  el  débil  cuerpo  de  un 
hombre.  He  aquí  á  Castelar.  Así  se  expresa  uro 
de  sus  biógrafos . 

Y  con  todas  estas  condiciones  ha  tardado  en 
llegar  á  la  Academia  mucho  más  que  otros  á 
quienes  la  opinión  no  reconoce  tantos  títulos. 

Él,  por  su  parte,  ha  correspondido  tardando 
nueve  años  en  tomar  posesión,  haciéndose  es- 
perar este  cuarto  de  hora. 


LOS    DE   MI    TIEMPO  25 


Una  biografía  de  Emilio  Castelar  no  sería  una 
novedad.  ¡Se  han  escrito  tantas!  Nuestro  gran 
orador  ha  sido  biografiado  y  retratado  millares 
de  veces.  No  hay  periódico  ilustrado  de  España 
ó  del  extranjero  que  haya  dejado  de  rendir  ho- 
menaje al  orador  sin  rival  y  al  hombre  de  Esta- 
do eminente.  No  en  balde  es  una  reputación 
europea. 

Por  otra  parte,  estas  páginas  han  de  diferen- 
ciarse de  las  de  otros  días  en  el  carácter  de  inti- 
midad que  pretendo  imprimirles.  Es  éste  un 
trabajo,  no  de  biógrafo,  sino  de  amigo  indiscre- 
to. No  suelo  hablar  sino  de  aquellos  contem- 
poráneos con  quienes  trato,  y  cuya  vida  íntima 
interesa  á  todos,  porque  en  los  que  han  salvado 
la  valla  de  lo  vulgar  todo  es  objeto  de  curiosidad, 
de  estudio  ó  de  ejemplo.  Así,  pues,  será  ésta  una 
conversación  sobre  Castelar,  en  la  que  no  habrá 
las  invenciones  con  que  suelen  desfigurar  á  los 
personajes  modernos  los  corresponsales  france- 
ses, siempre  afanosos  de  dar  noticias  de  sensa- 
ción á  sus  lectores. 

Será  una  historia  de  familia,  de  las  que  un 
padre  puede  contar  á  sus  hijos  con  el  noble  ob- 
jeto de  que,  al  par  que  se  instruyan,  tomen 
ejemplo  de  un  hombre  en  cuya  vida  no  hay  nada 
que  no  sea  estímulo  á  la  gloria. 


26  LÜS    DE    MI    TIEMPO 


II 


Yo  he  vivido  en  Cádiz,  en  la  misma  plaza 
donde  aún  subsiste  la  casa  donde  nació  Emilio 
Castelar. 

Dice  el  proverbio  francés:  Tal  pájaro,  tal  nido. 
Ignoro  cómo  sería  en  1831  la  casa  aquella;  pero 
al  verla  hoy  blanca,  limpia,  con  esa  blancura 
especial  de  todas  las  casas  andaluzas,  viene  á  la 
mente  el  recuerdo  del  hombre  de  quien  me  ocu- 
po, en  su  persona  pulcro,  en  su  aspecto  risueño, 
en  su  conversación  constantemente  atractivo.  Y 
íorjando  relaciones  misteriosas  entre  los  hechos 
y  las  cosas,  parece  como  que  encuentra  uno 
lógico  que  quien  haya  nacido  en  aquella  pobla- 
ción sui  generisj  al  ser  dotado  por  la  naturaleza 
de  facultades  extraordinarias  y  de  una  precoci- 
dad excepcional,  soñara  en  los  primeros  años  de 
la  vida  con  la  realización  de  grandes  ideales. 
Porque  Cádiz,  que  para  el  viajero  vulgar  es 
triste,  monótono,  desanimado  y  melancólico,  no 
podía  menos  de  ser  para  el  más  ilustre  de  sus 
hijos  de  este  siglo,  el  santuario  de  las  grandes 
concepciones. 

Yo  me  figuro  á  Castelar  niño,  asomado  á  las 
altas  ventanas  de  la  Torre  de  Tavira,  contem- 
plando á  sus  pies  aquella  ciudad  santa,  baluarte 
de  España,  cuna  de  la  libertad,  asiento  un  tiem- 
po de  la  gran  riqueza  del  mundo;  viendo  desde 


LOS    DE    MI    TIEMPO  27 

allí  las  playas  de  Rota,  el  puerto  de  Santa  María, 
los  picos  de  Ronda,  el  monte  de  San  Cristóbal; 
Puerto  Real,  la  Carraca,  San  Fernando,  Chicla- 
na;  allá,  á  lo  lejos,  sobre  la  montaña,  Medina 
Sidonia.  y  más  allá  el  inmenso  mar,  entre  cuyas 
últimas  olas  quieren  adivinar  los  ojos  Gibraltar, 
ávidos  de  contemplar  lo  que  es  suyo.  Me  lo 
figuro  extendiendo  el  vuelo  de  la  fantasía  juve- 
nil á  países  lejanos  y  arrojando  con  el  pensa- 
miento en  ellos  semillas  de  ideas  que  han  de 
fructificar  con  los  años;  porque  desde  allí  el  gran 
tráfico  ha  sido  y  puede  ser  de  las  ideas  como  de 
los  cargamentos,  con  el  Portugal,  la  Inglate- 
rra, la  Holanda,  las  costas  de  Francia  y  el  Nor- 
te de  la  Alemania;  y  de  otra  parte  con  África, 
Italia,  Levante,  las  Américas  todas.  Desde 
aquella  torre  se  pueden  imaginar  graneles 
cosas,  y  Castelar  á  los  diez  años  hacía  ya  dis- 
cursos. 

Se  sabe  que  Mozart  era  concertista  á  la  edad 
en  que  los  niños  apenas  saben  leer  y  escribir 
con  soltura.  Miguel  Ángel  era  superior  á  sus 
maestros  á  los  quince  años.  Beethoveen  escribió 
cuartetos  á  los  trece.  Nuestro  gran  Lope  dicta- 
ba en  la  escuela  correctos  versos  suyos  á  los 
demás  muchachos  que  aprendían  con  éi  las  pri- 
meras letras. 

Castelar  pertenece  á  esa  raza  de  seres  excep- 
cionales á  quienes  la  humanidad  debe  su  cultu- 
ra gradual  y  su  progreso,  porque  los  hombres 


28  LOS   DE   MI    TIEMPO 

de  esta  madera  son  á  manera  de  guías  en  la 
vida  intelectual  y  política  de  su  patria. 

Castelar  era  la  joven  democracia  el  año  54, 
saludada  por  González  Brabo  en  aquella  célebre 
noche  del  teatro  Real. 

Pero  no  he  de  hablar  hoy  del  hombre  político, 
sino  del  artista.  No  he  de  ocuparme  del  político 
ideal,  sino  del  poeta  en  prosa. 

Castelar  es  hoy,  25  de  Abril,  el  hombre  del 
día,  no  por  un  nuevo  acto  político,  sino  por  un 
discurso  académico. 


III 


Si  fuera  ocasión  de  hablar  de  Castelar  como 
hombre  de  Estado,  podría  hacerse  un  paralelo 
entre  Cánovas  y  él,  porque  ambos  representan 
lo  conservador  dentro  de  sus  respectivas  opini<  - 
nes.  Cánovas  es  el  orden  dentro  de  la  monar- 
quía (pues  las  ha  habido  y  habrá  desordenadas 
y  tumultuosas).  Castelar  el  orden  dentro  de  la 
república  (pues  las  ha  habido  y  habrá  ordena- 
das y  exentas  de  populachería).  Cánovas  es  el 
representante  de  lo  tradicional,  Castelar  el  re- 
presentante de  lo  venidero. 

Pero  sin  querer  estoy  hablando  de  lo  que  me 
he  propuesto  eludir,  y  estos  apuntes  van  toman- 


LOS   DE   MI   TIEMPO  29 

do  un  carácter  que  desmiente  el  epígrafe  de  esta 
plana  (1). 


IV 


Bremón  me  decía  una  tarde,  hablando  del 
culto  católico: 

— ¡Yo  no  sé  qué  daría  poroirun  sermón  pro- 
nunciado por  Castelar  en  la  catedral  de  Toledo! 

Parece  esto  una  ocurrencia  familiar,  y  es  casi 
la  mitad  de  la  biografía  del  académico  nuevo. 

Castelar,  aunque  parezca  raro  á  sus  amigos 
de  ayer,  y  excesivo  á  sus  amigos  de  hoy,  es  en 
su  vida  interior,  como  otros  muchos,  un  cris- 
tiano viejo  con  todo  el  idealismo  de  un  poeta 
moderno.  Se  necesita  haberle  visto  dentro  de  su 
casa,  empeñado  en  solemnizar  á  la  manera  del 
vulgo  todas  las  íestividades  de  la  Iglesia  católi- 
ca, para  convencerse  de  que  en  Castelar  ha  ha- 
bido siempre  dos  hombres,  el  de  la  multitud  y  el 
de  la  familia.  Para  la  multitud  necesitaba  ser 
más  despreocupado.  Y,  sin  embargo,  evitó  el 
aplauso  que  en  tiempos  revolucionarios  ha  ob- 
tenido siempre  la  impiedad  erigida  en  sistema; 
Suñer  buscó  la  popularidad  en  el  ateísmo,  y 


(1)  Publicóse  este  trabaio  en  las  Entrepáginas  del  pe- 
riódico ti  Liberal^  tituladas  además  Paréntesis  de  la  po- 
lítica. 


30  LOS    DE    MI   TIEMPO 

Castelar,  con  el  poderoso  imán  de  su  palabra, 
atrajo  en  torno  de  su  elocuencia  todas  la  opinio- 
nes, escudado  en  una  fórmula,  en  un  sistema 
que  la  práctica  hizo  imposible.  Tal  vez  desapa- 
reció ante  la  multitud  el  soñador,  pero  quedó  el 
artista. 

¿Será  sentimiento  artístico,  idealismo  religio- 
so, lo  que  en  Castelar  hay  de  Cristiano?  Poco 
importa  para  su  gloria.  Empezó  su  vida  pública 
escribiendo  La  Hermana  de  la  Caridad;  hizo  su 
reputación  analizando  los  Cinco  primeros  siglos 
del  cristianismo,  y  cuando  ya  lo  había  sido  todo, 
escribía,  desterrado  en  París,  sus  Recuerdos  de 
Italia,  donde  lo  más  hermoso  es  aquello  en  que 
pinta  y  admira  cuanto  hay  en  Roma  de  cristia- 
no. Hay  en  esto  el  indeleble  sello  impreso  en 
una  imaginación  ardiente  por  el  amor  y  el  ta- 
lento de  una  madre. 


Su  madre,  según  opinión  de  los  contemporá- 
neas, era  una  mujer  excepcional. 

Uno  de  los  mil  biógrafos  de  Castelar  ha 
dicho: 

«A  las  dulces  sonrisas  de  su  niñez  vinieron  á 
mezclarse  tempranas  lágrimas.  Su  padre,  hon- 
radísimo empleado  de  modesto  sueldo,  murió 
pobre,  dejando  al  niño  por  herencia  su  nombre 


LOS   DE    MI    TIEMPO  31 

sin  mancha  y  un  tesoro  inapreciable:  una  bon- 
dadosa madre.  Castelar  fué  guiado  en  su  niñez 
y  en  sus  primeros  estudios  por  aquella  excelen- 
te señora,  que  vertió  en  el  corazón  de  su  hijo 
toda  la  dulzura  de  su  alma.  ¿Cómo  extrañar  las 
dulces  aspiraciones  de  Castelar  y  la  poesía  de 
que  está  impregnada  su  alma?  ¿Cómo  extrañar 
su  horror  á  la  sangre  y  su  evangélica  dulzura, 
si  la  mano  de  una  mujer  ha  guiado  sus  prime- 
ros vacilantes  pasos? 

Estu  iad  bien  los  discursos  de  Castelar;  en 
todos  ellos  hallaréis  un  destello  de  la  purísima 
inspiración  de  una  madre  cariñosa.  Leed  sus 
obras,  y  en  todas  veréis  las  dulces  huellas  de 
los  consejos  de  una  mujer. 


VI 


Fué  su  madre,  en  efecto,  quien  adivinó  la 
verdadera  vocación  del  hijo.  Mujer  de  ex- 
traordinario talento,  facilitó  al  futuro  orador 
lecturas  y  ejemplos  que  infundieron  en  su  áni- 
mo el  deseo  de  la  gloria.  Plutarco  le  era  fami- 
liar á  la  edad  en  que  los  niños  juegan.  Cuando 
á  los  veinte  años  vino  á  Madrid  á  la  Escuela 
Normal  de  Filosofía,  ya  su  verbosidad,  su  ca- 
rácter comunicativo  y  afable,  su  estilo  poético, 
aún  en  la  conversación  familiar,  le  habían  pues- 


32  LOS    DE  MI    TIEMPO 

to  en  condiciones  de  ser  entre  sus  compañeros 
el  amigo  de  todos  y  el  futuro  jefe. 

Para  fortuna  suya,  llegó  el  mes  de  Septiem- 
bre del  año  54,  y  su  reputación  se  hizo  en  una 
hora. 


VII 


Conocí  á  Castelar  en  la  redacción  de  La  Dis- 
cusión. Era  en  Octubre  del  61,  y  formaban  aque- 
lla Redacción  famosa  una  docena  de  hombres, 
de  los  cuales  ya  no  viven  más  que  cuatro  ó  seis. 
Era  aquel  un  periódico  impuesto  á  la  opinión 
por  la  fuerzi  de  sus  doctrinas  y  de  su  estilo. 
Rivero  hacía  un  artículo  de  fondo  por  semana, 
que  se  anunciaba  con  dos  ó  tres  días  de  antici- 
pación, como  acontecimiento  magno.  Pí  y  Mar- 
gall,  Carrascón,  Gómez  Marín,  Romero  Girón, 
Mora,  Nougués,  y  otros  varios  no  menos  im- 
portantes periodistas,  hacían  los  restantes.  Ro- 
berto Robert  reseñaba  las  sesiones  de  Cortes 
con  aquel  aticismo  inimitable  que  hizo  célebre 
su  pluma  volteriana.  Luis  Rivera  escribía  la 
gacetilla;  Fernández  y  González,  la  novela  del 
folletín...  Castelar  lo  hacía  todo  á  un  tiempo, 
porque  su  pluma,  que  vuela,  va  sembrando  en 
caracteres  enormes,  líneas  anchas  y  torcidas, 
que  no  llegan  á  seis  en  cada  cuartilla,  de  modo 
que  en  media  hora  de  trabajo,  el  montón  de  pa- 


LOS    BU    MI    TIEMPO  33 

peles  parece  á  la,  vista  original  suficiente  para 
un  libro  voluminoso...  Escribe  con  la  misma  fa- 
cilidad y  soltura  con  que  habla,  y  los  conceptos 
poéticos,  brotan  de  su  mente  con  asombrosa 
rapidez  en  forma  correcta  y  primorosa. 

Se  pondera  la  facilidad  y  fecundidad  de  mu- 
chos novelistas  y  autores  dramáticos,  y  no  se 
repara  en  que  si  Castelar  hubiera  escrito  para 
el  teatro,  en  vez  de  hacer  discursos,  libros  ó  ar- 
tículos, bien  puede  asegurarse  que  habría  es- 
crito tantas  comedias  como  Lope. 


VIII 

Pero,  lo  repito  porque  conviene  á  mis  ligeras 
observaciones  de  hoy,  es  artista  ante  todo.  La 
casa  de  Bailly-Bailliére  ha  traído  á  España  más 
libros  de  crítica  y  de  literatura  para  él  que  para 
cualquier  sociedad  ó  ateneo.  Sigue  desde  que 
nació  á  la  vida  pública  el  movimiento  artístico 
y  literario  europeo  con  afanosa  actividad,  y  to- 
das las  literaturas  le  son  familiares  y  todos  los 
artistas  conocidos.  En  su  primer  viaje  á  París 
intimó  con  todos  los  hombres  eminentes  de 
nuestro  tiempo.  Pasó  á  Italia  y  fué  un  compa- 
ñero entre  los  grandes  artistas  contemporáneos. 
El  amigo  que  quiso  servirle  de  cicerone  en  Roma 
se  quec'ó  confundido  al  ver  que  el  viajero  espa- 

3 


34  LOS    DE   MI    TIEMPO 

ñol  le  iba  explicando  á  él  por  adelantado  mo- 
numentos, lugares,  cuadros  y  estatuas.  Músico 
de  corazón,  os  conmoverían  tanto  como  una 
ópera  de  Bellini  los  comentarios  que  le  oyerais 
á  Castelar  en  el  fondo  de  un  palco. 

Se  le  tacha  de. aristócrata  en  sus  gustos,  y  es 
que  hay  naturalezas  que  son  refractarias  á  lo 
vulgar.  Se  puede  ser  demagogo  y  tener  muy 
delicadas  aficiones.  Se  puede  ser  el  ídolo  popu- 
lar, y  sentir  como  gran  señor.  Donde  hay  mu- 
chos aristócratas  con  aficiones  de  toreros,  nada 
tiene  de  extraño  que  haya  demócratas  que  sien- 
tan en  grandes. 


IX 


La  experiencia,  enemiga  del  sentimiento,  y  la 
práctica,  consejera  de  la  necesidad,  cambiaron, 
sin  duda,  los  ideales  de  Castelar;  y  después  de 
todo,  para  confesarlo  se  necesita  un  gran  valor, 
porque  no  se  prescinde  de  la  popularidad  ciega 
en  aras  de  la  patria  salud  sin  un  gran  esfuerzo 
de  voluntad,  que  tiene  todos  los  caracteres  del 
sacrificio. 

Practicar  lo  posible  donde  se  había  hecho  im- 
posible todo,  era  proclamar  el  reinado  de  la 
sensatez;  y  arrostrar  las  iras  ele  millares  de 
amigos  en  bien  de  la  tranquilidad  común,  sig- 
nificaba, sin  duda  alguna,  un  gran  deseo  de  im- 


LOS   DE   MI   TIEMPO  35 

poner  la  cordura  por  la  fuerza,  ya  que  no  fuese 
posible  de  otro  modo. 

No  le  resultó;  calló  el  hombre  de  Estado  y 
quedó  el  literato,  cuyos  libros  se  agotan,  se  tra- 
ducen y  se  esperan  con  impaciencia  siempre. 
Todas  las  prensas  de  Europa  han  impreso  el 
nombre  de  este  ilustre  español  y  sus  inimitables 
frases.  Es  nuestra  gloria  nacional;  y  para  que 
lo  sea,  basta  oírselo,  antes  que  á  nadie,  á  los  ex- 
tranjeros. 


X 


El  orador,  el  novelista,  el  crítico,  el  polemis- 
ta, el  hombre  de  Estado,  es  bien  conocido.  En 
estos  ligeros  apuntes  no  he  de  tratarle  sino  en 
intimidad,  y  bajo  este  punto  de  vista  pudiera 
dar  muchos  detalles  de  su  carácter  especialí- 
simo. 

Hombre  de  actividad  intelectual  extraordina- 
ria, infatigable  en  las  luchas  de  la  inteligencia, 
afabilísimo  en  el  trato  social,  no  le  ha  quedado 
nunca  tiempo  para  ocuparse  de  las  necesidades 
materiales  de  la  vida.  Su  trabajo  le  produce  para 
vivir  holgadamente,  y  sin  embargo,  nunca  le 
ha  sobrado  dinero.  De  un  pretendiente  al  trono 
español  se  contaba  que  nunca  llevaba  dinero 
encima,  ni  se  ocupaba  de  gasto  alguno,  como 
si  sus  vasallos  se  lo  debieran  todo .  De  Castelar 


36  LOS   DE    MI    TIEMPO 

puede  decirse  que  nunca  supo  el  valor  del  di- 
nero como  necesidad  del  día  de  mañana,  por- 
que éste  le  parece  el  último  de  los  asuntos.  Y  á 
este  propósito  recuerdo  un  suceso  que  forma 
época  en  la  existencia  doméstica  de  Castelar  y 
que  da  clara  idea  de  su  manera  de  ser  en  lo 
que  pudiéramos  llamar  práctica  de  la  vida. 

Castelar  es  distraidísimo .  Cuando  habla,  sus 
manos  recorren  los  objetos  más  cercanos  y  ya 
sea  libro,  pluma,  papel,  lápiz,  cualquier  cosa, 
lo  que  más  cerca  vea,  ha  de  cogerlo  y  accionar 
con  ello.  Estrujar  un  papel,  arrollar  una  tarje- 
ta, tronchar  una  pluma,  son  ocupaciones  cons- 
tantes de  aquellos  dedos  inquietos,  que  indepen- 
dientemente de  la  voluntad  juguetean  con  lo 
primero  que  se  les  pone  delante... 

Y  era  una  de  aquellas  épocas  en  que  Castelar 
no  conocía  al  rey  por  la  moneda,  y  en  que  den- 
tro de  su  casa  se  esperaba  como  el  Mesías  una 
carta  de  América,  dentro  de  la  cual  había  de 
llegar  dinero 

Nuestro  orador,  sentado  delante  de  la  chime- 
nea, discutía  con  un  amigo  sobre  la  libertad  y 
la  democracia.  Una  persona  de  su  familia  entró 
con  un  paquete  de  cartas.  Castelar  las  abre  á  la 
vez  que  habla,  y  la  persona  aquella  ve  salir  de 
un  sobre  un  papel  largo  y  estrecho,  que  es  in- 
dudablemente una  letra.  «Ya  está  aquí  eso», 
dice  el  orador  enseñando  la  letra,  y  continúa 
hablando.  La  persona  mensajera  de  la  buena 


LOS    DE   MI    TIEMPO  37 

nueva  se  retira  á  dar  la  noticia  por  adentro. . .  y 
Castelar,  en  tanto,  se  entusiasma  hablando  de 
sus  ideales,  y  conforme  su  voz  se  exalta,  las  ma- 
nos van  haciendo  una  bola  de  papel,  que  pasa 
de  una  mano  á  otra  cuarenta  veces,  hasta  que  al 
terminar  una  frase  enérgica  y  llena  de  poesía, 
¡pafl  la  bola,  despedida  en  un  instante  de  inspi- 
ración, va  á  parar  á  la  chimenea. 

Media  hora  después  la  familia  se  entera  de  que 
*¡e  han  quemado  quinientos  duros  y  que  hay 
que  esperar  dos  meses  para  que  la  segunda  letra 
venga  á  remediar  lo  hecho. 

De  estas  anécdotas  hay  en  la  vida  de  Castelar 
un  tomo. 


XI 


Su  entrada  en  la  Academia  es  acaso  la  solem- 
nidad más  sinceramente  celebrada  de  cuantas 
el  país  ha  presenciado  en  honor  del  publicista 
y  del  hombre  público. 

Es  un  tributo  rendido  al  hablista,  al  poeta. 
Al  que  ha  llamado  una  generación  rey  de  la  pa- 
labra le  correspondía  de  derecho  la  entrada  en 
el  templo  del  idioma. 

Su  discurso  le  ha  ocupado  mucho  tiempo,  no 
por  dificultad,  sino  por  temor.  Con  una  reputa- 
ción indiscutible,  Castelar  ha  considerado  el 
acto  de  hoy  como  transcedentalísimo,  y  ha  pues- 
to su  alma  entera  en  este  primoroso  trabajo. 


38  LOS   DE   MI   TIExMPO 

La  tradición  exige  que  lo  lea.  Es  acaso  la  pri- 
mera vez  que  Castelar  va  á  leer,  ó  por  lo  menos, 
á  hablar  con  un  papel  en  la  mano. 

El  asunt¿>  es  hermoso;  el  estilo,  como  suyo.  El 
éxito  se  puede  asegurar  que  será  inmenso.  Las 
invitaciones  se  han  solicitado  como  nunca. 

Si  estuviéramos  en  París,  ayer  se  hubieran 
vendido  por  miles  de  francos.  Estamos  en  Es- 
paña, y  se  han  exigido  á  mano  armada.  Anoche 
se  decía  que  en  el  portal  de  la  casa  del  acadé- 
mico naciente  hubo  ayer  un  admirador  que 
exigió  una  invitación  con  un  revolver. 

Esta  tarde  y  mañana,  la  prensa,  sin  distinción 
de  opiniones,  hará  justicia  al  orador  sin  rival  y 
al  hablista  inimitable. 

Nosotros  dejamos  la  pluma  del  periodista 
para  ir  á  ocupar  con  tiempo  el  sitio  del  especta- 
dor, no  sin  saludar  antes  al  español  ilustre,  de 
quien  la  patria  debe  estar  orgullosa. 

Abril  de  1880. 


3o$é  Luis. 


«^E|^|¡ero,  señor,  Dios  mío,  ¿es  posible  que  en 
un  círculo  tan  chico,  como  en  el  que  vi- 
vimos todos,  y  conociéndonos  tantos 
años,  no  nos  conozcamos? 

A  este  José  Luis  Albareda,  mi  amigo  de  mi 
alma,  le  han  dicho  ayer  y  yo  no  sé  cuantos  pe- 
riódicos, que  era  un  hombre  de  origen  humilde 
y  pobre  y  modesto. 

No  hay  semejante  cosa.  Su  padre  era  un  hom- 
bre rico  del  puerto  de  Santa  María,  ganadero, 
labrador  en  grande,  y  le  dio  á  su  hijo  educa- 
ción de  señorito  y  á  Madrid  vino  José  Luis  á 
estudiar  sexto  año  de  leyes  y  aquí,  con  aquella 
labia  y  aquella  presencia  de  real  mozo,  y  aquel 
saber  lo  mismo  hacer  un  discurso  que  acosar 
un  toro,  andaluz  puro,  muy  resalado  y  muy  va- 
liente, y  muy  too,  como  decía  el  padre,  se  quedó 


40  LOS   DE   MI   TIEMPO 

con  la  población,  y  con  los  hombres  y  con  las 
mujeres. 

Que  se  diga  que  era  de  familia  liberal  y  de- 
mócrata de  corazón,  á  pesar  de  sus  elegancias 
y  de  sus  relaciones,  bueno  está.  Por  demócra- 
ta cambió  la  manera  de  ser  del  partido  modera- 
do y  de  la  Unión  liberal,  aquel  periódico  que 
fundó  mientras  los  demás  escribíamos  La  Dis- 
cusión, haciendo  del  Contemporáneo  un  diario  á  la 
vez  aristocrático  y  popular,  que  llegó  á  estar 
de  acuerdo  con  nosotros  todos  para  hacer  aque- 
lla revolución  de  cuyos  restos  se  vive  todavía. 
Y  á  la  vez  que  periodista  y  hombre  tan  sincero, 
tan  caballero  y  tan  cabal,  como  dicen  en  su  tie- 
rra, que  puede  decirse  de  él  para  honra  suya 
que  ha  muerto  sin  enemigos.  Toda  una  genera- 
ción le  ha  visto  con  sus  hombros  altos,  sus  patillas 
toreras,  sus  levitas  apretadas  y  los  guantes  de 
color  de  perla,  fumando  su  cigarro;  el  primero 
en  los  toros,  el  primero  en  la  ópera,  el  primero 
en  la  Cámara  y  el  último  en  el  Veloz.  Gastando 
lo  que  ganaba  con  rumbo,  como  el  que  apren- 
dió el  rumbo  de  Salamanca,  y  haciendo  todo  el 
bien  que  podía.  Refractario  á  los  negocios  feos, 
y  á  las  trapacerías  que  hacen  otros  cuando 
mandan.  Cada  vez  que  le  hicieron  ministro 
le  cogió  sin  una  peseta,  y  cuando  le  nombraron 
embajador  tuvo  que  pedirle  á  un  amigo  dos  mil 
duros  prestados  para  no  llegar  á  París  en 
blanco,  lo  cual  no  impidió  en  aquel  viaje,  que 


LOS   DE    MI    TIEMPO  41 

lo  hicimos  juntos,  mi  José  Luis  llevara  el  vagón 
lleno  de  aceitunas  aliñas,  pescado  de  la  tierra 
y  un  vino  de  Montilla  que  hervía  más  que  el  va- 
por, y  José  Luis  decía: 

— «Lo  que  es  los  dos  mil  duros,  antes  de  lle- 
gar á  Francia,  nos  los  hemos  bebió!» 

Qué  gran  corazón,  que  sinceridad  tan  her- 


mosa 


Y  entre  broma  y  broma,  como  quien  no  hace 
nada,  golpes  de  hombre  político  de  primera  fuer- 
za. ¿Pues  no  fui  yo  el  que  hizo  publicar  en  el 
Temps,  á  ruego  suyo,  apenas  llegado  á  París, 
aquel  famoso  suelto  de  tres  líneas?  «El  nuevo 
embajador  de  España  en  París,  es  monárquico 
en  España  y  republicano  en  Francia.»  Toda  su 
política  futura  estaba  en  aquel  sueltecillo  que 
tanto  ruido  hizo,  y  con  el  cual  pudo  ser  un  em- 
bajador queridísiaio  y  resolver  muchas  cosas. 

Sus  conquistas  de  buen  mozo,  desde  que  era 
estudiante  hasta  hace  poco,  no  fueron  nunca 
aventuras  de  las  que  dejan  remordimientos.  No 
engañó  nunca  á  nadie,  y  con  ser  del  Puerto,  á 
veces  decía  que  era  más  aragonés  que  yo.  No 
les  pesó  á  mis  paisanos  que  les  representara. 

Y  todo  ello  alternando  con  los  deberes  de  po- 
lítico y  la  costumbre  de  gran  señor  y  las  cosi- 
llas  -de  la  tierra,  y  siempre  al  diquindoy,  por  allá 
abajo. 

La  amistad  que  nos  había  unido  en  España 
se  fortaleció  en  París,  donde  José  Luis  fué  em- 


42  LOS   DE   MI    TIEMPO 

bajador  tan  extraordinario,  que  ha  dejado  me- 
moria. Con  su  francés  pronunciado  á  la  anda- 
luza, y  su  franqueza  nada  diplomática,  llegó  á 
ser  un  hombre  aparte,  una  cosa  rara;  porque 
desde  querer  recibir  una  mañana  al  nuncio  de 
Su  Santidad  en  el  traje  más  ligero  posible,  hasta 
imponer  las  criadillas  en  las  comidas  diplomá- 
ticas, sin  que  nadie  supiera  aquello,  de  todo 
hubo.  ¡Y  á  este  hombre  me  le  han  vestido  á  la 
hora  de  la  muerte  de  franciscano! 

Con  Albareda  desaparece,  no  ya  una  genera- 
ción, sino  una  sociedad.  Aquella  en  que  eran 
figuras  principales  los  Salamancas,  Prím,  la 
Condesa  de  Montijo,  los  Alba,  los  Fernán  Nú- 
ñez,  Romea,  Cuchares,  El  Tato,  Tamberlik, 
Eugenia  de  Guzmán,  la  baronesa  de  Ortega, 
María  Buschéntal,  la  reina  Isabel,  Ramón  Co- 
rrea, Iradier,  la  Ramírez,  y  el  Labi.  Todo  eso 
ha  desaparecido,  se  acaba  ya,  no  quedan  en  pie 
más  que  los  retratos  de  Don  Federico,  el  mudo 
Perea,  y  el  calañés  del  Regatero. 

Pero  queda  algo  más:  queda  el  recuerdo  de 
una  época  brillante,  de  un  Madrid  rico,  ele- 
gante, feliz,  sin  conventos  y  sin  teatros  por 
horas. 

Albareda  era  acaso  el  último  representante 
de  aquellas  grandezas  y  de  aquellas  cosas  tan 
españolas;  más  valiera  haberle  amortajado  con 
una  bandera  nacional  y  poner  en  su  tumba,  ni 
más  ni  menos,  que  José  Luis,  porque  con  estos 


LOS    DE   MI    TIEMPO  43 

nombres  le  conoció  su  tiempo,  y  su  tiempo  no 
olvida. 


Cosas  de  fllbareOa. 


Si  yo  fuese  á  contar  todas  la  frases,  hechos, 
actos  y  palabras  de  mi  inolvidable  amigo  Alba- 
reda,  llenaría  el  periódico.  Por  que  era  tan  ocu- 
rrente, y,  como  dicen  en  Granada,  tan  resalao 
y  tan  ágil,  que  la  mitad  de  §u  carrera  la  hizo 
con  la  gracia. 

Tipo  españolísimo,  andaluz  puro,  que  no  per- 
dió nunca  el  deje  de  su  tierra  ni  aquel  ceceo  con 
el  que  hablaba  su  lengua  y  las  extranjeras.  En 
francés  y  en  inglés  se  entendió  bien  con  la  gen- 
te, pero  hablaba  el  inglés  en  estilo  del  Puerto. 
Lamartine  decía  que  se  puede  perder  la  nacio- 
nalidad y  aun  el  amor  de  la  patria,  pero  el  acen- 
to patrio  se  conserva  toda  la  vida.  Con  acento 
alemán  cantó  siempre  la  Kraus  en  varios  idio- 
mas, y  con  acento  español  cantó  en  francés  Ga- 
yarre.  Va  para  cuarenta  años  que  salí  yo  de  mi 
pueblo,  y  todavía  hablo  en  baturro. 

Albareda  era  ocurrente  en  la  conversación, 
y  lo  que  se  le  ocurría  había  de  decírselo,  del 
rey  abajo,  á  todos.  Todo  el  mundo  sabe  que  á 
D.  Alfonso  XII  le  dijo  cosas  á  que  nadie  se  hu- 
biera atrevido  á  decirle,  pero  que  al  rey  le  hi- 


44  LOS   DE   MI    TIEMPO 

cieron  mucha  gracia  y  las  perdonó  de  buen 
grado. 

— Albareda,  —  le  dijo  una  vez  que  mi  amigo 
era  ministro, — ¿es  verdad  que  usted  ha  hecho 
diputado  á  Fulano? 

— Ez  verdá,  zeñor. 

— ¿Y  cómo  ha  hecho  usted  venir  á  las  Cortes 
á  un  hombre  tan  bruto? 

— Zeñó,  ¡porque  ez  menezter  que  haya  de 
loo! 

El  rey  le  tomó  gran  afecto,  porque  los  reyes, 
mal  acostumbrados  y  hartos  de  no  oir  en  derre- 
dor más  que  adulaciones  y  mentiras,  suelen  to- 
mar afección  por  el  que  es  sincero.  En  cierta 
ocasión  había  un  gran  almuerzo  en  el  Pardo,  y 
el  rey  ofreció  á  sus  comensales  un  vino  produc- 
to de  la  finca  real,  encerrado  en  botellas  con 
etiquetas  preciosas  y  coronas  y  papel  dorado. 
Todo  el  mundo  lo  celebra  mucho:  el  duque  de 
Tal,  el  embajador  Cual,  la  dama  ésta,  la  minis- 
tra aquélla 

— Vaya,  pruebe  usted  mi  vino,  Albareda,  y 
déme  su  opinión. 

Y  Albareda,  después  de  paladearlo,  y  con 
gran  acento  de  respeto: 

— ¡Zeñor,  malos  los  he  bebido  en  mi  vida,  pero 
como  éste  ninguno ! 

Al  día  siguiente  le  envió  el  soberano  una  caja 
de  botellas  de  Jerez  magnífico. 

¿Pues  y  aquel  día  en  que  se  hablaba  de  Cum- 


LOS   DE  MI    TIEMPO  45 

berlang,  aquel  lamoso  adivino  que  estuvo  en 
Madrid  y  al  cual  no  se  le  resistía  nada?  Se  le 
ocultaban  los  objetos  en  sitios  imposibles,  y  los 
descubría  infaliblemente.  Una  aguja  clavada 
en  un  árbol  del  Retiro  la  encontraba  ensegui- 
da. Era  célebre  en  Europa,  y  en  Madrid  obtuvo 
gran  éxito. 

— Es  asombroso, — dijo  un  día  el  rey  hablan- 
con  varios  personajes,  entre  los  cuales  figuraba 
Albareda. 

— Puez  en  mi  tierra, — dijo  éste, — había  un 
ciego  cuando  yo  era  muchacho,  más  listo  que 
este  inglés. 

— ¿Y  qué  hacía? 

— Entraba  en  una  cuadra,  y  con  sólo  tentar 
los  caballos  adivinaba  cómo  eran.  Los  tocaba 
uno  por  uno  y  decía:  «Ezte  es  bayo;  ezte  es  pío; 
ezte  es  alazán » 

— ¿Y  acertaba  siempre? — preguntó  el  rey. 

— ¡Ni  por  cazualiá! 

Alfonso  XII  rió  de  tan  buena  gana,  que  le 
declaró  el  hombre  más  gracioso  de  su  corte. 

Ministro  era  de  Fomento  cuando  se  le  presen- 
tó una  comisión  de  cierta  capital  de  provincia, 
presidida  por  el  alcalde,  un  señor  muy  venera- 
ble y  muy  latero,  como  ahora  dicen,  que  le  hizo 
un  discurso  de  hora  y  media  para  explicarle  lo 
que  la  capital  deseaba.  ¡Hora  y  media!  Albare- 
da no  sabía  ya  adonde  mirar  ni  cómo  permane- 
cer con  los  ojos  abiertos.  Por  fin  acabó  el  buen 


46  LOS   DE   MI    TIEMPO 

señor,  y  el  ministro,  después  de  una  gran  pausa, 
le  dijo: 

—Y  digazté,  zeñor  alcalde,  por  allá  ¿cómo  an- 
damos ele  mujerío? 

Demócrata  de  sangre,  á  pesar  de  venir  de  fa- 
milia rica  y  de  ser  el  elegante  que  todos  hemos 
conocido,  á  veces  y  como  distraído  ó  genial  ha- 
cía cosa?  tremendas. 

—Ahí  está  el  duque  de  Montpensier,— le  dijo 
en  París  su  secretario  una  mañana. 

A  Ib  reda,  que  estaba  en  camisa,  dijo  muy 
tranquilo: 
— ¡Que  pase! 

— ¡Pero  José  Luis! — exclamé  yo. 
— En  haciéndome  observaciones,  recibo  en 
cueros.  Monárquico  en  España  y  republicano 
en  Francia,— repitió.  ¿No  has  leído  en  Galdós 
aquella  memorable  página  en  que  Fernando 
VII  recibe  al  embajador  francés  medio  desnu- 
do? Pues  cada  uno  á  su  vez...  ¡Buenos  días  se- 
ñor duque! 

Y  el  duque,  que  tampoco  se  asustaba  de 
nada: 
— ¡Hola!  ¿está  usted  de  media  gala? 
¡Qué  temporada  aquélla  de  París!  A  las  nue- 
ve de  la  mañana  solía  yo  ir  á  verle  y  á  ciarle 
consejos  para  su  salud,  porque  despreciaba  la 
muerte  más  que  los  héroes  de  las  guerras.  En- 
fermo grave,  comía  y  bebía  de  todo,  salía  con 
buen  tiempo  y  con  malo,  se  reía  de  la  Medicina, 


LOS   DE   MI   TIEMPO  47 

y  con  buen  humor  constante  desafiaba  el  peli- 
gro. Olvidando  sus  chistes  se  complacía  en  re- 
cordar los  de  los  demás,  y  por  eso  siempre  que 
recibía  letras  de  España,  antes  de  cobrarlas 
decía: 

— Mirar  á  ver  si  están  en  su  juicio. 

Y  fué  que  una  vez  nuestro  amigo  Carreño, 
hombre  gracioso  como  pocos,  tenía  que  hacer 
un  pago  y  prometió  hacerlo  al  día  siguiente  con 
el  importe  de  una  letra  que  esperaba.  Y  la  letra 
llegó  y  Carreño  le  dijo  á  Albareda: 

— ¡Estoy  contrariadísimo,  porque  iba  á  pagar 
con  esto  (y  sacó  la  letra  del  bolsillo)  y  resulta 
que  me  han  enviado  una  letra  loca! 

— ¿Cómo  loca? 

— Sí,  señor;  he  ido  á  cobrarla,  y  me  dicen 
que  le  falta  el  conocimiento/ 

En  aquellas  mañanas  íntimas,  Albareda  y  yo 
discutíamos  sobre  presente  y  porvenir,  y  yo 
decía: 

— Un  día  se  acordará  el  pueblo  de  Madrid  de 
quién  es,  y  os  va  á  echar  á  todos  por  la  ven- 
tana. 

— ¡Pero  hombre, — exclamaba  José  Luis,— si 
el  pueblo  de  Madrid  está  jubilado! 

— ¿Qué  es  eso  de  jubilado? 

— El  pueblo  hizo  proezas,  se  batió  en  las*  ca- 
lles, hizo  la  Revolución,  todo.  Y  luego...  pidió 
el  Retiro.  El  duque  de  Fernán  Núñez  se  lo  dio, 


48  LOS   DE   MI   TIEMPO 

y  allí  acabó  la  juelga.   ¡Es  un  pueblo  retrasao, 
no  hay  más  que  acordarse! 

¡Profunda  observación!    Es  verdad.    ¡Hace 
años  que  todos  pedimos  el  retiro! 

Noviembre,  1897. 


El  JVIarqué?  de  Bogaraya. 


^ÍJIIIJobre  amigo ! 

tílg/  Treinta  años  de  constante  afección, 
30*^  que  no  turbaron  jamás  ni  ausencias,  ni 
diferencias  políticas,  ni  desacuerdos  literarios, 
que  acababan  siempre  por  amables  reconcilia- 
ciones, los  ha  liquidado  la  muerte,  supremo  juez 
que  dicta  sentencias  tan  inapelables  como  ines- 
peradas. Le  conocí  en  la  casa-palacio  del  mar- 
qués de  Santiago,  allá  por  los  años  en  que  yo 
era  novio  de  la  que  hoy  es  mi  santa  mujer.  De 
todas  aquellas  relaciones  adquiridas  en  el  no- 
viazgo y  que  habían  de  convertirse  en  medias 
parentelas,  Gonzalo  Bogaraya,  que  así  se  le  lla- 
maba en  el  gran  mundo  y  se  le  ha  llamado  hasta 
su  muerte,  sin  duda  porque  era  siempre  joven, 
íué  mi  mejor  amigo. 

Nacido  en  París,  en  tiempos  de  la  emigración 
de  su  padre,  cuando  había  liberales  de  veras, 

4 


50  LOS    DE   MI    TIEMPO 

que,  como  dicen  los  franceses,  pagaban  con  sus 
personas,  Gonzalo  Saavedra  parecía  haber  ad- 
quirido en  la  cuna  gustos  modernos,  gustos  li- 
terarios; sin  perder  nada  de  su  condición  de  ca- 
ballero á  la  antigua . 

Todos  los  Rivas,  hombres  y  mujeres,  son  más 
ó  menos  literatos,  personas  de  refinado  gusto, 
artistas  en  el  alma.  Todos  han  sentido  y  sienten 
como  poetas,  y  parece  como  que  se  complacen 
en  haber  heredado,  antes  que  la  nobleza,  la  con- 
dición de  hombres  de  letras.  En  los  varios  domi. 
cilios  de  todos  los  herederos  del  autor  inmortal 
del  Don  Alvaro,  el  gran  lujo  son  las  armas,  los 
libros,  los  cuadros.  En  torno  de  ellos  se  respira 
un  ambiente  de  buen  gusto  exquisito,  y  junto  á 
la  nobleza  frivola,  entregada  al  sport,  á  la  tauro- 
maquia ó  á  la  política  del  campanario,  los  Rivas 
son,  antes  que  nada,  artistas,  viven  para  el  es- 
tudio y  todo  el  mundo  les  quiere. 

Gonzalo  fué  militar,  diputado,  maestrante, 
gran  cruz,  todo  lo  que  se  quiera,  pero  se  le  con- 
sideraba como  amigo  íntimo  en  todas  partes, 
por  su  amor  de  las  artes  y  de  las  letras.  Desde 
joven  tuvo  aficiones  de  trabajador.  En  sus  ratos 
de  ocio,  trabajaba  de  ebanista,  como  ahora  el 
célebre  conde  Tolstoi,  literato  universal,  se 
complace  en  hacer  zapatos.  En  muchas  casas 
grandes  de  Madrid  hay  preciosos  muebles  he- 
chos por  el  grande  de  España.  Músico  excelen- 
te, tocaba  la  flauta  como  un  profesor.  No  com- 


LOS   DE   MI   TIEMPO  51 

prendía  la  vida  sin  hacer  algo  últil,  algo  artís- 
tico. Amante  de  su  país,  se  lanzó  como  su  padre, 
á  la  política,  y  en  los  cargos  que  desempeñó 
fué  muy  honrado  y  muy  caballero.  Gobernador 
de  Madrid,  tuvo  que  salir  de  frente  á  combatir 
uno  de  esos  motines  de  las  terribles  cigarreras, 
más  temibles  que  todos  los  hombres  juntos,  y  lo 
dominó  á  cambio  de  heridas.  Los  tiempos  ha- 
bían cambiado;  con  once  Jieridas  mortales  cayó  su 
ilustre  padre  bajo  los  caballos  de  los  franceses; 
el  hijo,  que  no  alcanzó  tiempos  de  luchas  de  in- 
dependencia nacional,  hubo  de  pelear  contra  las 
hijas  de  Madrid,  más  invasoras  que  los  peores 
enemigos. 

Carácter  dulce  y  bondadoso,  amigo  fiel  de  sus 
amigos,  gran  caballista  en  sus  juventudes, 
guapo  mozo,  esposo  amantísimo  de  la  que  lla- 
maba su  Fernanda,  de  la  santa  mujer  que  le  hizo 
el  hogar  muy  dichoso,  el  marqués  de  Bogaraya 
baja  á  la  tumba  sin  un  enemigo,  sin  rencores 
de  nadie,  y  representando  una  aristocracia  que 
Nakens  y  Rodrigo  Soriano,  con  su  democrática 
campaña,  no  incluirán  en  los  ataques  á  la  que 
combaten  por  frivola  y  superficial,  juerguista  ó 
desocupada. 

Como  las  familias  de  Perales,  Medinaceli, 
Fernán-Núñez,  esta  de  los  Rivas  es  de  las  que 
van  á  la  par  con  el  pueblo  madrileño,  y  son  en 
vida  sus  amigos  y  en  la  hora  de  la  muerte  res- 
petadas por  todos.  El  marqués  de  Bogaraya 


52  LOS   DE   MI   TIEMPO 

pudo  repetir,  al  agonizar,  el  non  omnis  moriar; 
no  moriré  del  todo. 

Enero,  1899. 


B.  J05E  DE  CASTRO  Y  SERRANO 


e  aquella  generación  de  granadinos  que 
vinieron  pobres  y  obscuros  á  Madrid,  y 
luego,  a  fuerza  de  talento  y  de  trabajo, 
fueron  célebres  todos,  creo  que  no  queden  en 
pie  más  que  D.  José  Fernández  Jiménez  y  don 
Manuel  del  Palacio  y  el  músico  Vázquez. 

Los  demás  se  llamaban  Pedro  Antonio  de 
Alarcón,  Pérez  Cossio...  Fueron  íntimos  amigos 
y  llegaron  á  la  mayor  altura  en  las  letras,  las 
artes,  la  administración  pública.  D.  José  de  Cas- 
tro y  Serrano  se  distinguió  entre  todos  por  su 
afable  trato  y  por  la  amenidad  de  su  conversa- 
ción. Y  cuando  aplicó  estos  dones  naturales  á 
la  literatura  y  se  decidió  á  ser  publicista,  fué  en 
poco  tiempo  el  escritor  más  leído  y  el  más  apre- 
ciado de  los  prosistas  de  su  época,  porque  unió 
á  la  naturalidad,  tan  difícil  y  tan  rara  en  los  es- 
critores españoles,  una  corrección  en  el  estilo 
que  le  llevó  en  los  últimos  años  de  su  vida,  con 
perfecto  derecho,  á  los  honores  de  la  Academia. 


54  LOS   DE   MI   TIEMPO 

En  aquellos  tiempos  en  que  el  duque  de  Mont- 
pensier  presentó  su  candidatura  al  trono  de  Es- 
paña, se  elijo  y  se  creyó,  y  tal  vez  no  faltaron 
motivos  de  creerlo,  que  el  señor  duque  subven- 
cionaba periódicos  para  que  hicieran  su  causa . 
Y  que  á  D.  Patricio  de  la  Escosura,  que  no  diri- 
gía periódico  alguno,  le  subvencionaba  la  conversa- 
ción. 

Esto  que  parecía  broma,  pudo  bien  ser  ver- 
dad, porque  donde  quiera  que  D.  Patricio  llega- 
ba y  hablaba  de  cualquier  cosa,  cautivaba  de 
tal  modo  á  su  auditorio,  que  le  cumplía  admira- 
blemente la  calificación  de  cliarmeur  que  dan  los 
franceses  al  que  les  encanta  hablando. 

Pues  nuestro  D.  José  de  Castro  y  Serrano 
era  de  esos.  Recopilando  lo  que  dijo  en  su  vida 
en  tertulias  y  círculos  de  amigos,  hubieran  po- 
dido hacerse  centenares  de  tomos  de  una  ame- 
nidad única. 

Nació  en  Granada  en  el  año  de  1829.  Le  dedi- 
caron á  la  carrera  de  médico,  y  la  aprendió  tan 
pronto  que  fué  médico  a  los  diez  y  ocho  años. 

Naturalmente,  no  pudo  ejercer  su  profesión 
y  tuvo  que  esperar  á  ser  mayor  de  edad  para 
dedicarse  á  ser  el  salus  in^rmorumáe  una  cliente- 
la que  esperaba  sin  gran  entusiasmo,  porque  á 
pesar  de  los  brillantes  ejercicios  que  hizo  y  de 
ía  gloria  que  logró  tan  joven  de  ser  médico  á  la 
edad  en  que  los  muchachos  todavía  se  divierten, 
su  vocación  era  otra;  tenía  el  culto  de  las  letras. 


LOS   DE   MI    TIEMPO  55 

A  Madrid  vino  cuando  aún  no  tenía  veinticinco 
años,  con  muchas  esperanzas  y  poco  dinero, 
y  se  unió  á  Palacio,  Alarcón,  Vázquez  el  músico 
y  otros  amigos.  Todos  estos  eran  liberales  desde 
los  primeros  albores  de  la  vida.  Castro  era  con- 
servador. Y  mientra  Alarcón  escribía  en  El  Lá- 
tigo y  Palacio  servía  á  la  democracia  naciente, 
nuestro  escritor  entraba  en  El  Observador  y  le 
ponía  la  puntería  á  una  covachuela  cualquiera. 
Fué  empleado  muy  joven,  y  ya  asegurada  su 
vida  material  con  la  modesta  paga  que  fué  au- 
mentando á  medida  que  el  escritor  adquiría 
nombre  y  con  la  ayuda  de  sus  buenos  amigos, 
estudió,  observó,  fué  ascendiendo  en  categoría 
y  pudo  dar  á  la  estampa  descansadamente  y  sin 
prisa  su  primer  libro,  que  tuvo  gran  resonancia, 
y  se  titula  Cartas  trascendentales . 

En  1861  se  publicó  este  libro,  cuando  aún  du- 
raba el  estruendo  de  las  armas  y  de  la  guerra 
de  África.  Vino  á  reposar  el  espíritu  del  lector, 
acostumbrado  hasta  entonces  á  lecturas  de  li- 
bros interminables  y  puramente  imaginativos. 
Toda  una  generación  se  había  educado  leyendo 
Los  tres  Mosqueteros,  El  Judío  errante,  El  conde  de 
Monte  Cristo,  las  novelas  españolas  de  Ayguals 
de Izco . . . 

Alarcón  con  su  Diario  de  un  testigo,  Fernández 
y  González  con  sus  primeras  novelas,  fueron 
cambiando  los  gustos.  Castro  y  Serrano  se  apo- 
deró del  público  con  sus  Cartas,  que  formaban 


56  LOS    DE   MI    TIEMPO 

n n  tomo  de  trescientas  páginas  y  eran  un  libro 
ameno.  Tratábanse  en  él  con  estilo  á  la  vez  fami- 
liar y  literario  las  costumbres  de  entonces,  las 
vanidades  de  la  época,  la  vida  íntima  de  la  clase 
media. . .,  era  como  la  fotografía  de  los  contem- 
poráneos del  autor,  y  el  público  se  lo  arrebató, 
y  el  funcionario  de  un  ministerio  pasó  á  ser  un 
escritor  popular  en  pocas  semanas. 

Ya  con  aquel  éxito  y  adquirida  la  notoriedad, 
Castro  y  Serrano,  que  soñaba  desde  muchacho 
con  ver  mundo,  como  debieran  soñar  y  realizar 
todos  los  escritores  jóvenes,  pretendió  y  obtuvo 
que  el  gobierno  español  le  enviara  á  la  Exposi- 
ción de  Londres  como  cronista  de  aquel  inmenso 
concurso. 

Fué  la  idea  excelente,  porque  nadie  contaba 
mejor  las  cosas  que  veía  que  el  escritor  de  quien 
vengo  hablando;  y  como  cronista  de  cosas  tan 
interesantes,  era  único  para  el  caso. 

Sus  puntos  de  vista,  su  espíritu  de  observa- 
ción, sus  cualidades  nativas  de  hombre  de  mun- 
do, crecieron  y  se  agrandaron,  porque  no  hay 
biblioteca  ni  cátedra  mejor  que  el  viaje  largo  y 
la  renovación  de  impresiones.  « Barcos  y  vago- 
nes, ha  dicho  un  escritor  francés,  valen  tanto 
como  libros  y  mapas. » 

En  correspondencias  al  periódico  oficial  publi- 
có este  libro  de  la  Exposición  londinense  y  luego 
en  un  volumen  que  fué  leído  con  el  mismo  inte- 
rés que  el  de  las  Cartas,  aunque  era  de  índole 


LOS   DE   MI    TIEMPO  57 

muy  diferente;  pero  en  él  aprendió  muchas  co- 
sas el  lector  que  no  había  salido  nunca  de  su 
pueblo,  porque  para  ese  lector  se  publican  los 
libros  de  viajes. 

Tal  crédito  adquirió  Castro  con  esta  publica- 
ción, que  al  celebrarse  la  primera  Exposición 
Universal  de  París  en  1868,  el  gobierno  volvió 
á  enviarle  á  que  fuese  cronista  del  nuevo  gran 
concurso  internacional;  y  un  nuevo  libro  sobre 
dicha  Exposición  fué  el  resultado  de  su  viaje  y 
el  fruto  de  su  meditado  trabajo. 

Surgió  la  Revolución  de  Septiembre.  A  Castro 
y  Serrano  le  sorprendió  de  oficial  de  la  secreta- 
ría del  ministerio  de  Ultramar.  Recuerdo  aque- 
lla época  y  la  falsa  situación  de  Castro  al  entrar 
nosotros  en  aquel  ministerio,  todos  amigos  suyos 
desde  el  ministro  hasta  los  auxiliares.  El  minis- 
tro nuevo  era  Avala,  el  subsecretario  Romero 
Robledo,  les  directores  generales  Núñez  de  Arce, 
Dacarrete,  Cisneros;  los  oficiales  León  y  Casti- 
llo, Evaristo  Escalera,  yo,  que  admiraba  tanto 
los  libros  de  aquel  que  encontramos  allí  como 
compañero...  Pero  Castro  y  Serrano  era  em- 
pleado moderado,  su  plaza  la  querían  muchos,  la 
política  no  tiene  entrañas,  y  á  pesar  de  que  el 
autor  de  las  Cartas  trascendentales  resistió  y  no 
dimitió,  creyendo  que  aquel  gobierno  de  la  Re- 
volución le  respetaría  como  tantos  otros,  íué 
declarado  cesante,  y  ya  no  volvió  á  ser  funcio- 
nario en  su  vida. 


58  LOS   DE   MI   TIKMPO 

Mejor  para  las  letras,  y  mejor  para  él,  que 
pudo  con  esta  ocasión  dar  prueba  de  su  talento 
y  sabiduría  de  los  pueblos  y  de  los  hombres' 
publicando  lo  que  se  llama  en  la  literatura  con- 
temporánea La  novela  del  Egipto,  precioso  libro 
en  el  que  se  describe  la  inauguración  del  Canal 
de  Suez  y  el  Egipto  de  1868  con  la  misma  exac- 
titud con  que  pudiera  hacerlo  cualquiera  de  los 
que  asistimos  á  aquel  grandioso  aconteci- 
miento. 

Indudablemente  Castro  pensó  en  ir  á  Suez,  en 
ser  nombrado  para  aquella  inauguración  como 
lo  había  sido  para  las  Exposiciones  d^  Londres 
y  París;  acaso  tenía  ya  la  promesa  del  gobierno 
de  González  Bravo.  Estalló  la  revolución,  el  go- 
bierno provisional  nombró  á  sus  amigos,  luimos 
á  Egipto  Galdo,  Montesinos,  Abarzuza,  Aram- 
buru,  el  pintor  Gisbert,  el  duque  actual  de  Te- 
tuán  y  mi  modesta  persona.  Castro,  que  tenía 
su  orgullo  (muy  justificado),  pensó:  «Yo  haré 
desde  Madrid  el  libro  que  hubiera  hecho  á  orillas 
del  Nilo.»  Y  lo  hizo,  y  lo  dio  por  el  momento  sin 
nombre,  hasta  que  el  éxito  grande  de  la  obra  le 
decidió  á  romper  el  secreto. 

Pero  ya  dentro  de  las  situaciones  moderadas, 
por  relaciones  de  escritor  con  todos  los  go- 
biernos que  precedieron  al  primero  de  la  Re- 
volución, Castro  íué  el  escritor  cronista  de 
las  Exposiciones  Universales;  porque  también 
íué  nombrado  para  estudiar  la  de  Viena,  y  de 


LOS   DE    MI   TIEMPO  59 


ella  dio  cuenta  en  notables  cartas  á  La  Época. 

Ya  libre  de  las  tareas  del  funcionario,  siem- 
pre enojosas  para  el  hombre  de  letras,  Castro  y 
Serrano  íué  el  escritor  predilecto  de  la  aristocra- 
cia ilustrada. 

Se  le  veía  en  todos  los  salones,  comía  en  todas 
las  casas  grandes  y  amenizaba  la  conversación 
como  nadie.  Reinaba  como  causear  sin  rival,  y  sus 
cuentos,  aquellos  que  inventaba  y  contaba  y  no 
publicaba,  eran  solicitados  en  todas  partes. 
Siempre  tenía  un  cuento  nuevo;  y  en  la  tertulia 
de  doña  María  de  Buschental,  de  la  que  era 
asiduo,  y  en  el  palco  del  teatro  Real  de  aquella 
señora,  hacía  las  delicias  de  sus  numerosos 
amigos  por  la  cultura  que  revelaba  y  la  distin- 
ción de  sus  invenciones. 

En  el  año  de  1883  íué  elegido  Académico  déla 
Española,  y  en  el  año  de  1895  murió  sin  haber 
antes  padecido.  Fué  para  él  la  muerte  dulce 
como  la  vida,  y  no  dejó  enemigos.  Deja  una  re- 
putación de  escritor  clásico  por  la  forma,  mo- 
dernismo por  sus  ideas,  siempre  ameno,  siem- 
pre humanitario.  Con  él  desapareció  casi  por 
completo  la  que  pudiéramos  llamar  generación 
granadina  anterior,  que  ha  dado  mucha  gloria  á 
aquella  región  de  poetas  y  de  oradores. 
1898. 


Betances. 


^]l  doctor  Betances  se  muere... 

La  suerte,  que  es  burlona,  ó  la  Provi- 
jl  dencia,  que  es  justa,  arrancan  la  vida  á 


este  fanático  de  la  independencia  de  Puerto 
Rico,  en  los  momentos  mismos  en  que  la  isla 
nativa  del  Doctor  pasa  á  poder  de  Norte  Amé- 
rica, sin  ser  de  España  ni  de  sí  misma... 

No  por  ser  enemigo  declarado  de  nuestra  po- 
sesión en  las  Antillas  dejó  de  ser  amigo  de  los- 
españoles  que  en  París  residían,  hasta  el  mo- 
mento en  que  se  declaró  la  guerra.  Todos  le  co- 
nocíamos y  le  tratábamos.  A  mí  me  le  presentó 
y  recomendó  Piiüz  Zorrilla,  de  quien  el  Doctor 
fué  grande  y  admirador  amigo.  Fué  Betances 
médico  de  mi  casa,  y  á  mi  hija  Sofía,  ya  casi 
desahuciada  por  médicos  franceses,  le  salvó  la 
vida.  Cosas  son  estas  que  no  se  olvidan  nunca. 

Hasta  que  la  guerra  se  declaró  y  Betances 


62  LOS   DE   MI   TIEMPO 

lomó  la  dirección  del  filibusterismo  en  Francia, 
ie  traté  con  intimidad;  después,  reconocimos 
ambos  que  el  trato  era  imposible  y  ocasionado 
á  murmuración,  y  nos  separamos.  Durante  sie- 
te ú  ocho  años  nos  vimos  con  frecuencia,  no 
sólo  en  la  intimidad,  sino  en  los  círculos  fran- 
ceses, banquetes  internacionales,  fiestas  de  la 
Exposición  Universal.  Betances  era  apretadí- 
simo en  París,  donde  había  trabajado  mucho  y 
dándose  á  conocer,  primero  como  periodista, 
después  como  médico  excelente.  El  gobierno 
francés  de  la  república  le  honró  con  la  gran 
cruz  de  la  Legión  de  Honor,  distinción  que  sue- 
le regatearse  mucho  á  los  extranjeros.  Era  un 
hombre  de  hermoso  aspecto,  alto,  vestido  de 
negro,  con  una  corbata  blanca;  la  cabeza  artís- 
tica como  pocas,  cabellos  blancos  en  abundan- 
cia y  naturalmente  rizados;  la  barba  grande  y 
blanca  también,  á  una  edad  en  que  los  que  no 
han  trabajado  ni  sufrido  la  tienen  negra  toda- 
vía. Parecía  un  apóstol.  La  fisonomía  dulcísi- 
ma, los  ojos  de  tierno  mirar.  Hablaba  siempre 
en  voz  muy  baja,  no  se  le  vio  nunca  alterado, 
ni  en  su  rostro  se  pintó  jamás  el  enojo.  Todo 
era  en  él  evangélico,  y  sus  maneras  muy  dis- 
tinguidas. De  su  honradez  no  dudó  nadie.  Hizo 
su  carrera  y  su  nombre  en  París,  trabajando  y 
esperando  la  realización  de  sus  ideales.  Parecía 
un  soñador,  y  era  un  sectario  tenaz,  que  no  de- 
jaba de  conspirar  por  la  independencia  porto- 


LOS   DE   MI   TIEMPO  63 

rriqueña  á  todas  horas.  Muy  joven  la  primera 
tentativa  de  insurrección,  aquella  primera,  que 
no  pareció  sino  un  chispazo  y  fué  el  comienzo 
de  futuras  desdichas.  Condenado  á  muerte,  lo- 
gró escaparse  y  fué  á  reunirse  con  su  mujer  en 
Haifci,  de  donde  pudo  pasar  á  los  Estados  Uni- 
dos, y  de  allí  vino  á  Francia. 

Encontró  en  Edmundo  About  un  protector  y 
un  amigo,  y  apenas  llegado  a  París,  y  gracias 
á  la  facilidad  en  hablar  y  escribir  el  írancés, 
entró  de  redactor  en  Le  XIX  Siécle,  que  aquel 
grande  hombre  dirigía. 

About  lo  puso  en  relación  con  Gambetta,  Fa- 
rro, Spuller,  Jules  Simón,  Berthelot,  Humbert, 
todos  los  hombres  del  4  de  Septiembre  y  de  la 
Commune:  y  Betances,  extranjero,  pero  con  la 
aureola  del  hombre  que  ha  expuesto  su  vida 
por  una  idea  nacional,  estuvo  en  constante  co- 
municación con  ellos. 

Sus  Velaciones  le  fueron  procurando  clientela, 
y  pudo  vivir,  y  vivir  muy  bien,  de  su  carrera 
de  médico,  porque  de  medicina  sabía  mucho. 
Cuando  cesó  de  visitar  en  mi  casa  le  reemplazó 
en  los  cuidados  de  la  familia  mi  buen  amigo 
Max-Nordau,  quien  decía: 

— Es  bobería  romper  con  un  hombre  que  no 
tiene  más  delito  que  trabajar  por  una  cosa  esen- 
cialmente humana.  Sus  abuelos  de  usted  pelea- 
ron contra  Napoleón,  y  usted  vive  en  París. 
Mañana  sus  hijos  de  usted  llamarán 


64  LOS   DE   MI   TIEMPO 

de  América  á  los  que  hoy  son  filibusteros  de  Be- 
tances... 

El  Doctor  Betances,  así  que  la  guerra  comen- 
zó, fué  el  jefe,  el  director,  el  representante  en 
París  de  las  juntas  filibusteras.  A  él  se  dirigían 
todas  las  miradas,  todas  las  vigilancias  estériles 
de  las  embajadas.  Ni  cambió  de  manera  de  ser, 
ni  su  vida  y  costumbre.  No  alzó  la  voz  sobre  el 
tono  ordinario,  y  sin  que  se  le  sintiera  lo  dirigía 
todo.  Se  desliza  como  una  sombra,— deaía  He- 
brard, — pero  esa  sombra  les  dará  á  ustedes  mu- 
cho que  hacer. 

Le  perdí  de  vista  la  primavera  del  96,  en  que, 
á  consecuencia  del  vuelco  en  un  coche,  me  rom- 
pí la  cabeza.  Lo  anunciaron  los  periódicos,  y  al 
día  siguiente  vi  aparecer  en  mi  cuarto,  dulce  y 
sonriente,  al  doctor. — Vengo  á  curarle  a  usted; 
haremos  una  tregua  de  ocho  días. — Y  así  que 
me  curó,  me  dijo  Adiós  en  voz  baja,  me  dio  un 
apretón  de  manos  y  se  fué.  Ya  no  le  vi  más. 

Su  interior  era  modelo  de  íntimos  amores. 
Volvió  siempre  estrechamente  unido  á  su  mu- 
jer, que  adora  en  él.  La  bondad  de  su  corazón 
era  por  todos  reconocida.  En  la  enfermedad  de 
Ruíz  Zorrilla,  hasta  que  le  puso  en  el  tren,  pasó 
noches  y  noches  en  vela,  siempre  dulcísimo, 
siempre  sobrio  de  palabras,  exclavo  de  la  amis- 
tad y  de  la  admiración  que  por  el  revoluciona- 
rio español  sentía. 

Todo  fanatismo  es  respetable.  Y  cuando  se 


LOS   DE   MI   TIEMPO  65 

ve  que  los  fanáticos  de  independencia  de  su 
país  van  á  ser  aherrojados  y  sometidos  por  ene- 
migos tan  suyos  como  nuestros,  dan  ganas  de 
bendecir  á  la  Providencia,  que  se  lleva  de  este 
bajo  mundo  á  los  que  el  patriotismo  nos  man- 
daba no  querer,  y  nuestro  corazón,  que  es  de 
todos  los  países  y  salva  todas  las  fronteras,  sien- 
te casi  como  un  sentimiento  de  piedad  hacia  los 
desgraciados  como  este  doctor  tan  bueno  y  tan 
sincero  y  por  fuerza  de  las  circunstancias  en 
España  tan  detestado. 


Pérez  Escrich. 


^JPuestpa  generación  va  muy  deprisa  ha- 


cia el  otro  mundo! — le  decía  yo  el  otro 
día  á  Núñez  de  Arce.  No  podía  figu- 
rarme que  otro  de  aquellos  de  nuestro  tiempo 
estaba  en  aquel  momento  aparejando  el  camino 
del  Señor.  Les  morís  vont  vite,  dicen  los  franceses. 
Este  Pérez  Escrich  que  enterraremos  hoy, 
tuvo  una  época  de  gran  popularidad.  No  había 
entonces  aún  ni  naturalistas,  ni  simbolistas,  ni 
nuevos  rumbos,  ni  moldes  nuevos,  ni  nada  de 
todo  eso  que  constituye  la  neurastenia  literaria 
del  mundo  moderno.  El  público  leía  las  novelas 
que  le  interesaban,  leía  ante  todo  las  obras  de 
imaginación;  si  en  Francia  Dumas  padre,  y 
Soulié  y  Eugenio  Sué  le  fascinaron  con  aque- 
llas obras  que  á  nosotros,  generación  anterior, 
nos  deleitaron  en  nuestras  juventudes,  en  Es- 
paña Fernández  y  González  y  Pérez  Escrich  en- 


68  LOS    DE   MI    TIEMPO 

tretuvieron  y  se  llevaron  de  calle  á  millones  de 
lectores,  con  aquellas  novelas  que  el  pueblo 
leía.  Entonces  leía  el  pueblo;  ahora,  como  las 
novelas  son  de  análisis  y  de  estudios  psicológi- 
cos, y  de  una  porción  de  cosas  que  el  pueblo  no 
entiende,  no  leen  mas  que  unos  cuantos,  y  el 
pueblo  se  ha  quedado  sin  aquello  que  le  gusta- 
ba. Novelistas  como  el  de  M  cocinero  de  su  ma- 
jestad ó  de  El  cura  de  aldea,  tenían  siempre  se- 
senta, ochenta,  cien  mil  suscrip lores.  Ahora, 
con  tanto  sabio  y  con  tanta  anatomía,  el  públi- 
co sencillo,  de  buena  fe  ha  reemplazado  los  dos 
reales  semanales  de  la  entrega  por  la  media  pe- 
seta de  la  pieza  flamenca.  Ello  es  que  los  dos 
graneles  servidores  de  la  multitud  se  han  muer- 
to, y  con  ellos  el  género  que  cultivaron. 

No  fué  Escrich,  como  Fernández  y  González, 
un  gran  literato  y  un  poeta.  A  cada  cual  lo 
suyo.  La  inspiración  tampoco  se  aprende.  Pero 
hay  eso  que  se  llama  la  intención  del  público, 
ol  secreto  de  interesar  y  conmover  á  la  gente, 
eso  que  tuvieron  en  el  teatro  autores  antilitera- 
riÓB,  pero  autores  dramáticos  ante  todo. 

Enrique  Escrich,  como  le  llamábamos  de  mu- 
chachos, tenía  eso.  A  las  obras  legendarias,  de 
capa  y  espada,  del  autor  del  Cid,  Escrich  opo- 
nía sus  novelas  caseras,  impregnadas  de  ese 
sentimiento  vulgar,  si  se  quiere,  pero  que  hacía 
llorar  á  las  señoritas  del  segundo,  al  cesante 
del  tercei  o,  á  la  modista  del  sotabanco  y  á  la 


LOS    DE   MI    TIEMPO  69 

viuda  déla  buhardilla.  Era  un  género.  En  El  cura 
de  aldea,  logró  gran  popularidad;  y  cuando  lle- 
vó á  teatro  la  misma  nota,  ayudado  del  gran 
D.  José  Valero,  que  le  quería  mucho,  hizo  co- 
medias que  se  oían  entre  sollozos.  La  novela  de 
Los  Angeles  de  la  tierra,  que  amigos  y  compañe- 
ros no  leíamos  á  pesar  de  verle  y  hablarle  to- 
dos los  días,  fué  un  éxito  colosal;  el  editor,  Gui- 
jarro, me  decía  una  noche: — Ustedes  los  escri- 
tores, no  son  el  público  y  no  pueden  compren- 
der ciertas  cosas.  Yo  soy  editor  y  librero  y  le 
digo  á  usted  que  nadie  ha  interesado  más  con 
sus  libros  á  la  generación  presente  que  Escrich. 
Que  esté  bien  ó  mal  escrito  lo  que  haga,  me  es 
igual — añadía — pero  conquistar  con  una  prime- 
ra entrega  treinta  mil  almas,  eso  no  saben 
ustedes  hacerlo  los  demás.  Eso  es  un  don.» 

El  editor  tenía  razón.  Cada  cual  sirve  y  nace 
para  algo,  y  mi  querido  amigo  nació,  sin  duda, 
para  eso. 

Y  como  el  estilo  es  el  hombre,  el  novelista 
era  un  hombre  de  bien,  corazón  sincero,  exce- 
lente camarada.  Flaco  hasta  la  exageración, 
trabajador  infatigable,  gran  madrugador  y  amigo 
de  la  caza,  como  el  hidalgo  manchego,  todo  lo 
que  le  producían  sus  obras  (y  durante  años  lle- 
gó á  percibir  diariamente  cincuenta  ó  sesenta 
duros)  se  lo  gastaba  entre  los  suyos,  con  su  fa- 
milia, en  escopetas  y  morrales.  Escribir  y  cazar, 
tal  era  su  vida.  Llegó  á  ser  propietario  en  Pin- 


/O  LOS   DE   MI    TIEMPO 

to.  Pero  no  se  ha  dado  caso  en  ningún  país,  de 
que  un  escritor  que  llega  á  propietario  conser- 
ve su  propiedad.  El  por  qué  se  ignora,  á  lo 
sumo,  se  supone;  pero  es  así.  ¡Bah!  El  tiempo 
que  Escrich  tuvo  su  casa  en  el  campo,  recibió 
en  ella  á  sus  amigos,  daba  de  comer,  de  beber 
y  de  cazar;  era  feliz  enseñando  su  jardín,  su 
huerta,  sus  perros.  Y  entre  libro  y  libro,  gran- 
des cazatas;  y  luego  á  contarlas,  que  es  placer 
más  grande  que  la  caza  misma. 

¡Que  se  acabó  la  cnsa,  y  la  fortuna,  y  todo! 
Lo  mismo  sucede  en  todas  partes.  Yo  he  visto 
vender  el  magnífico  hotel  de  Dumas,  después 
de  haber  ganado  el  propietario  millones  con  sus 
comedias. 

Sardou  se  ha  gastado  cuanto  ganó  en  colec- 
cionar cosas  antiguas,  y  los  editores  tienden  ya 
el  sordo  vuelo  sobre  la  gran  propiedad  de 
Marly. 

Los  muebles  de  Alberto  Millaud  se  vendieron 
á  su  muerte  en  pública  subasta.  ¿Qué  fué  del 
palacio  de  Alarcón  en  Valdemoro?  ¿Adonde 
fueron  á  parar  los  coches  y  arneses  do  Fernán- 
dez y  González?  ¿Y  las  onzas  mejicanas  de  Zo- 
rrilla? ¿Y  aquel  gran  tren  de  casa  de  Villergas, 
en  la  Habana?  ¿Morir,  nosotros,  con  dinero? 
¡Nunca! 

Al  fin  de  su  carrera  le  dio  la  opinión  pública 
la  dirección  del  Asilo  de  las  Mercedes.  ¿Qué  me- 
jor retiro  para  el  que  tenga  el  corazón  tierno  y 


LOS   DE    MI    TIEMPO  71 

ame  á  los  niños  y  á  las  flores,  que  estar  al  cui- 
dado de  ochocientas  huerfanitas,  allá  en  los  al- 
tos de  la  Castellana?  Allí  ha  muerto  el  inolvida- 
ble amigo,  rodeado  de  ángeles  y  de  Hermanas 
de  la  Caridad.  Más  quisiera  yo  muerte  tal,  que 
la  más  gloriosa  en  campaña  y  que  todos  los  ho- 
nores del  mundo. 

Pérez  Escrich  no  deja  enemigos.  En  la  lista  do 
los  que  fuimos  todos  unos,  hace  treinta  años,  figu- 
rará como  un  hermano.  Hoy  le  seguirá  al  ce- 
menterio el  séquito  más  brillante  que  puede  so- 
ñar un  hombre  de  corazón  y  un  cristiano. 

Poetas,  niños,  desheredados  de  la  fortuna 

¡Qué  fin  tan  hermoso! 

Abril  1897. 


El  Duqu^  d^  Tamame? 


llá  por  el  año  de  1870  era  yo  novio  de  la 
que  fué  y  es  aún  por  dicha  mía  mi  mu- 
jer, y  pasaba  muchas  tardes  y  noches 
en  aquella  antigua  casa  con  honores  de  palacio, 
del  marqués  de  Santiago,  de  la  que  ya  no  que- 
da más  que  el  solar,  para  darme  tristezas  cuan- 
do paso  por  la  calle  de  Cedaceros. 

Por  aquel  entonces  llegó  de  su  colegio  de 
Londres  el  duque  de  Tamames,  que  venía  con 
frecuencia  á  comer  ó  pasar  el  rato  con  mis  fu- 
turos sobrinos. 

Aún  me  parece  que  le  veo,  todo  entusiasmo, 
todo  corazón,  exuberante  de  juventud  y  de 
vida,  y  cosa  estupenda  en  quien  ha  vivido  largo 
tiempo  en  el  extranjero,  tan  español...  como 
pretendo  serlo  yo  después  de  catorce  años  de 
vida  parisiense. 

Era  como  ha  sido  después,  el  perfecto  tipo  de 
ese  gran  señor  español  que  tanto  contrasta  con 


74. 


LOS    DE   MI    TIEMPO 


los  que  llaman  en  Francia  rastaqouéres,  y  con 
esos  nobles  del  Papa  ó  de  los  que  hace  Cánovas 
cuando  manda,  él,  que  no  ha  querido  nunca  tí- 
tulo ninguno,  probando  con  esto  lo  que  vale. 
Porque  hay  nobles  de  nobles;  y  yo,  que  vengo 
de  abajo,  admiro  con  toda  sinceridad  al  noble 
que  lo  es  de  raza,  lo  mismo  que  detesto,  y  no 
puedo  soportar,  á  los  nobles  improvisados,  sin 
más  calidades  que  su  dinero  ó  sus  intrigas,  pre- 
tenciosos, en  general  ignorantes,  más  vanido- 
sos cuanto  más  insignificantes,  negociantes  que 
compran  de  una  manera  ú  otra  los  títulos  para 
luego  darse  más  tono  que  los  magnates  de  ve- 
ras; verdaderos  piojos  resucitados,  como  dice  el 
pueblo  de  mi  Madrid,  expresivo  como  ninguno 
en  sus  definiciones. 

Habiendo  emparentado  indirectamente  con 
grandes  de  España  (y  repito  que  yo  vengo  de 
abajo  y  no  doy  importancia  á  la  casualidad)  y 
habiendo  vivido  siempre  en  la  intimidad  de  los 
grandes  de  veras,  he  podido  observar  que  son, 
los  nuestros,  todos  ellos  caballeros,  cristianos 
sin  fariseísmo,  generosos,  cultos  en  extremo, 
sencillos  en  su  grandeza,  familiares  españoles 
netos.  Los  Albas,  Fernán  Núñez,  Tamames, 
Lermas,  Santa  Coloma,  Vélez,  Rivas,  (dinastía 
de  artistas  y  literatos)  Chestes,  Peña  Ramiro, 
Bogarayas,  Torenos,  Medinacelís,  San  Luis, 
Molins,  Osunas,  Infantados,  Perales,  Puñon- 
rostro,  Valdueras,  Medina  Sidonias,  y  tantos 


LOS   DE   MI    TIEMPO  ib 

otros,  representan  esa  España  que  se  va  y  que 
no  volverá,  de  almas  caballerescas  y  caritati- 
vas, de  personas  ilustres  que  rejonean  toros  y 
escriben  libros  inmortales,  y  al  salir  de  la  corte 
donde  lo  son  todo,  dan  la  mano  al  desgraciado 
en  medio  de  la  calle.  No  hay  en  ningún  país  no- 
bleza como  la  antigua  nuestra;  no  la  hay  en 
ninguno. 

Y  cuando  llegan  á  la  política  ó  á  las  letras,  se 
les  ve  como  son,  sin  esas  ambiciones  mezqui- 
nas de  la  pleve  endiosada  ó  del  abogadillo  con- 
vertido en  hombre  de  Estado  para  comerse  al 
país,  engañándole  con  discursos  hueros;  tienen 
la  noble  ambición  de  servir  á  su  país;  parece 
como  que  quieren  probar  que  no  son  lo  que  las 
otras  clases  medias  quieren  hacer  creeer,  es 
decir,  una  familia  de  ignorantes  ricos  ó  de  vivi- 
dores á  gusto.  Siempre  que  un  Gobierno  les  da 
ocasión  de  gobernar  ó  de  administrar,  siempre 
hacen  algc  bueno.  Aman  la  gloria,  lo  cual  ya  es 
mucho,  y  no  les  atrae  el  lucro,  porque  no  nece- 
sitan nada.  Se  parecen  en  sus  grandes  cualida- 
des al  pueblo,  á  ese  que  llamamos  el  pueblo 
bajo,  y  que  no  puede  ser  ni  más  humilde,  ni 
más  sufrido,  ni  más  cristiano,  ni  más  bueno. 
Pueblo  y  aristocracia  van  en  España  unidos  en 
su  nobleza  de  sentimientos,  en  su  desinterés  y 
en  su  sencillez. 

Pues  este  duque  de  Tamames,  desde  que  sa- 
lió de  su  colegio  de  Inglaterra  se  reveló  con  to- 


76  LOS   DE    MI    TIEMPO 

das  las  cualidades  españolas  que  le  distinguen. 
Es  muy  valiente,  muy  soldado  cuando  hace  tai- 
ta; ama  el  amor,  y  la  amistad,  y  todo  lo  que 
eleva  el  corazón  del  hombre.  Literato  en  su 
casa,  sin  pretensiones  ni  vanidad,  tiene  el  culto 
de  las  letras  y  dj  las  artes  y  sigue  con  verdade- 
ro interés  el  movimiento  moderno.  Habiendo 
recorrido  el  mundo  por  gusto,  desde  las  estepas 
de  Rusia  hasta  los  campamentos  de  Melilla,  per 
donde  quiera  que  pasa  se  le  saluda  y  se  le  res- 
peta, porque  su  ilustre  cuna  y  sus  cualidades 
personales  le  hacen  popular  en  Europa.  Tiene 
sobre  todo  esto,  dos  grandes  cualidades.  Es 
muy  sincero  y  es  muy  honrado. 

En  cuanto  llegó  al  gobierno  de  Madrid  resol- 
vió, sin  consultar  á  nadie,  cortar  abusos  y  ad- 
ministrar antes  que  nada.  Empezó  por  regalar 
su  primera  paga  á  las  dos  familias  más  pobres 
que  encontró  en  Madrid,  después  de  una  pere- 
grin  ción  minuciosa.  Quiso  prohibir  el  juego, 
no  porque  á  él  no  le  guste,  como  á  todo  el  mun- 
do, cuando  es  «particular»,  jugarse  gallarda- 
mente en  el  Veloz  lo  que  le  da  la  £ana;  sino  por- 
que entendió  que,  como  autoridad,  estaba  obli- 
gado á  prohibirlo.  Se  encontró  con  las  dificulta- 
des de  siempre,  porque  aquí  vivimos 

en  mundo  tan  singular 

que  en  cuanto  se  cierran  las  puertas  de  los  ga- 
ritos se  trastorna  la  vida  normal  de  la  pobla- 


LOS    DE    MI    TIEMPO  77 

ción  y  todos  los  gobiernes,  débiles  y  acomodati- 
cios y  cobardes,  se  asustan  de  los  petardos  que, 
según  dicen,  ponen  los  jugadores  cesantes  por 
las  calles;  y  el  vicio  de  reemplazo  amenaza 
siempre  al  orden  público;  en  íin,  que  crida  país 
es  como  es,  y  en  este  parece  ser  que  hay  que 
dejar  que  la  gente  se  pele,  y  vamos  viviendo. 

El  duque  de  Tamames  se  encontró,  pues,  en- 
tre la  espada...  y  el  basto,  es  decir,  entre  el  go- 
bierno que  manda  y  la  dimisión  inevitable.  Ce- 
dió, pues,  como  tantos  otros  al  que  venia  tras  él, 
como  dice  San  Juan;  pero  dio  nueva  Irma  al 
empleo  del  dinero  vicioso,  y  teda  la  población 
ha  aplaudido  su  sinceridad  y  su  integridad. 

— Yo  no  admito — me  decía  á  los  pocos  días 
de  ser  nombrado — que  nadie  pueda  suponer  en 
mí  que  hago  mal  empleo  de  lo  que  los  jugado- 
res dan  al  Gobierno. 

Hasta  ahora  se  ha  dicho,  se  ha  supuesto,  con 
razón  ó  sin  ella,  que  ese  dinero  se  distribuía  ad 
libitum.  Yo  no  lo  entiendo  así;  y  ha  de  ver  usted 
que  publicaré,  en  la  íorma  que  buenamente 
pueda,  la  relación  de  los  que  llamaré  donativos 
particulares  y  los  enviaré  á  las  Casas  de  Bene- 
ficencia. ¡Supuesto  que  hay  un  vicio  semi-ofi- 
cial,  que  redunde  en  beneficio  de  los  desgra- 
ciados! 

Cayó  al  otro  día  un  desdichado  de  un  anda- 
mio y  en  seguida  se  le  ocurrió  al  duque  enviar- 
le un  socorro,  y  esto  no  es  digno  de  mención 


78  LOS    DE   MI    TIEMPO 

por  lo  que  el  socorro  represente,  no,  sino  por- 
que prueba  una  idea  preconcebida;  prueba  que 
e!  gobernador  está  constantemente  dedicado  á 
pensar  en  los  desgraciados... 

Piensa  en  todo.  Pasa  á  veces  las  noches  en 
vela  recorriendo  los  alrededores  de  Madrid, 
para  ver  si  los  encargados  de  vigilar  las  afue- 
ras están  en  sus  puestos.  Ha  suprimido  todos 
los  guardias  de  orden  público  que  estaban,  yo 
no  sé  (ni  él)  por  qué,  al  servicio  de  los  particu- 
lares. Se  ocupa  sin  descanso  en  todos  los  servi- 
cios, y  ha  tomado,  realmente,  en  serio  el  cargo, 
porque  tiene  empeño  que  se  diga  el  día  que  lo 
deje,  lo  que  dicen  ya  republicanos  y  carlistas; 
que  es  una  autoridad  á  la  vez  noble  y  popular, 
un  gobernador  que  tunda  su  gloria  en  que  na- 
die tenga  que  murmurar  de  él... 

Y  cuando  yo  le  recuerdo  volviendo  de  su  co- 
legio de  Inglaterra  ó  siendo  recibido  en  Munich 
al  recibir  el  collar  de  San  Jorge,  por  todos- los 
soberanos  de  la  hegemonía  alemana,  ó  en  París 
saludado  por  la  aristocracia  francesa  como  uno 
de  los  más  grandes  señores  de  Europa,  y  le  veo 
ahora  dedicado  con  verdadero  amor  al  cargo  de 
gobernador,  siento  la  íntima  satisfacción  que 
debe  sentir  un  corazón  español,  al  ver  fundidas 
en  el  duque  de  Tamames  la  raza  que  se  va  y  la 
raza  que  viene. 


1894. 


Correa. 


'kW^es  morís  vontvüe,  dicen  en  Francia.  En  el 
breve  espacio  de  tres  meses  y  medio  he 
visto  morir  en  este  Madrid,  pueblo  el 
más  mal  sano  de  la  tierra,  á  los  amigos  de  la 
infancia,  á  los  compañeros  en  la  prensa  y  en  el 
teatro, — Arrieta,  Barbieri,  Zabalza;  ahora  Ra- 
món Correa. 

Allá  por  el  año  de  sesenta  y  dos,  en  el  entie- 
rro de  Calvo  Asensio,  conocí  yo  á  este  escritor 
festivo,  que  había  de  ser  desde  entonces  un  ami- 
go del  alma. 

Era  redactor  del  Contemporáneo,  que  dirigía 
Albareda,  otro  colega  de  ayer,  á  quien  aún  me 
parece  ver  tan  garboso  y  tan  majo. 

Vivíamos  en  la  mejor  armonía  los  periodistas 
de  entonces,  y  el  círculo  íntimo,  que  se  reunía 
en  el  Suizo  Nuevo,  se  componía  de  Luis  Rivera, 


Juan  de  Dios  de  Mora,  Roberto  Robert,  Manuel 


80  LOS   DE   MI   TIEMPO 

del  Palacio,  Fernández  y  González,  Gustavo 
Becquer,  Pancho  Orgaz,  Moreno  Godino,  Ti- 
burcio  Rodríguez,  D.  José  Vallejo,  Bernardo 
Rico,  Germán  Hernández,  Dioscoro  Puebla, 
Mozo  de  Rosales,  Gaztambide,  Salas,  el  general 
Milán  del  Bosch,  Carlos  Navarro,  Juan  de  la 
Rosa  González,  Llano  y  Persi,  Inza,  Saco,  Ca- 
rrascón,  Plaza,  Antonio  Merino,  Zamora,  Ma- 
rio, Ortega  ¡Qué  sé  yo!  Esta  lista  representa 
una  sociedad  que  desaparece  y  de  la  que  sólo 
quedamos  los  que  entramos  en  la  vida  literaria 
muy  jóvenes,  casi  niños 

Correa  tenía  ya  reputación  de  eso  que  se  lla- 
ma en  Francia  canseur  sin  rival.  Sus  frases  en 
El  Contemporáneo  daban  la  vuelta  á  España  en 
veinticuatro  horas.  Fué  el  inventor  de  una  ca- 
lumnia cómica  qu3  representaba  al  sobrio  Ne- 
grete  como  aficionado  al  vino,  y,  sin  embargo, 
á  aquel  hombre  público  le  sucedía  algo  de  lo 
que  le  ocurrió  al  rey  José  Bonaparte,  á  quien 
llamaban  los  españoles  el  tuerto  Pepe  Botellas, 
y  tenía  dos  ojos  muy  hermosos  y  no  bebía  nun- 
ca vino. 

Correa  se  empeñó  en  declararle  bebedor  y 
cuando  los  periódicos  oficiosos  decían  que  esta- 
ba enfermo  aquel  personaje,  el  festivo  escritor 
añadía: 

— ¡Tiene  el  oidium! 

Y  cuando  llegaba  de  un  largo  viaje  el  gene- 
ral Dulce,  Correa  decía: 


LOS   DE   MI   TIEMPO  81 

— ¡Vino  Dulce.  ¡Cómo  se  alegrará  Negrete! 

Con  la  conversación  hizo  su  carrera,  porque 
en  honor  de  la  verdad,  como  escritor  deja  muy 
poco.  Hay  personas  á  quienes  debía  subvencio- 
nárseles la  conversación,  que  es  lo  que  hizo  el 
Duque  de  Montpensier  con  D.  Patricio  de  la  Es- 
cosura,  cuando  aquel  conspirador  hijo  de  reyes 
quiso  ser,  aunque  francés,  rey  de  España.  Co- 
rrea se  abrió  camino  hablando  y  diciendo  gra- 
cias, como  otros  se  lo  han  hecho  callando  y  di- 
ciendo necedades,  porque  de  esto  hay  mucho;  á 
lo  menos  Ramón  Correa  era  franco.  Era  litera- 
to sin  escribir  libros,  y  se  le  reconocía  por  todos 
un  talento  muy  grande  de  periodista  y  de  hom- 
bre de  letras.  Basta  tener  talento  para  hacerse 
paso;  lo  de  menos  es  escribir  lo  que  se  piensa, 
porque  si  lo  que  se  piensa  es  vulgar,  resultará 
siempre  muy  malo,  mientras  que  lo  que  sale  es- 
pontáneo y  franco  y  sin  pensarlo,  vale  á  veces 
más  que  una  frase  tanto  más  fastidiosa  cuanto 
más  lata.  (¡Don  Antonio!). 

Tenía  Correa  la  vista  extraviada,  quiero  de- 
cir que  miraba  contra  el  Gobierno,  ó  si  se  quie- 
re, que  era  bizco .  Y  este  extravismo  daba  cier- 
ta animación  especial  al  semblante  del  cubano 
venido  á  España  á  buscar  fortuna  como  otros 
españoles  van  á  buscarla  á  Cuba.  Y  una  vez, 
un  médico  amigo  suyo  le  hizo  la  operación,  quie- 
ro decir  que  le  puso  los  ojos  derechos.  Ya  no 
era  él,  pero  en  fin,  él  estaba  tan  contento.  De 

6 


82  LOS    DE  MI    TIEMPO 

pronto,  y  sin  saber  por  qué  (aunque  es  de  su- 
poner que  íué  porque  la  operación  estuvo  mal 
hecha),  se  le  volvieron  á  poner  los  ojos  en  cruz. 
Y  como  le  encontráramos  por  la  noche  en  el  fa- 
moso baile  de  Capellanes,  á  donde  íbamos  todos 
á  terminar  el  día,  le  dijo  Luis  Rivera: 

— Pero,  chico,  ¿qué  es  eso? 

— Pues  nada,  ¡que  he  leído  el  mensaje  de  la 
corona! 

Por  aquél  entonces  intimó  con  D.  José  de  Sa- 
lamanca, á  quien  debió  gran  protección.  Sala- 
manca era  grande  en  todo  y  además  distinguía 
como  dicen  en  la  Fuentecilla.  Nunca  se  rodeó 
de  tontos.  A  Correa  le  tomó  gran  afición,  por- 
que en  cada  frase  que  el  periodista  á  la  moda 
le  decía,  hallaba  materia  para  su  conversación 
de  ocho  días.  A  veces  la  guardaba  para  apli- 
carla luego,  como  aquella  del  teatro  Español, 
cuando  Correa  saludó  á  un  amigo  desde  el  pal- 
co donde  estaba  con  D.  José. 

— ¿Quién  es  ese?— preguntó  el  gran  banquero. 

— Nadie. 

— Hombre,  eso  noesuna respuesta.  ¿Quién  es? 

— ¡Nadie! 

Y  como  D.  José  iba  á  enfadarse,  Correa  dijo: 

— Ese  hombre  no  tiene  ni  talento,  ni  dinero, 
ni  casa,  ni  hogar.  ¡Luego  no  es  nadie! 

Un  día  Correa  echó  coche.  Lo  estrené  con  él. 
Fuimos  á  la  Castellana  y  nos  dimos  tono.  Aca- 
baba Correa  de  fundar  Las  Noticias — ¡Este  es  el 


LOS   DB   MI    TIEMPO  83 

primer  cochero  que  hay! — me  decía  señalando 
al  suyo. 

— ¿Y  cómo  lo  sabes  si  es  la  primera  vez  que 
tienes  cochero? — ¡Pues  por  eso  es  el  primero! 
No  había  manera  de  hacerle  objeciones,  tenía 
siempre  respuesta  en  los  labios. 

Su  amistad  con  Becquer  nos  ha  valido  la  pu- 
blicación de  las  obras  de  aquel  gran  poeta.  Co- 
rrea tuvo,  desde  sus  primeros  pasos  en  el  pe- 
riodismo, un  núcleo  de  relaciones  que  los  de- 
más no  podíamos  tener.  Casi  todos  nosotros, 
habíamos  empezado  la  vida  de  liberales.  Él  la 
comenzó  de  conservador. 

Así  fué  que  él  nos  llevó  después,  cuando  todos 
hubimos  pasado  el  sarampión  de  radicalismo, 
al  círculo  de  los  suyos.  A  Becquer  le  puso  en 
contacto  con  González  Brabo,  le  hizo  nombrar 
censor  de  novelas,  quiso  empeñarse  en  lanzar- 
le al  gran  mundo;  pero  su  amigo  era  refracta 
rio  á  las  vanidades.  Cuando  murió,  Correa  pu- 
blicó sus  versos,  que  hau  dado  la  vuelta  al 
mundo. 

Sus  íntimos  eran  Albareda,  Valera,  Aldama, 
La  Duquesa  de  Medinaceli,  los  condes  de  la  Al- 
mina.  Vivió  hasta  hace  un  mes  en  aquel  cuarto 
bajo  de  la  calle  de  Claudio  Coello,  donde  dor- 
mía en  la  cama  que,  según  él,  había  pertenecí - 
á  la  princesa  de  Éboli.  Se  lanzó  á  la  política; 
fué  diputado,  director,  subsecretario,  consejero 
de  Estado;  eso  lo  ha  sido  y  lo  será  todo  el  que 


84  LOS    DE    MI    TIEMPO 

quiera,  eso  es  lo  de  menos.  Su  reputación  y  la 
estimación  general  las  obtuvo  por  ser  Correa, 
por  su  gracia  sin  igual  en  la  conversación,  por 
su  conocimiento  práctico  de  la  vida.  Tenía  el 
culto  de  sus  amigos;  no  olvidaba  nada.  Siempre 
recordaré  que  allá  en  París,  cuando  perdí  á  mi 
madre,  á  las  diez  horas  de  su  muerte  recibí  un 
telegrama  de  este  entrañable  amigo,  con  esta 
sola  palabra: 

— « Valor. » —Ramón . 

— Ramón;....  ¿quién  es  Ramón? — me  decía  yo 
danda  vueltas  al  telegrama,  el  primero  que  lle- 
gó  Ramón Ramón 

Un  año  después,  en  París  me  preguntaba: 

— ¿Recibiste  un  telegrama  de  pésame? 

— ¡Ah!  ¡Eras  tú! 

— ¡Pues  es  claro!  Supe  la  noticia  por  casua- 
lidad, oyendo  hablar  á  tu  tío  con  un  amigo  de- 
lante de  mi  ventana,  y  enseguida  me  luí  al  te- 
légrafo  

— ¡Cómo  te  lo  agradezco! 

— Pero,  hombre,  ¿creías  tú  que  no  hay  más 
Ramón  que  el  criado  de  Cánovas? 

Al  volver  á  Madrid  hace  tres  meses,  me  apre- 
suré á  ir  á  verle.  Los  que  le  cuidaban  me  advir- 
tieron que  acaso  le  encontraría  trastornado, 
que  acaso  divagaría....  No  hubo  tal  cosa;  le 
hallé  muy  tranquilo;  estuvo  recordándome  co- 
sas de  hace  treinta  años. 

—¿Te  acuerdas  de  aquellas  bofetadas  .que  nos 


LOS   DE  MI   TIEMPO  85 

dimos  con  unos  desconocidos  en  el  baile  de  más- 
caras del  teatro  Real? 

— No — le  dije — no  me  acuerdo. 

— Ya  no  se  pega  nadie  más  que  mis  obleas.... 

— ¿Cómo? 

— Sí,  mira. 

Y  cogiendo  de  un  platillo  unas  cuantas  obleas 
azules,  blancas  y  encarnadas,  decía: 

— Ahí  tienes como  son  de  distintos  colo- 
res  se  pegan! 

Eran  lan  últimas  ráfagas  de  aquel  ingenio  tan 
famoso Después  se  quedó  como  dormido. 

— Ramón,  adiós,  me  voy. 

— ¿Eh,  te  vas?  ¿No  te  han  dicho  que  me  muero? 

— No,  ni  creo  tal  cosa. 

— ¡Pues  créelo,  porque  te  lo  digo  yo! 

Y  se  murió  ayer  tarde. 

1894. 


D.  Pedro  Delgado. 


te! 


[jJuy  pollo  era  yo,  cuando  Perico  Delgado 
vino  la  primera  vez  á  Zaragoza.  Esto 
era  allá  por  los  años  de  56  á  58,  y  en- 
tonces el  actor  que  hoy  ocupa  una  cama  en  el 
hospital  de  Sevilla  era  en  los  teatros  el  hombre 
á  la  moda. 

Rico  por  su  casa.  En  la  Carolina  tenía  hacien- 
das, y  el  vino  de  sus  viñas  era  exquisito.  En 
Madrid  se  vendió  durante  bastante  tiempo  el 
vino  de  D.  Pedro,  que  así  se  le  llamaba;  y  alguno 
de  mis  contemporáneos  lo  habrán  bebido.  Era 
muy  guapo  y,  sobre  todo,  muy  elegante,  y  vivía 
muy  en  grande.  Tenía  fama  de  conquistador,  y 
allí  en  mi  tierra  hubo  por  su  causa  divorcios  y 
desafíos  y  grandes  aventuras.  Sus  poderosas 
facultades  le  servían  admirablemente  para  hacer 
aquel  repertorio  semitrágico  que  por  entonces 
estaba  en  boga.  El  Jorobado,  La  jura  en  Santa 


88  LOS   DE   MI   TIEMPO 

Gadea,  los  dramas  de  Zorrilla  y  melodramas 
franceses  eran  su  fuerte;  y  cuando  hacía  Guzmán 
el  Bueno,  se  llenaba  el  teatro  para  ver  y  admirar 
la  famosa  bajada  de  la  escalera  en  el  último 
acto,  después  de  arrojar  el  cuchillo  al  bárbaro 
enemigo.  A  cada  escalón  que  iba  bajando  se 
producía  un  movimiento  de  admiración,  y  al 
llegar  á  tierra  un  delirio. 

En  las  comedias  de  costumbres  se  le  admira- 
ba todavía  más,  porque  en  ellas  no  tenía  rival 
en  vestirse  á  toda  elegancia,  y  decían  que  la 
ropa  «se  la  hacían  en  Madrid»  en  casa  de  Cara- 
cuel  ó  en  Sevilla  en  casa  del  célebre  Cruz.  Salía 
á  la  escena  y  parecía  un  caballero,  como  que  lo 
era,  y  en  esto  de  la  buena  presencia  no  hay  en- 
gaño. El  cómico  que  viene  de  abajo  parece  siem- 
pre camarero  cuando  se  pone  el  frac.  Los  acto- 
res señoritos,  como  Romea,  Catalina,  Olona, 
Delgado,  se  distinguieron  entonces  de  los  demás, 
como  ahora  Díaz  de  Mendoza,  y  los  tres  ó  cuatro 
hijos  de  familias  distinguidas  que  se  han  dedi- 
cado al  teatro  en  estos  últimos  tiempos. 

Perico  Delgado  hacía  mucho  el  repertorio  de 
su  amigo  Pérez  Escrich,  y  en  El  movimiento  con- 
tinuo era  gran  actor  cómico,  del  mismo  modo 
que  El  zapatero  y  el  rey  hacía  á  la  manera  antigua 
todos  los  desplantes  que  el  gusto  de  la  época 
pedía. 

Había  aprendido  á  hacer  comedias  con  don 
Carlos  Latorre,  por  quien  tenía  santo  respeto,  y 


LOS    DE   MI    TIEMPO  89 

aun  dicen  que  le  imitaba,  cosa  frecuente  en  los 
actores  que  siempre  recuerdan  al  actor  que  les 
enseñó. 

Su  ambición  estaba  fija  en  Madrid,  como  le 
sucedía  á  Vico,  que  era  entonces  galán  joven  y 
una  de  las  figuras  más  simpáticas  de  la  escena 
española  y  á  Madrid  vino,  y  tuvo  la  fortuna  de 
que  Fernández  y  González  le  diese  á  estrenar 
aquel  hermoso  Cid,  en  el  que  el  genial  novelista 
y  poeta  echó  toda  su  inspiración.  Delgado,  por 
su  parte,  también  echó  el  resto,  y  en  el  final  del 
segundo  acto  poeta  y  actor  tuvieron  una  ovación 
inmensa.  ¿Qué  tal  ha  sido  eso?  le  preguntó  el 
actor  al  autor,  sudando  y  reventando  del  traba- 
jo que  había  hecho .  Y  Fernández  y  González  le 
respondió:  ¡Ma  gustao  esefinalillof 

Romea  y  Arjona  con  compañía  célebre  habían 
reinado  en  el  teatro  del  Príncipe  varios  años. 
Salió  el  teatro  á  subasta  y  el  mejor  rematante 
fué  D.  Pedro  Delgado.  La  prensa  y  los  autores 
protestaron.  ¡Apoderarse  del  Español  un  intru- 
so, un  actor  de  provincias!  Se  le  puso  todo  el 
mundo  de  uñas,  pasó  muchas  amarguras,  es- 
trenó dos  ó  tres  obras  que  no  gustaron.  Fernán- 
dez y  González,  de  agradecido,  le  escribió  un 
drama  que  se  titula  Deudas  de  la  conciencia,  her- 
mosamente escrito,  pero  que  no  dio  resultado 
material.  La  empresa  iba  muy  mal,  y  entonces 
se  le  ocurrió  á  Delgado  conmemorar  el  día  de 
los  difuntos  poniendo  en  escena  el  Don  Juan  Te- 


yO  LOS    DE   MI    TIEMPO 

novio, comedia  que  no  había  gustado  cuando  se 
estrenó  en  Madrid  y  que  Zorrilla  había  vendido 
por  poco  dinero  á  otro  Delgado. 

Delgado  actor  no  sabía  entonces  que  iba  á 
crear  una  costumbre  que  aún  no  se  ha  acabado, 
que  por  él  pudo  decir  Zorrilla  muchos  años 
de  spués : 

En  los  años  que  han  corrido 
desde  que  yo  lo  escribí, 
mientras  que  yo  envejecí 
mi  Don  Juan  no  ha  envejecido. 

Resucitó  Delgado  la  obra,  hizo  rico  al  editor 
y  logró  que,  como  el  Fénix,  la  obra  del  poeta 
inmortal  renazca  todos  los  años.  Delgado  hizo 
un  Tenorio  magnífico;  arrebató  al  público,  sobre 
todo  al  recitar  las  íamosas  décimas  en  el  pan- 
teón, y  con  aquella  obra  ganó  dinero  para  sos 
tener  la  temporada,  y  Ayala  fijó  su  pensamiento 
en  él  para  que  le  hiciese  el  galán  de  El  tatúo  por 
ciento  que  había  escrito  para  Teodora  Lamadrid 
aquel  invierno.  El  teatro  se  levantó,  como  dicen 
en  los  teatros.  García  Gutiérrez  dio  aquel  año 
su  Duelo  á  muerte,  obtuvo  gran  éxito  el  Sol  de 
invierno  de  José  Marco,  y,  por  fin,  El  tanto  por 
ciento,  estrenado  á  fin  de  temporada,  obtuvo  un 
éxito  tal,  que  se  prolongó  la  temporada  por  todo 
ei  verano  y  Madrid  entero  acudió  á  aplaudir  una 
obra  literaria...  ¡Qué  tiempos  aquellos! 

¿Qué  de  D.  Pedro  Delgado  después?  Fastuoso, 


LOS   DE   MI   TIEMPO  91 

viendo  la  vida  en  grande,  muy  generoso,  muy 
íácil  en  dar  y  en  tirar,  ha  ido  rodando  de  pro- 
vincia en  provincia  y  de  pueblo  en  pueblo.  No 
pudo  ocupar  su  verdadero  sitio  en  Madrid,  por- 
que se  le  hizo  guerra  despiadada  como  á  todo  el 
que  ni  sabe  el  valor  del  dinero  ni  vivo  del  nego- 
cio, sino  de  su  propio  temperamento  de  artista. 

Y  este  artista,  tan  elegante  y  tan  rico  un  día, 
tan  asediado  de  peticiones  de  dinero  por  los 
hombres  y  tan  adorado  de  las  mujeres,  ha  veni- 
do á  caer  en  la  cama  de  ufi  hospital,  mientras 
otros  más  prácticos  cultivarán  sus  viñas... 

Lleguen  hasta  la  cabecera  de  su  cama  los  re- 
cuerdos del  que  fué  y  es  su  amigo  y  hagamos 
entre  todos  algo  por  este  pobre  actor  un  día  fa- 
moso, porque  si  lo  fía  de  los  que  están  en  alto, 
más  le  vale  morirse.  Las  obras  de  caridad  no 
las  hacen  generalmente  los  que  están  sobrados, 
esas  son  propias  de  los  pobres  y  de  los  que  han 
sufrido... 


Barbieri. 


tro! 

¡Dios  mío,  me  decía  yo  esta  mañana 
oyendo  misa  en  el  Cristo  de  San  Ginés, 
allí  donde  la  oía  con  mi  madre  hace  veinte  años; 
Dios  mío,  qué  de  prisa  se  van  los  amigos  de 
marras! 

No  hice  más  que  llegar  y  oir  que  se  moría 
Arrieta.  Cinco  ó  seis  días  después,  se  me  mue- 
re Barbieri,  otro  pariente  espiritual,  otro  de 
aquellos  de  los  que  cantaban  conmigo  seguidillas 
y  tangos,  cosas  de  Madrid  y  cosas  de  España. 

Este  era  de  los  que  llevaban  por  donde  quiera 
que  iban  pasando,  la  bandera  nacional,  el  aire 
de  la  tierra,  la  música  que  da  color  á  todo... 

Y  la  mueslra,  que  es  única  en  su  color,  y  en 
su  sabor,  diferente  de  todas  las  del  mundo,  por- 
que es  la  que  tiene  más  carácter  y  hace  sentir 
á  todo  el  que  tenga  nervios. 


94  LOS   DE   MI    TIEMPO 

Barbieri  la  propagó,  la  llevó  á  la  escena,  á  la 
calle,  á  las  fronteras,  al  mundo. 

Era  sabio.  No  se  contentaba  con  saber  com- 
poner y  echar  al  aire  aquellas  chulaperías  ar- 
tísticas. Sabía  de  memoria  las  músicas  popula- 
res de  la  España  antigua,  había  escudriñado 
todos  los  rincones  de  las  bibliotecas  nacionales, 
y  para  él  no  había  secretos.  Pavanas,  chaco- 
nas, tonadillas,  misas,  villancicos,  tangos,  gua- 
jiras, seguidillas  gitanas,  todo  era  suyo  y  lo 
acomodaba  al  gusto  del  público,  y  era  el  músico 
del  ole  y  de  las  palmadas  mientras  se  sirve  el 
vino.  Será,  mientras  España  exista,  el  autor  in- 
mortal de  Pan  y  toros. 

Para  nosotros  los  de  entonces  fué  el  Chueca 
con  argumento,  como  hubiera  dicho  Santisté- 
ban.  Cuando  él  empezó  á  declinar,  apareció 
Chueca.  Cuando  muera  Chueca  (¡no  lo  quiera 
Dios!)  vendrá  otro.  En  Madrid  hace  falta  siem- 
pre el  músico  que  se  la  trae  embotellada,  según 
expresión  de  la  tierra  baja.  Ese  músico  cuyos 
aires  hay  que  tocar  y  cantar  en  los  toros,  en  los 
ejercicios  de  los  soldados,  en  la  procesión  y  en 
la  verbena.  Aquí  donde  la  música  es  la  querida 
del  sol,  no  se  podría  vivir  sin  las  inspiraciones 
de  estos  compositores  á  quienes  los  gobiernos 
debieran  conceder  pensiones  como  se  ha  hecho 
con  los  poetas,  porque  alegran  la  vida. 

Este  Barbieri  que  hoy  desaparece,  tenía  tonos 
tan  personales,  que  el  número  de  las  obras  que 


LOS    DE    MI    TIKMPO  95 

salvó  no  tiene  cuento.  A  veces  ocurría  que  se 
iba  al  teatro  por  oirle  á  él,  olvidando  al  poeta. 

Era  además,  de  una  corrección  musical  que 
no  se  apreciará  sino  cuando  ya  esté  podrido, 
porque  los  españoles  tenemos  la  consagración 
tardía,  y  no  hacemos  justicia  sino  á  los  que  ya 
no  pueden  hacer  estorbo. 

Tengo  yo  entre  mis  papelea,  que  todos  los 
guardo,  cartas,  versos,  apreciaciones,  críticas 
de  Barbieri  que  revelan  un  literato  de  primer 
orden.  El  carácter  era  intransigente,  las  condi- 
ciones de  mando,  admirables.  Aún  no  ha  olvi- 
dado mi  generación  la  célebre  noche  del  estreno 
de  Jugar  con  fuego,  en  la  que  interrumpió  la  re- 
presentación para  volver  á  empezar  el  concer- 
tante del  segundo  acto,  que  no  iba  á  su  gus- 
to. En  el  primer  momento  el  público  se  quedó 
asombrado,  porque  le  cogió  la  acción.  Después, 
cuando  sintió  la  mano  del  amo  de  la  orques- 
ta, seguro  de  su  música,  y  oyó  aquella  her- 
mosa pieza  magistralmente  tocada  y  cantada, 
le  hizo  una  de  esas  ovaciones  que  nunca  se  ol- 
vidan. 

Por  aquel  entonces  la  opinión  andaba  dividi- 
da entre  Gaztambide  y  él.  En  España  no  se  pue- 
de vivir  sin  la  concurrencia .  Haca  falta  siem- 
pre la  lucha  entre  Cuchares  y  el  Tato,  Esparte- 
ro y  O'Donell,  Lagartijo  y  Frascuelo,  Cánovas 
y  Sagasta,  la  Reina  y  la  Infanta,  Castelar  y  Zo- 
rrilla, Este  y  el  Otro.  En  todos  los  países  del 


96  LOS    DE    MI    TIEMPO 

países  del  mundo  se  ama  la  unidad;  aquí  hemos 
de  vivir  en  constante  división  de  plaza. 

No  lo  censuro,  lo  hago  constar.  Es  más,  creo 
que  eso  produce  grandes  pugilatos  de  inteligen- 
cia, de  heroísmo,  de  entusiasmo  y  de  mérito 
personal  y  por  eso  hay  tal  sobra  de  talentos  y 
tal  derroche  de  gloria . 

En  aquellos  tiempos  de  Gaztambide,  Arriefca, 
Barbieri  y  Oudricl,  este  músico  que  hoy  llora- 
mos todos  llevó  siempre  la  palma  de  la  victoria 
como  músico  popular.  Sus  canciones  pasaban 
del  teatro  á  la  calle  á  las  veinticuatro  horas  y 
tenía  lo  que  es  indispensable  en  las  artes.  El 
sello  personal;  el  estilo. 

Metido  en  su  casa,  sorbiendo  rapé,  haciendo 
chistes  á  porrillo;  gastrónomo  á  punto  de  eclip- 
sar á  Castelar,  Martos  y  Arrieta,  cuando  salía 
después  de  un  chapuzón  de  un  mes  en  su  rincón 
de  la  plaza  del  Rey,  traía  una  de  esas  particio- 
nes que  hacían  bailar  á  los  coristas  mientras 
las  ensayaban. 

Era  sonetista,  y  tenía  la  manía  de  hacer  los 
versos  mejor  nadie.  Sumamente  correcto,  tenía 
madera  de  académico,  y  por  eso  lo  fué.  Yo  ten- 
go sonetos  suyos  realmente  muy  hermosos, 
pero  prefiero  las  notas  de  música  que  escribía 
en  el  álbum  de  mi  mujer,  y  que  saben  á  pardi- 
llo, de  aquel  que  se  bebe  en  el  Puente  Verde. 

Mañana  le  enterrarán,  y  estoy  seguro  de  que 
le  acompañaremos  al  cementerio  con  marchas 


LÜS    DE   MI    TIEMPO  97 

de  Chopin  ó  con  aires  fúnebres  de  esos  que  vie- 
nen del  extranjero.  Precisamente  en  el  extranjero, 
desde  hace  algunos  años,  se  hace  algo  que  va- 
liera la  pena  de  imitar  aquí,  y  consiste  en  con- 
vertir uno  de  los  aires  má^  populares  de  músi- 
co muerto  en  marcha  acompasada  y  lenta.  Bre- 
tón, que  ha  hecho  aquella  hermosa  partición 
del  sainete  de  anoche,  ¿nó  podría  acomodar  al 
caso  del  entierro  cualquiera  de  esas  marchas 
tan  populares  del  maestro  sencialmente  madri- 
leño? 

Así  se  sentiría  más  y  mejor  que  llevamos  á 
enterrar  al  músico  de  Pan  y  toros 

¡Este  compositor  ha  sido  el  Goya  de  la  músi- 
ca, y  le  han  de  cantar  muchas  generaciones! 


1894. 


Frascuelo. 


[uando  le  conocí,  era  muy  joven,  acaba  de 
tomar  la  alternativa  y  con  tanta  valen- 
tía mató  sus  toros  en  las  primeras  co- 
rridas, que  enseguida  fué  popular.  Y  en  la  tienda 
del  Gallego,  en  la  Carrera  de  San  Jerónimo,  le 
di  las  primeras  enhorabuenas.  Era  por  aquellos 
tiempos  en  que  el  día  de  Jueves  Santo,  los  espa- 
das se  ponían  á  la  puerta  de  Lhardy  á  ver  pasar 
á  las  mujeres  bonitas,  que  lucían  mantillas  de 
madroños.  Ellos  iban  allí  á  echar  flores  y  el 
público  se  agolpaba  á  la  acera  por  verles  á 
ellos.  Los  madroños  de  las  mantillas  y  las 
fajas  de  colores,  tan  características  en  el  talle  de 
los  toreros,  han  desaparecido  casi  por  com- 
pleto. 

Aun  se  usaba  el  calañés,  que  ya  no  lo  lleva 
en  España  más  que  Ángel  Regatero.  El  espada 


100  LOS    DE    .Mí    TIEMPO 

en  esos  días  de  fiesta  tradicionales  se  salía  á  la 
calle  con  su  buena  chaqueta  de  terciopelo  de  co- 
lor, su  faja  de  seda  amarilla  y  encarnada  y  de 
todos  los  tonos,  sus  botas  de  charol  y  su  bastón 
de  lujo. 

¿Ahora? 

Ahora  se  visten  de  Smoking  y  esconden  la  cole- 
ta entre  el  pelo  y  las  dan  de  finolis.  Así  es  que 
desde  que  yo  vi  una  noche  á  cuatro  toreros  de 
corbata  blanca,  dejé  el  abono  de  la  barrera  que 
tuve  tantos. 

Frascuelo  y  el  Ostión  me  convidaron  una  ma- 
ñana á  almorzar  en  el  mismo  Lhardy.  Eso  de 
la  taberna  es  de  ahora.  Yo  he  visto  al  Tato  ti- 
rar las  onzas  en  el  Cisne,  el  restauran!;  más 
caro  que  había  en  Madrid  cuando  uno  era  joven. 
Cuchares,  en  casa  de  Portilla,  cenaba  rodeado 
de  periodistas  con  sombrero  de  copa.  Los  tiem- 
pos cambean  y  esto  del  toreo  ha  venido  muy  á 
más  desde  que  no  hay  toreros. 

Pues  digo  que  me  convidaron  una  mañana 
para  almorzar  como  almuerzan  los  hombres,  y 
para  comerme  una  comida  que  yo  les  di  á  cua- 
tro ó  cinco  de  ellos  con  el  producto  de  mis  co- 
medias. Y  si  yo  me  gasté  diez,  Salvador  se 
gastó  veinte,  y  el  Ostión  vino  porque  le  gusta- 
ba la  literatura  sin  saberlo,  porque  él  fué  quien 
dijo  oyendo  á  Grilo  que  me  celebraba  unas 
quintillas  á  no  sé  que,  me  presentó  á  un  cama- 
rada  suyo  diciendo:— Aquí  te  presento  á  este 


LOS   DE   MI    TIEMPO  10  i 

caballero,  que  hace  unas  guindillas  que  en- 
cienden! 

Esos  eran  toreros,  á  la  buena  de  Dios,  hijos 
del  pueblo,  matando  por  derecho  y  sabiendo 
ganarles  la  cara  á  los  toros  y  tirando  una  jara 
por  darle  gusto  á  la  más  bonita. 

Y  luego  vino  la  revolución  y  después  la  res- 
tauración, y  así  como  Juan  Rico  y  el  Suárez,  y 
Pucheta  eran  liberales...  pues  Frascuelo  salió 
monárquico  y  Alfonsino,  y  se  hizo  miliciano  de 
caballería . 

Pero  hombre,  Salvador,  le  decía  alguien,  un 
hombre  tan  popular  como  usted,  volviendo  la 
cara  hacia  la  restauración,  y  Salvador  decía: 

— Porque  están  ustés  todos  equivocados:  por- 
que España  ha  estao  siempre  junta  con  los  Re- 
yes, porque  sin  Rey  no,  se  puede  vivir,  por  lo 
mismo  que  no  se  pué  vivir  sin  cabeza,  y  ya  ve- 
rán ustés  como  viene!  Y  sino  viene  él  lo  trae- 
remos! 

La  gente  se  reía  entonces  de  oir  que  v>mía 
aquel  Rey,  como  se  ríen  ahora  cuando  dicen 
que  va  á  venir  otro . 

Pero  á  p3Sar  de  eso,  una  mañana  nos  desper- 
tamos oyendo  decir  que  se  había  acabado  la 
República,  y  que  Alfonso  XII  desembarcaba  en 
Cartagena. 

Frascuelo  se  salió  con  la  suya,  y  el  Rey  que 
venía  con  hambre  y  sed  de  ver  toros  y  toreros 
tenía  prisa  de  conocer  al  que  le  había  brindado 


102  LOS   DE   MI    TIEMPO 

toros  á  su  madre,  que  también  era  torera,  y  lo 
es  todavía. 

Y  en  aquel  primer  período  de  restauración, 
Salvador  que  había  sido  personaje  importante 
en  el  escuadrón  de  milicianos  que  mandaba  el 
Duque  de' Sexto,  fué  del  corro  íntimo  de  los  mi- 
nistros de  entonces. 

Con  Romero  Robledo  le  unía  gran  amistad. 
¿Quién  no  recuerda  aquel  almuerzo  que  el  mi- 
nistro de  la  Gobernación  le  dio  en  Fornos,  y 
que  casi  produjo  una  crisis? 

Los  periódicos  se  echaban  encima,  como  suele 
decirse,  se  comentó  mucho  el  suceso  y  Frascue- 
lo y  el  ministro  continuaron  siendo  los  mismos, 
y  el  espada  brindaba  sus  toros  al  político,  y  el 
político  le  tenía  muchas  noches  en  lugar  prefe- 
rente en  su  tertulia  de  última  hora  del  minis- 
terio. 

Esta  unión,  esta  intimidad  de  los  toreros  cé- 
lebres con  los  personajes,  en  España,  ha  existi- 
do siempre,  y  sólo  ha  podido  acabarse  á  medida 
que  se  han  ido  acabando  los  toreros. 

Los  reyes  de  España  han  tenido  siempre  á 
gala  enviar  un  recado  á  casa  de  los  toreros  he- 
ridos, porque  es  esta  una  manera  de  identificar- 
se en  el  espíritu  nacional,  todo  entusiasmo  por 
cuanto  representa  la  fiesta  del  valor  y  de  la  lu- 
cha del  hombre  en  las  fieras.  Frascuelo,  duran- 
te muchos  años,  ha  sostenido  esta  relación,  este 
contacto  de  la  nación  con  el  héroe  de  la  plaza 


LOS   DE    MI    TIEMPO  103 

de  toros.  Pasaba  Frascuelo  por  la  calle  en  sus 
buenos  tiempos  y  llevaba  detrás  una  cola  de  ad- 
miradores, y  de  las  tiendas  salían  á  verle.  No 
era  precisamente  á  él,  sino  á  la  personificación 
de  una  cosa  esencialmente  nacional,  algo  que 
es  como  el  símbolo  de  nuestro  modo  de  ser, 
bueno  ó  malo,  no  me  meto  en  eso,  pero  nuestro. 

¿Le  cogía  un  toro?  Madrid  se  desplomaba  por 
ir  á  firmar  á  su  puerta. 

¿Casaba  una  hija?  Madrid  entero  iba  á  los  vi- 
veros á  celebrar  la  boda. 

Se  retiró  y  se  fijó  en  Torrelodones.  Pues  al 
detenerse  el  tren  allí  bajaban  centenares  de  via- 
jeros á  ver  á  Frascuelo,  era  ya  un  monumento, 
un  santo  del  calendario  torero  que  había  que 
visitar.  Y  la  infanta  Isabel,  de  paso  para  la 
Granja,  le  saludaba  con  el  pañuelo: — Adiós, 
Salvador!  y  el  torero  viejo,  pavero  en  mano, 
decía  conmovido:  —  ¡Vaya  con  Dios,  señora! 

Era,  en  fin,  la  representación  de  nuestra  raza 
moderna,  franca,  valiente,  democrática,  torera. 

Y  como  decía  el  Ostión: 

— A  ese  cuando  se  le  calienta  la  mano,  á  los 
cofres  de  la  casa  se  les  ponen  los  pelos  de  punta! 


ftyala. 


üí 


l  escaparate  del  fotógrafo   Laurent  es 

toda  una  época.  Allí  están  reunidos,  co- 

1  deándose,  en  fraternal  tertulia,  Cánovas 


y  Zorrilla,  Amadeo  de  Saboya  y  el  rey  Alfon- 
so XII,  Rivero  y  Vico,  Castelar  y  Serrano,  Fi- 
guerola  y  Frascuelo.  Los  transeúntes  se  detie- 
nen á  contemplar  aquella  reunión  de  notabilida- 
des en  todos  los  géneros,  y  los  forasteros,  sobre 
todo,  se  complacen  en  mirar  las  fotografías,  ha- 
ciendo cada  cual  los  comentarios  que  le  sugiere 
la  colocación  más  ó  menos  hábil  de  todos  aque- 
llos personajes,  célebres  algunos  y  famosos 
todos. 

No  hace  mucho  que  oímos  el  siguiente  diálogo 
á  dos  curiosos,  que  indudablemente  sólo  cono- 


106  LOS    DE   MI    TIEMPO 

cían  por  su  nombre  ó  su  celebridad  al  personaje 
que  pretendían  adivinar. 

— Debe  ser  un  pintor  notable— decía  uno. 

— Más  bien  creería  yo  que  es  un  actor. 

— No,  de  seguro  es  algún  poeta...   Zorrilla  es. 

— Zorrilla  debe  ser  más  viejo . 

— O  Fortuny;  de  fijo  es  el  pintor  Fortuny 

Sí,  esa  cabeza,  la  actitud 

— Artista  es  de  seguro. 

Y  un  tercer  transeúnte,  que  oía  como  nos- 
otros, se  atrevió  á  decirles  sonriendo: 

— Es  un  ex-ministro. 

Los  forasteros  se  quedaron  mirando  al  que 
les  daba  la  noticia. 

— ¿Es  un  hombre  político? 

— Sí,  señor. 

Ya  lo  pudimos  resistir  al  deseo  que  nos  reto- 
zaba de  declarar  quién  era  el  personaje,  y  diji- 
mos resueltamente: 

— Ese  caballero  es  antes  que  ex-ministro  y 
que  diputado  y  político  algo  que  significa  más 
que  todo  eso,  y  hay  que  anunciarle  de  o  Ira  ma- 
nera. El  original  de  ese  retrato...  es  el  autor  del 
1  cinto  por  ciento. 

— ¡Ayala! — dijeron  á  la  vez  los  forasteros, 
añadiendo  en  seguida: 

— ¡Es  claro! 


LOS    DE   MI    TIEMPO  107 


II 


Electivamente  era  claro.  El  aspecto  del  poeta 
de  quien  vamos  a  hablar  no  podía  engañar  á 
nadie.  Su  fotografía  estaba  diciendo  á  voces  que 
aquella  figura  artística  y  aquella  cabeza  sin 
igual  no  eran  de  un  político  de  profesión  ni  de 
un  diputado  de  la  mayoría.  Los  transeúntes 
adivinaban  en  él  un  gran  artista,  un  gran  poeta, 
todo  menos  un  ministro.  Se  puede  ser  minitro 
con  el  aspecto  de  memorialista  ó  de  cabo  segun- 
do, y  de  esto  hemos  visto  mucho,  pero  no  es 
posible  confundir  con  la  multitud  á  quien  se 
presenta  en  el  mundo  con  tan  especialísima 
figura.  Ponedle  un  jubón  de  raso  acuchillado, 
una  gola  de  encaje  de  Flandes,  calzas  ajustadas 
y  botas  de  cuero,  y  al  cinto  una  espada  de  taza 
y  hoja  toledana,  y  dejadle  en  la  misma  actitud 
de  la  fotografía  moderna,  y  á  f e  que  parecerá 
contemporáneo  de  los  Villamedianas,  Austrias, 
Velázquez  y  Calderones.  Hay  que  creer  en  la 
frenología  contemplando  aquella  frente  serena, 
los  ojos  vivos,  la  mirada  penetrante  y  la  fisono- 
nomía  noble  y  abierta.  Puesto  al  frente  de  una 
cabalgata  para  ir  á  emprender  novelescas  aven- 
turas, hiciera  recordar  los  versos  del  mantuano 
cuando  dijo  del  caudillo  troyano: 

Haud  illo  segnior  ibat 
jEneas;  tantum  egregio  decus  enitet  ore. 


108  LOS    DE    MI    TIEMPO 

Andalucía,  que  tantos  hijos  ilustres  dio  á  la 
patria,  vio  nácar  al  ilustre  español  de  quien  ha- 
blaremos á  nuestros  lectores.  Guadalcanal,  aldea 
humilde,  casi  extremeña,  fué  la  cuna  del  que  había 
de  ser  con  el  tiempo  gloria  de  su  país  y  honra 
de  su  patria. 

Aquí  viniera  bien  la  sucesión  de  noticias  que 
abundan  tanto  en  las  biografías.  Los  nombres  y 
apellidos  de  sus  padres,  los  primeros  estudios, 
alguna  coincidencia  fenomenal  en  que  tuvieran 

parte  las  estrellas No,  no  hemos  de  contar 

rada  de  extraordinario,  porque  lo  extraordina- 
rio es  todo  de  la  organización  y  no  entra  en  ello 
el  mundo  exterior.  Ayala  salió  á  los  cato-ce 
años  de  su  pueblo  para  ir  á  estudiar  á  Sevilla; 
allí  íué  un  estudiante  inquieto  y  revoltoso,  como 
casi  todos  los  estudiantes  de  todos  los  países; 
era  joven  y  era  exaltado,  era  andaluz  y  era  poe- 
ta; á  orillas  del  Guadalquivir  hace  versos  todo 
el  que  no  ha  cumplido  aún  treinta  años.  Ayala 
tenía  catorce  al  llegar  á  la  Universidad,  porque 
había  nacido  el  año  29.  Entraba,  pues,  en  la 
vida  en  las  postrimerías  del  romanticismo;  pero 
aún  eran  aquellos  los  tiempos  de  Zorrilla  y  de 
García  Gutiérrez;  era  la  época  en  que  todos  los 
poetas  enjuego,  desde  el  autor  de  Granada  hasta 
el  del  Patriarca  del  Valle,  extasiaban  al  público 
con  versos  sonoros,  dramas,  leyendas  y  novelas. 
Ayala  había  nacido  poeta  como  otros  nacen  ver- 
sificadores; García  Gutiérrez  era  su  ídolo  por 


LOS   DE    MI    TIEMPO  109 

entonces;  los  versos  del  poeta  del  Irovador  se 
quedaban  impresos  en  la  memoria  y  en  el  cora- 
zón del  futuro  poeta  del  Tanto  por  ciento. 

Su  primer  triunfo  literario  le  obtuvo  en  las 
aulas.  Las  masas  hacen  siempre  la  opinión,  y 
los  estudiantes  recibieron  con  aplauso  inolvida- 
ble la  primera  protesta  del  escolar  imberbe. 
Dictadas  por  el  claustro  severas  disposiciones 
sobre  los  trajes  de  los  estudiantes,  Ayala  hizo 
unas  octavas  reales  famosas,  en  los  anales  de  la 
estudiantina. 

García  Gutiérrez  pasó  por  Sevilla  pocos  años 
después,  y  reconoció  al  poeta  naciente.  ¿Cómo 
no  había  de  conocerle,  si  á  la  natural  inclina- 
ción que  Ayala  sentía  hacia  García  Gutiérrez  se 
unió  el  deseo  que  éste  tuvo  de  comunicarse  con 
el  poeta  sevillano,  cuyo  nombre  había  salvado 
ya  las  pe  redes  del  aula  y  comenzaba  á  correr  de 
boca  en  boca? 

García  Gutiérrez  no  sólo  adivinó  en  su  admi- 
rador y  naciente  amigo  un  gran  poeta,  sino  que 
le  aconsejó  que  viniese  á  la  corte,  donde  podría 
hallar  ancho  campo  á  sus  glorias. 

Dejó,  pues,  Ayala  los  estudios,  colgó  los  há- 
bitos y  emprendió  el  camino  de  Madrid  en  bus- 
ca de  nuevas  y  desconocidas  aventuras.  ¡Mal 
año  para  los  padres  que  se  empeñan  en  creer 
que  sin  carrera  fija  y  determinada  no  se  puede 
ser  nada  en  el  mundo!  Dadme  un  joven  de  ta- 
lento, y  no  le  enseñéis  por  dónde  debe  encami- 


110  LOS    DE   MI    TIFsMPO 

nar  sus  pasos,  ni  á  qué  férula  debe  someterse. 
Decid  á  vuestros  hijos  que  el  autor  del  Ingenioso 
Hidalgo  no  fué  más  que  soldado;  el  autor  del 
Hamlel  un  cazador  furtivo  primero,  y  después 
ayuda  de  cámara,  y  luego  apuntador  de  come- 
dias; dejadles  seguir  el  impulso  de  su  voluntad, 
que  tal  vez  de  un  mal  estudiante  sale  un  gran 
poeta,  un  autor  inmortal  y  un  gobernante  fa- 
moso. 

En  1849  llegó  Ayala  á  Madrid. 

Aquí  sintió  la  primera  vocación  por  el  teatro. 
No  tardó  en  dar  á  la  escena  su  primera  come- 
dia El  Hombre  de  Estado,  que  si  no  obtuvo  un 
éxito  extraordinario,  reveló  ya  un  autor  de 
grandes  bríos. 

Reveló  algo  más,  porque  en  aquel  drama  se 
adivinaba  un  hombre  político,  en  quien  sin  duda 
esperaban  tener  un  cofrade  amigos  suyos  á 
quienes  conservó  siempre  fraternal  cariño. 

Cristino  Martos  y  Adelardo  Ayala  fueron 
siempre  íntimos  amigos.  El  mozo  del  billar  de 
la  calle  del  Lobo  les  ha  llevado  la  cuenta  de 
muchas  carambolas;  y  los  Farrugias,  Lhardy 
y  Fornos  del  café  Europeo  podrían  atesti- 
guar el  buen  apetito  de  estos  dos  hombres  céle- 
bres. 

Era  entonces  Ayala  un  joven  tan  vigoroso  y 
tan  fuerte,  que  se  cuentan  de  él  terribles  alar- 
des de  fuerza.  Un  su  amigo  extremeño,  que  no 


LOS    DE    MI    TIEMPO  111 

pasa  porque  Guadalcanal  pertenezca  á  Sevilla, 
le  apellidaba  el  Sansón  de  Extremadura,  como  á 
García  de  Paredes. 

Salían  cierta  noche  del  teatro  Español  dos  ac- 
trices en  un  coche  de  cuatro  asientos.  El  ya 
aplaudido  autor,  joven  y  bromista,  les  rogaba 
que  no  se  marcharan.  Ellas  con  más  prisa  de- 
cían al  cochero  que  partiese,  y  entonces  él..... 
cogió  con  ambos  puños  una  de  las  ruedas  tra- 
seras   y  el  coche  se  detuvo.  ¡Oh,  Hércules 

fronterizo!  exclamaría  Moreno  Nieto. 

Moreno  Nieto,  como  Martes,  ha  sido  siempre 
íntimo  amigo  de  Adelardo  Ayala.  Poco  á  poco 
la  gente  de  más  valía  se  iba  agrupando  alrede- 
dor del  poeta,  que  ha  conservado  siempre  estas 
intimidades,  sin  que  jamás  le  hayan  tornado 
vanidoso  ni  ridículo,  como  á  otros,  los  triunfos 
de  la  gloria,  ni  las  sonrisas  de  la  fortuna.  Con 
media  docena  ele  amigos  se  asoció,  á  poco  de 
verificarse  el  motín  del  54,  para  redactar  con 
ellos  el  Padre  Cobos. 

¡El  Padre  Cobos!  ¿Quién  ha  podido  olvidar  este 
celebérrimo  periódico?  Llegaos  á  un  puesto 
de  libros  que  hay  limítrofe  de  la  iglesia  de  San 
Luis,  y  preguntadle  al  dueño  cuánto  quiere  por 
una  colección  del  Padre  Cobos  que  allí  expuso 
como  cosa  rarísima,  y  os  pedirá  veinte  ó  trein- 
ta pesos,  añadiendo  que  no  la  hay  en  ninguna 
otra  parte;  y  tendrá  razón,  porque  esa  colec- 
ción se  busca  con  el  mismo  afán  que  una  prime- 


112  LOS   DE   Mí    TIEMPO 

ra  del  Amadis  de  Gaula  ó  de  la  Cárcel  de  Amor  de 
Diego  de  San  Pedro. 

El  Padre  Cobos  es  toda  una  época,  y  las  nom- 
bres de  los  redacctores  de  aquel  chistosísimo  pe- 
riódico han  quedado  impresos  en  la  memoria 
del  público.  Allí  escribieron  Selgas,  Pedroso, 
Nocedal,  Suárez,  Brabo,  Garrido  y  otros  tan- 
tos, que  sin  el  favor  ni  la  protección,  antes  por 
sus  propios  méritos,  han  llegado  á  merecer  los 
honores  de  lo  que  se  llama  una  reputación  sólida 
en  el  mundo  de  las  letras. 

Por  allí  andaba  también  un  músico  ya  famo- 
sísimo en  España,  y  con  quien  Ayala  hizo  tan 
buena  amistad,  que  desde  entonces  hasta  la 
muerte  de  Ayala  no  se  han  separado  un  instan- 
te. El  mismo  techo  los  cubría,  la  misma  chime- 
nea los  calentaba;  dos  hermanos  parecían  se- 
gún la  vida  interior  que  hacían  juntos.  Tan  uni- 
dos y  hermanados  estaban,  que  su  criado  oyó 
todos  los  días  esta  frase  á  alguna  persona  que 
llamaba  á  la  puerta. 

—¿Está  el  Sr.  Ayala? 

—No,  señor;  sólo  está  D.  Emilio. 

— Es  lo  mismo. 

Lo  mismo  era,  en  efecto,  porque  ellos  fueron 
dos  personas  y  una  sola  voluntad,  como  lo  eran 
Eguilaz  y  Luque.  Don  Emilio  es  el  maestro 
Arrieta,  el  autor  de  Marina  y  de  lldegonda,  el 
músico  de  más  entusiasmo  y  de  mejor  gusto 
que  conozco;  hombre  á  quien  le  suenan  los  se- 


LOS    DE   MI    TIEMPO  113 

sos,  como  decía  su  amigo,  porque  era  muy  fre- 
cuente hallarles  en  alguna  noche  de  invierno 
sentados  frente  á  la  chimenea  silenciosos  y  pen- 
sativos, y  en  uno  de  esos  momentos  en  que  los 
des  pensaban  de  seguro  algo  bueno,  Arriefca  ta- 
rareaba distraído  y  Adelardo  exclamaba: 

— ¡Eh!  ¡Despierta!  ¡Que  te  suena  la  cabeza! 

Arrieta,  á  quien  nos  complacemos  en  recor- 
dar aquí,  tenía  adoración  por  su  amigo.  Era  el 
espectador  más  conmovido  en  sus  estrenos,  el 
lector  más  apasionado  de  sus  obras.  Sabe  de 
memoria  hasta  el  último  verso  que  su  amigo 
hizo;  fué  el  fedus  Achates  del  ilustre  poeta,  de- 
chado de  la  amistad  rara  avis  in  térra. 

Cuando  el  Padre  Cobos  fué  denunciado,  Ayala 
hizo  la  defensa  ante  el  Tribunal  de  Imprenta,  y 
desde  aquel  día  se  dio  á  conocer  como  orador 
notable.  Una  voz  poderosa,  una  figura  atracti- 
va, unidas  á  una  inteligencia  superior,  tenían 
que  dar  por  resultado  un  orador  de  gran  fuerza. 
No  era  difícil,  por  consiguiente,  que  el  ya  aplau- 
dido poeta  arrebatase  al  auditorio,  consiguien- 
do que  amigos  y  adversarios  le  aplaudieran, 
viendo  en  él  una  esperanza  de  la  tribuna,  que 
bien  pronto  fué  realidad.  Si  no  nos  hubiéramos 
propuesto  hacer  caso  omiso  de  la  política  en  esta 
ocasión,  pudiéramos  citar  aquellos  célebres  dis- 
cursos que  han  formado  época  en  los  fastos  par- 
lamentarios. 

Pero   no  tenemos  para  qué  citarlos  aquí; 

8 


114  LOS    DE   MI    TIEMPO 

como  al  principio  hemos  dicho,  Ayala  es  ante 
todo  el  poeta,  el  dramaturgo  sin  igual:  es  el  au- 
tor del  Tanto  por  ciento . 


III 


La  aparición  de  esta  célebre  comedia  fué  sa- 
ludada con  tan  universal  aplauso,  que  durante 
un  año  no  cesó  de  hablarse  de  ella;  hoy  día  de 
la  fecha  se  aplaude  como  si  por  primera  vez  se 
viera. 

Hartzenbusch  gritaba  desde  su  butaca  la  no- 
che del  estreno:  (Calderón  ha  resucitado!  A  los  po- 
cos días  la  prensa  de  España  y  del  extranjero 
saludaba  al  poeta  regenerador  con  universal  en- 
comio. Desde  entonces  el  nombre  de  Ayala  vive 
constantemente  en  la  memoria  de  todos. 

Ya  en  El  Tejado  de  vidrio,  que  habían  repre- 
sentado Romea,  Arjona,  Tamayo,  Teodora  (non 
bis  in  idem,  autores  contemporáneos!)  se  anun- 
ció el  gran  dramaturgo  que  pronto  habría  de 
aplaudir  la  multitud.  La  lectura  del  Tanto  por 
ciento  en  Valencia  ante  un  círculo  de  literatos  y 
amigos  habría  traído  á  Madrid  el  eco  de  gratas 
y  risueñas  esperanzas,  y  la  gran  Teodora  in- 
terpretó de  tal  manera  la  obra,  que  hizo  decir 
á  uno  de  nuestros  más  eminentes  literatos  en  el 
saloncillo:  «Señores,  yo  no  vi  á  la  Rachel;  pero 
si  no  hacía  lo  trágico  como  esta  actriz  ha  hecho 


LOS   DE   MI   TIEMPO  115 

hoy  lo  dramático,  no  paso  por  la  reputación  de  la 
francesa. 

Era,  en  efecto,  notable  la  manera  de  decir. 

¡Soy  honrada,  y  aunque  crea 
El  mundo  lo  que  sucede, 
El  orbe  entero  no  puede 
Hacer  que  yo  no  lo  sea! 

Estrenaron  la  famosa  comedia  Teodora,  Del- 
gado, Casañer,  Mariano  Fernández,  Alisedo,  la 
Valverde  y  Elisa  Boldún,  joven  actriz  llena  de 
gracia  y  desenvoltura,  como  dicen  los  periódicos 
de  aquella  época,  que  hizo  la  criada  con  gene- 
ral aplauso. 

Estrenóse  El  tanto  por  ciento  al  fin  de  la  tempo- 
rado,.  y  hubo  que  prolongarla.  Madrid  entero 
acudió  á  verla;  los  teatros  de  provincias  la  re- 
pitieron sin  pérdida  de  momento.  Fué  un  ver- 
dadero acontecimiento,  y  los  escritores  madri- 
leños ofrecieron  por  suscripción  una  corona  al 
autor  de  la  comedia,  expresión  fiel  de  toda  una 
época.  Una  noche,  al  terminar  la  actriz  la  novena 
representación  de  la  obra,  cayó  al  escenario  un 
sencillo  ramo  de  peonías,  dentro  del  cual  había 
un  tosco  papel,  y  en  él  escritos  con  lápiz  estos 
versos: 

Quien  estas  flores  te  arroja 

El  alma  entera  te  da; 

No  serán  dignas  quizá 

De  que  Ayala  las  recoja. 


1 16  LOS   DE   MI    TIEMPO 

Ninguno  á  tu  ingenio  iguala, 
Que  se  eleva  sobre  el  sol* 
Salva  al  teatro  español, 
¡Y  Dios  te  bendiga,  Avala! 

¿Quién  era  el  misterioso  autor  de  estas  dos 
redondillas,  escritas  tal  vez  á  vuela-pluma  en  el 
íondo  de  algún  palco,  en  diminutas  letras,  cu- 
yos rasgos  denunciaban  la  mano  de  una  mujer? 
Nadie;  ni  el  mismo  autor  lo  ha  sabido  hasta  la 
fecha. 

Ayala,  después  de  este  gran  triunfo  escéni- 
co y  dados  sus  antecedentes,  no  podía  dejar  de 
figurar  en  aquel  partido  cuyo  ilustre  jefe  se  apo- 
deraba de  toda  la  juventud  sobresaliente.  O'Don- 
nell  tenía  el  amor  de  todo  lo  grande,  y  Ayala 
fué  su  amigo;  diputado  varias  legislaturas, 
orador  vehemente  y  de  elocuencia  arrebatado- 
ra, fué  durante  el  mando  de  la  unión  liberal,  y 
después  hasta  la  muerte,  alma  de  los  suyos  y 
constante  mantenedor  de  las  glorias  del  Parla- 
mento. 

España  se  enorgullecerá  siempre  de  contar 
entre  sus  hijos  al  ilustre  poeta.  Sus  amigos,  que 
fueron  cuantos  le  trataron,  reconocen  en  él 
todas  las  cualidades  que  hacen  á  los  hombres 
admirables  y  estimados. 

Nada  más  encantador  que  aquella  modesta 
casa  de  la  calle  de  San  Quintín,  donde  de  ocho 
á  once  de  la  noche  había  siempre  un  círculo  de 
amigos  íntimos  que  en  torno  á  la  mesa  donde 


LOS   DE    MI    TIEMPO  117 

el  poeta  ilustre  y  el  músico  popularísimo  habían 
comido,  hablaban,  discutían  y  discurrían  sobre 
los  sucesos  del  día  en  verdadera  intimidad  fa- 
miliar, que  nunca  turbaron  ni  las  glorias  de  la 
escena,  ni  el  esplendor  del  poder,  ni  las  prospe- 
ridades de  la  vida.  Había  allí  una  sencillez  tan 
atractiva  y  una  intimidad  tan  sincera,  que  no 
se  concebía  sino  viéndola.  Allí,  entre  el  torbe- 
llino de  palabras  de  Moreno  Nieto,  y  las  severas 
observaciones  de  Martín  Herrera,  y  las  entu- 
siastas frases  de  todos  los  demás,  las  horas  del 
invierno  se  deslizaban  como  instantes  en  torno 
á  la  chimenea  del  poeta  ilustre,  que  fué  siempre 
un  hermano  para  sus  amigos  y  compañeros. 


D.   MANUEL  Í/5MSY0  Y  B#U$ 


>E  toda  la  que  llamamos  generación  ante- 
rior, entre  la  cual  me  cuento,  aunque  no 
soy  tan  viejo  de  edad  como  de  ilusiones, 
el  autor  dramático  más  celebrado  y  respetado 
es  sin  duda  ninguna  aquel  que  lleva  por  nombre 
el  que  estas  líneas  encabeza. 

Y  sin  embargo,  dicho  nombre  no  figura  al 
írente  de  ninguna  de  sus  obras;  y  si  le  oísteis  á 
él  os  diría,  después  de  una  carrera  escénica  bri- 
llantísima, que  jamás  tuvo  nada  que  ver  con  el 
teatro. 

Cosa  singular,  extraño  caso. 

Desde  que  escribió  la  Locura  de  amor  en  ade- 
lante, D.  Manuel  Tamayo  y  Baus  ocultó  su  nom- 
bre, ó  quiso  ocultarlo.  ¿Era  un  voto?  ¿Un  alarde 
de  sincera  modestia?  ¿Por  qué  renunció  de  pron- 
to á  los  aplausos  y  á  la  gloria? 

No  se  sabe.  Pero  su  decisión  fué  tan  enérgica 


120  LOS    DE   MI    TIEMPO 

y  la  llevó  á  cabo  con  tan  resuelta  disimulación, 
que  no  hubo  manera  de  aplaudirle  de  frente . 
Veía  sus  propias  obras  como  un  espectador  cual- 
quiera, y  al  que  le  daba  enhorabuenas  se  las 
rechazaba  casi  enojado.  Llegó  á  hacernos  dudar 
á  todos.  Pero  hay  algo  en  las  letras  que  no  puede 
ocultarse,  y  es  el  estilo,  y  el  estilo  es  el  hombre 
y  para  nadie  es  ni  será  un  secreto  que  las  gran- 
des obras  dramáticas  de  estos  cincuenta  años 
son  suyas,  del  propio  D.  Manuel  Tamayo,  aun- 
que quiera  llamarse  en  la  República  de  las  letras 
Joaquín  Estébanez,  que  nada  tiene  que  ver  con 
el  célebre  republicano  Nicolás  del  mismo  ape- 
llido. 

¡Qué  época  aquella  en  la  que  Estébanez-Ta- 
mayo  dio  al  teatro  sus  obras,  ya  inmortales! 

Había  una  pléyade  de  autores  que  aún  no  ha  - 
bían  caído  en  la  imitación  mala  de  las  monstruo- 
sidades francesas  de  ahora. 

No  había  decadentes,  ni  estetas,  ni  escuelas 
de  cosas  estrafalarias  que  parten  de  Francia  y 
que  inficionan  el  mundo.  Aún  no  había  puesto 
en  moda  Zola  la  anatomía  de  los  vicios,  ni  el 
vocabulario  de  palabrotas  del  arroyo.  La  litera- 
tura no  tenía  nada  de  repugnante,  y  el  arte  dra- 
mático consistía,  según  deseaba  Madame  Stael, 
en  conmover  el  alma,  ennobleciéndola. 

Las  comedias  eran  comedias  y  no  estudios 
sociales  ni  exposición  de  miserias.  Sabía  el  au- 
tor que  el  público  del  teatro  se  compone  de  sabios 


LOS    DE    MI   TIEMPO  121 

y  tontos,  de  personas  ilustradas  é  incultas,  que 
es  esencialmente  impresionable  y  que  hay  quo 
hacerle  sentir  como  quiera  que  sea.  No  se  llama- 
ba todavía  convencionalismo  al  arte  de  la  esce- 
na, que  será  eternamente  convencional,  porque 
allí  donde  todo  es  ficción  no  es  posible  hacer 
realismo.  No  se  había  convertido,  en  fin,  la  es- 
cena en  anfiteatro;  el  anfiteatro  estaba  en  las 
galerías. 

Y  por  aquel  entonces  se  escribieron  obras 
que  no  pueden  morir,  y  que  se  llaman  El  hom- 
bre de  Estado,  La  bola  de  nieve,  Simón  Bocanegra, 
La  venganza  catalana,  El  ramo  de  oliva,  Don  Fran- 
cisco de  Quevedo,  El  hombre  de  mundo  y  el  Drama 
nuevo. 

No  se  resolvía  en  ellas  ningún  problema;  no 
pintaban  costumbres  bajas  ni  pasiones  malsa- 
nas; no  abundan  en  adulterios,  incestos,  locu- 
ras, monstruosidades  y  aberraciones.  Eran  dra- 
mas, eran  comedias,  se  hacía  teatro,  se  escri- 
bían obras  teatrales. 

D.  Manuel  Tamayo  se  puso  muy  pronto  á  la 
cabeza  de  los  autores  de  su  tiempo,  sin  bullir, 
sin  figurar,  sin  correr  tras  las  empresas  teatra- 
les. Fué  siempre  un  trabajador  modesto,  ence- 
rrado en  su  casa. 

De  familia  de  artistas,  hijo  de  la  gran  Baue, 
actriz  celebrada  en  su  tiempo,  tal  vez  destinado 
como  su  hermano  Victoriano  á  la  escena,  pre- 
firió los  estudios  literarios. 


122  LOS    DE    MI    TIEMPO 

Como  Menóndez  Pelayo,  Selgas,  Cañete,  Fer- 
nández Guerra  y  otros  literatos  ilustres,  no  fué 
de  ideas  liberales.  Contrastó  con  la  juventud  de 
su  tiempo,  que  era  progresiva  ó  revolucionaria. 
Pero  como  esto  nada  tiene  que  ver  con  la  lite- 
ratura, aunque  muchos  pretendan  lo  contrario, 
no  le  impidieron  sus  aficiones  reaccionarias  y 
extra-católicas  llegar  muy  pronto  adonde  otros 
con  iguales  méritos  tardan  mucho.  Muy  joven 
fué  académico  y  por  simpatías  personales  ele- 
gido secretario  perpetuo  de  la  Corporación. 

Allí,  en  su  rincón  de  la  calle  Valverde,  estu- 
dió y  trabajó,  lanzando  su  trabajo  al  públicj, 
que  le  aplaudió  más  desinteresadamente  que  á 
nadie. 

Porque  es  evidente  que  hay  dos  clases  de  au- 
tores; los  que  están  constantemente  en  comu- 
nicación con  la  multitud  y  viven  con  ella  y  es- 
tablecen con  el  público  una  especie  de  intimi- 
dad, y  los  que  lejos  del  mundo  saben  de  él  por 
los  periódicos  ó  por  lo  que  la  voz  pública  les 
dice  de  cómo  son  estimados  por  aquella  masa 
de  lectores  ó  de  oyentes  para  quienes  producen. 

Unos,  esencialmente  populares,  personalmen- 
te conocidos  del  centro  ó  región  donde  viven. 
Sus  menores  actos  privados  son  conocidos,  sus 
biografías  las  conoce  todo  el  mundo. 

Otros,  silenciosos  y  ocultos,  creando,  en  per- 
sistente labor,  obras  hechas  á  toda  conciencia 
con  tiempo  y  vagar  suficientes  á  la  perfección 


LOS   DE   MI   TIEMPO  123 

del  trabajo.  Así  es  Galdós,  así  es  Pereda,  así 
era  Tamayo  cuando  escribía  comedias  ó  dra- 
mas. 

Tiempo  hacía  que  no  la3  escribía.  Desde  la 
noche  del  estreno  de  Lances  de  honor,  el  nombre 
de  Joaquín  Esfcébanez  no  ha  vuelto  á  aparecer 
en  los  carteles  de  los  teatros.  Pero  bastan  á  su 
fama  las  obras  anteriores.  Más  vale  maña  que 
fuerza,  Lo  Positivo,  La  Rica  hembra,  La  hola  de  nie- 
ve y  el  Drama  nuevo  no  morirán  y  el  nombre  del 
autor  de  estas  obras  será  imperecedero. 

De  todas  sus  comedias,  la  que  obtuvo  éxito 
más  colosal  fué  sin  duda  alguna  el  Drama  nuevo, 
y  las  traduciones  que  de  ella  se  han  hecho  á  va- 
rios idiomas  prueban  la  universalidad  de  la  glo- 
ria de  nuestro  dramaturgo. 

Se  estrenó  en  el  teatro  de  la  Zarzuela.,  conver- 
tido en  teatro  de  verso  por  Gaztambide,  quien 
después  de  un  año  malísimo  para  aquel  teatro  y 
convencido  de  que  el  género  lírico  caía  ya  en 
'astimosa  decadencia,  varió  de  rumbo  de  espec- 
táculo y  contrató  una  compañía  de  verso  en  la 
que  figuraba  como  primer  actor  D.  Victorino 
Tamayo,  artista  muy  conocido  y  aplaudido  en 
provincias,  pero  que  hasta  entonces  no  había 
figurado  como  primer  actor  en  Madrid. 

Tal  vez  por  ser  hermano  del  gran  autor  le 
contrató  aquella  empresa,  y  esto  era  de  buena  y 
hábil  política,  porque  habiéndose  resistido  el 
apoderado  de  D.  Joaquín  Estébanez,  que  así  se  Ha- 


124  LOS   DE   MI   TIEMPO 

maba  así  propio  D.  Manuel,  á  dar  la  obra  á  nin- 
gún teatro,  acaso  se  resolvería  á  confiársela  á 
D.  Victorino. 

Y  así  fué.  D.  Manuel  Tamayo,  por  encargo, 
según  dijo,  llevó  el  Drama  nuevo  á  la  Zarzuela. 
Por  encargo  presenció  los  ensayos  y  por  encar- 
go se  enteró,  impasible,  del  éxito  inmenso  que 
el  drama  obtuvo. 

Le  estrenaron  Teodora  Lamadrid,  Victorino 
Tamayo,  Ralael  Calvo,  que  empezaba  su  carre- 
ra en  Madrid,  Oltra,  y  D.  Juan  Casañer,  que 
hacía  el  padre  de  Shakespeare. 

¡Qué  noche!  No  se  me  olvidará.  Desde  el  pri- 
mer acto,  al  final,  se  notó  ya  en  el  público  un 
interés  extraordinario,  y  en  él  y  durante  todo  el 
drama  la  emoción  fué  tan  grande  como  la  nove- 
dad de  la  obra  y  de  los  procedimientos  para 
desenlazarla. 

Y  no  supimos  qué  admirar  más  por  aquellos 
días,  si  el  delirio  del  público  por  tan  grande 
autor  y  su  empeño  de  obligarle  á  declarar  su 
verdadero  nombre,  ó  el  aspecto  plácido  é  indife- 
rente al  éxito  del  popularísimo  creador  del 
drama. 

Yo  he  atribuido  siempre  la  singular  actitud 
de  Tamayo  y  su  manera  de  ser  literaria  en  sus 
relaciones  con  el  público  á  voto  religioso . 

Porque  D.  Manuel  Tamayo  no  era  ni  hipócri- 
ta ni  fariseo.  No  era  de  esos  que  alardean  de 
cristianos  y  en  sus  actos  son  peores  que  los  fal- 


LOS   DE   MI    TIEMPO  125 

sos  adoradores  de  Dios  á  quienes  el  Cristo  ana- 
tematizó, y  cuya  raza  dura  todavía;  no  mintió, 
no  pidió  aplausos  con  falsa  modestia. 

Hizo,  con  tocia  sinceridad,  el  sacrificio  de  su 
propia  gloria,  porque  ya  Jesús  de  Nazareth  lo 
dijo:  «Quien  habla  de  sí  mismo  su  gloria  busca. » 

Nada  hay  que  decir  del  autor,  porque  es  tan 
conocido  que  ni  necesita  nuevas  biografías  ni 
elogios  nuevos.  Del  hombre  sí  puede  decirse  que 
fué  en  su  vida  privada  el  modesto  Joaquín  Es- 
{ ébanez  de  siempre .  Aislado  de  las  alegrías  y 
vanidades  humanas,  enteramente  consagrado  á 
su  familia  y  á  sus  libros,  á  la  vez  Director  de  la 
Biblioteca  Nacional  y  Secretario  perpetuo  de  la 
Academia  Española,  en  estas  dos  casas  se  pasó 
su  vida,  y  para  verle  había  que  ir  á  ellas,  por- 
que apenas  salía  y  sólo  vivía  para  el  trabaj  > . 
Afabilísimo  en  el  trato  particular,  amable  hasta 
la  exageración,  se  desvivía  por  hacer  un  favor 
y  no  tenía  ningún  enemigo.  Raro  es  el  caso,  so- 
bre todo  en  el  mundo  de  las  letras,  donde  pare- 
ce que  todos  nos  odiamos,  según  es  la  guerra  de 
dimes  y  diretes,  chismes  y  cuentos,  envidias  y 
odios  de  que  la  literaria  República  está  pla- 
gada. 

De  Tamayo  no  ha  hablado  nunca  nadie  mal. 
Registrando  los  periódicos  de  los  últimos  cua- 
renta años,  sólo  elogios  del  gran  autor  podrá 
hallar  el  curioso.  Y  en  el  extranjero  como  en  su 
patria,  antes  que  Estébanez  y  antes  que  Tama- 


126 


LOS    DE    MI    TIEMPO 


yo  se  le  suele  llamar  el  inmortal  autor  del  Dra- 
ma nuevo,  para  eterna  gloria  suya  y  de  las  pa- 
trias letras. 


1898. 


Tamayo  íntimo. 

Era  muy  dulce,  muy  atento,  la  corrección 
misma.  Sumamente  religioso  (carlista,  según 
otros),  era,  por  consiguiente,  humilde. 

En  su  traje,  siempre  senciilo,  vestido  de  ne- 
gro. Parecía  un  curial,  ó  algo  así.  Como  todos 
los  hombres  que  viven  trabajando,  no  se  ocu- 
paba de  su  p:rsona.  Un  pantalón  negro,  una 
levita  negra,  un  chaleco  negro.  Hay  que  ser  ó 
aristócrata  ó  vago  para  tener» tiempo  de  vestir- 
se mucho. 

Era  muy  caritativo.  Se  echaba  un  puñado  de 
cuartos  al  bolsillo  cuando  salía  de  su  casa  y  los 
daba  á  cuantos  pobres  le  pedían,  y  se  volvía  sin 
un  céntimo. 

Ejercía  de  católico.  Su  olla,  su  misa  y  su  Doña 
Luisa,  como  dice  el  refrán  antiguo.  Su  interior, 
su  mujer  y  sus  rezos. 

Fué  casado  dos  veces;  hizo  dichosas  á  dos 
mujeres. 


LOS   DE   MI    TIEMPO  127 

La  manía  de  ocultar  su  nombre  ha  sido  cé- 
lebre. 

¿Por  qué  le  ocultó  á  apartir  de  Lo  positivo? 

Nadie  lo  ha  sabido  nunca.  Alguien  ha  dicho 
que  íüé  un  voto,  una  mortificación. 

No  hay  nada  que  atraiga  y  seduzca  más  que 
la  gloria  personal,  esa  que  tocan  y  ven  los  ora- 
dores, los  cómicos  y  los  autores  dramáticos. 

Tamayo  se  propuso  ocultar  su  nombre  y  re- 
nunciar á  toda  gloria.  Se  llamó  Joaquín  Fstébanez, 
é  inventó  unas  cartas  muy  raras  en  las  que  el 
tal  Estébanez  rogaba  al  Sr.  D.  Manuel  Tamayo 
que  le  ensayara  sus  comedias. 

Tamayo  tenía  el  valor  de  ir  al  teatro,  ensa- 
yar el  Brama  nuevo  como  por  encargo  (yo  lo  vi), 
y  enojarse  cuando  se  le  indicaba  que  el  drama 
podía  ser  suyo. 

Para  esto  hace  falta  ser  un  carácter.  Y  Ta- 
mayo lo  era. 


Un  poco,  un  si  es  no  es,  más  si  es  que  no  es, 
como  dijo  el  otro,  violento  de  carácter,  anticua- 
rio, no  vanidoso,  pero  orgulloso. 

Son  vanidosos  los  tontos,  los  que  buscan  re- 
clamos, y  honores,  y  títulos,  y  cruces,  y  vanida- 
des humanas.  Son  orgullosos  los  que  tienen 
conciencia  de  su  propio  valer.  El  orgulloso  tie- 


128  LOS    DE   MI    TIEMPO 

ne  la  ventaja  de  que  el  orgullo  le  evita  tener  en- 
vidia. 

Como  su  inseparable  amigo  Cañete,  tenía  el 
genio  vivo,  la  respuesta  pronta,  y  aquello  que 
creía  y  sentía  sabía  defenderlo  con  certeza  y  á 
veces  con  violencia. 

Nos  unió  siempre  buena  amistad,  pero  yo 
evitaba  hablarle  de  política,  porque  en  oyendo 
hablar  de  democracia  saltaba: 

— ¡Pillería!  ¡Ateísmo!  ¡Negación  de  toda  la 
vida  española! 

Y  al  verme  soltar  la  carcajada  se  irritaba 
más,  exclamando: 

— Ya  sé  que  va  usted  á  atacar  á  los  neos. 
¡Pues  haga  usted  cuenta  que  lo  soy,  y  no  me 
dirá  nada! 

¡Qué  le  había  yo  de  decir  si  le  quería  y  respe- 
taba tanto! 


París  le  seducía,  le  encantaba 

Los  ahorros  se  los  gastaba  en  ir  allí  y  en  en- 
contrarlo todo  superior  á  todo  lo  del  mundo. 

Pero  comparada.  Y  ese  es  el  mal,  la  eterna 
equivocación  de  los  españoles  que  viajan.. 

En  el  extranjero  se  complacen  en  comparar 
y  en  encontrar  muy  malo  todo  lo  de  España. 


LOS   DE   MI   TIEMPO  129 

No  es  eso.  Hay  que  ver  y  admirar  sin  compa- 
rar, porque  entonces  resulta  uno  mal  patriota. 

Cada  uno  es  cada  tino,  y  naide  es  mejor  que  naide, 
le  decía  yo. 

Sí,  señor,  pero  es  que  aquello  no 

Y  para  detenerle  en  sus  ímpetus  de  entusias- 
mo le  decía: 

— Allí  son  creyentes  y  aquí  son  volterianos . 

Y  D.  Manuel,  alma  de  niño,  se  entregaba  en- 
seguida. 


Como  autor  dramático,  se  retiró  y  se  aisló 
cuando  sus  hombres  de  bien  no  gustaron . 

— ¿Y  qué  prueba  eso?  le  decía  yo  paseando 
muy  lejos  de  Madrid. 

Las  obras  no  son  para  hoy,  son  para  ma- 
ñana. Acuérdese  usted  del  pateo  del  Si  de  las  ni- 
ñas  

Tamayo  guardó  rencor  al  público .  Hizo  bien, 
pero  nos  privó  de  obras  que  sin  duda  alguna 
deja  en  cartera. 


Su  carácter  queda  descripto  en  la  nota  que 
figura  al  pie  de  su  esquela  mortuoria: 

9 


130  LOS    DE    MI   TIEMPO 

«Por  disposición  testamentaria,  no  se  admiten 
coronas.» 

¡Eso  es  grande,  porque  es  humilde,  porque 
es  cristiano ! 


Junio  1887. 


Ganosas  íntirno, 


|ra  Cánovas  en  la  intimidad  afable  y  jo- 
vial. La  fama  europea  que  deja  de  vio- 
lento y  duro,  no  puede  ni  debe  aplicár- 
sele más  que  en  los  casos  en  que  hacía  falta  que 
lo  fuera.  Nació  para  gobernar,  y  no  es  para 
gente  dulce  y  melosa  lo  de  mandar  á  todos, 
todo  mando  es  violento,  y  Cánovas  mandaba. 
Autoritario,  ¿quién  puede  negar  que  lo  era? 

Pero  en  la  vida  íntima  era  amabilísimo,  y 
sobre  todo,  ocurrente  como  pocos. 

Sus  millares  de  frases  han  quedado:  son  chis- 
tes que  han  corrido  siempre  de  boca  en  boca. 
De  sobremesa,  en  el  salón  de  conferencias,  en 
un  baile,  en  una  soirée,  se  le  rodeaba  para  oirle, 
porque  todo  el  mundo  estaba  seguro  de  que  ha- 
bía de  decir  algo  bueno. 

Era  muy  sobrio.  Comía  lo  que  debía  comer, 
bebía  muy  poco,  no  fumaba.  Con  tanto  como 


132  LOS    DE    MI    TIEMPO 

leía,  le  quedaba  tiempo  para  hacer  ejercicio  y 
tomar  el  aire  del  campo.  Su  vida  estaba  tan 
equilibrada  como  su  cerebro.  De  soltero  viaja- 
ba como  un  particular,  sin  darse  tono  de  perso- 
naje; acompañado  de  aquel  Ramón  á  quien  tan- 
ta fama  le  dio,  visitaba  las  capitales  y  sitios  pin- 
torescos de  Europa,  huyendo  de  periodistas  y 
de  impertinentes. 

Su  vicio  eran  ios  libros.  Pocos  españoles  ha- 
brán leído  más  que  él.  No  era  vanidoso  de  ho- 
nores, títulos  ni  grandezas.  Acaso  la  resisten- 
cia de  su  viuda  á  que  se  le  hiciera  un  entierro 
aparatoso,  ha  sido  porque  sabía  que  quería  hon- 
ras modestas.  Si  como  le  dio  por  conservador 
le  hubiera  dado  por  liberal,  tal  vez  llevaríamos 
treinta  años  de  República.  Sus  grandes  amigos 
íntimos  eran  Martos,  Castelar,  hombres  de  la 
Revolución.  Acaso  no  fué  él  quien  escribió  en 
el  programa  de  Manzanares:  ¿Queremos  arrancar 
los  pueblos  á  la  centralización  que  los  devora,  dándo- 
les la  independencia  local  necesaria  para  que  conser- 
ven y  aumenten  sus  intereses  propios...?  Regionalis 
mo  puro,  que  luego  tuvo  que  convertirse  en  su- 
presión de  fueros,  porque  los  hombres  hacen  lo 
que  las  circunstancias  piden. 

Conservador  liberal  llamó  á  su  partido.  ¡Lás- 
tima que  no  pudiera  haberlo  llamado  liberal  á 
sacas! 

En  su  trato  íntimo  daba  definiciones  que  no 
morirán. 


LOS   DE    MI    TIEMPO  133 

¿Estaba  de  buen  humor?  Pues  decía  de  los 
españoles  que  eran  franceses  sin  dinero. 

¿Estaba  de  humor  negro  por  sobra  de  rebel- 
des que  gobernar  y  de  conflictos  que  resolver? 
Pues  decía  que  había  de  reformar  el  artículo 
primero  de  la  Constitución,  y  sustituirlo  por 
este  otro: 

Son  españoles:  ¡Todos  ¡os  que  no  pueden  ser  otra 
cosa! 

En  sus  odios  era  implacable,  y  hacía  más 
daño  con  un  chiste  que  con  un  decreto. 

De  un  noble  diplomático  dijo  que  era  un  tonto 
ilustrado,  frase  profunda,  porque  hay  quien 
sabe  mucho  y  no  tiene  talento  ninguno. 

Le  llevan  un  día  á  la  firma  nombrando  caba- 
llero de  no  sé  qué  á  uno  que  ya  había  logrado 
empleos  y  situaciones  altas. 

Y  D.  Antonio  exclama: 

— ¿Quiere  ser  caballero?  Pero...  ¿tan  mal  le 
ha  ido  de  plebeyo? 

En  cierta  ocasión,  un  conspicuo  personaje  de 
esos  que  alternativamente  pasan  sobre  uno  ú 
Otro  platillo  de  la  balanza  gubernamental  espa- 
ñola, negó  su  apoyo  á  D.  Antonio  para  pres- 
társelo á  D.  Práxedes  al  día  siguiente. 

— ¿Sabe  usted  lo  ocurrido? — le  dijeron  á  Cá- 
novas. 

— Sí;  pero  no  me  da  cuidado.  Fulano  es  como 
las  bombas:  no  hace  daño  más  que  donde  cae. 

Un  amigo  le  dice  de  un  orador  famoso: 


134  LOS    DE   MI    TIEMPO 

— Dice  Fulano  que  tiene  condiciones  hasta 
para  s  r  rey  de  España. 

— No  lo  dudo, — contesta  Cánovas; — lo  que 
dudo  es  que  forme  dinastía. 

No  se  acabaría  de  contar  lo  que  en  forma  fes- 
tiva y  jovial  ha  dicho  en  su  vida. 

Por  el  año  76  le  dijo  un  político  de  poco  más 
ó  menos  en  una  reunión  que  había  en  la  Pre- 
sidencia : 

— D.  Antonio,  usted  me  puede  hacer  hombre 
con  una  palabra,  porque  el  público  le  da  siem- 
pre importancia  á  lo  que  le  parece  misterioso. 
Mañana  va  usted  al  teatro  Español,  ¿es  verdad? 

— Sí,  señor;  tengo  un  palco. 

— Bueno,  pues  á  mitad  de  un  acto  me  hace 
usted  seña  para  que  suba,  y  delante  de  todo  el 
mundo  me  dice  usted  cualquier  cosa  al  oído,  lo 
que  usted  quiera,  aunque  no  sea  más  que  «¡va- 
ya usted  á  la...  porra! 

Y  D .  Antonio  inmediatamente. 

— Si  tiene  usted  interés  en  ello,  prefiero  de- 
círselo á  usted  ahora  mismo. 

Las  señoras  le  tenían  aburrido  á  peticiones. 

— Estará  usted  harto  de  nosotras, — le  decía  la 
duquesa  de*** 

—No,  señora;  yo  no  me  enfado  por  lo  que  las 
señoras  me  piden,  sino  por  lo  que  me  niegan. 

En  esto  de  los  chistes  era  inagotable.  Pero 
una  vez  en  el  ejercicio  de  sus  altas  funciones, 
¡qué  severidad!  ¡qué  dureza  en  el  mando!  Sólo 


LOS   DE   MI    TIEMPO  135 

así  pudo  imponerse  á  un  partido  de  grandes  de 
España,  de  generales,  de  banqueros.  Hubiera 
hecho  un  buen  militar;  y  de  milicia  sabía  mu- 
cho. 

Mal  enemigo,  y  algo  sé  yo  de  eso,  pero  tam- 
bién amigo  muy  fiel,  y  esto  me  obliga  á  no  re- 
cordar sino  en  los  tiempos  en  qu  e  nos  quisimos 
bien  y  á  sentir  su  muerte  acaso  más  que  mu- 
chos que  la  lloran  por  personal  interés,  por  que 
yo  de  él  ya  no  esperaba  nada.  Pero  ¿quien  no 
tenga  el  corazón  pequeño  puede  olvidar  las 
atenciones  recibidas? 

— Querido  Mondragón,  me  decía  un  amigo  co- 
mún recordando  mi  seudónimo  de  París;  ya  no 
volverá  usted  á  bromear  con  el  maestro  de  los 
chistes,  porque  cada  día  les  veo  á  ustedes  más 
lejos. 

Y  el  ilustre  español  ha  muerto  junto  á  Mon~ 
dragón ,  casi  al  lado  mío. 


Agosto  1897. 


Manuel  del  Palacio. 


PUPjreinta  años  hace  que  el  académico  de  hoy 
wlj&  y  Y0  éramos  compañeros  y  camaradas 
C*J$k  en  ia  prensa  que  entonces  se  llamaba  «de- 
mocrática» y  que  ahora  en  estos  tiempos  de 
evolución  y  de  anarquismo,  pudiera  pasar  por 
«conservadora.» 

Treinta  años  hace  que  dura  nuestra  amistad, 
que  nos  hemos  visto,  escrito,  comunicado  de 
cerca  ó  de  lejos.  Treinta  años  hace,  en  fin,  que 
trabajamos  los  dos  y  hemos  visto  crecer  á  nues- 
tros hijos  y  los  veremos  pronto  convertirnos  de 
padres  en  abuelos... 

Los  dos  venimos  de  abajo.  El  Sargento  Simón 
dio  al  mundo  este  escritor  festivo,  regocijo  del 
público,  y  el  arquitecto  zaragozano  me  echó  á 
mí  á  buscármelas  por  el  mundo  como  pudiera. 

Somos,  pues,  dos  roturiers,  como  dicen  los 
franceses  que  cada  cual,  por  distinto  camino, 


138  LOS   DE   MI    TIEMPO 

hemos  hecho  el  nuestro,  por  más  que  yo  crea 
que  quien  ha  hecho  el  suyo  es  él,  porque  yo, 
como  dice  aquella  copla  antigua: 

Desnudo  nací 
desnudo  me  hallo, 
ni  pierdo  ni  gano. 

ni  me  importa  nada  que  es  lo  esencial  para  ser 
dichoso. 

Como  á  todos  los  camaradas  de  entonces,  veo 
á  este  ahora  levantarse,  crecer,  tocar  las  nubes 
y  llegar  á  la  Academia.  Bueno.  Si  en  esto  con- 
siste la  felicidad  del  hombre  de  letras,  sea  muy 
enhorabuena.  Fígaro  hizo  aquél  epitafio  del 
hombre  que  al  morir  podía  decir:  «Aquí  yace 
un  hombre  que  no  fué  nada,  ni  siquiera  gober- 
nador de  provincia.»  Daudet  me  ha  dicho  mu- 
chas veces  que  su  gran  campaña  literaria  aca- 
bará diciendo:»  Ni  íuí  académico,  ni  lo  quise 
ser.»  Cada  uno  se  entiende  y  se  baila  solo. 

Yo  me  bailo  solo  hace  tantos  años,  que  no 
quiero  ser  nada,  que  no  le  pido  á  Dios  sino  ver 
á  mis  hijos  dándome  nietos,  á  mis  compatriotas 
reconociendo  mi  sinceridad,  á  los  españoles 
queriéndome  como  hermano,  y  á  los  franceses, 
italianos,  alemanes  ó  rusos,  estimándome  como 
á  individuo  de  la  humanidad  que  un  día  será 
una  é  indivisible,  yo,  repito,  siento  una  verda- 
dera satisfacción  al  ver  á  Manolico  tan  contento, 
diplomático  ó  gran  cruz,  comendador,  académi- 


LOS    DE    MI    TIEMPO  139 

co,  desahogado,  y  he  querido  ser  aquí  quien  ce- 
lebre su  ingreso  en  ese  tribunal,  areópago,  di- 
rección general  de  la  palabra,  refugio  de  los  sa- 
bios y  de  los  trabajadores,  resumen  de  la  vida 
dedicada  á  las  letras. 

Y  no  se  enfade  mi  amigo  de  mi  alma  si  le 
llamo  Manolico,  porque  entiendo  que  el  público, 
ese  que  nos  lee  y  nos  sigue,  y  nos  aplaude  y  nos 
apedrea,  el  vulgo,  la  multitud,  la  masa,  el  sobe- 
rano; el  que  eleva  á  las  barricadas  y  destrona 
á  los  príncipes,  el  que  va  á  ver  á  Prim  ó  á  eje 
cutar  á  la  Bernaola,  ese  que  vive  de  sentir  y  de 
pagar,  alma  sencilla  á  quien  gobierna  una  do- 
cena de  caballeros  ó  hacen  llorar  otra  docena 
de  poetas;  ESE  se  forma  para  su  uso  la  fisono- 
mía de  cada  uno  de  nosotros  y  nos  llama  á  unos 
D.  Antonio,  á  otros  Felipe,  á  estos  Romero  á  se- 
cas, á  aquellos  Salmerón  tout  cotiri,  al  embaja- 
dor de  Su  Majestad  José  Luis,  y  al  torero  célebre 
el  Califa;  ESE  verá  siempre  en  el  Sr.  D.  Manuel 
del  Palacio,  académico  de  la  lengua,  al  alegre 
Manolito  de  ayer,  al  poeta  popular,  al  de  hace 
treinta  años.  D.  Manuel  Becerra,  su  tocayo,  me 
decía  en  cierta  ocasión  (y  apliqúese  el  cuento): 
«Se  cambia  de. partido,  se  cambia  de  ideales,  se 
cambia  de  jeíes,  se  cambia  de  escuelas,  pero  no 
se  cambia  de  criterio.»  El  público  nos  fotogra- 
fía á  todos  á  los  veinticinco  años  y  se  guarda  el 
cliché  en  el  bolsillo* 

Manuel  del  Palacio,  ha  llegado  al  alto  hono^c 


140  LOS    DE    AJÍ    TIEMPO 

literario  oficial,  y  yo  lo  celebro  con  todo  mi  co- 
razón. Helo  en  la  Academia,  donde  ni  están  to- 
dos los  que  son,  ni  son  todos  los  que  están.  Va 
á  figurar  al  lado  ele  aquel  fenómeno  de  sapien- 
cia y  de  acumulación  de  talentos,  que  se  llama 
en  Europa  Marcelino  Menéndez  Pelayo,  y  que 
es  él  solo  la  Academia  entera.  Estará  al  Jado 
del  gran  maestro  de  la  palabra;  Castelar;  del 
popularísimo  Campoamor,'  el  que  ha  de  quedar; 
del  gran  Tamayo  y  del  ilustre  Silvela;  del  gran- 
dísimo escritor  Castro  y  Serrano;  de  ese  gran 
don  Antonio,  gloria  indiscutible  de  las  letras  es- 
pañolas (y  no  dirá  que  soy  rencoroso);  del  uni- 
versal Echegaray;  de  los  Galdós,  Núñez  de 
Arce,  Balart,  y  tantos  otros  senadores  litera- 
rios por  derecho  propio,  Hallará  allí  media- 
nías ilustres,  que  á  la  sombra  de  la  política  que 
todo  lo  envenena,  ó  de  la  paciencia  que  todo  lo 
logra,  han  entrado  á  empujones  y  á  riesgo  de 
ser  ahogados  en  el  barullo  que  hay  siempre  á  la 
puerta.  Podrá  decir,  en  fin,  que  el  fin  corona  la 
obra  y  que  el  Santo  Oficio  de  las  palabras,  le  ha 
declarado  hoy  impecable,  si  ayer  Je  creyó  he- 
reje. 

El  triunfo  es  de  todos  los  que  empezaron  con 
él  y  la  apoteosis  de  una  generación  que  comen- 
zó tirando  con  bala  rasa  á  la  Academia.  Yo  que 
nunca  la  ataqué  y  que  cuando  sea  viejo  del  todo 
echaré  mi  memorial  como  los  otros,  porque  á 
eso  está  uno,  y  para  todas  las  vejeces  debe  de 


LOS    DE    MI    TIEMPO  141 

haber  asilos,  y  para  todos  los  que  han  peleado 
cruces  laureadas,  celebro  como  mío  propio  el 
triunfo  de  un  amigo  y  compañero.  Le  vi  nacer 
conmigo  á  la  vida  literaria,  luchamos  juntos 
por  todas  aquellas  grandes  cosas  que  luego  se 
han  convertido  en  agua  de  cerrajas,  y  juntos 
creo  yo  que  pusimos  la  ropa  á  secar,  como  de- 
cía Recquer,  vinieron  para  él  los  tiempos  de 
recolección  y  le  seguí  en  su  carrera  diplomáti- 
ca, y  le  admiré  como  poeta  lírico,  y  le  celebré 
como  padre  amantísimo,  y  cuando  allá  en  Pa- 
rís leí  que  era  candidato  á  la  Academia  y  aca- 
démico electo,  sentí  la  misma  satisfacción  que 
me  procura  ahora  ver  á  los  compañeros  de  co- 
legio transformados  en  ministros,  senadores, 
obispos,  tenientes  generales,  millonarios,  mien- 
tras yo,  continuando  mi  modesta  labor,  creo, 
como  el  Cristo,  que  mi  tiempo  no  es  llegado  y 
que  cualquiera  que  beba  de  esas  aguas  de  la 
ambición  humana  volverá  á  tener  sed;  mas  el 
quebeba  el  agua  que  yo  le  daré,  su  sed  calma- 
rá. Y  allá  lo  veremos. 

Reciba  este  amigo  de  toda  la  vida  mi  más 
cordial  enhorabuena  y  crea  que  no  deseo  más 
sino  poder  algún  día  imprimir  mis  modestas 
obras  para  incluir  en  ellas  este  capítulo: 

«Discurso  sobre  las  vanidades  humanas,  pro- 
nunciado en  su  recepción  como  académico  por 
Eusebio  Blasco,  con  la  contestación  del  excelen- 
tísimo Sr.  D.  Manuel  del  Palacio.» 


142  LOS   DE   MI   TIEMPO 

Y  en  esto  de  la  contestación  tendré  mucha 
más  suerte  que  él.  ¡Oh!  ¡De  eso  no  puede  dudar 
nadie! 


1894. 


Emilio  Mario. 


>urante  todo  el  invierno  de  1879,  al  dar 
0  \  las  cuatro  de  la  tarde,  hora  en  que  ter- 
jlS%i  minaban  los  ensayos  del  teatro  de  la  Co- 
media, Emilio  Mario  y  yo  salíamos  cogidos  del 
brazo  y  emprendíamos  el  mismo  invariable  ca- 
mino. 

Por  la  calle  de  la  Gorgnera  a  la  de  la  Cruz, 
Carrera  de  San  Jerónimo,  Puerta  del  Sol,  calle 
de  la  Mon'era  y  calle  de  Hortaleza. 

Al  fin  de  esta  última  está  el  Colegio  de  San 
Antonio  Abad,  que  sabiamente  dirigen  los  Pa- 
dres Escolapios;  y  en  ese  colegio  íbamos  á  visi- 
tar al  hijo  primogénito  de  Mario,  que  nos  espe- 
raba jugando  en  el  patio,  donde  doscientos 
muchachos  saltaban  y  corrían  sin  miedo  al  frío, 
ó  en  el  gimnasio,  dor.de  los  más  endebles  forta- 
lecían su  salud  con  ejercicios  musculares. 


144  LOS   DE   MI    TIEMPO 

Por  el  camino,  Mario  y  yo  discutíamos  sobre 
su  trabajo  ó  el  mío,  calculábamos  la  manera 
mejor  de  sostener  lo  que  entre  bastidores  se 
llama  el  calor  del  teatro,  y  más  de  una  tarde,  al 
salir  del  colegio,  donde  él  había  abrazado  á  su 
hijo,  y  yo  pensaba  llevar  pronto  á  los  míos,  nos 
hacíamos  esta  pregunta,  que  era  el  resumen  de 
muchos  años  de  amistad  invariable: 

— ¿Somos  nosotros  aquellos  de  marras? 

Efectivamente,  nunca  con  más  propiedad 
puede  aplicarse  la  conocida  frase: 

— Quantum  mulatus  ab  illof 

De  todos  los  contemporáneos  cuya  vida  íntima 
me  he  propuesto  dar  á  conocer  á  grandes  ras- 
gos, ninguno  más  íntimo  que  este  actor,  á  quien 
mis  obras  dramáticas  deben  tanto  y  al  que  pro- 
feso tan  entrañable  cariño . 


Mario  no  se  llama  Maiio;  mejor  dicho,  Mario 
no  es  un  apellido. 

Se  llama  Mario  Emilio  López;  pero  López  le 
pareció  á  Eguilaz  un  apellido  vulgar  para  la  es- 
cena cuando  vio  al  joven  sargento  de  carabine- 
ros decidido  á  abrazar  la  carrera  del  teatro;  y  á 
cambio  de  un  ajuste,  le  exigió  que  trocara  el 
nombre  en  apellido. 

Porque  Mario,  ese  Mario  á  quien  veis  vestido 
de  frac  y  corbata  blanca,  haciendo  con  tanta 


LOS    DE   MI    TIEMPO  145 

soltura  nuestras  modernas  comedias  de  costum- 
bres, ese  Mario  de  hoy  ¡ha  sido  ayer  carabinero! 

Es  hijo  y  nieto  de  militares;  su  abuelo  murió 
en  los  campos  de  Bailen.  Su  padre  era  oficial 
on  el  regimiento  de  España.  Emilio  fué  carabi- 
nero; pero  su  afición  no  le  llevaba  á  la  milicia, 
y  desde  muy  niño  comenzó  á  hacer  comedias 
en  el  teatro  llamado  de  Leg anuos  por  estar  situa- 
do al  fin  de  aquella  calle.  Era  aquélla  una  socie- 
dad de  aficionados,  en  la  que  comenzaron  tam- 
bién á  darse  á  conocer  Antonio  Zamora  y  la  sin 
igual  Pepita  Hijosa . 

Soldado  y  cómico  de  afición,  logró  entrar  en 
la  Dirección  de  Carabineros  en  vez  de  hacer 
servicio,  no  tanto  por  descansar  de  las  tareas 
del  cuartel,  como  por  ser  á  la  vez  empleado  mi- 
litar y  actor.  El  año  1854  entró  como  alumno  en 
el  Conservatorio.  Fué  su  maestro  el  gran  Luna, 
que  le  desalentó  cuanto  pudo,  y  Dios  se  lo  per- 
done. «¡Nunca  será  actor!»,  le  decía  constante- 
mente; y  en  dos  años  que  le  tuvo  á  su  lado  no 
cesó  de  disuadirle  de  su  empeño.  «Dedícate  á 
otra  cosa,  muchacho,  exclamaba;  no  tienes  ma- 
dera de  actor,  te  lo  aseguro.» 

Guzmán  opinaba  todo  lo  contrario,  y  le  pro- 
metió que  había  de  salir  muy  pronto  al  teatro  y 
había  de  ser  aplaudido  en  él  muy  de  veras.  No 
se  engañaba  el  gran  cómico  de  este  siglo.  En  el 
año  de  1856  se  propuso  presentar  al  público  del 
teatro  Español  seis  criaturas  á  representar  una 

10 


146  LOS    DE   MI    TIEMPO 

loa  con  motivo  de  una  fiesta  patriótica,  y,  en 
efecto,  el  público  recibió  á  todos  bien  y  en  todos 
vio  esperanzas  para  la  escena. 

Cuatro  de  aquellos  actores  nacientes  eran 
Olona,  Manini,  Zamora  y  Mario. 

De  los  cuatro,  sólo  Mario  ha  llegado  al  fin  de 
su  carrera  sin  vacilaciones  ni  alteración  alguna 
en  el  íavor  del  público. 

Zamora,  con  su  carácter  novelesco  y  desorde- 
nado, ha  descuidado  siempre  sus  notabilísimas 
facultades,  haciendo  vida  de  caballero  y  disfru- 
tando del  mundo  alegremente. 

Olona  tuvo  un  fin  trágico.  Se  casó.  Rico  y 
práctico,  vive  á  todo  confort  en  el  seno  de  una 
familia  cariñosa,  y  todas  las  tardes  le  podéis 
ver  á  caballo  en  paseo;  gordo  y  colorado,  fuerte 
y  robusto  y  vendiendo  salud,  conjunto  extraño 
de  cazador  y  de  banquero.  ¡Aquel  Olona  que 
era  el  encanto  del  público  y  el  galán  de  las  es- 
pectadoras! 

Manini  ahorcó  Jos  hábitos  de  actor  y  se  dedi- 
có á  la  música  en  cuerpo  y  alma.  Recorrió  la 
Italia,  cantó  el  repertorio  de  Verdi  ó  de  Bellini, 
volvió  á  la  patria,  se  reconcilió  con  Talía,  y  por 
ahí  anda  otra  vez  diciendo  versos. 

Mario,  impertérrito,  constante,  empeñado  en 
ser,  lo  logró.  Se  hizo  actor  á  fuerza  de  disgus- 
tos. Si  el  genio  es  la  paciencia,  Mario  debe  ser  un 
genio.  Observando  al  público,  corrigiéndose  á 
sí  mismo,  estudiando  á  solas,  este  actor  lo  debe 


LOS   DE   MI    TIEMPO  147 

todo  á  sí.  ¿Se  quiso  vengar  de  Luna?  Induda- 
blemente está  vengado. 

Eguilaz  y  Olona  el  viejo  eran  co-em  presarte  s 
del  teatro  Español,  y  ajustaron  á  Mario,  des- 
pués de  haberle  visto  hacer  en  el  Instituto  una 
comedia  de  Narciso  Serra. 

También  Narciso  Serra  era  cómico  entonces; 
cómico  fatal,  deplorable,  que,  al  revés  de  Mario, 
dejó  el  teatro  por  las  armas,  cr  nvencido  de  que 
no  servía  para  el  caso.  Serra  era  poeta  sobre 
todo,  y  entre  gritas  y  hambres,  había  escrito 
El  Querer  y  el  rascar,  que  fué  como  el  embrión 
de  su  Don  Tomás.  Esta  fué  la  comedia  que  Egui- 
laz les  vio  representará  Mario  y  á  Serra. — ¿Quie- 
re usted  ser  actor?  le  dijo  Diego  Luque  á 
Mario.  —  El  cuento  es,  respondió  éste,  que  yo 
soy  militar  y  no  puedo  dedicarme  al  teatro. 

Se  calculó  el  tiempo  que  le  faltaba/Mra  cumplir) 
Eguilaz  sacó  un  permiso  para  que  el  soldado 
pudiera  trabajar,  y  Mario  se  ajustó  en  treinta  y 
ocho  reales  diarios,  haciendo  su  primera  salida 
con  la  mismísima  pieza  de  Narciso  Serra. 

Era  entonces  Mario  lo  que  se  llama  un  guapo 
muchacho.  Nada  tenía  de  particular,  pues,  que 
anduviera  en  aventuras,  y  que  con  la  sangre 
viva  y  las  manos  largas,  se  diera  de  estocadas 
con  alguien  y  tuviera  que  sai  ir  de  Madrid  de 
prisa  y  corriendo,  dejando  ajuste,  teatro  y  por- 
venir, y  adelante  con  los  faroks. 

Pero  tenía  un  amigo  muy  íntimo;  un  actor 


148  LOS    DE   MI    TIBMPO 

cuya  pérdida  nunca  lloraremos  bastante  público 
y  autores.  Este  actor,  que  se  llamaba  Fernando 
Ossorio,  era  ya  el  ídolo  del  público.  Mario 
aprendió  á  sn  lado  más  que  en  diez  años  de  Con- 
servatorio, y  se  ligó  con  él  de  tal  manera,  que 
fueren,  como  suele  decirse,  uña  y  carne.  Osso- 
rio se  lo  llevó  á  Alicante  después  de  la  tremolina, 
le  ajustó  como  segundo  galán,  y  juntos  hicieron 
comedias  y  diabluras  aquel  y  otro  año,  volvien- 
do de  nuevo  á  Madrid,  donde  fueron  aplaudidos 
todo  un  invierno. 

Ya  Julián  Romea  había  fijado  su  atención  en 
Mario  y  le  distinguía;  y  es  menester  haber  cono- 
cido á  Romea  en  su  vida  íntima  para  saber  lo 
que  significaba  entre  los  actores  la  distinción 
de  aquel  coloso  á  determinadas  personas. 

Ser  preferido  por  Julián  era  tener  asegurado 
el  porvenir.  Era  como  la  influencia  en  la  política. 
Era  hacer  su  camino  por  el  atajo,  y  Mario  desde 
el  año  de  1859  comenzó  á  ser  en  el  gremio  actor 
ds  Julián,  como  decían  ellos,  y  seguirle  á  todas 
partes.  El  verano  de  aquel  año,  á  Cádiz;  el  in- 
vierno siguiente  á  Sevilla;  y  desde  el  subsiguien- 
te de  1851,  en  que  Romea  asentó  sus  reales  en  el 
teatro  de  Variedades,  ya  Mario  no  se  separó  de 
él  ni  un  momento. 

Murió  Capo,  que  era  el  primer  actor  cómico 
de  aquel  diminuto  teatro,  donde  tantas  glorias 
alcanzaron  Romea,  Florencio,  la  Hijosa,  la  Be- 
rrobianco  y  Mario,  y  quedó  éste  definitivamente 


LOS   DE   MI    TIEMPO  149 

ocupando  el  lugar  primero  en  el  género  cómico. 

¡Qué  temporadas  aquéllas!  Un  público  escogi- 
do, si  no  muy  numeroso,  acudía  tocias  las  noches 
á  oir  las  obras  del  repertorio  de  Romea,  que  ya 
no  volverán  á  ser  ejecutadas  como  entonces. 
EIgr>  n  actor-empresario  rendía  allí  culto  al  arte 
en  perjuicio  de  su  bolsillo,  y  si  al  comenzar  la 
sinfonía  entraba  el  representante  y  le  decía  que 
el  público  no  había  acudido  al  teatro,  solía  decir 
con  la  soberbia  del  genio: 

« ¡Peor  para  él!»  Y  hacía  su  comedia  delante 
de  doscientos  espectadores  con  el  mismo  entu- 
siasmo que  si  hubieran  sido  tres  mil. 

Allí  había  las  inolvidables  Semanas  de  Mor atin, 
en  que  Romea  cambiaba  de  papeles  á  su  gusto 
y  hacía  cada  noche  uno  distinto  de  la  misma  co- 
media, probando  que  todos  los  dominaba.  Allí 
renacieron  los  saínetes  de  D.  Ramón  de  la  Cruz, 
en  los  que  Mario  comenzó  á  ser  popular  y  á  dejar 
el  eco  de  su  nombre  en  tcdos  los  oídos.  Allí,  en 
fin,  hem<  s  visto  la  ovación  mayor  que  haya 
podido  obtener  cómico  alguno,  cuando  después 
de  una  enfermedad  larga  y  penosa  volvió  á  pa- 
recer Romea  en  escena  para  hacer  la  famosa 
comedia  de  Ventura  de  la  Vega. 

Murió  el  gran  actor  y  se  dispersó  la  compañía. 
Mario  propuso  entonces  á  Gaztambide,  empre 
sario  á  la  sazón  de  Jovellanos,  la  formación  do 
una  compañía  de  verso.  Desde  aquel  año  Mario 
fué  á  la  vez  galán  y  marido.  Su  vida  varió  por 


150  LOS    DE   MI    TIEMPO 

completo.  Se  había  unido  á  una  mujer  angelical, 
después  de  un  noviazgo  de  nueve  años,  y  ya  no 
pensó  sino  en  agrandar  su  reputación  y  su  bol- 
sillo. 

El  año  70  íué  á  la  Habana  con  el  gran  Valero 
y  la  inolvidable  Teodora.  El  71  vuelve  á  España 
con  algunos  ahorros.  El  72  torna  á  la  isla  de 
Cuba,  convertido  ya  en  empresario.  Gran  épooa 
de  sus  triunfos,  uno  de  los  cuales  íué  carac- 
terizar de  tal  modo  al  personaje  de  una  come- 
dia, que  el  público  creyó  ver  en  escena  á  deter- 
minada persona.  Vuelve  ala  patria  y  reaparece 
en  la  escena  del  teatro  Español.  Trabaja  un  año 
en  Valladolid,  y  allí  concibe  y  madura  la  idea 
de  fundar  un  teatro  esencialmente  cómico,  que 
abre  sus  puertas  el  75,  y  es  en  seguida  el  teatro 
de  moda. 

Tales  el  actor.  ¿Queréis  conocer  al  hombre? 
Pues  el  hombre  es  por  naturaleza  emprendedor, 
calmoso  en  los  negocios,  esclavo  de  los  detalles. 
Es  religioso  hasta  la  exageración.  No  empezará 
obra  nueva  sin  santiguarse  dos  ó  tres  veces. 
El  carácter  es  indeciso,  necesita  consultarlo  todo; 
enérgico  en  los  ensayos,  conciliador  en  la  com- 
pañía, metódico  en  la  vida  privada.  En  su  juven- 
tud hizo  siempre  dos  cosas  bien:  el  amor  y  las 
carambolas. 

Este  es  Mario,  en  fin,  nuestro  galán  cómico 
aplaudidísimo,  y  nuestro  empresario  afortunado 
hasta  tal  extremo,  que,  como  le  escribía  yo  en 


LOS   DE   MI    TIEMPO  151 

cierta  ocasión,  para  tí  ¡  oh  Mario!  todos  los  em- 
presarios son  Silas. 

1880. 


En  1862. 


Cuarenta  años  de  amistad  íntima,  cuarenta 
años  de  lucha  por  la  vida  y  por  el  arte,  juntos, 
unidos,  tan  pronto  reñidos  por  cosas  sin  impor- 
tancia y  por  efecto  de  una  mutua  nerviosidad, 
tan  pronto  abrazándonos  llorando  y  deseando 
hacer  las  paces... 

¡Qué  tiempos  aquéllos,  cuando  á  la  salida  del 
ensayo  del  teatrito  de  Variedades  íbamos  á  ver 
á  las  dos  cursis  de  la  plaza  de  la  Cebada! 

No  era  entonces  Mario  López  el  amantísimo 
padre  de  familia  de  hoy,  es  decir,  de  ayer,  al 
morir... 

Era  soltero,  guapo,  muy  elegante,  con  hábi- 
tos y  costumbres  militares,  porque  del  ejército 
vino  al  teatro. 

D.  Julián  Romea  le  tomó  gran  cariño,  y  al 
recibirle  en  su  compañía,  recién  salido  del  Con- 
servatorio, le  quería  como  artista  y  como  hom- 
bre, porque  en  aquel  teatrito  el  culto  del  arte  y 
de  las  aventuras  amorosas  iban  unidos. 

Mario  soñaba  ya  entonces  con  la  gloria  que 


152  LOS    DE   MI    TIEMPO 

después  había  de  ganar.  Pensaba  en  ser  pri- 
mer actor,  director,  empresario,  y  llegó  á  serlo 
todo. 

Una  tarde,  á  las  tres,  salimos  juntos  para  ir 
á  ver  á  las  hijas  del  capitán  retirado,  que  cosían 
para  fuera,  y  nos  dejaban  verlas  mientras  papá 
jugaba  su  partida  de  dominó  en  el  cafó  del  ba- 
rrio. 

Seguros  de  que  el  terrible  capitán,  cuyo  mal 
genio  era  célebre  en  toda  la  plaza,  no  vendría, 
pasamos  descuidadamente  la  tarde  convidando 
á  las  muchachas  á  café  con  media  tostada. 

De  pronto  llaman  á  la  puerta.  «¡¡Papá!!» 
gritan  las  chicas... 

Yo  me  salí  por  un  pasillo,  salté  del  entresue- 
lo á  un  carro  de  paja  que  había  en  el  patio.  Ma- 
rio no  tuvo  tiempo;  le  encerraron  en  un  cuarto 
obscuro...  Dieron  las  cinco,  las  seis,  las  siete... 
En  el  teatro  de  Variedades,  adonde  yo  fui  á  pa- 
rar, no  p  »dían  empezar  la  función  porque  Ma- 
rio trabajaba  en  el  primer  acto...  ¡Qué  conflic- 
to! El  público  pajeaba,  D.  Julián  estaba  rabio- 
so; dieron  las  nueve  y  hubo  que  variar  la  fun- 
ción... Mario  apareció  pálido  y  descompuesto  á 
las  once  y  media,  hora  en  que  el  capitán  se 
acostaba. 

— ¿Dónde  ha  estado  usted?  gritó  el  gran  don 
Julián. 

—Metido  en  un  armario,  respondió  el  joven 
artista,  confundido... 


LOS    DE   MI   TIEMPO  153 

Romea  le  perdonó,  porque  era  hombre  ena- 
morado como  pocos . 

¡Qué  diferencia  de  aquel  actor  cómico  inci- 
piente, al  cura  de  Longueval,  tan  respetable,  tan 
amante  de  su  mujer  y  de  sus  hijos! 

El  amor  de  su  Emilia  le  cambió  el  carácter . 
Ya  hombre  casado  y  en  el  seno  de  una  familia 
encantadora,  Mario  ha  sido  un  modelo  de  pa- 
dres y  esposos.  Y  al  dar  nuestros  paseos  solita- 
rios por  Atocha,  lo  mismo  hace  treinta  años  que 
ahora,  recordábamos  aquel  desalío  en  que  Ma- 
rio expuso  la  vida  por  una  futesa,  aquellos  es- 
trenos de  mis  comedias  que  fueron  batallas  en 
las  que  defendió  al  autor  y  á  la  obra  con  heroi- 
co valor  de  artista... 

Era  muy  devoto .  Resucitó,  restauró  la  cofra- 
día de  la  Virgen  de  la  Novena,  á  quien  rinden 
culto  los  actores  españoles  desde  los  tiempos  de 
Prado  y  de  la  Jusepa  Vaca.  Tenía  verdadera 
idolatría  por  los  autores  cómicos  de  la  genera- 
ción anterior,  y  para  él  Moratín  y  Bretón  de  los 
Herreros  eran  los  santos  de  su  artista  devoción. 

Creó  un  teatro  de  la  Comedia,  y  gracias  á  él, 
una  generación  de  autores  y  actores  modernos 
han  dado  á  la  escena  española  mucha  gloria. 
El  probó  lo  que  pudiera  probarse  ahora  tam- 
bién: esto  es,  que  con  una  modesta  compañia 
de  desconocidos  ó  de  medianías,  se  puede  levan- 
tar un  teatro.  La  Tubau,  la  Fernández,  Emilia 
Ballesteros,  la  Morera,  Aguirre,   Sánchez  de 


154  LOS   DE    MI    TIEMPO 

León,  Julianito  Romea,  no  eran  otra  cosa  que 
principiantes  del  género  de  dramático  cuando 
Mario  inauguró  la  Comedia.  Y  en  un  par  de 
años  bajo  su  dirección  y  estrenando  treinta 
obras,  se  hicieron  todos  actores,  y  hoy  son  no- 
tabilidades. Allí  comenzó  también  su  vida  ar- 
tística María  Guerrero. 

La  muerte  de  Mario  será  sentida  en  toda 
España,  porque  á  todos  los  teatros  de  la  nación 
llevó  las  obras  de  su  repertorio,  y  en  todas  par- 
tes hizo  teatro  decente,  teatro  honrado.  Con 
más  amplitud  de  miras  que  los  demás  empresa- 
rios madrileños,  descubrió  dos  obras  popularí- 
simas,  La  Dolores  y  el  Juan  Jo¿é,  que  había  pe- 
regrinado por  varios  teatros. 

En  el  seno  de  su  familia  y  en  el  de  sus  ami- 
gos será  siempre  llorado,  porque  deja  la  triple 
reputación  de  gran  artista,  hombre  de  su  fami- 
lia, fiel  amigo  de  sus  amigos. 


1899. 


Antonio  Vico. 


alió  de  aquellas  compañías  que  ya  pudié- 
ramos llamar  antiguas,  porque  en  este  si- 
glo se  corre  más  deprisa  que  en  otros. 
Fué  en  sus  principios  el  cómico  de  provincias, 
traído  y  llevado,  baqueteado  por  la  necesidad  y 
Jas  exigencias  de  entonces,  haciendo  cada  no- 
che un  drama  distinto,  en  Valencia  hoy,  maña- 
na en  Zaragoza,  este  invierno  en  Alcoy,  el  ve- 
rano en  Cádiz. 

Era  un  galán  joven  muy  buen  mozo,  muy 
guapo,  muy  gracioso  en  la  conversación,  como 
lo  es  hoy  todavía. 

Popular  entre  los  suyos,  y  aplaudidísimo  del 
público. 

Hizo,  desde  los  veinte  años  hasta  los  cuarenta 
todos  los  galanes  de  las  obras  que  tanto  le  gus- 
taban á  la  genaración  de  los  frailes  y  de  los  mi- 
licianos nacionales. 


156  LOS    DE  MI    TIEMPO 

Mucho  de  Flor  de  un  día  y  de  Carlos  II  el  He- 
chizado y  del  Zapatero  y  el  Rey  y  de  D.  Juan  Te- 
norio. 

Gustaban  entonces  los  desplantes  y  las  gran- 
des tiradas  de  versos  de  las  comedias  de  cap  i 
y  espada.  Esos  parlamentos  que  duran  un  cuar- 
to de  hora  y  al  fin  de  los  cuales  inevitablemente 
el  público  aplaudía.  Pero  á  él  le  gustaba  más 
en  aquella  primera  época  de  su  carrera  escéni- 
ca el  género  cómico.  Hubiera  sido  un  actor  có- 
mico á  lo  Fernando  Ossorio.  Pero  el  hombre  no 
es  más  ni  hace  más  que  lo  que  las  circunstan- 
cias quieren  que  sea. 

Muchos  años  pasó  rodando  de  teatro  en  tea- 
tro hasta  que  vino  á  Madrid,  porque  Madrid  te- 
nía tres  grandes  actores  que  no  cedían  ni  po 
dían  ceder  el  puesto  á  nadie;  Romea,  Valero  y 
Arjona. 

Todo  pasa,  sólo  Dios  es  eterno,  decía  Santa  Te- 
resa. Los  dioses  mayores  de  la  escena  fueron 
envejeciendo  y  había  que  reemplazarlos. 

Vico  era  ya  primer  actor  y  director  de  com- 
pañía cuando  comenzó  en  Madrid  á  declinar  el 
sol  de  aquellas  celebridades. 

Antes  que  él,  vino  Rafael  Calvo,  hijo  de  un 
gran  actor,  y  cómico  que  resucitó  en  la  villa  y 
corte  la  afición  del  público  á  las  obras  clásicas. 

Calvo  y  Vico  eran  en  España  los  dos  jóvenes 
que  debían  un  día  suceder  á  los  maestros  ya 
viejos  ó  muertos. 


LOS    DE    MI    TIEMPO  157 

Calvo  se  adelantó.  Fué  el  Bautista,  y  el  Cris- 
to fué  Vico . 

Y  así  que  llegó  á  Madrid  y  comenzó  á  darse 
á  conocer,  del  actor  que  el  público  había  oído 
siempre  con  gusto  y  recibido  con  aplauso,  Ma- 
drid hizo  un  actor  á  quien  le  bastaron  dos  ó 
tres  representaciones  para  conquistar  á  los  ma- 
drileños. La  consagraron  de  Madrid  es  la  que 
corona  la  carrera  de  un  artista  con  verdadero 
talento:  y  Vico  tiene  más  que  talento:  es  ge- 
nial, 

¡Cómo  hizo  García  del  Castañar,  El  Cid,  de 
Fernández  y  González!  Los  días  brillantes  de 
Valero  volvieron  á  lucir,  y  el  arte  de  la  escena 
salió  de  orfandad.  A  los  tres  meses  de  residen- 
cia en  Madrid,  Vico  era  popularísimo;  se  repe- 
tían sus  frases,  se  estudiaban  sus  arranques  de 
pasión,  esos  momentos  de  genio  en  los  cuales 
se  transfigura  y  saca  efectos  grandiosos  aun 
allí  donde  el  autor  no  había  pensado  que  los  hu- 
biera. 

Ayala  le  confió  su  Consuelo,  y  la  noche  del  es- 
treno hubo  tanta  gloria  para  Vico  como  para  el 
gran  autor,  porque  hizo  detalies  tan  inespera- 
dos y  tan  hermosos,  que  le  dio  á  la  obra,  en  mo- 
mentos ciados,  más  valor  aún  del  que  tenía. 

No  se  había  visto  nunca  La  vida  es  sueño  has- 
ta que  él  la  representó.  Hizo  un  Tenorio  único, 
suyo,  nuevo.  Zorrilla  me  decía:  «Calvo  lo  canta 
y  Vico  lo  encanta.» 


158  LOS   DE   MI    TIEMPO 

Y  luego,  cuando  quiso  que  se  conocieran  to- 
das sus  aptitudes,  representó  comedias  urbanas, 
se  nos  presentó  en  papeles  de  gracioso,  y  en  El 
padre  de  la  criatura  y  Jugar  al  escondite,  que  yo 
escribí  expresamente  para  él,  el  salvaje  Segis- 
mundo de  la  obra  inmortal  pasó  á  ser  el 
cómico  que  sólo  con  moverse  hacía  brotar  la 
risa  de  todos  los  labios. 

Facilísimo  en  estudiar,  y  aun  más  fácil  en 
apoderarse  del  carácter  de  un  personaje  sin  ne- 
cesidad de  que  el  autor  se  lo  explique,  parece 
que  adivina  la  interpretación.  Y  en  el  arte  de 
arrancar  lágrimas  al  público  ó  de  levantarle  del 
asiento  con  una  sola  frase,  no  ha  habido  des- 
pués de  Romea  y  Valero  quien  le  iguale. 

En  todos  los  teatros  de  Madrid  ha  tenido  el 
primer  puesto,  y  en  todos  ha  acudido  el  público 
á  verle,  porque  hay  entre  el  público  y  él  verda- 
dera intimidad. 

No  hace  mucho  que,  prendado  del  papel  de 
Juan  José,  vino  expresamente  á  representarlo, 
después  de  llevar  la  obra  cientos  de  represen- 
taciones, y  durante  un  mes  tuvo  el  teatro  lleno 
y  le  sacó  al  papel  doble  partido.  Aquel  último 
acto  hecho  por  él  no  se  olvidará  nunca. 

Artista  hasta  la  médula  de  los  huesos,  este 
actor  único  podría  ser  millonario  si  su  carácter 
no  se  opusiera  á  ello;  ¡Contar!  ¿Hay  algún  gran 
artista  que  sepa  contar?  Y  él  menos  que  ningu- 
no. Para  él  los  duros,  las  onzas,  no  son  onzas 


LOS    DE    MI    TIEMPO  159 

ni  duros;  son  fichas,  una  cosa  que  se  gana  ha  - 
blando  y  que  se  gasta  después.  ¿Se  acabaron? 
¡Vengan  más  fichas!  ¡Y  sale  de  Madrid  y  se  va 
á  Barcelona  y  de  allí  á  América,  y  en  todas  par- 
tes le  colman  de  aplausos  y  de  dinero  y  siempre 
nesesita  dinero! 

No  es  para  él.  Pero  tiene  un  corazón  muy 
grande,  una  familia  numere  sísima,  quiere  que 
todos  los  que  le  rodean  vivan  dichosos,  no  ca- 
rezcan de  nada,  y  parientes,  amigos,  conocidos, 
son  familia  para  él,  y  como  el  cura  del  Pilar  de 
la  Horadada 


como  todo  lo  dá,  no  tiene  nada! 


Su  manera  de  entender  la  administración  es 
singularísima.  Se  va  á  ganar  miles  de  duros  á 
América  y  tiene  que  dejar  aquí  aquellos  seres 
adorados  para  quienes  vive  y  de  cuya  felicidad 
es  dichoso  esclavo.  Le  da  pereza  escribir,  y  ade- 
más sus  cartas  llegarán  á  Madrid  muy  tarde... 
¿Pues  para  qué  sirve  el  cable?  y  Vico  lo  usa 
casi  á  diario  y  cada  cablegrama  le  cuesta  seten- 
ta ú  ochenta  duros.  ¿Se  le  pone  malo  un  actor? 
Le  paga  el  médico,  el  tiempo  que  está  enfermo, 
lo  necesario  y  lo  supérfluo.  Llega  á  Madrid, 
cuenta  con  más  gracia  que  todos  los  escritores 
festivos,  sus  aventuras  ultramarinas,  sus  via- 
jes, sus  éxitos  y  sus  mareos.  Pero  para  contar- 
lo bienio  cuenta  comiendo...  ¡y  todo  el  mundo 


160  LOS   DE    MI    TIIÍMPO 

á  la  mesa!  Entre  hijos  y  ahijados  y  amigos  trein- 
ta cubiertos.  A  tal  hijo  le  gusta  tal  cosa.  ¡Que 
la  compren!  á  tal  otro  no  le  gusta  tai  vino,  ¡otro 
enseguida!  No  hay  hombre  que  no  haya  queri- 
do más  á  los  suyos  que  este  artista,  cuyo  desti- 
no es  trabajar  sin  reposo  hasta  que  se  muera 
por  dar  gusío  á  todo  el  mundo. 

No  hace  mucho  me  escaibía  desde  Jerez  una 
carta  en  versos  facilísimos,  llena  de  tiernas  in- 
timidades. 

«El  negocio  no  va  bien;  escríbeme  enseguida 
uno,  dos,  tres  ó  cuatro  monólogos,  porque  he 
resuelto  hacérmelo  todo  yo  solo!» 

Español  como  pocos  y  patriota  ferveviente, 
cuando  ha  tenido  que  hacer  obras  traducidas 
del  francés,  ha  pasado  muy  malos  ratos,  por- 
qne  su  género  no  es  ese. 

Vico  detesta  todo  lo  que  es  extranjero.  Quiso 
ver  París,  pensó  pasar  quince  días  y  se  volvió 
á  los  ocho.  Como  el  poeta  Zorrilla,  á  quien  tan 
admirablemente  interpreta,  todo  lo  que  no  es 
español  le  repugna.  «Qué  lengua!  decía  al  vol- 
ver de  Francia.  ¡En  esa  lengua  no  se  pueden 
decir  cosas  de  Calderón  y  de  Zorrilla!» 


LOS   DE   MI   TIEMPO  161 

Ya  se  ha  dicho  cuanto  hay  que  decir  de  este 
ilustre  muerto.  En  ocho  días,  los  periódicos  han 
agotado  los  adjetivos,  los  lamentos,  los  comenta- 
rios y  los  datos  biográficos. 

¡  Pobre  Vico !  Así  han  empezado  su  crónica 
fúnebre  cien  ó  doscientos  periodistas  en  toda 
España. 

¿Pobre  Vico?  ¡Quién  sabe! 

Pobre,  porque  ha  muerto  sin  dinero;  por  lo 
demás acaso  su  felicidad  comienza  ahora. 

Sí,  ahora  es  cuando  descansa;  porque,  en  ver- 
dad, su  vida  fué  tan  agitada,  que  acaso  no  haya 
otra  parecida. 

Siempre  trabajando,  siempre  corriendo  mun- 
do, siempre  envuelto  en  la  sombra  del  escenario 
durante  el  día,  interpretando  las  obras  por  las 
noches,  y  constantemente  ganando  mucho  dine- 
ro, y  constantemente  necesitándolo. 

Calculando  muy  por  bajo,  puédese  afirmar 
que  en  cuarenta  años,  Vico  ha  ganado  dos  mi- 
llones de  pesetas. 

¿Y  para  qué?  Para  morir  pobrísimo  y  no  de- 
jar nada  á  sus  hijos.  Su  caso  no  es  nuevo  ni 
único.  Podría  citar  otros  muchos.  Los  artistas 
son  así;  para  ellos  el  dinero  no  tiene  valor;  lo 
ganan  y  lo  gastan.  Sus  viudas  son  las  que  sue- 
len pagarlo.  Viuda  de  Becker,  viuda  de  Zorriíla, 
viuda  de  Villergas,  viuda  de  Tamberlik,  viuda 
de  Gaztambide,  viuda  de  Fernández  y  Gonzá- 
lez  Algún  día  haré  un  trabajo  sobre  esto. 

11 


162  LOS    DE    MI   TIBMPO 

Familias  de  hombres  célebres  españoles,  tocios 
en  la  miseria.  Antonio  Vico  vivió  para  crear  pa- 
peles y  enriquecer  á  los  empresarios;  para  dar 
cuanto  tenía  á  los  suyos  con  ese  equivocado  cri- 
terio que  tenemos  todos,  y  consiste  en  ser  felices 
viendo  felices  á  los  hijos  hoy,  sin  acordarnos  de 
que  hemos  de  morir  mañana. 

El  comerciante,  el  industrial,  el  hombre  orde 
nado,  guardan;  el  escritor,  el  actor,  el  músico, 
el  poeta,  gastan.  Durante  su  vida,  no  niegan 
nada;  á  la  hora  de  su  muerte,  se  perdió  todo. 

No  hace  quince  días  que  le  llevaron  á  Vico  á 
la  cabecera  de  la  cama  una  corona  con  setenta 
centenes  de  oro.  Al  llegar  su  cadáver  á  Nue vitas 
ha  tenido  que  enterrarlo  Díaz  de  Mendoza. 

jQué  existencia  tan  gloriosa,  qué  actor  tan 
grande,  qué  reputación  tan  legítima,  y  qué  fin 
tan  triste! 

¡Pobre  Vico!  dicen  los  periódicos. 

¡Feliz  él!  digo  yo;  porque  conocí  su  modo  de 
ser,  le  vi  en  la  intimidad,  en  labor  incesante, 
buscando  siempre  los  miles  ele  pesetas,  ganán- 
dolas cuando  quería,  empleándolas  en  bien  de 
todos,  derrochándolas  para  la  felicidad  ajena,  y 
sin  acordarse  de  que  también  la  potencia  intelec- 
tual se  acaba,  de  que  la  vejez  no  perdona  á  na- 
die, y  llega  un  día  en  que  hay  que  pensar  en  el 
dinero  que  se  apartó. 

¡Apartar  dinero  un  hombre  de  teatro! 


LOS   DE    MI    TIEMPO  163 

Eso  no  se  ha  visto  nunca,  y  no  podía  ser  él  la 
excepción . 

— ¿Qué  será  esto,  ma  decía  dos  años  há,  que 
en  cuanto  cambio  un  billete  de  mil  pesetas  desa- 
parece? 

Todo  el  secreto  de  la  vida,  le  decía  yo,  consis- 
te en  eso.  Los  billetes  ó  se  cambian  ó  se  guar- 
dan. Pero  ni  tú  ni  yo  tenemos  donde  guardarlos. 

Su  terror  del  mar  parecía  una  predestinación, 
porque  no  ha  nacido  quien  sintiera  espanto  pa- 
recido al  suyo  en  cuanto  se  veía  embarcado;  la 
travesía  era  para  él  una  verdadera  enferme- 
dad  

Y  en  el  mar  ha  muerto;  y  ha  sido  milagro 
que  no  haya  sido  arrojado  al  agua.  Dos  ó  tres 
días  más  de  navegación,  y  hubiera  caído  al  fon- 
do del  mar  á  presencia  de  los  pasajeros. 

Casi  hubiera  sido  mejor  que  el  entierro  en  un 
país  que  ya  no  es  nuestro:  en  tierra  conquis- 
tada  

Todas  las  desdichas  á  última  hora;  pero  al 
fin  descansa,  y  para  él  hizo  Becker  sus  versos: 

«¡Oh.  qué  amor  tan  callado  el  de  la  muerte! 
¡Qué  sueño  el  del  sepulcro  tan  tranquilo!» 


Marzo  1902. 


3ulián  Romea. 


e  leído  que  en  el  Conservatorio  se  pre- 
para una  función  en  honor  del  gran 
actor  español  que  llena  toda  una  época. 
Esta  es  la  ocasión  para  que  yo  escriba  sobre 
Julián  Romea  algunas  cuartillas. 

Se  ha  escrito  y  hablado  mucho  sobre  su  mé- 
rito extraordinario,  su  genio  artístico,  sus  con- 
diciones personales,  en  públicos  elogios,  discur- 
sos y  poesías.  De  su  vida  íntima  no  se  ha  publi- 
cado gran  cosa,  y  la  forma  anecdótica  de  los 
trabajos  periodísticos  modernos  pudieran  tener 
gran  aplicación  tratándose  de  un  artista  cuyo 
vacío  no  se  ha  llenado  aún,  y  cuya  vida  fué  tan 
interesante. 


166  LOS   DE   MI    TIEMPO 

Conocí  á  Julián  Romea  el  año  de  62,  y  en  cir- 
cunstancias muy  especiales.  Éramos  parientes 
lejanos.  Su  primo  carnal  Mariano,  tío  mío;  su 
otro  primo  Gregorio,  el  magistrado,  y  otro  aún, 
Ramón,  el  pintor  escenógrafo,  personas  de  mi 
mayor  intimidad.  Venía  yo  á  Madrid  á  buscar 
fortuna,  muerto  y  arruinado  mi  padre,  y  ha- 
biendo pasado  de  rico  á  pobre  en  cuarenta  -y 
ocho  horas.  Los  primos  de  Julián  se  encargaron 
de  buscarme  maneras  de  comenzar  mi  campa- 
ña. Traía  de  mi  país  una  comedia  que  á  mí  me 
parecía,  como  á  todo  principiante,  muy  buena, 
y  los  primos  me  dieron  una  carta  de  recomen- 
dación para  el  gran  actor,  que  entonces  era  el 
Rey  de  la  escena  española  é  infundía  un  respe- 
to extraordinario  á  todo  el  que  vivía  de  las  le- 
tras. 

Julián  Romea  dirigía,  por  aquel  entonces  el 
teatro  de  Variedades.  El  público,  distraído  en 
la  zarzuela  y  otros  géneros  ligeros  y  más  popu- 
lares, no  acudiera  como  debiera  al  diminuto  tea- 
tro; las  entradas  eran  muy  flojas,  pero  los  con- 
currentes asiduos  eran  muy  notables.  La  Du- 
quesa de  Medinaceli,  grande  amiga  del  eminen- 
te artista;  la  Duquesa  de  Hijar,  los  académicos 
y  los  literatos  de  distinción  se  complacían  en 
ver  al  gran  actor  hacer  el  repertorio  de  Mora- 
tín,  las  comedias  de  Bretón  de  los  Herreros,  las 
obras  que  de  vez  en  cuando  le  daban  Eguilaz  ó 
Larra,  únicos  autores  que  le  fueron  fieles  hasta 


LOS   DE   MI    TIEMPO  167 

la  muerte,  pues  los  demás  le  abandonaron  para 
dedicarse  al  género  que  producía  más  dinero 
que  gloria. 

Allí  fué  donde  vi  á  Romea  antes  de  conocerle 
personalmente,  y  pude  enterarme  de  su  extraor- 
dinario mérito  y  del  culto  que  se  le  rendía  por 
sus  admiradores.  Rodeado  de  una  compañía 
muy  notable,  en  la  que  figuraban  su  hermano 
Florencio,  la  Berrobianco,  Mariano  Fernández, 
la  Hijosa,  Morales,  Oltra  y  otros  varios  artistas 
que  le  consideraban  como  al  jefe  de  una  familia 
amorosamente  unida,  D.  Julián,  como  se  le  lla- 
maba siempre,  era  un  Dios  para  ellos.  Allí  co- 
menzaba entonces  su  carrera  Emilio  Mario,  que 
hacía  ya  de  una  menera  deliciosa  los  papeles  de 
galán  cómico  y  los  saínetes  clásicos. 

A  dos  ó  tres  personas  á  quienes  contó  mi  pro- 
yecto de  leer  mi  comedia  al  gran  artista,  les  dio 
risa  mi  pretensión.  En  primer  lugar,  D.  Julián, 
ya  muy  quebrantado  por  su  enfermedad,  no  leía 
nada;  en  segundo  lugar,  no  iba  yo  á  pasar  de- 
lante de  muchos  autores  acreditados  que  espe- 
raban su  turno;  en  tercer  lugar,  no  era  fácil 
verle Y  todo  esto,  y  el  asombro  que  me  pro- 
dujo como  artista,  me  infundió  tal  miedo,  que 
al  tirar  de  la  campanilla  de  su  casa  de  la  calle 
de  Lope  de  Vega,  puedo  asegurar  que  casi 
me  temblaban  manos  y  piernas. 

Me  anunciaron  y  pasé  al  despacho  del  grande 
hombre. 


LOS    DE    MI    TIEMPO 


Vivía  como  un  gran  señor;  revelábase  en  su 
casa  el  buen  g:isto  y  el  amor  á  la  fastuosidad. 
Junto  al  mobiliario  lujoso  veíanse  los  cuadros  y 
los  objetos  de  arte.  En  su  persona,  conversación 
y  modales,  se  adivinaba  al  aristócrata  dedicado 
á  la  escena.  Aquella  fisonomía  tan  inteligente, 
que  desprovista  de  barba  recordaba  los  bustos 
antiguos  de  los  Césares,  imponía  con  la  sereni- 
dad dulce  de  la  mirada.  ... 

— Siéntese  usted,  joven. 

— Y  me  senlé,  y  alargué  las  cartas  de  los 
primos. 

Estaba  en  un  buen  momento.  Había  almorza- 
do á  gusto  y  se  sentía  mejor  de  sus  dolencias. 
¿La  recomendación  de  la  familia,  mi  timidez 
simpática  le  hicieron  efecto?  No  lo  sé;  pero  des- 
pués de  leer  las  cartas  y  de  unos  momentos  de 
silencio,  dijo: 

— Vaya,  hombre,  lea  usted. 

Si  me  hubieran  dicho  que  acababa  de  heredar 
diez  millones  no  me  habría  sentido  satisfacción 
igual.  Tembloroso  de  emoción  y  casi  balbucean- 
tío  leí  los  cuatro  mortales  actos  en  prosa,  que 
oyó  sin  dar  opinión  alguna.  Cuando  acabé  me 
dijo: 

—  Vaya  usted  al  teatro  y  dígale  á  Serrano 
que  mande  hacer  las  copias  y  sacar  la  come- 
dia de  papeles. 

Ye  creía  soñar.  Torpemente  y  sin  atreverme 


LOS   DE   MI    TIBMPO  169 

á  mirarie  á  la  cara  le  di  las  gracias  y  fui  á  hacer 
lo  que  me  mandó. 

A  los  diez  días  se  estrenó  la  comedia... 

Fué  un  fiasco  completo;  pero  no  ruidoso,  ni 
insolente,  ni  de  esos  en  que  el  público  se  com- 
place en  vengarse  del  autor  que  le  ha  dado 
chasco,  no;  el  fracaso  fué,  si  se  me  permite  la 
frase,  fúnebre.  El  escaso  público  que  acudió  al 
estreno  oyó  la  comedia  como  se  oye  la  misa  de 
difuntos  de  un  conocido. 

En  estos  easos  suele  convertirse  el  teatro  por 
dentro  en  casa  donde  hay  alguien  de  cuerpo  pre- 
sente. El  cuarto  del  primer  actor  refleja  la  tris- 
teza que  ha  producido  en  la  compañía  y  en  la 
empresa  el  fracaso,  que  no  suele  perdonársele 
al  autor.  «Don  Julián»,  como  le  llamaban  de 
telón  adentro,  estaba  sentado  en  una  butaca, 
teniendo  detrás,  á  manera  de  maceros  femeni- 
nos, á  la  Berrobianco  y  á  la  Espejo,  dos  actrices 
de  su  teatro  que  se  ocupaban  constantemente 
de  su  persona. 

Repartidos  en  las  pocas  sillas  del  cuarto  y  sin 
decir  una  palabra  había  hasta  media  docena  de 
literatos  y  amigos  del  primer  actor.  Diego 
Luque,  Mozo  de  Rosales,  Picón  y  otros  varios. 
El  «autor»  de  la  compañía  que  ahora  llamamos 
«representante»,  me  dejó  paso  y  di  las  buenas 
noches,  como  en  equivalencia  de  pedir  perdón. 

—Bu. ñas  noches— dijo  Romea  chupando  un 
cigarro. 


170  LOS   DE    MI    TIEMPO 

Después  continuó  el  silencio  hasta  que  el  re- 
presentante se  atrevió  á  preguntar: 

— ¿Qué  se  hace  mañana? 

Y  D.  Julián,  tras  una  larga  pausa,  respondió: 

— La  misma. 

¡La  misma!  Ni  sus  tertulianos  ni  yo  creíamos 
haber  oído  bien. 

Yo,  sin  embargo,  le  agradecí  tanto  aquellas 
dos  palabras,  que  se  me  asomaron  las  lágrimas 
á  los  ojos,  y  por  no  hacer  mala  figura  levanté  la 
cortina  de  la  puerta  y  me  deslicé,  más  bien  que 
me  fui,  sin  despedirme  de  nadie. 

A  la  noche  siguiente  se  hizo  la  comedia  ante 
un  público  de  cien  personas.  Caía  el  telón  al 
final  de  cada  acto  haciendo  lúgubre  ruido  y  le- 
vantando una  raya  de  polvo;  y  D.  Julián,  cami- 
nando hacia  su  cuarto,  apoyado  en  su  muleta  y 
mirándome  con  cierto  aire  de  compasión,  decía 
adelantando  el  labio  inferior  y  encogiéndose  de 
hombros: 

— Pues...  no  les  gusta. 

— ¡Qué  había  de  gustarles!  Ni  á  ellos,  ni  á los 
50  espectadores  del  tercer  día,  ni  á  los  20  del 
cuarto,  ni  del  quinto,  ¡porque  la  obra...  se  hizo 
cinco  días! 

¿Por  qué? 

Porque  le  gustaba  á  él;  y  se  olvidaba  de  que 
era  empresario  y  de  que  cada  noche  mi  desdi- 
chada comedia  le  costaba  tres  ó  cuatro  mil  rea- 
les; y  al  dar  la  orden  de  que  ya  no  se  hiciera 


LOS   DE   MI    TIEMPO  171 

más,  volviéndose  hacia  mí,  que  ya  le  había  to- 
mado cariño  de  padre,  decía  con  gran  con- 
vicción : 

— ¡Le  advierto  á  usted...  que  á  mí  sigue  gus- 
tándome la  comedia ! 

— ¡Bastante  haremos  con  eso! — exclamé.  Y  él 
entonces : 

— Hagamos  ó  no  hagamos,  no  se  le  olvide  á 
usted  una  cosa  si  continúa  escribiendo  para  el 
teatro. 

-¿Qué? 

— ¡Que...  (y  miró  á  todos  lados  para  ver  si 
estábamos  solos )  que  el  público  no  es  sanción! 

Altivo,  convencido  de  su  criterio,  hombre 
acostumbrado  á  la  batalla  diaria  de  la  escena, 
lo  que  defendía  como  empresario  y  actor,  lo 
condenaba  toda  vez  como  artista.  Pronto  debí;», 
yo  recordar  la  exactitud  de  su  afirmación.  Algún 
tiempo  después  llenaba  el  público  aquel  mismo 
teatro  de  Variedades  que  Romea  tuvo  que  aban- 
donar porque  el  público  no  acudía  á  él;  y  lo  lle- 
vaba para  oír  un  disparate  mío  que  se  hizo  cien 
noches  y  adquirió  gran  popularidad,  con  el 
título  de  El  joven  Telémaco,  parodia  con  música 
hecha  de  prisa  y  corriendo,  y  con  todos  los  de- 
fectos que  hacen  falta  para  í;ue  el  vulgo  se  di- 
vierta. Una  noche  entró  un  abonado  en  el  esce- 
nario y  nos  dijo  que  Julián  Romea  estaba  en  un 
palco. 

¡Romea  allí!  También  él  venía  á  reir  con  el 


172  LOS   DE   MI   TIEMPO 

llamado  género  lufo,  que  como  la  República 
federal,  nadie  sabe  lo  que  ha  sido,  ni  porqué  ha 
tenido  secuaces.  Salí  corriendo  y  íuí  á  saludar  á 
mi  paternal  amigo. 

— ¡Ah,  D.  Julián!  ¿Qué  dirá  usted  de  mí?... 

—Que  he  reído  de  muy  buena  gana. 

— Ya;  pero  esto  no  es  literatura;  y,  sin  embar- 
go, ya  ve  usted,  el  teatro  se  llena... 

Y  poniéndome  la  mano  sobre  e'  hombro,  ex- 
clamó: 

—  ¿Pues  no  le  dije  á  usted  un  año  há  que  el 
público  no  es  sanción? 

Con  esta  frase  ha  pintado  Romea  toda  una 
época,  ya  de  extravagancias  cómicas  ó  dramá- 
ticas, ora  de  disparates  á  la  francesa  ó  de  abe- 
rraciones á  la  española,  que  todas  desaparece- 
rán sin  dejar  rastro  alguno;  aquello  que  todos 
hemos  hecho  dentro  de  los  limites  de  lo  huma- 
no, aquello  quedará  para  nuestros  nietos,  mien- 
tras que  los  grandes  éxitos  de  hoy  hechos  á  la 
violencia  ó  á  la  extrafalaria,  no  dejarán  el  me- 
nor recuerdo.  No,  el  público  no  es  sanción;  y 
del  mismo  modo  que  en  la  política  hoy  aplaude 
al  que  le  predica  disparates  y  mañana  condena 
al  que  le  llama  á  la  razón,  y  tan  pronto  guilloti- 
na á  María  Antonieta  como  arrastra  á  Riego,  es- 
cupiéndolo al  rostro,  en  el  mundo  de  las  artes  y 
de  las  letras  se  va  tras  del  que  le  deslumhra  y 
le  arrastra  luego.  Romea  tenía  razón,  y  por  eso 


LOS   DE    MI    TIEMPO  173 

no  se  le  ayudó  en  su  tiempo,  porque  pensaba 
por  adelantado. 

¡Quien  pudiera  recordar  las  rail  disenciones 
que  conmigo  tuvo  en  aquel  saloncillo  del  tea- 
tro Español  y  en  aquel  mismo  espacio  de  terre- 
no donde  hoy  se  viste  Vico,  en  el  año  en  que, 
unido  con  Valero,  dio  las  últimas  pruebas  de  su 
genio  escénico.  Era  intransigente  en  sus  opi- 
niones, y  de  realista  en  el  arte  no  tenía  nada, 
siendo,  sin  embargo,  el  actor  más  real  que  han 
aplaudido  los  tiempos  modernos.  Convencido 
de  su  mérito,  una  de  aquellas  discusiones  me 
costó  una  larga  interrupción  en  nuestra  amis- 
tad. Le  ofendí  con  la  verdad,  como  me  ha  suce- 
dido con  muchos. 

— El  actor  crea  una  obra — decía . 

— No,  señor,  no;  el  actor  crea  un  papel,  pero 
la  obra  es  independiente  de  él  y  está  por  cima 
de  él. 

—¿Negará  usted  que  yo  he  creado  el  SúUi- 
van? 

— Le  diré  á  usted  que  se  lo  he  visto  hacer  en 
Segovia  á  un  cómico  de  la  legua,  y  en  las  mis- 
mas escenas  en  que  le  aplauden  á  usted  le  aplau- 
dían á  él. 

Me  miró  de  arriba  abajo,  y  me  volvió  la  es- 
palda. 

Hasta  dos  meses  antes  de  su  muerte  no  quiso 
ni  oir  hablar  de  mí.  Una  de  mis  comedias, 
que  luego  hizo  Catalia  y  que  él  hubiera  hecho 


17-4  LOS    DE   MI    TIEMPO 

admirablemente,  como  deseaba,  me  la  devol- 
vió sin  carta  ni  recado  alguno  por  medio  de  u.-i 
criado.  Parientes  y  amigos  hicieron  lo  posib le- 
para que  me  perdonara,  pues  yo  estaba  dn 
puesto  á  pedirle  perdón;  no  quiso  atender  á  ra- 
zones. 

Un  día,  al  entrar-  en  su  casa,  no  para  verle  á 
ól  sino  á  otro  inquilino,  vi  que  le  bajaban  senta- 
do en  una  silla  entre  dos  criados. 

Me  arrimé  á  la  pared  para  dejar  pasar  aquel 
cuerpo  presente  vivo. 

— Paren  ustedes  —  dijo.  Y  volviéndose  ha- 
cia mí: 

— Hola,  joven. 

Balbuceé  algunas  palabras  corteses,  y  él 
dijo : 

— Lo  que  es  ahora  cualquier  cómico  de  la  le- 
gua creará  obras  mejor  que  yo,  ¿verdad? 

Le  pedí  mil  perdones  y  ayudé  á  los  mozos  á 
bajar  la  silla.  Desde  entonces,  hasta  pocos  días 
antes  de  morir,  no  dejé  de  verle.  Toda  aquella 
corta  temporada  la  pasamos  en  discutir  sobre 
La  muerte  de  César. 

Había  escrito  un  folleto  que  me  regaló  dedica- 
do, defendiéndose  de  los  ataques  de  que  fué  ob- 
jeto al  interpretar  el  personaje  con  sobrada 
naturalidad. 

César  era  un  hombre  como  los  demás— excla- 
maba,— y  no  había  de  estar  siempre  en  escena. 
Yo  he  hecho  este  papel  chocando  con  el  gusto 


LOS    DE    MI    TIFÍMPO  175 

del  público,  que  exige  grandes  desplantes  en  los 
personajes  históricos... 

Y  se  entusiasmaba  hasta  ponerse  peor  de  lo 
que  estaba.  Yo  no  quería  contradecirle  en  nada, 
y  esto  le  exaperaba  más;  y  con  aquel  orgullo 
grandioso  que  tenía  exclamaba: 

— Le  advierto  á  usted  que  le  estoy  hablando 
como  si  hubiera  usted  hecho  grandes  cosas,  y 
no  ha  hecho  usted  ninguna  todavía. 

— Pues,  entonces,  D.  Julián,  ¿de  qué  le  sirve 
á  usted  la  opinión  de  un  principiante? 

—  ¡No  volvamos  á  reñir,  porque  me  voy  á 
morir  pronto  y  no  quiero  dejar  cuentas  pen- 
dientes! 

Gran  corazón,  y  gran  gusto  literario  á  la  vez, 
no  podía  desistir  sin  echarlo  todo  fuera,  come  de- 
cía. Derrochador  sin  igual,  para  él  no  tenía  va- 
lor el  dinero.  Vivía  como  un  Príncipe,  daba 
y  gastaba,  y  á  veces,  después  de  regalar  1.000 
pesetas,  no  podía  pagar  una  deuda  de  50. 
Las  anécdotas  de  su  vida  llenarían  volúmenes. 
Le  gustaba,  como  á  Castelar,  solemnizar  todas 
las  graneles  festividades.  El  día  de  Todos  los 
Santos  reunía  á  las  doce  de  la  noche  á  todos  los 
actores  de  su  compañía  en  el  escenario,  y  allí 
presidía  la  Buñolada  artística  el  que  al  día  si- 
guiente era  el  mejor  adorno  de  los  salones  de 
ia  Duquesa  de  Medinaceli.  La  última  vez  que 
organizó  una  de  estas  veladas  íntimas  lo  acom- 
pañaban una  docena  de  actrices  y  actores,  que 


176  LOS   DE   MI   TIEMPO 

de  haber  seguido  mudos  después  de  su  muerte,, 
habría  evitado  tal  vez  la  decadencia  de  la  esce- 
na patria.  Pero  muerto  Julián  Romea,  se  aca- 
bó con  él  el  teatro  contemporáneo. 


1887. 


Emilio  Arriata. 


)uien  me  lo  dijera,  que  al  llegar  al  seno 
de  mis  amigos,  que  en  medio  de  tantas 
alegrías  había  de  asistir  al  entierro  de 
Arrieta! 

Es  como  haber  perdido  un  individuo  de  mi  fa- 
milia, un  pariente  intelectual,  un  hermano  de 
letras.  Veintiocho  años  hace  que  trabajábamos 
ya  juntos.  Yo  le  pasaba  mis  versos  y  él  hacía  la 
música,  y  ensayaba  por  mí  mientras  yo  dormía. 
Y  en  aquel  cuarto  tercero  de  la  calle  de  Cer- 
vantes, donde  mi  santa  madre  velaba  mi  sueño 
espetando  al  maestro,  se  hicieron  zarzuelas,  y 
operetas,  y  tangos,  y  jotas  que  luego  han  can- 
tado por  esos  mundos  los  artistas  y  las  estudian- 
tinas. 

Por  aquel  entonces,  preparaba  Ayala  su  tra- 
gedia de  la  revolución,  y  poco  después  le  tenía- 
mos de  ministro  y  comíamos  todos  juntos  en  esa 

12 


178  LOS    DE    MI   TIEMPO 

misma  casa  de  la  calle  de  San  Quintín,  donde 
Arrieta  ha  muerto,  precisamente  en  la  cama 
donde  Ayala  murió. 

El  comedorcito  servía  de  reposo  al  ministro, 
después  de  las  fatigas  de  la  política.  Solíamos 
comer  allí  Moreno  Nieto,  Barrantes,  Cisneros, 

Ángel  Aviles,  yo El  maestro  Arrieta  hacía 

el  menú  y  aderezaba  la  ensalada,  por  que  en  eso 
de  [aderezar  ensaladas  era  tan  fuerte  como  en 
hacer  música.  Envuelto  en  su  gran  bata,  fro- 
tándose las  manos  de  gusto,  hablaba  y  comía, 
decía  chistes  y  pedía  escenas.  Un  proverbio  an- 
tiguo dice:  Mi  olla,  mi  misa,  y  mi  Doña  Luisa. 
Arrieta  decía  ó  debía  decir,  mi  música, -mis  ver- 
sos y  mi  D.  Adelardo.  Gran  corazón,  navarro 
puro,  entusiasta,  niño  de  carácter  y  relleno  de 
convicciones. 

Hacer  una  biografía  de  este  español  ilustre, 
no  tendría  gracia;  pero,  en  fin,  bueno  es  que  S3 
sepa  que  era  de  Puente  la  Reina  y  que  nos  pe- 
leábamos sobre  San  Fermín  y  la  Virgen  del  Pi- 
lar, y  que  él  decía  que  antes  que  Navarro  na- 
die, y  que  yo  le  escribía  en  la  cubierta  de  un 
acto,  enviado  deprisa  y  corriendo,  aquello  de: 

Navarrito,  navarrito, 
no  seas  tan  fanfarrón, 
que  los  cuartos  de  Navarra 
no  pasan  en  Aragón. 
Y  era  tan  literato  y  tan  poeta  como  músico, 
y  respondía  con  coplas  suyas. 


LOS  DE   MI    TIEMPO  179 

¿Quien  se  acuerda  ya  de  que  Arrieta  fué  uno 
de  los  principales  redactores  del  Padre  Cobos? 
De  liberal  tenía  poco,  pero  no  lo  declaraba  por- 
que no  le  pegasen — decía  él  en  los  tiempos  re- 
volucionarios. 

¡Ya  se  ve!  Acostumbrado  al  efecto  de  la 
reina  Isabel,  que  tanto  le  protegió  en  los  prin- 
cipios de  su  carrera,  guardaba  la  querencia  de 
la  casa  grande.  Allí  se  estrenó  su  Lldegonda, 
porque  Arrieta  fué  de  los  primeros  que  hicieron 
en  España  ópera  nacional,  esto  es  preciso  que 
no  se  olvide.  Después,  con  el  favor  de  la  corte, 
pasó  al  periodismo  con  Selgas  y  Ayala  y  Suárez 
Bravo  y  Villoslada,  pero  siempre  sin  que  se  su- 
piera por  qué  quería  ser  para  el  público  músico 
y  nada  más.  Sus  primeras  obras  no  tuvieron 
gran  éxito,  y  sirva  esto  de  consuelo  y  de  espe- 
ranza á  los  que  comienzan  la  vida  del  teatro. 
Marina  no  gustó  cuando  se  estrenó  en  Madrid, 
pero  lo  mismo  le  había  sucedido  á  Rossini  con 
el  Barbero,  y  más  tarde  á  Bizet  con  la  Carmen. 
No  hay  que  alarmarse  nunca  y  es  preciso  seguir 
un  camino  sin  reparar  en  los  malos  pasos. 

Un  repertorio  de  obras  nacionales  larguísimo, 
una  sucesión  de  éxitos  y  una  constancia  admi- 
rable en  el  trabajo,  han  caracterizado  á  este 
compositor  ilustre.  Ha  sido  personalísimo  siem- 
pre que  le  sonaba  la  cabeza,  como  decía  Ayala. 
Sus  aires  populares  de  Llamada  y  tropa,  El  capi- 
tán negrero,  El  Grumete,  Marina,  Los  novios- o  e  Te- 


180  LOS   DE   MI   TIEMPO 

niel,  no  pueden  morir.  Non  omnis  moriar  como 
decía  otro . 

Célebres  han  sido  sus  frases,  chistes  y  humo- 
radas. De  él  es  aquélla  lanzada  en  la  mar  yen- 
do de  viaje  con  Zapata: 

— D.  Emilio— decía  el  poeto,  pálido  como  la 
muerte — yo  no  tengo  ya  más  que  echar 

Y  el  maestro  respondía : 

— No  me  diga  uste:l  nada;  yo  acabo  de  echar 
el  segundo  apellido.  No  tuvo  más  pensamiento 
que  el  de  ser  grato  al  público,  y  cuando  tocaba 
su  música  al  piano  se  le  caía  la  baba.  Era  ele- 
gante como  ninguno;  su  música  tiene  ante  todo, 
y  aparte  de  la  originalidad,  una  gran  distinción. 
Del  cerebro  de  aquel  navarro  fuerte  y  fornido, 
brotaban    notas  que    parecían   aristocráticas, 
porque  hasta  en  la  música  hay  ordinario  y  fino. 
Verdad  es  que  á  él  le  gustaba  mucho  todo  lo 
que  era  señorío.  Acabó  por  ser  el  músico  de  to- 
dos los  gobiernos  y  se  le  dio  el  Conservatorio, 
como  si  fuera  una  recompensa  nacional.  Allí  ha 
pasado  sus  veinte  aíics,  entrando  muy  tempra- 
no y  ocupándose  de  tcdo  y  todos.  Era  madru- 
gador, cosa  rara  en  España,  y  no  era  wagne- 
rista,  cosa  rara  en  Europa.  Sencillo  como  pocos, 
se  complacía,  después  de  pasar  su  invierno  ar- 
tístico y  aristocrático  de  Madrid,  en  jugar  un  mus 
en  San  Sebastián,  en  el  caíé  de  la  Marina,  con 
Sarasate,  Gayarre,  y  Frascuelo.  Nadaba  como 
un  pez,  y  se  iba  mar  adentro  como  por  su  casa. 


LOS   DE   MI    TIEMPO  181 

Colmado  de  honores,  respetado  de  todos,  lle- 
no de  cruces  y  calvarios,  llegó  á  la  vejez  sin 
haber  pasado  por  el  matrimonio. 

— Pero  maestro — le  decía  mi  madre  —  ¿por 
qué  no  se  casa  usted? 

— Doña  Rosa,  ¡no  tengo  tiempo! 

Vivíamos  tan  unidos,  que  desde  el  66  al  74  nos 
vimos  todos  los  días.  Con  Balar t,  Mario,  Nava- 
rrete,  Gisbert  y  Adelardo,  asistió  a  mi  boda;  y 
mientras  el  cura  de  San  Sebastián  me  echaba  el 
discurso  de  rúbrica  en  tales  casos,  Arrieta  le 
decía  al  conde  da  Puñonrostro: 

— ¡Esta  es  música  de  otro  costal  y  hay  obra 
para  años! 

¡Qué  amable  carácter  y  qué  corazón  tan  sano! 
La  amistad  fué  el  culto  constante  de  su  vida,  y 
desde  que  se  murió  Ayala  creyó  que  se  quedaba 
sólo  en  el  mundo.  Si  pudiera  vernos  á  todos  hoy 
por  la  mañana,  se  convencería  de  que  aún  le 
quedaban  millares  de  amigos. 

Han  querido  mis  entrañables  amigos  de  El 
Liberal  que  sea  yo  quien  le  dedique  este  último 
recuerdo.  Mejor  mil  veces  lo  hubiera  hecho  Ma- 
riano de  Cavia,  pero  he  cedido  porque  soy  más 
viejo.  ¡Qué  pocos  vamos  quedando  ya  de  aque- 
llos amigos  de  hace  medio  siglo!  ¡Afortunada- 
mente, los  que  nos  suceden  saben  amar  y  admi- 
rar, y  llorar  á  los  que,  como  Arrieta,  llenaron 
su  tiempo ! 


Núñ<>z  d^  A^c^. 


^^JpuERTos  Zorrilla,  Ayala  y  García  Gutié- 
\ffltó9j¿  rrez,  el  público,  siempre  ansioso  de  un 
f J|\n3E  poeta  nacional  de  acentos  viriles,  ha 
proclamado  sucesor  de  aquéllos,  años  há,  con 
sobrada  razón,  al  poeta  de  Los  gritos  del  combate, 
porque  es  el  que  sostiene  y  da  vida  todavía  á  la 
nota  española. 

Poeta  correctísimo  en  la  forma,  rara  avis,  por- 
que los  grandes  poetas  no  han  solido  ser  gene- 
ralmente muy  correctos.  La  inspiración  no  se 
para  en  barras.  Y  aun  aquellos  que  hoy  en  las 
aulas  y  en  los  libros  de  crítica  se  consideran  y 
veneran  como  clásicos,  fueron  incorrectos  en  su 
tiempo,  solamente  que  sus  incorrecciones  de  en- 
tonces son  leyes  ahora.  Y  así  será  siempre. 

Núñez  de  Arce  ha  sabido  compadecer  la  ins- 
piración con  la  íorma  más  culta  y  correcta  po- 
sible. No  le  cogerá  ningún  crítico  trapero  ningún 


184  LOS    DE   MI    TIEMPO 

gazapo;  porque  hay  críticos  traperos  que  en  vez 
de  complacerse  en  hallar  bellezas  en  las  obras 
que  ellos  no  son  capaces  de  hacer,  tienen  singu- 
lar complacencia  en  ir  rebuscando  con  el  gan- 
cho todo  lo  que  no  sirve. 

Grandes  ideas  de  libertad  y  de  progreso  pues- 
tas en  verso;  fantasías  de  soñador  de  grandes 
ideales;  y  todo  ello  vestido  con  galas  deJenguaje 
castizo  y  más  castellano  que  ninguno  y  que  re- 
cuerdan á  cada  momento  las  cosas  grandes  de 
Boscán,  de  Rioja  y  Fernando  de  Herrera. 

Fué  liberal  desde  sus  mocedades  y  compañero 
de  los  Carlos  Rubio,  Calvo  Asensio,  Sagasta, 
Rivero  y  este  modesto  servidor  de  ustedes.  Na- 
ció á  la  vida  pública  con  la  revolución  del  cin- 
cuenta y  cuatro,  y  estuvo  en  la  guerra  de  África 
y  cantó  glorias  nacionales,  y  después  hizo  dra- 
mas y  comedias  y  versos  y  versos  con  más  ó 
menos  éxito;  pero  hasta  aquella  noche,  célebre 
en  su  vida,  en  que  leyó  el  Idilio  en  el  Ateneo  de 
Madrid,  no  recibió  la  consagración  de  poeta  na- 
cional en  grande.  Desde  aquel  día  tuvimos 
Papa,  quiero  decir  que  el  lirismo  contemporá- 
neo, huérfano  por  ausencias,  muertes  y  enfer- 
medades de  los  maestros  de  la  anterior  genera- 
ción, tuvo  su  jefe  natural,  sin  perjuicio  de  que 
Campoamor  fuese  y  siga  siendo  el  verbo,  y 
como  dijo  San  Juan,  « en  el  principio,  ya  era  el 
verbo. » 

Después  del  Idilio,  Núñez  de  Arce  entró  de 


LOS   DE   MI    TIEMPO  185 

lleno  en  la  gloria  que  se  logra  en  vida;  porque 
hay  dos  glorias:  la  que  el  poeta  no  ve,  puesto 
que  se  la  dan  después  de  muerto,  y  la  que  res- 
pira y  toca  de  cerca  y  se  traduce,  como  en  la 
persona  de  Núñez  de  Arce,  en  honores,  banque- 
tes, presidencias  de  Ateneos  y  sociedades,  títulos 
de  calles  y  adjetivos  á  millones  en  los  periódicos. 
Cuál  sea  la  mejor  y  la  más  aquilatada  y  pura, 
no  lo  sé  yo,  ni  es  fácil  ni  cómodo  discutirlo;  pero 
gloria  es  todo,  y  Núñez  de  Arce  ha  conseguido 
la  mejor  para  el  que  guste  de  honores  y  de  mun- 
danas vanidades. 

Sus  libros,  que  se  venden  como  pan  bendito, 
suponiendo  que  el  pan  hendido  se  venda  tanto 
como  dicen,  han  logrado  popularidad  inmensa 
en  España  y  América  sin  ser  populares,  es  de- 
cir, que  sin  ser  de  esos  que  todo  el  mundo  entien- 
de en  seguida  y  sin  halagar  pasiones  de  muchos, 
han  sido  leídos  por  la  generación  actual  con 
entusiasmo.  No  diré  que  los  versos  de  este  poe- 
ta sean  de  esos  que  se  graban  para  siempre  en 
la  memoria  del  pueblo  y  quedan  á  manera  de 
proverbios;  pero  en  cambio  se  leen  con  verda- 
dero placer  en  la  soledad,  en  el  rincón  del  fuego, 
en  los  momentos  de  desaliento  ó  de  tristeza. 
Son  enérgicos,  son  contundentes;  no  brillan  por 
la  ternura,  sino  por  la  energía.  Quien  no  conozca 
al  poeta,  se  lo  figurará  grande,  robusto,  vigoro- 
so, algo  así  como  un  gigante  con  una  maza  en 
la  mano.  Y  no  hay  nada  de  eso. 


186  LOS    DE   MI    TIEMPO 

Núñez  de  Arce  es  un  hombre  bajito,  delgadi- 
to,  con  unos  ojillos  vivos  y  de  mirada  escrutado- 
ra; la  barba,  que  fué  rubia,  entrecanosa;  es  muy 
nervioso,  facilísimo  de  exasperar,  porque  es  de 
aquellos  que,  según  la  expresión  vulgar,  no 
aguantan  ancas  de  nadie . 

Su  talento  no  hay  que  ponderarlo,  porque  en 
España  tiene  talento  todo  el  mundo.  Lo  raro  es 
tener  eso  que  se  llama  genio  y  dominar  sobre  la 
muchedumbre  de  escritores  y  artistas  que  hay 
en  nuestro  país  en  más  abundancia  que  los 
árboles.  Que  á  fe  si  tuviéramos  en  esta  España 
de  hoy  tantos  ingenios  de  azúcar  como  ingenios 
literarios  anuncian  los  periódicos,  poco  impor- 
taría que  se  perdiera  la  isla  de  Cuba. 

Es  Núñez  de  Arce  antes  que  nada  poeta  líri- 
co, aunque  ha  hecho  dramas  y  todos  ellos  muy 
sombríos,  porque  le  gustan  los  asuntos  dramáti- 
cos que  alguien  llamaría  hondos.  Aquel  Haz  de 
leña  es  uno  de  ellos. 

Fué  periodista  como  todos  nosotros,  allá  en 
sus  juventudes,  y  periodista  revolucionario. 
Parece  ser  que  la  edad  calma  estas  cosas,  por 
más  que  yo  no  he  notado  nada.  Nuestro  D.  Gas- 
par no  ha  concluido  en  conservador  como  tantos 
otros,  pero  ha  sido  ya  ministro  del  rey,  y  en 
honor  de  la  verdad  los  buenos  amigos  le  han 
aconsejado  que  no  vuelva  á  serlo,  porque  los 
hombres  de  letras  no  son  á  propósito  para  la 
vida  oficial;  pero  ellos  se  empeñan  en  que  sí,  y 


LOS   DE   MI   TIEMPO  187 

de  vez  en  cuando  aparecen  en  la  vida  oficial  con 
una  cartera,  de  la  que  no  sacan  nada,  ni  dejan 
nada  en  ella. 

Nuestras  revoluciones  políticas  y  literarias 
exigían  un  representante  del  lirismo  moderno, 
el  poeta  de  la  libertad,  término  medio  entre  el 
candor  de  Dios  y  el  de  la  anarquía,  y  Núñez  de 
Arce  íué  ése. 

Juraría  yo  que  los  éxitos  de  sus  libros  y  de 
sus  lecturas  le  satisfacen  más  que  los  de  la  po- 
lítica; y,  sin  embargo,  ahora  me  le  han  nombra- 
do director  del  Banco  Hipotecario,  de  lo  cual 
me  alegro  como  amigo  tan  viejo  de  nuestro 
poeta;  ¡pero  un  poeta  al  frente  de  un  Banco! 
Esto  hace  recordar  aquella  frase  de  una  come- 
dia popular:  «Un  negro  en  la  cocina  es  una  por- 
quería.» 

Se  le  tacha  á  veces  de  malhumorado  y  des- 
abrido; pero  si  no  lo  fuera,  perdería  su  fisono- 
mía moral.  Yo  le  prefiero  así,  tronando  siempre 
contra  una  porción  de  cosas  que  los  demás  tal 
vez  dejamos  pasar  sin  protesta;  pero  acaso  su 
mismo  carácter  le  ha  servido  para  imponer  su 
personalidad  en  muchas  circunstancias  polí- 
ticas. 

Es  Núñez  de  Arce,  á  pesar  de  lo  que  creen 
los  que  le  juzgan  á  la  ligera,  hombre  afable  y 
cariñoso  en  el  trato  particular,  siempre  que  no 
se  le  contraríe  en  puntos  de  vista  que  él  tiene 
por  infalibles,  sobre  todo  en  literatura. 


188  LOS   DE    MI    TIEMPO 

Artista  por  naturaleza,  abomina  del  movi- 
miento realista  y  naturalista,  que  es  la  expre- 
sión de  nuestro  tiempo  egoísta  y  vicioso.  Cuan- 
do se  le  habla  de  ello  se  exaspera,  pero  ya  he 
dicho  antes  que  se  irrita  fácilmente,  y  en  esto 
lleva  ventaja  á  los  caracteres  dulces  y  fríos, 
que  son  los  peores. 

Nunca  fué  rico,  á  pesar  de  haber  luchado 
tanto  con  la  vida  y  de  haber  transigido  tal  vez 
con  lo  que  no  le  agradaba.  Por  ahí  hemos  pa- 
sado todos  aquí  donde  las  letras  no  dan  para 
vivir  sino  haciendo  industria  de  ellas.  Le  en- 
canta la  vida  campestre,  ama  los  viajes,  conser- 
va el  amor  de  su  tierra,  y  es  castellano  viejo; 
pero  su  amor  ferviente,  su  envidia  constante  es 
la  que  todos  vamos  sintiendo  en  cuanto  apare- 
cen las  primeras  canas. 

— ¡Desegáñese  usted,  le  decía  un  amigo,  como 
la  juventud  no  hay  nada! 

Sin  embargo,  los  verdaderos  poetas,  Campoa- 
mor,  García  Gutiérrez,  son  jóvenes  siempre. 

Joven  es,  sus  versos  lo  dicen;  el  que  ha  can- 
tado aquello  amores  de  las  juventud  con  las  her- 
mosas palabras  de 

¡Cuántas  veces,  con  sustos  y  congojas 

entre  las  verdes  hojas 
crujir  sentimos  la  insegura  rama, 
y  antes  de  aprovecharnos  del  aviso 

hallamos  de  improviso 
lecho  impensado  en  la  mullida  grama!; 


LOS    DE   MI    TIEMPO  189 

el  que  ha  sentido  el  amor  así,  lo  siente  aún  en 
el  fondo  de  su  alma,  á  pesar  de  las  canas  y  de 
los  expedientes  llenos  de  cifras,  préstamos  é  hi- 
potecas, puede  repetir  aquello  de  non  omnis  mo- 
rir, no  moriré  del  todo. 


FIN    DEL  TOMO    XVII 


ÍNDICE 


Páginas 

Eusebio  Blasco 

Amigos  de  hace  treinta  años 1? 

Emilio  Castelar 23 

José  Luis 39 

El  Marqués  de  Bogaraya 49 

D.  José  de  Castro  y  Serrano 53 

Betances 61 

Pérez  Escrich 67 

El  Duque  de  Tamames 73 

Correa ^9 

D.  Pedro  Delgado  — 87 

Barbieri 9ÍÍ 

Frascuelo 99 

Ay  ala 105 

D.  Manuel  Tamayo  y  Baus HP 

Cánovas  íntimo **" 

Manuel  del  Palacio 137 

Emilio  Mario 1^3 

Antonio  Vico 15& 

Julián  Romea ^ 

Emilio  Arrie  ta * ** l 

Núñez  de  Arce 


HM 


$*> 


"V<* 


'*v/* 


i¿ls&ÍJ 


*  **^ 


5  f&ZWs 


3      a 


• 

3 

r-í 

'■■ 

1  *o 

O 

1  co 

i£ 

"l 

1  »H 

<o 

o 

cv¿ 

» 

0 

OQ 

•H 

n 

,o 

■tí! 

a> 

| 

ca 

r-t; 

i 

i 

i 

8 

Q 

o: 

00: 

g 

r* 

,£* 

n 

o; 

H 

k 

Q 

0 

Univeisity  of  Toronto 
Library 


DO  NOT 

REMOVE 

THE 

CARD 

FROM 

THIS 

POCKET 


Acmé  Library  Card  Pocket 

Under  Pat  "Reí.  Index  File" 

Made  by  LIBRARY  BUREAU 


*z*.:<r  .íl\ 


%?*  3 


wfr 


•30-  > 


m