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Full text of "El candidato (Segunda parte de Entre dos luces)"

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN 


, 
- 


CARLOS M.* OCANTOS 


EL CANDIDATO 


BUENOS AIRES 
1912 


vou 593 5 


+ M A 


A 


EL CANDIDATO 


BIBLIOTECA! de LA NACIÓN 


CARLOS MARIA OCANTOS 


EL CANDIDATO 


(SEGUNDA PARTE DE ENTRE DOS LUCES) 


db 


BUENOS AIRES 
1912 


o - 


_Imp. de La Nación.—Buenos Aires 


EL CANDIDATO ''- 


1 . 

«Vous étes fous tous deux de vouloir 
vous appliquer ces sortes de choses ; eb 
voilá de quoi j'ouis lPautre jour se 
plaindre Moliére, parlant á des person- 
nes qui le chargeaient de méme chose 
que vous, 11 disait que rien ne lui don- 
nait du déplaisir comme d'étre accusé 
de regarder quelqu'un dans les por- 
traits qu'il fait; que son dessein est de 
peindre les moeurs sans vouloir toucher 
aux personnes et que les personnages 
qu'il représente sont des personnages en 
air, et des fantómes proprement, qu'il 
habille á sa fantaisie por réjouir les 
spectateurs ; qu'il serait bien fáché dy 
avoir jamais marqué qui que ce soit, 
et que, si quelque chose était capable 
de le dégofter de faire de comédies, 
c'était les ressemblances qu'on y vou- 
lait toujours trouver. » 


Moliére. Impromptu de Versailles. 


No tenía más mérito que su dinero; lo que im- 
porta decir que, para la sociedad frívola de que era. 
gala y adorno, reunía Alcira Enecene la mayor suma 
de méritos posibles, pues basta y sobra el dorado del 
apellido para encubrir defectos, disimular flaquezas, 
vorcer voluntades, salvar obstáculos, triunfar sin res 


e Pa 
sistencias y reinar sin condiciones; y este aserto, 
poco galante, pero justo y rigurosamente imparcial, 
pueden atestiguarlo todos los que la han conocido de 
cerca en los grandes días de su esplendor, ahora que 
la caida del ídolo, su padre, les permite ser since- 
ros. Aquella su nariz de espátula, aquellos sus ojos 
gatunos, su barbilla puntiaguda de comadre octoge- 
naria, y su boca que parecía un pellizco en carne sin 
color, ofrecían, claro está, un conjunto feisimo, y su 
talle y su andar nada que alcanzara á borrar la pési- 
ma impresión de su fachada ; pero, proclamar á su 
paso la marca de fábrica :—¡ 81 es la de Eneene! 
¡ Ah, la de Eneene! ya es otra cosa, es decir, otra 
mujer : se encuentra cierta nobleza en el rostro y 
hasta cierta gracia en aquel hociquillo de conejo, 
siempre en movimiento, y los defectos todos quedan 
piadosamente ocultos bajo la gasa de la benevolencia. 
Llamábanla la pavera, no sé por qué... aunque 
sí, y voy á decirlo : hija única del ilustre y millonario 
doctor don Adrián Rodríguez de Eneene, ex ministro 
y futuro presidente de la República, por la voluntad 
del Presidente y la gracia de su buena estrella, su. 
mano disputábanla siete campeones, rivales en ar- 
dor, estulticia y ambiciosos fines, que la servían de 
fiel escolta por todas partes, y que ella consentía y 
mantenía, pagando á cada uno su sueldo diario de 
miradas y sonrisas, con religiosa equidad ; á estos sle- 
te pretendientes, Alcira les llamaba sus pavos, y de 
aquí el mote de pavera, que sus amigas la dieron. 
Pero lo curioso, lo bufo y lo inverosímil, es que á 
los pavos de su guardia designaba Alcira por números 
no por sus nombres patronímicos, como por ejem- 
plo (hablando con Florita Soto, una amiga Íntima) : 
—Aburridísima la función de anoche en la Ope- 
ra ; ¡bostecé más! ¡si vieras, hija mia! como que 


a, 

sólo estaban el número 3 y el 5, éste en un palco de 
la ochava y el otro en una butaca de las primeras 
filas, y para mirar á uno, tenía forzosamente que dar 
la espalda al 3 ó al 5, ¡qué compromiso! y los de- 
más, ¿qué se hicieron? estoy segura que el 3 está 
furioso conmigo, porque en las carreras al 4 le di diez 
minutos de conversación más de lo convenido; es 
muy susceptible, muy orgulloso y siempre se acerca 
á mí con las plumas erizadas, á picotearme con 8us 
reproches. No puedes figurarte lo divertido que es 
esto : llegar al teatro y encontrar la guardia ya for- 
mada en el vestíbulo, que te presentan sus sombre- 
ros de lustrosa felpa, como soldado que presenta las 
armas; sentarse en el palco, mirar, fingiendo dis- 
tracción, y percibir aquí, allá, los festejantes firmes 
2n sus puestos, esperando contritos la limosna de mi 
saludo, y empezar la distribución equitativa, hija, 
equitativa, porque á mí no me gusta que nadie quede 
descontento : te digo que es de lo más divertido : ellos, 
palpitantes de emoción y de esperanza, ¡y yo tan 
fresca ! porque mamá me lo ha dicho : cuidadito con 
comprometerse con ninguno : eres muy joven y en tu 
posición y con tu nombre, el día que te dé la gana 
puedes elegir como entre peras; ¡ahora, á divertirse 
y entretenerles, que para sufrir marido y amamantar 
hijos nunca es bastante tarde ! 

Y también : 

- —¿Has visto al número 3? ¿al rubito, 4 mi pavo 
rubio? le corresponde esta pieza y no ha venido á 
cobrarla ; debe de haberse disgustado, porque al 6 le 
regalé unas flores, ¡ qué tontería! en cuanto le pille, 
verás cómo le domestico de nuevo. 

Bajo su vigilante cayado, la paz era completa en 
él hatillo, y nunca se dió ejemplo de deserción * ni 
se advirtieron síntomas de rebeldía ; los mansos y 


a 
pacientes animalitos, muy hinchados, muy colorados, 
rodeaban á la pastora haciéndola el amoroso glu, glu, 
los picos tamaños abiertos, en demanda del grano 
prometido ; pero ella no se daba mayor prisa en ser- 
virles, y risueña, indiferente, por calles, teatros y 
salones les arreaba, y allá iban todos, tristes y ham- 
brientos, con el moco tendido y las alas caidas. 

Y no se diga que ciertos recursos de inteligencia 
y probada idoneidad son innecesarios, pues esta, al 
parecer, fácil tarea, tiene su intríngulis y su aquel ; 
pero, conocido el cebo que ella gastaba, ¿qué mucho 
que se revolucionara la familia toda de los fasiánidos, 
desde el pavo común, negro y verrugoso, hasta el 
ocular y el real, de hermosísima cola y vistoso pena- 
cho? Era, pues, Alcira, muy lista, y esta cualidad 
parecía herencia directa de su padre, el hombre de 
más trastienda que fué jamás, y de su madre, misia 
Damiana, señora muy gruesa y muy farandulera, de- 
vota por costumbre, con la manía, digna de encomio 
y de respeto, de las obras caritativas, que ella ejerci- 
taba con mucho ruido y bambolla, fundadora y pro- 
tectora del Asilo del Sauce, para niños expósitos. 

La historia de los advenedizos (hablo de los que, 
sin méritos propios, suben ayudados por la suerte y 
su audacia), tan fecunda en los paises republicanos, 
no ofrece caso más raro que el de estos Rodriguez de 
Eneene. En un libro anterior (1), quizá olvidado, 
presenté, de cuerpo entero y tamaño reducido, el : 
retrato de don Adrián, que á muchos pareció recar- 
gado de tintas y 4 otros de sobra borroso, pero exac- 
+ísimo, tal como la fama le pinta y la Naturaleza le 
hizo ; mas no conté entonces, por no hallar la ocasión 
oportuna, el modo y la forma del advenimiento de 


—_ 


(1) Quilito. 


a, 

este famoso personaje de la política argentina, su vi- 
da y milagros 

Creo que en Catamarca, de donde era oriundo mi 
don Adrián, no existe ni se conoce el apellido de 
Eneene, que él enlazó más tarde, bien -remachado 
con su partícula, al de Rodríguez ; según mis datos, 
era un Rodríguez á secas, de cuna humildísima, de 
familia ignorada, que lo que es 4 sus ascendientes y 
colaterales, nadie les vió la cara jamás. Alguien le 
ha conocido de zagal en una diligencia catamarque- 
ña, arreando las bestias, encanijado, amarillo, sucio 
y rotoso, y cuenta que, más de una vez, en los para- 
dores, el mozo se bajaba á lustrar las botas de los via- 
viajeros, por módica retribución ; después se vino 
á Buenos Aires, erró en las estancias, de peón ó cosa 
asi... Y de repente, apareció en una oficina del Es- 
tado, si no limpio, porque nunca aprendió á serlo, 
con traje decentito, el pelo recortado, la camisa sin 
manchas ni flequillo, y acusando todo su porte hallar- 
se en relaciones más cordiales con el peine y el 
jabón ; el tipo físico, sin embargo, era el mismo que 
la caricatura, más tarde, al pintarle de murciélago, 
hizo tan popular : flaco, pequeñín, con movimientos 
de títere sin goznes, de éstos que un simple hilo figu- 
ra las articulaciones, los dedos armados de uñas lar- 
guísimas, que la falta de poda regular, endurecién- 
dolas y arqueándolas, hacía parecer á garfios : él gus- 
- taba de mostrar sus uñas, la del meñique sobre todo, 
amarilla y resistente, la más larga, la favorita, la 
mejor cuidada, la que afilaba, raspaba, 'redondeaba 
y pulía con más amor... En la oficina era de estos 
empleados sumisos, modestos, humildes, trabajadores 
asiduos, que se ganan la voluntad del jefe adulándole 
y la simpatía de los compañeros mostrándose =uy 
“poquita cosa, como diciendo : 


0, y 0 
. — —¡No, yo no soy nada, ni valgo nada, ni aspiro 
3 nada ! 0 

Y no haciendo sombra á nadie, ni dan celos ni 
inspiran envidias ó temores; así, como sierpes, Ca- 
llandito y arrastrándose, suben y llegan sin resisten- 
cias á la meta de su. ambición : el verdadero mérito 
no tiene alas, y si las tiene son de durísimo y pesado 
bronce, imperecederas, mas no propias para elevar- 
se. En esto, la historia de don Adrián se parece mu- 
cho á la del doctor Trujillo, iguales medios é iguales 
resultados, aunque Eneene, con sus alas de papel, 
dejó muy atrás al risueño y melifluo don Francisco, 
su amigo, compañero y colaborador afortunado. 

¿En qué universidad alcanzó don Adrián su títu- 
lo? tengo para mí que en ninguna, y él se llamaba 
doctor, con «menos derecho quizá que aquel del fa- 
moso epigrama ; lo cierto es que de buenas á pri- 
meras, con el aditamento del nuevo apellido y el 
adorno del título tan sonoro y expresivo, el empleadi- 
llo de tres al cuarto que, como rata de archivo, pasó 
royendo papeles largos años, se vió figurando en la 
hornada de diputados que el Gobierno amasara para 
las circunstancias, y se sentó en el Congreso, muy 
orondo, asumiendo la representación del pueblo, que 
no le conocía ni de vista ni de nombre. ¡Válgame 
Dios! lo que él representó fueron los intereses del 
amo, defendiéndole no con su. palabra, desmañada, 
sino con su voto, fiel é incondicional ; allí se hizo del 
circulito, que le ha traído y llevado después, explo- 
tando su misma insignificancia para alzarle en hom- 
bros y pasearle en triunfo, y mostrarle al público 
indiferente como el salvador de la patria, círculo de 
que era corifeo don Francisco de Paula Trujillo y 
porta-estandarte don Navigio Soto, otro figurón de 
cuenta, nombrado más tarde gobernador de Córdoba, 


1 
previa la zancadilla de práctica al titular, don Olim- 
po Salgado, que no se mostraba todo lo sumiso que 
los cánones oficiales disponen. 

Por aquel entonces era ya casado don Adrián, y 
su pobreza tan manifiesta, pues la consorte, una 
señorita Damiana Pérez Orza, no aportó dote ni es- 
peranzas, que hay quien dice que por matarle el 
hambre, le hicieron diputado. Lo cierto es que no 
tenía casa en la capital, y durante las sesiones legis- 
lativas paraba en una fonda de muy malas trazas, y 
la mujer permanecía en Catamarca, viviendo en la 
estrechez ; él, entretanto, se movía como ardilla, 
amasando su pan, poseído de la delirante ambición 
de llegar, por el camino ó por el atajo, á la cumbre, 
siempre humilde y modesto, con aquellos andares de 
arlequín y su levita negra, lustrosa en los codos y 
grasienta en el cuello, prenda de historia, con más 
de una estación en la casa de empeños ; y como el 
hombre se achicaba tanto, para mejor pasar por to- 
dos los agujeros, en el Congreso, en la cámara pre- 
sidencial, en los ministerios, en los Bancos, en los 
clubs y en las imprentas, amigo de todos, comensal 
de muchos, don preciso de los más empingorotados 
personajes, no se veía otra cosa que él, él hablando, 
él adulando, él intrigando, listo, audaz é infatigable. 
Ya los diarios independientes, de estos mal educados 
que en todo han de meterse, le habían arrojado al. 
gunas chinitas; y con motivo de la sanción de un 
proyecto muy discutido, que la opinión pública resis- 
tía, soltaron, sin ambages, á su respecto, la feísima 
palabreja : cohecho ; y he aquí, gracias á la vergon- 
zosa acusación, de la noche á la mañana, conocido, 
vopularísimo, célebre, al doctor Eneene, porque se 
- armó grande alboroto en torno de su nombre : pro- 
testó don Adrián indignado, la prensa oficial le cu- 


brió con sus escudos, don Navigio Soto y el doctor 
Trujillo le defendieron con elocuencia, multiplicaron 
los otros sus ataques, probando hasta decir basta : 
que el revoltoso diputado tenía más llena de lampa- 
rones la conciencia que la levita, y traida la causa 
á sentencia, el pueblo le condenó á presidio... y el 
Presidente le nombró ministro. 

De ministro sacó don Adrián su tripa de mal 
año. Lo primero que hizo fué mandar venir la fa- 
milia de Catamarca, é instalarla en la lujosísima 
casa de la calle de la Esmeralda, tan famosa des- 
pués como sede augusta del candidato presidencial ; 
luego echó coche... y dueño de la cartera, comenzó 
sus Juegos de manos, es decir, de uñas. No es mi 
ánimo relatar de pe á pa la historia de estas diez 
uñas, en ejercicio durante un bienio, por más edifi- 
cante y entretenido que ello sea, porque sería cosa de 
perder la cabeza y la paciencia ; dicen... que vendió 
destinos, y recibió coimas y colocó á toda su parente- 
la (á la de su mujer) dentro del queso del presupues- 
to; que jugó en la Bolsa, haciendo uso de los se- 
cretos de Estado para el alza y baja del oro; que... 
don Adrián pensaba que se llega al poder para llenar 
la alforja, y que sólo en aquellos tiempos obscuros, y 
desgraciadamente lejanos, en que era honra altísi- 
ma ostentar un título oficial, se podía bajar de una 
poltrona con las manos limpias, para manchárselas 
con el cabo de la azada. ( 

Y esto que don Adrián pensaba, supo practicarlo 
de tal modo, que cuando dejó de ser ministro (obli- 
gado el Presidente á un cambio de política superfi- 
cial) era un hombre sin crédito, pero con millones, 
y váyase lo uno por lo otro. Haciendo oídos sordos 
á la grita unánime, esperó los acontecimientos, pues 
no creía su papel concluído : la elección de Presiden- 


E o EA 

te se acercaba, el nombre prestigioso del general Or- 
denado, el coco del gobierno, volaba por toda la Re- 
pública en medio de aclamaciones delirantes, ¿quién 
era el elegido del Presidente para oponérsele y dis- 
putarle el triunfo? ¿quién el afortunado sucesor, un- 
gido im petto por S. E.? ¡ Misterio! Los cinco mi- 
nistros esperaban, humildemente, que cayera el an- 
siado nombre de los labios presidenciales ; los gober- 
nadores de las provincias enviaban delegados para 
conocerlo y recibir la palabra de orden, ó robando 
tiempo á sus ocupaciones de esquilmar pueblos y per- 
seguir contrarios, venian personalmente á mendigar- 
la ; los congresistas adictos, es decir, todos los con- 
gresistas, tendían sus manos hacia el todopoderoso 
señor ; los periodistas pagados enristraban sus plu- 
mas, para cantar las glorias, falsas Ó verdaderas, del 
candidato oficial. | | 

-  —¿Quién es el hombre que V. E. se digna dar- 
nos por amo y patrono? ¿quién es aquel que V. E. 
juzga más capaz de sucederle? hable V. E. y dígalo, 
que el que V. E. quiera, ése será, y si el pueblo gri- 
ta, que grite, y si se alza en armas y se atreve á 
oponerse á los sabios designios de V. E., fuego al 
pueblo, y su cuerpo mutilado que sirva de escalón al 
nuevo Presidente. Aquí estamos todos, ministros, 
gobernadores, congresistas, amigos y partidarios de 
V. E. para acatar su voluntad suprema; ¡ahi está 
el ejército de la Nación para hacerla cumplir ! 

Y $. E. habló, al fin. 

Don Navigio Soto llevó la grata nueva á la calle 
de la Esmeralda ; era de noche : en el conocido des- 
pacho, tantas veces descrito por los diarios, y al pie 
del busto de Wáshington, dios tutelar de la clásica 
morada, abrazó don Navigio 4 don Adrián (que leía 
echado en un sofá) por tres veces, con cado abrazo, 


a, y. 
que parecía iba á desencuadernar el cuerpecillo del 
doctor, soltaba un jubiloso eureka : S. E. había ha- 
blado, S. E. acababa de pronunciar el nombre de su 
sucesor, nombre que se aprestaba ya para salir al en- 
cuentro del populachero Ordenado, seguro, segurl- 
simo de vencerle, y ese nombre... ¿don Olimpo Salga- 
do quizá, el que con mayores probabilidades de triun- 
o le disputaba la carrera? Soto hacía signos que no, 
que no; ¿acaso las simpatías presidenciales eran un 
misterio para nadie? aunque el ministro tal tra- 
bajaba en su favor, otro ministro hacía también 
fuerza de vela para llegar á buen- puerto, otro 
gobernador, además de Salgado, y de los más meri- 
torios, porque era el más sumiso, se movía mucho 
esperando ser el agraciado... Entretanto, la suerte es- 
taba ya jugada, y el favorecido era... ¡ Rodríguez de 
Eneene! Don Adrián, prendido de las manos robus- 
tas de su amigote, exclamó temblando de emoción : 

—¿Es de veras? 

-—Y' tan de veras—contestó el otro, amenazán- 
dole con un nuevo abrazo. 

£l antiguo zagalillo catamarqueño debió experi- 
mentar extraña sensación de mareo, y algo así como 
si todas las rodajas de sus mulas le repicaran en las 
orejas ; se sentó muy sofocado, y ya pálido, ya encen- 
dido, inquirió de don Navigio cómo había pasado 
aquello : bajo la pantalla verde, que velaba el único 
pico de gas ardiendo en la aparatosa araña de bron- 
ce, más lívida parecía la cara sacerdotal del viejo 
Soto, perfectamente afeitada, y más lustrosa su calva ; 
cuando se reía mostraba los portillos de la encía y un 
colmillo carioso, que se movía como un badajo. Y 
risueño estaba contando cómo el Presidente, en una 
comida íntima, de la que él, naturalmente, partici- 
paba como bufón (esto de bufón lo pongo yo de mi 


== 

cuenta y riesgo, pese al señor diputado) como bufón 
de S. E. (que es de rigor que todas las excelencias 
americanas, como las añejas Majestades, han de te- 
ner bufones que les distraigan el ánimo y ayuden á 
la digestión con selectos cuentecillos de moral) hos- 
tigado por los amigos para que destapara lc que tan 
tapado traía y tan inquietos tenía á todos, entre dos 
tragos de champaña, dijo en el tono profético del di- 
vino Maestro : E 

—¡ En verdad os digo, que debéis rodear á Adrián ! 

Rodear á Adrián era la palabra de orden espe- 
rada ; esta frase sibilina, tan clara dentro de su pro- 
pia obscuridad, acababa de conceder la investidura 
de candidato oficial al doctor Eneene; ¡el partido 
eneísta había nacido ! 

¡ Eil colmillo de don Navigio bailaba de puro gus- 
to, al recordar su dueño la cara de los dos ministros 
aspirantes y el gesto del gobernador desengañado ! 
El doctor, ya repuesto, dió cuatro paseos desde la 
mesa-escritorio hasta el diván en que Soto departia, 
y cada vez se le figuraba que crecía más, que crecía, 
que crecía, más y más, y sus piernas de alambre eran 
fuertes columnas y su cabeza llegaba al techo, desde 
cuya altura veia el busto de Wáshington del tamaño 
de un grano de mostaza y á don Navigio como un 
garbanzo ; luego, no cabía ya en el despacho : ¡su 
gigantesca personalidad pasaba el techo, se elevaba 
sobre los edificios, sobre la ciudad entera, y ola el 
rumor de su nombre que toda la República aclama- 
ba, y creyó ver, y la vió á la luz de su fantasía, la 
diligencia catamarqueña transformada en el carro 
dorado de la fortuna, pasar en triunfo desde la Tie- 
rra del Fuego hasta Jujuy! Entusiasmado, se bajó 
(tan alto estaba, que forzosamente tenía que aga- 
charse) y aquellos tres abrazos de su buen amigo, 


O 

los pagó con uno apretadísimo, dejando caer sobre 
su abovedada pechera esta frase orgullosa, grito de 
victoria de su ambición satisfecha : 

—, Ya soy Presidente ! 

No habían pasado dos minutos, cuando se pre- 
sentó el gran doctor Trujillo, sonriendo, aunque fa- 
tigado, por la prisa que se diera en llegar de los 
primeros al besamanos, y luego don Buenaventura 
Luces, el literato... El despacho se llenó, la sala se 
llenó, la casa se llenó de bulliciosa muchedumbre de 
amigos, más entusiastas ahora cuanto más tibios y 
despegados se mostraran con el ministro caido, y 
todos, obedeciendo á la consigna, rodeaban á don 
Adrián, disputándose el honor de un apretón de ma- 
nos ó de una palabra amable del favorecido de las 
suerte. Entretanto, en medio de la noche, y tal co- 
mo el cadalso surge á los albores del día, la máquina 
electoral se armaba en cada provincia, atemorizando 
al pueblo oprimido con este letrero puesto por el 
brazo de los sayones en lo más alto de ella: «¡0 
Eneene ó la muerte !» 

Todo el Buenos Aires vergonzante y hambriento 
de pan, de riquezas y de honores, pasó entonces por 
la calle de la Esmeralda y á las puertas del candidato 
golpeó con impaciencia, hizo cola en los pasillos y 
sebo en las antesalas, según la frase pintoresca del 
fabricante de chistes, para el consumo presidencial, 
don Navigio Soto; sus nombres llenaban sendas co- 
lumnas de los diarios oficiales, y á buen segufo que 
cada cual había de comprobar en el siguiente día sl 
todas las letras del propio apelativo estaban en su 
lugar y no enrevesadas ó ausentes, porque no era co- 
sa que saliera fallida la oportunidad de su visita, por 
un desgraciado error de caja: precisamente lo que 
se buscaba era grabar en la memoria del candidato 


E 
los nombres de sus fieles, para cuando tocaran á re- 
partir empleos y prebendas. 

Recibía don Adrián los viernes ; eran tes políticos, 
muy fríos y sosos, á causa de la heterogeneidad de la 
concurrencia, de los malos cigarros, del peor jerez 
(desde que salió del ministerio, no se fumaba ni se 
bebía bien en aquella casa) y de la poca cultura del 
dueño, que no sabía ser atento sino á ratos, ejerci- 
tando su insoportable tonadilla con los íntimos en 
algún rincón, mientras los cortesanos bostezaban ó 
devoraban rancios emparedados á falta de mejor cosa. 
A estas reuniones, huelga decirlo, no asistían ni mi- 
sia Damiana ni Alcirita ; ellas tenían su día de re- 
cibo especial, los martes, más alegres porque los 
'graznidos de los pavos de la niña resonaban en el 
salón verde y oro, compitiendo alrosamente con e 
balar de los carneros de su papá. E0s 

Quien haya visto á misia Damiana y Alcirita lle- 
gar de Catamarca tan fachas, tan provincianas, la 
madre con pañolón de cachemira y varége negro á la 
cabeza, y la hija con extravagante sombrero, cargado - 
de caireles y perendengues,.no las conociera ahora, 
de tal modo la moda porteña las ha cepillado y trans- . 
formado, y la importancia política, mágicamente 
conquistada, del doctor Eneene, las ha esponjado y. 
hasta cierto punto, soltaré la palabra, embellecido... 
Misia Damiana era chata, morenota, baja de estatura 
y gruesa, con cada carrillote lustroso y unos pelos de 
india fueguina, lacios y alborotados sobre la frente 
estrecha, que, sin su vestido de seda y sus cacharpas, 
no -la hubiera tomado nadie por la señora de tama- 
ña excelencia ; pero, entre el peluquero y la modista, 
sobre el yunque de la moda, la forjaron á más y me- 
jor : la adiposa cadera cedió á las razones apremian- 
tes del corsé y el seno pletórico y la cintura invaso- 

EL CANDIDATO.—2 


is 

rá; aquellos pelos tiesos y rebeldes, condenados al 
suplicio de la tenaza, se amansaron y convirtieron en 
ricitos coquetones, y toda su persona, desde la base, 
unos zapatos de charol con punta afilada y tacones 
altos, á la cuspide, una capota de sobrios adornos, 
salió como nueva de tan entendidas manos; y co- 
mo tenía muy buenos dientes, eso sÍ, y era alegre, 
pasaba por simpática la señora de Eneene. De Alci- 
rita hemos dicho ya que sufrió igual desbaste y con 
mayores y más sorprendentes resultados, y no me 
refiero con esto á los estragos causados en las filas 
de la juventud dorada... 

No llegaron y triunfaron ; al principio, descono- 
cidas, sin relaciones, se aburrlan grandemente, y en 
la avenida de las Palmeras nadie hacía caso de estas 
dos damas tan paquetas, que solicitaban descarada- 
mente la atención con sus trajes claros, su postura 
afectada y su landó flamante ; más tarde, después de 
la costalada ministerial de Eneene, que estuvo á 
punto de anularlas para siempre, la incubación de su 
candidatura las colocó en plena luz y las puso de 
moda, y como á un cronistilla de salón se le ocurrie- 
ra, en una de tantas revistas hueras, que á las da- 
mas saben cual delicado merengue, notar, con feme- 
nina minuciosidad, los prendidos del traje de Alcira; 
en un baile muy sonado, y el color y el corte, y ob- 
sequiarla con un ramillete de frases marchitas y sin 
perfume, no hubo ya crónica mundana en que no 
reluciera su nombre, ni fiesta que no fuera un fiam- 
bre si la de Eneene no la honraba con su presencia. 
Y mientras Alcira organizaba su famosa guardia, 
misia Damiana, ya dentro de su papel de presidenta 
en ciérnes, promovía reuniones de señoras para dar 
impulso á toda clase-de obras de beneficencia y con 
aquella lave de oro de su poderoso marido no que- 


daban puertas cerradas á su llamado": obtenla la ce- 
sión de valioso terreno para su asilo y la construcción 
del edificio que, en menos de un año, se alzó gallar- 
do, pronto para cobijar á muchos huerfanitos, y par 
ra sostenerle y dotarle de segura renta ponía ¿ con- 
tribución todos los bolsillos, importunando á los ami. . 
gos, cansando al público, pedigieña y no dadivosa, 
porque si metía la mano en la bolsa ajena, cerraba 
los cordones de la propia, bien repleta, sin embargo ; 
y en todas las fiestas que organizaba en favor de su 
obra, no se desprendía de un centavo de su peculio, 
manera cómoda y cristianisima de ejercer la caridad : 
dar lo de los otros, intermediario oficioso entre la 
filantropía y la miseria. 

Los martes de las señoras de Eneene, eran sus 
recibos oficiales ; pero los íntimos de la casa sabían 
que todas las noches, de ocho á nueve, era seguro en- 
contrarlas en el boudoir (así quiere la moda que se 
diga) de misia Damiana, solas, libres de comensales 
impertinentes y amigas parlanchinas y hasta de la 
enfadosa presencia de don Adrián, que con esto de 
ser quien era y de lo que debía ser, no se apartaba 
dos dedos de su regio protector, ocupado en empollar 
su candidatura y no paraba en casa sino los viernes - 
de precepto. Aquellos íntimos eran muy contados : 
don Francisco de Paula, don Navigio, don Buena. 
ventura y algún otro vejancón ; jóvenes ninguno, ¡oh, 
ingrata pavera más dura que el pedernal y que el 
diamante! para tus pavos, los plantones al sol y bajo 
la lluvia, las marchas y contramarchas, ¡mucha la- 
bia, poco grano y absoluta negativa á conceder el ac- 
ceso del dulce y caliente nido de la intimidad ! 

El más puntual de todos era don Navigio; trala - 
siempre ó un cucurucho de confites de Córdoba (don. 
Navigio era cordobés) hechos de pura piedra para 


ON 
martirio de muelas y agosto de dentistas, 4 un tarro 
de almíbar glutinosa, obra delicada de las propias 
manos de una hermana suya, monja profesa en un 
convento de la doctoral ciudad. 

—¿Se puede? — decía discretamente desde la 
puerta. 

—Pase usted, amigo mio—contestaba misia Da- 
miana echando una ojeada á la psiché (otro término 
- de moda) para juzgar de la disciplina de su flequillo, ' 
—¡ siempre tan amable! muchas gracias, ¿de sor Pe- 
tronila ? sin probarlo se conoce... ¿Qué hemos hecho 
hoy? ¡Jesús! la mar de. cosas : de funeral por la 
mañana, ¡ya ve usted qué desayuno! después á las 
tiendas, á visitas, á Palermo, y por último á mi Asi- 
lo, á ver mis queridos huerfanitos... Esta vida de 
Buenos Aires me marea, ¡ay mi tranquilidad de Ca- 
tamarca! ¿creerá usted que á veces me vienen unas 
ganas muy grandes de volverme? 

—¡ Volverse !—exclamaba al fin don Navigio (ya 
repantigado en la coquetona butaca de felpa gris 
perla)—no pueden ser tan grandes esas ganas que 
dice usted ; no faltaba más, ¿y el alto puesto que la 
tenemos preparado, señora mia? 

Misia Damiana, muy hueca, tosía. 

—¡ Un presente griego, amigo mio! que sólo por 
patriotismo hemos podido aceptar; ¡deje usted que 
Adrián sea Presidente! ¡cuántas cosas buenas va- 
mos á hacer!... ¿y los porteños? ¿siempre tan indó- 
ciles, tan ariscotes ? yo no leo un diario aquí, porque 
son muy desvergonzados... Prueba, Alcirita, estos 
confites, 4 ver si los encuentras tan duros como los 
otros, ¿sabe usted lo que me decía ésta ayer? ¡que 
le pidiera á usted una tonelada para empedrar el pa- 
tio del Asilo!. 

Don Navigio trala, adcmás, las noticias menudas 


a as 

de Alicia la relación completa del chismorreo dia- 
rio, y con la premura con que descargaba sus pa- 
quetes sobre la consola, apenas conseguía cortar el 
hilo de la verbosidad de la señora, desembuchaba to- 
do lo serio,' lo jocoso, lo picante y hasta lo inmoral, 
sin respeto á los candorosos oidos de Alcirita, que su 
asombrosa retentiva almacenara desde la noche an- 
terior, provocando el balanceo de su colmillo bailarín, 
y las risas francas de la madre y comprimidas dá 

la hija. | 
| Pero el de las nuevas de alta política, trascen- 
dentales, era el doctor Trujillo, que entraba con la 
- serena majestad que solía, presentando su manita 
blanquísima y regordeta. . | 

—¡ Muy buenas, muy buenas noches! ¿qué tal? 
hace calor, ¿no les parece á ustedes?... ¡ay, señora 
mía ! ¡lo que se dice y lo que se temo | tiene us- 
ted razón : no es mal sastro el que conoce el paño, 
y estos porteños ! 

Quien nada traía era al empachado literato, don 
Buenaventura, y gracias que, por no ser costumbre, 
no obsequiaba á la tertulia con la lectura de algún 
farragoso artículo (él no escribía nada más que ar- 
tículos, los cuales, bien cosidos unos con otros, ser- 
vían, y es servir, para la confección de sus celebrados 
volúmenes) aunque nunca dejara de citar el periódi- 
co que venía cargado con uno de los suyos, y pre- 
guntara : 

—¿No lo han leído ustedes? hay que leerle, por- 
que está sabroso, pero muy sabroso. 

Allá á fines de febrero (fué el 26 ó el 27 por la 
noche) entró don Navigio en el saloncito con las 
manos limpias, ¡cosa extraña ! quiero decir, vacias, 
que en punto á pulcritud, 4 pesar de sus relaciones 
con don Adrián, podía desafiar á los mismos chorros 


— 22 — 
del agua... Entró, pues, don Navigio, sin pedir per 
miso : las señoras estaban sentadas, frente á frente, . 
delante de la consola, sin hablar, preocupadísimas, 
bajo la luz insolente de los cinco mecheros de gas, 
que aumentaba el calor, pero hacía brillar más los 
diamantes de misia Damiana. 

—¿ Viene usted de casa de García Luces ?—pre- 
guntó la señora suspirando. 

—De allá vengo... 

—¡ Qué desgracia !—exclamó misia Damiana al- 
zando sus manos cargadas de sortijas. 

—¿ Ha visto usted ¿—dijo el viejo Soto.—Un hom: 
bre de tan grandes y extraordinarios méritos como 
don Tomás García Luces, asesinado alevosamente 
por los ordenistas, caldo al pie de la bandera del 
gran partido que en la República representaba el 
pa y la libertad, ¿qué menos merecía que los 

onores decretados por el Superior Gobierno? la 
bandera nacional á media asta en todos los edificios 
pana los gastos del entierro á costa del erario, 
iscursos oficiales... En un artículo necrológico de 
seis columnas, un periódico eneísta lanzaba la idea 
de erigirle una estatua, ¿y por qué no? Don Tomás 
se la había ganado como tantos otros, que ahí están, 
de bronce ó6 de mármol, haciendo volver la cabeza 
á estas generaciones iconoclastas, que se preguntan 
alzando los hombres : ¿Quién es ése? 

Mientras los diarios ordenistas se hacian los sue- 
cos Ó se burlaban de la alharaca que armaran los con- 
trarios con motivo de la muerte del millonario estan- 
ciero de Ombú, los eneístas, el gran partido, como 
decia don Navigio, acudían á recibirlo á la estación... 

—¿ Vió usted el cortejo, señora ? 

—¿Qué he de verlo? no pude, porque figúrese 
usted que el sombrero negro que la modista me te- 


a O 
nía prometido para las diez, ¡no me lo trajeron sino 
4 las doce ! 

—Pues era digno de verse : ¡ tanta gente como en 
un veinticinco de Mayo! 

—Mucho lo siento... también ésta (señalando $ 
la pensativa Alcira) tiene un miedo atroz á las apre- 
turas... ¡Ah! ¡si yo fuera gobierno ahora! daría 
cualquier cosa por serlo, ¡qué escarmiento, amigo 
Soto! en la plaza de Ombú mandaba colgar á todos 
los ordenistas ; asi le digo 4 Adrián : no, lo que es 
tú no vas ¿4 venirnos con paños calientes : ¡ mucha 
energía y tente tieso |! 

—Naturalmente—apoyó don Navigio,—y así de- 
be ser, que los países jóvenes son como los chicos : 
hay que educarlos á látigo; si no se le suben á las 
barbas al más pintado. : 

Misia Damiana preguntó : 

—¿ Y las niñas? ¿ha estado usted con ellas? por- 
que esta tarde fuí y no me recibieron ; la que salió 
á la sala fué la mujer de don Buenaventura, Florin- 
da, que no le habla á usted de otra cosa que de los 
diferentes métodos de lactancia y de la salud de sus 
nenes... 

—;¡ Sí, no reciben á nadie! están, según dicen, 
muertecitas de pena, y se comprende. 

—¡ Ay, don Navigio, si yo tuviera el poder! le 
digo que mandaba colgar á todos los ordenistas ; ¡ va- 
ya si los colgaba ! 

Alcira, entretanto, no decía palabra : miraba al 
diputado, miraba á su madre, oyendo distraída la con- 
versación, en lucha con un pensamiento muy negro 
que aquel nombre de García Luces había despertado, 


y que llegó á arrancarla de su asiento y conducirla 
al balcón. i 


— 94 — 

—;¡ Pobrecilla !—susurró la señora,—es tan ami- 
ga de Jovita y de Elena, ¡uña y carne! 

Observación apoyada por el cordobés con un sus- 
pirote lacrimoso. 

Sin que se sintieran sus pasos, llegó don Adrián, 
de pronto, enlutado, con el sombrero puesto, el jun- 
co bajo el brazo, peleando á tirones con el guante de 
la mano derecha, que la otra, ya vestida, no atinaba 
á calzar. | | 

—¡ Favor! ¡ayuda! ¡maldito guante! 

—¡ Espera, hombre, no alborotes tanto! 

La señora acudió á prestarle auxilio en aquel 
trance, y el bueno de don Navigio también se le- 
vantó y metía las narices, á fin de darse cuenta de 
la dificultad de la situación. 

e un botón flojo? 

—No, señor, ¡qué flojo ha de estar! ya le tiene 
usted prendido. : 

El doctor empujó suavemente á don Navigio y le 
hizo sentar en el sofá; luego, poniéndole las manos 
en los hombros : | 

—Dicen que Ordenado conspira; que no se da 
ni se dará por vencido, que conocido el resultado de 
las elecciones del 10, que le quita toda esperanza de 
triunfo, va á lanzarse á la revolución, y hay jefes y 
oficiales del ejército comprometidos : se citan nom- 
bres. 

—¿ SÍ, eh?—contestó Soto sin inmutarse. 

—¡ Ay, Adrián !—clamó misia Damiana, que per- 
dió de golpe todas sus energías gubernamentales,— 
si ha de haber tiros y barullo, mejor será quedarse en 
casa... ¡ y hasta volverse á Catamarca ! 

—¡ Quite usted allá, señora! verá usted qué pron- 
to damos cuenta de Ordenado y qué paliza se llevan 
los suyos... ¡Bueno estaría que, preparado todo con 


A 


el arte que la tradición impone, coligados los gober- 
nadores, elegidos los colegios electorales, prontas las 
armas, fuera de temerse una derrota, porque la seño- 
ra Opinión se echaba á la calle, pretendiendo oponer- 
se á la voluntad del Presidente! ¿cuándo se vió cosa 
semejante? si lo que se vió siempre y se verá es 
salir corrida á la opinión, y que tiene ella tanto de- 
recho de elegir quien la gobierne, como él, don Na- 
vigio, de hacer obispos. ¿Cuántos gobernadores tienen 
los ordenistas? porque es lo que hay que preguntar, 
¿cuántos gobernadores? y no ¿cuántas provincias? 
las provincias no tocan pito en el concierto... pues, 
sólo dos, los de Corrientes y Mendoza ; los doce res- 
tantes eran eneístas; y con doce gobernadores y el 
Presidente, ¿podía nadie dudar del triunfo del doc- 
tor Eneene? 

Don Adrián dijo : 

—Ya sabe usted que del de Córdoba no me fío... 

—Pues, afuera mi paisano y vaya otro que res- 
ponda mejor á nuestros propósitos, ¿qué ha de estar 
. contento él si usted le sopló la dama, inutilizando 
su candidatura? poco furioso que se fué de aquí mi 
don Olimpo, al día siguiente del banquete aquel. 

Escuchóse una voz conocidísima, que venía di- 
ciendo : | | 

—¿No está mi querido amigo el doctor Eneene? 
pasaré á saludar á la señora. 

Y el grande é ilustre don Francisco de Paula se 
presentó, amable y sonriente, como de costumbre. 

—¿ Quién asegura que no estoy en casa ?—dijo 
don Adrián saliendo á recibirle y quitándose el som- 
brero,—no haga usted caso de la consigna del criado, 
que para amigos como usted este afectísimo y segu- 
ro servidor está siempre visible. 

Misia Damiana saludó con gracia : 


— 26 —= 

—Bienvenido, doctor Trujillo, siéntese usted, y 
háblenos del horrible drama de Ombú, que aquí pe- 
recemos de ganas de oirlo de su boca... ¡ muy buenas 
A y esa importante salud, ¿qué tal? ¿qué 
tal?... 

Con el trágico ademán de un Sócrates de teatro 
rechazando la cicuta, don Francisco contestó : 

—¡ Ah ! señora, no me hable usted de Ombú, ¡ por 
favor | ¡valiente temporadita he pasado alli! ¡mire 
usted qué jira política más desgraciada no he hecho 
en mi vida! 

Divisó la blanca figura de Alcira en la penumbra 
del balcón, y allá se fué á saludarla con su refinada 
galantería... El doctor Eneene protestaba del epíte- 
to aplicado 4 la reciente campaña : 

—Desgraciada, ¿por qué? si hemos triunfado. 

—Justo ; ¡ hemos triunfado ! habla usted como un 
general que sólo ve los resultados de la batalla y ha- 
ce caso omiso de los muertos y heridos que le cuesta, 
¡y mucho nos cuesta esta batalla! y sino digalo, 
¡Ojalá pudiera decirlo! el nunca bastante llorado 
amigo don Tomás, en cuya amable compañía tantos 
días he pasado, y que su negra suerte y-la mía dis- 
pusieron había de traerle muerto, ¡ cuándo tan nece- 
sario era que viviese, para su familia y para el par- 
tido | 

Se sentó en el sofá, después de este párrafo. de 
oración fúnebre, y compungidos quedaron los oyen- 
tes, al menos en apariencia, porque misia Damiana 
movió mucho los párpados, la cara de clérigo de don 
Navigio se obscureció, y don Adrián se mordió la 
uña aquella larguísima del meñique ; ya estuviera el 
doctor Trujillo en su escaño del Congreso ó en sitio 
donde hubiera oídos que le escucharan, y tocaban á 
perorar, su elocuencia era la misma é iguales su mi- 


e 
mica y su voz: ahora, en el saloncito dorado, en 
presencia de su ilustre amigo, á quien debía dar cuen- 
ta de los trabajos electorales llevados á cabo bajo su 
inmediata dirección, su oratoria iba á adquirir tonos 
sublimes y á sobrepasar las cumbres de la fama, 
donde llegaran cuantos en todos los tiempos ejer- 
cieron el arte de la palabra... Por supuesto que no 
había de hacer una relación sucinta, con “puntos y 
comas, de su viaje, que resultaría aburridísima : 
todas las gacetillas contaron sus pasos y sus apre- 
tones de manos y sus discursos, las copas de cham- -: 
paña que bebiera y los capones que le sirvieran, 
desde que salió de Buenos Aires hasta el Frigal, 
penúltimo pueblo de la jornada y último donde la 
amabilidad, la cortesía y la cultura social hallaran 
simpático albergue; una cosa, sí, tenia que rectifi- 
car, aun á riesgo de caer en la pesadez, y era que su 
entrada en aquel poblacho de Ombú, apestado de or- 
denistas, no revistió los caracteres de sainete que la 
prensa de Ordenado le dió: ni hubo pitos, ni pie- 
dras, ni nada; ¡cuatro gritos de cuatro borrachos, 
y pare usted de contar! Es cierto que allí no halló 
el entusiasmo por la causa eneista que en otras par- 
tes, ese vitorear frenético al doctor Eneene, que con 
tanta emoción y complacencia escuchara doquier, y 
esto hizo doblemente difícil su misión y más cara la 
victoria... ¡ Aquellos malditos ombúenses eran muy 
duros de pelar! había costado domarles ; ¡ pero, que- 
daban domados! y el triunfo definitivo asegurado de 
tal modo en toda la República que, como se lo dijera 
en la estación á su grande amigo don Adrián, con el 
primer abrazo, el sillón de Rivadavia le esperaba, 
firme é inconmovible. Ahora, si él juzgaba desgracia- 
do aquel viaje, era por razones que no se atrevía á ca- 
lificar de menor cuantía, aun salvado el objeto princi- 


OS 


pal, y estas razones le hacían afirmar que días más 
tristes que los de Ombú no pasara en su vida, y que 
tantas ganas tenía de volver allí, como de que le 
ahorcaran. 

-— Dió detalles ya conocidos, y los otros se pasma- 
ban, con grandes aspavientos misia Damiana, excla- 
maciones, ya de compasión, ya de sorpresa, de don 
Adrián y don N aviglo... Luego, acercándose más, las 
cabezas juntas, los codos en los muslos, hablaron en 
voz baja de la revolución que se anunciaba : era es- 
túpido, ¿con qué iba á hacerla Ordenado? ¿con qué 
armas? ¿con qué dinero? La señora bostezó, primero 
discretamente, después con toda la boca ; observaba, 
entretanto, que don Francisco de Paula traía quebra- 
do el color y muy asoleadas las manos. De pronto, ' 
dijo : 

: —Pero, ¿es cierto eso de la revolución? ¿para 
cuándo la tienen armada? ¡ que lo avisen con tiempo, 
no sea cosa que me echen á perder mi kermesse de 
Mayo |! 

Y tan enfrascados estaban los tres en su diserta- 
ción política, que no la oyeron; ni el doctor Truji- 
llo, espejo de la galantería, se volvió para contestarla. 

En la calle, los vendedores de periódicos se desga- 
ñitaban pregonando boletines con las más graves noti- 
cias acabadas de pescar, y un organillo desentonaba 
agriamente la más criolla de las milongas. De codos 
en el balcón, Alcira meditaba. Y aquel pensamiento 
tan negro, tan negro, que parecía dominarla, era de- 
bido á la carta que recibiera _ pocos días antes de Elo- 
na García Luces, en la cual,'con asombrosa frescura, 
la comunicaba, haberla robado el más mono de sus 

avos, el más simpático, el más bonito, su pavo ru- 
ho: el número 3, ¡ Perico Trujillo, en fin | 


— 29 — 


II 


De misia Perpetua Galán 4 Fernando Hierro. 


a Ombú, 10 de marzo. 
Querido Fernandito : 


No son todo lo buenas que yo deseara las noticias 
que he de darte de! tío Román, y me refiero en esto 
al estado de su ánimo, que su salud, 4 Dios gracias, 
es excelente ; pero con la encerrona que lleva y el 
ensimismamiento en que ha caído, más tenaz que 
nunca desde tu partida, ¿no crees tú que puede en- 
fermar de veras y darnos un disgusto? De su cuarto 
no sale y la tienda está en manos de los dependien- 
tes; ¡figúrate las mangas y capirotes que cortarán 
para su uso personal! yo, queno tengo, por mi des- 
gracia, más derecho de inmiscuirme en vuestros asun- 
tos, que el que me da mi vieja y sincera amistad, con 
este genio mío me consumo viva de ver estas cosas y 
el sesgo que, indudablemente, y como Dios no lo 
remedie, han de seguir. Ya sabes que él no oye con- 
sejos y que en punto á terquedad no tiene igual ; 
como ha perdido su buena costumbre de venir á casa 
(aprovecho la ocasión para ofrecerte mi nuevo domi- 
cilio, Progreso, 15, 4 espaldas de la iglesia, cuatro 
piezas, bastante malas, de las que subarriendo dos, 
que, si no, no podría con el Alqules y una cocinita y 
un patio del tamaño de un pañuelo)... decía que Ro- 


— 38 — 

mán no viene ya á visitarme : su misantropla llega 
á tal extremo que no quiere ver gente, proclamando 
con la franqueza que tú le conoces, que el ser más 
canalla de la creación es el hombre (y la mujer, que 
uno y otro se complementan) y retraido del trato so- 
cial, hace sus delicias la compañía de un perro, al 
que ha puesto, naturalmente, el nombre de Ordena- 
do, y dos morrongos; me cuenta Brígida que ante- 
ayer el perro le mordió, entre bromas y veras, y él 
castigóle con esta frase alrada :—¡ Ingrato ! ¡ muerdes 
como sl fueras hombre! Te doy estos detalles para 
que tomes el pulso, como buen médico, al tío Román. 

Si él no viene, voy yo á verle, que ya soy bastan- 
te vieja para no temer la maledicencia y me río de 
lo que puedan decir; violentando su consigna, me 
cuelo en su cuarto, en su santuario, y le echo unos 
responsos, que le quedan ardiendo las orejas: no 
debe estar asÍ, porque no, porque los otros, los Al.- 
dúnez, dirán que le han corrido y que la pérdida de 
su gran batalla le ha amilanado y aplastado, ¡ y se 
burlarán, los Aldúnez ! Si Fernandito se ha ido á la 
capital, apenas repuesto de aquel percance que tum- 
bado le tuvo en la cama una semana, ha hecho muy 
bien, ¿qué porvenir le esperaba aquí? este teatro es 
demasiado mezqúino para su carrera y sus talentos... 
En fin, hijo mío, que no dejo resorte por tocar, y él 
ó me escucha en silencio ó me manda á paseo, pero 
se traga la filípica : á veces, no fuerzo mucho la no- 
ta, por temor que el amor propio se le suba á la 
cabeza junto con el coraje de su vencimiento, y so 
meta en otra y nos revuelva de nuevo el pueblo ; 
sería lo peor, ¡lo peor! así se está, al menos, tran- 
quilo. Brígida, la infeliz, me dice :—¡ Señora Perpe- 
tua, por la Virgen Santísima! no deje usted de venir 
todos los días á echarle al amo una buena mano do 


mo BÍ 
consejos, que mucha falta le hacen; ¡mire que si 
llega á darle otro golpe de fiebre como aquella no- 
che, y se viste de payaso y se sale á la calle á cantar 
el himno, voy 4 morirme de miedo! 

Contigo está furioso por la escapatoria, no te per- 
dona lo que él llama tu abandono y tu deserción y 
¡ dice no quedarle más ilusiones en la vida que su 
perro y sus morrongos! ¿Sabes lo que hizo con tu 
carta de llegada? la rasgó en cuatro pedazos y man- 
dóla echar al corral; después la pidió á Brígida, y 
como ésta le dijera haber cumplido su orden, fuése 
al patio y se estuvo hurgando en los rincones... Al 
fin, Brígida sacó del bolsilló de su delantal la carta 
despedazada, y él, con toda la paciencia del mundo, 
los ojos mojados (dice Brígida que lloraba mucho 
mientras leía) uniendo los trozos, se enteró de cuan- 
to tú le escriblas. Vuelve á escribirle y no le guardes 
rencor, ni de las palabras agrias con que te despidió, 
ni de su silencio ahora, ni de lo que mañana pueda 
decirte, si te contesta; pero, no le hables jota de 
política, porque echarias todo á perder : con Brígida 
hemos convenido en esconderle cuanto diario le lle- 
ga, atribuyendo á faltas del correo su ausencia ; mas 
ha ocurrido que él se va á la puerta á esperar al car- 
tero, y ese día, con la lectura de algún editorial or- 
denista, se pone insoportable. 

En el pueblo no se mueve una paja; los Aldú- 
nez tan frescos, como de costumbre ; yo, cada día 
más esplinada y abatida con estos disgustos y la pér- 
dida de mi escuela, que era mi pan y la distrac- 
ción de mi ánimo. De Figuración iba á contarte al- 
go, pero el papel se me acaba... ¡Jesús! ¡qué carta 
más larga! van ocho carillas, ¿4 que no encuentra 
usted, señor maestro ciruela, una sola falta de orto- 
grafía? me olvidaba que, en mi carácter de antigua 


— 389 — 

preceptora, vergúenza grandísima sería que las hi- 
ciera... pues, no lo creerás : conozco yo, y no está 
muy lejos, por cierto, quien las hace á millones, ¡ y 
con diploma ! 

Aunque ya no hay espacio, escribiré atravesado, 
por lo cual me dispensarás : dime qué me pondría 
en este hombro izquierdo, que no puedo moverme del 
reuma : lo he untado con cuanto menjurje me uvun- 
sejaron, y duro que duro; nou es sólo el dolor que 
me molesta, sino la necesidad perentoria de traba- 
jar: con el hombro prendido y el brazo tieso, no es 
posible coser... pero sí escribir, aunque sea con mala 
letra, dirás tú. 

Adiós, hijo mío ; consérvate bueno. Tu afectísim 
servidora, 


PERPETUA GALÁN. 


De la misma al mismo. 


Ombú, marzo 13. 
Querido Fernandito : 


Muchas gracias por tus cuatro líneas, tan afec- 
tuosas, y la receta para el reuma : tomé el salicilato 
y á las pocas cucharadas quedé como nueva; tiene 
la bebida un gustillo muy agradable á azahar, y yo 
por el azahar me muero. 

Di al tío los recortes de periódicos, que adjunta. 
bas, referentes al entierro de García Luces ; me pre- 
guntó :—¿No me escribe ?—¡ Qué ha de escribirte, 
le dije, si su carta primera va ya para una semana 
que espera la respuesta! Aqui teníamos leido conti- 
go en El Noticiero algo sobre el entierro del de La 
Jovita, y también en algún diario de Román, pero 


== 33 —. 

nada tan completo como lo que tú mandas, con la 
descripción minuciosa del cortejo, del desfile y el 
texto de los discursos : éste es el mundo al revés, 
hijo mio, y no parece sino que á todos se nos tomara 
por un hato de cretinos, ¡mira que García Luces 
enterrado con campaneo, salvas y discursos! ¿cuán- 
do se las vió más gordas el gauchón de don Tomás?) 
¿quién llegó á soñarlo? y la idea de la estatua, ¿pue- 
de ser más ridícula? ¡como si la amistad tuviera po- 
der bastante para hacer de un pobre hombre un gran- 
de hombre! á pesar de los honores increíbles decre- 
tados, y precisamente por eso, por increibles y fuera 
de lugar, ¿podrá evitarse las risas de la posteridad ? 
Ya observarás que estas ideas, aunque partícipe de 
ellas, no son mías, sino del tío, que tuvo un berren- 
chín con la lectura de los tales sueltos, y se despachó 
$ su gusto contra el gobierno y contra el país entero, 
el país de la mentira, como él dice. 

Y lo que quería contarte en mi anterior de Fi- 
guración, es esto : que parece va 4 armarse una muy 
sonada, con motivo de presentarse ella ante el juez en 
demanda de alimentos, contra aquel nuestro conoci- 
do, ¡que ahora resulta no sólo padre de almas, sino 
de chicos! ¿qué escándalo más grande, eh? ella estú 
lo más echada á los perros, porque cuando se pierde 
la vergúenza, no queda ya nada que perder, ¿te 
acuerdas tan recatada como era, y tan pulcra y rela- 
mida? pues ahí anda con un desgaire y una desfa- 
chatez, el muñeco en brazos (que es la estampa viva 
de don Benvenuto, ¡ Dios me perdone!) publicando 
su deshonra... En casa llegó á presentarse y del um- 
bral no la dejé pasar ; ¡ para que te fíes de las cari- 
tas humildes! La situación del otro, parece muy 
comprometida, porque no sólo es Figuración la que 
le acusa de tamaño desaguisado: hay cuatro vícti- 

EL CANDIDATO.—$4 


— 384 — 

mas más, que, animadas por el mal ejemplo, también 
se presentarán á echar leña á la hoguera del escán- 
dalo ; esto ha dado motivo á que vecinos respetables 
se reunieran y acordaran dirigir una solicitud á la 
Curia, á fin de remover tan mal sacerdote : en la 
tienda estuvieron á pedir á Román su firma, que ne 
quiso darles. Pero se dice que los Aldúnez se oponen 
á que se extiendan los pasaportes al curita, por la 
ayuda eficaz que éste les prestó en las trapisondas 
aquellas electorales, y preparan una contra-solicitud ; 
de aquí que, mezclándose la política, mo se puede 
colegir en qué pararán las misas... 

Otra noticia te daré, y es que Santos Frutos, aquel 
del suceso con el petimetre que estuvo hospedado en 
La Jovita, y andaba á monte desde entonces, ha 
reaparecido y se muestra en las calles del pueblo, sin 
que nadie le moleste ; de algo habia de valerle el ser 
eneista. Está tan flaco, que parece ético ; el gallego 
de la esquina de Hierro en más de una ocasión, para 
cerrar la pulpería, ha tenido que echarle fuera y 
acostarle en la acera, completamente borracho. Su 
madre, ña Pascuala, una excelente mujer, viene con 
frecuencia á visitarme y me cuenta sus penas; á su 
hijo le han echado mal de ojo, gualicho, según su 
expresión, ¿quién? una mujer rubia... Pero, ¿á qué 
te cuento yo estos disparates, que nada te importan ? 

Lo que sí importa que te diga y aconseje, es que 
debes reformar ese carácter tristón y apocado, he- : 
rencia de tu tío, que de nada ha de servirte para tu 
porvenir y me das una muestra en la primera frase 
de tu carta: estoy contento 4 medias. ¿Y por qué 
no has de estar contento del todo, hombre? ese aba- 
timiento se guarda para quien, como yo, lleva á cues- 
tas la vejez y la pobreza, y no le espera en el mundo 
obra cosa que el hoyo del cementerio, lo que á nadie 


A 1, AT 
se niega, ¡pero tú, tú! es preciso que aproveches 
tu estadía en la capital, y busques la manera decente, 
decente, porque en las formas, hijo mío, está el bu- 
silis de todo, de meterte en el campo eneísta : visita 
al doctor Eneene, que, según fama, es muy dadivoso 
con tal que se le ofrezca el voto, y que te dé algo, 
y si puedes sacarle mi reposición en la escuela mun1- 
cipal, se la sacas, que harás una obra de caridad ; 
ahí va un dato, por si de algo sirve : la actual maes- 
tra, mi sucesora, no conoce la ortografía, y de cuen- 
tas ¡ni esto! lo sé por la nueva pasanta, ¿no es ver- 
gonzoso que á personas sin la debida preparación, 
se les confíe tan sagrada tarea como es la de educar ? 

Haz lo que te digo, Fernandito ; visita 4 Eneene, 
pidele para tu santo y no té olvides del mío. Lo con- 
trario es caer en las de Román, y pasarse la vida 
mordiendo el freno. . 

¿Otras ocho carillas? ¡ qué vieja más charlatana ! 
temo aburrirte y me planto... ¡Ah! dime si debo 
seguir tomando el salicilato, aunque el dolor del hom- 
bro haya desaparecido. 

Con mis mejores afectos, soy tu siempre segura 
servidora E 


PERPETUA GALÁN. 


De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez. 


o Buenos Aires, marzo 17. 
Mi querido tío : | 
Veo por su silencio que no cede usted un ápice 
de su actitud intransigente y guerrera y la almohada 


no le pa consejo. ¿Hasta cuándo, tío? esto de 
cerrar la puerta á las razones y no oir más voz que 


ME; E 
la de la propia pasión, hace la obscuridad y trae la 
ceguera. 

En la triste escena de nuestra despedida, que 
usted quiso fuera violentísima, ¡me llamó usted co- 
barde! Esta palabra en su boca pierde todo su amar- 
gor y su virulencia, aunque no alcance á ser comple- 
tamente inofensiva, porque es cruelmente injusta. 
¡ Tonto sería yo si me ofendiera! sé que usted no 
cree que soy cobarde, que sabe que no soy cobarde ; 
pero esto no me basta : usted lo dijo y lo dice todavía 
que, por miedo, había yo abandonado el: pueblo y 
desertado del partido ordenista, y esto me subleva, 
porque no es cierto; no quiero poner falso, por res- 
peto á sus canas. Mi carta anterior, que no ha me- 
recido respuesta, da al respecto todas las explica- 
ciones deseables, las explicaciones que usted no quiso 
oir cuando discutíamos lo de mi partida, y que no ha 
querido leer; ¿se dignará usted enterarse, ahora que 
voy á reproducirlas ? 

Mi permanencia en el pueblo no respondía á nada 
útil, ni para el partido, ni para mí, ni para usted : 
para el partido, porque, suprimida la libertad de im- 
prenta y bajo el imperio del garrote oficial, era can- 
didez y temeridad resucitar El Eco, como usted pre- 
tendía : al día siguiente, Aldúnez Segundo lo hu- 
biera suprimido, si es que no juzgaba más cómodo 
y conveniente suprimir á su redactor y propietario, 
como ya lo intentó; y sin la palanca de El Eco, 
¿cabía lucha posible con los Aldúnez? como no pre- 
dicáramos la gran cruzada, nuevo Pedro el Ermita- 
ño, en medio de la plaza pública... Para mí, porque, 
desarmado, no me cuadraba la pelea 4 puño limpio, 
ni me hacía gracia, y por ignominioso lo tendría, 
caer bajo el facón de un don Zoilo 4 de un don 
Claro, y tampoco me la hacia haber aniquilado mis 


— YN — 

fuerzas en el estudio tantos años para asistir á enfer- 
mos de balde, obra de misericordia, que si da in- 
dulgencias al alma, no da lustre al bolsillo : usted 
sabe que en los meses que allá he ejercido la medi- 
cina, he visto muchos enfermos, pero de pesos ni un 
centavo... Y finalmente, para usted, porque, con sus 
aficiones solitarias, exacerbadas con los últimos su- 
cesos desgraciados, mi compañia había de serle más 
incómoda que agradable. ¿Me explico? creo que no 
será necesario echarle agua para ponerlo más claro. 

¿Quiere esto decir que abandono el partido orde- 
nista, y me convierto en uno de esos ciudadanos 
egoístas que usted, con tanta razón, llama neutros, 
pues no sirven ni á Dios ni al diablo, y se pasan la 
vida mirando con ojos secos las desgracias, las an- 
gustias y los dolores de la patria? Pero, querido tío, 
ysi soy más ordenista que nunca! Escríbame, y se 
convencerá, por las cosas que he de contarle ; pero, 
si no me escribe, ésta será mi última. 

Su: afectísimo y respetuoso sobrino 


FERNANDO. 


De don Román Hierro Bermúdez á Fernando Hierro. 
Ombú, marzo 19. 
Querido Fernando : 
Recibí tu carta fecha 17; me alegro mucho que 
te encuentres bien en ésa; mi salud sin novedad. 
Que Dios te bendiga. Tu tío 


RoMÁN HIERRO BERMÚDEZ. 


De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez. 


Buenos Aires, marzo 25. 
Mi querido tío : 


Un simple acuse de recibo, la fecha, la rúbrica 
y punto final... pero algo es algo, y no es flojo triun- 
fo haber conseguido arrancarle una palabra, aunque 
desganada. Esa palabra es una prueba que ha entre- 
bierto usted su puerta á las razones; ya la abrirá 
usted de par en par, ¿verdad, tío excelente y rega- 
ñón? y se convencerá que presentar nueva batalla 
en las condiciones que usted sabe, era ridículamente 
quijotesco, y más vale, por ahora, hacerse el muerto : 
el día vendrá del despertar, y no está lejos... Enton- 
ces probaré á usted que ni soy cobarde, ni he deser- 
tado de las filas ordenistas. 

Hechas las paces (yo, al menos, así lo creo), diré 
á4 usted cómo lo paso en esta gran ciudad de merca- 
chifles y politiqueros, cuya atmósfera empobrece la 
inspiración y mata el arte... En la calle Belgrano, en 
una casa baja muy decentita, acabada de empapelar y 
- pintar, y mediante el escandaloso alquiler de 200 pe- 
sos (así anda todo aquí, carísimo : el vivir y la ver- 
gúenza), tengo mi domicilio y mi estudio, ó mejor 
dicho, mi consultorio ; porque, como en este aperrea- 
do oficio de médico es moda hacerse especialista de 
cualquier cosa, y si no se proclama saber curar una 
enfermedad determinada, á juicio del público doliente 
no se sabe curar ninguna, me he visto obligado 3% 
seguir la corriente de la tontería, y he puesto un 
consultorio para las enfermedades del corazón, ¡ mire 


usted que un poeta curando corazones es mucha 
cosa! Las enfermedades de este órgano interesantí- 
simo son muy comunes : puede decirse que no hay 
una sola persona que no lo tenga dañado, ó crea te- 
nerlo, ó en apariencia lo tenga, aunque no escasean 
las que no lo tienen ni dañado ni por dañar ; esto 
me indujo ¿4 dedicarme á la especialidad de curar 
afecciones que á todos alcanzan por igual, viejos y 
jóvenes... Pues, ¿creerá usted, tío? 4 en Buenos Al- 
res las gentes andan sin corazón, ó tan atrofiado lo 
tienen, que no lo sienten, porque mi consultorio está 
desierto, á pesar de la reluciente y llamativa chapa 
de la puerta. De lo cual se infiere que el estado de la 
hacienda no es muy halagieño y el déficit se presen- 
ta con caracteres alarmantes; pero, he de luchar, 
tío, y he de vencer: de nada me serviría ser tan 
delicado especialista, si no fuera capaz de ablandar 
el corazón de la diosa Fortuna. ' 

Entre mis tareas profesionales, versificar y gara. 
batear algunos artículos de oposición, que ni me los 
pagan ni me los agradecen, paso mis días tristes y 
sin sol. El espectáculo del mundo político, visto de 
cerca, es simplemente repugnante : si allí el igno- ' 
minioso cacicazgo de los Aldúnez le saca á usted de 
quicio, ¿qué sería con estos de la capital, más refi- 
nados y no menos criminales? ¿qué, si viera al Pre- 
sidente mover con descaro inconcebible los hilos de 
vergonzosa intriga, para hacer de Eneene un su- 
cesor, que sirva de tapadera á todos los chanchullos 
de la administración? ¿qué, si le oyera usted el Ro- 
dear á Adrián, y á esta frase profética viera el mundo 
de empleados, de ambiciosos, de hambrientos y de 
_ sinvergúenzas evolucionar como cuerpo de ejército 
bien disciplinado? ¡ Ah! si la revolución, que se pre- 
para, triuníta (yo lo dudo, porque las cosas santas 


-— 40 — 

no triúnfan siempre) y se encontrará 8. E. forzado 
á cambiar la orden, ¡ ya veríamos á todos acatarla y 
hacerse el vacío más absoluto y asfixiante alrededor 
de Eneene! ¡qué prácticas republicanas tan singu- 
lares las nuestras! y esto es y será, mientras no ge 
despoje al Presidente de las facultades omniímodas : 
que la Constitución, excelente para palses mayores 
de edad, pero inadecuada para nuestro carácter y 
nuestras costumbres, le acuerda, y en vez del man- 
dón arbitrario y despótico, hagamos de él un jefe 
de Estado, que presida y no gobierne, por medio del 
sistema parlamentario ó de cualquier otro sistema... 
'Adjuntos van tres recortes de artículos mios, en que 
me ocupo largamente de este asunto, por donde verá, 
usted que el redactor de El Eco no ha metido violín 
en bolsa, á pesar del garrote aldunezco, y sigue sien- 
do más ordenista que Ordenado mismo. | 

Ahora diré á usted, bajo reserva, que los trabajos 
subversivos adelantan : medio ejército se halla com- 
prometido y la idea revolucionaria, de oposición al 
criminoso eapricho presidencial, cuenta con simpa- 
tías entusiastas; el general, siempre patriota, no 
quiere la efusión de sangre, pero ¿cómo evitarla?... 
ace dos días, estuvieron á verme, pues con motivo 
de los sucesos de Ombú y mis artículos recientes, 
publicados bajo mi firma, como acostumbro, mi nom- 
bre ha adquirido cierta notoriedad, y me propusie- 
ron entrar en la conspiración... y en ella estoy me- 
tido, tío, en cuerpo y alma ; ¡bien sabe Dios que si 
dinero no he dado, es porque no lo tengo! detalles y 
quizá órdenes, irán después, porque de convulsionar 
la provincia y no limitar el movimiento á la capital, 
tiene usted en Ombú su papel señalado. Y por si 
hubiera quien tenga interés en violar nuestra corres- 
pondencia, en adelante le escribiré bajo el sobre de 


A y 
misia Perpetua, de los dependientes y hasta de Bri- 
gida, disfrazando la letra, y usted 4 nombre de mi 
sirviente Verísimo Perales... Esta sí, querido tío, 
que es campaña digna del patriotismo y del sacrif- 
cio ; ¡que el Cielo bendiga nuestras armas ! 

Basta de política y párrafo aparte. No he visto 
aún á las señoritas de García Luces; días pasados 
estuve en su casa de la plaza del Retiro y me con- 
tenté con dejar tarjeta, sin querer anunciarme ; no 
volveré más, porque podría atribuirse mi insisten- 
cia al deseo de no ser olvidado para el día del pago 
de cuentas... Esta idea me subleva tanto, me lastima 
tanto, que, si fuera posible, iría á recoger mi tarjeta ; 
m1 simpatía por esta familia es muy grande, y tam- 
bién mi reconocimiento á sus bondades, y no consen- 
tiré jamás que mi asistencia en La Jovita sea tasada 
y pagada como un servicio ordinario cualquiera. Al 
don Buenaventura sí le he visto ; ¡ qué casa la suya ! 
es una sucursal de la inclusa, tanto chiquillo tiene, 
once, si no equivoco la cuenta : la mujer está tan 
estropeada, que no se sabe si es la criada ó es la 
señora ; don singular el de estos Luces de echar 4 
perder el físico de sus mitades, ¿se acuerda usted de 
la pobre misia Jovita ? 

Esto ya no es carta, es un memorial. A la vista 
está que los clientes no abundan, cuando el señor 
médico especialista tiene tiempo suficiente para es- 
eribir largo y tendido : para usted he de tenerlo siem- 
- pre, aunque el consultorio se me llene con todos los 
corazones despedazados que hay en Buenos Aires. 

Salud, querido tío, y hasta la próxima. Su afec- 
tísimo sobrino 


FERNANDO. 


De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro. 


Ombú, marzo 24. 
Mi querido Fernandito : 


Sí que están hechas las paces, y de firme, des- 
pués de tu carta del 21, que recibí cuando acababa 
de almorzar, y fué para mi el postre mejor del mun- 
do. Yo, hijo mío, no tengo dos maneras de juzgar 
las cosas : ó condeno, ó absuelvo ; las medias tintas, 
los paños tibios, se me figura política digna de espl- 
ritus débiles, sin norte fijo y seguro. Enojado estaba 
contigo, y el diablo me lleve si pensaba mirarte á la 
cara en los días de mi vida ; no podía conformarme 
con que el hijo, pues como hijo te he criado, educado 
y querido, me saliera cuervo, y despreciando mis doc- 
trinas y mi ejemplo, se marchara á la ciudad, huyen- 
do de la quema, en vez de quedarse á vengar las pro- 
pias afrentas y las de su patria... A mí no me trai- 
gan armisticios, enjuagues, ni componendas : la gue- 
rra es á muerte con los Aldúnez del gobierno, y sólo 
cuando caigan y sus iniquidades sean castigadas, en- 
tonces los patriotas podremos descansar y dejar las 
armas, ¡ pero, antes, no y no! Eso de que tú estás 
metido en la gran revolución próxima, me reconcilía 
contigo, Fernando, y es justo que te absuelva de los 
cargos hechos y de la excomunión lanzada sobre tu 
cabeza : si en ésa puedes servir mejor al partido, 
bien haya tu ausencia del pueblo, y recoja la patria 
el fruto de nuestros esfuerzos, que si todos, en la me- 
dida de lo posible, hicieran algo por ella, no estaría 
tan decaída, arruinada y débil como está. 


— 43 — 

Te digo, hijo mío, que tu carta me ha levantado 
de mi abatimiento ; reconozco en ti un Hierro, y no 
menos duro que el infrascrito. Háblame de esa revo- 
lución bendita, y vengan esas órdenes, que espero 
como agua del cielo, y cumpliré como yo sólo sé cum- 
plirlas : ¿hay que levantar gente aquí? ¿hay que ar- 
marla? en menos que canta un gallo, y sin que lo 
huela don Zoilo, les preparo yo un batallón de pri- 
mera y les revuelvo toda la comarca. ¿Ves; hijo 
mío? ya soy otro hombre, es decir, el de antes, el 
de siempre, y no el de estos días, triste, amilanado 
y casi idiota al reconocer mi impotencia para libertar 
ó la patria de su oprobio. 

¿Y sabes? tengo que confesártelo: yo atribuía 
tu escapada, no tanto á tu temperamento muelle, 
como á los lindos ojos de la mayor de las Luces ; los 
viejos no nos chupamos el dedo : Perpetua y un ser- 
vidor creemos que tu dedicación recomendable du- 
rante la última enfermedad de don Tomás, no tuvo 
más porqué que tu secreta simpatia por Jovita, lo 
cual más furioso me tenía contigo, pues olvidabas 
tus sagrados deberes para ir en seguimiento de una 
mujer... Pero, si esto no es asi, y hemos juzgado tu 
conducta con el perverso criterio del vulgo, que ob- 
serva siempre el lado malo, no sé á qué vienen esos 
miramientos tuyos en presentar una cuenta que bien 
ganada la tienes: preséntala, con mucha sal; ellas 
son ricas, y tú pobre; si con tales repulgos te andas, 
no extraño que tu consultorio dé los mismos balances 
que mi tienda... digo, si no te reservas para cuando 
llegue la oportunidad de auscultar el corazón de la 
señorita de García Luces. 

Como no salgo, no sé lo que pasa en el pueblo ; 
me retraigo, por no verme en el caso de romper los 
huesos á alguno, tan quisquilloso estoy. 


sl 
Quedo esperando nueva carta tuya, cen mayores 
detalles ; infórmame de todo; mi ansiedad es muy 
grande. | 
Recibe un fucrte abrazo de tu tío 


Román HIERRO BERMÚDEZ. 


De misita Perpetua Galán á Fernando Hierro. 


| Ombú, marzo 24. 
Querido Fernandito : | 


No sé qué habrás escrito al tío Román, que se 
nos ha puesto en un estado de sobreexcitación alar- 
mante, después de tu última carta ; Brígida, despa- 
vorida, vino á avisarme que en su cuarto andaba dan- 
do grandes voces, y como las dos estamos con el Je- 
sús en la boca, temiendo que de la noche á la maña- 
na se le vuelen los pájaros, á la tienda me ful y 
le encontré todo alborotado :—¿ Ves, Perpetua ?—me 
dijo, — ya llegó la hora! Fernandito así me lo co- 
munica.—¿La hora de qué? pensé, de ponerle el 
chaleco de fuerza, sin duda. No quiso darme expli. 
caciones, asegurándome que se trataba de algo muy 
grave, muy grave... Mira si estaría nervioso que, 
por librarse de sus importunas caricias, dió un pun- 
tapié á Ordenado (al perro, no al general) y á los 
dos gatos agarró por el cogote y los echó al corral, 
ventana abajo. Yo quería ponerle unos fomentos de 
agua sedativa y ú Brígida se le ocurrió hacerle una 
taza de flor de naranja, pero á las dos nos mandó 
salir del cuarto : creo que si le resistimos, hace con 
nosotras lo que con los gatos... Después he sabido 
que escribió una carta, y él mismo fué á depositarla 


; — 4 — 

en el correo, y más tarde se marchó en tu rosillo por 
esos campos, y volvió anochecido muy preocupado, 
acostándose sin cenar. ¡ Ah, Fernandito! ¿qué le has 
escrito al tío? tú eres quien le da cuerda á su locura, 
en vez de aconsejarle que se esté tranquilo; ¿á qué 
le hablas de política en esa carta? ¿y á qué vais á 
meteros en otra como la de marras? ¡vosotros no 
escarmentáis! cuando llegaste al pueblo, bien que te 
lo previne: no se pongan en dimes y diretes con el 
gobierno, porque les va á salir la torta un pan. Y así 
fué, punto por punto. Ahora, quieren volver á las an- 
adas... ¡ bueno ! que ustedes se alivien : ya vendrán 
á tocar ú mi puerta, cuando les hayan derrengado. 
En cambio, ¿4 que no te acercaste á Eneene? ¿4 
que no le has pedido mi reposición ? ¡ qué has de ha- 
cer tú! tonterías sí, como la de mezclarse en los tra- 
bajos revolucionarios de los ordenistas... ¡Qué corri- 
da vais ú llevar! y. me alegraré mucho ¿entiendes? 

¡me alegraré mucho 4 
Tu afectísima servidora - 


PERPETUA GALÁN. 


De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro. 


Ombú, marzo 205. 
Mi querido Fernandito:: 


Otra vez te escribo sin esperar respuesta á mi 
anterior, porque deseo darte cuenta de algunos pasos 
dados y exponerte consideraciones, que se relacionan 
con el magno asunto que sabes. 

Me entusiasmaron de tal modo tus noticias, que 
ya no pude tenerme en casa, y me dió la humorada 


NT, PU 
de salir á tomar el pulso de la opinión ombúense, 
para saber 4 qué atenerme en el caso probable que 
se me encargara el reclutamiento de fuerzas. Al pri- 
mero que vi fué á Prieto, y en seguida á don Pedro 
Brama : no pienses que les dije palabra de tu carta, 
ni menté tu nombre siquiera; que:no sería dificil 
que la indigna conducta del gobierno provocara una 
sublevación general, que ya se notaban síntomas, y 
que, en caso de producirse, Ombú no detbía quedarse 
á la zaga, y sí unirse á la metrópoli con el entusias- 
mo patriótico de siempre, etc., etc. Como aquella no- 
che aciaga, los dos se encoglan de hombros y me res- 
pondieron que ellos mantenían su decisión inquebran- 
table de no meterse en más bochinches, porque no 
querian ponerse á mal con el gobernador de la pro- 
vincia... ¡La misma excusa que dió García Luces, 
cuando su deserción! Lies pregunté 'si no apoyarian 
con dinero el movimiento, y no se cortaron para con- 
testar con un «no» redondo. ¿Qué te parece? 

El boticario, que se prestó á hacer cantón en su 
casa últimamente, y fué siempre tan entusiasta or- 
denista, se persignó tres veces y me contestó con un 
a¡ Parece mentira, señor don Román, que no haya 
usted escarmentado! Yo, ni por pienso ; por aquí no 
pasa nadie; gato escaldado, etc.» Y así todos. Me 
refiero á los ases, de dinero ó de influencia, que á los 
otros, las cartas menores, me les arreo yo como car- 
neros. ¡Aquí! ¡allá! ¡esto! ¡aquello! y van y eje- 
cutan... ¡ Qué falta me hacen don Crisanto y Juliani- 
to! ¿y El Eco? por más que digas, la reaparición de 
El Eco es indispensable en estas circunstancias ; la 
tibieza, el enervamiento que con tanto dolor he ob- 
servado, prueba son de cómo envilecen al pueblo los 
malos gobiernos, secando en él la fuente de los sen- 
timientos nobles, y la manera de combatir tan grave 


Uan 

daño, es por medio de una propaganda enérgica, 
tenaz, diaria, en que se proclamen y repitan las 
grandes verdades, para que el pueblo las oiga y apren- 
da de memoria. ¿Sabes tú lo que vale tener un pe- 
riódico? pero, si no te parece bien, nos pasaremos 
sin él, y á pesar de la mala acogida que he recibido 
de parte de quienes serán los primeros en presentar- 
se sl la revolución triunfa, como triunfará, no lo du- 
des, yo solo me comprometo á reunir en el partido 
de cien á ciento cincuenta hombres ; armas no tengo 
(he encontrado cinco fusiles en el sitio consabido de 
la huerta, sin municiones), y falto de dinero, no 
puedo procurármelas : aunque he de volver á ver á 
log ricachones ordenistas, é insistiré en solicitar su 
auxilio pecuniario, bueno será que te acerques al co- 
mité central y expongas mi situación : ó armas Ó 
dinero, con la debida. premura, si han de hacerse 
bien las cosas. | 

Verás mi plan : reunida y disciplinada mi gente, 
así que reciba aviso del levantamiento de la capital, 
caigo sobre el pueblo y me llevo la comisaría por 
delante : cuestión de cuatro tiros al aire, porque los 
milicianos de don Zoilo sumarán apenas unos trein- 
ta, y seguro estoy que, llegado el caso, confraterni- 
zarán con nosotros y se entregarán sin resistencia... 
y si resistiesen, buena cuenta darán de ellos mis cien- 
to cincuenta hombres, perfectamente armados y mu- 
nicionados. Tomada la comisaría, somos dueños de 
Ombú : á cada Aldúnez le preparo un cepito colom- 
biano que ni hecho de encargo, y les expongo en 
media plaza, al pie del obelisco... ¡qué día! ¡qué 
gran día de reparación! ¿lo verán mis ojos, hijo 
. mio? sí que lo verán, ¡y sino he de cerrarlos para 
siempre sin fe, renegando de Haber nacido en un 


= 48.5 
mundo donde el hombre, desesperado de no hallar 
la justicia, la busca en el Cielo ! 

Ahora bien : tú nada me dices, y yo debo pregun- 
tártelo : ¿el movimiento de la capital federal tendrá 
su repercusión en Lia Plata? porque si La Plata no 
secunda 4 Buenos Aires, ¿qué me hago yo en Ombú, 
atrincherado en la comisaria ? caer como un chorlito 
en manos de fuerzas provinciales, que no olvidarán 
de enviar; eso sí, é innecesario parece consignarlo, 
no sin luchar hasta morir. Como no conozco el plan 
de nuestro gran Ordenado, no es extraño ande con 
estas dudas y tanteos: cuando vayas al comité, y 
que sea pronto, entérate de cuanto puedas enterarte, 
y me lo transmites, para yo aquí proceder en con- 
secuencia. 

Ten presente una cosa, y quiero que así lo hagas 
constar á los señores del comité central : que Román 
Hierro Bermúdez ha estado, está y estará siempre 
al lado del pueblo, y á su servicio pone su vida y sus 
intereses ; que, defensor de la legalidad y la justicia, 
enemigo de los gobiernos de fraude, irá hasta el sa- 
crificio, 4 las órdenes del grando é ilustre general 
Ordenado. Así soy yo, hijo mío: con una pata en el 
sepulcro y cantándome el gori-gori, ¡que me hablen 
de ir á combatir al gobierno, y me verán correr á 
temar las armas, liado en la mortaja ! 

Tu afectísimo tío 


RoMÁN HIERRO BERMÚDEZ. 


E: PO 


De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez. 


Buenos Aires, marzo 27. 
Mi querido tío : 


Con gran disgusto he recibido, he leido, mejor 
dicho, sus cartas fecha 23 y 25. La satisfacción de 
ver nuestras amistades reanudadas y mi conducta ' 
justificada por usted, han aguado esas andanzas su- 
yas en el pueblo, cacareando planes revolucionarios 
y dando, sin pensarlo, la voz de alarma.,¡ Parece 
mentira, tío, que un hombre con canas sea tan in- 
discreto y tan imprudente! ¡no hay nada dicho to- 
davía, no hay nada hecho, y ya se ha reunido usted 
sus hombres, los ha armado, asaltado la comisaría, 
tomado 4 Ombú y colgado á los cuatro Aldúnez! 
¿Qué han de contestarle Prieto, Brama y los demás? 
lo que le han contestado: que nones, hasta no ver 
las patas á la sota. Y la sota no ha de verse quién 
sabe hasta cuándo; cuando aparezcan, ya la verán 
todos ; antes, no es posible enterar á todo el mundo 
de un plan secreto, cuyo éxito depende del sigilo y 
de la discreción... Yo no lo conozco, ¿es una revolu- 
ción con ramificaciones en todas las provincias? ¿al- 

ecanza sólo á la de Buenos Aires? ¿está limitada á la 
capital federal? En vez de revolución, ¿es una cons- 
piración, un complot, para apresar al Presidente y 
sus ministros? ¡no lo sé! Rumores corren de toda 
clase, que no hay para qué transmitírselos; yo en 
esto no tengo representación ninguna, soy un solda- 
do raso, y mal puedo estar enterado de lo que sólo 
saben los hombres dirigentes del movimiento : cuan- 
EL CANDIDATO.—A4 


a y AA 

do me avisen, acudiré con mi fusil al sitio que me 
designen, y laus Deo. Es lo que ha debido usted ha- 
cer: esperar que le avisaran para moverse, y no 
echarse á la calle ¿ tocar á somatén fuera de tiem- 
po... ¿Cree usted que los Prieto y compañía han de 
guardarle el secreto? ¡ qué han de guardárselo si us- 
ted no ha sabido hacerlo! A los oídos de don Claro 
habrá llegado ya el soplo, de que usted se agita, de 
que usted anda comprometiendo gente : no se nece- 
sita más para que le echen el guante, y me le claven 
en ese cepito colombiano con que usted sueña: obse- 
quiarles el día del triunfo... ¡Vaya por Dios! si yo 
hubiera sospechado que iba á darle tan fuerte, no le 
hablo jota de este asunto : tregua á sus instintos be- 
licosos, querido tío, no moverse de la tienda, y no 
chistar, hasta que yo le escriba esto ha de hacerse, 
ó aquello ; ¡no vayamos á caer en algún barro ! 

Se va poniendo tan vidriosa la situación, que no 
se adelanta un paso sin tentar el terreno, y la propia 
sombra asusta ; el día menos pensado vamos á des- 
pertarnos en estado de sitio y el régimen del terror 
quedará implantado en toda la República. ¡ Triste 
suerte la de estos gobernantes que, para sostenerse 
en las alturas del poder, se apoyan en la fuerza 
bruta y no en los hombros del pueblo! ¿qué demonio 
les aconseja? ¿qué quimera les guía? ¡es tan fácil 
sembrar el bien y hacerse amar! no, ellos no pueden 
ser felices... Ayer vi al Presidente pasear por la calles 
Florida, acompañado de su edecán ; nadie le salu- 
daba, pero todos se volvían 4 mirarle, con sorna, con 
desprecio, con odio... con simple curiosidad ninguno. 
¡Y él, demacrado, lívido, girando los ojos torvos, con 
mayor desconfianza cuanto mayor era la concurren- 
cia... ¿qué vale el poder sin el amor del pueblo? 
rodeado de bayonetas, en medio de zozobras, de te- 


e 51 .. 

rrores y de espantosos insomnios, ¿puede gozar de la 
vida el desgraciado mandatario? ¿adónde ha ido á 
parar esa sensualidad del mando, tras la cual corren 
desbocados tantos ilusos? A veces se me ocurre pen- 
sar todos los beneficios que á la comunidad harla yo, 
sl me viera colocado tan alto, y los ojos se me hume- 
decen al pensar que esa misma muchedumbre que se 
aparta desdeñosa al paso del Presidente, había de es- 
trecharse en torno mío, aplaudiéndome, vitoreándo- 
me... Pero no, créame usted, tío: así como eleván- 
dose sobre las últimas capas de la atmósfera, el 
vacio reina y sobreviene la asfixia, ¡en las alturas 
del poder debe de respirarse un aire letal, que enve- 
nena las más sanas intenciones! ¡yo he visto subir 
á hombres animados del sentimiento del bien, codi- 
PEE del amor del pueblo, y allá arriba transformar- 

se y hacerlo peor aún que los otros! ¡ah! ¡si nos 
pudiéramos pasar sin gobernantes! magno problema 
para las generaciones futuras. 

Como una prueba de que hay que guardarse mu- 
cho de cuanto se diga 6 haga, prevengo á usted que 
el sobre de su última carta parece haber sufrido la 
conocida operación del vapor de agua : el papel pre- 
senta las arrugas características de haber sido hume- 
decido y luego secado, y los bordes traen pinceladas 
de goma, torpemente aplicadas : sin duda, le han vis- 
to á usted echar la carta, ó le conocen la letra, pues 
viene á nombre de Verísimo, mi criado ; la violación 
de la correspondencia es evidente. 

- Mucho ojo, querido tío, y manos quietas ; si el 
momento llega de obrar, por conducto seguro le irá, 
el aviso. 

Su afectísimo sobrino 


FERNANDO. 


— B — 


Del mismo al mismo. 


Buenos Aires, mayo 28. 
Mi querido tío : 


. En mi anterior, preocupado con los asuntos polí- 
ticos que tan á mal traer nos tienen á todos, no dije 
á usted cuanto debí decirle acerca de las insinuacio- 
nes maliciosas de que hace victima á la señorita de 
García Luces, en complicidad con mi respetable tia, 
misia Perpetua. Francamente,'no sé á qué viene sa- 
car ¿ relucir mi simpatía por ella, y medir sus gra- 
dos, sazonándolo todo con bromitas saladas é impu- 
taciones, como la de mi interesada asistencia en La 
Jovita, que si de otro vinieran, hebía de devolverlas 
con la rociada de rigor. ¡ Para bromas está el tiem- 
po! aunque á usted parezca soberanamente tonto, y 
lo atribuya á romanticismo, la cuentecita esa no la . 
presento yo, ni consentiré que me la pidan, primero 
y principal porque no me da la gana, y segundo..., 
también porque no me da la gana. 

¿Dónde se ha aprendido usted esas malicias y 
picardigielas? indudablemente, de misia Perpetua ; 
¡ bonitas lecciones le da á usted ! Voy á ponerla cua- 
tro letras, que han de picarla como cuatro moscas 
milanesas. 

Sus intencionadas palabras me han turbado, no 
por el acierto de la intención, debe usted creerlo, sino 
porque demuestran el asidero que mi conducta puede 
prestar á la maledicencia, más peligroso para ella que 
para mi; y esto me pone en difícil aprieto, obligado 
como estoy á visitarla, ¿no lo cree usted así, tio? 


— $8 — 

¿no tres que, dados los antecedentes de familia, y de 
amistad, no basta el tarjetazo del otro día? ¿y no 
cree usted que, presentándome, dé lugar 4% habladú- 
rías impertinentes ? A 

¡Qué mundo, tío, y qué malos somos todos, de 
nacimiento |! 

Sirva esta de posdata á mi carta de ayer. Su afec- 
tísimo sobrino 


FERNANDO. 


De misia Perpetua Galán 4 Fernando Hierro, 


Ombú. marzo 31. 
Querido Fernandito : 


¡ Buena la habéis hecho! ¡ ya tornó Cristo á pas 
decer!... ¡qué hombres estos! ¡si todo os está bien 
empleado ! Quisiera escribir cuanto se me ocurre, pero 
no puedo ordenar mis ideas, tan sofocada estoy. He 
aquí lo que ha pasado : ayer, entre seis y slete, pren- 
dieron á Román y le llevaron á la comisaría, donde, 
después de severo interrogatorio, le tuvieron ence- 
rrado hasta hoy á las cuatro y media, hora en que le 
soltaron sin haberle dado una sed de agua ; ¿y sabes 
por qué? porque le acusan de andar comprometiendo 
gente para un movimiento ordenista : alguien Je ha 
denunciado y ahí tienes á los cuatro Aldúnez en cam- 
paña otra vez, decididos á dar buena cuenta de los 
revoltosos. A mí no me ha tomado de sorpresa : cuan» 
do vi que tu tío dejaba en casa sus melancolías y se 
iba de picos pardos, adiviné que no andaba en cosa 
buena, y por eso te escribí culpándote de habérnoslo 
alborotado ; no bien se movió, don Zoilo se pegó úl 
sus talones, y á la pulpería acudieron milicianos dis- 
frazados y cuantos entraban ó salían de la esquina de 


— 54 — 

Hierro eran objeto de discreta vigilancia”: 4 mí me 
ha ocurrido ser seguida por un par de gandules, que 
no me han dejado respirar, ni me dejan, que ahora, 
mismo acabo de verles por la persiana, parados en 
la acera de enfrente. ¿Ves, Fernandito? ¿esto es 
vida? ¿qué tengo yo que ver con vuestros enredos? 
Si don Zoilo viene, y no tardará, á registrar mi casa 
en busca de armas ó papeles comprometedores, he de 
decirle que yo soy eneísta de los pies á la cabeza, y 
para mejor convencerle, voy á comprar un retrato del 
doctor Eneene y otro del Presidente, y á los dos les 
pondré en un altar en el testero de la sala, y les 
adornaré con flores y les encenderé velas... Yo no 
deseo otra cosa que me dejen tranquila, y no me ha- 
gan pagar el pato, que ni yo me lo guiso, ni me lo 
cOmO. | 

Pues esto de la prisión de Román no es lo único 
que ha sucedido : ya le registraron la tienda á me- | 
diados de semana ; Brígida me dió el gran susto, acu- 
diendo á contarme que la policía andaba en la casa 
y todó lo ponia patas arriba. También han registra- 
do las casas de otros ordenistas de viso, y á Brama le 
tuvieron preso un par de horas; ¿4 mí me pasma la 
frescura de Román : se ha zafado por milagro de ir 
á La Plata con escolta, y erre que erre; á poco de 
salir de la comisaría, con un hambre atroz, se enfa- 
daba conmigo, diciéndome :—Métase usted en sus 
polleras, señora, y déjeme á mi, que yo sé lo que 
hago. Debe saberlo muy bien, cuando lo hace tan di- 
vinamente. j a 

Escríbele, Fernandito ; puede ser que á tl te es- 
cuche más que á mí; mira que lo van á- matar, te 
digo que lo van 4 matar : los Aldúnez están trinando 
y á ellos una puñalada de más ó de menos no ha de 
recargarles su fardo de crímenes. 


— 35 — 

Me olvidaba: no te has puesto poco furioso, se- 
gún se desprende de tus palabras descomedidas en 
tu cartita última, por si yo he dicho ó dejado de decir 
que si tú y la mayor de las Luces... ¡Está bueno, 
señor ! no se enoje : si no es así, y me he engañado, 
peor para usted : presento á usted mi pésame. 

Tu afectísima servidora 


PERPETUA GALÁN. 


TIT 


La casa aquella, por la churrigueresca fachada, 
más que domicilio particular parecía pequeño tea- 
tro : tales eran los relieves de deleznable barro pin- 
tarrajeado de amarillo que, desde el friso hasta la 
barandilla calada de la azotea, cubrían la pared toda, 
figurando cuanto Dios crió y existe bajo los cielos y 
las aguas, en extravagante y ridículo concierto ; la 
puerta de entrada, de rico cedro, abría sobre un za- 
gún primero, con dejos pompeyanos, y un vestíbulo 
octagonal después, de estuco y mosaico, con vistosa 
lámpara colgando del techo, recamado de oro y colo- 
rines, y al pie de la escalera, sobre la cual serpeaba 
mullida faja de bruselas encarnada, una negrita de 
talla, muy mona y amable, presentaba sonriendo su 
bandeja al visitante, elocuente convite para entregar 
la cartulina de rigor ; el vestíbulo del zaguán quedaba 
“separado por una cancela de cristales, en cuyo centro 
- aparecian grabadas las letras G. TL., iniciales del 
apellido del dueño de casa, y he aquí lo que se veía á 


— 56 — | 
través de esta cancela, según se observara desde el 
zaguán ó desde el vestíbulo : afuera, la vecina plaza, 
con sus jardines sin cultura, los árboles sin verdor, 
las callecillas sin sombra, los bancos en que descan- 
san los paseantes aburridos ó dormitan los noctám- 
bulos incurables, junto á las amas y sus crías, que 
atraen los acordes de la banda y la vecindad del cuar- 
tel, y surgiendo en el centro la soberbia estatua de 
San Martín, tan sereno scbre su corcel encabritado, 
el brazo y el índice extendidos, cual señalando á su 
patria extraviada la ruta á seguir; luego, los coches 
de lujo rodando camino de Palermo, y los tranvías, 
al son de su corneta y sus cascabeles, y los artilleros, 
en pelotones, evolucionando sobre la amplia calzada, 
bajo el sol de fuego, que hace refulgir las aguas del 
río... Adentro, semejante al centinela que pasea de- 
lante de su garita, el portero Cristóbal, tan grandón 
como el santo de su nombre, con bigotes de cepillo 
y una librea negra, corta de mangas y faldones y es- 
trechísima 'de talle, herencia, sin duda, de su ante- 
cesor, quien no debió igualarle en corpulencia ; ora 
se para delante de los cristales, empañándolos con el 
vaho de su respiración, ora se detiene á admirar el 
turbante multicolor de su compañera de servicio, y 
como la gentil africana muestra los dientes. albísimos, 
parece que ambos conversaran sobre regocijado tema, 
ora, por distraer su plantón, echa un Sy irá lle- 
nando irrespetuosamente el vestíbulo de humareda y 
salivazos... Subiendo la escalera, en el primer des- 
canso, un busto de yeso saca curiosamente la cabeza 
de su nicho, y arriba, entre dos enormes jarrones de 
bronce con largas hojas artificiales, deterioradas por 
el roce, la humedad y el polvo, está la puerta del 
recibimiento, que, abierta, da paso á mistress Cowan, 
escoltada por el mismísimo don Tomás García Luces 


— 5 — | 
en persona... Parece, efectivamente, qué fuera él 
quien viene detrás, tan vivo y patente se muestra en 
el retrato de cuerpo entero, colgado frente á la puer- 
ta, con aquellas facciones y aquella facha, dignas del 
más feo y velludo habitante de Borneo. 

No pocas súplicas y exhortaciones á las dos huér- 
fanas hicieron, al día siguiente de su desgracia, don 
Buenaventura y su mujer, para que dejaran la casa 
paterna y fueran á vivir con ellos; porque (decía el 
literato) no es conveniente, ni siquiera decente, que 
vivan dos señoritas solas, completamente solas, y 
que (apoyaba misia Florinda, tan larga, flaca é in- 
digesta como el marido) darían lugar 4 muchas ha- 
bladurías, pues el aya inglesa era un espantajo inca- 
paz de prestar compañía, ni dar á nadie lado. Pero 
Jovita, con la dulzura y la calma propias de su ca- 
rácter, se resistió y opuso razones tales, que sus res- 
petables parientes se declararon vencidos : ella y su 
hermana seguirían habitando la casa de sus padres, 
cuya sombra veneranda había de protegerlas de la 
maledicencia... Á estas razones unió Elena las suyas, 
expresando, en reserva, su repugnancia á compartir 
pan y techo con tanto primito revoltoso y mal edu- 
cado, con el tío, solista incorregible, y la tía, preocu- 
pada únicamente del trabajo digestivo de sus reto- 
ños, y entre chillidos, admoniciones, discretas pri- 
mero é indiscretas después, la dentición del uno, 
el sarampión del otro y el destete del pequeño, pasar 
la vida más triste y contrariada : ¡bien se está San 
Pedro en Roma y cada cual en su casa ! 

Allí vivían, pues, las dos Luces, veladas tras los 
crespones de su duelo, sin dejarse ver más que de 
escasos íntimos y parientes; aunque pasados los fu- 
nerales, y cumplido el deber de dar el pésame, las 
visitas disminuyeron, el fervor lacrimoso se apagó, 


Ls O 

y hasta misia Florinda no vino ya día á día, robando 
tiempo á sus atenciones maternales, menos para 
acompañarlas que para revolver tarjetas, curiosear 
nombres y apuntar á los sinceros, 4 los tibios, á los 
indiferentes, á los olvidadizos y á los tardíos, y ha- 
cer de todos ellos, despedida la última visita, picar 
dillo de crítica, delante de mistres Cowan y las dolo- 
ridas sobrinas, que concluía invariablemente con esta 
frase :—Me voy : es la hora de dar el biberón 4 Jus- 
tito; ¡no se casen, niñas, si no quieren ser esclavas 
de sus hijos! 

Pero el que no dejó de venir, con impertinente 
frecuencia, fué el doctor Trujillo, ya solo, ya en com- 
pañia de Periquín, y á Jovita mucho la daba que 
pensar el empeño del personaje en hacerse presente 
á diario, empeño que, según la tía, no tenía otro 
móvil que pescar la testamentaría del difunto, y los 
diálogos misteriosos de Elena y el joven, mientras 
ella departía con don Francisco: un día, desde la 
ventana de su alcoba, le descubrió en la plaza, de 
facción, y el primer domingo que fueron á la misa 
del Socorro, estaba Trujillo en el atrio, tan, fachen- 
doso como siempre, con su cicatriz en la mejilla, su 
flor en el ojal, y anarrónico traje de balneario, que 
él, por calentar demasiado el sol, creía tener derecho 
4 vestir en la ciudad. Seguidamente barruntó Jovita 
que había premeditación en todo aquello, y de vuelta 
á casa, estrechó á la supuesta cómplice y sin grandes 
esfuerzos de oratoria, ES la confesión, ¡com- 
prometida con Perico Trujillo! ¿Cuándo? ¿cómo ? 
¿conocía ella la gravedad del caso? ¡ y, sin consultar 
á su hermana mayor! Los pucheritos de Elena se 
convirtieron en llanto amarguísimo, cuando vió afli- 


gida de veras á Jovita, y nensó compqnerlo todo di- 
ciendo : 


(o ER 

—Bueno, si te parece mal, cuando venga le des- 
pido, ¡y se acabó ! 

¡ Entonces no le quería, puesto que hallaba tan fá- 
cil el rompimiento! ¡ Desgraciada niña! Y la chica, 
entre sollozos, prorrumpló : | 
- —No, no es eso: yo le quería, es decir, me gus- 
taba, pero ahora, con ese tajo que le han dado, no 
me parece tan buen mozo... Además, Alcira está fu- 
riosa conmigo, porque se lo quité sin prevenirla... no 
me ha dicho nada, pero yo la he conocido que está 
muy furiosa... ¡al fin y al cabo, no haré más que 
devolverla lo que es suyo! | 

Tal descubrimiento puso en guardia á Jovita, y 
ya no estuvo afectuosa con el padre y el hijo, limi- 
tándose á ser cortés. Aparte de esto, de las preocu- 
paciones propias de la mujer joven, á quien la suerte 
pone en sus manos inhábiles el manejo de cuantiosos 
intereses, y del natural pesar por la separación del 
padre inolvidable, había algo que ahondaba más el 
plieguecito aquel de su frente encantadora : y era el 
recuerdo del médico de Ombú, cuya simpática figura 
se destacaba en medio de las sombras de la tragedia 
ombúense ; si Fernando estaba en la ciudad, ¿por 
qué no venía á verla? y ella sabía que estaba : entre 
las muchas tarjetas de pésame, misia Florinda reparó 
un día en la de Fernando Hierro, con la punta do- 
blada, como si la hubiera traído personalmente... 

—Hierro, Hierro—dijo la escuálida dama hacien- 
do memoria,—yo conozco este nombre, ¿quién es 
Fernando Hierro? 

—Si es el médico que en la estancia asistió á 
papá—contestó Elena. 

—Doctor Hierro, yes very gentleman—refunfuñó 
el aya, pescando el sujeto de conversación, á pesar 
de su sordera. 


— 60 — 

—Pero, ¿no se había muerto? 

—;¡ Muerto !—exclamó Jovita palideciendo. ó 

—S$1, lo dijeron los diarios ; yo creo haberlo let= 
do : precisamente el día que salieron ustedes del pue- 
blo con nuestro pobre Tomás, ese doctor Hierro fué 
apaleado por desconocidos y dejado en el campo por 
muerto, 

Jovita, angustiosamente, dijo que ignoraba se- 
mejante suceso, pero, aunque fuera cierto, no debió 
de tener consecuencias fatales, cuando allí estaba la 
tarjeta con la punta doblada, prueba palpable que el 
doctor Hierro, vivo y sano, se encontraba en la ciu- 
dad... Aquella noche roció con sus lágrimas las pá- 
ginas de los Primeros Versos, únicos confidentes y 
sabedores de su escondido amor. 

Y como los días corrían, y la ansiada visita no 
llegaba, el plieguecito se ahondaba más y más, la 
casa parecía más triste, y más enfadosa la tertulia de 
los Trujillo, de la tía Florinda, del tío Buenaventura, 
de misia Damiana y su hija, que por litigar tan de 
cerca al doctor Eneene, en cuyo holocausto perdiera 
la vida don Tomás, habían ingresado en la categoría 
de íntimos de la familia, y no perdían ripio de ofre- 
cer sus besuqueos y sus servicios. El Cristobalón de 
- la portería era discretamente interrogado acerca de 
los visitantes del día y la bandeja de la negrita re- 
gistrada por blanca y febricitante mano... No, Fer- 
nando debía de seguir en la ciudad : el mayordomo 
de La Jovita y ña Pascuala tenían escrito. varias ve- 
ces al ama, y permitídose dar noticias tan fuertes de 
color como las trapisondas del picarón de don Ben- 
venuto, pero ni una palabra que el doctor Hierro es- 
tuviera de vuelta, y eso que el suceso á que se refi- 
riera la tía Florinda, hallólo Jovita relatado con pelos 
y señales en cartas atrasadas. que el duelo no la dió 


a E 
ocasién de abrir 3 tiempo. Y si Fernando seguía en 
la ciudad, ¿por qué no venía á verla? 

Muchas noches, pasado el primer mes de luto, 
y cuando, frío ya el cadáver del ausente, sus amigos 
no se creían obligados á ir á llorar sobre él, agotada 
la provisión de lágrimas de encargo, don Buenaven- 
tura venía á buscar á las sobrinitas, porque era pe- 
cado imperdonable estarse así encerradas, sin sacar 
ú que les diera el aire tanto pensamiento negro : 
subía en cuatro zancadas la escalera, y en la salita 
interior donde acostumbraban á velar tristemente 
hasta las diez las dos huérfanas con mistress Cowan, 
se colaba de rondón : . 

—HEa, muchachas, á la calle, iremos donde que- 
ráis ; abajo está el coche... es decir, donde queráis 
no, que en vuestra situación cualquier paso que deis 
sin mirar donde ponéis los pies, la culta sociedad os 
deja sin pellejo en un santiamén ; á Florinda se lo 
acabo de decir : me alborota la sangre ver á esas chi- 
cas en el caserón del Retiro, ¿qué se hacen allí las 
pobrecitas? ¡ cuánto más cuerdo hubiera sido venirse 
con nosotros !,.. En fin, lo hecho, hecho está ; ¿adón- 
vamos? porque, si es higiénico y saludablo, no es 
serio que paseemos bajo los eucaliptus de la plaza, 
ni demos media vuelta por la Avenida, ni lleguemos 
hasta Palermo, aun en coche cerrado : ¡sería mal 
visto ! Pues entonces, á casa, siquiera allí os distrae- 
réis conversando. | | 

Se ponía tan pesado, que había que darle gusto, 
aunque ninguno ofreciera á las niñas la salida, y bien 
cubiertas con sus velos, dejando á mistress Cowan 
el permiso de acostarse cuando le viniera la gana, se 
iban con el tío, rodando en el coche cerrado. 

La casa de don Buenaventura era muy lujosa ; 
baja, con grandes patios de mosáico, y plantas y es- 


1 > PAE 
tatuas, habitaciones amplias y ventiladas ; él decía”: 

—El aire puro es esencial para la salud, y libre- 
mente no puede correr sino en estos patios extensos, 
donde, al llegar de la calle, como un visitante que 
entra embarrado y se limpia las botas en el felpudo, 
en las plantas se limpia de miasmas, y se presenta 
en la puerta de los pulmones con traje decente y 
apropiado. | 

Figura algo enrevesada y grotesca, como todas 
las suyas, que subrayaba con este rasgo : 

—Cuando yó me muera, y ha de ser lo más tarde 
posible, que me dejen en la caja un agujerito para 
poder respirar ; la idea de la muerte no me produce 
otra cosa que una sensación de ahogo intolerable. 
¡Que pueda yo tragar aire, y ya estoy contento ! 

Su biblioteca parecía la de un escritor de verdad, 
tantos libros tenía, tanto retrato de personajes con 
dedicatoria y tanto busto : el suyo, de mármol, figu- 
raba inmodestamente en un ángulo, dando frente al 
de otro grande hombre, muy calvo y con cara de 
aburrido, que se la volvía desdeñoso, sin duda por 
no mirarle ; la mesa de trabajo era large, con infolios 
abiertos de par en par, campo fértil donde el literato 
espigaba á su gusto, pues su prosa no daba nada de 
sí sin el abono de ideas ajenas... En el comedor 
estaba la gallina y los polluelos, es decir, misia Flo- 
rinda y su prole: el mayor haciendo palotes en un 
extremo de la mesa, otro limpiando á lengúetadas 
las migas del mantel, sin retirar todavía, dos con 
los dedos en las narices y dentro de una dulcera, la 
niña enredando con el penúltimo, otro haciendo el 
perro á la rastra, y el más pequeño, Justito, en bra- 
zos de la mamá, lloriqueando á causa de un empacho 
pertinaz. Don Buenaventura se detenía en la puerta 
y mostraba el doméstico cuadro con orgullo «: 


a JO 

—;¡ Miren ustedes, miren ustedes ! 

¡ Válgame Dios! la baraúnda que entonces se ar- 
maba : el que hacía de perro ponlase á ladrar furio- 
samente y mordía las pantorrillas al que escribía pa- 
lotes, éste le daba el vuelto con un puntapié, la dul- 
cera duelo de Troya llegaba á ser entre cuatro páres 
de manos, y mientras el falderillo movía las pierne- 
citas y berreaba con más fuerza, se ola, entre los gri- 
tos y los lloros: | | 

—¡ Ahí está papá con las primas, ahí viene papá ! 

Y el asalto se producía, y cada cual con dos de- 
monios de aquellos prendidos de los brazos, entraba 
como podía, mientras la madre, cuya conejil fecun- 
didad tenía lacia y sin color, arrullando al nene, 
decía : | 

—Cállense, no aturdan á las primitas ; vos, sin- 
vergúenza, bájate de la falda de Elena, que la ensu- 
cias el vestido; Ramón, ¿quieres dejar en paz á Jo- 
vita? ¡qué niños! éste es un infierno... Con Justito 
no arribo, hijas ; aquí está sin poderse dormir, con su 
eterna cancamurria ; el médico quiere darle calomel, 
pero yo tengo mucho miedo que me le ponga peor... 
¿qué tiene mi amorcito? ¿qué le duele al hijito que- 
rido de mamá? arrorró mi niño, arrorró mi sol... 

Entonces tomaba la palabra don Buenaventura, 
y no habla quien se la quitara de la boca, ni le cor- 
tara el hilo de su plática, á pesar de los saltos de los 
dos diablos que cabalgaban sobre sus rodillas, de los 
que reñían debajo de la mesa, del gimotear de Justi- 
to y de la cantinela de misia Florinda, mezclada 
con notas agudas de llamadas al orden ; el tema era 
mondado y disecado, hasta no quedar más que los 
rastrojos : su lengua era como su pluma, que de la 
estación de salida ó la de llegada no paraba, hacién- 
- dose sus kilómetros de cuartillas sin cansancio, lo 


So, 7 ANT 


que no impedía que en fuertes dosis lo propinara Á 
sus oyentes ó lectores. ¡Jesús! ¡qué ' taravilla de 
hombre, y qué lástima de tinta y de saliva que se 
gastaba ! Porque ocurría que, mientras él se lo decía 
todo, bastándole para no dejar de hablar tener cerca 
de sí cualquiera que le prestara atención y asintiera 
á todas sus necedades, la tía Florinda y Jovita, ó 
Elena y la tía Florinda mantenían interesante diá- 
logo con sordina, en el que todos los chismecillos de 
sociedad salían á luz: cosa de maravillar era cómo 
aquella madre, que no se movía del nido, estaba al 
tanto y al cuanto de los sucesos. De repente, en el 
furor de dar noticias, subía su voz de tono, cubriendo 
la de don Buenaventura, y echaba un gallo como 
éste : 

—¿No le has oído á la de Encene, qué hermosa 
fiesta preparan? una gran kermesse en mayo. 

Y el otro, sin perder el compás, seguía su perora- 
ta sobre la próxima revolución, ó la presidencia fu- 
tura de don Adrián, con el acompañamiento infernal 
de todos los chicos, de pitos, de tambores y pla- 
tillos... | 

En los primeros días de abril, un domingo, entre 
las cinco y las seis de la tarde, Fernando Hierro, con 
mano temblona, apretó el botón eléctrico de la casa 
del Retiro; seguramente que él hubiera deseado que 
el botón no anunciara su presencia, ni le viera Cris- 
tóbal y con paso furtivo poder deslizarse hasta la 
discreta negrita : ¡otro tarjetazo y ya había cumpli- 
do! Pero el timbre se puso á alborotar, y detrás de 
los cristales de la cancela se irguió la figura colosal 
del portero ; Fernando se abrochó y tornó á desabro- 
char la levita, y para darse un poquito de aplomo, 
miró á la fachada de tan mal gusto, como mandada 


mm BA —e 
hacer por el bueno de don Tomás, que ni la primera 
letra del arte conocía : 

—Supongo que no estará —pensaba,—que se ha- 
brá ido á casa del tío Buenaventura, ¡ muy bien he- 
cho! ¿qué va á hacerse encerradita aquí todo un 
domingo? el portero parece que viene á decirme que 
nones... ¡bendita sea tu boca, gran portero! Debo de 
estar amarillo y muy ridículo, todo lo traigo nuevo, 
desde las botas, hasta el sombrero... ¿Las señoritas 
de García Luces? ¿no? ¡ah, sí!... 

Pasó delante de Cristóbal, temblándole las pier- 
nas, palpitándole el corazón con tal fuerza, que se 
ahogaba : 

—Ni á un colegial le ocurre semejante cosa—se 
decía subiendo la escalera con precaución,—;¡ soy un 
estúpido! ¿4 qué viene esto? ¿por qué voy á verla? 
nos daremos las manos y las buenas tardes, charla- 
remos un ratito y que usted siga bien : hasta el siglo 
próximo... S1 me ofrecen te, pediré éter : ¡ miren qué 
especialista en enfermedades del corazón, que no . 
sabe curar la suya y la deja hacerse crónica ! 

En el recibimiento le llamó la atención ver col- 
gado del perchero un sombrerito de paja con ancha 
cinta negra y arrimado un junquillo con caprichoso 
puño de plata. 

—Que me maten si éstos no son los 'arreos del 
hermoso Periquín—murmuró deponiendo su bastón 
y el caño de felpa,—;¡ mejor! así me ayudará á llevar 
el peso de la visita. 

Se miró en el espejillo ovalado del mueble, y se 
encontró más feo que nunca, más negro y cierto aire 
de chiflado que le'daban sus ojos calenturientos ; 
¡esta señora Naturaleza que nunca ha de hacer las 
cosas completas, como corresponde á tan celebrada 
artista ! ¡qué hombre resultaría si dentro del huero 

EL CANDIDATO.—$ 


as 

'Periquito introdujeran el grande espíritu de Fernan- 
do, ó si el espíritu de Fernando vistiera con la bonita 
envoltura carnal de Periquito! ¡claro! no tendría 
ahora el doctor Hierro que castigar la rebeldía de 
sus bigotes, retorciéndoles la punta, y atusar sus 
¡pelos erizados, y ya de perfil, ya de frente, compro- 
bar que el uniforme de parada traía muchas arrugas, 
consecuencia irremediable: de su excesiva delgadez, 
y no estaría obligado á abrir el pico para probar que 
su canto era mejor que su plumaje : ¡como si el buen 
vino no llevara vistoso marbete y la rica alhaja su 
estuche de terciopelo! La señora Naturaleza no pro- 
cede de igual manera, y en general, las joyas de sus 
manos encierra en pobrísimos estuches y los pedazos 
de cualquier cosa dentro de cajitas cinceladas ; á esto 
llaman la ley de las compensaciones, sabia ley que 
al pobre da la salud y niega al rico la felicidad y 
todas las mercedes reparte tan equitativamente que 
nadie queda olvidado, pero nadie queda contento... 
Reflexionando asi, porque su pensamiento no cesaba 
de dar vueltas, Fernando se apartó con despecho del 
espejo, y al volverse ¡notó sorprendido que don To- 
más le miraba por la puerta entreabierta del des- 
pacho ! parecía desprenderse de la tela y adelantarse 
á recibirle, puesto que ni criado ni criada se tomaban 
tal trabajo : su gesto era tan amable, que el joven 
médico se decidió á entrar y allí tropezó con el Tru- 
Jillín parado delante del balcón, mirando á la plaza. 

—Doctor Hierro, ¿es usted? Felices días... Ayú- 
deme á soportar las fatigas de esta larga espera : 
y hace media hora que estoy aqui! 

«No vestía traje de playa, pero sí con el refinado 
acicalamiento de costumbre ; la famosa cicatriz, que 
le cogía desde la oreja hasta la comisura del labro, 
con ramificaciones que subian en dirección al ojo y 


O - y 

bajaban hacia el cuello, aparecia cubierta de espesa 
capa de cold-cream y polvos, en tanto la pelusilla 
rubia de la barba tomaba todos los tónicos conocidos 
para darse fuerzas y poder ocultar la imperfección de 
aquel rostro, otrora perfecto ; como la luz le denun- 
ciaba, se sentó en el sofá,. de espaldas al balcón, 
echando un brazo sobre el respaldo, montando una 
pierna sobre otra y ofreciendo á la admiración de 
Fernando el mínimo zapato de charol y el calcetín 
de seda con motitas encarnadas : sus alres de dueño 
de casa, y su aplomo impagable, turbaron más á 
Fernando que sus reflexiones delante del espejo ; él, 
con todo su talento, sentíase allí acoquinado, mien- 
tras el muñeco aquel estaba tan fresco ¡ ah ! ¡ por qué 
la sabihonda ley, ha poco recordada, no le obsequió 
con el don de la frivolidad, indispensabie para hacer 
buena figura en los salones ! 

Mientras el Trujillín se despachaba á su antojo, 
recordando aquellos negros días de Ombú, é importu- 
nando con preguntas indiscretas como ésta : | 

—¿ Y usted, doctor, tan ordenista como siempre? 
Por supuesto, que andará metido en la revolutis que 
se anuncia...—ó descomedidas como esta otra :—Ra- 
biando estoy por olrle contar lc del apaleamiento, 
¿fué de veras? ¿ó exageración de los diarios?...— 
todo con palmaditas sobre la pierna cruzada, afec. 
tado carraspeo ó enredando los dedos en las sortiji- 
llas del cabello blondo. Fernando, que apenas se dig- 
naba contestar, miraba d una puerta, misteriosamen- 
te cerrada y su pecho se oprimía, pensando que en 
breve aquella puerta iba á abrirse y dar paso á, la 
más deslumbradora de las Luces; de la otra no se 
acordaba y le interesaba poco desde que oyera decir 
por ahí, y no lo ponía en duda, que tenía sus más 
y sus menos con el Adonis del sofá. De pronto, en 


— 68 — 
o de un silencio'de la matraca, sonó el picaporte 
y gu 
| Al fin! —exclamó Periquito, arreglando su 
raje. 

Fernando se puso de pie, mudo y pálido. Pero, la 
habitación no se iluminó, porque no era Jovita, ni 
siquiera Elena, quien entraba, sino mistress Cowan, : 
con su eterno vestido de seda y su papalina negra ; 
dió 4 Fernando un apretón fortísimo de manos, y sin 
hacer mayor caso de Periquín, quiso volver adentro, 
para avisar á las niñas que estaba el doctor Hierro, 
expresando en su lengua, y dándolo á entender más 
con ademanes que con palabras, el placer que ten- 
drían en verle, pero el joven médico no lo consintió : 

—No se moleste Ue, señora, ya vendrán ; yo 
no tengo prisa. 

Y Trujillito refunfuñó : 

—Pues yo sí la tengo; ¿es manera ésta de ha- 
cerle esperar á uno? Siempre que vengo sucede lo 
mismo. 

Descortesla que la mistress aunque no bien en- 
terada de ella, rechazó, diciendo que las niñas habían 
pasado el día con mucha jaqueca ; estos aires de 
South-America son generadores de unas jaquecas in- 
soportables : entre las brumas de Londres no sintió 
ella jamás afección semejante, y ahora estaba con la 
cabeza como una caja de música. 

—BÍ, descompuesta, con los tornillos flojos—tor- 
nó dá refunfuñar Trujillito,—¿cuándo has andado tú 
bien? 

Al balcón se fué despechado, y no acabó de levan- 
tar el visillo, cuando saltó diciendo : 

—Ahí está el coche de Eneene, con sus caballos 
rusos, que no se despintan ; nueva visita tenemos. 

E inmediatamente sonó el timbre, y poco después 


— 69 — E 
én la púerta de recibimiento se preséntó la señorita 
de Eneene hecha un brazo de mar, tan elegante, 
lujosa y superlativamente chic, que era cosa de po- 
nerse de rodillas... ante su modista, que tales obras 
sabía producir. 

Hubo gran movimiento en la reunión : mistress 
Cowan se adelantó á presentar sus respetos á la au- 
gusta hija del candidato, y los caballeros, de pie, 
adoptaron la actitud amable que la etiqueta impone 
para dar la bienvenida al que llega, sea quien fuere. 
Periquín sin apartarse mucho del balcón, algo tur- 
bado, y sus razones tendría ; entró Alcira, sonriendo, 
moviendo la cabeza, distribuyendo apretones de ma- 
nos y frasecitas galantes : 

—No se molesten ustedes ; señora, no se mueva 
usted"; tanto gusto, doctor, hace un siglo que no le 
veo; ¡ah! Trujillo, ¿cómo está?... 

Aquí dejó de sonreir, hizo un gesto particular con 
el hociquito untado de bermellón, y dióse vuelta des- 
deñosamente : era su pavo rubio, el número 3, el de- 
sertor, quien, dejándola plantada en Marplatina un 
día que estaba de guardia, escapó 4 Ombú y allí se 
enroló al servicio de otra ; ¡ya le ajustaría las cuen- 
tas! Pero, Periquito se repuso pronto del desaire, 
pensando que más valía la de García Luces, dueña 
ya de su fortuna, que ella con todas sus esperanzas : 
mejor si lo tomaba por ese lado; dió vueltas por el 
despacho, afectando estudiar los títulos de los libros 
alineados en la biblioteca, y oyendo, en realidad, la 
declaración de Alcira que, con ser domingo, no quiso 
ir 4 Palermo por ver á sus amigas queridísimas, di- 
cho que subrayaba con el juego més complicado del 
abanico y ojeadas elocuentes al doctor Hierro, cuyo 
- nombre tanto sonaba, y que bien podía, aunque or- 
denista y no tener el pelaje requerido, ocupar la va- 


— 71 — 
cante de aquel ingrato y desvergonzado número 3. 
Mistress Cówan insinuó que sería mucho mejor pasar 
á la sala contigua, y como se levantara, la de Enee- 
ne se prendió del brazo de Fernando, que éste ga- 
lantemente la ofreciera, diciendo con grandes voces 

—¡ Pero cuántos siglos hace que no le veo, doc- 
tor! ¡parece mentira! ¿cuándo fué la última vez? 
¡Jesús! ¡cómo corre el tiempo! 

Entraron, y Fernando quedó deslumbrado, no 
por la luz del gas que el criado acababa de encender 
y debió de herir su retina acostumbrada á la penum- 
bra del despacho, ni por el lujoso contraste del salón 
con la pobreza franciscana de Ombú, sino por la pre- 
sencia de Jovita y Elena, que avanzaban al mismo 
tiempo, y á él se le figuraron dos hadas ó dos estre- 
llas : instintivamente, abandonó á su compañera, re- 
trocedió, y sin saber si huir ó permanecer quieto, él 
jurara que en aquel minuto que transcurrió desde 
la presentación de la señorita de García Luces hasta 
que se vió sentado, anublóse su espíritu y fué su'cuer- 
po, por acción mecánica, quien, saludando, inclinán- 
dose y andando, cumplió con todas las exigencias de 
la buena crianza. ¿Y era casualidad ? cuando se des- 
pertó, vióse junto al sillón dorado de Jovita : tenía 
ella la cabeza baja, y con el fino pañuelo enjugaba 
sus lágrimas, que la presencia suya, inopinada, des- 
pertando tristes recuerdos, debió provocar ; silenzio 
grande reinaba en la sala, y ni el atolondrado Peri- 
quín ni la locuaz Alcira, sentados en rueda junto á 
Elenita y mistress Cowan, inclinados ante aquel dolor 
mudo, se atrevieron á turbar con palabras frívolas : 
cuando, al fin, tras de suspiro hondísimo, resonó 
la voz de Jovita preguntando á la de Eneene por la 
salud de sus papás, la conversación alzó las alas, se 
animó. v Fernando. ya sereno, pudo expresar su pé- 


Ad AO 

same con frases que no necesitaba estorzar para que 
fueran y parecieran sinceras. Y protegida por el tiro- 
teo de los diálogos, contestó Jovita con tristeza : 

—Creía yo, doctor, que nos tenía usted olvida- 
das; ¡tanto tiempo sin venir! desde aquel día fatal 
que ho tengo el gusto de verle... Y pensaba si su 
digna comportación entonces, que hemos de agrade- 
cerle mientras Dios nos conceda la vida, fué la del 
médico celoso de su deber, ó la del amigo afectuoso... 

-——¡ Del amigo, señorita! ¿puede usted dudarlo? 
El médico no hizo más porque su ciencia eta escasa 
ó la fatalidad no lo quiso; después, ¡tantas cosas 
han pasado ! ¡usted las conoce! ¿4 qué he de rela- 
tarlas? la intención y el deseo de venir no me han 
faltado : pero, temía causar molestia, temía... 

—Quando vi su tarjeta, me enfadé muchisimo ; 
¿por qué el doctor Hierro hace con nosotras lo que 
un conocido indiferente, que se marcha y no vuelve? 

-——Temia despertar en usted recuerdos que ahora 
he despertado : ¡mi presencia la ha hecho á usted 
llorar ! 

Otra vez el pañuelo acudió á tocar los ojos hú- 
medos, y Fernando se calló ; Alcira decía : 

—Será la kermesse más bonita de que haya me- 
moria ; ustedes no se imaginan el entusiasmo do 
todos los colaboradores : falta un mes todavía, y es- 
tamos tan ocupadas que no descansamos un minu- 
to, y ya es el decorado del local, ya la distribución 
de las tiendas, discusiones interminables sobre quién 
ha de atender los caballitos, quién la tómbola y quién 
la confitería ; pero, la cuestión capital es la del pa- 
bellón nuestro y el traje que llevaremos. | 

—¿ Y qué traje han escogido ?—preguntó Elena. 

—;¡ Si no lo sabemos! al principio pensamos ves- 
timos de indias fueguinas, algo americano, ¿no te 


— 712 — 
parece? para estar en carácter, pero la sobrina de 
Soto, que es muy blanca, juzgó atroz eso de emba- 
durnarse la cara y colgarse en las orejas unas arra- 
cadas como pesas de á¿ libra... 

—¡ Qué risa !-—exclamó Periquito,—bonitas estas 
rían así disfrazadas. 

—Por eso ; ya no quisimos de indias, y pensamos 
de valencianas, para vender chufas, 4 de napolitanas, 
para despachar lacryma-christi : la de Soto está em- 
peñada en poner un pabellón japonés, y si no la da- 
mos gusto, será el cuento de nunca acabar. 

A beneficio de aquel Asilo del Sauce, fundado 
por misia Damiana con los sufragios de la caridad, 
hábilmente explotada, era la fiesta en preparación, 
y con tal motivo, junto á los detalles del brillante 
programa, exponía Alcira los progresos del estableci- 
miento : ¡ veinticinco huerfanitos mantenidos,' vesti- 
dos y educados! ¿se necesitaban ropas, ó libros, en- 
sanchar una sala ó edificar una nueva? ya estaba mi- 
sia Damiana, quieras que no, haciendo bailar á la 
sociedad entera, y buenamente ó malamente, desocu- 
pando sus bolsillos, sin contar las bolas de nieve echa- 
das á rodar entre sus relaciones y que, las más, se 
derretían en el camino... pero, los libros se compra- 
ban, las ropas se compraban, y la marcha del Asilo 
era todo lo próspera que podía desearse. Sin prestar 
grande atención á su charla, en voz baja Fernando 
y Jovita hablaban, como si las cosas que se decian 
no pudieran ser escuchadas por extraños oídos : ¿se 
ejercitaba siempre en la poesia? ¿cuándo daba un 
segundo tomo á sus Primeros Versos? Y él, más 
que nunca desalentado, contestaba que si cogía la 
pluma era por vicio y no por gusto, vicio que domina 
como el vino á los borrachos; donde la crítica ro 
cxiste, donde los lectores faltan, donde el misero au- 


tor, victima de la codicia de editores y de la indife- 
rencia del público, se ve condenado á ser su propio 
editor, su propio lector y su propio crítico, el estímu- 
lo, que es á la producción lo que á las plantas el 
riego, desaparece, la literatura agoniza y á poco an- 
dar muere... de inanición ; sobre este y otros temas 
bordaba sus más bonitos arabescos, y llegaba á entu- 
siasmarse leyendo en la mirada inteligente de Jovita 
que era comprendido : entonces, el ansia de desaho- 
gar aquel oprimido sentimiento de su corazón le agul- 
joneaba, olvidando que, aun elevándose en alas de 
su talento, no dejaba por eso de ser el mediquillo 
pobre y feo ; segundo de olvido tras el cual tornaba 
á sus ideas sombrías, ¡ qué poco valía él, y cuán dis- 
tante estaba de aquella mujer bellísima, separado 
por el abismo de la fortuna ! 

—¿Qué he de hacer ?—contestó á una pregunta 
de la joven,—mis antecedentes, is afecciones, mis 
opiniones políticas, todo me obliga á ello ; creo que 
la salud de la patria depende del hecho grandioso que 
se prepara : nosotros haremos también nuestra ker- 
messe, ¡ya lo verá usted ! 

Y se asustó de la expresión de terror que en los 
ojos de Jovita se mostró, de su gesto y del acento 
conmovido con que le pidió renunciara á tales aven- 
turas : 

—¡ Acuérdese usted de mi padre, doctor ! 

—¡ Ah |! señorita, si el tio Román la oyera... 

-—Su tío Román es un patriota á la antigua, de 
los que ya no se usan en estos tiempos, que nada 
tiene que perder, en el ocaso de su carrera : usted 
no, empieza la vida, ¿por qué comprometerla en 
rencillas que á nadie, si no es á los malos políticos, 
han de favorecer? 

En el sillón dorado, así agitada, más bella pare- 


— 14 = j 
cía, y Fernando se preguntaba qué diablos podía im- 
portar á la señorita de García Luces que le metieran 
á él una bala y le despacharan al otro mundo; y su 
da fiel, aquella voz que solía sermonearle, de- 
ciale : 

—$i le importa, ¿no lo estás viendo? el por qué 
no lo sabrás todavía ; conténtate con adivinarlo, pero 
no te infles, no te enorgullezcas, pues lo echarías 
todo á perder, ni te forjes más ilusiones que las ne- 
cesarias para que este sueño delicioso, capaz de con- 
vertirse en realidad, no se desvanezca, ¿no te he di- 
cho que no es como las otras? Sabe reflexionar y 
sabe sentir, luego sabrá apreciar tu valor intrínseco, 
¿qué más da que seas pobre y feo? ésos son defectos 
visibles sólo para los ojos de Alcira y de Elenita... 

Sirvióse el te en primoroso juego de plata y por- 
celana de la China, y fué Jovita quien lo sirvió,.con 
gentileza suma. Perico, inclinándose al oido de la 
menor y aprovechando un momento en que la de 
Eneene punteaba un párrafo con mistress Cowan, la 
deslizó :- . j 

—Me ha hecho usted hoy esperar una hora, y an- 
teayer otra hora ; mañana será dos horas, ¿es su reloj 
ó su corazón el que anda mal? 

—¿ De veras ?—contestó ella en voz alta y riendo, 
—voy á mandárselo al relojero; puede ser, puede 
ser. 

—¿A qué habla usted tan fuerte? me parece que 
nuestra conversación á nadie puede interesar. 

—¡ Jesús! qué misterioso está usted, Trujillo. 

—¡ Se empeña usted en desesperarme ! 

—Pero, ¿por qué me dice usted eso? ¿tratarle 
yo mal? Ven, Alcira, escucha lo que dice este caba- 
llero, que yo no lo entiendo. 

—¿Qué cosa, che?—exclamó Alcira volviéndose 


pres 
prestamente, más ocupada en observar con sus ojillos 
de gata maliciosa al doctor Hierro y su vecina, que 
en dar la réplica á la monótona tirada del aya. 

Trujillito, mordiéndose de rabia los finos labios, 
dijo que se marchaba. 

—Furioso con usted—susurró otra vez al oído de 
Elena. 

—Que usted se alivie—contestó ella. 

No tardó el joven en despedirse de la manera me- 
nos amable que su exquisita educación le permitió 
y salir de estampla... A poco, Elena y Alcira, de 
bracero, llegaban al recibimiento, se daban el último 
par de besos, y ya con el pie en el primer tramo 
de la escalera Alcira, y apoyada en el pasamano Ele- 
na, sostenían el siguiente diálogo : 

—¿Eis cierto entonces eso de Trujillo ? 

—¿De qué? 

—De tu compromiso. 

—No. 

—¿Cómo no? ¿y tu carta de Ombú? 

—Simple broma. 

— Qué bromas gastas! bien claro me lo decías. 

—Por reirme. 

—¿De quién? ¿de él ó de mí? 

—De el, ya has visto cómo le trato. 

—Sin embargo, él no sale de aquí. 

—Porque es un pegajoso insoportable ; y en prue 
ba de que no te engaño, voy á pedirte un favor... 

—¿ Cuál ? 

—Que te lo lleves. 

—¡ Qué gracia! en buen estado me lo devuelves, 
con un tajo que me lo desfigura todo. 

—No ha sido culpa mía ; qué feo está, -¿eh? 

—; Feísimo!... en fin, eso de llevármelo, ya vere- 
mos ; que se haga él digno de mi perdón. 


a 

—Sií, se hará; es muy buen muchacho. 

—Bueno, adiós, hija. 

— Adiós. 

Las dos loquillas se separaban, riendo, cuando se 
presentaron Jovita y mistress Cowan, que despedían 
á Fernando: 

—Doctor, ésta es su casa ; no olvide usted el ca- 
mino. 

Inclinado, estrechando aquella manita encantado- 
ra, balbuceó el joven palabras de agradecimiento, que 
s1 no salían claras de sus labios trémulos, no perdían 
su esencia para quien buen cuidado tenía en reco- 
- gerlas. 

—Bajaremos juntos, doctor—dijo la voz meliflua 
de Alcira. 

—A sus órdenes, señorita. 

Terminada la serie de cumplimientos, fué á ofre- 
cer su brazo á la de Eneene. 

—¡ Ay! ¡ya es noche .completa !—exclamó ella 
bajando á saltitos y haciendo sonar los alamares de 
azabache de su rico vestido,—suerte que vivimos 
cerca y mamá está prevenida. 

Fernando pensaba : 

—¡ Si mi tío me viera! ¡él que tiene por apes- 
tados y sarnosos á todos los eneístas en general | 

Y Alcira : 

—¡ Es simpático este doctor Hierro! ¡qué buena 
figura haría entre mis pavos! pero, no es de los que 
aceptan cargo semejante... 

Fernando cerró la portezuela, hizo un correcto 
saludo y se alejó en dirección á la calle Florida, en 
cuya esquina, demasiado estrecha para el desfile, se 
detenía el enjambre de coches de Palermo, cubiertos 
de polvo, de sudor los caballos, aburridos los ocupan- 
tes, señoritas, señorones y señoras, los cocheros fusta 


E y E 

en mano y ojo avizor para lanzar el carruaje en el 
primer hueco, á riesgo y con desprecio de choques 
peligrosos ; la animación toda era en la calzada, pues 
las aceras estaban desiertas y las tiendas á piedra y 
lodo, como domingo bonaerense, más triste que los 
de Londres, día destinado á quedarse en casa des- 
cansando del trajín de"la semana : sin aquel estruen- 
do de los coches, atropellándose y pasando, dirlase 
una ciudad muerta... Ya el último vehículo desapare- 
ce, los pasos resuenan en las losas, los polizontes bos- 
tezan en las esquinas. Fernando bien podía entre- 
garse á sus coloquios de costumbre con su dulce 
compañera, la meditación, y he aquí lo que conver- 
saban ella y él, andando por esa calle Florida triste 
y solitaria de los domingos :—Vamos á cuentas, ¿es- 
tás contento de la visita? ¿sí? ¿no? si no lo estás, 
eres el hombre más exigente y presuntuoso, ¿qué 
querías? ¿que te dijera en buen romance lo que tú 
apenas te has atrevido á expresarla con miradas? 
¡ hombre ! ¡ hombre ! pero, ¿para qué te sirve haberte 
dedicado á estudiar, tratar y curar corazones? cual. 
quiera, el más lego en estas materias delicadas, des- 
cubre el secreto de la señorita de García Luces sin 
necesidad de estetoscopio, señor doctor, con una poca 
de perspicacia y nada más : ella te quiere, no te rías, 
- te digo que te quiere: te lo ha dicho su mano al 
estrechar la tuya, sus ojos al mirarte, la impresión, 
que no pudo dominar, de tu presencia, y sobre todo, 
- aquel arranque suyo, apasionado, rogándote no vuel- 
vas á las andadas y te dejes de conciliábulos revolu- 
cionarios y belenes ordenistas, que no han de darte 
más que golpes y disgustos, como los ya sufridos : 
sin el pudor y la educación y el qué dirán social 
y todas esas trabas que ligan y amordazan al pobre 
corazón femenino, condenado á callar cuanto desea 


e 
y á no tomar sino lo que buenamente quieren darle, 
ella te habría suplicado :—¡ No, doctor Hierro, por 
piedad ! no se exponga usted á que le maten, porque 
yo le quiero y no podría soportar tamaña pena. Pero 
estas cosas no se dicen, ¿verdad? pues por eso ella, 
siempre discreta y razonable, no lo ha dicho. Ya ve 
usted, señor pesimista, que no todas las niñas boni- 
tas son como Elena ó como Alcira... Tus suspiros 
me convencen que no estás contento : piensas que la 
diferencia de fortuna es tan grande, que aun ba- 
jándose ella hasta ti, muy difícil te será subir hasta 
ella, ¿por qué? porque eres delicado y temes que se 
diga ser la plata, como aqui con tanta grosería es 
hábito murmurar, el móvil de tu amor : pienso como 
tú, que el tener plata no es un mérito sino cuando 
se ha adquirido con el trabajo honrado, pero nunca 
es malo un pan con un pedazo, y sl la señorita de 
García Luces, además de sus méritos verdaderos, de 
su inteligencia, de su bondad, de su instrucción, po- 
see el aditamento de la riqueza, mira, no seas tonto, 
no te quedes corto, porque tú no vas á vivir de ella, 
tú tienes una instalación médica, donde corazón que 
entra enfermo sale como nuevo, y servicio tan gran- 
de no se hace por dos centavos ; y poniéndonos en el 
peor de los casos, que no hubiera corazones en Bue- 
nos Aires que quisieran ser curados de tus manos, 
¿no está el dulce, el tierno, el mantecoso de Jovita 
esperando el búlsamo de tu cariño? le despreciarás 
por temor de que los envidiosos chillen... ¡ Pónles el 
caramelo en la boca, y verás si muerden! También 
es una, pamplina tuya eso de que no casan bien ma- 
rido pobre y mujer rica : mujeres como Alcira y Ele- 
na no, como Jovita sí. Vamos, que no te has puesto 
poco melindroso desde que sospechas, y tenlo por 
cierto, que ella te quiere, ¿has olvidado ya tus in- 


as MOL 
somnios y quebraderos de cabeza, metido en el pan- 
tano de la duda? ¡ Retorna á la casa del Retiro y dé- 
jate querer, poeta afortunado ! 

De cada elegante restaurant salía un tufillo ape- 
titoso, capaz de encalabrinar el estómago más pa- 
<Ífico y hecho á resistir todas las tentaciones de la 
gula, y las mesitas vestidas de limpios manteles, con 
el servicio dispuesto, el pan de dorada corteza, los 
vasos de cristal bruñido, bajo la blamquísima luz 
eléctrica, que hace centellear espejos y dorados, 'con- 
vidan á dejar las penas á la puerta y á entrar y sen- 
tarse y dar satisfacción al tiránico tragaldabas ; pero, 
estos poetas enamorados, que andan buscando siem- 
pre su santo en el cielo, adonde se les va muchas 
veces al día, no tienen tiempo que perder en tan 
viles faenas, ¿qué más deseaba el hambrón imperti- 
nente, después de aquella deliciosa y aromática taza 
de te, servida por las propias manos de la señorita de 
García Luces? y si de néctar no vivia, como misero 
instrumento humano que era, en llegando á casa, y 
sin testigos, porque no estaba de humor de suírirlos, 
ya le obsequiaría con las salsas cargadas de acelte y 
ajo del orensano insigne, Verísimo Perales, su str- 
viente... En la puerta del Teatro Nacional se detuvo 
Fernando, empeñado en descifrar los carteles, y si- 
guió su camino, sin acordarse del nombre que leye- 
ra ; ¿era un drama? ¿ó una ópera? Se enfadó, acha- 
cando aquella amnesia pasajera á la molesta com- 
pañía que desde el Retiro le mareaba :— Bueno, 
basta! no quiero pensar más en ella, ¡qué grillera ! 
De continuar así, me volveré idiota, ¿qué he de creer- 
me yo...? ¡tamaña presunción es digna del fatuo 
más hinchado, del pavo más repavo de la señorita 
Alcira ! 

De la esquina del Perú hasta su casa, Calle Bel. 


— 80 — 
grano, no había que andar más de dos cuadras: el 
farol cala precisamente entre ambas ventanas y ha- 
cía brillar la plancha de cobre de la pared, anuncia- 
dora que allí se hallaba instalado el consultorio mé- 
dico del doctor Hierro, especialista en las enferme- 
dades del corazón ; Fernando sacó el llavín, abrió, y 
por el zaguán adelante anduvo casi á tientas... | 

—SÍ, señor, voy ahora mismo. 

Del fondo del pasillo salió el portero, ayuda de 
cámara y cocinero, que todos estos cargos desempe- 
ñaba el señor Perales y todo cuanto su amo se le ocu- 
rriera mandar, de extraordinario, y con presteza, en- 
cendió el gas del patio, el del despacho y el del 
comedor, mostrando la alegre luz un interior de sol- 
tero, modesto, pero muy decentito y sobre todo, fla- 
mante. El gallego corría de un cuarto al otro, cerilla 
en mano: 

—SÍ, señor, ahora mismo; todo lo tengo á obs- 
Curas, porque, si no, los mosquitos se cuelan... y ade- 
más la luz hay que pagarla : diré á usted, estuvo. 
primero, ese señor que tiene trazas de conspirador, 
con aquellas narizotas, tan abiertas, que parece olie- 
ra mal siempre ; después, la chica de enfrente, que 
su ama estaba de parto : yo le dije, digo : ¿acaso mi 
amo entiende de partos? váyase usted y busque una 
comadrona, que las hay de sobra : aquí mismamen- 
te, calle Chacabuco, acera de la izquierda, está una 
pintada sobre la puerta, con un chico que sale de den- 
tro de una rosa ¡ y que es terca la muchacha ! no quiso 
irse, sin garabatear el nombre de. su ama en la piza- 
rra; después dos señoritas, muy guapas, que, en 
apariencia, no traían enfermedad ninguna, y la más 
joven me dijo, dice: Déme usted una silla, que no 
puedo respirar. Y se sentó, y ahí se estuvieron espe- 
rándole á usted hasta las seis, minuto menos, sin ha- 


e y ER 
cer caso de mi prevención, que las horas de consulta 
son de una á cuatro; después... traeré á usted la 
pizarra. ¿Quiere comer el señor? pues cuando el se- 
ñor quiera, me llama. Aquí está la pizarra. 

Sentóse Fernando en el sillón de cuero del des« 
pacho, y ocurrióle lo que con los carteles del teatro, 
que no entendía los garrapatos de la tiza : lo que él 
veía era la enlutada figura de Jovita sonreirle amoro- 
samente. Golpeó las manos con furia : i 

—Mira, Verísimo, sírveme la comida, la sopa y 
el asado, nada más, no tengo apetito ; pronto, porque 
voy á salir : los enfermos me esperan. 

—Sí, señor, ahora mismo... siempre dice usted 
eso, que no tiene gana; he de traer el guisado de 
solomillo, 4 ver si se le abre. 

Y cuando el buen Perales tornó 4 anunciar, solí- 
cito, que el señor estaba servido, Fernando le miró, 
sin comprender : la voz que él escuchaba no era la 
suya : era la de Jovita, diciéndole : 

—HEsta es su casa ; no olvide usted el camino. 


IV 


Si la felicidad consiste en la satisfacción de de- 
seos, siempre despiertos y jamás ahitos, no había 
hombre más feliz que el doctor don Adrián Rodríguez 
de Eneene, niño mimado al que no daban la luna, 
porque no se le ocurriera pedirla todavía, pues para 
escalar los cielos en Clavileños disfrazados de Pe- 
gasos, dispuestos estaban muchos, si no todos sus 
partidarios. Y aquí cumple hacer una observación 

EL CANDIDATO.—6 


> a 

al pasar”: estos mis compatriotas suelen ser tan mio- 
pes, que no ven tres en un burro; tener en casa un . 
hombre de la talla del doctor Eneene y no darse 
cuenta de ello hasta que la caprichosa mirada presi- 
dencial le descubriera y señalara á la admiración y 
fervor de las gentes, es descuido imperdonable ; y sin 
duda, por ser absueltos de tal pecado y ganar in- 
- dulgencia plenaria, todas las flores de la lisonja eran 
pocas para adornar el altar del nuevo ídolo, y á sus 
plantas, día y noche, pasaban en oración los fieles 
de la capital, los bienaventurados que tenian accesa 
ál santuario, que los de provincias se contentaban 
con la fama de sus milagros y la promesa de par- 
searle en procesión el próximo año antes de octubre, 
fecha de su segura exaltación al mando supremo, y 
poder entonces verle y tocarle, para sanar de estre- 
checes de bolsillo, lepra administrativa, parálisis de 
progreso y otras muchas enfermedades que la nove- 
na del glorioso San Adrián, que corría impresa, ase- 
guraba había de curar tan infalible abogado. 

El, entretanto, daba todas las bendiciones, urb 
et orbi, que se le pedían, por correo y por telégrafo, 
y en esta grata tarea el feliz político se pasaba las 
primeras horas de la mañana, asistido de un par de 
acólitos, que sabían menear tan bien las plumas como 
las mandíbulas, gajos de la interminable parentela 
de su mujer, á la espera del prometido trasplante en 
alguna oficina. Llevaba para esta ceremonia el can- 
didato una bata ó6 robe de chambre sin edad ni co- 
lor, resto de su guardarropa catamarqueña quizá, 
chinelas que fueron de terciopelo y camisa que pre 
tendía ser de seda y mostraba demasiado el algodón ; 
el mate en una mano, el pedazo de pan con grasa en 
la otra, y eche usted paseos, mordiscos, chupadas y 
promesas. Esta era la hora del despacha de su co- 


/ a 83 ==> 

rrespondencía, y por lo tanto nadie era admitido Y 
molestarle ; á las diez se vestía de cualquier modo, 
sin parar mientes en mancha de más ó de menos, ni 
en el corte moderno ó antiguo de su traje, que fué 
siempre achaque de grandes hombres el desdén de la 
indumentaria, y almorzaba con la familia y alguno9 
íntimos, que al olor de su puchero solían acudir. 
Luego, despejado el zaguán de devotos demasiado 
fastidiosos, salía á la calle y hasta la Casa Rosada las 
genuflexiones y saludos eran tantos, que le marea- 
ban; no tenía él aquel amable talento del doctor 
Trujillo para conquistar voluntades con sonrisas, pe- 
ro tampoco le era menester, porque, sin buscarlas, se 
le ofrecían... En la cámara presidencial, la incuba- 
dora de su candidatura, se estaba la mayor parte del 
día, observando si bajaba ó subía el termómetro de 
S. E., pues de los grados de su capricho dependía la 
viabilidad del embrión. 

Después de oportuna visita en las antesalas del 
Congreso, á fin de tener en el temple necesario log 
ánimos de senadores y diputados, bastando para ella 
una frase suya, una promesa, una pasadita de mano, 
como á guitarra vieja cuyas cuerdas flojean y hay que 
apretar las clavijas, volvía á casa, nunca solo, y co- 
mía y pasaba la velada con los amigos de siempre, 
los viernes, Ó con S. E... ¡Hombre feliz! cuyos 
oídos no escuchaban sino música de alabanzas, cuyos 
ojos no veían sino cabezas inclinadas, voluntades su- 
misas, dios al que la nube que han dado por pedestal 
impide mirar la tierra y descubrir sus miserias. 

Su mujer le tenía entre algodones, defendiéndole 
de las corrientes de aire, de los miasmas, de ese ejér- 
“cito de maléficos microbios que sitia por todos lados 
al mísero cuerpo humano, ¿qué sería de la Repúbli- 
ca si don Adrián moría? ¡ problema pavoroso! Siem- 


cl 

pre fué misia Damiana señora afable y cariñosa para 
su marido, pero los años y una larga separación ha- 
bían debilitado sus facultades afectivas, como má- 
quina cuyas ruedas y cilindros, inactivos, están to- 
mados de orin y faltos de aceite; mas ocurrióle lo 
ue al ricachón que, ignorante de su mérito y des- 
eñoso de poseerlo, en el desván deja arrumbado cier- | 
to cuadro, donde ojos inteligentes un día le descubren 
y celebran de seguida, y entonces, limpio de telara- 
ñas, barnizado de nuevo, con marco flamante, va al 
testero de la sala, á ser pasmo de curiosos y orgullo 
de su dueño : ¡ Eneene ministro! ¡ Eneene Presiden- 
te! misia Damiana sintió renacer sus antiguos en- 
tusiasmos y cayó á los pies de su marido, deslumbra- 
da por tamaña gloria ; así cuidaba tanto de su salud, 
como de que su espíritu no pasara contrariedades, y 
á este fin no permitía entrar periódicos ordenistas y 
recomendaba á sus dos primos ó sobrinos, que no sé 
el grado de parentesco que con ella tenían los secre- 
tarios privados de don Adrián, no le entregaran car- 
ta que trajera alguna desazón : y ellos, bastante ta- 
lluditos para saberse de memoria el diccionario de la 
picardía, aunque ignoraran la gramática, se guiñaban 
el ojo y se reían, porque en el paquete de cartas que 
todas las mañanas espulgaban, encontraron muchas 
veces billetitos de apasionadas partidarias, que don 
'Adrián, castamente, mandaba echar al cesto... des- 
pués de apuntar nombre y dirección en su cartera. 
- —Oye, hijo mio—deciale la señora,—es preciso 
que mires un poquito por tu salud : trabajas mucho 
y tu cabeza no descansa ni de día, ni de noche, ¿qué 
dejas para cuando seas Presidente? seis años ya es 
algún tirón... No leas esos papeluchos ordenistas, ¿¿ 
qué hacerse mala sangre? gritan de envidia, de rabia 
y de hambre; ya les pondremos una mordaza... En- 


E |, 

tretanto, cuidate, hombre, cuídate, porque si enfer- 
maras, no sé en qué vendríamos todos á parar. Yi 
cuando salgas, observa si alguien te sigue Ó mira 
de mala manera: una persona de tu calidad, en la 
excepcional posición que ocupas y la brillante que 
vas á ocupar, está expuesta á la puñalada del primer 
pícaro ; vivo sobresaltada, Adrián, y esta grandeza 
me asusta de tal modo que, si la patria no exigiera 
este sacrificio, ¡4 Catamarca nos volvíamos á gozar 
de días más tranquilos! Hoy ha refrescado el tiem- 
po : voy á darte el chaleco de lana y los calzoncillos 
de punto. o | 

¡ Feliz don Adrián ! también recibía el lejano ho- 
menaje de sus admiradores de provincia : San Juan 
le enviaba sus mejores uvas, rivales de las de la Rioja, 
y ambas sus vinos celebrados ; Tucumán sus azahares 
y el azúcar de sus ingenios... El futuro Júpiter son- 
reía benignamente, y los diez garfios de sus dedos 
se alargaban, mientras los trompetazos de aleluya 
resonaban en los aires, y ángeles y serafines, más 
ó menos auténticos, repetían : 

—¡ Santo! ¡santo! ¡santo! 

Sin embargo, aunque otra cosa dijeran y en ne- 
garlo se empeñaran sus consejeros, los sucesos toma- 
ban tal cariz, que si don Adrián, secuestrado y su- 
gestionado como estaba, no conocía su importancia, 
no la ignoraban ellos: aquel revoltoso de Ordenado 
arrojaba á los cuatro vientos la semilla de la oposi. 
ción armada, y esta semilla prendía en todas partes, 
lo mismo en la capital que en las provincias, á pesar 
de cuanto hacían sus gobernadores por sofocarla ; 
Mendoza y Corrientes, las dos ordenistas entusias- 
tas, no esperaban sino la señal convenida con Buenos 
Aires para alzarse en armas; la capital federal ardía 
por todos sus costados, la prensa echaba chispas, las 


— 88 — 

rnúsicas de log meetings ya parecían 4 muchos las 
dianas de la revolución, y había alarmas y prisiones 
á diario; de Córdoba, aunque de filiación situacio- 
nista su gobernador, llegaban ciertos rumores, que, 
de confirmarse, darían al traste con la liga y los co- 
ligados. Porque don Olimpo Salgado, que éste era el 
mombre del gobernador quisquilloso y descontento, 
tenía mucha influencia allá en sus pagos y era hom- 
bre capaz de cualquier cosa si no le domesticaban, y 
arrastrar en su rebeldía 8 las ínsulas vecinas... La 
revuelta de la capital con un chaparrón de balas se 
apagaba, si es que el estado de sitio y otras medidas 
de igual calibre, no la mataban antes de nacer, pues 
el entusiasmo no es pólvora para fusiles, con discur- 
sos patrioteros no se va á ninguna parte, y sabido 
era que los ordenistas no tenían en caja más que pa- : 
labras, palabras y palabras; á Corrientes y Mendo- 
za se las metía en vereda con un par de batallones, 
pero, si al don Olimpo le daba la gana de alborotar 
todo el Interior, ¿quién le ponía esclusas al torren- 
te? El doctor Trujillo, político de vistas largas, una 
noche de comilona en la calle de la Esmeralda, ca- 
da cual con la taza de café delante, él y el doctor 
- Eneene, en el despacho aquel donde el busto de 
Wáshington se mostraba, habló así 4 su señor y 
dueño : | 

—No es mi ánimo, querido doctor y amigo, em- 
pañar su natural alegría por el próximo triunfo con 
dudas más ó menos justificadas, pero la misma con- 
fianza que usted me ha hecho la honra de acordar, 
me obliga 4 decirle que del Interior vienen ciertos 
rumores, que me suenan muy mal... - 

—Alharacas ordenistas—interrumpió don Adrián. 

—Ordenistas ó no, existen, y su existencia es una 
amenaza hoy, y puede ser un peligro mañana. 


E > UE | 
- —El Presidente está tranquilo, ¿no he de estar- 
lo yo? : | 

Cogió delicadamente la cucharilla don Francisco, 
la zabulló en el negro líquido, y revolviendo, revol- 
viendo, repuso : | 
. —No se fle usted, mi amigo, de la tranquilidad 
varsoviana del gobierno : el gobierno teme, y como te- 
me, se prepara á todo; figúrese usted que la revolu- 
ción estalla, y tan pronto como estalla se la sofoca, 
pero que una chispa del incendio, aquí apagado, va 
á Corrientes y á Mendoza, y vuela 4 Córdoba... ¿sa- 
bemos, acaso, en lo que pararán las misas? 

—¿Ve usted? esa misa de Córdoba, oficiada por 
don Olimpo, me da muy mala espina—saltó Eneene. 

—Pues á ella me refiero—dijo don Francisco con 
su mejor sonrisa.—Salgado no está contento ; él am- 
bicionaba el puesto que sus grandes méritos le han 
conquistado á usted, doctor, y no lo tome usted á lison- 
ja ; y como no está contento, conspira, recibe comisio- 
nados de los ordenistas, se cartea con el mismo ge- 
- neral: dicen que le tienen ofrecida una cartera si 
' se nos da vuelta, y él duda todavía, espera que le 
hagamos proposiciones, porque, indudablemente, sus 
simpatías están de nuestro lado... Yo creo, salvo su 
mejor parecer y el del Presidente, que debemos com- 
prar á don Olimpo al precio que pida, á fin de ase- 
gurar la paz del Interior y nuestro triunfo, y luego, 
descartado este obstáculo, dirigir un manifiesto al 
pueblo, que no ha escuchado su palabra todavía, que 
no conoce su programa de gobierno... 

Sorbía don Adrián el café, asintiendo 4 cuanto 
su ilustre amigo decía con ligeros gruñidos y movi- 
mientos de cabeza que, al agitar su melena, barrían 
la cascarilla depositada sobre hombros y cuello : 

—¡ Claro ! eso es, hay que comprar ó echar ¿ Sal- 


— 88 — 
gado, lo vengo diciendo hace tiempo, no queda más 
remedio. Pero, cuando oyó aquello de dirigir la pala- 
bra al pueblo. 

—Déjese usted de lirismos, doctor y amigo—dijo 
con desdén, —¡ el pueblo ! pero, ¿quién es el pueblo ? 
un don nadie ó un don cualquiera. ¡ Vamos! ¿no cree 
usted tiempo perdido y sermón en desierto dar razo- 
nes á muchacho indisciplinado? palo y palo, y le tie- 
ne usted como un guante. Dicen que él quiere á Or- 
denado para Presidente... | 

—¡ Qué ha de quererle ! —rectificaba el adulador 
de Trujillo. | 

—Pues no saldrá con su gusto, como no ha salido 
nunca, y su capricho le costará la azotaina de cos- 
tumbre. 

Símil que don Francisco amplificó, diciendo que 
era de sabia política hablar á veces á corazones infan- 
tiles, abiertos á todos los ecos y á todas las impresio- 
nes, y esto era precisamente lo que hacía el taimado 
del general, y así se le llevaba detrás, como un pe- 
 rrillo; el doctor Eneene estaba obligado á hablar al 
país, á fin de calmar sus enconos, de adormecer sus 
recelos... ¿y quién sabe? se ha visto y se verá: es 
tan buen muchacho el pobre país, que, todavía, había 
de pasearle en triunfo, como paseaba á Ordenado, si 
sabía ganarse su voluntad y sus simpatías en el go- 
bierno. Dejó don Adrián la taza y levantó sus ojos, 
en demanda de inspiración, al busto de Wáshington, 
modelo preclaro de todos los gobernantes habidos y 
por haber de esta América, tan difícil de imitar, que 
no es extraño escollen los miseros en la tarea, y pa- 
recióle que los labios de bronce protestaban del des- 
comedimiento suyo, al tratar al pueblo como le ha- 
bía tratado; confuso, se preguntó entonces, qué iba 
$ decir en aquel manifiesto que tan necesario juzgaba 


E - y AAA 

la clarividencia del doctor Trujillo, y no encontró la 
primera letra, porque en Dios y en su ánima, que 
él no llevaba al gobierno más programa que el de 
hacer todos los negocitos que le salieran y repartir 
empleos y gratificaciones entre los amigos que le 
ayudaran á subir al sillón presidencial: programa 
más sencillo no podía darse y no habla para qué ir 
al pueblo con el soplo y enterarle de lo que no debía 
estar enterado... De su perplejidad le sacó don Fran- 
cisco diciendo, al mismo tiempo que apartaba sus 
- dos manecitas, con el ademán del oficiante en el Do: 
minus vobiscum: | 

—(Que no tome usted á duda de mi parte, tibieza 
ó desconfianza, la insinuación, y no consejo, que me 
he permitido ofrecer á su alto criterio: yo no dudo 
del triunfo, pero en todos los pleitos, soy partidario 
empecinado de las transacciones: en la República 
tenemos un pleito magno, entre los que piden á gri- 
tos á Ordenado, como los judíos pedían 4 Barrabás, 
y el Presidente, hombre sagaz, de experiencia, qua 
no juzgá cuerdo, ni oportuno, entregar al eterno ene. 
, migo de su política y de su partido las insignias del 
mando, y dispone que en vez de Ordenado sea Enee- 
ne, sea usted, doctor. Ahora bien : esta superior re- 
solución será acatada y cumplida contra viento y 
marea, pero, ¿cree usted que los contrarios van á 
quedar contentos? no, no van á quedar, y como al 
fin y al cabo, es al país entero 4 quien gobernará 
usted, acto de prudencia y hábil política, es descen- 
der á él y decirlo : Yo soy esto, cuando tú crees que 
soy estotro, yo pienso esto, y haré aquello; convén- 
cete que no soy tan fiero como me pintan. Tome us- 
ted un ejemplo de la Constitución, y vaya usted glo- 
sando desde el primer capítulo hasta el último, pro- 
metiendo ejecutar y respetar cuanto ella manda res- 


tar y elecutar, y ya tiene usted un manifiesto de re- 
chupete : se parecerá 4 otros muchos, convenido, 
pero, en documentos de esta índole no es posible in- 
troducir novedades... Este pleito magno, cuyo fallo 
conocemos de antemano, tiene un incidente, don 
Olimpo; ¡claro estál ¿ don Olimpo se le puede dar 
un puntapié y se lo manda á freir espárragos, pero 
de estos procederes violentos he sido yo enemigo siem- 
pre, y no los apruebo sino en casos de irremediable 
necesidad ; además, es inocular el cisma en el parti- 
do, perder fuerzas de importancia... ¿Qué exige Sal- 
gado? ¿se le puede dar ó no? que venga y nos en- 
tenderemos, ¿no le parece 4 usted? y si le parece 
bien, que se ponga en conocimiento de quien corres- 
ponda, para la resolución que estimare más conve- 
niente. 

Las dos manecitas volvieron 4 juntarse, y sobre 
el velador se apoyaron, entrelazadas, después de este 
discurso que mereció de don Adrián la respuesta si- 
guiente : | e | 

—Nada que de usted venga puede parecerme mal, 
amigo queridisimo, sino tan bien, que más no puede 
ser: ni el manifiesto evitará la criminal revuelta de 
Ordenado, ni se lo tragará el pueblo... 

—El populacho- diga usted — interrumpió don 
Francisco. : | e 
- —Ñ—El populacho, acepto el distingo; ni á Salgado 
hemos de catequizarle, porque el despecho le ciega, 

ro tentaremos los medios pacíficos... De todos mo- 
os, el triunfo es seguro, ¿verdad? entonces no vale 
la pena ocuparse de nimiedades. 

Sobre su nube cabalgando, se elevaba el candi- 
dato á la región de los sueños, y el doctor Trujillo 
que, $ fuer de hombre práctico, no quería dejar la 
tierra firme para no dar un traspié y perder la pro- 


A 
metida cartera, insistía en sus razonamientos pin- 
tando las cosas, no con colores reales, sino atenuados 
por la adulación, y que á él le parecian bastante fuer- 
tes para que don Adrián abriera los ojos, y no espe- 
rara el santo advenimiento tan confiado... 

De allí 4 poco, llegó á la capital el excelentísimo 
señor gobernador de Córdoba, don Olimpo Salgado, 
y de su arribo hablaron todos los periódicos, notifi- 
cando en qué fonda paraba, cuántos años tenía, si 
se peinaba con raya ó se teñía el bigote, y lo que 
más interesaba, si venía dispuesto á casarse con 
Eneene ó con Ordenado, lo callaban prudentemente, 
temerosos unos y otros de lastimar el pudor del tro- 
yano doncel, causa y pretexto de probable. guerra. 
Naturalmente, que de doncel no quedaban á don 
Olimpo ni las trazas, y viéndole parecía mentira que 
se le disputaran dos partidos, porque era un vejan- 
cón sin pelo ni dientes, jorobeta y cojitranco, con el 
asma y el reuma de inquilinos vitalicios ; todas las 
calamidades liadas en un pellejo animado por el so- 
plo divino : y sin embargo, este desperdicio, este tío 
corcovita, á quien el alma se le iba en cada palabra 
y perdía el compás á cada paso, tenía unos higadillos 
y una malicia y un saber hacer las cosas y enredar ad 
prójimo, que ¡ Dios guarde á usted muchos años! Le 
pusieron de gobernador y él se dejó poner, diciendo 
para su joroba : Si creéis que voy á ser criado vues- 
tro, y como tal, obedeceros, y barrer, donde digáis 
que barra, y limpiar, donde digáis na limpie, ¡ va- 
liente chasco os espera! de aquí á la, Presidencia 
es un salto que todavía mis piernas pueden dar, 
aunque contrahechas y reumáticas; ¿no he sido 
juez, letrado, ministro, senador, y no he hecho mis 
elecciones y revoluciones también? ¿no conozco to- 
das las equis de la ciencia del gobernante? pues ya 


== 00 
que otro que Ordenado ha de ocupar el sillón de Ri- 
vadavia, ¡ese otro seré yo! ¡y poco cómodo que voy 
á estar repantigado ! cortejaré al Presidente, pues la 
costumbre manda decirle: Ruego 4 V. E. que, al 
dejar el asiento, me lo dé 4 mi, en vez de Pedro ó 
Diego, que son unos grandes intrigantes y descara- 
dos... y no espetarle al pueblo estotro, que es de ley : 
El sillón es vuestro, yo os lo pido: he aquí la lista 
de mis méritos y de mis promesas. Si el Presidente 
no se opone á mis legítimas aspiraciones, santo y 
bueno, aquí estoy para servirle, pero si se opone... 
le saldrá el criado respondón. 

Con la orden del día aquella de Rodear á Adrián, 
los secretos proyectos de don Olimpo quedaron pul- 
verizados, y le escoció tanto el desengaño, que con- 
testó y alzó la voz, ó hizo y dijo cosas tales, que 
quien le puso en su poltrona le mandó prevenir que 
se anduviera con tiento, mudara de obras y cuida- 
ra de sus palabras; don Olimpo, con mucho fuego, 
respondió : 

—¡ Un gobernador elegido por el pueblo, no re- 
cibe órdenes sino del pueblo !—añadiendo que antes 
de hacer votar ¿ su provincia por Eneene, se dejaría 
cortar en pedazos. : 

Nueva amenaza y nueva insolencia del fámulo 
rebelde ; y de repente, hubo cambio de táctica, se le 
enviaron promesas, que él recibió muy hosco, y la 
invitación, por último, de bajar á la capital á arre- 
glar sus diferencias como buenos amigos. 

—1Iré—murmuró el señor gobernador ;—pero he 
de pedirles los oros y los moros, y después que me 
los den, haré de mi provincia un sayo. 

Y á la capital se vino. se 

Lio que los despiertos periódicos no llegaron á sa- 
ber sino muv tarde. aunque iban á la zaga de la 


A >> E 

excelencia cordobesa para contar en picarescas gace- 
tillas sus aventuras de gobernador andante, y quizá, 
dígase en su descargo, porque en aquel momento 
tomaban notas del meeting ordenista en el antiguo 
teatro de Variedades, fué la conferencia celebrada 
á puerta cerrada en la calle de la Esmeralda, entre 
don Olimpo y don Adrián, delante de dos testigos 
únicos, el doctor Trujillo y don Navigio Soto; des- 
pués se ha dicho y escrito, falseando la verdad histó- 
rica, que en esta memorable conferencia, el doctor 
Eneene, á fin de conseguir la adhesión del volun- 
tarioso Salgado y evitar que, aliándose con el jefe de 
los ordenistas, armara zafarrancho en el Interior y 
llegara á ser obstáculo serio para el éxita de sus pla- 
nes, ofreció firmar el compromiso de abandonarle la 
Presidencia al cumplir sus seis años constituciona- 
les... Hasta el lápiz, secundando 4 la imaginación, 
ha representado la supuesta escena con toques carl- 
caturescos, y así se ve 4 don Adrián enjuto, mele- 
nudo y desarrapado, con un cartelón que cuelga de 
sus uñas, y á don Olimpo, patituerto y jiboso, recha- 
zando en ademán severo la vergonzosa propuesta. 
Pero esto es pura invención de los partidarios de úl- 
tima hora de don Olimpo Salgado, empeñados en 
hacer de su historia vulgar una leyenda extraordina- 
ria. Y he aquí lo que pasó en aquella conferencia, 
punto por punto : | 

Que entró don Olimpo, acompañado del viejo So- 
to, su paisano, en el despacho donde le esperaban 


don Adrián y el doctor Trujillo, y hubo cambio de . 


saludos afectuosos y preguntas recíprocas acerca de 
la salud de la familia, cómo pintaban los trigos y 
la cosecha del año, y qué se murmuraba en la docto- 
ral ciudad ; después de ligera porfía entre don Adrián 
y don Olimpo si fué en lunes ó en jueves que le dió 


e Vr 
el primero al segundo tarjetazo en la fonda, por no 
hallarle, dijo el doctor Trujillo, ilustre defensor del 
la causa eneista : | 

—Aqui estamos, distinguido señor gobernador, 
para tratar amistosamente y-solucionar del mejor 
modo un asunto que al país entero interesa, porque 
de nuestro acierto en solucionarlo depende la tranqui- 
lidad y el progreso de la República. ¿Qué asunto es 
éste tan grave y trascendental?.No necesito especi- 
ficarlo : diferencias más ó menos justificadas, más á 
menos legítimas, que desunen momentáneamente, á 
Dios gracias, á dos grandes y esclarecidos ciudadanos 
argentinos, 4 quienes, en nombre de la patria, pido 
depongan sus resentimientos y en el terreno de la 
discusión serena se coloquen lado á lado, á fin de 
acordar lo que sea más justo, lo que sea más conve- 
niente, lo que... | 

Un golpe de tos de don Olimpo, hecho un ovillo 
en el sofá, cortó el chorro oratorio de don Francis- 
co de Paula, y el enternecimiento que ya empezaba 
á sentir don Navigio, cuya cara de clerizonte encen- 
día la emoción del importante papel que en tal acto 
desempeñaba, la trujillesca elocuencia y las libacio- 
nes de copioso almuerzo ; el doctor Eneene, senta- 
do en el sillón de la mesarescritorio, expurgaba sus 
uñas con el rabo de la plegadera, cuando oyó la vo- 
cecilla de don Olimpo entre los ahogos del asma, : 

—Pero, si yo... yo no tengo... no tengo resen= 
timiento con el amigo Eneene. 

Y sin hacer caso de los gestos de don Francisco 
contestó seguidamente : 

—Yo sl, señor Salgado, y muy hondo; apenas 
surgió mi candidatura, usted, mi amigo del Congre- 
so, mi compañero de causa, le hizo fuego y dejó 
que se lo hicieran en su provincia, de tal modo que 


— Y — 

las elecciones de febrero las ha regalado á los con- 
trarios, usted que fué á Córdoba á secundar la polf- 
tica del Presidente y á preparar esas elecciones, ¿Có- 
mo se llama esto en buen castellano? ¿apostasía, 
traición ? escoja usted el nombre que mejor le pa- 
rezca. 

—-De eso no se trata—1ntervino el doctor Truji- 
llo disgustado. 

Don Navigio metió la pata, diciendo : 

—HEstán prohibidas las alusiones personales—fra- 
se de su escaso repertorio de diputado. 

Don Olimpo dejó de toser y dió así el vuelta: 

—i¡ Ni traidor ni apóstata, señor doctor Eneene ! 
yo no he aceptado la gobernación con compromisos 
carneriles, porgue soy hombre con criterio propio, 
que va donde quiere y debe ir, y no donde á golpes 
se le antojen mandarle; de su candidatura de usted 
no sabía yo palabra, sino cuando el Presidente la 
dió á luz y la presentó al país hecha y derecha. No 
me gustó, se lo digo á usted con franqueza, y me 
negué rotundamente á entrar en la liga y á hacer las 
elecciones de febrero : si los ordenistas han.ganado 
en Córdoba, bien ganado se lo han, porque, créame, 
señor doctor Eneene, si todos los gobernadores se 
hubieran abstenido como yo, ni un solo diputado de 
los llamados eneistas entra al Congreso, porque cuan- 
to le tienen dicho de entusiasmos populares alrede- 
dor de su nombre es una mentira muy grande... Ya 
se verá el Presidente obligado á echar mano de to- 
das sus bayonetas para izarle á usted, y hacer correr 
más sangre que agua arrastra el Plata. Y francamen- 
te, doctor Eneene, ¡no vale usted tanto! Después 
de esto, que es menos de lo que pensaba decir sl 
mucho me hostigaban, nada me resta aquí que ha- 
cer; ¡muy buenas tardes ! 


— 9 — 

Del sofá se deslizó el tío corcovita, sin mostrar 
fatiga alguna, y quiso marcharse, pero don Francis- 
co y don Navigio se interpusieron invocando los ma- 
nes ilustres de Moreno, Belgrano y Rivadavia, para 
que se apaciguara aquel su grande émulo; el otro, 
don Adrián, después del aguacero de verdades que 
le cogió sin paraguas, hacía danzar la plegadera en- 
tre sus manos, nerviosamente... 

. —Si no se trata de eso—repitió el doctor Truji- 
llo, —siéntese usted, señor gobernador, y con calma, 
vamos al grano, que en este asunto el grano no es 
exposición de cargos, sino discusión prudente de pro- 
puestas, como el mejor medio de evitar discordias, 
que á la guerra civil nos llevarían si no confiáramos 
en el patriotismo de ustedes. 

Como la tos le sacudiera de nuevo, no pudo con- 
testar don Olimpo, pero extendió el brazo en señal 
de que hablar quería ; y cuando salivó á su gusto y 
el estertor del pecho se calmó : 

- —Prevengo é ustedes que yo no he venido á ha” 
cer propuestas á nadie: ¿4 mi se me ha llamado, se 
me ha pedido que venga ; aquí estoy, ¿qué se quiere ' 
de mí? al Presidente se lo pregunté y el Presidente, 
después de ligeras consideraciones sobre la discipli-: 
na de los partidos, cuyo alcance, sin duda, por tor- 
. peza mía, no comprendí, me dijo: Hable con Adrián 
y vuelva á verme... 

—Pues lo que el Presidente quiere y queremos 
todos sus amigos—apresuróse á contestar don Fran- 
cisco antes que el doctor Eneene se enzarzara de nue- 
vo con su contrincante,—es que usted, señor gober- 
nador, nos preste su valioso contingente para la 
elección presidencial que se aproxima... lo pasado, 
pasado : esas elecciones de febrero se anularán si es 
necesario, junto con las de Corrientes y Mendoza, 


0:07 e 

- y usted dentro del concierto oficial que secunda la 
sabia política del Presidente, hará un gran servicio 
al país y se lo hará á sí mismo. Para llegar á este 
resultado, estamos dispuestos á hacer todas las con- 
cesiones posibles, ¿verdad, señor doctor ? 

Don Adrián dijo que sí con una cabezada, pen- 
sando, sin duda, que á aquel vejete, que llevaba á 
cuestas el saco de sus malicias, valía más aplicar el 
correctivo del pie, que las buenas palabras. Don 
Olimpo repetía : | 

—Yo no exijo nada, conste que yo no exijo nada ; 
si de mí depende, como estos señores aseguran, la, 
paz de la nación, decidido estoy' 4 sacrificarme por. 
ella y ¿ ponerme á las órdenes del Presidente, cerrar 
los ojos y no tener voz ni ofdos... 

Don Francisco de Paula, alborozado, exclamó que 
eso era hablar en razón y como patriota abnegadi- 
simo, y don Navigio chilló: 

—Vengan esos,cinco, paisano ilustre, y apriete 
con fuerza. 

Pero el señor gobernador ni estrechó ni se dejó 
estrechar la mano, porque, precisamente la tenía 
enfundada en uno de sus bolsillos, y buscaba algo, 
que al fin sacó, un papel con muchos dobleces y ga- 
rabatos; y dijo muy despacio :. 

—Las condiciones para que yo entre á formar 
parte de la liga, son éstas, observando que no quitaré 
punto ni coma, es decir, que se aceptan de plano 6 
se rechazan: 1.* el ministerio del Interior en la 
futura Presidencia, para un servidor de ustedes ; 
2.* nombramiento de mi hermano Epaminondas, pa- 
ra ocupar la vacante actual de senador por Córdoba ; 
3.* nombramiento de mi primo Fray Restituto Bra- 
ña para el obispado titular de Córdoba ; 4.* autori- 
zación inmediata al Banco de Córdoba para emitir 

EL CANDIDATO.—7. 


— 08 — 

hasta cinco millones en billetes; 5.* garantía para 
un empréstito que actualmente gestiona la provincia 
de Córdoba... S 

Como él iba leyendo en su papelote, no podía ver 
laj impresión de la lectura en sus oyentes, que era 
de disgusto en dom Francisco de Paula, de sorpresa 
en don Navigio y de ira en don Adrián ; y tampoco 
que los tres se miraran, y con los ojos se dijeran, don 
Francisco y don Navigio : 

—;¡ Señor! ¿por darlo á este tío corcova, pérfido 
y mal amigo, habéis de quitarnos lo que nos tenéis 
prometido ? | il 

Y don Adrián”: 

—¿Qué he de quitároslo? da vosotros el Mi- 
nisterio y la senaduría y para Salgado la zancadilla, 
que debió dársele en febrero, y no se le dió por an- 
dar con paños tibios. Y que arda Troya, que yo me 
lavo las manos. | 

Concluyó de leer don Olimpo y esperó la respues- 
ta, doblado sobre el brazo del sofá por un acceso de 
tos estrepitoso : esperándola aún estaría á estas ho- 
ras, porque ni don Francisco ni don Navigio encon- 
traron alientos para darla, demudados y recelosos, si 
el doctor Éneene no toma la palabra, y menudean- 
do golpecitos con la plegadera, no habla así al de 
Córdoba : 

—Ha dicho usted muy bien, señor Salgado, cuan- 
do dijo al principio que sus exigencias eran nulas, 
pues, francamente, lo que usted pide para evitar bras- 
tornos á la República, no para ayudarme 4 mi, que 
yo no necesito de la ayuda de nadie, porque me bas- 
ta y me sobra la del Presidente, es muy poca cosa... 
Desgraciadamente, ocurre que los dos puestos que us- 
ted pide, mo refiero al Ministerio y á la senaduría, 
los tengo ya comprometidos con personas que, aún 


— 9 — 
cuando bastante patriotas y dignas para renunciar 
á ellos, si la salud del país lo demandare... (perfecta 
inmovilidad y silencio absoluto del doctor Trujillo y 
de Soto) no encuentro yo motivos para imponerles 
ese sacrificio, ni lo juzgo conveniente. | 

Al final de este discreto párrafo, don Francisca 
recobró la voz y el ánimo: 

—Pero, el señor gobernador bien podrá modifi. 
car sus condiciones... 

_ —Que se discuta la modificación—apoyó don Nas 
viglo. | 
EEN hay nada que discutir, ni qué modificar— 
contestó de mal talante don Olimpo,—no cedo ni un 
ápice ; ¿para esto me han mandado ustedes llamar? 
¿les parece á ustedes que pido mucho? pues, sabed 
que hay quien más me ofrece... 

Aquí don Adrián se disparó : | 

—¡ Porque no tiene el poder de echarle á usted 
abajo y sacarle del medio, si mucho se empeña en 
estorbar ! 

—yJe, je—hizo el de Córdoba,—¿amenazas á mi? 
¡ haga usted la prueba, señor doctor Eneene! si yo 
dejo de ser gobernador, no llegará usted.á Presiden- 
te, ¿estamos? no olvidarse del recado. Y conste, y 
así'se lo diré ahora á S. E., que no podemos enten- 
dernos, porque el señor Eneene es un tragantón fa- 
moso, y todo lo quiere para sí y los suyos y para 
los demás deja los huesos pelados. 

Otra vez quiso marcharse : se encasquetó el som- 
brero de copa hasta las orejas y renqueando, apoya- 
do en el bastón, se dirigió á la puerta, pero don Na- 
vigio se le puso delante y le exhortó, con discreta 
“reserva, á aflojar un poquito la cuerda de su intran- : 
sigencia : que cediera en lo de la senaduría, que á 
don Epaminondas se le daría otra cosa, quizá me- 


— 100 — 

jor, un cargo diplomi''co cn el extranjero, por ejem- 
plo, ¿no estaba enfermo? entonces el mudar de aires 
le venia de perilla. Don Francisco, por su parte, cu- 
chicheaba con el doctor Encene: era indispensable 
llegar á un arreglo amistoso con aquel enredista de 
Salgado, que si le dejaban ir con las manos limpias, 
se aliaba con Ordenado en seguida y convulsionaba 
todo el Interior, de despecho. 

—¡ Qué ha de aliar se, ni qué ha de hacer !—insis- 
tía desdeñosamente don Adrián y—¿no ve usted que no 
puede con la joroba? repito que yo no le temo : con 
el Presidente tenemos convenido en despojarle de su 
gobierno, si se pone demasiado pesado, y es lo que 
yo quiero, echarle fucra, y no componendas con un 
sinvergúenza de su calaña, que le mandamos dá que 
nos haga las elecciones, y les hace el caldo gordo á 
los ordenistas. Conste, como él dice, que yo no he 
consentido en esta conferencia, sino porque usted se 
empeño.. 

Mas el doctor Trujillo, diplomático capaz de con: 
ciliar el accite con el vinagre, no cejaba, por tratarse 
de asunto en que la tranquilidad de la noble patria 
argentina se ponla en juego : como recurso supremo, 
la zancadilla, pero, antes, intentar una avenencia, 
ésta, por ejemplo : dar á Salgado la senaduría vacan- 
te, es decir, ascgurárscla para cuando bajara del go- 
bierno, y comprometerse á llevarlo 4 la primera vice- 
presidencia del Senado; 4 don Hpaminondas se le 
hacia gobernador y 4 don Navigio ministro de Rela- 
ciones, que es una cartera fácil “de Nevar... 

—¿Pero usted ecree—contestó don Adrián con el 
tono del empresario afortunado, á quien marean los 
pedidos, —que, aun en el caso improbable que él acep- 
tara, podria yo ofrecerlo? todas las aposentadurias 
están tomadas, querido amigo, 


- 


-— 101 — 

Contrariadísimo, el doctor Trujillo se volvió, á 
tiempo que don Olimpo levantaba la voz y el bastón, 
diciendo : | 

—Digo que nones ; ni un ápice : ¡ó se acepta mi 
programa ó Córdoba votará por Ordenado! ¡ Conste! 

—Eso importa decir que usted no admite discu- 
sión—intervino don Francisco suavizando aún su to- 
no melifluo porque oponía el más duro de sus argu- 
mentos, —usted ha venido, señor Salgado, á impo- 
ner condiciones, no á discutirlas, y esto prueba que 
quiere usted el cisma del partido y el trastorno del 
país entero: precisamente, ahora hablábamos con 
mi ilustre amigo el doctor Eneene, de hacer una li- 
gera modificación... 

—No, no—interrumpió el porfiado vejete,—yo na 
modifico nada, nada y nada... je, je, ¿oyen ustedes 
esas bombas, ese estruendo? es el meeting de Varie- 
dades : ¡qué popularidad la de Ordenado! 

Y repitiendo esta frase: ¡qué popularidad, qué 
popularidad ! sazonada con una sonrisita irónica, que 
descubría sus encías desiertas como las de un recién 
nacido, estrechaba la mano de cada personaje... 

—Ya lo pensará usted mejor, señor Salgado—dijo 
don Francisco de Paula acompañándole,—¿cuándo 
ge marcha usted ? ns | 

—¿ Yo? esta misma noche. 

— Volveremos á vernos. 

—Con mucho gusto. 

Se alejó trabajosamente, emprendiendo el des- 
censo de la escalera grada por grada, prendido del 
pasamano, agobiado por la joroba y la fatiga. 

Don Francisco de Paula cerró la puerta, y sin sol- 
tar palabra, preocupadisimo, se sentó en el sofá. 

—Esta es una declaración de guerra—dijo don 
Navigio,—¡ cuidado que es terco mi paisano y qué 


— 102 — 
bien guardadas tendrá las espaldas, cuando se atre- 
ve á asumir semejante actitud ! 

—¿ Cuándo se marcha ?—preguntó tranquilamen- 
te el doctor Eneene,—¿esta noche? pues en dos días 
más se le limpiará el comedero ; rabiando estoy por- 
que esto suceda... Vengan ustedes y vean la mani- 
festación de Ordenado : se pintan solos estos babie- 
cas de ordenistas para armar manifestaciones ruido- 
sas : humo y nada entre dos platos... SÍ, gritad y en- 
ronqueceos : ¡ viva Ordenado! ¡viva el futuro Presi- 
dente de la República! espérense sentados ; vengan, 
¡ 81 es de morirse de risa ! | 

Don Francisco y don Navigio acudieron y mira- 
ron al través de la celosía... | 

Y vieron que en puertas, ventanas y balcones ha- 
bía muchísima gente apiñada, y también en las ace- 
ras, algunas señoritas con cestillas de flores en las 
manos, cual si esperaran el paso del Corpus, y todos 
alegres y entusiastas ; en la ventana del piso bajo de 
en frente habían puesto cenefas blancas y azules y 
guirnaldas de hojas y detrás se mostraba una niña 
vestida de Libertad, con el gorro frigio sobre los 
cabellos rubios, la cual algún papel que desempeñar 
tendría en la función, cuando estaba tan nerviosilla, 
echando fuera el busto para ver mejor, ó manoseando 
la cara de sus satisfechos papás, y con pataditas y 
gimoteos preguntando por qué no llegaba el espera- 
do cortejo ; arriba, en el balcón, flameaban banderas 
y se asomaban elegantes damas, escudándose del sol 
bajo sus sombrillas de colores... Lia calzada, á tre- 
chos, estaba tapizada de ramas verdes y era reco- 
rrida de un cabo al otro por patrullas de vigilantes, 
repartiendo miradas de desconfianza y recogiéndolas 
de odio ; se ola el rumor de las músicas, y como el 
viento en los trigales, del fondo de la calle venía el 


— 103 — 
eco de los aplausos y de los gritos de júbilo, débil 
al principio, luego distinto y poderoso, conforme el 
contagio del entusiasmo ganaba todas las cabezas y 
electrizaba manos y bocas : los de las aceras volvian- 
se curiosamente, la Libertad de la ventana golpeaba 
sus manitas, anunciando que la. procesión ya venia, 
ya venia, las damas de los balcones preparaban sus 
cestas, hundian dentro los blancos dedos, que cua- 
jados salían de jazmines y de rosas ; la música ento- 
naba una marcha guerrera, y asi, entre el delirante 
concurso, bajo la luz esplendorosa del mediodía, sus 
notas parecían más sonoras ; todos aplaudian, todos 
gritaban ¡viva Ordenado! Y lo primero que se vió 
venir fué el escuadrón de vigilantes á caballo, con los 
sables á la vista y el revólver en el arzón ; luego, 
una bandada de pilluelos, que saltaban, alborotaban 
y quemaban cohetes, y detrás, en correctísimas filas 
de á ocho en fondo, el batallón de ciudadanos, que 
avanzaba pausadamente, con sus banderas al viento, 
pisando flores, recogiendo aplausos y otorgando son- 
risas y saludos. Pasaban, pasaban y el desfile mo con- 
- Cluía nunca : las bocas no cesaban de gritar, las ma- 
nos de aplaudir, las flores de caer... Mas, de pronto, 
hubo un movimiento de atención, de curiosidad, de 
sorpresa : el general, el ídolo, como pontifice en silla 
gestatoria, aparecia sobre los hombros del pueblo, 
rodeado de los sacerdotes de su culto, impasible y se- 
reno, como dios á quien ni el incienso ni las reve- 
rencias conmueven, acostumbrado á la adoración de 
los fieles : inclinaba su cabeza blanquísima, á la que 
sólo faltaba"el nimbo de oro para figurar un apóstol, 
y la mirada sin expresión, los labios fríos, impertur- 
bable, agitaba el sombrero en agradecimiento á los 
homenajes que recibía. ¡Qué frenesí entonces! las 
gentes se atropellaban para verle de cerca, las cestas 


= 10 
se vaciaban, las voces se enronquecían ¡viva Orde- 
nado! ¡¡viva Ordenado!! ¡¡¡viva Ordenado!!! y 
las bombas y las músicas resonaban con fuerza ma- 
yor. Al pasar por aquella casa tan engalanada, fué 
preciso detenerse, porque la nerviosilla Libertad se 
hizo arrebatar por un garrido mozo de la acera y 
llevar en volandas hasta los mismos pies del dios y 
allí, impuesto el silencio, reverente y conmovida, de- 
clamó unos versos y ofreció soberbio ramillete; al 
mismo tiempo se soltaban palomas con lazos de cin- 
tas en las rosadas patitas y en el cuello, y del seno 
desprendiían las bellas sus últimas flores para arro- 
jarlas : y como el concurso expresara á gritos su deseo 
de escuchar la palabra del Mesías, la cabeza blanquí- 
sima, orlada ahora de rosas deshojadas, se irguió, los 
labios frios se animaron, los ojos grises lanzaron un 
destello, y se oyó una voz formidable, que decía cosas 
grandiosas y sublimes: la pala del jornalero en las 
manos viriles del pueblo argentino, la guerra santa 
á los gobiernos de oprobio, el triunfo definitivo de 
la libertad en el tiempo y en el espacio, y todas estas 
cosas, como rocío del cielo, humedecian ojos y cora- 
zones. Cuando la voz profética se calló, entonó la 
música el himno nacional, y todos se descubrieron ; 
pero, los que al general llevaban, dando por termi- 
nada la. estación, nuevamente se pusieron en movi- 
miento, y ocurrió entonces algo jamás visto ni ima- 
ginado, la nota más alta del popular entusiasmo : 
un torbellino, una oleada, se desbordó de la acera, en- 
volvió al grupo sagrado y de las manos del dios arre- 
bató el sombrero legendario, y á golpes, á tirones, 
á mordiscos, como todos se disputaban la. posesión 
de la inestimable prenda, en menudas piezas quedó 
y los que alcanzaron á guardar un pedacito, mostra- 
ban la reliquia jubilosos, gritando : ¡ viva Ordenado | 


— 105 — - 
¡ Viva Ordenado ! repetían en puertas, ventanas, bal- 
cones y azoteas, y el patriótico grito estremecía la 
calle entera... 

De pronto, los vítores frenéticos en mueras ram 
biosos se convirtieron, los ojos dejaron de contem- 
plar el vaivén acompasado de las andas del dios, que 
se alejaba, las manos ya no aplaudieron, se cerraron 
furiosamente, y frente á aquella casa silenciosa, que 
alguien dijo ser el domicilio del odiado y odioso can- 
didato oficial, se alzaron amenazadoras : 

—¡ Muera Eneene! 

Las turbas rezagadas de la procesión se arremo- 
linaron contra la cerrada puerta, como torrente bra- 
mador precipitáronse y enarbolando bastones y puños 
gritaban : 

—¡ Muera Eneene! 

Un cristal cayó y se hizo añicos y del fondo de 
la calle acudió el escuadrón de vigilantes: ya la Li- 
bertad de la ventana había volado, y las damas, mie- 
dosamente, se retiraban de los balcones, y las gentes 
timoratas corrían por las aceras á refugiarse en al- 
gún portal ó escabullirse en alguna esquina ; la poli- 
cla cargó 4 la banda de alborotadores, la dispersó, 
apresó á los más reacios... Y hecho el orden nueva- 
-mente, las lindas cabezas rubias 4 morenas salían á 
curiosear, los fugitivos se detenían, la punta del 
gorro frigio asomó por la reja: ofase gritar ahora : 

—¡ Viva Salgado! ¡viva el gobernador de Cór- 
doba ! 

Y rodeado, empujado, ahogado por la tumultuosa 
muchedumbre, velase arrastrarse que no andar, un 
hombrecito contrahecho, más deseoso de rehuir las 
caricias populares que decidido á prestarse á ellas, 
porque buscaba la salida ansiosamente, pero no pudo 
conseguirlo, que el más entusiasta de sus persegui- 


106. 
dores le levantó en brazos como un muñeco y sobre 
sus hombros le sentó triunfalmente, presentando 
la admiración pública la carita más sonrosada y la 
joroba más graciosa del mundo. 

Forcejeó primero y luego decidióse á dejarse llevar 
también en andas el tío corcovita, y bajo los balcones 
de Eneene pasó sonriendo, y á don Adrián, don Fran- 
cisco y don Navigio, que tras la celosía asistían, li- 
vidos, al extraordinario espectáculo, parecióles que 
la boca desdentada del vejete murmuraba : 

—Je, je... si yo dejo de ser gobernador, no lle- 
garás tú ¿ Presidente. ¡ Conste ! 


y 


Misia Damiana entreabrió la cortina, asomó su 
cabeza coronada de papelitos, fieles guardianes de su 
rebelde flequillo, y viendo que en el despacho no ha- 
bía más personas que su marido y los dos amanuen- 
ses, don Adrián paseando y dictando, con un libri- 
llo en la mano, la bata arratonada y el mate calenti- 
to, y ambos mequetrefes plumeando de lo lindo, se 
coló de rondón y fué derechamente á cerrar las ma- 
deras : . 

—¡ Qué sol! ¿cómo pueden ustedes trabajar? ¡ es 
cosa de quedarse ciego ! 

La inquina de la señora contra el desvergonzado 
y poca amable astro, que se complace en mostrar 
4 todo el mundo las máculas y defectos físicos de 
cada quisque y en contar los secretos de tocador si 


| — 107 — | 
llega 4 sorprenderlos, era más que justificada á esta 
hora matinal. en que sus carrillos lustrosos, sus la- 
bios negruzcos y sus ojos llorones no podían soportar 
claridades sin el piadoso auxilio del afeite. 

—¡ Pero, mujer—protestó don Adrián,—nos de- 
Jas á obscuras! vamos, siquiera una rendija para ver 
dónde estábamos... ¿dónde estábamos, muchachos? 
¡ah! en el artículo 18... 

—$1 lo hago adrede, hijo, para que no sigas, y no 
- te mates trabajando : anoche has sentido una poqui- 
ta de jaqueca y esta mañana te encuentro muy pá- 
lido; nada, á descansar... Y si te crees que cuando 
seas Presidente he de permitirte que pases vigilias 
estudiando mamotretos, te equivocas de medio á me- 
dio: para eso están los ministros y tú para firmar. 
A ver, ¿qué hacíais ahora? contestar la carta de al- 
gún pedigieño... | 

—HRedactar un' documento importantísimo, Da- 
miana, un manifiesto al país. 

—;¡ Otra! ¡ qué perdedero de tiempo! hablar á los 
porteños, porque ellos son los únicos que se oponen 
á tu candidatura, y darles explicaciones... Con un 
buen cañón en la plaza Victoria, les convences á ba- 
lazos, que mejor Presidente que tú no hallarán : mi- 
ra, el domingo, cuando la manifestación ordenista 
pasó por aquí, y aquellas turbas indecentes dijeron 
tanta picardía en la puerta, yo estaba con Alcirita en 
mi alcoba, mirando por los cristales, y te aseguro que 
si á mano tengo un fusil, salgo al balcón y la em- 
prendo á tiros con aquellos sinvergúenzas... 

Discretamente, los dos amanuenses sonrelan y el 
más desasnado de ambos, saltó así : 

—;¡ Jesús! madrina, mire que si usted sale... 

Aire grave, como el que corresponde á un hombre 
de Estado, tomó el doctor Eneene para contestar : 


— 108 — | 

—No, mujer, si ésos son derechos de los países 
libres, que la Constitución garantiza y los gobiernos 
deben respetar, porque en los Estados Unidos... 

El corolario no salía, y del fondo de la calabaza 
intentó sacarlo, con chupada que hizo gargarizar el 
mate ya vacio; pero, la señora, á quien poco impor- 
taba que saliera ó no, acostumbrada á oir al grande 
hombre traer y llevar, sin mayores consecuencias, 
á la república norteamericana, modelo y envidia de 
repúblicas, al pariente más cercano dióle un tirón de 
orejas, diciendo : 

—¿Y vos, qué tal? ¿te haces á la vida bonae- 
Tense? 

-  —$Sí, madrina—contestó el chico. 

—No me llames madrina, tonto, ya te lo he ad- 
vertido... ¿á ver la letra? no es muy famosa; es 
preciso que trates de componerla, porque de lo con- 
trario no te mandaremos de secretario de legación, 
y yo quiero mandarte 4 Europa como el mejor ejermn- 
plar de la familia. No te hagas esa onda, así, que te 
cae hasta las cejas : arriba el pelo, y muestra la fren- 
te, que el hombre debe mostrar siempre la frente... 
¡y refínate, muchacho, estás muy gaucho! De aquél 
no digo nada (al más pequeño, que fingia escribir 
para disimular la turbación) no adelantas, hijo, no 
adelantas, siempre con ese aire de asustado... Vamos, 
que si mando venir á vuestros primos, los Pérez Ór- 
za, se darán más maña que vosotros. 

—£i no saben escribir—refunfuñó envidiosamen- 
te el mayor. | 

—Y la madre, la tía Eufrasia, está perlática y no 
podrán dejarla—añadió el otro, á quien la amenaza 
de ser sustituido desató la lengua. 

Don Adrián, que en el sofá estudiaba el consa- 


— 109 — 

bido artículo 18, se escamó al escuchar aquello de 
los Pérez Orza. | 

—Damiana, ¡ por la Virgen Santísima ! —exclamó 
extendiendo el brazo armado del librillo,—¿ piensas 
de veras en traer otro par de gansos de Catamarca 
¿no quedamos en que éste sería el último? creía yo 
que no había ninguno de tus parientes por colocar. 

—Vaya, ¡ por el trabajo que te cuesta !—contestó 
amoscada la señora,—¿qué cosa más natural que be- 
neficiar á la familia, ahora que estamos en el can. 
delero? pues mientras dura, vida y dulzura, y lo que 
se ha de llevar el moro, que se lo lleve el cristiano. 
La tía Eufrasia me escribe que sus tres hijos la tie- 
nen vuelto el juicio, y allí no hacen más que vaga- 
bundear : «ve si tu marido el Presidente (ella te tiene 
ya por Presidente) ayuda á estos pobrecitos, que 
mucho se lo he de agradecer y Dios se lo pagará». Y 
todavía están los Orza á secas, en seco hace mucho 
tiempo, y los Pérez de la otra rama, que son ocho 
y pico (la prima Pantaleona está en cinta) y los Ro- 
dríiguez y los Carrizo, los hijos de Sebastián... Es 
una obra de caridad, Adrián, dar, dar, cuando se 

uede y no se saca del bolsillo... ¿no tengo yo tanto 

no desconocido en mi Asilo? pues haz cuenta 
que hemos fundado otro, para el uso exclusivo de la 
familia. Lo mismo ha de hacerse en tus Estados 
Unidos... y en todas partes donde no se chupen el 
dedo. 

——Bueno, mujer, colocaremos 4 los Pérez Orza y 
á todos los Pérez y Orzas y etcéteras, que tengan la 
suerte de poseer un globulillo de tu sangre no más... 
es decir, si en alguna oficina queda sitio. 

—Y si no hay, se hace—respondió encogiéndose 
de hombros la señora. 

Poquísima gracia debía producir csta conversan 


— 110 — | 
ción ¿ los dos chicos, porque estiraron la jeta tanto 
asi, y revolvían los ojos torvos, como si ya vieran lle- 
gar á los otros gansos de Catamarca y robarles á pi- 
cotazos su parte; al punto caló misia Damiana el 
mezquino pensamiento, y por querer arrojarle, las 
orejas de uno y otro zamarreó á su gusto. 

—¡ Hambrones! ¡egoístas! ya estáis creyendo 
que vienen los otros y os limpian el plato... ¡ si para 
todos habrá ! mereciais que os mandara á casita. Ba, 
salid de aquí á tomar vuestro chocolate, y hartarse. 

Refunfuñando salieron ambos, á tiempo que dé- 
bilmente protestaba don Adrián. : 

—No hemos terminado, Damiana, nos faltan mu- 
chos artículos todavía. | 

—SÍ, ¡para manifiestos está el tiempo! mientras 
tú te desvives por la patria y te ocupas en dar ex- 
plicaciones á los porteños, buena sorpresa te pre- 
paran... acabo de leerlo en La Opinión, el diario del 
otro, de Ordenado : que en el alto comercio se reco- 
lectan firmas para pedirte renuncies á tu candidatura, 
á fin de que la paz de la República no se altere ; ¿qué 
te parece? ¿ya lo sabías? ¿y qué piensas contestar 
á esos señores del comercio, que en vez de contra- 
bandear y adulterar lo' que venden, según su costum- 
bre, se meten en lo que no les importa? ¿que no? 
¡ claro! ¡ no faltaba más! porque á los señores porte- 
ños no les gusta, vamos á dejar el campo libre... 
¡ Renunciar cuando tenemos la Presidencia en la ma- 
no! ¿y mis seis vestidos encargados 4 Paris? mira, 
Adrián, si renuncias, te juro que sí, ¡pido el divor- 
cio ! 

Tan agitada se puso, que el doctor Eneene tuvo 
que decir y repetir, que la especie del periódico orde- 
nista carecía de fundamento ; y en el caso de llevarse 
á cabo la ridícula idea, él contestariía que su nom- 


— 111 — 
bre no le pertenecía, era la propiedad, la bandera de 
su partido, y sólo su partido podía eliminarlo... 

—Nadie, di que nadie tiene el derecho de eliminar- 
lo, ¡no faltaba más! no vendrán con semejante em- 
bajada... ¿por qué no renuncia Ordenado? no ven- 
drán, pero si vienen, déjame á mí recibirles y verás 
cómo salen de aquí disparados. 

Dominando la bullanga de la calle, oyéronse gri- 
tos de muchachos pregonando el boletín de La Opt- 
nión : «revolución de Córdoba, caída del gobernador 
Salgado, intervención federal». 

Misia Damiana se acercú á Ja celosía. 

—¿Qué hay? ¿qué dicen? algún horrible asesi- 
nato, sin duda. 

Y don Adrián, con secreto alborozo, miró al Wás- 
hington de la repisa, y mirándole, mirándole, men- 
talmente habló así : | 

—Ya está cumplida la orden : la joroba de don 
Olimpo era un obstáculo y la hemos apartado de 
nuestro camino por el medio expeditivo de costum- 
bre : vaya usted á Córdoba, aquí tiene tanto dinero 
y tantos fusiles y provoque una revolución contra el 
gobernador ; caido el gobernador, se pida ó no se pi- 
da, el Gobierno Nacional envía la intervención para 
poner las cosas en su lugar, y como Salgado bien está; 
en el suelo, en el suelo le deja y levanta y hace elegir 
en su reemplazo á don Navigio Soto, hombre fiel, 
probado y competente... Don Navigio no quería, se 
aferraba á su prometido escaño de senador, pero yo 
le convencí, asegurándole que lo tendría siempre y 
cuándo le diera la gana, que el partido esperaba de 
su patriotismo tan gran sacrificio. ¿Qué hará Salga- 
do ahora? aliarse ú los ordenistas : y bien, poco me 
importa ; una joroba, por grande que sea, poco puede 
pesar en la balanza. Ho aquí lo que hemos realizado ; 


— 112 — | 
la elección de Soto no tardará en completar nuestra 
obra... ¡No lo hubieras hecho tú mejor, gran Wás- 
hington ! no, no lo hubieras hecho : tú habrías estu- 
diado en este librejo inútil, la Constitución, si traía 
algún artículo que te autorizaba para proceder con- 
tra el gobernador rebelde, y si no lo traía, te queda- 
bas mano sobre mano, ¡ qué pobre diablo eres, Wás- 
hington, que necesitas de cartilla para gobernar! 
aquí, en la República Argentina, estamos más ade- 
lantados : ocurre un caso, como éste, por ejemplo, y 
aunque la Constitución no lo permite, el interés del 
partido lo exige, y afuera con el gobernador. A mí 
me parece de todo punto imposible regir un Estado 
con la Constitución en la mano, aplicando sus dispo- 
siciones á cada caso tan estrictamente que ni ajuste 
ni desborde ; no, señor, en teoría es muy bonito, pe- 
ro en la práctica... Ya ves, si no lo echamos á Salga- 
do, nos arma un caramillo de mil demonios en el 
Interior y nos trastorna toda la República, y sin em- 
bargo, la Constitución no previó que podía necesi- 
tar el Presidente deshacerse de gobernadores ambi- 
ciosos, y no dice palabra al respecto... Por supuesto, 
que tú saldrás con la antigualla que había que dejar 
á la opinión expresara su fallo en nuestra divergen- 
cia : sólo los débiles acuden al arbitraje ó los timora- 
tos; con el ejército de la Nación á la mano, no hay 
Olimpos que asusten. ¿A que no chista ahora? va á 
resultar que todas sus bravatas eran para imponer 
sus condiciones de venta, que no quisimos aceptar... 
Desengáñate, W¿shington, ¡estás muy viejo! ¿quién : 
gobierna ya con cartilla, hombre? Además, apuesto 
doble contra sencillo que si vinieras tú por estos ba- 
rrios, y estudiaras nuestras costumbres, y vieras que 
aquí no hay partidos de principios sino partidos per- 
sonales, no hay lucha de idea contra idea, sino de 


— 113 — 

hombre contra hombre, echarías tu puritanismo 4 
la espalda y adoptarías nuestro singularísimo siste- 
ma de gobernar; porque estos americanitos del Sud 
no son como los tuyos del Norte, graves, sesudos, 
celosos de sus derechos : son indolentes, rutinarios, 
que todo lo desearan ver hecho por mano ajena, ami- 
gos de placeres y quimeras, señoritos ricos, pongo 
por caso, que dan á administrar su hacienda, por evi- 
tarse quebraderos de cabeza, y alegremente van gas- 
tando capital y renta, hasta que no queda un centa- 
vo, y entonces se vuelven contra el administrador y 
se hacen revoltosos y se ponen insufribles. No diré 
yo que sus administradores sean muy correctos, pero, 
¿quién, sino tú, gran Wáshington, está exento de 
cargo y tiene el alma bastante fuerte para no flaquear 
en las alturas del poder? por eso, no queda más re- 
medio, para sosegarles, que el látigo de la dictadura : 
aplicar la Constitución sería poner una cataplasma 
fría... Pasea tus ojos por esta América y verds cómo 
todas sus repúblicas gimen bajo dictaduras más ó 
menos militares y más ó menos disfrazadas, pero 
dictaduras en el fondo, en el carácter, en los medios 
y en las tendencias... ¡Wáshington! convéncete : ' 
más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la 
ajena; tú, con toda tu cordura y tus miramientos, 
no nos habrías apartado del camino la joroba de don 
Olimpo, y observa lo diestramente que lo hemos he-- 
cho nosotros... Con doce provincias y el Presidente, 
¿quién me tose? 

Estaba tan pensativo el grande hombre, que mi- 
sia Damiana no se atrevió 4 turbar el concierto de sus 
ideas y se escabulló del despacho, diciendo muy 
quedo : | 

—Me voy, no quiero molestarte... hoy tengo re- 


EL CANDIDATO.—8 


— 114 — 

unión extraordinaria de la comisión de la kermesse; 
- mucho trabajo y pocas nueces. 

Palabras que don Adrián no oyó, porque en aquel 
momento le daba el busto la réplica de este modo : 

—Hso que habéis hecho es simplemente un cri- 
men, por más vueltas que queráis darle, ¿cuál es la 
falta de Salgado? no prestarse á entrar en la liga, 
por las razones a ó b, para imponer á la República tu 
candidatura presidencial; pues, aunque otra más 
crave fuera, sobre Salgado no podías poner la mano 
porque la Constitución lo prohibe... ¡ah, gobernan- 
tes prevaricadores, perjuros y raquíticos, que asal- 
táis el poder para gozarle en provecho propio y no 
en bien del país! tú mismo me lo has dicho : que á 
ese gobierno que van á darte de la manera inicua que 
en este país es uso, no llevas más programa que el 
de negociar con la fortuna pública para aumentar la 
tuya y llenar el bolsillo de tus cómplices, ¡ y todavía 
quieres”sincerarte ! ¡ qué me vienes á mí con sofismas 
para explicar y defender ese sistema vuestro de go- 
Dee sin cartilla, como desdeñosamente llamas á 
la ley suprema de la nación ! si la ciencia del gobier- 
no es la más fácil, la más clara de las ciencias : llama 
al primer hombre honrado, honrado, ¿eh? que pase 
por la calle, y muestre en su fisonomía rasgos evi- 
dentes de nobleza y energia, pónle la cartilla que tú 
dices en la mano y siéntale de Presidente; ¡verás 
cómo lo hace y qué lindamente desempeña su papel | 
verás cómo, libre de las trabas de los circulos, de 
“los compromisos de los amigos, deletreanda artículo 
por artículo y aplicando el cauterio sobre la llaga, 
cs la ventura de sus conciudadanos, os avergilenza 
á vosotros todos y sube cien codos sobre mi cabeza. 
Pero, vosotros, ¿qué habéis de dar más de lo que 
dais? no, si mi espíritu descendiera sobre estas re- 


— 115 — 

giones, no había de contagiarse con vuestra peste 
política : enseñaria 4 tus compatriotas 4 no seguir 
á los hombres por ser tales hombres, sino por las 
ideas que ellos representan ; 4 no deificar á los hom- 
bres, porque los dioses no se discuten y á los hom- 
bres hay que discutirlos; 4 no descuidar sus dere: 
chos, porque nadie es mejor guardián de ellos que 
- sí mismo... les enseñaría muchas cosas que ahora 
olvidan, y por eso no salen de manos de la dictadura, 
como los desordenados no salen de manos de los usu- 
reros... ¿Sabes? en esta atmósfera yo me ahogo, veo 
tales iniguidades y bajezas concertarse bajo mis. na- 
rices que, aunque de bronce, me conmueven ; nadie 
te tose en la República, doctor Eneene, ¡ pues, yo, 
te escupo! 

Don Adrián miraba al busto y el busto miraba 4 
don Adrián con sus ojos cóncavos, y este diálogo mu- 
do habríase ns si el ruido de la puerta, y 
la presencia de un criado no lo interrumpe en su más 
sabroso párrafo : era un gobernador, de los devotos, 
que se anunciaba y entró, excusándose de la impor- 
tunidad de la hora por la importancia del asunto, 
y con él un ministro, un diputado y dos senadores, 
todos los cuales parecían lo que eran y eran lo que 
parecían : el gobernador, de piel amulatada, melena 
y perilla cerdosas, manazas ordinarias y arreos de 
palsano endomingado, tenta más trazas de mayordo- 
mo de estancía que de gobernador ; el ministro era 
un jubilado de la Nación, y eso que ni por delante 
ni por detrás mostraba lisiadura alguna, como no fue- 
ra en la conciencia, y eso que no era viejo, y eso 
que era ministro; el diputado, con la marca de co- 
mercio, de propiedad oficial, grabada en su persona 
y en sus palabras, y ambos senadores con sefas par- 
bioulares tan parecidas á las del gobernador, que era, 


— 116 — 

- imposible ó no fueran parientes, ó no fucran antes 
gobernadores, según la evolución política consagrada. 
Sentados en rueda todos seis, discutieron largamen- 
te acerca de las consecuencias, próximas y remotas, 
del derrocamiento de Salgado : el decreto de inter- 
vención quedaba extendido, á la firma del Presidente, 
y la orden secreta dada al interventor de elegir ¿ So- 
to... ¿sería de temer, como se anunciaba, la cólera 
de don Olimpo? porque extraordinario parecía que, 
caído del gobierno, en vez de correr al campo y ar- 
marse y pelear, tranquilamente marchó á la estación, 
y á la capital se venía tan fresco : el señor ministro 
mostró el telegrama en que se le notificaba la par- 
tida del endemoniado vejete. 

—Le temo más aquí que en Córdoba—dijo don 
Adrián,—de seguro viene á ver á Ordenado, á concer- 
tar la resistencia. 

—Pues yo aquí no le temo—contestó el ministro, 
—aquí se le puede vigilar, y prender, si es preciso : 
á la ratonera viene por sus pasos contados. . 

Los otros sostenían esta tesis : que Salgado, sin el 
Ane era un cero á la izquierda y al general no 
e llevaba más contingente que el de sus rencores ; 
en estas condiciones, y poniéndose en lo peor, los su- 
cesos de Córdoba no harían sino precipitar la gesta- 
ción de los planes ordenistas y abortar la revolución... - 

—Porque observe usted, doctor—deciía el dipu- 
tado... - 
—Reflexione usted un poquito, doctor—decía 
también el más lenguaraz de los senadores... 

Hablaban á un tiempo, muy acalorados, y para 
hacerles callar el doctor Eneene echó en medio de la 
refriega el nombre del Presidente. 

—¿ Cuál es la opinión del Presidente? 

Y el ministro contestó que el Presidente juzgaba, 


— 117 = | 
la situación muy delicada, pero fácil de dominar +: 
todo dependía de que don Navigio Soto fuera hombre 
capaz de hacer en Córdoba lo que Salgado no habla 
querido hacer. 

—$Í que será—afirmó don Adrián,—no moverá 
pie ni mano sin el visto-bueno correspondiente, y más 
no se necesita para que todo marche como sobra 
ruedas. | | 

—Además—prosiguió el ministro—seguimos tan 
de cerca 4 Ordenado, que apenas le dejamos respi- 
rar : anoche se han tomado presos á dos oficiales del 
regimiento 15 de infantería, que están en el complot, 
y esperamos arrancarles revelaciones importantes ; 
al coronel Zeta, uno de los jefes más comprometidos, 
le echaremos el guante al primer descuido, ¿qué 
más ? el decreto de estado de sitio está ya montado y 
apuntando : mientras los ordenistas se ocupen en pa- 
sear á su santo por las calles y en hacerle novenas 
y echarle flores y sermones, pasatiempo inofensivo 
é infantil, les dejaremos tan entretenidos ; pero, si 
de tontos quieren pasar á vivos, y el castaño claro se 
pone castaño obscuro, y conspiran en serio, ¡fuego! 

Bien se notaba que no era manco el señor minis- 
tro (aunque jubilado) ; el gobernador se reía, cayén- 
dole la baba, no de gusto, sino de vicio, y 4 secar 
la chorrera de la levita acudía con pañuelo de lien- 
zo tan tieso, que sin duda llevaba almidón... 

—¡ Ja, ja! ¡nunca tal vi! ¡andan aquí con Or- 
denado como en mi tierra con el Cristo del Amparo; 
señor, qué devoción ! la función del domingo me di- 
virtió mucho, muchísimo. 

Dos horas duró el conciliábulo, y en él se convi- 
nieron medidas trascendentales para la marcha del 
partido eneísta, que después de pasadas á consulta 
del doctor don Francisco de Paula Trujillo, serían 


| — 118 — 
elevadas % la aprobación del Presidente, jefe Único, 
en su calidad de tal, y reconocido, del supradicho par- 
tido; el baboso gobernador aseguró, bajo su fe de 
caballero (no sé los quilates de crédito que tendría y 
así no lo consigno) que en la provincia de gu mando 
las tales medidas, tendentes á neutralizar las ma- 
niobras de Salgado y aniquilar la acción del gene- 
ral, se aplicarían con el rigor debido, y que sus mun- 
sos insulares no las necesitarían. 

—Estos ordenistas gritones no se usan por allá—- 
repetía salivando en contorno ;—tienen un diarucho, 
que apenas alza el gallo, le corto las alas; y están 
tan hechos á la obediencia pasiva, porque mis ante- 
cesores fueron de buena muñeca, como yo, que us- 
ted, doctor, les lleva de las orejas, propiamente co- 
mo á niños de escuela. 

- Muy entusiasmado, apoyaba don Adrián : 

—Pues es usted el más feliz de los gobernadores'* 
llevar así las riendas de un pueblo que no es duro 
de boca, constituye la más grata y regalada de las 
tareas ; pero, vaya usted 4 domar á los porteños... 

El ministro era porteño, y así mismo, con gesto 
de asco y horror, volvió la cara y levantó las manos, 
muy sanas y válidas (aunque jubilado) é idéntico ade- 
mán ejecutaron los otros, como diciendo : 

—Quite usted allá, doctor, y no miente á tales in- 
gratos, desamorados y malos patriotas, que no se des- 
pegan de los faldones de Ordenado; pero observe 

ue no todos los porteños son iguales, señor doctor : 
fije sus ojos benignos en nosotros y aprenda á dis- 
tinguir el grano del gorgojo y se dará por convenci- 
do que también hay re sumisos y blandos, dis- 
puestos á poner sus destinos y sus orejas en sus ma- 

nos poderosas... 
lase en la escalera ligero rumor de pisadas, roce 


rm 119 — 

de vestidos, voces de tiple, risas y abáñiqueo, como 
si muchas mujeres subieran ó bajaran ; ya el gober-. 
nador, cuyas anchas narices de mulato se in y 
venteando la delicada caza, había preguntado si aqué- 
lla era la escala de Jacob, porque, aunque no se 
veían, se adivinaban que eran ángeles los que así 
andaban alborotando. i 

—Es mi mujer—informó don Adrián,—que tiene 
hoy reunión extraordinaria de la comisión de su Asi- 
lo; muy lindas damas, señor mío... 

—Hago moción para pasar á cuarto intermedio— 
dijo el diputado. 

—;¡ Apoyado l —contestaron los otros, el goberna- 
dor babeando más que nunca, de gusto esta vez. 

Y dejando la suerte de la: patria á medio redon- 
dear, se pusieron tras la cortina : el visillo de tul per- 
mitía ver pasar por el recibimiento las elegantes da- 
mas del Asilo del Sauce : allí se detenían á dejar sus 
sombrillas en el perchero, 4 echar una ojeada al espe- 
jo ó á concluir el pespunte de una es. Al go- 
bernador, por ser forastero, dábanle los nombres de 
las que entraban : 

—Esta es la de Fulánez, aquélla la de Mengé- 
nez... la del sombrero blanco es la de Soto... 

—;¡ La mujer de don Navigio! pues no ha tenido 
mal gusto el muy trapalón : un gato viejo de su pe- 
laje con este ratoncillo monísimo... 

—No, hombre, si la mujer de Soto no es la del 

sombrero blanco; ésta es Florita Soto, sobrina de 
don Navigio: su mujer es aquella que sube tan so- 
focada.. 
—-¿ Aquélla? pues le compadezco, ¡ pobre colega 
mío! ¿qué se hará él con tanta carne? ¿y ésta sal- 
tarina? ¿y la otra rubia, que está de hociqueo en el 
rincón con la del turbante? 


— 12 — 

—Láa saltarina es la señora de La Llave... 

—¿No podría yo formar parte de esta encanta- 
dora comisión ? 

—BÍ, como socio protector: pronto verá usted 
llegar á los socios protectores, que tienen á su cargo 
auxiliar á las damas en la organización de la ker- 
messe. 

—Mi querido doctor, yo no soy curioso, y se lo 
probaré retirándome del cristal tan pronto asome en 
la escalera la primera silueta masculina... 

Mientras estos señores olvidaban, en la contem- 
plación de la mujeril concurrencia, los gravísimos 
asuntos que esperaban pronto remedio de su sabio 
consejo, misia Damiana, con bata de larga cauda, 
de merino azul pálido y encajes blancos, y á pesar 
de la hora y el traje, mucha pedrería en manos, pe- 
cho y orejas, recibía en el gran salón, acompañada 
de Alcirita. 

—Buenos días, amiga mia, ¿qué tal? puntualí- 
sima, como siempre. Adiós, Florita, ¿y tu mamá? 
adelante, señora, siéntese usted. 

El besuqueo no cesaba : habian arrimado las si- 
llas á la pared, como si fueran á bailar, y puesto, en 
un ángulo un pupitre, preciada joya de ebanistería, 
con recado de escribir ; los stores de seda filtraban 
una luz discreta, suficiente para no andar á trope- 
zones y evitar sus habladurías respecto de la enha- 
rinada cara de misia Damiana, de los frescos retoques 
de Alcirita y de las pinceladas que, con mayor ó me- 
nor maestria, les hubiera venido en gana darse á 
las socias del Sauce. Aquella señora tan saltarina de 
La Llave, que caminaba como chingolo retozón, es- 
taba armada de un ¿impertinente con rabo de carey 
y para ella no había detalle, que, aun velándose en 
la sombra, consiguiera pasar inadvertido : el objetivo 


— 19291 — 
de su curiosidad era misia Damiana, tan morena, 
tan rechoncha. | 

—$1 parece un Judas—dccía ¿4 Florita Soto su 
vecina, —¡ de azul y blanco! creerá estar más en ca- 
rácter, como Presidenta futura, ¡qué risa! ahora 
calgo : ¡se ha pintado una ceja más alta que otra ! 
ya dije yo al entrar ; pero, ¿qué demonios tiene hoy 
esta señora? algo de mefistofélico, de raro. Y es eso, 
las cejas desiguales. 

Florita se reia con mucha gana, y hacia variar 
la dirección del malévolo instrumento. 

—Mire usted allí... mire usted allá... fíjese us- 
ted, detalle por detalle, y dígame con franqueza si 
encuentra algo de particular en la pavera, ¡qué na- 
riz | ¡qué boca! ¡ qué ojos! 

—;¡ Horrible ! ¡¡ horrible 1! ¡¡¡ horrible! ! l—repe- 
tía la de La Llave marcando cada defecto,—y sin em- 
bargo... ¡ah! ¡qué hombres ! 

Muy bajo dió Florita la noticia que Perico Truji- 
Ho, despedido, según decían, por la de García Luces, 
volvía al redil de la de Eneene. 

—De él no lo extraño, porque anda buscando no- 
via con pesos... pero, verá usted cómo Alcira acepta 
de nuevo sus galanteos, y mo porque le quiera, «por 
vanidad. 

—¿ Y Castorito? ¿no aseguraban que era el pavo 
vencedor? 

—El pavo de semana, dirá usted ; á Castorito le 
tocó estar de servicio la semana pasada ; ésta va ú 
ser dedicada á Trujillo, el pavo pródigo... | 

Todas las damas, que no pasaban de diez, se ha- 
bían sentado, misia Damiana delante del pupitre, la 
de Soto, la gordinflona esposa de don Navigio, fren- 
te á la de La Llave, con quien estaba de pique por 
causa de añejos chismes y cierto pleito ruidoso que 


— 199 — 

cortó las amistades de sus cónyuges respectivos, las 
otras diseminadas, abanicándose fuerte, mirándose - 
de reojo, en busea del punto vulnerable para clavar 
el alfilerazo de la crítica, algo aburridas porque los 
caballeros auxiliares, poco galantes, se hacian espe 
rar : eran las nueve y media, la cita estaba fijada pa- 
ra las nueve, y ellas, cosa inverosímil, habían sido las 
primeras en llegar: ni Montesol, el simpático cro- 
nista de El Cotidiano, el más leido, comentado y cele- 
brado de los escritores argentinos (sin agravio sea 
dicho para don Buenaventura Luces) se mostraba 
en su puesto, pronto el lápiz para tomar apunte fiel 
de nombres, trajes, Joyas y detalles al menudeo, que 
él adornaba después á las mil maravillas en su delei- 
tosa revista, ¿dónde estaba Montesol? ¿mo venía 
Montesol? Precisamente la de La Llave que, entre 
paréntesis, era una real moza, estrenaba aquel día 
una toilette de mañana, de corte parisién, y no que- 
ría sentarse hasta que no entrase el cronista, 4 fin de 
darle en los ojos la primera; ya jugueteaba en sus 
labios la frase : | 

—¿Qué: tal, Montesol? ¡ por Dios! no se fije us- 
ted tanto en mi totlette, que no tiene nada, absolu- 
tamente nada de particular. 

Y Flora Soto, señorita que á los treinta pisaba 
los talones, y bajo nigún concepto quería ser olvi- 
dada, pues cuando no vela su nombre en la crónica 
social sufría un acceso nervioso, con impaciencia 
murmuraba : 

—1 Si no estamos más que nosotras! pocas reso- 
luciones podremos tomar, no viniendo los caballeros. 

—Vendrán, hija—contestó la otra, —la demora 
pase, pero la falta... sería imperdonable. 

Acercóse Alcira, y fué recibida con la más cordial 
Sonrisa. 


-——bó de lancear 


— 123 —. 

«—Escucha, Florita, vamos $ convenir nuestra 
proyecto de pabellón : tú no quieres de india fuegui- 
na, ¿verdad? bueno, ¿qué te parece de alsaciana ? 

—¡ Ay! horrible, esos lazos negros en la cabeza 
no sientan. j 

—¿ Y de napolitana ? 

—¡ Muy ordinario! de japonesas, de japonesas. 

—¡ Quita allá! muy vulgar... Yo he ideado un 
proyecto encantador: mira, nos vestiremos de la- 
bradoras valencianas, con falda de lana azul y ter- 
ciopelos negros, delantal de tul, pañolito con galones 
de oro y lentejuelas, peinado de castaña y alfileres 
de perlas... el pelo partido al medio, con cortinillas + 
¡es divino! el pabellón será de forma rústica, y ven- 
deremos chufas, naranjas y flores, ¿qué te parece? 

—;¡ Perfectamente ! ¡ precioso! ¿y quiénes van al 
pabellón ? 

—Pues... tú, yo, las dos de Fulánez... 

—¡ Qué lástima—observó la de La Llave,—que 
Jovita y Elena García Luces guarden luto! con ese 
traje estarían para comérselas. 

Esta salida dió pie 4 Alcira para contar con mu- 
cha reserva, después de pedirlas no lo dijeran á nadie, 
que en casa de García Luces había encontrado ya 
por tres veces 4 un doctorcito Hierro, que ella jura- 
ra festejaba ¿4 Jovita y 4 quien Jovita ponía muy 
buena cara : ¡ella tenía un olfato para descubrir es- 
tos gazapos ! 

—¿Es uno morenito, bastante feo? — preguntó 
Plora. | 

—Sí, bastante, de sobra; ¡ y sin un centavo! 

—¡ Jesús | 

Las dos se cubrieron con el abanico, y la pavera, 
moviendo más que nunca el hociquito de conejo, aca- 

al desgraciado con esta frase .:. 


— 124 — 

—Y por añadidura, poeta... ¡ y ordenista Í 

—¡ María y José ! —exclamaron las otras con ma- 
yores aspavientos.—¡ Qué mal gusto y qué mala ca- 
beza! cuando, bella y rica, tenía el derecho, que no 
todas lo tienen (Florita suspiró) de escoger al más 
pintado. 

Misia Damiana decía : 

—¿ Y esos caballeros? van á hacernos perder la 
mañana. | 

Alguien entró, y al volverse todas,” vieron á mi- 
sia Florinda, la de Luces, con unos crespones negros 
que lamian el suelo, tan sofocada que apenas podía 
hablar. 

—¿Soy de las últimas? no lo extrañen ustedes : 
¡ si creí no poder venir! en este momento se duerme 
Justito; vestida, como ustedes me ven, he tenido 
que darle su biberón y hacerle dormir, porque si le 
dejo en brazos de la niñera, pega fuego. Después, 
Ramoncito, el tercero, jugando en el patio se cayó y 
casi se me parte la cabeza el ángel. Yo decía : está 
de Dios que no iré á la reunión ; lo hubiera sentido 
de veras: ú diversiones dejaré de ir, por mi luto y 
mis quehaceres, pero cuando se trata de ejercer la 
caridad... ? 

Saludó á diestro y siniestro, y fué á sentarse cer- 
ca del pupitre de la señora de Eneene, con quien 
trabó al punto porfiado diálogo, describiendo, sin que 
ella se lo pidiera, todos los extraños y variados sín- 
tomas de la enfermedad de Justito. 

—Usted no se imagina, señora : hemos llamado 
á todos los médicos, y ninguno da en el clavo ; que 
este jarabe, y esta tisana y estos polvitos, y el niño 
cada vez peor. Hay día que le da por dormir y otros 
por no dormir, ya tiene hambre y ya no come cosa 
alguna... ¿y las niñeras? ¿qué me dice usted de las 


-” 


— 1295 — 


niñeras? ¡asómbrese, amiga mía! ¡ayer encontré al 
niño con una tajada de melón en la mano! 

Misia Damiana creyó deber expresar su asombro 
la una gran voz, que hizo ladear á todas la ca- 

eza. | 

—¡ Melón! ¡comiendo melón! querida amiga, 
¡ qué descuido!... ¡ah, señores, al fin! tardíos, pero 
seguros. 

Algo confusos, y excusando su falta de galantería 
de la mejor manera, se presentaron dos caballeros, 
de americana negra y corbata azul de lazos flotantes, 
viejos verdes muy lustraditos y perfumados, y trea 
más, solterones con tanta fachenda como un pollo ; 
al mismo tiempo, escuchóse clamoroso glú glú y to= 
dos los pavos de Alcira invadieron el salón, los siete, 
Periquto Trujillo á la cabeza, luego Castorito, otro 
rubio ceniciento, con una pelusilla dorada sobre el 
pico, digo, sobre el labio superior : los había blancos, 
negros del todo y pardos. Bajo el impertinente de la 
señora de La Llave pasó la manada entera, y los 
indiscretos cristales decían á su dueña : 

—Castorito trae hoy muy mala cara, ¿le habrán 
desplumado esta noche... en el club? ¡cómo aletea 
Trujillo alborozado en torno de la amable pavera! 
ella parece que le regaña y él da saltitos y mueve la 
cabeza, ¡qué encerrona más bien ganada, para que 
aprenda á no volar del corral otra vez! los demás le 
observan con enfado, ¡y Castorito tiene unas ganas 
de plantarle un picotazo! y todos, porque están muy 
huecos, señal evidente de irritación en ellos... ¿No es 
Montesol aquel que asoma en la puerta de entrada? 
¡ sí, es Montesol! no mira hacia acá: está mirando 
á la señora de Soto, que se ha puesto un sombrero... 
¡qué bridas tan mal anudadas! ¡y qué flores tan 
chillonas !... ahora se vuelve y habla con la de Men- 


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gánez, que está á su lado, y la de Mengánez y ella 
revolotean los ojos... 

La bella dama retiró el lente, porque le pareció 
que su enemiga se mostraba importunada por la ins- 
pección de que era objeto, y no deseaba provocarla. 

—Su tía está muy nerviosa—dijo 4 Florita. 

—No haga usted caso; es porque charlo con us- 
ted, ¿y qué? ¿4 mí qué me cuenta la señora tía? 

—Hija, seguro que sé lo contará á su mamá. 

—¡ Qué miedo! ¡ay! ya tiemblo de llegar á casa. 

Reíanse ambas; y de repente, como pasara el 
Trujillín y el instrumentito revelador denunciara la 
fea cicatriz de la mejilla, Florita refirió, tras el aba- 
nico, la verídica historia de aquella herida : durante 
la última jira política del papá, en un poblacho que 
se llamaba Ombú, le recibieron $ pedradas y hasta 
quisieron asesinarle; ya tenía el gaucho malhechor 
levantado el facón para abrirle por medio, cuando 
Periquito se echó sobre él; y luchó hasta desarmar- 
le, salvando la vida de su padre á trueque de aquel 
araño. 

—¿De veras?—decía la de La Llave siguiendo 
al Trujillín en su paseo, —¡ parece mentira! ¡es un 
pavo guerrero entonces! no hubiera creído á ningu- 
no de su especie con.tanto brío... Montesol, ¿cómo 
está usted ? 

El simpático cronista se inclinaba amablemente, 
y las dos, con refinada coquetería, ensayaban la son- 
risa más graciosa, la mirada más seductora... 

- —Tan galante como de costumbre—contestó Flo- 
tita al primer cumplido, hecha un almibar. 

—No diga usted, Montesol—repetia la otra,— 
¿encuentra chic mi toilette? no vale nada... es de 
Paris... pero no lo cuente usted en El Cotidiano, 


— 127 — 


¿eb? porque es usted el hombre más indiscreto del 
mundo. 

Se impuso silencio, pues la señora de Eneene 
había dado comienzo ú la lectura de ciertos docu- 
mentos que á la comisión del Asilo interesaba co- 
nocer; luego, de ciertas cuentas que era urgente 
aprobar, y se aprobaron, y en seguida se abrió la 
discusión sobre la mejor manera de organizar y ha- 
cer productiva la proyectada hkermesse: aparte el 
dejo catamarqueño, era misia Damiana, muy ver- 
bosa, y se hilvanaba unas tiradas oratorias, que para 
sí las quisieran muchos señores diputados ; con frase 
clara expuso el estado actual del Asilo del Sauce : 
renta escasiísima, entradas nulas, salidas múltiples, 
producto del concierto A agotado, producto de la 
subscripción B agotado, producto de otro concierto 
y de otra kermesse, agotado, todo agotado, en esto, 
en lo otro, presentes estaban los comprobantes... 
todo agotado, menos el ardor caritativo de la digní- 
sima comisión, que había resuelto hacer nuevo lla- 
mado al público bonaerense, cuya bondad y cuya 
paciencia no se agotaban nunca. Era necesario cons- 
truir una sala bien grande, bien ventilada : los vein- 
ticinco huerfanitos en las dos pequeñisimas que exis- 
tían, estaban como sardinas en estiba ; otros tantos 
solicitaban entrada ; las habitaciones de servicio ne- 
cesitaban serias reparaciones ; los altares de la capi- 
lla no tenian el dorado todavia... 

—¿Con qué fondos vamos ¿ emprender estas 
obras tan indispensables? — preguntaba la señora 
presidenta. 

Y como repitiera la demanda: ¿Con qué fondos ? 
la de La Llave contestóla así, para su vecina : 

—Pues con los suyos, señora mia; meta usted 
la mano en su bolsa repletita y saque lo suficiente 


$ 


— 128 —- 

para dotar de esa sala grande y ventilada al Asilo 
del Sauce, que esta erogación no la hará á usted ni 
más pobre ni más rica, y deje de moler al público 
con petitorios y á nosotras con fandangos, que ya 
aburren. ¿No le parece á usted, Florita? precisa- 
mente, mi marido me lo decía, antes de salir : «¿Otra 
funcionita de caridad? si esto sigue, tendrán ustedes 
que edificar un asilo para los donantes, después de 
desvalijados ; todos los días me llegan listas y car- 
tas y localidades de teatro : la verdadera caridad no 
es eso que ustedes hacen : la verdadera caridad con- 
siste en dar cada cual lo que quiera y pueda dar, sin 
que se entere la izquierda de la acción de la dere- 
cha, ¿desea la señora de Eneene proveer de cama, 
pan, educación y vestido á veinticinco huerfanitos? 
perfectamente, bien rica es para hacerlo, y hasta á 
cincuenta y á cien. Eso sería más meritorio á los 
ojos de su Dios, que todo lo que organiza, al solo 
objeto de divertirse y ostentar los sentimientos de 
que carece. Pon atención : el día que cada rico hi- 
ciera esto, el que más, más, y el que menos, menos, 
se acabaron el socialismo y todas las plagas que la 
vacuidad del estómago engendra.» ¿Es esto hablar 
en razón ó no, Florita? Sí lo era, no solamente para 
la chica de Soto, sino para toda la aristocrática asam- 
blea, que no lo decía en voz alta, pero rumiábalo allá 
en sus adentros. | 

Y como nadie contestaba, la señora presidenta 
insistía en su pregunta : ¿Con qué fondos? toman- 
do el partido de dar ella misma la respuesta : 

—No hay más remedio, señoras y señores, que 
acudir nuevamente al público; pero como otras aso- 
ciaciones análogas á la nuestra vienen haciéndolo 
con pesadez desde principios de año y de enero á 
enero es traido y llevado por la caridad, y acaso en- 


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contráramos en él asomos de fatiga, es preciso in- 
ventar algo nuevo, algo peregrino, que pique su cu- 
riosidad y le atraiga; es preciso que' nuestra ker- 
messe no sea como todas las kermesses. Tenemos 
varios proyectos y voy á presentarlos á vuestra con- 
sideración... pero antes, permitidme que insista en 
demostraros la urgente necesidad de reparar nuestro 
Asilo y la carencia de fondos para repararlo : la dig- 
na tesorera, señora de Luces (profunda reverencia 
de misia Florinda) os ha expuesto, por mi conducto, 
el estado de los libros y de la caja: unamos, pues, 
nuestrog esfuerzos para que la situación del Asilo 
del Sauce sea más próspera, gracias á los caritativos 
sentimientos del público de Buenos Aires. He aquí 
los diferentes proyectos de que acabo de hablaros... 
Enumerólos, y alrededor de cada uno de ellos, 
se empeñó reñidísima discusión, en que el femenino 
cotorreo llegó á ensordecer : los caballeros auxiliares 
callaban y sonreían, y sólo cuando algún abanico, 
demasiado elocuente, se ponia bajo sus narices, da. 
ban su opinión de acuerdo con la exaltada vecinita. 
La de Fulánez se enfadó seriamente porque una 
moción suya, insignificante, fué rechazada, y decla- 
ró que ella no asistiría á la fiesta, ni sus hijas se 
mostrarían en el pabellón valenciano; 4 implorarla 
cambiara de resolución, acercóse Alcira, pero ella 
no cejaba : A 
—HFigúrate, Alcirita, que quieren... 
- —Ya se arreglará todo, señora. 
- —Pero no á gusto mío : yo no estoy por el juego de 
caballitos ; me parece poco moral, poco decente, un 
- cebo para los viejos y un peligro para los jóvenes. 
—Y si la que ha de atenderlo es una que yo co- 
nozco...—apoyó la de Soto arrojando el dardo del 
EL CANDIDATO.—9 


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lado donde la señora de La Llave charlaba con Mon- 
_tesol y TFlorita. 

—;¡ Claro !—repuso la de Fulánez,—si el proyec- 
to no puede ser sino de ella. 

_. —No hagan ustedes cáso: si va gente, ¿qué 
importa lo demás? | 

Mucho trabajo le costó, pero convencióla al fin; 
una voz dijo : | 

—¿ Y en la confitería? que se lea la lista de las 
damas que atenderán la confitería. 

Misia Damiana leyó la lista, y apenas la de Men- 
gánez oyó su nombre, saltó diciendo que por todo 
el oro del mundo ella no quería ir á la confitería, 
y con acento trágico, extendiendo la enguantada 
mano hacia la señora presidenta, exclamó : 

a Muchas "moscas, amiga mía, muchas mos- 
cas! 

El dulce estaba demasiado pasado de punto y 
de días, para que el goloso insecto lo buscara ;. asi- 
mismo dióse sosiego á la asustadiza jamona colocán- 
dola en otro sitio, y del jardín hubo que sacar á dos 
damas que padecían de jaqueca, y no temían ni á 
. las moscas ni á los moscones de la confitería. lio 
único que no dió lugar á protestas ni á observación 
alguna, fué la proposición de la señora presidenta, 
de eximir á las damas y caballeros de la comisión del 
pago de la entrada : todos los abanicos se abatieron, 
en signo de universal acuerdo, y la de Fulánez, viu- 
da millonaria, reforzó su voto con esta frase : 

—¿Por qué hemos de pagar nosotros, sl somos 
los artistas de la compañía ? | 

La alborotada asamblea aprobó, por último, to- 
dos los proyectos que á su deliberación se sometie- 
ron : resultando, según la opinión de algún señor 
auxiliar demasiado sincero, que la kermesse del 15 


— 131 — 


de mayo en el Teatro Nacional, seria, sencillamen- 
te, como todas las kermesses; opinión que compar- 
tía el insigne Montesol,:aunque, menos sincero, se 
guardaría bien de decirlo en El Cotidiano y afilaba 
su lápiz, por el contrario, para contar al público bo- 
balicón que el éxito de la soberbia fiesta estaba des- 
de ya asegurado, con detalles aperitivos tan magis- 
tralmente servidos que, aunque sin gana y á rega- 
ñadientes, la gente se apresuraría á llevar'su óbolo 
á las damas del Sauce. 

Aparecieron dos criados correctisimos, perfecta- 
mente descañonados, como es de rigor, trayendo el 
uno chocolate con pastas, y el otro sandwichs, que 
aquí llaman, y jerez. El glu glu de los pavos subió 
entonces de punto, y no sé si al olor del oportuno 
piscolabis, los personajes aquellos del despacho ol- 
vidaron por completo el móvil importantísimo de ' 
su conferencia, y al salón se vinieron, detrás de las 
orondas bandejas. | 

Y en viendo al gobernador, dijo la de La Llave 
á Florita Soto : | 

—¡ Qué idea! si exhibiéramos á ese caballero... 
veinte centavos la entrada: ¡sería el clou de la 
fiesta l 


— 132 — 


vI 


Como cómicas que van á ensayo, al Teatru Na- 
cional acudían diariamente misia Damiana y su ele- 
gante escuadrón de damas, y las horas se pasaban 
- lidiando con carpinteros y tramoyistas, mientras el 
puchero quedaba en casa sin espumar y á los niños 
no se los llevaba el diablo, porque este buen señor 
no puede traficar con almas infantiles; la misma 
misia Florinda, á pesar de la cancamurria de Justito 
y de la seguridad de encontrar á su vuelta más de 
un doloroso chichón en la cabeza de alguno de sus 
ángeles, no dejaba de echar su vistazo y su puntada. 
Y no estaban poco satisfechas y hasta orgullosas las 
damas de su originalísima inventiva y de la destre- 
za de los obreros: en un santiamén, por arte de 
magia, se alzaron las más caprichosas construccio- 
nes; una pagoda con sus techos puntiagudos, sus 
campanillitas y el idolo monstruoso sentado á la tur- 
ca, los carrillotes inflados, la boca fruncida y el vien- 
tre enorme, desbordando sobre las rodillas, retrato 
exacto, según el maligno juicio de la señora de La 
Llave, de la propia misia Damiana... Luego, casitas 
holandesas, que parecían robadas de una caja. de 
juguetes; cabañas cubiertas de nieve, que daban 
frío sólo de mirarlas; pabellones de diversa forma, 
y guirnaldas y banderas por todas partes : se habla, 
igualado el piso y retirado todas las butacas, for- 


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mando así espléndido salón, donde el público podría, 
extasiarse ú sus anchas ; y por sl acaso no mostraba, 
muchos pujos de admiración y curiosidad, El Oots- 
diano había abierto una campaña de propaganda, en 
que Montesol sudaba toda la tinta de la imprenta, 
empeñado en probar y convencer á los papamoscas, 
que pagoda más auténtica que aquélla no se ha- 
llara ni en-la misma India; que la nieve de las ca- 
bañitas era nieve de verdad, traída del Monte Blan- 
co y conservada por un procedimiento especial ; que 
el arquitecto de las alquerías holandesas era un fri- 
són legítimo de Leeuwarden, sospechado de descen- 
der de un tal que edificó cierto palacio para uno de 
los Oranges, y mandado buscar expresamente por la, 
infatigable comisión : si con todas estas cosas y otras 
que, para mayor asombro de pasmarotes, inventaba 
la famosa péñola montesoliana, el público no mordía 
el anzuelo, era que ya estaba curado de kermesses, 
y Ó se quedaba el Asilo del Sauce sin su sala grande 
y ventilada, amén de las demás reformas indispen- 
sables, 0 las bienhechoras excogitaban más ingenio- 
sos medios para el logro de sus fines caritativos, Ó, 
justificando el honroso título, introducían la blanca 
mano en el bolsillo de terciopelo y cumplían su cris- 
tiana misión como Dios manda. 

En lo que Montesol no mentía, era en no darse 
punto de reposo, para que la función resultara luci- 
dísima, la señora presidenta y sus solícitas auxilia- 
res; el santo día pasaban dando órdenes, vigilando 
cada instalación, proveyendo todas las consultas, 
venciendo todas las dificultades, como el mejor, más 
competente y más celoso consejo de gobierno; co- 
gida del brazo de la de Soto, misia Damiana balan- 
ceaba sus caderas, y á pesar del hipo y el cansancio, 
iba, volvía, gritaba, se enfadaba, al carpintero, al 


—— 134 — 
pintor, al papelista, corregía un detalle, daba una 
idea y con todos enredaba de tal modo, que las obras 
iban adelante con actividad pasmosa : 

—Hay que estar en todo, amiga mia, porque al 
primer descuido le hacen á usted una... Ayer, en la 
gruta de la adivina, me encontré que las estalactitas 
que cuelgan del techo estaban tan mal prendidas, 
que sólo de rozarlas se venían abajo : después, en la 
casita de la izquierda pusieron el balcón flojo, y la 
puerta tan estrecha, que no podía pasarse sino de 
lado... ¿adónde lleva ese hombre el ídolo de la pa- 
goda? ¿á barnizarlo? ¡si ayer se le lavó la cara y 
está tan flamante! ¡ay, amiga mía! sentémonos un 
ratito, que esta lidia me pone nerviosa... Sí, buena 
está la de La Llave : es una socia que no sirve sino 
para revolucionarlo todo; á última hora se le ha 
metido en la cabeza que la hemos de fabricar un 
kiosco para sus caballitos y me ha venido con el di- 
seño, no sin hacer cacarear antes á El Cotidiano, 
que su linda persona, vestida de marquesa Pompa- 
dour, venderá la sal al peso en un precioso kiosco de 
tales señas, y ahí la tiene usted, armada del imper- 
tinente, vigilando la construcción de su Monte-Car- 
lo... Lo mismo que la cuñadita, ¡ qué jaqueca, amiga 
mía, para darle su gruta concluida! ya era dema- 
siado baja, ya demasiado alta, ya la habíamos puesto 
demasiado retirada ; y siempre á las vueltas con el 
pabellón valenciano, que le habíamos designado el 
mejor lugar, porque Alcirita estará en él, ¡Jesús! 
¡nadie, nadie creerá lo que cuesta organizar una 
fiesta de caridad !... ¡ah! allí veo al de la luz eléc- 
trica ; buen sermoncito le espera. 

Según Alcira, era de lo más divertido aquellas 
sesiones teatrales á puerta cerrada, en la sala obs- 
cura, enorme, donde el vacio hace al eco más pavo- 


— 135 — 

roso, y así los pasos, el martilleo y las voces resue- 
nan con doble estrépito : ella, Florita Soto y las de 
Fulánez, dos chicas guapísimas pero algo lelas, tre- 
paban escaleras arriba, se metían en el paraíso y de 
tamaña altura echaban graciosas cuchufletas á las 
atareadas mamás, Ó aplaudian, ó con los piececitos 
tocaban el pan francés más revoltoso, como espec- 
tadores que se aburren de la demora en alzar la te- 
la ; se sentaban en los palcos, saludande y trabande 
cofiversación con amigas imaginarias, y de repente, 
aparectan del lado del escenario, en actitud de tra- 
gedia, y decian y hacian muchos disparates. Rara 
vez los señores auxiliares las sorprendieron en tales 
travesuras ; pero, hubo ocasión en que una palmada 
vigorosa y algún ¡muy bien! salidos de un pasillo 
ó del fondo dela sala, hicieron eclipsar á las impro- 
visadas actrices, tan corridas como si las hubieran 
silbado. Curioseando en los feos recovecos de basti- 
dores, salvaban trampas, rodeaban decoraciones pol- 
vorientas y desde el primero hasta el último visita- 
- ban los camarines, para preguntar á cada objeto los 
secretos de la ponderada vida de artista : 

—¡ Qué horrible es un teatro por dentro !-—decía, 
Florita con los ribetes de filósofa, que le prestaban sus 
treinta años, —¡ da miedo! ¡ y tan bonito que parece en 
una noche de función al que mira de lejos ! estos lien- 
zos con árboles pintados y palacios, que, así de cerca, 
no se sabe lo que figuran y no muestran más que tor- 
pes pinceladas, semejan, desde una butaca, colocados 
en su lugar y con la luz apropiada, árboles y palacios 
de verdad... ¡ y así son todas las cosas ! ¡ hay que mi- 
rar dentro, para no salir engañados! A mí me ha 
ocurrido envidiar á los artistas y decir : ¡qué felices 
deben de ser, viajando siempre, riendo, cantando! 
pues ahora que veo estas celdas tan feas, no creo que 


e 
sean tan felices como yo imaginaba, porque en el 
teatro... y en el mundo, ¡todo es mentira ! 

Un suspirito, delator de escondido desengaño, 
ponía punto final á sus reflexiones, y más serias, 
volvían á la sala, cogían sillas y se sentaban muy 
cerca del pabellón valenciano, su pabellón, donde 
tantas conquistas esperaban hacer disfrazadas de 
monisimas labradoras: ocupaba el centro, aislado 
de las demás instalaciones, y era, indudablemente, 
el más bonito de todos ; decía Montesol, que naran- 
jos más hermosos que los dos de la entrada, no se 
velan en la misma huerta de Valencia, así carga- 
ditos de azahares y dorado fruto, y no hay que 
nerlo en duda, pues eran de puro artificio... Sobre 
el techo de paja había panojas de arroz, con arte 
sumo dispuestas. Las niñas metían mucha prisa á 
los obreros, y se dió el caso de sonsacar de la gruta 
ó de la pagoda á alguno que pasaba por habilidoso 
para el remate de importante detalle, lo que hubo 
de provocar una batalla entre la señorita Dorinda 
La Llave, preciosa adivina que conocía el pasado, 
el presente y el porvenir por las rayas de la mano, 
la de Mengánez, gran sacerdotisa de Brahma, y 
aquellas labradorzuelas que, olvidadas de su mez- 
quina condición, mandaban y ordenaban como gi 
reinas se creyeran. 

—¡ Ah! no—decía la encantadora maga,—hága- 
me usted el favor, Alcira, de no meterse con mis 
obreros,  quebramos los f!atos; en mi gruta falta 
mucho todavía : el trípode no está hecho, y ya ve 
usted, una adivina sin trípode no se concibe. 

—Es que... 

—Paciencia, amiga mla. 

—Los dias corren, Dorindita... 

—También para mi. , 


— 137 — 

Pero la señora sacerdotisa, que tenía un genio 
endemoniado, llevó su queja hasta los pies de la 
misma presidenta, acusando á'las revoltosas valen- 
cianas de querer quitarle los acólitos que para el 
culto de su dios necesitaba, y amenazando desertar 
su sagrado cargo, si no se ponía remedio á tamaño 
abuso : | 

. —Cálmese usted, querida amiga—contestó la so- 
focada misia Damiana,—ya sabe usted lo que son 
las niñas : ellas quisieran ver concluido «su pabellón 
en un decir Jesús, y no es posible... ¡ay! ¡lo que 
cuesta organizar una función de caridad! Téngame 
usted lástima, amiga mía, y déme una sillita, que no 
puedo más... ¿Y no nos agradecerán nuestros huér- 
fanos las penas que por ellos pasamos? ¿Y Dios, nos 
lo pagará algún día? 

Ligeras escaramuzas eran éstás sin importan- 
cia; la gran batalla que llegó 4 darse fué entre la 
señora de La Llave, la gentil marquesa Pompadour, 
y la de Soto, su enemiga jurada, y he aquí el parte 
oficial de esta acción de guerra : el kiosco de los ca- 
ballitos estaba situado al lado de la confitería y en la; 
confitería tenía el mejor asiento destinado la corpu- 
lenta esposa de don Navigio, para descanso de- sus 
fatigosos paseos con misia Damiana, y digo el me- 
jor, porque era un sillón gótico, de estos que ponen 
4 los reyes en las piezas de gran aparato, cuando 
la escena figura la sala del trono, desenterrado de la, 
guardarropía del teatro, y en él, con toda la majes- 
tad requerida, se arrellanaba la señora y hasta des- 
cabezaba un sueñecito, en medio del bullicio de los 
trabajadores. Una vez encontró que su regio sitial 
había desaparecido, é instintivamente... ¿quién po- 
día ser sino ella, la descarada, la que á diario osaba 
provocarla con palabras que ella no oía, es cierto, 


— 138 — 

pero que sus amigas tenian buen cuidado de traer- 
la, y decía dle ella qué sé yo qué y qué sé yo cuán- 
tos...? miró al kiosco de su vecina, y la vió repanti- 
gada en él tan ricamente : la cultura social manda 
callar en estos casos y la de Soto, á pesar de la cora- 
jina de muchos días acumulada, se habría callado, 
pero la sacó de quicio una sonrisilla burlona de la 
marquesa, quien al mismo tiempo asestaba su lente 
y parecía decirla : 

—Fastídiate, lo he hecho adrede, para que ra- 
bies; el que fué á Sevilla... Si estás cansada, te 
sientas en el mango de una escoba,... 

Encalabrinada, á un pintorcillo de aquellos, que 
cubría de mamarrachos las paredes de la confitería, 
preguntóle si sabía quién era el insolente demagogo 

ue la había destronado, y no bien soltó la descome- 
dida pregunta, del kiosco vino la respuesta en esta 
forma : 

—¿Su silla? ¿la ha comprado en algún remate? 

—Decía usted...—exclamó entonces la de Soto 
embistiendo á la marquesa. 

—Lo dicho—contestó la otra con mucha calma, 

—y no todo lo que usted se merece. 

-— —¿Y qué me merezco yo? ¿se puede saber? 

—No alborote usted tanto, que se pone muy co- 
lorada... y muy fea. 

—Bien se ve con quién trato : digna esposa del 
pelafustán de su marido. 

- —¡Pelafustán! ¡ Enrique velafustán | ¡el pela- 
fustán y el trapalón y el bribonazo es su marido de 
usted, don Navigio Soto, que arrastra la lengua don. 
de otros ponen los pies | 

—¡ Guaranga ! 

—;¡ Vejestorio ! 

Los abanicos se cruzaron, como dos espadas ; 


— 139 — 

del fondo de su gruta acudió Dorinda la adivina, la 
gran sacerdotisa se dejó á su dios solito sobre el ara 
santa, y las valencianas abandonaron sus maranjas 
y sus panojas de arroz... El trabajo cesó en la in- 
mensa sala, y los obreros todos rodearon á las aris- 
tocráticas combatientes; á misia Damiana la tra- 
jeron en volandas, y hubo que sentarla en el sillón, 
causa del litigio, para que pudiera hacer oir su pa- 
labra de concordia : 

- —¿Qué-ha... qué ha pasado? ¡por Dios, Euge- 
nia! (4 la de La Llave) esto no es creible, tratán- 
dose de usted, de ustedes, Loreto (4 la de Soto), 
alguna pamplina, por... por supuesto; el disgusto 
me ha quitado la respiración : ¡ parecéis niñas ! 

La de La Llave en un grupo y misia Loreto en 
otro, exaltadísimas, contaban la historia de lo ocu- 
rrido á su gusto; la bella Eugenia decía : 

—Ha llamado á Enrique pelafustán, y esto yo 
no lo puedo sufrir, no lo puedo sufrir. 

Y la de Soto: 

—1 Navigio adulón! él, que es más altivo... 
¿quién aguanta esto, quién? 

Al fin se calmaron, y en el regio sitial quedó 
la Pompadour triunfante, siguiendo, con su ¿mper- 
tinente, el tardo paso de la señora presidenta y mi- 
sia Loreto, que se alejaban. 

Por fortuna, esta escena no tuvo de testigos á 
ninguno de los señores auxiliares ; ellos venían algo 
tarde, más para charlar, que para ayudar en cosa 
alguna : después de las dos, todos los pavos de Al. 
cira entraban, uno á uno, graznando las buenas tar- 
des, y al pabellón del centro se dirigían, á marear á 
las hacendosas aldeanitas : | 

—Buenas tardes, Trujillo; buenas tardes, Cas- 
torito, buenas tardes... estamos muy ocupadas, ¡ mi- 


— 140 — 
ren ustedes si adelantan las obras! casi concluido ; 
¿qué bonito, eh? ¡no manosee esas hojas, Trujillo ! 

—¡ Ocupadísimas ! —repetía Flora—estudiamos el 
dialecto valenciano : ya sabemos una frase muy lar- 
ga... olga usted... ¡si se ríe de esa manera, no po- 
dré! oiga: Parroquiá, ¿vol un got d” horchata de 
chufes? está molt fresqueta. ¿Qué tal? no, Alcira, 
no me he equivocado en una letra. 

Los pavos abrían los picos de admiración y de 
risa, y la mayor de Fulánez salía por este registro : 

—Pues yo slempre me equivoco: con ese molt 
no puedo, digo molto, en italiano, y de fresqueta 
hago frasquetta. | 

Había uno pardito muy presuntuoso, el número 
5, que al Trujillin y á Castor, los dos rivales por el 
momento en auge, no podía pasar ni con agua ti- 
bia, y en conversación sospechosa que él les pillara 
con la de Eneene, allá iba y metía la pata, les des- 
alojaba á aletazos y no abandonaba el codiciado si- 
tio, mientras ella no le despidiera á las claras : 

—Váyase, Polo (se llamaba Apolonio), déjeme en 
paz, me aburre usted, me cansa usted. 

Sólo así se retiraba, mas no cesaba de rondar, 
vigilando si los demás rivales sacaban mejor tajada 
que él; y de repente, al lado de Alcira se plantaba 
otra vez : 

—A Castorito 'le concede usted cosas, que á mí 
no quiere concederme, y también ¿ Trujillo; esto 
no es justo, después pretenderá usted hacerme creer 
que á nadie distingue, ¿por qué ha aceptado ese jaz- 
mín de Castorito? ¡y usted, en cambio, le ha dado 
un heliotropo ! ¡un heliotropo ! la más elocuente de 
las flores : ¡sólo á ti miran mis ojos! 

El placer mayor de la pavera, celebrado con 
grandes risas gue sus amigas compartían, era en- 


— 141 — 

conar á los pobres animalitos, y obligarles á reñir y 
al irascible Polo con Castor, al Trujillín con el nú- 
mero 7, al 1 con el 2, y enzarzarles á todos en com- 
bate de palabras, que, naturalmente, nunca pasaban 
á mayores, pero dejaban su sedimento de rencor in- 
deleble ; aquella tarde de la batalla entre misia Lo- 
reto y la bella Eugenia, quiso Alcira, que estaba de 
excelente humor, dar á las amiguitas una prueba de 
la domesticidad de sus pretendientes, y asÍ, al acer- 
carse los siete, y rodearla, como de costumbre, ex- 
presó ella su sentimiento por haber perdido el aba- 
nico, un abanico de seda blanca con varillas de ná- 
car, y, detalle valioso, su firma autógrafa en el pa- 
drón... ¿dónde lo habría perdido? ¿en la sala, en el 
escenario, en los pasillos, en alguno de los palcos? 
como por todos lados había andado, seguramente, 
forzosamente, el abanico estaba en el teatro. Gran 
consternación en la manada : ¡el abanico se ha per- 
dido! ¿quién encontrará el abanico? 

—¡ Yo !l—exclamó Trujillín el primero,—lo bus- 
co, lo encuentro y lo traigo. 

Frase cesariana que todos repitieron con revuelos 
de alborozo, desbandándose al punto, Castorito para 
zabullirsé en las profundidades del escenario, Pe- 
rico para trepar al paraiso, Polo 4 los palcos de la 
segunda galería, y los demás por aquí, por allá, 
aguijoneados por el premio prometido, la posesión 
del caro objeto, que guardaba los perfumes, las ea- 
ricias y las confidencias de la señorita de Eneene... 
¡Qué batida! ¿4 gatas, bajo las sillas, en los rinco 
nes, detrás de las cortinas, con cerillas encendidas, 
que luego se apagaban y tornaban á encender, entre 
el mare mágnum de cajas, de telas, de herramientas, 
huroneaban afanosos, sudando, jurando, rabiando ; 
el temor de que el compañero fuera más feliz en la 


— 149 — 
infructuosa pesquisa, les quemaba la sangre, y por 
instantes velase brillar una lucecita en el paraiso, 
asomar la cabeza de. Polo por la baranda de un pal. 
co, y á Castorito aparecer por el foro, al n.” 7 salir 
de un pasillo, al 4 debajo de un banco, y descendía 
la pregunta del Periquín : 

- ¿Nada? 

—¡ Nada! — graznaban todos á una, y seguían 
busca, busca, busca... 

Las chicas, entretanto, se relan con tal gana, 
que Florita Soto pidió agua de azahar: ¡ja, ja, ja, 
ja! aquel diablillo de Alcira tenía o el aba- 
nico de seda y nácar, y mientras sus pobres anima- 
litos se daban de testaradas por hallarlo, ella mos- 
traba la borla dorada con jocosa cautela : 

— Aquí está! que no lo vean... voy á tenerles 
hnen rato buscándolo ; ; ¡pobrecitos! ¡cómo me quie- 
ren! ¡Ja, ja, ja, ja! : 

Pero la gran carcajada estalló cuando, reunidos 
todos, fatigados, cubiertos de polvo y telarañas, Pe- 
riquín con un desgarrón en el chaqué, Castorito con 
abolladuras en el sombrero, Polo con manchas en los 
pantalones, y aquel desgraciado n.* 7 con un regular 
- chichón en el frontal, sacó Alcira, fingiendo sor- 
presa, el abanico y abriólo delante de la: manada en- 
bera : 

—¡ Ay! qué cabeza... ¡si lo tenía en el bolsillo ! 
ustedes dispensen, ¡cuánto lo siento! de todos mo- 
dos, muchísimas gracias. 

¡ Qué reir entonces las retozonas valencianas ! 
corridos, los siete volaron ¿ limpiarse las plumas, y 
la de Eneene se ahogaba : 

—¿No os lo dije? me dan mucha lástima... ¡ pe- 
ro, es muy divertido! ¿y es no tienen, no tie- 
nen cría de pavos? 


— 143 — 

Las dos de Fulánez se pusieron coloradas, más 
por la pregunta que por la risa, pero Florita contestó 
con mucho desparpajo : | 

—Yo no, hija, dan mucha guerra y son difíciles 
de criar ; á lo mejor les sale pepita y se apestan... 

—¡ Se la arrancas, mujer! ¡les pones ceviza y 
vinagre, y tan guapos! | 

El 15 de mayo, día de la inauguración, se acer- 
caba, y la fiebre de los preparativos era cada vez 
más intensa : el teatro parecía una colmena, en la 
que no había más zánganos que los señores auxilia- 
res, porque las damas, á la par de los últimos obre- 
ros, aunque de guantes y sombrerito, trabajaban 
sin descanso ; todas las construcciones estaban ter- 
minadas, y se guarnecían ahora con los géneros que 
el opulento comercio bonaerense había regalado : así 
las tiendas, la confitería, el jardín, desbordaban de 
objetos de lujo, de bucólica y de recreo, preparados 
y presentados con tal arte, que estaban diciendo : 

—¡ Compradme ! ¡ comedme! 

Los clarines de Montesol continuaban alborotan- 
do la gran ciudad : 

—;¡ Señoras y señores, la kermesse del Asilo del 
Sauce comienza el día 15, no lo olviden ustedes, el 
día 15! no faltar, que hay allí reunidas tantas mara- 
villas como no se vieron jamás ni en París, ni en Lon- 
dres, y á admirarlas irá lo más distinguido de la so- 
ciedad y también lo menos distinguido, pues de to- 
dos espera una limosnita por el amor de Dios la in- 
fatigable comisión de damas bienhechoras... ¡ Gloria 
y honor á la señora Damiana Pérez Orza de Eneene, 
Loreto M. de Soto, Eugenia A. de La Llave (estas 
iniciales no sé lo que querrán decir, y á fin de no 
incurrir en error callo su significado), la señora de 
Fulánez, la de Mengánez, etc., etc., que con celo, 


— 144 — 
perseverancia y desprendimiento cristiano han sa- 
bido organizar esta soberbia fiesta, que hará época 
en los anales bonaerenses !... Vengan ustedes, seño- 
ras y señores, entren ustedes... 2 pesos de noche, 
1 peso de día : ¡abran la boca y la cartera ! 

Misia Damiana reventaba de satisfacción : la vís- 
pera, el 14, día de ensayo general, además de los ar- 
tistas y coro, se concedió la entrada, por favor es- 
pecialísimo, al gran cronista de El Cotidiano á quien 
correspondía la mitad del éxito de la jornada, á otros 
colegas suyos, tan benévolos y simpáticos como él, 
y algunas personas más, y por derecho propio al doc- 
tor Rodríguez de Eneene, al doctor Trujillo y 4 don 
Navigio Soto, ya elegido, según las últimas noticias, 
gobernador de Córdoba, y con el pie en el estribo 
para marcharse á tomar posesión de su Barataria... 
Francamente, estaba tan hermosa la sala, que des- 
lumbraba; la luz eléctrica, remedando plateados 
rayos de luna, prestaba fantásticos reflejos á todos los 
colores y á todos los objetos, y las banderas, las guir- 
naldas, los farolillos venecianos, tan alegre aire de 
fiesta, que si cada escaparate decía : 

—¡ Compradme ! 

La sala entera clamaba : | 
—¡ Gozad, divertios; penitas afuera y viva la 
risa ! | 

¿Qué sería cuando cada palco se adornara con 
un ramillete de bellas, detrás del bosquecillo de ca- 
melias del escenario la música se escuchara, y el bu- 
llicio, el entusiasmo, los trajes vistosos, completaran 
el soberbio cuadro?... 

Amaneció el día 15 con unos nubarrones tan es- 
pesos y negros, que no parecía sino que el cielo pre- 
paraba sus mangas de riego para aguar la fiesta; y 
su maligno propósito se comprobó al dejar caer, en- 


— 145 —= 


tro las diez y las once, un chaparrón copiosísimo, 
entre dos y tres de la tarde otro más fuerte, y luego . 
una lluvia mansa, que afluía sin ruido, sin descanso 
y sin piedad, enlodando calles y plazas, y poniendo 
á las damas y á los señores auxiliares de pésimo hu- 
mor y en el más duro aprieto. ¿Se suspendía lai 
inauguración? ¿no se suspendíia? la mayoría resol- 
vió que no se suspendiera. Se encendieron muchas 
velas 4 Santa Bárbara y no llegó á tronar... pero, 
siguió lloviendo con más ganas, hasta cerca de las 
ocho de la noche, hora en que el cielo se quitó el 
húmedo embozo, asomaron algunas estrellas con luz 
tan nublada, como si se hubieran constipado, y una 
rajita de luna apareció entre las nubes cirrosas. 

No llovía, pero estaban las calles tan puercas y 
las aceras, que extraño sería llegaran á salvo las lin- 
das vendedoras sin alguna salpicadura: envueltas 
en feos impermeables, poniendo con precaución los 
plececitos en el serrín espolvoreada sobre las losas, 
la tarjeta de entrada libre bien á la vista, bajaban 
de los carruajes, y en el vestíbulo iluminado desapa- . 
reclan prestamente, saludando con cabezadas gra- 
ciosas al grupo de caballeros de frac, que tras de la 
cortina roja estacionaba... En el tocador se despo- 
jaban del abrigo, consultaban al espejo y con el 
peine y la borla corregían los desmenes de la brisa : 
allí estaba la Pompadour, la bella Eugenia, y segu- 
ramente la otra, la auténtica, tornara á morir de ce- 
los, si la viera con su peluca blanca, el vestido de 
raso color de rosa y gro á florecitas, y aderezo de 
perlas y brillantes, encantadora, como ella no pudo : 
mostrarse más en los saraos de Versalles ; y también : 
Dorinda, la adivina, una gitanilla tan remonísima, 
que antes que los secretos en las manos, debía de 
leer la admiración en los ojos, y Alcira con Elorita 

EL CANDIDATO. —10 | 


| — 146 — 

y las dos de Fulánez, de valencianas de la Huerta, 
fresquetas como sus chufas y convidando á Ser sús 
fieles parroquids... Habla ádemás capérucitás en- 
cernadas, hermosas holandesas con reluciente dia 
dema como las frisonas y flamencas de Rubens, y 
napolitanas y flores y pájaros, quien de tulipán amna- 
rillo y quien de colibrí, todas atusándose ante el es- 
pejo, y renegando del mal tiempo, que osó mánchár 
zapatitos, humedecer tules y despachurraf bucleci- 
llos : desde la puerta od una caperucita que ve- 
nia la señora secretaria; la señora secretaria era 
misia Loreto, y misia Loreto desempeñaba en esta 
ocasión las funciones de director de escená, Vamos 
al decir; llegó, muy compuesta y metió prisa á las 
artistas : ; 

—No demorarse más, ya es hora, ¿mucha gente? 
regular, regular... el teatro es tan grande, ¡luego 
el tiempo! parece que hubierá esperádo el maldito 
con toda picardía el 15 de mayo para soltarnos toda 
el agua almacenada. 

A Florita y Alcira, que se le habíati ácetcado (la 
Pompadour daba desdeñosamente lá espaldá) les 
confió, riendo, un maligno comentario sobre la de 
Mengánez que, vestida de sacerdotisa, vendía en sú 
pagoda especias olorogas : 

—¿No la han visto ustedes? ho es posible verlá 
sin reir: una túnica blanca, com muchos pliegues, 
el brazo desnudo, ¡ y corona verde! ¡de Norma á su 
edad ! tenía tanto miedo ú las moscas de la confite- 
ría, y no teme el ridículo... 

Salieron todas muy emocionadas, de tal modo, 
que la mayor de Fulánez, al presentarse en la sala 
brillantísima, sintió mareos y del brazo de Alcira 
se asió pata no caer: á falta del aplauso alentádot 
del público, la de Eneene animóla diciendo : 


— 147 — 

— Tonta! ¿qué.te pasa? ¡mae has asustado | 

«—Tengo una vergienza... | 

—¿De tu precioso traje de fantasia? ven, ¡verás 
qué negoción hacemos esta noche! 

Tocaba la orquestá y el murmullo de la concu- 
rrencia llegaba á veces á apagar sus tcordes ; llenos 
estaban los palcos, y delante de cada instalación se 
apiñaban los curiosos, sufriendo impasibles la etn- 
bestida de las vendedoras, el vaso de leche helada 
servido por hermosísima flamenca, el tama de flores 
de una bellá dama del jardín, la cedulilla de la rifa 
ofrecida por la más ideal caperucita de Perrault... 
Abrían la boca, mucho, mucho, mucho, ¿pero la 
cartera? ¡ca! 

Más que ninguna alborotabá Alcira, dentro de su 
pabellón, rodeada de su guardia : 

—¿Parroquid, vol un got d* horchata de chufes ? 

Entre el marco de azahares erguía el busto, aso- 
maba la cabeza coronada de cuatro largos alfileres 
de perlas, y repetía : 

-—/ Parroquiá ! | 

Algunos se hacian log sordos, pero no faltaba 
quien s6 creyera obligado á acercarse y dejarse des- 
valijar por la señorita de Eneene : | 

—Una gota es muy poco; déme usted un vaso, 
encáñfitadora valenciana. 

—;¡ Ay! ¡qué ignorantón ! ja, ja, si got en mi 
dialécto quiere decir vaso... | 

—-—¿$1? pues ya sé una cosa nueva ho soy muy. 
fuerte en idiomas, y en dialectos menos : venga ese 
vaso de fresca horchata. 

«—¡ Oh! sí, molt fresqueta. 

——Efectivamente, ¡es deliciosa! ¿Y estas naran- 
jas? ¿son también frescas ? 

—¡ Oh ! sí, molt fresquetas. 


— 148 — 

—¿ Cuánto es todo, señorita?” 

—Un peso y cincuenta centavos... aquí me da 
usted un billete de cincuenta pesos : no tengo cam- 
bio; espérese usted, iré á buscarlo. 

—No, señorita, quédese usted con él ; si es para 
los huerfanitos de su Asilo. | 

—Muchas gracias, caballero... parroquiá, vol un 
got... 
El infeliz cree poder escabullirse ahora, pero 
Florita Soto le atrapa por el otro lado : 

—¿Es posible? ¿pasa usted de largo, sin com- 
prarme nada? 

—Señorita... al contrario, si venía precisamen- 
te... déme usted de su horchata, pero, una gotita 
tan sólo, porque ya he tomado un vaso... he aquí su 
precio. 

. —¡ Veinte pesos! voy á cambiar. 

—No, señorita, guárdeselo todo, se lo suplico. 

—Muchas gracias. 

Lia mayor de Fulánez, ya repuesta, le mete por 
las narices un manojo de barquillos y le obliga ¿ 
comprárselog por la exorbitante suma de diez pe- 


- SOS y por diez pesos también la menor le carga con 


un par de naranjas, que el cuitado no sabe qué ha- 
cer con ellas ; la fama de su rumbosidad se extiende 
por la sala entera, y al punto le rodean, le asaltan 
y le timan caperuzas, holandesas y floristas, y hor- 
chata aquí, allá leche y pastelillos, llega al kiosco 
de los caballitos, después de incensado por la de 
Mengánez en la pagoda, y la Pompadour y su €es- 
poso, aquel Enrique por misia Loreto tan mal tra- 
tado, que la lleva el apunte, le corren y le desarzo- 
nan, y va á caer, por último, en lo profundo de la 
gruta de Dorindita Lia Llave, quien le adivina, sin 


— 149 — 
mucho trabajo, que tiene una indigestión y los bol- 
sillos vacios. | 

Pero, de éstos no hay muchos en libra : más 
abunda la especie de los que dan poco ó no dan nada, 
y de una invitación peligrosa se zafanm, como gatos 
escaldados, y al lucero del alba le plantan un ¡no! 
que es un zarpazo. Alcira palpaba la bolsa de seda, 
fruncía el hociquito : o 

—Poco dinero, poco... ¡y tanta gente! ¡parro- 
quiá, parroquid ! 

Parroquianos tenía muchos : en primera línea to- 
dos sus pavos, y luego otros de la misma familia, 
pero de labia y de guasa, para charlar y bromear, 
largos de lengua y cortos de genio... cuando á pagar 
tocan. Orgullosa de mostrarse así rodeada, mientras 
sus compañeras pescaban uno por milagro, y al pun- 
to se desprendía del anzuelo, burlando su codicia, 
ella cuidaba no espantarles : á todos servía una frase 
amable y un vaso de horchata, y por turnos conce- 
día minutos de charla íntima á cada uno, engolosi- 
nándoles con tal arte, que los otros se dejaban des- 
plumar sin una queja; daba gloria verla moverse 
detrás del mostrador, como si en toda su vida no 
hubiese hecho otra cosa, bajándose, levantándose, 
con los vasos, con la jarra, con los cucuruchos de 
barquillos, con las naranjas, que mondaba maravi- 
llosamente y presentaba abierta en cascos y salpi- 
cada de azúcar... Florita acercóse á su oído y la dijo, 
alarmadísima, que la horchata se acababa, y ella . 
molt fresqueta, como cualquier tabernera de esas 
calles, bautizó á la horchata, echándole, por lo me- 
nos, cubo y medio de agua. Tenía una manera de 
decir, al encerrar un billete en la bolsita : 

—Voy á dar á usted el vuelto... que, ó era el otro 
un zote rematado, ó comprendía esto por fuerza : 


— 150 — 

—Mejor lo guardaré para mis huerfanitos; no 
sea usted mezquino... 

Y asentía mansamente á la usurpación, contes- 
tando : 

—CGuárdelo usted, señorita... 

Puesto que no había más remedio y notaba la 
pachorra y la desgana de la vendedora. 

Si ponéis en una artesa trigo, mijo y otros gra- 
nos tan apetitosos como éstos para las aves de co- 
rral, veréis cómo la asaltan, disputan entre sí para 
ocuparla, y á cada bocado le sigue ó le precede fu- 
rioso picotazo al vecino, que, por defenderse, no 
deja de comer y se atraganta, y todo es revolución, 
discordia y guerra en torno de ella; pues esto pre- 
eisamente ocurría en el pabellón valenciano con los 

avos de Alcira, que todos se disputaban sus pala- 
bras y favores : si Castorito obtenía un párrafo más 
largo que lo permitido, y so pretexto de saborear log 
gajos de su naranja, se estaba como un pelmazo sin 
despegarse del mostrador, ya Polo, el arisco, metia 
el pico por el otro lado : 

—Alcirita, un vasito más. 

Y el Trujillín pedía á voces que le sirviera tam» 
bién, y poco á poco desalojaba 4 Castorito, y Pole 
era olvidado y los demás en cada uno de aquellos 
secreteos con la pavera, pues, según todas las tra- 
zas, aquella noche las acciones de Perico pintaban 
en alza. Porque Alcira tenía empeño muy grande en 
averiguar los grados de su culpabilidad en el asunto 
de su amiga Elena, antes de otorgarle de nuevo la 
credencial para. figurar en su guardia... 

—No, no, si usted debe sincerarse de un cargo 
gravísimo; no me venga eon declaraciones mentíi- 
TOSas. 

: —¡ Por Dios, 'Alcirita 1 


— 151 — 

—Nada, nada'¿ usted ha hecho la corte á Elena 
García Luces en Ombú, usted ha venido de Ombú 
as menos que comprometido con ella, ó poco 
mas... l 

—¿Me da usted una naranja, señorita? 

-—Voy, caballero... 

—Declamos que usted vino de Ombú comprome- 
tido con Elena. 

—¿ Quién se lo ha dicho á usted? | 

—Una paloma blanca; y como esto es cierto, 
mientras usted no me lo explique, excuse repetir 
gus palabritas de Marplatina. 

—¡ Marplatina! ¿se acuerda usted, Alcira? ¿oye 
ese wals que toca ahora la orquesta? Toujours ou 
jamass : bailando pregunté á usted la eterna pregun- 
ta, y usted me contestó : Ni toujours ni jamass, lo 
que para mí significaba una esperanzp. 

—SÍ, á pesar de eso, le pareció á usted muy bien 
cambiar de pareja en Ombú y seguir bailando. 

—Mire, Alcira, eso de Ombu... 

'—¿Meo da usted unos barquillos? 

——Voy, caballero... 

—Pues eso de Ombú fué lo que llaman los fran- 
ceses un coup de téte de mi parte, despechado por 
no haber obtenido el sí que pedí á usted tantas 
veces. i 
—¿Nada más? bien amartelado le he visto en la 
casa del Retiro. 

—Ya no yoy ; no pongo los pies. 

—¿Por qué? 

—Porque me he convencido que la señorita de 
García Luces no me haría nunca feliz, que la única 
capaz de hacerme feliz es usted, Alcira, usted que... 

-—Tome usted, señorita. 

«—El vuelto, caballero. 


— 152 — 

—No hace falta. 

—Muchas gracias (acercándose nuevamente al 
acaramelado Trujillin, bajo las coléricas miradas de 
todos los otros) pues, eso no está muy claro, Truji- 
llo, dispénseme que se lo diga: no parece usted 
muy firme en sus afecciones, ¿quién va á fiarse de 
usted, quién? 

—Alcira, no me juzgue tan mal y convénzase 
que todo no ha sido sino una chiquillada, de des- 
pecho. 

—Eres turco... | 

—;¡ Y no quiere creerme! ¡ah! es porque usted 
gusta de Polo, de ese gaznápiro. 

—¡ Qué esperanzas ! 

—O de Castor. 

—¿ Yo con ese calabaza pelada ? 

—Mucho que habla usted con él, y le atiende, 
y es amable. : 

—$S1 es amigo mio, ¿he de despedirle? 

—;¡ Digo que usted me desespera, Alcira ! 

—Que no le dé tan fuerte, Trujillo; y déjeme 
nablar 4 Elena, que ella debe de tener muchas cosas : 
que contarme. | 

—Hable usted, hable usted... 

Estaba Polo tan rabioso contra Periquito, que 
- allí mismo le hubiera retorcido el pescuezo, y aquel 
número 7, que siempre llevaba la peor parte, y Cas- 
tor, le andaban en torno, más esponjados y encar- 
nados... Acercóse al pabellón la señora de Eneene, 
acompañada de su inseparable secretaria, majestuo- 
samente, con una sonrisa en los labios carnosos, que 
parecía decir : j 

—¿Qué tal? ¿no og prometí que hablais de pas- - 
maros en mi kermesse? ¿dónde encontraréis diver- 
sión más honesta y agradable? ¡ pues es nada que os 


«— 153 — 

sirvan manos anristocráticas, tan distintas, de las vul- 
gares que os sirven á diario! es un lujo que hay que 
- pagarlo, público amable, que has acudido á mi in- 
vitación, solícito, como siempre, y cándido, también 
como siempre... paga, paga... ¡que Dios te lo paga- - 
rá! En busca de una silla para la señora presidenta 
salieron. disparados Polo y Castorito, y la trajeron, 
disputándose el honor de ofrecérsela ; quiso el ama- 
ble Trujillín traer otra para misia Loreto, pero no 
fué menester, porque con esto de. que la de Luces, 
á: causa de su luto, no estaba en la fiesta, ella no 
paraba, como zarandillo, y dijo tener que marcharse 
á la confitería para echar... no un traguito, como 
aquel desfachatado de Polo quería dar á entender 
con sus guiñadas, sino un vistazo. Y se marchó. 

—Mamá—exclamó Alcira enseñando la bolsa de 
seda con aparentes síntomas de indigestión, de tanto 
engullir billetes, —¡ mira, mamá, qué llenita está ! 

Flora y las de Fulánez palparon las suyas ¡ y ha- 
lláronlas más escurridas! Entretanto, misia Damia- 
na se extasiaba, y con dejo tierno y lacrimoso expre- 
saba su reconocimiento á las almas caritativas, que 
así acudían al socorro de sus huerfanitos ; ocho dias 
estaría abierta la kermesse: pues, si.en los ocho 
días acudía tanta gente y tan generosa, no sólo se 
construía la sala del Asilo, sino que se doraban los 
altares de la capilla, otra obra indispensable. Por- 
que no era solamente en el pabellón "valenciano don- 
de los resultados ultrapasaban las mejores esperan- 
zas : ¿y los caballitos? ¿y la gruta de Dorinda La 
Llave? ¿y la confitería? ¿y el jardin? á las doce se 
haría el balance, y entonces iban á verse los miles 
entrados ; la única que no se mostraba satisfecha ery 
la de Mengánez, la sacerdotisa de Brahma, á quien 
dejaban entregada á sus solitarias confidencias con 


-— 151 — 
eu dios, y por no molestarla, se asomaban á la puer- 
ta del templo, y se marchaban riendo, del ídolo tan 
feo y de slo. vestida de blanco y con corona verde ; 
sabido es que este público no peca de religioso, como 
la misma señora decía ; 

—;| Claro! si en vez de vender pastillas, hubiera 
puesto yo al pie del altar una ruleta, hago más ne- 
gocio que Eugenia, que cree la vanidosa por su 
linda cara atrae la gente; parad los caballitos, ¿y ¿ 
que nadie pone el pie en su kiosco? 

De estos celos mercantiles relanse todos, menos 
Florita y sus dos compañeras, ¡ que estaban de un 
humor por hallar tan escurrida su bolsa! como la 
otra era la de Eneene, la bija del candidato, sabía 
mejor la horchata aguada que vendía... Y disgus» 
tadísimas, ya no lanzaban sus alegres parroquiás, 
mirando á la sala henchida de gente, de luz y de 
ruido, distrayendo el ocio de vendedoras sin cliens 
tela en seguir las carreras de las traviesas caperu- 
citas, de las mariposas, de las golondrinas, con rar 
milletes, con cedulillas, con muñecas, de las damas 
tan elegantes, de los caballeros tan prendidos, y. 
el aleteo de los abanicos en los palcos, y el chis» 
'pesr de las joyas y de los ojos... ¡Qué anims- 
ción, que alegría! ¡qué cuadro para la pluma de 
Montesol, que no dejaría nombre por señalar ni traje 
por SA con aquella minuciosidad suya deli, 
Cci08B 

Calló la orquesta, de golpe, en medio de un com> 
pás, y este calderón inoportuno dió lugar á que se 
oyera, claro y distinto, el vocerío que de la calle 
llegaba, é inmediatamente por la puerta de entrada 
hizo irrupción un tropel de gente que, sin duda, de 
elgún peligro huía, y tal como el lago tranquilo, 


— 155 — 
que algo viene á agitar, de orilla á orilla se altera, 
la sala se conmovió, todos corrieron, gritaron : 

—¿Qué hay? | 

Y en los palcos, mientras las damas buscaban á 
ciegas, por el miedo, sus abrigos, algunos caballeros 
- se encaramaban en las sillas, y sin saber qué había, 
porque no lo sabían, decian : 

—¡ No es nada! ¡sentarse! ¡calmarse ! 

Y ellos ni se sentaban, ni parecian más calmados 
que los demás. 

—¿Qué hay? ¿qué hay? ¿fuego? ¡ fuego! 

El horrible anuncio nadie lo dió, mas todos, to- 
dos lo presintieron, y aunque ni llama ni humo apa- 
recía por parte alguna, el pánico, que obscurecía la 
razón, daba á la imaginación rienda suelta y la in» 
signe mentirosa se despachaba á su gusto pintando 
el más espantoso incendio, con el chisporroteo, la 
asfixia y el archicharramiento de rigor... ¡ Ya sen- 
tían el humo, ya veían las llamas! á la salida preci» 

pitáronse todos, atropellándose, gritaban las señoras, 
- y se desmayaban muchas ; las eaperucitas y las mar 
riposas y las golondrinas, sorprendidas por la tor- 
menta, buscaban asustadas el caro refugio de la mar 
má, piando lastimeramente ; todos los pavos de Al. 
cira huyeron, con graznidos de terror, tras de se- 
gura rama, y los llantos y lamentos sucedieron á los 
acordes de la orquesta, muda; por la barandilla de 
los palcos bajos, los más asustados saltaban, y uno 
3 uno, en brazos coglan á la mujer, al hijo, á la her» 
mana, creyendo salvarleg así mejor y encontrar más 
pronto la salida. Pera la salida no daba paso á la 
corriente humana, obstruída por el hacinamiento de 
los que de la sala querían escapar y los que á la sala 
entrar querían, y en medio del tumulto, se oía, aún 
aquel rumor extraño de la calle.. 


+ 


— 156 — 

—¿Qué hay? ¿qué hay? ¿no era fuego enton- 
ces? ¿terremoto quizá? ¡iba á desplomarse el tea- 
tro! 

Y de repente, resonó una voz en el vestíbulo : 

—;¡ Revolución ! 

Y la palabra voló por los ámbitos de la sala asus- 
tada, diciendo á cada oido inquieto : 

—;¡ Revolución ! 

E inmediatamente, ¡cosa rara! los clamores se 
apaciguaron, la agitación se calmó, todos se miraron 
cual si dijeran : 

—¿No es más que eso? 

Y de salir trataron, sí, pero tranquilos, con la 
linterna de la razón por gula, que el soplo del miedo 
momentáneamente había apagado. 

Sólo á misia Damiana y Alcira no llegó á calma? 
la palabreja; de las primeras, olvidando los intere- 
ses de sus queridos huerfanitos, sin preocuparse de 
las compañeras, escaparon hacia la puerta, mas no 
pudieron franquearla, siendo estrujadas en medio de 
la confusión, y cuando el anuncio de la revolución 
pasó la, cortina roja, en vez de tranquilizarse como 
los demás, doblemente se alarmaron : ¡Don Adrián 
no había parecido por la fiesta! ¿qué sería de don 
Adrián en tales momentos? Pálida, la señora tiró 
del brazo á Alcira, aquella valeneiana ya no fres- 
queta como antes, 4 quien habían desgarrado el pa- 
ñolito de lentejuelas, y braceando, entre las olas de 
la concurrencia logró salir boyante ; y vieron en- 
tonces que aquel estrépito de la callo, causa de alar- 
ma tanta, producíalo un batallón de artillería que 
pasaba, arrastrando las piezas formidables, á esca- 
pe, bomberos que iban á apagar el incendio revolu- 
cionario 6 á avivarlo con las teas de la indisciplina, 
no se sabía á punto fijo. En la acera la corriente hu- 


— 157 — 


mana, que salía del teatro, desbordaba, y tumultuo- 
samente, tomaba distintos rumbos, cuidándose de 
los caballos y del lodazal, alarmados todos otra vez, 
porque del lado del Retiro, de Palermo, sonaban 
descargas de fusilería ; la señora de Eneeno, tirando 
siempre de Alcira, corrió hasta la. esquina de Pie- 
dad, buscó su coche, le encontró á duras a se 
metieron las dos en él: 

—¡ A casa ! 

Cuando el coche se movió, misia Damiana echóse 
á llorar con desconsuelo : 

—¡ Ay, Dios mio! ¡revolución! ¿qué será de 
'Adrián? ¿dónde estará Adrián ? 

lia idea de encontrarle asesinado por el ori 
cho, y sitiada la casa, incendiada quizá, la hizo dar 
un grito : 

—¡ No, Juan, á casa no, á casa no! 

Lilamó al cochero, golpeando con el puño sobre 
los vidrios, ¿dónde iría á refugiarse y dónde hallar 
pan noticias de su marido? Alcira, temblorosa por 
a ansiedad y el frio, pues ni una ni otra llevaban 
sus abrigos, indicó el nombre de don Buenaventura 
Luces... Y misia Damiana dió la orden, y con el 
pañuelo en los ojos, ya no pensó más, no vió más, 
ni la kermesse abandonada, ni el escuadrón de ar- 
tilleros, ni las gentes timoratas que por las calles 
corrían, sino ¡la cabeza de don Adrián, del candi- 
dato, de su marido, sangrando, cortada por el pueblo 
irritado, por aquellos perros porteños | 


vil 


A las siete de la tarde de aquel día lluvioso de 
mayo, Fernando estaba todavía en la cama, biefi 
ebrigadito, en compañía de un catarro pertinaz, que 
le cogió desprevenido la semana anterior ; y por Mma- 
tarle de una vez y echarle fuera, no quiso levantar- 
se, medida prudente que mereció la aprobación del 
señor Perales : 

—Hace usted bien—decía el orensamo arropán: 
dole con mimo,—el mejor jarabe para estos constipa- 
dos es él de cama: sudar y estarse quieto. El -mi 
abuelo por parte de padre, quebrándose ya de viejo, 
el menor soplo estornudaba, y le hervían las flemas 
en el pecho, ¿y sabe usted lo qué hacía, señor? pues 
- lo que usted va á hacer hoy : se metía entre mantas 
y se bebía una taza grande de agua caliente con go- 
ma por la mañana y otra taza grande por la no- 
che... y tan guapo. Voy á traerle la goma, y $i al- 
guno viene á molestarle, así se le esté saliendo el 
corazón por la boca ó lo atreviesen los siete puñales 
de la Dolorosá, le despido y le BO RDOS curar á la bo- 
tica. 

Fernando se reía : 

—Ven acá, Verísimo; no me traigas la goma ni 
despidas á nadie, ¿eh? ¡vaya con el medicazo que 
me ha salido! todavía he de verte sentado en la cá- 
tedra, dándome lecciones. Deja la goma y el agua 


— 159 — 
caliente para tu abuelo, y si acaso viniere Favera- 
gas, el manco... 

—¿ El narizotas? ¿va usted á recibirle? 

—81, le mandas pasar, aunque esté yo durmien. 
do, ¿entiendes ? 

—-£$1 es orden, no tengo más remedio que acatar- 
la, pero no la apruebo, no, señor : el narizotas ese, 
con los líos que trae, como se agitá usted tanto con- 
versándo, va á hacerle á usted sacar los brazos, á 
cortarle el sudor... | 

-—Ya te he dicho, Verlsimo, que ho debes meter- 
te en lo que no te importa : obedecer y callar. 

-—¿Que no me importa su salud de usted, se- 
ñor? ¡y esto me lo dice después de dos meses qué 
estoy en £u casa, sirviéndole y cuidándole, misma- 
mente como $1 fuera mi hijo!... bien, entrará el 
manquito, pero yo no hago pasar, si viniera, 4 nin- 
guna de esas señoritas nerviosas, que sufren pálpi- 
taciones, y á lo inejor se desmayan en la sala : está 
usted en la cama y no me parece conveniente... 

—=Ni á mí, hombre, cláro está ; vete, y ho mé 
traigas hada, no quiero almorzar. 

—¿ Ve usted, señor? y luego se burla : pues ése 
era el sistemá de mi abuelo, no comer en la cáma, 
sino muy poca cosa, y cuando estaba acatarrádo, 
agua coá góma, comó he dicho ya al señor, y dieta 
_de postre; y mis padres, que en paz descansen, y 
mi hermana Ramona, y mi hermano Rosendo, y 
mi otra hermanas lá tonta, aquella que se quedó toH- 
ta del tifo, todos han seguido y seguimos, un servl- 
dor también, el mismo sistema... y tan sanos. 

Habla que dejarle : no tenía más vicio que el de 
hablar mucho, y como en la cocina no podía desfo- 
garlo, por formar él solo toda la servidumbre, el amo 
bondadoso era su víctima, y no remataba la charla 


— 160 — 
hasta no dormirle ó marearle, y sacándole de sus 
casillas, á él, tan pacífico, le mandara salir : 

—£Si no te marchas, Verísimo... Eres muy ha- 
blador, y llegará el día que me canse de tu matraca, 
y por no oirla te mande muy lejos, á Orense, á jun- 
tarte con tu hermana la tonta, que buena pareja 
haréis los dos, y aun así... ¡ quién sabe si no escucho 
el repicar incesante de tu lengua !. | 

Pero era hombre honradísimo, tan pulcro y ha- 
cendoso, que parecian manos femeninas las suyas : 
él barrer, él guisar, él coser... ¡porque cosía tam- 
bién! á pegar botones no le ganaba la mejor costu- 
rera ; y de levitón negro recibir, de 1 á 4, á los clien- 
tes del doctor, ¡ más correcto ! 

—¿ Mujer para la cocina?—dijo un día á Fer- 
nando,—no, señor, no lo apruebo... sólo que al se- 
ñor no gusten mis guisados; y tampoco un chico. 
- Confieso á usted que no me sabría mal tener 4 mano 
con quien hablar un poquito, como yo acostumbro, 
pero si puedo hacerlo todo, si lo hago todo, ¿4 qué 
va á ponerse el señor en más gastos? cuando el señor 
quiera comer con amigos, se va al café; luego, la 
cocinera resulta inútil y más inútil el chico. 

Y como el señor Perales no lo aprobaba, no se 
aumentó la servidumbre... 

Cerró Fernando los ojos á fin de insinuar á¿ Verl- 
simo que debía doblar la hoja del libro de su histo- 
ria, y dejar su relato para otro momento en que el 
amo no quisiera dormir, y así lo comprendió el oren- 
sáno, y de la alcoba salió de puntillas, entornando la, 
puerta y dejando caer la cortina con precaución ex- 
quisita. ¡Triste día aquél! por los cristales no se 
vela más que la pared del patinillo, aunque blan- 
queada de nuevo, ya sucia y lamida la cal por la 
lluvia, la armazón de hierro del aljibe, el farol, es- 


— 161 = 

maltado de gotitas brillantes, y el alero de la casa 
vecina, de donde venía rumor de arpegios y escalas 
de un piano desafinado; era un día gris, de estos 
que al espíritu contagian la tristeza, como presta el 
cielo su color á las aguás en que se refleja. Por insx 
tentes, la lluvia y el vendaval apagaban el fastidioso 
sonsonete del piano, y se ola el timbre de la calle, 
y Verísimo cruzaba el patio, cubierto por un in« 
menso paraguas encarnado, y ul volver, se detenía; 
delante del cristal, goteando el agua sobre la tela 
con tal fuerza, que resonaba el paraguas como urn 
tambor : el señor dormín, y el orensano escapaba 
hacia el zaguán, imponiendo silencio á sus Zuecos, 
que alborotaban demasiado. Pero el señor no dor= 
mía, soñabá; soñaba que en aquella solitaria mo. 
rada de soltero, lóbrega y fría, una luz, como la del. 
sol, se mostraba de repente, y no sentía ya ni llo. 
vér, ni bramar el viento ni silbar sus brónquios, cow 
mo fuelle descompuesto, ni veía pasar ú Verlsimo 
con el paráguas, sino puntos, curvas y estrellitas de 
colores, que danzaban sobre el fondo negro de una 
placa imaginaria, y poco á poco formaban la grax 
ciosa silueta de Jovita, viva y patente, y su voz 
dulcísima decía : 

—¿Está usted enfermo, doctor?... no, así no, 
porque le tuteaba : 

—¿Estás enfermo, Fernando? ¡y tan solito! 
aquí vengo yo á curarte; verás cómo mi ciencia es 
más grande que la tuya, y sólo con poner mi mano 
sobre tu mano, como el Tata-dios de Ombú, te le- 
vanto de la cama libre de tu catarro. Me das lás. 
tima, Fernando: un soltero enfermo, sin familia, 
inspira siempre lástima, ¿quién le cuida? ¿quién le 
acompaña? Verísimo será muy bueno, pero una mu- 

EL CANDIDATO.—11 : La 


— 162 — 
jercita como yo es mejor, ¿no te parece, Fernando? 

No, no era mejor, porque todo aquello era men- 
tira, y el joven, suspirando, abría los ojos, y otra 
vez el triste patinillo aparecía, envuelto en la 
claridad confusa del día tormentoso ; estornudaba, 
tosía, y en la almohada hundía la cabeza, llamando 
de nuevo á la borrada imagen... ¿Y por qué no había 
de realizarse aquel sueño, si en las diferentes ocasio- 
nes que fuera á la casa del Retiro, encontró la mis- 
ma sonrisa, la misma mirada, el mismo apretón de 
manos elocuente? 

—Sé que me quieres, aunque no me lo dices : 
yo te quiero también, pero callo, porque no es á mí 
á quien toca hablar la primera ; cuando á mi te con- 
fieses, sabrás muchas cosas de este corazoncito, que 
no sabes, por más especialista en sus achaques que 
te creas... | | 

A las siete. sonó el timbre tan recio, que Fer- 
nando se incorporó : los zuecos de Verísimo repique- 
tearon en las baldosas y escuchóse murmullo de vo- 
ces al abrirse la cancela, luego pasos más sordos 
que los zuecos y la llave de la puerta del despa- 
cho : | 

—Señor—avisó el criado,—ahi está el manco, el 
narizotas. 

—¿Faveragas? que entre, inmediatamente. — 

La persona agraciada con tales motes gastaba, 
en efecto, unas narices que no se las merecía, y sólo 
trala un brazo, flotando la manga del otro vacia, y 
no por ser manco y narigón, era menos simpático 
su aspecto : 

—¡ En la cama, mi querido doctor! — exclamó 
- después que Verísimo hubo encendido la luz del la- 
vabo y desapareció tras la cortina ;—pues los mo- 
mentos no son para quedarse calentito entre sába- 


— 163 — : 
nas, sino para afrontar agua y frlo y atender á la 
salud de la patria. 

—¿ La revolución 2—dijo Fernando. 

—¡ La revolución ! vengo á dar á usted el aviso 
prometido : esta noche, á las doce, en Palermo. 

El joven saltó al punto del lecho, buscó sus ro- 
pas y comenzó á vestirse de prisa : 

. —¡ Esta noche! cuente usted, Faveragas, á ver, 
¿por qué en Palermo? 

—En el comité no nos han dicho nada, doctor... 

—Tampoco á mi ayer. 

—Es la orden del día; nos han dicho : esta nos 
che, á las doce, en Palermo, sin más explicaciones ; 
pero, yo, aquí y allí, he recogido estos datos : que, 
en un principio, se pensó tramar una conspiración y 
no una revuelta armada : cuatro, seis, ocho hom- 
bres decididos, probados, valientes, secuestrarian al 
Presidente y sus cinco ministros, y suprimido así el 
gobierno, el general Ordenado asumía el mando... 

—;¡ Claro !l—exclamó Fernando en brega con los 
botones del chaleco,—ése era el mejor golpe, y sin 
efusión de sangre : el pueblo entero se levantaba en 
seguida á prestar su apoyo al general. 

—Seguramente... pero, se abandonó ese plan, no 
sé por qué, y se ha urdido el de revolucionar la ca- 

ital, contando con el apoyo. del batallón de arti- 

hera, el 15.” de línea y el 18.”, parte de la escuadra 
y los cadetes : el coronel Zeta es el jefe del movi- 
miento. 

—¿ Y Ordenado? 

—Ordenado sale á la provincia á movilizar gen- 
te, cortar los auxilios que de La Plata pudieran en- 
viar al gobierno, dar la mano á las milicias de Co- 
rrientes y Mendoza, y venirse sobre la capital con 

un poderoso ejército ; sc ha querido asi evitar, ale- 


— 164 — 

jándole, los lazos que pudiera tenderle el gobierno, 
porque, usted comprende, doctor, todo su afán será 
echar el guante á Ordenado. Ordenado no entrará 
en Buenos Aires, sino cuando el movimiento Yevo- 
lucionario haya triunfado, Ó para auxiliarle si fra- 
casare ; pero no fracasará, no; cuando un hombre 
como Zeta, ¿usted conoce al coronel? bravo, serio, 
pundonoroso... pues, cuando un hombre como él, 
dice: Dejadme á mi obrar y en veinticuatro horas 
el Presidente está suspenso y la candidatura Eneene 
muerta, hay que creerle. | 

—¿Y Ordenado ha salido ya? 

Sacó el manco su reloj : 

—£$Son las siete y quince minutos : á las seis to- 
maba el tren del Oeste. / 

Fernando, ya vestido, se envolvía el cuéllo en 
una bufanda : 

-— Qué resfriado, amigo Faveragas! ¡bueno es- 
toy yo para fandanguitos como éste! pero, la patria 
antes que todo: así me lo ha enseñado mi tío Ro- 
mán, un patriota, amigo Faveragas, un gran pa- 
triota, cuyas lecciones probaré que he sabido apro- 
vechar... Yo soy médico y sé que salir á la calle en 
noche de lluvia, en mi estado y después de un día de 
cama, es comprar el billete para el cementerio : no 
ha vuelto usted la esquina, cuando la pulmonla, una 
señora de encrucijada, más temible que las otras, 
le clava á usted su puñal por la espalda. Y váyase 
usted así á tomar el fresco á la avenida de las Pal. 
meras.,. ¡ah! pero, todavía no me ha dicho usted 
qué vamos á hacer á Palermo. 

—En Palermo están acuartelados los batallones 
15. y 18.” y los cadetes : estos cuerpos y el de ciu- 
dadanos, en armas, marcharán sobre la ciudad des- 
pués de las doce. Entrarán en la ciudad por la 


— 165 — 
plaza del Retiro; en la plaza del Retiro el ba- . 
tallón de artillería se unirá 4 la columna, y juntos 
irán á tomar la Casa Rosada, ¿se les siente por las 
tropas del gobierno y hay resistencia? fuego á las 
tropas del gobierno y adelante. Mañana, al desper- 
tar la capital, va á encontrarse con el coronel Zeta 
á la cabeza del Poder Ejecutivo, y créame usted, 
doctor Hierro, la capital, el país entero, libre de sus 
opresores y de la infame amenaza de tener á Ene- 
ene de Presidente, va á. alzarse como un solo hom- 
bre y á gritar, con el alborozo del esclavo que ve 
rotas sus cadenas ; ¡viva Ordenado! ¡Qué entusias- 
mo en el comité! ¡qué entusiasmo en todas es! 
¡hasta las piedras saltan en las calles! cada cual 
abandona intereses, familia, todo, y se lanza á to- 
mar un fusil, ¿ve usted este escapulario? acaba de 
entregármelo mi mujer... ¡ahí queda sola y ce- 
rrada mi casa de comercio! ¡mañana será otro día ! 

Fernando llamaba á Verísimo : 

—¿ Dónde está mi sobretodo? ¿dónde está? 

Y mientras llegaba el criado, interrogaba, algo 
irémulo, 4 Faveragas : | | 

—Dice usted que en la plaza del Retiro... 

—£$Se unirá la columna de Palermo con la arti.- 
lería. 

—Lo que vale decir que si la artillería no res- 
ponde, como se espera, al movimiento, nos recibirá 
á metrallazos, y la plaza será el mejor campo de 
batalla. 

-—Sí responde. | 

—Aunque responda : la plaza va á ser, y usted 
lo verá, la llave de las operaciones : habrá allí lluvia 
de balas, se asaltarán las casas vecinas para formar 
cantones. . . 


— 166 — 

—¿Pero, y qué encuentra usted de extraordina- 
rio en ello, doctor ? 

Fernando no podía decirlo, y para esquivar la 
a abrió el armario, revolvió por aquí, por 
allá : 

—¿Dónde está mi sobretodo? ¡ Verisimo!... 

En la plaza del Retiro vivía Jovita, Jovita sola; 
sin un hombre á su lado que pudiera prestarla pro- 
tección, Jovita ignorante de los terribles sucesos que 
se preparaban, ¡ Jovita expuesta á tremenda sorpre-. 
sa y á peligro inmenso ! era necesario, urgente, avi- 
sar á Jovita, sacarla de allí, llevarla... á casa de su 
tío, de Luces. | 

—¡ Abt ¡ Verísimo! muévete, hombre, ¿dónde 
está mi sobretodo? 

El señor Perales se espantó de ver á su amo ves- 
tido y con la pésima intención de marcharse en no- 
che tan cruda, después del sudorífico del día : eso sí 
que él no lo aprobaba, aunque le cortaran en pe- 
dazos : 

- —¡ Bendito sea Dios! ¿y va usted á salir, señor? 
¡ cuando no anda un alma por esas calles, de frio! 
está usted ronco y con tos, ¡ave María Purísima ! 
mire que si sale, no volverá á casa por su pie, se lo 
digo yo... | 

—¿ Otra receta de tu abuelo?—exclamó el joven 
incomodado,—dame mi abrigo, el de forro de tar- 
tán y cállate: voy á salir y, como Mambrú, no sé 
cuándo volveré : si será mañana, Ó pasado Ó nunca ; 
ni si volveré, como tú dices, por mi pie ó con los 
pies para adelante ; cierra la puerta y no abras sin 
saber á quién abres. | 

Confundido el orensano, le ponía el abrigo del 
revés : ¡ 


— 167 — 

—De esto tiene la culpa el narizobtas—murmu- 
raba,—el lioso, el... 

—Hombre, quien tiene la culpa eres tú—dijo 
riendo Fernando,—¿no ves que esto no es así? 
Le arrebató la pesada prenda y la echó sobre 
sus hombros : 

—¿ Vamos, Faveragas?... antes, trae dos copas y 
la botella de coñac, Verísimo. 

Fué el criado, rezongando, y trajo las copas y 
la botella; sirvió el joven: y ofreciendo una á su 
amigo, levantó la otra : 

—;¡ Por la revolución y por Ordenado! 

Chocaron los cristales y bebieron de un trago. 

—Vamos. 

—¡ Por la Virgen del Misterio !—clamó el señor 
Perales corriendo tras del amo,—;¡ va usted á coger 
una pulmonía! siquiera tomara el agua caliente y 
la goma... ¡ Ya se fué y sin paraguas! ¡ ya tiene ra- 
zón el señor: yo tengo la culpa, por haber dejado 
pasar al manquito ese, que ojalá reviente, amén ! 

Había amainado el temporal, ya no llovía, y de 
vez en cuando los cuernecitos de la luna creciente 
asomaban en una desgarradura de las nubes opa- 
cas. ? 

—¡ Caramba ! — dijo el manco,—hace un frio... 
¡ valiente noche! | 

Y el doctor Hierro, esforzando la voz para ha- 
cerse oir, á causa de su ronquera y de la bufanda, 
contestó : | 

—Deje usted que sople el pampero... el pampero 
es la mejor escoba del cielo y de la atmósfera : nadie 
barre como él, ¿no lo siente usted? ya llega, y en 
dos horas más no quedarán nubes ni miorobios, 
¡bendito sea! ¡oh! amigo Faveragas, una escoba 


axíÍ necesitamos para nuestra política; ¿será capas 
el coronel Zeta de empuñarla? ¿será capaz Orde- 
nado? ¿y no iremos á hacer hoy lo de otras veces, 
le misma tontería, el mismo crimen, sacrificar vidas 
inocentes para afianzar el reinado de la iniquidad ? 

—No, no—protestaba el otro con ademán tan 
enérgico, que hasta el muñón se erguía agitando la 
manga,—no, doctor, esta vez es la vencida, como 
dicen los chicos; yo tengo confianza en Zeta y en 
Ordenado, completa confianza. 

—AsÍ sea, y ojalá esa confianza nos asista hasta 
el fin: yo estoy tan desencantado de la política de 
mi tierra, ¡que ni en la paz de los sepulcros creo! 
si esta revolución fracasara, ¿qué más nos quedará . 
que ir á prosternarnos á los pies de Eneene? 

—¡Oh! ¡oh! decididamente, doctor, ese pesi- 
mismo en estos momentos, no quiero decir que sea 
de mal agiúero, porque yo tampoco areo... en los 
agúeros, pero... 

—Nada ; usted, mi amigo, es de la madera de 
mi tío Román, que gueña con el triunfo de lo bueno 
y lo santo, nada más que por su cualidad de santo 
y de bueno, y á ciegos así parece doloroso devolver- 
les la vista... ¿Usted se va al comité? 

—Yo á cumplir una diligencia urgente; ¿nos ve- 
remos en Palermo? 

—¡ En Palermo! ¿quién sabe? 

—Es cierto, ¡ quién sabe! adiós, Faveragas. 

— Adiós, doctor Hierro. 

El apretón de manos fué largo; y conmmovidos, 
los dos jóvenes Se separaron. 

—Ahora-—se dijo Fernando,—al Retiro, pronto ; 
luego, á mandar el telegrama al tío, la palabra con- 


venitfa,, ese nequaquam que él con tañta ansia es- 

A. 
Desierta estaba la calle Florida : la mancha blan:: 
quísima de la luz eléctrica, delante del Teatro Na- 
cional, deslumbraba de lejos, y la hilera de coches: 
tendida á lo largo de la acera, recordó al poeta que 
aquella noche se celebraba la inauguración de la 
kermesae del Asilo del Sauce : | 

-——Buena fiesta les dé Dios á las damas-—pensó, 
-—-n0 sea cosa que á lo mejor las corra el tiroteo : lo 
sentiré por los pavos de la señorita Alcira, que van * 
á morirse del susto. | 

Quien corría era él, más que undaba, asustado 
del silencio de la gran ciudad : ¿el mal tiempo re- 
tenía á muchos en sus casas, Ó el presentimiento, 
la certeza, quizá, de lo que se preparaba? y volaba, 
más que corría, temiendo llegar tarde para poner 
en salvo á Jovita: la reunión en Palermo estaba 
fijada pra la media noche, pero un golpe de mano 
así se adelanta ó se retrasa... Al fin se detuvo ante 
el palacio de las dos Luces, y no quiso llamar ; miró 
por el ventanillo enrejado, casualmente abierto, vió 
4 Cristóbal y lo gritó : 

—¡ Cristóbal, Cristóbal, abra usted ! 

Pero el gigantón no podía oir á causa de la can- 
cela de cristales, cerrada, y entonces Fernando se 
decidió á tocar el timbre : 

—Pase usted, señor doctor—dijo el portero soll- 
cito tirando del cerrojo,—están, sÍ, señor, ¿pues, 
adónde han de ir con este tiempo? 

La negrita presentaba amablemente la bandeja, 
ignorante de que Fernando no era ya visita de eti- 
queta, y lo probó subiendo resueltamente la escalera 
y Meco que dormitaba en el recibimiento desper- 
tandole 


— 170 — 

—Diga usted á la señorita Jovita que está el doc- 
tor Hierro, que necesito hablar con ella urgente- 
mente. | 

Como el criado no entendiera bien, tan earon- 
quecido estaba el joven, tuvo que repetir más fuerte 
el mensaje : el despacho de don Tomás aparecía ilu- 
minado y abierta la puerta, y tan pronto resonó 
aquella voz bien conocida, Jovita se presentó, como 
siempre de negro, con su diadema de cabellos ru- 
bios, y un libro en la mano, sin dar lugar á que el 
criado se moviera : 

—;¡ Doctor! pase usted... sí, leyendo; Elena aca- 
ba de marchar á acostarse, y las mistress también : 
yo no tenía sueño y me vine aquí á leer; pero, ¿no 
se sienta usted? ¿qué hay, doctor? ha dicho usted 
que necesitaba hablar conmigo urgentemente. 

-  —*BÍ, señorita, ocurre algo grave. 

—¿ Algo grave? 

—Algo muy grave... es preciso que ahora mismo 
abandonen ustedes esta casa. 

—¡ Ay, doctor! me asusta usted, ¿por qué? 

—Por esto... 

Enterada en pocas palabras y convencida de que 
no era prudente permanecer en una casa que iba á 
ser, cón toda probabilidad, blanco de balas y teatro 
de combates, daudo una nueva muestra de aquella 
entereza suya admirable, dejó el libro sobre la mesa- 
escritorio, no sin señalar antes la página que leía, 
y contestó 4 Fernando: | | 

—Tiene usted razón, debemos salir de aquí +: 
junto al tío Buenaventura estaremos mejor... Voy 
á prevenir á Elena y á la mistress, á dar órdenes á 
los criados, 4 tomar mi sombrero y mi abrigo... 
¡ gracias, gracias, doctor, por este nuevo servicio! 


— 171 — 

El joven médico, emocionado, se inclinaba ; y de 
repente, Jovita se encaró con él, fijamente : 

—Y usted, doctor... porque este movimiento re- 
volucionario es ordenista, y usted es ordenista, como 
su tío, ordenista furioso y debe de estar mezclado en 
él; quizá va usted á tomar ahora el fusil: dígame, 
doctor, ¿es cierta esta sospecha mía? ¡me causa tal 
- espanto la política! ella me mató 4 mi padre. 

Todo su amor, aquel amor inconfeso y profun- 
do, se descubría en su acento, en su actitud y en 
esta pregunta desolada : 

—¿ Y usted, doctor, y usted ? 

Fernando, confuso, balbuceó : 

—¿Yo? no sé... no sé todavía... de todos modos, 
lo importante, lo urgente es salir de aquí. 

¡Ah! habría deseado él ser ciego y sordo, para 
-no verla ni oirla, y no viéndola y no oyéndola, no 
sentir aquella rabiosa tentación, más avasalladora 
-cuanto más reprimida, de descubrir también su se- 
creto, seguro ya de no pasar por irrespetuoso y te- 
merario, y á aquel arranque imprudente de Jovita, 
contestar con toda su alma : 

—¿Tomar un fusil yo? ¿sacrificar mi vida en 
aras de la política egoísta? ¿buscar la muerte, cuan- 
do sé que me quieres, y queriéndote como yo te 
.quiero? ¿acaso necesito decirtelo? ¿este paso que 
doy, en las actuales circunstancias, no es más elo- 
cuente que todas las palabras? ven, vamos, huya- 
-mos á escondernos, allí donde la catástrofe, pronta 
á estallar, no pueda alcanzarnos, y después de la bo- 
nanza, en el nuevo día, ¡amémonos, sin recelo ! 

Pero nada dijo, porque entre él y Jovita pare- 
cióle que se interponía la figura dantoniana de Hie- 
rro Bermúdez, intimándole con terrible gesto cogie- 
ra ese fusil que sus manos afeminadas rechazaban :. 


e 172 
. —La patria primero y el amor después, ¡ si te has 
hecho digno de merecerlo ! | 

Y repitió su inocente excusa ; 

—Yo no sé, señorita, no sé... Dése usted prisa, 
pues no podemos perder tiempo. 

—Voy y vuelvo—dijo la joven con un suspiro. 
 —[ Ah! una advertencia: la denuncia que he 
traído aquí es reservada; usted sale ahora y va ú 
casa de su tío y la acompaño yo porque sí, simple- 
mente. | 

—Descuide usted, doctor. 

Fuése y Fernando, desfallecido, se sentó ; pasada 

aquella escaramuza, pocos alientos le quedaban 
la gran campaña revolucionaria : atacóle la tos y él 
la sofocaba con el pañuelo : 
_. —Pero, señor, ¡qué resfriado! no sirvo para na- 
da, estoy tan mal, tan débil, que ahora no me ex- 
traña esa idea disparatada que me vino cuando ella 
me preguntó, con tanta viveza, si era yo de los cons- 
piradores... ¡Que tenga uno que tirar de la rienda 
cada minuto á la señora imaginación | y sino ¡qué 
tropezones y qué porrazos | Vamos, que su señor tío, 
cuando supiera que con bronquitis y con fiebre (se 
tomó el pulso y calculó unos treinta y ocho gra- 
dos) exponiéndose á graves complicaciones, había 
acudido al llamamiento de la patria, se declararía sa- 
tisfecho, no le trataría de ciudadano neutro, de in- 
digno de llevar el nombre de los Hierro... 

Elena entró en el despacho, ajustando su som- 
brerito de crespón : 

—¿Qué es esto, doctor?—dijo estrechando con 
mucho cariño la: mano del médico,—diígamelo us- 
ted, porque á Jovita no hay quien le arranque la 
explicación ; ¿por qué nos vamos á casa del tío Bue- 
naventura? ¿se ha empeorado Justita?. 


— 173 — 

—No, empeorado no—contestó Fernando cazan- 
do al vuelo el pretexto que se le ofrecía,—pero no 
está bien... usted sabe que la salud de su primo no 
es muy satisfactoria... 

-—¡ Ah! felizmente no me había acostado toda- 
vía, ni tampoco la mistress: charlábamos en mi 
cuarto de algo que tengo que contar á usted : usted 
es nuestro amigo, nuestro buen amigo, y como des- 
pués del suceso no le he visto... 

—¿El suceso? ya se me abren las ganas por sa- 
berlo. 

—Pues es muy sencillo. | 
_ Acercóse de puntillas, con aire picaresco, mos: 
trando los dientes lindísimos, y soltó el secretito : 

—¡ Que he despedido al Trujillín ! j 

——¡ Pobre criatura !—exclamó Fernando con có. 
mica entonación. 

Ella se puso seria : ¡sí, le había despedido por- 
qué se convenció, á tiempo, que no le quería ni 
tanto así! la ausencia de las reflexiones de su her- 
mana mayor contribuyeron poderosamente á demos- 
trarla el estado de su corazón ; no le quería y no 
queriéndole, ¿cómo iba á ratificar el compromiso de 
Ombú, arrancado en un momento de lasitud, de 
enervamiento moral, de holgazanería del espíritu? 
¡las tonterías que se hacen y de lo que depende mu- 
vhas veces la felicidad! Pero, hecho el disparate, 
había que enmendarlo, y á ella no la faltó coraje 
pa exigir del novio la devolución de aquel st fa- 
tal : 

—Lo he pensado mejor, Trujillo, y creo que más 
vale romper nuestras relaciones, que llevar adelante 
un proyecto irrealizable... Así, clarito, trrealizable, 
á fin de persuadirle que eran inútiles quejas, súpli. 
cas y protestas, 


— 174 — 

—Y él, ¿qué dijo?—preguntó Fernando. 

—Me llamó coqueta... y no sé cuántas cosas más, 
y se marchó furioso, amenazándome con contárselo 
á su papá. Y se lo contaría, porque don Francisco 
no ha parecido por aqui desde entonces, él que, 
noche á noche, le tenfamos de pelmazo. 

—De tal palo... Reciba usted mi enhorabuena 
po esta hazaña, señorita, y que aproveche la lec- 
ción. 

Refase Elena y decía : : 

—¿Cuánto apuesta usted 4 que ahora está en el” 
Nacional, haciéndole la ronda á Alcira? 

—¿ Yo? no apuesto nada : lo doy por seguro. 

Adentro, se ola la voz de Jovita : 

—Cierre usted. bien y apague todo; probable- 
mente, nos quedaremos en casa de mi tío. 

Y apareció, y con ella mistress Cowan, y salie- 
ron, dando al criado dormilón' del recibimiento las 
mismas órdenes, y también á Cristóbal en la por: 
terla : 

- —No abra usted á nadie, Cristóbal, mucho cui 
dado. 

Del umbral no se movieron hasta que el hom- 
brón no echó el cerrojo y los pasadores, apagó el fa- 
rol y cerró el ventanillo; entonces dijo Fernando : 

—¿ Vamos? 

Caminaron con precaución sobre la fangosa ace- 
ra : el cielo se entoldaba de nuevo, el frío era in- 
tenso, y en toda la pláza, desierta, no se vela un 
carruaje ; las manos en los bolsillos, la bufanda has- 
ta los ojos, el joven médico marchaba delante, mi- 
rando con afán si descubría alguna berlina donde 
abrigar á las señoras del viento helado y de la cu- 
riosidad callejera : contrariado, se volvía : 

_ "—Paciencia, habrá que ir á pie. 


— 175 — 

—IÍremos á pie—contestó animosamente Elena, 
—la casa del tío no está lejos. | 

Pero Jovita callaba, preocupadísima, y mistress 
Cowan también, por respeto; las tres recogían sus 
faldas negras, aseguraban los crespones que el aire 
hacía flamear y pisaban miedosamente, porque es- 
taban las losas más resbaladizas... En esto, del lado 
del cuartel de artillería se oyó alarmante rumor de 
guerra : galope atropellado de caballos, arrastre de . 
cañones, chocar de “sables, toques de corneta, y en- 
tre las sombras pasó el escuadrón, tomando la calle 
Florida abajo, y otro escuadrón, con igual áparato, 
se dirigió hacia Juncal, y de la esquina de la Esme- 
ralda desembocó uno más, de infantes, marchando 
en silencio hacia Juncal también ; al mismo tiempo, 
las puertas se cerraban, en ventanas y balcones mos- 
trábanse los vecinos, asustados y curiosos, y los tran- 
seuntes corrían como conejos, que un golpe recio ó un 
rd serio ha espantado, y mientras corrían sem- 
braban la alarma, el susto y la congoja, repitiendo : 

—;¡ Revolución ! ¡revolución ! 

Instintivamente, Jovita se prendió del brazo de 
Fernando, lívido, más para retenerle que en deman- 
da de protección, y las otras quisieron escapar, la 
infeliz mistress Cowan con tales ayes, como sl todos 
los indios de sus sueños con taparrabo y plumero 
en la cabeza, la rodearan y alancearan furiosa- 
mente : | 

—¿Indios? ¿ser indios, miss Ellen? ¡ah! South 
America, South America! 

—No, no son los indios—contestó Elena con te- 
rror igual al suyo,—sino revolución, que es lo mis- 
mo. Volvamos á casa, Jovita, vamos, doctor. 

Fernando halló voz y fuerzas para tranquilizar- 
las y persuadirlas que debían seguir su camino, á fin 


— 176 — 
de llegar cuanto antes al seguro asilo de dón Buena- 
ventura, y pegadas á él las tres mujeres echaron á 
andar, sin mirar ya dónde ponían los pies, aprisa, el 
dido atento, los ojos recelosos.. 

Y la angustia, entretanto, ahogaba 4 Fernando : 
¿por qué aquel movimiento y aquella alarma? Fave- 
ragas le dijo que á las doce en Palermo tendría lu- 
gar la concentración de fuerzas, ¿se había adelan- 
tado la hora? y si se había adelantado lá hora, 
¿por qué salían los artilleros de su cuartel, cuan- 
do, según el plan convenido, debían esperar en la 
plaza su incorporación á la columna revoluciona- 
ria? y si el plan convenido fué modificado por 
algo imprevisto, que siempre ocurre en tales ca 
sos, ¿qué significaba aquel batallón de infantería, 
cuyo número no era ni el 15 ni el 18 (bien se fijó en 
este detalle al verlo pasar por la esquina de la Esme- 
ráalda) marchando en dirección á Palermo? Que se 
había descubierto el complot, sencillamente, y el 
gobierno llamaba á sí 4 una parte de la artillería, y 
por eso galopaba el escuadrón calle Florida abajo, 
4 guarnecer la Casa Rosada y apuntar sus cafiónes 
al pueblo, que su fiel amigo le creía, y la otra parte 
enviaba al foco de la conspiración, á Palermo, junto 
con la demás fuerza disponible y necesaria. Esta 
idea, esta horrible idea le hizo tanto daño : el com. 
plot descubierto, la revolución perdida, el sacrificio 
estéril de nobles y valientes argentinos nada más 
que para hacer perdurable el oprobioso sistema en 
todos los, terrenos combatido... qúe un sollozo brotó 
de su pecho, y avergonzado de que le sintieran, le 
sobró el valor para disimular, para sonreir : 

—;¡ Caramba! ¡cómo corren ustedes! no sofocar 
se así, que esto no pasará de un susto del gobierno, 
cuya impopularidad le hace ver sombras en todus 


as 


— 177 — 

partes, como á la señora Cowan salvajes su preocu- 
pación. de 

Mas, el cierre de puertas continuaba y las carre- 
ras y los gritos, y de pronto, muy lejos, muy lejos, 
resonaron una, dos, tres descargas de fusilería : en- 
tonces, el terror cegó á las señoras, y no bastaron 
ya palabras ni razonamientos, y Fernando tuvo que 
imitarlas, huir como ellas, con la ansiedad de llegar 
pronto, porque él también quería llegar, ponerlas en 
salvo y correr luego á la lucha, al lado de sus herma- 
nos los ordenistas y caer y morir, si ellos caían y 
morían ; la puerta de don Buenaventura no estaba; 
abierta, y agitaron el llamador, tocaron el timbre y 
la aporrearon, Fernando con el puño nervioso, y ellas 
con las manitas enguantadas : al fin, un criado fran- 
queó la entrada, y en el zaguán se precipitaron, en- 
tablándose dolorosa lucha entre Fernando, que mar- 
char quería, y Jovita, que no soltaba su brazo : 

—¡ Pase usted, doctor, por Dios! yo se lo ruego. 

—1 Imposible! ¡mi deber me llama ! 

—Después... ya se irá usted, más tarde; ¿qué 
va á decir el tío si nos ve llegar solas? 

—Entre usted, entre usted—repetían la inglesa 
y Elena. | 

—¡ Imposible, imposible ! 

—Yo se lo ruego, doctor... 

Las lágrimas mojaban su voz y sus ojos, y el jo- 


ven entornaba los suyos para no sucumbir cobarde- 


mente ; ya conseguía zafarse, cuando un coche paró 
y bruscamente abierta la portezuela, dos damas con 
caprichoso atavio, y brillantes que chispeaban, el 
seno y los hombros sin más defensa ni abrigo que 
ligeros encajes, bajaron, entraron también en el za- 
cuán, la más gruesa y más vieja, diciendo á vo- 
Ces: 
EL CANDIDATO.—12 


— 178 — 
. —¿Está el señor Luces? ¿dónde está el señor 

Luces? pa 

Eran la señora de Eneene y Alcira, quienes así 
que vieron á los que en el zaguán estaban y les 
reconocieron, arreciaron en sus lamentaciones : 

—Ustedes deben de saberlo; ¿qué hay? ¿qué 
ha. ocurrido? ¡ Dios de bondad ! ha de ser una carni- 
cería horrible, ¿no han oído ustedes los fusilazos ? 
sl, de la kermesse venimos; ¡qué desorden! hemos 
escapado como ustedes nos ven... ¿y el señor Lu- 
ces? ¡ay! ¡quién me dará noticias de Adriánt  : 

Como hablaban todas en coro, era grande la al- 
gazara, y misia Florinda, con Justito en brazos, se 
asomó á la puerta del comedor; y no bien la divisó 
misia Damiana, allá se fué pronunciando á borboto- 
nes aquellas terroríficas palabras de tiros, revolución 
y degollina, de tal modo, que ¿a de Luces, igno- 
rante de cuanto pasaba en la calle, cogió un susto 
atroz, y se puso á gritar también : | 

—¿Qué dice usted? ¿qué dicen ustedes? ¡revo- 
lución | ¡y Buenaventura no está en casa 1 no vino 
á comer, y yo pensaba : comerá con Eneene y des- 
pués se irán juntos á la kermesse... | 

—Ninguno de ellos ha aparecido por alli —apuntó 
misia Damiana lagrimeando. A 

—¡ Jesús! ¿y qué hacemos, qué hacemos ? 

'Asustado del tumulto, Justito comenzó á berrear, 
y toda la chiquillería enjaulada en el comedor se al- 
borotó ; entretanto, y muy bonitamente, el criado 
había puesto llave, cerrojo y tranca á la puerta, y 
así cuando Fernando intentó salir no pudo, y en la 
operación de forcejear para abrir estaba, cuando el 
llamador y el timbre tocaron el dúo más endiablado, 
apagando el vocerío de las mujeres. ' | 

—¡ Es Buenaventura !—exclamó misia Florinda. 


— 179 — 

—¡ Es papá, es papá ! —chillaron los nenes. 

SÍ, era el gran literato, y viéndole, no pensó ya 
Fernando en huir: aquel hombre debía de saber al. 
go, quizá todo lo ocurrido... Fué detrás de él y entró 
en el comedor, junto con los demás : 

—¡ Ay, Buenaventura !—sollozó misia Florinda, 
==] qué miedo más grande! ¿no estás herido, hi- 
Jito 

- El señor Luces, muy estirado, la tranquilizó con 
un gesto, dió á misia Damiana un apretón de manos 
silencioso, y 4 Fernando interpeló con extrañeza : 

—¿ Usted aquí, doctor Hierro? — pregunta que 
traducida en romance quería decir : 

—¿No es usted de los ordenistas revoltosos, cri- 
minales, que han tenido la audacia de alzarse contra 
el gobierno? pues me sorprende mucho, porque todo 
eso y mucho más he creído siempre de usted. 

Pero antes que el joven contestara, Jovita lo ha- 
cla por él: 

—El doctor ha; ido 4 casa 4 prevenirnos del pe- 
ligro que corríamos, y ha tenido la amabilidad, la 
caridad, mejor dicho, de acompañarnos. | 

—Lo felicito 4 usted, doctor—repuso don Bue- 
naventura,—porque esto significa que no es usted 
el partidario exaltado de antaño; más vale así.. 

Fernando experimentaba tortura tan grande, que 
no pudo 'hilvanar una respuesta, sintiendo que la 
vergúenza de su actitud, no la fiebre, le quemaba la 
mejilla; ¡ah! ¡aquel hombre, paniaguado del Pre- 
- sidente, debía saberlo todo y él de todo quería en- 
terarse | 

——Pero, vamos ú ver—dijo la de Eneene,—cuén- 
tenos usted, ¿qué ocurre? ¿ha visto usted 4 Adrián ? 
¿dónde está Adrián? 

El tono que adquirió la voz del señor Luces pera 


— 180 — 
contarlo fué tan grave, que hasta á los mismos ni- 
ños impuso silencio y pavor : 

—¿Qué ha de haber ocurrido, señora mía? yues 
lo que se temía... Por su esposo de usted no tenga 
cuidado, que acabo de dejarle en la Casa Rosada 
bueno y sano, y si le he dejado ha sido para venir á 
tranquilizar á la familia... Hacía tiempo que al go- 
bierno le llevaron el soplo que el partido ordenista 
conspiraba ; que, además del general, el coronel Zeta 
era decidido cabecilla, que la artillería y los batallo-” 
nes 15.” y 18.” estaban minados: de aquí las pri- 
siones de oficiales, los sumarios y las alarmas, la có- 
lera de la prensa contraria y las amenazas de las 
prensa oficial ; se había vivido sobre un volcán y el 
volcán acababa de reventar, ¿cómo? á las tres de 
la tarde, no más temprano, alguien puso en conoci- 
miento del ministro de la Guerra, que en el tren de 
las seis, por la estación del Once, salía Ordenado 
con el fin de sublevar la provincia, y que á media 
noche en Palermo se pronunciarían los batallones 
15.* y 18.” y los cadetes, al mando del coronel Zeta, 
jefe del 18.*, ordenista, vigilado como tal y próximo 
á ser destituído y procesado ; con los hilos de la tra- 
ma en las manos, fué el Ministro y al Presidente 
comunicó la gravísima noticia, se reunió el Consejo 
y se acordó prender á Ordenado, sacar inmediata- 
mente de sus cuarteles á los batallones comprome- 
tidos, enjuiciar á Zeta, decretar el estado de sitio y 
llamar á la guardia nacional : 

—A estas horas tales acuerdos están cumplidos 
—ceontinuó el literato mirando con sorna al joven 
médico, que desfallecía, —y Ordenado el primero, ' 
preso, con centinela de vista. | 

—;¡ Preso! ¡el general !—exclamó Fernando con 
un gemido. 


— 181 — 

—Si, señor doctor, ¿se asombra usted? 4 las seis 
menos cuarto, en el andén de la estación del Once, 
un agente de policía le daba la voz de ¡ alto! á pesar 
de su disfraz, le metía en un coche, á pesar de sus 
sois y poco después en el Parque le ponía á 

uen recaudo. En cuanto á la artillería, acató la 
- orden de evacuar el cuartel, cosa rara, ¿eh? pero no 
así los cuerpos de Palermo, que la han emprendido 
á tiros con las tropas que el gobierno envió para so- 
meterlos... ¡ah, señores ordenistas! ¿querlais san- 
gre? pues correrá sangre argentina para saciaros, 
pero no conseguiréis vuestros propósitos criminales : 
el gobierno es fuerte, es poderoso, y ya lo veis, ape- 
nas formada la revolución, la hace abortar... Pre- 
cisamente, éste era el tema de mi artículo de ayer, 
que yo intitulo La degringolada, ¿no la han leído 
ustedes ? 

Misia Damiana, con entusiasmo, chilló : 

—¡ Muy bien ! ¡ duro con ellos : que les engrillen, 
que les torturen, que les fusilen, y al ordenistón del 
general que le corten la cabeza y la expongan, para 
castigo y ejemplo, en medio de la plaza de la Vic- 
toria | 

Pero se asustó, y todos se asustaron del grito 
airado de Fernando y del movimiento violento que 
hizo al enderezar sus pasos hacia la chimenea, en 
cuyo mármol el literato se apoyaba : 

—Sí, señor don Buenaventura—fustigóle cara á 
cara, —correrá sangre argentina, no para saciarnos 
á nosotros, que no tenemos más sed que de justicia, 
de orden, de moralidad, de honradez administrativa, 
sino para saciaros ú vosotros, que necesitáis de ella 

ahogar los clamores del país. Muchos años hace 
que disfrutáis del poder, ¡ muchos años! todo lo ha- 
béis acaparado, ¡todo! ¡todo lo habéis robado, ani- 


— 182 — 

quilado, atruinado, dineros, crédito, libertades! para; 
cada cambio constitucional de Presidente, habéis 
provocado una hecatombe, y sobre un montón de 
cadáveres el nuevo mandatario ha asentado su si- 
llón ; y para hacer eterno el usufructo, para que 
nadie pueda molestaros en vuestra posesión, habéis 
suprimido los comicios, falseando el voto popular. 
¿Qué les queda que hacer á los otros, á los parias, é 
los excluídog de tantos años? creen tener, y la tie- 
nen, señor don Buenaventura, la confianza del pue- 
blo, esperan poder redimirle y rescatar vuestros erro- 
res y borrar vuestros crímenes ; las vías legales es- 
tán obstruidas : desesperados, se arrojan de cabeza 
á la revolución. ¡ Y un país donde pasan estas cosas 
se llama república ! pobres países de América, ¡| cuán- 
to tenéis que envidiar á las viejas monarquías euro- 

s! 
do á poco, señor doctor—interrumpía don 
Buenaventura sofocado,—escuche usted... 

—;¡ La revolución está perdida ! —continuó el mé- 
dico cada vez más exaltado,— sí, sí, por las noticias 
que usted se trae, está irremisiblemente perdida : 
preso el general, muerta la esperanza ; pero, no será 
sin luchar como leones, sin morir como argentinos, 
y así para vuestra satisfacción, para satisfacción del 
Presidente, cuya omnimoda voluntad queda en evi- 
dencia, dictador más que Presidente, tirano más 
que dictador, tolerado y consentido E la Cons- 
titución, que tales atribuciones le confiere cándida- 
mente, como si los patricios que la hicieron no co- 
nocieran ni de vista 4 los bueyes con que araban, 
así, el 12 de octubre Rodríguez de Eneene subirá al 
poder pisando la sangre derramada por su culpa, y 
para no manchar las alfombras del palacio, tendrá 


E 1 O 
que Festregarse bien las suelas en los umbrales! ¡ ni 
será el primero, ni será el último! E 

—Uiga usted, señor doctor... pa | 

—¿El qué? ¿sus sofismas, señor don Buenaven- 
tura? no ahora, que mis hermanos me Haman. 

-- Saludó con frialdad, y mientras la indignada mi- 
sia Damiana, por todas las perrerías que de -escu- 
char acababa, al aturrullador literato decía no sé qué, 
Fernando se acercó á las señoritas de García Luces 
y trémulo se despedía : 

—Cálmese usted — susurró Elena, — usted está 
mal,. usted está enfermo. 

Jovita no pudo hablar : tendióle silenciosamente 
su mano y al estrecharla febrilmente notó Fernan- 
do que algo le quedaba en la suya, recuerdo, amuleto 
quizá para el que partía en busca de la muerte y que 
sólo el amparo de Dios podía salvar... | 

Ya en la calle, bajo el primer farol, Fernando 
contempló el pequeño objeto: era una medallita de 
oro, con la efigie de la Purísima Concepción en es- 
malte, y la besó, sintiendo milagroso alivio con aquel 
beso; todas las lisonjeras reflexiones que la prenda 
inestimable despertóle, las rechazó para no pensar 
más que en la catástrofe ordenista, y á pesar de la 
calentura que le devoraba, marchó adelante, ciego, 
buscando instintivamente el camino de Palermo : 
mortal silencio pesaba ahora sobre la ciudad y las 
lejanas descargas aumentaban el pavor; aquellos 
eran los últimos razonamientos del gobierno, más 
desastrosos que los sofismas de don Buenaventura, 
para convencer al necio pueblo, á todos los Hierros 
testarudos de la República, que tenían que humillar 


- la cerviz ante Eneene. | 


—;¡ Infames !—refunfuñó el poeta, —¿qué demonio 
os ayuda? ¡ porque en.el mundo el demonio es más 


— 184 — 

poderoso que Dios, puesto que Dios no ayuda 4 los 
perversos, y son los perversos quienes reinan en el 
mundo! ¡traición os ha vendido nuestro secreto, y 
en este momento hacéis pagar cara el ansia de ser 
libre de todo un pueblo ! ¡ Pobre tío Román ! y él que 
espera mi telegrama... Otras cosas barbotaba, sin 
ilación, andando, andando, con el sombrero en la 
mano, á fin de refrescar su frente abrasada ; en cada 
esquina se detenía, como ignorante de su ruta : 

Poro, ¿dónde estoy? ¿adónde voy?... 

Y segúta caminando. Algunos grupos de ciudada- 
nos pasaron, cautelosos, y él se mezcló á ellos : 

—-¿ Ordenistas ?, 

—;¡ Ordenistas ! 

—¿A' Palermo? 

—¡ A Palermo! ] 

Eran unos veinte, jóvenes, entusiastas, con las 
trazas todas á la vista de su cultura y de su rango; 
el joven médico no les conocía, pero no necesitó de 
más presentación que la de su filiación política, y 
juntos marcharon como viejos camaradas, enlodando 
sus finas botas de charol, sufriendo sin quejarse la 
ventisca y la llovizna ; sabían la prisión del general, 
y no parecían más desanimados por eso. Uno, im- 
berbe de quince años, que llevaba el remington ter- 
ciado, decía á Fernando ofreciéndole el apoyo de su. 
brazo : 

—;¡ Está usted enfermo, compañero, y asimismo 
no niega á la revolución su concurso! ¡es muy dig- 
no, muy patriótico! ¿no oye usted cómo se defien- 
den nuestros bravos? ¡allá vamos nosotros 4 ayuda- 
ros, hermanos! nos han traicionado, pero no ven- 
cido todavía. Otros grupos llegaban con armas, y 
para que la columna no engrosara demasiado y pu- 
diera escapar más fácilmente si era atacada, en las 


| — 185 — 
calles laterales se desparramaban, y por distintos 
rumbos buscaban operar su conjunción en Pa- 
lermo. 

Y el simpático imberbe, notando que Fernando 
no llevaba armas, le entregó su revólver : 

—$Su estado no le permite cargar un fusil, y con 
las manos vacías no va á contestar á los tiros del 
gobierno. 

—Gracias, amigo mio, ¿me permite usted que 
le llame mi amigo? ] 

Por toda respuesta el joven estrechó su diestra 
calenturienta ; y como el poeta preguntara luego : 

—¿ Usted viene del comité? 

El contestó que sí, y que allí había visto á Fave- 
ragas, á quien conocía : 

—¡ Qué sorpresa la suya cuando explotó la bom- 
ba de dinamita, la noticia de la captura del general ! 
¡y la de todos, la de todos! no hubo más que una 
idea, un acuerdo : ¡correr á las armas! si el com- 
plot estaba descubierto, no rendir la enseña de la 
revolución, sin defenderla á trueque de nuestra san- 
gre. Y cuando supimos que los cuerpos fieles de Pa- 
lermo, cumpliendo su promesa, acababan de suble- 
varse, y que de todos los comités salían Tegiones.de 
ciudadanos, y de cada casa, y hasta debajo de cada 
piedra brotaba un ordenista, ¡un combatiente, re- 
nació la esperanza ! 

Llegaban á la plaza del Retiro, y de repente el 
alumbrado público se apagó, haciéndose la obscuri- 
dad tan completa, que no se vió gota : 

—¡ Mucha precaución ! — dijo uno de los del 
grupo. 

Con las armas preparadas marcharon, mientras 
el terrorífico rumor de la. batalla se escuchaba, si- 


— 186 — 
lenciosos, olfateando el peligro; en la esquina de 
Juncal se les dió la voz de alto: 

—¿ Quién vive? 

Sin contestar, escurriéronse entonces uno á uno, 
pegados á la pared, y Otra vez resonó el alerta : 

—¿ Quién vive? 

Y tras del nuevo do la orden de fuego y la 
descarga cerrada. 

Echaron á correr todos, más Fernando no pudo, 
porque su compañero vacilaba, ¿herido, herido qui- 
zá? ¡no, muerto! sin una queja, se deslizó de sus . 
brazos y quedó de espaldas sobre la acera, mirando 
al cielo sombrío. | 

Fernando se inclinó, le palpó, con amorosa de- 
licadeza desprendió el remington de su mano cris- 
pada, y en un arranque desesperado volvióse á la 
guardia traidora, apuntó con el arma y contestó á 
la intimación con un tiro y este grito : 

—¡ Viva Ordenado! 

Y 'hnyó entre las sombras, abrazado al fusil. 


VII e 


Nunca fuera más dulzona la sonrisa del doctor 
Trujillo, ni-más burlesca la de aquel arisco jorobeta 
don Olimpo Salgado, bajando de bracero la suntuosa 
escalera del Palacio de Gobierno, tres días después 
de estos sucesos. 

—Vaya usted con cuidado, mi querido amigo... 
no, señor, no me molesta, ¿qué ha de molestarme 


— 187 — 
usted? échese sobre mi brazo cuanto quiera, que á 
robustez pocos le ganan... ¡cuidado! ¡iba usted á 
salvar dos escalones ! despacio, despacio, mi querido 
amigo, tiene usted delante el umbral, no vayamos 4 
tropezar. 

Y el asmático personaje, pegando sobre la piedra 
con el bastón, decia acentuando su sonrisa de burla : 

—; Cuántos han tropezado aquí, doctor Trujillo ! 

—;¡ Cuántos ! | 
—¡ y llegaron á desnucarse! Terrible escalera ésta, 
que cuesta tanto subir como bajar, y no pocos la 
han bajado de cabeza. 

Se detuvieron y charlaron bajito, á pesar de que 
alma viviente en el vestíbulo no podía escucharles, 
fuera de la numerosa guardia del portal, que estaba 
demasiado lejos. 

— Decíamos... —pronunció don Olimpo continuan- 
do un diálogo iniciado en las antesalas presidenciales. 

—Que Su Excelencia ha estado habilisimo—dijo 
el doctor con mucho fuego, —cediendo un poquito en 
circunstancias tan críticas: vencido el armisticio á 
las seis de la tarde, si las condiciones impuestas no 
son aceptadas, la toma del cuartel del Retiro, donde 
los revolucionarios están aculados hace tres días, de- 
fendiéndose como... argentinos, será cuestión de po- 
cas horas más, ¿pero podrá darse por terminada la, 
- revolución? en la capital sí, ¿y en el Interior? Co- 
rrientes, Mendoza sublevadas también.. ¿qué que- 
rían los ordenistas? ¿el sacrificio de Eneene? El. 
Presidente contesta que consultará á los partidos y 
empeñará su influencia cerca del doctor Eneene en 
favor de su renuncia. Ahí arriba quedan los dos en 
misterioso é interesante conciliábulo. 

—Lo que importa decir—saltó el vejete con uno 
de sus je, je más malignos, —que ya podemos dar al 


— 188 — 
misero don Adrián por uno de los desnucados en esta 
escalera... 

Y don Francisco repuso : 

—Esa frase de consultar á los partidos es una eva- 
siva con mucha sombra; Su Excelencia consultará 
sus intereses antes que nada, y sus intereses le dicen 
é gritos que sostener 4 Eneene es una solemnísima 
locura : mire usted, señor don Olimpo : si los ordenis- 
tas, cuando lograron rechazar á las tropas del gobier- 
no, y persiguiéndolas entraron en el Retiro, en vez de 
meterse en el cuartel y atrincherarse en la plaza, 
se vienen aquí y atacan el Palacio, los ordenistas eran 
dueños de la situación ; pues esto que han podido 
hacer en la capital, y no lo han hecho por torpes y 
mal avisados, lo harán quizá mañana conflagrando 
toda la República ; y si con un jarro de agua es po- 
sible apagar el incendio de la guerra civil, ¿por qué 
no echarlo con mano firme? Es lo que va á hacer el 
Presidente, una vez sometida la revolución, y por 
eso califico su actitud de habilísima. V 

—A quien va á sorprender ese jarro de agua es 
á don Adrián... ¡la hallará más fría ! 

—¿Y qué? Eneene se lo tiene muy merecido ; 
yo siempre lo he dicho : no es el hombre que necesi- 
tamos, desconceptuado como está, mal mirado por 
el pueblo, ¿de dónde diablos fué el Presidente á sa- 
o y se le ocurrió investirle con el hábito de can- 
didato oficial? existiendo dentro del partido hombres 
de tantísimo mérito... | 

Indudablemente, esto decíalo por Salgado, á quien 
daba lustre sacudiendo con afectación la solapa de 
su gabán, y repitiendo : 

—4 De tantísimo mérito! 

La verdad que era mucha la ceguera de Su Ex- 
celencia cuando no se fijó en aquel personaje, que 


— 189 — 
tan cerca de si tenía, y fué á ofrecer el bastón de 
borlas á ese catamarqueño sin crédito y sin elevación 
moral... | 

—Felizmente—continuó don Franvisco de Pau- 
la,—esta lección le ha abierto los ojos, y note usted 
cómo, en medio de la tormenta, se ha acordado de 
Santa Bárbara, de sus antiguos amigos, como usted, 
por ejemplo, y les llama, les consulta... 

—Yo—dijo el vejete—acabo de hablarle bien cla- 
ro: no prestaré mi concurso á la situación, no de- 
pondré mi resentimiento por los sucesos últimos, si 
el nombre de Eneene no se borra de la contienda 
política y se archiva ; dijele más : excluido Eneene, 
ae no puede ser de otra manera, V. E. debe 

uscar un hombre, de su propio partido, natural. 
mente, pero que no ofrezca á los ordenistas el mismo 
, Tecelo y repugnancia que el otro, y hágale Vuecencia 
Presidente, que nadie chistará. 
a —Eso, eso es lo derecho—apoyaba el doctor Tru- 
jillo. 

—Y si no lo hace á tiempo, el jarro de agua no 
bastará, ni todas las mangas, y arderá Troya por los 
cuatro costados. ¿Fis una concesión? si, pero relati- 
vamente pequeña : nuestro partido quedará en el po- 
der, y los ordenistas todo lo más que habrán conse- 
guido, después de hacerse romper la crisma, será un 
cambio de nombres, los mismos frailes con distintas 
alforjas. 

—¡ Claro! ¡justo |! con distintas alforjas, para quel 
no digan... Pero usted, mi querido amigo, se Eaj 
mostrado en esta emergencia político eminente, emi. 
nentísimo ; después de la zancadilla de Córdoba, que 
yo siempre desaprobé, ¿sabe usted ? siempre, con to» 
das mis fuerzas... me dije : ahora, el amigo Salgado, 
de despecho, se nos vuelve ordenista, y mos hace 


— 19) — 
pagar cara la torpeza, el disparate, el crimen : pero, 
no, en la sombra, en el silencio, hilaba su venganza, 
y bien con los ordenistas, no estaba ú4 mal con el 
Presidente... y los sucesos le han dado la razón ; 
(levantando el indice y con tono profetico) ¡el por- 
venir ha de confirmarlo |! 

Agobiado por la joroba, don Olimpo no vela el 
ademán, pero comprendió la intención, y dando un 
golpecito en su naricilla, contestó : 

—¡ Je, je, poseo muy buen olfato, doctor amigo! 
además, se hace lo que se puede, ¡ y se hará, sí, señor, 
se hará! ¡ Conste | | 

Casi se irguió, con tal arrogancia pronunció esta 
frase, y don Francisco, que se preciaba también de 
no ser romo, y husmeaba ya en el extraño perso- 
naje al nuevo sol que había de reemplazar, quizá, 
al otro, entonaba el sursum corda más sincero que en 
log profundos dobleces de su alma hallara, empeñado 
en guardar la pícara cartera que de la punta de sus 
dedos escurriase ; y otra vez ofrecióle el brazo : 

—Pocos le ganan en fortaleza, señor don Olimpo, 
apóyese usted, apóyese usted. 

Cuando llegaron á la puerta y vieron la plaza ocu- 
pada por la soldadesca, y los cañones en cada buca: 
calle, y las casas cerradas, y el movimiento de la ciu- 
dad paralizado, y el silencio y la soledad y la tristeza 
donde antes había bullicio y alegría, sacudió Salgado 
la cabeza : 

— Observe usted, doctor amigo, lo que vale llevar 
las cosas á sangre y fuego! ¡ qué espectáculo más do- 
loroso ! ¡ cuando al pueblo, que es un chiquillo cándi- 
do, no hay que tratarle con rigor, sino con mimo, 
para hacer de él cuanto se quiera! desde un princi- 
pio mostró ascos á Eneene, y pidió otro, otro jugue- 
te, y en vez de desnudar el muñeco y ponerie nuevas 


— 191 — 

ropas, para engañarle, se persistió en que lo había 
de aceptar y si no se le darían azotes, y el niño se 
encolerizó, pateó... y eabí tiene usted el resultado. 
¡Qué tres horribles días éstos, doctor! le aseguro 
que sólo de oir el tiroteo me ponía malo : luego, las 
idas, las venidas, las órdenes, las contraórdenes,. las 
conferencias, las alarmas... (Quiera Dios que los revo- 
lucionarios acepten nuestras condiciones, porque, en 
el caso contrario, se les rendirá ¿ la bayoneta, con 
más ó menos trabajo, y HKneene resucitará de entre 
log muertos... 

-—e Usted. cree 2?—exclamó don dsa eon so- 
bresalto ;—no tendrán más remedio que aceptarlas : 
-la resistencia no puede prolongarse... les faltan mu- 
NiCiOnMe3... 

Hacía el otro sus je, je, de duda, y el doctor Tru- 
jillo pensó si no se habría, adelantado á cantarle el re- 
quiem á don Adrián, antes que los signos cadavérl- 
- cos estuvieran bien patentes : echándose atrás, re- 
puso : 

«—De todos modos... ¿no le parece á usted ? Enee- 
ne, 4 pesar de sus defectos, es un hombre ¿cómo 
diré? que no carece de cierto tacto, de habilidad po- 
lítica y comprenderá que, aun venciendo la revo- 
lución, su candidatura es ya imposible... 

La sonrisa del vejete le turbó, y no acabó de 
redondear su párrafo : 

- —En fin, que más vale esperar, ¿no lo parece á 
usted? En un par de horas saldremos de dudas. 

En la esquina se separaron, porque don Olimpo 
dijo que alguien le esperaba en su fonda con noticias 
frescas de Córdoba : 

—Según sean ellas y las que de las negociaciones 
pendientes me lleven, así haré... d dejaré de hacer; 
esta noche le espero á usted, doctor. 


— 192 — 

—Perfectamente : hasta luego. . 

—Hasta luego. 

Sus manos se soltaban, después de afectuoso apre- 
tón, cuando una bomba cayó y estalló tan cerca de 
ellos, que por poco no acaban allí mismo sus vidas 
y sus ambiciones : 

——¡ Hombre, hombre !—exclamó don Olimpo, me- 
nos pálido que el doctor ;—¡ en plenc armisticio ! ¡ ten- 
ga usted escuadra, para esto... y para otras cosas! 

Mientras el viejo se alejaba, don Francisco de 
Paula tomó la dirección de su casa por aquellas calles 
desiertas, y acompañaba sus pasos con frases desco- 
sidas, que denunciaban el angustiosísimo momento 
psicológico en que se vela : j 

—Todo está en ladearse á tiempo ; si cae Eneene, 
sús á Salgado, y si el jorobeta no obtiene, como yo 
sospecho (apostaría que sí la obtiene) la credencial 
de candidato, al que la obtenga, sea Juan, Pedro ó 
Diego... ¡Qué gracia si Eneene no cayera | todo de- 
pende de la terquedad de los ordenistas, que bien 
pe decir tomándose la punta de la uña y el 

razo entero: No nos contentamos con el retiro de 
la candidatura de Eneene, queremos las renuncias 
del Presidente y del gabinete.. .“¡y del Arzobispo! 
y también de la ambición más ó menos desmedida 
de don Adrián, que no se dejará arrancar la renuncia 
á tres tirones ; entonces, aquí de don Olimpo : Eneene 
resucita de entre los muertos... y nos mete en un bo- 
nito atolladero. ¿Notaría él esta mañana, cuando se 
acercó al ministro de la Guerra, que le saludé yo 
con frialdad? y que con frialdad le he tratado apenas 
columbré el desenlace de los acontecimientos, y es- 
cuché aquella salida extraordinaria del Presidente : 
y Habrá que sacrificar 4 Adrián ? he estado muy cham- 
bón, ¡pero muy chambón!... se ha movido tanto 


O Ls aa 


este hombre en estos días, en conferencias don el 
Presidente, con los ministros, con los senadores, con 
los diputados : defendía su tajada con tal encarni- 
zeamiento, que ¡quién sabe si la promesa del Presi- 
dente no fuera más que una estratagema !... ¡Y yo 

ue del lado de don Olimpo me he dejado escurrir | 

in embargo, la impresión general es que la revo- 
lución mata la candidatura Eneene, y que pronto 
recomenzará el steeple-chase de aspirantes... Y me 
rs á mí que Salgado se la lleva: le acaba de 

ablar el Presidento de una manera, con un afecto, 
¡ como deseando hacerse perdonar el revolcón que úl- 
timamente le dieron! y si se la lleva, ¡no he estado 
tan chambón, no, señor!... . 

A nadie encontró en su camino que le distrajera 
de tan profundas meditaciones, y entró en su Casa, 
edificio de aspecto mezquino en la calle Tacuarí, bajo, 
de dos ventanas, zaguán con pinturas cursis y patio 
pelado (él hacía gala de su pobreza, dando así á en- 
tender que de sus cabildeos políticos nada sacaba para 
el puchero); entró sin llamar, y el Periquín, que 
por ser aquellos dias de revuclta y andar las patruilas - 
arreando para los cuarteles 4 cuanto ciudadano halla- 
ban sin la papeleta de enrolamiento, no salía 4 fin 
de evitarse desazones y peligros, le abrió la puerta 
de la sala, con un buenas tardes, papá, muy cari- 
foso. La sala era también despacho : en un ángulo 
se veía una papelera de cuoba vieja, y enfrente una 
librería con cristales y visillos de sarga verde, sin 
duda para ocultar la ausencia de los libros; en el 
suelo no había alfombra, y el dibujo de las cortinas, 
al estilo turco, era diferente de la tela de las buta- 
cas, maridaje ridículo que aparecía más chocante á 
eausa de las maderas desnudas, poco limpias y nada 
nuevas. Los que conocen al padre y al hijo, extra- 

EL CANDIDATO.—13 


— 194 — 

farán y se asómbrarán de tan espartana sencillez, 
pero no hay de qué: primero y principal, porque los 
más exigentes en la casa ajena son los que andan 
más escasos en la propia, y luego porque la coque- 
tería del doctor Trujillo era ésa, mostrar y probar 
cómo, en estos tiempos, se puede ser alto personaje 
político y no gastar lujo ni cosa que lo valga. 

Obscurecía ya, y Periquín encendió la, lámpara, 
AS de tufo la habitación, tan poca maña se 

aba 

—¿Ve usted, papá? estoy deseando que acaben 
estos bochinches, para que tengamos gas, y poder 
salir... Me ahogo : ¡tres días de encierro! ¿no es 
nada, verdad ? ¿qué noticias trae usted? ¿acabamos 
ó.no acabamos ? 

Don Francisco se había sentado en el sillón gira 
" torio de la papelera y desabrochaba su gabán Inás 
pensativo, abstraiído frente 4 aquel pavoroso proble- 
ma : ¿ladearse ó no ladearse? y maquinalmente con- 
testó : 
- —n eso estamos, mira, ¿quién lo sabe? 

—Pues si usted no lo sabe... 

Sacó la cajetilla del bolsillo, escogió un cigarro, 
lo encendió en el tubo de la lámpara, y echando el 
humo por boca y narices, con la jactancia de un buen 
fumador, empezó á pasear delante del padre : 

Escuche usted, papá: yo, en estos días de prl- 
sión, he reflexionado mucho, pero mucho, acerca de 
mi porvenir, siempre sobre la base de sus excelentes 
consejos : que mi carrera es el matrimonio, y en el 
matrimonio debo buscar la fortuna que, por otros 
caminos, no hallaré jamás... No me recuerde usted 
lo de Elenita García Luces, le veo venir: en eso no 
he tenido yo arte ni parte; el negocio estaba per- 
fectamente arreglado, no había más que hacerse car- 


— 19) — 
go del género y de repente... ¿ha sido la hermana 
que nunca me puso buenos ojos? ¿ó el mediquillo, 
el poetastro, que tiene allí una influencia escanda- 
losa? no sé; el rompimiento se me impuso, y no 
tuve más remedio que tomar el portante. ¡Qué lás- 
tima ! ¡yo que ya metía las manos en aquellas talegas 
de Ombú ! doblemente de lamentar ahora que, por la 
muerte del padre, la hijuela es mayor; es la mitad 
de esa fortuna colosal. (Suspirando) ¿Qué hacerla? 
usted se enfadó conmigo, me llamó torpe y hasta zo- 
penco... aconsejándome volviera á la de Eneene : ésa 
no tiene nada, pero don Adrián era el candidato á la 
Presidencia, y el yerno de un Presidente... ¡ figúrese 
usted, papá, lo que yo haría de yerno del Presidente ! 
¡en fin, la mar! Pues me fuí con Alcirita otra vez 
y me recibió como recibe á todos : yo estaba dispuesto 
á soportar los desaires, las burlas, los caprichos, las 
ofensas de esta insigne coqueta, y me decía : pega, 
pega, que ya me llegará mi turno; el marido te co- 
brará con intereses lo que has hecho sufrir al novio ; 
y de repente, otra turbonada, la revolución que vie- 
ne á despojar al doctor Eneene de su investidura, 
y le deja en su carácter vulgar de hombre rico, em- 
perrado en no morirse... Según el boletín de La Opt- 
nión de esta mañana, el Presidente ofrece su influjo 
para hacer que Eneene retire su candidatura, ¿no es 
cierto, papá? E 

—Así parece—respondió distraído don Francisco 
de Paula. 

—Bueno—continuó Periquito,—esto y la renun- 
cia es idéntico... Si la hija del candidato era un gran 
partido, la hja de un Eneene es un clavo, ¿qué me 
trae? ¿esperanzas? con esperanzas no se come, no 
se viste, y no se vive... luego, he resuelto darle á la 
señorita Alcira las calabazas que ella se guardaba 


: — 196 — | 
para sus pretendientes, ¿no le parece 3 usted, papá? 
y buscaré por ahí alguna otra hijuela, que no ha de . 
faltarme. ? 

Ninguna objeción hizo don Francisco ú tan deli- 
cado programa, por no escuchar al hijo, ó por ballarse 
él también preocupado con las modificaciones á in- 
a en el suyo, más importantes y trascenden- 

ales. 

En esto, por las ventanas, pasó voceando el bo- 
: letín de La Opinión, con las noticias de última hora 
y una retahila de anuncios ininteligibles, un chicue- 
lo vendedor de periódicos : 

—¡ Perico, cómpralo, cómpralo !—dijo don Fran- 
cisco saltando del asiento. 

El joven abrió la ventana y llamó al muchacho : 

—Chist, chist, ven, ¿es nuevo? dámelo, toma. 

- Y cerró, pues se colaba un frío de mil diablos, 
y é la luz de la lámpara desdobló el papel, leyó rá- 
pidamente, y al padre, que le miraba ansioso : 

+— Ay, papá, es eso, eso que decíamos, confir- 
mado : conferencias definitivas, no hay nuevo armis- 
ticio... y más abajo: última hora, desarme de los 
revolucionarios, acatamiento de la autoridad nacio- 
nal, retiro de la candidatura Eneene, probable eon- 
veneión de los partidos... 

—A ver, á ver—decía el doctor, emocionado. 

—Tome usted, papá, ¡ valiente fin de fiesta ! nos 
quedamos vestidos y compuestos : ¡usted sin cartera 
y yo sin novia ! | 

Don Francisco preguntó 4 aquel mensajero si era 
cierta la sensacional nueva, y cuantas veces le pre- 
guntó, con todas sus letras y todos los detalles, se le 
contestó la verdad : que todo estaba concluido y el 
doctor don Adrián Rodríguez de Eneene enterrado ; 
¡el santo del día anterior arrojado ú culatazos del al- 


— 197 — 


tar, y buscándose ya quien le reemplazara y ante 
quien prosternarse! Entonces, el fidelísimo amigo 
echó sobre el difunto esta paletada de tierra : 

—¡ Al fin salimos de dudas! es lógica esta solu- 
ción, y es patriótica; ¿acaso un nombre propio vale 
la tranquilidad del país entero? tengo el honor de 
haber contribuido á ella con mi consejo desinteresado, 
y con mi influencia ; al Presidente se lo dije (después 
de aquella salida suya, por supuesto) : ¿ste es mi mo- 
do de pensar, pero yo no me mezclo en las nego- 
ciaciones, porque siendo amigo personal de Eneene, 
- no quiero que él diga... Las circunstancias han hecho 

imposible su candidatura, ¡no hay otro medio de 
aplacar al país! 

Sentóse nuevamente en el sillón, rebosando jú- 
bilo, por ver ahora tan claro y poder, con toda con- 
ciencia, resolver el terrible dilema así: ladearse, y, 
con garbo, que la amistad personal es una cosa y la 
amistad política otra, y no era él bastante tonto para 
dejarse meter en el heyo que á Eneene le hablan ca- 
vado ; y al hijo, á Periquito, le endilgó esta epístola : 

—Decías... que lo habías pensado mucho, y tu 
casamiento con Alcira no te convenía : pues, ¡claro 
que no te conviene! en estos paises donde la dote 
no está en uso, desgraciadamente, hay que reflexio- 
nar y pesar bien el pro y el contra antes de casarse : 
Alcira no tiene fortuna, pues viven sus padres y go- 
zan de muy buena salud ; Alcira no es ya la hija «el 
futuro Presidente : ergo, el retiro de la candidatura 
paterna trae, forzosamente, el retiro de la tuya á la 
mano de Alcira... y á otra cosa, hijo mío, ¡ que cien 
puertas se abren cuando una se cierra! Tú créeme á 
mí, y sigue mis huellas : el mundo es un pasadizo, al 
que venimos por chiripa: y abandonamos por necesi- 
dad, y recorrerlos alegremente la única vez que nos 


— 198 — 

está permitido hacerlo, sin el pesado bagaje del qué 
dirán, del mira que te mira J)ios, y sobre todo, del 
lazo de las afecciones, que con llamarle lazo, se 
expresa cuánto aprieta y ahoga, es indispensable si 
queremos gustar el fruto prohibido, la felicidad ; y á 
este fin, no hay que escuchar la voz del corazón ; 
óyeme bien : aquel más feliz es el que menos cora- 
zón tiene, mejor dicho, menos sentimientos. ¿En- 
tiendes, hijo mio? y si tienes buenos dientes, muerde 
ese caro fruto con toda fuerza, que sl no lo haces tú, 
por tonto, otro vendrá y ló hará en tu lugar. Y basta 
de filosofías : dile al criado que sirva la sopa. 

Tan estupenda lección de moral, amarga síntesis 
de los desengaños conyugales, sociales y políticos de 
don Francisco de Paula, no caía sobre terreno pedre- 
goso é impropio para la germinación : Periquito re- 
cibíala sin perder un solo grano, con cabezadas de 
asentimiento : 

- —¡ Naturalmente ! eso digo yo, papá : después se 
muere uno ¿y qué? + | 

Se marchaba á cumplir la orden del padre, cuando 
golpearon el llamador de la calle, y en seguida en el 
cristal de la puerta del patio, sin visillo, se dibujó la 
propia estampa del doctor Eneene, pegando las dos 
manos al vidrio y mirando con precaución, cual si 
dijera :—¿Está usted solo? quiero hablar con usted, 
doctor. de 

Disgusto grande experimentó don Francisco al 
reconocerle, y nunca le pareció más poquita cosa que 
ahora, sin el hábito deslumbrante de candidato ofi- 
cial : se levantó, mandó á Periquín que les dejara 
solos, y abrió á la importuna visita, olvidando, al 
estrechar su mano, de llamarle ilustre amigo, como 
siempre, olvido disculpable, al fin, pues no sería el 
-único en padecer. Venía don Adrián con las trazas 


— 199 — 

del jugador á quien acaban de desnudar en la timba ; 
no soltó la diestra del doctor Trujillo, hincándole 
casi las terribles uñas en la carne, y á guisa de exor- 
dio echó fuera una palabra que no está en ningún 
diccionario, pero se halla en muchas bocas, aña- 
diendo : | 
| —¡ Qué traición, qué traición ! cn esta cochinada, 
veo yo la mano de Salgado, ¿quién sino el tío joroba, 
mi competidor, mi enemigo? después de los sucesos 
de Córdoba, se vino aquí muy manso, y en los oídos 
de quien debió arrojarle balcón abajo, noche y día 
derramó la voz de alarma: hay que abandonar ú 
Eneene, la capital se arma, el Interior se arma, la 
revolución va á estallar, y la estábilidad misma de 
Vuecencia peligra ; si se abandona á Eneene el cielo se 
despejará y el sol lucirá de nuevo. Así, noche y día : 
abandonar 4d Eneene, y no solamente él, otros, 
otros... : 

—Doctor—interrumpió don Francisco protestan- 
do,—créame usted que yo... 

—A usted no me refiero—repuso don Adrián con 
un tonillo que parecía expresar lo contrario. 

. Y se sentó, puso el sombrero sobre sus rodillas, 

'- y quedóse moviendo la cabeza, como un muñeco de 
resorte, sin apartar la vista del turbado Trujillo : 

—¿Qué había de suceder? que revienta la conspi- 
ración ordenista, y aquel que tales avisos y consejos 
de fieles amigos mios recibiera, confabulados con un 
rival despreciable, porque notaron en el ánimo pre- 
sidencial síntomas de veleidad, temió al punto por 
su puesto y se dijo: antes que caer yo, que caiga el 
otro. Y esto es tan cierto, señor don Francisco, que 
á estas horas la revolución está vencida : en el Retiro 
no hay municiones, la lucha de tres días ha debili- 
tado toda energía, el general preso, Zeta herido de 


— 200 — 

muerte, y sin embargo se me impone mi renuncia, 
como gaje imprescindible de concordia. ¿Qué se te- 
me? que, sometida la capital, el ejemplo de Corrien- 
tes y Mendoza, en armas, cunda á las otras provin- 
cias, que sólo á regañadientes y con las bayonetas 
al pecho, soportan á sus gobernadores... ¿Y el ejér- 
cito de la nación, señor mio? luego de dar á los or- 
denistas su merecido en el Retiro, bien puede acudir 
á sofocar la insurrección allí donde pareciere ; pero, 
no, aquí no hay más que esto: el capricho de un 
hombre, que muestra poseer las mismas coqueterias 
de una mujer y sus artimañas, ¡ y la traición que se 
pone, incondicionalmente, al servicio de ese capri- 
Cho ! 

En la punta de la lengua tuvo el doctor Trujillo . 
esta respuesta : que también un capricho dió uaci- 
miento á su candidatura, y no era de extrañar que 
otro le diera muerte ; mas no osó decirlo, contentán- 
dose con alzar las manos, manera suya de expresar 
lo imposible y lo irremediable. Y el doctor Eneene 
prosiguió : 

—Pera yo tengo un partido, el partido eneísta, 
que ha ganado las elecciones de febrero, con mayoria 
en el Congreso, con mayoría en el gabinete, con ma- 
yoría en casi todas las situaciones provinciales, y por 
lo tanto mi elección está asegurada... 

—¿ De usted ?—saltó aquí don Francisco,—¿ma- 
yoría de usted? del Presidente, hablando con pro- 
piedad. | 

—Es decir que... 

—Es decir que si á ese partido eneísta se le da la 
orden superior de volver la espalda á Eneene, la es- 
palda le volverá. 

Don Adrián apabulló su sormbrero con el puño: 

—«¿ Y á esto le llama usted república? llámele cual- 


— 201 — 
quier cosa, merienda de negros, por ejemplo, no re- 
pública, ¡ por Cristo vivo! 

De lo que más se asombraba don Francisco era de 
la indignación del doctor Eneene por un sistema po- 
lítico que conocía al dedillo, que se sabía de memo- 
ria, que en su programa de gobierno tenia jnscrito 
para aplicarlo en su día sin miramientos, y quizá 
refinarlo aún : era el médico convertido en paciente, 
y condenado á sufrir el cáustico que para otro rece- 
tara. Así le dijo, con admirable calma : 

—Usted lo sabe bien, doctor ; no está en la Cons- 
titución, indudablemente, pero sí en las costumbres ; 
el Presidente hace los Presidentes, y el pueblo elec- 
tor acata el hecho, como otras veces, ó se alza en 
armas, como ahora... sin resultado, pues é pesar de 
la revolución, usted sería el elegido, si la veleta pre- 
sidencial no varía de rumbo. De todos modos, yo creo 
que su actual situación, de candidato que renuncia 
un puesto tan alto en aras de la tranquilidad pública, 
es mucho más airosa, más noble, y en buena cuenta 
se le tendrá, que la de ayer, impuesto, es inútil ne- 
garlo ya, contra viento y marea (con acento solemne) 
¡ quién sabe, doctor Eneene! si este hecho de su vida 
no le vale la canonización ; todavía le hemos de ver 
en andas por esas calles, con palmas, cirios é incen- 
sarios, como Ordenado. | 

¿Iba de veras ó de burlas? vaya usted á saberlo, 
que abogado más capcioso que él no lo había, y asl 
la hora de su reloj nadie la conocía á punto fijo ; pero 
la ocasión no era de bromitas, y á don Adrián le supo . 
muy mal aquélla : se encasquetó el sombrero apabu- 
llado, detalle que faltaba á su aspecto de truhán per- 
didoso, cruzó los brazos, fuése derechamente al oron- 
do personaje, y debajo de las narices le echó esta ro- 
ciada : 


— 202 — 

—¡ No me hablaba usted así ayer, doctor Trujillo ! 
¡cómo cambia el tiempo... y los hombres! conque 
ahora es inútil negar que mi candidatura era impues- 
ta, á pesar de todas las resistencias... y ayer era una 
candidatura casi, casi popular, ¿se acuerda usted de 
sus distingos entre pueblo y populacho? otra de sus 
marrullerías de costumbre : ¡buen trapalón está us- 
ted, doctor Trujillo! si la nación se pierde un gran 
presidente, también se pierde un ministro de prme- 
ra... aunque no, usted no es de los que se quedan sin 
asiento, ¿le ha ofrecido algo el jorobado? ¡qué lás- 
tima, hombre | ¿cómo es eso? ¡ah! todavía la veleta 
presidencial no ha indicado el rumbo á eel y usted 
espera prudentemente, ¡ muy bien hecho! , puede ser 
Salgado ; puede ser cualquiera... ¡ja, ja'! ¡ qué peís ! 

¡¡ qué partidos ! ! ¡¡] qué hombres |! ! 
: Estaba don Francisco contrariadísimo, porque eN 
aquel terreno, él, tan pulquérrimo, no podía descen- 
der, y con sus blancas manitas de monja rechazaba 
al exaltado contrincante y sus insidiosos ataques : 

—No, doctor Eneene, poco á poco, ¡usted me 
ofende ! 

Y don Adrián, con risa forzada, repetía : 

—¡ Si hace usted muy bien! ¿Cree usted que yo 
le enrostro su conducta ? ¡ no, amigo mío, ilustre ami- 
go! ¿qué puedo yo darle ahora, despedido como un 

rtero por Su Excelencia? es natural que usted 
busque su colocación, ¡ojalá la encuentre digna de 
sus merecimientos !| si estuviera de humor le referiría 
á usted un cuento de mi repertorio, que viene aquí 
más al caso.. 

Nuevamente protestaba don Francisco de Paula : 
tales ofensas no podían tocarle ni al pelo de la ropa ; 
él no buscaba nada, como no fuera, el bien de su país. 
¿y cuál era el estado actual del pais? ¡ santo Dios! 


— 203 — 
la capital cubierta de sangre, anegada en un río de 
sangre, que pronto correría á ¡mundar las demás pro- 
vincias... 

—¿ Y eso le asusta á usted ?—dijo con cinismo don 
Adrián,—¡ parece que fuera la primera vez que se 
diera este espectáculo en la República ! 

—No sorprenderá por lo nuevo, pero duele por lo 
horrible—Adeclamaba el doctor Trujillo como si estu- 
viera en el Congreso,—y si la causa, el móvil, es un 
nombre propio, yo amigo, yo hermano, yo padre, 
tomo una esponja y borro ese nombre, sin vacilar. 

—¿S1, eh?—decía Eneene sardónicamente. 

—Sin vacilar, puede usted creerlo: ésta es mi 
opinión en el caso presente, opinión que no he trans- 
mitido á nadie, porque nadie me la ha pedido ; en ¡as 
negociaciones que han provocado su renuncia, yo no 
he intervenido, no he querido intervenir... pero, de- 
claro á usted, doctor, que, si al ir á conferenciar con 
el Presidente, me consulta usted, hubiérale aconse- 
jado lo mismo que usted ha hecho : ¡ renunciar ! ¡ re- 
nunciar y que se salve el país ! 

—Vamos, vamos, ilustre amigo, que si en el áni- 
mo de Su Excelencia hubiera estado la intención de 
hacer caer esa esponja de su mano, con un gesto solo 
la hace caer, y el nombre de su amigo, de su hern1a- 
no, de su hijo, no se borra, ¡ siervos del poder! ¡ qué 
mucho si hubo un Rozas! ¡ si la semilla de los Rozas 
y la de aquellos que besaban humildemente su látigo 
no se han extinguido en la República ! 

Dióle la espalda, y sin despedirse ni añadir más 
palabra, salió al patio y á la calle, en tinieblas, pues 
los faroles seguían apagados, y envuelta en fúnebre 
silencio, como si la ciudad guardara el luto de sus 
muertos ; don Adrián levantó el cuello de su abrigo 
y la mitad de la cara se tapó con un pañuelo de seda :. 


— 204 — 

aunque todo permanecía cerrado y no andaba ánima 
viviente, no quería ser reconocido, él cuyo físico la 
caricatura había popularizado con aquellas orejas de 
murciélago, y verse en trance tan peligroso como el 
del día anterior, que, saliendo de su casa, una turba 
de perdidos le siguió con mueras, y para escapar, 
hubo de refugiarse en una tienda... 

Mascando frases amargas, resoplando, caminaba 
con la cabeza baja; se detenia, daba una patada de 
ira, erguía aquella frente que el rayo de Júpiter ha- 
bía herido, y orgullosamente al cielo parecía desafiar, 
y otra vez el convencimiento de su impotencia la in- 
clinaba sobre el pecho, ¡ y andaba, andaba ! recorrió 
la calle Tacuari hasta Alsina y de la esquina de San 
Juan siguió por Piedras, luego a Esmeralda : en- 
contró el portal de su casa abierto é iluminado como 
para una fiesta, un lacayo al pie de la escalera, otro 
en el recibimiento, su despacho y el gran salón tam- 
bién con luz, luz de petróleo y de bujías en lujosos 
candelabros, y se acordó que era viernes, día de sus 
tes políticos: un criado se acercó á despojarle del 
abrigo y el sombrero, y él, con un gesto dijo que no. 
Cuando se presentó en el saloncito donde misia Da- 
miana y Alcira pasaban las horas más tristes espe- 
rándole, al son del pavoroso tiroteo, alarmadas por 
log terribles relatos que tralan los criados; de una 
bomba horadando una pared y dando muerte á dos 
niños inocentes, de un sujeto recibiendo en el pecho 
una bala perdida, de una familia encerrada en los só- 
tanos sin provisiones, de los convoyes de muertos, 
de heridos, ellas que, cuando salía, se imaginaban 
no había de tornar con vida, se levantaron y acercá- 
ronse á abrazarle. 

—¿ Y bien, Adrián? ¿se ha hecho la paz? en todo 


— 205 — 
el día hemos oído fusilazos: á las seis concluía el 
armisticio y todo sigue en silencio. 

—¡ Ay, papá !—exclamó Alcirita,—no deben de 
ser muy buenas tus noticias, porque tienes una cara... 

Y la señora, para examinarle mejor, le quitó el 
pañuelo de seda : ] 

—, Qué pálido vienes, Adrián! ¿estás enfermo? 
Jesús, qué vida pasamos! siempre con zozobras, 
con temores... Sales, y la espina se me clava que una 
bala ó un puñal te espera en la calle : ayer leía en 
El Cotidiano la guerra que dan los nihilistas á ese po- 
bre czar de Rusia, y me decía : ¿pero, señor, vale 
la pena tanta grandeza, habitar palacios, ceñir core- 
na, arrastrar manto, cuando no se puede comer ni 
beber, ni pasear, ni vivir en paz? ¿no es más feliz el 
más miserable de sus siervos? y sacaba la consecuen- | 
cla que todos los esplendores del mundo no igualan á 
la tranquilidad del hogar. | 

— Dios te oye, hija—contestó fríamente Eneenc. 

e veras? ¿han vencido ú la revolución? 

—Gl. 


. —=¿Y se acabaron los tiros y las alarmas ? 

—Asi parece. 

—Gracias le sean dadas : bien se lo he pedido : 
Señor, derrota ¿ esos perversos ordenistas, y yo te 
prometo, en cambio, pagarte una solemne misa can- 
tada y sermón en la capilla de mi Asilo. 

—¿Nada más le pediste ? | 

—Nada más... ¡ah! y que salieras tú con bien de 
esta terrible crisis. | 

—X yo, papá, y yo—dijo Alcira ;—y que no mu- 
rieran más desgraciados ; me da muchísima pena eso 
de que pierdan tantos la vida para hacer un Presi- 
dente. : 

—Pues, quedáis lucidas con vuestro petitorio : 


— 206 — 

á Dios ¿sabéis? hay que tirarle un poco la oreja, 
porque si no, no oye: es sordo, le han puesto sordo 
los mortales pedigúeños, rompiéndole el tímpano 
desde principios del mundo, y la manera de obligarle 
á que preste atención, es rogar y dar con el mazo. 
al mismo tiempo, como lo expresa el refrán ; ¡esa 
misa y ese sermón habérselo ao adelantado y os 
hubiera concedido cuanto pediais ! 

—Pero no dices, Adrián...—prorrumpió misia Da- 
miana, vislumbrando la mala nueva. 

—Lio que digo es esto : que si tú no querías llevar 
la vida de ese señor que en Rusia, por tener el gusto 
de ser czar, soporta tantos disgustos, tu deseo está 
satisfecho : no serás czarina, hija, y nada de hoy en 
adelante alterará la santa paz de tu hogar. 

—Adrián, si no te explicas... sí, sí, ya compren- 
do, ¿has renunciado, verdad? ¿no? ¿te han obligado 
á renunciar? | 

Nada contestó el doctor Eneene, pero su mirada, 
la contracción de sus labios y el ademán que hizo al 
dirigirse á la ventana, levantar el visillo y mirar al 
través del vidrio sudoroso de frío, sobre el cual, lve- 
go, con la uña más afilada, maquinalmente se puso 
á trazar líneas y á enredar dibujos, dieron á la se- 
ñora y á la hija, estupefacta, la clave de aquel enig- 
ma ; y toda la cara de misia Damiana, como la de 
esos monstruosos Eolos, inflados los carrillos 4 fuer- 
za de soplar y echando por la boca un chorro que pa- 
rece de agua, por no haber manera posible de repre- 
sentar el viento, se enrojeció más, se hinchó, y á bor- 
botones salieron las frases, de indignación, de cólera, 
de desconsuelo : | 

—¿Cómo? ¿es cierto? ¿te han obligado á renun- 
ciar? ¿por qué? ¿no está ya concluida la r=volu- 
ción? ¿y quién? ¿tu partido? ¿el Presidente? ¡ah 


— 207 —= 

el Presidente! ¡bonito modo de cumplir sus prome- 
sas! porque él te prometió, si, señor, hacerte Presi- 
dente, te lo ofreció : tú no se lo has pedido, como 
otros, no le has pasado la lengua por la suela de sus 
botas, como otros; él te dijo: ¡después de mí, us- 
ted! y tú aceptaste por patriota, te sacrificaste... 
.y ahora de miedo, quizá, te abandona, ¡ qué tra1ción 
más negra! ¿acaso de esta manera va á devolver la 
vida á los que han muerto? ¿la salud á los heridos? 
¿la fortuna á los que la han perdido? ¿el reposo al 
país? ¡ya se lo dirán de misas! ¡y tú que te ñabas 
de él! que decías : ¡ah, el Presidente!... (acercán. . 
dose al cristal y cogiendo el brazo del marido) vuél- 
vete, hombre, mírame, dime ¿qué le contestaste ? 
¿que sí, eh? ¡ servilmente que sí! claro, así se ponen 
estas excelencias de pega, dentro de esa atmósfera 
de bajeza y de adulación ; haberle dicho : señor Pre- 
sidente, yo tengo un partido, que me ha proclamado, 
que me sostiene, y mi nombre ya no me pertenece... 
¿inútil? y tus amigos, Trujillo, Soto, Luces... 11u- 
ces, que me infundía ánimo hace poco : ¡ Deje usted, 
señora, que vamos á darles una paliza á los ordenis- 
tas! y luego quedará todo en calma, y nuestro futu- 
ro mandatario (se refería á t1, ¿eh?) subirá al poder 
en medio de aclamaciones... ¡ Ellos los primeros en 
renegar de ti! ¡muy bien! de manera que si mañana 
al señor Presidente le da la presidencial gana de po- 
ner en su lugar á mi portero, le pone tan fresco, y 
nadie chiste, ¡ y al que chiste, fuego! ¿sabes que en- 
<uentro delicioso el sistema? pillos, repillos... (4 Al- 
cira). ¿Por evitar el derramamiento de sangre? ¡ figú- 
rate la que habrá corrido en tres dias! ¡por un 
poco más, aunque llegara al río! pero, lo que se da, 
No se quita ; lo ofreció, ¡ cumpla su promesa ! 

De coraje lloró, sentada, los codos sobre la con- 


— 208 — 

sola, sin acordarse que con las lágrimas y el. refregar 
del pañuelo, todo el tizne de las pestañas iba á 
marcharse; y asi fué, pues habiendo estornudado 
don Adrián, única respuesta que dió á su jeremiada, 
y exclamado Alcira :—Ya te resfriaste, papá, ¿ves? 
tú que eres tan perseguido de las bronquitis...—ella 
apartó la pelotilla de batista, mostrando los anteojos 
que el lápiz, con el roce, había esfumado, y repuso 
con desabrimiento : | 

—Déjale, déjale, si éste cuida tanto de su salud 
como de sus intereses. 

Lloraba también el cristal gotas tamañas, de tan- 
to arañarle don Adrián; y de repente, la voz respe- 
tuosa del criado anunció que la sopa estaba servida. 

—¿Es.- ya la hora ?—interrogó Alcira. 

—¡ Y Eugenia La Llave, que me dijo vendría ú 
acompañarme hoy con Dorinda y el marido, aprove- 
chando del armisticio !—advirtió la señora —habrán 
tenido miedo de salir... ó conocerán la nueva, ¡el 
carpetazo ! —terminó cuando el criado hubo desapa- 
recido. 

—;¡ Ave María, mamá ! 

- —¿Te asombra? hija, á mí no: ya lo verás, ¡ qué 
desbande ! ¿me entiendes? aguarda un poco... 

La pavera estiraba el hociquito, figurándosele 
que Polo, y el Trujillín, y Castor, y todos sus nú- 
meros predilectos, hasta entonces fieles y sumisos, 
huían, sin hacer caso de su. cayado, se perdían de 
vista, y la música de sus glu, giu, se apagaba. 

—Pero, mujer—dijo en esto don Adrián acercán- 
dose,-—¿en qué quedamos? ¿no deseabas la paz? pues 
ya la tienes, y si la quieres más completa, nos iremos 
á Catamarca, y después... ¡4 Europa! ¡mira tú qué 
programa! mi fortuna, mi gran fortuna no pueden 
quitármela ; ¡ mucha agua por medio y á vivir! mien- 


— 209 — | 

tras ellos se ahogan en este lodazal... ¿sabes? 4 Tru- 
Jillo le he puesto como hoja de perejil, ahora, ahora 
mismo, y se calló, si no, le pego ; venganza inocente 
que me ha calmado los nervios... 

—¿ Y por qué á Trujillo?—exclamó ásperamente 
misia Damiana,—¿qué pitos toca? al otro, al cabe- 
cilla, debiste cantar las del barquero... Y no me bha- 
bles más, ni pretendas engatusarme con programas 
pomposos... ¡ Tengo un humor! ¿qué voy á hacer con 
mis seis vestidos de Presidenta? ¡ si creerá este hom- 
bre que he de ponérmelos en Catamarca para misa 
mayor! 

Dejó el saloncito el doctor Eneene, diciendo que 
comieran solas, que él no tenía pizca de gana, y se 
dirigió á su despacho : cerró la puerta y se quitó 
el gabán y el sombrero, y se sentó cerca de la chi- 
menea, estirando las piernas hacia el fuego cariñoso 
y alegre, mientras estregaba una mano con otra, y 
de reojo al Wáshington de la repisa contemplaba : 
la luz de las bujías era escasa, y sobre la pared hacía 
figurar medrosas siluetas, que adquirían movimiento 
gracias á la llama de la chimenea, y así el busto 
mostrábase más grande que de costumbre, y saludaba 
burlonamente, agitando la coleta de su peluquín : 

—¿Estás contento, Wáshington? — dijo «on 
Adrián sin despegar los labios,—parece que sí; por 
lo menos, yo creo que debes estarlo, ¿conoces la bue- 
na nueva? sí, sí, la conoces : he renunciado, ya no 
soy el candidato oficial ; ¿he cumplido ó no he cum- 
plido con mi deber? fíjate bien : tenía la Presidencia 
en la mano, segura, tan segura que más no podía 
ser, y vienen y me-dicen : ¡ sus compatriotas se están 
cascando los huesos, porque unos quieren y otros no 
quieren verle ocupar el sillón de Rivadavia! ¿y yo 
qué hago? Sin vacilar, abro la mano, grande, bien 

EL CANDIDATO. —14 


— 210 — 

grande, y dejo caer la Presidencia? puesto que mi 
nombre es causa de guerra, que desaparezca mi nom- 
bre, y luzca el arco iris, después de la borrasca. No 
me negarás que esto es patriótico, desinteresado, no- 
bilisimo : el mismo Trujillo, que es un truchimán, 
lo reconoce ; porque yo he podido contestar: ¿Y á 
mi qué? que se maten, si es ése su gusto ; la tengo, 
la' guardo. Otros, en circunstancias idénticas, han 
dado esta respuesta: tú lo sabes y les conoces de 
fama, y quizá de vista. Pero 4 mí la ambición no 
llega á¿ dominarme tanto, que por alcanzar mi propia 
grandeza, no sienta los males de la patria. Y el dicho 
Trujillo tiene muchísima razón : esto me eleva á los 
ojos de mis conciudadanos, pues es el primer caso 
que ocurre: en las esferas políticas, en medio de 
aquella atmósfera deletérea, planta tan delicada como 
la abnegación no se cultiva, y así causará asombro y 
alborozo verla florecer. ¿Has oido, el pregón de los 
boletines? sí lo habrás oído, pero no leído lo que di- 
cen : pues dicen lo que la posteridad ratificará ma- 
ñana : que mi conducta, renunciando mi candidatu- 
ra, es digna de aplauso, y que este acto mio merece 
la gratitud de todos los argentinos ; ¡no falta quien 
llega á compararme contigo, Washington! vamos, 
vamos, no seas tan orgulloso, y dame la enhorabue- 
na ; si no deseas otra cosa... 

Y el busto, en la penumbra, sonreía : 

—¡ Qué mentiroso eres! ¡á mi con ésas! no te 
compro, porque te conozco mucho, mucho... ¡claro! 
que si tú hubieras hecho lo que has hecho, movido, 
únicamente, por ese sentimiento sublime que se Jla- 
ma patriotismo, merecías que en el altar en que has 
estado se perpetuara tu imagen y tu memoria, pero 
no: si ese sentimiento te alentara, no esperaras ú¿ 
que la colisión se produjera, á que corrieran los arro- 


— 211 — 

yos de sangre que han corrido... Hubiérate dado ru- 
bor, vergúenza profunda, aceptar el bastón presi- 
dencial en las condiciones en que te lo ofrecían, y al 
notar la lucha que en torno de tu nombre se iniciaba, 
habrías presentado tu dimisión, entonces oportuna y 
digna, ahora tardía y ridícula. ¡ Figúrate si sabré yo 
lo que ha pasado ! á mí no me engañas, como á todos 
los que creen que con tu retiro andará mejor el pan- 
dero... Sencillamente, lo que ha pasado es esto : has- 
ta las cinco de la tarde de este día 18 de mayo, la 
idea de renunciar no te había venido ni por asomos, 
y eso que conocías la horrible hecatombe del Retiro 
y de Palermo ; de la cámara presidencial ibas al Con- 
greso, y del Congreso á la cámara presidencial, reco- 
giendo impresiones, sembrando promesas, temeroso 
que eso que tan seguro tenias en la mano, se te es- 
capara. A las cinco, el Presidente te mandó llamar, 
y tú fuiste, con un temblorcillo en las piernas... y 
asi que entraste, te echó el jarro de agua fría sobre 
la cabeza : tú pretendiste alzar el gallo, balbuceaste 
algo que quería decir compromiso con mi partido y 
otras simplezas, y el Presidente se rió, se rió, te 
cantó la verdad pura: «¡Aquí no hay más partido 
que yo!» te quitó lo que te había prestado y te largó 
en pernetas. Aquí se acaba el cuento, ó mejor dicho, 
la historia, ¿de qué he de felicitarte ? 

—¡ Está bien, está bien !—contestó don Adrián, 
siempre sin mover los labios,—á ti no hay manera 
de engañarte : lees hasta en los menores repliegues 
de mi conciencia, y eso que la llevo á obscuras ; con- 
fieso que es verdad cuanto dices... ¡y ya que nada 
puedo ocultarte, te mostraré la herida entera, san- 
grando! ¡es tal mi rabia de verme así burlado, que 
de mis uñas me arrancan la presa, impotente para 
defenderla, que no sé lo que haría! mada me im- 


010 = 


porta, ni las vidas perdidas, ni la guerra entre her- 
manos : ¡el bastón y la banda, aunque sobre un cam- 
po de cadáveres reimara! así soy yo, político de la 
actual escuela, ¿qué quieres? ¿es el ambiente, es 
la raza? ¿está en el suelo ó en la sangre? porque 
las leyes son tus leyes : las hemos traído, como las 
mejores, y sin perder el tiempo en pensar si el te- 
rrenó era propicio para que arraigasen, á la fuerza 
hemos tratado de aclimatarlas ; es cierto que el riego 
que .le damos no es propio para fecundarlo... ahí es- 
tán, como recreo de la vista, para que digamos, gol- 
peándonos el pecho con orgullo : ¡ Nuestros códigos ! 
¡ah! ¿cuáles más adelantados? y cada vez que la 
rueda de la máquina nos aprieta, volvemos el manu- 
brio del revés, y airosamente nos zafamos ... 

Incontinenti, el busto dió la réplica, moviendo 
más el lazo del peluquín, pues la llama acababa de 
avivarse y lamía rumorosa la negra pared de la chi- 
menea : 

—Rabia, rabia, pero no te quejes : sols lobos de 
la misma camada : en su lugar tú harias lo mismo ; 
tu mujer, que razona pocas veces, y tu ilustre amigo 
Trujillo, te han dicho hoy verdades de á puño y gran- 
des verdades la cólera también á t1 te ha arrancado, 
sólo que en vuestros labios sientan como el nombre 
de Dios en boca de un mal sacerdote, ¿no te gusta 
ya el sistema, porque te lo aplicaron á ti, y te es- 
cuece? pues bien que te gustaba antes, y lo encon- 
trabas óptimo : el látigo del capricho en las manos 
del Presidente y la Constitución á los pies ; el pueblo 
lejos, muy lejos, cuanto más lejos mejor... ¡ Ah, mira 
que si se publicara tu programa de gobierno! quizá 
no asustara á nadie, porque, aquí, me parece que la 
opinión pública está curada de espantos. ¿De qué 
hombres ibas 4 rodearte? escucha: de los más su- 


— 213 —= 

misos, aunque fueran los más abyectos ; de Trujillo, 
el pulcro, el almibarado, á quien si le mandan coger 
la porquería, no se negará, pero se pondrá guantes 
y tapará sus narices; de Esteven, don Bernardino, 
que anda ahora por las provincias atando y desatando 
lo que tú pensabas más tarde atar y desatar, ¡ y entre 
todos, en las arcas fiscales regodearse ! Sólo de pen- 
sarlo, que acaricias y te apropias el oro de la nación, 
las uñas te cosquillean... No, no estoy contento : tu 
castigo no es la terminación del proceso, y el sistema 
oprobioso seguirá, y ese partido del Presidente, que 
hasta hoy se llamó eneísta, porque el Presidente te 
prestó su influencia, mañana se llamará salgadista, 
ó trujillista... Ó cualquier cosa, siempre de acuerdo 
con el capricho del que manda, y en ese sillón, al que 
no has podido subir, se sentará otro más feliz, izado 
por las mismas cuerdas que á ti se te rompieron... 
Pero, para consuelo tuyo, te anuncio que esto no du- 
rará largo tiempo, ¿oyes? porque bien alto he de de- 
círtelo : ¡lo que al pueblo se roba, al pueblo vuelve, 
tarde ó temprano, por la razón ó por la fuerza ! 

Sofocado, don Adrián se levantó, abrió la puerta : 
silencio profundo había en toda la casa; las bujías, 
ya gastadas, derretíanse con el pábilo moribundo, y 
también agonizaba la luz de las lámparas ; el criado 
del recibimiento roncaba... Don Adrián miró el reloj : 
¡las nueve y media! á aquella hora, el último vier- 
nes, era tal el bullicio y tanta la gente, como el día 
aquel que le ungieron candidato. Con un rugido, 
hundióse en la poltrona, y frente á frente, clavó el 
dardo de sus ojos en el busto de bronce, ahora impa- 
sible... 


— 214 — 


IX 


De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro 
Ombú, mayo 13. 
Mi querido Fernandito* 


Esperando estoy, con mortal impaciencia, tu avi- 
so ; y el aviso nunca llega : todos los nervios me bai- - 
lan, la sangre me bulle, y en cada carta tuya mis 
ojos leen lo que no dicen : ha sonado la hora, tío, 
tiene usted que hacer esto y lo otro. ¡ No, ni para la 
patria, ni para el tío la hora ha sonado! á veces me 
pregunto: ¿acaso en el comité me juzgarán un 
maula, y no querrán darme vela en el entierro? ¿y 
mi señor sobrino, qué hace que no les refiere de punta 
$. cabo la hoja de servicios de Hierro Bermúdez, el de 
Ombú? ¿que no les manda á pedir informes al gene- 
ral, 4 Ordenado mismo, quien no puede haber olvi- 
dado al que le recibió en su casa y agasajó allá por 
el setenta y tantos? esta idea de que me juzguen 
hombre inútil, de que desprecien mi. concurso entu- : 
slasta, me llena de amargura. Así, Fernandito, yo no 
puedo vivir: como esos fusiles que se les deja arri- 
maádos largo tiempo, y comidos de orín, si se les quie- 
re hacer andar, no juegan los resortes, enervados por 
la inacción, el día que llegue tu aviso tardío, Hierro 
Bermúdez no servirá para maldita la cosa. 

Entretanto, sabe, y no achaques á indiscreción el 


— 215 — 
anuncio, que si.no los ciento cincuenta hombres pro- 
metidos, tengo ya seguros sesenta y tres, los suficien- 
tes para tomar la comisaría ; esto, á pesar de la vigl- 
lancia severísima de que soy víctima, y de la per- 
petua amenaza de prisión y Cepo... pero, sigo sin ar- 
mas y sin dinero. Los sesenta y tres patriotas me 
acompañan desinteresadamente, ellos van donde Hie- 
rro Bermúdez va, y no me han preguntado qué pre- 
mio les espera, si la cárcel, la muerte ó la victoria ; . 
¿bastará su solo esfuerzo? lo dudo, Fernando, y la 
conciencia se me anubla de pensar que bien puedo 
llevarles al matadero, honrados padres de familia to- 
dos, para la mayor gloria de Aldúnez grandes y chi- 
cos. Por eso deseo hables claro, y me saques de esta 
situación embarazosa : ¿tengo Óó no un papel en la 
patriada? si lo tengo, vengan armas y dinero, y ya 
verán si un Hierro de mi temple es capaz de forjar 
los hechos más estupendos ; si no lo tengo, manden . 
por mí y en la fosa más honda del cementerio arró- 
jenme de cabeza, que ciudadano que á la nación no 
sirve, no tiene derecho de comer su pan. 

Alrededor de mi casa hay más sabuesos que si se 
tratara de atrapar una liebre que, de miedo, no sale 
de su cueva ; ni soy liebre, ni tengo miedo : esta vez 
estoy dispuesto 4 rechazar el ataque, si me atacan..., 
Cierro la esquina á la oración y á nadie se abre, aun- 
que alborote ; de día nada temo, porque su cinismo 
no llegará á asaltar una casa á la luz del sol. En fin, 
hijo mío, aquí todo es zozobra é incertidumbre, y 
quien más sufre y se consume es tu tío, siempre á la, 
espera de tu anuncio, que será aurora de redención 
para mi noble é infortunada tierra argentina. 

Tu afectísimo tío, 


ROMÁN HIERBO BERMÚDEZ, 


— 216 — 


Del mismo al mismo. 


Ombú, mayo 14. 
Mi querido Fernandito : 


En el camino debieron cruzarse tu carta y la mía 
de ayer. ¡Qué buena noticia me das ! buena, óptima, 
á pesar de lo que insinúas del estado de tu salud. 
Eso no será nada, ¿verdad, señor doctor? y si el mo- 
mento se acerca, según te lo comunicaron en el co- 
mité, y en breves días la gran revolución habrá esta- 
llado, la alegría de ver vengada á la patria, te pondrá 
sano de cuerpo y de alma. (Quedamos en que yo no he 
de moverme : tranquilamente aguardaré tu telegra- 
ma, esa bendita palabra que tan bien disfraza nues- | 
tras aspiraciones: Neguaquam; esto significará que 
el plan revolucionario alcanza á la provincia entera, - 
y debo prevenir mis sesenta y tres valientes para se- 
cundar el mcvimiento. Como también me anuncias 
que, junto con el telegrama, me enviarás dinero, ya 
me tienes contento, muy contento. ¿Quién encabe- . 
zará la acción en la provincia? ¿Zeta? Zeta me gus- 
'ta, ¿ves? es muy hombre, y si resulta Ordenado, te 
imaginarás el orgullo y alborozo con que me pondré 
á sus órdenes. 

¿Se llama Verónico tu sirviente? ¡ah! Verísimo 
¡nombre más endiablado! nunca doy con él: creo 
que ayer puse en el sobre: Vigésimo... ¿se habrá 
perdido la carta ?. 


— 217 — 


Adiós, hijo mio; no puedo sostener la pluma en 
la mano, de tal modo me tiembla, ¡qué emoción ! 
¡ qué alegría tan grande ! 

Tu afectísimo tío, 


Román HIERRO BERMÚDEZ. 


De misia Perpetua Galdán 4 Fernando Hierro. 


Cmbú, mayo 14. 
Querido Fernandito : 


Dice bien el refrán cuando dice que un loco hace 
ciento : tú le has vuelto el juicio al tio, ó el tío te 
lo ha vuelto á ti, que esto no está bien averiguado, 
y entre los dos, atacados del delirio de la política, 
hacéis que pierda yo también la chaveta, yo, la mu- 
jer más pacata del mundo y más desilusionada. Aquí 
tienes á una eneísta de conveniencia, que muestra 
en su sala, como lo prometió, el retrato de Eneene 
rodeado de laureles, confeccionando á toda prisa una 
bandera argentina de tres metros y medio, para izar- 
la en mi ventana el día del triunfo de Ordenado... 
mañana, según vuestros cálculos, tan próximo lo 
veis con vuestros ojos de partidarios cegatones. 

Pues, esta madrugada (¡no eran las seis!) me 
golpeó la puerta Román, y como estaba ya vestida, 
por la rendija (que él no quiso pasar) me dijo tarta- 
mudeando :—¡ Perpetua ! ¡ llegó, al fin, la gran nue- 
va! carta de Fernandito, recibida anoche... que va 
á armarse, y de veras.—¿Y 4 mi qué?—le contesté, 
—en esto estáis hace siglos: ¡que va ú armarse, y 


— 218 — 

nunca se arma! lo que se arma es la trampa del 
gobierno, y todos quedáis en ella de patitas.— Te 
digo que sí, Perpetua : esta vez sí; no te doy más 
explicaciones, porque la discreción me lo veda... an- 
sliaba comunicártelo : no he dormido. ¡Qué excitado 
estaba el pobre hombre! se marchó, y antes de al- 
morzar ful á la tienda, porque necesitaba de unas 
varas de percalina, y allí me encontré á Brígida co- 
siendo una bandera azul y blanca :—Tengo que co- 
ser seis, señora—me dijo, de orden del amo ;—no 
sé qué va á hacerse con seis banderas. Y vino Ro- 
mán, y me repitió, con misterio: —¿No quieres 
creerlo? lo verás, lo verás.—HEso—le contesté,—verlo 
quiero, para creerlo. Mi incredulidad más le exaltó : 
y me dió tales datos y seguridades con entusiasmo 
y fuego tales, que allí mismo me convirtió y hube 
de rogarle me obsequiara con la tela necesaria para 
fabricar mi banderita... Por supuesto que yo creo 
tanto en el triunfo de los ordenistas, como en el pro- 
feta Mahoma ; pero, un loco... etc. 

He dejado la aguja para escribirte, porque tengo 
una noticia, que si no te interesa, tu curiosidad no 
desdeñará saberla ; es ésta : el Arzobispo ha destituí- 
do al cura Piccolin, después de comprobados todos 
los cargos que la denuncia de los vecinos acumuló 
sobre su cabeza ; vinieron dos sacerdotes muy respe- 
tables, interrogaron á acusado y acusadores, y por 
más que los Aldúnez quisieron tapar y sofocar el 
escándalo, las pruebas eran tan evidentes (se pre- 
sentaron unas por su pie, otras en mantillas) que fué 
el informe, y á vuelta de correo, llegó la remoción, 
Anteayer salió del pueblo el pobre don Benvenuto.... 
No pocos le han sentido, porque si su ligereza de 
costumbres y su ningún recato hacían de él un mal 
sacerdote, era muy apegado á su parroquia y por la 


— 219 — 
construcción de la iglesia ha combatido contra la in- 
curia y la tacañería vecinales empeñosamente y sin 
descanso. Su sustituto ya dijo la primera misa esta 
mañana : es italiano también, muy bajito y flaco ; 
se llama el padre Peregrino; pasa por santo, y lo 
parece. 

Adiós, Fernandito; vuelvo á mi costura, porque 
figúrate que suenan las bombas mensajeras del triun- 
fo de Ordenado, y mi bandera está sin concluir... 

Tu afectísima servidora, 


PERPETUA GALÁN. 


De la misma al mismo. 


Ombú, mavo 16. 
Qui“do Fernandito : 


Una horrible desgracia tengo que comunicarte 7 
en la tarde de ayer, la policía asaltó de nuevo la 
tienda del tío Román, y después de apalearle, de 
arrastrarle por los pies, herido, sangrando, se lo lle- 
varon y metieron en el cepo colombiano. ¡ Ay, Dios 
mío ! allá le tienen todavía al pobrecito y le tendrán 
hasta que muera, según la amenaza del feroz Aldú- 
nez Segundo; ¡he aquí el triunfo que nos aprestá- 
bamos á celebrar! yo he llorado tanto, lloro tanto, 
que ni sé lo que hago, ni lo que escribo. Los deta- 
lles del bárbaro atentado espantan : leía el tío detrás 
de su mostrador, cuando un gaucho entró en deman- 
da de no sé qué... crea que pidiendo camisas de hilo, 
y como las cajas de las camisas están en los estantes 


— 220 — 

altos, y el maldito chico andaba callejeando, tuvo 
que subir á la escalerilla ; pues mientras daba la es- 
palda y extendía el brazo, el gaucho aquel, y los 
milicianos de don Zoilo, en acecho, 'han saltado el 
mostrador y arrojados sobre Román,'le echaron al 
suelo y entre todos (unos diez) le han puesto de 
palos, de puñetazos y de araños, que no sé cómo no 
sucumbió el infeliz ; para impedirle toda defensa, le 
amarraron de pies y manos, y con una larga cuerda 
le llevaron arrastrando por la calle, por la plaza, has- 
ta el juzgado... ¡Si no ha muerto á estas horas, es 
que es tan dura su vida, como su alma fuerte ! 

¿Qué te parece, Fernandito? ¿estamos en un 
país civilizado? ¿eran peores los tiempos de los Ro- 
zas, los Ibarra, los Oribe y compañía? ¿y tú, hijo 
mío? ¿qué será de ti, metido en esa desgraciada in- 
tentona? porque aquí corre que el movimiento orde- 
nista ha fracasado, que han préso.al general y van 
á fusilarlo, que en las calles de la capital se dan los 
últimos combates : lo dice un telegrama de La Pla- 
ta... Con este motivo, las persecuciones oficiales vuel- 
ven con más furia : la comisaría está llena de orde- 
nistas, las casas de los ordenistas son asaltadas en 
pleno día, y la consternación reina en todo el pueblo. 
¡ Haberos quedado tranquilos, y esto no sucediera | 
¿quién anunció lo que pasa? yo os lo anuncié, y no 
quisisteis creerme : para vosotros, las mujeres nunca 
sabemos lo que decimos. 

No puedo más ; estoy traspasada de dolor. 

Tu afectísima servidora, 


PERPETUA GALÁN. 


— 291 — 


De la misma al mismo. 


Ombú, mayo 19. 
Querido Fernandito : 


Anoche llegaron noticias de haber todo termi- 
nado ; vencida la revolución, desarmados los revolu- 
cionarios y el gobierno satisfecho del nuevo triunfo. 
Todos lloran en el pueblo, y sin "embargo, los Aldú- . 
nez están de fiesta, y hay músicas, cohetes é ilumi- 
naciones. ¡Y Dios, con ser Dios, ayudando á estos 
malvados ! ¡en el fondo de un baúl he escondido mi 
bandera, para que no vea la luz de este sol de ig- 
nominia, que actualmente nos alumbra ! 

Román sigue en el cepo; no le dan más alimen- 
to que una taza de caldo negro y asqueroso á medio- 
día... ¡Con este sistema el pobrecito no tardará en 
sucumbir! porque está además herido, y no permli- 
ten que le curen. No me he atrevido á ir personal. 
mente á verle, porque dos señoras que pretendieron 
acercarse á sus maridos, presos, fueron insultadas 
por los soldados con palabras y ademanes indecen- 
tes : sé estas cosas por los mozos de la tienda, que 
van muchas veces para traerme noticias de Román. 

¿Qué será de ti, entretanto, Fernandito? ¿te 
hallas ileso, después de la catástrofe? ansío recibir 
una letra tuya siquiera, que me tranquilice. No ven- 
gas, no, pero escribe; saber que vives y estás bue- 
no... ¡no le pido más 4 Dios, aunque Dios no es- 
cucha siempre á los desgraciados !... 

Tu afectísima servidora, 


PERPETUA GALÁN. 


De la misma al mismo. 


| Ombú, mayo 22. 
Querido Fernandito : 


Cuatro líneas para decirte que al tío le han pues- 
to en libertad esta mañana á las ocho, ¡si vieras en 
qué estado! con tan grande hinchazón en brazos y 
plernas que no pudo cruzar la plaza solo y los mo- 
zos de la tienda le trajeron en silla de manos, y 
ahora, por saber noticias tuyas, quiso escribirte, y 
los dedos, agarrotados, dejaron caer la pluma. Su 
primera pregunta fué: ¿Y Fernandito? y su abati- 
miento aumentó cuando le contestamos que nada sa- 
bíamos de ti: se ha acurrucado en un sillón de su 
cuarto, y ni habla ni se queja; debe de saberla to- 
do, pero yo me cuido bien de soltar alusión alguna 
sobre los” sucesos últimos... ¡ah! tiene una herida 
muy honda en la cabeza, hacia la nuca ; quise man- 
dar llamar al médico, al nuevo (tú no le conoces), 
¡un eneistón más antipático ! y él, sólo de oirme 
mentar su nombre, se puso furioso ; le he lavado con 
árnica la herida y le apliqué unas hilas, y al venir- 
me á casa ordené á Brida matara una gallina y le 
diera un buen caldo. ¡Qué vida ésta, Fernandito! y 
como si no fuera bastante jaqueca la que sufrimos, 
nos preocupa tu paradero Incierto, tu silencio abso- 
luto... en dos dias más, si no escribes, irá uno de 
los mezos en busca tuya. 

Y si Román empeorara, lo que Dios no permi- 
ta, te pondré un telegrama en seguida. 

Tu afectísima servidora, 
PERPETUA GALÁN. 


De Fernando Hierro 4 don Román Hierro Bermúdez. 


Buenos Aires, mayo 25. 
Mi querido tio : 


Por las cartas de la señora Perpetua, nunca más 
digna de estimación y respeto, ella que comparte 
nuestros infortunios como no lo haría un pariente 
cariñoso, quedo enterado de todo, ¡de todo! y de 
esta manera seca, porque ni el estado de mi ánimo, 
ni las actuales dolorosas circunstancias, permiten 
palabreo inútil, expreso á usted cuán grande es mi 
pena por lo que ha ocurrido en ese pueblo infortu- 
nado, que ve, y no puede remediarlo, arrastrar por 
sus calles los infames sicarios del gobierno al pa- 
triota nobilísimo que se llama Hierro Bermúdez.' No 
hago comentarios, querido tío mio, porque la indig- 
nación me sofoca : ¡aun de lejos, le estrecho contra 
mi corazón, para que nuestros dolares se confundan ! 

Usted querrá saber de mí, y es natural... ¿pera 
sé yo mismo acaso, lo que he hecho en estos días 
terribles? ¡días de fiebre y de agonía! salí de casa 
devorado por la calentura, y me han traído sin sen- 
tido, no sé quién, alguna buena alma, sin duda; y 
con el sentido extraviado, delirando, pasé muchos 
días : ayer, cuando vi claro dentro de mi cerebro, la 
- primera idea, que saltó como chispa, fué su recuer- 
do, ¿cómo estará el tio? ¡hay que escribirle inme- 
- diatamente! Lo intenté, pero en vano; y hoy, sin 
fuerzas, contrariando los preceptos del médico y á 
hurtadillas de mi leal Verísimo, con lápiz trazo es- 


— 224 — 
tos renglones, comunicándole que estoy mejor y ape- 
nas pueda levantarme, volaré á su lado, á prestarle 
los cuidados de mi ciencia y de mi cariño. 

Durante mi enfermedad, he recibido muestras de 
consideración, que nunca olvidaré, de mis compañe- 
ros de causa, de mis amigos... Las señoritas de Gar- 
cía Luces mandaban dos veces al día por noticias 
mías. Esto consuela, ¿verdad, tío? y es el mejor le- 
nitivo en la desgracia. 

No puedo más : mi vista se nubla. ¿Sabe usted 
qué día es hoy, tio? ¡25 de mayo!... el cielo está 
obscuro ; ¡se ha ocultado el sol, de pena y de ver- 
gúenza ! 

Hasta mañana. Que ésta le encuentre con mejor 
salud. En mi adjunta carta para misia Perpetua, la 
explico ' detalladamente el tratamiento que ha de 
- aplicarle. No sea usted arisco, ¿eh? y déjese curar. 
Su afectísimo sobrino, 


FERNANDO HIERRO. 


Del mismo al mismo. 


Buenos Aires, mayo 27. 
Mi querido tío : 


Ayer, según lo prometí á usted, tomé la pluma 
para escribirle, pero me acometió un mareo tan gran- 
de, con escalofríos y pérdida momentánea del sen- 
tido, que la carta se quedó sin fecha siquiera. Hoy 
me encuentro muy aliviado: con el permiso del mé- 
dico, me he vestido y del brazo de Verísimo he dado 
algunos pasos en mi cuarto asoleadito ; la cabeza es- 
tá más firme y el pulso también ; en cambio, el áni- 


— 225 — 

mo decae, á medida que el cuerpo revive... Porque 
cuando uno piensa que esta gran revolución se ha 
perdido, por simple ineptitud. de sus organizadores, 
que no han sabido hacer uso de la poderosa palanca 
que el pueblo depositó en sus manos, valor, entu- 
siasmo, generosidad, ad abnegación, suficien- 
tes para derribar á cien gobiernos y regenerar la pa- 
tria, ¡y toda esta fuerza la han desperdiciado esté.- 
rilmente! ¡ Ah, tío, yo también he pasado mi calva- 
- rio, como usted ! hablemos un poco de ello, pues á 
usted le debo la relación de estos hechos desgra- 
ciados. 

Cuando vinieron á darme la hora del estallido re- 
volucionario (un buen amigo mio, Faveragas, ¡ muer- 
to gloriosamente en el Retiro!) estaba el complot 
descubierta y el general preso; pero, ni Faveragas 
lo sabía, ni ninguno en el comité. Aunque atacado de 
bronquitis, salté de la cama, y salí: en la calle la 
supe, notando un movimiento inusitado de tropas, 
que contrariaba el plan que me comunicara Favera=w 
gas : imagínese usted mi dolor al hallar confirmados 
mis temores por alguien que bien sabido lo tenía, 
por un comensal de Eneene, ¡por Luces! La cita 
era en Palermo, á las doce, y todo mi afán se res 
concentró sobre la idea de llegar 4 Palermo, costare 
lo que costare... Quedó la ciudad sumida en tinieblas, 
y entre los grupos de ciudadanos que acudían al lu- 
gar de reunión, O ya por las tropas del go- 
bierno y retumbando con el eco de los tiros, marché 
yo decidido, pudiéndose decir entonces, al revés de 
lo que en aquel poemita mío se canta, que no era 
el cuerpo que llevaba 4 cuestas al espíritu lloroso, 
sino el espíritu al cuerpo débil y enfermo. ¿Fué en 
la Recoleta? no sé, en una de las calles colindantes 
vi una botica, abierta por fortuna, y pedí quininsa, 

EL CANDIDATO.—15 


— 226 — 
y Otra vez corrl, más aliviado con la compañía de 
aquel auxiliar de mi flaqueza física. Eramos mu- 
chos, y como entrábamos en el camino de Palermo, 
formamos batallón, y uno, no sé su nombre, asumió 
el mando y nos hizo ladear hacia el río, á fin de 
evitarnos cualquier encuentro enojoso ; la obscuridad 
era tanta, que no sabíamos por dónde andábamos : 
el frío insensibilizaba nuestros pies... todos callá- 
bamos, mientras el oído recogía el pavoroso rúmor 
del tiroteo. Y de repente, cerca de la ribera, senti- 
mos, no percibimos, numeroso grupo é inmediata- 
mente hicimos alto :—¿Quién vive?—¡ Ordenado y 
la patria! Las armas bajas, los brazos prontos para, 
estrechar á los nuevos hermanos, acercámonos... ¡ y 
una descarga traidora nos sorprende, nos diezma, y, 
desbandados huímos! ¡Qué horrible noche! ¿cómo 
llegamos 4 Palermo? ¿por qué vueltas y revueltas 
. en el parque, conseguimos incorporarnos á las filas 
ordenistas? ¡no sé! yo era una máquina, que im- 
pulsada por el vapor, corre sobre los rieles : la fuer- 
za de mi aliento sólo me sostenía, y sin darme cuen- 
ta, en uno de los ángulos de la cueva de Rozas me 
he visto, con una rodilla en tierra, el fusil apuntan- 
do y moviendo, mecánicamente, el gatillo : ¡fuego! 
Tenía 4 mi lado un niño, rubio como un querubín, 
vestido con el simpático uniforme de cadete, el kepis 
_ ladeado con gracia, y entre risas, manejando su re- 
mington con frescura admirable, me contaba la sor- 
presa de los regimientos comprometidos al ver las 
fuerzas del Presidente venirseles encima en son de 
guerra :—Aquí estamos hace dos horas resistiendo 
el ataque, y no llevamos la peor parte; si logramos 
rechazarlas, y al entrar á la ciudad, la artillería nos 
secunda, el triunfo es nuestro. Dfele lo que en la 
ciudad había visto, y mi sospecha de que parte de la 


— 227 = 

artillería estaba acampada en la Recoleta, y echó 
un terno enérgico, que en tales momentos no sen- 
taba mal en su boca infantil : :— Pues si la artillería 
se pone en contra nuestra, nos fastidia, compañero ! 
no oye usted ese cañoneo, ¿qué será ? La noche avan- 
zaba y nosotros también : los contrarios, arrollados, 
se replegaban desordenadamente hacia la ciudad, y 
nosotros cargábamos con más furia ; yo no sentía ya 
la fiebre, el triunfo que vislumbraba era. la mejor 
quinina, y cada tiro de mi remington acompañábalo 
de una dedicatoria : ¡por el tío Román! ¡éste por 

mí! A cada instante llegaban nuevos refuerzos de 
ciudadanos armados, y sus noticias aumentaban nues- 
tro entusiasmo : el Presidente y sus ministros se ha- 
bían atrincherado en la Casa Rosada, y allí espera- 
ban, temblando, el resultado de la lucha....¡ah, 
pronto sabrían lo que cuesta oprimir al pueblo. y pro- 
vocar su cólera! Muchas vidas iban perdidas y cla- 
reaba el día, cuando, empujando al ejército derrotado 
del gobierno, llegamos al Retiro; en la Recoleta, el 
batallón de artilleros, en lugar de hacer fuego con- 
tra nosotros, fraternizó con la causa popular, fiel á 
su juramento (que acababa de defender ¿ cañonazos), 
formó nuestra vanguardia, y juntos todos, ebrios de 
entusiasmo, guiados por el ángel de la victoria, en- 
tramos en la ciudad desierta... ¡ Ay, tío, qué mo- 
mento aquél ! ¿por qué una bala amiga y bienhecho- 
ra, no apagó el soplo vital que me alentaba? ¡no 
vieran mis ojos lo que más tarde vieron ! 

Estoy muy fatigado ; si tales detalles no le abu- 
rren á usted, seguiré mañana. Me lo figuro arrinco- 
nado en su cuartito, leyendo mi carta con interés ; e 
¡ hasta mañana ! 

Su afectísimo sobrino, 


FERNANDO HIERRO. 


eo 90% N cen 


Del mismo al mismo. 


Buenos Aires, mayo 28. 
Mi querido tío : 


Muy mala noche la última : el médico dice que 
del mucho escribir y cavilar, ¡ vaya usted á atar cor- 
to al pensamiento! y deje al tío con la pregunta en 
la boca :—¿ Y después?... después... ¿dónde estába- 
mos ayer? ¡ah, en el Retiro! Mi lucha con los fan- 
tasmas que anoche me desvelaron se renueva al es- 
tampar este nombre : ¡panteón del valor y del pa- 
triotismo argentino! veo á Zeta, el héroe, atusando 
$u perilla con los dedos nerviosos, mientras los otros, 
los civiles, deliberaban si se debía llevar el ataque 4 
la Casa Rosada ó abrir negociaciones para la rendi- 
ción, y le veo moribundo en la tarde del 17, volver 
de la plaza en brazos de sus soldados, víctima de 
aquella pausa fatal que él rechazó... Usted creerá, 
tío, que, llegados al Retiro, proseguimos nuestra mar- 
cha triunfal, ¿quién defendía la Casa Rosada? los 
batallones derrotados, parte de la artillería, que no 
había de disparar un solo tiro contra sus compañe- 
ros de armas... era un paseo, ¿verdad? y la toma de 
la Casa Rosada un juego de niños: pues, aquellos 
señores y muchos jefes fueron de parecer que allí nos 
detuviéramos, porque «los fusiles ya hablan hablado 
y tocaba el turno á la razón», siendo, además, caso 
de conciencia, aumentar la efusión de sangre, sen- 
siblería que provocó la fogosa protesta del coronel :— 
En gota más ó menos, no reparen ustedes; ¡aqui 


— LY — 
está toda la de mis venas! Se despacharon 'embaja< 
dores al gobierno, y el gobierno, naturalmente, dió 
evasivas, pidió tiempo, otorgó promesas, y entretan- 
to, nosotros esperábamos con los brazos cruzados, ¡ y 
el tren de La Plata desembarcaba tropas de refresco, 
y ya fuerte, rchecho, atribuyendo á Adquódn nuestra 
actitud, rompía aquél las negociaciones, nos envol.- 
vía en un círculo de bayonetas, nos ponía sitio úl 
nosotros, log vencedores! ¡ Ah, quiso evitarse que 
corriera más sangre y se la hizo correr á torrentes ! 
¡qué tres días, tio: del 16 al 18! encerrados en la 
plaza, casi todos los edificios vecinos en poder de los 
sitiadores, cada salida que intentábamos, nos costa: 
ba muchas vidas: así murió Faveragas, mi desgra- 
ciado amigo. En la anterior revolución perdió ur 
brazo, y lejos de quebrarse su entereza, declame +. 
—¡ Aún debo este otro á la patria! ¡La deuda que 
tan noblemente se atribuía, la pagó con creces, en. 
tregando también su gran corazón |! murió el 16, jun= 
to 4 mí; deja una esposa joven y dos gemelos de 
pocos meses... ¡No muriera yo en tu lugar, pobra 
amigo mío! | 

Las municiones disminuían, los víveres escasea» 
ban, y desesperados, peleíbamos con rabia; yo na 
quería vivir y de continuo me ofrecía á la muerte, 
y ella me hacía ascos y pasaba sin tocarme. Cuando 
mi debilidad física me impedía cargar el fusil, me 
acordaba que era médico, y en las salas del cuartel 
curaba á los heridos... ¡ No he comido ni dormido en 
los tres días! ¡un mendrugo de pan seco, y al hospi. 
tal ó á la brecha! El 17, por la mañana, se habló ya 
de rendirse, y Zeta, haciendo ademán de romper sw 
espada, dijo que antes moriría, que entregarla : ¡ y 
lo cumplió! al caer la tarde, le trajeron con el pul- 
món atravesado; no murió sino al día siguiente, 


— 230 — 

cuando la intimación del desarme era acatada entre 
los sollozos de todos : se abrazó á su espada y con 
estas palabras :— No la rindo; me la llevo! expiró. 
Fuera de combate nuestro jefe, abatidos, hambrien- 
tos, inútiles las armas porque faltaban municiones, 
se levantó bandera de parlamento, y todo el día 18 
se pasó en nuevas conferencias, ¿qué podíamos exi- 
gir nosotros del Presidente, el odiado enemigo á 
quien tuviéramos tres días antes á nuestra merced ? 
¡nada! ¡y sin embargo, nos ofreció, en cambio del 
desarme inmediato, su mediación en favor de la re- 
nuncia de Eneene! ¿entiende usted esto, tio? ¡yo 
tampoco ! la política es una madeja tan enredada... 
¿temería, acaso, las consecuencias del levantamiento 
de Corrientes y Mendoza? ¿ó quiso echárselas de 
magnánimo, dando satisfacción, no á la vindicta pú- 
blica, sino á su soberano capricho? A las seis de la 
tarde, término del armisticio, llegaron los parlamen- 
tarios con las bases del arreglo : sumisión al Gobier- 
no Nacional, entrega de las armas, renuncia del doc- 
tor Eneene de su candidatura presidencial... ¡acogl- 
das con hondo silencio! ¡ burla más inicua ! ¡se hacía 
cuestión de nombres, cuando la lucha era contra el 
sistema de sucesión ! ¡ah, tío, no puedo yo recordar, 
sin lágrimas, aquella escena : tanto valiente, uno á 
uno, entregando su fusil en manos de los sayones 
del oficialismo! hubo quien besóle antes, llorando, 
y quien con rabia lo arrojó al suelo, otros se ne- 
gaban á dejárselo arrancar... Yo, extenuado, devo- 
rado por la fiebre y la desesperación, no pude resis- 
tir el paso ignominioso, y caí, sin soltar el arma, des- 
mayado... ¡Ojalá muerto, como Zeta ! 

¡ Estos recuerdos tristísimos me hieren tanto, 
que lloro como un niño y como un hombre, la noble 
causa perdida, las vidas inútilmente sacrificadas, por 


— 231 — 

las viudas y los huérfanos que quedan, mientra: la 
negra política que en la Casa Rosada se alberga ca 
risa mefistofélica se burla de nosotros, los vencidos, 
los tontos, los ilusos, los puleros, los castos, los de- 
centísimos, que pretendemos, y para conseguirlo nos 
dejamos cortar la mano derecha y la cabeza, que 
hembra tan impura y sin recato, arremangándose las 
faldas, no salte por los cercos de la vía constitucional ! 

¡ Ya no será Eneene Presidente! la sangre de milla- 
res de argentinos ha borrado su nombre del cartel : 
podemos dormir tranquilos y satisfechos! ¡ satisfe- 
chos del éxito! ¿quién será? aquel que señale el Pre- 
sidente... ¡ Sombras del Retiro y de ao os ha- 
béis lucido! ¡repito que os habéis lucido ! | 

Mis lágrimas mojan el papel ; no puedo seguir 

escribiendo. Reciba, querido tío, un apretado abrazo 
de su sobrino, 


FERNANDO HIERRO. 


Del mismo al mismo. 


Buenos Aires, mayo 30. 
Mi querido tio : 


Díceme. misia Perpetua que mis cartas últimas 
han impresionado 4 usted vivamente, á pesar de los 
muchos detalles que del sombrío drama, por sus dia- 
rios conocía, y lo sucinto de mi relato; díceme tam- 
bién, que no revuelva á usted la bilis trayéndole á 
la memoria hechos pasados... ¡ Nunca mi respetable 
tía (la llamo así ahora sin una gota de ironía) andu- 
vo más desacertada! ¿necesita usted, acaso, escu- 
char la voz plañidera de un vencido para conmover- 


so, agitarse, indignarse, cuando sus miembros hin= 
chados, todo su magullado cuerpo, con la huella visi- 
ble de sus feroces verdugos de Ombú, le hablan más 
claramente que lo que yo pueda hacerlo? ¡ El olvido, 

a almas como la suya, no es el mejor remedio, 
ni el mejor médico el tiempo! Déjennos, pues, des- 
ahogarnos y llorar juntos la muerte de nuestros idea- 
les políticos. | 

lempre que he oido decir de una novela : ¡es 
inverosímil! me he reido grandemente, ¿hay nada 
más inverosímil que la vida? ¿crea la imaginación 
tipos más monstruosos que la Naturaleza? ¿dispo- 
ne escenas como la realidad misma? en mi poema 
Némesis, embrionario aún, pintaré, con toques am- 
plios y vigorosos, el cuadro de la revolución, y no 
faltará quien, escandalizado, proteste : ¡exagera, iM. 
venta, miente! porque para aquel que po tiene cos- 
tumbre de mirarse al espejo, sorprende y disgusta la 
vista de pecas y verrugas en rostro cuya piel fingía 
el amor propio de terciopelo... ¡ Ah, tío, el arma in- 
vencible es la pluma! ante su ataque no hay forta- 
leza que resista ; ¡ callen fusiles y cañones, y en me- 
dio del corazón, cual flecha envenenada, clavémoles 
nuestra pujanté pluma, á ellos, los vencedores, que 
el humo de la metralla se desvanece, pero lo escri- 
to, escrito queda, ! 

Ya la República está pacificada, completamente 
pacificada ; así lo cantan, muy huecos, los diarios del 
gobierno : después del supremo esfuerzo realizado, 
la nación ha caido otra vez á los pies del déspota. Y 
no lo dicen, aunque tampoco hace falta, pues por 
sabido se calla, que de nuevo los mercachifles de la 
politica tienden sus manos hacia el sumo árbitro, 
impetrando la designación del candidato suplente de 
Eneene ; amigos mios, que alegran mis tristes ve- 


— 233 —. 

ladas, me cuentan cosas curiosísimas? el cuarto de 
una fonda de la calle 25 de Mayo, donde se aloja 
Salgado, aquel famoso gobernador de Córdoba, es 
demasiado estrecho para los aduladores que le tienen 
por candidato in partibus, con fundamento según 
los más, dados ciertos movimientos significativos de 
la veleta presidencial, ¡ mientras el templo de la calle 
Esmeralda se cierra por falta de fieles! ¿y sabe usted 
quiénes son los que se inclinan reverentes ante la 
olímpica joroba? pues los cortesanos del ángel caído, 
de don Adrián : el doctor Trujillo, el primero, aquel 
que aderezó las elecciones de Ombú para servirlas á 
Eneene, y como los cocineros con los desperdicios 
hacen las croquetas, con los restos de su dignidad 

repara nuevo plato y ahora ofrécelo á Salgado ; don 

avigio Soto, uña y carne ayer, hoy enemigo des- 
cubierto del otro, declarando en telegrama público 
al nuevo, desde su asiento usurpado de gobernador :— 
«Felicito al patricio eminente mi antecesor (no dice 
por qué) y le auguro grandes triunfos en la era de 
regeneración que se abre para la querida patria, des- 
pués de la pasada tormenta.» ¡Ríase usted, tio,, de 
estos cómicos de la legua! esa palabra regeneración 
en tales bocas sería una blasfemia, sin la envoltura . 
- del ridículo... y tengamos lástima de estos lacayos de 
casa grande, obligados á cambiar de librea, y sobre 
el monograma de Eneene plantar la contramarca de 


ado. 

¿Quién es Salgado?... cargue usted sobre los 
hombros de Eneene una joroba, tuérzale más las 
piernas, arrugue su máscara, blanquee sus cabellos, 
y tendrá á don Adrián transformado en don Olimpo : 
por fuera son distintos, por dentro son idénticos. Yo 
creo que los que á la fonda de la calle 25 de Mayo 
acuden, siguen la verdadera pista : á Salgado no pue- 


— 234 — 

den rechazár los ordenistas, que le han vitoreado por 
su negativa á entrar en la liga de gobernadores, y el 
Presidente, siempre dentro de su papel de magná- 
nimo, ha de buscar en la camada el lobo que más 
confianza inspire, bajo su piel de perro, al asustado 
rebaño. ¡ Viva Salgado! ya que el amo así lo ordena. 

Pero la nota más alta en este vulgar sainete, ha 
sido la salida misteriosa de don Adrián y su familia 
para Catamarca; quien le vió en la estación y me 
refirió el suceso, pasmado estaba de la manera cómo 
en estas repúblicas se hacen y deshacen las reputacio- 
nes: una palmada, ¡arriba! un puntapié, ¡abajo! 
como títeres movidos por cuerda invisible... ¿En qué 
quedaron todos los atributos y perfecciones del ilus- 
tre doctor Eneene, admirados y ensalzados en rim- 
bombantes ditirambos? como aquellas viejas magas 
que, con un golpecito, de una nuez hacían una Ca» 
roza, y con otro golpe, la carroza en nuez la trans- 
formaban de nuevo, con una sola frase Rodear ú 
Adrián, el Presidente de un hombre vulgarísimo ha- 
bía hecho un candidato, y el candidato, con un sim- 
ple Sacrificar 4 Adrián, convirtió otra vez en hombre 
vulgarísimo... ¿Quién lo vaticinara días antes? llegó 
solo con la mujer y la hija, escoltado por el estua- 
drón mal oliente de faquines ; nadie en los corredo- 
res para despedirle y depositar en aquella mano, que 
perdiera toda su virtud, el ósculo de sumisión acos-". 
tumbrado : ningún pavo de la guardia para presen- 
tar respetuosa venia á la alteza destituida... ¿quién 
lo soñara? como Boabdil, despidiéndose con un sus- 
piro de Granada, y recibiendo humildemente el ul- 
traje de la iracunda sultana, sobre el Palacio de Go- 
bierno echó los ojos don Adrián, y debió suspirar, y 
para suspirar y mirar, debió detenerse, porque un 
pellizco de la presidenta caída le obligó ¿ andar, 


— 235 — 

acompañado de esta rociada de vinagre :—¡ Muéve- 
te! ¿quieres perder el tren, como has perdido... otras 
cosas? Y bajando la cabeza, el Boabdil catamarque- 
ño entró en el coche. ¡Que los aires de su tierra le 
consuelen de los pellizcos de su mujer y de los po- 
rrazos de la política ! 

Desgraciadamente, á nosotros, querido tío, nada 
puede consolarnos : ayer pusieron en libertad al ge- 
neral, y en su casa, al grupo de amigos fieles, dijo 
con tristeza, que «ya nada le movería de su retiro, 


si no es la muerte» y añadió :—«La política argen- : 


tina pasa por crudísimo invierno, _que todo lo agosta 
ó paraliza: ¡esperemos la risueña primavera, que 
vendrá, vendrá! ¿habéis visto vosotros un año sin 
primavera ?» ¡ Esperemos con fe, él lo ha dicho! y 
busquemos dudoso consuelo en nuestro retiro, dur- 
miendo, cristalizados, el sueño invernal.. . Entretan- 
to, permítame usted decirle que es tiempo ya de 
abandonar para siempre ese pueblo ingrato, ¿qué 
raíces tan hondas le sujetan? ¿sus recuerdos de fa- 
milia? tristes son, y como tristes, donde vaya us- 


ted han de seguirlo; ¿el afecto de sus convecinos?. 


de nada le sirve, cuando permite sin protesta, que la 
garra oficial le hiera inicuamente; ¿su tienda? más 
gastos da que beneficios. ¡ Usted se vendrá conmigo, 
tío, está dicho! tengo un cuartito para usted, con 
luz, aire, independencia y buena llave, para que na- 
die entre á fisgonear sus grandes secretos ; no se me 
resista usted, ó me enfadaré de veras: yo quiero 
arrancarle de la odiosa vecindad de los Aldúnez ; pa- 
ra la misantropía, el cambio de alres es excelente re- 
medio. En los primeros días de junio, voy por usted 
y de le e ¿convenido ? 
Su afectísimo sobrino, 


FERNANDO HIERRO. 


, 


— 236 — 


De mista Perpetua Galán 4 Fernando Hierro. 


Ombú, junio 2. 
Querido Fernandito : 


No esperes catequizar al tío con tus amables pro- 
yectos de viaje, porque ni tú, ni el Espiritu Santo, 
le sacarán de su tienda : me pide que así te lo diga, 
lamentando no poder escribir todavía para darte una 
por una todas las razones que en «este pueblo ingra- 
to» le mantienen y le mantendrán hasta el día de su 
muerte, que «ojalá sea mañana», como lo repite á 
sus amigos, y al padre Peregrino, el mejor de ellos, 
escandalizaba hace poco. Bajo reserva te comunica- 
ré, Fernandito, que su estado no es satisfactorio ; 
la hinchazón ha desaparecido, la herida cicatriza rá- 
pidamente, pero su abatimiento se presenta con for- 
mas alarmantes : duerme mucho, y cuando no duer- 
me, está sumido en tal sopor, que ni habla, ni es- 
cucha, ni abre los ojos ; el despertar de su inteligen- 
cia es corto y se revela por una frase amarga ó ailra- 
da... Brígida le vela de noche, y yo de día, y día y 
noche le velara yo, sin las pícaras conveniencias so- 
ciales y la mala lengua de las gentes, aunque ya 
vieja y archivada por inútil, como mujer y como 
maestra. Ojalá vengas pronto y le cures, no el cuer- 
po, sino el espíritu... El padre Peregrino será un 
auxiliar excelente. | 

Y va de desgracias : ¡ayer ha ocurrido una es- 
pantosa! ¿te acuerdas que, vez pasada, te escribi de 
Santos Frutos, que se había dado á la bebida? la in- 


— 237 — 
feliz ña Pascuala, ni por el rigor ni por el cariño, 
pudo quitarle el horrible vicio, ¡lástima de mucha- 
cho! veneraba á la madre, y sin embargo, poseído 
del alcohol, llegó 4 maltratarla, y amenazarla de que- 
marla viva dentro del rancho ; ella me decía :—¿ Ha 
visto usted, señora Perpetua? ¡un muchacho que 
era un cordero, perdido en tan poco tiempo! noche 
á noche entra como una cuba y me pone encima, las 
manos, hablando incoherencias, «disparates que yo 
no entiendo ni él recuerda cuando vuelve á la ra- 
zón. Estas cosas todos las sabían, pero nadie hacía 
caso de las amenazas de un borracho... Pues, hijo, 
las ha cumplido, es decir, na atentó á la vida de la 
madre, pero sl contra la propia, ahorcándose, ¿dón- 
de te figuras? ¡en La Jovita, en la misma ventana 
de Elena García Luces! ¿comprendes tú algo de es- 
to? ¡capricho más singular de demente ! entró en el 
parque, sin que el jardinero, ni el mayordomo, ni 
peón alguno le viera, en el marco de la dicha venta- 
na clavó un gancho y del gancho ató una cuerda... 
El jardinero le encontró al pie del muro, con un 
trozo de la cuerda liado al pescuezo : el otro colgaba 
en la ventana, señal evidente que, durante la agonía, 
debió de romperse el lazo, demasiado débil para sos- 
tener cuerpo tan robusto. ¡ Figúrate el dolor de la 
pobre madre, cuando le llevaron inanimado aquel 
Santos, que era toda su alegría! Apenas me enteré 
del triste suceso, pedí ensillaran tu rosillo, y con el 
italianito de la tienda, de escudero, fuíme al rancho 
de ña Pascuala. ¡ Ay, Fernando! nosotras las mu- 
jeres venimos al mundo para llorar, las propias pe- 
nas y las extrañas; creía yo estuviera seco el pozo 
de mis lágrimas, después del último varapalo de la 
suerte, y nada más que de contemplar aquel cuadro, 
. 'me puse tan mala, cual si fuera yo la dolorida ; ¡ qué 


— 238 — 

mantecosos nos hace la desgracia, á fuerza de so- 
barnos y estrujarnos!... Aunque te burles, me apre- 
suro á ofrecerte un pedacito de la soga del ahorcado, 
que ña Pascuala me dió llorando : guardo otro para 
mí y otro para Román ; sí, riete : ¡ vosotros no creéis 
en los amuletos ni en la fatalidad, pero alguno debió 
de protegerte, cuando ni un rasguño sacaste en la 
revolución ! mira cómo, involuntariamente, por su- 
puesto, se me viene un nombre á la memoria... Bro- 
mas antiguas, que te pusieron una vez muy furio- 
so ; pero, chitón, que ni estoy yo para darlas, ni tú 
para recibirlas. 

Cuando vengas, has de traerme un retrato de 
ese señor Salgado, que ahora dicen será nuestro pre- 
sidente ; como el de Eneene ya no sirve, le he arran- 
cado de su marco de laureles y puesto debajo del 
sofá... Quiero tenerle á la mano, porque de aquí á 
octubre del año próximo puede ocurrir nuevo cambio 
de candidato, y volver S. E. á sus antiguos amores, 
y en vez de Salgado, surgir de nuevo Eneene, aun- 
que parezca imposible. Entretanto, dentro del mar- 
co de Eneene voy á poner á Salgado... Me viene 
ahora una excelente idea, recogida en una de tus 
cartas á Román : no, no me traigas retrato ; apro- 
vechando mis rudimentos de dibujo, le planto una 
joroba al de mi sala, le pinto arrugas, y con mi her- 
mosa letra gótica escribo debajo : Excmo. señor don 
Olimpo Salgado. ¡ Ni en la. casa municipal van á te- 
nerlo mejor! | 

Con mis afectos de costumbre, soy tu segura ser- * 
vidora, 


PERPETUA GALÁN. 


De la misma al mismo. 


Ombú, junio 5. 


Querido Fernandito : 


. ¡ Mentira parece que haya hombres tan duros 
de pelar que, cada golpe, en vez de amilanarles, más 
les ensoberbece y ciega! pues, ¿no acaba de decir- 
nos Román, al padre Peregrino y 4 mí, que no se 
marcha á la capital contigo, porque á cada uno de 
los cuatro Aldúnez tiene que cobrar una cuenta muy 
larga, y mientras uno solo de ellos aliente en el par- 
tido, no se moverá él, ni le moverán á cañonazos?..., 
—Ahora, la lucha no es de principios; ¡las armas 
son impotentes para defenderlos! es de hombre á 
hombre, personal : con el facón en la mano, ya que 
la ley no me ampara, ajustaré las cuentas de sus 
atropellos, ¡y ó les parto yo el alma, ó acaban ellos 
de destrozar la mía! Esto fué en respuesta á nues. 
tras exhortaciones, para decidirle á salir de Ombú. 
¿Qué te parece? ¡tú creerás que se encuentra me- 
jor con tales bríos! pues está peor, tanto que nos 
tiene alarmadísimos : 4 aquel enervamiento y lan- 
guidez han reemplazado unos arrechuchos de loco 
furioso : gracias que no intenta salir á la calle, quizá 
porque se siente muy debilitado, pero si sale, ¿quién 
le detiene? ¿y quién impide que se cuele en la co- 
misaría y al Aldúnez que pille se ensarte con él en 
terrible lucha? Advierte que yo, por lo que á mí 
toca, no le he dicho jota esta vez, de miedo que 
se me disparase ; y tú sabes que no necesitaba rebus- 


— 240 — 

car mucho las razones, para anonadarle por su ter- 
quedad ridícula, por vuestra terquedad ridícula, pues 
tú eres digno sobrino de tu tío. ¡ Ahí están don Pedro 
Brama, y Prieto, y el boticario y tantos otros muy 
tranquilos! ¿por qué? porque escaldados, huyeron 
del agua fría y fueron prudentes y no se metieron 
en más trapisondas políticas ; ¿acaso con todo vues- 
tro patriotismo y toda vuestra energía, vals 4 cam- 
biar de la noche á la mañana, las viejas mañas po- 
líticas de los mercaderes sin conciencia que nos go- 
biernan? no, Fernandito; es pueril pretensión la 
vuestra, conseguir de una vez lo que sólo con una 
oposición por años firmemente sostenida se conse- 
guirá; aunque me llames vieja entrometida y doc- 
tora, déjame estampar estas verdades... Que la es- 
tadía de Román aquí no puede prolongarse, es algo 
que cualquiera, con dos dedos de frente, no discute 
ya : él sin vengar, por su mano, tanto agravio, no 
se queda, y ellos, no son mancos : ¡la lucha es per- 
sonal y de odios! ¡sabe Dios lo que veremos, si tú 
no vienes, le convences, y te le llevas! siquiera por 
algunos meses : los Aldúnez han de marcharse, por- 
que el gobierno no puede dejar sin premio sus bue- 
nos servicios : dicen, y no lo dudo, que á don Claro 
van á nombrarle senador provincial y diputado 4 don 
Martiniano, y al heroico don Zoilo le ascenderán na- 
da más y nada menos, que ¡ á jefe de policía de La 
Plata! Pues ya tienes al partido limpio, en breve, 
de tanta sabandija, y en paz á los vecinos honrados, 
¿qué más puede desearse, si la estación no es para 
pedir uvas maduras ? 

Hasta luego, hijo mío; no tardes. Tu afectísima 
servidora, | 


PERPETUA GALÁN, 


— 241 — 


Telegrama. 


Señor doctor don Fernando Hierro. ] 
Calle Belgrano.—Buenos Aires. 


Tío Román gravísimo. Ven inmediatamente. 


PERPETUA GALÁN. 


Cuando el tren llegó á la estación, era muy de 
madrugada aún, las cinco y minutos: una capa de 
niebla espesísima envolvía el mezquino edificio, el 
jardinillo menesteroso, la diligencia con sus caballos 
cabizbajos y ateridos, y en el andén, como sombras 
chinescas, algunos hombres se movían; Fernando 
abrió la ventanilla, asomó la cabeza... El silbato es- 
tridente y el resoplar de'la locomotora despertaron al 
chico de la tienda, que, arrebujado en el poncho, lu- 
chando con la modorra y el frío, en un banco, de- 
bajo del reverbero, esperaba al sobrinito de su amo, . 
y al convoy se precipitó, bostezando y tiritando : 

—£Buenos días, señor. 

TL CANDIDATO.—16 


— 249 — 

—¡ Ah ! eres tú... te buscaba y no te veía, ¿cómo 
sigue el tio? 

El muchacho contestó con un fruncimiento de 
boca, que significaba : 

—Asi, así... lo mismo... ni mejor ni peor. 

—Pero, ¿qué tiene? debes de saberlo. 

Otra muéca, distinta de la anterior, indicó que no 
lo sabia, y con un hambriento bostezo y un chorro 
de vapor, que parecía la espiración de un fumador de 
pipa, tradujo asi sus gestos : 

—Sigue lo mismo, señor don Fernandito... Esta- 
ba el patrón mismamente como usted y como yo, 
cuando ayer, después de mediodía, almorzada y 
con su mate de postre, ¡zas! se nos cae de espaldas, 
detrás del mostrador... 

—¡ Una apoplejía !—exclamó el joven médico,— 
era de esperarse. 

—¡ Viera usted qué susto, don Fernandito! gri- 
tamos, corrimos y la Brígida acudió maldiciendo, 
¡porque creyó que otra vez asaltaban la tienda y ase- 
sinaban al amo... Paco, el de la pulpería, dijo :—Voy 
por el médico, y la Brígida se opuso, pues el tal mé- 
dico es un feo cneistón, que bien podía acabarnos de 
matar al enfermo, y no sanarle ; entonces, en cuatro 
zancadas fuime á casa de la señora Perpetua, y le 
conté el suceso, y se asustó mucho y me regañó por 
no haber llamado al médico: ¡Es lo primero que 
debiste hacer, papanatas! y juntos, le buscamos y 
le llevamos... El amo estaba en su cama, que entre 
Brígida y Paco le acostaron, y si no figuraba un 
muerto, era porque suspiraba con mucho ruido, ¡más 
sangre le sacó aquel maldito ! le pinchó en el brazo 
con una lanceta, y salía así como una cinta muy 
colorada ; tenía espuma en la boca y parte de la len- 
gua fuera, caida á-un lado, el derecho, el mismo-que 


— Y43 — 
dijo el médico no tencr vida, ¿cómo puede ser esto, 
don Fernandito? la mitad del cuerpo muerto, y la 
otra mitad viva: levanta usted aquel brazo derecho, 
y se cae, como plomo.... 

—¡ Con hemiplejia!—añadió Fernando formu- 
lando entre dientes su diagnóstico ;—mira, hijo, to- 
ma mis maletas y á la diligencia, que el tren va á: 
salir. 

Por la misma ventanilla, sobre los hombros del 
chico cargó su ligero bagaje ; y salió del coche y saltó 
sobre el andén, á tiempo que la locomotora, rugien- 
do como bestia brava, que d desgana y por rigor, eje: 
cuta su faena, se ponía en marcha, perezosamente. 
El joven se embozó en su bufanda y siguió al mu- 
chacho. . 

—;¡ Salud, señor don Fernandito !-—dijo el con- 
ductor, que paseaba delante de su vehículo, pisando 
fuerte el suelo escarchado á fin de calentar sus pies, 
—¡ vaya una mañanita! vendrá usted, por supuesto, 
con las ocho horas de viaje y este frío y el gran dis- 
gusto... 

Se encaramó al pescante, envolviéndose las pier- 
nas en una manta de piel de carnero y al italianito 
pidió las maletas y dijole se sentara á su lado; ya 
Wernando habíase instalado en el interior de la dili- 
gencia, poco confortable, y por el cristal delantero, 
respondía : 

—Aquí estamos de nuevo, amigo : un turbión nos 
lleva, otro nos trae, y así hasta que el Cielo disponga. 

No andaba el coche, porque había que esperar 
entregara el jefe de estación la bolsa de la corres- 
pondencia, y entretanto, el joven, en su rincón, so 
-impacientaba, rezongaba el conductor, y el chico, 
con el látigo, entreteníase en acariciar el lomo hu- 
meante de los melancólicos rocines.. 


— 244 — 

Entre la niebla, los álamos, parados en hilera, 
flacos y enhiestos, sin ruido balanceaban sus copas 
elevadas, y los sauces y paraísos también mansamen- 
te se movían, cual si guardar quisieran el sueño de 
sus alegres inquilinos ; gota á gota vertía el canalón 
el agua del tejado, y ramas y hojas, la vieja empa- 
lizada, las cintas de acero de la vía, y los objetos to- - 
dos abrillantaba la neblina. ¡Con qué ceño adusto le 
recibía Ombú! asi, tan descontento y taciturno mos- 
trábase Fernando, sacudido rudamente por los tur- 
- biones de que hablara al conductor : pensaba en su 
noble tío, perdido para siempre, si muerto, por muer- 
to, y si vivo, por inválido, condenado á arrastrar 
aquel brazo y aquella pierna, ya inútiles para toda 
empresa generosa y patriótica... Pensaba también... 
¡ Aquí un rayo de sol doraba y coloreaba las brumas 
de su espíritu! Cuando llegó el alarmante telegrama, 
la vispera, con el dolor de la nueva, ocurriéronsele 
dos ideas decisivas: partir inmediatamente, y des- 
pedirse de la señorita de García Luces, y estas dos 
ideas no necesitaron de muchos requilorios para ser 
admitidas y practicadas. 

—En casos como éste—se dijo,—no hay más que 
enfilar por la senda del deber, con los ojos cerrados : 
yo tenía dispuesto 1r ¿4 Ombú, pero no antes de en- 
contrar quien se encargara de mi consultorio, aun por 
pocos días ; si el compañero aquél no se presta, que- 
dará abandonado... 0.que lo atienda Verísimo, el 
médico de las recetas caseras. Pero, ¿puedo yo salir 
de la capital sin despedirme de ella, y por escrito ó 
verbalmente, agradecerla sus bondades ? 

Su amor, escandalizado, contestóle á voces que 
no, y puesto que se marchaba por tiempo incierto, 
debía ir en persona á la casa del Retiro... ¡ Y aunque 
no se marchara ! visita era ineludible, después de su 


— YD — 


enfermedad y de los últimos acontecimientos. Escri- 
bió al dicho compañero y fué al Retiro ; hacía su pri- 
mera salida : estaba tan demacrado que el Cristoba- 
lón se asustó de verle. 

—;¡ Bienvenido, señor doctor! ¡cómo le ha mon- 
dado los huesos la pícara fiebre ! las niñas van á ale- 
grarse de su visita... están para salir. 

—Entonces me voy ; digales usted... 

—No, señor doctor : si es que hoy es el santo de 
la señora Florinda y comen allí: por eso... 

No quería molestarlas Fernando, decidido á de- 
jar un recado y su tarjeta, pero el portero porfiaba 
que nones y e de Le casi para que subiera. Y en 
esto, vieron que bajaban las niñas y mistress Cowan... 

—Dispense usted, señor doctor, si le he hecho es- 
perar—dijo el jefe de estación quitándose la gorra 
galoneada. 

—£8Í, amigo mío, no faltaba más—contestó Fer- 
nando bruscamente despertado. 

Saludóle con una sonrisa, y él, restregándose las 
manos violadas, después de depositar en las del con- 
ductor el saco de cartas, y de cubrir de nuevo su 
cabeza, refunfuñaba : 

—¡ Qué frio! ¡pero qué frio, doctor ! 

Chasqueó el látigo, y con violenta sacudida y 
egruñir de los ejes, por la cuesta abajo rodó la dili- 
gencia... La imaginación de Fernando, en un re- 
vuelo, tornó á la casa del Retiro y se detuvo al pie 
de la escalera, anudando, en el punto mismo donde 
aquel mastuerzo del jefe lo cortara, el hilo de sus 
recuerdos ; pues, señor, que bajaron las niñas y el 
aya, y reconociéndole, otra vez subir querían. 

—Si es muy temprano aún—decía Jovita, —vamos 
á ver, ¿qué hora es? 

—Las seis menos cuarto. 


— 26 — 

—Bien, aunque fueran las siete... 

—Venga usted, doctor—intervino Elena, — y le 
mostraremos todos los destrozos de la revolución : 
la de muebles rotos, de cortinas perdidas, de alfom- 
bras, de espejos.. | figúreso usted que han habido 
más de doscientos hombres dentro ! 

—;¡ Oh, la revolución ! —exclamó la mistress ate- 
rrada. 

Y Fernando, encastillado en su negativa de pa- 
sar adelante, suspiraba, y con aquellos ojos suyos tan 
parleros, á Jovita contaba sus penas, su dolor por la 
causa perdida... 

—¡ Ha visto usted ! ; ¡ha visto usted ! —repetía Jo- 
vita con pesadumbre. 

Pero cuando el joven anunció su inmediata parti- 
da para Ombú, donde el tío Román estaba grave- 
mente enfermo, las dos Luces y la inglesa exclama- 
ron condolidas : 

—¿ De veras, doctor? el señor Hierro Bermúdez... 
—la mayor con ansiedad profunda, añadiendo :— 
¡Ombú! ¡qué mala sombra tiene! ¿sabe usted de la 
muerte del hijo de ña Pascuala? ¡ ahorcado en el par- 
que de la estancia !... ¿y está tan malo el señor don 
Román? ¿será muy larga su ausencia? ¡mucho frío 
para usted, doctor, que no parece completamente 
restablecido | 

Sin pensarlo, la inflexión de su voz era cariñosa, 
y Fernando sentíase contrariado de no poder, por las 
circunstancias y el sitio, decir cuanto decir quería... 

—¡ No sé cuándo volveré ! pero, ustedes, ¿no irán 
este verano ú Lia Jovita? 

—Iremos, síi—contestó Elena,—con logs tios, 
¿verdad ? los médicos mandan al campo á Justito... 

Habían salido á la calle y en la acera cambiaban 
el último apretón de manos : Fernando no se expli- 


=— 27 —= 
caba cómo tuvo la audacia y halló la otastónde ex- 
presar, muy quedo, tartamudeando, tembloroso, su 
gratitud hacia aquella amiga compasiva que una no- 
che fatal le diera por escudo la medalla de la Virgen. 

—No es ella la que me ha salvado, es usted, Jo- 
vita, ¡usted ! ¡guardo su recuerdo sobre mi corazón, 
y jamás nadie, nadie podrá arrancármelo ! 

¿Dijo algo más? es posible, tan acalorado y ciego 
se puso, pero él no lo sabía : veía, sí, los ojos de la 
joven entornarse púdicamente y tenue ruborcillo co- 
lorear su rostro... ¿Después? punto final. Que se se- 
pararon, y él fuése á preparar su viaje y á disputar 
con Verísimo, empeñado en servirle la tacita de agua 
con goma y unas miajillas de violetas, «excelente pa- 
ra suavizar el pecho...» Cuando tomó el tren, á las 
8 y 45, dejaba todo en regla y el consultoria en las 
manos expertas de su compañero, que fué á decirle : 
que podía estarse en Ombú los días y los meses que 
su deseo dispusiera, y abandonarle sin temor los 
corazones heridos ó simplemente magullados que de 
su ciencia esperaban pronta cura, pues la suya, aun- 
que menor, conocia de sobra todas las añagazas de 
aquel órgano trapisondista y los medios terapéuticos 
para refrenarle y meterle en vereda... 

De repente, paró la diligencia, y por el cristal dijo 
el chico : 

—¡ Señor don Fernandito, llegamos! aguarde 
usted, que el pestillo no juega bien y no podrá usted 
abrir de dentro. 

Bajó Fernando, con dolorosa emoción al ver la 
esquina, la plaza, la iglesia y detrás de la niebla 
amarillear la casa municipal, la cueva de los Aldú- 
nez... El gallego de la pulpería, muy contristado, 
salió á saludarle. . 


— 248 — 
-  —No sigue bien el amo; no conoce ú nadie : ; sl 
estará malo! 

La, tienda permanecía cerrada, y por la puerta de 
la plaza entró el joven, tropezando en el mismo za- 
guán con la señora Perpetua y Brígida : sin hablar, 
porque hablar no podía, descubrióse Fernando y la 
mano de la maestra besó con respetuoso cariño, de- 
mostración que ella, conmovida, pagó abrazándose á 
su cuello desolada. 

—¡ Ay, Fernandito! ¡si vieras qué malo está! 
no vuelve en sí... ¡yo creo que Román se muere! 

Y la cojitranca lanzaba hondos gemidos. 

—Ven, hijo mío, ven — dijo misia Perpetua,— 
puede ser que tú le salves: ¡te esperábamos co- 
mo al Mesías! en el médico de aquí no tengo pizca 
de fe... La noche entera, sin desvestirme, la he pa- 
sado al lado suyo, ¿te parece que murmurarán en el 
pueblo? ¿no me servirán mis canas de resguardo? 
¡3 una solterona vieja sientan bien las tocas de her- 
mana de la caridad ! ] 

- Precedido de las dos mujeres, de puntillas entró 
Fernando en el cuarto, ahora hollado su suelo por 
tanta planta extraña, y vió en el humildísimo cutre 
de hierro, tendido sin movimiento al tío Román, el 
robusto pecho sacudido por la respiración fatigosa, 
la caraza dantoniana algo contraída, con sello tal de 
energía aún, que, luchador incansable, en duelo te- 
rrible con la misma muerte parecía empeñado; y 
junto 4 él un mozalbete, de estos que sólo conocen 
la ciencia por las tapas y con la experiencia no han 
tenido tratos todavía, y á fuerza de segar vidas lle- 
gan á malos médicos con diploma; la maestra, al 
oído, indicó 4 Fernando : 

—Abhí le tienes, mano sobre mano; ¡sacó sus 


— 29 — 
oncitas de sangre, y tan tranquilo! no hiciera menos 
un menguado sangrador. 

Y como el otro se volvía, con curiosidad, dijo mi- 
sia Perpetua á media voz : 

—.Doctor, es el sobrino de Hierro. 

La cara del doctorcito expresó elocuentemente 
rro se alegraba de la presencia del recién ve- 
nido : 

—¡ Gracias á Dios! llega usted 4 tiempo, querido 
colega, para sacarme de este atolladero, porque yo 
no sé ya á qué santo encomendarme, ¿no es la san- 
gría lo primordial, lo que todos los autores reco- 
miendan en las aplopejias? pues la sangría está he- 
cha, y por falta de pinchazos no ha dejado de correr 
abundante sangre, pero su tío sigue erre que erre: 
si tarda usted un poquito más, con mucha formali- 
dad le extiendo á don Román sus despachos de di- 
funto... 

Nada de esto dijo el matasanos, pero Fernando lo 
adivinó : 

—¿Me permite usted que examine al enfermo? 

—¡ Oh, señor doctor ! —murmuró el otro, cedien- 
do al punto gustosísimo la cab2cera. 

¡Con qué delicada atención interrogó Fernando 
- todos los síntomas que el cuerpo del noble y querido 
tío acusaba! ¡y cómo sintió flaquear su entereza, 
cuando levantó aquel brazo derecho, otrora pujante 
y animoso, y vióle caer pesadamente, y descubriendo 
el ojo hallóle en tinieblas, cual si fuera de cristal 
empañado ! el médico, sin embargo, se sobrepuso al 
sobrino, la ciencia al afecto, y asumiendo el mando 
para la batalla, dió órdenes decisivas, esto, aque- 
llo... Y el doctorcito, sin discutir, se inclinaba, y 
misia Perpetua á Brígida, reverdecida la esperanza, 
transmitía las distintas comisiones : 


— 250 — 

—Al gallego, que vaya á la botica, volando, y 
traiga hielo, una arroba, y sanguijuelas, una doce- 
na, y sinapismos, una caja... ¡ah! y esta receta... 
que no espere á que la preparen : volverá por ella. 

Entretanto, Fernando disponía pasar al enfermo 
á la sala que fué del club del Orden, como más es- 
paciosa y fresca, y con todo el cuidado del mundo, 
haciendo rodar el catre sobre sus ruedecillas, á la 
sala famosa le llevaron y debajo del retrato de Ro- 
zas, colgado aún en el testero, le pusieron, y de aquel 
¡viva Eneene! con letras rojas, que en la pared es- 
tamparan los milicianos de don Zoilo el 10 de fe- 
brero... Fernando quiso retirar el trofeo ignominio- 
so, temiendo que si recobraba el sentido don Ro- 
mán, semejante espectáculo enconara sus heridas de 
patriota, pero la maestra con estos razonamientos le 
detuvo : | 

—¡ No, no pongas mano ni al retrato ni al le- 
trero! ¡Dios nos libre si Román despierta y no los 
ve! él dice que ahí estarán mientras dure este go- 
bierno y la política siga siendo lo que es... (con sus- 
piro melancólico) hasta el día del juicio, ¿verdad, 
Fernandito? por eso lo adorna siempre con laureles 
frescos y ha puesto esa bandera con un lazo punzó 
de corbata... 

—¡ Extravagancias del pobre tilo! 

Viendo y oyendo estas cosas, el doctorcito juzgó 
conveniente escabullirse, y así lo hizo, diciendo 
adiós, y no hasta luego. Y Brígida, que efectuaba 
diligente la mudanza, le despidió con una de sus an- 
danadas de costumbre : 

—Abur, señor borrico, ¡ que Dios guarde sus ore- 
jas muchos años! ¡y ojalá su compinche el juez ó 
el barrabás de don Zoilo se quiebren una pata y le 


— 251 — 
llamen á usted, d enfermen de viruelas ó del tifo, 
y le llamen á usted ! 

Sobre una montaña de almohadas reclinaron la 
cabeza de don Román y la envolvieron en paños 
fríos, que misia Perpetua, en una palangana con 
agua y hielo, refrescaba de continuo. Y pronta su 
batería, Fernando inició el combate con la pelona, 
rabioso, decisivo, no cediendo aunque ella avanzara, 
guardando á todo trance una posición que ganaba, 
y persiguiendo sin tregua la que ganar cumplía, para 
conseguir la victoria y con ella la vida de su tilo; 
misia Perpetua, y no por su gusto, sino por man- 
dato del joven, se marchaba á su casa por las no- 
ches, después de encargar y recomendar la previ- 
nieran si algo ocurría, y antes que el sol por las ven- 
tanas, entraba ella, ansiosa, interrogando á todos t 

—¿Qué tal sigue? ¿mejor? ¿habla? ¿conoce? . 

Y el gesto de cada uno contestaba : 

—Así, así... ¡lo mismo! 

Suspirando, se sentaba entonces á la cabecera del 
enfermo, y si nada había que hacer, abría su canas- 
tilla de labor, y cosia, cosla, no olvidando que su 
techo y su pan lo pagaba ahora la infatigable agu- 
ja. Llegó ella el tercer día, y Brígida, con alborozo, 
en el zaguán la dió la gran nueva : 

—Señora Perpetua, ¡el amo vive! á don Fernan- 
dito acaba de tomarle la mano, con su izquierda, y 
le miraba, y hasta le ha hablado... Nunca oí hablar 
así á nadie, porque no comprendí palabra, pero. tam- 
bién ha hablado. 

—¿De veras? ¡bendito sea Dios! 

Se precipitó Bn el cuarto, y á Fernando, entre 
risas y lágrimas, acercóse para decirle : 

—-—¿ Está hecho el milagro, hijo mío? me cuenta 
Brigida. .. 


yd ed 


Pero Fernando movía la cabeza? 

—Si, á medias; vivirá, con el lado derecho pa- 
ralizado, la inteligencia si no sumida en la sombra, 
con luz escasísima, y la palabra torpe ; luego, ven- 
drá la recaída inevitable, la terrible, ¡la fulmi- 
nante! j 

De los labios de la maestra se borraba la gozosa 
sonrisa, escuchando aterrada la severa sentencia. 

—Vaya usted á saludarle—añadió el joven,—aca- 
ba de preguntarme por usted. 

La señora dirigióse al lecho, se inclinó, y alzan- 
do la voz, como si hablara á un sordo, dijo : 

—;¡ Román, Román ! soy yo, Perpetua, ¿me co- 
noces ? | 

Con la mano izquierda Hierro Bermúdez cogió 
la suya, la estrechó, parpadeando el ojo vivo, lleno 
de luz, y con grande esfuerzo su lengua, casi para- 
lítica, articuló sonidos guturales, que bien podían 
traducirse así : ; 

—¡ Te conozco, Perpetua... gracias, gracias ! 

Cuando pocos días después se levantó, diéronle 
un bastón para que se apoyara, y arrastrando la 
pierna derecha, medio encorvado, el brazo bailándole 
sobre el costado, cual si fuera un miembro postizo, 
relleno de paja y cosido al hombro, vagaba paso á 
paso de su cuarto á la tienda y de la tienda á su 
cuarto, al primitivo, al sagrado, que tan pronto co- 
mo pudo hacerlo, ordenó nueva muda de sus trastos, 
y en el arcón de marras, con mucho misterio, veri- 
ficó si alguna mano sacrilega lo había profanado...- 
El dolor inmenso que su triste situación le produ- 
cía, cambió su carácter de tal modo, que entre este 
Hierro Bermúdez y el otro no cabía ni aun lejana 
semejanza : hubiéranle dejado en manos del medi- 
quillo eneísta, para que su ignorancia terminara la 


| — 253 — 

obra que la apopiejía comenzó ; ¡obra de misericor- 
dia habría sido! pero, conservarle una. vida preca- 
ria, salvar la mitad de su cuerpo, dejando aquel bra- 
zo suyo enteramente inútil para la patria... ¿de qué 
servía ya en el mundo? ¡él no quería vivir! porque 
si para comer no se nace, y él, como la última de 
las bestias, sólo para comer quedaba, incapaz de ga- 
narse el propio alimento, como las mismas bestias 
saben ganárselo, ¡más valía entre cuatro tablas en- 
cerrarle, sin esperar el rayo de la recaída, y arro- 
jarle al cementerio, como se arroja lo que no sirve 
4 un muladar ! | | 

"Así hablaba con frecuencia, en aquella jerigonza, 
que su lengua, encadenada por la parálisis, trabajo- 
samente forjaba, y Fernando y misia Perpetua y el 
padre Peregrino, su tertuliano de todas las noches, 
le consolaban, le alentaban, con piadosos engaños y 
reproches de cariño : 

—Te pones insoportable, Román—decía la maes- 
tra, —¡ miren el hombre fuerte, el Job, el inven- 
cible ! ¡echándose á muerto! en primer lugar, ¿ver- 
dad, Fernandito? que estas consecuencias de los ata- 
ques cerebrales suelen desaparecer... si, señor, ve- 
- rás : el día menos pensado vas á sentir que tu pierna 
revive, y poco á poco, la savia de la vida, subir, su- 
bir, á tu brazo, á la cabeza, y cátate el Hierro Ber- 
- múdez de antes, es decir, ¡el de antes, no! un Hie- 
rro Bermúdez más reposado, más indulgente con 
este país y estos tiempos, ¿no le parece á usted, se- 
ñor cura? en el mundo hay que tener correa, y cuan- 
do de política se trata, ¡Ó herrar ó dejar el banco! 

Aquel padre Peregrino, chiquitín, delgado, pá- 
lido, con orejas profundisimas y facciones cincela- 
das, por lo finas y correctas, semejaba un San Lui- 
sito Gonzaga, algo acartonadn : sus cuarenta y cinco 


— 254 — 

años bien contados representaban unos veinte, y su 
alre, Su VOZ, su mirar suave, la pulcritud de su tra- 
je, la templanza de sus ideas, le hacian simpático, 
sin que pareciera ni afeminado ni empalagoso : aun- 
que la ortodoxia de don Román (acostumbrado ú las 
camorras con el inculto Piccolin, en que la religión 
sacaba la peor parte) no era muy firme, y por ende, 
muy sincera, gustaba de escuchar al señor cura y ja- 
más osó discutirle ninguna de sus palabras. Es cier- 
to que, en punto á discutir, aun con la lengua expe- 
dita no lo hiciera, y era éste uno de los principales 
síntomas de su decaimiento... ¿Y regañar? tampo- 
co; los dependientes se asombraban de verle tan 
manso, y sólo Brígida, cuando le presentaba el mate 
ó la comida, que él ya no podía preparar por sí mis- 
mo, descubría el gesto de desagrado del amo, pro- 
testa silenciosa contra la mucha yerba ó el poco 
aceite. 

El invierno fué crudísimo. Fernando no quiso 
abandonar al tío, ni don Román dejóse llevar á la 
capital, aferrado á su idea de morir en su pueblo y 
en su tienda; y como las noticias que el joven mé- 
dico recibiera del colega suyo, que regía su consul- 
torio, eran excelentes, no pensó ya en marcharse, 
esperando ó que don Román cediera, ó que desata- 
ran los sucesos la situación. Hierro Bermúdez, en 
un principio, se resistía al sacrificio del sobrinito : 

—No insista usted, tio—contestaba Fernando,— 
si usted no se viene conmigo, me quedo, porque solo 
no he de dejarle : cuando mi presencia sea necesaria 
en la capital iré, pero volveré en seguida. ¿Le mo- 
lesto? ¿estorbo aquí? 

Y el pobre inválido mirábale con tristeza, dando 
á entender que si aquel rayo de sol le faltaba, mo- 
riría más pronto, y morir lejos de un ser amado, es 


— 255 — 


una muerte con doble agonia. Decidido á quedarse, 
con la dulce esperanza del retorno de la primavera 
y de Jovita, pasó los días (cuando no salía en su ro- 
sillo á prestar, de rancho en rancho, sus auxilios mé- 
dicos á las pobres gentes que le solicitaban), engol- 
fado en aquel poema Némesis, que componía con 
todo el fuego del partidario y del poeta... 

Sorprendíale á veces don Román, delante de la 
mesilla de su cuarto, tan abstraido en la tarea de ca- 
zar un consonante ó de vestir una ideas, que no sen- 
tía el golpecito de su bastón ni sus pasos desiguales ; 
volviase, por no molestarle, mas Fernando, de re- 
pente, despertaba : | 

—¡ Tío! no se vaya usted. 

Le forzaba á entrar, sentábale en un sillón de 
cuero, cerca de sí, y con palabras entusiastas descri- 
bía el argumento de su canto patriótico : 

—Estoy 4 la mitad del canto III, tío, ¿se tra- 
baja, eh? en el año 20, porque mi poema tiene siete 
cantos, ¿á que no se acuerda usted que le he dicho 
que tiene siete cantos? ¡esa memoria! poco á 
1rá robusteciéndose... I canto, la colonia ; TI, la in- 
dependencia ; LI, la anarquía ; 1V, la tiranía ; V, la 
reorganización ; VI, la corrupción ; VIl, la apoteo- 
sig: un poema histórico, completísimo, no ya el re- 
lato sólo de la revolución. Toda mi furia vengadora 
la reservo para el canto VI, para flagelar sin piedad 
las carnes de los Eneene, de los Salgado, de los Tru- 
jillo, de los Soto, de los Aldúnez de la política ar- 
gentina, que han deshonrado y corrompido á la na- 
ción ; y las tintas más brillantes de mi paleta para 
el VIT, la apoteosis : ¡la patria regenerada, la pa- 
tria otra vez grande y rica! ¿porque, no cree usted, 
tío, que pasará esta situación ; y como dice muy bien 
Ordenado, después del invierno venga la primavera? 


— 256 — 

sí, no lo dude usted : de esta lepra que hoy le corroe, 
el país curará, ¡la energía de su juventud ha de. 
salvarle ! sin esta esperanza, ¿qué sería de nosotros 
los argentinos? note usted bien : si yo cierro mi poe- 
ma en el canto VI, y dejo á la patria sumida en la 
corrupción más negra, política y administrativa, sen- 
tada entre ruinas, con el texto de la Constitución 
destrozado á sus pies, por el sable de los caciques y 
las uñas de los Eneene, el horizonte completamente 
cerrado, sin señales de la aurora redentora, ¡qué im. 
presión más dolorosa! ¡por eso en el canto último, 
el sol se muestra y se oyen los clarines de la vic- 
toria ! 

Entusiasmado, daba más detalles, con aquel 
acento cálido propio de su elocuencia, y el viejo se 
animaba, seguía palpitante los vuelos de su espíritu, 
del sillón se levantaba, acercábase más al poeta, co-. 
mo si temiera perder una sola de sus palabras ; y si 
Fernando leía, escuchando en éxtasis las sonoras oc- 
tavas reales, á cada vibrante pareado, aplaudir in- 
sentaba, decir con las manos lo que no sabía ya decir 
su lengua, pero el brazo permanecía inerte... En- 
tonces desplomábase en el sillón, llorando desespe- 
rado su impotencia. 

Fuera de estas ocasiones, no frecuentes, porque 
el joven trataba de evitarlas, en gracia de los ner- 
vios de su tío, y así las más de las veces se sentaba 
á componer á puerta cerrada, y si él le preguntaba 
por el trabajo, respondía que ahí se estaba sin ade- 
lantar un verso, nunca la vidriosa cuestión política 
llegó á tocarse ; hasta los muchos diarios de que don 
Román era antiguo subscriptor fueron rigurosamen- 
te desterrados, y El Noticiero Ombúense, por su- 
puesto siempre tan campante, no se atrevía á pasar 
los umbrales de la tienda. Si Fernando sabía la que 


— 257 —= 
en la capital sonaba, era por cartes de amigos, que 
se cuidaba bien de enseñar al tío... ¡Inútil precau- 
ción, por otra parte! don Román, debilitada la me- 
moria, y más Ó menos afectadas todas sus facultades, 
no demostraba interés por cosa alguna, y sólo pa- 
recia preocuparle la presencia del querido sobrinito : 
s1 no le veía, buscábale con ojos espantados, y ya 
misia Perpetua, de visita todos los días, ya Brigida, 
le tranquilizaban : ; 

—HEstá escribiendo... 

—Fué á casa de tal, que ha enfermado. 

Soñoliento siempre, cuando Fernando entraba, 
hacía esfuerzos por despabilarse : tendíale su mano 
Capi y la del mozo guardaba largo rato, mirán- 
dole tiernamente, cual si dijera : 

—¡ Qué estado el mío, Fernandito! ¡ qué horrible 
desesperación ! ¡ Hierro Bermúdez ya no sirve, ya 
no sirve! los inválidos debieran ser despenados con 
cuatro tiros, porque son una carga; á ti parecerá 
esto una enormidad, una injusticia : yo creo que es 
el mejor premio para un viejo servidor, que ve su 
brazo inútil, su inteligencia ciega, y sólo su cora- 
zón latir, latir, ¿para qué? ¡espera, Fernandito, no 
te vayas, na me abandones, porque quiero morir 4 
tu lado! 

A fines de agosto, tuvo dos amagos de recaída, 
pero, atendido á tiempo, la congestión no estalló. Y 
pasó todo septiembre algo más animado, ante el es- 
pectáculo risueño del despertar de la Naturaleza, de 
los nuevos brotes, de las primeras golondrinas ; el 
cerezo y la higuera y la parra de la huerta se ves- 
tían de hojas flamantes, y las palomas ensayaban 
sus píos amorosos, y el fresal descubría ya la inci- 
tante fruta colorada ; fatigábase tanto don Román 
EL CANDIDAZO:—17 


— 258 — 

andando, que más gustaba de sentarse á tomar el 
sol, ya en el mismo patio, ya en el cuarto de Fer- 
nando, delante de la ventana abierta, entretenido 
en ver picotear á las gallinas ó contemplando á su 
fiel Ordenado, aquel perrazo amigo suyo, dormitar 
á sus pies; nunca le dejaban solo, porque como á 
un niño grande, melindroso y regalón, le cuidaban : 
y más de una vez, arrancóle de su quietud melan- 
cólica un movimiento de terror, y dirigióse á Fer- 
nando, pronunciando con la garganta : 

—¡ Los Aldúnez ! ¿les has visto? 

A Fernando, palmeándole con ternura, contes- 
taba : 

—¡ Ca! no piense usted en eso ; ni les veo, ni les 
oigo, porque evito encuentro tan desagradable... 
Mire usted la nueva pollada que ha sacado Brígida 
con aquella gallina tan hermosa de don Crisanto, 
¿se acuerda usted que el pobre don Crisanto se la 
Sl á ver, ¿cuántos pollos hay? dos, cinco, 
ocho... 

Tranquilo, don Román se dormía, y el carrillo 
paralizado, á cada movimiento de la respiración, 
hundíase acompasadamente, como si fumara ó chu- 
para alguna cosa. 

Una noche, con mucho misterio, llamó á Fer- 
nando, llevóle á su cuarto, y cerrada la puerta, en 
el arcón aquel se puso á revolver, buscando, bus- 
cando : su memoria no le ayudaba, pues el objeto 
buscado debía de estar en su sitio, que su prolijidad 
era más bien mecánica, á fuer de extremosa ; al fin 
lo encontró y presentó al joven un rollo de papel, 
liado con una cinta azul : 

—¿Qué es esto, tio?—dijo Fernando con fingida 
sonrisa, —¿su testamento? 

Hierro Bermúdez indicó que sí, y dió 4 entender 


— 259 —. 
que allí dentro estaban los nombres de cuantas per- 
sonas había amado : el de Fernando, el primero, el 
de misia Perpetua, su amiga fidelísima.. Brígida 
tampoco era olvidada, ¡cuatro centavos á repartir, 
pero el recuerdo y la intención valían más! 

—¡ Por Dios, tío! ¡ qué gusto el suyo de entriste- 
cernos |—exclamó el sobrino tentado de echarse á 
llórar,—guárdese usted este mamotreto, que para * 
nada sirve : ¡buenos años ha de gozar usted todavía 
de sus centavitos y de nuestro cariño! 

Mediaba octubre : fué el día 15 por la tarde, día 
de Santa Teresa; repicaban alegremente las cam- 
panas, porque el padre Peregrino, muy devoto de la 
Santa, había celebrado una lucida fiesta con misa 
mayor y sermón, y la: gente que á la iglesia entraba 
ó en la plaza tomaba el fresco, vió pasar ú aquella 
hora, los dos carricoches de La, Jovita, primero la 
volanta histórica, y detrás el otro, el grandón, para 
el equipaje, camino del ferrocarril, y volver más tar- 
de, la volanta con las cortinillas caídas, y el otro 
cargado de baúles. ¡ No necesitó más el gallego de la 
pulpería, fisgón insoportable, para correr y decir á 
Fernando que las señoritas de García Luces habían 
llegado al pueblo! pasmo del enamorado mozo y 
emoción intensa : 

—¿Las has visto? 

—¡ Como si las viera! el coche, los caballos, el 
mayordomo que guía... 

—¡ Qué saltos dió el corazón del joven médico, 
que nunca pudo domarlo, á pesar de toda su cien- 
cia! la venida de Jovita no debió sorprenderle, sin 
embargo, porque, además de su promesa de estarse 
en la estancia una larga temporada con los tíos, dos 
meses hacía que albañiles, papelistás y pintores, 
aseaban, adornaban y transformaban el viejo case- 


— 260 — 
rón ; si, él lo sabía, y esperaba á Jovita con ansia, 
pero, la impresión primera, ¿quién la domina? no, 
es demasiado pronto : mi apresuramiento me vende- 
ría ; la señora Florinda, tan suspicaz y lengua suel- 
ta, diría: ¡ Ya tenemos aquí al mediquito ordenista 
de pelmazo! iré pasado mañana, entre las 4 y las 5, 
haré una visita muy ceremoniosa, y no volveré... 
hasta los quince días después, ó un mes, ó dos; ¡no 
quiero que me llamen pelmazo! 

Pero al día siguiente cambió de parecer : 

—Creo que debiera ir hoy : una visita de vecino ' 
que va á ofrecer sus servicios no tiene nada de par- 
ticular, ¿qué me importa de la señora Florinda? y 
sl no me apresuro á ir, ella, ella misma lo extraña- 
ría : ¿Has visto al mediquito ordenista? ¡la del hu- 
mo! así son log amigos. 

Sin embargo, no se decidió sino en la tarde del 
18; nunca el rosillo fué mejor lavado, cepillado y 
peinado que aquella tarde del 18 de octubre, fecha 
señaladísima para los personajes de mi historia ! 
Fernando, también de tiros largos, sin decir adónde 
iba, salió cabalgando por esas calles, muy de prisa, 
y aunque vió gente en la plaza y banderas en los bal- 
cones de la municipalidad, no hizo caso, ni prestó 
atención al dependiente que le despedía : 

—Don Fernandito, ¿sabe usted que hoy procla- 
man al nuevo candidato? en casa de Prieto, que se 
ha vuelto del gobierno, hubo comilona y discursos, ' 
y abora están armando una manifestación popular : 
ya no se grita | viva Fneene! sino ¡ viva Salgado! 

—¿Y qué? bueno estaba él para ocuparse de la 
inmunda política... i 

Trotando y pensando, tan nervioso como si fuera 
de embajada peligrosa, y no de visita cortés, llegó 
y vió que en el límite del parque, frente al camino, 


— 261 — 
las dos Luces estaban con mistress Cowan ; saludó 
él muy ceremonioso y contestaron ellas muy ama- 
bles, y en la tranquera misma se speó ruborizado 
como un doncel. 

—pDoctor, muy buenas tardes... 

—Señoritas... señora... 

—«¿ Y el señor Hierro Bermúdez? 

Recobrado su aplomo, Fernando daba noticias 
del tío, se excusaba de su poca prisa en venir á 
verlas y ellas decían : 

—¡ Qué desgracia! ¡qué desgracia! sí, lo sabía- 
mos por don Pancho, el mayordomo, á quien con 
frecuencia preguntábamos por el señor Hierro Ber- 
múdez... ¡pero, usted, doctor ! 

Estaban solas en La Jovita, pues no quisieron 
dejar venir á la familia de don Buenaventura antes 
de prepararlo todo convenientemente : 

—Porque hemos estado de obra—dijo Elena ,—y 
usted sabe cómo queda una casa donde entran alba- 
ñiles... La tía Florinda llega mañana con los niños, 
y el tío Buenaventura el lunes... pero, venga us- 
ted, doctor, vamos á la sala. 

—;¡ Se siente uno tan bien aquí !l—contestó Fer- 
nando. 

Pasearon, Elena y la mistress delante, Jovita y 
el joven médico detrás, algo apartados: el sol se 
ponía.... Y en voz queda contó Fernando á su bella 
compañera la historia de aquellos cuatro meses, sus 
sinsabores, sus tristezas á causa de la enfermedad 
del tío Román, incurable, que le ligaba 4 Ombú 
¡ hasta que Dios quisiera! luchando entre su deber 
que le mandaba quedarse, y su porvenir que le Jla- 
a á la capital. Los ojos de Jovita pregunta- 

an”: 

—¿ Y nada más, nada más que su porvenir? 


— 262 — 

Turbando al joven de tal modo, que se calló, de 
pronto. 

_ —¡ Ah !—repuso ella—¿quién puede llamarse fe- 
- liz? me ve usted aquí, y yo misma no me doy cuen- 
ta... ¿por qué he vuelto 4 Ombú? recuerdos tan 
tristes he hallado, que el valor me falta para entrar 
en esas habitaciones; hasta el campo mismo me 
arece sombrío : hoy fuimos á visitar á ña Pascua- 
2, ¡pobre madre! créame usted, doctor, que si no 
fuera por la tía Florinda, por Justito... 

Ahora los ojos de Fernando dijeron : 

—¿Nada más, nada más que por ellos? 

Pero, Jovita no se turbó; con naturalidad en- 
cantadora varió el curso del diálogo: explicó los 
grandes proyectos que se traía, manera hábil de evi- 
tar el peligroso secreto de los ojos : | 

—Oiga usted, doctor : el primero, el más impor- 
tante es la construcción de la iglesia ; yo voy á ter- 
minarla, y en breve plazo: tengo ya aprobados los 
presupuestos... ¡verá usted qué torre más bonita le 
ponemos y qué reloj! ¡ y adentro la de altares y co- 
lumnas ! mi pobre madre hizo lo que pudo, el altar 
y camarín de la Purísima son regalos suyos, y yo 
deseo completar lo que ella no alcanzó á hacer. Des. 
pués... después mandaría edificar, en la estancia 
misma, una capilla bajo la advocación de Santo To- 
más, en recuerdo de su padre, y anexa una escuela, 
grande, bastante grande, para unos cien niños : 

—Me da mucha pena ver tanto chico vagabundc 
en las calles, dados al vicio Ó prontos á caer en él... 
¿y los hijos de los puesteros, que no asisten á clase, 
par vivir tan distantes del pueblo? ¡ah! ¡me siento 
tan consolada al pensar en mis obras benéficas ! ¡ qué 
inmenso placer cuando entre en mi escuela, y vea 
tanto chicuelo estudiando en sus cartillas, y á la 


— 263 — 
maestra... ¿sabe usted en quién he pensado para 
maestra de mi escuela? ¡en la señorita de Galán ! 
¡y á la maestra, la excelente misia Perpetua, sen- 
tada en la tribuna, vigilante! ¿qué le parece á us- 
ted, doctor? 

—Que sólo un corazón tan noble como el suyo, 
señorita, puede realizar tan bellas obras ; ésa, ésa es 
la verdadera caridad, y no la practicada por aquella * 
señora de Eneene, con sus conciertos y kermesses 
de bambolla pura. 

Pescó el nombre de Eneene la menor, y andando 
siempre, se volvió para decir : 

—Se van á Europa, ¿sabe used? Alcira deses- 
perada : ¡me ha escrito unas cartas de Catamarca ! 
que se aburría mucho, que extrañaba la ausencia de 
su célebre guardia; en la última se lamenta “de no 
haber escogido el mejor cebado de sus pavos; «he 
perdido mi tiempo lastimosamente». 

¡Pobre Alcira! Aquí «hubiera encajado muy 
bien un sermoncito en intención de las señoritas frí- 
volas y vanidosas, pero Fernando no estaba de hu- 
mor de predicar en desierto: dulcemente arrullado 
por las palabras de Jovita, cuya hermosura adquiría 
tonos que él no conocía, avivada por el entusiasmo 
de su empresa, sentía tentaciones irreverentes, por 
ejemplo, la de besar la punta de aquellos dedos son- 
rosados, cuando se alzaban para reforzar, con gra- 
cioso ademán, un parrafito de su discurso : 

He de mostrarle los planos, doctor ; usted creerá 
que la escuela será un salón... así, como todos los 
salones : pues, no, señor ; tiene tres salas, con las 
piezas de servicio y patio y jardín y además las ha- 
bitaciones de la maestra... todo con sus mucbles co- 
rrespondientes. 

Iban ahora por la calleja central, y la casa ss 


O 77,7 

mostraba como un viejo sujeto al que han vestido de 
nuevo, tan revocada y pintadita, con balaustrada fla- 
mante en la azotea y rejas historiadas en las ven- 
tanae, que parecía muy alegre de verse así rejuve- 
necida ; los reflejos opalinos del cielo, incendiado por 
el sol moribundo, jugueteaban en los vidrios de colo- 
res; Fernando, invitado, repitió que ho valía la pe- 
na entrar, que la agradable tibieza de la atmósfera 
permitía pasear en el parque. Siguieron la senda de 
arrayanes, despacio: una atención más ardiente é 
irresistible que la de besar aquellos deditos de rosa 
dominaba al joven, y era la de descubrir aquel se- 
creto suyo, bajo las siete llaves de su discreción y 
de su cortedad guardado por largo tiempo; y cóm- 
plice de su osadía, alentábale la voz de la Natura- 
leza : 

— Atrévete! ¿quién dijo miedo? ¡ tonto, reton- 
tísimo! ¿qué esperas? ocasión como ésta no pes- 
carás : luego vendrá la tía Florinda, un argos, y el 
literato y el batallón de chiquillos... 4 ver, hombre, 
abre la boca y suelta una de esas cosas bonitas que 
tá sabes ; ella se está muriendo de ganas por oirte, 
¿adivinas lo que piensa de ti? que eres muy tímido, 
y se extraña que un hombre de talento sea corto de 
genio; ella dice: ¿Si creerá que voy yo á hablar 
primero? y duda de que tú la quieras : ya ves qué 
ingenuidad la suya, ¡duda! prueba suficiente que 
los suspiritos y las miradas no bastan, ¿te acuerdas 
le noche de tu despedida, en la acera de su casa? 
aunque poco explícito, bastante atrevido estuviste, 
y elle no se enfadó, no, señor... Ensaya ahora, y ve- 
rás cómo tampoco se enfada ; no pienses más en esa 
- tontería que te ha hecho enmudecer : ¡que una ba- 
rrera de oro os separa! los millones el azar log presta 
y el viento suele llevárselos ; el talento, Dios lo da 


— 265 — 
y nadie puede quitarlo : ¡tú eres más rico que ella ! 

Dejábase cautivar Fernando por la sirena de su 
deseo, y ya las primeras palabras de amor balbu- 
ceaba : 

—$Si yo pudiera asociarme, señorita, á esa obra 
grandiosa que usted ha ideado, si mi humilde con- 
curso de algo pudiera servirle... 

—De mucho, doctor—contestó ella convencida, 
—en vez de humilde ponga usted valioso, su valioso 
concurso, que yo agradezco. 

—Entonces, Jovita... 

Le mareaba ella con sus ojos hermosísimos, y él 
se inclinó para que nadie oyera, ni aun la brisa cu- 
riosa, lo que, con el pecho anhelante, iba á decir : 
y como fruto maduro que cae del árbol por su pro- 
pio peso, el apasionado reclamo brotó de sus labios... 
Jovita quedó muda, encendiéronse sus mejillas, un 
ligero temblor agitó el brazo que al brazo de Fer- 
nando se asía, pero... no se enfadó. Y Elena, vol- 
viendo con mistregs Cowan, protestaba : 

—¿ Pero, no están ustedes cansados? la mistress 
no puede dar un paso más ; si tanto les gusta estarse 
en el jardín, sentémonos en el banco del naranjo. 

Fernando y Jovita, embargados, dejáronse lle- 
var, y todos cuatro se sentaron ; entonces la pizpi- 
reta Elena, abrazándose á la hermana, prorrumpió 
entre risas : ? 

—¡ Si supieras todas las maldades que hemos ha- 
blado de ti, yo y la mistress! de ustedes, porque 
también usted ha caído, doctor... pues, mientras 
paseabais y charlando veníais tan bajito, tan bajito, 
la mistress me dijo... no, yo le dije 4 la mistress : 
¡qué buena pareja hacen los dos! ¿si los casáramos, 
mistress ? 


— 266 — 

Fernando miró 4 Jovita, Jovita 4 Fernando y á 
Elena, risueña, y al aya confundida. 

—¡ Loca !—exclamó la joven tendiendo una ma- 
no al poeta y estrechando con la otra la delicada 
cintura de la hermanita,—¿y si dijeras verdad ? 

—¡ Dulce. promesa ! 

El cielo estaba obscuro y todo callaba, pero á 
Fernando parecióle que allá arriba una luz resplan- 
deciente se encendía y sonaban las arpas de los án- 
geles... 

Galopando y paseando, más nervioso al pueblo 
o luego el joven médico y todo á voces le gri- 
taba : 

—;¡ Victoria ! ¡ victoria! ¡paso al vencedor! corre 
y lleva la grata noticia al triste inválido, que á estas 
horas te buscará: ¿dónde, dónde está Fernandito? 
Aquí está, tío querido, y no viene solo, que le acom- 
paña una dama esquiva, que bajo el techo vuestro 
nunca quiso albergarse, y que el talento y el noble 
corazón del sobrinito han cautivado al fin : ¡le acom- 
paña la felicidad y de La Jovita viene, para alegrar 
los últimos días de Hierro Bermúdez! ¡Con qué 
emoción entró en la tienda Fernando! tan grande, 
que no escuchó al gallego : ! 

—Baje usted, señor, déme la brida... ¿qué le 
parece el fandango de la plaza? ¡no han prendido 
pocas luces y quemado pocos cohetes ! 

No encontró en su cuarto á don Román, sino en 
la sala del antiguo club, sentado muy cabizbajo en 
su sillón, en compañía de misia Perpetua y del pa- 
dre Peregrino; las ventanas estaban cerradas, y la: 
lámpara colocada debajo del retrato de Rozas, alum- 
braba escasamente. 

—Está bastante mal—indicó la maestra al oído 


— 267 — 
del poeta, —ese tumulto de la plaza le ha puesto tan 
nervioso, que no ha querido comer hasta que tú vi- 
nieras ; el señor cura se ha visto en figurillas, para 
que no se asomara á la ventana. Mírale cómo te son- 
ríe... ¡Jesús! contigo se pone como un chiquillo. 

El padre Peregrino se levantó, diciendo : | 

—Bienvenido, doctor, ¿trae usted las discipli- 
nas para castigar á este señorito revoltoso? . 

—Traigo algo mejor—contestó Fernando acer- 
cándose á don Román y besándole la mano izquierda 
que él extendía para saludarle,—traigo una buena 
noticia, ¿qué mejor bálsamo? ¡alégrese, tio, ríase ! 

Se inclinó y con permiso del sacerdote, 'hablóle 
en secreto, y escuchándole, la cara de Hierro Ber- 
múdez se transfiguraba y de pronto en su extraña je- 
rigonza exclamó : 

—¡ Lo mereces, hijo mío, lo mereces, Dios sea 
loado ! 

La maestra con curiosidad preguntaba : 

—¿Qué es eso, vamos á ver? 

Y el cura, discretamente, alisaba su manteo, por 
hacer algo. 

—¿Qué ha de ser?-—respondió Fernando con al- 
borozo,—que este seguro servidor de ustedes... ¡se 
casa ! 

No dió el nombre de la incógnita, pero misia 
Perpetua no lo necesitaba ; ella la conocía, ¡vaya 
si la conocía ! 

—Mi enhorabuena, Fernandito—dijo alegremen- 
te,—por muchos años; ¡ojalá todas las profecías 
mías, que se han realizado, fueran como ésta ! 

—Y ahora—repuso el joven,—toca 8 usted cum- 
plir una promesa, tío, ¿no se comprometió á ca- 
sarse el mismo día que yo lo hiciera? 


— 268 — 

—¡ Qué gracia !—exclamó misia Perpetua aho- 
gándose de risa, —¡ buenos se han puesto los novios ! 
¡ qué cencerrada más merecida! pero, oye, ¿ya han 
votado en el Congreso esa ley del divorcio? porque 
s1 no la han votado todavía, Román no se decidirá 
á darme su mano de esposo... 

Hierro Bermúdez no sonreía ya ; otra vez su ros- 
tro se anubló y el pecho exhalaba suspiros hondísi- 
mos : afuera, en la plaza, resonaban las músicas, los 
cohetes, los vivas. Y de repente, se alzó del sillón, 
tambaleando dirigióse á la ventana, con la mano iz- 
quierda tiró del pasador : á una señal de Fernando, 
misia Perpetua y el padre Peregrino, prontos á de- 
tenerlo, le dejaron : él se apoyó en la reja y miró. 

En procesión tumultuosa, rodeaban la plaza mu- 
chas gentes con estandartes, faroles y ramos ver- 
des, y el primero que venía, detrás de la música, era 
'Aldúnez el mayor, don Claro, con el sombrero en 
la mano, luego don Zoilo, desnudo el. sable, don Mar- 
tiniano, en seguida Chichin, el menor, al frente de 
un escuadrón de pilluelos y de bracero los dos or- 
denistas de ayer, don Pedro Brama y don Nicome- 
des Prieto. Todos chillaban : 

—¡ Viva Salgado ! 

Y los tambores, los cornetines y buscapiés, con 
horrible estruendo, acompañaban cada grito. Así des- 
filaron ante la esquina de Hierro; don Román, en- 
corvado sobre la reja, sentía vibrar dentro del pe- 
cho su fibra patriótica, robusta siempre, más robusta 
que nunca... don Claro, don Zoilo, don Martiniano 
- y Chichín, al pasar, le reconocieron, detuviéronse y 
soltaron un insolente : 

—¡ Viva Salgado! | 

El, con violento ademán, extendió el brazo iz- 
quierdo, hizo angustioso esfuerzo por romper las li- 


— 269 — 
- gaduras de su lengua para lanzar al rostro de sus 
enemigos y de los tránsfugas su eterno credo: 

—¡ Viva Ordenado! 

Y no lográndolo, la rabia de su impotencia le 
sofocó, inyectósele de sangre la cara toda y la pia- 
dosa apoplejía le fulminó al pie de la ventana, con el 
grito de su patriotismo ahogado entre los labios... 


FIN 


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