BIBLIOTECA de LA NACIÓN
,
-
CARLOS M.* OCANTOS
EL CANDIDATO
BUENOS AIRES
1912
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A
EL CANDIDATO
BIBLIOTECA! de LA NACIÓN
CARLOS MARIA OCANTOS
EL CANDIDATO
(SEGUNDA PARTE DE ENTRE DOS LUCES)
db
BUENOS AIRES
1912
o -
_Imp. de La Nación.—Buenos Aires
EL CANDIDATO ''-
1 .
«Vous étes fous tous deux de vouloir
vous appliquer ces sortes de choses ; eb
voilá de quoi j'ouis lPautre jour se
plaindre Moliére, parlant á des person-
nes qui le chargeaient de méme chose
que vous, 11 disait que rien ne lui don-
nait du déplaisir comme d'étre accusé
de regarder quelqu'un dans les por-
traits qu'il fait; que son dessein est de
peindre les moeurs sans vouloir toucher
aux personnes et que les personnages
qu'il représente sont des personnages en
air, et des fantómes proprement, qu'il
habille á sa fantaisie por réjouir les
spectateurs ; qu'il serait bien fáché dy
avoir jamais marqué qui que ce soit,
et que, si quelque chose était capable
de le dégofter de faire de comédies,
c'était les ressemblances qu'on y vou-
lait toujours trouver. »
Moliére. Impromptu de Versailles.
No tenía más mérito que su dinero; lo que im-
porta decir que, para la sociedad frívola de que era.
gala y adorno, reunía Alcira Enecene la mayor suma
de méritos posibles, pues basta y sobra el dorado del
apellido para encubrir defectos, disimular flaquezas,
vorcer voluntades, salvar obstáculos, triunfar sin res
e Pa
sistencias y reinar sin condiciones; y este aserto,
poco galante, pero justo y rigurosamente imparcial,
pueden atestiguarlo todos los que la han conocido de
cerca en los grandes días de su esplendor, ahora que
la caida del ídolo, su padre, les permite ser since-
ros. Aquella su nariz de espátula, aquellos sus ojos
gatunos, su barbilla puntiaguda de comadre octoge-
naria, y su boca que parecía un pellizco en carne sin
color, ofrecían, claro está, un conjunto feisimo, y su
talle y su andar nada que alcanzara á borrar la pési-
ma impresión de su fachada ; pero, proclamar á su
paso la marca de fábrica :—¡ 81 es la de Eneene!
¡ Ah, la de Eneene! ya es otra cosa, es decir, otra
mujer : se encuentra cierta nobleza en el rostro y
hasta cierta gracia en aquel hociquillo de conejo,
siempre en movimiento, y los defectos todos quedan
piadosamente ocultos bajo la gasa de la benevolencia.
Llamábanla la pavera, no sé por qué... aunque
sí, y voy á decirlo : hija única del ilustre y millonario
doctor don Adrián Rodríguez de Eneene, ex ministro
y futuro presidente de la República, por la voluntad
del Presidente y la gracia de su buena estrella, su.
mano disputábanla siete campeones, rivales en ar-
dor, estulticia y ambiciosos fines, que la servían de
fiel escolta por todas partes, y que ella consentía y
mantenía, pagando á cada uno su sueldo diario de
miradas y sonrisas, con religiosa equidad ; á estos sle-
te pretendientes, Alcira les llamaba sus pavos, y de
aquí el mote de pavera, que sus amigas la dieron.
Pero lo curioso, lo bufo y lo inverosímil, es que á
los pavos de su guardia designaba Alcira por números
no por sus nombres patronímicos, como por ejem-
plo (hablando con Florita Soto, una amiga Íntima) :
—Aburridísima la función de anoche en la Ope-
ra ; ¡bostecé más! ¡si vieras, hija mia! como que
a,
sólo estaban el número 3 y el 5, éste en un palco de
la ochava y el otro en una butaca de las primeras
filas, y para mirar á uno, tenía forzosamente que dar
la espalda al 3 ó al 5, ¡qué compromiso! y los de-
más, ¿qué se hicieron? estoy segura que el 3 está
furioso conmigo, porque en las carreras al 4 le di diez
minutos de conversación más de lo convenido; es
muy susceptible, muy orgulloso y siempre se acerca
á mí con las plumas erizadas, á picotearme con 8us
reproches. No puedes figurarte lo divertido que es
esto : llegar al teatro y encontrar la guardia ya for-
mada en el vestíbulo, que te presentan sus sombre-
ros de lustrosa felpa, como soldado que presenta las
armas; sentarse en el palco, mirar, fingiendo dis-
tracción, y percibir aquí, allá, los festejantes firmes
2n sus puestos, esperando contritos la limosna de mi
saludo, y empezar la distribución equitativa, hija,
equitativa, porque á mí no me gusta que nadie quede
descontento : te digo que es de lo más divertido : ellos,
palpitantes de emoción y de esperanza, ¡y yo tan
fresca ! porque mamá me lo ha dicho : cuidadito con
comprometerse con ninguno : eres muy joven y en tu
posición y con tu nombre, el día que te dé la gana
puedes elegir como entre peras; ¡ahora, á divertirse
y entretenerles, que para sufrir marido y amamantar
hijos nunca es bastante tarde !
Y también :
- —¿Has visto al número 3? ¿al rubito, 4 mi pavo
rubio? le corresponde esta pieza y no ha venido á
cobrarla ; debe de haberse disgustado, porque al 6 le
regalé unas flores, ¡ qué tontería! en cuanto le pille,
verás cómo le domestico de nuevo.
Bajo su vigilante cayado, la paz era completa en
él hatillo, y nunca se dió ejemplo de deserción * ni
se advirtieron síntomas de rebeldía ; los mansos y
a
pacientes animalitos, muy hinchados, muy colorados,
rodeaban á la pastora haciéndola el amoroso glu, glu,
los picos tamaños abiertos, en demanda del grano
prometido ; pero ella no se daba mayor prisa en ser-
virles, y risueña, indiferente, por calles, teatros y
salones les arreaba, y allá iban todos, tristes y ham-
brientos, con el moco tendido y las alas caidas.
Y no se diga que ciertos recursos de inteligencia
y probada idoneidad son innecesarios, pues esta, al
parecer, fácil tarea, tiene su intríngulis y su aquel ;
pero, conocido el cebo que ella gastaba, ¿qué mucho
que se revolucionara la familia toda de los fasiánidos,
desde el pavo común, negro y verrugoso, hasta el
ocular y el real, de hermosísima cola y vistoso pena-
cho? Era, pues, Alcira, muy lista, y esta cualidad
parecía herencia directa de su padre, el hombre de
más trastienda que fué jamás, y de su madre, misia
Damiana, señora muy gruesa y muy farandulera, de-
vota por costumbre, con la manía, digna de encomio
y de respeto, de las obras caritativas, que ella ejerci-
taba con mucho ruido y bambolla, fundadora y pro-
tectora del Asilo del Sauce, para niños expósitos.
La historia de los advenedizos (hablo de los que,
sin méritos propios, suben ayudados por la suerte y
su audacia), tan fecunda en los paises republicanos,
no ofrece caso más raro que el de estos Rodriguez de
Eneene. En un libro anterior (1), quizá olvidado,
presenté, de cuerpo entero y tamaño reducido, el :
retrato de don Adrián, que á muchos pareció recar-
gado de tintas y 4 otros de sobra borroso, pero exac-
+ísimo, tal como la fama le pinta y la Naturaleza le
hizo ; mas no conté entonces, por no hallar la ocasión
oportuna, el modo y la forma del advenimiento de
—_
(1) Quilito.
a,
este famoso personaje de la política argentina, su vi-
da y milagros
Creo que en Catamarca, de donde era oriundo mi
don Adrián, no existe ni se conoce el apellido de
Eneene, que él enlazó más tarde, bien -remachado
con su partícula, al de Rodríguez ; según mis datos,
era un Rodríguez á secas, de cuna humildísima, de
familia ignorada, que lo que es 4 sus ascendientes y
colaterales, nadie les vió la cara jamás. Alguien le
ha conocido de zagal en una diligencia catamarque-
ña, arreando las bestias, encanijado, amarillo, sucio
y rotoso, y cuenta que, más de una vez, en los para-
dores, el mozo se bajaba á lustrar las botas de los via-
viajeros, por módica retribución ; después se vino
á Buenos Aires, erró en las estancias, de peón ó cosa
asi... Y de repente, apareció en una oficina del Es-
tado, si no limpio, porque nunca aprendió á serlo,
con traje decentito, el pelo recortado, la camisa sin
manchas ni flequillo, y acusando todo su porte hallar-
se en relaciones más cordiales con el peine y el
jabón ; el tipo físico, sin embargo, era el mismo que
la caricatura, más tarde, al pintarle de murciélago,
hizo tan popular : flaco, pequeñín, con movimientos
de títere sin goznes, de éstos que un simple hilo figu-
ra las articulaciones, los dedos armados de uñas lar-
guísimas, que la falta de poda regular, endurecién-
dolas y arqueándolas, hacía parecer á garfios : él gus-
- taba de mostrar sus uñas, la del meñique sobre todo,
amarilla y resistente, la más larga, la favorita, la
mejor cuidada, la que afilaba, raspaba, 'redondeaba
y pulía con más amor... En la oficina era de estos
empleados sumisos, modestos, humildes, trabajadores
asiduos, que se ganan la voluntad del jefe adulándole
y la simpatía de los compañeros mostrándose =uy
“poquita cosa, como diciendo :
0, y 0
. — —¡No, yo no soy nada, ni valgo nada, ni aspiro
3 nada ! 0
Y no haciendo sombra á nadie, ni dan celos ni
inspiran envidias ó temores; así, como sierpes, Ca-
llandito y arrastrándose, suben y llegan sin resisten-
cias á la meta de su. ambición : el verdadero mérito
no tiene alas, y si las tiene son de durísimo y pesado
bronce, imperecederas, mas no propias para elevar-
se. En esto, la historia de don Adrián se parece mu-
cho á la del doctor Trujillo, iguales medios é iguales
resultados, aunque Eneene, con sus alas de papel,
dejó muy atrás al risueño y melifluo don Francisco,
su amigo, compañero y colaborador afortunado.
¿En qué universidad alcanzó don Adrián su títu-
lo? tengo para mí que en ninguna, y él se llamaba
doctor, con «menos derecho quizá que aquel del fa-
moso epigrama ; lo cierto es que de buenas á pri-
meras, con el aditamento del nuevo apellido y el
adorno del título tan sonoro y expresivo, el empleadi-
llo de tres al cuarto que, como rata de archivo, pasó
royendo papeles largos años, se vió figurando en la
hornada de diputados que el Gobierno amasara para
las circunstancias, y se sentó en el Congreso, muy
orondo, asumiendo la representación del pueblo, que
no le conocía ni de vista ni de nombre. ¡Válgame
Dios! lo que él representó fueron los intereses del
amo, defendiéndole no con su. palabra, desmañada,
sino con su voto, fiel é incondicional ; allí se hizo del
circulito, que le ha traído y llevado después, explo-
tando su misma insignificancia para alzarle en hom-
bros y pasearle en triunfo, y mostrarle al público
indiferente como el salvador de la patria, círculo de
que era corifeo don Francisco de Paula Trujillo y
porta-estandarte don Navigio Soto, otro figurón de
cuenta, nombrado más tarde gobernador de Córdoba,
1
previa la zancadilla de práctica al titular, don Olim-
po Salgado, que no se mostraba todo lo sumiso que
los cánones oficiales disponen.
Por aquel entonces era ya casado don Adrián, y
su pobreza tan manifiesta, pues la consorte, una
señorita Damiana Pérez Orza, no aportó dote ni es-
peranzas, que hay quien dice que por matarle el
hambre, le hicieron diputado. Lo cierto es que no
tenía casa en la capital, y durante las sesiones legis-
lativas paraba en una fonda de muy malas trazas, y
la mujer permanecía en Catamarca, viviendo en la
estrechez ; él, entretanto, se movía como ardilla,
amasando su pan, poseído de la delirante ambición
de llegar, por el camino ó por el atajo, á la cumbre,
siempre humilde y modesto, con aquellos andares de
arlequín y su levita negra, lustrosa en los codos y
grasienta en el cuello, prenda de historia, con más
de una estación en la casa de empeños ; y como el
hombre se achicaba tanto, para mejor pasar por to-
dos los agujeros, en el Congreso, en la cámara pre-
sidencial, en los ministerios, en los Bancos, en los
clubs y en las imprentas, amigo de todos, comensal
de muchos, don preciso de los más empingorotados
personajes, no se veía otra cosa que él, él hablando,
él adulando, él intrigando, listo, audaz é infatigable.
Ya los diarios independientes, de estos mal educados
que en todo han de meterse, le habían arrojado al.
gunas chinitas; y con motivo de la sanción de un
proyecto muy discutido, que la opinión pública resis-
tía, soltaron, sin ambages, á su respecto, la feísima
palabreja : cohecho ; y he aquí, gracias á la vergon-
zosa acusación, de la noche á la mañana, conocido,
vopularísimo, célebre, al doctor Eneene, porque se
- armó grande alboroto en torno de su nombre : pro-
testó don Adrián indignado, la prensa oficial le cu-
brió con sus escudos, don Navigio Soto y el doctor
Trujillo le defendieron con elocuencia, multiplicaron
los otros sus ataques, probando hasta decir basta :
que el revoltoso diputado tenía más llena de lampa-
rones la conciencia que la levita, y traida la causa
á sentencia, el pueblo le condenó á presidio... y el
Presidente le nombró ministro.
De ministro sacó don Adrián su tripa de mal
año. Lo primero que hizo fué mandar venir la fa-
milia de Catamarca, é instalarla en la lujosísima
casa de la calle de la Esmeralda, tan famosa des-
pués como sede augusta del candidato presidencial ;
luego echó coche... y dueño de la cartera, comenzó
sus Juegos de manos, es decir, de uñas. No es mi
ánimo relatar de pe á pa la historia de estas diez
uñas, en ejercicio durante un bienio, por más edifi-
cante y entretenido que ello sea, porque sería cosa de
perder la cabeza y la paciencia ; dicen... que vendió
destinos, y recibió coimas y colocó á toda su parente-
la (á la de su mujer) dentro del queso del presupues-
to; que jugó en la Bolsa, haciendo uso de los se-
cretos de Estado para el alza y baja del oro; que...
don Adrián pensaba que se llega al poder para llenar
la alforja, y que sólo en aquellos tiempos obscuros, y
desgraciadamente lejanos, en que era honra altísi-
ma ostentar un título oficial, se podía bajar de una
poltrona con las manos limpias, para manchárselas
con el cabo de la azada. (
Y esto que don Adrián pensaba, supo practicarlo
de tal modo, que cuando dejó de ser ministro (obli-
gado el Presidente á un cambio de política superfi-
cial) era un hombre sin crédito, pero con millones,
y váyase lo uno por lo otro. Haciendo oídos sordos
á la grita unánime, esperó los acontecimientos, pues
no creía su papel concluído : la elección de Presiden-
E o EA
te se acercaba, el nombre prestigioso del general Or-
denado, el coco del gobierno, volaba por toda la Re-
pública en medio de aclamaciones delirantes, ¿quién
era el elegido del Presidente para oponérsele y dis-
putarle el triunfo? ¿quién el afortunado sucesor, un-
gido im petto por S. E.? ¡ Misterio! Los cinco mi-
nistros esperaban, humildemente, que cayera el an-
siado nombre de los labios presidenciales ; los gober-
nadores de las provincias enviaban delegados para
conocerlo y recibir la palabra de orden, ó robando
tiempo á sus ocupaciones de esquilmar pueblos y per-
seguir contrarios, venian personalmente á mendigar-
la ; los congresistas adictos, es decir, todos los con-
gresistas, tendían sus manos hacia el todopoderoso
señor ; los periodistas pagados enristraban sus plu-
mas, para cantar las glorias, falsas Ó verdaderas, del
candidato oficial. | |
- —¿Quién es el hombre que V. E. se digna dar-
nos por amo y patrono? ¿quién es aquel que V. E.
juzga más capaz de sucederle? hable V. E. y dígalo,
que el que V. E. quiera, ése será, y si el pueblo gri-
ta, que grite, y si se alza en armas y se atreve á
oponerse á los sabios designios de V. E., fuego al
pueblo, y su cuerpo mutilado que sirva de escalón al
nuevo Presidente. Aquí estamos todos, ministros,
gobernadores, congresistas, amigos y partidarios de
V. E. para acatar su voluntad suprema; ¡ahi está
el ejército de la Nación para hacerla cumplir !
Y $. E. habló, al fin.
Don Navigio Soto llevó la grata nueva á la calle
de la Esmeralda ; era de noche : en el conocido des-
pacho, tantas veces descrito por los diarios, y al pie
del busto de Wáshington, dios tutelar de la clásica
morada, abrazó don Navigio 4 don Adrián (que leía
echado en un sofá) por tres veces, con cado abrazo,
a, y.
que parecía iba á desencuadernar el cuerpecillo del
doctor, soltaba un jubiloso eureka : S. E. había ha-
blado, S. E. acababa de pronunciar el nombre de su
sucesor, nombre que se aprestaba ya para salir al en-
cuentro del populachero Ordenado, seguro, segurl-
simo de vencerle, y ese nombre... ¿don Olimpo Salga-
do quizá, el que con mayores probabilidades de triun-
o le disputaba la carrera? Soto hacía signos que no,
que no; ¿acaso las simpatías presidenciales eran un
misterio para nadie? aunque el ministro tal tra-
bajaba en su favor, otro ministro hacía también
fuerza de vela para llegar á buen- puerto, otro
gobernador, además de Salgado, y de los más meri-
torios, porque era el más sumiso, se movía mucho
esperando ser el agraciado... Entretanto, la suerte es-
taba ya jugada, y el favorecido era... ¡ Rodríguez de
Eneene! Don Adrián, prendido de las manos robus-
tas de su amigote, exclamó temblando de emoción :
—¿Es de veras?
-—Y' tan de veras—contestó el otro, amenazán-
dole con un nuevo abrazo.
£l antiguo zagalillo catamarqueño debió experi-
mentar extraña sensación de mareo, y algo así como
si todas las rodajas de sus mulas le repicaran en las
orejas ; se sentó muy sofocado, y ya pálido, ya encen-
dido, inquirió de don Navigio cómo había pasado
aquello : bajo la pantalla verde, que velaba el único
pico de gas ardiendo en la aparatosa araña de bron-
ce, más lívida parecía la cara sacerdotal del viejo
Soto, perfectamente afeitada, y más lustrosa su calva ;
cuando se reía mostraba los portillos de la encía y un
colmillo carioso, que se movía como un badajo. Y
risueño estaba contando cómo el Presidente, en una
comida íntima, de la que él, naturalmente, partici-
paba como bufón (esto de bufón lo pongo yo de mi
==
cuenta y riesgo, pese al señor diputado) como bufón
de S. E. (que es de rigor que todas las excelencias
americanas, como las añejas Majestades, han de te-
ner bufones que les distraigan el ánimo y ayuden á
la digestión con selectos cuentecillos de moral) hos-
tigado por los amigos para que destapara lc que tan
tapado traía y tan inquietos tenía á todos, entre dos
tragos de champaña, dijo en el tono profético del di-
vino Maestro : E
—¡ En verdad os digo, que debéis rodear á Adrián !
Rodear á Adrián era la palabra de orden espe-
rada ; esta frase sibilina, tan clara dentro de su pro-
pia obscuridad, acababa de conceder la investidura
de candidato oficial al doctor Eneene; ¡el partido
eneísta había nacido !
¡ Eil colmillo de don Navigio bailaba de puro gus-
to, al recordar su dueño la cara de los dos ministros
aspirantes y el gesto del gobernador desengañado !
El doctor, ya repuesto, dió cuatro paseos desde la
mesa-escritorio hasta el diván en que Soto departia,
y cada vez se le figuraba que crecía más, que crecía,
que crecía, más y más, y sus piernas de alambre eran
fuertes columnas y su cabeza llegaba al techo, desde
cuya altura veia el busto de Wáshington del tamaño
de un grano de mostaza y á don Navigio como un
garbanzo ; luego, no cabía ya en el despacho : ¡su
gigantesca personalidad pasaba el techo, se elevaba
sobre los edificios, sobre la ciudad entera, y ola el
rumor de su nombre que toda la República aclama-
ba, y creyó ver, y la vió á la luz de su fantasía, la
diligencia catamarqueña transformada en el carro
dorado de la fortuna, pasar en triunfo desde la Tie-
rra del Fuego hasta Jujuy! Entusiasmado, se bajó
(tan alto estaba, que forzosamente tenía que aga-
charse) y aquellos tres abrazos de su buen amigo,
O
los pagó con uno apretadísimo, dejando caer sobre
su abovedada pechera esta frase orgullosa, grito de
victoria de su ambición satisfecha :
—, Ya soy Presidente !
No habían pasado dos minutos, cuando se pre-
sentó el gran doctor Trujillo, sonriendo, aunque fa-
tigado, por la prisa que se diera en llegar de los
primeros al besamanos, y luego don Buenaventura
Luces, el literato... El despacho se llenó, la sala se
llenó, la casa se llenó de bulliciosa muchedumbre de
amigos, más entusiastas ahora cuanto más tibios y
despegados se mostraran con el ministro caido, y
todos, obedeciendo á la consigna, rodeaban á don
Adrián, disputándose el honor de un apretón de ma-
nos ó de una palabra amable del favorecido de las
suerte. Entretanto, en medio de la noche, y tal co-
mo el cadalso surge á los albores del día, la máquina
electoral se armaba en cada provincia, atemorizando
al pueblo oprimido con este letrero puesto por el
brazo de los sayones en lo más alto de ella: «¡0
Eneene ó la muerte !»
Todo el Buenos Aires vergonzante y hambriento
de pan, de riquezas y de honores, pasó entonces por
la calle de la Esmeralda y á las puertas del candidato
golpeó con impaciencia, hizo cola en los pasillos y
sebo en las antesalas, según la frase pintoresca del
fabricante de chistes, para el consumo presidencial,
don Navigio Soto; sus nombres llenaban sendas co-
lumnas de los diarios oficiales, y á buen segufo que
cada cual había de comprobar en el siguiente día sl
todas las letras del propio apelativo estaban en su
lugar y no enrevesadas ó ausentes, porque no era co-
sa que saliera fallida la oportunidad de su visita, por
un desgraciado error de caja: precisamente lo que
se buscaba era grabar en la memoria del candidato
E
los nombres de sus fieles, para cuando tocaran á re-
partir empleos y prebendas.
Recibía don Adrián los viernes ; eran tes políticos,
muy fríos y sosos, á causa de la heterogeneidad de la
concurrencia, de los malos cigarros, del peor jerez
(desde que salió del ministerio, no se fumaba ni se
bebía bien en aquella casa) y de la poca cultura del
dueño, que no sabía ser atento sino á ratos, ejerci-
tando su insoportable tonadilla con los íntimos en
algún rincón, mientras los cortesanos bostezaban ó
devoraban rancios emparedados á falta de mejor cosa.
A estas reuniones, huelga decirlo, no asistían ni mi-
sia Damiana ni Alcirita ; ellas tenían su día de re-
cibo especial, los martes, más alegres porque los
'graznidos de los pavos de la niña resonaban en el
salón verde y oro, compitiendo alrosamente con e
balar de los carneros de su papá. E0s
Quien haya visto á misia Damiana y Alcirita lle-
gar de Catamarca tan fachas, tan provincianas, la
madre con pañolón de cachemira y varége negro á la
cabeza, y la hija con extravagante sombrero, cargado -
de caireles y perendengues,.no las conociera ahora,
de tal modo la moda porteña las ha cepillado y trans- .
formado, y la importancia política, mágicamente
conquistada, del doctor Eneene, las ha esponjado y.
hasta cierto punto, soltaré la palabra, embellecido...
Misia Damiana era chata, morenota, baja de estatura
y gruesa, con cada carrillote lustroso y unos pelos de
india fueguina, lacios y alborotados sobre la frente
estrecha, que, sin su vestido de seda y sus cacharpas,
no -la hubiera tomado nadie por la señora de tama-
ña excelencia ; pero, entre el peluquero y la modista,
sobre el yunque de la moda, la forjaron á más y me-
jor : la adiposa cadera cedió á las razones apremian-
tes del corsé y el seno pletórico y la cintura invaso-
EL CANDIDATO.—2
is
rá; aquellos pelos tiesos y rebeldes, condenados al
suplicio de la tenaza, se amansaron y convirtieron en
ricitos coquetones, y toda su persona, desde la base,
unos zapatos de charol con punta afilada y tacones
altos, á la cuspide, una capota de sobrios adornos,
salió como nueva de tan entendidas manos; y co-
mo tenía muy buenos dientes, eso sÍ, y era alegre,
pasaba por simpática la señora de Eneene. De Alci-
rita hemos dicho ya que sufrió igual desbaste y con
mayores y más sorprendentes resultados, y no me
refiero con esto á los estragos causados en las filas
de la juventud dorada...
No llegaron y triunfaron ; al principio, descono-
cidas, sin relaciones, se aburrlan grandemente, y en
la avenida de las Palmeras nadie hacía caso de estas
dos damas tan paquetas, que solicitaban descarada-
mente la atención con sus trajes claros, su postura
afectada y su landó flamante ; más tarde, después de
la costalada ministerial de Eneene, que estuvo á
punto de anularlas para siempre, la incubación de su
candidatura las colocó en plena luz y las puso de
moda, y como á un cronistilla de salón se le ocurrie-
ra, en una de tantas revistas hueras, que á las da-
mas saben cual delicado merengue, notar, con feme-
nina minuciosidad, los prendidos del traje de Alcira;
en un baile muy sonado, y el color y el corte, y ob-
sequiarla con un ramillete de frases marchitas y sin
perfume, no hubo ya crónica mundana en que no
reluciera su nombre, ni fiesta que no fuera un fiam-
bre si la de Eneene no la honraba con su presencia.
Y mientras Alcira organizaba su famosa guardia,
misia Damiana, ya dentro de su papel de presidenta
en ciérnes, promovía reuniones de señoras para dar
impulso á toda clase-de obras de beneficencia y con
aquella lave de oro de su poderoso marido no que-
daban puertas cerradas á su llamado": obtenla la ce-
sión de valioso terreno para su asilo y la construcción
del edificio que, en menos de un año, se alzó gallar-
do, pronto para cobijar á muchos huerfanitos, y par
ra sostenerle y dotarle de segura renta ponía ¿ con-
tribución todos los bolsillos, importunando á los ami. .
gos, cansando al público, pedigieña y no dadivosa,
porque si metía la mano en la bolsa ajena, cerraba
los cordones de la propia, bien repleta, sin embargo ;
y en todas las fiestas que organizaba en favor de su
obra, no se desprendía de un centavo de su peculio,
manera cómoda y cristianisima de ejercer la caridad :
dar lo de los otros, intermediario oficioso entre la
filantropía y la miseria.
Los martes de las señoras de Eneene, eran sus
recibos oficiales ; pero los íntimos de la casa sabían
que todas las noches, de ocho á nueve, era seguro en-
contrarlas en el boudoir (así quiere la moda que se
diga) de misia Damiana, solas, libres de comensales
impertinentes y amigas parlanchinas y hasta de la
enfadosa presencia de don Adrián, que con esto de
ser quien era y de lo que debía ser, no se apartaba
dos dedos de su regio protector, ocupado en empollar
su candidatura y no paraba en casa sino los viernes -
de precepto. Aquellos íntimos eran muy contados :
don Francisco de Paula, don Navigio, don Buena.
ventura y algún otro vejancón ; jóvenes ninguno, ¡oh,
ingrata pavera más dura que el pedernal y que el
diamante! para tus pavos, los plantones al sol y bajo
la lluvia, las marchas y contramarchas, ¡mucha la-
bia, poco grano y absoluta negativa á conceder el ac-
ceso del dulce y caliente nido de la intimidad !
El más puntual de todos era don Navigio; trala -
siempre ó un cucurucho de confites de Córdoba (don.
Navigio era cordobés) hechos de pura piedra para
ON
martirio de muelas y agosto de dentistas, 4 un tarro
de almíbar glutinosa, obra delicada de las propias
manos de una hermana suya, monja profesa en un
convento de la doctoral ciudad.
—¿Se puede? — decía discretamente desde la
puerta.
—Pase usted, amigo mio—contestaba misia Da-
miana echando una ojeada á la psiché (otro término
- de moda) para juzgar de la disciplina de su flequillo, '
—¡ siempre tan amable! muchas gracias, ¿de sor Pe-
tronila ? sin probarlo se conoce... ¿Qué hemos hecho
hoy? ¡Jesús! la mar de. cosas : de funeral por la
mañana, ¡ya ve usted qué desayuno! después á las
tiendas, á visitas, á Palermo, y por último á mi Asi-
lo, á ver mis queridos huerfanitos... Esta vida de
Buenos Aires me marea, ¡ay mi tranquilidad de Ca-
tamarca! ¿creerá usted que á veces me vienen unas
ganas muy grandes de volverme?
—¡ Volverse !—exclamaba al fin don Navigio (ya
repantigado en la coquetona butaca de felpa gris
perla)—no pueden ser tan grandes esas ganas que
dice usted ; no faltaba más, ¿y el alto puesto que la
tenemos preparado, señora mia?
Misia Damiana, muy hueca, tosía.
—¡ Un presente griego, amigo mio! que sólo por
patriotismo hemos podido aceptar; ¡deje usted que
Adrián sea Presidente! ¡cuántas cosas buenas va-
mos á hacer!... ¿y los porteños? ¿siempre tan indó-
ciles, tan ariscotes ? yo no leo un diario aquí, porque
son muy desvergonzados... Prueba, Alcirita, estos
confites, 4 ver si los encuentras tan duros como los
otros, ¿sabe usted lo que me decía ésta ayer? ¡que
le pidiera á usted una tonelada para empedrar el pa-
tio del Asilo!.
Don Navigio trala, adcmás, las noticias menudas
a as
de Alicia la relación completa del chismorreo dia-
rio, y con la premura con que descargaba sus pa-
quetes sobre la consola, apenas conseguía cortar el
hilo de la verbosidad de la señora, desembuchaba to-
do lo serio,' lo jocoso, lo picante y hasta lo inmoral,
sin respeto á los candorosos oidos de Alcirita, que su
asombrosa retentiva almacenara desde la noche an-
terior, provocando el balanceo de su colmillo bailarín,
y las risas francas de la madre y comprimidas dá
la hija. |
| Pero el de las nuevas de alta política, trascen-
dentales, era el doctor Trujillo, que entraba con la
- serena majestad que solía, presentando su manita
blanquísima y regordeta. . |
—¡ Muy buenas, muy buenas noches! ¿qué tal?
hace calor, ¿no les parece á ustedes?... ¡ay, señora
mía ! ¡lo que se dice y lo que se temo | tiene us-
ted razón : no es mal sastro el que conoce el paño,
y estos porteños !
Quien nada traía era al empachado literato, don
Buenaventura, y gracias que, por no ser costumbre,
no obsequiaba á la tertulia con la lectura de algún
farragoso artículo (él no escribía nada más que ar-
tículos, los cuales, bien cosidos unos con otros, ser-
vían, y es servir, para la confección de sus celebrados
volúmenes) aunque nunca dejara de citar el periódi-
co que venía cargado con uno de los suyos, y pre-
guntara :
—¿No lo han leído ustedes? hay que leerle, por-
que está sabroso, pero muy sabroso.
Allá á fines de febrero (fué el 26 ó el 27 por la
noche) entró don Navigio en el saloncito con las
manos limpias, ¡cosa extraña ! quiero decir, vacias,
que en punto á pulcritud, 4 pesar de sus relaciones
con don Adrián, podía desafiar á los mismos chorros
— 22 —
del agua... Entró, pues, don Navigio, sin pedir per
miso : las señoras estaban sentadas, frente á frente, .
delante de la consola, sin hablar, preocupadísimas,
bajo la luz insolente de los cinco mecheros de gas,
que aumentaba el calor, pero hacía brillar más los
diamantes de misia Damiana.
—¿ Viene usted de casa de García Luces ?—pre-
guntó la señora suspirando.
—De allá vengo...
—¡ Qué desgracia !—exclamó misia Damiana al-
zando sus manos cargadas de sortijas.
—¿ Ha visto usted ¿—dijo el viejo Soto.—Un hom:
bre de tan grandes y extraordinarios méritos como
don Tomás García Luces, asesinado alevosamente
por los ordenistas, caldo al pie de la bandera del
gran partido que en la República representaba el
pa y la libertad, ¿qué menos merecía que los
onores decretados por el Superior Gobierno? la
bandera nacional á media asta en todos los edificios
pana los gastos del entierro á costa del erario,
iscursos oficiales... En un artículo necrológico de
seis columnas, un periódico eneísta lanzaba la idea
de erigirle una estatua, ¿y por qué no? Don Tomás
se la había ganado como tantos otros, que ahí están,
de bronce ó6 de mármol, haciendo volver la cabeza
á estas generaciones iconoclastas, que se preguntan
alzando los hombres : ¿Quién es ése?
Mientras los diarios ordenistas se hacian los sue-
cos Ó se burlaban de la alharaca que armaran los con-
trarios con motivo de la muerte del millonario estan-
ciero de Ombú, los eneístas, el gran partido, como
decia don Navigio, acudían á recibirlo á la estación...
—¿ Vió usted el cortejo, señora ?
—¿Qué he de verlo? no pude, porque figúrese
usted que el sombrero negro que la modista me te-
a O
nía prometido para las diez, ¡no me lo trajeron sino
4 las doce !
—Pues era digno de verse : ¡ tanta gente como en
un veinticinco de Mayo!
—Mucho lo siento... también ésta (señalando $
la pensativa Alcira) tiene un miedo atroz á las apre-
turas... ¡Ah! ¡si yo fuera gobierno ahora! daría
cualquier cosa por serlo, ¡qué escarmiento, amigo
Soto! en la plaza de Ombú mandaba colgar á todos
los ordenistas ; asi le digo 4 Adrián : no, lo que es
tú no vas ¿4 venirnos con paños calientes : ¡ mucha
energía y tente tieso |!
—Naturalmente—apoyó don Navigio,—y así de-
be ser, que los países jóvenes son como los chicos :
hay que educarlos á látigo; si no se le suben á las
barbas al más pintado. :
Misia Damiana preguntó :
—¿ Y las niñas? ¿ha estado usted con ellas? por-
que esta tarde fuí y no me recibieron ; la que salió
á la sala fué la mujer de don Buenaventura, Florin-
da, que no le habla á usted de otra cosa que de los
diferentes métodos de lactancia y de la salud de sus
nenes...
—;¡ Sí, no reciben á nadie! están, según dicen,
muertecitas de pena, y se comprende.
—¡ Ay, don Navigio, si yo tuviera el poder! le
digo que mandaba colgar á todos los ordenistas ; ¡ va-
ya si los colgaba !
Alcira, entretanto, no decía palabra : miraba al
diputado, miraba á su madre, oyendo distraída la con-
versación, en lucha con un pensamiento muy negro
que aquel nombre de García Luces había despertado,
y que llegó á arrancarla de su asiento y conducirla
al balcón. i
— 94 —
—;¡ Pobrecilla !—susurró la señora,—es tan ami-
ga de Jovita y de Elena, ¡uña y carne!
Observación apoyada por el cordobés con un sus-
pirote lacrimoso.
Sin que se sintieran sus pasos, llegó don Adrián,
de pronto, enlutado, con el sombrero puesto, el jun-
co bajo el brazo, peleando á tirones con el guante de
la mano derecha, que la otra, ya vestida, no atinaba
á calzar. | |
—¡ Favor! ¡ayuda! ¡maldito guante!
—¡ Espera, hombre, no alborotes tanto!
La señora acudió á prestarle auxilio en aquel
trance, y el bueno de don Navigio también se le-
vantó y metía las narices, á fin de darse cuenta de
la dificultad de la situación.
e un botón flojo?
—No, señor, ¡qué flojo ha de estar! ya le tiene
usted prendido. :
El doctor empujó suavemente á don Navigio y le
hizo sentar en el sofá; luego, poniéndole las manos
en los hombros : |
—Dicen que Ordenado conspira; que no se da
ni se dará por vencido, que conocido el resultado de
las elecciones del 10, que le quita toda esperanza de
triunfo, va á lanzarse á la revolución, y hay jefes y
oficiales del ejército comprometidos : se citan nom-
bres.
—¿ SÍ, eh?—contestó Soto sin inmutarse.
—¡ Ay, Adrián !—clamó misia Damiana, que per-
dió de golpe todas sus energías gubernamentales,—
si ha de haber tiros y barullo, mejor será quedarse en
casa... ¡ y hasta volverse á Catamarca !
—¡ Quite usted allá, señora! verá usted qué pron-
to damos cuenta de Ordenado y qué paliza se llevan
los suyos... ¡Bueno estaría que, preparado todo con
A
el arte que la tradición impone, coligados los gober-
nadores, elegidos los colegios electorales, prontas las
armas, fuera de temerse una derrota, porque la seño-
ra Opinión se echaba á la calle, pretendiendo oponer-
se á la voluntad del Presidente! ¿cuándo se vió cosa
semejante? si lo que se vió siempre y se verá es
salir corrida á la opinión, y que tiene ella tanto de-
recho de elegir quien la gobierne, como él, don Na-
vigio, de hacer obispos. ¿Cuántos gobernadores tienen
los ordenistas? porque es lo que hay que preguntar,
¿cuántos gobernadores? y no ¿cuántas provincias?
las provincias no tocan pito en el concierto... pues,
sólo dos, los de Corrientes y Mendoza ; los doce res-
tantes eran eneístas; y con doce gobernadores y el
Presidente, ¿podía nadie dudar del triunfo del doc-
tor Eneene?
Don Adrián dijo :
—Ya sabe usted que del de Córdoba no me fío...
—Pues, afuera mi paisano y vaya otro que res-
ponda mejor á nuestros propósitos, ¿qué ha de estar
. contento él si usted le sopló la dama, inutilizando
su candidatura? poco furioso que se fué de aquí mi
don Olimpo, al día siguiente del banquete aquel.
Escuchóse una voz conocidísima, que venía di-
ciendo : | |
—¿No está mi querido amigo el doctor Eneene?
pasaré á saludar á la señora.
Y el grande é ilustre don Francisco de Paula se
presentó, amable y sonriente, como de costumbre.
—¿ Quién asegura que no estoy en casa ?—dijo
don Adrián saliendo á recibirle y quitándose el som-
brero,—no haga usted caso de la consigna del criado,
que para amigos como usted este afectísimo y segu-
ro servidor está siempre visible.
Misia Damiana saludó con gracia :
— 26 —=
—Bienvenido, doctor Trujillo, siéntese usted, y
háblenos del horrible drama de Ombú, que aquí pe-
recemos de ganas de oirlo de su boca... ¡ muy buenas
A y esa importante salud, ¿qué tal? ¿qué
tal?...
Con el trágico ademán de un Sócrates de teatro
rechazando la cicuta, don Francisco contestó :
—¡ Ah ! señora, no me hable usted de Ombú, ¡ por
favor | ¡valiente temporadita he pasado alli! ¡mire
usted qué jira política más desgraciada no he hecho
en mi vida!
Divisó la blanca figura de Alcira en la penumbra
del balcón, y allá se fué á saludarla con su refinada
galantería... El doctor Eneene protestaba del epíte-
to aplicado 4 la reciente campaña :
—Desgraciada, ¿por qué? si hemos triunfado.
—Justo ; ¡ hemos triunfado ! habla usted como un
general que sólo ve los resultados de la batalla y ha-
ce caso omiso de los muertos y heridos que le cuesta,
¡y mucho nos cuesta esta batalla! y sino digalo,
¡Ojalá pudiera decirlo! el nunca bastante llorado
amigo don Tomás, en cuya amable compañía tantos
días he pasado, y que su negra suerte y-la mía dis-
pusieron había de traerle muerto, ¡ cuándo tan nece-
sario era que viviese, para su familia y para el par-
tido |
Se sentó en el sofá, después de este párrafo. de
oración fúnebre, y compungidos quedaron los oyen-
tes, al menos en apariencia, porque misia Damiana
movió mucho los párpados, la cara de clérigo de don
Navigio se obscureció, y don Adrián se mordió la
uña aquella larguísima del meñique ; ya estuviera el
doctor Trujillo en su escaño del Congreso ó en sitio
donde hubiera oídos que le escucharan, y tocaban á
perorar, su elocuencia era la misma é iguales su mi-
e
mica y su voz: ahora, en el saloncito dorado, en
presencia de su ilustre amigo, á quien debía dar cuen-
ta de los trabajos electorales llevados á cabo bajo su
inmediata dirección, su oratoria iba á adquirir tonos
sublimes y á sobrepasar las cumbres de la fama,
donde llegaran cuantos en todos los tiempos ejer-
cieron el arte de la palabra... Por supuesto que no
había de hacer una relación sucinta, con “puntos y
comas, de su viaje, que resultaría aburridísima :
todas las gacetillas contaron sus pasos y sus apre-
tones de manos y sus discursos, las copas de cham- -:
paña que bebiera y los capones que le sirvieran,
desde que salió de Buenos Aires hasta el Frigal,
penúltimo pueblo de la jornada y último donde la
amabilidad, la cortesía y la cultura social hallaran
simpático albergue; una cosa, sí, tenia que rectifi-
car, aun á riesgo de caer en la pesadez, y era que su
entrada en aquel poblacho de Ombú, apestado de or-
denistas, no revistió los caracteres de sainete que la
prensa de Ordenado le dió: ni hubo pitos, ni pie-
dras, ni nada; ¡cuatro gritos de cuatro borrachos,
y pare usted de contar! Es cierto que allí no halló
el entusiasmo por la causa eneista que en otras par-
tes, ese vitorear frenético al doctor Eneene, que con
tanta emoción y complacencia escuchara doquier, y
esto hizo doblemente difícil su misión y más cara la
victoria... ¡ Aquellos malditos ombúenses eran muy
duros de pelar! había costado domarles ; ¡ pero, que-
daban domados! y el triunfo definitivo asegurado de
tal modo en toda la República que, como se lo dijera
en la estación á su grande amigo don Adrián, con el
primer abrazo, el sillón de Rivadavia le esperaba,
firme é inconmovible. Ahora, si él juzgaba desgracia-
do aquel viaje, era por razones que no se atrevía á ca-
lificar de menor cuantía, aun salvado el objeto princi-
OS
pal, y estas razones le hacían afirmar que días más
tristes que los de Ombú no pasara en su vida, y que
tantas ganas tenía de volver allí, como de que le
ahorcaran.
-— Dió detalles ya conocidos, y los otros se pasma-
ban, con grandes aspavientos misia Damiana, excla-
maciones, ya de compasión, ya de sorpresa, de don
Adrián y don N aviglo... Luego, acercándose más, las
cabezas juntas, los codos en los muslos, hablaron en
voz baja de la revolución que se anunciaba : era es-
túpido, ¿con qué iba á hacerla Ordenado? ¿con qué
armas? ¿con qué dinero? La señora bostezó, primero
discretamente, después con toda la boca ; observaba,
entretanto, que don Francisco de Paula traía quebra-
do el color y muy asoleadas las manos. De pronto, '
dijo :
: —Pero, ¿es cierto eso de la revolución? ¿para
cuándo la tienen armada? ¡ que lo avisen con tiempo,
no sea cosa que me echen á perder mi kermesse de
Mayo |!
Y tan enfrascados estaban los tres en su diserta-
ción política, que no la oyeron; ni el doctor Truji-
llo, espejo de la galantería, se volvió para contestarla.
En la calle, los vendedores de periódicos se desga-
ñitaban pregonando boletines con las más graves noti-
cias acabadas de pescar, y un organillo desentonaba
agriamente la más criolla de las milongas. De codos
en el balcón, Alcira meditaba. Y aquel pensamiento
tan negro, tan negro, que parecía dominarla, era de-
bido á la carta que recibiera _ pocos días antes de Elo-
na García Luces, en la cual,'con asombrosa frescura,
la comunicaba, haberla robado el más mono de sus
avos, el más simpático, el más bonito, su pavo ru-
ho: el número 3, ¡ Perico Trujillo, en fin |
— 29 —
II
De misia Perpetua Galán 4 Fernando Hierro.
a Ombú, 10 de marzo.
Querido Fernandito :
No son todo lo buenas que yo deseara las noticias
que he de darte de! tío Román, y me refiero en esto
al estado de su ánimo, que su salud, 4 Dios gracias,
es excelente ; pero con la encerrona que lleva y el
ensimismamiento en que ha caído, más tenaz que
nunca desde tu partida, ¿no crees tú que puede en-
fermar de veras y darnos un disgusto? De su cuarto
no sale y la tienda está en manos de los dependien-
tes; ¡figúrate las mangas y capirotes que cortarán
para su uso personal! yo, queno tengo, por mi des-
gracia, más derecho de inmiscuirme en vuestros asun-
tos, que el que me da mi vieja y sincera amistad, con
este genio mío me consumo viva de ver estas cosas y
el sesgo que, indudablemente, y como Dios no lo
remedie, han de seguir. Ya sabes que él no oye con-
sejos y que en punto á terquedad no tiene igual ;
como ha perdido su buena costumbre de venir á casa
(aprovecho la ocasión para ofrecerte mi nuevo domi-
cilio, Progreso, 15, 4 espaldas de la iglesia, cuatro
piezas, bastante malas, de las que subarriendo dos,
que, si no, no podría con el Alqules y una cocinita y
un patio del tamaño de un pañuelo)... decía que Ro-
— 38 —
mán no viene ya á visitarme : su misantropla llega
á tal extremo que no quiere ver gente, proclamando
con la franqueza que tú le conoces, que el ser más
canalla de la creación es el hombre (y la mujer, que
uno y otro se complementan) y retraido del trato so-
cial, hace sus delicias la compañía de un perro, al
que ha puesto, naturalmente, el nombre de Ordena-
do, y dos morrongos; me cuenta Brígida que ante-
ayer el perro le mordió, entre bromas y veras, y él
castigóle con esta frase alrada :—¡ Ingrato ! ¡ muerdes
como sl fueras hombre! Te doy estos detalles para
que tomes el pulso, como buen médico, al tío Román.
Si él no viene, voy yo á verle, que ya soy bastan-
te vieja para no temer la maledicencia y me río de
lo que puedan decir; violentando su consigna, me
cuelo en su cuarto, en su santuario, y le echo unos
responsos, que le quedan ardiendo las orejas: no
debe estar asÍ, porque no, porque los otros, los Al.-
dúnez, dirán que le han corrido y que la pérdida de
su gran batalla le ha amilanado y aplastado, ¡ y se
burlarán, los Aldúnez ! Si Fernandito se ha ido á la
capital, apenas repuesto de aquel percance que tum-
bado le tuvo en la cama una semana, ha hecho muy
bien, ¿qué porvenir le esperaba aquí? este teatro es
demasiado mezqúino para su carrera y sus talentos...
En fin, hijo mío, que no dejo resorte por tocar, y él
ó me escucha en silencio ó me manda á paseo, pero
se traga la filípica : á veces, no fuerzo mucho la no-
ta, por temor que el amor propio se le suba á la
cabeza junto con el coraje de su vencimiento, y so
meta en otra y nos revuelva de nuevo el pueblo ;
sería lo peor, ¡lo peor! así se está, al menos, tran-
quilo. Brígida, la infeliz, me dice :—¡ Señora Perpe-
tua, por la Virgen Santísima! no deje usted de venir
todos los días á echarle al amo una buena mano do
mo BÍ
consejos, que mucha falta le hacen; ¡mire que si
llega á darle otro golpe de fiebre como aquella no-
che, y se viste de payaso y se sale á la calle á cantar
el himno, voy 4 morirme de miedo!
Contigo está furioso por la escapatoria, no te per-
dona lo que él llama tu abandono y tu deserción y
¡ dice no quedarle más ilusiones en la vida que su
perro y sus morrongos! ¿Sabes lo que hizo con tu
carta de llegada? la rasgó en cuatro pedazos y man-
dóla echar al corral; después la pidió á Brígida, y
como ésta le dijera haber cumplido su orden, fuése
al patio y se estuvo hurgando en los rincones... Al
fin, Brígida sacó del bolsilló de su delantal la carta
despedazada, y él, con toda la paciencia del mundo,
los ojos mojados (dice Brígida que lloraba mucho
mientras leía) uniendo los trozos, se enteró de cuan-
to tú le escriblas. Vuelve á escribirle y no le guardes
rencor, ni de las palabras agrias con que te despidió,
ni de su silencio ahora, ni de lo que mañana pueda
decirte, si te contesta; pero, no le hables jota de
política, porque echarias todo á perder : con Brígida
hemos convenido en esconderle cuanto diario le lle-
ga, atribuyendo á faltas del correo su ausencia ; mas
ha ocurrido que él se va á la puerta á esperar al car-
tero, y ese día, con la lectura de algún editorial or-
denista, se pone insoportable.
En el pueblo no se mueve una paja; los Aldú-
nez tan frescos, como de costumbre ; yo, cada día
más esplinada y abatida con estos disgustos y la pér-
dida de mi escuela, que era mi pan y la distrac-
ción de mi ánimo. De Figuración iba á contarte al-
go, pero el papel se me acaba... ¡Jesús! ¡qué carta
más larga! van ocho carillas, ¿4 que no encuentra
usted, señor maestro ciruela, una sola falta de orto-
grafía? me olvidaba que, en mi carácter de antigua
— 389 —
preceptora, vergúenza grandísima sería que las hi-
ciera... pues, no lo creerás : conozco yo, y no está
muy lejos, por cierto, quien las hace á millones, ¡ y
con diploma !
Aunque ya no hay espacio, escribiré atravesado,
por lo cual me dispensarás : dime qué me pondría
en este hombro izquierdo, que no puedo moverme del
reuma : lo he untado con cuanto menjurje me uvun-
sejaron, y duro que duro; nou es sólo el dolor que
me molesta, sino la necesidad perentoria de traba-
jar: con el hombro prendido y el brazo tieso, no es
posible coser... pero sí escribir, aunque sea con mala
letra, dirás tú.
Adiós, hijo mío ; consérvate bueno. Tu afectísim
servidora,
PERPETUA GALÁN.
De la misma al mismo.
Ombú, marzo 13.
Querido Fernandito :
Muchas gracias por tus cuatro líneas, tan afec-
tuosas, y la receta para el reuma : tomé el salicilato
y á las pocas cucharadas quedé como nueva; tiene
la bebida un gustillo muy agradable á azahar, y yo
por el azahar me muero.
Di al tío los recortes de periódicos, que adjunta.
bas, referentes al entierro de García Luces ; me pre-
guntó :—¿No me escribe ?—¡ Qué ha de escribirte,
le dije, si su carta primera va ya para una semana
que espera la respuesta! Aqui teníamos leido conti-
go en El Noticiero algo sobre el entierro del de La
Jovita, y también en algún diario de Román, pero
== 33 —.
nada tan completo como lo que tú mandas, con la
descripción minuciosa del cortejo, del desfile y el
texto de los discursos : éste es el mundo al revés,
hijo mio, y no parece sino que á todos se nos tomara
por un hato de cretinos, ¡mira que García Luces
enterrado con campaneo, salvas y discursos! ¿cuán-
do se las vió más gordas el gauchón de don Tomás?)
¿quién llegó á soñarlo? y la idea de la estatua, ¿pue-
de ser más ridícula? ¡como si la amistad tuviera po-
der bastante para hacer de un pobre hombre un gran-
de hombre! á pesar de los honores increíbles decre-
tados, y precisamente por eso, por increibles y fuera
de lugar, ¿podrá evitarse las risas de la posteridad ?
Ya observarás que estas ideas, aunque partícipe de
ellas, no son mías, sino del tío, que tuvo un berren-
chín con la lectura de los tales sueltos, y se despachó
$ su gusto contra el gobierno y contra el país entero,
el país de la mentira, como él dice.
Y lo que quería contarte en mi anterior de Fi-
guración, es esto : que parece va 4 armarse una muy
sonada, con motivo de presentarse ella ante el juez en
demanda de alimentos, contra aquel nuestro conoci-
do, ¡que ahora resulta no sólo padre de almas, sino
de chicos! ¿qué escándalo más grande, eh? ella estú
lo más echada á los perros, porque cuando se pierde
la vergúenza, no queda ya nada que perder, ¿te
acuerdas tan recatada como era, y tan pulcra y rela-
mida? pues ahí anda con un desgaire y una desfa-
chatez, el muñeco en brazos (que es la estampa viva
de don Benvenuto, ¡ Dios me perdone!) publicando
su deshonra... En casa llegó á presentarse y del um-
bral no la dejé pasar ; ¡ para que te fíes de las cari-
tas humildes! La situación del otro, parece muy
comprometida, porque no sólo es Figuración la que
le acusa de tamaño desaguisado: hay cuatro vícti-
EL CANDIDATO.—$4
— 384 —
mas más, que, animadas por el mal ejemplo, también
se presentarán á echar leña á la hoguera del escán-
dalo ; esto ha dado motivo á que vecinos respetables
se reunieran y acordaran dirigir una solicitud á la
Curia, á fin de remover tan mal sacerdote : en la
tienda estuvieron á pedir á Román su firma, que ne
quiso darles. Pero se dice que los Aldúnez se oponen
á que se extiendan los pasaportes al curita, por la
ayuda eficaz que éste les prestó en las trapisondas
aquellas electorales, y preparan una contra-solicitud ;
de aquí que, mezclándose la política, mo se puede
colegir en qué pararán las misas...
Otra noticia te daré, y es que Santos Frutos, aquel
del suceso con el petimetre que estuvo hospedado en
La Jovita, y andaba á monte desde entonces, ha
reaparecido y se muestra en las calles del pueblo, sin
que nadie le moleste ; de algo habia de valerle el ser
eneista. Está tan flaco, que parece ético ; el gallego
de la esquina de Hierro en más de una ocasión, para
cerrar la pulpería, ha tenido que echarle fuera y
acostarle en la acera, completamente borracho. Su
madre, ña Pascuala, una excelente mujer, viene con
frecuencia á visitarme y me cuenta sus penas; á su
hijo le han echado mal de ojo, gualicho, según su
expresión, ¿quién? una mujer rubia... Pero, ¿á qué
te cuento yo estos disparates, que nada te importan ?
Lo que sí importa que te diga y aconseje, es que
debes reformar ese carácter tristón y apocado, he- :
rencia de tu tío, que de nada ha de servirte para tu
porvenir y me das una muestra en la primera frase
de tu carta: estoy contento 4 medias. ¿Y por qué
no has de estar contento del todo, hombre? ese aba-
timiento se guarda para quien, como yo, lleva á cues-
tas la vejez y la pobreza, y no le espera en el mundo
obra cosa que el hoyo del cementerio, lo que á nadie
A 1, AT
se niega, ¡pero tú, tú! es preciso que aproveches
tu estadía en la capital, y busques la manera decente,
decente, porque en las formas, hijo mío, está el bu-
silis de todo, de meterte en el campo eneísta : visita
al doctor Eneene, que, según fama, es muy dadivoso
con tal que se le ofrezca el voto, y que te dé algo,
y si puedes sacarle mi reposición en la escuela mun1-
cipal, se la sacas, que harás una obra de caridad ;
ahí va un dato, por si de algo sirve : la actual maes-
tra, mi sucesora, no conoce la ortografía, y de cuen-
tas ¡ni esto! lo sé por la nueva pasanta, ¿no es ver-
gonzoso que á personas sin la debida preparación,
se les confíe tan sagrada tarea como es la de educar ?
Haz lo que te digo, Fernandito ; visita 4 Eneene,
pidele para tu santo y no té olvides del mío. Lo con-
trario es caer en las de Román, y pasarse la vida
mordiendo el freno. .
¿Otras ocho carillas? ¡ qué vieja más charlatana !
temo aburrirte y me planto... ¡Ah! dime si debo
seguir tomando el salicilato, aunque el dolor del hom-
bro haya desaparecido.
Con mis mejores afectos, soy tu siempre segura
servidora E
PERPETUA GALÁN.
De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez.
o Buenos Aires, marzo 17.
Mi querido tío : |
Veo por su silencio que no cede usted un ápice
de su actitud intransigente y guerrera y la almohada
no le pa consejo. ¿Hasta cuándo, tío? esto de
cerrar la puerta á las razones y no oir más voz que
ME; E
la de la propia pasión, hace la obscuridad y trae la
ceguera.
En la triste escena de nuestra despedida, que
usted quiso fuera violentísima, ¡me llamó usted co-
barde! Esta palabra en su boca pierde todo su amar-
gor y su virulencia, aunque no alcance á ser comple-
tamente inofensiva, porque es cruelmente injusta.
¡ Tonto sería yo si me ofendiera! sé que usted no
cree que soy cobarde, que sabe que no soy cobarde ;
pero esto no me basta : usted lo dijo y lo dice todavía
que, por miedo, había yo abandonado el: pueblo y
desertado del partido ordenista, y esto me subleva,
porque no es cierto; no quiero poner falso, por res-
peto á sus canas. Mi carta anterior, que no ha me-
recido respuesta, da al respecto todas las explica-
ciones deseables, las explicaciones que usted no quiso
oir cuando discutíamos lo de mi partida, y que no ha
querido leer; ¿se dignará usted enterarse, ahora que
voy á reproducirlas ?
Mi permanencia en el pueblo no respondía á nada
útil, ni para el partido, ni para mí, ni para usted :
para el partido, porque, suprimida la libertad de im-
prenta y bajo el imperio del garrote oficial, era can-
didez y temeridad resucitar El Eco, como usted pre-
tendía : al día siguiente, Aldúnez Segundo lo hu-
biera suprimido, si es que no juzgaba más cómodo
y conveniente suprimir á su redactor y propietario,
como ya lo intentó; y sin la palanca de El Eco,
¿cabía lucha posible con los Aldúnez? como no pre-
dicáramos la gran cruzada, nuevo Pedro el Ermita-
ño, en medio de la plaza pública... Para mí, porque,
desarmado, no me cuadraba la pelea 4 puño limpio,
ni me hacía gracia, y por ignominioso lo tendría,
caer bajo el facón de un don Zoilo 4 de un don
Claro, y tampoco me la hacia haber aniquilado mis
— YN —
fuerzas en el estudio tantos años para asistir á enfer-
mos de balde, obra de misericordia, que si da in-
dulgencias al alma, no da lustre al bolsillo : usted
sabe que en los meses que allá he ejercido la medi-
cina, he visto muchos enfermos, pero de pesos ni un
centavo... Y finalmente, para usted, porque, con sus
aficiones solitarias, exacerbadas con los últimos su-
cesos desgraciados, mi compañia había de serle más
incómoda que agradable. ¿Me explico? creo que no
será necesario echarle agua para ponerlo más claro.
¿Quiere esto decir que abandono el partido orde-
nista, y me convierto en uno de esos ciudadanos
egoístas que usted, con tanta razón, llama neutros,
pues no sirven ni á Dios ni al diablo, y se pasan la
vida mirando con ojos secos las desgracias, las an-
gustias y los dolores de la patria? Pero, querido tío,
ysi soy más ordenista que nunca! Escríbame, y se
convencerá, por las cosas que he de contarle ; pero,
si no me escribe, ésta será mi última.
Su: afectísimo y respetuoso sobrino
FERNANDO.
De don Román Hierro Bermúdez á Fernando Hierro.
Ombú, marzo 19.
Querido Fernando :
Recibí tu carta fecha 17; me alegro mucho que
te encuentres bien en ésa; mi salud sin novedad.
Que Dios te bendiga. Tu tío
RoMÁN HIERRO BERMÚDEZ.
De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez.
Buenos Aires, marzo 25.
Mi querido tío :
Un simple acuse de recibo, la fecha, la rúbrica
y punto final... pero algo es algo, y no es flojo triun-
fo haber conseguido arrancarle una palabra, aunque
desganada. Esa palabra es una prueba que ha entre-
bierto usted su puerta á las razones; ya la abrirá
usted de par en par, ¿verdad, tío excelente y rega-
ñón? y se convencerá que presentar nueva batalla
en las condiciones que usted sabe, era ridículamente
quijotesco, y más vale, por ahora, hacerse el muerto :
el día vendrá del despertar, y no está lejos... Enton-
ces probaré á usted que ni soy cobarde, ni he deser-
tado de las filas ordenistas.
Hechas las paces (yo, al menos, así lo creo), diré
á4 usted cómo lo paso en esta gran ciudad de merca-
chifles y politiqueros, cuya atmósfera empobrece la
inspiración y mata el arte... En la calle Belgrano, en
una casa baja muy decentita, acabada de empapelar y
- pintar, y mediante el escandaloso alquiler de 200 pe-
sos (así anda todo aquí, carísimo : el vivir y la ver-
gúenza), tengo mi domicilio y mi estudio, ó mejor
dicho, mi consultorio ; porque, como en este aperrea-
do oficio de médico es moda hacerse especialista de
cualquier cosa, y si no se proclama saber curar una
enfermedad determinada, á juicio del público doliente
no se sabe curar ninguna, me he visto obligado 3%
seguir la corriente de la tontería, y he puesto un
consultorio para las enfermedades del corazón, ¡ mire
usted que un poeta curando corazones es mucha
cosa! Las enfermedades de este órgano interesantí-
simo son muy comunes : puede decirse que no hay
una sola persona que no lo tenga dañado, ó crea te-
nerlo, ó en apariencia lo tenga, aunque no escasean
las que no lo tienen ni dañado ni por dañar ; esto
me indujo ¿4 dedicarme á la especialidad de curar
afecciones que á todos alcanzan por igual, viejos y
jóvenes... Pues, ¿creerá usted, tío? 4 en Buenos Al-
res las gentes andan sin corazón, ó tan atrofiado lo
tienen, que no lo sienten, porque mi consultorio está
desierto, á pesar de la reluciente y llamativa chapa
de la puerta. De lo cual se infiere que el estado de la
hacienda no es muy halagieño y el déficit se presen-
ta con caracteres alarmantes; pero, he de luchar,
tío, y he de vencer: de nada me serviría ser tan
delicado especialista, si no fuera capaz de ablandar
el corazón de la diosa Fortuna. '
Entre mis tareas profesionales, versificar y gara.
batear algunos artículos de oposición, que ni me los
pagan ni me los agradecen, paso mis días tristes y
sin sol. El espectáculo del mundo político, visto de
cerca, es simplemente repugnante : si allí el igno- '
minioso cacicazgo de los Aldúnez le saca á usted de
quicio, ¿qué sería con estos de la capital, más refi-
nados y no menos criminales? ¿qué, si viera al Pre-
sidente mover con descaro inconcebible los hilos de
vergonzosa intriga, para hacer de Eneene un su-
cesor, que sirva de tapadera á todos los chanchullos
de la administración? ¿qué, si le oyera usted el Ro-
dear á Adrián, y á esta frase profética viera el mundo
de empleados, de ambiciosos, de hambrientos y de
_ sinvergúenzas evolucionar como cuerpo de ejército
bien disciplinado? ¡ Ah! si la revolución, que se pre-
para, triuníta (yo lo dudo, porque las cosas santas
-— 40 —
no triúnfan siempre) y se encontrará 8. E. forzado
á cambiar la orden, ¡ ya veríamos á todos acatarla y
hacerse el vacío más absoluto y asfixiante alrededor
de Eneene! ¡qué prácticas republicanas tan singu-
lares las nuestras! y esto es y será, mientras no ge
despoje al Presidente de las facultades omniímodas :
que la Constitución, excelente para palses mayores
de edad, pero inadecuada para nuestro carácter y
nuestras costumbres, le acuerda, y en vez del man-
dón arbitrario y despótico, hagamos de él un jefe
de Estado, que presida y no gobierne, por medio del
sistema parlamentario ó de cualquier otro sistema...
'Adjuntos van tres recortes de artículos mios, en que
me ocupo largamente de este asunto, por donde verá,
usted que el redactor de El Eco no ha metido violín
en bolsa, á pesar del garrote aldunezco, y sigue sien-
do más ordenista que Ordenado mismo. |
Ahora diré á usted, bajo reserva, que los trabajos
subversivos adelantan : medio ejército se halla com-
prometido y la idea revolucionaria, de oposición al
criminoso eapricho presidencial, cuenta con simpa-
tías entusiastas; el general, siempre patriota, no
quiere la efusión de sangre, pero ¿cómo evitarla?...
ace dos días, estuvieron á verme, pues con motivo
de los sucesos de Ombú y mis artículos recientes,
publicados bajo mi firma, como acostumbro, mi nom-
bre ha adquirido cierta notoriedad, y me propusie-
ron entrar en la conspiración... y en ella estoy me-
tido, tío, en cuerpo y alma ; ¡bien sabe Dios que si
dinero no he dado, es porque no lo tengo! detalles y
quizá órdenes, irán después, porque de convulsionar
la provincia y no limitar el movimiento á la capital,
tiene usted en Ombú su papel señalado. Y por si
hubiera quien tenga interés en violar nuestra corres-
pondencia, en adelante le escribiré bajo el sobre de
A y
misia Perpetua, de los dependientes y hasta de Bri-
gida, disfrazando la letra, y usted 4 nombre de mi
sirviente Verísimo Perales... Esta sí, querido tío,
que es campaña digna del patriotismo y del sacrif-
cio ; ¡que el Cielo bendiga nuestras armas !
Basta de política y párrafo aparte. No he visto
aún á las señoritas de García Luces; días pasados
estuve en su casa de la plaza del Retiro y me con-
tenté con dejar tarjeta, sin querer anunciarme ; no
volveré más, porque podría atribuirse mi insisten-
cia al deseo de no ser olvidado para el día del pago
de cuentas... Esta idea me subleva tanto, me lastima
tanto, que, si fuera posible, iría á recoger mi tarjeta ;
m1 simpatía por esta familia es muy grande, y tam-
bién mi reconocimiento á sus bondades, y no consen-
tiré jamás que mi asistencia en La Jovita sea tasada
y pagada como un servicio ordinario cualquiera. Al
don Buenaventura sí le he visto ; ¡ qué casa la suya !
es una sucursal de la inclusa, tanto chiquillo tiene,
once, si no equivoco la cuenta : la mujer está tan
estropeada, que no se sabe si es la criada ó es la
señora ; don singular el de estos Luces de echar 4
perder el físico de sus mitades, ¿se acuerda usted de
la pobre misia Jovita ?
Esto ya no es carta, es un memorial. A la vista
está que los clientes no abundan, cuando el señor
médico especialista tiene tiempo suficiente para es-
eribir largo y tendido : para usted he de tenerlo siem-
- pre, aunque el consultorio se me llene con todos los
corazones despedazados que hay en Buenos Aires.
Salud, querido tío, y hasta la próxima. Su afec-
tísimo sobrino
FERNANDO.
De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro.
Ombú, marzo 24.
Mi querido Fernandito :
Sí que están hechas las paces, y de firme, des-
pués de tu carta del 21, que recibí cuando acababa
de almorzar, y fué para mi el postre mejor del mun-
do. Yo, hijo mío, no tengo dos maneras de juzgar
las cosas : ó condeno, ó absuelvo ; las medias tintas,
los paños tibios, se me figura política digna de espl-
ritus débiles, sin norte fijo y seguro. Enojado estaba
contigo, y el diablo me lleve si pensaba mirarte á la
cara en los días de mi vida ; no podía conformarme
con que el hijo, pues como hijo te he criado, educado
y querido, me saliera cuervo, y despreciando mis doc-
trinas y mi ejemplo, se marchara á la ciudad, huyen-
do de la quema, en vez de quedarse á vengar las pro-
pias afrentas y las de su patria... A mí no me trai-
gan armisticios, enjuagues, ni componendas : la gue-
rra es á muerte con los Aldúnez del gobierno, y sólo
cuando caigan y sus iniquidades sean castigadas, en-
tonces los patriotas podremos descansar y dejar las
armas, ¡ pero, antes, no y no! Eso de que tú estás
metido en la gran revolución próxima, me reconcilía
contigo, Fernando, y es justo que te absuelva de los
cargos hechos y de la excomunión lanzada sobre tu
cabeza : si en ésa puedes servir mejor al partido,
bien haya tu ausencia del pueblo, y recoja la patria
el fruto de nuestros esfuerzos, que si todos, en la me-
dida de lo posible, hicieran algo por ella, no estaría
tan decaída, arruinada y débil como está.
— 43 —
Te digo, hijo mío, que tu carta me ha levantado
de mi abatimiento ; reconozco en ti un Hierro, y no
menos duro que el infrascrito. Háblame de esa revo-
lución bendita, y vengan esas órdenes, que espero
como agua del cielo, y cumpliré como yo sólo sé cum-
plirlas : ¿hay que levantar gente aquí? ¿hay que ar-
marla? en menos que canta un gallo, y sin que lo
huela don Zoilo, les preparo yo un batallón de pri-
mera y les revuelvo toda la comarca. ¿Ves; hijo
mío? ya soy otro hombre, es decir, el de antes, el
de siempre, y no el de estos días, triste, amilanado
y casi idiota al reconocer mi impotencia para libertar
ó la patria de su oprobio.
¿Y sabes? tengo que confesártelo: yo atribuía
tu escapada, no tanto á tu temperamento muelle,
como á los lindos ojos de la mayor de las Luces ; los
viejos no nos chupamos el dedo : Perpetua y un ser-
vidor creemos que tu dedicación recomendable du-
rante la última enfermedad de don Tomás, no tuvo
más porqué que tu secreta simpatia por Jovita, lo
cual más furioso me tenía contigo, pues olvidabas
tus sagrados deberes para ir en seguimiento de una
mujer... Pero, si esto no es asi, y hemos juzgado tu
conducta con el perverso criterio del vulgo, que ob-
serva siempre el lado malo, no sé á qué vienen esos
miramientos tuyos en presentar una cuenta que bien
ganada la tienes: preséntala, con mucha sal; ellas
son ricas, y tú pobre; si con tales repulgos te andas,
no extraño que tu consultorio dé los mismos balances
que mi tienda... digo, si no te reservas para cuando
llegue la oportunidad de auscultar el corazón de la
señorita de García Luces.
Como no salgo, no sé lo que pasa en el pueblo ;
me retraigo, por no verme en el caso de romper los
huesos á alguno, tan quisquilloso estoy.
sl
Quedo esperando nueva carta tuya, cen mayores
detalles ; infórmame de todo; mi ansiedad es muy
grande. |
Recibe un fucrte abrazo de tu tío
Román HIERRO BERMÚDEZ.
De misita Perpetua Galán á Fernando Hierro.
| Ombú, marzo 24.
Querido Fernandito : |
No sé qué habrás escrito al tío Román, que se
nos ha puesto en un estado de sobreexcitación alar-
mante, después de tu última carta ; Brígida, despa-
vorida, vino á avisarme que en su cuarto andaba dan-
do grandes voces, y como las dos estamos con el Je-
sús en la boca, temiendo que de la noche á la maña-
na se le vuelen los pájaros, á la tienda me ful y
le encontré todo alborotado :—¿ Ves, Perpetua ?—me
dijo, — ya llegó la hora! Fernandito así me lo co-
munica.—¿La hora de qué? pensé, de ponerle el
chaleco de fuerza, sin duda. No quiso darme expli.
caciones, asegurándome que se trataba de algo muy
grave, muy grave... Mira si estaría nervioso que,
por librarse de sus importunas caricias, dió un pun-
tapié á Ordenado (al perro, no al general) y á los
dos gatos agarró por el cogote y los echó al corral,
ventana abajo. Yo quería ponerle unos fomentos de
agua sedativa y ú Brígida se le ocurrió hacerle una
taza de flor de naranja, pero á las dos nos mandó
salir del cuarto : creo que si le resistimos, hace con
nosotras lo que con los gatos... Después he sabido
que escribió una carta, y él mismo fué á depositarla
; — 4 —
en el correo, y más tarde se marchó en tu rosillo por
esos campos, y volvió anochecido muy preocupado,
acostándose sin cenar. ¡ Ah, Fernandito! ¿qué le has
escrito al tío? tú eres quien le da cuerda á su locura,
en vez de aconsejarle que se esté tranquilo; ¿á qué
le hablas de política en esa carta? ¿y á qué vais á
meteros en otra como la de marras? ¡vosotros no
escarmentáis! cuando llegaste al pueblo, bien que te
lo previne: no se pongan en dimes y diretes con el
gobierno, porque les va á salir la torta un pan. Y así
fué, punto por punto. Ahora, quieren volver á las an-
adas... ¡ bueno ! que ustedes se alivien : ya vendrán
á tocar ú mi puerta, cuando les hayan derrengado.
En cambio, ¿4 que no te acercaste á Eneene? ¿4
que no le has pedido mi reposición ? ¡ qué has de ha-
cer tú! tonterías sí, como la de mezclarse en los tra-
bajos revolucionarios de los ordenistas... ¡Qué corri-
da vais ú llevar! y. me alegraré mucho ¿entiendes?
¡me alegraré mucho 4
Tu afectísima servidora -
PERPETUA GALÁN.
De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro.
Ombú, marzo 205.
Mi querido Fernandito::
Otra vez te escribo sin esperar respuesta á mi
anterior, porque deseo darte cuenta de algunos pasos
dados y exponerte consideraciones, que se relacionan
con el magno asunto que sabes.
Me entusiasmaron de tal modo tus noticias, que
ya no pude tenerme en casa, y me dió la humorada
NT, PU
de salir á tomar el pulso de la opinión ombúense,
para saber 4 qué atenerme en el caso probable que
se me encargara el reclutamiento de fuerzas. Al pri-
mero que vi fué á Prieto, y en seguida á don Pedro
Brama : no pienses que les dije palabra de tu carta,
ni menté tu nombre siquiera; que:no sería dificil
que la indigna conducta del gobierno provocara una
sublevación general, que ya se notaban síntomas, y
que, en caso de producirse, Ombú no detbía quedarse
á la zaga, y sí unirse á la metrópoli con el entusias-
mo patriótico de siempre, etc., etc. Como aquella no-
che aciaga, los dos se encoglan de hombros y me res-
pondieron que ellos mantenían su decisión inquebran-
table de no meterse en más bochinches, porque no
querian ponerse á mal con el gobernador de la pro-
vincia... ¡La misma excusa que dió García Luces,
cuando su deserción! Lies pregunté 'si no apoyarian
con dinero el movimiento, y no se cortaron para con-
testar con un «no» redondo. ¿Qué te parece?
El boticario, que se prestó á hacer cantón en su
casa últimamente, y fué siempre tan entusiasta or-
denista, se persignó tres veces y me contestó con un
a¡ Parece mentira, señor don Román, que no haya
usted escarmentado! Yo, ni por pienso ; por aquí no
pasa nadie; gato escaldado, etc.» Y así todos. Me
refiero á los ases, de dinero ó de influencia, que á los
otros, las cartas menores, me les arreo yo como car-
neros. ¡Aquí! ¡allá! ¡esto! ¡aquello! y van y eje-
cutan... ¡ Qué falta me hacen don Crisanto y Juliani-
to! ¿y El Eco? por más que digas, la reaparición de
El Eco es indispensable en estas circunstancias ; la
tibieza, el enervamiento que con tanto dolor he ob-
servado, prueba son de cómo envilecen al pueblo los
malos gobiernos, secando en él la fuente de los sen-
timientos nobles, y la manera de combatir tan grave
Uan
daño, es por medio de una propaganda enérgica,
tenaz, diaria, en que se proclamen y repitan las
grandes verdades, para que el pueblo las oiga y apren-
da de memoria. ¿Sabes tú lo que vale tener un pe-
riódico? pero, si no te parece bien, nos pasaremos
sin él, y á pesar de la mala acogida que he recibido
de parte de quienes serán los primeros en presentar-
se sl la revolución triunfa, como triunfará, no lo du-
des, yo solo me comprometo á reunir en el partido
de cien á ciento cincuenta hombres ; armas no tengo
(he encontrado cinco fusiles en el sitio consabido de
la huerta, sin municiones), y falto de dinero, no
puedo procurármelas : aunque he de volver á ver á
log ricachones ordenistas, é insistiré en solicitar su
auxilio pecuniario, bueno será que te acerques al co-
mité central y expongas mi situación : ó armas Ó
dinero, con la debida. premura, si han de hacerse
bien las cosas. |
Verás mi plan : reunida y disciplinada mi gente,
así que reciba aviso del levantamiento de la capital,
caigo sobre el pueblo y me llevo la comisaría por
delante : cuestión de cuatro tiros al aire, porque los
milicianos de don Zoilo sumarán apenas unos trein-
ta, y seguro estoy que, llegado el caso, confraterni-
zarán con nosotros y se entregarán sin resistencia...
y si resistiesen, buena cuenta darán de ellos mis cien-
to cincuenta hombres, perfectamente armados y mu-
nicionados. Tomada la comisaría, somos dueños de
Ombú : á cada Aldúnez le preparo un cepito colom-
biano que ni hecho de encargo, y les expongo en
media plaza, al pie del obelisco... ¡qué día! ¡qué
gran día de reparación! ¿lo verán mis ojos, hijo
. mio? sí que lo verán, ¡y sino he de cerrarlos para
siempre sin fe, renegando de Haber nacido en un
= 48.5
mundo donde el hombre, desesperado de no hallar
la justicia, la busca en el Cielo !
Ahora bien : tú nada me dices, y yo debo pregun-
tártelo : ¿el movimiento de la capital federal tendrá
su repercusión en Lia Plata? porque si La Plata no
secunda 4 Buenos Aires, ¿qué me hago yo en Ombú,
atrincherado en la comisaria ? caer como un chorlito
en manos de fuerzas provinciales, que no olvidarán
de enviar; eso sí, é innecesario parece consignarlo,
no sin luchar hasta morir. Como no conozco el plan
de nuestro gran Ordenado, no es extraño ande con
estas dudas y tanteos: cuando vayas al comité, y
que sea pronto, entérate de cuanto puedas enterarte,
y me lo transmites, para yo aquí proceder en con-
secuencia.
Ten presente una cosa, y quiero que así lo hagas
constar á los señores del comité central : que Román
Hierro Bermúdez ha estado, está y estará siempre
al lado del pueblo, y á su servicio pone su vida y sus
intereses ; que, defensor de la legalidad y la justicia,
enemigo de los gobiernos de fraude, irá hasta el sa-
crificio, 4 las órdenes del grando é ilustre general
Ordenado. Así soy yo, hijo mío: con una pata en el
sepulcro y cantándome el gori-gori, ¡que me hablen
de ir á combatir al gobierno, y me verán correr á
temar las armas, liado en la mortaja !
Tu afectísimo tío
RoMÁN HIERRO BERMÚDEZ.
E: PO
De Fernando Hierro á don Román Hierro Bermúdez.
Buenos Aires, marzo 27.
Mi querido tío :
Con gran disgusto he recibido, he leido, mejor
dicho, sus cartas fecha 23 y 25. La satisfacción de
ver nuestras amistades reanudadas y mi conducta '
justificada por usted, han aguado esas andanzas su-
yas en el pueblo, cacareando planes revolucionarios
y dando, sin pensarlo, la voz de alarma.,¡ Parece
mentira, tío, que un hombre con canas sea tan in-
discreto y tan imprudente! ¡no hay nada dicho to-
davía, no hay nada hecho, y ya se ha reunido usted
sus hombres, los ha armado, asaltado la comisaría,
tomado 4 Ombú y colgado á los cuatro Aldúnez!
¿Qué han de contestarle Prieto, Brama y los demás?
lo que le han contestado: que nones, hasta no ver
las patas á la sota. Y la sota no ha de verse quién
sabe hasta cuándo; cuando aparezcan, ya la verán
todos ; antes, no es posible enterar á todo el mundo
de un plan secreto, cuyo éxito depende del sigilo y
de la discreción... Yo no lo conozco, ¿es una revolu-
ción con ramificaciones en todas las provincias? ¿al-
ecanza sólo á la de Buenos Aires? ¿está limitada á la
capital federal? En vez de revolución, ¿es una cons-
piración, un complot, para apresar al Presidente y
sus ministros? ¡no lo sé! Rumores corren de toda
clase, que no hay para qué transmitírselos; yo en
esto no tengo representación ninguna, soy un solda-
do raso, y mal puedo estar enterado de lo que sólo
saben los hombres dirigentes del movimiento : cuan-
EL CANDIDATO.—A4
a y AA
do me avisen, acudiré con mi fusil al sitio que me
designen, y laus Deo. Es lo que ha debido usted ha-
cer: esperar que le avisaran para moverse, y no
echarse á la calle ¿ tocar á somatén fuera de tiem-
po... ¿Cree usted que los Prieto y compañía han de
guardarle el secreto? ¡ qué han de guardárselo si us-
ted no ha sabido hacerlo! A los oídos de don Claro
habrá llegado ya el soplo, de que usted se agita, de
que usted anda comprometiendo gente : no se nece-
sita más para que le echen el guante, y me le claven
en ese cepito colombiano con que usted sueña: obse-
quiarles el día del triunfo... ¡Vaya por Dios! si yo
hubiera sospechado que iba á darle tan fuerte, no le
hablo jota de este asunto : tregua á sus instintos be-
licosos, querido tío, no moverse de la tienda, y no
chistar, hasta que yo le escriba esto ha de hacerse,
ó aquello ; ¡no vayamos á caer en algún barro !
Se va poniendo tan vidriosa la situación, que no
se adelanta un paso sin tentar el terreno, y la propia
sombra asusta ; el día menos pensado vamos á des-
pertarnos en estado de sitio y el régimen del terror
quedará implantado en toda la República. ¡ Triste
suerte la de estos gobernantes que, para sostenerse
en las alturas del poder, se apoyan en la fuerza
bruta y no en los hombros del pueblo! ¿qué demonio
les aconseja? ¿qué quimera les guía? ¡es tan fácil
sembrar el bien y hacerse amar! no, ellos no pueden
ser felices... Ayer vi al Presidente pasear por la calles
Florida, acompañado de su edecán ; nadie le salu-
daba, pero todos se volvían 4 mirarle, con sorna, con
desprecio, con odio... con simple curiosidad ninguno.
¡Y él, demacrado, lívido, girando los ojos torvos, con
mayor desconfianza cuanto mayor era la concurren-
cia... ¿qué vale el poder sin el amor del pueblo?
rodeado de bayonetas, en medio de zozobras, de te-
e 51 ..
rrores y de espantosos insomnios, ¿puede gozar de la
vida el desgraciado mandatario? ¿adónde ha ido á
parar esa sensualidad del mando, tras la cual corren
desbocados tantos ilusos? A veces se me ocurre pen-
sar todos los beneficios que á la comunidad harla yo,
sl me viera colocado tan alto, y los ojos se me hume-
decen al pensar que esa misma muchedumbre que se
aparta desdeñosa al paso del Presidente, había de es-
trecharse en torno mío, aplaudiéndome, vitoreándo-
me... Pero no, créame usted, tío: así como eleván-
dose sobre las últimas capas de la atmósfera, el
vacio reina y sobreviene la asfixia, ¡en las alturas
del poder debe de respirarse un aire letal, que enve-
nena las más sanas intenciones! ¡yo he visto subir
á hombres animados del sentimiento del bien, codi-
PEE del amor del pueblo, y allá arriba transformar-
se y hacerlo peor aún que los otros! ¡ah! ¡si nos
pudiéramos pasar sin gobernantes! magno problema
para las generaciones futuras.
Como una prueba de que hay que guardarse mu-
cho de cuanto se diga 6 haga, prevengo á usted que
el sobre de su última carta parece haber sufrido la
conocida operación del vapor de agua : el papel pre-
senta las arrugas características de haber sido hume-
decido y luego secado, y los bordes traen pinceladas
de goma, torpemente aplicadas : sin duda, le han vis-
to á usted echar la carta, ó le conocen la letra, pues
viene á nombre de Verísimo, mi criado ; la violación
de la correspondencia es evidente.
- Mucho ojo, querido tío, y manos quietas ; si el
momento llega de obrar, por conducto seguro le irá,
el aviso.
Su afectísimo sobrino
FERNANDO.
— B —
Del mismo al mismo.
Buenos Aires, mayo 28.
Mi querido tío :
. En mi anterior, preocupado con los asuntos polí-
ticos que tan á mal traer nos tienen á todos, no dije
á usted cuanto debí decirle acerca de las insinuacio-
nes maliciosas de que hace victima á la señorita de
García Luces, en complicidad con mi respetable tia,
misia Perpetua. Francamente,'no sé á qué viene sa-
car ¿ relucir mi simpatía por ella, y medir sus gra-
dos, sazonándolo todo con bromitas saladas é impu-
taciones, como la de mi interesada asistencia en La
Jovita, que si de otro vinieran, hebía de devolverlas
con la rociada de rigor. ¡ Para bromas está el tiem-
po! aunque á usted parezca soberanamente tonto, y
lo atribuya á romanticismo, la cuentecita esa no la .
presento yo, ni consentiré que me la pidan, primero
y principal porque no me da la gana, y segundo...,
también porque no me da la gana.
¿Dónde se ha aprendido usted esas malicias y
picardigielas? indudablemente, de misia Perpetua ;
¡ bonitas lecciones le da á usted ! Voy á ponerla cua-
tro letras, que han de picarla como cuatro moscas
milanesas.
Sus intencionadas palabras me han turbado, no
por el acierto de la intención, debe usted creerlo, sino
porque demuestran el asidero que mi conducta puede
prestar á la maledicencia, más peligroso para ella que
para mi; y esto me pone en difícil aprieto, obligado
como estoy á visitarla, ¿no lo cree usted así, tio?
— $8 —
¿no tres que, dados los antecedentes de familia, y de
amistad, no basta el tarjetazo del otro día? ¿y no
cree usted que, presentándome, dé lugar 4% habladú-
rías impertinentes ? A
¡Qué mundo, tío, y qué malos somos todos, de
nacimiento |!
Sirva esta de posdata á mi carta de ayer. Su afec-
tísimo sobrino
FERNANDO.
De misia Perpetua Galán 4 Fernando Hierro,
Ombú. marzo 31.
Querido Fernandito :
¡ Buena la habéis hecho! ¡ ya tornó Cristo á pas
decer!... ¡qué hombres estos! ¡si todo os está bien
empleado ! Quisiera escribir cuanto se me ocurre, pero
no puedo ordenar mis ideas, tan sofocada estoy. He
aquí lo que ha pasado : ayer, entre seis y slete, pren-
dieron á Román y le llevaron á la comisaría, donde,
después de severo interrogatorio, le tuvieron ence-
rrado hasta hoy á las cuatro y media, hora en que le
soltaron sin haberle dado una sed de agua ; ¿y sabes
por qué? porque le acusan de andar comprometiendo
gente para un movimiento ordenista : alguien Je ha
denunciado y ahí tienes á los cuatro Aldúnez en cam-
paña otra vez, decididos á dar buena cuenta de los
revoltosos. A mí no me ha tomado de sorpresa : cuan»
do vi que tu tío dejaba en casa sus melancolías y se
iba de picos pardos, adiviné que no andaba en cosa
buena, y por eso te escribí culpándote de habérnoslo
alborotado ; no bien se movió, don Zoilo se pegó úl
sus talones, y á la pulpería acudieron milicianos dis-
frazados y cuantos entraban ó salían de la esquina de
— 54 —
Hierro eran objeto de discreta vigilancia”: 4 mí me
ha ocurrido ser seguida por un par de gandules, que
no me han dejado respirar, ni me dejan, que ahora,
mismo acabo de verles por la persiana, parados en
la acera de enfrente. ¿Ves, Fernandito? ¿esto es
vida? ¿qué tengo yo que ver con vuestros enredos?
Si don Zoilo viene, y no tardará, á registrar mi casa
en busca de armas ó papeles comprometedores, he de
decirle que yo soy eneísta de los pies á la cabeza, y
para mejor convencerle, voy á comprar un retrato del
doctor Eneene y otro del Presidente, y á los dos les
pondré en un altar en el testero de la sala, y les
adornaré con flores y les encenderé velas... Yo no
deseo otra cosa que me dejen tranquila, y no me ha-
gan pagar el pato, que ni yo me lo guiso, ni me lo
cOmO. |
Pues esto de la prisión de Román no es lo único
que ha sucedido : ya le registraron la tienda á me- |
diados de semana ; Brígida me dió el gran susto, acu-
diendo á contarme que la policía andaba en la casa
y todó lo ponia patas arriba. También han registra-
do las casas de otros ordenistas de viso, y á Brama le
tuvieron preso un par de horas; ¿4 mí me pasma la
frescura de Román : se ha zafado por milagro de ir
á La Plata con escolta, y erre que erre; á poco de
salir de la comisaría, con un hambre atroz, se enfa-
daba conmigo, diciéndome :—Métase usted en sus
polleras, señora, y déjeme á mi, que yo sé lo que
hago. Debe saberlo muy bien, cuando lo hace tan di-
vinamente. j a
Escríbele, Fernandito ; puede ser que á tl te es-
cuche más que á mí; mira que lo van á- matar, te
digo que lo van 4 matar : los Aldúnez están trinando
y á ellos una puñalada de más ó de menos no ha de
recargarles su fardo de crímenes.
— 35 —
Me olvidaba: no te has puesto poco furioso, se-
gún se desprende de tus palabras descomedidas en
tu cartita última, por si yo he dicho ó dejado de decir
que si tú y la mayor de las Luces... ¡Está bueno,
señor ! no se enoje : si no es así, y me he engañado,
peor para usted : presento á usted mi pésame.
Tu afectísima servidora
PERPETUA GALÁN.
TIT
La casa aquella, por la churrigueresca fachada,
más que domicilio particular parecía pequeño tea-
tro : tales eran los relieves de deleznable barro pin-
tarrajeado de amarillo que, desde el friso hasta la
barandilla calada de la azotea, cubrían la pared toda,
figurando cuanto Dios crió y existe bajo los cielos y
las aguas, en extravagante y ridículo concierto ; la
puerta de entrada, de rico cedro, abría sobre un za-
gún primero, con dejos pompeyanos, y un vestíbulo
octagonal después, de estuco y mosaico, con vistosa
lámpara colgando del techo, recamado de oro y colo-
rines, y al pie de la escalera, sobre la cual serpeaba
mullida faja de bruselas encarnada, una negrita de
talla, muy mona y amable, presentaba sonriendo su
bandeja al visitante, elocuente convite para entregar
la cartulina de rigor ; el vestíbulo del zaguán quedaba
“separado por una cancela de cristales, en cuyo centro
- aparecian grabadas las letras G. TL., iniciales del
apellido del dueño de casa, y he aquí lo que se veía á
— 56 — |
través de esta cancela, según se observara desde el
zaguán ó desde el vestíbulo : afuera, la vecina plaza,
con sus jardines sin cultura, los árboles sin verdor,
las callecillas sin sombra, los bancos en que descan-
san los paseantes aburridos ó dormitan los noctám-
bulos incurables, junto á las amas y sus crías, que
atraen los acordes de la banda y la vecindad del cuar-
tel, y surgiendo en el centro la soberbia estatua de
San Martín, tan sereno scbre su corcel encabritado,
el brazo y el índice extendidos, cual señalando á su
patria extraviada la ruta á seguir; luego, los coches
de lujo rodando camino de Palermo, y los tranvías,
al son de su corneta y sus cascabeles, y los artilleros,
en pelotones, evolucionando sobre la amplia calzada,
bajo el sol de fuego, que hace refulgir las aguas del
río... Adentro, semejante al centinela que pasea de-
lante de su garita, el portero Cristóbal, tan grandón
como el santo de su nombre, con bigotes de cepillo
y una librea negra, corta de mangas y faldones y es-
trechísima 'de talle, herencia, sin duda, de su ante-
cesor, quien no debió igualarle en corpulencia ; ora
se para delante de los cristales, empañándolos con el
vaho de su respiración, ora se detiene á admirar el
turbante multicolor de su compañera de servicio, y
como la gentil africana muestra los dientes. albísimos,
parece que ambos conversaran sobre regocijado tema,
ora, por distraer su plantón, echa un Sy irá lle-
nando irrespetuosamente el vestíbulo de humareda y
salivazos... Subiendo la escalera, en el primer des-
canso, un busto de yeso saca curiosamente la cabeza
de su nicho, y arriba, entre dos enormes jarrones de
bronce con largas hojas artificiales, deterioradas por
el roce, la humedad y el polvo, está la puerta del
recibimiento, que, abierta, da paso á mistress Cowan,
escoltada por el mismísimo don Tomás García Luces
— 5 — |
en persona... Parece, efectivamente, qué fuera él
quien viene detrás, tan vivo y patente se muestra en
el retrato de cuerpo entero, colgado frente á la puer-
ta, con aquellas facciones y aquella facha, dignas del
más feo y velludo habitante de Borneo.
No pocas súplicas y exhortaciones á las dos huér-
fanas hicieron, al día siguiente de su desgracia, don
Buenaventura y su mujer, para que dejaran la casa
paterna y fueran á vivir con ellos; porque (decía el
literato) no es conveniente, ni siquiera decente, que
vivan dos señoritas solas, completamente solas, y
que (apoyaba misia Florinda, tan larga, flaca é in-
digesta como el marido) darían lugar 4 muchas ha-
bladurías, pues el aya inglesa era un espantajo inca-
paz de prestar compañía, ni dar á nadie lado. Pero
Jovita, con la dulzura y la calma propias de su ca-
rácter, se resistió y opuso razones tales, que sus res-
petables parientes se declararon vencidos : ella y su
hermana seguirían habitando la casa de sus padres,
cuya sombra veneranda había de protegerlas de la
maledicencia... Á estas razones unió Elena las suyas,
expresando, en reserva, su repugnancia á compartir
pan y techo con tanto primito revoltoso y mal edu-
cado, con el tío, solista incorregible, y la tía, preocu-
pada únicamente del trabajo digestivo de sus reto-
ños, y entre chillidos, admoniciones, discretas pri-
mero é indiscretas después, la dentición del uno,
el sarampión del otro y el destete del pequeño, pasar
la vida más triste y contrariada : ¡bien se está San
Pedro en Roma y cada cual en su casa !
Allí vivían, pues, las dos Luces, veladas tras los
crespones de su duelo, sin dejarse ver más que de
escasos íntimos y parientes; aunque pasados los fu-
nerales, y cumplido el deber de dar el pésame, las
visitas disminuyeron, el fervor lacrimoso se apagó,
Ls O
y hasta misia Florinda no vino ya día á día, robando
tiempo á sus atenciones maternales, menos para
acompañarlas que para revolver tarjetas, curiosear
nombres y apuntar á los sinceros, 4 los tibios, á los
indiferentes, á los olvidadizos y á los tardíos, y ha-
cer de todos ellos, despedida la última visita, picar
dillo de crítica, delante de mistres Cowan y las dolo-
ridas sobrinas, que concluía invariablemente con esta
frase :—Me voy : es la hora de dar el biberón 4 Jus-
tito; ¡no se casen, niñas, si no quieren ser esclavas
de sus hijos!
Pero el que no dejó de venir, con impertinente
frecuencia, fué el doctor Trujillo, ya solo, ya en com-
pañia de Periquín, y á Jovita mucho la daba que
pensar el empeño del personaje en hacerse presente
á diario, empeño que, según la tía, no tenía otro
móvil que pescar la testamentaría del difunto, y los
diálogos misteriosos de Elena y el joven, mientras
ella departía con don Francisco: un día, desde la
ventana de su alcoba, le descubrió en la plaza, de
facción, y el primer domingo que fueron á la misa
del Socorro, estaba Trujillo en el atrio, tan, fachen-
doso como siempre, con su cicatriz en la mejilla, su
flor en el ojal, y anarrónico traje de balneario, que
él, por calentar demasiado el sol, creía tener derecho
4 vestir en la ciudad. Seguidamente barruntó Jovita
que había premeditación en todo aquello, y de vuelta
á casa, estrechó á la supuesta cómplice y sin grandes
esfuerzos de oratoria, ES la confesión, ¡com-
prometida con Perico Trujillo! ¿Cuándo? ¿cómo ?
¿conocía ella la gravedad del caso? ¡ y, sin consultar
á su hermana mayor! Los pucheritos de Elena se
convirtieron en llanto amarguísimo, cuando vió afli-
gida de veras á Jovita, y nensó compqnerlo todo di-
ciendo :
(o ER
—Bueno, si te parece mal, cuando venga le des-
pido, ¡y se acabó !
¡ Entonces no le quería, puesto que hallaba tan fá-
cil el rompimiento! ¡ Desgraciada niña! Y la chica,
entre sollozos, prorrumpló : |
- —No, no es eso: yo le quería, es decir, me gus-
taba, pero ahora, con ese tajo que le han dado, no
me parece tan buen mozo... Además, Alcira está fu-
riosa conmigo, porque se lo quité sin prevenirla... no
me ha dicho nada, pero yo la he conocido que está
muy furiosa... ¡al fin y al cabo, no haré más que
devolverla lo que es suyo! |
Tal descubrimiento puso en guardia á Jovita, y
ya no estuvo afectuosa con el padre y el hijo, limi-
tándose á ser cortés. Aparte de esto, de las preocu-
paciones propias de la mujer joven, á quien la suerte
pone en sus manos inhábiles el manejo de cuantiosos
intereses, y del natural pesar por la separación del
padre inolvidable, había algo que ahondaba más el
plieguecito aquel de su frente encantadora : y era el
recuerdo del médico de Ombú, cuya simpática figura
se destacaba en medio de las sombras de la tragedia
ombúense ; si Fernando estaba en la ciudad, ¿por
qué no venía á verla? y ella sabía que estaba : entre
las muchas tarjetas de pésame, misia Florinda reparó
un día en la de Fernando Hierro, con la punta do-
blada, como si la hubiera traído personalmente...
—Hierro, Hierro—dijo la escuálida dama hacien-
do memoria,—yo conozco este nombre, ¿quién es
Fernando Hierro?
—Si es el médico que en la estancia asistió á
papá—contestó Elena.
—Doctor Hierro, yes very gentleman—refunfuñó
el aya, pescando el sujeto de conversación, á pesar
de su sordera.
— 60 —
—Pero, ¿no se había muerto?
—;¡ Muerto !—exclamó Jovita palideciendo. ó
—S$1, lo dijeron los diarios ; yo creo haberlo let=
do : precisamente el día que salieron ustedes del pue-
blo con nuestro pobre Tomás, ese doctor Hierro fué
apaleado por desconocidos y dejado en el campo por
muerto,
Jovita, angustiosamente, dijo que ignoraba se-
mejante suceso, pero, aunque fuera cierto, no debió
de tener consecuencias fatales, cuando allí estaba la
tarjeta con la punta doblada, prueba palpable que el
doctor Hierro, vivo y sano, se encontraba en la ciu-
dad... Aquella noche roció con sus lágrimas las pá-
ginas de los Primeros Versos, únicos confidentes y
sabedores de su escondido amor.
Y como los días corrían, y la ansiada visita no
llegaba, el plieguecito se ahondaba más y más, la
casa parecía más triste, y más enfadosa la tertulia de
los Trujillo, de la tía Florinda, del tío Buenaventura,
de misia Damiana y su hija, que por litigar tan de
cerca al doctor Eneene, en cuyo holocausto perdiera
la vida don Tomás, habían ingresado en la categoría
de íntimos de la familia, y no perdían ripio de ofre-
cer sus besuqueos y sus servicios. El Cristobalón de
- la portería era discretamente interrogado acerca de
los visitantes del día y la bandeja de la negrita re-
gistrada por blanca y febricitante mano... No, Fer-
nando debía de seguir en la ciudad : el mayordomo
de La Jovita y ña Pascuala tenían escrito. varias ve-
ces al ama, y permitídose dar noticias tan fuertes de
color como las trapisondas del picarón de don Ben-
venuto, pero ni una palabra que el doctor Hierro es-
tuviera de vuelta, y eso que el suceso á que se refi-
riera la tía Florinda, hallólo Jovita relatado con pelos
y señales en cartas atrasadas. que el duelo no la dió
a E
ocasién de abrir 3 tiempo. Y si Fernando seguía en
la ciudad, ¿por qué no venía á verla?
Muchas noches, pasado el primer mes de luto,
y cuando, frío ya el cadáver del ausente, sus amigos
no se creían obligados á ir á llorar sobre él, agotada
la provisión de lágrimas de encargo, don Buenaven-
tura venía á buscar á las sobrinitas, porque era pe-
cado imperdonable estarse así encerradas, sin sacar
ú que les diera el aire tanto pensamiento negro :
subía en cuatro zancadas la escalera, y en la salita
interior donde acostumbraban á velar tristemente
hasta las diez las dos huérfanas con mistress Cowan,
se colaba de rondón : .
—HEa, muchachas, á la calle, iremos donde que-
ráis ; abajo está el coche... es decir, donde queráis
no, que en vuestra situación cualquier paso que deis
sin mirar donde ponéis los pies, la culta sociedad os
deja sin pellejo en un santiamén ; á Florinda se lo
acabo de decir : me alborota la sangre ver á esas chi-
cas en el caserón del Retiro, ¿qué se hacen allí las
pobrecitas? ¡ cuánto más cuerdo hubiera sido venirse
con nosotros !,.. En fin, lo hecho, hecho está ; ¿adón-
vamos? porque, si es higiénico y saludablo, no es
serio que paseemos bajo los eucaliptus de la plaza,
ni demos media vuelta por la Avenida, ni lleguemos
hasta Palermo, aun en coche cerrado : ¡sería mal
visto ! Pues entonces, á casa, siquiera allí os distrae-
réis conversando. | |
Se ponía tan pesado, que había que darle gusto,
aunque ninguno ofreciera á las niñas la salida, y bien
cubiertas con sus velos, dejando á mistress Cowan
el permiso de acostarse cuando le viniera la gana, se
iban con el tío, rodando en el coche cerrado.
La casa de don Buenaventura era muy lujosa ;
baja, con grandes patios de mosáico, y plantas y es-
1 > PAE
tatuas, habitaciones amplias y ventiladas ; él decía”:
—El aire puro es esencial para la salud, y libre-
mente no puede correr sino en estos patios extensos,
donde, al llegar de la calle, como un visitante que
entra embarrado y se limpia las botas en el felpudo,
en las plantas se limpia de miasmas, y se presenta
en la puerta de los pulmones con traje decente y
apropiado. |
Figura algo enrevesada y grotesca, como todas
las suyas, que subrayaba con este rasgo :
—Cuando yó me muera, y ha de ser lo más tarde
posible, que me dejen en la caja un agujerito para
poder respirar ; la idea de la muerte no me produce
otra cosa que una sensación de ahogo intolerable.
¡Que pueda yo tragar aire, y ya estoy contento !
Su biblioteca parecía la de un escritor de verdad,
tantos libros tenía, tanto retrato de personajes con
dedicatoria y tanto busto : el suyo, de mármol, figu-
raba inmodestamente en un ángulo, dando frente al
de otro grande hombre, muy calvo y con cara de
aburrido, que se la volvía desdeñoso, sin duda por
no mirarle ; la mesa de trabajo era large, con infolios
abiertos de par en par, campo fértil donde el literato
espigaba á su gusto, pues su prosa no daba nada de
sí sin el abono de ideas ajenas... En el comedor
estaba la gallina y los polluelos, es decir, misia Flo-
rinda y su prole: el mayor haciendo palotes en un
extremo de la mesa, otro limpiando á lengúetadas
las migas del mantel, sin retirar todavía, dos con
los dedos en las narices y dentro de una dulcera, la
niña enredando con el penúltimo, otro haciendo el
perro á la rastra, y el más pequeño, Justito, en bra-
zos de la mamá, lloriqueando á causa de un empacho
pertinaz. Don Buenaventura se detenía en la puerta
y mostraba el doméstico cuadro con orgullo «:
a JO
—;¡ Miren ustedes, miren ustedes !
¡ Válgame Dios! la baraúnda que entonces se ar-
maba : el que hacía de perro ponlase á ladrar furio-
samente y mordía las pantorrillas al que escribía pa-
lotes, éste le daba el vuelto con un puntapié, la dul-
cera duelo de Troya llegaba á ser entre cuatro páres
de manos, y mientras el falderillo movía las pierne-
citas y berreaba con más fuerza, se ola, entre los gri-
tos y los lloros: | |
—¡ Ahí está papá con las primas, ahí viene papá !
Y el asalto se producía, y cada cual con dos de-
monios de aquellos prendidos de los brazos, entraba
como podía, mientras la madre, cuya conejil fecun-
didad tenía lacia y sin color, arrullando al nene,
decía : |
—Cállense, no aturdan á las primitas ; vos, sin-
vergúenza, bájate de la falda de Elena, que la ensu-
cias el vestido; Ramón, ¿quieres dejar en paz á Jo-
vita? ¡qué niños! éste es un infierno... Con Justito
no arribo, hijas ; aquí está sin poderse dormir, con su
eterna cancamurria ; el médico quiere darle calomel,
pero yo tengo mucho miedo que me le ponga peor...
¿qué tiene mi amorcito? ¿qué le duele al hijito que-
rido de mamá? arrorró mi niño, arrorró mi sol...
Entonces tomaba la palabra don Buenaventura,
y no habla quien se la quitara de la boca, ni le cor-
tara el hilo de su plática, á pesar de los saltos de los
dos diablos que cabalgaban sobre sus rodillas, de los
que reñían debajo de la mesa, del gimotear de Justi-
to y de la cantinela de misia Florinda, mezclada
con notas agudas de llamadas al orden ; el tema era
mondado y disecado, hasta no quedar más que los
rastrojos : su lengua era como su pluma, que de la
estación de salida ó la de llegada no paraba, hacién-
- dose sus kilómetros de cuartillas sin cansancio, lo
So, 7 ANT
que no impedía que en fuertes dosis lo propinara Á
sus oyentes ó lectores. ¡Jesús! ¡qué ' taravilla de
hombre, y qué lástima de tinta y de saliva que se
gastaba ! Porque ocurría que, mientras él se lo decía
todo, bastándole para no dejar de hablar tener cerca
de sí cualquiera que le prestara atención y asintiera
á todas sus necedades, la tía Florinda y Jovita, ó
Elena y la tía Florinda mantenían interesante diá-
logo con sordina, en el que todos los chismecillos de
sociedad salían á luz: cosa de maravillar era cómo
aquella madre, que no se movía del nido, estaba al
tanto y al cuanto de los sucesos. De repente, en el
furor de dar noticias, subía su voz de tono, cubriendo
la de don Buenaventura, y echaba un gallo como
éste :
—¿No le has oído á la de Encene, qué hermosa
fiesta preparan? una gran kermesse en mayo.
Y el otro, sin perder el compás, seguía su perora-
ta sobre la próxima revolución, ó la presidencia fu-
tura de don Adrián, con el acompañamiento infernal
de todos los chicos, de pitos, de tambores y pla-
tillos... |
En los primeros días de abril, un domingo, entre
las cinco y las seis de la tarde, Fernando Hierro, con
mano temblona, apretó el botón eléctrico de la casa
del Retiro; seguramente que él hubiera deseado que
el botón no anunciara su presencia, ni le viera Cris-
tóbal y con paso furtivo poder deslizarse hasta la
discreta negrita : ¡otro tarjetazo y ya había cumpli-
do! Pero el timbre se puso á alborotar, y detrás de
los cristales de la cancela se irguió la figura colosal
del portero ; Fernando se abrochó y tornó á desabro-
char la levita, y para darse un poquito de aplomo,
miró á la fachada de tan mal gusto, como mandada
mm BA —e
hacer por el bueno de don Tomás, que ni la primera
letra del arte conocía :
—Supongo que no estará —pensaba,—que se ha-
brá ido á casa del tío Buenaventura, ¡ muy bien he-
cho! ¿qué va á hacerse encerradita aquí todo un
domingo? el portero parece que viene á decirme que
nones... ¡bendita sea tu boca, gran portero! Debo de
estar amarillo y muy ridículo, todo lo traigo nuevo,
desde las botas, hasta el sombrero... ¿Las señoritas
de García Luces? ¿no? ¡ah, sí!...
Pasó delante de Cristóbal, temblándole las pier-
nas, palpitándole el corazón con tal fuerza, que se
ahogaba :
—Ni á un colegial le ocurre semejante cosa—se
decía subiendo la escalera con precaución,—;¡ soy un
estúpido! ¿4 qué viene esto? ¿por qué voy á verla?
nos daremos las manos y las buenas tardes, charla-
remos un ratito y que usted siga bien : hasta el siglo
próximo... S1 me ofrecen te, pediré éter : ¡ miren qué
especialista en enfermedades del corazón, que no .
sabe curar la suya y la deja hacerse crónica !
En el recibimiento le llamó la atención ver col-
gado del perchero un sombrerito de paja con ancha
cinta negra y arrimado un junquillo con caprichoso
puño de plata.
—Que me maten si éstos no son los 'arreos del
hermoso Periquín—murmuró deponiendo su bastón
y el caño de felpa,—;¡ mejor! así me ayudará á llevar
el peso de la visita.
Se miró en el espejillo ovalado del mueble, y se
encontró más feo que nunca, más negro y cierto aire
de chiflado que le'daban sus ojos calenturientos ;
¡esta señora Naturaleza que nunca ha de hacer las
cosas completas, como corresponde á tan celebrada
artista ! ¡qué hombre resultaría si dentro del huero
EL CANDIDATO.—$
as
'Periquito introdujeran el grande espíritu de Fernan-
do, ó si el espíritu de Fernando vistiera con la bonita
envoltura carnal de Periquito! ¡claro! no tendría
ahora el doctor Hierro que castigar la rebeldía de
sus bigotes, retorciéndoles la punta, y atusar sus
¡pelos erizados, y ya de perfil, ya de frente, compro-
bar que el uniforme de parada traía muchas arrugas,
consecuencia irremediable: de su excesiva delgadez,
y no estaría obligado á abrir el pico para probar que
su canto era mejor que su plumaje : ¡como si el buen
vino no llevara vistoso marbete y la rica alhaja su
estuche de terciopelo! La señora Naturaleza no pro-
cede de igual manera, y en general, las joyas de sus
manos encierra en pobrísimos estuches y los pedazos
de cualquier cosa dentro de cajitas cinceladas ; á esto
llaman la ley de las compensaciones, sabia ley que
al pobre da la salud y niega al rico la felicidad y
todas las mercedes reparte tan equitativamente que
nadie queda olvidado, pero nadie queda contento...
Reflexionando asi, porque su pensamiento no cesaba
de dar vueltas, Fernando se apartó con despecho del
espejo, y al volverse ¡notó sorprendido que don To-
más le miraba por la puerta entreabierta del des-
pacho ! parecía desprenderse de la tela y adelantarse
á recibirle, puesto que ni criado ni criada se tomaban
tal trabajo : su gesto era tan amable, que el joven
médico se decidió á entrar y allí tropezó con el Tru-
Jillín parado delante del balcón, mirando á la plaza.
—Doctor Hierro, ¿es usted? Felices días... Ayú-
deme á soportar las fatigas de esta larga espera :
y hace media hora que estoy aqui!
«No vestía traje de playa, pero sí con el refinado
acicalamiento de costumbre ; la famosa cicatriz, que
le cogía desde la oreja hasta la comisura del labro,
con ramificaciones que subian en dirección al ojo y
O - y
bajaban hacia el cuello, aparecia cubierta de espesa
capa de cold-cream y polvos, en tanto la pelusilla
rubia de la barba tomaba todos los tónicos conocidos
para darse fuerzas y poder ocultar la imperfección de
aquel rostro, otrora perfecto ; como la luz le denun-
ciaba, se sentó en el sofá,. de espaldas al balcón,
echando un brazo sobre el respaldo, montando una
pierna sobre otra y ofreciendo á la admiración de
Fernando el mínimo zapato de charol y el calcetín
de seda con motitas encarnadas : sus alres de dueño
de casa, y su aplomo impagable, turbaron más á
Fernando que sus reflexiones delante del espejo ; él,
con todo su talento, sentíase allí acoquinado, mien-
tras el muñeco aquel estaba tan fresco ¡ ah ! ¡ por qué
la sabihonda ley, ha poco recordada, no le obsequió
con el don de la frivolidad, indispensabie para hacer
buena figura en los salones !
Mientras el Trujillín se despachaba á su antojo,
recordando aquellos negros días de Ombú, é importu-
nando con preguntas indiscretas como ésta : |
—¿ Y usted, doctor, tan ordenista como siempre?
Por supuesto, que andará metido en la revolutis que
se anuncia...—ó descomedidas como esta otra :—Ra-
biando estoy por olrle contar lc del apaleamiento,
¿fué de veras? ¿ó exageración de los diarios?...—
todo con palmaditas sobre la pierna cruzada, afec.
tado carraspeo ó enredando los dedos en las sortiji-
llas del cabello blondo. Fernando, que apenas se dig-
naba contestar, miraba d una puerta, misteriosamen-
te cerrada y su pecho se oprimía, pensando que en
breve aquella puerta iba á abrirse y dar paso á, la
más deslumbradora de las Luces; de la otra no se
acordaba y le interesaba poco desde que oyera decir
por ahí, y no lo ponía en duda, que tenía sus más
y sus menos con el Adonis del sofá. De pronto, en
— 68 —
o de un silencio'de la matraca, sonó el picaporte
y gu
| Al fin! —exclamó Periquito, arreglando su
raje.
Fernando se puso de pie, mudo y pálido. Pero, la
habitación no se iluminó, porque no era Jovita, ni
siquiera Elena, quien entraba, sino mistress Cowan, :
con su eterno vestido de seda y su papalina negra ;
dió 4 Fernando un apretón fortísimo de manos, y sin
hacer mayor caso de Periquín, quiso volver adentro,
para avisar á las niñas que estaba el doctor Hierro,
expresando en su lengua, y dándolo á entender más
con ademanes que con palabras, el placer que ten-
drían en verle, pero el joven médico no lo consintió :
—No se moleste Ue, señora, ya vendrán ; yo
no tengo prisa.
Y Trujillito refunfuñó :
—Pues yo sí la tengo; ¿es manera ésta de ha-
cerle esperar á uno? Siempre que vengo sucede lo
mismo.
Descortesla que la mistress aunque no bien en-
terada de ella, rechazó, diciendo que las niñas habían
pasado el día con mucha jaqueca ; estos aires de
South-America son generadores de unas jaquecas in-
soportables : entre las brumas de Londres no sintió
ella jamás afección semejante, y ahora estaba con la
cabeza como una caja de música.
—BÍ, descompuesta, con los tornillos flojos—tor-
nó dá refunfuñar Trujillito,—¿cuándo has andado tú
bien?
Al balcón se fué despechado, y no acabó de levan-
tar el visillo, cuando saltó diciendo :
—Ahí está el coche de Eneene, con sus caballos
rusos, que no se despintan ; nueva visita tenemos.
E inmediatamente sonó el timbre, y poco después
— 69 — E
én la púerta de recibimiento se preséntó la señorita
de Eneene hecha un brazo de mar, tan elegante,
lujosa y superlativamente chic, que era cosa de po-
nerse de rodillas... ante su modista, que tales obras
sabía producir.
Hubo gran movimiento en la reunión : mistress
Cowan se adelantó á presentar sus respetos á la au-
gusta hija del candidato, y los caballeros, de pie,
adoptaron la actitud amable que la etiqueta impone
para dar la bienvenida al que llega, sea quien fuere.
Periquín sin apartarse mucho del balcón, algo tur-
bado, y sus razones tendría ; entró Alcira, sonriendo,
moviendo la cabeza, distribuyendo apretones de ma-
nos y frasecitas galantes :
—No se molesten ustedes ; señora, no se mueva
usted"; tanto gusto, doctor, hace un siglo que no le
veo; ¡ah! Trujillo, ¿cómo está?...
Aquí dejó de sonreir, hizo un gesto particular con
el hociquito untado de bermellón, y dióse vuelta des-
deñosamente : era su pavo rubio, el número 3, el de-
sertor, quien, dejándola plantada en Marplatina un
día que estaba de guardia, escapó 4 Ombú y allí se
enroló al servicio de otra ; ¡ya le ajustaría las cuen-
tas! Pero, Periquito se repuso pronto del desaire,
pensando que más valía la de García Luces, dueña
ya de su fortuna, que ella con todas sus esperanzas :
mejor si lo tomaba por ese lado; dió vueltas por el
despacho, afectando estudiar los títulos de los libros
alineados en la biblioteca, y oyendo, en realidad, la
declaración de Alcira que, con ser domingo, no quiso
ir 4 Palermo por ver á sus amigas queridísimas, di-
cho que subrayaba con el juego més complicado del
abanico y ojeadas elocuentes al doctor Hierro, cuyo
- nombre tanto sonaba, y que bien podía, aunque or-
denista y no tener el pelaje requerido, ocupar la va-
— 71 —
cante de aquel ingrato y desvergonzado número 3.
Mistress Cówan insinuó que sería mucho mejor pasar
á la sala contigua, y como se levantara, la de Enee-
ne se prendió del brazo de Fernando, que éste ga-
lantemente la ofreciera, diciendo con grandes voces
—¡ Pero cuántos siglos hace que no le veo, doc-
tor! ¡parece mentira! ¿cuándo fué la última vez?
¡Jesús! ¡cómo corre el tiempo!
Entraron, y Fernando quedó deslumbrado, no
por la luz del gas que el criado acababa de encender
y debió de herir su retina acostumbrada á la penum-
bra del despacho, ni por el lujoso contraste del salón
con la pobreza franciscana de Ombú, sino por la pre-
sencia de Jovita y Elena, que avanzaban al mismo
tiempo, y á él se le figuraron dos hadas ó dos estre-
llas : instintivamente, abandonó á su compañera, re-
trocedió, y sin saber si huir ó permanecer quieto, él
jurara que en aquel minuto que transcurrió desde
la presentación de la señorita de García Luces hasta
que se vió sentado, anublóse su espíritu y fué su'cuer-
po, por acción mecánica, quien, saludando, inclinán-
dose y andando, cumplió con todas las exigencias de
la buena crianza. ¿Y era casualidad ? cuando se des-
pertó, vióse junto al sillón dorado de Jovita : tenía
ella la cabeza baja, y con el fino pañuelo enjugaba
sus lágrimas, que la presencia suya, inopinada, des-
pertando tristes recuerdos, debió provocar ; silenzio
grande reinaba en la sala, y ni el atolondrado Peri-
quín ni la locuaz Alcira, sentados en rueda junto á
Elenita y mistress Cowan, inclinados ante aquel dolor
mudo, se atrevieron á turbar con palabras frívolas :
cuando, al fin, tras de suspiro hondísimo, resonó
la voz de Jovita preguntando á la de Eneene por la
salud de sus papás, la conversación alzó las alas, se
animó. v Fernando. ya sereno, pudo expresar su pé-
Ad AO
same con frases que no necesitaba estorzar para que
fueran y parecieran sinceras. Y protegida por el tiro-
teo de los diálogos, contestó Jovita con tristeza :
—Creía yo, doctor, que nos tenía usted olvida-
das; ¡tanto tiempo sin venir! desde aquel día fatal
que ho tengo el gusto de verle... Y pensaba si su
digna comportación entonces, que hemos de agrade-
cerle mientras Dios nos conceda la vida, fué la del
médico celoso de su deber, ó la del amigo afectuoso...
-——¡ Del amigo, señorita! ¿puede usted dudarlo?
El médico no hizo más porque su ciencia eta escasa
ó la fatalidad no lo quiso; después, ¡tantas cosas
han pasado ! ¡usted las conoce! ¿4 qué he de rela-
tarlas? la intención y el deseo de venir no me han
faltado : pero, temía causar molestia, temía...
—Quando vi su tarjeta, me enfadé muchisimo ;
¿por qué el doctor Hierro hace con nosotras lo que
un conocido indiferente, que se marcha y no vuelve?
-——Temia despertar en usted recuerdos que ahora
he despertado : ¡mi presencia la ha hecho á usted
llorar !
Otra vez el pañuelo acudió á tocar los ojos hú-
medos, y Fernando se calló ; Alcira decía :
—Será la kermesse más bonita de que haya me-
moria ; ustedes no se imaginan el entusiasmo do
todos los colaboradores : falta un mes todavía, y es-
tamos tan ocupadas que no descansamos un minu-
to, y ya es el decorado del local, ya la distribución
de las tiendas, discusiones interminables sobre quién
ha de atender los caballitos, quién la tómbola y quién
la confitería ; pero, la cuestión capital es la del pa-
bellón nuestro y el traje que llevaremos. |
—¿ Y qué traje han escogido ?—preguntó Elena.
—;¡ Si no lo sabemos! al principio pensamos ves-
timos de indias fueguinas, algo americano, ¿no te
— 712 —
parece? para estar en carácter, pero la sobrina de
Soto, que es muy blanca, juzgó atroz eso de emba-
durnarse la cara y colgarse en las orejas unas arra-
cadas como pesas de á¿ libra...
—¡ Qué risa !-—exclamó Periquito,—bonitas estas
rían así disfrazadas.
—Por eso ; ya no quisimos de indias, y pensamos
de valencianas, para vender chufas, 4 de napolitanas,
para despachar lacryma-christi : la de Soto está em-
peñada en poner un pabellón japonés, y si no la da-
mos gusto, será el cuento de nunca acabar.
A beneficio de aquel Asilo del Sauce, fundado
por misia Damiana con los sufragios de la caridad,
hábilmente explotada, era la fiesta en preparación,
y con tal motivo, junto á los detalles del brillante
programa, exponía Alcira los progresos del estableci-
miento : ¡ veinticinco huerfanitos mantenidos,' vesti-
dos y educados! ¿se necesitaban ropas, ó libros, en-
sanchar una sala ó edificar una nueva? ya estaba mi-
sia Damiana, quieras que no, haciendo bailar á la
sociedad entera, y buenamente ó malamente, desocu-
pando sus bolsillos, sin contar las bolas de nieve echa-
das á rodar entre sus relaciones y que, las más, se
derretían en el camino... pero, los libros se compra-
ban, las ropas se compraban, y la marcha del Asilo
era todo lo próspera que podía desearse. Sin prestar
grande atención á su charla, en voz baja Fernando
y Jovita hablaban, como si las cosas que se decian
no pudieran ser escuchadas por extraños oídos : ¿se
ejercitaba siempre en la poesia? ¿cuándo daba un
segundo tomo á sus Primeros Versos? Y él, más
que nunca desalentado, contestaba que si cogía la
pluma era por vicio y no por gusto, vicio que domina
como el vino á los borrachos; donde la crítica ro
cxiste, donde los lectores faltan, donde el misero au-
tor, victima de la codicia de editores y de la indife-
rencia del público, se ve condenado á ser su propio
editor, su propio lector y su propio crítico, el estímu-
lo, que es á la producción lo que á las plantas el
riego, desaparece, la literatura agoniza y á poco an-
dar muere... de inanición ; sobre este y otros temas
bordaba sus más bonitos arabescos, y llegaba á entu-
siasmarse leyendo en la mirada inteligente de Jovita
que era comprendido : entonces, el ansia de desaho-
gar aquel oprimido sentimiento de su corazón le agul-
joneaba, olvidando que, aun elevándose en alas de
su talento, no dejaba por eso de ser el mediquillo
pobre y feo ; segundo de olvido tras el cual tornaba
á sus ideas sombrías, ¡ qué poco valía él, y cuán dis-
tante estaba de aquella mujer bellísima, separado
por el abismo de la fortuna !
—¿Qué he de hacer ?—contestó á una pregunta
de la joven,—mis antecedentes, is afecciones, mis
opiniones políticas, todo me obliga á ello ; creo que
la salud de la patria depende del hecho grandioso que
se prepara : nosotros haremos también nuestra ker-
messe, ¡ya lo verá usted !
Y se asustó de la expresión de terror que en los
ojos de Jovita se mostró, de su gesto y del acento
conmovido con que le pidió renunciara á tales aven-
turas :
—¡ Acuérdese usted de mi padre, doctor !
—¡ Ah |! señorita, si el tio Román la oyera...
-—Su tío Román es un patriota á la antigua, de
los que ya no se usan en estos tiempos, que nada
tiene que perder, en el ocaso de su carrera : usted
no, empieza la vida, ¿por qué comprometerla en
rencillas que á nadie, si no es á los malos políticos,
han de favorecer?
En el sillón dorado, así agitada, más bella pare-
— 14 = j
cía, y Fernando se preguntaba qué diablos podía im-
portar á la señorita de García Luces que le metieran
á él una bala y le despacharan al otro mundo; y su
da fiel, aquella voz que solía sermonearle, de-
ciale :
—$i le importa, ¿no lo estás viendo? el por qué
no lo sabrás todavía ; conténtate con adivinarlo, pero
no te infles, no te enorgullezcas, pues lo echarías
todo á perder, ni te forjes más ilusiones que las ne-
cesarias para que este sueño delicioso, capaz de con-
vertirse en realidad, no se desvanezca, ¿no te he di-
cho que no es como las otras? Sabe reflexionar y
sabe sentir, luego sabrá apreciar tu valor intrínseco,
¿qué más da que seas pobre y feo? ésos son defectos
visibles sólo para los ojos de Alcira y de Elenita...
Sirvióse el te en primoroso juego de plata y por-
celana de la China, y fué Jovita quien lo sirvió,.con
gentileza suma. Perico, inclinándose al oido de la
menor y aprovechando un momento en que la de
Eneene punteaba un párrafo con mistress Cowan, la
deslizó :- . j
—Me ha hecho usted hoy esperar una hora, y an-
teayer otra hora ; mañana será dos horas, ¿es su reloj
ó su corazón el que anda mal?
—¿ De veras ?—contestó ella en voz alta y riendo,
—voy á mandárselo al relojero; puede ser, puede
ser.
—¿A qué habla usted tan fuerte? me parece que
nuestra conversación á nadie puede interesar.
—¡ Jesús! qué misterioso está usted, Trujillo.
—¡ Se empeña usted en desesperarme !
—Pero, ¿por qué me dice usted eso? ¿tratarle
yo mal? Ven, Alcira, escucha lo que dice este caba-
llero, que yo no lo entiendo.
—¿Qué cosa, che?—exclamó Alcira volviéndose
pres
prestamente, más ocupada en observar con sus ojillos
de gata maliciosa al doctor Hierro y su vecina, que
en dar la réplica á la monótona tirada del aya.
Trujillito, mordiéndose de rabia los finos labios,
dijo que se marchaba.
—Furioso con usted—susurró otra vez al oído de
Elena.
—Que usted se alivie—contestó ella.
No tardó el joven en despedirse de la manera me-
nos amable que su exquisita educación le permitió
y salir de estampla... A poco, Elena y Alcira, de
bracero, llegaban al recibimiento, se daban el último
par de besos, y ya con el pie en el primer tramo
de la escalera Alcira, y apoyada en el pasamano Ele-
na, sostenían el siguiente diálogo :
—¿Eis cierto entonces eso de Trujillo ?
—¿De qué?
—De tu compromiso.
—No.
—¿Cómo no? ¿y tu carta de Ombú?
—Simple broma.
— Qué bromas gastas! bien claro me lo decías.
—Por reirme.
—¿De quién? ¿de él ó de mí?
—De el, ya has visto cómo le trato.
—Sin embargo, él no sale de aquí.
—Porque es un pegajoso insoportable ; y en prue
ba de que no te engaño, voy á pedirte un favor...
—¿ Cuál ?
—Que te lo lleves.
—¡ Qué gracia! en buen estado me lo devuelves,
con un tajo que me lo desfigura todo.
—No ha sido culpa mía ; qué feo está, -¿eh?
—; Feísimo!... en fin, eso de llevármelo, ya vere-
mos ; que se haga él digno de mi perdón.
a
—Sií, se hará; es muy buen muchacho.
—Bueno, adiós, hija.
— Adiós.
Las dos loquillas se separaban, riendo, cuando se
presentaron Jovita y mistress Cowan, que despedían
á Fernando:
—Doctor, ésta es su casa ; no olvide usted el ca-
mino.
Inclinado, estrechando aquella manita encantado-
ra, balbuceó el joven palabras de agradecimiento, que
s1 no salían claras de sus labios trémulos, no perdían
su esencia para quien buen cuidado tenía en reco-
- gerlas.
—Bajaremos juntos, doctor—dijo la voz meliflua
de Alcira.
—A sus órdenes, señorita.
Terminada la serie de cumplimientos, fué á ofre-
cer su brazo á la de Eneene.
—¡ Ay! ¡ya es noche .completa !—exclamó ella
bajando á saltitos y haciendo sonar los alamares de
azabache de su rico vestido,—suerte que vivimos
cerca y mamá está prevenida.
Fernando pensaba :
—¡ Si mi tío me viera! ¡él que tiene por apes-
tados y sarnosos á todos los eneístas en general |
Y Alcira :
—¡ Es simpático este doctor Hierro! ¡qué buena
figura haría entre mis pavos! pero, no es de los que
aceptan cargo semejante...
Fernando cerró la portezuela, hizo un correcto
saludo y se alejó en dirección á la calle Florida, en
cuya esquina, demasiado estrecha para el desfile, se
detenía el enjambre de coches de Palermo, cubiertos
de polvo, de sudor los caballos, aburridos los ocupan-
tes, señoritas, señorones y señoras, los cocheros fusta
E y E
en mano y ojo avizor para lanzar el carruaje en el
primer hueco, á riesgo y con desprecio de choques
peligrosos ; la animación toda era en la calzada, pues
las aceras estaban desiertas y las tiendas á piedra y
lodo, como domingo bonaerense, más triste que los
de Londres, día destinado á quedarse en casa des-
cansando del trajín de"la semana : sin aquel estruen-
do de los coches, atropellándose y pasando, dirlase
una ciudad muerta... Ya el último vehículo desapare-
ce, los pasos resuenan en las losas, los polizontes bos-
tezan en las esquinas. Fernando bien podía entre-
garse á sus coloquios de costumbre con su dulce
compañera, la meditación, y he aquí lo que conver-
saban ella y él, andando por esa calle Florida triste
y solitaria de los domingos :—Vamos á cuentas, ¿es-
tás contento de la visita? ¿sí? ¿no? si no lo estás,
eres el hombre más exigente y presuntuoso, ¿qué
querías? ¿que te dijera en buen romance lo que tú
apenas te has atrevido á expresarla con miradas?
¡ hombre ! ¡ hombre ! pero, ¿para qué te sirve haberte
dedicado á estudiar, tratar y curar corazones? cual.
quiera, el más lego en estas materias delicadas, des-
cubre el secreto de la señorita de García Luces sin
necesidad de estetoscopio, señor doctor, con una poca
de perspicacia y nada más : ella te quiere, no te rías,
- te digo que te quiere: te lo ha dicho su mano al
estrechar la tuya, sus ojos al mirarte, la impresión,
que no pudo dominar, de tu presencia, y sobre todo,
- aquel arranque suyo, apasionado, rogándote no vuel-
vas á las andadas y te dejes de conciliábulos revolu-
cionarios y belenes ordenistas, que no han de darte
más que golpes y disgustos, como los ya sufridos :
sin el pudor y la educación y el qué dirán social
y todas esas trabas que ligan y amordazan al pobre
corazón femenino, condenado á callar cuanto desea
e
y á no tomar sino lo que buenamente quieren darle,
ella te habría suplicado :—¡ No, doctor Hierro, por
piedad ! no se exponga usted á que le maten, porque
yo le quiero y no podría soportar tamaña pena. Pero
estas cosas no se dicen, ¿verdad? pues por eso ella,
siempre discreta y razonable, no lo ha dicho. Ya ve
usted, señor pesimista, que no todas las niñas boni-
tas son como Elena ó como Alcira... Tus suspiros
me convencen que no estás contento : piensas que la
diferencia de fortuna es tan grande, que aun ba-
jándose ella hasta ti, muy difícil te será subir hasta
ella, ¿por qué? porque eres delicado y temes que se
diga ser la plata, como aqui con tanta grosería es
hábito murmurar, el móvil de tu amor : pienso como
tú, que el tener plata no es un mérito sino cuando
se ha adquirido con el trabajo honrado, pero nunca
es malo un pan con un pedazo, y sl la señorita de
García Luces, además de sus méritos verdaderos, de
su inteligencia, de su bondad, de su instrucción, po-
see el aditamento de la riqueza, mira, no seas tonto,
no te quedes corto, porque tú no vas á vivir de ella,
tú tienes una instalación médica, donde corazón que
entra enfermo sale como nuevo, y servicio tan gran-
de no se hace por dos centavos ; y poniéndonos en el
peor de los casos, que no hubiera corazones en Bue-
nos Aires que quisieran ser curados de tus manos,
¿no está el dulce, el tierno, el mantecoso de Jovita
esperando el búlsamo de tu cariño? le despreciarás
por temor de que los envidiosos chillen... ¡ Pónles el
caramelo en la boca, y verás si muerden! También
es una, pamplina tuya eso de que no casan bien ma-
rido pobre y mujer rica : mujeres como Alcira y Ele-
na no, como Jovita sí. Vamos, que no te has puesto
poco melindroso desde que sospechas, y tenlo por
cierto, que ella te quiere, ¿has olvidado ya tus in-
as MOL
somnios y quebraderos de cabeza, metido en el pan-
tano de la duda? ¡ Retorna á la casa del Retiro y dé-
jate querer, poeta afortunado !
De cada elegante restaurant salía un tufillo ape-
titoso, capaz de encalabrinar el estómago más pa-
<Ífico y hecho á resistir todas las tentaciones de la
gula, y las mesitas vestidas de limpios manteles, con
el servicio dispuesto, el pan de dorada corteza, los
vasos de cristal bruñido, bajo la blamquísima luz
eléctrica, que hace centellear espejos y dorados, 'con-
vidan á dejar las penas á la puerta y á entrar y sen-
tarse y dar satisfacción al tiránico tragaldabas ; pero,
estos poetas enamorados, que andan buscando siem-
pre su santo en el cielo, adonde se les va muchas
veces al día, no tienen tiempo que perder en tan
viles faenas, ¿qué más deseaba el hambrón imperti-
nente, después de aquella deliciosa y aromática taza
de te, servida por las propias manos de la señorita de
García Luces? y si de néctar no vivia, como misero
instrumento humano que era, en llegando á casa, y
sin testigos, porque no estaba de humor de suírirlos,
ya le obsequiaría con las salsas cargadas de acelte y
ajo del orensano insigne, Verísimo Perales, su str-
viente... En la puerta del Teatro Nacional se detuvo
Fernando, empeñado en descifrar los carteles, y si-
guió su camino, sin acordarse del nombre que leye-
ra ; ¿era un drama? ¿ó una ópera? Se enfadó, acha-
cando aquella amnesia pasajera á la molesta com-
pañía que desde el Retiro le mareaba :— Bueno,
basta! no quiero pensar más en ella, ¡qué grillera !
De continuar así, me volveré idiota, ¿qué he de creer-
me yo...? ¡tamaña presunción es digna del fatuo
más hinchado, del pavo más repavo de la señorita
Alcira !
De la esquina del Perú hasta su casa, Calle Bel.
— 80 —
grano, no había que andar más de dos cuadras: el
farol cala precisamente entre ambas ventanas y ha-
cía brillar la plancha de cobre de la pared, anuncia-
dora que allí se hallaba instalado el consultorio mé-
dico del doctor Hierro, especialista en las enferme-
dades del corazón ; Fernando sacó el llavín, abrió, y
por el zaguán adelante anduvo casi á tientas... |
—SÍ, señor, voy ahora mismo.
Del fondo del pasillo salió el portero, ayuda de
cámara y cocinero, que todos estos cargos desempe-
ñaba el señor Perales y todo cuanto su amo se le ocu-
rriera mandar, de extraordinario, y con presteza, en-
cendió el gas del patio, el del despacho y el del
comedor, mostrando la alegre luz un interior de sol-
tero, modesto, pero muy decentito y sobre todo, fla-
mante. El gallego corría de un cuarto al otro, cerilla
en mano:
—SÍ, señor, ahora mismo; todo lo tengo á obs-
Curas, porque, si no, los mosquitos se cuelan... y ade-
más la luz hay que pagarla : diré á usted, estuvo.
primero, ese señor que tiene trazas de conspirador,
con aquellas narizotas, tan abiertas, que parece olie-
ra mal siempre ; después, la chica de enfrente, que
su ama estaba de parto : yo le dije, digo : ¿acaso mi
amo entiende de partos? váyase usted y busque una
comadrona, que las hay de sobra : aquí mismamen-
te, calle Chacabuco, acera de la izquierda, está una
pintada sobre la puerta, con un chico que sale de den-
tro de una rosa ¡ y que es terca la muchacha ! no quiso
irse, sin garabatear el nombre de. su ama en la piza-
rra; después dos señoritas, muy guapas, que, en
apariencia, no traían enfermedad ninguna, y la más
joven me dijo, dice: Déme usted una silla, que no
puedo respirar. Y se sentó, y ahí se estuvieron espe-
rándole á usted hasta las seis, minuto menos, sin ha-
e y ER
cer caso de mi prevención, que las horas de consulta
son de una á cuatro; después... traeré á usted la
pizarra. ¿Quiere comer el señor? pues cuando el se-
ñor quiera, me llama. Aquí está la pizarra.
Sentóse Fernando en el sillón de cuero del des«
pacho, y ocurrióle lo que con los carteles del teatro,
que no entendía los garrapatos de la tiza : lo que él
veía era la enlutada figura de Jovita sonreirle amoro-
samente. Golpeó las manos con furia : i
—Mira, Verísimo, sírveme la comida, la sopa y
el asado, nada más, no tengo apetito ; pronto, porque
voy á salir : los enfermos me esperan.
—Sí, señor, ahora mismo... siempre dice usted
eso, que no tiene gana; he de traer el guisado de
solomillo, 4 ver si se le abre.
Y cuando el buen Perales tornó 4 anunciar, solí-
cito, que el señor estaba servido, Fernando le miró,
sin comprender : la voz que él escuchaba no era la
suya : era la de Jovita, diciéndole :
—HEsta es su casa ; no olvide usted el camino.
IV
Si la felicidad consiste en la satisfacción de de-
seos, siempre despiertos y jamás ahitos, no había
hombre más feliz que el doctor don Adrián Rodríguez
de Eneene, niño mimado al que no daban la luna,
porque no se le ocurriera pedirla todavía, pues para
escalar los cielos en Clavileños disfrazados de Pe-
gasos, dispuestos estaban muchos, si no todos sus
partidarios. Y aquí cumple hacer una observación
EL CANDIDATO.—6
> a
al pasar”: estos mis compatriotas suelen ser tan mio-
pes, que no ven tres en un burro; tener en casa un .
hombre de la talla del doctor Eneene y no darse
cuenta de ello hasta que la caprichosa mirada presi-
dencial le descubriera y señalara á la admiración y
fervor de las gentes, es descuido imperdonable ; y sin
duda, por ser absueltos de tal pecado y ganar in-
- dulgencia plenaria, todas las flores de la lisonja eran
pocas para adornar el altar del nuevo ídolo, y á sus
plantas, día y noche, pasaban en oración los fieles
de la capital, los bienaventurados que tenian accesa
ál santuario, que los de provincias se contentaban
con la fama de sus milagros y la promesa de par-
searle en procesión el próximo año antes de octubre,
fecha de su segura exaltación al mando supremo, y
poder entonces verle y tocarle, para sanar de estre-
checes de bolsillo, lepra administrativa, parálisis de
progreso y otras muchas enfermedades que la nove-
na del glorioso San Adrián, que corría impresa, ase-
guraba había de curar tan infalible abogado.
El, entretanto, daba todas las bendiciones, urb
et orbi, que se le pedían, por correo y por telégrafo,
y en esta grata tarea el feliz político se pasaba las
primeras horas de la mañana, asistido de un par de
acólitos, que sabían menear tan bien las plumas como
las mandíbulas, gajos de la interminable parentela
de su mujer, á la espera del prometido trasplante en
alguna oficina. Llevaba para esta ceremonia el can-
didato una bata ó6 robe de chambre sin edad ni co-
lor, resto de su guardarropa catamarqueña quizá,
chinelas que fueron de terciopelo y camisa que pre
tendía ser de seda y mostraba demasiado el algodón ;
el mate en una mano, el pedazo de pan con grasa en
la otra, y eche usted paseos, mordiscos, chupadas y
promesas. Esta era la hora del despacha de su co-
/ a 83 ==>
rrespondencía, y por lo tanto nadie era admitido Y
molestarle ; á las diez se vestía de cualquier modo,
sin parar mientes en mancha de más ó de menos, ni
en el corte moderno ó antiguo de su traje, que fué
siempre achaque de grandes hombres el desdén de la
indumentaria, y almorzaba con la familia y alguno9
íntimos, que al olor de su puchero solían acudir.
Luego, despejado el zaguán de devotos demasiado
fastidiosos, salía á la calle y hasta la Casa Rosada las
genuflexiones y saludos eran tantos, que le marea-
ban; no tenía él aquel amable talento del doctor
Trujillo para conquistar voluntades con sonrisas, pe-
ro tampoco le era menester, porque, sin buscarlas, se
le ofrecían... En la cámara presidencial, la incuba-
dora de su candidatura, se estaba la mayor parte del
día, observando si bajaba ó subía el termómetro de
S. E., pues de los grados de su capricho dependía la
viabilidad del embrión.
Después de oportuna visita en las antesalas del
Congreso, á fin de tener en el temple necesario log
ánimos de senadores y diputados, bastando para ella
una frase suya, una promesa, una pasadita de mano,
como á guitarra vieja cuyas cuerdas flojean y hay que
apretar las clavijas, volvía á casa, nunca solo, y co-
mía y pasaba la velada con los amigos de siempre,
los viernes, Ó con S. E... ¡Hombre feliz! cuyos
oídos no escuchaban sino música de alabanzas, cuyos
ojos no veían sino cabezas inclinadas, voluntades su-
misas, dios al que la nube que han dado por pedestal
impide mirar la tierra y descubrir sus miserias.
Su mujer le tenía entre algodones, defendiéndole
de las corrientes de aire, de los miasmas, de ese ejér-
“cito de maléficos microbios que sitia por todos lados
al mísero cuerpo humano, ¿qué sería de la Repúbli-
ca si don Adrián moría? ¡ problema pavoroso! Siem-
cl
pre fué misia Damiana señora afable y cariñosa para
su marido, pero los años y una larga separación ha-
bían debilitado sus facultades afectivas, como má-
quina cuyas ruedas y cilindros, inactivos, están to-
mados de orin y faltos de aceite; mas ocurrióle lo
ue al ricachón que, ignorante de su mérito y des-
eñoso de poseerlo, en el desván deja arrumbado cier- |
to cuadro, donde ojos inteligentes un día le descubren
y celebran de seguida, y entonces, limpio de telara-
ñas, barnizado de nuevo, con marco flamante, va al
testero de la sala, á ser pasmo de curiosos y orgullo
de su dueño : ¡ Eneene ministro! ¡ Eneene Presiden-
te! misia Damiana sintió renacer sus antiguos en-
tusiasmos y cayó á los pies de su marido, deslumbra-
da por tamaña gloria ; así cuidaba tanto de su salud,
como de que su espíritu no pasara contrariedades, y
á este fin no permitía entrar periódicos ordenistas y
recomendaba á sus dos primos ó sobrinos, que no sé
el grado de parentesco que con ella tenían los secre-
tarios privados de don Adrián, no le entregaran car-
ta que trajera alguna desazón : y ellos, bastante ta-
lluditos para saberse de memoria el diccionario de la
picardía, aunque ignoraran la gramática, se guiñaban
el ojo y se reían, porque en el paquete de cartas que
todas las mañanas espulgaban, encontraron muchas
veces billetitos de apasionadas partidarias, que don
'Adrián, castamente, mandaba echar al cesto... des-
pués de apuntar nombre y dirección en su cartera.
- —Oye, hijo mio—deciale la señora,—es preciso
que mires un poquito por tu salud : trabajas mucho
y tu cabeza no descansa ni de día, ni de noche, ¿qué
dejas para cuando seas Presidente? seis años ya es
algún tirón... No leas esos papeluchos ordenistas, ¿¿
qué hacerse mala sangre? gritan de envidia, de rabia
y de hambre; ya les pondremos una mordaza... En-
E |,
tretanto, cuidate, hombre, cuídate, porque si enfer-
maras, no sé en qué vendríamos todos á parar. Yi
cuando salgas, observa si alguien te sigue Ó mira
de mala manera: una persona de tu calidad, en la
excepcional posición que ocupas y la brillante que
vas á ocupar, está expuesta á la puñalada del primer
pícaro ; vivo sobresaltada, Adrián, y esta grandeza
me asusta de tal modo que, si la patria no exigiera
este sacrificio, ¡4 Catamarca nos volvíamos á gozar
de días más tranquilos! Hoy ha refrescado el tiem-
po : voy á darte el chaleco de lana y los calzoncillos
de punto. o |
¡ Feliz don Adrián ! también recibía el lejano ho-
menaje de sus admiradores de provincia : San Juan
le enviaba sus mejores uvas, rivales de las de la Rioja,
y ambas sus vinos celebrados ; Tucumán sus azahares
y el azúcar de sus ingenios... El futuro Júpiter son-
reía benignamente, y los diez garfios de sus dedos
se alargaban, mientras los trompetazos de aleluya
resonaban en los aires, y ángeles y serafines, más
ó menos auténticos, repetían :
—¡ Santo! ¡santo! ¡santo!
Sin embargo, aunque otra cosa dijeran y en ne-
garlo se empeñaran sus consejeros, los sucesos toma-
ban tal cariz, que si don Adrián, secuestrado y su-
gestionado como estaba, no conocía su importancia,
no la ignoraban ellos: aquel revoltoso de Ordenado
arrojaba á los cuatro vientos la semilla de la oposi.
ción armada, y esta semilla prendía en todas partes,
lo mismo en la capital que en las provincias, á pesar
de cuanto hacían sus gobernadores por sofocarla ;
Mendoza y Corrientes, las dos ordenistas entusias-
tas, no esperaban sino la señal convenida con Buenos
Aires para alzarse en armas; la capital federal ardía
por todos sus costados, la prensa echaba chispas, las
— 88 —
rnúsicas de log meetings ya parecían 4 muchos las
dianas de la revolución, y había alarmas y prisiones
á diario; de Córdoba, aunque de filiación situacio-
nista su gobernador, llegaban ciertos rumores, que,
de confirmarse, darían al traste con la liga y los co-
ligados. Porque don Olimpo Salgado, que éste era el
mombre del gobernador quisquilloso y descontento,
tenía mucha influencia allá en sus pagos y era hom-
bre capaz de cualquier cosa si no le domesticaban, y
arrastrar en su rebeldía 8 las ínsulas vecinas... La
revuelta de la capital con un chaparrón de balas se
apagaba, si es que el estado de sitio y otras medidas
de igual calibre, no la mataban antes de nacer, pues
el entusiasmo no es pólvora para fusiles, con discur-
sos patrioteros no se va á ninguna parte, y sabido
era que los ordenistas no tenían en caja más que pa- :
labras, palabras y palabras; á Corrientes y Mendo-
za se las metía en vereda con un par de batallones,
pero, si al don Olimpo le daba la gana de alborotar
todo el Interior, ¿quién le ponía esclusas al torren-
te? El doctor Trujillo, político de vistas largas, una
noche de comilona en la calle de la Esmeralda, ca-
da cual con la taza de café delante, él y el doctor
- Eneene, en el despacho aquel donde el busto de
Wáshington se mostraba, habló así 4 su señor y
dueño : |
—No es mi ánimo, querido doctor y amigo, em-
pañar su natural alegría por el próximo triunfo con
dudas más ó menos justificadas, pero la misma con-
fianza que usted me ha hecho la honra de acordar,
me obliga 4 decirle que del Interior vienen ciertos
rumores, que me suenan muy mal... -
—Alharacas ordenistas—interrumpió don Adrián.
—Ordenistas ó no, existen, y su existencia es una
amenaza hoy, y puede ser un peligro mañana.
E > UE |
- —El Presidente está tranquilo, ¿no he de estar-
lo yo? : |
Cogió delicadamente la cucharilla don Francisco,
la zabulló en el negro líquido, y revolviendo, revol-
viendo, repuso : |
. —No se fle usted, mi amigo, de la tranquilidad
varsoviana del gobierno : el gobierno teme, y como te-
me, se prepara á todo; figúrese usted que la revolu-
ción estalla, y tan pronto como estalla se la sofoca,
pero que una chispa del incendio, aquí apagado, va
á Corrientes y á Mendoza, y vuela 4 Córdoba... ¿sa-
bemos, acaso, en lo que pararán las misas?
—¿Ve usted? esa misa de Córdoba, oficiada por
don Olimpo, me da muy mala espina—saltó Eneene.
—Pues á ella me refiero—dijo don Francisco con
su mejor sonrisa.—Salgado no está contento ; él am-
bicionaba el puesto que sus grandes méritos le han
conquistado á usted, doctor, y no lo tome usted á lison-
ja ; y como no está contento, conspira, recibe comisio-
nados de los ordenistas, se cartea con el mismo ge-
- neral: dicen que le tienen ofrecida una cartera si
' se nos da vuelta, y él duda todavía, espera que le
hagamos proposiciones, porque, indudablemente, sus
simpatías están de nuestro lado... Yo creo, salvo su
mejor parecer y el del Presidente, que debemos com-
prar á don Olimpo al precio que pida, á fin de ase-
gurar la paz del Interior y nuestro triunfo, y luego,
descartado este obstáculo, dirigir un manifiesto al
pueblo, que no ha escuchado su palabra todavía, que
no conoce su programa de gobierno...
Sorbía don Adrián el café, asintiendo 4 cuanto
su ilustre amigo decía con ligeros gruñidos y movi-
mientos de cabeza que, al agitar su melena, barrían
la cascarilla depositada sobre hombros y cuello :
—¡ Claro ! eso es, hay que comprar ó echar ¿ Sal-
— 88 —
gado, lo vengo diciendo hace tiempo, no queda más
remedio. Pero, cuando oyó aquello de dirigir la pala-
bra al pueblo.
—Déjese usted de lirismos, doctor y amigo—dijo
con desdén, —¡ el pueblo ! pero, ¿quién es el pueblo ?
un don nadie ó un don cualquiera. ¡ Vamos! ¿no cree
usted tiempo perdido y sermón en desierto dar razo-
nes á muchacho indisciplinado? palo y palo, y le tie-
ne usted como un guante. Dicen que él quiere á Or-
denado para Presidente... |
—¡ Qué ha de quererle ! —rectificaba el adulador
de Trujillo. |
—Pues no saldrá con su gusto, como no ha salido
nunca, y su capricho le costará la azotaina de cos-
tumbre.
Símil que don Francisco amplificó, diciendo que
era de sabia política hablar á veces á corazones infan-
tiles, abiertos á todos los ecos y á todas las impresio-
nes, y esto era precisamente lo que hacía el taimado
del general, y así se le llevaba detrás, como un pe-
rrillo; el doctor Eneene estaba obligado á hablar al
país, á fin de calmar sus enconos, de adormecer sus
recelos... ¿y quién sabe? se ha visto y se verá: es
tan buen muchacho el pobre país, que, todavía, había
de pasearle en triunfo, como paseaba á Ordenado, si
sabía ganarse su voluntad y sus simpatías en el go-
bierno. Dejó don Adrián la taza y levantó sus ojos,
en demanda de inspiración, al busto de Wáshington,
modelo preclaro de todos los gobernantes habidos y
por haber de esta América, tan difícil de imitar, que
no es extraño escollen los miseros en la tarea, y pa-
recióle que los labios de bronce protestaban del des-
comedimiento suyo, al tratar al pueblo como le ha-
bía tratado; confuso, se preguntó entonces, qué iba
$ decir en aquel manifiesto que tan necesario juzgaba
E - y AAA
la clarividencia del doctor Trujillo, y no encontró la
primera letra, porque en Dios y en su ánima, que
él no llevaba al gobierno más programa que el de
hacer todos los negocitos que le salieran y repartir
empleos y gratificaciones entre los amigos que le
ayudaran á subir al sillón presidencial: programa
más sencillo no podía darse y no habla para qué ir
al pueblo con el soplo y enterarle de lo que no debía
estar enterado... De su perplejidad le sacó don Fran-
cisco diciendo, al mismo tiempo que apartaba sus
- dos manecitas, con el ademán del oficiante en el Do:
minus vobiscum: |
—(Que no tome usted á duda de mi parte, tibieza
ó desconfianza, la insinuación, y no consejo, que me
he permitido ofrecer á su alto criterio: yo no dudo
del triunfo, pero en todos los pleitos, soy partidario
empecinado de las transacciones: en la República
tenemos un pleito magno, entre los que piden á gri-
tos á Ordenado, como los judíos pedían 4 Barrabás,
y el Presidente, hombre sagaz, de experiencia, qua
no juzgá cuerdo, ni oportuno, entregar al eterno ene.
, migo de su política y de su partido las insignias del
mando, y dispone que en vez de Ordenado sea Enee-
ne, sea usted, doctor. Ahora bien : esta superior re-
solución será acatada y cumplida contra viento y
marea, pero, ¿cree usted que los contrarios van á
quedar contentos? no, no van á quedar, y como al
fin y al cabo, es al país entero 4 quien gobernará
usted, acto de prudencia y hábil política, es descen-
der á él y decirlo : Yo soy esto, cuando tú crees que
soy estotro, yo pienso esto, y haré aquello; convén-
cete que no soy tan fiero como me pintan. Tome us-
ted un ejemplo de la Constitución, y vaya usted glo-
sando desde el primer capítulo hasta el último, pro-
metiendo ejecutar y respetar cuanto ella manda res-
tar y elecutar, y ya tiene usted un manifiesto de re-
chupete : se parecerá 4 otros muchos, convenido,
pero, en documentos de esta índole no es posible in-
troducir novedades... Este pleito magno, cuyo fallo
conocemos de antemano, tiene un incidente, don
Olimpo; ¡claro estál ¿ don Olimpo se le puede dar
un puntapié y se lo manda á freir espárragos, pero
de estos procederes violentos he sido yo enemigo siem-
pre, y no los apruebo sino en casos de irremediable
necesidad ; además, es inocular el cisma en el parti-
do, perder fuerzas de importancia... ¿Qué exige Sal-
gado? ¿se le puede dar ó no? que venga y nos en-
tenderemos, ¿no le parece 4 usted? y si le parece
bien, que se ponga en conocimiento de quien corres-
ponda, para la resolución que estimare más conve-
niente.
Las dos manecitas volvieron 4 juntarse, y sobre
el velador se apoyaron, entrelazadas, después de este
discurso que mereció de don Adrián la respuesta si-
guiente : | e |
—Nada que de usted venga puede parecerme mal,
amigo queridisimo, sino tan bien, que más no puede
ser: ni el manifiesto evitará la criminal revuelta de
Ordenado, ni se lo tragará el pueblo...
—El populacho- diga usted — interrumpió don
Francisco. : | e
- —Ñ—El populacho, acepto el distingo; ni á Salgado
hemos de catequizarle, porque el despecho le ciega,
ro tentaremos los medios pacíficos... De todos mo-
os, el triunfo es seguro, ¿verdad? entonces no vale
la pena ocuparse de nimiedades.
Sobre su nube cabalgando, se elevaba el candi-
dato á la región de los sueños, y el doctor Trujillo
que, $ fuer de hombre práctico, no quería dejar la
tierra firme para no dar un traspié y perder la pro-
A
metida cartera, insistía en sus razonamientos pin-
tando las cosas, no con colores reales, sino atenuados
por la adulación, y que á él le parecian bastante fuer-
tes para que don Adrián abriera los ojos, y no espe-
rara el santo advenimiento tan confiado...
De allí 4 poco, llegó á la capital el excelentísimo
señor gobernador de Córdoba, don Olimpo Salgado,
y de su arribo hablaron todos los periódicos, notifi-
cando en qué fonda paraba, cuántos años tenía, si
se peinaba con raya ó se teñía el bigote, y lo que
más interesaba, si venía dispuesto á casarse con
Eneene ó con Ordenado, lo callaban prudentemente,
temerosos unos y otros de lastimar el pudor del tro-
yano doncel, causa y pretexto de probable. guerra.
Naturalmente, que de doncel no quedaban á don
Olimpo ni las trazas, y viéndole parecía mentira que
se le disputaran dos partidos, porque era un vejan-
cón sin pelo ni dientes, jorobeta y cojitranco, con el
asma y el reuma de inquilinos vitalicios ; todas las
calamidades liadas en un pellejo animado por el so-
plo divino : y sin embargo, este desperdicio, este tío
corcovita, á quien el alma se le iba en cada palabra
y perdía el compás á cada paso, tenía unos higadillos
y una malicia y un saber hacer las cosas y enredar ad
prójimo, que ¡ Dios guarde á usted muchos años! Le
pusieron de gobernador y él se dejó poner, diciendo
para su joroba : Si creéis que voy á ser criado vues-
tro, y como tal, obedeceros, y barrer, donde digáis
que barra, y limpiar, donde digáis na limpie, ¡ va-
liente chasco os espera! de aquí á la, Presidencia
es un salto que todavía mis piernas pueden dar,
aunque contrahechas y reumáticas; ¿no he sido
juez, letrado, ministro, senador, y no he hecho mis
elecciones y revoluciones también? ¿no conozco to-
das las equis de la ciencia del gobernante? pues ya
== 00
que otro que Ordenado ha de ocupar el sillón de Ri-
vadavia, ¡ese otro seré yo! ¡y poco cómodo que voy
á estar repantigado ! cortejaré al Presidente, pues la
costumbre manda decirle: Ruego 4 V. E. que, al
dejar el asiento, me lo dé 4 mi, en vez de Pedro ó
Diego, que son unos grandes intrigantes y descara-
dos... y no espetarle al pueblo estotro, que es de ley :
El sillón es vuestro, yo os lo pido: he aquí la lista
de mis méritos y de mis promesas. Si el Presidente
no se opone á mis legítimas aspiraciones, santo y
bueno, aquí estoy para servirle, pero si se opone...
le saldrá el criado respondón.
Con la orden del día aquella de Rodear á Adrián,
los secretos proyectos de don Olimpo quedaron pul-
verizados, y le escoció tanto el desengaño, que con-
testó y alzó la voz, ó hizo y dijo cosas tales, que
quien le puso en su poltrona le mandó prevenir que
se anduviera con tiento, mudara de obras y cuida-
ra de sus palabras; don Olimpo, con mucho fuego,
respondió :
—¡ Un gobernador elegido por el pueblo, no re-
cibe órdenes sino del pueblo !—añadiendo que antes
de hacer votar ¿ su provincia por Eneene, se dejaría
cortar en pedazos. :
Nueva amenaza y nueva insolencia del fámulo
rebelde ; y de repente, hubo cambio de táctica, se le
enviaron promesas, que él recibió muy hosco, y la
invitación, por último, de bajar á la capital á arre-
glar sus diferencias como buenos amigos.
—1Iré—murmuró el señor gobernador ;—pero he
de pedirles los oros y los moros, y después que me
los den, haré de mi provincia un sayo.
Y á la capital se vino. se
Lio que los despiertos periódicos no llegaron á sa-
ber sino muv tarde. aunque iban á la zaga de la
A >> E
excelencia cordobesa para contar en picarescas gace-
tillas sus aventuras de gobernador andante, y quizá,
dígase en su descargo, porque en aquel momento
tomaban notas del meeting ordenista en el antiguo
teatro de Variedades, fué la conferencia celebrada
á puerta cerrada en la calle de la Esmeralda, entre
don Olimpo y don Adrián, delante de dos testigos
únicos, el doctor Trujillo y don Navigio Soto; des-
pués se ha dicho y escrito, falseando la verdad histó-
rica, que en esta memorable conferencia, el doctor
Eneene, á fin de conseguir la adhesión del volun-
tarioso Salgado y evitar que, aliándose con el jefe de
los ordenistas, armara zafarrancho en el Interior y
llegara á ser obstáculo serio para el éxita de sus pla-
nes, ofreció firmar el compromiso de abandonarle la
Presidencia al cumplir sus seis años constituciona-
les... Hasta el lápiz, secundando 4 la imaginación,
ha representado la supuesta escena con toques carl-
caturescos, y así se ve 4 don Adrián enjuto, mele-
nudo y desarrapado, con un cartelón que cuelga de
sus uñas, y á don Olimpo, patituerto y jiboso, recha-
zando en ademán severo la vergonzosa propuesta.
Pero esto es pura invención de los partidarios de úl-
tima hora de don Olimpo Salgado, empeñados en
hacer de su historia vulgar una leyenda extraordina-
ria. Y he aquí lo que pasó en aquella conferencia,
punto por punto : |
Que entró don Olimpo, acompañado del viejo So-
to, su paisano, en el despacho donde le esperaban
don Adrián y el doctor Trujillo, y hubo cambio de .
saludos afectuosos y preguntas recíprocas acerca de
la salud de la familia, cómo pintaban los trigos y
la cosecha del año, y qué se murmuraba en la docto-
ral ciudad ; después de ligera porfía entre don Adrián
y don Olimpo si fué en lunes ó en jueves que le dió
e Vr
el primero al segundo tarjetazo en la fonda, por no
hallarle, dijo el doctor Trujillo, ilustre defensor del
la causa eneista : |
—Aqui estamos, distinguido señor gobernador,
para tratar amistosamente y-solucionar del mejor
modo un asunto que al país entero interesa, porque
de nuestro acierto en solucionarlo depende la tranqui-
lidad y el progreso de la República. ¿Qué asunto es
éste tan grave y trascendental?.No necesito especi-
ficarlo : diferencias más ó menos justificadas, más á
menos legítimas, que desunen momentáneamente, á
Dios gracias, á dos grandes y esclarecidos ciudadanos
argentinos, 4 quienes, en nombre de la patria, pido
depongan sus resentimientos y en el terreno de la
discusión serena se coloquen lado á lado, á fin de
acordar lo que sea más justo, lo que sea más conve-
niente, lo que... |
Un golpe de tos de don Olimpo, hecho un ovillo
en el sofá, cortó el chorro oratorio de don Francis-
co de Paula, y el enternecimiento que ya empezaba
á sentir don Navigio, cuya cara de clerizonte encen-
día la emoción del importante papel que en tal acto
desempeñaba, la trujillesca elocuencia y las libacio-
nes de copioso almuerzo ; el doctor Eneene, senta-
do en el sillón de la mesarescritorio, expurgaba sus
uñas con el rabo de la plegadera, cuando oyó la vo-
cecilla de don Olimpo entre los ahogos del asma, :
—Pero, si yo... yo no tengo... no tengo resen=
timiento con el amigo Eneene.
Y sin hacer caso de los gestos de don Francisco
contestó seguidamente :
—Yo sl, señor Salgado, y muy hondo; apenas
surgió mi candidatura, usted, mi amigo del Congre-
so, mi compañero de causa, le hizo fuego y dejó
que se lo hicieran en su provincia, de tal modo que
— Y —
las elecciones de febrero las ha regalado á los con-
trarios, usted que fué á Córdoba á secundar la polf-
tica del Presidente y á preparar esas elecciones, ¿Có-
mo se llama esto en buen castellano? ¿apostasía,
traición ? escoja usted el nombre que mejor le pa-
rezca.
—-De eso no se trata—1ntervino el doctor Truji-
llo disgustado.
Don Navigio metió la pata, diciendo :
—HEstán prohibidas las alusiones personales—fra-
se de su escaso repertorio de diputado.
Don Olimpo dejó de toser y dió así el vuelta:
—i¡ Ni traidor ni apóstata, señor doctor Eneene !
yo no he aceptado la gobernación con compromisos
carneriles, porgue soy hombre con criterio propio,
que va donde quiere y debe ir, y no donde á golpes
se le antojen mandarle; de su candidatura de usted
no sabía yo palabra, sino cuando el Presidente la
dió á luz y la presentó al país hecha y derecha. No
me gustó, se lo digo á usted con franqueza, y me
negué rotundamente á entrar en la liga y á hacer las
elecciones de febrero : si los ordenistas han.ganado
en Córdoba, bien ganado se lo han, porque, créame,
señor doctor Eneene, si todos los gobernadores se
hubieran abstenido como yo, ni un solo diputado de
los llamados eneistas entra al Congreso, porque cuan-
to le tienen dicho de entusiasmos populares alrede-
dor de su nombre es una mentira muy grande... Ya
se verá el Presidente obligado á echar mano de to-
das sus bayonetas para izarle á usted, y hacer correr
más sangre que agua arrastra el Plata. Y francamen-
te, doctor Eneene, ¡no vale usted tanto! Después
de esto, que es menos de lo que pensaba decir sl
mucho me hostigaban, nada me resta aquí que ha-
cer; ¡muy buenas tardes !
— 9 —
Del sofá se deslizó el tío corcovita, sin mostrar
fatiga alguna, y quiso marcharse, pero don Francis-
co y don Navigio se interpusieron invocando los ma-
nes ilustres de Moreno, Belgrano y Rivadavia, para
que se apaciguara aquel su grande émulo; el otro,
don Adrián, después del aguacero de verdades que
le cogió sin paraguas, hacía danzar la plegadera en-
tre sus manos, nerviosamente...
. —Si no se trata de eso—repitió el doctor Truji-
llo, —siéntese usted, señor gobernador, y con calma,
vamos al grano, que en este asunto el grano no es
exposición de cargos, sino discusión prudente de pro-
puestas, como el mejor medio de evitar discordias,
que á la guerra civil nos llevarían si no confiáramos
en el patriotismo de ustedes.
Como la tos le sacudiera de nuevo, no pudo con-
testar don Olimpo, pero extendió el brazo en señal
de que hablar quería ; y cuando salivó á su gusto y
el estertor del pecho se calmó :
- —Prevengo é ustedes que yo no he venido á ha”
cer propuestas á nadie: ¿4 mi se me ha llamado, se
me ha pedido que venga ; aquí estoy, ¿qué se quiere '
de mí? al Presidente se lo pregunté y el Presidente,
después de ligeras consideraciones sobre la discipli-:
na de los partidos, cuyo alcance, sin duda, por tor-
. peza mía, no comprendí, me dijo: Hable con Adrián
y vuelva á verme...
—Pues lo que el Presidente quiere y queremos
todos sus amigos—apresuróse á contestar don Fran-
cisco antes que el doctor Eneene se enzarzara de nue-
vo con su contrincante,—es que usted, señor gober-
nador, nos preste su valioso contingente para la
elección presidencial que se aproxima... lo pasado,
pasado : esas elecciones de febrero se anularán si es
necesario, junto con las de Corrientes y Mendoza,
0:07 e
- y usted dentro del concierto oficial que secunda la
sabia política del Presidente, hará un gran servicio
al país y se lo hará á sí mismo. Para llegar á este
resultado, estamos dispuestos á hacer todas las con-
cesiones posibles, ¿verdad, señor doctor ?
Don Adrián dijo que sí con una cabezada, pen-
sando, sin duda, que á aquel vejete, que llevaba á
cuestas el saco de sus malicias, valía más aplicar el
correctivo del pie, que las buenas palabras. Don
Olimpo repetía : |
—Yo no exijo nada, conste que yo no exijo nada ;
si de mí depende, como estos señores aseguran, la,
paz de la nación, decidido estoy' 4 sacrificarme por.
ella y ¿ ponerme á las órdenes del Presidente, cerrar
los ojos y no tener voz ni ofdos...
Don Francisco de Paula, alborozado, exclamó que
eso era hablar en razón y como patriota abnegadi-
simo, y don Navigio chilló:
—Vengan esos,cinco, paisano ilustre, y apriete
con fuerza.
Pero el señor gobernador ni estrechó ni se dejó
estrechar la mano, porque, precisamente la tenía
enfundada en uno de sus bolsillos, y buscaba algo,
que al fin sacó, un papel con muchos dobleces y ga-
rabatos; y dijo muy despacio :.
—Las condiciones para que yo entre á formar
parte de la liga, son éstas, observando que no quitaré
punto ni coma, es decir, que se aceptan de plano 6
se rechazan: 1.* el ministerio del Interior en la
futura Presidencia, para un servidor de ustedes ;
2.* nombramiento de mi hermano Epaminondas, pa-
ra ocupar la vacante actual de senador por Córdoba ;
3.* nombramiento de mi primo Fray Restituto Bra-
ña para el obispado titular de Córdoba ; 4.* autori-
zación inmediata al Banco de Córdoba para emitir
EL CANDIDATO.—7.
— 08 —
hasta cinco millones en billetes; 5.* garantía para
un empréstito que actualmente gestiona la provincia
de Córdoba... S
Como él iba leyendo en su papelote, no podía ver
laj impresión de la lectura en sus oyentes, que era
de disgusto en dom Francisco de Paula, de sorpresa
en don Navigio y de ira en don Adrián ; y tampoco
que los tres se miraran, y con los ojos se dijeran, don
Francisco y don Navigio :
—;¡ Señor! ¿por darlo á este tío corcova, pérfido
y mal amigo, habéis de quitarnos lo que nos tenéis
prometido ? | il
Y don Adrián”:
—¿Qué he de quitároslo? da vosotros el Mi-
nisterio y la senaduría y para Salgado la zancadilla,
que debió dársele en febrero, y no se le dió por an-
dar con paños tibios. Y que arda Troya, que yo me
lavo las manos. |
Concluyó de leer don Olimpo y esperó la respues-
ta, doblado sobre el brazo del sofá por un acceso de
tos estrepitoso : esperándola aún estaría á estas ho-
ras, porque ni don Francisco ni don Navigio encon-
traron alientos para darla, demudados y recelosos, si
el doctor Éneene no toma la palabra, y menudean-
do golpecitos con la plegadera, no habla así al de
Córdoba :
—Ha dicho usted muy bien, señor Salgado, cuan-
do dijo al principio que sus exigencias eran nulas,
pues, francamente, lo que usted pide para evitar bras-
tornos á la República, no para ayudarme 4 mi, que
yo no necesito de la ayuda de nadie, porque me bas-
ta y me sobra la del Presidente, es muy poca cosa...
Desgraciadamente, ocurre que los dos puestos que us-
ted pide, mo refiero al Ministerio y á la senaduría,
los tengo ya comprometidos con personas que, aún
— 9 —
cuando bastante patriotas y dignas para renunciar
á ellos, si la salud del país lo demandare... (perfecta
inmovilidad y silencio absoluto del doctor Trujillo y
de Soto) no encuentro yo motivos para imponerles
ese sacrificio, ni lo juzgo conveniente. |
Al final de este discreto párrafo, don Francisca
recobró la voz y el ánimo:
—Pero, el señor gobernador bien podrá modifi.
car sus condiciones...
_ —Que se discuta la modificación—apoyó don Nas
viglo. |
EEN hay nada que discutir, ni qué modificar—
contestó de mal talante don Olimpo,—no cedo ni un
ápice ; ¿para esto me han mandado ustedes llamar?
¿les parece á ustedes que pido mucho? pues, sabed
que hay quien más me ofrece...
Aquí don Adrián se disparó : |
—¡ Porque no tiene el poder de echarle á usted
abajo y sacarle del medio, si mucho se empeña en
estorbar !
—yJe, je—hizo el de Córdoba,—¿amenazas á mi?
¡ haga usted la prueba, señor doctor Eneene! si yo
dejo de ser gobernador, no llegará usted.á Presiden-
te, ¿estamos? no olvidarse del recado. Y conste, y
así'se lo diré ahora á S. E., que no podemos enten-
dernos, porque el señor Eneene es un tragantón fa-
moso, y todo lo quiere para sí y los suyos y para
los demás deja los huesos pelados.
Otra vez quiso marcharse : se encasquetó el som-
brero de copa hasta las orejas y renqueando, apoya-
do en el bastón, se dirigió á la puerta, pero don Na-
vigio se le puso delante y le exhortó, con discreta
“reserva, á aflojar un poquito la cuerda de su intran- :
sigencia : que cediera en lo de la senaduría, que á
don Epaminondas se le daría otra cosa, quizá me-
— 100 —
jor, un cargo diplomi''co cn el extranjero, por ejem-
plo, ¿no estaba enfermo? entonces el mudar de aires
le venia de perilla. Don Francisco, por su parte, cu-
chicheaba con el doctor Encene: era indispensable
llegar á un arreglo amistoso con aquel enredista de
Salgado, que si le dejaban ir con las manos limpias,
se aliaba con Ordenado en seguida y convulsionaba
todo el Interior, de despecho.
—¡ Qué ha de aliar se, ni qué ha de hacer !—insis-
tía desdeñosamente don Adrián y—¿no ve usted que no
puede con la joroba? repito que yo no le temo : con
el Presidente tenemos convenido en despojarle de su
gobierno, si se pone demasiado pesado, y es lo que
yo quiero, echarle fucra, y no componendas con un
sinvergúenza de su calaña, que le mandamos dá que
nos haga las elecciones, y les hace el caldo gordo á
los ordenistas. Conste, como él dice, que yo no he
consentido en esta conferencia, sino porque usted se
empeño..
Mas el doctor Trujillo, diplomático capaz de con:
ciliar el accite con el vinagre, no cejaba, por tratarse
de asunto en que la tranquilidad de la noble patria
argentina se ponla en juego : como recurso supremo,
la zancadilla, pero, antes, intentar una avenencia,
ésta, por ejemplo : dar á Salgado la senaduría vacan-
te, es decir, ascgurárscla para cuando bajara del go-
bierno, y comprometerse á llevarlo 4 la primera vice-
presidencia del Senado; 4 don Hpaminondas se le
hacia gobernador y 4 don Navigio ministro de Rela-
ciones, que es una cartera fácil “de Nevar...
—¿Pero usted ecree—contestó don Adrián con el
tono del empresario afortunado, á quien marean los
pedidos, —que, aun en el caso improbable que él acep-
tara, podria yo ofrecerlo? todas las aposentadurias
están tomadas, querido amigo,
-
-— 101 —
Contrariadísimo, el doctor Trujillo se volvió, á
tiempo que don Olimpo levantaba la voz y el bastón,
diciendo : |
—Digo que nones ; ni un ápice : ¡ó se acepta mi
programa ó Córdoba votará por Ordenado! ¡ Conste!
—Eso importa decir que usted no admite discu-
sión—intervino don Francisco suavizando aún su to-
no melifluo porque oponía el más duro de sus argu-
mentos, —usted ha venido, señor Salgado, á impo-
ner condiciones, no á discutirlas, y esto prueba que
quiere usted el cisma del partido y el trastorno del
país entero: precisamente, ahora hablábamos con
mi ilustre amigo el doctor Eneene, de hacer una li-
gera modificación...
—No, no—interrumpió el porfiado vejete,—yo na
modifico nada, nada y nada... je, je, ¿oyen ustedes
esas bombas, ese estruendo? es el meeting de Varie-
dades : ¡qué popularidad la de Ordenado!
Y repitiendo esta frase: ¡qué popularidad, qué
popularidad ! sazonada con una sonrisita irónica, que
descubría sus encías desiertas como las de un recién
nacido, estrechaba la mano de cada personaje...
—Ya lo pensará usted mejor, señor Salgado—dijo
don Francisco de Paula acompañándole,—¿cuándo
ge marcha usted ? ns |
—¿ Yo? esta misma noche.
— Volveremos á vernos.
—Con mucho gusto.
Se alejó trabajosamente, emprendiendo el des-
censo de la escalera grada por grada, prendido del
pasamano, agobiado por la joroba y la fatiga.
Don Francisco de Paula cerró la puerta, y sin sol-
tar palabra, preocupadisimo, se sentó en el sofá.
—Esta es una declaración de guerra—dijo don
Navigio,—¡ cuidado que es terco mi paisano y qué
— 102 —
bien guardadas tendrá las espaldas, cuando se atre-
ve á asumir semejante actitud !
—¿ Cuándo se marcha ?—preguntó tranquilamen-
te el doctor Eneene,—¿esta noche? pues en dos días
más se le limpiará el comedero ; rabiando estoy por-
que esto suceda... Vengan ustedes y vean la mani-
festación de Ordenado : se pintan solos estos babie-
cas de ordenistas para armar manifestaciones ruido-
sas : humo y nada entre dos platos... SÍ, gritad y en-
ronqueceos : ¡ viva Ordenado! ¡viva el futuro Presi-
dente de la República! espérense sentados ; vengan,
¡ 81 es de morirse de risa ! |
Don Francisco y don Navigio acudieron y mira-
ron al través de la celosía... |
Y vieron que en puertas, ventanas y balcones ha-
bía muchísima gente apiñada, y también en las ace-
ras, algunas señoritas con cestillas de flores en las
manos, cual si esperaran el paso del Corpus, y todos
alegres y entusiastas ; en la ventana del piso bajo de
en frente habían puesto cenefas blancas y azules y
guirnaldas de hojas y detrás se mostraba una niña
vestida de Libertad, con el gorro frigio sobre los
cabellos rubios, la cual algún papel que desempeñar
tendría en la función, cuando estaba tan nerviosilla,
echando fuera el busto para ver mejor, ó manoseando
la cara de sus satisfechos papás, y con pataditas y
gimoteos preguntando por qué no llegaba el espera-
do cortejo ; arriba, en el balcón, flameaban banderas
y se asomaban elegantes damas, escudándose del sol
bajo sus sombrillas de colores... Lia calzada, á tre-
chos, estaba tapizada de ramas verdes y era reco-
rrida de un cabo al otro por patrullas de vigilantes,
repartiendo miradas de desconfianza y recogiéndolas
de odio ; se ola el rumor de las músicas, y como el
viento en los trigales, del fondo de la calle venía el
— 103 —
eco de los aplausos y de los gritos de júbilo, débil
al principio, luego distinto y poderoso, conforme el
contagio del entusiasmo ganaba todas las cabezas y
electrizaba manos y bocas : los de las aceras volvian-
se curiosamente, la Libertad de la ventana golpeaba
sus manitas, anunciando que la. procesión ya venia,
ya venia, las damas de los balcones preparaban sus
cestas, hundian dentro los blancos dedos, que cua-
jados salían de jazmines y de rosas ; la música ento-
naba una marcha guerrera, y asi, entre el delirante
concurso, bajo la luz esplendorosa del mediodía, sus
notas parecían más sonoras ; todos aplaudian, todos
gritaban ¡viva Ordenado! Y lo primero que se vió
venir fué el escuadrón de vigilantes á caballo, con los
sables á la vista y el revólver en el arzón ; luego,
una bandada de pilluelos, que saltaban, alborotaban
y quemaban cohetes, y detrás, en correctísimas filas
de á ocho en fondo, el batallón de ciudadanos, que
avanzaba pausadamente, con sus banderas al viento,
pisando flores, recogiendo aplausos y otorgando son-
risas y saludos. Pasaban, pasaban y el desfile mo con-
- Cluía nunca : las bocas no cesaban de gritar, las ma-
nos de aplaudir, las flores de caer... Mas, de pronto,
hubo un movimiento de atención, de curiosidad, de
sorpresa : el general, el ídolo, como pontifice en silla
gestatoria, aparecia sobre los hombros del pueblo,
rodeado de los sacerdotes de su culto, impasible y se-
reno, como dios á quien ni el incienso ni las reve-
rencias conmueven, acostumbrado á la adoración de
los fieles : inclinaba su cabeza blanquísima, á la que
sólo faltaba"el nimbo de oro para figurar un apóstol,
y la mirada sin expresión, los labios fríos, impertur-
bable, agitaba el sombrero en agradecimiento á los
homenajes que recibía. ¡Qué frenesí entonces! las
gentes se atropellaban para verle de cerca, las cestas
= 10
se vaciaban, las voces se enronquecían ¡viva Orde-
nado! ¡¡viva Ordenado!! ¡¡¡viva Ordenado!!! y
las bombas y las músicas resonaban con fuerza ma-
yor. Al pasar por aquella casa tan engalanada, fué
preciso detenerse, porque la nerviosilla Libertad se
hizo arrebatar por un garrido mozo de la acera y
llevar en volandas hasta los mismos pies del dios y
allí, impuesto el silencio, reverente y conmovida, de-
clamó unos versos y ofreció soberbio ramillete; al
mismo tiempo se soltaban palomas con lazos de cin-
tas en las rosadas patitas y en el cuello, y del seno
desprendiían las bellas sus últimas flores para arro-
jarlas : y como el concurso expresara á gritos su deseo
de escuchar la palabra del Mesías, la cabeza blanquí-
sima, orlada ahora de rosas deshojadas, se irguió, los
labios frios se animaron, los ojos grises lanzaron un
destello, y se oyó una voz formidable, que decía cosas
grandiosas y sublimes: la pala del jornalero en las
manos viriles del pueblo argentino, la guerra santa
á los gobiernos de oprobio, el triunfo definitivo de
la libertad en el tiempo y en el espacio, y todas estas
cosas, como rocío del cielo, humedecian ojos y cora-
zones. Cuando la voz profética se calló, entonó la
música el himno nacional, y todos se descubrieron ;
pero, los que al general llevaban, dando por termi-
nada la. estación, nuevamente se pusieron en movi-
miento, y ocurrió entonces algo jamás visto ni ima-
ginado, la nota más alta del popular entusiasmo :
un torbellino, una oleada, se desbordó de la acera, en-
volvió al grupo sagrado y de las manos del dios arre-
bató el sombrero legendario, y á golpes, á tirones,
á mordiscos, como todos se disputaban la. posesión
de la inestimable prenda, en menudas piezas quedó
y los que alcanzaron á guardar un pedacito, mostra-
ban la reliquia jubilosos, gritando : ¡ viva Ordenado |
— 105 — -
¡ Viva Ordenado ! repetían en puertas, ventanas, bal-
cones y azoteas, y el patriótico grito estremecía la
calle entera...
De pronto, los vítores frenéticos en mueras ram
biosos se convirtieron, los ojos dejaron de contem-
plar el vaivén acompasado de las andas del dios, que
se alejaba, las manos ya no aplaudieron, se cerraron
furiosamente, y frente á aquella casa silenciosa, que
alguien dijo ser el domicilio del odiado y odioso can-
didato oficial, se alzaron amenazadoras :
—¡ Muera Eneene!
Las turbas rezagadas de la procesión se arremo-
linaron contra la cerrada puerta, como torrente bra-
mador precipitáronse y enarbolando bastones y puños
gritaban :
—¡ Muera Eneene!
Un cristal cayó y se hizo añicos y del fondo de
la calle acudió el escuadrón de vigilantes: ya la Li-
bertad de la ventana había volado, y las damas, mie-
dosamente, se retiraban de los balcones, y las gentes
timoratas corrían por las aceras á refugiarse en al-
gún portal ó escabullirse en alguna esquina ; la poli-
cla cargó 4 la banda de alborotadores, la dispersó,
apresó á los más reacios... Y hecho el orden nueva-
-mente, las lindas cabezas rubias 4 morenas salían á
curiosear, los fugitivos se detenían, la punta del
gorro frigio asomó por la reja: ofase gritar ahora :
—¡ Viva Salgado! ¡viva el gobernador de Cór-
doba !
Y rodeado, empujado, ahogado por la tumultuosa
muchedumbre, velase arrastrarse que no andar, un
hombrecito contrahecho, más deseoso de rehuir las
caricias populares que decidido á prestarse á ellas,
porque buscaba la salida ansiosamente, pero no pudo
conseguirlo, que el más entusiasta de sus persegui-
106.
dores le levantó en brazos como un muñeco y sobre
sus hombros le sentó triunfalmente, presentando
la admiración pública la carita más sonrosada y la
joroba más graciosa del mundo.
Forcejeó primero y luego decidióse á dejarse llevar
también en andas el tío corcovita, y bajo los balcones
de Eneene pasó sonriendo, y á don Adrián, don Fran-
cisco y don Navigio, que tras la celosía asistían, li-
vidos, al extraordinario espectáculo, parecióles que
la boca desdentada del vejete murmuraba :
—Je, je... si yo dejo de ser gobernador, no lle-
garás tú ¿ Presidente. ¡ Conste !
y
Misia Damiana entreabrió la cortina, asomó su
cabeza coronada de papelitos, fieles guardianes de su
rebelde flequillo, y viendo que en el despacho no ha-
bía más personas que su marido y los dos amanuen-
ses, don Adrián paseando y dictando, con un libri-
llo en la mano, la bata arratonada y el mate calenti-
to, y ambos mequetrefes plumeando de lo lindo, se
coló de rondón y fué derechamente á cerrar las ma-
deras : .
—¡ Qué sol! ¿cómo pueden ustedes trabajar? ¡ es
cosa de quedarse ciego !
La inquina de la señora contra el desvergonzado
y poca amable astro, que se complace en mostrar
4 todo el mundo las máculas y defectos físicos de
cada quisque y en contar los secretos de tocador si
| — 107 — |
llega 4 sorprenderlos, era más que justificada á esta
hora matinal. en que sus carrillos lustrosos, sus la-
bios negruzcos y sus ojos llorones no podían soportar
claridades sin el piadoso auxilio del afeite.
—¡ Pero, mujer—protestó don Adrián,—nos de-
Jas á obscuras! vamos, siquiera una rendija para ver
dónde estábamos... ¿dónde estábamos, muchachos?
¡ah! en el artículo 18...
—$1 lo hago adrede, hijo, para que no sigas, y no
- te mates trabajando : anoche has sentido una poqui-
ta de jaqueca y esta mañana te encuentro muy pá-
lido; nada, á descansar... Y si te crees que cuando
seas Presidente he de permitirte que pases vigilias
estudiando mamotretos, te equivocas de medio á me-
dio: para eso están los ministros y tú para firmar.
A ver, ¿qué hacíais ahora? contestar la carta de al-
gún pedigieño... |
—HRedactar un' documento importantísimo, Da-
miana, un manifiesto al país.
—;¡ Otra! ¡ qué perdedero de tiempo! hablar á los
porteños, porque ellos son los únicos que se oponen
á tu candidatura, y darles explicaciones... Con un
buen cañón en la plaza Victoria, les convences á ba-
lazos, que mejor Presidente que tú no hallarán : mi-
ra, el domingo, cuando la manifestación ordenista
pasó por aquí, y aquellas turbas indecentes dijeron
tanta picardía en la puerta, yo estaba con Alcirita en
mi alcoba, mirando por los cristales, y te aseguro que
si á mano tengo un fusil, salgo al balcón y la em-
prendo á tiros con aquellos sinvergúenzas...
Discretamente, los dos amanuenses sonrelan y el
más desasnado de ambos, saltó así :
—;¡ Jesús! madrina, mire que si usted sale...
Aire grave, como el que corresponde á un hombre
de Estado, tomó el doctor Eneene para contestar :
— 108 — |
—No, mujer, si ésos son derechos de los países
libres, que la Constitución garantiza y los gobiernos
deben respetar, porque en los Estados Unidos...
El corolario no salía, y del fondo de la calabaza
intentó sacarlo, con chupada que hizo gargarizar el
mate ya vacio; pero, la señora, á quien poco impor-
taba que saliera ó no, acostumbrada á oir al grande
hombre traer y llevar, sin mayores consecuencias,
á la república norteamericana, modelo y envidia de
repúblicas, al pariente más cercano dióle un tirón de
orejas, diciendo :
—¿Y vos, qué tal? ¿te haces á la vida bonae-
Tense?
- —$Sí, madrina—contestó el chico.
—No me llames madrina, tonto, ya te lo he ad-
vertido... ¿á ver la letra? no es muy famosa; es
preciso que trates de componerla, porque de lo con-
trario no te mandaremos de secretario de legación,
y yo quiero mandarte 4 Europa como el mejor ejermn-
plar de la familia. No te hagas esa onda, así, que te
cae hasta las cejas : arriba el pelo, y muestra la fren-
te, que el hombre debe mostrar siempre la frente...
¡y refínate, muchacho, estás muy gaucho! De aquél
no digo nada (al más pequeño, que fingia escribir
para disimular la turbación) no adelantas, hijo, no
adelantas, siempre con ese aire de asustado... Vamos,
que si mando venir á vuestros primos, los Pérez Ór-
za, se darán más maña que vosotros.
—£i no saben escribir—refunfuñó envidiosamen-
te el mayor. |
—Y la madre, la tía Eufrasia, está perlática y no
podrán dejarla—añadió el otro, á quien la amenaza
de ser sustituido desató la lengua.
Don Adrián, que en el sofá estudiaba el consa-
— 109 —
bido artículo 18, se escamó al escuchar aquello de
los Pérez Orza. |
—Damiana, ¡ por la Virgen Santísima ! —exclamó
extendiendo el brazo armado del librillo,—¿ piensas
de veras en traer otro par de gansos de Catamarca
¿no quedamos en que éste sería el último? creía yo
que no había ninguno de tus parientes por colocar.
—Vaya, ¡ por el trabajo que te cuesta !—contestó
amoscada la señora,—¿qué cosa más natural que be-
neficiar á la familia, ahora que estamos en el can.
delero? pues mientras dura, vida y dulzura, y lo que
se ha de llevar el moro, que se lo lleve el cristiano.
La tía Eufrasia me escribe que sus tres hijos la tie-
nen vuelto el juicio, y allí no hacen más que vaga-
bundear : «ve si tu marido el Presidente (ella te tiene
ya por Presidente) ayuda á estos pobrecitos, que
mucho se lo he de agradecer y Dios se lo pagará». Y
todavía están los Orza á secas, en seco hace mucho
tiempo, y los Pérez de la otra rama, que son ocho
y pico (la prima Pantaleona está en cinta) y los Ro-
dríiguez y los Carrizo, los hijos de Sebastián... Es
una obra de caridad, Adrián, dar, dar, cuando se
uede y no se saca del bolsillo... ¿no tengo yo tanto
no desconocido en mi Asilo? pues haz cuenta
que hemos fundado otro, para el uso exclusivo de la
familia. Lo mismo ha de hacerse en tus Estados
Unidos... y en todas partes donde no se chupen el
dedo.
——Bueno, mujer, colocaremos 4 los Pérez Orza y
á todos los Pérez y Orzas y etcéteras, que tengan la
suerte de poseer un globulillo de tu sangre no más...
es decir, si en alguna oficina queda sitio.
—Y si no hay, se hace—respondió encogiéndose
de hombros la señora.
Poquísima gracia debía producir csta conversan
— 110 — |
ción ¿ los dos chicos, porque estiraron la jeta tanto
asi, y revolvían los ojos torvos, como si ya vieran lle-
gar á los otros gansos de Catamarca y robarles á pi-
cotazos su parte; al punto caló misia Damiana el
mezquino pensamiento, y por querer arrojarle, las
orejas de uno y otro zamarreó á su gusto.
—¡ Hambrones! ¡egoístas! ya estáis creyendo
que vienen los otros y os limpian el plato... ¡ si para
todos habrá ! mereciais que os mandara á casita. Ba,
salid de aquí á tomar vuestro chocolate, y hartarse.
Refunfuñando salieron ambos, á tiempo que dé-
bilmente protestaba don Adrián. :
—No hemos terminado, Damiana, nos faltan mu-
chos artículos todavía. |
—SÍ, ¡para manifiestos está el tiempo! mientras
tú te desvives por la patria y te ocupas en dar ex-
plicaciones á los porteños, buena sorpresa te pre-
paran... acabo de leerlo en La Opinión, el diario del
otro, de Ordenado : que en el alto comercio se reco-
lectan firmas para pedirte renuncies á tu candidatura,
á fin de que la paz de la República no se altere ; ¿qué
te parece? ¿ya lo sabías? ¿y qué piensas contestar
á esos señores del comercio, que en vez de contra-
bandear y adulterar lo' que venden, según su costum-
bre, se meten en lo que no les importa? ¿que no?
¡ claro! ¡ no faltaba más! porque á los señores porte-
ños no les gusta, vamos á dejar el campo libre...
¡ Renunciar cuando tenemos la Presidencia en la ma-
no! ¿y mis seis vestidos encargados 4 Paris? mira,
Adrián, si renuncias, te juro que sí, ¡pido el divor-
cio !
Tan agitada se puso, que el doctor Eneene tuvo
que decir y repetir, que la especie del periódico orde-
nista carecía de fundamento ; y en el caso de llevarse
á cabo la ridícula idea, él contestariía que su nom-
— 111 —
bre no le pertenecía, era la propiedad, la bandera de
su partido, y sólo su partido podía eliminarlo...
—Nadie, di que nadie tiene el derecho de eliminar-
lo, ¡no faltaba más! no vendrán con semejante em-
bajada... ¿por qué no renuncia Ordenado? no ven-
drán, pero si vienen, déjame á mí recibirles y verás
cómo salen de aquí disparados.
Dominando la bullanga de la calle, oyéronse gri-
tos de muchachos pregonando el boletín de La Opt-
nión : «revolución de Córdoba, caída del gobernador
Salgado, intervención federal».
Misia Damiana se acercú á Ja celosía.
—¿Qué hay? ¿qué dicen? algún horrible asesi-
nato, sin duda.
Y don Adrián, con secreto alborozo, miró al Wás-
hington de la repisa, y mirándole, mirándole, men-
talmente habló así : |
—Ya está cumplida la orden : la joroba de don
Olimpo era un obstáculo y la hemos apartado de
nuestro camino por el medio expeditivo de costum-
bre : vaya usted á Córdoba, aquí tiene tanto dinero
y tantos fusiles y provoque una revolución contra el
gobernador ; caido el gobernador, se pida ó no se pi-
da, el Gobierno Nacional envía la intervención para
poner las cosas en su lugar, y como Salgado bien está;
en el suelo, en el suelo le deja y levanta y hace elegir
en su reemplazo á don Navigio Soto, hombre fiel,
probado y competente... Don Navigio no quería, se
aferraba á su prometido escaño de senador, pero yo
le convencí, asegurándole que lo tendría siempre y
cuándo le diera la gana, que el partido esperaba de
su patriotismo tan gran sacrificio. ¿Qué hará Salga-
do ahora? aliarse ú los ordenistas : y bien, poco me
importa ; una joroba, por grande que sea, poco puede
pesar en la balanza. Ho aquí lo que hemos realizado ;
— 112 — |
la elección de Soto no tardará en completar nuestra
obra... ¡No lo hubieras hecho tú mejor, gran Wás-
hington ! no, no lo hubieras hecho : tú habrías estu-
diado en este librejo inútil, la Constitución, si traía
algún artículo que te autorizaba para proceder con-
tra el gobernador rebelde, y si no lo traía, te queda-
bas mano sobre mano, ¡ qué pobre diablo eres, Wás-
hington, que necesitas de cartilla para gobernar!
aquí, en la República Argentina, estamos más ade-
lantados : ocurre un caso, como éste, por ejemplo, y
aunque la Constitución no lo permite, el interés del
partido lo exige, y afuera con el gobernador. A mí
me parece de todo punto imposible regir un Estado
con la Constitución en la mano, aplicando sus dispo-
siciones á cada caso tan estrictamente que ni ajuste
ni desborde ; no, señor, en teoría es muy bonito, pe-
ro en la práctica... Ya ves, si no lo echamos á Salga-
do, nos arma un caramillo de mil demonios en el
Interior y nos trastorna toda la República, y sin em-
bargo, la Constitución no previó que podía necesi-
tar el Presidente deshacerse de gobernadores ambi-
ciosos, y no dice palabra al respecto... Por supuesto,
que tú saldrás con la antigualla que había que dejar
á la opinión expresara su fallo en nuestra divergen-
cia : sólo los débiles acuden al arbitraje ó los timora-
tos; con el ejército de la Nación á la mano, no hay
Olimpos que asusten. ¿A que no chista ahora? va á
resultar que todas sus bravatas eran para imponer
sus condiciones de venta, que no quisimos aceptar...
Desengáñate, W¿shington, ¡estás muy viejo! ¿quién :
gobierna ya con cartilla, hombre? Además, apuesto
doble contra sencillo que si vinieras tú por estos ba-
rrios, y estudiaras nuestras costumbres, y vieras que
aquí no hay partidos de principios sino partidos per-
sonales, no hay lucha de idea contra idea, sino de
— 113 —
hombre contra hombre, echarías tu puritanismo 4
la espalda y adoptarías nuestro singularísimo siste-
ma de gobernar; porque estos americanitos del Sud
no son como los tuyos del Norte, graves, sesudos,
celosos de sus derechos : son indolentes, rutinarios,
que todo lo desearan ver hecho por mano ajena, ami-
gos de placeres y quimeras, señoritos ricos, pongo
por caso, que dan á administrar su hacienda, por evi-
tarse quebraderos de cabeza, y alegremente van gas-
tando capital y renta, hasta que no queda un centa-
vo, y entonces se vuelven contra el administrador y
se hacen revoltosos y se ponen insufribles. No diré
yo que sus administradores sean muy correctos, pero,
¿quién, sino tú, gran Wáshington, está exento de
cargo y tiene el alma bastante fuerte para no flaquear
en las alturas del poder? por eso, no queda más re-
medio, para sosegarles, que el látigo de la dictadura :
aplicar la Constitución sería poner una cataplasma
fría... Pasea tus ojos por esta América y verds cómo
todas sus repúblicas gimen bajo dictaduras más ó
menos militares y más ó menos disfrazadas, pero
dictaduras en el fondo, en el carácter, en los medios
y en las tendencias... ¡Wáshington! convéncete : '
más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la
ajena; tú, con toda tu cordura y tus miramientos,
no nos habrías apartado del camino la joroba de don
Olimpo, y observa lo diestramente que lo hemos he--
cho nosotros... Con doce provincias y el Presidente,
¿quién me tose?
Estaba tan pensativo el grande hombre, que mi-
sia Damiana no se atrevió 4 turbar el concierto de sus
ideas y se escabulló del despacho, diciendo muy
quedo : |
—Me voy, no quiero molestarte... hoy tengo re-
EL CANDIDATO.—8
— 114 —
unión extraordinaria de la comisión de la kermesse;
- mucho trabajo y pocas nueces.
Palabras que don Adrián no oyó, porque en aquel
momento le daba el busto la réplica de este modo :
—Hso que habéis hecho es simplemente un cri-
men, por más vueltas que queráis darle, ¿cuál es la
falta de Salgado? no prestarse á entrar en la liga,
por las razones a ó b, para imponer á la República tu
candidatura presidencial; pues, aunque otra más
crave fuera, sobre Salgado no podías poner la mano
porque la Constitución lo prohibe... ¡ah, gobernan-
tes prevaricadores, perjuros y raquíticos, que asal-
táis el poder para gozarle en provecho propio y no
en bien del país! tú mismo me lo has dicho : que á
ese gobierno que van á darte de la manera inicua que
en este país es uso, no llevas más programa que el
de negociar con la fortuna pública para aumentar la
tuya y llenar el bolsillo de tus cómplices, ¡ y todavía
quieres”sincerarte ! ¡ qué me vienes á mí con sofismas
para explicar y defender ese sistema vuestro de go-
Dee sin cartilla, como desdeñosamente llamas á
la ley suprema de la nación ! si la ciencia del gobier-
no es la más fácil, la más clara de las ciencias : llama
al primer hombre honrado, honrado, ¿eh? que pase
por la calle, y muestre en su fisonomía rasgos evi-
dentes de nobleza y energia, pónle la cartilla que tú
dices en la mano y siéntale de Presidente; ¡verás
cómo lo hace y qué lindamente desempeña su papel |
verás cómo, libre de las trabas de los circulos, de
“los compromisos de los amigos, deletreanda artículo
por artículo y aplicando el cauterio sobre la llaga,
cs la ventura de sus conciudadanos, os avergilenza
á vosotros todos y sube cien codos sobre mi cabeza.
Pero, vosotros, ¿qué habéis de dar más de lo que
dais? no, si mi espíritu descendiera sobre estas re-
— 115 —
giones, no había de contagiarse con vuestra peste
política : enseñaria 4 tus compatriotas 4 no seguir
á los hombres por ser tales hombres, sino por las
ideas que ellos representan ; 4 no deificar á los hom-
bres, porque los dioses no se discuten y á los hom-
bres hay que discutirlos; 4 no descuidar sus dere:
chos, porque nadie es mejor guardián de ellos que
- sí mismo... les enseñaría muchas cosas que ahora
olvidan, y por eso no salen de manos de la dictadura,
como los desordenados no salen de manos de los usu-
reros... ¿Sabes? en esta atmósfera yo me ahogo, veo
tales iniguidades y bajezas concertarse bajo mis. na-
rices que, aunque de bronce, me conmueven ; nadie
te tose en la República, doctor Eneene, ¡ pues, yo,
te escupo!
Don Adrián miraba al busto y el busto miraba 4
don Adrián con sus ojos cóncavos, y este diálogo mu-
do habríase ns si el ruido de la puerta, y
la presencia de un criado no lo interrumpe en su más
sabroso párrafo : era un gobernador, de los devotos,
que se anunciaba y entró, excusándose de la impor-
tunidad de la hora por la importancia del asunto,
y con él un ministro, un diputado y dos senadores,
todos los cuales parecían lo que eran y eran lo que
parecían : el gobernador, de piel amulatada, melena
y perilla cerdosas, manazas ordinarias y arreos de
palsano endomingado, tenta más trazas de mayordo-
mo de estancía que de gobernador ; el ministro era
un jubilado de la Nación, y eso que ni por delante
ni por detrás mostraba lisiadura alguna, como no fue-
ra en la conciencia, y eso que no era viejo, y eso
que era ministro; el diputado, con la marca de co-
mercio, de propiedad oficial, grabada en su persona
y en sus palabras, y ambos senadores con sefas par-
bioulares tan parecidas á las del gobernador, que era,
— 116 —
- imposible ó no fueran parientes, ó no fucran antes
gobernadores, según la evolución política consagrada.
Sentados en rueda todos seis, discutieron largamen-
te acerca de las consecuencias, próximas y remotas,
del derrocamiento de Salgado : el decreto de inter-
vención quedaba extendido, á la firma del Presidente,
y la orden secreta dada al interventor de elegir ¿ So-
to... ¿sería de temer, como se anunciaba, la cólera
de don Olimpo? porque extraordinario parecía que,
caído del gobierno, en vez de correr al campo y ar-
marse y pelear, tranquilamente marchó á la estación,
y á la capital se venía tan fresco : el señor ministro
mostró el telegrama en que se le notificaba la par-
tida del endemoniado vejete.
—Le temo más aquí que en Córdoba—dijo don
Adrián,—de seguro viene á ver á Ordenado, á concer-
tar la resistencia.
—Pues yo aquí no le temo—contestó el ministro,
—aquí se le puede vigilar, y prender, si es preciso :
á la ratonera viene por sus pasos contados. .
Los otros sostenían esta tesis : que Salgado, sin el
Ane era un cero á la izquierda y al general no
e llevaba más contingente que el de sus rencores ;
en estas condiciones, y poniéndose en lo peor, los su-
cesos de Córdoba no harían sino precipitar la gesta-
ción de los planes ordenistas y abortar la revolución... -
—Porque observe usted, doctor—deciía el dipu-
tado... -
—Reflexione usted un poquito, doctor—decía
también el más lenguaraz de los senadores...
Hablaban á un tiempo, muy acalorados, y para
hacerles callar el doctor Eneene echó en medio de la
refriega el nombre del Presidente.
—¿ Cuál es la opinión del Presidente?
Y el ministro contestó que el Presidente juzgaba,
— 117 = |
la situación muy delicada, pero fácil de dominar +:
todo dependía de que don Navigio Soto fuera hombre
capaz de hacer en Córdoba lo que Salgado no habla
querido hacer.
—$Í que será—afirmó don Adrián,—no moverá
pie ni mano sin el visto-bueno correspondiente, y más
no se necesita para que todo marche como sobra
ruedas. | |
—Además—prosiguió el ministro—seguimos tan
de cerca 4 Ordenado, que apenas le dejamos respi-
rar : anoche se han tomado presos á dos oficiales del
regimiento 15 de infantería, que están en el complot,
y esperamos arrancarles revelaciones importantes ;
al coronel Zeta, uno de los jefes más comprometidos,
le echaremos el guante al primer descuido, ¿qué
más ? el decreto de estado de sitio está ya montado y
apuntando : mientras los ordenistas se ocupen en pa-
sear á su santo por las calles y en hacerle novenas
y echarle flores y sermones, pasatiempo inofensivo
é infantil, les dejaremos tan entretenidos ; pero, si
de tontos quieren pasar á vivos, y el castaño claro se
pone castaño obscuro, y conspiran en serio, ¡fuego!
Bien se notaba que no era manco el señor minis-
tro (aunque jubilado) ; el gobernador se reía, cayén-
dole la baba, no de gusto, sino de vicio, y 4 secar
la chorrera de la levita acudía con pañuelo de lien-
zo tan tieso, que sin duda llevaba almidón...
—¡ Ja, ja! ¡nunca tal vi! ¡andan aquí con Or-
denado como en mi tierra con el Cristo del Amparo;
señor, qué devoción ! la función del domingo me di-
virtió mucho, muchísimo.
Dos horas duró el conciliábulo, y en él se convi-
nieron medidas trascendentales para la marcha del
partido eneísta, que después de pasadas á consulta
del doctor don Francisco de Paula Trujillo, serían
| — 118 —
elevadas % la aprobación del Presidente, jefe Único,
en su calidad de tal, y reconocido, del supradicho par-
tido; el baboso gobernador aseguró, bajo su fe de
caballero (no sé los quilates de crédito que tendría y
así no lo consigno) que en la provincia de gu mando
las tales medidas, tendentes á neutralizar las ma-
niobras de Salgado y aniquilar la acción del gene-
ral, se aplicarían con el rigor debido, y que sus mun-
sos insulares no las necesitarían.
—Estos ordenistas gritones no se usan por allá—-
repetía salivando en contorno ;—tienen un diarucho,
que apenas alza el gallo, le corto las alas; y están
tan hechos á la obediencia pasiva, porque mis ante-
cesores fueron de buena muñeca, como yo, que us-
ted, doctor, les lleva de las orejas, propiamente co-
mo á niños de escuela.
- Muy entusiasmado, apoyaba don Adrián :
—Pues es usted el más feliz de los gobernadores'*
llevar así las riendas de un pueblo que no es duro
de boca, constituye la más grata y regalada de las
tareas ; pero, vaya usted 4 domar á los porteños...
El ministro era porteño, y así mismo, con gesto
de asco y horror, volvió la cara y levantó las manos,
muy sanas y válidas (aunque jubilado) é idéntico ade-
mán ejecutaron los otros, como diciendo :
—Quite usted allá, doctor, y no miente á tales in-
gratos, desamorados y malos patriotas, que no se des-
pegan de los faldones de Ordenado; pero observe
ue no todos los porteños son iguales, señor doctor :
fije sus ojos benignos en nosotros y aprenda á dis-
tinguir el grano del gorgojo y se dará por convenci-
do que también hay re sumisos y blandos, dis-
puestos á poner sus destinos y sus orejas en sus ma-
nos poderosas...
lase en la escalera ligero rumor de pisadas, roce
rm 119 —
de vestidos, voces de tiple, risas y abáñiqueo, como
si muchas mujeres subieran ó bajaran ; ya el gober-.
nador, cuyas anchas narices de mulato se in y
venteando la delicada caza, había preguntado si aqué-
lla era la escala de Jacob, porque, aunque no se
veían, se adivinaban que eran ángeles los que así
andaban alborotando. i
—Es mi mujer—informó don Adrián,—que tiene
hoy reunión extraordinaria de la comisión de su Asi-
lo; muy lindas damas, señor mío...
—Hago moción para pasar á cuarto intermedio—
dijo el diputado.
—;¡ Apoyado l —contestaron los otros, el goberna-
dor babeando más que nunca, de gusto esta vez.
Y dejando la suerte de la: patria á medio redon-
dear, se pusieron tras la cortina : el visillo de tul per-
mitía ver pasar por el recibimiento las elegantes da-
mas del Asilo del Sauce : allí se detenían á dejar sus
sombrillas en el perchero, 4 echar una ojeada al espe-
jo ó á concluir el pespunte de una es. Al go-
bernador, por ser forastero, dábanle los nombres de
las que entraban :
—Esta es la de Fulánez, aquélla la de Mengé-
nez... la del sombrero blanco es la de Soto...
—;¡ La mujer de don Navigio! pues no ha tenido
mal gusto el muy trapalón : un gato viejo de su pe-
laje con este ratoncillo monísimo...
—No, hombre, si la mujer de Soto no es la del
sombrero blanco; ésta es Florita Soto, sobrina de
don Navigio: su mujer es aquella que sube tan so-
focada..
—-¿ Aquélla? pues le compadezco, ¡ pobre colega
mío! ¿qué se hará él con tanta carne? ¿y ésta sal-
tarina? ¿y la otra rubia, que está de hociqueo en el
rincón con la del turbante?
— 12 —
—Láa saltarina es la señora de La Llave...
—¿No podría yo formar parte de esta encanta-
dora comisión ?
—BÍ, como socio protector: pronto verá usted
llegar á los socios protectores, que tienen á su cargo
auxiliar á las damas en la organización de la ker-
messe.
—Mi querido doctor, yo no soy curioso, y se lo
probaré retirándome del cristal tan pronto asome en
la escalera la primera silueta masculina...
Mientras estos señores olvidaban, en la contem-
plación de la mujeril concurrencia, los gravísimos
asuntos que esperaban pronto remedio de su sabio
consejo, misia Damiana, con bata de larga cauda,
de merino azul pálido y encajes blancos, y á pesar
de la hora y el traje, mucha pedrería en manos, pe-
cho y orejas, recibía en el gran salón, acompañada
de Alcirita.
—Buenos días, amiga mia, ¿qué tal? puntualí-
sima, como siempre. Adiós, Florita, ¿y tu mamá?
adelante, señora, siéntese usted.
El besuqueo no cesaba : habian arrimado las si-
llas á la pared, como si fueran á bailar, y puesto, en
un ángulo un pupitre, preciada joya de ebanistería,
con recado de escribir ; los stores de seda filtraban
una luz discreta, suficiente para no andar á trope-
zones y evitar sus habladurías respecto de la enha-
rinada cara de misia Damiana, de los frescos retoques
de Alcirita y de las pinceladas que, con mayor ó me-
nor maestria, les hubiera venido en gana darse á
las socias del Sauce. Aquella señora tan saltarina de
La Llave, que caminaba como chingolo retozón, es-
taba armada de un ¿impertinente con rabo de carey
y para ella no había detalle, que, aun velándose en
la sombra, consiguiera pasar inadvertido : el objetivo
— 19291 —
de su curiosidad era misia Damiana, tan morena,
tan rechoncha. |
—$1 parece un Judas—dccía ¿4 Florita Soto su
vecina, —¡ de azul y blanco! creerá estar más en ca-
rácter, como Presidenta futura, ¡qué risa! ahora
calgo : ¡se ha pintado una ceja más alta que otra !
ya dije yo al entrar ; pero, ¿qué demonios tiene hoy
esta señora? algo de mefistofélico, de raro. Y es eso,
las cejas desiguales.
Florita se reia con mucha gana, y hacia variar
la dirección del malévolo instrumento.
—Mire usted allí... mire usted allá... fíjese us-
ted, detalle por detalle, y dígame con franqueza si
encuentra algo de particular en la pavera, ¡qué na-
riz | ¡qué boca! ¡ qué ojos!
—;¡ Horrible ! ¡¡ horrible 1! ¡¡¡ horrible! ! l—repe-
tía la de La Llave marcando cada defecto,—y sin em-
bargo... ¡ah! ¡qué hombres !
Muy bajo dió Florita la noticia que Perico Truji-
Ho, despedido, según decían, por la de García Luces,
volvía al redil de la de Eneene.
—De él no lo extraño, porque anda buscando no-
via con pesos... pero, verá usted cómo Alcira acepta
de nuevo sus galanteos, y mo porque le quiera, «por
vanidad.
—¿ Y Castorito? ¿no aseguraban que era el pavo
vencedor?
—El pavo de semana, dirá usted ; á Castorito le
tocó estar de servicio la semana pasada ; ésta va ú
ser dedicada á Trujillo, el pavo pródigo... |
Todas las damas, que no pasaban de diez, se ha-
bían sentado, misia Damiana delante del pupitre, la
de Soto, la gordinflona esposa de don Navigio, fren-
te á la de La Llave, con quien estaba de pique por
causa de añejos chismes y cierto pleito ruidoso que
— 199 —
cortó las amistades de sus cónyuges respectivos, las
otras diseminadas, abanicándose fuerte, mirándose -
de reojo, en busea del punto vulnerable para clavar
el alfilerazo de la crítica, algo aburridas porque los
caballeros auxiliares, poco galantes, se hacian espe
rar : eran las nueve y media, la cita estaba fijada pa-
ra las nueve, y ellas, cosa inverosímil, habían sido las
primeras en llegar: ni Montesol, el simpático cro-
nista de El Cotidiano, el más leido, comentado y cele-
brado de los escritores argentinos (sin agravio sea
dicho para don Buenaventura Luces) se mostraba
en su puesto, pronto el lápiz para tomar apunte fiel
de nombres, trajes, Joyas y detalles al menudeo, que
él adornaba después á las mil maravillas en su delei-
tosa revista, ¿dónde estaba Montesol? ¿mo venía
Montesol? Precisamente la de La Llave que, entre
paréntesis, era una real moza, estrenaba aquel día
una toilette de mañana, de corte parisién, y no que-
ría sentarse hasta que no entrase el cronista, 4 fin de
darle en los ojos la primera; ya jugueteaba en sus
labios la frase : |
—¿Qué: tal, Montesol? ¡ por Dios! no se fije us-
ted tanto en mi totlette, que no tiene nada, absolu-
tamente nada de particular.
Y Flora Soto, señorita que á los treinta pisaba
los talones, y bajo nigún concepto quería ser olvi-
dada, pues cuando no vela su nombre en la crónica
social sufría un acceso nervioso, con impaciencia
murmuraba :
—1 Si no estamos más que nosotras! pocas reso-
luciones podremos tomar, no viniendo los caballeros.
—Vendrán, hija—contestó la otra, —la demora
pase, pero la falta... sería imperdonable.
Acercóse Alcira, y fué recibida con la más cordial
Sonrisa.
-——bó de lancear
— 123 —.
«—Escucha, Florita, vamos $ convenir nuestra
proyecto de pabellón : tú no quieres de india fuegui-
na, ¿verdad? bueno, ¿qué te parece de alsaciana ?
—¡ Ay! horrible, esos lazos negros en la cabeza
no sientan. j
—¿ Y de napolitana ?
—¡ Muy ordinario! de japonesas, de japonesas.
—¡ Quita allá! muy vulgar... Yo he ideado un
proyecto encantador: mira, nos vestiremos de la-
bradoras valencianas, con falda de lana azul y ter-
ciopelos negros, delantal de tul, pañolito con galones
de oro y lentejuelas, peinado de castaña y alfileres
de perlas... el pelo partido al medio, con cortinillas +
¡es divino! el pabellón será de forma rústica, y ven-
deremos chufas, naranjas y flores, ¿qué te parece?
—;¡ Perfectamente ! ¡ precioso! ¿y quiénes van al
pabellón ?
—Pues... tú, yo, las dos de Fulánez...
—¡ Qué lástima—observó la de La Llave,—que
Jovita y Elena García Luces guarden luto! con ese
traje estarían para comérselas.
Esta salida dió pie 4 Alcira para contar con mu-
cha reserva, después de pedirlas no lo dijeran á nadie,
que en casa de García Luces había encontrado ya
por tres veces 4 un doctorcito Hierro, que ella jura-
ra festejaba ¿4 Jovita y 4 quien Jovita ponía muy
buena cara : ¡ella tenía un olfato para descubrir es-
tos gazapos !
—¿Es uno morenito, bastante feo? — preguntó
Plora. |
—Sí, bastante, de sobra; ¡ y sin un centavo!
—¡ Jesús |
Las dos se cubrieron con el abanico, y la pavera,
moviendo más que nunca el hociquito de conejo, aca-
al desgraciado con esta frase .:.
— 124 —
—Y por añadidura, poeta... ¡ y ordenista Í
—¡ María y José ! —exclamaron las otras con ma-
yores aspavientos.—¡ Qué mal gusto y qué mala ca-
beza! cuando, bella y rica, tenía el derecho, que no
todas lo tienen (Florita suspiró) de escoger al más
pintado.
Misia Damiana decía :
—¿ Y esos caballeros? van á hacernos perder la
mañana. |
Alguien entró, y al volverse todas,” vieron á mi-
sia Florinda, la de Luces, con unos crespones negros
que lamian el suelo, tan sofocada que apenas podía
hablar.
—¿Soy de las últimas? no lo extrañen ustedes :
¡ si creí no poder venir! en este momento se duerme
Justito; vestida, como ustedes me ven, he tenido
que darle su biberón y hacerle dormir, porque si le
dejo en brazos de la niñera, pega fuego. Después,
Ramoncito, el tercero, jugando en el patio se cayó y
casi se me parte la cabeza el ángel. Yo decía : está
de Dios que no iré á la reunión ; lo hubiera sentido
de veras: ú diversiones dejaré de ir, por mi luto y
mis quehaceres, pero cuando se trata de ejercer la
caridad... ?
Saludó á diestro y siniestro, y fué á sentarse cer-
ca del pupitre de la señora de Eneene, con quien
trabó al punto porfiado diálogo, describiendo, sin que
ella se lo pidiera, todos los extraños y variados sín-
tomas de la enfermedad de Justito.
—Usted no se imagina, señora : hemos llamado
á todos los médicos, y ninguno da en el clavo ; que
este jarabe, y esta tisana y estos polvitos, y el niño
cada vez peor. Hay día que le da por dormir y otros
por no dormir, ya tiene hambre y ya no come cosa
alguna... ¿y las niñeras? ¿qué me dice usted de las
-”
— 1295 —
niñeras? ¡asómbrese, amiga mía! ¡ayer encontré al
niño con una tajada de melón en la mano!
Misia Damiana creyó deber expresar su asombro
la una gran voz, que hizo ladear á todas la ca-
eza. |
—¡ Melón! ¡comiendo melón! querida amiga,
¡ qué descuido!... ¡ah, señores, al fin! tardíos, pero
seguros.
Algo confusos, y excusando su falta de galantería
de la mejor manera, se presentaron dos caballeros,
de americana negra y corbata azul de lazos flotantes,
viejos verdes muy lustraditos y perfumados, y trea
más, solterones con tanta fachenda como un pollo ;
al mismo tiempo, escuchóse clamoroso glú glú y to=
dos los pavos de Alcira invadieron el salón, los siete,
Periquto Trujillo á la cabeza, luego Castorito, otro
rubio ceniciento, con una pelusilla dorada sobre el
pico, digo, sobre el labio superior : los había blancos,
negros del todo y pardos. Bajo el impertinente de la
señora de La Llave pasó la manada entera, y los
indiscretos cristales decían á su dueña :
—Castorito trae hoy muy mala cara, ¿le habrán
desplumado esta noche... en el club? ¡cómo aletea
Trujillo alborozado en torno de la amable pavera!
ella parece que le regaña y él da saltitos y mueve la
cabeza, ¡qué encerrona más bien ganada, para que
aprenda á no volar del corral otra vez! los demás le
observan con enfado, ¡y Castorito tiene unas ganas
de plantarle un picotazo! y todos, porque están muy
huecos, señal evidente de irritación en ellos... ¿No es
Montesol aquel que asoma en la puerta de entrada?
¡ sí, es Montesol! no mira hacia acá: está mirando
á la señora de Soto, que se ha puesto un sombrero...
¡qué bridas tan mal anudadas! ¡y qué flores tan
chillonas !... ahora se vuelve y habla con la de Men-
— 126 —
gánez, que está á su lado, y la de Mengánez y ella
revolotean los ojos...
La bella dama retiró el lente, porque le pareció
que su enemiga se mostraba importunada por la ins-
pección de que era objeto, y no deseaba provocarla.
—Su tía está muy nerviosa—dijo 4 Florita.
—No haga usted caso; es porque charlo con us-
ted, ¿y qué? ¿4 mí qué me cuenta la señora tía?
—Hija, seguro que sé lo contará á su mamá.
—¡ Qué miedo! ¡ay! ya tiemblo de llegar á casa.
Reíanse ambas; y de repente, como pasara el
Trujillín y el instrumentito revelador denunciara la
fea cicatriz de la mejilla, Florita refirió, tras el aba-
nico, la verídica historia de aquella herida : durante
la última jira política del papá, en un poblacho que
se llamaba Ombú, le recibieron $ pedradas y hasta
quisieron asesinarle; ya tenía el gaucho malhechor
levantado el facón para abrirle por medio, cuando
Periquito se echó sobre él; y luchó hasta desarmar-
le, salvando la vida de su padre á trueque de aquel
araño.
—¿De veras?—decía la de La Llave siguiendo
al Trujillín en su paseo, —¡ parece mentira! ¡es un
pavo guerrero entonces! no hubiera creído á ningu-
no de su especie con.tanto brío... Montesol, ¿cómo
está usted ?
El simpático cronista se inclinaba amablemente,
y las dos, con refinada coquetería, ensayaban la son-
risa más graciosa, la mirada más seductora...
- —Tan galante como de costumbre—contestó Flo-
tita al primer cumplido, hecha un almibar.
—No diga usted, Montesol—repetia la otra,—
¿encuentra chic mi toilette? no vale nada... es de
Paris... pero no lo cuente usted en El Cotidiano,
— 127 —
¿eb? porque es usted el hombre más indiscreto del
mundo.
Se impuso silencio, pues la señora de Eneene
había dado comienzo ú la lectura de ciertos docu-
mentos que á la comisión del Asilo interesaba co-
nocer; luego, de ciertas cuentas que era urgente
aprobar, y se aprobaron, y en seguida se abrió la
discusión sobre la mejor manera de organizar y ha-
cer productiva la proyectada hkermesse: aparte el
dejo catamarqueño, era misia Damiana, muy ver-
bosa, y se hilvanaba unas tiradas oratorias, que para
sí las quisieran muchos señores diputados ; con frase
clara expuso el estado actual del Asilo del Sauce :
renta escasiísima, entradas nulas, salidas múltiples,
producto del concierto A agotado, producto de la
subscripción B agotado, producto de otro concierto
y de otra kermesse, agotado, todo agotado, en esto,
en lo otro, presentes estaban los comprobantes...
todo agotado, menos el ardor caritativo de la digní-
sima comisión, que había resuelto hacer nuevo lla-
mado al público bonaerense, cuya bondad y cuya
paciencia no se agotaban nunca. Era necesario cons-
truir una sala bien grande, bien ventilada : los vein-
ticinco huerfanitos en las dos pequeñisimas que exis-
tían, estaban como sardinas en estiba ; otros tantos
solicitaban entrada ; las habitaciones de servicio ne-
cesitaban serias reparaciones ; los altares de la capi-
lla no tenian el dorado todavia...
—¿Con qué fondos vamos ¿ emprender estas
obras tan indispensables? — preguntaba la señora
presidenta.
Y como repitiera la demanda: ¿Con qué fondos ?
la de La Llave contestóla así, para su vecina :
—Pues con los suyos, señora mia; meta usted
la mano en su bolsa repletita y saque lo suficiente
$
— 128 —-
para dotar de esa sala grande y ventilada al Asilo
del Sauce, que esta erogación no la hará á usted ni
más pobre ni más rica, y deje de moler al público
con petitorios y á nosotras con fandangos, que ya
aburren. ¿No le parece á usted, Florita? precisa-
mente, mi marido me lo decía, antes de salir : «¿Otra
funcionita de caridad? si esto sigue, tendrán ustedes
que edificar un asilo para los donantes, después de
desvalijados ; todos los días me llegan listas y car-
tas y localidades de teatro : la verdadera caridad no
es eso que ustedes hacen : la verdadera caridad con-
siste en dar cada cual lo que quiera y pueda dar, sin
que se entere la izquierda de la acción de la dere-
cha, ¿desea la señora de Eneene proveer de cama,
pan, educación y vestido á veinticinco huerfanitos?
perfectamente, bien rica es para hacerlo, y hasta á
cincuenta y á cien. Eso sería más meritorio á los
ojos de su Dios, que todo lo que organiza, al solo
objeto de divertirse y ostentar los sentimientos de
que carece. Pon atención : el día que cada rico hi-
ciera esto, el que más, más, y el que menos, menos,
se acabaron el socialismo y todas las plagas que la
vacuidad del estómago engendra.» ¿Es esto hablar
en razón ó no, Florita? Sí lo era, no solamente para
la chica de Soto, sino para toda la aristocrática asam-
blea, que no lo decía en voz alta, pero rumiábalo allá
en sus adentros. |
Y como nadie contestaba, la señora presidenta
insistía en su pregunta : ¿Con qué fondos? toman-
do el partido de dar ella misma la respuesta :
—No hay más remedio, señoras y señores, que
acudir nuevamente al público; pero como otras aso-
ciaciones análogas á la nuestra vienen haciéndolo
con pesadez desde principios de año y de enero á
enero es traido y llevado por la caridad, y acaso en-
| — 1299 —
contráramos en él asomos de fatiga, es preciso in-
ventar algo nuevo, algo peregrino, que pique su cu-
riosidad y le atraiga; es preciso que' nuestra ker-
messe no sea como todas las kermesses. Tenemos
varios proyectos y voy á presentarlos á vuestra con-
sideración... pero antes, permitidme que insista en
demostraros la urgente necesidad de reparar nuestro
Asilo y la carencia de fondos para repararlo : la dig-
na tesorera, señora de Luces (profunda reverencia
de misia Florinda) os ha expuesto, por mi conducto,
el estado de los libros y de la caja: unamos, pues,
nuestrog esfuerzos para que la situación del Asilo
del Sauce sea más próspera, gracias á los caritativos
sentimientos del público de Buenos Aires. He aquí
los diferentes proyectos de que acabo de hablaros...
Enumerólos, y alrededor de cada uno de ellos,
se empeñó reñidísima discusión, en que el femenino
cotorreo llegó á ensordecer : los caballeros auxiliares
callaban y sonreían, y sólo cuando algún abanico,
demasiado elocuente, se ponia bajo sus narices, da.
ban su opinión de acuerdo con la exaltada vecinita.
La de Fulánez se enfadó seriamente porque una
moción suya, insignificante, fué rechazada, y decla-
ró que ella no asistiría á la fiesta, ni sus hijas se
mostrarían en el pabellón valenciano; 4 implorarla
cambiara de resolución, acercóse Alcira, pero ella
no cejaba : A
—HFigúrate, Alcirita, que quieren...
- —Ya se arreglará todo, señora.
- —Pero no á gusto mío : yo no estoy por el juego de
caballitos ; me parece poco moral, poco decente, un
- cebo para los viejos y un peligro para los jóvenes.
—Y si la que ha de atenderlo es una que yo co-
nozco...—apoyó la de Soto arrojando el dardo del
EL CANDIDATO.—9
— 130 —
lado donde la señora de La Llave charlaba con Mon-
_tesol y TFlorita.
—;¡ Claro !—repuso la de Fulánez,—si el proyec-
to no puede ser sino de ella.
_. —No hagan ustedes cáso: si va gente, ¿qué
importa lo demás? |
Mucho trabajo le costó, pero convencióla al fin;
una voz dijo : |
—¿ Y en la confitería? que se lea la lista de las
damas que atenderán la confitería.
Misia Damiana leyó la lista, y apenas la de Men-
gánez oyó su nombre, saltó diciendo que por todo
el oro del mundo ella no quería ir á la confitería,
y con acento trágico, extendiendo la enguantada
mano hacia la señora presidenta, exclamó :
a Muchas "moscas, amiga mía, muchas mos-
cas!
El dulce estaba demasiado pasado de punto y
de días, para que el goloso insecto lo buscara ;. asi-
mismo dióse sosiego á la asustadiza jamona colocán-
dola en otro sitio, y del jardín hubo que sacar á dos
damas que padecían de jaqueca, y no temían ni á
. las moscas ni á los moscones de la confitería. lio
único que no dió lugar á protestas ni á observación
alguna, fué la proposición de la señora presidenta,
de eximir á las damas y caballeros de la comisión del
pago de la entrada : todos los abanicos se abatieron,
en signo de universal acuerdo, y la de Fulánez, viu-
da millonaria, reforzó su voto con esta frase :
—¿Por qué hemos de pagar nosotros, sl somos
los artistas de la compañía ? |
La alborotada asamblea aprobó, por último, to-
dos los proyectos que á su deliberación se sometie-
ron : resultando, según la opinión de algún señor
auxiliar demasiado sincero, que la kermesse del 15
— 131 —
de mayo en el Teatro Nacional, seria, sencillamen-
te, como todas las kermesses; opinión que compar-
tía el insigne Montesol,:aunque, menos sincero, se
guardaría bien de decirlo en El Cotidiano y afilaba
su lápiz, por el contrario, para contar al público bo-
balicón que el éxito de la soberbia fiesta estaba des-
de ya asegurado, con detalles aperitivos tan magis-
tralmente servidos que, aunque sin gana y á rega-
ñadientes, la gente se apresuraría á llevar'su óbolo
á las damas del Sauce.
Aparecieron dos criados correctisimos, perfecta-
mente descañonados, como es de rigor, trayendo el
uno chocolate con pastas, y el otro sandwichs, que
aquí llaman, y jerez. El glu glu de los pavos subió
entonces de punto, y no sé si al olor del oportuno
piscolabis, los personajes aquellos del despacho ol-
vidaron por completo el móvil importantísimo de '
su conferencia, y al salón se vinieron, detrás de las
orondas bandejas. |
Y en viendo al gobernador, dijo la de La Llave
á Florita Soto : |
—¡ Qué idea! si exhibiéramos á ese caballero...
veinte centavos la entrada: ¡sería el clou de la
fiesta l
— 132 —
vI
Como cómicas que van á ensayo, al Teatru Na-
cional acudían diariamente misia Damiana y su ele-
gante escuadrón de damas, y las horas se pasaban
- lidiando con carpinteros y tramoyistas, mientras el
puchero quedaba en casa sin espumar y á los niños
no se los llevaba el diablo, porque este buen señor
no puede traficar con almas infantiles; la misma
misia Florinda, á pesar de la cancamurria de Justito
y de la seguridad de encontrar á su vuelta más de
un doloroso chichón en la cabeza de alguno de sus
ángeles, no dejaba de echar su vistazo y su puntada.
Y no estaban poco satisfechas y hasta orgullosas las
damas de su originalísima inventiva y de la destre-
za de los obreros: en un santiamén, por arte de
magia, se alzaron las más caprichosas construccio-
nes; una pagoda con sus techos puntiagudos, sus
campanillitas y el idolo monstruoso sentado á la tur-
ca, los carrillotes inflados, la boca fruncida y el vien-
tre enorme, desbordando sobre las rodillas, retrato
exacto, según el maligno juicio de la señora de La
Llave, de la propia misia Damiana... Luego, casitas
holandesas, que parecían robadas de una caja. de
juguetes; cabañas cubiertas de nieve, que daban
frío sólo de mirarlas; pabellones de diversa forma,
y guirnaldas y banderas por todas partes : se habla,
igualado el piso y retirado todas las butacas, for-
— 183 —
mando así espléndido salón, donde el público podría,
extasiarse ú sus anchas ; y por sl acaso no mostraba,
muchos pujos de admiración y curiosidad, El Oots-
diano había abierto una campaña de propaganda, en
que Montesol sudaba toda la tinta de la imprenta,
empeñado en probar y convencer á los papamoscas,
que pagoda más auténtica que aquélla no se ha-
llara ni en-la misma India; que la nieve de las ca-
bañitas era nieve de verdad, traída del Monte Blan-
co y conservada por un procedimiento especial ; que
el arquitecto de las alquerías holandesas era un fri-
són legítimo de Leeuwarden, sospechado de descen-
der de un tal que edificó cierto palacio para uno de
los Oranges, y mandado buscar expresamente por la,
infatigable comisión : si con todas estas cosas y otras
que, para mayor asombro de pasmarotes, inventaba
la famosa péñola montesoliana, el público no mordía
el anzuelo, era que ya estaba curado de kermesses,
y Ó se quedaba el Asilo del Sauce sin su sala grande
y ventilada, amén de las demás reformas indispen-
sables, 0 las bienhechoras excogitaban más ingenio-
sos medios para el logro de sus fines caritativos, Ó,
justificando el honroso título, introducían la blanca
mano en el bolsillo de terciopelo y cumplían su cris-
tiana misión como Dios manda.
En lo que Montesol no mentía, era en no darse
punto de reposo, para que la función resultara luci-
dísima, la señora presidenta y sus solícitas auxilia-
res; el santo día pasaban dando órdenes, vigilando
cada instalación, proveyendo todas las consultas,
venciendo todas las dificultades, como el mejor, más
competente y más celoso consejo de gobierno; co-
gida del brazo de la de Soto, misia Damiana balan-
ceaba sus caderas, y á pesar del hipo y el cansancio,
iba, volvía, gritaba, se enfadaba, al carpintero, al
—— 134 —
pintor, al papelista, corregía un detalle, daba una
idea y con todos enredaba de tal modo, que las obras
iban adelante con actividad pasmosa :
—Hay que estar en todo, amiga mia, porque al
primer descuido le hacen á usted una... Ayer, en la
gruta de la adivina, me encontré que las estalactitas
que cuelgan del techo estaban tan mal prendidas,
que sólo de rozarlas se venían abajo : después, en la
casita de la izquierda pusieron el balcón flojo, y la
puerta tan estrecha, que no podía pasarse sino de
lado... ¿adónde lleva ese hombre el ídolo de la pa-
goda? ¿á barnizarlo? ¡si ayer se le lavó la cara y
está tan flamante! ¡ay, amiga mía! sentémonos un
ratito, que esta lidia me pone nerviosa... Sí, buena
está la de La Llave : es una socia que no sirve sino
para revolucionarlo todo; á última hora se le ha
metido en la cabeza que la hemos de fabricar un
kiosco para sus caballitos y me ha venido con el di-
seño, no sin hacer cacarear antes á El Cotidiano,
que su linda persona, vestida de marquesa Pompa-
dour, venderá la sal al peso en un precioso kiosco de
tales señas, y ahí la tiene usted, armada del imper-
tinente, vigilando la construcción de su Monte-Car-
lo... Lo mismo que la cuñadita, ¡ qué jaqueca, amiga
mía, para darle su gruta concluida! ya era dema-
siado baja, ya demasiado alta, ya la habíamos puesto
demasiado retirada ; y siempre á las vueltas con el
pabellón valenciano, que le habíamos designado el
mejor lugar, porque Alcirita estará en él, ¡Jesús!
¡nadie, nadie creerá lo que cuesta organizar una
fiesta de caridad !... ¡ah! allí veo al de la luz eléc-
trica ; buen sermoncito le espera.
Según Alcira, era de lo más divertido aquellas
sesiones teatrales á puerta cerrada, en la sala obs-
cura, enorme, donde el vacio hace al eco más pavo-
— 135 —
roso, y así los pasos, el martilleo y las voces resue-
nan con doble estrépito : ella, Florita Soto y las de
Fulánez, dos chicas guapísimas pero algo lelas, tre-
paban escaleras arriba, se metían en el paraíso y de
tamaña altura echaban graciosas cuchufletas á las
atareadas mamás, Ó aplaudian, ó con los piececitos
tocaban el pan francés más revoltoso, como espec-
tadores que se aburren de la demora en alzar la te-
la ; se sentaban en los palcos, saludande y trabande
cofiversación con amigas imaginarias, y de repente,
aparectan del lado del escenario, en actitud de tra-
gedia, y decian y hacian muchos disparates. Rara
vez los señores auxiliares las sorprendieron en tales
travesuras ; pero, hubo ocasión en que una palmada
vigorosa y algún ¡muy bien! salidos de un pasillo
ó del fondo dela sala, hicieron eclipsar á las impro-
visadas actrices, tan corridas como si las hubieran
silbado. Curioseando en los feos recovecos de basti-
dores, salvaban trampas, rodeaban decoraciones pol-
vorientas y desde el primero hasta el último visita-
- ban los camarines, para preguntar á cada objeto los
secretos de la ponderada vida de artista :
—¡ Qué horrible es un teatro por dentro !-—decía,
Florita con los ribetes de filósofa, que le prestaban sus
treinta años, —¡ da miedo! ¡ y tan bonito que parece en
una noche de función al que mira de lejos ! estos lien-
zos con árboles pintados y palacios, que, así de cerca,
no se sabe lo que figuran y no muestran más que tor-
pes pinceladas, semejan, desde una butaca, colocados
en su lugar y con la luz apropiada, árboles y palacios
de verdad... ¡ y así son todas las cosas ! ¡ hay que mi-
rar dentro, para no salir engañados! A mí me ha
ocurrido envidiar á los artistas y decir : ¡qué felices
deben de ser, viajando siempre, riendo, cantando!
pues ahora que veo estas celdas tan feas, no creo que
e
sean tan felices como yo imaginaba, porque en el
teatro... y en el mundo, ¡todo es mentira !
Un suspirito, delator de escondido desengaño,
ponía punto final á sus reflexiones, y más serias,
volvían á la sala, cogían sillas y se sentaban muy
cerca del pabellón valenciano, su pabellón, donde
tantas conquistas esperaban hacer disfrazadas de
monisimas labradoras: ocupaba el centro, aislado
de las demás instalaciones, y era, indudablemente,
el más bonito de todos ; decía Montesol, que naran-
jos más hermosos que los dos de la entrada, no se
velan en la misma huerta de Valencia, así carga-
ditos de azahares y dorado fruto, y no hay que
nerlo en duda, pues eran de puro artificio... Sobre
el techo de paja había panojas de arroz, con arte
sumo dispuestas. Las niñas metían mucha prisa á
los obreros, y se dió el caso de sonsacar de la gruta
ó de la pagoda á alguno que pasaba por habilidoso
para el remate de importante detalle, lo que hubo
de provocar una batalla entre la señorita Dorinda
La Llave, preciosa adivina que conocía el pasado,
el presente y el porvenir por las rayas de la mano,
la de Mengánez, gran sacerdotisa de Brahma, y
aquellas labradorzuelas que, olvidadas de su mez-
quina condición, mandaban y ordenaban como gi
reinas se creyeran.
—¡ Ah! no—decía la encantadora maga,—hága-
me usted el favor, Alcira, de no meterse con mis
obreros, quebramos los f!atos; en mi gruta falta
mucho todavía : el trípode no está hecho, y ya ve
usted, una adivina sin trípode no se concibe.
—Es que...
—Paciencia, amiga mla.
—Los dias corren, Dorindita...
—También para mi. ,
— 137 —
Pero la señora sacerdotisa, que tenía un genio
endemoniado, llevó su queja hasta los pies de la
misma presidenta, acusando á'las revoltosas valen-
cianas de querer quitarle los acólitos que para el
culto de su dios necesitaba, y amenazando desertar
su sagrado cargo, si no se ponía remedio á tamaño
abuso : |
. —Cálmese usted, querida amiga—contestó la so-
focada misia Damiana,—ya sabe usted lo que son
las niñas : ellas quisieran ver concluido «su pabellón
en un decir Jesús, y no es posible... ¡ay! ¡lo que
cuesta organizar una función de caridad! Téngame
usted lástima, amiga mía, y déme una sillita, que no
puedo más... ¿Y no nos agradecerán nuestros huér-
fanos las penas que por ellos pasamos? ¿Y Dios, nos
lo pagará algún día?
Ligeras escaramuzas eran éstás sin importan-
cia; la gran batalla que llegó 4 darse fué entre la
señora de La Llave, la gentil marquesa Pompadour,
y la de Soto, su enemiga jurada, y he aquí el parte
oficial de esta acción de guerra : el kiosco de los ca-
ballitos estaba situado al lado de la confitería y en la;
confitería tenía el mejor asiento destinado la corpu-
lenta esposa de don Navigio, para descanso de- sus
fatigosos paseos con misia Damiana, y digo el me-
jor, porque era un sillón gótico, de estos que ponen
4 los reyes en las piezas de gran aparato, cuando
la escena figura la sala del trono, desenterrado de la,
guardarropía del teatro, y en él, con toda la majes-
tad requerida, se arrellanaba la señora y hasta des-
cabezaba un sueñecito, en medio del bullicio de los
trabajadores. Una vez encontró que su regio sitial
había desaparecido, é instintivamente... ¿quién po-
día ser sino ella, la descarada, la que á diario osaba
provocarla con palabras que ella no oía, es cierto,
— 138 —
pero que sus amigas tenian buen cuidado de traer-
la, y decía dle ella qué sé yo qué y qué sé yo cuán-
tos...? miró al kiosco de su vecina, y la vió repanti-
gada en él tan ricamente : la cultura social manda
callar en estos casos y la de Soto, á pesar de la cora-
jina de muchos días acumulada, se habría callado,
pero la sacó de quicio una sonrisilla burlona de la
marquesa, quien al mismo tiempo asestaba su lente
y parecía decirla :
—Fastídiate, lo he hecho adrede, para que ra-
bies; el que fué á Sevilla... Si estás cansada, te
sientas en el mango de una escoba,...
Encalabrinada, á un pintorcillo de aquellos, que
cubría de mamarrachos las paredes de la confitería,
preguntóle si sabía quién era el insolente demagogo
ue la había destronado, y no bien soltó la descome-
dida pregunta, del kiosco vino la respuesta en esta
forma :
—¿Su silla? ¿la ha comprado en algún remate?
—Decía usted...—exclamó entonces la de Soto
embistiendo á la marquesa.
—Lo dicho—contestó la otra con mucha calma,
—y no todo lo que usted se merece.
-— —¿Y qué me merezco yo? ¿se puede saber?
—No alborote usted tanto, que se pone muy co-
lorada... y muy fea.
—Bien se ve con quién trato : digna esposa del
pelafustán de su marido.
- —¡Pelafustán! ¡ Enrique velafustán | ¡el pela-
fustán y el trapalón y el bribonazo es su marido de
usted, don Navigio Soto, que arrastra la lengua don.
de otros ponen los pies |
—¡ Guaranga !
—;¡ Vejestorio !
Los abanicos se cruzaron, como dos espadas ;
— 139 —
del fondo de su gruta acudió Dorinda la adivina, la
gran sacerdotisa se dejó á su dios solito sobre el ara
santa, y las valencianas abandonaron sus maranjas
y sus panojas de arroz... El trabajo cesó en la in-
mensa sala, y los obreros todos rodearon á las aris-
tocráticas combatientes; á misia Damiana la tra-
jeron en volandas, y hubo que sentarla en el sillón,
causa del litigio, para que pudiera hacer oir su pa-
labra de concordia :
- —¿Qué-ha... qué ha pasado? ¡por Dios, Euge-
nia! (4 la de La Llave) esto no es creible, tratán-
dose de usted, de ustedes, Loreto (4 la de Soto),
alguna pamplina, por... por supuesto; el disgusto
me ha quitado la respiración : ¡ parecéis niñas !
La de La Llave en un grupo y misia Loreto en
otro, exaltadísimas, contaban la historia de lo ocu-
rrido á su gusto; la bella Eugenia decía :
—Ha llamado á Enrique pelafustán, y esto yo
no lo puedo sufrir, no lo puedo sufrir.
Y la de Soto:
—1 Navigio adulón! él, que es más altivo...
¿quién aguanta esto, quién?
Al fin se calmaron, y en el regio sitial quedó
la Pompadour triunfante, siguiendo, con su ¿mper-
tinente, el tardo paso de la señora presidenta y mi-
sia Loreto, que se alejaban.
Por fortuna, esta escena no tuvo de testigos á
ninguno de los señores auxiliares ; ellos venían algo
tarde, más para charlar, que para ayudar en cosa
alguna : después de las dos, todos los pavos de Al.
cira entraban, uno á uno, graznando las buenas tar-
des, y al pabellón del centro se dirigían, á marear á
las hacendosas aldeanitas : |
—Buenas tardes, Trujillo; buenas tardes, Cas-
torito, buenas tardes... estamos muy ocupadas, ¡ mi-
— 140 —
ren ustedes si adelantan las obras! casi concluido ;
¿qué bonito, eh? ¡no manosee esas hojas, Trujillo !
—¡ Ocupadísimas ! —repetía Flora—estudiamos el
dialecto valenciano : ya sabemos una frase muy lar-
ga... olga usted... ¡si se ríe de esa manera, no po-
dré! oiga: Parroquiá, ¿vol un got d” horchata de
chufes? está molt fresqueta. ¿Qué tal? no, Alcira,
no me he equivocado en una letra.
Los pavos abrían los picos de admiración y de
risa, y la mayor de Fulánez salía por este registro :
—Pues yo slempre me equivoco: con ese molt
no puedo, digo molto, en italiano, y de fresqueta
hago frasquetta. |
Había uno pardito muy presuntuoso, el número
5, que al Trujillin y á Castor, los dos rivales por el
momento en auge, no podía pasar ni con agua ti-
bia, y en conversación sospechosa que él les pillara
con la de Eneene, allá iba y metía la pata, les des-
alojaba á aletazos y no abandonaba el codiciado si-
tio, mientras ella no le despidiera á las claras :
—Váyase, Polo (se llamaba Apolonio), déjeme en
paz, me aburre usted, me cansa usted.
Sólo así se retiraba, mas no cesaba de rondar,
vigilando si los demás rivales sacaban mejor tajada
que él; y de repente, al lado de Alcira se plantaba
otra vez :
—A Castorito 'le concede usted cosas, que á mí
no quiere concederme, y también ¿ Trujillo; esto
no es justo, después pretenderá usted hacerme creer
que á nadie distingue, ¿por qué ha aceptado ese jaz-
mín de Castorito? ¡y usted, en cambio, le ha dado
un heliotropo ! ¡un heliotropo ! la más elocuente de
las flores : ¡sólo á ti miran mis ojos!
El placer mayor de la pavera, celebrado con
grandes risas gue sus amigas compartían, era en-
— 141 —
conar á los pobres animalitos, y obligarles á reñir y
al irascible Polo con Castor, al Trujillín con el nú-
mero 7, al 1 con el 2, y enzarzarles á todos en com-
bate de palabras, que, naturalmente, nunca pasaban
á mayores, pero dejaban su sedimento de rencor in-
deleble ; aquella tarde de la batalla entre misia Lo-
reto y la bella Eugenia, quiso Alcira, que estaba de
excelente humor, dar á las amiguitas una prueba de
la domesticidad de sus pretendientes, y asÍ, al acer-
carse los siete, y rodearla, como de costumbre, ex-
presó ella su sentimiento por haber perdido el aba-
nico, un abanico de seda blanca con varillas de ná-
car, y, detalle valioso, su firma autógrafa en el pa-
drón... ¿dónde lo habría perdido? ¿en la sala, en el
escenario, en los pasillos, en alguno de los palcos?
como por todos lados había andado, seguramente,
forzosamente, el abanico estaba en el teatro. Gran
consternación en la manada : ¡el abanico se ha per-
dido! ¿quién encontrará el abanico?
—¡ Yo !l—exclamó Trujillín el primero,—lo bus-
co, lo encuentro y lo traigo.
Frase cesariana que todos repitieron con revuelos
de alborozo, desbandándose al punto, Castorito para
zabullirsé en las profundidades del escenario, Pe-
rico para trepar al paraiso, Polo 4 los palcos de la
segunda galería, y los demás por aquí, por allá,
aguijoneados por el premio prometido, la posesión
del caro objeto, que guardaba los perfumes, las ea-
ricias y las confidencias de la señorita de Eneene...
¡Qué batida! ¿4 gatas, bajo las sillas, en los rinco
nes, detrás de las cortinas, con cerillas encendidas,
que luego se apagaban y tornaban á encender, entre
el mare mágnum de cajas, de telas, de herramientas,
huroneaban afanosos, sudando, jurando, rabiando ;
el temor de que el compañero fuera más feliz en la
— 149 —
infructuosa pesquisa, les quemaba la sangre, y por
instantes velase brillar una lucecita en el paraiso,
asomar la cabeza de. Polo por la baranda de un pal.
co, y á Castorito aparecer por el foro, al n.” 7 salir
de un pasillo, al 4 debajo de un banco, y descendía
la pregunta del Periquín :
- ¿Nada?
—¡ Nada! — graznaban todos á una, y seguían
busca, busca, busca...
Las chicas, entretanto, se relan con tal gana,
que Florita Soto pidió agua de azahar: ¡ja, ja, ja,
ja! aquel diablillo de Alcira tenía o el aba-
nico de seda y nácar, y mientras sus pobres anima-
litos se daban de testaradas por hallarlo, ella mos-
traba la borla dorada con jocosa cautela :
— Aquí está! que no lo vean... voy á tenerles
hnen rato buscándolo ; ; ¡pobrecitos! ¡cómo me quie-
ren! ¡Ja, ja, ja, ja! :
Pero la gran carcajada estalló cuando, reunidos
todos, fatigados, cubiertos de polvo y telarañas, Pe-
riquín con un desgarrón en el chaqué, Castorito con
abolladuras en el sombrero, Polo con manchas en los
pantalones, y aquel desgraciado n.* 7 con un regular
- chichón en el frontal, sacó Alcira, fingiendo sor-
presa, el abanico y abriólo delante de la: manada en-
bera :
—¡ Ay! qué cabeza... ¡si lo tenía en el bolsillo !
ustedes dispensen, ¡cuánto lo siento! de todos mo-
dos, muchísimas gracias.
¡ Qué reir entonces las retozonas valencianas !
corridos, los siete volaron ¿ limpiarse las plumas, y
la de Eneene se ahogaba :
—¿No os lo dije? me dan mucha lástima... ¡ pe-
ro, es muy divertido! ¿y es no tienen, no tie-
nen cría de pavos?
— 143 —
Las dos de Fulánez se pusieron coloradas, más
por la pregunta que por la risa, pero Florita contestó
con mucho desparpajo : |
—Yo no, hija, dan mucha guerra y son difíciles
de criar ; á lo mejor les sale pepita y se apestan...
—¡ Se la arrancas, mujer! ¡les pones ceviza y
vinagre, y tan guapos! |
El 15 de mayo, día de la inauguración, se acer-
caba, y la fiebre de los preparativos era cada vez
más intensa : el teatro parecía una colmena, en la
que no había más zánganos que los señores auxilia-
res, porque las damas, á la par de los últimos obre-
ros, aunque de guantes y sombrerito, trabajaban
sin descanso ; todas las construcciones estaban ter-
minadas, y se guarnecían ahora con los géneros que
el opulento comercio bonaerense había regalado : así
las tiendas, la confitería, el jardín, desbordaban de
objetos de lujo, de bucólica y de recreo, preparados
y presentados con tal arte, que estaban diciendo :
—¡ Compradme ! ¡ comedme!
Los clarines de Montesol continuaban alborotan-
do la gran ciudad :
—;¡ Señoras y señores, la kermesse del Asilo del
Sauce comienza el día 15, no lo olviden ustedes, el
día 15! no faltar, que hay allí reunidas tantas mara-
villas como no se vieron jamás ni en París, ni en Lon-
dres, y á admirarlas irá lo más distinguido de la so-
ciedad y también lo menos distinguido, pues de to-
dos espera una limosnita por el amor de Dios la in-
fatigable comisión de damas bienhechoras... ¡ Gloria
y honor á la señora Damiana Pérez Orza de Eneene,
Loreto M. de Soto, Eugenia A. de La Llave (estas
iniciales no sé lo que querrán decir, y á fin de no
incurrir en error callo su significado), la señora de
Fulánez, la de Mengánez, etc., etc., que con celo,
— 144 —
perseverancia y desprendimiento cristiano han sa-
bido organizar esta soberbia fiesta, que hará época
en los anales bonaerenses !... Vengan ustedes, seño-
ras y señores, entren ustedes... 2 pesos de noche,
1 peso de día : ¡abran la boca y la cartera !
Misia Damiana reventaba de satisfacción : la vís-
pera, el 14, día de ensayo general, además de los ar-
tistas y coro, se concedió la entrada, por favor es-
pecialísimo, al gran cronista de El Cotidiano á quien
correspondía la mitad del éxito de la jornada, á otros
colegas suyos, tan benévolos y simpáticos como él,
y algunas personas más, y por derecho propio al doc-
tor Rodríguez de Eneene, al doctor Trujillo y 4 don
Navigio Soto, ya elegido, según las últimas noticias,
gobernador de Córdoba, y con el pie en el estribo
para marcharse á tomar posesión de su Barataria...
Francamente, estaba tan hermosa la sala, que des-
lumbraba; la luz eléctrica, remedando plateados
rayos de luna, prestaba fantásticos reflejos á todos los
colores y á todos los objetos, y las banderas, las guir-
naldas, los farolillos venecianos, tan alegre aire de
fiesta, que si cada escaparate decía :
—¡ Compradme !
La sala entera clamaba : |
—¡ Gozad, divertios; penitas afuera y viva la
risa ! |
¿Qué sería cuando cada palco se adornara con
un ramillete de bellas, detrás del bosquecillo de ca-
melias del escenario la música se escuchara, y el bu-
llicio, el entusiasmo, los trajes vistosos, completaran
el soberbio cuadro?...
Amaneció el día 15 con unos nubarrones tan es-
pesos y negros, que no parecía sino que el cielo pre-
paraba sus mangas de riego para aguar la fiesta; y
su maligno propósito se comprobó al dejar caer, en-
— 145 —=
tro las diez y las once, un chaparrón copiosísimo,
entre dos y tres de la tarde otro más fuerte, y luego .
una lluvia mansa, que afluía sin ruido, sin descanso
y sin piedad, enlodando calles y plazas, y poniendo
á las damas y á los señores auxiliares de pésimo hu-
mor y en el más duro aprieto. ¿Se suspendía lai
inauguración? ¿no se suspendíia? la mayoría resol-
vió que no se suspendiera. Se encendieron muchas
velas 4 Santa Bárbara y no llegó á tronar... pero,
siguió lloviendo con más ganas, hasta cerca de las
ocho de la noche, hora en que el cielo se quitó el
húmedo embozo, asomaron algunas estrellas con luz
tan nublada, como si se hubieran constipado, y una
rajita de luna apareció entre las nubes cirrosas.
No llovía, pero estaban las calles tan puercas y
las aceras, que extraño sería llegaran á salvo las lin-
das vendedoras sin alguna salpicadura: envueltas
en feos impermeables, poniendo con precaución los
plececitos en el serrín espolvoreada sobre las losas,
la tarjeta de entrada libre bien á la vista, bajaban
de los carruajes, y en el vestíbulo iluminado desapa- .
reclan prestamente, saludando con cabezadas gra-
ciosas al grupo de caballeros de frac, que tras de la
cortina roja estacionaba... En el tocador se despo-
jaban del abrigo, consultaban al espejo y con el
peine y la borla corregían los desmenes de la brisa :
allí estaba la Pompadour, la bella Eugenia, y segu-
ramente la otra, la auténtica, tornara á morir de ce-
los, si la viera con su peluca blanca, el vestido de
raso color de rosa y gro á florecitas, y aderezo de
perlas y brillantes, encantadora, como ella no pudo :
mostrarse más en los saraos de Versalles ; y también :
Dorinda, la adivina, una gitanilla tan remonísima,
que antes que los secretos en las manos, debía de
leer la admiración en los ojos, y Alcira con Elorita
EL CANDIDATO. —10 |
| — 146 —
y las dos de Fulánez, de valencianas de la Huerta,
fresquetas como sus chufas y convidando á Ser sús
fieles parroquids... Habla ádemás capérucitás en-
cernadas, hermosas holandesas con reluciente dia
dema como las frisonas y flamencas de Rubens, y
napolitanas y flores y pájaros, quien de tulipán amna-
rillo y quien de colibrí, todas atusándose ante el es-
pejo, y renegando del mal tiempo, que osó mánchár
zapatitos, humedecer tules y despachurraf bucleci-
llos : desde la puerta od una caperucita que ve-
nia la señora secretaria; la señora secretaria era
misia Loreto, y misia Loreto desempeñaba en esta
ocasión las funciones de director de escená, Vamos
al decir; llegó, muy compuesta y metió prisa á las
artistas : ;
—No demorarse más, ya es hora, ¿mucha gente?
regular, regular... el teatro es tan grande, ¡luego
el tiempo! parece que hubierá esperádo el maldito
con toda picardía el 15 de mayo para soltarnos toda
el agua almacenada.
A Florita y Alcira, que se le habíati ácetcado (la
Pompadour daba desdeñosamente lá espaldá) les
confió, riendo, un maligno comentario sobre la de
Mengánez que, vestida de sacerdotisa, vendía en sú
pagoda especias olorogas :
—¿No la han visto ustedes? ho es posible verlá
sin reir: una túnica blanca, com muchos pliegues,
el brazo desnudo, ¡ y corona verde! ¡de Norma á su
edad ! tenía tanto miedo ú las moscas de la confite-
ría, y no teme el ridículo...
Salieron todas muy emocionadas, de tal modo,
que la mayor de Fulánez, al presentarse en la sala
brillantísima, sintió mareos y del brazo de Alcira
se asió pata no caer: á falta del aplauso alentádot
del público, la de Eneene animóla diciendo :
— 147 —
— Tonta! ¿qué.te pasa? ¡mae has asustado |
«—Tengo una vergienza... |
—¿De tu precioso traje de fantasia? ven, ¡verás
qué negoción hacemos esta noche!
Tocaba la orquestá y el murmullo de la concu-
rrencia llegaba á veces á apagar sus tcordes ; llenos
estaban los palcos, y delante de cada instalación se
apiñaban los curiosos, sufriendo impasibles la etn-
bestida de las vendedoras, el vaso de leche helada
servido por hermosísima flamenca, el tama de flores
de una bellá dama del jardín, la cedulilla de la rifa
ofrecida por la más ideal caperucita de Perrault...
Abrían la boca, mucho, mucho, mucho, ¿pero la
cartera? ¡ca!
Más que ninguna alborotabá Alcira, dentro de su
pabellón, rodeada de su guardia :
—¿Parroquid, vol un got d* horchata de chufes ?
Entre el marco de azahares erguía el busto, aso-
maba la cabeza coronada de cuatro largos alfileres
de perlas, y repetía :
-—/ Parroquiá ! |
Algunos se hacian log sordos, pero no faltaba
quien s6 creyera obligado á acercarse y dejarse des-
valijar por la señorita de Eneene : |
—Una gota es muy poco; déme usted un vaso,
encáñfitadora valenciana.
—;¡ Ay! ¡qué ignorantón ! ja, ja, si got en mi
dialécto quiere decir vaso... |
—-—¿$1? pues ya sé una cosa nueva ho soy muy.
fuerte en idiomas, y en dialectos menos : venga ese
vaso de fresca horchata.
«—¡ Oh! sí, molt fresqueta.
——Efectivamente, ¡es deliciosa! ¿Y estas naran-
jas? ¿son también frescas ?
—¡ Oh ! sí, molt fresquetas.
— 148 —
—¿ Cuánto es todo, señorita?”
—Un peso y cincuenta centavos... aquí me da
usted un billete de cincuenta pesos : no tengo cam-
bio; espérese usted, iré á buscarlo.
—No, señorita, quédese usted con él ; si es para
los huerfanitos de su Asilo. |
—Muchas gracias, caballero... parroquiá, vol un
got...
El infeliz cree poder escabullirse ahora, pero
Florita Soto le atrapa por el otro lado :
—¿Es posible? ¿pasa usted de largo, sin com-
prarme nada?
—Señorita... al contrario, si venía precisamen-
te... déme usted de su horchata, pero, una gotita
tan sólo, porque ya he tomado un vaso... he aquí su
precio.
. —¡ Veinte pesos! voy á cambiar.
—No, señorita, guárdeselo todo, se lo suplico.
—Muchas gracias.
Lia mayor de Fulánez, ya repuesta, le mete por
las narices un manojo de barquillos y le obliga ¿
comprárselog por la exorbitante suma de diez pe-
- SOS y por diez pesos también la menor le carga con
un par de naranjas, que el cuitado no sabe qué ha-
cer con ellas ; la fama de su rumbosidad se extiende
por la sala entera, y al punto le rodean, le asaltan
y le timan caperuzas, holandesas y floristas, y hor-
chata aquí, allá leche y pastelillos, llega al kiosco
de los caballitos, después de incensado por la de
Mengánez en la pagoda, y la Pompadour y su €es-
poso, aquel Enrique por misia Loreto tan mal tra-
tado, que la lleva el apunte, le corren y le desarzo-
nan, y va á caer, por último, en lo profundo de la
gruta de Dorindita Lia Llave, quien le adivina, sin
— 149 —
mucho trabajo, que tiene una indigestión y los bol-
sillos vacios. |
Pero, de éstos no hay muchos en libra : más
abunda la especie de los que dan poco ó no dan nada,
y de una invitación peligrosa se zafanm, como gatos
escaldados, y al lucero del alba le plantan un ¡no!
que es un zarpazo. Alcira palpaba la bolsa de seda,
fruncía el hociquito : o
—Poco dinero, poco... ¡y tanta gente! ¡parro-
quiá, parroquid !
Parroquianos tenía muchos : en primera línea to-
dos sus pavos, y luego otros de la misma familia,
pero de labia y de guasa, para charlar y bromear,
largos de lengua y cortos de genio... cuando á pagar
tocan. Orgullosa de mostrarse así rodeada, mientras
sus compañeras pescaban uno por milagro, y al pun-
to se desprendía del anzuelo, burlando su codicia,
ella cuidaba no espantarles : á todos servía una frase
amable y un vaso de horchata, y por turnos conce-
día minutos de charla íntima á cada uno, engolosi-
nándoles con tal arte, que los otros se dejaban des-
plumar sin una queja; daba gloria verla moverse
detrás del mostrador, como si en toda su vida no
hubiese hecho otra cosa, bajándose, levantándose,
con los vasos, con la jarra, con los cucuruchos de
barquillos, con las naranjas, que mondaba maravi-
llosamente y presentaba abierta en cascos y salpi-
cada de azúcar... Florita acercóse á su oído y la dijo,
alarmadísima, que la horchata se acababa, y ella .
molt fresqueta, como cualquier tabernera de esas
calles, bautizó á la horchata, echándole, por lo me-
nos, cubo y medio de agua. Tenía una manera de
decir, al encerrar un billete en la bolsita :
—Voy á dar á usted el vuelto... que, ó era el otro
un zote rematado, ó comprendía esto por fuerza :
— 150 —
—Mejor lo guardaré para mis huerfanitos; no
sea usted mezquino...
Y asentía mansamente á la usurpación, contes-
tando :
—CGuárdelo usted, señorita...
Puesto que no había más remedio y notaba la
pachorra y la desgana de la vendedora.
Si ponéis en una artesa trigo, mijo y otros gra-
nos tan apetitosos como éstos para las aves de co-
rral, veréis cómo la asaltan, disputan entre sí para
ocuparla, y á cada bocado le sigue ó le precede fu-
rioso picotazo al vecino, que, por defenderse, no
deja de comer y se atraganta, y todo es revolución,
discordia y guerra en torno de ella; pues esto pre-
eisamente ocurría en el pabellón valenciano con los
avos de Alcira, que todos se disputaban sus pala-
bras y favores : si Castorito obtenía un párrafo más
largo que lo permitido, y so pretexto de saborear log
gajos de su naranja, se estaba como un pelmazo sin
despegarse del mostrador, ya Polo, el arisco, metia
el pico por el otro lado :
—Alcirita, un vasito más.
Y el Trujillín pedía á voces que le sirviera tam»
bién, y poco á poco desalojaba 4 Castorito, y Pole
era olvidado y los demás en cada uno de aquellos
secreteos con la pavera, pues, según todas las tra-
zas, aquella noche las acciones de Perico pintaban
en alza. Porque Alcira tenía empeño muy grande en
averiguar los grados de su culpabilidad en el asunto
de su amiga Elena, antes de otorgarle de nuevo la
credencial para. figurar en su guardia...
—No, no, si usted debe sincerarse de un cargo
gravísimo; no me venga eon declaraciones mentíi-
TOSas.
: —¡ Por Dios, 'Alcirita 1
— 151 —
—Nada, nada'¿ usted ha hecho la corte á Elena
García Luces en Ombú, usted ha venido de Ombú
as menos que comprometido con ella, ó poco
mas... l
—¿Me da usted una naranja, señorita?
-—Voy, caballero...
—Declamos que usted vino de Ombú comprome-
tido con Elena.
—¿ Quién se lo ha dicho á usted? |
—Una paloma blanca; y como esto es cierto,
mientras usted no me lo explique, excuse repetir
gus palabritas de Marplatina.
—¡ Marplatina! ¿se acuerda usted, Alcira? ¿oye
ese wals que toca ahora la orquesta? Toujours ou
jamass : bailando pregunté á usted la eterna pregun-
ta, y usted me contestó : Ni toujours ni jamass, lo
que para mí significaba una esperanzp.
—SÍ, á pesar de eso, le pareció á usted muy bien
cambiar de pareja en Ombú y seguir bailando.
—Mire, Alcira, eso de Ombu...
'—¿Meo da usted unos barquillos?
——Voy, caballero...
—Pues eso de Ombú fué lo que llaman los fran-
ceses un coup de téte de mi parte, despechado por
no haber obtenido el sí que pedí á usted tantas
veces. i
—¿Nada más? bien amartelado le he visto en la
casa del Retiro.
—Ya no yoy ; no pongo los pies.
—¿Por qué?
—Porque me he convencido que la señorita de
García Luces no me haría nunca feliz, que la única
capaz de hacerme feliz es usted, Alcira, usted que...
-—Tome usted, señorita.
«—El vuelto, caballero.
— 152 —
—No hace falta.
—Muchas gracias (acercándose nuevamente al
acaramelado Trujillin, bajo las coléricas miradas de
todos los otros) pues, eso no está muy claro, Truji-
llo, dispénseme que se lo diga: no parece usted
muy firme en sus afecciones, ¿quién va á fiarse de
usted, quién?
—Alcira, no me juzgue tan mal y convénzase
que todo no ha sido sino una chiquillada, de des-
pecho.
—Eres turco... |
—;¡ Y no quiere creerme! ¡ah! es porque usted
gusta de Polo, de ese gaznápiro.
—¡ Qué esperanzas !
—O de Castor.
—¿ Yo con ese calabaza pelada ?
—Mucho que habla usted con él, y le atiende,
y es amable. :
—$S1 es amigo mio, ¿he de despedirle?
—;¡ Digo que usted me desespera, Alcira !
—Que no le dé tan fuerte, Trujillo; y déjeme
nablar 4 Elena, que ella debe de tener muchas cosas :
que contarme. |
—Hable usted, hable usted...
Estaba Polo tan rabioso contra Periquito, que
- allí mismo le hubiera retorcido el pescuezo, y aquel
número 7, que siempre llevaba la peor parte, y Cas-
tor, le andaban en torno, más esponjados y encar-
nados... Acercóse al pabellón la señora de Eneene,
acompañada de su inseparable secretaria, majestuo-
samente, con una sonrisa en los labios carnosos, que
parecía decir : j
—¿Qué tal? ¿no og prometí que hablais de pas- -
maros en mi kermesse? ¿dónde encontraréis diver-
sión más honesta y agradable? ¡ pues es nada que os
«— 153 —
sirvan manos anristocráticas, tan distintas, de las vul-
gares que os sirven á diario! es un lujo que hay que
- pagarlo, público amable, que has acudido á mi in-
vitación, solícito, como siempre, y cándido, también
como siempre... paga, paga... ¡que Dios te lo paga- -
rá! En busca de una silla para la señora presidenta
salieron. disparados Polo y Castorito, y la trajeron,
disputándose el honor de ofrecérsela ; quiso el ama-
ble Trujillín traer otra para misia Loreto, pero no
fué menester, porque con esto de. que la de Luces,
á: causa de su luto, no estaba en la fiesta, ella no
paraba, como zarandillo, y dijo tener que marcharse
á la confitería para echar... no un traguito, como
aquel desfachatado de Polo quería dar á entender
con sus guiñadas, sino un vistazo. Y se marchó.
—Mamá—exclamó Alcira enseñando la bolsa de
seda con aparentes síntomas de indigestión, de tanto
engullir billetes, —¡ mira, mamá, qué llenita está !
Flora y las de Fulánez palparon las suyas ¡ y ha-
lláronlas más escurridas! Entretanto, misia Damia-
na se extasiaba, y con dejo tierno y lacrimoso expre-
saba su reconocimiento á las almas caritativas, que
así acudían al socorro de sus huerfanitos ; ocho dias
estaría abierta la kermesse: pues, si.en los ocho
días acudía tanta gente y tan generosa, no sólo se
construía la sala del Asilo, sino que se doraban los
altares de la capilla, otra obra indispensable. Por-
que no era solamente en el pabellón "valenciano don-
de los resultados ultrapasaban las mejores esperan-
zas : ¿y los caballitos? ¿y la gruta de Dorinda La
Llave? ¿y la confitería? ¿y el jardin? á las doce se
haría el balance, y entonces iban á verse los miles
entrados ; la única que no se mostraba satisfecha ery
la de Mengánez, la sacerdotisa de Brahma, á quien
dejaban entregada á sus solitarias confidencias con
-— 151 —
eu dios, y por no molestarla, se asomaban á la puer-
ta del templo, y se marchaban riendo, del ídolo tan
feo y de slo. vestida de blanco y con corona verde ;
sabido es que este público no peca de religioso, como
la misma señora decía ;
—;| Claro! si en vez de vender pastillas, hubiera
puesto yo al pie del altar una ruleta, hago más ne-
gocio que Eugenia, que cree la vanidosa por su
linda cara atrae la gente; parad los caballitos, ¿y ¿
que nadie pone el pie en su kiosco?
De estos celos mercantiles relanse todos, menos
Florita y sus dos compañeras, ¡ que estaban de un
humor por hallar tan escurrida su bolsa! como la
otra era la de Eneene, la bija del candidato, sabía
mejor la horchata aguada que vendía... Y disgus»
tadísimas, ya no lanzaban sus alegres parroquiás,
mirando á la sala henchida de gente, de luz y de
ruido, distrayendo el ocio de vendedoras sin cliens
tela en seguir las carreras de las traviesas caperu-
citas, de las mariposas, de las golondrinas, con rar
milletes, con cedulillas, con muñecas, de las damas
tan elegantes, de los caballeros tan prendidos, y.
el aleteo de los abanicos en los palcos, y el chis»
'pesr de las joyas y de los ojos... ¡Qué anims-
ción, que alegría! ¡qué cuadro para la pluma de
Montesol, que no dejaría nombre por señalar ni traje
por SA con aquella minuciosidad suya deli,
Cci08B
Calló la orquesta, de golpe, en medio de un com>
pás, y este calderón inoportuno dió lugar á que se
oyera, claro y distinto, el vocerío que de la calle
llegaba, é inmediatamente por la puerta de entrada
hizo irrupción un tropel de gente que, sin duda, de
elgún peligro huía, y tal como el lago tranquilo,
— 155 —
que algo viene á agitar, de orilla á orilla se altera,
la sala se conmovió, todos corrieron, gritaron :
—¿Qué hay? |
Y en los palcos, mientras las damas buscaban á
ciegas, por el miedo, sus abrigos, algunos caballeros
- se encaramaban en las sillas, y sin saber qué había,
porque no lo sabían, decian :
—¡ No es nada! ¡sentarse! ¡calmarse !
Y ellos ni se sentaban, ni parecian más calmados
que los demás.
—¿Qué hay? ¿qué hay? ¿fuego? ¡ fuego!
El horrible anuncio nadie lo dió, mas todos, to-
dos lo presintieron, y aunque ni llama ni humo apa-
recía por parte alguna, el pánico, que obscurecía la
razón, daba á la imaginación rienda suelta y la in»
signe mentirosa se despachaba á su gusto pintando
el más espantoso incendio, con el chisporroteo, la
asfixia y el archicharramiento de rigor... ¡ Ya sen-
tían el humo, ya veían las llamas! á la salida preci»
pitáronse todos, atropellándose, gritaban las señoras,
- y se desmayaban muchas ; las eaperucitas y las mar
riposas y las golondrinas, sorprendidas por la tor-
menta, buscaban asustadas el caro refugio de la mar
má, piando lastimeramente ; todos los pavos de Al.
cira huyeron, con graznidos de terror, tras de se-
gura rama, y los llantos y lamentos sucedieron á los
acordes de la orquesta, muda; por la barandilla de
los palcos bajos, los más asustados saltaban, y uno
3 uno, en brazos coglan á la mujer, al hijo, á la her»
mana, creyendo salvarleg así mejor y encontrar más
pronto la salida. Pera la salida no daba paso á la
corriente humana, obstruída por el hacinamiento de
los que de la sala querían escapar y los que á la sala
entrar querían, y en medio del tumulto, se oía, aún
aquel rumor extraño de la calle..
+
— 156 —
—¿Qué hay? ¿qué hay? ¿no era fuego enton-
ces? ¿terremoto quizá? ¡iba á desplomarse el tea-
tro!
Y de repente, resonó una voz en el vestíbulo :
—;¡ Revolución !
Y la palabra voló por los ámbitos de la sala asus-
tada, diciendo á cada oido inquieto :
—;¡ Revolución !
E inmediatamente, ¡cosa rara! los clamores se
apaciguaron, la agitación se calmó, todos se miraron
cual si dijeran :
—¿No es más que eso?
Y de salir trataron, sí, pero tranquilos, con la
linterna de la razón por gula, que el soplo del miedo
momentáneamente había apagado.
Sólo á misia Damiana y Alcira no llegó á calma?
la palabreja; de las primeras, olvidando los intere-
ses de sus queridos huerfanitos, sin preocuparse de
las compañeras, escaparon hacia la puerta, mas no
pudieron franquearla, siendo estrujadas en medio de
la confusión, y cuando el anuncio de la revolución
pasó la, cortina roja, en vez de tranquilizarse como
los demás, doblemente se alarmaron : ¡Don Adrián
no había parecido por la fiesta! ¿qué sería de don
Adrián en tales momentos? Pálida, la señora tiró
del brazo á Alcira, aquella valeneiana ya no fres-
queta como antes, 4 quien habían desgarrado el pa-
ñolito de lentejuelas, y braceando, entre las olas de
la concurrencia logró salir boyante ; y vieron en-
tonces que aquel estrépito de la callo, causa de alar-
ma tanta, producíalo un batallón de artillería que
pasaba, arrastrando las piezas formidables, á esca-
pe, bomberos que iban á apagar el incendio revolu-
cionario 6 á avivarlo con las teas de la indisciplina,
no se sabía á punto fijo. En la acera la corriente hu-
— 157 —
mana, que salía del teatro, desbordaba, y tumultuo-
samente, tomaba distintos rumbos, cuidándose de
los caballos y del lodazal, alarmados todos otra vez,
porque del lado del Retiro, de Palermo, sonaban
descargas de fusilería ; la señora de Eneeno, tirando
siempre de Alcira, corrió hasta la. esquina de Pie-
dad, buscó su coche, le encontró á duras a se
metieron las dos en él:
—¡ A casa !
Cuando el coche se movió, misia Damiana echóse
á llorar con desconsuelo :
—¡ Ay, Dios mio! ¡revolución! ¿qué será de
'Adrián? ¿dónde estará Adrián ?
lia idea de encontrarle asesinado por el ori
cho, y sitiada la casa, incendiada quizá, la hizo dar
un grito :
—¡ No, Juan, á casa no, á casa no!
Lilamó al cochero, golpeando con el puño sobre
los vidrios, ¿dónde iría á refugiarse y dónde hallar
pan noticias de su marido? Alcira, temblorosa por
a ansiedad y el frio, pues ni una ni otra llevaban
sus abrigos, indicó el nombre de don Buenaventura
Luces... Y misia Damiana dió la orden, y con el
pañuelo en los ojos, ya no pensó más, no vió más,
ni la kermesse abandonada, ni el escuadrón de ar-
tilleros, ni las gentes timoratas que por las calles
corrían, sino ¡la cabeza de don Adrián, del candi-
dato, de su marido, sangrando, cortada por el pueblo
irritado, por aquellos perros porteños |
vil
A las siete de la tarde de aquel día lluvioso de
mayo, Fernando estaba todavía en la cama, biefi
ebrigadito, en compañía de un catarro pertinaz, que
le cogió desprevenido la semana anterior ; y por Mma-
tarle de una vez y echarle fuera, no quiso levantar-
se, medida prudente que mereció la aprobación del
señor Perales :
—Hace usted bien—decía el orensamo arropán:
dole con mimo,—el mejor jarabe para estos constipa-
dos es él de cama: sudar y estarse quieto. El -mi
abuelo por parte de padre, quebrándose ya de viejo,
el menor soplo estornudaba, y le hervían las flemas
en el pecho, ¿y sabe usted lo qué hacía, señor? pues
- lo que usted va á hacer hoy : se metía entre mantas
y se bebía una taza grande de agua caliente con go-
ma por la mañana y otra taza grande por la no-
che... y tan guapo. Voy á traerle la goma, y $i al-
guno viene á molestarle, así se le esté saliendo el
corazón por la boca ó lo atreviesen los siete puñales
de la Dolorosá, le despido y le BO RDOS curar á la bo-
tica.
Fernando se reía :
—Ven acá, Verísimo; no me traigas la goma ni
despidas á nadie, ¿eh? ¡vaya con el medicazo que
me ha salido! todavía he de verte sentado en la cá-
tedra, dándome lecciones. Deja la goma y el agua
— 159 —
caliente para tu abuelo, y si acaso viniere Favera-
gas, el manco...
—¿ El narizotas? ¿va usted á recibirle?
—81, le mandas pasar, aunque esté yo durmien.
do, ¿entiendes ?
—-£$1 es orden, no tengo más remedio que acatar-
la, pero no la apruebo, no, señor : el narizotas ese,
con los líos que trae, como se agitá usted tanto con-
versándo, va á hacerle á usted sacar los brazos, á
cortarle el sudor... |
-—Ya te he dicho, Verlsimo, que ho debes meter-
te en lo que no te importa : obedecer y callar.
-—¿Que no me importa su salud de usted, se-
ñor? ¡y esto me lo dice después de dos meses qué
estoy en £u casa, sirviéndole y cuidándole, misma-
mente como $1 fuera mi hijo!... bien, entrará el
manquito, pero yo no hago pasar, si viniera, 4 nin-
guna de esas señoritas nerviosas, que sufren pálpi-
taciones, y á lo inejor se desmayan en la sala : está
usted en la cama y no me parece conveniente...
—=Ni á mí, hombre, cláro está ; vete, y ho mé
traigas hada, no quiero almorzar.
—¿ Ve usted, señor? y luego se burla : pues ése
era el sistemá de mi abuelo, no comer en la cáma,
sino muy poca cosa, y cuando estaba acatarrádo,
agua coá góma, comó he dicho ya al señor, y dieta
_de postre; y mis padres, que en paz descansen, y
mi hermana Ramona, y mi hermano Rosendo, y
mi otra hermanas lá tonta, aquella que se quedó toH-
ta del tifo, todos han seguido y seguimos, un servl-
dor también, el mismo sistema... y tan sanos.
Habla que dejarle : no tenía más vicio que el de
hablar mucho, y como en la cocina no podía desfo-
garlo, por formar él solo toda la servidumbre, el amo
bondadoso era su víctima, y no remataba la charla
— 160 —
hasta no dormirle ó marearle, y sacándole de sus
casillas, á él, tan pacífico, le mandara salir :
—£Si no te marchas, Verísimo... Eres muy ha-
blador, y llegará el día que me canse de tu matraca,
y por no oirla te mande muy lejos, á Orense, á jun-
tarte con tu hermana la tonta, que buena pareja
haréis los dos, y aun así... ¡ quién sabe si no escucho
el repicar incesante de tu lengua !. |
Pero era hombre honradísimo, tan pulcro y ha-
cendoso, que parecian manos femeninas las suyas :
él barrer, él guisar, él coser... ¡porque cosía tam-
bién! á pegar botones no le ganaba la mejor costu-
rera ; y de levitón negro recibir, de 1 á 4, á los clien-
tes del doctor, ¡ más correcto !
—¿ Mujer para la cocina?—dijo un día á Fer-
nando,—no, señor, no lo apruebo... sólo que al se-
ñor no gusten mis guisados; y tampoco un chico.
- Confieso á usted que no me sabría mal tener 4 mano
con quien hablar un poquito, como yo acostumbro,
pero si puedo hacerlo todo, si lo hago todo, ¿4 qué
va á ponerse el señor en más gastos? cuando el señor
quiera comer con amigos, se va al café; luego, la
cocinera resulta inútil y más inútil el chico.
Y como el señor Perales no lo aprobaba, no se
aumentó la servidumbre...
Cerró Fernando los ojos á fin de insinuar á¿ Verl-
simo que debía doblar la hoja del libro de su histo-
ria, y dejar su relato para otro momento en que el
amo no quisiera dormir, y así lo comprendió el oren-
sáno, y de la alcoba salió de puntillas, entornando la,
puerta y dejando caer la cortina con precaución ex-
quisita. ¡Triste día aquél! por los cristales no se
vela más que la pared del patinillo, aunque blan-
queada de nuevo, ya sucia y lamida la cal por la
lluvia, la armazón de hierro del aljibe, el farol, es-
— 161 =
maltado de gotitas brillantes, y el alero de la casa
vecina, de donde venía rumor de arpegios y escalas
de un piano desafinado; era un día gris, de estos
que al espíritu contagian la tristeza, como presta el
cielo su color á las aguás en que se refleja. Por insx
tentes, la lluvia y el vendaval apagaban el fastidioso
sonsonete del piano, y se ola el timbre de la calle,
y Verísimo cruzaba el patio, cubierto por un in«
menso paraguas encarnado, y ul volver, se detenía;
delante del cristal, goteando el agua sobre la tela
con tal fuerza, que resonaba el paraguas como urn
tambor : el señor dormín, y el orensano escapaba
hacia el zaguán, imponiendo silencio á sus Zuecos,
que alborotaban demasiado. Pero el señor no dor=
mía, soñabá; soñaba que en aquella solitaria mo.
rada de soltero, lóbrega y fría, una luz, como la del.
sol, se mostraba de repente, y no sentía ya ni llo.
vér, ni bramar el viento ni silbar sus brónquios, cow
mo fuelle descompuesto, ni veía pasar ú Verlsimo
con el paráguas, sino puntos, curvas y estrellitas de
colores, que danzaban sobre el fondo negro de una
placa imaginaria, y poco á poco formaban la grax
ciosa silueta de Jovita, viva y patente, y su voz
dulcísima decía :
—¿Está usted enfermo, doctor?... no, así no,
porque le tuteaba :
—¿Estás enfermo, Fernando? ¡y tan solito!
aquí vengo yo á curarte; verás cómo mi ciencia es
más grande que la tuya, y sólo con poner mi mano
sobre tu mano, como el Tata-dios de Ombú, te le-
vanto de la cama libre de tu catarro. Me das lás.
tima, Fernando: un soltero enfermo, sin familia,
inspira siempre lástima, ¿quién le cuida? ¿quién le
acompaña? Verísimo será muy bueno, pero una mu-
EL CANDIDATO.—11 : La
— 162 —
jercita como yo es mejor, ¿no te parece, Fernando?
No, no era mejor, porque todo aquello era men-
tira, y el joven, suspirando, abría los ojos, y otra
vez el triste patinillo aparecía, envuelto en la
claridad confusa del día tormentoso ; estornudaba,
tosía, y en la almohada hundía la cabeza, llamando
de nuevo á la borrada imagen... ¿Y por qué no había
de realizarse aquel sueño, si en las diferentes ocasio-
nes que fuera á la casa del Retiro, encontró la mis-
ma sonrisa, la misma mirada, el mismo apretón de
manos elocuente?
—Sé que me quieres, aunque no me lo dices :
yo te quiero también, pero callo, porque no es á mí
á quien toca hablar la primera ; cuando á mi te con-
fieses, sabrás muchas cosas de este corazoncito, que
no sabes, por más especialista en sus achaques que
te creas... | |
A las siete. sonó el timbre tan recio, que Fer-
nando se incorporó : los zuecos de Verísimo repique-
tearon en las baldosas y escuchóse murmullo de vo-
ces al abrirse la cancela, luego pasos más sordos
que los zuecos y la llave de la puerta del despa-
cho : |
—Señor—avisó el criado,—ahi está el manco, el
narizotas.
—¿Faveragas? que entre, inmediatamente. —
La persona agraciada con tales motes gastaba,
en efecto, unas narices que no se las merecía, y sólo
trala un brazo, flotando la manga del otro vacia, y
no por ser manco y narigón, era menos simpático
su aspecto :
—¡ En la cama, mi querido doctor! — exclamó
- después que Verísimo hubo encendido la luz del la-
vabo y desapareció tras la cortina ;—pues los mo-
mentos no son para quedarse calentito entre sába-
— 163 — :
nas, sino para afrontar agua y frlo y atender á la
salud de la patria.
—¿ La revolución 2—dijo Fernando.
—¡ La revolución ! vengo á dar á usted el aviso
prometido : esta noche, á las doce, en Palermo.
El joven saltó al punto del lecho, buscó sus ro-
pas y comenzó á vestirse de prisa :
. —¡ Esta noche! cuente usted, Faveragas, á ver,
¿por qué en Palermo?
—En el comité no nos han dicho nada, doctor...
—Tampoco á mi ayer.
—Es la orden del día; nos han dicho : esta nos
che, á las doce, en Palermo, sin más explicaciones ;
pero, yo, aquí y allí, he recogido estos datos : que,
en un principio, se pensó tramar una conspiración y
no una revuelta armada : cuatro, seis, ocho hom-
bres decididos, probados, valientes, secuestrarian al
Presidente y sus cinco ministros, y suprimido así el
gobierno, el general Ordenado asumía el mando...
—;¡ Claro !l—exclamó Fernando en brega con los
botones del chaleco,—ése era el mejor golpe, y sin
efusión de sangre : el pueblo entero se levantaba en
seguida á prestar su apoyo al general.
—Seguramente... pero, se abandonó ese plan, no
sé por qué, y se ha urdido el de revolucionar la ca-
ital, contando con el apoyo. del batallón de arti-
hera, el 15.” de línea y el 18.”, parte de la escuadra
y los cadetes : el coronel Zeta es el jefe del movi-
miento.
—¿ Y Ordenado?
—Ordenado sale á la provincia á movilizar gen-
te, cortar los auxilios que de La Plata pudieran en-
viar al gobierno, dar la mano á las milicias de Co-
rrientes y Mendoza, y venirse sobre la capital con
un poderoso ejército ; sc ha querido asi evitar, ale-
— 164 —
jándole, los lazos que pudiera tenderle el gobierno,
porque, usted comprende, doctor, todo su afán será
echar el guante á Ordenado. Ordenado no entrará
en Buenos Aires, sino cuando el movimiento Yevo-
lucionario haya triunfado, Ó para auxiliarle si fra-
casare ; pero no fracasará, no; cuando un hombre
como Zeta, ¿usted conoce al coronel? bravo, serio,
pundonoroso... pues, cuando un hombre como él,
dice: Dejadme á mi obrar y en veinticuatro horas
el Presidente está suspenso y la candidatura Eneene
muerta, hay que creerle. |
—¿Y Ordenado ha salido ya?
Sacó el manco su reloj :
—£$Son las siete y quince minutos : á las seis to-
maba el tren del Oeste. /
Fernando, ya vestido, se envolvía el cuéllo en
una bufanda :
-— Qué resfriado, amigo Faveragas! ¡bueno es-
toy yo para fandanguitos como éste! pero, la patria
antes que todo: así me lo ha enseñado mi tío Ro-
mán, un patriota, amigo Faveragas, un gran pa-
triota, cuyas lecciones probaré que he sabido apro-
vechar... Yo soy médico y sé que salir á la calle en
noche de lluvia, en mi estado y después de un día de
cama, es comprar el billete para el cementerio : no
ha vuelto usted la esquina, cuando la pulmonla, una
señora de encrucijada, más temible que las otras,
le clava á usted su puñal por la espalda. Y váyase
usted así á tomar el fresco á la avenida de las Pal.
meras.,. ¡ah! pero, todavía no me ha dicho usted
qué vamos á hacer á Palermo.
—En Palermo están acuartelados los batallones
15. y 18.” y los cadetes : estos cuerpos y el de ciu-
dadanos, en armas, marcharán sobre la ciudad des-
pués de las doce. Entrarán en la ciudad por la
— 165 —
plaza del Retiro; en la plaza del Retiro el ba- .
tallón de artillería se unirá 4 la columna, y juntos
irán á tomar la Casa Rosada, ¿se les siente por las
tropas del gobierno y hay resistencia? fuego á las
tropas del gobierno y adelante. Mañana, al desper-
tar la capital, va á encontrarse con el coronel Zeta
á la cabeza del Poder Ejecutivo, y créame usted,
doctor Hierro, la capital, el país entero, libre de sus
opresores y de la infame amenaza de tener á Ene-
ene de Presidente, va á. alzarse como un solo hom-
bre y á gritar, con el alborozo del esclavo que ve
rotas sus cadenas ; ¡viva Ordenado! ¡Qué entusias-
mo en el comité! ¡qué entusiasmo en todas es!
¡hasta las piedras saltan en las calles! cada cual
abandona intereses, familia, todo, y se lanza á to-
mar un fusil, ¿ve usted este escapulario? acaba de
entregármelo mi mujer... ¡ahí queda sola y ce-
rrada mi casa de comercio! ¡mañana será otro día !
Fernando llamaba á Verísimo :
—¿ Dónde está mi sobretodo? ¿dónde está?
Y mientras llegaba el criado, interrogaba, algo
irémulo, 4 Faveragas : | |
—Dice usted que en la plaza del Retiro...
—£$Se unirá la columna de Palermo con la arti.-
lería.
—Lo que vale decir que si la artillería no res-
ponde, como se espera, al movimiento, nos recibirá
á metrallazos, y la plaza será el mejor campo de
batalla.
-—Sí responde. |
—Aunque responda : la plaza va á ser, y usted
lo verá, la llave de las operaciones : habrá allí lluvia
de balas, se asaltarán las casas vecinas para formar
cantones. . .
— 166 —
—¿Pero, y qué encuentra usted de extraordina-
rio en ello, doctor ?
Fernando no podía decirlo, y para esquivar la
a abrió el armario, revolvió por aquí, por
allá :
—¿Dónde está mi sobretodo? ¡ Verisimo!...
En la plaza del Retiro vivía Jovita, Jovita sola;
sin un hombre á su lado que pudiera prestarla pro-
tección, Jovita ignorante de los terribles sucesos que
se preparaban, ¡ Jovita expuesta á tremenda sorpre-.
sa y á peligro inmenso ! era necesario, urgente, avi-
sar á Jovita, sacarla de allí, llevarla... á casa de su
tío, de Luces. |
—¡ Abt ¡ Verísimo! muévete, hombre, ¿dónde
está mi sobretodo?
El señor Perales se espantó de ver á su amo ves-
tido y con la pésima intención de marcharse en no-
che tan cruda, después del sudorífico del día : eso sí
que él no lo aprobaba, aunque le cortaran en pe-
dazos :
- —¡ Bendito sea Dios! ¿y va usted á salir, señor?
¡ cuando no anda un alma por esas calles, de frio!
está usted ronco y con tos, ¡ave María Purísima !
mire que si sale, no volverá á casa por su pie, se lo
digo yo... |
—¿ Otra receta de tu abuelo?—exclamó el joven
incomodado,—dame mi abrigo, el de forro de tar-
tán y cállate: voy á salir y, como Mambrú, no sé
cuándo volveré : si será mañana, Ó pasado Ó nunca ;
ni si volveré, como tú dices, por mi pie ó con los
pies para adelante ; cierra la puerta y no abras sin
saber á quién abres. |
Confundido el orensano, le ponía el abrigo del
revés : ¡
— 167 —
—De esto tiene la culpa el narizobtas—murmu-
raba,—el lioso, el...
—Hombre, quien tiene la culpa eres tú—dijo
riendo Fernando,—¿no ves que esto no es así?
Le arrebató la pesada prenda y la echó sobre
sus hombros :
—¿ Vamos, Faveragas?... antes, trae dos copas y
la botella de coñac, Verísimo.
Fué el criado, rezongando, y trajo las copas y
la botella; sirvió el joven: y ofreciendo una á su
amigo, levantó la otra :
—;¡ Por la revolución y por Ordenado!
Chocaron los cristales y bebieron de un trago.
—Vamos.
—¡ Por la Virgen del Misterio !—clamó el señor
Perales corriendo tras del amo,—;¡ va usted á coger
una pulmonía! siquiera tomara el agua caliente y
la goma... ¡ Ya se fué y sin paraguas! ¡ ya tiene ra-
zón el señor: yo tengo la culpa, por haber dejado
pasar al manquito ese, que ojalá reviente, amén !
Había amainado el temporal, ya no llovía, y de
vez en cuando los cuernecitos de la luna creciente
asomaban en una desgarradura de las nubes opa-
cas. ?
—¡ Caramba ! — dijo el manco,—hace un frio...
¡ valiente noche! |
Y el doctor Hierro, esforzando la voz para ha-
cerse oir, á causa de su ronquera y de la bufanda,
contestó : |
—Deje usted que sople el pampero... el pampero
es la mejor escoba del cielo y de la atmósfera : nadie
barre como él, ¿no lo siente usted? ya llega, y en
dos horas más no quedarán nubes ni miorobios,
¡bendito sea! ¡oh! amigo Faveragas, una escoba
axíÍ necesitamos para nuestra política; ¿será capas
el coronel Zeta de empuñarla? ¿será capaz Orde-
nado? ¿y no iremos á hacer hoy lo de otras veces,
le misma tontería, el mismo crimen, sacrificar vidas
inocentes para afianzar el reinado de la iniquidad ?
—No, no—protestaba el otro con ademán tan
enérgico, que hasta el muñón se erguía agitando la
manga,—no, doctor, esta vez es la vencida, como
dicen los chicos; yo tengo confianza en Zeta y en
Ordenado, completa confianza.
—AsÍ sea, y ojalá esa confianza nos asista hasta
el fin: yo estoy tan desencantado de la política de
mi tierra, ¡que ni en la paz de los sepulcros creo!
si esta revolución fracasara, ¿qué más nos quedará .
que ir á prosternarnos á los pies de Eneene?
—¡Oh! ¡oh! decididamente, doctor, ese pesi-
mismo en estos momentos, no quiero decir que sea
de mal agiúero, porque yo tampoco areo... en los
agúeros, pero...
—Nada ; usted, mi amigo, es de la madera de
mi tío Román, que gueña con el triunfo de lo bueno
y lo santo, nada más que por su cualidad de santo
y de bueno, y á ciegos así parece doloroso devolver-
les la vista... ¿Usted se va al comité?
—Yo á cumplir una diligencia urgente; ¿nos ve-
remos en Palermo?
—¡ En Palermo! ¿quién sabe?
—Es cierto, ¡ quién sabe! adiós, Faveragas.
— Adiós, doctor Hierro.
El apretón de manos fué largo; y conmmovidos,
los dos jóvenes Se separaron.
—Ahora-—se dijo Fernando,—al Retiro, pronto ;
luego, á mandar el telegrama al tío, la palabra con-
venitfa,, ese nequaquam que él con tañta ansia es-
A.
Desierta estaba la calle Florida : la mancha blan::
quísima de la luz eléctrica, delante del Teatro Na-
cional, deslumbraba de lejos, y la hilera de coches:
tendida á lo largo de la acera, recordó al poeta que
aquella noche se celebraba la inauguración de la
kermesae del Asilo del Sauce : |
-——Buena fiesta les dé Dios á las damas-—pensó,
-—-n0 sea cosa que á lo mejor las corra el tiroteo : lo
sentiré por los pavos de la señorita Alcira, que van *
á morirse del susto. |
Quien corría era él, más que undaba, asustado
del silencio de la gran ciudad : ¿el mal tiempo re-
tenía á muchos en sus casas, Ó el presentimiento,
la certeza, quizá, de lo que se preparaba? y volaba,
más que corría, temiendo llegar tarde para poner
en salvo á Jovita: la reunión en Palermo estaba
fijada pra la media noche, pero un golpe de mano
así se adelanta ó se retrasa... Al fin se detuvo ante
el palacio de las dos Luces, y no quiso llamar ; miró
por el ventanillo enrejado, casualmente abierto, vió
4 Cristóbal y lo gritó :
—¡ Cristóbal, Cristóbal, abra usted !
Pero el gigantón no podía oir á causa de la can-
cela de cristales, cerrada, y entonces Fernando se
decidió á tocar el timbre :
—Pase usted, señor doctor—dijo el portero soll-
cito tirando del cerrojo,—están, sÍ, señor, ¿pues,
adónde han de ir con este tiempo?
La negrita presentaba amablemente la bandeja,
ignorante de que Fernando no era ya visita de eti-
queta, y lo probó subiendo resueltamente la escalera
y Meco que dormitaba en el recibimiento desper-
tandole
— 170 —
—Diga usted á la señorita Jovita que está el doc-
tor Hierro, que necesito hablar con ella urgente-
mente. |
Como el criado no entendiera bien, tan earon-
quecido estaba el joven, tuvo que repetir más fuerte
el mensaje : el despacho de don Tomás aparecía ilu-
minado y abierta la puerta, y tan pronto resonó
aquella voz bien conocida, Jovita se presentó, como
siempre de negro, con su diadema de cabellos ru-
bios, y un libro en la mano, sin dar lugar á que el
criado se moviera :
—;¡ Doctor! pase usted... sí, leyendo; Elena aca-
ba de marchar á acostarse, y las mistress también :
yo no tenía sueño y me vine aquí á leer; pero, ¿no
se sienta usted? ¿qué hay, doctor? ha dicho usted
que necesitaba hablar conmigo urgentemente.
- —*BÍ, señorita, ocurre algo grave.
—¿ Algo grave?
—Algo muy grave... es preciso que ahora mismo
abandonen ustedes esta casa.
—¡ Ay, doctor! me asusta usted, ¿por qué?
—Por esto...
Enterada en pocas palabras y convencida de que
no era prudente permanecer en una casa que iba á
ser, cón toda probabilidad, blanco de balas y teatro
de combates, daudo una nueva muestra de aquella
entereza suya admirable, dejó el libro sobre la mesa-
escritorio, no sin señalar antes la página que leía,
y contestó 4 Fernando: | |
—Tiene usted razón, debemos salir de aquí +:
junto al tío Buenaventura estaremos mejor... Voy
á prevenir á Elena y á la mistress, á dar órdenes á
los criados, 4 tomar mi sombrero y mi abrigo...
¡ gracias, gracias, doctor, por este nuevo servicio!
— 171 —
El joven médico, emocionado, se inclinaba ; y de
repente, Jovita se encaró con él, fijamente :
—Y usted, doctor... porque este movimiento re-
volucionario es ordenista, y usted es ordenista, como
su tío, ordenista furioso y debe de estar mezclado en
él; quizá va usted á tomar ahora el fusil: dígame,
doctor, ¿es cierta esta sospecha mía? ¡me causa tal
- espanto la política! ella me mató 4 mi padre.
Todo su amor, aquel amor inconfeso y profun-
do, se descubría en su acento, en su actitud y en
esta pregunta desolada :
—¿ Y usted, doctor, y usted ?
Fernando, confuso, balbuceó :
—¿Yo? no sé... no sé todavía... de todos modos,
lo importante, lo urgente es salir de aquí.
¡Ah! habría deseado él ser ciego y sordo, para
-no verla ni oirla, y no viéndola y no oyéndola, no
sentir aquella rabiosa tentación, más avasalladora
-cuanto más reprimida, de descubrir también su se-
creto, seguro ya de no pasar por irrespetuoso y te-
merario, y á aquel arranque imprudente de Jovita,
contestar con toda su alma :
—¿Tomar un fusil yo? ¿sacrificar mi vida en
aras de la política egoísta? ¿buscar la muerte, cuan-
do sé que me quieres, y queriéndote como yo te
.quiero? ¿acaso necesito decirtelo? ¿este paso que
doy, en las actuales circunstancias, no es más elo-
cuente que todas las palabras? ven, vamos, huya-
-mos á escondernos, allí donde la catástrofe, pronta
á estallar, no pueda alcanzarnos, y después de la bo-
nanza, en el nuevo día, ¡amémonos, sin recelo !
Pero nada dijo, porque entre él y Jovita pare-
cióle que se interponía la figura dantoniana de Hie-
rro Bermúdez, intimándole con terrible gesto cogie-
ra ese fusil que sus manos afeminadas rechazaban :.
e 172
. —La patria primero y el amor después, ¡ si te has
hecho digno de merecerlo ! |
Y repitió su inocente excusa ;
—Yo no sé, señorita, no sé... Dése usted prisa,
pues no podemos perder tiempo.
—Voy y vuelvo—dijo la joven con un suspiro.
—[ Ah! una advertencia: la denuncia que he
traído aquí es reservada; usted sale ahora y va ú
casa de su tío y la acompaño yo porque sí, simple-
mente. |
—Descuide usted, doctor.
Fuése y Fernando, desfallecido, se sentó ; pasada
aquella escaramuza, pocos alientos le quedaban
la gran campaña revolucionaria : atacóle la tos y él
la sofocaba con el pañuelo :
_. —Pero, señor, ¡qué resfriado! no sirvo para na-
da, estoy tan mal, tan débil, que ahora no me ex-
traña esa idea disparatada que me vino cuando ella
me preguntó, con tanta viveza, si era yo de los cons-
piradores... ¡Que tenga uno que tirar de la rienda
cada minuto á la señora imaginación | y sino ¡qué
tropezones y qué porrazos | Vamos, que su señor tío,
cuando supiera que con bronquitis y con fiebre (se
tomó el pulso y calculó unos treinta y ocho gra-
dos) exponiéndose á graves complicaciones, había
acudido al llamamiento de la patria, se declararía sa-
tisfecho, no le trataría de ciudadano neutro, de in-
digno de llevar el nombre de los Hierro...
Elena entró en el despacho, ajustando su som-
brerito de crespón :
—¿Qué es esto, doctor?—dijo estrechando con
mucho cariño la: mano del médico,—diígamelo us-
ted, porque á Jovita no hay quien le arranque la
explicación ; ¿por qué nos vamos á casa del tío Bue-
naventura? ¿se ha empeorado Justita?.
— 173 —
—No, empeorado no—contestó Fernando cazan-
do al vuelo el pretexto que se le ofrecía,—pero no
está bien... usted sabe que la salud de su primo no
es muy satisfactoria...
-—¡ Ah! felizmente no me había acostado toda-
vía, ni tampoco la mistress: charlábamos en mi
cuarto de algo que tengo que contar á usted : usted
es nuestro amigo, nuestro buen amigo, y como des-
pués del suceso no le he visto...
—¿El suceso? ya se me abren las ganas por sa-
berlo.
—Pues es muy sencillo. |
_ Acercóse de puntillas, con aire picaresco, mos:
trando los dientes lindísimos, y soltó el secretito :
—¡ Que he despedido al Trujillín ! j
——¡ Pobre criatura !—exclamó Fernando con có.
mica entonación.
Ella se puso seria : ¡sí, le había despedido por-
qué se convenció, á tiempo, que no le quería ni
tanto así! la ausencia de las reflexiones de su her-
mana mayor contribuyeron poderosamente á demos-
trarla el estado de su corazón ; no le quería y no
queriéndole, ¿cómo iba á ratificar el compromiso de
Ombú, arrancado en un momento de lasitud, de
enervamiento moral, de holgazanería del espíritu?
¡las tonterías que se hacen y de lo que depende mu-
vhas veces la felicidad! Pero, hecho el disparate,
había que enmendarlo, y á ella no la faltó coraje
pa exigir del novio la devolución de aquel st fa-
tal :
—Lo he pensado mejor, Trujillo, y creo que más
vale romper nuestras relaciones, que llevar adelante
un proyecto irrealizable... Así, clarito, trrealizable,
á fin de persuadirle que eran inútiles quejas, súpli.
cas y protestas,
— 174 —
—Y él, ¿qué dijo?—preguntó Fernando.
—Me llamó coqueta... y no sé cuántas cosas más,
y se marchó furioso, amenazándome con contárselo
á su papá. Y se lo contaría, porque don Francisco
no ha parecido por aqui desde entonces, él que,
noche á noche, le tenfamos de pelmazo.
—De tal palo... Reciba usted mi enhorabuena
po esta hazaña, señorita, y que aproveche la lec-
ción.
Refase Elena y decía : :
—¿Cuánto apuesta usted 4 que ahora está en el”
Nacional, haciéndole la ronda á Alcira?
—¿ Yo? no apuesto nada : lo doy por seguro.
Adentro, se ola la voz de Jovita :
—Cierre usted. bien y apague todo; probable-
mente, nos quedaremos en casa de mi tío.
Y apareció, y con ella mistress Cowan, y salie-
ron, dando al criado dormilón' del recibimiento las
mismas órdenes, y también á Cristóbal en la por:
terla :
- —No abra usted á nadie, Cristóbal, mucho cui
dado.
Del umbral no se movieron hasta que el hom-
brón no echó el cerrojo y los pasadores, apagó el fa-
rol y cerró el ventanillo; entonces dijo Fernando :
—¿ Vamos?
Caminaron con precaución sobre la fangosa ace-
ra : el cielo se entoldaba de nuevo, el frío era in-
tenso, y en toda la pláza, desierta, no se vela un
carruaje ; las manos en los bolsillos, la bufanda has-
ta los ojos, el joven médico marchaba delante, mi-
rando con afán si descubría alguna berlina donde
abrigar á las señoras del viento helado y de la cu-
riosidad callejera : contrariado, se volvía :
_ "—Paciencia, habrá que ir á pie.
— 175 —
—IÍremos á pie—contestó animosamente Elena,
—la casa del tío no está lejos. |
Pero Jovita callaba, preocupadísima, y mistress
Cowan también, por respeto; las tres recogían sus
faldas negras, aseguraban los crespones que el aire
hacía flamear y pisaban miedosamente, porque es-
taban las losas más resbaladizas... En esto, del lado
del cuartel de artillería se oyó alarmante rumor de
guerra : galope atropellado de caballos, arrastre de .
cañones, chocar de “sables, toques de corneta, y en-
tre las sombras pasó el escuadrón, tomando la calle
Florida abajo, y otro escuadrón, con igual áparato,
se dirigió hacia Juncal, y de la esquina de la Esme-
ralda desembocó uno más, de infantes, marchando
en silencio hacia Juncal también ; al mismo tiempo,
las puertas se cerraban, en ventanas y balcones mos-
trábanse los vecinos, asustados y curiosos, y los tran-
seuntes corrían como conejos, que un golpe recio ó un
rd serio ha espantado, y mientras corrían sem-
braban la alarma, el susto y la congoja, repitiendo :
—;¡ Revolución ! ¡revolución !
Instintivamente, Jovita se prendió del brazo de
Fernando, lívido, más para retenerle que en deman-
da de protección, y las otras quisieron escapar, la
infeliz mistress Cowan con tales ayes, como sl todos
los indios de sus sueños con taparrabo y plumero
en la cabeza, la rodearan y alancearan furiosa-
mente : |
—¿Indios? ¿ser indios, miss Ellen? ¡ah! South
America, South America!
—No, no son los indios—contestó Elena con te-
rror igual al suyo,—sino revolución, que es lo mis-
mo. Volvamos á casa, Jovita, vamos, doctor.
Fernando halló voz y fuerzas para tranquilizar-
las y persuadirlas que debían seguir su camino, á fin
— 176 —
de llegar cuanto antes al seguro asilo de dón Buena-
ventura, y pegadas á él las tres mujeres echaron á
andar, sin mirar ya dónde ponían los pies, aprisa, el
dido atento, los ojos recelosos..
Y la angustia, entretanto, ahogaba 4 Fernando :
¿por qué aquel movimiento y aquella alarma? Fave-
ragas le dijo que á las doce en Palermo tendría lu-
gar la concentración de fuerzas, ¿se había adelan-
tado la hora? y si se había adelantado lá hora,
¿por qué salían los artilleros de su cuartel, cuan-
do, según el plan convenido, debían esperar en la
plaza su incorporación á la columna revoluciona-
ria? y si el plan convenido fué modificado por
algo imprevisto, que siempre ocurre en tales ca
sos, ¿qué significaba aquel batallón de infantería,
cuyo número no era ni el 15 ni el 18 (bien se fijó en
este detalle al verlo pasar por la esquina de la Esme-
ráalda) marchando en dirección á Palermo? Que se
había descubierto el complot, sencillamente, y el
gobierno llamaba á sí 4 una parte de la artillería, y
por eso galopaba el escuadrón calle Florida abajo,
4 guarnecer la Casa Rosada y apuntar sus cafiónes
al pueblo, que su fiel amigo le creía, y la otra parte
enviaba al foco de la conspiración, á Palermo, junto
con la demás fuerza disponible y necesaria. Esta
idea, esta horrible idea le hizo tanto daño : el com.
plot descubierto, la revolución perdida, el sacrificio
estéril de nobles y valientes argentinos nada más
que para hacer perdurable el oprobioso sistema en
todos los, terrenos combatido... qúe un sollozo brotó
de su pecho, y avergonzado de que le sintieran, le
sobró el valor para disimular, para sonreir :
—;¡ Caramba! ¡cómo corren ustedes! no sofocar
se así, que esto no pasará de un susto del gobierno,
cuya impopularidad le hace ver sombras en todus
as
— 177 —
partes, como á la señora Cowan salvajes su preocu-
pación. de
Mas, el cierre de puertas continuaba y las carre-
ras y los gritos, y de pronto, muy lejos, muy lejos,
resonaron una, dos, tres descargas de fusilería : en-
tonces, el terror cegó á las señoras, y no bastaron
ya palabras ni razonamientos, y Fernando tuvo que
imitarlas, huir como ellas, con la ansiedad de llegar
pronto, porque él también quería llegar, ponerlas en
salvo y correr luego á la lucha, al lado de sus herma-
nos los ordenistas y caer y morir, si ellos caían y
morían ; la puerta de don Buenaventura no estaba;
abierta, y agitaron el llamador, tocaron el timbre y
la aporrearon, Fernando con el puño nervioso, y ellas
con las manitas enguantadas : al fin, un criado fran-
queó la entrada, y en el zaguán se precipitaron, en-
tablándose dolorosa lucha entre Fernando, que mar-
char quería, y Jovita, que no soltaba su brazo :
—¡ Pase usted, doctor, por Dios! yo se lo ruego.
—1 Imposible! ¡mi deber me llama !
—Después... ya se irá usted, más tarde; ¿qué
va á decir el tío si nos ve llegar solas?
—Entre usted, entre usted—repetían la inglesa
y Elena. |
—¡ Imposible, imposible !
—Yo se lo ruego, doctor...
Las lágrimas mojaban su voz y sus ojos, y el jo-
ven entornaba los suyos para no sucumbir cobarde-
mente ; ya conseguía zafarse, cuando un coche paró
y bruscamente abierta la portezuela, dos damas con
caprichoso atavio, y brillantes que chispeaban, el
seno y los hombros sin más defensa ni abrigo que
ligeros encajes, bajaron, entraron también en el za-
cuán, la más gruesa y más vieja, diciendo á vo-
Ces:
EL CANDIDATO.—12
— 178 —
. —¿Está el señor Luces? ¿dónde está el señor
Luces? pa
Eran la señora de Eneene y Alcira, quienes así
que vieron á los que en el zaguán estaban y les
reconocieron, arreciaron en sus lamentaciones :
—Ustedes deben de saberlo; ¿qué hay? ¿qué
ha. ocurrido? ¡ Dios de bondad ! ha de ser una carni-
cería horrible, ¿no han oído ustedes los fusilazos ?
sl, de la kermesse venimos; ¡qué desorden! hemos
escapado como ustedes nos ven... ¿y el señor Lu-
ces? ¡ay! ¡quién me dará noticias de Adriánt :
Como hablaban todas en coro, era grande la al-
gazara, y misia Florinda, con Justito en brazos, se
asomó á la puerta del comedor; y no bien la divisó
misia Damiana, allá se fué pronunciando á borboto-
nes aquellas terroríficas palabras de tiros, revolución
y degollina, de tal modo, que ¿a de Luces, igno-
rante de cuanto pasaba en la calle, cogió un susto
atroz, y se puso á gritar también : |
—¿Qué dice usted? ¿qué dicen ustedes? ¡revo-
lución | ¡y Buenaventura no está en casa 1 no vino
á comer, y yo pensaba : comerá con Eneene y des-
pués se irán juntos á la kermesse... |
—Ninguno de ellos ha aparecido por alli —apuntó
misia Damiana lagrimeando. A
—¡ Jesús! ¿y qué hacemos, qué hacemos ?
'Asustado del tumulto, Justito comenzó á berrear,
y toda la chiquillería enjaulada en el comedor se al-
borotó ; entretanto, y muy bonitamente, el criado
había puesto llave, cerrojo y tranca á la puerta, y
así cuando Fernando intentó salir no pudo, y en la
operación de forcejear para abrir estaba, cuando el
llamador y el timbre tocaron el dúo más endiablado,
apagando el vocerío de las mujeres. ' |
—¡ Es Buenaventura !—exclamó misia Florinda.
— 179 —
—¡ Es papá, es papá ! —chillaron los nenes.
SÍ, era el gran literato, y viéndole, no pensó ya
Fernando en huir: aquel hombre debía de saber al.
go, quizá todo lo ocurrido... Fué detrás de él y entró
en el comedor, junto con los demás :
—¡ Ay, Buenaventura !—sollozó misia Florinda,
==] qué miedo más grande! ¿no estás herido, hi-
Jito
- El señor Luces, muy estirado, la tranquilizó con
un gesto, dió á misia Damiana un apretón de manos
silencioso, y 4 Fernando interpeló con extrañeza :
—¿ Usted aquí, doctor Hierro? — pregunta que
traducida en romance quería decir :
—¿No es usted de los ordenistas revoltosos, cri-
minales, que han tenido la audacia de alzarse contra
el gobierno? pues me sorprende mucho, porque todo
eso y mucho más he creído siempre de usted.
Pero antes que el joven contestara, Jovita lo ha-
cla por él:
—El doctor ha; ido 4 casa 4 prevenirnos del pe-
ligro que corríamos, y ha tenido la amabilidad, la
caridad, mejor dicho, de acompañarnos. |
—Lo felicito 4 usted, doctor—repuso don Bue-
naventura,—porque esto significa que no es usted
el partidario exaltado de antaño; más vale así..
Fernando experimentaba tortura tan grande, que
no pudo 'hilvanar una respuesta, sintiendo que la
vergúenza de su actitud, no la fiebre, le quemaba la
mejilla; ¡ah! ¡aquel hombre, paniaguado del Pre-
- sidente, debía saberlo todo y él de todo quería en-
terarse |
——Pero, vamos ú ver—dijo la de Eneene,—cuén-
tenos usted, ¿qué ocurre? ¿ha visto usted 4 Adrián ?
¿dónde está Adrián?
El tono que adquirió la voz del señor Luces pera
— 180 —
contarlo fué tan grave, que hasta á los mismos ni-
ños impuso silencio y pavor :
—¿Qué ha de haber ocurrido, señora mía? yues
lo que se temía... Por su esposo de usted no tenga
cuidado, que acabo de dejarle en la Casa Rosada
bueno y sano, y si le he dejado ha sido para venir á
tranquilizar á la familia... Hacía tiempo que al go-
bierno le llevaron el soplo que el partido ordenista
conspiraba ; que, además del general, el coronel Zeta
era decidido cabecilla, que la artillería y los batallo-”
nes 15.” y 18.” estaban minados: de aquí las pri-
siones de oficiales, los sumarios y las alarmas, la có-
lera de la prensa contraria y las amenazas de las
prensa oficial ; se había vivido sobre un volcán y el
volcán acababa de reventar, ¿cómo? á las tres de
la tarde, no más temprano, alguien puso en conoci-
miento del ministro de la Guerra, que en el tren de
las seis, por la estación del Once, salía Ordenado
con el fin de sublevar la provincia, y que á media
noche en Palermo se pronunciarían los batallones
15.* y 18.” y los cadetes, al mando del coronel Zeta,
jefe del 18.*, ordenista, vigilado como tal y próximo
á ser destituído y procesado ; con los hilos de la tra-
ma en las manos, fué el Ministro y al Presidente
comunicó la gravísima noticia, se reunió el Consejo
y se acordó prender á Ordenado, sacar inmediata-
mente de sus cuarteles á los batallones comprome-
tidos, enjuiciar á Zeta, decretar el estado de sitio y
llamar á la guardia nacional :
—A estas horas tales acuerdos están cumplidos
—ceontinuó el literato mirando con sorna al joven
médico, que desfallecía, —y Ordenado el primero, '
preso, con centinela de vista. |
—;¡ Preso! ¡el general !—exclamó Fernando con
un gemido.
— 181 —
—Si, señor doctor, ¿se asombra usted? 4 las seis
menos cuarto, en el andén de la estación del Once,
un agente de policía le daba la voz de ¡ alto! á pesar
de su disfraz, le metía en un coche, á pesar de sus
sois y poco después en el Parque le ponía á
uen recaudo. En cuanto á la artillería, acató la
- orden de evacuar el cuartel, cosa rara, ¿eh? pero no
así los cuerpos de Palermo, que la han emprendido
á tiros con las tropas que el gobierno envió para so-
meterlos... ¡ah, señores ordenistas! ¿querlais san-
gre? pues correrá sangre argentina para saciaros,
pero no conseguiréis vuestros propósitos criminales :
el gobierno es fuerte, es poderoso, y ya lo veis, ape-
nas formada la revolución, la hace abortar... Pre-
cisamente, éste era el tema de mi artículo de ayer,
que yo intitulo La degringolada, ¿no la han leído
ustedes ?
Misia Damiana, con entusiasmo, chilló :
—¡ Muy bien ! ¡ duro con ellos : que les engrillen,
que les torturen, que les fusilen, y al ordenistón del
general que le corten la cabeza y la expongan, para
castigo y ejemplo, en medio de la plaza de la Vic-
toria |
Pero se asustó, y todos se asustaron del grito
airado de Fernando y del movimiento violento que
hizo al enderezar sus pasos hacia la chimenea, en
cuyo mármol el literato se apoyaba :
—Sí, señor don Buenaventura—fustigóle cara á
cara, —correrá sangre argentina, no para saciarnos
á nosotros, que no tenemos más sed que de justicia,
de orden, de moralidad, de honradez administrativa,
sino para saciaros ú vosotros, que necesitáis de ella
ahogar los clamores del país. Muchos años hace
que disfrutáis del poder, ¡ muchos años! todo lo ha-
béis acaparado, ¡todo! ¡todo lo habéis robado, ani-
— 182 —
quilado, atruinado, dineros, crédito, libertades! para;
cada cambio constitucional de Presidente, habéis
provocado una hecatombe, y sobre un montón de
cadáveres el nuevo mandatario ha asentado su si-
llón ; y para hacer eterno el usufructo, para que
nadie pueda molestaros en vuestra posesión, habéis
suprimido los comicios, falseando el voto popular.
¿Qué les queda que hacer á los otros, á los parias, é
los excluídog de tantos años? creen tener, y la tie-
nen, señor don Buenaventura, la confianza del pue-
blo, esperan poder redimirle y rescatar vuestros erro-
res y borrar vuestros crímenes ; las vías legales es-
tán obstruidas : desesperados, se arrojan de cabeza
á la revolución. ¡ Y un país donde pasan estas cosas
se llama república ! pobres países de América, ¡| cuán-
to tenéis que envidiar á las viejas monarquías euro-
s!
do á poco, señor doctor—interrumpía don
Buenaventura sofocado,—escuche usted...
—;¡ La revolución está perdida ! —continuó el mé-
dico cada vez más exaltado,— sí, sí, por las noticias
que usted se trae, está irremisiblemente perdida :
preso el general, muerta la esperanza ; pero, no será
sin luchar como leones, sin morir como argentinos,
y así para vuestra satisfacción, para satisfacción del
Presidente, cuya omnimoda voluntad queda en evi-
dencia, dictador más que Presidente, tirano más
que dictador, tolerado y consentido E la Cons-
titución, que tales atribuciones le confiere cándida-
mente, como si los patricios que la hicieron no co-
nocieran ni de vista 4 los bueyes con que araban,
así, el 12 de octubre Rodríguez de Eneene subirá al
poder pisando la sangre derramada por su culpa, y
para no manchar las alfombras del palacio, tendrá
E 1 O
que Festregarse bien las suelas en los umbrales! ¡ ni
será el primero, ni será el último! E
—Uiga usted, señor doctor... pa |
—¿El qué? ¿sus sofismas, señor don Buenaven-
tura? no ahora, que mis hermanos me Haman.
-- Saludó con frialdad, y mientras la indignada mi-
sia Damiana, por todas las perrerías que de -escu-
char acababa, al aturrullador literato decía no sé qué,
Fernando se acercó á las señoritas de García Luces
y trémulo se despedía :
—Cálmese usted — susurró Elena, — usted está
mal,. usted está enfermo.
Jovita no pudo hablar : tendióle silenciosamente
su mano y al estrecharla febrilmente notó Fernan-
do que algo le quedaba en la suya, recuerdo, amuleto
quizá para el que partía en busca de la muerte y que
sólo el amparo de Dios podía salvar... |
Ya en la calle, bajo el primer farol, Fernando
contempló el pequeño objeto: era una medallita de
oro, con la efigie de la Purísima Concepción en es-
malte, y la besó, sintiendo milagroso alivio con aquel
beso; todas las lisonjeras reflexiones que la prenda
inestimable despertóle, las rechazó para no pensar
más que en la catástrofe ordenista, y á pesar de la
calentura que le devoraba, marchó adelante, ciego,
buscando instintivamente el camino de Palermo :
mortal silencio pesaba ahora sobre la ciudad y las
lejanas descargas aumentaban el pavor; aquellos
eran los últimos razonamientos del gobierno, más
desastrosos que los sofismas de don Buenaventura,
para convencer al necio pueblo, á todos los Hierros
testarudos de la República, que tenían que humillar
- la cerviz ante Eneene. |
—;¡ Infames !—refunfuñó el poeta, —¿qué demonio
os ayuda? ¡ porque en.el mundo el demonio es más
— 184 —
poderoso que Dios, puesto que Dios no ayuda 4 los
perversos, y son los perversos quienes reinan en el
mundo! ¡traición os ha vendido nuestro secreto, y
en este momento hacéis pagar cara el ansia de ser
libre de todo un pueblo ! ¡ Pobre tío Román ! y él que
espera mi telegrama... Otras cosas barbotaba, sin
ilación, andando, andando, con el sombrero en la
mano, á fin de refrescar su frente abrasada ; en cada
esquina se detenía, como ignorante de su ruta :
Poro, ¿dónde estoy? ¿adónde voy?...
Y segúta caminando. Algunos grupos de ciudada-
nos pasaron, cautelosos, y él se mezcló á ellos :
—-¿ Ordenistas ?,
—;¡ Ordenistas !
—¿A' Palermo?
—¡ A Palermo! ]
Eran unos veinte, jóvenes, entusiastas, con las
trazas todas á la vista de su cultura y de su rango;
el joven médico no les conocía, pero no necesitó de
más presentación que la de su filiación política, y
juntos marcharon como viejos camaradas, enlodando
sus finas botas de charol, sufriendo sin quejarse la
ventisca y la llovizna ; sabían la prisión del general,
y no parecían más desanimados por eso. Uno, im-
berbe de quince años, que llevaba el remington ter-
ciado, decía á Fernando ofreciéndole el apoyo de su.
brazo :
—;¡ Está usted enfermo, compañero, y asimismo
no niega á la revolución su concurso! ¡es muy dig-
no, muy patriótico! ¿no oye usted cómo se defien-
den nuestros bravos? ¡allá vamos nosotros 4 ayuda-
ros, hermanos! nos han traicionado, pero no ven-
cido todavía. Otros grupos llegaban con armas, y
para que la columna no engrosara demasiado y pu-
diera escapar más fácilmente si era atacada, en las
| — 185 —
calles laterales se desparramaban, y por distintos
rumbos buscaban operar su conjunción en Pa-
lermo.
Y el simpático imberbe, notando que Fernando
no llevaba armas, le entregó su revólver :
—$Su estado no le permite cargar un fusil, y con
las manos vacías no va á contestar á los tiros del
gobierno.
—Gracias, amigo mio, ¿me permite usted que
le llame mi amigo? ]
Por toda respuesta el joven estrechó su diestra
calenturienta ; y como el poeta preguntara luego :
—¿ Usted viene del comité?
El contestó que sí, y que allí había visto á Fave-
ragas, á quien conocía :
—¡ Qué sorpresa la suya cuando explotó la bom-
ba de dinamita, la noticia de la captura del general !
¡y la de todos, la de todos! no hubo más que una
idea, un acuerdo : ¡correr á las armas! si el com-
plot estaba descubierto, no rendir la enseña de la
revolución, sin defenderla á trueque de nuestra san-
gre. Y cuando supimos que los cuerpos fieles de Pa-
lermo, cumpliendo su promesa, acababan de suble-
varse, y que de todos los comités salían Tegiones.de
ciudadanos, y de cada casa, y hasta debajo de cada
piedra brotaba un ordenista, ¡un combatiente, re-
nació la esperanza !
Llegaban á la plaza del Retiro, y de repente el
alumbrado público se apagó, haciéndose la obscuri-
dad tan completa, que no se vió gota :
—¡ Mucha precaución ! — dijo uno de los del
grupo.
Con las armas preparadas marcharon, mientras
el terrorífico rumor de la. batalla se escuchaba, si-
— 186 —
lenciosos, olfateando el peligro; en la esquina de
Juncal se les dió la voz de alto:
—¿ Quién vive?
Sin contestar, escurriéronse entonces uno á uno,
pegados á la pared, y Otra vez resonó el alerta :
—¿ Quién vive?
Y tras del nuevo do la orden de fuego y la
descarga cerrada.
Echaron á correr todos, más Fernando no pudo,
porque su compañero vacilaba, ¿herido, herido qui-
zá? ¡no, muerto! sin una queja, se deslizó de sus .
brazos y quedó de espaldas sobre la acera, mirando
al cielo sombrío. |
Fernando se inclinó, le palpó, con amorosa de-
licadeza desprendió el remington de su mano cris-
pada, y en un arranque desesperado volvióse á la
guardia traidora, apuntó con el arma y contestó á
la intimación con un tiro y este grito :
—¡ Viva Ordenado!
Y 'hnyó entre las sombras, abrazado al fusil.
VII e
Nunca fuera más dulzona la sonrisa del doctor
Trujillo, ni-más burlesca la de aquel arisco jorobeta
don Olimpo Salgado, bajando de bracero la suntuosa
escalera del Palacio de Gobierno, tres días después
de estos sucesos.
—Vaya usted con cuidado, mi querido amigo...
no, señor, no me molesta, ¿qué ha de molestarme
— 187 —
usted? échese sobre mi brazo cuanto quiera, que á
robustez pocos le ganan... ¡cuidado! ¡iba usted á
salvar dos escalones ! despacio, despacio, mi querido
amigo, tiene usted delante el umbral, no vayamos 4
tropezar.
Y el asmático personaje, pegando sobre la piedra
con el bastón, decia acentuando su sonrisa de burla :
—; Cuántos han tropezado aquí, doctor Trujillo !
—;¡ Cuántos ! |
—¡ y llegaron á desnucarse! Terrible escalera ésta,
que cuesta tanto subir como bajar, y no pocos la
han bajado de cabeza.
Se detuvieron y charlaron bajito, á pesar de que
alma viviente en el vestíbulo no podía escucharles,
fuera de la numerosa guardia del portal, que estaba
demasiado lejos.
— Decíamos... —pronunció don Olimpo continuan-
do un diálogo iniciado en las antesalas presidenciales.
—Que Su Excelencia ha estado habilisimo—dijo
el doctor con mucho fuego, —cediendo un poquito en
circunstancias tan críticas: vencido el armisticio á
las seis de la tarde, si las condiciones impuestas no
son aceptadas, la toma del cuartel del Retiro, donde
los revolucionarios están aculados hace tres días, de-
fendiéndose como... argentinos, será cuestión de po-
cas horas más, ¿pero podrá darse por terminada la,
- revolución? en la capital sí, ¿y en el Interior? Co-
rrientes, Mendoza sublevadas también.. ¿qué que-
rían los ordenistas? ¿el sacrificio de Eneene? El.
Presidente contesta que consultará á los partidos y
empeñará su influencia cerca del doctor Eneene en
favor de su renuncia. Ahí arriba quedan los dos en
misterioso é interesante conciliábulo.
—Lo que importa decir—saltó el vejete con uno
de sus je, je más malignos, —que ya podemos dar al
— 188 —
misero don Adrián por uno de los desnucados en esta
escalera...
Y don Francisco repuso :
—Esa frase de consultar á los partidos es una eva-
siva con mucha sombra; Su Excelencia consultará
sus intereses antes que nada, y sus intereses le dicen
é gritos que sostener 4 Eneene es una solemnísima
locura : mire usted, señor don Olimpo : si los ordenis-
tas, cuando lograron rechazar á las tropas del gobier-
no, y persiguiéndolas entraron en el Retiro, en vez de
meterse en el cuartel y atrincherarse en la plaza,
se vienen aquí y atacan el Palacio, los ordenistas eran
dueños de la situación ; pues esto que han podido
hacer en la capital, y no lo han hecho por torpes y
mal avisados, lo harán quizá mañana conflagrando
toda la República ; y si con un jarro de agua es po-
sible apagar el incendio de la guerra civil, ¿por qué
no echarlo con mano firme? Es lo que va á hacer el
Presidente, una vez sometida la revolución, y por
eso califico su actitud de habilísima. V
—A quien va á sorprender ese jarro de agua es
á don Adrián... ¡la hallará más fría !
—¿Y qué? Eneene se lo tiene muy merecido ;
yo siempre lo he dicho : no es el hombre que necesi-
tamos, desconceptuado como está, mal mirado por
el pueblo, ¿de dónde diablos fué el Presidente á sa-
o y se le ocurrió investirle con el hábito de can-
didato oficial? existiendo dentro del partido hombres
de tantísimo mérito... |
Indudablemente, esto decíalo por Salgado, á quien
daba lustre sacudiendo con afectación la solapa de
su gabán, y repitiendo :
—4 De tantísimo mérito!
La verdad que era mucha la ceguera de Su Ex-
celencia cuando no se fijó en aquel personaje, que
— 189 —
tan cerca de si tenía, y fué á ofrecer el bastón de
borlas á ese catamarqueño sin crédito y sin elevación
moral... |
—Felizmente—continuó don Franvisco de Pau-
la,—esta lección le ha abierto los ojos, y note usted
cómo, en medio de la tormenta, se ha acordado de
Santa Bárbara, de sus antiguos amigos, como usted,
por ejemplo, y les llama, les consulta...
—Yo—dijo el vejete—acabo de hablarle bien cla-
ro: no prestaré mi concurso á la situación, no de-
pondré mi resentimiento por los sucesos últimos, si
el nombre de Eneene no se borra de la contienda
política y se archiva ; dijele más : excluido Eneene,
ae no puede ser de otra manera, V. E. debe
uscar un hombre, de su propio partido, natural.
mente, pero que no ofrezca á los ordenistas el mismo
, Tecelo y repugnancia que el otro, y hágale Vuecencia
Presidente, que nadie chistará.
a —Eso, eso es lo derecho—apoyaba el doctor Tru-
jillo.
—Y si no lo hace á tiempo, el jarro de agua no
bastará, ni todas las mangas, y arderá Troya por los
cuatro costados. ¿Fis una concesión? si, pero relati-
vamente pequeña : nuestro partido quedará en el po-
der, y los ordenistas todo lo más que habrán conse-
guido, después de hacerse romper la crisma, será un
cambio de nombres, los mismos frailes con distintas
alforjas.
—¡ Claro! ¡justo |! con distintas alforjas, para quel
no digan... Pero usted, mi querido amigo, se Eaj
mostrado en esta emergencia político eminente, emi.
nentísimo ; después de la zancadilla de Córdoba, que
yo siempre desaprobé, ¿sabe usted ? siempre, con to»
das mis fuerzas... me dije : ahora, el amigo Salgado,
de despecho, se nos vuelve ordenista, y mos hace
— 19) —
pagar cara la torpeza, el disparate, el crimen : pero,
no, en la sombra, en el silencio, hilaba su venganza,
y bien con los ordenistas, no estaba ú4 mal con el
Presidente... y los sucesos le han dado la razón ;
(levantando el indice y con tono profetico) ¡el por-
venir ha de confirmarlo |!
Agobiado por la joroba, don Olimpo no vela el
ademán, pero comprendió la intención, y dando un
golpecito en su naricilla, contestó :
—¡ Je, je, poseo muy buen olfato, doctor amigo!
además, se hace lo que se puede, ¡ y se hará, sí, señor,
se hará! ¡ Conste | |
Casi se irguió, con tal arrogancia pronunció esta
frase, y don Francisco, que se preciaba también de
no ser romo, y husmeaba ya en el extraño perso-
naje al nuevo sol que había de reemplazar, quizá,
al otro, entonaba el sursum corda más sincero que en
log profundos dobleces de su alma hallara, empeñado
en guardar la pícara cartera que de la punta de sus
dedos escurriase ; y otra vez ofrecióle el brazo :
—Pocos le ganan en fortaleza, señor don Olimpo,
apóyese usted, apóyese usted.
Cuando llegaron á la puerta y vieron la plaza ocu-
pada por la soldadesca, y los cañones en cada buca:
calle, y las casas cerradas, y el movimiento de la ciu-
dad paralizado, y el silencio y la soledad y la tristeza
donde antes había bullicio y alegría, sacudió Salgado
la cabeza :
— Observe usted, doctor amigo, lo que vale llevar
las cosas á sangre y fuego! ¡ qué espectáculo más do-
loroso ! ¡ cuando al pueblo, que es un chiquillo cándi-
do, no hay que tratarle con rigor, sino con mimo,
para hacer de él cuanto se quiera! desde un princi-
pio mostró ascos á Eneene, y pidió otro, otro jugue-
te, y en vez de desnudar el muñeco y ponerie nuevas
— 191 —
ropas, para engañarle, se persistió en que lo había
de aceptar y si no se le darían azotes, y el niño se
encolerizó, pateó... y eabí tiene usted el resultado.
¡Qué tres horribles días éstos, doctor! le aseguro
que sólo de oir el tiroteo me ponía malo : luego, las
idas, las venidas, las órdenes, las contraórdenes,. las
conferencias, las alarmas... (Quiera Dios que los revo-
lucionarios acepten nuestras condiciones, porque, en
el caso contrario, se les rendirá ¿ la bayoneta, con
más ó menos trabajo, y HKneene resucitará de entre
log muertos...
-—e Usted. cree 2?—exclamó don dsa eon so-
bresalto ;—no tendrán más remedio que aceptarlas :
-la resistencia no puede prolongarse... les faltan mu-
NiCiOnMe3...
Hacía el otro sus je, je, de duda, y el doctor Tru-
jillo pensó si no se habría, adelantado á cantarle el re-
quiem á don Adrián, antes que los signos cadavérl-
- cos estuvieran bien patentes : echándose atrás, re-
puso :
«—De todos modos... ¿no le parece á usted ? Enee-
ne, 4 pesar de sus defectos, es un hombre ¿cómo
diré? que no carece de cierto tacto, de habilidad po-
lítica y comprenderá que, aun venciendo la revo-
lución, su candidatura es ya imposible...
La sonrisa del vejete le turbó, y no acabó de
redondear su párrafo :
- —En fin, que más vale esperar, ¿no lo parece á
usted? En un par de horas saldremos de dudas.
En la esquina se separaron, porque don Olimpo
dijo que alguien le esperaba en su fonda con noticias
frescas de Córdoba :
—Según sean ellas y las que de las negociaciones
pendientes me lleven, así haré... d dejaré de hacer;
esta noche le espero á usted, doctor.
— 192 —
—Perfectamente : hasta luego. .
—Hasta luego.
Sus manos se soltaban, después de afectuoso apre-
tón, cuando una bomba cayó y estalló tan cerca de
ellos, que por poco no acaban allí mismo sus vidas
y sus ambiciones :
——¡ Hombre, hombre !—exclamó don Olimpo, me-
nos pálido que el doctor ;—¡ en plenc armisticio ! ¡ ten-
ga usted escuadra, para esto... y para otras cosas!
Mientras el viejo se alejaba, don Francisco de
Paula tomó la dirección de su casa por aquellas calles
desiertas, y acompañaba sus pasos con frases desco-
sidas, que denunciaban el angustiosísimo momento
psicológico en que se vela : j
—Todo está en ladearse á tiempo ; si cae Eneene,
sús á Salgado, y si el jorobeta no obtiene, como yo
sospecho (apostaría que sí la obtiene) la credencial
de candidato, al que la obtenga, sea Juan, Pedro ó
Diego... ¡Qué gracia si Eneene no cayera | todo de-
pende de la terquedad de los ordenistas, que bien
pe decir tomándose la punta de la uña y el
razo entero: No nos contentamos con el retiro de
la candidatura de Eneene, queremos las renuncias
del Presidente y del gabinete.. .“¡y del Arzobispo!
y también de la ambición más ó menos desmedida
de don Adrián, que no se dejará arrancar la renuncia
á tres tirones ; entonces, aquí de don Olimpo : Eneene
resucita de entre los muertos... y nos mete en un bo-
nito atolladero. ¿Notaría él esta mañana, cuando se
acercó al ministro de la Guerra, que le saludé yo
con frialdad? y que con frialdad le he tratado apenas
columbré el desenlace de los acontecimientos, y es-
cuché aquella salida extraordinaria del Presidente :
y Habrá que sacrificar 4 Adrián ? he estado muy cham-
bón, ¡pero muy chambón!... se ha movido tanto
O Ls aa
este hombre en estos días, en conferencias don el
Presidente, con los ministros, con los senadores, con
los diputados : defendía su tajada con tal encarni-
zeamiento, que ¡quién sabe si la promesa del Presi-
dente no fuera más que una estratagema !... ¡Y yo
ue del lado de don Olimpo me he dejado escurrir |
in embargo, la impresión general es que la revo-
lución mata la candidatura Eneene, y que pronto
recomenzará el steeple-chase de aspirantes... Y me
rs á mí que Salgado se la lleva: le acaba de
ablar el Presidento de una manera, con un afecto,
¡ como deseando hacerse perdonar el revolcón que úl-
timamente le dieron! y si se la lleva, ¡no he estado
tan chambón, no, señor!... .
A nadie encontró en su camino que le distrajera
de tan profundas meditaciones, y entró en su Casa,
edificio de aspecto mezquino en la calle Tacuarí, bajo,
de dos ventanas, zaguán con pinturas cursis y patio
pelado (él hacía gala de su pobreza, dando así á en-
tender que de sus cabildeos políticos nada sacaba para
el puchero); entró sin llamar, y el Periquín, que
por ser aquellos dias de revuclta y andar las patruilas -
arreando para los cuarteles 4 cuanto ciudadano halla-
ban sin la papeleta de enrolamiento, no salía 4 fin
de evitarse desazones y peligros, le abrió la puerta
de la sala, con un buenas tardes, papá, muy cari-
foso. La sala era también despacho : en un ángulo
se veía una papelera de cuoba vieja, y enfrente una
librería con cristales y visillos de sarga verde, sin
duda para ocultar la ausencia de los libros; en el
suelo no había alfombra, y el dibujo de las cortinas,
al estilo turco, era diferente de la tela de las buta-
cas, maridaje ridículo que aparecía más chocante á
eausa de las maderas desnudas, poco limpias y nada
nuevas. Los que conocen al padre y al hijo, extra-
EL CANDIDATO.—13
— 194 —
farán y se asómbrarán de tan espartana sencillez,
pero no hay de qué: primero y principal, porque los
más exigentes en la casa ajena son los que andan
más escasos en la propia, y luego porque la coque-
tería del doctor Trujillo era ésa, mostrar y probar
cómo, en estos tiempos, se puede ser alto personaje
político y no gastar lujo ni cosa que lo valga.
Obscurecía ya, y Periquín encendió la, lámpara,
AS de tufo la habitación, tan poca maña se
aba
—¿Ve usted, papá? estoy deseando que acaben
estos bochinches, para que tengamos gas, y poder
salir... Me ahogo : ¡tres días de encierro! ¿no es
nada, verdad ? ¿qué noticias trae usted? ¿acabamos
ó.no acabamos ?
Don Francisco se había sentado en el sillón gira
" torio de la papelera y desabrochaba su gabán Inás
pensativo, abstraiído frente 4 aquel pavoroso proble-
ma : ¿ladearse ó no ladearse? y maquinalmente con-
testó :
- —n eso estamos, mira, ¿quién lo sabe?
—Pues si usted no lo sabe...
Sacó la cajetilla del bolsillo, escogió un cigarro,
lo encendió en el tubo de la lámpara, y echando el
humo por boca y narices, con la jactancia de un buen
fumador, empezó á pasear delante del padre :
Escuche usted, papá: yo, en estos días de prl-
sión, he reflexionado mucho, pero mucho, acerca de
mi porvenir, siempre sobre la base de sus excelentes
consejos : que mi carrera es el matrimonio, y en el
matrimonio debo buscar la fortuna que, por otros
caminos, no hallaré jamás... No me recuerde usted
lo de Elenita García Luces, le veo venir: en eso no
he tenido yo arte ni parte; el negocio estaba per-
fectamente arreglado, no había más que hacerse car-
— 19) —
go del género y de repente... ¿ha sido la hermana
que nunca me puso buenos ojos? ¿ó el mediquillo,
el poetastro, que tiene allí una influencia escanda-
losa? no sé; el rompimiento se me impuso, y no
tuve más remedio que tomar el portante. ¡Qué lás-
tima ! ¡yo que ya metía las manos en aquellas talegas
de Ombú ! doblemente de lamentar ahora que, por la
muerte del padre, la hijuela es mayor; es la mitad
de esa fortuna colosal. (Suspirando) ¿Qué hacerla?
usted se enfadó conmigo, me llamó torpe y hasta zo-
penco... aconsejándome volviera á la de Eneene : ésa
no tiene nada, pero don Adrián era el candidato á la
Presidencia, y el yerno de un Presidente... ¡ figúrese
usted, papá, lo que yo haría de yerno del Presidente !
¡en fin, la mar! Pues me fuí con Alcirita otra vez
y me recibió como recibe á todos : yo estaba dispuesto
á soportar los desaires, las burlas, los caprichos, las
ofensas de esta insigne coqueta, y me decía : pega,
pega, que ya me llegará mi turno; el marido te co-
brará con intereses lo que has hecho sufrir al novio ;
y de repente, otra turbonada, la revolución que vie-
ne á despojar al doctor Eneene de su investidura,
y le deja en su carácter vulgar de hombre rico, em-
perrado en no morirse... Según el boletín de La Opt-
nión de esta mañana, el Presidente ofrece su influjo
para hacer que Eneene retire su candidatura, ¿no es
cierto, papá? E
—Así parece—respondió distraído don Francisco
de Paula.
—Bueno—continuó Periquito,—esto y la renun-
cia es idéntico... Si la hija del candidato era un gran
partido, la hja de un Eneene es un clavo, ¿qué me
trae? ¿esperanzas? con esperanzas no se come, no
se viste, y no se vive... luego, he resuelto darle á la
señorita Alcira las calabazas que ella se guardaba
: — 196 — |
para sus pretendientes, ¿no le parece 3 usted, papá?
y buscaré por ahí alguna otra hijuela, que no ha de .
faltarme. ?
Ninguna objeción hizo don Francisco ú tan deli-
cado programa, por no escuchar al hijo, ó por ballarse
él también preocupado con las modificaciones á in-
a en el suyo, más importantes y trascenden-
ales.
En esto, por las ventanas, pasó voceando el bo-
: letín de La Opinión, con las noticias de última hora
y una retahila de anuncios ininteligibles, un chicue-
lo vendedor de periódicos :
—¡ Perico, cómpralo, cómpralo !—dijo don Fran-
cisco saltando del asiento.
El joven abrió la ventana y llamó al muchacho :
—Chist, chist, ven, ¿es nuevo? dámelo, toma.
- Y cerró, pues se colaba un frío de mil diablos,
y é la luz de la lámpara desdobló el papel, leyó rá-
pidamente, y al padre, que le miraba ansioso :
+— Ay, papá, es eso, eso que decíamos, confir-
mado : conferencias definitivas, no hay nuevo armis-
ticio... y más abajo: última hora, desarme de los
revolucionarios, acatamiento de la autoridad nacio-
nal, retiro de la candidatura Eneene, probable eon-
veneión de los partidos...
—A ver, á ver—decía el doctor, emocionado.
—Tome usted, papá, ¡ valiente fin de fiesta ! nos
quedamos vestidos y compuestos : ¡usted sin cartera
y yo sin novia ! |
Don Francisco preguntó 4 aquel mensajero si era
cierta la sensacional nueva, y cuantas veces le pre-
guntó, con todas sus letras y todos los detalles, se le
contestó la verdad : que todo estaba concluido y el
doctor don Adrián Rodríguez de Eneene enterrado ;
¡el santo del día anterior arrojado ú culatazos del al-
— 197 —
tar, y buscándose ya quien le reemplazara y ante
quien prosternarse! Entonces, el fidelísimo amigo
echó sobre el difunto esta paletada de tierra :
—¡ Al fin salimos de dudas! es lógica esta solu-
ción, y es patriótica; ¿acaso un nombre propio vale
la tranquilidad del país entero? tengo el honor de
haber contribuido á ella con mi consejo desinteresado,
y con mi influencia ; al Presidente se lo dije (después
de aquella salida suya, por supuesto) : ¿ste es mi mo-
do de pensar, pero yo no me mezclo en las nego-
ciaciones, porque siendo amigo personal de Eneene,
- no quiero que él diga... Las circunstancias han hecho
imposible su candidatura, ¡no hay otro medio de
aplacar al país!
Sentóse nuevamente en el sillón, rebosando jú-
bilo, por ver ahora tan claro y poder, con toda con-
ciencia, resolver el terrible dilema así: ladearse, y,
con garbo, que la amistad personal es una cosa y la
amistad política otra, y no era él bastante tonto para
dejarse meter en el heyo que á Eneene le hablan ca-
vado ; y al hijo, á Periquito, le endilgó esta epístola :
—Decías... que lo habías pensado mucho, y tu
casamiento con Alcira no te convenía : pues, ¡claro
que no te conviene! en estos paises donde la dote
no está en uso, desgraciadamente, hay que reflexio-
nar y pesar bien el pro y el contra antes de casarse :
Alcira no tiene fortuna, pues viven sus padres y go-
zan de muy buena salud ; Alcira no es ya la hija «el
futuro Presidente : ergo, el retiro de la candidatura
paterna trae, forzosamente, el retiro de la tuya á la
mano de Alcira... y á otra cosa, hijo mío, ¡ que cien
puertas se abren cuando una se cierra! Tú créeme á
mí, y sigue mis huellas : el mundo es un pasadizo, al
que venimos por chiripa: y abandonamos por necesi-
dad, y recorrerlos alegremente la única vez que nos
— 198 —
está permitido hacerlo, sin el pesado bagaje del qué
dirán, del mira que te mira J)ios, y sobre todo, del
lazo de las afecciones, que con llamarle lazo, se
expresa cuánto aprieta y ahoga, es indispensable si
queremos gustar el fruto prohibido, la felicidad ; y á
este fin, no hay que escuchar la voz del corazón ;
óyeme bien : aquel más feliz es el que menos cora-
zón tiene, mejor dicho, menos sentimientos. ¿En-
tiendes, hijo mio? y si tienes buenos dientes, muerde
ese caro fruto con toda fuerza, que sl no lo haces tú,
por tonto, otro vendrá y ló hará en tu lugar. Y basta
de filosofías : dile al criado que sirva la sopa.
Tan estupenda lección de moral, amarga síntesis
de los desengaños conyugales, sociales y políticos de
don Francisco de Paula, no caía sobre terreno pedre-
goso é impropio para la germinación : Periquito re-
cibíala sin perder un solo grano, con cabezadas de
asentimiento :
- —¡ Naturalmente ! eso digo yo, papá : después se
muere uno ¿y qué? + |
Se marchaba á cumplir la orden del padre, cuando
golpearon el llamador de la calle, y en seguida en el
cristal de la puerta del patio, sin visillo, se dibujó la
propia estampa del doctor Eneene, pegando las dos
manos al vidrio y mirando con precaución, cual si
dijera :—¿Está usted solo? quiero hablar con usted,
doctor. de
Disgusto grande experimentó don Francisco al
reconocerle, y nunca le pareció más poquita cosa que
ahora, sin el hábito deslumbrante de candidato ofi-
cial : se levantó, mandó á Periquín que les dejara
solos, y abrió á la importuna visita, olvidando, al
estrechar su mano, de llamarle ilustre amigo, como
siempre, olvido disculpable, al fin, pues no sería el
-único en padecer. Venía don Adrián con las trazas
— 199 —
del jugador á quien acaban de desnudar en la timba ;
no soltó la diestra del doctor Trujillo, hincándole
casi las terribles uñas en la carne, y á guisa de exor-
dio echó fuera una palabra que no está en ningún
diccionario, pero se halla en muchas bocas, aña-
diendo : |
| —¡ Qué traición, qué traición ! cn esta cochinada,
veo yo la mano de Salgado, ¿quién sino el tío joroba,
mi competidor, mi enemigo? después de los sucesos
de Córdoba, se vino aquí muy manso, y en los oídos
de quien debió arrojarle balcón abajo, noche y día
derramó la voz de alarma: hay que abandonar ú
Eneene, la capital se arma, el Interior se arma, la
revolución va á estallar, y la estábilidad misma de
Vuecencia peligra ; si se abandona á Eneene el cielo se
despejará y el sol lucirá de nuevo. Así, noche y día :
abandonar 4d Eneene, y no solamente él, otros,
otros... :
—Doctor—interrumpió don Francisco protestan-
do,—créame usted que yo...
—A usted no me refiero—repuso don Adrián con
un tonillo que parecía expresar lo contrario.
. Y se sentó, puso el sombrero sobre sus rodillas,
'- y quedóse moviendo la cabeza, como un muñeco de
resorte, sin apartar la vista del turbado Trujillo :
—¿Qué había de suceder? que revienta la conspi-
ración ordenista, y aquel que tales avisos y consejos
de fieles amigos mios recibiera, confabulados con un
rival despreciable, porque notaron en el ánimo pre-
sidencial síntomas de veleidad, temió al punto por
su puesto y se dijo: antes que caer yo, que caiga el
otro. Y esto es tan cierto, señor don Francisco, que
á estas horas la revolución está vencida : en el Retiro
no hay municiones, la lucha de tres días ha debili-
tado toda energía, el general preso, Zeta herido de
— 200 —
muerte, y sin embargo se me impone mi renuncia,
como gaje imprescindible de concordia. ¿Qué se te-
me? que, sometida la capital, el ejemplo de Corrien-
tes y Mendoza, en armas, cunda á las otras provin-
cias, que sólo á regañadientes y con las bayonetas
al pecho, soportan á sus gobernadores... ¿Y el ejér-
cito de la nación, señor mio? luego de dar á los or-
denistas su merecido en el Retiro, bien puede acudir
á sofocar la insurrección allí donde pareciere ; pero,
no, aquí no hay más que esto: el capricho de un
hombre, que muestra poseer las mismas coqueterias
de una mujer y sus artimañas, ¡ y la traición que se
pone, incondicionalmente, al servicio de ese capri-
Cho !
En la punta de la lengua tuvo el doctor Trujillo .
esta respuesta : que también un capricho dió uaci-
miento á su candidatura, y no era de extrañar que
otro le diera muerte ; mas no osó decirlo, contentán-
dose con alzar las manos, manera suya de expresar
lo imposible y lo irremediable. Y el doctor Eneene
prosiguió :
—Pera yo tengo un partido, el partido eneísta,
que ha ganado las elecciones de febrero, con mayoria
en el Congreso, con mayoría en el gabinete, con ma-
yoría en casi todas las situaciones provinciales, y por
lo tanto mi elección está asegurada...
—¿ De usted ?—saltó aquí don Francisco,—¿ma-
yoría de usted? del Presidente, hablando con pro-
piedad. |
—Es decir que...
—Es decir que si á ese partido eneísta se le da la
orden superior de volver la espalda á Eneene, la es-
palda le volverá.
Don Adrián apabulló su sormbrero con el puño:
—«¿ Y á esto le llama usted república? llámele cual-
— 201 —
quier cosa, merienda de negros, por ejemplo, no re-
pública, ¡ por Cristo vivo!
De lo que más se asombraba don Francisco era de
la indignación del doctor Eneene por un sistema po-
lítico que conocía al dedillo, que se sabía de memo-
ria, que en su programa de gobierno tenia jnscrito
para aplicarlo en su día sin miramientos, y quizá
refinarlo aún : era el médico convertido en paciente,
y condenado á sufrir el cáustico que para otro rece-
tara. Así le dijo, con admirable calma :
—Usted lo sabe bien, doctor ; no está en la Cons-
titución, indudablemente, pero sí en las costumbres ;
el Presidente hace los Presidentes, y el pueblo elec-
tor acata el hecho, como otras veces, ó se alza en
armas, como ahora... sin resultado, pues é pesar de
la revolución, usted sería el elegido, si la veleta pre-
sidencial no varía de rumbo. De todos modos, yo creo
que su actual situación, de candidato que renuncia
un puesto tan alto en aras de la tranquilidad pública,
es mucho más airosa, más noble, y en buena cuenta
se le tendrá, que la de ayer, impuesto, es inútil ne-
garlo ya, contra viento y marea (con acento solemne)
¡ quién sabe, doctor Eneene! si este hecho de su vida
no le vale la canonización ; todavía le hemos de ver
en andas por esas calles, con palmas, cirios é incen-
sarios, como Ordenado. |
¿Iba de veras ó de burlas? vaya usted á saberlo,
que abogado más capcioso que él no lo había, y asl
la hora de su reloj nadie la conocía á punto fijo ; pero
la ocasión no era de bromitas, y á don Adrián le supo .
muy mal aquélla : se encasquetó el sombrero apabu-
llado, detalle que faltaba á su aspecto de truhán per-
didoso, cruzó los brazos, fuése derechamente al oron-
do personaje, y debajo de las narices le echó esta ro-
ciada :
— 202 —
—¡ No me hablaba usted así ayer, doctor Trujillo !
¡cómo cambia el tiempo... y los hombres! conque
ahora es inútil negar que mi candidatura era impues-
ta, á pesar de todas las resistencias... y ayer era una
candidatura casi, casi popular, ¿se acuerda usted de
sus distingos entre pueblo y populacho? otra de sus
marrullerías de costumbre : ¡buen trapalón está us-
ted, doctor Trujillo! si la nación se pierde un gran
presidente, también se pierde un ministro de prme-
ra... aunque no, usted no es de los que se quedan sin
asiento, ¿le ha ofrecido algo el jorobado? ¡qué lás-
tima, hombre | ¿cómo es eso? ¡ah! todavía la veleta
presidencial no ha indicado el rumbo á eel y usted
espera prudentemente, ¡ muy bien hecho! , puede ser
Salgado ; puede ser cualquiera... ¡ja, ja'! ¡ qué peís !
¡¡ qué partidos ! ! ¡¡] qué hombres |! !
: Estaba don Francisco contrariadísimo, porque eN
aquel terreno, él, tan pulquérrimo, no podía descen-
der, y con sus blancas manitas de monja rechazaba
al exaltado contrincante y sus insidiosos ataques :
—No, doctor Eneene, poco á poco, ¡usted me
ofende !
Y don Adrián, con risa forzada, repetía :
—¡ Si hace usted muy bien! ¿Cree usted que yo
le enrostro su conducta ? ¡ no, amigo mío, ilustre ami-
go! ¿qué puedo yo darle ahora, despedido como un
rtero por Su Excelencia? es natural que usted
busque su colocación, ¡ojalá la encuentre digna de
sus merecimientos !| si estuviera de humor le referiría
á usted un cuento de mi repertorio, que viene aquí
más al caso..
Nuevamente protestaba don Francisco de Paula :
tales ofensas no podían tocarle ni al pelo de la ropa ;
él no buscaba nada, como no fuera, el bien de su país.
¿y cuál era el estado actual del pais? ¡ santo Dios!
— 203 —
la capital cubierta de sangre, anegada en un río de
sangre, que pronto correría á ¡mundar las demás pro-
vincias...
—¿ Y eso le asusta á usted ?—dijo con cinismo don
Adrián,—¡ parece que fuera la primera vez que se
diera este espectáculo en la República !
—No sorprenderá por lo nuevo, pero duele por lo
horrible—Adeclamaba el doctor Trujillo como si estu-
viera en el Congreso,—y si la causa, el móvil, es un
nombre propio, yo amigo, yo hermano, yo padre,
tomo una esponja y borro ese nombre, sin vacilar.
—¿S1, eh?—decía Eneene sardónicamente.
—Sin vacilar, puede usted creerlo: ésta es mi
opinión en el caso presente, opinión que no he trans-
mitido á nadie, porque nadie me la ha pedido ; en ¡as
negociaciones que han provocado su renuncia, yo no
he intervenido, no he querido intervenir... pero, de-
claro á usted, doctor, que, si al ir á conferenciar con
el Presidente, me consulta usted, hubiérale aconse-
jado lo mismo que usted ha hecho : ¡ renunciar ! ¡ re-
nunciar y que se salve el país !
—Vamos, vamos, ilustre amigo, que si en el áni-
mo de Su Excelencia hubiera estado la intención de
hacer caer esa esponja de su mano, con un gesto solo
la hace caer, y el nombre de su amigo, de su hern1a-
no, de su hijo, no se borra, ¡ siervos del poder! ¡ qué
mucho si hubo un Rozas! ¡ si la semilla de los Rozas
y la de aquellos que besaban humildemente su látigo
no se han extinguido en la República !
Dióle la espalda, y sin despedirse ni añadir más
palabra, salió al patio y á la calle, en tinieblas, pues
los faroles seguían apagados, y envuelta en fúnebre
silencio, como si la ciudad guardara el luto de sus
muertos ; don Adrián levantó el cuello de su abrigo
y la mitad de la cara se tapó con un pañuelo de seda :.
— 204 —
aunque todo permanecía cerrado y no andaba ánima
viviente, no quería ser reconocido, él cuyo físico la
caricatura había popularizado con aquellas orejas de
murciélago, y verse en trance tan peligroso como el
del día anterior, que, saliendo de su casa, una turba
de perdidos le siguió con mueras, y para escapar,
hubo de refugiarse en una tienda...
Mascando frases amargas, resoplando, caminaba
con la cabeza baja; se detenia, daba una patada de
ira, erguía aquella frente que el rayo de Júpiter ha-
bía herido, y orgullosamente al cielo parecía desafiar,
y otra vez el convencimiento de su impotencia la in-
clinaba sobre el pecho, ¡ y andaba, andaba ! recorrió
la calle Tacuari hasta Alsina y de la esquina de San
Juan siguió por Piedras, luego a Esmeralda : en-
contró el portal de su casa abierto é iluminado como
para una fiesta, un lacayo al pie de la escalera, otro
en el recibimiento, su despacho y el gran salón tam-
bién con luz, luz de petróleo y de bujías en lujosos
candelabros, y se acordó que era viernes, día de sus
tes políticos: un criado se acercó á despojarle del
abrigo y el sombrero, y él, con un gesto dijo que no.
Cuando se presentó en el saloncito donde misia Da-
miana y Alcira pasaban las horas más tristes espe-
rándole, al son del pavoroso tiroteo, alarmadas por
log terribles relatos que tralan los criados; de una
bomba horadando una pared y dando muerte á dos
niños inocentes, de un sujeto recibiendo en el pecho
una bala perdida, de una familia encerrada en los só-
tanos sin provisiones, de los convoyes de muertos,
de heridos, ellas que, cuando salía, se imaginaban
no había de tornar con vida, se levantaron y acercá-
ronse á abrazarle.
—¿ Y bien, Adrián? ¿se ha hecho la paz? en todo
— 205 —
el día hemos oído fusilazos: á las seis concluía el
armisticio y todo sigue en silencio.
—¡ Ay, papá !—exclamó Alcirita,—no deben de
ser muy buenas tus noticias, porque tienes una cara...
Y la señora, para examinarle mejor, le quitó el
pañuelo de seda : ]
—, Qué pálido vienes, Adrián! ¿estás enfermo?
Jesús, qué vida pasamos! siempre con zozobras,
con temores... Sales, y la espina se me clava que una
bala ó un puñal te espera en la calle : ayer leía en
El Cotidiano la guerra que dan los nihilistas á ese po-
bre czar de Rusia, y me decía : ¿pero, señor, vale
la pena tanta grandeza, habitar palacios, ceñir core-
na, arrastrar manto, cuando no se puede comer ni
beber, ni pasear, ni vivir en paz? ¿no es más feliz el
más miserable de sus siervos? y sacaba la consecuen- |
cla que todos los esplendores del mundo no igualan á
la tranquilidad del hogar. |
— Dios te oye, hija—contestó fríamente Eneenc.
e veras? ¿han vencido ú la revolución?
—Gl.
. —=¿Y se acabaron los tiros y las alarmas ?
—Asi parece.
—Gracias le sean dadas : bien se lo he pedido :
Señor, derrota ¿ esos perversos ordenistas, y yo te
prometo, en cambio, pagarte una solemne misa can-
tada y sermón en la capilla de mi Asilo.
—¿Nada más le pediste ? |
—Nada más... ¡ah! y que salieras tú con bien de
esta terrible crisis. |
—X yo, papá, y yo—dijo Alcira ;—y que no mu-
rieran más desgraciados ; me da muchísima pena eso
de que pierdan tantos la vida para hacer un Presi-
dente. :
—Pues, quedáis lucidas con vuestro petitorio :
— 206 —
á Dios ¿sabéis? hay que tirarle un poco la oreja,
porque si no, no oye: es sordo, le han puesto sordo
los mortales pedigúeños, rompiéndole el tímpano
desde principios del mundo, y la manera de obligarle
á que preste atención, es rogar y dar con el mazo.
al mismo tiempo, como lo expresa el refrán ; ¡esa
misa y ese sermón habérselo ao adelantado y os
hubiera concedido cuanto pediais !
—Pero no dices, Adrián...—prorrumpió misia Da-
miana, vislumbrando la mala nueva.
—Lio que digo es esto : que si tú no querías llevar
la vida de ese señor que en Rusia, por tener el gusto
de ser czar, soporta tantos disgustos, tu deseo está
satisfecho : no serás czarina, hija, y nada de hoy en
adelante alterará la santa paz de tu hogar.
—Adrián, si no te explicas... sí, sí, ya compren-
do, ¿has renunciado, verdad? ¿no? ¿te han obligado
á renunciar? |
Nada contestó el doctor Eneene, pero su mirada,
la contracción de sus labios y el ademán que hizo al
dirigirse á la ventana, levantar el visillo y mirar al
través del vidrio sudoroso de frío, sobre el cual, lve-
go, con la uña más afilada, maquinalmente se puso
á trazar líneas y á enredar dibujos, dieron á la se-
ñora y á la hija, estupefacta, la clave de aquel enig-
ma ; y toda la cara de misia Damiana, como la de
esos monstruosos Eolos, inflados los carrillos 4 fuer-
za de soplar y echando por la boca un chorro que pa-
rece de agua, por no haber manera posible de repre-
sentar el viento, se enrojeció más, se hinchó, y á bor-
botones salieron las frases, de indignación, de cólera,
de desconsuelo : |
—¿Cómo? ¿es cierto? ¿te han obligado á renun-
ciar? ¿por qué? ¿no está ya concluida la r=volu-
ción? ¿y quién? ¿tu partido? ¿el Presidente? ¡ah
— 207 —=
el Presidente! ¡bonito modo de cumplir sus prome-
sas! porque él te prometió, si, señor, hacerte Presi-
dente, te lo ofreció : tú no se lo has pedido, como
otros, no le has pasado la lengua por la suela de sus
botas, como otros; él te dijo: ¡después de mí, us-
ted! y tú aceptaste por patriota, te sacrificaste...
.y ahora de miedo, quizá, te abandona, ¡ qué tra1ción
más negra! ¿acaso de esta manera va á devolver la
vida á los que han muerto? ¿la salud á los heridos?
¿la fortuna á los que la han perdido? ¿el reposo al
país? ¡ya se lo dirán de misas! ¡y tú que te ñabas
de él! que decías : ¡ah, el Presidente!... (acercán. .
dose al cristal y cogiendo el brazo del marido) vuél-
vete, hombre, mírame, dime ¿qué le contestaste ?
¿que sí, eh? ¡ servilmente que sí! claro, así se ponen
estas excelencias de pega, dentro de esa atmósfera
de bajeza y de adulación ; haberle dicho : señor Pre-
sidente, yo tengo un partido, que me ha proclamado,
que me sostiene, y mi nombre ya no me pertenece...
¿inútil? y tus amigos, Trujillo, Soto, Luces... 11u-
ces, que me infundía ánimo hace poco : ¡ Deje usted,
señora, que vamos á darles una paliza á los ordenis-
tas! y luego quedará todo en calma, y nuestro futu-
ro mandatario (se refería á t1, ¿eh?) subirá al poder
en medio de aclamaciones... ¡ Ellos los primeros en
renegar de ti! ¡muy bien! de manera que si mañana
al señor Presidente le da la presidencial gana de po-
ner en su lugar á mi portero, le pone tan fresco, y
nadie chiste, ¡ y al que chiste, fuego! ¿sabes que en-
<uentro delicioso el sistema? pillos, repillos... (4 Al-
cira). ¿Por evitar el derramamiento de sangre? ¡ figú-
rate la que habrá corrido en tres dias! ¡por un
poco más, aunque llegara al río! pero, lo que se da,
No se quita ; lo ofreció, ¡ cumpla su promesa !
De coraje lloró, sentada, los codos sobre la con-
— 208 —
sola, sin acordarse que con las lágrimas y el. refregar
del pañuelo, todo el tizne de las pestañas iba á
marcharse; y asi fué, pues habiendo estornudado
don Adrián, única respuesta que dió á su jeremiada,
y exclamado Alcira :—Ya te resfriaste, papá, ¿ves?
tú que eres tan perseguido de las bronquitis...—ella
apartó la pelotilla de batista, mostrando los anteojos
que el lápiz, con el roce, había esfumado, y repuso
con desabrimiento : |
—Déjale, déjale, si éste cuida tanto de su salud
como de sus intereses.
Lloraba también el cristal gotas tamañas, de tan-
to arañarle don Adrián; y de repente, la voz respe-
tuosa del criado anunció que la sopa estaba servida.
—¿Es.- ya la hora ?—interrogó Alcira.
—¡ Y Eugenia La Llave, que me dijo vendría ú
acompañarme hoy con Dorinda y el marido, aprove-
chando del armisticio !—advirtió la señora —habrán
tenido miedo de salir... ó conocerán la nueva, ¡el
carpetazo ! —terminó cuando el criado hubo desapa-
recido.
—;¡ Ave María, mamá !
- —¿Te asombra? hija, á mí no: ya lo verás, ¡ qué
desbande ! ¿me entiendes? aguarda un poco...
La pavera estiraba el hociquito, figurándosele
que Polo, y el Trujillín, y Castor, y todos sus nú-
meros predilectos, hasta entonces fieles y sumisos,
huían, sin hacer caso de su. cayado, se perdían de
vista, y la música de sus glu, giu, se apagaba.
—Pero, mujer—dijo en esto don Adrián acercán-
dose,-—¿en qué quedamos? ¿no deseabas la paz? pues
ya la tienes, y si la quieres más completa, nos iremos
á Catamarca, y después... ¡4 Europa! ¡mira tú qué
programa! mi fortuna, mi gran fortuna no pueden
quitármela ; ¡ mucha agua por medio y á vivir! mien-
— 209 — |
tras ellos se ahogan en este lodazal... ¿sabes? 4 Tru-
Jillo le he puesto como hoja de perejil, ahora, ahora
mismo, y se calló, si no, le pego ; venganza inocente
que me ha calmado los nervios...
—¿ Y por qué á Trujillo?—exclamó ásperamente
misia Damiana,—¿qué pitos toca? al otro, al cabe-
cilla, debiste cantar las del barquero... Y no me bha-
bles más, ni pretendas engatusarme con programas
pomposos... ¡ Tengo un humor! ¿qué voy á hacer con
mis seis vestidos de Presidenta? ¡ si creerá este hom-
bre que he de ponérmelos en Catamarca para misa
mayor!
Dejó el saloncito el doctor Eneene, diciendo que
comieran solas, que él no tenía pizca de gana, y se
dirigió á su despacho : cerró la puerta y se quitó
el gabán y el sombrero, y se sentó cerca de la chi-
menea, estirando las piernas hacia el fuego cariñoso
y alegre, mientras estregaba una mano con otra, y
de reojo al Wáshington de la repisa contemplaba :
la luz de las bujías era escasa, y sobre la pared hacía
figurar medrosas siluetas, que adquirían movimiento
gracias á la llama de la chimenea, y así el busto
mostrábase más grande que de costumbre, y saludaba
burlonamente, agitando la coleta de su peluquín :
—¿Estás contento, Wáshington? — dijo «on
Adrián sin despegar los labios,—parece que sí; por
lo menos, yo creo que debes estarlo, ¿conoces la bue-
na nueva? sí, sí, la conoces : he renunciado, ya no
soy el candidato oficial ; ¿he cumplido ó no he cum-
plido con mi deber? fíjate bien : tenía la Presidencia
en la mano, segura, tan segura que más no podía
ser, y vienen y me-dicen : ¡ sus compatriotas se están
cascando los huesos, porque unos quieren y otros no
quieren verle ocupar el sillón de Rivadavia! ¿y yo
qué hago? Sin vacilar, abro la mano, grande, bien
EL CANDIDATO. —14
— 210 —
grande, y dejo caer la Presidencia? puesto que mi
nombre es causa de guerra, que desaparezca mi nom-
bre, y luzca el arco iris, después de la borrasca. No
me negarás que esto es patriótico, desinteresado, no-
bilisimo : el mismo Trujillo, que es un truchimán,
lo reconoce ; porque yo he podido contestar: ¿Y á
mi qué? que se maten, si es ése su gusto ; la tengo,
la' guardo. Otros, en circunstancias idénticas, han
dado esta respuesta: tú lo sabes y les conoces de
fama, y quizá de vista. Pero 4 mí la ambición no
llega á¿ dominarme tanto, que por alcanzar mi propia
grandeza, no sienta los males de la patria. Y el dicho
Trujillo tiene muchísima razón : esto me eleva á los
ojos de mis conciudadanos, pues es el primer caso
que ocurre: en las esferas políticas, en medio de
aquella atmósfera deletérea, planta tan delicada como
la abnegación no se cultiva, y así causará asombro y
alborozo verla florecer. ¿Has oido, el pregón de los
boletines? sí lo habrás oído, pero no leído lo que di-
cen : pues dicen lo que la posteridad ratificará ma-
ñana : que mi conducta, renunciando mi candidatu-
ra, es digna de aplauso, y que este acto mio merece
la gratitud de todos los argentinos ; ¡no falta quien
llega á compararme contigo, Washington! vamos,
vamos, no seas tan orgulloso, y dame la enhorabue-
na ; si no deseas otra cosa...
Y el busto, en la penumbra, sonreía :
—¡ Qué mentiroso eres! ¡á mi con ésas! no te
compro, porque te conozco mucho, mucho... ¡claro!
que si tú hubieras hecho lo que has hecho, movido,
únicamente, por ese sentimiento sublime que se Jla-
ma patriotismo, merecías que en el altar en que has
estado se perpetuara tu imagen y tu memoria, pero
no: si ese sentimiento te alentara, no esperaras ú¿
que la colisión se produjera, á que corrieran los arro-
— 211 —
yos de sangre que han corrido... Hubiérate dado ru-
bor, vergúenza profunda, aceptar el bastón presi-
dencial en las condiciones en que te lo ofrecían, y al
notar la lucha que en torno de tu nombre se iniciaba,
habrías presentado tu dimisión, entonces oportuna y
digna, ahora tardía y ridícula. ¡ Figúrate si sabré yo
lo que ha pasado ! á mí no me engañas, como á todos
los que creen que con tu retiro andará mejor el pan-
dero... Sencillamente, lo que ha pasado es esto : has-
ta las cinco de la tarde de este día 18 de mayo, la
idea de renunciar no te había venido ni por asomos,
y eso que conocías la horrible hecatombe del Retiro
y de Palermo ; de la cámara presidencial ibas al Con-
greso, y del Congreso á la cámara presidencial, reco-
giendo impresiones, sembrando promesas, temeroso
que eso que tan seguro tenias en la mano, se te es-
capara. A las cinco, el Presidente te mandó llamar,
y tú fuiste, con un temblorcillo en las piernas... y
asi que entraste, te echó el jarro de agua fría sobre
la cabeza : tú pretendiste alzar el gallo, balbuceaste
algo que quería decir compromiso con mi partido y
otras simplezas, y el Presidente se rió, se rió, te
cantó la verdad pura: «¡Aquí no hay más partido
que yo!» te quitó lo que te había prestado y te largó
en pernetas. Aquí se acaba el cuento, ó mejor dicho,
la historia, ¿de qué he de felicitarte ?
—¡ Está bien, está bien !—contestó don Adrián,
siempre sin mover los labios,—á ti no hay manera
de engañarte : lees hasta en los menores repliegues
de mi conciencia, y eso que la llevo á obscuras ; con-
fieso que es verdad cuanto dices... ¡y ya que nada
puedo ocultarte, te mostraré la herida entera, san-
grando! ¡es tal mi rabia de verme así burlado, que
de mis uñas me arrancan la presa, impotente para
defenderla, que no sé lo que haría! mada me im-
010 =
porta, ni las vidas perdidas, ni la guerra entre her-
manos : ¡el bastón y la banda, aunque sobre un cam-
po de cadáveres reimara! así soy yo, político de la
actual escuela, ¿qué quieres? ¿es el ambiente, es
la raza? ¿está en el suelo ó en la sangre? porque
las leyes son tus leyes : las hemos traído, como las
mejores, y sin perder el tiempo en pensar si el te-
rrenó era propicio para que arraigasen, á la fuerza
hemos tratado de aclimatarlas ; es cierto que el riego
que .le damos no es propio para fecundarlo... ahí es-
tán, como recreo de la vista, para que digamos, gol-
peándonos el pecho con orgullo : ¡ Nuestros códigos !
¡ah! ¿cuáles más adelantados? y cada vez que la
rueda de la máquina nos aprieta, volvemos el manu-
brio del revés, y airosamente nos zafamos ...
Incontinenti, el busto dió la réplica, moviendo
más el lazo del peluquín, pues la llama acababa de
avivarse y lamía rumorosa la negra pared de la chi-
menea :
—Rabia, rabia, pero no te quejes : sols lobos de
la misma camada : en su lugar tú harias lo mismo ;
tu mujer, que razona pocas veces, y tu ilustre amigo
Trujillo, te han dicho hoy verdades de á puño y gran-
des verdades la cólera también á t1 te ha arrancado,
sólo que en vuestros labios sientan como el nombre
de Dios en boca de un mal sacerdote, ¿no te gusta
ya el sistema, porque te lo aplicaron á ti, y te es-
cuece? pues bien que te gustaba antes, y lo encon-
trabas óptimo : el látigo del capricho en las manos
del Presidente y la Constitución á los pies ; el pueblo
lejos, muy lejos, cuanto más lejos mejor... ¡ Ah, mira
que si se publicara tu programa de gobierno! quizá
no asustara á nadie, porque, aquí, me parece que la
opinión pública está curada de espantos. ¿De qué
hombres ibas 4 rodearte? escucha: de los más su-
— 213 —=
misos, aunque fueran los más abyectos ; de Trujillo,
el pulcro, el almibarado, á quien si le mandan coger
la porquería, no se negará, pero se pondrá guantes
y tapará sus narices; de Esteven, don Bernardino,
que anda ahora por las provincias atando y desatando
lo que tú pensabas más tarde atar y desatar, ¡ y entre
todos, en las arcas fiscales regodearse ! Sólo de pen-
sarlo, que acaricias y te apropias el oro de la nación,
las uñas te cosquillean... No, no estoy contento : tu
castigo no es la terminación del proceso, y el sistema
oprobioso seguirá, y ese partido del Presidente, que
hasta hoy se llamó eneísta, porque el Presidente te
prestó su influencia, mañana se llamará salgadista,
ó trujillista... Ó cualquier cosa, siempre de acuerdo
con el capricho del que manda, y en ese sillón, al que
no has podido subir, se sentará otro más feliz, izado
por las mismas cuerdas que á ti se te rompieron...
Pero, para consuelo tuyo, te anuncio que esto no du-
rará largo tiempo, ¿oyes? porque bien alto he de de-
círtelo : ¡lo que al pueblo se roba, al pueblo vuelve,
tarde ó temprano, por la razón ó por la fuerza !
Sofocado, don Adrián se levantó, abrió la puerta :
silencio profundo había en toda la casa; las bujías,
ya gastadas, derretíanse con el pábilo moribundo, y
también agonizaba la luz de las lámparas ; el criado
del recibimiento roncaba... Don Adrián miró el reloj :
¡las nueve y media! á aquella hora, el último vier-
nes, era tal el bullicio y tanta la gente, como el día
aquel que le ungieron candidato. Con un rugido,
hundióse en la poltrona, y frente á frente, clavó el
dardo de sus ojos en el busto de bronce, ahora impa-
sible...
— 214 —
IX
De don Román Hierro Bermúdez 4 Fernando Hierro
Ombú, mayo 13.
Mi querido Fernandito*
Esperando estoy, con mortal impaciencia, tu avi-
so ; y el aviso nunca llega : todos los nervios me bai- -
lan, la sangre me bulle, y en cada carta tuya mis
ojos leen lo que no dicen : ha sonado la hora, tío,
tiene usted que hacer esto y lo otro. ¡ No, ni para la
patria, ni para el tío la hora ha sonado! á veces me
pregunto: ¿acaso en el comité me juzgarán un
maula, y no querrán darme vela en el entierro? ¿y
mi señor sobrino, qué hace que no les refiere de punta
$. cabo la hoja de servicios de Hierro Bermúdez, el de
Ombú? ¿que no les manda á pedir informes al gene-
ral, 4 Ordenado mismo, quien no puede haber olvi-
dado al que le recibió en su casa y agasajó allá por
el setenta y tantos? esta idea de que me juzguen
hombre inútil, de que desprecien mi. concurso entu- :
slasta, me llena de amargura. Así, Fernandito, yo no
puedo vivir: como esos fusiles que se les deja arri-
maádos largo tiempo, y comidos de orín, si se les quie-
re hacer andar, no juegan los resortes, enervados por
la inacción, el día que llegue tu aviso tardío, Hierro
Bermúdez no servirá para maldita la cosa.
Entretanto, sabe, y no achaques á indiscreción el
— 215 —
anuncio, que si.no los ciento cincuenta hombres pro-
metidos, tengo ya seguros sesenta y tres, los suficien-
tes para tomar la comisaría ; esto, á pesar de la vigl-
lancia severísima de que soy víctima, y de la per-
petua amenaza de prisión y Cepo... pero, sigo sin ar-
mas y sin dinero. Los sesenta y tres patriotas me
acompañan desinteresadamente, ellos van donde Hie-
rro Bermúdez va, y no me han preguntado qué pre-
mio les espera, si la cárcel, la muerte ó la victoria ; .
¿bastará su solo esfuerzo? lo dudo, Fernando, y la
conciencia se me anubla de pensar que bien puedo
llevarles al matadero, honrados padres de familia to-
dos, para la mayor gloria de Aldúnez grandes y chi-
cos. Por eso deseo hables claro, y me saques de esta
situación embarazosa : ¿tengo Óó no un papel en la
patriada? si lo tengo, vengan armas y dinero, y ya
verán si un Hierro de mi temple es capaz de forjar
los hechos más estupendos ; si no lo tengo, manden .
por mí y en la fosa más honda del cementerio arró-
jenme de cabeza, que ciudadano que á la nación no
sirve, no tiene derecho de comer su pan.
Alrededor de mi casa hay más sabuesos que si se
tratara de atrapar una liebre que, de miedo, no sale
de su cueva ; ni soy liebre, ni tengo miedo : esta vez
estoy dispuesto 4 rechazar el ataque, si me atacan...,
Cierro la esquina á la oración y á nadie se abre, aun-
que alborote ; de día nada temo, porque su cinismo
no llegará á asaltar una casa á la luz del sol. En fin,
hijo mío, aquí todo es zozobra é incertidumbre, y
quien más sufre y se consume es tu tío, siempre á la,
espera de tu anuncio, que será aurora de redención
para mi noble é infortunada tierra argentina.
Tu afectísimo tío,
ROMÁN HIERBO BERMÚDEZ,
— 216 —
Del mismo al mismo.
Ombú, mayo 14.
Mi querido Fernandito :
En el camino debieron cruzarse tu carta y la mía
de ayer. ¡Qué buena noticia me das ! buena, óptima,
á pesar de lo que insinúas del estado de tu salud.
Eso no será nada, ¿verdad, señor doctor? y si el mo-
mento se acerca, según te lo comunicaron en el co-
mité, y en breves días la gran revolución habrá esta-
llado, la alegría de ver vengada á la patria, te pondrá
sano de cuerpo y de alma. (Quedamos en que yo no he
de moverme : tranquilamente aguardaré tu telegra-
ma, esa bendita palabra que tan bien disfraza nues- |
tras aspiraciones: Neguaquam; esto significará que
el plan revolucionario alcanza á la provincia entera, -
y debo prevenir mis sesenta y tres valientes para se-
cundar el mcvimiento. Como también me anuncias
que, junto con el telegrama, me enviarás dinero, ya
me tienes contento, muy contento. ¿Quién encabe- .
zará la acción en la provincia? ¿Zeta? Zeta me gus-
'ta, ¿ves? es muy hombre, y si resulta Ordenado, te
imaginarás el orgullo y alborozo con que me pondré
á sus órdenes.
¿Se llama Verónico tu sirviente? ¡ah! Verísimo
¡nombre más endiablado! nunca doy con él: creo
que ayer puse en el sobre: Vigésimo... ¿se habrá
perdido la carta ?.
— 217 —
Adiós, hijo mio; no puedo sostener la pluma en
la mano, de tal modo me tiembla, ¡qué emoción !
¡ qué alegría tan grande !
Tu afectísimo tío,
Román HIERRO BERMÚDEZ.
De misia Perpetua Galdán 4 Fernando Hierro.
Cmbú, mayo 14.
Querido Fernandito :
Dice bien el refrán cuando dice que un loco hace
ciento : tú le has vuelto el juicio al tio, ó el tío te
lo ha vuelto á ti, que esto no está bien averiguado,
y entre los dos, atacados del delirio de la política,
hacéis que pierda yo también la chaveta, yo, la mu-
jer más pacata del mundo y más desilusionada. Aquí
tienes á una eneísta de conveniencia, que muestra
en su sala, como lo prometió, el retrato de Eneene
rodeado de laureles, confeccionando á toda prisa una
bandera argentina de tres metros y medio, para izar-
la en mi ventana el día del triunfo de Ordenado...
mañana, según vuestros cálculos, tan próximo lo
veis con vuestros ojos de partidarios cegatones.
Pues, esta madrugada (¡no eran las seis!) me
golpeó la puerta Román, y como estaba ya vestida,
por la rendija (que él no quiso pasar) me dijo tarta-
mudeando :—¡ Perpetua ! ¡ llegó, al fin, la gran nue-
va! carta de Fernandito, recibida anoche... que va
á armarse, y de veras.—¿Y 4 mi qué?—le contesté,
—en esto estáis hace siglos: ¡que va ú armarse, y
— 218 —
nunca se arma! lo que se arma es la trampa del
gobierno, y todos quedáis en ella de patitas.— Te
digo que sí, Perpetua : esta vez sí; no te doy más
explicaciones, porque la discreción me lo veda... an-
sliaba comunicártelo : no he dormido. ¡Qué excitado
estaba el pobre hombre! se marchó, y antes de al-
morzar ful á la tienda, porque necesitaba de unas
varas de percalina, y allí me encontré á Brígida co-
siendo una bandera azul y blanca :—Tengo que co-
ser seis, señora—me dijo, de orden del amo ;—no
sé qué va á hacerse con seis banderas. Y vino Ro-
mán, y me repitió, con misterio: —¿No quieres
creerlo? lo verás, lo verás.—HEso—le contesté,—verlo
quiero, para creerlo. Mi incredulidad más le exaltó :
y me dió tales datos y seguridades con entusiasmo
y fuego tales, que allí mismo me convirtió y hube
de rogarle me obsequiara con la tela necesaria para
fabricar mi banderita... Por supuesto que yo creo
tanto en el triunfo de los ordenistas, como en el pro-
feta Mahoma ; pero, un loco... etc.
He dejado la aguja para escribirte, porque tengo
una noticia, que si no te interesa, tu curiosidad no
desdeñará saberla ; es ésta : el Arzobispo ha destituí-
do al cura Piccolin, después de comprobados todos
los cargos que la denuncia de los vecinos acumuló
sobre su cabeza ; vinieron dos sacerdotes muy respe-
tables, interrogaron á acusado y acusadores, y por
más que los Aldúnez quisieron tapar y sofocar el
escándalo, las pruebas eran tan evidentes (se pre-
sentaron unas por su pie, otras en mantillas) que fué
el informe, y á vuelta de correo, llegó la remoción,
Anteayer salió del pueblo el pobre don Benvenuto....
No pocos le han sentido, porque si su ligereza de
costumbres y su ningún recato hacían de él un mal
sacerdote, era muy apegado á su parroquia y por la
— 219 —
construcción de la iglesia ha combatido contra la in-
curia y la tacañería vecinales empeñosamente y sin
descanso. Su sustituto ya dijo la primera misa esta
mañana : es italiano también, muy bajito y flaco ;
se llama el padre Peregrino; pasa por santo, y lo
parece.
Adiós, Fernandito; vuelvo á mi costura, porque
figúrate que suenan las bombas mensajeras del triun-
fo de Ordenado, y mi bandera está sin concluir...
Tu afectísima servidora,
PERPETUA GALÁN.
De la misma al mismo.
Ombú, mavo 16.
Qui“do Fernandito :
Una horrible desgracia tengo que comunicarte 7
en la tarde de ayer, la policía asaltó de nuevo la
tienda del tío Román, y después de apalearle, de
arrastrarle por los pies, herido, sangrando, se lo lle-
varon y metieron en el cepo colombiano. ¡ Ay, Dios
mío ! allá le tienen todavía al pobrecito y le tendrán
hasta que muera, según la amenaza del feroz Aldú-
nez Segundo; ¡he aquí el triunfo que nos aprestá-
bamos á celebrar! yo he llorado tanto, lloro tanto,
que ni sé lo que hago, ni lo que escribo. Los deta-
lles del bárbaro atentado espantan : leía el tío detrás
de su mostrador, cuando un gaucho entró en deman-
da de no sé qué... crea que pidiendo camisas de hilo,
y como las cajas de las camisas están en los estantes
— 220 —
altos, y el maldito chico andaba callejeando, tuvo
que subir á la escalerilla ; pues mientras daba la es-
palda y extendía el brazo, el gaucho aquel, y los
milicianos de don Zoilo, en acecho, 'han saltado el
mostrador y arrojados sobre Román,'le echaron al
suelo y entre todos (unos diez) le han puesto de
palos, de puñetazos y de araños, que no sé cómo no
sucumbió el infeliz ; para impedirle toda defensa, le
amarraron de pies y manos, y con una larga cuerda
le llevaron arrastrando por la calle, por la plaza, has-
ta el juzgado... ¡Si no ha muerto á estas horas, es
que es tan dura su vida, como su alma fuerte !
¿Qué te parece, Fernandito? ¿estamos en un
país civilizado? ¿eran peores los tiempos de los Ro-
zas, los Ibarra, los Oribe y compañía? ¿y tú, hijo
mío? ¿qué será de ti, metido en esa desgraciada in-
tentona? porque aquí corre que el movimiento orde-
nista ha fracasado, que han préso.al general y van
á fusilarlo, que en las calles de la capital se dan los
últimos combates : lo dice un telegrama de La Pla-
ta... Con este motivo, las persecuciones oficiales vuel-
ven con más furia : la comisaría está llena de orde-
nistas, las casas de los ordenistas son asaltadas en
pleno día, y la consternación reina en todo el pueblo.
¡ Haberos quedado tranquilos, y esto no sucediera |
¿quién anunció lo que pasa? yo os lo anuncié, y no
quisisteis creerme : para vosotros, las mujeres nunca
sabemos lo que decimos.
No puedo más ; estoy traspasada de dolor.
Tu afectísima servidora,
PERPETUA GALÁN.
— 291 —
De la misma al mismo.
Ombú, mayo 19.
Querido Fernandito :
Anoche llegaron noticias de haber todo termi-
nado ; vencida la revolución, desarmados los revolu-
cionarios y el gobierno satisfecho del nuevo triunfo.
Todos lloran en el pueblo, y sin "embargo, los Aldú- .
nez están de fiesta, y hay músicas, cohetes é ilumi-
naciones. ¡Y Dios, con ser Dios, ayudando á estos
malvados ! ¡en el fondo de un baúl he escondido mi
bandera, para que no vea la luz de este sol de ig-
nominia, que actualmente nos alumbra !
Román sigue en el cepo; no le dan más alimen-
to que una taza de caldo negro y asqueroso á medio-
día... ¡Con este sistema el pobrecito no tardará en
sucumbir! porque está además herido, y no permli-
ten que le curen. No me he atrevido á ir personal.
mente á verle, porque dos señoras que pretendieron
acercarse á sus maridos, presos, fueron insultadas
por los soldados con palabras y ademanes indecen-
tes : sé estas cosas por los mozos de la tienda, que
van muchas veces para traerme noticias de Román.
¿Qué será de ti, entretanto, Fernandito? ¿te
hallas ileso, después de la catástrofe? ansío recibir
una letra tuya siquiera, que me tranquilice. No ven-
gas, no, pero escribe; saber que vives y estás bue-
no... ¡no le pido más 4 Dios, aunque Dios no es-
cucha siempre á los desgraciados !...
Tu afectísima servidora,
PERPETUA GALÁN.
De la misma al mismo.
| Ombú, mayo 22.
Querido Fernandito :
Cuatro líneas para decirte que al tío le han pues-
to en libertad esta mañana á las ocho, ¡si vieras en
qué estado! con tan grande hinchazón en brazos y
plernas que no pudo cruzar la plaza solo y los mo-
zos de la tienda le trajeron en silla de manos, y
ahora, por saber noticias tuyas, quiso escribirte, y
los dedos, agarrotados, dejaron caer la pluma. Su
primera pregunta fué: ¿Y Fernandito? y su abati-
miento aumentó cuando le contestamos que nada sa-
bíamos de ti: se ha acurrucado en un sillón de su
cuarto, y ni habla ni se queja; debe de saberla to-
do, pero yo me cuido bien de soltar alusión alguna
sobre los” sucesos últimos... ¡ah! tiene una herida
muy honda en la cabeza, hacia la nuca ; quise man-
dar llamar al médico, al nuevo (tú no le conoces),
¡un eneistón más antipático ! y él, sólo de oirme
mentar su nombre, se puso furioso ; le he lavado con
árnica la herida y le apliqué unas hilas, y al venir-
me á casa ordené á Brida matara una gallina y le
diera un buen caldo. ¡Qué vida ésta, Fernandito! y
como si no fuera bastante jaqueca la que sufrimos,
nos preocupa tu paradero Incierto, tu silencio abso-
luto... en dos dias más, si no escribes, irá uno de
los mezos en busca tuya.
Y si Román empeorara, lo que Dios no permi-
ta, te pondré un telegrama en seguida.
Tu afectísima servidora,
PERPETUA GALÁN.
De Fernando Hierro 4 don Román Hierro Bermúdez.
Buenos Aires, mayo 25.
Mi querido tio :
Por las cartas de la señora Perpetua, nunca más
digna de estimación y respeto, ella que comparte
nuestros infortunios como no lo haría un pariente
cariñoso, quedo enterado de todo, ¡de todo! y de
esta manera seca, porque ni el estado de mi ánimo,
ni las actuales dolorosas circunstancias, permiten
palabreo inútil, expreso á usted cuán grande es mi
pena por lo que ha ocurrido en ese pueblo infortu-
nado, que ve, y no puede remediarlo, arrastrar por
sus calles los infames sicarios del gobierno al pa-
triota nobilísimo que se llama Hierro Bermúdez.' No
hago comentarios, querido tío mio, porque la indig-
nación me sofoca : ¡aun de lejos, le estrecho contra
mi corazón, para que nuestros dolares se confundan !
Usted querrá saber de mí, y es natural... ¿pera
sé yo mismo acaso, lo que he hecho en estos días
terribles? ¡días de fiebre y de agonía! salí de casa
devorado por la calentura, y me han traído sin sen-
tido, no sé quién, alguna buena alma, sin duda; y
con el sentido extraviado, delirando, pasé muchos
días : ayer, cuando vi claro dentro de mi cerebro, la
- primera idea, que saltó como chispa, fué su recuer-
do, ¿cómo estará el tio? ¡hay que escribirle inme-
- diatamente! Lo intenté, pero en vano; y hoy, sin
fuerzas, contrariando los preceptos del médico y á
hurtadillas de mi leal Verísimo, con lápiz trazo es-
— 224 —
tos renglones, comunicándole que estoy mejor y ape-
nas pueda levantarme, volaré á su lado, á prestarle
los cuidados de mi ciencia y de mi cariño.
Durante mi enfermedad, he recibido muestras de
consideración, que nunca olvidaré, de mis compañe-
ros de causa, de mis amigos... Las señoritas de Gar-
cía Luces mandaban dos veces al día por noticias
mías. Esto consuela, ¿verdad, tío? y es el mejor le-
nitivo en la desgracia.
No puedo más : mi vista se nubla. ¿Sabe usted
qué día es hoy, tio? ¡25 de mayo!... el cielo está
obscuro ; ¡se ha ocultado el sol, de pena y de ver-
gúenza !
Hasta mañana. Que ésta le encuentre con mejor
salud. En mi adjunta carta para misia Perpetua, la
explico ' detalladamente el tratamiento que ha de
- aplicarle. No sea usted arisco, ¿eh? y déjese curar.
Su afectísimo sobrino,
FERNANDO HIERRO.
Del mismo al mismo.
Buenos Aires, mayo 27.
Mi querido tío :
Ayer, según lo prometí á usted, tomé la pluma
para escribirle, pero me acometió un mareo tan gran-
de, con escalofríos y pérdida momentánea del sen-
tido, que la carta se quedó sin fecha siquiera. Hoy
me encuentro muy aliviado: con el permiso del mé-
dico, me he vestido y del brazo de Verísimo he dado
algunos pasos en mi cuarto asoleadito ; la cabeza es-
tá más firme y el pulso también ; en cambio, el áni-
— 225 —
mo decae, á medida que el cuerpo revive... Porque
cuando uno piensa que esta gran revolución se ha
perdido, por simple ineptitud. de sus organizadores,
que no han sabido hacer uso de la poderosa palanca
que el pueblo depositó en sus manos, valor, entu-
siasmo, generosidad, ad abnegación, suficien-
tes para derribar á cien gobiernos y regenerar la pa-
tria, ¡y toda esta fuerza la han desperdiciado esté.-
rilmente! ¡ Ah, tío, yo también he pasado mi calva-
- rio, como usted ! hablemos un poco de ello, pues á
usted le debo la relación de estos hechos desgra-
ciados.
Cuando vinieron á darme la hora del estallido re-
volucionario (un buen amigo mio, Faveragas, ¡ muer-
to gloriosamente en el Retiro!) estaba el complot
descubierta y el general preso; pero, ni Faveragas
lo sabía, ni ninguno en el comité. Aunque atacado de
bronquitis, salté de la cama, y salí: en la calle la
supe, notando un movimiento inusitado de tropas,
que contrariaba el plan que me comunicara Favera=w
gas : imagínese usted mi dolor al hallar confirmados
mis temores por alguien que bien sabido lo tenía,
por un comensal de Eneene, ¡por Luces! La cita
era en Palermo, á las doce, y todo mi afán se res
concentró sobre la idea de llegar 4 Palermo, costare
lo que costare... Quedó la ciudad sumida en tinieblas,
y entre los grupos de ciudadanos que acudían al lu-
gar de reunión, O ya por las tropas del go-
bierno y retumbando con el eco de los tiros, marché
yo decidido, pudiéndose decir entonces, al revés de
lo que en aquel poemita mío se canta, que no era
el cuerpo que llevaba 4 cuestas al espíritu lloroso,
sino el espíritu al cuerpo débil y enfermo. ¿Fué en
la Recoleta? no sé, en una de las calles colindantes
vi una botica, abierta por fortuna, y pedí quininsa,
EL CANDIDATO.—15
— 226 —
y Otra vez corrl, más aliviado con la compañía de
aquel auxiliar de mi flaqueza física. Eramos mu-
chos, y como entrábamos en el camino de Palermo,
formamos batallón, y uno, no sé su nombre, asumió
el mando y nos hizo ladear hacia el río, á fin de
evitarnos cualquier encuentro enojoso ; la obscuridad
era tanta, que no sabíamos por dónde andábamos :
el frío insensibilizaba nuestros pies... todos callá-
bamos, mientras el oído recogía el pavoroso rúmor
del tiroteo. Y de repente, cerca de la ribera, senti-
mos, no percibimos, numeroso grupo é inmediata-
mente hicimos alto :—¿Quién vive?—¡ Ordenado y
la patria! Las armas bajas, los brazos prontos para,
estrechar á los nuevos hermanos, acercámonos... ¡ y
una descarga traidora nos sorprende, nos diezma, y,
desbandados huímos! ¡Qué horrible noche! ¿cómo
llegamos 4 Palermo? ¿por qué vueltas y revueltas
. en el parque, conseguimos incorporarnos á las filas
ordenistas? ¡no sé! yo era una máquina, que im-
pulsada por el vapor, corre sobre los rieles : la fuer-
za de mi aliento sólo me sostenía, y sin darme cuen-
ta, en uno de los ángulos de la cueva de Rozas me
he visto, con una rodilla en tierra, el fusil apuntan-
do y moviendo, mecánicamente, el gatillo : ¡fuego!
Tenía 4 mi lado un niño, rubio como un querubín,
vestido con el simpático uniforme de cadete, el kepis
_ ladeado con gracia, y entre risas, manejando su re-
mington con frescura admirable, me contaba la sor-
presa de los regimientos comprometidos al ver las
fuerzas del Presidente venirseles encima en son de
guerra :—Aquí estamos hace dos horas resistiendo
el ataque, y no llevamos la peor parte; si logramos
rechazarlas, y al entrar á la ciudad, la artillería nos
secunda, el triunfo es nuestro. Dfele lo que en la
ciudad había visto, y mi sospecha de que parte de la
— 227 =
artillería estaba acampada en la Recoleta, y echó
un terno enérgico, que en tales momentos no sen-
taba mal en su boca infantil : :— Pues si la artillería
se pone en contra nuestra, nos fastidia, compañero !
no oye usted ese cañoneo, ¿qué será ? La noche avan-
zaba y nosotros también : los contrarios, arrollados,
se replegaban desordenadamente hacia la ciudad, y
nosotros cargábamos con más furia ; yo no sentía ya
la fiebre, el triunfo que vislumbraba era. la mejor
quinina, y cada tiro de mi remington acompañábalo
de una dedicatoria : ¡por el tío Román! ¡éste por
mí! A cada instante llegaban nuevos refuerzos de
ciudadanos armados, y sus noticias aumentaban nues-
tro entusiasmo : el Presidente y sus ministros se ha-
bían atrincherado en la Casa Rosada, y allí espera-
ban, temblando, el resultado de la lucha....¡ah,
pronto sabrían lo que cuesta oprimir al pueblo. y pro-
vocar su cólera! Muchas vidas iban perdidas y cla-
reaba el día, cuando, empujando al ejército derrotado
del gobierno, llegamos al Retiro; en la Recoleta, el
batallón de artilleros, en lugar de hacer fuego con-
tra nosotros, fraternizó con la causa popular, fiel á
su juramento (que acababa de defender ¿ cañonazos),
formó nuestra vanguardia, y juntos todos, ebrios de
entusiasmo, guiados por el ángel de la victoria, en-
tramos en la ciudad desierta... ¡ Ay, tío, qué mo-
mento aquél ! ¿por qué una bala amiga y bienhecho-
ra, no apagó el soplo vital que me alentaba? ¡no
vieran mis ojos lo que más tarde vieron !
Estoy muy fatigado ; si tales detalles no le abu-
rren á usted, seguiré mañana. Me lo figuro arrinco-
nado en su cuartito, leyendo mi carta con interés ; e
¡ hasta mañana !
Su afectísimo sobrino,
FERNANDO HIERRO.
eo 90% N cen
Del mismo al mismo.
Buenos Aires, mayo 28.
Mi querido tío :
Muy mala noche la última : el médico dice que
del mucho escribir y cavilar, ¡ vaya usted á atar cor-
to al pensamiento! y deje al tío con la pregunta en
la boca :—¿ Y después?... después... ¿dónde estába-
mos ayer? ¡ah, en el Retiro! Mi lucha con los fan-
tasmas que anoche me desvelaron se renueva al es-
tampar este nombre : ¡panteón del valor y del pa-
triotismo argentino! veo á Zeta, el héroe, atusando
$u perilla con los dedos nerviosos, mientras los otros,
los civiles, deliberaban si se debía llevar el ataque 4
la Casa Rosada ó abrir negociaciones para la rendi-
ción, y le veo moribundo en la tarde del 17, volver
de la plaza en brazos de sus soldados, víctima de
aquella pausa fatal que él rechazó... Usted creerá,
tío, que, llegados al Retiro, proseguimos nuestra mar-
cha triunfal, ¿quién defendía la Casa Rosada? los
batallones derrotados, parte de la artillería, que no
había de disparar un solo tiro contra sus compañe-
ros de armas... era un paseo, ¿verdad? y la toma de
la Casa Rosada un juego de niños: pues, aquellos
señores y muchos jefes fueron de parecer que allí nos
detuviéramos, porque «los fusiles ya hablan hablado
y tocaba el turno á la razón», siendo, además, caso
de conciencia, aumentar la efusión de sangre, sen-
siblería que provocó la fogosa protesta del coronel :—
En gota más ó menos, no reparen ustedes; ¡aqui
— LY —
está toda la de mis venas! Se despacharon 'embaja<
dores al gobierno, y el gobierno, naturalmente, dió
evasivas, pidió tiempo, otorgó promesas, y entretan-
to, nosotros esperábamos con los brazos cruzados, ¡ y
el tren de La Plata desembarcaba tropas de refresco,
y ya fuerte, rchecho, atribuyendo á Adquódn nuestra
actitud, rompía aquél las negociaciones, nos envol.-
vía en un círculo de bayonetas, nos ponía sitio úl
nosotros, log vencedores! ¡ Ah, quiso evitarse que
corriera más sangre y se la hizo correr á torrentes !
¡qué tres días, tio: del 16 al 18! encerrados en la
plaza, casi todos los edificios vecinos en poder de los
sitiadores, cada salida que intentábamos, nos costa:
ba muchas vidas: así murió Faveragas, mi desgra-
ciado amigo. En la anterior revolución perdió ur
brazo, y lejos de quebrarse su entereza, declame +.
—¡ Aún debo este otro á la patria! ¡La deuda que
tan noblemente se atribuía, la pagó con creces, en.
tregando también su gran corazón |! murió el 16, jun=
to 4 mí; deja una esposa joven y dos gemelos de
pocos meses... ¡No muriera yo en tu lugar, pobra
amigo mío! |
Las municiones disminuían, los víveres escasea»
ban, y desesperados, peleíbamos con rabia; yo na
quería vivir y de continuo me ofrecía á la muerte,
y ella me hacía ascos y pasaba sin tocarme. Cuando
mi debilidad física me impedía cargar el fusil, me
acordaba que era médico, y en las salas del cuartel
curaba á los heridos... ¡ No he comido ni dormido en
los tres días! ¡un mendrugo de pan seco, y al hospi.
tal ó á la brecha! El 17, por la mañana, se habló ya
de rendirse, y Zeta, haciendo ademán de romper sw
espada, dijo que antes moriría, que entregarla : ¡ y
lo cumplió! al caer la tarde, le trajeron con el pul-
món atravesado; no murió sino al día siguiente,
— 230 —
cuando la intimación del desarme era acatada entre
los sollozos de todos : se abrazó á su espada y con
estas palabras :— No la rindo; me la llevo! expiró.
Fuera de combate nuestro jefe, abatidos, hambrien-
tos, inútiles las armas porque faltaban municiones,
se levantó bandera de parlamento, y todo el día 18
se pasó en nuevas conferencias, ¿qué podíamos exi-
gir nosotros del Presidente, el odiado enemigo á
quien tuviéramos tres días antes á nuestra merced ?
¡nada! ¡y sin embargo, nos ofreció, en cambio del
desarme inmediato, su mediación en favor de la re-
nuncia de Eneene! ¿entiende usted esto, tio? ¡yo
tampoco ! la política es una madeja tan enredada...
¿temería, acaso, las consecuencias del levantamiento
de Corrientes y Mendoza? ¿ó quiso echárselas de
magnánimo, dando satisfacción, no á la vindicta pú-
blica, sino á su soberano capricho? A las seis de la
tarde, término del armisticio, llegaron los parlamen-
tarios con las bases del arreglo : sumisión al Gobier-
no Nacional, entrega de las armas, renuncia del doc-
tor Eneene de su candidatura presidencial... ¡acogl-
das con hondo silencio! ¡ burla más inicua ! ¡se hacía
cuestión de nombres, cuando la lucha era contra el
sistema de sucesión ! ¡ah, tío, no puedo yo recordar,
sin lágrimas, aquella escena : tanto valiente, uno á
uno, entregando su fusil en manos de los sayones
del oficialismo! hubo quien besóle antes, llorando,
y quien con rabia lo arrojó al suelo, otros se ne-
gaban á dejárselo arrancar... Yo, extenuado, devo-
rado por la fiebre y la desesperación, no pude resis-
tir el paso ignominioso, y caí, sin soltar el arma, des-
mayado... ¡Ojalá muerto, como Zeta !
¡ Estos recuerdos tristísimos me hieren tanto,
que lloro como un niño y como un hombre, la noble
causa perdida, las vidas inútilmente sacrificadas, por
— 231 —
las viudas y los huérfanos que quedan, mientra: la
negra política que en la Casa Rosada se alberga ca
risa mefistofélica se burla de nosotros, los vencidos,
los tontos, los ilusos, los puleros, los castos, los de-
centísimos, que pretendemos, y para conseguirlo nos
dejamos cortar la mano derecha y la cabeza, que
hembra tan impura y sin recato, arremangándose las
faldas, no salte por los cercos de la vía constitucional !
¡ Ya no será Eneene Presidente! la sangre de milla-
res de argentinos ha borrado su nombre del cartel :
podemos dormir tranquilos y satisfechos! ¡ satisfe-
chos del éxito! ¿quién será? aquel que señale el Pre-
sidente... ¡ Sombras del Retiro y de ao os ha-
béis lucido! ¡repito que os habéis lucido ! |
Mis lágrimas mojan el papel ; no puedo seguir
escribiendo. Reciba, querido tío, un apretado abrazo
de su sobrino,
FERNANDO HIERRO.
Del mismo al mismo.
Buenos Aires, mayo 30.
Mi querido tio :
Díceme. misia Perpetua que mis cartas últimas
han impresionado 4 usted vivamente, á pesar de los
muchos detalles que del sombrío drama, por sus dia-
rios conocía, y lo sucinto de mi relato; díceme tam-
bién, que no revuelva á usted la bilis trayéndole á
la memoria hechos pasados... ¡ Nunca mi respetable
tía (la llamo así ahora sin una gota de ironía) andu-
vo más desacertada! ¿necesita usted, acaso, escu-
char la voz plañidera de un vencido para conmover-
so, agitarse, indignarse, cuando sus miembros hin=
chados, todo su magullado cuerpo, con la huella visi-
ble de sus feroces verdugos de Ombú, le hablan más
claramente que lo que yo pueda hacerlo? ¡ El olvido,
a almas como la suya, no es el mejor remedio,
ni el mejor médico el tiempo! Déjennos, pues, des-
ahogarnos y llorar juntos la muerte de nuestros idea-
les políticos. |
lempre que he oido decir de una novela : ¡es
inverosímil! me he reido grandemente, ¿hay nada
más inverosímil que la vida? ¿crea la imaginación
tipos más monstruosos que la Naturaleza? ¿dispo-
ne escenas como la realidad misma? en mi poema
Némesis, embrionario aún, pintaré, con toques am-
plios y vigorosos, el cuadro de la revolución, y no
faltará quien, escandalizado, proteste : ¡exagera, iM.
venta, miente! porque para aquel que po tiene cos-
tumbre de mirarse al espejo, sorprende y disgusta la
vista de pecas y verrugas en rostro cuya piel fingía
el amor propio de terciopelo... ¡ Ah, tío, el arma in-
vencible es la pluma! ante su ataque no hay forta-
leza que resista ; ¡ callen fusiles y cañones, y en me-
dio del corazón, cual flecha envenenada, clavémoles
nuestra pujanté pluma, á ellos, los vencedores, que
el humo de la metralla se desvanece, pero lo escri-
to, escrito queda, !
Ya la República está pacificada, completamente
pacificada ; así lo cantan, muy huecos, los diarios del
gobierno : después del supremo esfuerzo realizado,
la nación ha caido otra vez á los pies del déspota. Y
no lo dicen, aunque tampoco hace falta, pues por
sabido se calla, que de nuevo los mercachifles de la
politica tienden sus manos hacia el sumo árbitro,
impetrando la designación del candidato suplente de
Eneene ; amigos mios, que alegran mis tristes ve-
— 233 —.
ladas, me cuentan cosas curiosísimas? el cuarto de
una fonda de la calle 25 de Mayo, donde se aloja
Salgado, aquel famoso gobernador de Córdoba, es
demasiado estrecho para los aduladores que le tienen
por candidato in partibus, con fundamento según
los más, dados ciertos movimientos significativos de
la veleta presidencial, ¡ mientras el templo de la calle
Esmeralda se cierra por falta de fieles! ¿y sabe usted
quiénes son los que se inclinan reverentes ante la
olímpica joroba? pues los cortesanos del ángel caído,
de don Adrián : el doctor Trujillo, el primero, aquel
que aderezó las elecciones de Ombú para servirlas á
Eneene, y como los cocineros con los desperdicios
hacen las croquetas, con los restos de su dignidad
repara nuevo plato y ahora ofrécelo á Salgado ; don
avigio Soto, uña y carne ayer, hoy enemigo des-
cubierto del otro, declarando en telegrama público
al nuevo, desde su asiento usurpado de gobernador :—
«Felicito al patricio eminente mi antecesor (no dice
por qué) y le auguro grandes triunfos en la era de
regeneración que se abre para la querida patria, des-
pués de la pasada tormenta.» ¡Ríase usted, tio,, de
estos cómicos de la legua! esa palabra regeneración
en tales bocas sería una blasfemia, sin la envoltura .
- del ridículo... y tengamos lástima de estos lacayos de
casa grande, obligados á cambiar de librea, y sobre
el monograma de Eneene plantar la contramarca de
ado.
¿Quién es Salgado?... cargue usted sobre los
hombros de Eneene una joroba, tuérzale más las
piernas, arrugue su máscara, blanquee sus cabellos,
y tendrá á don Adrián transformado en don Olimpo :
por fuera son distintos, por dentro son idénticos. Yo
creo que los que á la fonda de la calle 25 de Mayo
acuden, siguen la verdadera pista : á Salgado no pue-
— 234 —
den rechazár los ordenistas, que le han vitoreado por
su negativa á entrar en la liga de gobernadores, y el
Presidente, siempre dentro de su papel de magná-
nimo, ha de buscar en la camada el lobo que más
confianza inspire, bajo su piel de perro, al asustado
rebaño. ¡ Viva Salgado! ya que el amo así lo ordena.
Pero la nota más alta en este vulgar sainete, ha
sido la salida misteriosa de don Adrián y su familia
para Catamarca; quien le vió en la estación y me
refirió el suceso, pasmado estaba de la manera cómo
en estas repúblicas se hacen y deshacen las reputacio-
nes: una palmada, ¡arriba! un puntapié, ¡abajo!
como títeres movidos por cuerda invisible... ¿En qué
quedaron todos los atributos y perfecciones del ilus-
tre doctor Eneene, admirados y ensalzados en rim-
bombantes ditirambos? como aquellas viejas magas
que, con un golpecito, de una nuez hacían una Ca»
roza, y con otro golpe, la carroza en nuez la trans-
formaban de nuevo, con una sola frase Rodear ú
Adrián, el Presidente de un hombre vulgarísimo ha-
bía hecho un candidato, y el candidato, con un sim-
ple Sacrificar 4 Adrián, convirtió otra vez en hombre
vulgarísimo... ¿Quién lo vaticinara días antes? llegó
solo con la mujer y la hija, escoltado por el estua-
drón mal oliente de faquines ; nadie en los corredo-
res para despedirle y depositar en aquella mano, que
perdiera toda su virtud, el ósculo de sumisión acos-".
tumbrado : ningún pavo de la guardia para presen-
tar respetuosa venia á la alteza destituida... ¿quién
lo soñara? como Boabdil, despidiéndose con un sus-
piro de Granada, y recibiendo humildemente el ul-
traje de la iracunda sultana, sobre el Palacio de Go-
bierno echó los ojos don Adrián, y debió suspirar, y
para suspirar y mirar, debió detenerse, porque un
pellizco de la presidenta caída le obligó ¿ andar,
— 235 —
acompañado de esta rociada de vinagre :—¡ Muéve-
te! ¿quieres perder el tren, como has perdido... otras
cosas? Y bajando la cabeza, el Boabdil catamarque-
ño entró en el coche. ¡Que los aires de su tierra le
consuelen de los pellizcos de su mujer y de los po-
rrazos de la política !
Desgraciadamente, á nosotros, querido tío, nada
puede consolarnos : ayer pusieron en libertad al ge-
neral, y en su casa, al grupo de amigos fieles, dijo
con tristeza, que «ya nada le movería de su retiro,
si no es la muerte» y añadió :—«La política argen- :
tina pasa por crudísimo invierno, _que todo lo agosta
ó paraliza: ¡esperemos la risueña primavera, que
vendrá, vendrá! ¿habéis visto vosotros un año sin
primavera ?» ¡ Esperemos con fe, él lo ha dicho! y
busquemos dudoso consuelo en nuestro retiro, dur-
miendo, cristalizados, el sueño invernal.. . Entretan-
to, permítame usted decirle que es tiempo ya de
abandonar para siempre ese pueblo ingrato, ¿qué
raíces tan hondas le sujetan? ¿sus recuerdos de fa-
milia? tristes son, y como tristes, donde vaya us-
ted han de seguirlo; ¿el afecto de sus convecinos?.
de nada le sirve, cuando permite sin protesta, que la
garra oficial le hiera inicuamente; ¿su tienda? más
gastos da que beneficios. ¡ Usted se vendrá conmigo,
tío, está dicho! tengo un cuartito para usted, con
luz, aire, independencia y buena llave, para que na-
die entre á fisgonear sus grandes secretos ; no se me
resista usted, ó me enfadaré de veras: yo quiero
arrancarle de la odiosa vecindad de los Aldúnez ; pa-
ra la misantropía, el cambio de alres es excelente re-
medio. En los primeros días de junio, voy por usted
y de le e ¿convenido ?
Su afectísimo sobrino,
FERNANDO HIERRO.
,
— 236 —
De mista Perpetua Galán 4 Fernando Hierro.
Ombú, junio 2.
Querido Fernandito :
No esperes catequizar al tío con tus amables pro-
yectos de viaje, porque ni tú, ni el Espiritu Santo,
le sacarán de su tienda : me pide que así te lo diga,
lamentando no poder escribir todavía para darte una
por una todas las razones que en «este pueblo ingra-
to» le mantienen y le mantendrán hasta el día de su
muerte, que «ojalá sea mañana», como lo repite á
sus amigos, y al padre Peregrino, el mejor de ellos,
escandalizaba hace poco. Bajo reserva te comunica-
ré, Fernandito, que su estado no es satisfactorio ;
la hinchazón ha desaparecido, la herida cicatriza rá-
pidamente, pero su abatimiento se presenta con for-
mas alarmantes : duerme mucho, y cuando no duer-
me, está sumido en tal sopor, que ni habla, ni es-
cucha, ni abre los ojos ; el despertar de su inteligen-
cia es corto y se revela por una frase amarga ó ailra-
da... Brígida le vela de noche, y yo de día, y día y
noche le velara yo, sin las pícaras conveniencias so-
ciales y la mala lengua de las gentes, aunque ya
vieja y archivada por inútil, como mujer y como
maestra. Ojalá vengas pronto y le cures, no el cuer-
po, sino el espíritu... El padre Peregrino será un
auxiliar excelente. |
Y va de desgracias : ¡ayer ha ocurrido una es-
pantosa! ¿te acuerdas que, vez pasada, te escribi de
Santos Frutos, que se había dado á la bebida? la in-
— 237 —
feliz ña Pascuala, ni por el rigor ni por el cariño,
pudo quitarle el horrible vicio, ¡lástima de mucha-
cho! veneraba á la madre, y sin embargo, poseído
del alcohol, llegó 4 maltratarla, y amenazarla de que-
marla viva dentro del rancho ; ella me decía :—¿ Ha
visto usted, señora Perpetua? ¡un muchacho que
era un cordero, perdido en tan poco tiempo! noche
á noche entra como una cuba y me pone encima, las
manos, hablando incoherencias, «disparates que yo
no entiendo ni él recuerda cuando vuelve á la ra-
zón. Estas cosas todos las sabían, pero nadie hacía
caso de las amenazas de un borracho... Pues, hijo,
las ha cumplido, es decir, na atentó á la vida de la
madre, pero sl contra la propia, ahorcándose, ¿dón-
de te figuras? ¡en La Jovita, en la misma ventana
de Elena García Luces! ¿comprendes tú algo de es-
to? ¡capricho más singular de demente ! entró en el
parque, sin que el jardinero, ni el mayordomo, ni
peón alguno le viera, en el marco de la dicha venta-
na clavó un gancho y del gancho ató una cuerda...
El jardinero le encontró al pie del muro, con un
trozo de la cuerda liado al pescuezo : el otro colgaba
en la ventana, señal evidente que, durante la agonía,
debió de romperse el lazo, demasiado débil para sos-
tener cuerpo tan robusto. ¡ Figúrate el dolor de la
pobre madre, cuando le llevaron inanimado aquel
Santos, que era toda su alegría! Apenas me enteré
del triste suceso, pedí ensillaran tu rosillo, y con el
italianito de la tienda, de escudero, fuíme al rancho
de ña Pascuala. ¡ Ay, Fernando! nosotras las mu-
jeres venimos al mundo para llorar, las propias pe-
nas y las extrañas; creía yo estuviera seco el pozo
de mis lágrimas, después del último varapalo de la
suerte, y nada más que de contemplar aquel cuadro,
. 'me puse tan mala, cual si fuera yo la dolorida ; ¡ qué
— 238 —
mantecosos nos hace la desgracia, á fuerza de so-
barnos y estrujarnos!... Aunque te burles, me apre-
suro á ofrecerte un pedacito de la soga del ahorcado,
que ña Pascuala me dió llorando : guardo otro para
mí y otro para Román ; sí, riete : ¡ vosotros no creéis
en los amuletos ni en la fatalidad, pero alguno debió
de protegerte, cuando ni un rasguño sacaste en la
revolución ! mira cómo, involuntariamente, por su-
puesto, se me viene un nombre á la memoria... Bro-
mas antiguas, que te pusieron una vez muy furio-
so ; pero, chitón, que ni estoy yo para darlas, ni tú
para recibirlas.
Cuando vengas, has de traerme un retrato de
ese señor Salgado, que ahora dicen será nuestro pre-
sidente ; como el de Eneene ya no sirve, le he arran-
cado de su marco de laureles y puesto debajo del
sofá... Quiero tenerle á la mano, porque de aquí á
octubre del año próximo puede ocurrir nuevo cambio
de candidato, y volver S. E. á sus antiguos amores,
y en vez de Salgado, surgir de nuevo Eneene, aun-
que parezca imposible. Entretanto, dentro del mar-
co de Eneene voy á poner á Salgado... Me viene
ahora una excelente idea, recogida en una de tus
cartas á Román : no, no me traigas retrato ; apro-
vechando mis rudimentos de dibujo, le planto una
joroba al de mi sala, le pinto arrugas, y con mi her-
mosa letra gótica escribo debajo : Excmo. señor don
Olimpo Salgado. ¡ Ni en la. casa municipal van á te-
nerlo mejor! |
Con mis afectos de costumbre, soy tu segura ser- *
vidora,
PERPETUA GALÁN.
De la misma al mismo.
Ombú, junio 5.
Querido Fernandito :
. ¡ Mentira parece que haya hombres tan duros
de pelar que, cada golpe, en vez de amilanarles, más
les ensoberbece y ciega! pues, ¿no acaba de decir-
nos Román, al padre Peregrino y 4 mí, que no se
marcha á la capital contigo, porque á cada uno de
los cuatro Aldúnez tiene que cobrar una cuenta muy
larga, y mientras uno solo de ellos aliente en el par-
tido, no se moverá él, ni le moverán á cañonazos?...,
—Ahora, la lucha no es de principios; ¡las armas
son impotentes para defenderlos! es de hombre á
hombre, personal : con el facón en la mano, ya que
la ley no me ampara, ajustaré las cuentas de sus
atropellos, ¡y ó les parto yo el alma, ó acaban ellos
de destrozar la mía! Esto fué en respuesta á nues.
tras exhortaciones, para decidirle á salir de Ombú.
¿Qué te parece? ¡tú creerás que se encuentra me-
jor con tales bríos! pues está peor, tanto que nos
tiene alarmadísimos : 4 aquel enervamiento y lan-
guidez han reemplazado unos arrechuchos de loco
furioso : gracias que no intenta salir á la calle, quizá
porque se siente muy debilitado, pero si sale, ¿quién
le detiene? ¿y quién impide que se cuele en la co-
misaría y al Aldúnez que pille se ensarte con él en
terrible lucha? Advierte que yo, por lo que á mí
toca, no le he dicho jota esta vez, de miedo que
se me disparase ; y tú sabes que no necesitaba rebus-
— 240 —
car mucho las razones, para anonadarle por su ter-
quedad ridícula, por vuestra terquedad ridícula, pues
tú eres digno sobrino de tu tío. ¡ Ahí están don Pedro
Brama, y Prieto, y el boticario y tantos otros muy
tranquilos! ¿por qué? porque escaldados, huyeron
del agua fría y fueron prudentes y no se metieron
en más trapisondas políticas ; ¿acaso con todo vues-
tro patriotismo y toda vuestra energía, vals 4 cam-
biar de la noche á la mañana, las viejas mañas po-
líticas de los mercaderes sin conciencia que nos go-
biernan? no, Fernandito; es pueril pretensión la
vuestra, conseguir de una vez lo que sólo con una
oposición por años firmemente sostenida se conse-
guirá; aunque me llames vieja entrometida y doc-
tora, déjame estampar estas verdades... Que la es-
tadía de Román aquí no puede prolongarse, es algo
que cualquiera, con dos dedos de frente, no discute
ya : él sin vengar, por su mano, tanto agravio, no
se queda, y ellos, no son mancos : ¡la lucha es per-
sonal y de odios! ¡sabe Dios lo que veremos, si tú
no vienes, le convences, y te le llevas! siquiera por
algunos meses : los Aldúnez han de marcharse, por-
que el gobierno no puede dejar sin premio sus bue-
nos servicios : dicen, y no lo dudo, que á don Claro
van á nombrarle senador provincial y diputado 4 don
Martiniano, y al heroico don Zoilo le ascenderán na-
da más y nada menos, que ¡ á jefe de policía de La
Plata! Pues ya tienes al partido limpio, en breve,
de tanta sabandija, y en paz á los vecinos honrados,
¿qué más puede desearse, si la estación no es para
pedir uvas maduras ?
Hasta luego, hijo mío; no tardes. Tu afectísima
servidora, |
PERPETUA GALÁN,
— 241 —
Telegrama.
Señor doctor don Fernando Hierro. ]
Calle Belgrano.—Buenos Aires.
Tío Román gravísimo. Ven inmediatamente.
PERPETUA GALÁN.
Cuando el tren llegó á la estación, era muy de
madrugada aún, las cinco y minutos: una capa de
niebla espesísima envolvía el mezquino edificio, el
jardinillo menesteroso, la diligencia con sus caballos
cabizbajos y ateridos, y en el andén, como sombras
chinescas, algunos hombres se movían; Fernando
abrió la ventanilla, asomó la cabeza... El silbato es-
tridente y el resoplar de'la locomotora despertaron al
chico de la tienda, que, arrebujado en el poncho, lu-
chando con la modorra y el frío, en un banco, de-
bajo del reverbero, esperaba al sobrinito de su amo, .
y al convoy se precipitó, bostezando y tiritando :
—£Buenos días, señor.
TL CANDIDATO.—16
— 249 —
—¡ Ah ! eres tú... te buscaba y no te veía, ¿cómo
sigue el tio?
El muchacho contestó con un fruncimiento de
boca, que significaba :
—Asi, así... lo mismo... ni mejor ni peor.
—Pero, ¿qué tiene? debes de saberlo.
Otra muéca, distinta de la anterior, indicó que no
lo sabia, y con un hambriento bostezo y un chorro
de vapor, que parecía la espiración de un fumador de
pipa, tradujo asi sus gestos :
—Sigue lo mismo, señor don Fernandito... Esta-
ba el patrón mismamente como usted y como yo,
cuando ayer, después de mediodía, almorzada y
con su mate de postre, ¡zas! se nos cae de espaldas,
detrás del mostrador...
—¡ Una apoplejía !—exclamó el joven médico,—
era de esperarse.
—¡ Viera usted qué susto, don Fernandito! gri-
tamos, corrimos y la Brígida acudió maldiciendo,
¡porque creyó que otra vez asaltaban la tienda y ase-
sinaban al amo... Paco, el de la pulpería, dijo :—Voy
por el médico, y la Brígida se opuso, pues el tal mé-
dico es un feo cneistón, que bien podía acabarnos de
matar al enfermo, y no sanarle ; entonces, en cuatro
zancadas fuime á casa de la señora Perpetua, y le
conté el suceso, y se asustó mucho y me regañó por
no haber llamado al médico: ¡Es lo primero que
debiste hacer, papanatas! y juntos, le buscamos y
le llevamos... El amo estaba en su cama, que entre
Brígida y Paco le acostaron, y si no figuraba un
muerto, era porque suspiraba con mucho ruido, ¡más
sangre le sacó aquel maldito ! le pinchó en el brazo
con una lanceta, y salía así como una cinta muy
colorada ; tenía espuma en la boca y parte de la len-
gua fuera, caida á-un lado, el derecho, el mismo-que
— Y43 —
dijo el médico no tencr vida, ¿cómo puede ser esto,
don Fernandito? la mitad del cuerpo muerto, y la
otra mitad viva: levanta usted aquel brazo derecho,
y se cae, como plomo....
—¡ Con hemiplejia!—añadió Fernando formu-
lando entre dientes su diagnóstico ;—mira, hijo, to-
ma mis maletas y á la diligencia, que el tren va á:
salir.
Por la misma ventanilla, sobre los hombros del
chico cargó su ligero bagaje ; y salió del coche y saltó
sobre el andén, á tiempo que la locomotora, rugien-
do como bestia brava, que d desgana y por rigor, eje:
cuta su faena, se ponía en marcha, perezosamente.
El joven se embozó en su bufanda y siguió al mu-
chacho. .
—;¡ Salud, señor don Fernandito !-—dijo el con-
ductor, que paseaba delante de su vehículo, pisando
fuerte el suelo escarchado á fin de calentar sus pies,
—¡ vaya una mañanita! vendrá usted, por supuesto,
con las ocho horas de viaje y este frío y el gran dis-
gusto...
Se encaramó al pescante, envolviéndose las pier-
nas en una manta de piel de carnero y al italianito
pidió las maletas y dijole se sentara á su lado; ya
Wernando habíase instalado en el interior de la dili-
gencia, poco confortable, y por el cristal delantero,
respondía :
—Aquí estamos de nuevo, amigo : un turbión nos
lleva, otro nos trae, y así hasta que el Cielo disponga.
No andaba el coche, porque había que esperar
entregara el jefe de estación la bolsa de la corres-
pondencia, y entretanto, el joven, en su rincón, so
-impacientaba, rezongaba el conductor, y el chico,
con el látigo, entreteníase en acariciar el lomo hu-
meante de los melancólicos rocines..
— 244 —
Entre la niebla, los álamos, parados en hilera,
flacos y enhiestos, sin ruido balanceaban sus copas
elevadas, y los sauces y paraísos también mansamen-
te se movían, cual si guardar quisieran el sueño de
sus alegres inquilinos ; gota á gota vertía el canalón
el agua del tejado, y ramas y hojas, la vieja empa-
lizada, las cintas de acero de la vía, y los objetos to- -
dos abrillantaba la neblina. ¡Con qué ceño adusto le
recibía Ombú! asi, tan descontento y taciturno mos-
trábase Fernando, sacudido rudamente por los tur-
- biones de que hablara al conductor : pensaba en su
noble tío, perdido para siempre, si muerto, por muer-
to, y si vivo, por inválido, condenado á arrastrar
aquel brazo y aquella pierna, ya inútiles para toda
empresa generosa y patriótica... Pensaba también...
¡ Aquí un rayo de sol doraba y coloreaba las brumas
de su espíritu! Cuando llegó el alarmante telegrama,
la vispera, con el dolor de la nueva, ocurriéronsele
dos ideas decisivas: partir inmediatamente, y des-
pedirse de la señorita de García Luces, y estas dos
ideas no necesitaron de muchos requilorios para ser
admitidas y practicadas.
—En casos como éste—se dijo,—no hay más que
enfilar por la senda del deber, con los ojos cerrados :
yo tenía dispuesto 1r ¿4 Ombú, pero no antes de en-
contrar quien se encargara de mi consultorio, aun por
pocos días ; si el compañero aquél no se presta, que-
dará abandonado... 0.que lo atienda Verísimo, el
médico de las recetas caseras. Pero, ¿puedo yo salir
de la capital sin despedirme de ella, y por escrito ó
verbalmente, agradecerla sus bondades ?
Su amor, escandalizado, contestóle á voces que
no, y puesto que se marchaba por tiempo incierto,
debía ir en persona á la casa del Retiro... ¡ Y aunque
no se marchara ! visita era ineludible, después de su
— YD —
enfermedad y de los últimos acontecimientos. Escri-
bió al dicho compañero y fué al Retiro ; hacía su pri-
mera salida : estaba tan demacrado que el Cristoba-
lón se asustó de verle.
—;¡ Bienvenido, señor doctor! ¡cómo le ha mon-
dado los huesos la pícara fiebre ! las niñas van á ale-
grarse de su visita... están para salir.
—Entonces me voy ; digales usted...
—No, señor doctor : si es que hoy es el santo de
la señora Florinda y comen allí: por eso...
No quería molestarlas Fernando, decidido á de-
jar un recado y su tarjeta, pero el portero porfiaba
que nones y e de Le casi para que subiera. Y en
esto, vieron que bajaban las niñas y mistress Cowan...
—Dispense usted, señor doctor, si le he hecho es-
perar—dijo el jefe de estación quitándose la gorra
galoneada.
—£8Í, amigo mío, no faltaba más—contestó Fer-
nando bruscamente despertado.
Saludóle con una sonrisa, y él, restregándose las
manos violadas, después de depositar en las del con-
ductor el saco de cartas, y de cubrir de nuevo su
cabeza, refunfuñaba :
—¡ Qué frio! ¡pero qué frio, doctor !
Chasqueó el látigo, y con violenta sacudida y
egruñir de los ejes, por la cuesta abajo rodó la dili-
gencia... La imaginación de Fernando, en un re-
vuelo, tornó á la casa del Retiro y se detuvo al pie
de la escalera, anudando, en el punto mismo donde
aquel mastuerzo del jefe lo cortara, el hilo de sus
recuerdos ; pues, señor, que bajaron las niñas y el
aya, y reconociéndole, otra vez subir querían.
—Si es muy temprano aún—decía Jovita, —vamos
á ver, ¿qué hora es?
—Las seis menos cuarto.
— 26 —
—Bien, aunque fueran las siete...
—Venga usted, doctor—intervino Elena, — y le
mostraremos todos los destrozos de la revolución :
la de muebles rotos, de cortinas perdidas, de alfom-
bras, de espejos.. | figúreso usted que han habido
más de doscientos hombres dentro !
—;¡ Oh, la revolución ! —exclamó la mistress ate-
rrada.
Y Fernando, encastillado en su negativa de pa-
sar adelante, suspiraba, y con aquellos ojos suyos tan
parleros, á Jovita contaba sus penas, su dolor por la
causa perdida...
—¡ Ha visto usted ! ; ¡ha visto usted ! —repetía Jo-
vita con pesadumbre.
Pero cuando el joven anunció su inmediata parti-
da para Ombú, donde el tío Román estaba grave-
mente enfermo, las dos Luces y la inglesa exclama-
ron condolidas :
—¿ De veras, doctor? el señor Hierro Bermúdez...
—la mayor con ansiedad profunda, añadiendo :—
¡Ombú! ¡qué mala sombra tiene! ¿sabe usted de la
muerte del hijo de ña Pascuala? ¡ ahorcado en el par-
que de la estancia !... ¿y está tan malo el señor don
Román? ¿será muy larga su ausencia? ¡mucho frío
para usted, doctor, que no parece completamente
restablecido |
Sin pensarlo, la inflexión de su voz era cariñosa,
y Fernando sentíase contrariado de no poder, por las
circunstancias y el sitio, decir cuanto decir quería...
—¡ No sé cuándo volveré ! pero, ustedes, ¿no irán
este verano ú Lia Jovita?
—Iremos, síi—contestó Elena,—con logs tios,
¿verdad ? los médicos mandan al campo á Justito...
Habían salido á la calle y en la acera cambiaban
el último apretón de manos : Fernando no se expli-
=— 27 —=
caba cómo tuvo la audacia y halló la otastónde ex-
presar, muy quedo, tartamudeando, tembloroso, su
gratitud hacia aquella amiga compasiva que una no-
che fatal le diera por escudo la medalla de la Virgen.
—No es ella la que me ha salvado, es usted, Jo-
vita, ¡usted ! ¡guardo su recuerdo sobre mi corazón,
y jamás nadie, nadie podrá arrancármelo !
¿Dijo algo más? es posible, tan acalorado y ciego
se puso, pero él no lo sabía : veía, sí, los ojos de la
joven entornarse púdicamente y tenue ruborcillo co-
lorear su rostro... ¿Después? punto final. Que se se-
pararon, y él fuése á preparar su viaje y á disputar
con Verísimo, empeñado en servirle la tacita de agua
con goma y unas miajillas de violetas, «excelente pa-
ra suavizar el pecho...» Cuando tomó el tren, á las
8 y 45, dejaba todo en regla y el consultoria en las
manos expertas de su compañero, que fué á decirle :
que podía estarse en Ombú los días y los meses que
su deseo dispusiera, y abandonarle sin temor los
corazones heridos ó simplemente magullados que de
su ciencia esperaban pronta cura, pues la suya, aun-
que menor, conocia de sobra todas las añagazas de
aquel órgano trapisondista y los medios terapéuticos
para refrenarle y meterle en vereda...
De repente, paró la diligencia, y por el cristal dijo
el chico :
—¡ Señor don Fernandito, llegamos! aguarde
usted, que el pestillo no juega bien y no podrá usted
abrir de dentro.
Bajó Fernando, con dolorosa emoción al ver la
esquina, la plaza, la iglesia y detrás de la niebla
amarillear la casa municipal, la cueva de los Aldú-
nez... El gallego de la pulpería, muy contristado,
salió á saludarle. .
— 248 —
- —No sigue bien el amo; no conoce ú nadie : ; sl
estará malo!
La, tienda permanecía cerrada, y por la puerta de
la plaza entró el joven, tropezando en el mismo za-
guán con la señora Perpetua y Brígida : sin hablar,
porque hablar no podía, descubrióse Fernando y la
mano de la maestra besó con respetuoso cariño, de-
mostración que ella, conmovida, pagó abrazándose á
su cuello desolada.
—¡ Ay, Fernandito! ¡si vieras qué malo está!
no vuelve en sí... ¡yo creo que Román se muere!
Y la cojitranca lanzaba hondos gemidos.
—Ven, hijo mío, ven — dijo misia Perpetua,—
puede ser que tú le salves: ¡te esperábamos co-
mo al Mesías! en el médico de aquí no tengo pizca
de fe... La noche entera, sin desvestirme, la he pa-
sado al lado suyo, ¿te parece que murmurarán en el
pueblo? ¿no me servirán mis canas de resguardo?
¡3 una solterona vieja sientan bien las tocas de her-
mana de la caridad ! ]
- Precedido de las dos mujeres, de puntillas entró
Fernando en el cuarto, ahora hollado su suelo por
tanta planta extraña, y vió en el humildísimo cutre
de hierro, tendido sin movimiento al tío Román, el
robusto pecho sacudido por la respiración fatigosa,
la caraza dantoniana algo contraída, con sello tal de
energía aún, que, luchador incansable, en duelo te-
rrible con la misma muerte parecía empeñado; y
junto 4 él un mozalbete, de estos que sólo conocen
la ciencia por las tapas y con la experiencia no han
tenido tratos todavía, y á fuerza de segar vidas lle-
gan á malos médicos con diploma; la maestra, al
oído, indicó 4 Fernando :
—Abhí le tienes, mano sobre mano; ¡sacó sus
— 29 —
oncitas de sangre, y tan tranquilo! no hiciera menos
un menguado sangrador.
Y como el otro se volvía, con curiosidad, dijo mi-
sia Perpetua á media voz :
—.Doctor, es el sobrino de Hierro.
La cara del doctorcito expresó elocuentemente
rro se alegraba de la presencia del recién ve-
nido :
—¡ Gracias á Dios! llega usted 4 tiempo, querido
colega, para sacarme de este atolladero, porque yo
no sé ya á qué santo encomendarme, ¿no es la san-
gría lo primordial, lo que todos los autores reco-
miendan en las aplopejias? pues la sangría está he-
cha, y por falta de pinchazos no ha dejado de correr
abundante sangre, pero su tío sigue erre que erre:
si tarda usted un poquito más, con mucha formali-
dad le extiendo á don Román sus despachos de di-
funto...
Nada de esto dijo el matasanos, pero Fernando lo
adivinó :
—¿Me permite usted que examine al enfermo?
—¡ Oh, señor doctor ! —murmuró el otro, cedien-
do al punto gustosísimo la cab2cera.
¡Con qué delicada atención interrogó Fernando
- todos los síntomas que el cuerpo del noble y querido
tío acusaba! ¡y cómo sintió flaquear su entereza,
cuando levantó aquel brazo derecho, otrora pujante
y animoso, y vióle caer pesadamente, y descubriendo
el ojo hallóle en tinieblas, cual si fuera de cristal
empañado ! el médico, sin embargo, se sobrepuso al
sobrino, la ciencia al afecto, y asumiendo el mando
para la batalla, dió órdenes decisivas, esto, aque-
llo... Y el doctorcito, sin discutir, se inclinaba, y
misia Perpetua á Brígida, reverdecida la esperanza,
transmitía las distintas comisiones :
— 250 —
—Al gallego, que vaya á la botica, volando, y
traiga hielo, una arroba, y sanguijuelas, una doce-
na, y sinapismos, una caja... ¡ah! y esta receta...
que no espere á que la preparen : volverá por ella.
Entretanto, Fernando disponía pasar al enfermo
á la sala que fué del club del Orden, como más es-
paciosa y fresca, y con todo el cuidado del mundo,
haciendo rodar el catre sobre sus ruedecillas, á la
sala famosa le llevaron y debajo del retrato de Ro-
zas, colgado aún en el testero, le pusieron, y de aquel
¡viva Eneene! con letras rojas, que en la pared es-
tamparan los milicianos de don Zoilo el 10 de fe-
brero... Fernando quiso retirar el trofeo ignominio-
so, temiendo que si recobraba el sentido don Ro-
mán, semejante espectáculo enconara sus heridas de
patriota, pero la maestra con estos razonamientos le
detuvo : |
—¡ No, no pongas mano ni al retrato ni al le-
trero! ¡Dios nos libre si Román despierta y no los
ve! él dice que ahí estarán mientras dure este go-
bierno y la política siga siendo lo que es... (con sus-
piro melancólico) hasta el día del juicio, ¿verdad,
Fernandito? por eso lo adorna siempre con laureles
frescos y ha puesto esa bandera con un lazo punzó
de corbata...
—¡ Extravagancias del pobre tilo!
Viendo y oyendo estas cosas, el doctorcito juzgó
conveniente escabullirse, y así lo hizo, diciendo
adiós, y no hasta luego. Y Brígida, que efectuaba
diligente la mudanza, le despidió con una de sus an-
danadas de costumbre :
—Abur, señor borrico, ¡ que Dios guarde sus ore-
jas muchos años! ¡y ojalá su compinche el juez ó
el barrabás de don Zoilo se quiebren una pata y le
— 251 —
llamen á usted, d enfermen de viruelas ó del tifo,
y le llamen á usted !
Sobre una montaña de almohadas reclinaron la
cabeza de don Román y la envolvieron en paños
fríos, que misia Perpetua, en una palangana con
agua y hielo, refrescaba de continuo. Y pronta su
batería, Fernando inició el combate con la pelona,
rabioso, decisivo, no cediendo aunque ella avanzara,
guardando á todo trance una posición que ganaba,
y persiguiendo sin tregua la que ganar cumplía, para
conseguir la victoria y con ella la vida de su tilo;
misia Perpetua, y no por su gusto, sino por man-
dato del joven, se marchaba á su casa por las no-
ches, después de encargar y recomendar la previ-
nieran si algo ocurría, y antes que el sol por las ven-
tanas, entraba ella, ansiosa, interrogando á todos t
—¿Qué tal sigue? ¿mejor? ¿habla? ¿conoce? .
Y el gesto de cada uno contestaba :
—Así, así... ¡lo mismo!
Suspirando, se sentaba entonces á la cabecera del
enfermo, y si nada había que hacer, abría su canas-
tilla de labor, y cosia, cosla, no olvidando que su
techo y su pan lo pagaba ahora la infatigable agu-
ja. Llegó ella el tercer día, y Brígida, con alborozo,
en el zaguán la dió la gran nueva :
—Señora Perpetua, ¡el amo vive! á don Fernan-
dito acaba de tomarle la mano, con su izquierda, y
le miraba, y hasta le ha hablado... Nunca oí hablar
así á nadie, porque no comprendí palabra, pero. tam-
bién ha hablado.
—¿De veras? ¡bendito sea Dios!
Se precipitó Bn el cuarto, y á Fernando, entre
risas y lágrimas, acercóse para decirle :
—-—¿ Está hecho el milagro, hijo mío? me cuenta
Brigida. ..
yd ed
Pero Fernando movía la cabeza?
—Si, á medias; vivirá, con el lado derecho pa-
ralizado, la inteligencia si no sumida en la sombra,
con luz escasísima, y la palabra torpe ; luego, ven-
drá la recaída inevitable, la terrible, ¡la fulmi-
nante! j
De los labios de la maestra se borraba la gozosa
sonrisa, escuchando aterrada la severa sentencia.
—Vaya usted á saludarle—añadió el joven,—aca-
ba de preguntarme por usted.
La señora dirigióse al lecho, se inclinó, y alzan-
do la voz, como si hablara á un sordo, dijo :
—;¡ Román, Román ! soy yo, Perpetua, ¿me co-
noces ? |
Con la mano izquierda Hierro Bermúdez cogió
la suya, la estrechó, parpadeando el ojo vivo, lleno
de luz, y con grande esfuerzo su lengua, casi para-
lítica, articuló sonidos guturales, que bien podían
traducirse así : ;
—¡ Te conozco, Perpetua... gracias, gracias !
Cuando pocos días después se levantó, diéronle
un bastón para que se apoyara, y arrastrando la
pierna derecha, medio encorvado, el brazo bailándole
sobre el costado, cual si fuera un miembro postizo,
relleno de paja y cosido al hombro, vagaba paso á
paso de su cuarto á la tienda y de la tienda á su
cuarto, al primitivo, al sagrado, que tan pronto co-
mo pudo hacerlo, ordenó nueva muda de sus trastos,
y en el arcón de marras, con mucho misterio, veri-
ficó si alguna mano sacrilega lo había profanado...-
El dolor inmenso que su triste situación le produ-
cía, cambió su carácter de tal modo, que entre este
Hierro Bermúdez y el otro no cabía ni aun lejana
semejanza : hubiéranle dejado en manos del medi-
quillo eneísta, para que su ignorancia terminara la
| — 253 —
obra que la apopiejía comenzó ; ¡obra de misericor-
dia habría sido! pero, conservarle una. vida preca-
ria, salvar la mitad de su cuerpo, dejando aquel bra-
zo suyo enteramente inútil para la patria... ¿de qué
servía ya en el mundo? ¡él no quería vivir! porque
si para comer no se nace, y él, como la última de
las bestias, sólo para comer quedaba, incapaz de ga-
narse el propio alimento, como las mismas bestias
saben ganárselo, ¡más valía entre cuatro tablas en-
cerrarle, sin esperar el rayo de la recaída, y arro-
jarle al cementerio, como se arroja lo que no sirve
4 un muladar ! | |
"Así hablaba con frecuencia, en aquella jerigonza,
que su lengua, encadenada por la parálisis, trabajo-
samente forjaba, y Fernando y misia Perpetua y el
padre Peregrino, su tertuliano de todas las noches,
le consolaban, le alentaban, con piadosos engaños y
reproches de cariño :
—Te pones insoportable, Román—decía la maes-
tra, —¡ miren el hombre fuerte, el Job, el inven-
cible ! ¡echándose á muerto! en primer lugar, ¿ver-
dad, Fernandito? que estas consecuencias de los ata-
ques cerebrales suelen desaparecer... si, señor, ve-
- rás : el día menos pensado vas á sentir que tu pierna
revive, y poco á poco, la savia de la vida, subir, su-
bir, á tu brazo, á la cabeza, y cátate el Hierro Ber-
- múdez de antes, es decir, ¡el de antes, no! un Hie-
rro Bermúdez más reposado, más indulgente con
este país y estos tiempos, ¿no le parece á usted, se-
ñor cura? en el mundo hay que tener correa, y cuan-
do de política se trata, ¡Ó herrar ó dejar el banco!
Aquel padre Peregrino, chiquitín, delgado, pá-
lido, con orejas profundisimas y facciones cincela-
das, por lo finas y correctas, semejaba un San Lui-
sito Gonzaga, algo acartonadn : sus cuarenta y cinco
— 254 —
años bien contados representaban unos veinte, y su
alre, Su VOZ, su mirar suave, la pulcritud de su tra-
je, la templanza de sus ideas, le hacian simpático,
sin que pareciera ni afeminado ni empalagoso : aun-
que la ortodoxia de don Román (acostumbrado ú las
camorras con el inculto Piccolin, en que la religión
sacaba la peor parte) no era muy firme, y por ende,
muy sincera, gustaba de escuchar al señor cura y ja-
más osó discutirle ninguna de sus palabras. Es cier-
to que, en punto á discutir, aun con la lengua expe-
dita no lo hiciera, y era éste uno de los principales
síntomas de su decaimiento... ¿Y regañar? tampo-
co; los dependientes se asombraban de verle tan
manso, y sólo Brígida, cuando le presentaba el mate
ó la comida, que él ya no podía preparar por sí mis-
mo, descubría el gesto de desagrado del amo, pro-
testa silenciosa contra la mucha yerba ó el poco
aceite.
El invierno fué crudísimo. Fernando no quiso
abandonar al tío, ni don Román dejóse llevar á la
capital, aferrado á su idea de morir en su pueblo y
en su tienda; y como las noticias que el joven mé-
dico recibiera del colega suyo, que regía su consul-
torio, eran excelentes, no pensó ya en marcharse,
esperando ó que don Román cediera, ó que desata-
ran los sucesos la situación. Hierro Bermúdez, en
un principio, se resistía al sacrificio del sobrinito :
—No insista usted, tio—contestaba Fernando,—
si usted no se viene conmigo, me quedo, porque solo
no he de dejarle : cuando mi presencia sea necesaria
en la capital iré, pero volveré en seguida. ¿Le mo-
lesto? ¿estorbo aquí?
Y el pobre inválido mirábale con tristeza, dando
á entender que si aquel rayo de sol le faltaba, mo-
riría más pronto, y morir lejos de un ser amado, es
— 255 —
una muerte con doble agonia. Decidido á quedarse,
con la dulce esperanza del retorno de la primavera
y de Jovita, pasó los días (cuando no salía en su ro-
sillo á prestar, de rancho en rancho, sus auxilios mé-
dicos á las pobres gentes que le solicitaban), engol-
fado en aquel poema Némesis, que componía con
todo el fuego del partidario y del poeta...
Sorprendíale á veces don Román, delante de la
mesilla de su cuarto, tan abstraido en la tarea de ca-
zar un consonante ó de vestir una ideas, que no sen-
tía el golpecito de su bastón ni sus pasos desiguales ;
volviase, por no molestarle, mas Fernando, de re-
pente, despertaba : |
—¡ Tío! no se vaya usted.
Le forzaba á entrar, sentábale en un sillón de
cuero, cerca de sí, y con palabras entusiastas descri-
bía el argumento de su canto patriótico :
—Estoy 4 la mitad del canto III, tío, ¿se tra-
baja, eh? en el año 20, porque mi poema tiene siete
cantos, ¿á que no se acuerda usted que le he dicho
que tiene siete cantos? ¡esa memoria! poco á
1rá robusteciéndose... I canto, la colonia ; TI, la in-
dependencia ; LI, la anarquía ; 1V, la tiranía ; V, la
reorganización ; VI, la corrupción ; VIl, la apoteo-
sig: un poema histórico, completísimo, no ya el re-
lato sólo de la revolución. Toda mi furia vengadora
la reservo para el canto VI, para flagelar sin piedad
las carnes de los Eneene, de los Salgado, de los Tru-
jillo, de los Soto, de los Aldúnez de la política ar-
gentina, que han deshonrado y corrompido á la na-
ción ; y las tintas más brillantes de mi paleta para
el VIT, la apoteosis : ¡la patria regenerada, la pa-
tria otra vez grande y rica! ¿porque, no cree usted,
tío, que pasará esta situación ; y como dice muy bien
Ordenado, después del invierno venga la primavera?
— 256 —
sí, no lo dude usted : de esta lepra que hoy le corroe,
el país curará, ¡la energía de su juventud ha de.
salvarle ! sin esta esperanza, ¿qué sería de nosotros
los argentinos? note usted bien : si yo cierro mi poe-
ma en el canto VI, y dejo á la patria sumida en la
corrupción más negra, política y administrativa, sen-
tada entre ruinas, con el texto de la Constitución
destrozado á sus pies, por el sable de los caciques y
las uñas de los Eneene, el horizonte completamente
cerrado, sin señales de la aurora redentora, ¡qué im.
presión más dolorosa! ¡por eso en el canto último,
el sol se muestra y se oyen los clarines de la vic-
toria !
Entusiasmado, daba más detalles, con aquel
acento cálido propio de su elocuencia, y el viejo se
animaba, seguía palpitante los vuelos de su espíritu,
del sillón se levantaba, acercábase más al poeta, co-.
mo si temiera perder una sola de sus palabras ; y si
Fernando leía, escuchando en éxtasis las sonoras oc-
tavas reales, á cada vibrante pareado, aplaudir in-
sentaba, decir con las manos lo que no sabía ya decir
su lengua, pero el brazo permanecía inerte... En-
tonces desplomábase en el sillón, llorando desespe-
rado su impotencia.
Fuera de estas ocasiones, no frecuentes, porque
el joven trataba de evitarlas, en gracia de los ner-
vios de su tío, y así las más de las veces se sentaba
á componer á puerta cerrada, y si él le preguntaba
por el trabajo, respondía que ahí se estaba sin ade-
lantar un verso, nunca la vidriosa cuestión política
llegó á tocarse ; hasta los muchos diarios de que don
Román era antiguo subscriptor fueron rigurosamen-
te desterrados, y El Noticiero Ombúense, por su-
puesto siempre tan campante, no se atrevía á pasar
los umbrales de la tienda. Si Fernando sabía la que
— 257 —=
en la capital sonaba, era por cartes de amigos, que
se cuidaba bien de enseñar al tío... ¡Inútil precau-
ción, por otra parte! don Román, debilitada la me-
moria, y más Ó menos afectadas todas sus facultades,
no demostraba interés por cosa alguna, y sólo pa-
recia preocuparle la presencia del querido sobrinito :
s1 no le veía, buscábale con ojos espantados, y ya
misia Perpetua, de visita todos los días, ya Brigida,
le tranquilizaban : ;
—HEstá escribiendo...
—Fué á casa de tal, que ha enfermado.
Soñoliento siempre, cuando Fernando entraba,
hacía esfuerzos por despabilarse : tendíale su mano
Capi y la del mozo guardaba largo rato, mirán-
dole tiernamente, cual si dijera :
—¡ Qué estado el mío, Fernandito! ¡ qué horrible
desesperación ! ¡ Hierro Bermúdez ya no sirve, ya
no sirve! los inválidos debieran ser despenados con
cuatro tiros, porque son una carga; á ti parecerá
esto una enormidad, una injusticia : yo creo que es
el mejor premio para un viejo servidor, que ve su
brazo inútil, su inteligencia ciega, y sólo su cora-
zón latir, latir, ¿para qué? ¡espera, Fernandito, no
te vayas, na me abandones, porque quiero morir 4
tu lado!
A fines de agosto, tuvo dos amagos de recaída,
pero, atendido á tiempo, la congestión no estalló. Y
pasó todo septiembre algo más animado, ante el es-
pectáculo risueño del despertar de la Naturaleza, de
los nuevos brotes, de las primeras golondrinas ; el
cerezo y la higuera y la parra de la huerta se ves-
tían de hojas flamantes, y las palomas ensayaban
sus píos amorosos, y el fresal descubría ya la inci-
tante fruta colorada ; fatigábase tanto don Román
EL CANDIDAZO:—17
— 258 —
andando, que más gustaba de sentarse á tomar el
sol, ya en el mismo patio, ya en el cuarto de Fer-
nando, delante de la ventana abierta, entretenido
en ver picotear á las gallinas ó contemplando á su
fiel Ordenado, aquel perrazo amigo suyo, dormitar
á sus pies; nunca le dejaban solo, porque como á
un niño grande, melindroso y regalón, le cuidaban :
y más de una vez, arrancóle de su quietud melan-
cólica un movimiento de terror, y dirigióse á Fer-
nando, pronunciando con la garganta :
—¡ Los Aldúnez ! ¿les has visto?
A Fernando, palmeándole con ternura, contes-
taba :
—¡ Ca! no piense usted en eso ; ni les veo, ni les
oigo, porque evito encuentro tan desagradable...
Mire usted la nueva pollada que ha sacado Brígida
con aquella gallina tan hermosa de don Crisanto,
¿se acuerda usted que el pobre don Crisanto se la
Sl á ver, ¿cuántos pollos hay? dos, cinco,
ocho...
Tranquilo, don Román se dormía, y el carrillo
paralizado, á cada movimiento de la respiración,
hundíase acompasadamente, como si fumara ó chu-
para alguna cosa.
Una noche, con mucho misterio, llamó á Fer-
nando, llevóle á su cuarto, y cerrada la puerta, en
el arcón aquel se puso á revolver, buscando, bus-
cando : su memoria no le ayudaba, pues el objeto
buscado debía de estar en su sitio, que su prolijidad
era más bien mecánica, á fuer de extremosa ; al fin
lo encontró y presentó al joven un rollo de papel,
liado con una cinta azul :
—¿Qué es esto, tio?—dijo Fernando con fingida
sonrisa, —¿su testamento?
Hierro Bermúdez indicó que sí, y dió 4 entender
— 259 —.
que allí dentro estaban los nombres de cuantas per-
sonas había amado : el de Fernando, el primero, el
de misia Perpetua, su amiga fidelísima.. Brígida
tampoco era olvidada, ¡cuatro centavos á repartir,
pero el recuerdo y la intención valían más!
—¡ Por Dios, tío! ¡ qué gusto el suyo de entriste-
cernos |—exclamó el sobrino tentado de echarse á
llórar,—guárdese usted este mamotreto, que para *
nada sirve : ¡buenos años ha de gozar usted todavía
de sus centavitos y de nuestro cariño!
Mediaba octubre : fué el día 15 por la tarde, día
de Santa Teresa; repicaban alegremente las cam-
panas, porque el padre Peregrino, muy devoto de la
Santa, había celebrado una lucida fiesta con misa
mayor y sermón, y la: gente que á la iglesia entraba
ó en la plaza tomaba el fresco, vió pasar ú aquella
hora, los dos carricoches de La, Jovita, primero la
volanta histórica, y detrás el otro, el grandón, para
el equipaje, camino del ferrocarril, y volver más tar-
de, la volanta con las cortinillas caídas, y el otro
cargado de baúles. ¡ No necesitó más el gallego de la
pulpería, fisgón insoportable, para correr y decir á
Fernando que las señoritas de García Luces habían
llegado al pueblo! pasmo del enamorado mozo y
emoción intensa :
—¿Las has visto?
—¡ Como si las viera! el coche, los caballos, el
mayordomo que guía...
—¡ Qué saltos dió el corazón del joven médico,
que nunca pudo domarlo, á pesar de toda su cien-
cia! la venida de Jovita no debió sorprenderle, sin
embargo, porque, además de su promesa de estarse
en la estancia una larga temporada con los tíos, dos
meses hacía que albañiles, papelistás y pintores,
aseaban, adornaban y transformaban el viejo case-
— 260 —
rón ; si, él lo sabía, y esperaba á Jovita con ansia,
pero, la impresión primera, ¿quién la domina? no,
es demasiado pronto : mi apresuramiento me vende-
ría ; la señora Florinda, tan suspicaz y lengua suel-
ta, diría: ¡ Ya tenemos aquí al mediquito ordenista
de pelmazo! iré pasado mañana, entre las 4 y las 5,
haré una visita muy ceremoniosa, y no volveré...
hasta los quince días después, ó un mes, ó dos; ¡no
quiero que me llamen pelmazo!
Pero al día siguiente cambió de parecer :
—Creo que debiera ir hoy : una visita de vecino '
que va á ofrecer sus servicios no tiene nada de par-
ticular, ¿qué me importa de la señora Florinda? y
sl no me apresuro á ir, ella, ella misma lo extraña-
ría : ¿Has visto al mediquito ordenista? ¡la del hu-
mo! así son log amigos.
Sin embargo, no se decidió sino en la tarde del
18; nunca el rosillo fué mejor lavado, cepillado y
peinado que aquella tarde del 18 de octubre, fecha
señaladísima para los personajes de mi historia !
Fernando, también de tiros largos, sin decir adónde
iba, salió cabalgando por esas calles, muy de prisa,
y aunque vió gente en la plaza y banderas en los bal-
cones de la municipalidad, no hizo caso, ni prestó
atención al dependiente que le despedía :
—Don Fernandito, ¿sabe usted que hoy procla-
man al nuevo candidato? en casa de Prieto, que se
ha vuelto del gobierno, hubo comilona y discursos, '
y abora están armando una manifestación popular :
ya no se grita | viva Fneene! sino ¡ viva Salgado!
—¿Y qué? bueno estaba él para ocuparse de la
inmunda política... i
Trotando y pensando, tan nervioso como si fuera
de embajada peligrosa, y no de visita cortés, llegó
y vió que en el límite del parque, frente al camino,
— 261 —
las dos Luces estaban con mistress Cowan ; saludó
él muy ceremonioso y contestaron ellas muy ama-
bles, y en la tranquera misma se speó ruborizado
como un doncel.
—pDoctor, muy buenas tardes...
—Señoritas... señora...
—«¿ Y el señor Hierro Bermúdez?
Recobrado su aplomo, Fernando daba noticias
del tío, se excusaba de su poca prisa en venir á
verlas y ellas decían :
—¡ Qué desgracia! ¡qué desgracia! sí, lo sabía-
mos por don Pancho, el mayordomo, á quien con
frecuencia preguntábamos por el señor Hierro Ber-
múdez... ¡pero, usted, doctor !
Estaban solas en La Jovita, pues no quisieron
dejar venir á la familia de don Buenaventura antes
de prepararlo todo convenientemente :
—Porque hemos estado de obra—dijo Elena ,—y
usted sabe cómo queda una casa donde entran alba-
ñiles... La tía Florinda llega mañana con los niños,
y el tío Buenaventura el lunes... pero, venga us-
ted, doctor, vamos á la sala.
—;¡ Se siente uno tan bien aquí !l—contestó Fer-
nando.
Pasearon, Elena y la mistress delante, Jovita y
el joven médico detrás, algo apartados: el sol se
ponía.... Y en voz queda contó Fernando á su bella
compañera la historia de aquellos cuatro meses, sus
sinsabores, sus tristezas á causa de la enfermedad
del tío Román, incurable, que le ligaba 4 Ombú
¡ hasta que Dios quisiera! luchando entre su deber
que le mandaba quedarse, y su porvenir que le Jla-
a á la capital. Los ojos de Jovita pregunta-
an”:
—¿ Y nada más, nada más que su porvenir?
— 262 —
Turbando al joven de tal modo, que se calló, de
pronto.
_ —¡ Ah !—repuso ella—¿quién puede llamarse fe-
- liz? me ve usted aquí, y yo misma no me doy cuen-
ta... ¿por qué he vuelto 4 Ombú? recuerdos tan
tristes he hallado, que el valor me falta para entrar
en esas habitaciones; hasta el campo mismo me
arece sombrío : hoy fuimos á visitar á ña Pascua-
2, ¡pobre madre! créame usted, doctor, que si no
fuera por la tía Florinda, por Justito...
Ahora los ojos de Fernando dijeron :
—¿Nada más, nada más que por ellos?
Pero, Jovita no se turbó; con naturalidad en-
cantadora varió el curso del diálogo: explicó los
grandes proyectos que se traía, manera hábil de evi-
tar el peligroso secreto de los ojos : |
—Oiga usted, doctor : el primero, el más impor-
tante es la construcción de la iglesia ; yo voy á ter-
minarla, y en breve plazo: tengo ya aprobados los
presupuestos... ¡verá usted qué torre más bonita le
ponemos y qué reloj! ¡ y adentro la de altares y co-
lumnas ! mi pobre madre hizo lo que pudo, el altar
y camarín de la Purísima son regalos suyos, y yo
deseo completar lo que ella no alcanzó á hacer. Des.
pués... después mandaría edificar, en la estancia
misma, una capilla bajo la advocación de Santo To-
más, en recuerdo de su padre, y anexa una escuela,
grande, bastante grande, para unos cien niños :
—Me da mucha pena ver tanto chico vagabundc
en las calles, dados al vicio Ó prontos á caer en él...
¿y los hijos de los puesteros, que no asisten á clase,
par vivir tan distantes del pueblo? ¡ah! ¡me siento
tan consolada al pensar en mis obras benéficas ! ¡ qué
inmenso placer cuando entre en mi escuela, y vea
tanto chicuelo estudiando en sus cartillas, y á la
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maestra... ¿sabe usted en quién he pensado para
maestra de mi escuela? ¡en la señorita de Galán !
¡y á la maestra, la excelente misia Perpetua, sen-
tada en la tribuna, vigilante! ¿qué le parece á us-
ted, doctor?
—Que sólo un corazón tan noble como el suyo,
señorita, puede realizar tan bellas obras ; ésa, ésa es
la verdadera caridad, y no la practicada por aquella *
señora de Eneene, con sus conciertos y kermesses
de bambolla pura.
Pescó el nombre de Eneene la menor, y andando
siempre, se volvió para decir :
—Se van á Europa, ¿sabe used? Alcira deses-
perada : ¡me ha escrito unas cartas de Catamarca !
que se aburría mucho, que extrañaba la ausencia de
su célebre guardia; en la última se lamenta “de no
haber escogido el mejor cebado de sus pavos; «he
perdido mi tiempo lastimosamente».
¡Pobre Alcira! Aquí «hubiera encajado muy
bien un sermoncito en intención de las señoritas frí-
volas y vanidosas, pero Fernando no estaba de hu-
mor de predicar en desierto: dulcemente arrullado
por las palabras de Jovita, cuya hermosura adquiría
tonos que él no conocía, avivada por el entusiasmo
de su empresa, sentía tentaciones irreverentes, por
ejemplo, la de besar la punta de aquellos dedos son-
rosados, cuando se alzaban para reforzar, con gra-
cioso ademán, un parrafito de su discurso :
He de mostrarle los planos, doctor ; usted creerá
que la escuela será un salón... así, como todos los
salones : pues, no, señor ; tiene tres salas, con las
piezas de servicio y patio y jardín y además las ha-
bitaciones de la maestra... todo con sus mucbles co-
rrespondientes.
Iban ahora por la calleja central, y la casa ss
O 77,7
mostraba como un viejo sujeto al que han vestido de
nuevo, tan revocada y pintadita, con balaustrada fla-
mante en la azotea y rejas historiadas en las ven-
tanae, que parecía muy alegre de verse así rejuve-
necida ; los reflejos opalinos del cielo, incendiado por
el sol moribundo, jugueteaban en los vidrios de colo-
res; Fernando, invitado, repitió que ho valía la pe-
na entrar, que la agradable tibieza de la atmósfera
permitía pasear en el parque. Siguieron la senda de
arrayanes, despacio: una atención más ardiente é
irresistible que la de besar aquellos deditos de rosa
dominaba al joven, y era la de descubrir aquel se-
creto suyo, bajo las siete llaves de su discreción y
de su cortedad guardado por largo tiempo; y cóm-
plice de su osadía, alentábale la voz de la Natura-
leza :
— Atrévete! ¿quién dijo miedo? ¡ tonto, reton-
tísimo! ¿qué esperas? ocasión como ésta no pes-
carás : luego vendrá la tía Florinda, un argos, y el
literato y el batallón de chiquillos... 4 ver, hombre,
abre la boca y suelta una de esas cosas bonitas que
tá sabes ; ella se está muriendo de ganas por oirte,
¿adivinas lo que piensa de ti? que eres muy tímido,
y se extraña que un hombre de talento sea corto de
genio; ella dice: ¿Si creerá que voy yo á hablar
primero? y duda de que tú la quieras : ya ves qué
ingenuidad la suya, ¡duda! prueba suficiente que
los suspiritos y las miradas no bastan, ¿te acuerdas
le noche de tu despedida, en la acera de su casa?
aunque poco explícito, bastante atrevido estuviste,
y elle no se enfadó, no, señor... Ensaya ahora, y ve-
rás cómo tampoco se enfada ; no pienses más en esa
- tontería que te ha hecho enmudecer : ¡que una ba-
rrera de oro os separa! los millones el azar log presta
y el viento suele llevárselos ; el talento, Dios lo da
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y nadie puede quitarlo : ¡tú eres más rico que ella !
Dejábase cautivar Fernando por la sirena de su
deseo, y ya las primeras palabras de amor balbu-
ceaba :
—$Si yo pudiera asociarme, señorita, á esa obra
grandiosa que usted ha ideado, si mi humilde con-
curso de algo pudiera servirle...
—De mucho, doctor—contestó ella convencida,
—en vez de humilde ponga usted valioso, su valioso
concurso, que yo agradezco.
—Entonces, Jovita...
Le mareaba ella con sus ojos hermosísimos, y él
se inclinó para que nadie oyera, ni aun la brisa cu-
riosa, lo que, con el pecho anhelante, iba á decir :
y como fruto maduro que cae del árbol por su pro-
pio peso, el apasionado reclamo brotó de sus labios...
Jovita quedó muda, encendiéronse sus mejillas, un
ligero temblor agitó el brazo que al brazo de Fer-
nando se asía, pero... no se enfadó. Y Elena, vol-
viendo con mistregs Cowan, protestaba :
—¿ Pero, no están ustedes cansados? la mistress
no puede dar un paso más ; si tanto les gusta estarse
en el jardín, sentémonos en el banco del naranjo.
Fernando y Jovita, embargados, dejáronse lle-
var, y todos cuatro se sentaron ; entonces la pizpi-
reta Elena, abrazándose á la hermana, prorrumpió
entre risas : ?
—¡ Si supieras todas las maldades que hemos ha-
blado de ti, yo y la mistress! de ustedes, porque
también usted ha caído, doctor... pues, mientras
paseabais y charlando veníais tan bajito, tan bajito,
la mistress me dijo... no, yo le dije 4 la mistress :
¡qué buena pareja hacen los dos! ¿si los casáramos,
mistress ?
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Fernando miró 4 Jovita, Jovita 4 Fernando y á
Elena, risueña, y al aya confundida.
—¡ Loca !—exclamó la joven tendiendo una ma-
no al poeta y estrechando con la otra la delicada
cintura de la hermanita,—¿y si dijeras verdad ?
—¡ Dulce. promesa !
El cielo estaba obscuro y todo callaba, pero á
Fernando parecióle que allá arriba una luz resplan-
deciente se encendía y sonaban las arpas de los án-
geles...
Galopando y paseando, más nervioso al pueblo
o luego el joven médico y todo á voces le gri-
taba :
—;¡ Victoria ! ¡ victoria! ¡paso al vencedor! corre
y lleva la grata noticia al triste inválido, que á estas
horas te buscará: ¿dónde, dónde está Fernandito?
Aquí está, tío querido, y no viene solo, que le acom-
paña una dama esquiva, que bajo el techo vuestro
nunca quiso albergarse, y que el talento y el noble
corazón del sobrinito han cautivado al fin : ¡le acom-
paña la felicidad y de La Jovita viene, para alegrar
los últimos días de Hierro Bermúdez! ¡Con qué
emoción entró en la tienda Fernando! tan grande,
que no escuchó al gallego : !
—Baje usted, señor, déme la brida... ¿qué le
parece el fandango de la plaza? ¡no han prendido
pocas luces y quemado pocos cohetes !
No encontró en su cuarto á don Román, sino en
la sala del antiguo club, sentado muy cabizbajo en
su sillón, en compañía de misia Perpetua y del pa-
dre Peregrino; las ventanas estaban cerradas, y la:
lámpara colocada debajo del retrato de Rozas, alum-
braba escasamente.
—Está bastante mal—indicó la maestra al oído
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del poeta, —ese tumulto de la plaza le ha puesto tan
nervioso, que no ha querido comer hasta que tú vi-
nieras ; el señor cura se ha visto en figurillas, para
que no se asomara á la ventana. Mírale cómo te son-
ríe... ¡Jesús! contigo se pone como un chiquillo.
El padre Peregrino se levantó, diciendo : |
—Bienvenido, doctor, ¿trae usted las discipli-
nas para castigar á este señorito revoltoso? .
—Traigo algo mejor—contestó Fernando acer-
cándose á don Román y besándole la mano izquierda
que él extendía para saludarle,—traigo una buena
noticia, ¿qué mejor bálsamo? ¡alégrese, tio, ríase !
Se inclinó y con permiso del sacerdote, 'hablóle
en secreto, y escuchándole, la cara de Hierro Ber-
múdez se transfiguraba y de pronto en su extraña je-
rigonza exclamó :
—¡ Lo mereces, hijo mío, lo mereces, Dios sea
loado !
La maestra con curiosidad preguntaba :
—¿Qué es eso, vamos á ver?
Y el cura, discretamente, alisaba su manteo, por
hacer algo.
—¿Qué ha de ser?-—respondió Fernando con al-
borozo,—que este seguro servidor de ustedes... ¡se
casa !
No dió el nombre de la incógnita, pero misia
Perpetua no lo necesitaba ; ella la conocía, ¡vaya
si la conocía !
—Mi enhorabuena, Fernandito—dijo alegremen-
te,—por muchos años; ¡ojalá todas las profecías
mías, que se han realizado, fueran como ésta !
—Y ahora—repuso el joven,—toca 8 usted cum-
plir una promesa, tío, ¿no se comprometió á ca-
sarse el mismo día que yo lo hiciera?
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—¡ Qué gracia !—exclamó misia Perpetua aho-
gándose de risa, —¡ buenos se han puesto los novios !
¡ qué cencerrada más merecida! pero, oye, ¿ya han
votado en el Congreso esa ley del divorcio? porque
s1 no la han votado todavía, Román no se decidirá
á darme su mano de esposo...
Hierro Bermúdez no sonreía ya ; otra vez su ros-
tro se anubló y el pecho exhalaba suspiros hondísi-
mos : afuera, en la plaza, resonaban las músicas, los
cohetes, los vivas. Y de repente, se alzó del sillón,
tambaleando dirigióse á la ventana, con la mano iz-
quierda tiró del pasador : á una señal de Fernando,
misia Perpetua y el padre Peregrino, prontos á de-
tenerlo, le dejaron : él se apoyó en la reja y miró.
En procesión tumultuosa, rodeaban la plaza mu-
chas gentes con estandartes, faroles y ramos ver-
des, y el primero que venía, detrás de la música, era
'Aldúnez el mayor, don Claro, con el sombrero en
la mano, luego don Zoilo, desnudo el. sable, don Mar-
tiniano, en seguida Chichin, el menor, al frente de
un escuadrón de pilluelos y de bracero los dos or-
denistas de ayer, don Pedro Brama y don Nicome-
des Prieto. Todos chillaban :
—¡ Viva Salgado !
Y los tambores, los cornetines y buscapiés, con
horrible estruendo, acompañaban cada grito. Así des-
filaron ante la esquina de Hierro; don Román, en-
corvado sobre la reja, sentía vibrar dentro del pe-
cho su fibra patriótica, robusta siempre, más robusta
que nunca... don Claro, don Zoilo, don Martiniano
- y Chichín, al pasar, le reconocieron, detuviéronse y
soltaron un insolente :
—¡ Viva Salgado! |
El, con violento ademán, extendió el brazo iz-
quierdo, hizo angustioso esfuerzo por romper las li-
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- gaduras de su lengua para lanzar al rostro de sus
enemigos y de los tránsfugas su eterno credo:
—¡ Viva Ordenado!
Y no lográndolo, la rabia de su impotencia le
sofocó, inyectósele de sangre la cara toda y la pia-
dosa apoplejía le fulminó al pie de la ventana, con el
grito de su patriotismo ahogado entre los labios...
FIN
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