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EL TEATRO
COLECCIÓN DE OBRAS DRAMÁTICAS Y LÍRICAS.
SERAFINA
LA DEVOTA
COMEDIA
EN CUATRO ACTOS Y EN PROSA
POR
DON ENRIQUE GASPAR
MADRID.
FLORENCIO FISCO WICH, EDITOR.
(Sucesor de Hijos de A. Guitón.)
PEZ, 40.— OFICINAS: POZAS.— 2-2/
Í889.
SERAFINA LA DEVOTA.
V:
X
\
\3
SERAFINA LA DEVOTA
COMEDIA
EN CUATRO ACTOS Y EN PROSA
POR
DON ENRIQUE GASPAR.
MADRID.
IMPRENTA DE JOSÉ RODRÍGUEZ,
Atocha f 400, principal,
1889.
PERSONAJES.
SERAFINA.
IVONA.
ÁGATA.
PELAGIA.
ZOÉ.
ÚRSULA.
DE MONTINAC.
EL CORONEL.
OLIVERIO.
CHAPELARD.
ROBERTO .
SULPICIO.
DOMINGO, criado.
SABINO, groóm.
Esta obra es propiedad de su autor, y nadie podrá, sin su permiso,
reimprimirla ni representarla en España y sus posesiones de Ultra-
mar, ni en los países con los cuales haya celebrados ó se celebren en
adelante tratadcs internacionales de propiedad literaria.
El autor se reserva el derecho de traducción.
Los comisionados representantes de la Galería Lírico-Dramática,
titulada El Teatro, de DON FLORENCIO FISCOWICH, son los exclu-
sivamente encargados de conceder ó negar el permiso de representación
y del cobro de los derechos de propiedad.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
ACTO PRIMERO.
Salón rica y severamente amueblado. Puertas al foro y en los ángulos.
Chimenea con canapé á la derecha. Mesa en la izquierda. En primer
término de la derecha una butaca.
ESCENA PRIMERA.
SULPICIO y DOMINGO.
Sulp. ¿Y las señoras? ¿En la iglesia?
Dom. Acaban de salir; aun las puede usted alcanzar.
Sulp. No; estoy cansado; prefiero tomar un poco de reposo.
(Se sienta.)
Dom. No hemos tenido el gusto de verle á usted anoche por
aquí. Se perdió usted una gran velada. Hubo una con-
ferencia...
Sulp. Sí... ¿Quién la dio?
Dom. El señor Chapelard; su tutor de usted; se estuvo ha-
blando más de una hora.
Sulp. ¿Y Oliverio asistió á ella?
Dom. ¡Oh! No, señor. ¿Para qué? Á ese no le convierte na-
da. Es un impío.
Sulp. El tal yerno de la baronesa es el borrón en la familia.
Y lo peor es,., que habita la misma casa.
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Dom. ¿Á quién se lo cuenta usted? Se le reconoce hasta en
la manera de llamar. ¡Qué campanillazos! Dignos de
un hombre que no respeta nada.
Sulp. Por fortuna se ausenta á menudo. Es un viajero infa-
tigable. Un explorador...
Dom. De pacotilla. Los verdaderos se hacen devorar por
las fieras. Éste nos vuelve más gordo cada vez.
Sulp. (Levantándose.) Por Dios, Domingo, no hay que desear
el mal del prójimo... (En voz alta. Sa oyen violentos
campanillazos.)
Dom. Ahí le tenemos ya. Cada semana se necesita un
Cordón nueVO. (La puerta del fondo se abre y deja ver á
Oliverio y á Roberto dando sus abrigos á un groóm. Bajando la
voz.) ¡Hola! Hoy viene con él un desconocido.
SüLP. ¿Quién podrá ser? (Examinándole de reojo mientras recorre
algunos periódicos.)
ESCENA II.
DICHOS, OLIVERIO y ROBERTO.
Ouv. ¿La baronesa no ha vuelto aun?
Dom. No señor.
Oliv. ¿Quieres esperarla? (Á Roberto.)
Rob. Si me lo permites...
Sulp. Yo la veré ahora en la iglesia; si quieren ustedes que
la diga algo...
Oliv. Gracias, Sulpicio.
DOM. (Bajo á Sulpicio mientras le da el sombrero.) Este debe Ser
otro libre pensador como el yerno.
Sulp. Creo que no te equivocas.
Dom. Me juego la cabeza. Hay algo de materialista en su
mirada.
Sulp. Vamos á verlo. (Alto á Roberto.) Si quiere usted un
periódico para distraerse, aquí está. La Abeja mística.
Trae un admirable artículo rehabilitando á Felipe II
de España.
_ 7 —
Oliv. Ardua tarea. ¿Quién lo firma?
Sulp, Goudón, El mismo que rehabilitó á los Borgias.
Rob. (sentado á la derocha.) ¿Probando que los envenenados
eran ellos?
SULP. (Ap. í Domingo dirigiéndose á la puerta.) Domingo. Este
joven es peligroso; debe venir á la casa con miras si-
niestras. Sería meritorio vigilarle.
Dom. Se hará así.
Sulp. Y hasta si se pudiera saber lo que hablan...
Dom. ¡Cómo! ¿Ponerme á escuchar?...
Sulp. Escuchar no... Nada más... oir. (aüo, saludando.) Se-
ñores.
ROB. Caballero... (Vánse Sulpicioy Domingo.)
ESCENA III.
OLIVERIO i ROBERTO.
Oliv. Conque ya que estamos solos... dime: ¿De dónde co-
noces tú á mi Suegra? (Se sientan en el canapé.)
Rob. Si no la he visto en mi vida.
Oliv. ¿Pues cómo te encuentro á las ocho de la noche lla-
mando á la puerta de su casa?
Rob. Ya te contaré... ¿Pero y tú? ¿No estabas en África?
Oliv. Acabo de llegar. Y á propósito. ¿Qué sabes de tu tío?
Rob. Le espero de un momento á otro.
Oliv. Excelente amigo, Montignac; el Contra-almirante más
bizarro de nuestra armada. Ya hace cinco años que
nos dejó.
Rob. Sí.
Oliv. Tendré un placer en volver á verlo.
Rob. Y yo en abrazarle; eso matará mis ocios. Me aburro
soberanamente.
Oliv. ¿Y vienes á buscar distracciones en la calle Cassette á
trescientas leguas de toda civilización?
Rob. La verdad es que para el que sale del verdadero París,
este barrio no tiene nada de sonriente. La calle sumida
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en las tinieblas; ni un coche, ni un transeúnte, salvo
alguno que otro devoto dirigiéndose á los oficios.
Luego esta casa de macizo portón, con la tradicional
gatera, el vestíbulo glacial y la escalinata de granito
monástico; con un portero que parece un sacristán,
un lacayo que se confunde con un pertiguero, y un
groóm que tiene todas las apariencias de un mona-
guillo. Venir aqui después de haber comido á deseo
en casa de Brebant, es exponerse á una indigestión.
Oliv. ¿Y qué razón tan poderosa obliga á un mundano como
tú á separarse de las ostras y el Chablis?
Rob. El motivo más tonto y más justificado al mismo
tiempo. Me derriban la casa para abrir una calle nue-
va y busco cuarto. Doy con un entresuelo muy boni-
to en el quai Voltaire; pero tropiezo con un por-
tero que con aire inquisitorial me pregunta: «¿Es
usted rentista? — Sí. — ¿Casado? — No. — No nos convie-
ne usted; debe usted llevar una vida muy disipada.
Oliv. ¡Qué servicio paternal el de mi suegra!
Rob. (continuado.) — «¿Es usted agente de policía?— Caba-
llero, la señora baronesa quiere que sus inquilinos
sean personas de una moralidad indiscutible. » En
resumen, como el entresuelo me gusta, pido las se-
ñas de la propietaria; me indican este hotel; llego; la
señora no recibe más que por la noche; repito mi vi-
sita y felizmente me hallo contigo para que defiendas
y ganes mi causa.
Oliv. Á buena parte te diriges. (Levantándose.) Mi recomen-
dación sería contraproducente.
Rob. ¿No eres su yerno?
Oliv. Reniega de mí. Soy un pagano á sus ojos.
ROB. ¿Qué me Cuentas? (Levantándose.)
Oliv. La cosa hubiera sido fácil hace seis años, al principio
de mi matrimonio. Yo conocí á la baronesa por tu tío,
el Contra-almirante, íntimo de la casa en aquella épo-
ca, y casa entonces llena de encantos. Una familia
dignísima, compuesta de la madre, el barón, hombre
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de esos que se caen á pedazos á pura honradez, y dos
hijas; una del primer matrimonio, Ágata, y la otra
Ivona, habida con la baronesa. Niña angelical, inocen-
te y siempre dispuesta á sonreir de quien hoy, cruel-
dad inaudita, se empeñan en hacer una religiosa.
Rob. ¡Pobre criatura!
Ouv. Yo me enamoré de Ágata, me casé con ella, y como
todos los recien casados, que no hacen más que san-
deces, cometí la de acceder á habitar bajo el mismo
techo con su familia. Si alguna vez, Roberto mío, tie-
nes que elegir entre vivir con la madre de tu mujer
ó matarla, no dudes un momento. Mata á tu suegra.
Rob. Lo haré.
Ouv. Al principio todo marchaba á pedir de boca; pero he
aquí que asuntos urgentes me llaman á Nueva York.
Me voy por unas semanas, pero no i egreso hasta al
cabo de algunos meses. En ellos mi madre política
había saltado el terrible abismo que separa la piedad
verdadera de la devoción exagerada, arrastrando en
su evolución á mi pobre Ágata sometida de nuevo á
su tiránico influjo como cuando jugaba á las muñecas.
Rob. ¡Qué horror!
Oliv. Desde ese día todo acabó para mí. Mi casa es un in-
fierno. Bástete saber que mi cara mitad, imbuida de
las prácticas religiosas, hasta me obliga á retroceder
en servicio del Señor á las austeras condiciones del
celibato. Por despecho, por reconquistar- su cariño con
mi indiferencia, me dediqué á la botánica,. á los via-
jes, á las exploraciones y me trasladé á África. Nueva
tontería. Lo que dejé malo, lo he vuelto á encontrar
peor. En fin, no puedo más; estoy dispuesto á dar un
golpe de Estado.
Rob. Y todo por culpa de...
Oliv. (sentándose á la izquierda.) De Serafina,
Rob. ¡Ah! la baronesa se llama Serafinal
Ouv. Sí.
Rob. Ya me parece que la estoy viendo. Una vieja aperga-
— do-
minada, doblemente endurecida por los hielos de la
edad y los ardores de la fé.
Oliv. Tantos errores como palabras.
Rob. ¡Cómo! ¿Es joven? __.
Ouv. Joven.
Rob. Y guapa.
Oliv. Guapa. Y menos indiferente de lo que ella presume á
sus antiguos hábitos de coqueta, que tanto la escanda-
lizan hoy en las otras. Mira sino en torno tuyo. Todo
acusa la batalla que riñe la reina ayer de los salones y
teatros con la devota de hoy. La alfombra es oscura,
pero blanda. Las sillas, aunque revisten formas severas
como para protestar de las escandalosas contorsiones
de la moderna ebanistería, tienen asientos de muelles,
que recuerdan los derechos de la carne á la comodidad.
Donde dirijas la mirada verás el maridaje de lo prác-
tico con lo austero; la capilla en el boudoir.
Rob. (Levantándose.) ¿Ha tenido la baronesa algún amante?
Oliv. No, que se sepa. Ha pasado por entre el ejército, la
magistratura, la banca y la política, con la frente er-
guida y la burla en los labios, distribuyendo sonrisas
y miradas sin que la maledicencia haya empañado ja-
más con la sospecha más leve, su virtud, proverbial
hoy como su hermosura.
Rob. ¿Cómo se explica entonces su devoción?
Oliv. ¿Devoción? Dale su verdadero nombre; fanatismo; ese
orgullo de la fé que no le permite arrodillarse ante
Dios sin ruido y sin luz. De ahí las prácticas constan-
tes, las cuestaciones, los patronatos, las loterías, lo
que se imprime, lo que se anuncia, lo que se expone.
La misma vanidad, en fin, con los términos invertidos.
Antes cultivaba la religión de la coquetería, hoy pro-
fesa la coquetería de la religión.
Rob. ¿Con éxito?
Oliv, Absoluto; pero no exento de sinsabores.
Rob. ¿Cómo?
Oliv. Hay rivalidades.
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Rob. Hola.
Oliv. Su antagonista, la señora d'Armoise, cuyo marido es
un logitimista influyente, recibe los lunes,
Rob. ¿Y eso preocupa á tu suegra?
Ouv. La mortifica. Apenas si dan fuerza á una devota esas
reuniones en que se fraguan subterráneamente mil
proyectos tenebrosos y se urden las intrigas más tras-
cendentales. Constituyen un estado en el Estado con
su periodismo, su tesoro, y sobre todo su policía, he-
cha por señoras que todo lo saben y criados que
adivinan el resto.
Rob. Pues que tome día.
Oliv. Ya lo hará, es su sueño. Y ahora, sobre todo, que el
barón no le sirve de obstáculo.
Rob. ¿Se ha muerto?
Ouv. No; se ha convertido y se entretiene en viajar reco-
rriendo los Santos Lugares.
Rob. Pues á ello.
Oliv. Sí; ¿pero y el cuñado?
Rob. ¿Qué cuñado?
Oliv. El de Serafina. Un hermano del barón, que ha asu-
mido por encargo y en ausencia de éste la dirección
de la casa. Un coronel de spahis retirado, genuino
representante de la indiferencia religiosa.
Rob. Á quien tu suegra no puede catequizar.
Oliv. Ya lo está á medias.
Rob. ¿Sí?
Oliv. Gracias á un ataque de gota aprovechado por Serafi-
na, para soltarle entre dos médicos al señor Ghapelard,
el oráculo de la parroquia.
Rob. ¿Quién es ese caballero?
Oliv. El tutor de Sulpicio.
Rob. ¿Del joven que estaba aquí cuando entramos?
Oliv. Justo , y por el que dicen que siente un afecto pa-
ternal.
Rob. ¡Hola!
Oliv. Así se cuenta.
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Rou. ¿Pero en qué se ocupa ese oráculo?
Oliv. En nada. Es fabriquero mayor, muy amigo de las se-
ñoras de la Cofradía, discreto, astuto, procura recetas
para los casos incurables, posee una moral elástica y
eoim donde le convidan.
Rob. ¿Y decías que el coronel?...
Oliv. Dominado por los dolores dio oídos á Chapelard. Co-
mió de vigilia, ayunó, y se le fué la gota. «Milagro»
gritaron todos prometiéndole que, si practicaba aque-
llo sería el último ataque. Y ahora le tienes que, con-
movido por la gracia higiénica, va á las cuarenta ho-
ras como iría á baños, sin convicción, pero por
probar.
Rob. Ya sé lo bastante para comprender que me quedo sin
entresuelo. Me voy.
Oliv. Aguarda, hombre, inténtalo. Además, son entes cu-
riosos para vistos una vez.
ROB. Pero por pOCO rato. (Se sienta á la derecha.)
Oliv. Volveremos juntos á París. Iremos á la ópera, en
cuanto haya podido decirle dos palabras á Ágata.
Para ello tú me entretendrás á la madre; de otro
modo es imposible.
Rob. ¡Cómo! ¿Así estamos?
Oliv. Sí, Roberto.
Rob. Corriente, iremos á la ópera; nos aburriremos juntos.
Oliv. ¿Te fastidia la música?
Rob. Me cansa todo.
Oliv. Créeme, márchate al Rrasil con tu tío.
Rob. Aquello es muy caliente.
Oliv. Pues cásate.
Rob. Eso es muy frío.
Oliv. Es con todo lo mejor que podrías hacer para librarte
de ese marasmo.
Rob. ¿Y con quién quieres que me case? ¿Con una muñeca?
Oliv. No hay solo muñecas en el mundo.
Rob. ¿Con una de esas niñas que llaman inocentes? Gra-
cias.
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Oliv. ¿No crees en la virtud?
Rob. Sí, creo en la virtud; pero también sé que la hay de
imitación. Sin ir más lejos, acabo de tener una mues-
tra al venir por la plaza.
Oliv. Veamos.
Rob. Iban delante de mi tres mujeres tapadas hasta los
ojos y provistas de devocionarios. Al llegar donde
está el buzón, atravisan el arroyo. Yo sigo; pero me
vuelvo por curiosidad, y me encuentro con que de las
tres que marchaban en fila, la última, después de ase-
gurarse de que las otras no la miraban, deja caer una
carta en el receptáculo y corre á reunirse inmediata-
mente con sus compañeras. El abrigo se entreabrió
con el movimiento, y pude ver su rostro angelical y
candoroso que me hizo exclamar lleno de amargura:
«Para el tonto que se fie de las apariencias.»
Oliv. ¿Estás seguro de haber visto bien?
Rob. Como te veo á tí.
Oliv. Y después de todo ¿qué?
Rob. ¿Cómo que? Una carta echada sigilosamente en un
buzón.
Oliv. Dirigida acaso á alguna amiga de colegio.
Rób. Tonterías. Correspondencia amorosa. El primito tra-
dicional ó algo por el estilo.
Oliv. Y aun admitiéndolo: ¿El que ésta tenga veleidades,
qué prueba al cabo?
Rob. Que otras pueden tenerlas también.
Oliv. Quita, bergante; estás corrompido... No faltaba más
sino que la siguieras y...
Rob. Descuida; que haré por encontrarla. ¡Descubrir un
secreto semejante y en una criatura de su edad! Ya
tengo diversión para un mes. Desde mañana me pon-
go en acecho...
Oliv. ¿Para explotar la aventura en beneficio tuyo?
Rob. Si la suerte me auxilia ¿por qué no?
Oliv. Pero eso es infame; amenazarla con el escándalo, re-
ducirla por el miedo. .
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Rob. Al contrario; la animaré con el estímulo.
Oliv. Silencio. El Coronel.
ESCENA IV.
LOS MISMOS, el CORONEL.
Oliv. Buenas noches tío, ¿Cómo va?
Corón. Renegando, Oliverio; salgo de la iglesia... estoy
muerto de frío. (Acercándose á la chimenea.)
Oliv. ¿Las señoras han vuelto también?
Coron. Sí; han ido á sus habitaciones á quitarse las fornitu-
ras. (Á Domingo que ha entrado con él.) Y bien... tú...
toma este sombrero. ¿Qué demonio quieres que haga
COn él en la mano? (Domingo se va llevándose el sombrero.)
Oliv. Permítame usted que le presente un amigo que aspira
á ser inquilino de la baronesa.
Coron. (saludando.) Muy señor mío. Eso es incumbencia de
mi cuñada. (Tosiendo.) Anda, anda; ahora á echar los
hígados tosiendo. Maldita... Jesús lo que iba á decir.
Oliv, ¿Pero á quién se le ocurre salir con un tiempo tan
malo? Hubiera usted hecho mejor quedándose junto á
la chimenea.
Coron. (Reventándose á toser.) ¿Crees por ventura que me han
dado á elegir?
Oliv. Hubiera usted pasado una deliciosa velada con los pies
en el fuego y el cigarro en la boca.
Coron. ¡El cigarro! ¡ Ay! ¿Qué no diera yo por echar una pipa?
Oliv. ¿Y quién se lo impide á usted?
Coron. La Cuaresma. Sobrino.
Oliv. Pero el tabaco pertenece al reino vegetal; debe ser
cosa de vigilia.
Coron. Mi cuñada dice que me deleita demasiado y que debo
mortificarme con la abstinencia.
Oliv. Á ese paso van á suprimirle á usted hasta el café,
Coron. Ya lo han hecho. ¿No lo sabías? Verdad que tú no
comes en casa...
— 15 —
Oliv. En Cuaresma, jamás.
Coron. Haces bien. Hoy hemos tenido bacalao. Figúrate la
digestión que se me espera con una brandada en el
estómago, sin café, sin cigarro y con los pies como la
nieve. Vive Dios, que si no fuera por ser agradable al
cielo.
Oliv. ¿Pero está usted seguro de que allá arriba se lo agra-
dezcan?
Coron. ¡Qué he de estarlo, hombre, que he de estarlo! Si es
lo que no ceso de repetirme. Y como yo supiese que
se me hace toser y hartarme de bacalao inútilmente,
mandaba á paseo las letanías y al sacristán... (Entra
Serafina oyendo las últimas palabras.)
ESCENA V.
DICHOS y SERAFINA.
Seraf. Blasfemo.
Coron. (Tímidamente.) Dispensa, Serafina; es Oliverio que...
Seraf. ¿Él aquí? Todo se explica entonces.
Oliv. Baronesa, la casualidad me ha hecho encontrarme en
el vestíbulo con Roberto de Favrolles, á quien tengo
la honra de conocer desde la infancia y que desea
dirigirle á usted una súplica.
Seraf. (Sentándose en el canapé.) Tenga usted la bondad de. to-
mar asiento.
Rob. No hubiera cometido la indiscreción de venir á seme-
jante hora, si hubiese tenido la suerte de ser recibido
esta tarde. El asunto es de tan poca importancia, (s*
sieotau Roberto y el Coronel )
Seraf. (Muy afable.) Usted dirá.
Rob. Señora, usted es propietaria de una casa en el quai
Voltaire.
Seraf. En efecto; en el quai Voltaire. Qué ganas tengo de
que le den otro nombre.
Oliv. (Ap.) (Ya se lo mudarán.)
Rob. Quisiera alquilar el entresuelo; pero como sé que no
46 —
Seraf.
Ouv.
Rob.
Seraf.
Rob.
Seraf.
Rob.
Seraf.
Rob.
Oliv.
Seraf,
Rob.
Seraf.
Rob.
Seraf.
Rob.
Oliv.
Seraf.
Rob.
Seraf.
Rob.
acepta usted por inquilinos sino á las personas de su
agrado...
El portero le habrá dicho á usted que no admito á los
que ejercen alguna profesión.
(ap.) (Estímulo al trabajo.)
Soy rentista, señora, y no me dedico á obras ma-
nuales.
(siempre afable.) Lo celebro. Otra de las condiciones
que han :de jlener mis inquilinos es la de estar ca-
sados.
Por desgracia yo soy soltero.
¿Pero piensa usted tomar estado?
¿Si lo pienso? Y muy seriamente; por eso no me quie-
ro apresurar.
No me ha entendido usted. He dicho estar y no ser
casado; de modo que mi exigencia se reduce á que
los demás vecinos no tropiecen en la escalera con
ciertas mujeres desgraciadas que son la vergüenza
de su sexo.
Raronesa, cuando llegan á ese punto yo no las reci-
bo ya.
(Bajo á Roberto.) JeSllita,
Ahora, y perdone usted este examen de conciencia...
Adelántenla mía es pura.
¿Puedo saber los principios políticos que profesa
usted?
Yo en política dejo hacer á los demás, persuadido de
que cuanto pudiera decir y nada, sería todo uno.
¡Qué ambigüedad! En suma ¿es usted adicto al go-
bierno?
¡Señora!,.. ¿Quién está contento nunca del gobierno
que tiene?
(Ap.) (Cómo se defiende.)
Por supuesto, en religión es usted católico.
Apostólico y romano.
¿Y,„ practica usted?
Todos los domingos en la misa mayor de la una está
- i7
CORON.
Seraf.
Rob.
Oliv.
Seraf.
Oliv.
Seraf.
Rob.
Oliv.
Rob.
Seraf.
Rob.
Seraf,
Oliv.
Rob.
Seraf.
Rob.
Seraf.
Rob.
Oliv.
Rob.
Oliv.
usted segura de encontrarme á la salida de la Magda-
lena,
No se le puede exigir más á un soltero.
Sí, ya es algo.
(Ap. á Oliverio,) El cuarto es mío.
Aún no. Sabe más que tú.
Falta sin embargo un detalle.
(Bijo á Roberto.) ¿Qué tal?
¿Tiene usted alguna persona conocida que salga ga-
rante de... la moralidad de usted?
Si, Señora. (Ap. á Oliverio.) Mi tío.
(ap. á Roberto.) Jamás; están de punta.
(Ap.) (Diablo.) (Alto.) Puedo ofrecerle á usted la reco-
mendación de una de sus vecinas: La señora de Cour-
teuil.
(vivamente.) ¿La conoce usted?
Tengo la honra de ser su primo.
¡Oh! Rasta, basta con esa; no necesito otra garantía.
(Ap.) (¿Qué es esto?)
(Levantándose.) De modo, baronesa, que puedo espe-
rar... (El Coronel se levanta.)
Asunto terminado; pero no se marche usted todavía.
Tomará usted el té con nosotros. La señora de Cour-
teuil le presenta á usted y yo tengo una complacen-
cia en recibirle.
Señora, es usted muy amable.
¿Quieres llamar para que sirvan?... (ai Coronel que to-
ca un timbre.)
(Bsjo á Oliverio.) ¿Entiendes esto?
(Bajo á Roberto.) Es un geroglífico para mí. ¿Tan ínti-
mo eres tu de los Courteuil?
(id.) Hace dos años que no los veo. ¡Pero qué inte-
rrogatorio; ni en la Inquisición!
(u.) Ya te lo dije, una fanática. ¡Vamos! Ya está
aquí mi mujer. Observa las evoluciones de Serafina
para impedirme que hable con ella más de dos minu-
tos seguidos. (La puerta del fondo se abre y se vo á Ágata
2
— 48 —
acabando de arreglar una bandeja que trae un criado.)
Rob. (id.) ¿Y la soltera dónde está?
Oliv. ¿Ivona? No lo sé. Pobrecilla. Se la ve tan poco, (eí
Coronel se sienta en el canapé.)
ESCENA VI.
LOS MISMOS, ÁGATA preparando el té, ZOÉ, PELAGIA y
DOMINGO que se retira al momento.
ÜOM. (Anunciando, mientras Oliverio presenta su amigo á Ágata./1
La señora de Vriges.
Oliv. (á Roberto) Una viuda.
Dom. La señorita de Beauluisant.
Oliv. (id.) Una solterona.
Seraf. Mis excelentes amigas. ¿Ustedes aquí?
Zoé. (con mucha viveza.) Si, querida baronesa. Señores..»
Coronel... ¡Ah! está durmiendo... Nada, nada, duer-
ma usted, no se moleste.
Seraf. ¿Salen ustedes ahora?
PELAGIA. (También con mucha vivacidad.) NOS heniOS encontrado
revueltas con la gentuza.
Zoé. Y como la noche está tan hermosa, (oliverio aprovecha
la ocasión para acercarse á su mujer. Pelagia y Zoé so sientan./
Pelagia. Le he dicho á Zoé: «Vamos á pié á casa de la barone-
sa. Los carruajes nos seguirán...»
Zoé. Y aquí estamos.
Seraf. Tomarán ustedes el té con nosotros. ¡Ágata! (Llamán-
dola.)
ÁGATA. Mamá. (Sirve el té ayudada por dos criados.)
Oliv. (Ap.) (Primera interrupción.) (Se sienta á la izqníe-da
con Roberto.)
Zoé. Yo no hubiera podido dormir sin comunicar á alguien
mi entusiasmo.
Pelagia. ¡Qué asombro!
Seraf. Ha sido un verdadero triunfo.
Zoé. Estaba admirable.
Ágata. ¡Qué dicción!
— 19 —
Pelagia. ¡Qué movimienlos!
Seraf. ¡Y cuánta gente!
Zoé. Yo tenia á mi espalda á un viejecito que me decía:
«Señora, con tres días de anticipación he tomado
puesto.»
Pelagia. Formará época.
Oliv. ¿Hablan ustedes de algún estreno?
Zoé y Pelagia. ¿Un estreno?
OLIV. ¿Salen UStedeS del Odeon? (ün criado trae mesas volantes
con pastas.)
Zoé, Usted es el que sale del Limbo. Venimos de oir al pa-
dre Anselmo.
Oliv. ¡Ah! se trataba de... mil perdones. He creído que
volvían ustedes del teatro.
Pelagia. ¡Qué ocurrencia!
Zoé. (a Ágata.) ¿Y usted dónde estaba?
Ágata. En nuestro sitio de costumbre.
Zoé. ¿Detrás de la señora de Luzy?
Ágata. Precisamente.
Zoé. Pues hubiera debido verla á usted por el traje llama-
tivo de esa señora, ¡Qué colorines!
Ágata. La verdad es que aquel amarillo por la noche...
Pelagia. Con las rubicundeces que la salen á la cara de cuan-
do en cuando....
Zoé. Se pone como un cangrejo cocido.
Seraf. ¡Vamos! Un poco de indulgencia. Hay que convenir
que es pálida al lado de la de Hermosilla.
Zoé. Como estaba hoy; parecía que la había vestido el
mismo demonio.
Pelagia. Con su sombrero negro y grana salpicado de aza-
baches.
Seraf. Pues no la he encontrado tan ridicula como con el
famoso vestido descotado del baile de beneficencia.
Zde. ¿Y se han fijado ustedes en la de Lusignán? Da gana
de regalarle una muñeca.
Pelagia. Es indecoroso casar tan joven á una muchacha.
Oliv. (Ap. á Roberto.) Te prevengo que ésta no ha podido
20 —
Rob.
ZOÉ.
Pelagia
Ágata.
Seraf.
Oliv.
Zoé.
Oliv.
Zoé.
Oliv.
Pelagia
Seraf.
Oliv.
Zoé.
Oliv.
Seraf.
encontrar marido,
LO SUpongO (Ap. á Oliverio.)
Y á propósito de bodas: ¿Cuándo se casa el bombo de
la vizcondesa?
. Ya es tiempo. Bastante se ha murmurado de ella y
del capitán.
¡Oh! Es una calumnia.
Si... le calumnian... á él.
¿Y sobre qué ha versado el sermón del padre An-
selmo?
Sobre la caridad cristiana.
Bonito asunto. (Ap ) (Lo aprovechan bien.)
¿Pero qué se hace usted, Oliverio? No se le vé por
ninguna parte. Yo le creía á usted en Abisinia.
No tardaré en volver.
• (Levantándose para ir á donde está Oliverio que á su vez. se po-
ne de pie.) Magnífica ocasión para fundar allí una mi-
sión católica que paralice la influencia anglicana.
¿Mi yerno preocuparse de esas pequeneces? ¿Conver-
tirse en apóstol de la vei'dadera fé? No; él viaja tan
solo como comisionista del progreso; estudia las civi-
lizaciones exóticas en las relaciones con el cáñamo y
la cría de gusanos de seda. No les llevará á los abi-
sinios ese libro sublime que se llama La imitador, y
que los haría mejores, pero les regala el jabón de la
Sociedad higiénica que los vuelve más limpios. Es
una teoría moderna. El jabón lava, luego moraliza,
¿No es asi?
Tal es mi Opinión. (Se apoya en la chimenea.)
¿Y qué ha traído usted en su último viaje? (Se levanta y
pasa á la izquierda,)
Nada, vizcondesa, animales disecados, pedruscos y
una yerba para curar la rabia. Y todo ello á costa de
insolaciones, fiebres palúdicas y sin otro cálculo ni
deseo de recompensa que la satisfacción de haber
Cumplido COn mi deber. (Pasa á la izquierda.)
Hay varias clases de deberes; y si es plausible el sa-
- 21 —
orificio que usted se impone por la salud del miserable
cuerpo, figúrese usted cuánto más meritorio no sería
sufrir por la salvación del alma.
Oliv. El miserable cuerpo, baronesa, debe considerarse
muy feliz de que todos no opinen como usted. Y si,
lo que Dios no permita, alguna vez se siente usted
atacada de hidrofobia...
Pelagia. (Que ha vuelto á ocupar su sitio.) Nuestras oraciones la
curarán con más eficacia que esos yerbajos.
Zoé. (Levantándose.) No hay que excitarlo, el fondo es bueno.
Oliv. ¿Trata usted de convertirme?
Zoé. Apuesto á que si me lo propongo...
Oliv. Puede, no digo que no. La religión que usted profesa
me gusta porque va del baile al sermón y de la con-
ferencia á la modista.
ZOÉ. (Sirviéndole azúcar.) ¿Se burla USted?
Oliv. ¡Burlarme! (Ap. á ella.) ¿Á quién volvía usted de con-
vertir esta mañana á las nueve en la calle Vivienne
cubierta con tan tupido velo?
Zoé. (Ap. á Oliverio.) ¿Me ha visto usted?
Oliv. (id.) Un poquito nada más.
Zoé. (id.) Venía de hacer una obra de misericordia; puede
usted creerlo.
Oliv. (id.) No lo dudo. Algún desgraciado á quien proteje
usted con sus limosnas.
ZOÉ. (Volviéndole la espalda.) Es USted Un monstruo. (La puer-
ta se abre de par en par y Chape! ard aparece del brazo de Sul-
picio.)
ESCENA Vil.
LOS MISMOS, CHAPELARD y SULPICIO.
Chap. (Dentro jovialmente.) No, deja, no me anuncies...
Todas. ¡Ah! ¡El señor Chapelard! (Van á su encueutro.)
Chap. Lo haré yo mismo presentándome.
ZOÉ. (Tomándole el bastón.) Excelente amigo.
PELAGIA. (Desembarazándole del sombrero.) ¡Qué alegría!
- 22
Seraf. Tan tarde. Es una grata sorpresa. ¡Ágata! (Llamando á
ésta que está hablando con Oliverio.)
OLIV. (Ap.) Y Van dos. (Ag-ata saluda á Chapeiard.)
Chap. Pues sí, después de comer vino á verme Sulpicio y le
dije: «Mira, vamonos á darle las buenas noches á
nuestra querida baronesa.»
Seraf. jEs usted lo más amable! (Á Sulpicio.) ¿Y cómo no fué.
usted á buscarnos á la iglesia?
Sulp. Lo intenté, señora; pero al salir me encontré con una
turba de estudiantes... dando el brazo aunas mujeres
y profiriendo frases tan escandalosas... que...
Zoé. Ha tenido miedo.
Sulp. Miedo no, pero me ha inspirado tal repugnancia que
he vuelto atrás...
Todas. ¡Pobrecillo!
OLIV. (Ap. á Roberto imitándolas.) Angelito.
Seraf. (á chapeiard.) Pero siéntese usted. ¡Jesús! Tiene las
manos heladas.
Pelagia. (Asustada.) ¿De veras?
Chap. Y los pies sobre todo.
Pelagia. ¿También los pies? Á ver, fuego pronto... (Atizando u
chimenea.)
SERAF. (Despertando al Coronel.) Tú, Coronel.
CORON. (Sobresaltado.) ¿Eh? ¿Qllé pasa?
Seraf. Levántate; déjale ese sitio al señor Chapeiard.
Coron. (Levantándose.) ¡Ali! usted dispense. Buenas noches.
Chap. ¿No le molesto á usted?
CORON. ¿Quiere USted callar? (Chapeiard ocupa su sitio delante de
la chimenea.)
Seraf. ¿Está usted bien?
Chap. Un poco alto.
SERAF. Vivo; un taburete. (Todos van en busca de uno.)
Pelagia. Un taburete.
Seraf. (ai Coronel.) Vamos, hombre, aprisa.
COROF. Ya VOy, ya VOy. (Ágata lo tiaa.)
Chap. (Aneiienándose.) Ajajá. ¡Que bien se está aquí!
Seraf ¿Una tacita de té?
— 25 -
Chap.
Zoé.
Chap.
Seraf.
Ágata.
Oliv.
Seraf.
Chap.
Rob.
Chap.
Rob.
Chap.
Oliv.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Oliv.
Ágata
Oliv.
Ágata
Rob.
Bueno; muy caliente.
¿Con ron?
No; con marrasquino me gusta más.
Ágata, (interrumpiendo su conversación con Oliverio.)
Mamá.
(ap.) (Tres.)
(Á Chapeiard.) Está usted en su casa; póngase usted á
su comodidad.
No, si no lo hago por estar cómodo.
(Bajo á Oliverio.) Al contrario.
Al contrario...
¿Ves? (id.)
Es que me humilla el tener que ocuparme de mi cuer-
po, y lo atrofio con la saciedad. ¿Tienes írío, materia
deleznable? Pues anda, caliéntate. ¿Quieres comer?
Hárlate, Y una vez aletargada me dejarás tranquilo.
(Ap. á Roberto.) Eso lo llama él castigar la carne.
Dos motivos, mi digna amiga, me traen esta noche á
su casa de usted . El primero recordarle nuestra
cuestación en favor de los infelices Patagones, (zco y
Pelagia han vuelto á ocupar su sitio; Serafina y Chapeiard están
sentados eo el canapé; el Coronel en una butaca. Ag-ata sirve á
Chapeiard pastas y licor.)
Precisamente tengo algún dinero que entregarle á
usted. Ágata es la tesorera.
Muchas gracias. Y si estos señores nos dispensan la
honra de añadir su óbolo...
Yo no sé si un filósofo como mi yerno...
Mi filosofía, señora, gustaría más de verla á usted pe-
dir por los franceses, pero no rehusa su limosna á
nadie.
(Acercándosele para recoger el donativo.) DÍOS te lo deVOl-
verá centuplicado, Oliverio.
Tómale gratis, hija mía, no soy usurero.
¿Y USted? (Á. Roberto.)
Señora, COn mucha honra. (Zoé se va á sentar á la dere-
cha. Ágata se restituye á su sitio.)
24
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Oliv.
Zoé.
Pelagia
Seraf.
Rob.
Seraf.
Oliv.
Rob.
Seraf.
Y ahora, baronesa, gran noticia. Mañana por la noche
se reúne la Junta para proceder á la elección de Pre-
sidenta.
¿Tan pronto? (Vivamente.)
Sería, pues, urgente que tuviésemos una reunión pre-
paratoria á fin de asegurar el éxito de la candidatura
de usted.
Es verdad.
Ya me han ofrecido más votos.
Y sin embargo, yo no veo quien pueda disputarme la
presidencia. No presumo que se la den á la ridicula
señora d'Ailly ni á la Gourmont, que es tartamuda.
Tampoco es posible que otorgue la preferencia á la
viuda de Lépine que nos envenena con sus perfumes, y
mucho menos á la Miollis que no tiene en su favor más
que los años. ¡Oh! eso sí; si es un derecho de la de-
crepitud no hay quien se lo niegue. Pero entonces
tanto equivaldría conceder el triunfo á la estupidez en
la persona de la condesa, á la murmuración en la de
la Juvensac, ó á lo peor que todo eso en la cañahueca
de la Gaucourt... de quien no digo todo lo que sé por
caridad cristiana.
(Bajo á Roberto.) Y siguen los efectos del sermón.
¿Quién osaría competir con usted, baronesa?
Si pudiéramos atraernos el concurso de las hermanas
del Buen Propósito.
(Muy afectuosa.) La Providencia lo ha previsto envián-
donos hoy á este caballero.
¿Á mí, señora?
Su prima de usted, la señora de Courteuil preside esa
hermandad y dispone de diez votos. ¿Quería usted
abogar por mi causa cerca de ella con tanto ardor
como ha defendido usted conmigo la de su entresuelo?
(Ap.) (¡Ah! Eureka. Ya pareció la cosa.) (se sienta ai lado
de Aguata.)
Baronesa, estoy á la disposición de usted.
¡Oh! gracias. Arriba tengo una circular que me es
25 —
Rob.
Searf.
Oliv.
Seraf.
Zoé.
Seraf.
Pelagia
Seraf.
Oliv.
Seraf.
Zoé.
Chap.
Seraf.
Chap.
Coron.
Chap.
Seraf.
Chap.
Todos.
Seraf.
Chap.
Zoé.
Chap.
Zoé.
Chap.
Zoé.
Chap.
Zoé.
muy favorable. Si usted me hiciese el favor de dársela
á leer.
¿Por qué no, señora?
Ágata. (Ágata se levanta.)
(ap.) (Cuatro. Esto es irresistible.)
Dile á Ivona que baje la circular. (Vase Ágata.)
Y es verdad. ¿Dónde está la niña?
En su habitación, acabando de bordar el estandarte.
¿Y persiste en su idea?
Más que nunca. Es una vocación. Dentro de ocho días
entrará en el convento; porque ahora que ha visto un
poco el mundo...
(Bajo á Roberto que ha venido á su lado.) El mundo de esta
casa.
No se pasará el año sin que profese.
¡Que ángel!
Es delicioso este marrasquino.
¿Sí? Le gUSla á USted. (Á Ágata que ha vuelto.) Dile á
Domingo que le lleve mañana seis botellas al señor
Chapelard.
No... no lo tolero...
Sin embargo...
Darle al criado eáa molestia...
Se lo suplico á usted.
He dicho que no, y no. Hacer ir cargado á Domingo.
Me las llevaré yo en mi carruaje.
¡Ahí
Eso es otra cosa.
Donde digo, mi carruje, entiéndase el de plaza que
voy á4omar.
Acepte usted el mío.
¡Qué abuso!
Me enfado si no.
¿Y había usted de ir á pie?
No, le dejaré á usted en su casa.
Si es así, acepto.
Es la bondad personificada.
— 23 —
Pelagia.Uii santo varón.
Ágata. Mi hermana. (Se levantan todos.)
ESCENA VIII.
LOS MISMOS, IVONA.
Seraf. Ven acá, serafín, i
Chap. Buenas noches, mariposita.
Zoé. (Basándola.) ¿Cómo estás, perla?
PELAGiA.(id-) Siempre tan mona.
OLIV. (Ap. á Roberto.) Azúcar y miel. (Roberto queda de modo que
no pueda ver á Ivona que le vuelve la espalda.)
IVONA. Las Circulares, mamá. (Dándoselas.)
Seraf. ¿Y el estandarte?
Ivona. Casi concluido, Aqurtraigo dos muestras de fleco para
que elijas. (El Coronel, Sulpicio, Chapelard y las señoras mi-
ran el fleco.)
Oliv. (Bajo á Roberto.) Conoces algo tan cruel como ese sa-
crificio de la juventud y de la hermosura? Una reo
de muerte. Le cortarán sus preciosos cabellos y des-
pués hasta la eternidad.
Ros. ¿Es bonita?
Oliv. Mírala.
ROB. (AP«> apercibiéndola á plena luz.) ¡Ahí
Oliv. ¿Qué?
ROB. "(Bajo á Oliverio que sube para dejar su taza.) ¡Preciosa!...
(ap.) (¡Es ella, no hay duda; la niña de hace poco, la
de la caria!...)
Seraf. (Escogiendo.) ¿Esta, verdad?
Todos. ¡Oh! Si.
Seraf. Ivona, hija mía; entrégale las circulares á este caba-
llero que tiene la bondad de...
IVONA. (Vivamente dirigiéndose á Roberto.) ¿A USted?
Rob. Mil gracias, señorita. (ap.) (Ella, es ella.)
Chap. (á Sulpicio.) Y nosotros en marcha.
Seraf. No olvide usted que mañana comemos juntos. De vi-
gilia, por supuesto.
27 —
Chap.
CORON.
Chap.
CORON.
Chap.
Seraf.
Pelagia
Zoé.
Seraf.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Seraf.
Sulp.
Chap.
Coron.
Chap.
Ellas.
Chap.
Oliv.
Y nada de extraordinarios. Un pescadito.
Pero no bacalao.
No; pescado fresco; algún ave acuática, como por
ejemplo, una cerceta; su platito de legumbres, gui-
santes ó espárragos, dulces y frutas... ¿Para qué más?
Justo. (ap.) (Veo el cielo abierto cuando convidan á
este hombre.)
¡Ea! Vamos.
El abrigo.
. El sombrero.
El bastón. (Vistiéndole entre todaa.)
La bufanda.
(Hablando á media voz en la izquierda con Ágata.) Por fin.
Necesito hablar á solas contigo esta noche en tu
cuarto.
(vivamente.) ¿Esta noche? Imposible. Si lo supiera
mamá.
Es muy urgente y muy grave.
No; otro día.
¿No quieres oirme? Comente. Me voy á la ópera.
¿En Cuaresma?
¡Bah! Todas las bailarinas están hechas unos baca-
laos.
¡Oliverio!
¿Me recibes?
No, no puedo.
Pues... buenas noches. (Le vuelve la espalda.)
(Ap. á Suipicio.) Siga usted á mi yerno y averigüe us-
ted adonde va.
Está bien.
(Envuelto en la bufanda.) ¿Han puesto el marrasquino en
el coche?
Sí.
¿Y el calentador para los pies?
También.
Pues... ea, señoras... caballeros.., (Ssiudando.)
(Á Roberto.) ¿Tú vienes?
— 28 —
ROB. (Sin quitar la vista de Ivona.) Te SÍgO.
Oliv. Pero... dime. ¿Por qué miras tanto á mi cuñada? (ivo-
na está junto á la chimenea con el Coronel.)
Rob. Porque me gusta mucho. (ap.) (Hay un secreto en la
familia. Yo lo descubriré.)
FIN DEL ACTO PRIMERO.
ACTO SEGUNDO.
La misma decoración.
ESCENA PRIMERA.
SERAFINA, ÁGATA y PELAGIA abriendo la correspondencia
sentadas alrededor de la mesa. El CORONEL en el canapé y con
un velador delante , recorta estampitas de santos.
Seraf. Sigue, Ágata, y acabemos con esas solicitudes de so-
corro.
Ágata. (Leyendo.) «Señora baronesa: Estoy inútil desde hace
«tres meses que me amputaron el brazo. Tengo cua-
»tro hijos y la junta no me da más que dos panes
»por día...»
Seraf. (interrumpiéndola.) ¿Lo recomienda el señor Chapelard?
Ágata. No, mamá.
Seraf. Al cesto.
Coron. Lo que á mí me asombra es la dilatada familia que
exhiben siempre los postulantes. ¡Cómo se las arre-
glan para tener tantos hijos?
Seraf. Y sobre todo, por qué los tienen?... (do pie yendo á ia
chimenea á tomar un cuaderno.) ¿Cómo Va eSO?
Coron. Acabo de recortar á San Vicente y ahora me ocupo de
— so —
Santa Petronila que, por cierto, es muy engorrosa.
Seraf. (volviendo.) Paciencia, asi ganarás...
Coron. Algún lumbago... Y con los latidos que siento en el
pie... Con tal de que no sea la reaparición de la gota.
Seraf. Continuemos. Á usted, Pelagia. ,
Pelagia. (Leyendo con anteojos.) «Señora baronesa. La pastelería
«que explotábamos mi mujer y yo en el arrabal Mont-
martre...»
Coron. ¡Ah! Ese es Mauricio.
Pelagia. ¿El antiguo cocinero que casó usted con la hija de la
portera?
Seraf. Sí, con Leocadia.
Pelagia. (Leyendo.) «No ha prosperado. En este barrio la clien-
tela no es muy escogida, y como Leocadia sigue tan
' «intransigente como antes en lo que se relaciona
»con las buenas costumbres...»
Seraf. Tiene razón; es una muchacha muy virtuosa.
Pelagia. (siguiendo.) «Trataba con tanta aspereza á cuantas
«mujeres tenían algún tilde sobre su reputación, que
»al cabo nos hemos quedado sin parroquia.»
Coron. Buen pastel han hecho.
Seraf. Los escrúpulos de Leocadia, merecen estímulo. (Á
Ágata ) Responde que será atendida la petición.
Ágata. Esta es de la pobre Magdalena.
Seraf. ¿Mi antigua camarera?
Ágata. Si.
Seraf. Al cesto.
Ágata. Sin embargo, es muy digna de lástima; su carta es
tan conmovedora...
Seraf. Mucho... Una... miserable que se deja seducir y lle-
va su atrevimiento hasta tener un hijo en mi misma
casa.
Pelagia. ¡Qué desvergüenza!
Ágata. Piedad,
Seraf. Hija mía, observo que te complaces en abogar por las
malas causas. En fin... lee pronto.
Ágata. (Leyendo.) «Desde que me despidió usted, señora, es-
— 31 —
Serap.
Ágata.
Seraf.
Ágata,
Seraf.
Coron.
Seraf.
Ágata.
Seraf.
Ágata.
Seraf.
»toy sumida en la mayor miseria. El padre de mi hijo
me ha abandonado.»
Naturalmente.
»No encuentro colocación á causa de mi niño, á quien
«tengo que criar yo misma falta de recursos. Por
«otra parte, tampoco me atrevo á enviar por infor-
mes á casa de usted.»
Hasta ahí podríamos llegar.
«Por Dios misericordioso, señora baronesa, venga
«usted en mi auxilio ó soy perdida. Mi hijo se muere
»de frío y de hambre. Déme usted unos harapos con
«que cubrirlo y un pedazo de pan con que reanimar-
lo, y las bendiciones de esta pobre madre caerán so-
bre USted.» (El Coronel se suena.)
¿Ya estás enternecido?
No... son los recortes que se me meten en las na-
rices...
(Á Ágata.) Está bien. Ocúpate de ella.
Gracias.
¿No hay más?
Las cuentas de la estación.
¡AH si. Liquida con Pelagia á fin de entregar su im-
porte á nuestro amigo. (Se levanta.)
ESCENA II.
LOS MILMOS, SULPICIO, CH4PELARD, ROBERTO y
DOMINGO que anuncia y desaparece.
Dom. El señor Chapelard. El señor Favrelles.
Chap. Felices.
Seraf. ¿Y mi elección?
Chap. (Frotándose las manos,) Viento en popa.
Seraf. ¿Sí?
Chap. Según convinimos ayer, he visitado esta mañana á
varios miembros...
Rob. Y yo á mi prima.
— 32 —
Chap. Yo le traigo á usted seis votos más.
Rob. Yo diez seguros.
Seraf. (Entusiasmada.) ¡Ohl gracias, gracias. Entérese usted de
esa correspondencia, señor Chapelard. Usted, mi
amable inquilino, hágame [el obsequio de imponerle
al Coronel las condiciones que usted guste para el
COntralO. ¡Sulpicio! (Ágata, Pelagia y Chapelard quedan
sentados á la mesa. Roberto y el Coronel en el Canapé, junto á
la chimenea. Serafina y Sulpicio hablan aparte en primer tér-
mino.)
Sulp. Baronesa.
Seraf. ¿Siguió usted á mi yerno?
Sulp. He ejecutado religiosamente las órdenes de usted. No
le perdí de vista.
Seraf. ¿Y á donde fué?
Sulp. Á la ópera... por dentro.
Seraf. ¿Entre bastidores?
Sulp. Sí. ... Así creo que lo llaman... Yo no he estado en
el teatro más que una vez para ver á Atalia.
Seraf. Adelante.
Sulp. Una vez allí, me encontré rodeado de una multitud de
jóvenes vestidas... no, vestidas no es la palabra.
Seraf. Comprendo; el cuerpo de baile.
Sulp. Eso es... (Bajando ios ojos.) Medio desnudas... y..,
Seraf. ¡Pobre Sulpicio! ¡Qué tormento para usted!
Sulp. Si, señora, he sufrido mucho.
Seraf, Pero en suma,., mi yerno...
Sulp. Recostado en un bastidor, se puso á departir con una
morena, alta, hermosa... (Movimiento en Serafina.) Si la
impudicia puede serlo. En sus ademanes, comprendí
que la tal criatura era un súcubo; é invocando el
nombre de usted, dominé mi repugnancia y me resol-
i vi á hacercarme á una de aquellas pecadoras... ru-
bia... sonriente... llena de atractivos... (Se repite el jue-
go.) Si atractivos caben en quien no posee la pureza
del alma. «¿Sabría usted decirme, la pregunté, cómo
se llama aquella artista? — ¿Cuál? — me respondió — ¿la
— 33 —
Seraf.
SULP.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
Sulp.
Seraf.
que está hablando con Oliverio?»
¡Que familiaridad!
Allí todos son unos. «¡Cómo! — añadió. — ¿No conoce
usted áGeorgina? Venga usted, voy á presentarle,»
Al oir tamaña proposición, sentí helárseme la sangre
en las venas; balbuceé, no sé que pretexto, que hizo
reir mucho á mi interlocutora, y, tropezando por
corredores y escaleras, salí á la calle bendiciendo á
Dios de haberme sacado incólume de aquel infierno.
¿Es capaz Oliverio de olvidar sus deberes con esa
Georgina? Convendría asegurarme... preguntar en el
teatro...
(vivamente.) ¿Quiere usted que vuelva?
¿Entre bastidores?
Codeándose con el mal es como la virtud se aquilata.
Deje usted que me acostumbre al peligro.
¿Pero á esta hora9...
Hay ensayo. Me presento, abordo á la rubia, inquie-
ro donde vive su amiga... á quien recibe en su casa...
(Asustada por el interés de Sulpicio.) SulpÍCÍO... Se lo
prohibo á usted.
Acaso convierta á alguna...
Júreme usted que no irá.
Puesto que usted me lo exije... juro no ir...
Lo prefiero... (Se reúne á los demás.)
(Ap. completando la reserva mental.) Esta noche que no
hay función; pero por ía tarde no he jurado nada,
(Á Chapelard que se ha levantado.) No Se Vaya USted to-
davía; tengo que entregarle el dinero de la cuesta-
ción. (Á Roberto y al Coronel.) Ustedes extiendan y fir-
men el contrato. (Á las señoras.) Nosotras á ver la obra
de mi hija antes de que se la lleven. Vuelvo en se-
guida. VamOS. (Vanse las señoras por la izquierda.)
— 34 —
ESCENA III.
ROBERTO, CHAPELARD y el CORONEL.
Coron. ¡Anda! Esto sí que va á lo vivo.
Chap. ¿Qué es ello?
Coron. Que le he cortado la cabeza á San Bartolomé. (Levan-
tándose.) Media hora de trabajo inútil. Por vida de to-
dos los demonios del infierno!
Chap. ¡Qué lengua!
Coron. ¿Cree usted que esto es oficio de coroneles? Burlarse
así de un hombre con barbas haciéndole recortar es-
tampitas para los monigotes del Catecismo.
Chap. ¿Pero qué mala yerba ha pisado usted hoy?
Coron. Piso sobre mi gota, que me ha vuelto y no me deja,
dar un paso.
Chap. ¡Ah! Vamos... Comprendo.
Coron. Pues yo no lo comprendo, no señor, ni me lo expli-
co. Usted me juró que si practicaba eso, tendría más
ataques, y... en efecto, no puedo moverme. Yo he he-
cho un ajuste de buena fé y quiero que se cumpla lo
pactado. El juramento obliga.
Chap. Poco á poco... no siempre.
Coron. ¿Qué no?
Chap. Según y como se hace. Si le promete usted la luna á
un chico para que se vaya á dormir, ó le dice usted á
una mujer...
Coron. No me venga usted con distingos...
Chap. Queda la reserva mental. Puede usted añadir inpetto:
«no me propongo cumplirlo.1'
Coron. ¿Sí? Pues ahora mismo le voy á hacer á usted uno en
esas condiciones; y es que si vuelvo á pasar otra cri-
sis como la última..,
Chap. ¿Qué?
Coron. Nada, lo demás me lo digo in petto.
Chap. ¿Pero cómo quiere usted que?...
Coron. No más gola. Dentro ó fuera. (Á Roberto.) Voy á ex-
ÚÚ
tender el contrato. (Á Chapeiard.) Ó devoto con salud,
Ó Coronel Con lo que Venga (Se va por la derecha.)
Chap. Se declara en rebelión.
Rob. No es muy acomodaticio el Coronel.
Cha?. ¡Qué ha de serlo! ¿Si le pudiese decidir á emprender
una romería? Acaso con el ejercicio...
Ros. Buena idea.
Chap. Se la voy á proponer; pero no tengo confianza. A los
hombres no se los convence tan aínas. . ¡Si fuera una
mujer!... ¡Ah! Con ellas se entiende uno al momento.
Á mí que me den mujeres. (Se va tras el Coronel.)
ESCENA IV.
ROBERTO y OLIVERIO.
Rob. Tiene razón Oliverio; son dignos de estudio.
Oliv. (Por ei foro ) ¡Calla! ¿tú aquí?
Rob. Y vencedor.
Oliv. ¿Te conceden el entresuelo?
Rob. Hoy firma el contrato.
Oliv. Estudíalo bien, porque con mi suegra...
Rob. Descuida.
Oliv. Si yo hubiera leído el mío de matrimonio...
Rob. ¿Quién no experimenta alguna decepción en su vida?
Aquí tienes á tu amigo bajo el peso de una espantosa.
Oliv. ¿Á qué te refieres.
Rob. Á lo que he visto esta mañana.
Oliv. Sepamos.
Rob. Eran las seis y aun no había podido conciliar el sue-
ño. El té, tomado contra mi costumbre, la ópera ..
qué sé yo. El resultado es, que la noche se me ha ido
viendo destilar en mi insomnio una procesión de mu-
chachas, llevando al frente la criatura más seductora
y angelical...
Oliv. ¿Tu desconocida de ayer?
Rob. La misma.
Oliv. Prosigue.
— 56 —
Rob. Harto de dar vueltas en la cama, me levanto; y coli-
giendo que una familia devota debe ir á misa diaria-
mente, á las siete me planté en la iglesia.
Oliv. ¿Y estaba allí?
Rob. Con su madre, con la otra y con un caballero maduro.
Concluida la ceremonia salgo y me pongo en acecho.
La mamá, del brazo de la parienta, pasa la primera
entre dos apretadas filas de mendigos; una de las jó-
venes la sigue; por fin, aparece la niña detrás de todos.
De repente, una mujer se abre paso por entre los po-
bres y le tiende una mano á mi protagonista que, en-
cendida como una amapola, se para, pronuncia la pa-
labra nodriza, que he oído perfectamente, y ocultando
en su devocionario una carta que le da la otra, se echa
á correr para reunirse á los suyos. Busco á la nodriza
á fin de que por unos luises me revele el misterio, pero
ya había desaparecido dejándome aplastado por el
estupor contra la columna.
Oliv. ¿Y qué?
Rob. Siempre y qué. Pues la cosa es clara. La respuesta de
la carta de anoche.
Oliv. Es posible.
Rob. Es evidente. Y por la intervención de una nodriza.
Oliv. ¿Y qué más?
Rob. ¡Ah! ¿Tuno encuentras esto abominable? ¿No concibes
que aborrezca uno cordialmente el matrimonio?
Oliv. Eres especial. ¿El que esa señorita sea lo que le dé la
gana, qué me importa á mi? Tanto peor para ella. Yo
no la conozco.
Rob. Pero la conozco yo y me importa mucho.
Oliv, Adiós... ¿Ya estás enamorado?
Rob. ¿De ella? Líbreme el cielo; pero... en fin... es joven,
guapa y naturalmente me inspira interés. Hay dentro
de todo eso un problema cuya solución necesito. La
carta de ayer me ha estado dando vueltas toda la no-
che en el cerebro. He llegado á creer que había visto
mal; y aun hace poco, al contemplarla de rodillas re-
— 37 —
zando tan fervorosamente, me he arrepentido de mis
dudas y he dado crédito á su candor, sintiéndome co-
mo aliviado de un peso enorme. Pero la aparición de
esa mujer...
Oliv. jBahl
Rob. Hombre, no digas... Desde ayer la estoy observando;
y después de lo que sé...
OLIV. (Parando mientes y mirándole de hito en hito.) ¡Ah! ¿La has
observado?,..
ROB. . (üejándcse llevar impremeditadamente.) Durante toda la Ve-
lada. Basta tener un poco de sentido común y un
átomo de lógica... La obligan á tomar el velo contra
su vocación, es indiscutible. Ata con esto los demás
cabos y por inducción reconstruirás el tenebroso dra-
drama que aquí palpita.
Oliv. Á ver, á ver.
Rob. Existe una pasión... Pasión satisfecha. La familia, que
conoce la falta... porque hay falta; más aún, hay no-
driza. La familia, repito, hace criar en secreto al fruto
de ese amor y obliga á la desventurada á que profese
para enterrar en un claustro su vergüenza. Pero por
mucho que la vigilen, es madre, quiere tener noticia
de su hija y escribe: La carta del buzón. Aguarda una
respuesta y se la traen: ¿Quién? La nodriza. Conque
si aciertas loque escondo en el cuévano, te doy un
racimo.
Oliv. Dios me perdone... ¿pero es de mi cuñada de quien
hablas de ese modo?
Rob. Yo rio he dicho...
Oliv. Te refieres á Ivona.
Rob. Pues... bien... sí; me he dejado llevar... no puedo re-
troceder. Ya que has roto el velo...
Oliv. Las costillas es lo que voy á romperte, calumniador.
Rob. Permite. ,
Oliv. Ivona es un angelito que no tiene nada que ocultar,
sino sus actos meritorios por exceso de modestia.
Rob. ¿Encuentras meritorio su comercio epistolar?
— cS —
Onv. Á todas luces.
Rob. Tanto mejor.
Oliv. Todo lo comprendo ahora, y voy á dispensarte el ho-
nor de explicártelo. La baronesa ha despedido cruel-
mente auna pobre mujer, su camarera Magdalena, que,
olvidando sus deberes, fué madre en esta misma casa.
La infeliz, sumida en la miseria recurre á Ivona, y de
ahí las cartas y la nodriza que tanto te preocupan.
Rob. ¿Tú supones?...
Oliv. No lo supongo, excéptico encallecido; estoy seguro de
ello.
Rob. Tal vez... Pero mi hipótesis es tan verosímil.
Oliv. ¿Vuelta?
Rob. He visto tantas...
Oliv. ¿Tantas qué?
Rob. Mujeres que engañan con las apariencias,
Oliv. ¿Y llamas á eso mujeres? Ese es tu castigo. El no co-
nocer á la virtud cuando te sale al paso.
Ros. (ap.) (Me enteraré.)
Oliv. Medita tu propia corrupción y hasta luego.
Rob. ¿Te vas?
Oliv. Á hablar con mi mujer si mi suegra me lo permite.
Rob. ¿Para dar tu golpe de Estado?
Oliv. Sí.
Rob. Buena suerte.
Oliv. Adiós, y no me pongas en el trance de ser más duro
COntigO. (Vase por el foro.)
Rob. Ó averiguo la verdad ó no me llamo Roberto, (viendo
llegar á Ivona.) ¡Ah! Ella.
ESCENA V.
ROBERTO ó IVONA.
IVOIsA. (Entrando por la izquierda.) Ágata, Ágata...
Rob. No está aquí.
Ivona. ¡Ah! Usted dispense; no le había visto.
Rob. (ap.) (Está contenta; han sido tan satisfactorias las
— 59 —
noticias.) (Alto.) ¿Busca usted algo?
Ivona. Busco el hilillo de oro. Ágata había bajado por él.
Rob. (Ap.) (Y Oliverio le ha dado el atrás paisano.) (auo.)
¿Es para el pie del fleco que trajo usted anoche?
Ivona. Justamente. Creí haberlo dejado en este salón. (Se
pone á buscarlo.)
ROB. (Ap. encontrándolo sobra la mesa y guardándoselo en el bolsi-
llo.) Sí... Aquí está, (auo.) Si usted me permite que la
ayude.
Ivona. Con mucho gusto, porque esperan el estandarte; lo
tengo que llevar antes de, las cuatro.
Rob. ¡Ah! ¿Va usted á salir?
Ivona. Con mi hermana. Tampoco está en la canastilla.
Rob. No,.. (Ap.) (Irá á ver al niño, es evidente.) (auo.) El
día no puede ser más hermoso.
Ivona. ¿No hace frío?
Rob. Al contrario; un tiempo primaveral.
Ivona. Yo juraría haberlo puesto aquí... (Se sienta y busca en la
canasta de la labor.)
Rob. (Ayudándola.) Veamos. ¿Parece que le halaga á usted
la idea de ir á paseo con este sol?...
Ivona. ¡Oh! Mucho. Sobre todo á pie. Me sucede tan de tarde
en tarde.
Rob. Sin embargo, creo haberla visto á usted algunas
veces...
Ivona. Sólo cuando vamos á la iglesia. Á mí que me gustaría
tanto recorrer todo París seguidito. seguidito sin pa-
rarme!
Rob. ¿En el convento no las sacan á ustedes?
Ivona. Nunca.
Rob. No hay más esparcimiento que el jardín, que por
cierto es bien sombrío.
Ivona. ¿Lo conoce usted?
Rob. Un poco. ¿No está usted en las hermanas de la Mise
ricordia?
Ivona. Sí: en la calle de Vaugirard.
Rob. Precisamente. Hace algunos años iba á ver allí á una
— 40 —
Iyona.
Rob,
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
Ivon a.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
amiga de mi hermana, prima lejana nuestra: Blanca
de Chatenay.
No la recuerdo.
(Ap.) (Ni yo tampoco.) (Alto.) Era anterior á usted... Y
además, se ha muerto.
Tan joven.
Dieciocho años; pobrecita.
Qué lástima.
Tísica, según dicen; pero en mi concepto la han mata-
do los disgustos.
¡Ah!
Querían torcer su inclinación y hacerla profesar á la
fuerza.
Entonces, se comprende...
¿Verdad? Para mí no hay nada tan cruel como esas
vocaciones impuestas.
Es espantoso.
Se necesita estar tan seguro de sí mismo para renun-
ciar al mundo y á sus encantos. La mayor parte de
las veces es la familia la que sin consultarle á uno hace
y deshace...
Dice usted bien.
Acaso usted es un ejemplo...
(Levantándose.) ¿Creo que hablábamos de su prima de
usted y no de mí?
Tiene usted razón y le pido mil perdones. Pero hay
en usted tanta analogía con ella... El mismo convento,
la misma edad. Nosotros los profanos no podemos ver
á la juventud y á la hermosura condenadas al olvido
perpetuo, sin deplorarlo un poco por nosotros mismos
y mucho más por ellas.
Si... buscaremos el hilillo...
(ap.) (Vocación forzada; es evidente.) (Alto.) ¿No estará
escondido en el asiento del canapé?
No creo.
(Sentándose en el canapé y buscando.) ¿Quién Sabe? Pues á...
el caso en cuestión reviste circunstancias agravantes.
41 —
IVONA.
Rob.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
ROB.
IVONA.
Mi prima estaba enamorada de un muchacho, y la fa-
milia se opuso á que fuera su marido.
(Oel otro lado del canapé.) Tal Vez 110 hÍZ0 Una buena
elección.
Al contrario.
Créalo usted; de otra suerte, no se hubieran opuesto
los padres á labrar su dicha.
(Ap.) (¡Ese respeto!... ¿Si no habrá amante?)
(Sube la escena buscando.) ¿No parece?
No... no doy con él.
Renuncio ya; se lo habrá llevado Ágata. Le doy á us-
ted mil gracias por la molestia que se ha tomado.
(Levantándose y aparte.) (Se va... y no he descubierto
nada... todavía...) (Alto.) Un momento... dos palabras
si no abuso...
(Bajando.) De ningún modo...
Es un encargo de mi hermana.
¿Para mí?
Sí... para usted, porque no me atrevo á dirigirme á
la baronesa. Es un asunto puramente doméstico. Se
trata de una mujer que ha solicitado entrar como ca-
marera al servicio de mi hermana... Una tal... Mag-
dalena. (Mirando de hito en hito á lvona que permanece silen-
ciosa y tranquila.) Creo que hace poco desempeñaba las
mismas funciones con su mamá de usted...
En efecto.
Y que ha salido de la casa en condiciones que... no la
permiten, á lo que parece, mandar por informes aquí.
Sé que se marchó repentinamente, pero desconozco
la causa.
¡Ah!... ¿Usted ignora?...
En absoluto.
Pero al menos... ¿se interesa usted por ella?
¿Yo? Si apenas la conozco. La habré visto un par de
veces. Estaba entonces en el convento...
De modo que...
Creo que es muy buena muchacha... Sin embargo,
— 42 —
cuando mi madre la ha despedido alguna razón habrá
para ello.
Rob. Si pudiera usled darme aunque no fuera más que las
señas de su casa...
Ivona. Si no las sé.
Rob. (Ap.) (¡Quiá! No es la camarera lo que le llama la
atención.)
Ivona. ¿Decía usted?...
Rob. Que no insista... porque ya he averiguado lo bastante.
Ivona. Entonces, con permiso de usted...
Rob. ¡Ah! ¡Mire usted dónde estaba.
Ivona. ¡El hilillo!
Rob. Sí, detrás de mi sombrero.
Ivona. (Tomándolo.) Gracias... siempre se encuentran las cosas
cuando menos se buscan.
Rob. Justo; y cuando se buscan no se encuentran. (?yona
saluda y se vá por la izquierda.)
ESCENA VI.
ROBERTO y SABINO.
Rob. No.,, no es la camarera; es el amante y... lo que si-
gue. ¡Pero qué aplomo tiene! Cásese usted después de
esto. ¡Tan bonital Porque es preciosa! Detesto el con-
vento; y se explica lógicamente... Me ha faltado reso-
lución; he debido acentuarme más. Necesito volverla
á ver... á solas. ¿Por qué no? La duda mata. Yo sabré
la verdad... (viendo á Sabino.) ¡Ah! El monaguillo...
Áél.
Sabino. El señor Coronel pregunta si puede usted pasar á su
despacho.
Rob. Voy al momento... Pero antes oye. Acércate.
Sabino, (con ios ojos bajos.) Mande usted.
ROB. (Después de cerciorarse de que nadie los oye y bajando la voz.)
Si esta noche me encuentro abierta la puerta del jar-
dín que da á la calle de Vaugerand, te ganas veinti-
cinco luises.
— 43 —
Sabino.
Ror.
Sabino.
Rob.
Sabino.
Rob.
Sabino,
Rob.
Sabino.
Rob.
Sabino.
Rob.
Chap.
Rob.
Chap.
¡Virgen Santísima! ¿Qué pecado mortal viene usted á
proponerme?
Si, pero cincuenta luises... porque he querido decir
cincuenta, son una verdadera tentación.
¿Ha dicho usted la puerta del jardín?
Á las ocho.
¿Me permite usted que ponga mi reloj con el suyo?
Asi me gUSta. (Montan los relojes.)
No., no... Le advierto á usted que yo no abro la
puerta.
Entonces...
Me olvidaré de cerrarla.
¡Ah! Vamos. La escuela de Chapelard. Los distingos.
Toma, toma veinticinco luises adelantados. (l6 da unos
bille t es, )
Por supuesto que si algo se descubre, yo no confieso
ni una palabra.
Naturalmente. (Entra Chapelard por la derecha.)
El Coronel le espera á usted con impaciencia.
Es Verdad; lo había Olvidado. (Ap., después de cruzar con
Sabino una seña de inteligencia.) Adelante. (Roberto se va por
la derecha y Sabino desaparece por el fondo á una orden de Cha-
pelard.)
¿Qué vendrá á hacer este mancebo en la casa? ¿Será
Ivona quien lo atrae? Hay que ponerse á la defensiva.
ESCENA VIL
SERAFINA y CHAPELARD.
Í5ERAF. (Entrando por la izquierda y dando una bolsa de seda con dinero
á chapelard.) Aquí tiene usted, señor Chapelard, el di-
nero para los pobrecitos, Patagones.
CHAP. Tantas gracias. (Sentándose á la mesa para contarlo.) SalgO
, del cuarto del Coronel, cuya gota aumenta y con ella
los juramentos.
Seraf. ¡Qué hombre!
— u —
Chap. Mucho trabajo nos ha de costar el traerle al camino de
la perfección.
SERAF. (Sentándose enfrente de Chapelard.) Del que me aleja á mí
con los accesos de ira que me procura. Y todo ello por
culpa de mi marido que le ha confiado la dirección de
la casa durante su ausencia.
Chap. Pues, mire usted, sobre la conciencia del barón irá
cuanto usted haga desagradable á los ojos de Dios.
Seraf. Tal creo, si exijen expiación mis faltas...
Chap. Él pagará por ambos.
Seraf. Es lo justo.
Chap. (Guardándose el dinero.) Y á propósito, Baronesa; su
yerno de usted no me parece que le da tampoco mu-
chas satisfacciones...
Seraf. También fué elección de mi marido.
Chap. Sí... sí.,. Obra del Barón. Usted no debe tener ningún
remordimiento. Pues... ó mucho me equivoco ó entre
Oliverio y su mujer va á ser necesario una ruptura.
Seraf. Es escandaloso.
Chap. ¿Y con respecto á Ivona? ¿Qué piensa usted hacer al
cabo?
Seraf. ¿Pues no lo sabe usted? Dentro de ocho días vuelva
al convento para no salir de él. Esta mañana ha reci-
bido la dispensa de edad y en cuanto expire el plazo
tomará el velo.
Chap. ¿Pero la vocación es decidida?
Seraf. Ya trataremos de inculcársela.
Chap. Con paciencia...
Seraf. (vivamente.) ¡Oh! No. Ya he tardado bastante, (calmán-
dose.) No extrañe usted mi celo... Esa niña hablaba
apenas, y ya estaba consagrada al señor por mis votos.
Chap. ¿Por sus votos de usted?
Seraf. Los más solemnes. Hace diez años que se los renuevo
á Dios en mis oraciones.
Chap. No sabía...
Seraf. (Vivamente.) Figúrese usted qué suerte: Uno de los
nuestros, consagrado á rezar constantemente por la
- 45 —
salvación de los suyos. Tener una intercesora para
cod el cielo.'.. ¿Y había de ser tan desnaturalizada, tan
egoísta que rehusase?... No, es mi hija.
Chap. Ciertamente; pero...
Seraf. Luego, qué triunfo para nuestra causa: El barón con-
vertido, Ivona en el claustro, yo presidenta, y Los
d'Armoise en derrota; porque ellos no tienen una hija
que ofrecer á Dios. Y abandonados de sus amigos, la
baronesa de Rosanges heredaría sus relaciones y su
influencia,., para emplearlas naturalmente en servicio
de la religión.
Chap. No obstante...
Seraf. (impaciente y nerviosa.) Me abruma usted con su insis-
tencia. No hablemos más de ello. Este es asunto entre
Dios y yo. (Excitada.) Tengo prisa de pagar mi deuda;
el cielo me la exije, y á cada instante temo que venga
á reclamármela, descargando sobre mi cabeza un rayo
de su cólera divina.
ESCENA VIH.
LOS MISMOS y DOMINGO.
Seraf. ¿Qué es eso? ¿Quién le llama á usted?
Dom. Señora...
Seraf. Sabe usted que no quiero que se me moleste cuando
hablo con el Señor.
Dom. Ha venido un caballero...
Seraf. Ya se le ha enseñado á usted á libertarme de los im-
portunos. No recibo.
Dom. Se lo he repetido varias veces; pero insiste con tanta
autoridad.
Seraf. ¿Y quién se permite?..» ¿Lo conoce usted?
DoMw No, señora.
Seraf. Que deje su tarjeta y que vuelva á las cinco.
Dom. La ha dejado. Aquí está.
Seraf. (Levantándose.) Venga. (Domingo se va.) Hay enles inso-
portables... (Lee el nombre y palidece.) ¡Ah!
Chap. ¿Qué?
SERAF. (Rehaciéndose.) Nada.
Chap. ( Leva- tánd0?e.) ¿Cómo, nada? Se ha quedado usted ca-
davérica.
SERAF. (Ap., apocándose en la mesa para no caerse.) ¡La Cólera di-
vina!,.. ¡Mi castigo!... ¡Él! [ÉL..
Chap. (Leyendo la tarjeta.) «Enrique de Montignac, contra-al-
mirante » ¿Qué nombre es este que así la demuda á
usted?... Baronesa... está usted temblando.
Seraf. Una persona... á quien no he visto desde hace mucho
tiempo... y que creía muerta .. Su aparición inespera-
da... Luego, nuestra conversación de hace poco (cae
en una silla á la izquierda.)
Chap. Permita usted... (Abanicándola.)
Seraf. Ya pasó... no es nada...
Chap. (insinuante.) ¿Algún antiguo amigo?
Seraf. (Repuesta.) Un conocido, simplemente. Gracias. (Levan-
tándose» .)
Chap. ¿Está usted mejor?
Seraf. Bien del todo, (Resueltamente.) ¿Quiere usted ver si se
ha marchado ya?
CHAP, (Á Domingo que entra.) ¿Se fué?
Dom. No, señor.
Seraf. ¡Qué audacia!
Dom. Cuando le he suplicado que volviera á las cinco, me
ha respondido mirando su reloj: «Prefiero esperar.»
Y se ha sentado junto á la ventana que da al jardín.
Chap. Es un insolente. Voy á decírselo...
Seraf. No, no se irá. Es preferible acabar de una vez. Que
pase. (Se va Domingo.)
Chap. Entonces me retiro...
Seraf. No, prefiero que se quede usted á mi lado. (Se sienta en
el canapé.)
Chap. Como usted mande. (ap. sentándose en la izquierda.) (¿Qué
significa todo esto?)
- 47
ESCENA IX.
DICHOS y MONTIGNAC.
ÜOM. El Señor de MoiltignaC. (Vase. Montignae saluda. Cíiapo-
lard tose y le mira.)
Mont. Pido á usted perdón, señora, por mi insistencia en
solicitar el honor de esta entrevista; insistencia de que
después de todo me felicito, en razón del éxito que
ha alcanzado.
SERAF. (Fiia, altanera y sin mirarle.) Dispense USted... Estaba
tan ocupada con este caballero...
Mont. Llegado hace dos horas, no he querido retardar el
cumplimiento de mis deberes.
Seraf. Le agradezco á usted la atención. Ya hacía tiempo
que no le veíamos á usted.
Mont. Seis años .. Mis amigos me creían muerto en el Se-
negal.
Seraf. Por lo menos se susurró que había usted estado muy
enfermo.
Mont. Es la verdad. Por cierto que, como me resiento toda-
vía, va usted á permitirme que me siente. (Toma asien-
to en una silla.)
Seraf. (ap.) (¡Qué suplicio!) (Alto.) ¿Viene usted á París por
muchos días ?
Mont. Depende, señora, del asunto que á él me trae.
Sbraf. ¿Algún negocio?
Mont. Una cuestión de familia muy delicada y muy urgente.
Seraf. ¡Ah!
Mont. ¿Podré tener el gusto de saludar al señor barón de
Rosanges?
Seraf. Está ausente. En Tierra Santa.
Mont. ¿Y á su hermano el Coronel?
Seraf. Creo que se encuentra enfermo. (Mirando á Chapeiard.),
<!hap, Sí... bastante enfermo.
— 48 —
Mont. Los veré en mejor ocasión, porque espero, baronesa
que me concederá usted otra entrevista más íntima.
(Hace ademán de levantarse.)
SERAF. (Ap.) (Respiro. Se Va.) (Chapelard se levanta.)
Mont. Pero sin esperar hasta entonces, le agradecería á us-
ted que se sirviera prevenir á Ivona que su padrino
desea abrazarla.
Chap. (ap. con intención.) (¡Hola! Es su padrino.)
Seraf. De buen grado complacería á usted; pero, desgracia-
damente, Ivona ha salido,.. ¿No es cierto, señor Cha-
pelard?
Chap. Sí... debe haber salido.
Mont. Creo que se equivoca usted, porque hace un momento
la he visto atravesar el jardín.
Seraf. La ha confundido usted sin duda. Sería Ágata.
Mont. (Fría y resueltamente.) Le aseguro á usted, señora, que
no cabe confusión' en mí. Usted comprende sin es-
fuerzo, el afán que me devora por estrechar á esa ni-
ña contra mi corazón, y vuelvo á rogar á usted que
la mande llamar enseguida.
Seraf. Va usted á convencerse. (Se levants para llamar.)
Chap. ¿Habrá usted encontrado á París desconocido? (Mon-
tignac no contesta.) ¡Qué transformación en sus calles!
(Sigue el siiencio. (Ap.) (No liga.)
SERAF. (Á Úrsula que entra por la izquierda.) ¿La Señorita Ivona
no ha Salido hace pOCO? (Movimiento afirmativo de Chap-
lard á Úrsula )
Úrsula. Sí, señora.
CHAP. (Ap. Sonándose para evitar las miradas de Montignac.) (En-
tendió.)
Seraf. ¿Volverá para comer? (Signo negativo de Chapelard.)
Úrsula. No, señora, está convidada en casa de la vizcondesa.
CHAP. (Ap. con satisfacción.) (Educada por mí.) (Úrsula se va.)
Seraf. Ya ve usted, almirante, que contra mi mejor deseo...
Mont. (á media voz á Serafina.) Lo que hace usted es indigno...
Tiemble usted.
Seraf. ¿Amenazas?
— 49 —
Mont. (id.) Quiero verla... ahora mismo... De lo contrario...
ESCEM X.
DICHOS é IVONA.
IVONA. (Entrando precipitadamente sin ver á Montignac.) Ya está
acabado el estandarte, y...
MONT. (Abriéndole los brazos.) ¡IVOna!
IVONA. (Echándose á su cuello.) ¡Padrino!
Chap. (Ap.) (Tiró el diablo de la manta.)
Mont. (Estrechándola.) ¡Ángel mío! ¡Alma de mi alma! ¡Quó
alta! ¡Qué hermosa! ¡Ivona mía! (Estrechándola.)
Ivona. (sin soltarse da su cuello.) ¡Qué alegría! Volverte á ver...
Mont. Si me parece un sueño... Después de seis años de au-
sencia; tenerte aquí... colmarte de caricias... ¡Es ella!
¡Ella!... (ap. á Serafina.) Llévesela usted... Voy á ven-
derme,.. Por favor... no puedo más. (Cae sentado á la de-
recha.)
Seraf. Retírate. (Á ivona.)
Ivona. ¿Tan pronto? Si apenas le he dado la bienvenida.
Seraf. ¿No ves que tu padrino se afecta? Tu presencia le con-
sume.
Ivona. Con tantas cosas que tengo que decirle.
Seraf. Basta. Te lo mando.
Ivona. (Cohibida.) Voy, mamá.
Mont. Sí, hija mía, mañana nos volveremos á ver.
Ivona. ¿Mucho rato?
Mont. Mucho.
Ivona. Entonces... me quedo más tranquila. ¡Ah! Qué conlen-
tenta estoy... Cuánto te quiero... Toma... toma. Para
tí... (Se va echándole besos.)
ESCENA XI.
LOS MISMOS menos IVONA.
Mont. (Levantándose.) Por hoy, baronesa, no ambiciono más.
4
Serap,
MONT.
Seraf.
MONT.
El cielo acaba de concederme en unos minutos toda la
felicidad que no me hubiera atrevido á pedirle para.
mi vida entera. Mañana tendré la honra de volver,
y espero... (Mirando á Chapelard.) que se dignará usted
recibirme sin testigos.
(Tocando ei timbre.) Adiós, almirante.
No; hasta la vista.
(Á Domingo que aparece.) Acompañe á usted á este caba-
llero.
(Á media voz.) ¡Ah! ¿Prefiere usted la guerra? Pues.
bien... Á muerte. Hasta mañana, (vase.)
ESCENA XÍL
SERAFINA, CHAPELARD, DOMINGO, ÚRSULA; luego
SULPICIO, ROBERTO y el CORONEL.
Seraf. (Ap.) (Hasta nunca.) (Á Chapeiara.; Llame usted... Que
Vengan... lodos. (ChapeUrd toca •)
á Domingo que iba á seguir á M'intig
que acaba de marcharse, se atre%
de nuevo, ciérrele usted la puerl a
usted demás en mi casa Cerción
ido, (Vase Domingo.y
ÚRSULA. (Á ésta que entra seguid; de Roberto
picio.) Usted me responde de que
su habitación en toda la tarde. (\
Siga usted los pasos á ese hombre
dónde vive...
Sulp. ¿Pero quién es? ¿Cómo se llama?
Seraf. Tome usted su tarjeta.
SüLP. (Tomándola y leyendo.) ¡Montignac! Volando. (Vase.)
ROR. .(Oyendo el nombre.) ¿Montignac? [MÍ tío!
SERAF. (Volviéndose bruscamente.) ¡Qué!
Ror. ¿Pero cuándo ha llegado? Yo no le esperaba hasta la
noche.
Seraf. ¿El contra-almirante es su tío de usted?
os. Serafina detiene
) Si ese caballero
i presentarse aquí
Si la traspone está
usted de que se ha
üel Coronel y de Sul-
fvona no saldrá de
Úrsula.) SulpiCÍO...
) averigüeme usted
— 5i —
Rob. Hermano de mi madre. Corro en su busca... ¡Ah, Co-
ronel! El contrato...
SERAF. (Tomando el papel de las manos de Roberto y haciéndolo añicos.)
¿Es este?
Rob. Sí.,, firmado por mí.
Seraf. Lo siento. Es nulo.
ROB. (Extrañado.) ¿Cómo?
Seraf. Estaba alquilado ya.
CORON. ¡Serafina! (Serafina se sienta á la mesa y escribe rápidamente
uní carta.)
Rob. Raronesa... El procedimiento es algo irregular... y...
Seraf. (á Domingo que entra.) Domingo: Abra usted la puerta
al señor.
Rob. No es necesario. Saldré solo... (ap.) (Y entraré solo
también.) (vase.)
ESCENA XIII.
SERAFINA, CHAPELARD, el CORONEL.
Coron. ¿Podrás explicarme?...
Seraf. Nada por ahora... Toma tu sombrero y lleva esta car-
ta á SU destino... (Dándosela.)
Coron. (Leyendo el sobre.) ¡Al Ministerio de Marina... Tan
lejos...
Seraf. Tiene contestación...
Coron. ¿Pero y mi gota?
Seraf. El ejercicio te la aliviará. Aprisa.
Coron. ¡Ah! ¿Sí? (sacando un cigarro.) Pues... mira; me lo fumo
entero por el camino... (vase.)
Chap. Por Dios,., que estamos en Cuaresma.
ESCENA XIV.
SERAFINA y CHAPELARD.
Seraf. Y usted, amigo mío, en busca del convento más segu-
ro... y más ignorado, donde admitan á Ivona esta
misma noche.
52 —
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf.
Chap.
El suyo.
No basta... Es conocido.,. Vuele usted.
Sí... sí... Urge. Lo comp rento lodo.
(Aterrada.) ¿Qué dice USted?
Un padrino que acaricia á su ahijada con tanta efu-
sión... ¿Quién no sabe lo que es eso por experiencia?...
(Cayendo en una silla.) ¡Ah! Me he vendido. Estoy perdi-
da. Va usted á despreciarme, á maldecirme...
¡Oh! Eso jamás.
Todo me acusa... y sin embargo... merezco indulgen-
cia, joven... desatendida de mi marido...
Lo iba á decir... ¡El barón! La culpa es del barón.
Ánimo, baronesa... Harto ha sufrido usted ya; el cielo
sabrá recompensárselo.
No se detenga usted.
Sí; tomaré el coche de casa.
Pero pronto... (vase.)
(Yendo á la ventana.) Adiós... ¿Á que me quedo sin la
berlina? El Coronel sube en ella. ¡Eh! (Gritando.) Bájese
usted... El carruaje es muy malo para la gota,.. Pues
no faltaba más... Por fin... se apea. Ya que es peca-
dor, que se mortifique yendo á pie. (vasa.)
FIN DEL ACTO SEGUNDO.
ACTO TERCERO.
El cuarto de Ivona. Puerta en el foro dando sobre el jardín. Otra de en-
trada á la izquierda, y una comunicando con el interior á la derecha»
Chimenea en uno de los ángulrs y piano en el otro. Canapé á nn lado.
Volador con un pOUf delante en el centro.
ESCENA PRIMERA.
OLIVERIO y ÁGATA entrando por la derecha.
Oliv. ¿Nos será dado por fin, mi querida Ágata, hablar un
momento á solas sin interrupciones ni sobresaltos?
Ágata. No sé...
Oliv. Tu madre, que por cierto me parece muy preocupada,
se ha encerrado en sugineeeo: Ivona recorre el jardín.
Tomemos, pues, posesión de su cuarto, más inviola-
ble que el tuyo, y entremos en materia.
Ágata. (Sentándose en ei canapé.) Te escucho. ¿De qué se trata?
Oliv. De una determinación que, á mi juicio, resuelve el
problema de nuestra vida. Nos vamos á separar.
Ágata. (Extrañaba.) ¿Separarnos?
Oliv. Amislosamente.
Ágata. ¿Y me propones con esa calma semejante monstruosi-
— 54 —
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata
Oliv.
dad? ¿Separarse marido y mujer?
No, no hay que desfigurar las cosas. Ni tú eres mi
mujer ni yo soy tu marido. No se puede pertenecer
al mismo tiempo á su esposo y a Dios. Con el fervor
que tú lo haces, hay que optar por uno ó por otro.
Pero...
Muchísimas mujeres, que yo estimo y venero, saben
hermanar los principios de la religión con las exigen-
cias de la vida conyugal, sin introducir los rigores
del claustro en el seno de la familia. Comprenden que
de todos los deberes que Dios les impone, el primero y
más sagrado es la dicha de su hogar, y resultan me-
jores cristianas, cuanto son esposas más tiernas; pero
esto constituye la verdadera religión, y á tí no te en-
señan más que el fanatismo. Tu hogar no es de este
mundo, pertenece al cielo; y para no ser ni ridículo
ni importuno, me retiro.
Pero... ¿hablas formalmente? ¿Puedes comparar el
amor que ofrezco á Dios con el cariño que te profeso?
¿Tienes alguna queja de mí?
Una sola. Has matado todas mis ilusiones.
¿Cuáles?
Ya lo he dicho: todas. Mi sueño ha sido embellecerle
ía vida con nuestra juventud y nuestra fortuna. Tu
objetivo se ha concretado á hacérmela aborrecer con
la amargura y el hastío.
Pongo por testigo al cielo...
Permanezcamos en la tierra. Á mí me gustan los man-
jares delicados, la conversación chispeante del invier-
no alrededor de la chimenea, el ingenio, la alegría..'.
Pues bien, mis amigos se han contentado con venir á
verme una vez sola. Tu indiferencia, la acogida gla-
cial que les ha hecho tu madre, la rigidez de los
criados, nuestra mesa conventual, todo hería al pro-
pio tiempo su educación, su paladar y su vista. He te-
nido que suprimir los convites, privándome del talen-
to, de la amistad, de las carcajadas...
— 55 —
Ágata. Pero ..
Ouv. Deliro por los viajes, que encantan por lo común á to-
da mujer joven y bonita. Te he propuesto llevarte á
las orillas del Rhin: Tú no has querido visitar más
que Roma, y de Roma sus iglesias, porque los museos
te parecían indecorosos, las antigüedades impuras y
Rafael... demasiado desnudo. Suprimidos los viajes.
Me entretienen los teatros, los bailes, los conciertos...
Ágata. Siempre placeres mundanos.
Oliv. Sea; los suprimo igualmente. Pero, por Dios, mi mu-
jer no es cosa mundana para que también me la su-
priman, encerrándola en sus hab'taciones, de las que
han hecho un santuario tan impenetrable, que el más
casto deseo de su marido no' encuentra un rincón
donde meterse. Ya ves si has matado mis ilusiones.
Entretente en contar los muertos. '
Ágata. No encuentro más que uno que merezca ser llorado:
Tu amor. Afortunadamente, me queda todavía mi
hijo.
Oliv. (sentado on el pouf.) ¡Ah! Sí, mi hijo; es verdad; otro
cadáver. Vuelvo de África, ávido de encontrar un con-
suelo en sus caricias, y cuando le pregunto: «¿En qué
te ocupas?» me responde: «En pedirle á Dios lodos los
días que mi papaito no vaya al infierno.»
Ágata. ¿Es malo también el enseñarle á que rece para que
escapes á la tentación?
Oliv. Tanto equivaldría hacerle rezar para que no me cojan
los gendarmes. Su conclusión sería siempre la misma.
Mi padre es un bribón.
Ágata. (Luchando con su emoción.) Yo no soy más que una débil
mujer y no puedo rebatir tus argumentos. En vano
trataría de retenerte. ¿Lo deseas?... separémonos.
' Pero hazme al menos la justicia de confesar que si me
he equivocado ha sido de buena fé. He tratado de ha-
certe feliz y no he sabido. Perdóname... Harto casti-
gada estoy.
OLIV. . (Levantándose y yendo á ella.) ¡Cómo! ¿Llorar?
Ágata,
Oliv.
ÁGATA.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Ágata.
Oliv.
Sí... á pesar mío... Lo que me pasa es tan cruel... No-
lo merezco. He querido conciliar todos mis deberes de
hija obediente, cristiana, asidua y esposa amante, y
sólo he conseguido hacerme repulsiva á tus ojos.
Ágata, alma mía.
No me hables así... ya sé que me detestas.
¿Detestarte? Al contrario; te adoro. Y si he estado tan
duro contigo, es porque quería arrancarte una lágri-
ma, herir una fibra de tu corazón, (sa sienta á su i»do
en el canapé.)
(Coa alegría.) ¿Y no te irás?
Sin tí nunca; pero los dos juntos, al momento. (Se le-
vantan los dos.)
¿Abandonar á mi madre?
Á tu madre, sobre todo.
Oliverio... ¿Qué me propones?
Tu ventura y la mía.
Me va á maldecir.
En cambio yo te bendeciré. Acuérdate: «Dejarás á tu
padre y á tu madre para seguir á tu marido.» Yo tam-
bién sé la Biblia.
¿Y si nos equivocásemos?
No temas.
Sería abrirnos las puertas del infierno.
Con tal de que no encontremos allí á tu madre...
Bromeas en este caso...
(coa calor.) No, no bromeo. Pero, por lo más sagrado,
sé una vez en tu vida mi mujer, mi mujer de veras.
Óyeme bien: ¿Quién puede aconsejarte mejor que tu
marido, el padre de ese pedazo de nosotros dos, tu
Oliverio que tanto te ama por él y que tanto le idola-
tra por tí? Ágata... Ágata mía, ven... sigúeme... Yo
seré tu defensor, tu báculo, hasta tu madre si lo
■quieres...
(Luchando consigo misma.) ¡Qué Combate 1
Vamos. (La puerta de la derecha se abre y aparece Serafina
seguida del Coronel.)
— 57 —
Ágata. ¡Ah! Mi madre... ¡No! ¡Nunca!
ÜLIV. (Ap.) (¡Qué oportuna es mi Suegra!) (Subo hacia la chi-
menea.)
ESCENA II.
OLIVERIO, ÁGATA, SERAFINA y el CORONEL.
Seraf. (á Agita.) Se te oye desde mi cuarto. Pareces muy
conmovida. ¿Qué sucede?
Oliv. Nada que exija la presencia de usted.
Seraf. ¿Está usted aquí? Yo le creía en el escenario de la
Ópera. (Movimiento de Ágata que mira á su matido.)
Oliv. ¿Y en qué se funda usted?...
Seraf. (á Ágata.) Tu marido podrá decirte lo que hacía ano-
che á los pies de la famosa Georgina.
Ágata. ¡Ah!
Oliv. (Ap.) (¿Espolea sus celos? Tanto mejor.) (Alio, con caimar
y blando hasta Serafina.) Celebro, baronesa, que la poli-
cía de usted me evite explicaciones inútiles, y tengo
el sentimiento de participarla, que desde este instante
ceso de habitar bajo su techo hospitalario.
Todos. ¿Qué?
Oliv. Salgo de esta casa para ir á cobijarme en la calle Le-
pelletier, número 22, cerca de la ópera.
Ágata. ¡Oliverio!
Seraf. Verdaderamente, hay para preguntarse una si sueña
oyendo tamañas monstruosidades.
OLIV. (Tomando el sombrero q'ie dejó sobre el velador.) De resulta-
dos menos funestos que aquellos á que nos expone á
todos la mogigatería de usted.
Seraf. Ese es el lenguaje de un hombre que sólo vive de la
materia.
Oliv. Soy muy material, señora.
Seraf. Se necesitan apetitos muy groseros...
Oliv. Mucho...
Seraf. ¡Oh, hija mía!..* ¡Qué marido tienes!
Oliv. Hable usted con propiedad: ¡Qué marido no tiene!
— S8 —
CORON.
Seraf.
CORON.
Ouv.
CORON.
Ouv.
Seraf.
Oliv.
Pero voto á cien mil legiones de demonios...
¿Eh?
Déjame que jure; la ocasión no puede ser más oportu-
na. Represento en esta casa á mi hermano y quiero
saber con qué derecho se le dirige á su hija tamaño
insulto.
Aquí no hay insulto, Coronel, ni motivo de queja por
su parte, ni perjuicio para Ágata, sino un favor ma-
nifiesto, llevándome á otra parte un cariño que mi
mujer no quiere aceptar.
(ap.) (Dice bien.)
Señora, calle Lepelletier, 22. Si mi esposa se toma el
trabajo de discurrir, comprenderá que Georginano es
más que el símbolo de una nueva vida á la que me re-
signo por fuerza; tan por fuerza, que si se resuelve á
darme el brazo... (Movimiento de Ágata.) ¿No? ¿Es pronto
aun? Paciencia... Esperemos.
Es inútil: Ágata cumplirá con su deber.
Confío en ello. Coronel, beso á usted la mano, (ei Co-
ronel le tiende la suya. Oliverio le señala Serafina y ambos se
abstienen de estrechársela.) Tendré Ulia Satisfacción en
verle á usted por mi nueva casa, donde podrá usted
jurar y fumar á su antojo... (Á Ágata.) Número 22, no
lo olvides. Baronesa... Dios guarde á usted... Es mi
voto más ferviente; que la guarde y que no me la de-
vuelva. (Saluda y vase por la izquierda.)
ESCENA III.
ÁGATA, SERAFINA, ei CORONEL.
Coron. ¿Y le dejas que se marche?
Seraf. ¿Por qué no?
Ágata. Hay que detenerle.
Seraf. Hija mía; déjate conducir por tu madre. Valor,
Coron. Mira que se va...
Seraf. No importa. .
— 59 —
Coron. ¿Pero y Ágata? ¿Y su hijo?
Seraf. Yo se lo que me hago. (Á Ágata.) ¿Adonde vas?
Ágata. A mi cuarto; necesito estar sola. ( Vaso por ia derecha.)
Seraf. ¡Cuatro lágrimas!... Después me dará las gracias.
ESCENA IV.
SERAFINA y el CORONEL.
Coron. ¡Bonita situación para cuando vuelva tu marido!
Seraf. Se felicitará de ello como yo. Vengamos á lo que me
interesa más directamente. ¿Traes la respuesta del
Ministerio?
Coron. Verbal. El contra-almirante... ¡Ay! (Con un quegido
arrancado por el color.)
Seraf. ¿Qué?... Acaba.
Coron. Espera, mujer. ¡Qué latidos! ¡Qué latigazos!
Seraf. Tanto mejor.
CORON. (Mirándola atónito después do sentarse en el "pouf y frotarse la
pierna.) ¿Cómo!
Seraf. Es una prueba á que Dios te somete por tu bien. v
Coron. ¡Por mi bien! ¡Vaya un argumento!...
Seraf. Pero, en resumen: ¿Montignac?
Coron. Sólo permanecerá dos días en París.
Seraf. (Con alegría.) ¿De veras? ¿Nada más?
Coron. Mañana sale para tomar el mando de la escuadra que
está en Cherburgo.
Seraf. (Ap.) (¡Qué suerte!) (auo.) ¿Y adonde se dirige esa es-
cuadra?
Coron. Yo qué sé, A alta mar.
Seraf. ¿No se te ha ocurrido preguntarlo?
Coron. A mí, qué me importa.
Seraf. Á mí sí.,. Y vas á volver al momento...
Coron. ¿Al Ministerio de Marina?
Seraf. Indudablemente.
Coron. ¿Con mis dolores? ¿Y á pie?
— 60 —
ESCENA V.
LOS MISMOS y CHAPELARD. .
Chap. (Por la izquierda.) Puede usted tomar el coche, impeni-
tente. Ya no lo necesito.
CORON. ¡Qué abnegación! (Levantándose .)
Chap. Por un poco de sufrimiento material.
Coron. Pues como me repita... ya sabe usted lo que me tengo
prometido por dentro.
Seraf. ¿Te vas?
Coron. Sí... me voy. (Ap.) (Pero esta vez un café con ron no
me lo quita nadie.) (Vase por la izquiorda.)
ESCENA VI.
CHAPELARD y SERAFINA.
Seraf. ¿Y bien? ¿Ese convento?...
Chap. Ya lo he encontrado.
Seraf. ¿Sí?
Chap. En la calle del Infierno. Un personal admirable... ¡Y
un vinillo moscatel!... Recibirán á Ivona cuando usted
quiera.
Seraf. ¿El asilo es seguro?
Chap. Con rejas en todas las ventanas.. , Una vez dentro...
Seraf. Gracias, gracias.
Chap. ¡Pobre baronesa! ¡Cuánto debe usted sufrir!...
Seraf. ¡Oh! Mucho; no sólo por mi delito, sino por sus con-
secuencias. Tener un ser nacido de mi falta, que se
educa bajo el techo conyugal como hija de mi marido.
Mi crimen sentado en su hogar para robarle sus cari-
cias. Es espantoso... No hay nada que justifique una
conducta que me atormenta en este mundo y me es-
panta por el otro.
Chap. Sin embargo...
Seraf. ¿Y aun me pregunta usted por qué tengo tanta prisa
61
Chap.
Seraf.
Chap.
Seraf,
Chap.
Seraf.
Chap.
en encerrar á Ivona en un convento? Dieciocho años
hace que sufro el atroz martirio de ver la encarnación
de mi falta en esa niña, creciendo y desarrollándose á
mi lado. Y lloro, y rezo; y cuando me figuro haher
hallado el olvido en el éxtasis, el primer objeto que
hiere mi vista es ella, rogando junto á mi mientras
una voz murmura en mi oído: «Mujer liviana.» Acu-
mulo las buenas obras, hundo mi frente en el polvo,
llego á creerme una elegida del Señor; y entonces
Ivona llama padre á mi marido y la voz me repite:
«Esposa desleal.» Y dejaré este mundo admirada de
todos, bendecida, santificada; pero al querer entrar en
el cielo, me encontraré á mi hija cerrándome el paso;
el grito acusador de mi conciencia me llamará adúlte-
ra, y me condenaré... Sí, me condenaré.
Calma, calma.
¿Y por quién?... por esa criatura... Sin ella hace ya
tiempo que todo estaría expiado. (Levantándose.) Porque
á ese Montignac, á ese hombre, causa de mi perdi-
ción... lo aborrezco. (Con profunda convicción y dejándose
llevar.) ¡Oh! Dios mío... Condénale á él también... que
no Se Salve. (Cayendo sobre el canapé.)
¿Pero qué teme usted de parte suya?
Todo. Posee una voluntad de hierro; no es casado; ni
tiene otro hijo y delira por Ivona, Cuando la criaban,
y más tarde en el colegio, iba á verla todos los días.
Mi hija lo ha conocido antes que á mí y hasta lo quiere
más. En fin, se escribían cartas tan llenas de ternura,
que me he visto en la precisión de cortar el abuso. En
una de las últimas, le decía él: «Paciencia, espérame,
te casaré en cuanto llegue.»
¡Ah!
¿Comprende usted su egoismo? La quiere casar para
procurarse una familia; y ha vuelto para arrebatár-
mela.
Con todo... Reflexionemos. Una vez colocada esa niña
ya no es un obstáculo para usted. Los escrúpulos des-
— 62 —
aparecen y... (Fingiéndose asaltado de una idea.) ¡Oh! ¡Qué
rayo de luz!... ¿Si la casáramos con Sulpicio?
Seraf. ¿Qué dice usted?
Chap. £1 nacimiento de ese muchacho, no es tampoco muy
regular...
Seraf. ¿Casar á Ivona? ¿Cometer una nueva infamia privando
á su familia del dinero de la dote?
Chap. (Perdiendo su entusiasmo.) ¡Ah! Pues sin dote no hablemos
más del asunto.
Seraf. Además, si la induzco á tomar el velo, es por su pro-
pio interés.
Chap. ¿Cómo?
Seraf. Hija del crimen, Dios no la puede bendecir; la haría
desgraciada para castigarme; mientras que consagrán-
dosela la pongo al abrigo de su cólera y procuro á su
tiempo mismo su salvación y la mía. Esta noche en un
carruaje nos la llevamos al convento. Un día más y
nos hemos salvado. Monlignac se va mañana.
Chap. ¿La ha prevenido usted ya?
Seraf. No Voy á hacerlo. (Llama.)
Chap. ¿Y si se resiste?
Seraf. No tiene más voluntad que la de su madre, (a úisnia
que entra por la derecha.) Llame USted á Ivona.
Chap. Entonces la dejo á usted con ella hasta la hora de la
comida. Voy en busca de Sulpicio.
Seraf. Por cierto que la esperaba para que me diese las se-
ñas de ese... hombre.
Chap. Algún olvido... Le tienen tan ocupado sus obras de ca-
ridad... Esta mañana me ha pedido prestado el dinero
de los Patagones.
Seraf. ¿La cuestación?
Chap. Me ha dicho que se trataba de salvar á un ser muy
desgraciado. Si le hubiera usted visto llorar... ¡Va-
mos! Me ha enternecido.
Seraf. ¿Y se lo ha entregado usted?
Chap. Todo. Con él tengo confianza.
SaRAE. Sin embargo; es harto joven todavía.
— 63 —
Chap. Pero un viejo en lo juicioso. ¿Conque la comida á
las siete?
Seraf. Sí.
Chap. Pues... hasta las siete. (Ap.) (Sin dote no; que se me-
ta en el Convento.) (Vase por la izquierda.)
ESCENA VIL
SERAFINA ó IVONA.
Ivona. ¿Me llamabas?
Seraf. Sí... Ven, tengo que darte una gran noticia.
Ivona. ¡Ay! ¿Cuál? Á ver.
Ivona. Un beso, serafín mío. Ha llegado tu dispensa de edad.
Ivona. ¡Ah! Era eso...
Seraf. (Besándola.) ¿No te alegras?
Ivona. Mira, mamá... Toda vez que abordas este asunto
¿quieres que hablemos las dos con el corazón en la
mano?
SERAF. (inquieta.) Dí. (Se sientan en el canapé.)
Ivona. Pues... he reflexionado detenidamente en' estos últi-
mos tiempos y... me parece que os equivocáis acerca
de mis inclinaciones.
Seraf. ¿Que nos equivocamos?
Ivona. Sí... Y la culpa la tienen Sor Angélica y las demás
hermanas, con la reputación que me han creado en el
convento. No cesaban de decirme á cada instante:
«¡Qué paloma sin hiél! ¡Qué ovejita para el Divino
Pastor! ¡Qué bien le sentaría el velo á ese rostro vir-
♦ ginal!» Y mil lisonjas por el estilo que yo escuchaba
con la sonrisa en los labios, pero sin darlas importan-
cia alguna. De repente, un día, sin saber cómo, circu-
la el rumor de que yo estaba resuelta á hacerme reli-
giosa y de que en breve empezaría el noviciado. Corro
en busca de la buena madre que me sale al encuentro,,
y, sin dejarme proferir una palabra, se echa en mis
brazos y rompe á llorar. Las demás hermanas me ro-
— 64 —
deán y me besan sollozando. Contagiada con el ejem-
plo me pongo yo también á verter lágrimas y á repar-
tir caricias... y nada más; por lo visto eso prueba que
yo tengo vocación.
Seraf. ¡Ah!
Ivona. Pero... después me he examinado detenidamente y...
no la tengo; ni tanto así, créeme,
Seraf. ¿Qué sabe de esas cosas una pobre niña que apenas
viene al mundo? Déjate dirigir por tu madre que te
conoce mejor que tú.
Ivona. jVamos! Mamaita, si no puede ser. Á mi me encantan
los bailes, los teatros, los viajes y... el aire libre. Me
gusta todo; y la vocación consiste en que á una no la
guste nada... más que Dios. ¿Cómo concibas tenden-
cias tan opuestas?
Seraf. Tesoro mío. Eso que tanto te seduce no es más que
vanidad. ¡Interroga tu conciencia!
Ivona. Ya lo he hecho; y mi conciencia me repite: «Ivona,
tu no has nacido para el claustro. No vayas, que le
arrempetirás.» Y hoy, y mañana y siempre me dice lo
mismo.
Seraf. ¿Has reflexionado que te expones á perder tu salva-
ción?
Ivona. ¡Bah! Si así fuese, tu habrías perdido la tuya, porque
no has tomado el velo.
Seraf. ¡Oh! Yo...
Ivona. Tú y tantas otras. ¿No han de salvarse más que las
que profesan? Dios no nos ha puesto en el mundo pa-
ra no ser más que monjas. Y, si quieres que te hable
con ingenuidad, yo quisiera hacer como tú... casarme.
Seraf. ¿Qué?.,.
Ivona. Y si el cielo me daba hijos, adorarlos... como tú á
mí. Convendrás conmigo en que estamos á cien le-
guas del convento.
Seraf. Y te atreverías á hacer pública semejante confesión,
hoy que nadie se ocupa más que de tu s acrificio?
¿Tendrías valor de gritar á las gentes: «No, no me
— 65 —
tributéis vuestra admiración, porque sólo soy digna
de vuestro desprecio. He retrocedido ante la prueba.
Llevaos las palmas y las coronas. No quiero ser la es-
posa de Dios, si no la compañera vulgar de un hom-
bre cualquiera...
Ivona. ¡Oh!
Seraf. Tú no harás eso, Ivona mía; tienes harto bien puesto
el corazón para resignarte á que te motejen. ¿No es
verdad que te juzgo bien?
Ivona. Mamá... ¿Me quieres mucho?
Seraf, Mucho .
Ivona. ¿Qué deseas? ¿Mi felicidad?
Seraf. Sí.
Ivona. Pues.. . no insistas. Si te obedeciese sería muy desgra-
ciada.
Seraf. ¡Oh! No eres tú la que discurre así. Alguien te ha dic-
tado esas palabras.
Ivona. ¿Quién?
Seraf. Tu padrino.
Ivona. ¿Mi padrino?
Seraf. Sí; le has vuelto á ver.
Ivona. No.
Seraf. Júrame que ni te ha hablado... ni le ha escrito...
Ivona. En cuanto á escribirme...
Seraf. ¡Ah! Estaba segura de ello. (Levantándose.) Esa carta,
dámela.
Ivona. La he roto.
Seraf. Mientes.
Ivona. (Levantándose.) Si yo fuera capaz de mentir, te hubiera
negado la existencia de la carta; era más breve... Te
repito, que la he roto.
Seraf. ¿Y qué te decía en ella?
Ivona. «He llegado, Ivona mía.»
Seraf. (Con amargura.) ¡Ivona mía!
Ivona. Siempre me ha llamado así. Nos queremos tanto...
Seraf. Basta de sensiblerías.
Ivona. Mira, mamá ..Yo no sé lo que haya podido ocurrir
Seraf.
IVONA.
Seraf.
Ivona,
Seraf.
Ivona.
Seraf.
entre él y tú para que desde hace algún tiempo le
odies de esa manera. Pero en cuanto á mí es distinto.
¿Cómo quieres que olvide las primeras impresiones de
mi vida? Si remonto á mi niñez, lo veo asomado á mi
cuna velando mi sueño. Más tarde, en la enfermedad
que tuve mientras tú estabas ausente, me encuentro
una noche delirando en brazos de mi padrino que me
grita: «No temas, aquí estoy yo.» Y me besa y llora,
y la fiebre huye para no volver más acobardada por
la solicitud de su cariño. Y aquí se paran mis recuer-
dos, en esa lágrima que siento correr aun, que todas
tus caricias no han podido borrar y que el mundo en-
tero no arrancará de mi frente porque tiene las raices
agarradas en mi corazón.
(Ap.) (¡Monstruo! Me la ha robado.)
Y tú has hecho todo lo posible por desunirnos, confié-
salo. ¡Te tenía una rabia! Perdóname, pero hemos
convenido en hablar sin ambajes.
¿Y qué he hecho yo?
Apenas.,. En la pensión y en el convento no ignoras
que he sostenido con él una correspondencia muy se-
guida. Pues bien; al irle á entregar hace dos meses
una carta á Sor Angélica, me dijo: «Es inútil; tengo
orden de la señora baronesa de no dar curso á las mi-
sivas que lleven esa dirección, y de secuestrar las que
reciba usted del mismo origen.» Me encerré en mi
cuarto y me eché á llorar; pero al día siguiente, Cata-
lina, mi nodriza, me vino á ver yle conté lo quemepa-
saba: «No te apures, tonta» — callóse la pobre viendo
mi angustia. — «Dame tus cartas; yo se las mandaré á
tu padrino y por el mismo conducto tendrás la con-
testación.»
¿Y accediste?
Hice mal... ya lo sé... muy mal. Pero no tuve valor
para oponerme. Ahora ya lo sabes todo; déjame que
respire. ¡Qué peso se me ha quitado de encima!
¡Qué vergüenza! ¡Qué abyección!
— 67 —
Ivoxa. Por Dios, mamaita, sé indulgente. Díme que me per-
donas.
Serap. (Pausa.) La perdono á usted.
Ivona. ¡Usted!... ¡Qué severidad!
Seraf. Bien, te perdono; pero acaba. ¿Os habéis escrito por
conducto de esa mujer?
Ivona. Sí; y he sabido que regresaba á Francia. Imagínate
mi alegría, alegría que por cierto duró muy poco;
porque al salir del convento hace un mes, diste la or-
den de no dejar entrar en casa á Catalina y... natural-
mente, adiós nuestras cartas. Yo que le esperaba á
cada momento... estaba como loca. Así es que ayer,
no pudiendo más,., escribí á Catalina, y al ir á la
iglesia... dejé... ¿Me has absuelto, verdad?
Seraf. Sigue.
Ivona. ¿No me volverás á reñir?
Seraf. No.
Ivona. Es que. . esto último es más censurable que lo an-
terior.
Seraf. Por caridad, concluye. ¿Dejaste qué?
Ivona. Dejé pasar á Ágata delante y... eché la carta en el
buzón.
Seraf. ¡Qué osadía!
Ivona. Si empiezas, me callo.
Seraf, ¿Y Catalina?...
Ivona. Me ha dado esta mañana su contestación, él He llega-
do, Ivona mia, que aguardaba con tanta impaciencia.
Seraf. ¿Y qué más?
Ivona. Nada más.
Seraf. Ponte en guardia, Ivona, el demonio tentador te ace-
cha para perderte.
Ivona. ¿Quién es el demonio? ¿Mi padrino?
Seraf. Quiere arrancarte de mi lado.
Ivona. No lo creas.
Seraf. Júrame que no le volverás á escribir. Júramelo,
Ivona. Mamá.
Seraf. Ó te retiro mi perdón.
- 68 —
Ivona. Pero... ¿le veré?
Seraf. Sí... le verás.
Ivona. Á esa condición, telo juro.
Seraf. Esta misma noche entrarás en el convento.
Ivona. (Asustada.) ¡Cómo! ¿Insistes en que sea religiosa.
Seraf. Más que nunca.
Ivona. Pues no te he dicho ..
SERAF. (Sentándose junto á Ivona en el canapé y cambiando su aspere-
za por la dulzura más refinada.) ¡Ivona de mi alma, cora-
zón mío!... Te lo ruego... No causes mi desgracia y la
tuya... Óyeme. Déjame aconsejarte... Yo te conduci-
ré tan insensiblemente y por caminos tan accesibles
que ni tú misma lo notarás...
Ivona. No lo creas...
SERAF. (Cerrándole la boca con un beso y continuando la obra de per.
suasión.) Y cumplirás mi voto... Y salvarás átu ma-
dre, hija de mis entrañas. Serás la oración perpetua de
mi vida, mi vida entera. No alentaré sino para tí, y te
bendeciré cien veces,, de rodillas... Gomo ahora... (in-
clinándose ante ella.) Porque... dices que sí... ¿No es ver-
dad? Has dicho que sí... Lo has dicho... ¡Oh! gracias.
IVONA. (Desprendiéndose de ella.) ¡Jesús! Me das miedo...
Seraf. (d8 pie exasperada.) ¿Y tú á mí? ¡Hija desnaturalizada!
que no haces nada, nada por tu madre.
IVONA. (Levantándose.) Por DÍOS...
Seraf. ¡Silencio! ¿Y yo me bajo hasta rogar, cuando tengo el
derecho de exigir...
Ivona. Escúchame...
Seraf. Bien merecida tienes la reclusión. Una criatura sin de-
coro que escribe cartas clandestinas.
Ivona, Eres cruel. Me habías perdonado.
Seraf. ¿Aun te revuelves contra mí?
Ivona. No; pero...
SerAf. Esta misma noche quedarás en reclusión.
IVONA. (Espantada, cogiéndose á los vestides de Serafina.) No... ma-
má, haré lo que me mandes... Pero por piedad... ir al
convento, no... Tengo miedo... No me encierres allí...
— 69 —
Es horrible. Me moriré...
Seraf. Lo he prometido.
Ivona. (sollozando.) Tú no puedes haber jurado hacer mi deses-
peración. No eres una fiera...
Seraf. (imponiéndose.) Basta... Soy tu madre. Te lo mando.
IVONA. (Retrocediendo aniquilada hasta caer en ana silla.) Te obedez-
co... Iré iré.
SERAF. (intenta salir; pero retrocede y sa inclina sobre Ivona tendiendo-
la los brazos con verdadera ternura maternal.) Y SÜ1 embar-
go... Si tú consintieras... Si me dijeses: «Madre mía...
por darte gusto, por respetar tu voto, entraré en el
convento expontáneamente, sin violencia.» ¡Yo te que-
rría tanto!...
Ivona. No puedo... Ya lo ves... no puedo...
SERAF. (Reconquistando su autoridad.) Pues bien... Por más que
os empeñéis los dos... serás feliz á pesar tuyo, (vase.)
ESCENA VIII.
IVONA, luego ÚRSULA.
Ivona. ¡A pesar mío! Sí.., lo haré. Y una vez allí dentro,., sin
defensa, sin voluntad propia... jOh! Primero me ma-
to. (Leventándose.) Aun me queda él, mi padrino. Ven-
drá en mi ayuda. Le prevendré. Voy á escribirle, (se
pone ó escribir febrilmente, de pronto se detiene.) Pero he ju-
rado... Si le veía, (vuelve á escribir.) y no me lo deja-
rá ver... Estoy segura de ello. No me queda otro re-
curso. ¿Á quién Confiar mi Carta? (Úrsula entra por la de-
recha trayendo luces. Ivona oculta la carta.)
Úrsula. La señora baronesa manda que la señorita coma en su
cuarto.
Ivona. ¿Aquí? ¿Sola?
Úrsula. La prohibe á usted salir de sus habitaciones hasta que
venga á buscarla.
Ivona. (ap.) (¿Á quién recurro? A Ágata.) (Alto.) Úrsula, diga
usted á mi hermana que yo la llamo.
Úrsula. Está indispuesta y se ha encerrado por dentro.
— 70 —
Ivona. Pues... á su marido...
Úrsula. Ha salido de casa con intención de no volver más.
Ivona. ¿Qué es esto? ¿Me entierran viva?
Úrsula. Hay orden de no dejar entrar á nadie aquí.
Ivona. Pues bien; usted... á quien no he hecho nunca nin-
gún daño. Hágame usted el favor de hacer llegar en
secreto esta carta á su destino. Mi gratitud será
eterna.
Úrsula. No me atrevo, señorita; si tomo ese papel será para
entregárselo á la señora.
Ivona. (Desesperada.) ¡Todos contra mí!
Úrsula. ¿Sirvo á usted ya?
Ivona. No, déjeme usted, (vase Úrsula por la izquierda.) Todo ha
concluido para mí. Estoy perdida. (Cayendo en una silla. (
ESCENA IX.
IVONA y ROBERTO.
ROB. (Apareciendo en la puerta del jardín.) Aun no.
IVONA. (De lie, asustada.) ¿Quién?
ROB. (Cerrando la puerta.) Silencio...
Ivona. ¡Cómo! ¿Usted?
Roe. He encontrado abierta la verja del jardín y...
Ivona. Viene usted... indudablemente en busca de mi madre.
Rob. No.. Es á usted á quien busco.
Ivona. ¿Á mi?
Rob. Los momentos son preciosos. Si yo pretestase que mi
venida es un efecto casual, no. lo creería usted y ten-
dría razón. Me hallo aquí deliberadamente porque...
la amo á usted,
Ivona. ¿Qué? (con altivez.)
Rob. No tema usted nada. Están en la mesa... Nos dejan
solos.
Ivona. Pero... ¿Con qué derecho?
Rob. Una palabra y concluyo. El criado que me ha abierto
la puerta, me lo ha contado lodo. Esta noche se la
llevan é usted al convento.
— 71 —
IVOÑA.
Rob.
IVONA.
ROB.
IVONA.
Rob.
IVONA,
Rob.
I YO NA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
Rob.
IVONA.
¿Y qué más? Acabemos.
Y va usted violentada; y yo á fuer de hombre de ho-
nor la vengo á salvar á usted.
¿Y usted... es un caballero?
¿Puede usted dudarlo?
¿Y tiene usted una hermana, según me ha dicho?
(confundido.) Efectivamente.
¿Y si un hombre se atreviera á dirigir á su hermana
de usted la proposición que acaba usted de formular
conmigo, qué haría usted con ese hombre?
(Cohibido.) Yo...
Pues bien, yo no tengo hermana y me veo en la nece-
sidad de defenderme yo misma. Mi madre le ha cerra-
do á usted las puertas de esta casa. Yo le arrojo de
ella ignominiosamente. Salga usted.
Permítame usted que extrañe la acogida que da usted
á mi...
¿Á la insolencia?
¿No es insolencia el amarla á usted?
Todavía.
Ni el sorprenderla echando en el buzón cartas que
desgraciadamente no están dirigidas á mí.
(Deteniéndose en el momento en que iba á llamar y bajando de
nuevo.) ¿Y es eso sin duda?...
Lo que me ha hecho esperar... (Resueltamente.)
¿El qué... (Con majestuosa serenidad.)
(Mirándola fijamente y trocando en respeto y timidez su audacia
ante la mirada franca y enérgica de Ivona.) Que acogería US-
ted benévolamente mi cariño .. Y esta idea .. me ha
alentado á...
No tiemble usted... hable usted claro como yo.
(Balbuciente.) Creí... Supuse... y no Obstante... (Cambiau-
flo de tono y con verdadera persuasión.) ¡Oh! Perdón. Me he
equivocado. Soy un monstruo. Tengo vergüenza
de mí.
(Dándole la carta.) Hé aquí una carta dirigida á la mis-
ma persona. Puede usted leerla.
— 72 —
Rob. Nunca.
Ivona. Lo exijo, es mi rehabilitación.
Rob. (Mirando el sobre.) ¡Montignac! ¡Mi tío!
Ivona. ¡Qué oigo!
ROB. ¡Su padrino!... ¡Era él!... (Al leer las primeras palabras.)
¡Miserable de mí! ¡Cómo me debe usted despreciar! Y
sin embargo, no lo merezco. Abrigo sentimientos de
honor y de hidalguía en este corazón ulcerado. Deje
usted caer su mano sobre mi boca en signo de cle-
mencia. Será una caridad que dará frutos de virtud.
(Ella le tiende la mano.) Gracias, gracias. Me ha redimi-
do usted.
Ivona. Ahora... Adiós.
Rob. ¿Adiós? ¡Oh! Jamás. Yo no me voy así.
Ivona. ¿Qué pretende usted?
Rob. Usted llama á mi tío en su ayuda, y como él no está,
tomo su puesto. Venga usted al lado suyo... Él la
salvará.
Ivona. ¿Abandonar esta casa? ¡Oh! no. Harto castigada estoy
de mis inocentes ligerezas para cometer una acción
que mi Conciencia rechaza. (Se sienta on el canapé.)
Rob. Aún están de sobremesa. No se nos presentará ocasión
más propicia. Diez pasos la separan á usted de la li-
bertad...
Ivona. Márchese usted.
Rob. Pero iVona de mi alma; perdón, estoy loco. Piense
usted que dentro de unos minutos vendrán para lle-
vársela al convento.
IVONA. (Tratando de no darle oídos.) ¡Por Dios!
Rob. ¿Qué digo al convento? Á la cárcel. ¿Qué es la cárcel?
La tumba.
Ivona. Me hace usted daño.
Rob. Y que en vano la reclamaríamos á usted mi tío y yo.
El que cae en esa huesa no sale más: Aunque grite no
se le oye.
Ivona. Ya lo sé...
Rob. Pues bien... huyamos.
— 13 —
Ivona. No, antes la tortura, antes la muerte que faltar á mi
deber.
Rob. (Fuera de sí.) El mío es no dejar que usted se pierda
por escrúpulos insensatos.
Ivona. Basta.
Rob. No defenderla á usted sería convertirme en el más
cobarde de los hombres y en el más estúpido de los
amantes. (Tratando de llevársela por fuerza.)
IVONA. ¡Ah! (Con un grito arrancado por el pudor.)
Rob. ¡Ivona! ¡Alma de mi alma! Mujer mía ante Dios. .
Vamos.
Ivona. Por piedad.
ROB. (Persistiendo violentamente y embriagándola con sus palabra»
llenas de pasión.) Montignac nos aguarda. Seremos sus
dos hijos.
Ivona. (Con voz desfallecida.) Favor... Socorro...
Rob. Nos ofrece la felicidad, la vida, el amor...
IVONA. (Desprendiéndose de Roberto y corriendo á la puerta de la dere
cha ) ¡Á mi... Madre mía... Sálvame. (Cae sentada en_
el foro.)
Rob. (Desesperado.) Todo se ha perdido.
ESCENA X.
LOS MISMOS, el CORONEL, SERAFINA y CHAPELARD.
SEKAF. (Entrando vivamente.) ¿Qué es esto? (\íiendo á Roberto.)
¿Usted aquí?
Coron. ¿En el cuarto de Ivona?
Chap. (Ap.) (Cómo se complica el asunto.)
Coron. (Furioso á Roberto.) Si yo le matase á usted ahora como
á un perro...
Ivona. (interponiéndose.) No... no es culpable... Yo... yole he
llamado.
Todos. ¿Qué?
Rob. Juro á ustedes por mi honor que he venido por mi
propio impulso.
_ 74 —
IVONA. (Ap. Espantada de sus palabras.) (¡Oh! ¿Qué es lo que he
dicho.) (Cae sobre el canapé.)
Coron. (Á Roberto.) Lo creo, porque lo confirman sus voces
en demanda de socorro. ¿Pero es usted por ello menos
digno de mi cólera? ¡Miserable!
Seraf. (ai Coronal.) Silencio. Pueden oirte.
Coron. ¿Y qué me importa?
Chap. Nada de escándalos, Coronel. Todo lo que usted
quiera, pero el escándalo jamás, (suba la escena.)
Seraf. (á Roberto.) ¿Por dónde ha entrado usted?
ROB. Por la Verja. (El Coronel sigue á Chapelard.)
Seraf. Pues ya sabe usted por dónde tiene que salir. Mi hija
no debe temer nuevas asechanzas, porque ahora mis-
mo va á entrar para siempre en un convento.
Rob. ¡Oh! Coronel.
Coron. ¿Qué hay?
Rob. Á usted me dirijo respectuosamente como hombre
razonable y de corazón entero y generoso. No deje
usted que se cometa semejante iniquidad.
Seraf. Basta.
Rob. Baronesa. Soy joven, noble, rico, taño á Ivona. Otor-
gúeme usted la dicha de llamarme su esposo.
Seraf. ¡Qué audacia!
Rob. Diga usted más bien: ¡Cuánta admiración por sus vir-
tudes! ¡Qué respeto á su virginal pureza!
CORON. (Dudando después de mirar á Serafina.) Después de todo...
si la quiere como dice.
Seraf. Acabemos. (Á Roberto.) Salga usted, por última vez.
Rob. Señora. Es usted implacable. Está bien; me voy ago-
biado por la humillación, pero no vencido. (Á ivona.)
Una palabra sola de usted ha vastado para labrar mi
redención. Soy otro hombre y lo probaré. Baronesa,
Ivona constituye desde hoy la esencia de mi vida y la
arrancaré de las manos de los verdugos, pese á quien
pese. (Vaso por el foro.)
— 75 —
ESCENA Xí.
SERAFINA, IVONA, el CORONEL, CHAPELARD, ÚRSULA
i DOMINGO.
Seraf. (ai Coronel.) ¿Y oyes con esa calma los insultos que me
dirige?
Coron. Por evitar el escándalo. ¿No me has mandado callar?
Seraf. Antes; pero ahora...
Coron. Es que ahora precisamente me gusta á mí ese mozo.
Lo encuentro sincero, apasionado, decidido.., Y en
suma, que tamhién ha operado él mi redención. Me
paso al enemigo, con armas y bagajes. El Coronel re-
nace de sus cenizas.
Chap. ¡Jesús!
Seraf. (á ivona.) ¿Estás dispuesta?
Ivona. Cuando ordenes.
Seraf. (á Doming-o que aparece.) El carruaje.
Dom. Señora. No parece el cochero. Salió y no ha vuel-
to aun,
Seraf. Tome usted uno cualquiera de plaza, (vase Domingo.
Úrsula entra trayendo el sombrero de Serafina.) Úrsula. Diga
usted á Ágata que la esperamos.
Úrsula. La señorita no está en casa.
Seraf. ¿Adonde ha ido?
Úrsula. No lo sé. Se ha marchado precipitadamente. (Úrsula
so va.)
Seraf. Es imposible... (Á Chapeiard.) Hágame' usted el favor
de acompañar á Ivona hasta el coche. Los sigo á us-
tedes. (Vase por la derecha.)
ESCENA XII.
EL CORONEL, IVONA y CHAPELARD.
Chap. ¿En marcha?
Ivona. Vamos. Adiós, (aí Coronel.)
Coron. (ap. Besándola.) ¡Si las cosas se pudiesen arreglar á
palos!
— 76-r-
Chap. Valor, hija mía.
Coron, Sí... Valor. Pedazo de mi alma, ¿Quién sabe aun?
IVONA. No; todo ha concluido para mí. (Sale por la izquierda con
Chapelard.)
Coron. (Ap,) (Yo voy á hacer aquí una de pópulo bárbaro.)
ESCENA XIII.
SERAFINA y el CORONEL.
Coron. ¿Y bien?... ¿Ágata?
SERAF. Se ha fugado... (Muy agitada.)
Coron. ¿Y adonde ha ido?
Seraf. No lo sé... Pero si tuviese la audacia de haberse re-
fugiado en casa de su marido...
Coron. ¿Y llamas audacia á hacer lo que manda Dios?
Seraf. Pronto. Toma el sombrero y corre á la calle Lepe-
lletier.
Coron. ¿Yo? Que vaya al diablo. Esta tarde como jamón con
salsa de interjecciones.
ESCENA XIV.
LOS MISMOS, CHAPELARD.
CHAP. Auxilio, favor... (Despavorido.)
Los dos. ¿Qué ocurre?
CHAP. Volemos... Una Silla,.. (Sentándose.)
Seraf. ¿Ivona?
Chap. Me la han robado.
Los dos. ¿Qué?
Chap. En mis barbas, Al subir en el carruaje. Me han dado
con la portezuela en el estómago y...
Coron. Ese joven sin duda... Cumplió su amenaza... Yo le
alcanzaré. (Sale corriendo por la izquierda.)
Seraf. (Apnrte.) No. no es Roberto. El otro... el otro ha sido,
jMadre herida! Á luchar hasta morir. (Vase.)
FIN DEL ACTO TERCERO.
ACTO CUARTO.
En casa de Montignac en Auteuil. Salón de gusto severo y anticuado. Á
la derecha la entrada á un cuarto. En el fondo chimenea entre dos
puertas abiertas sobre un jardín, con escalinata, A la izquierda, en pri-
mer término, un SBCTetüire. En segundo, una puerta de comunicación.
Sillas, butacas y una mesa en el centro. Sofá cerca de la mesa, á la
izquierda.
ESCENA PRIMERA.
MONTIGNAG arreglando unes papeles y rompiendo Otros. Luego
OLIVERIO,
Mont. Todo está dispuesto. El coche, los cambios de tiro...
¡Qué lentas pasan las horas! Hay que matar el tiem-
po... Papeles inútiles... ¿Esto otro? Al cesto... ¿Dónde
estarán?... (Tomando un paquete.) ¡Ah! Aquí. Las cartas
de Ivona. Esta fué la primera. (Mirando una.) Tenía seis
años,.. ¡Ángel mío! Parece que aspiro el perfume de
la niñez. Alegría y candor al principie: nubes después,
y al fin, tristeza y lágrimas... (Las besa.) ¡Santas reli-
quias, venid, os guardo junto á mi corazón para leer-
las de nuevo al lado Suyo. (Las guarda en el bolsillo del
pecho de la levita, y toma otro paquete del Secretdire.) Es-
tas, marchitas y pálidas son las de su madre; de la Se-
— 78 —
rafina de entonces, enamorada y celosa. ¡Cuánta pa-
sión para venir adonde hemos llegado!... Son armas
de que no se debe uno desprender; pruebas que pue-
den ser útiles. Las pondré con las de Ivona... ¿Por
. qué no?" Los extremos se tocan. (Juuta, atándolos ambos
paquetes, y se los guarda de nuevo en el bolsillo.) Este es el
proceso de mi vida. (Mirando al reloj.) Medianoche. Tres
horas más y en marcha. (Escuchando á la puerta.) Toda-
vía duerme; no se oye ningún ruido.
Oliv. Me han dicho que tu casa está abierta para mí.
Mont. (Abrazándolo con efusión.) Mi buen Oliverio.
Oliv. Otro abrazo. Pero di: ¿Tú no envejeces?
Mont. Cada día un poco. ¡Cuánto te agradezco que hayas
acudido á mi cita!
Oliv. Y hasta el Senegal hubiera yo ido por estrecharte la
mano.
Mont. Al Senegal, lo comprendo; pero venir á Auteuil, á
estas boras y á esta calle...
Oliv. Efectivamente; está en un desierto. ¿Por qué has ele-
gido un barrio tan excéntrico?
Mont. Baja la voz.
Oliv. ¿Hay alguien contigo?
Mont, Sí... Pero duerme en este momento, y con las puer-
tas cerradas, no hay miedo de que nos oiga. ¿Fumas?
(Ofreciéndole cigarros de una caja.)
OLIV. Siempre... (Tomando uno.)
Mont. (sentándose en al canapé.) Pues si. Esta casa es una he-
rencia de mi padre. No he vivido nunca en ella. Las
raras veces que he venido á París, me instalaba en el
centro. Pero, como ves, está aislada... la envuelve
cierto misterio, la embellece ese jardín,., y la he con-
servado por conveniencia entonces, y ahora por...
OLIV. (Encendiendo el cigarro y sentándose enfrente de Montig-
nac.) Por gratitud. Comprendido. Recuerdos dulces...
Bribón.
Mont. ¿Y tú, dónde le albergas? Mi criado se ha vuelto loco
buscándote.
— 79 —
Oliv. Calla. Si es toda una novela. Te presento á un hom-
bre feliz. Por la primera vez, desde que me he casa-
do, he conseguido abrazar hoy á mi mujer como yo
lo entiendo: á cuerpo que pides.
Mont. ¿Qué me cuentas?
Oliv. Es una joya mi Ágata... cuando no tiene á su lado á
su mamá.
Mont. ¡Ahí ¿Serafina?
OLIV. No me hables de Serafina. (Mirándole y enseñándole los
dientes.) No me hables de ella. Muerdo.
Mont. ¡Hola!
Oliv. Detesto á los devotos.
Mont. Á los malos, me lo explico; pero á los buenos...
Oliv. ¿Dónde están?i
Mont. Aquí tienes uno.
Oliv. ¿Tu?
Mont. Yo. (Levantándose.) El más sincero, el más ferviente de
todos.
Oliv. Un lobo marino.
Mont. Pues ahí verás. No busques incrédulos entre nostros.
El marino cree y practica. Reza cuando estalla la tem-
pestad, y se encomienda á Dios en el momento del
combate. Lo que no le impide cumplir con los deberes
de soldado.
Oliv. Lo creo; pero conven conmigo en que Serafina obser-
va una religión peculiar suya...
Mont. Tal vez.
Oliv, Que hacía de mi casa un infierno. Me he visto preci-
sado á jugar el todo por el todo. Así, pues, esta tarde
he hecho mi maleta y le he dicho á mi mujer que me
trasladaba á la calle Lepelletier, pared por medio con
una bailarina de la ópera.
Mont. Te has declarado en rebelión.
Oliv. Con un resultado prodigioso. Á las cinco me despren -
día de las garras de mi suegra. Á las seis tomaba po-
sesión de mi nuevo domicilio; y á las ocho abría la
puerta para ir á comer en el café Inglés, cuando una
- 80 -
mujer tapada hasta los ojos y palpitante de emoción,
se arrojó en mis brazos...
Mont. ¿Era la tuya?
Oliv. Ágata, á quien he tenido estrujada contra mi corazón
durante cinco minutos, paladeando las dulzuras de
una escena desconocida aun en nuestro hogar. Figú-
rate... Mi mujer, en mi cuarto, conmigo y sin su ma-
dre. No... no. Es una de esas cosas que no pueden tra-
ducirse al lenguaje común.
Mont. Lo colijo.
Oliv. Hemos comido juntos en el mismo plato jamón y que-
so que salí á comprar. Llorábamos de alegría y nos
limpiábamos los ojos con la servilleta... ¡Un idilio!...
Mont. Vuélvete al lado suyo; no la dejes sola. Mi objeto se
reduce é decirte que me marcho.
Oliv. ¿Tan pronto?
Mont. Esta misma noche.
Oliv. ¡Cómo! Á ver, á ver. Engolfado en mi alegría que na-
da tiene que ver con tus asuntos... olvidaba ..
Mont. Al contrario, se relacionan muy íntimamente. Tú hu-
yes de Serafina y yo te imito.
Oliv, Pero ¿por qué?
Mont. Ivona es mi ahijada...
Oliv. Adelante.
Mont. Yo soy soltero, no tengo hijos y la quiero como un
padre. Serafina está celosa; porque presiente que
mientras yo respire no enterrarán viva á esa criatura.
Oliv. ¿Tratas de impedirlo?
Mont. Á toda costa.
Oliv. ¡Ya! ¡Vamos! ¿Y me llamas para ayudarte? Ordena.
¿Qué hay qué hacer? (Voz de Roberto dentrp.)
Mont. Gracias. Estaba seguro de tu lealtad, Pero silencio...
Aquí llega otro á quien aguardaba con impaciencia.
Oliv. ¿Es Roberto?
Mont. Sí; le encontré esta tarde comiendo como un gamo y
le di cita...
— 81 —
ESCENA II.
MONTIGNAG, OLIVERIO , ROBERTO.
Mokt. Buena hora de venir; te esperaba para comer.
Rob. Dispénseme usted... pero lo que ocurre me tiene como
loco.
Oliv. ¿Qué pasa?
Rob. Han robado á Ivona.
Oliv. No, hombre, confundes. La robada es Ágata.
Rob. Te digo que es Ivona. Tío, por Dios, es su ahijada de
usted., ella le quiere con frenesí, yo la adoro con to-
da mi alma... Salvémosla.
Oliv. Pero, criatura, no disparates...
Mont. El hecho es cierto.
Rob. ¿Lo sabía usted ya?
Mont. Ivona está aquí.
Oliv. ¡Cómo! ¿Has sido tü el raptor?
ROB. ¿Aquí?... ¿Usted?... (Echándose en sus brazos.) ¡TÍO de mi
corazón!... ¡Tío de los tíos!...
Basta, basta...
¡Qué idea tan sublime! ¡Otro abrazo!
(Deteniéndolo.) ¿Tanto la amas?
Más todavía.
Ya nos ocuparemos de eso.
Sí, si... tiempo hay. (Á Mon%nac.) ¿Pero tú has pensa-
do lo que has hecho? Es de una gravedad suma.
No lo desconozco.
¿Y cómo te has compuesto para?...
Sin pensarlo. Al salir de ver á Serafina, comprendí sus
intenciones. Ocultarla á mis ojos, impedirme el que
llegara hasta Ivona, encerrándola en cualquiera parte
Pero presintiendo que para ello aguardaría á que ce-
rrase la noche, dejé á Ambrosio, mi fiel criado, la mi-
sión de vigilar la casa y corrí al Ministerio donde á
las cinco me daban la orden de salir á tomar el mando
6
— 82 —
de la escuadra que está en Ghérburgo. No había tiem-
po que perder. . .
Rob. No.
Mont. Hago que enganchen en las cocheras de Brión dos
buenos caballos á una sólida berlina, y vuelvo á la ca-
lle de Casette donde sé por mi atalaya que todo está
tranquilo. Me quedo en observación dentro del ca-
rruaje á pocos pasos de la casa de la baronesa.
Oliv. Abrevia.
Mont, Llega por fin la noche. El cochero del hotel ayuda al
conserje á cerrar la puerta y cruza el arroyo para en-
trar en el café vecino. «Ambrosio, le digo á mi lebrel^
sigúele, pónmelo borracho como una cuba y ocúltalo
donde no lo encuentre nadie,»
Rob. ¡Qué inspiración!
Mont. Pasa media hora. Vienen y van luces de un cuarto á
otro. Todo indica que la marcha se acerca. Un criado
abre el portón, mira en varias direcciones, y al ver mi
berlina: «Cochero, pregunta: ¿Está usted libre?» El
aludido, que tenía ya la consigna, responde que sí y
avanzamos. El corazón se me salía del pecho. Enros-
cado como una serpiente en el fondo del coche, veo
aparecer á Chapelard y á Ivona. Abren; ésta sube pri-
mero; cierro de golpe; los potros salen desbocados; y
antes de que la pobre niña deje escapar un grito: «Si
quieres tomar el velo, la digo estrujándola entre mis
brazos, tendrás que optar por el de desposada, porque
monjas no las admito á bordo.»
ROB. (Entusiasmado.) Colosal, épico.
Oliv. Sí., bien cortado; pero falta el cosido.
Mont. Poseo la aguja... de marear.
Oliv. ¿Y qué piensas hacer?
Mont. Ponerme en camino á las tres de la madrugada en una
silla de posta y llevármela.
Oliv. ¿A Cherburgo?
Mont. Á Cherburgo.
Oliv. ¿Y luego?
- 83 —
Mont. Embarcarla..,
Oliv. ¿Y después?
Mont. Dios dirá.
Rob. ¡Qué generación! Nosotros somos pigmeos al lado de
estos titanes.
Oliv. Pero señores, por Dios... ¿Se han vuelto ustedes lo-
cos? Todo eso es muy bonito para una novela, pero en
el mundo, las cosas no se hacen así. Se trata de una
menor, y hay policía, autoridades, jueces... No se ro]3a
á una muchacha con esa facilidad.
Rob. Todos los días tenemos ejemplos de casos parecidos.
Oliv. Yo no te pido tu parecer. Hablo con tu tío, que es un
hombre razonable. Déjanos,.. (Roberto se aleja tratando de>
descubrir el cuarto en que se oculta Ivona.) MontignaC, Vliel-
ve en tí. Vendrán en tu busca.
Mont. ¿Quién? Y aun suponiendo que sospechen, nadie co-
noce esta casa más que tú.
OLIV. (Á media voz después de cerciorarse de que- Roberto no les es-
cucha.) ¿Y Serafina?
Mont. ¿Por qué dices eso?
Oliv. No lo sé... Se me ocurren unas ideas muy extravagan-
tes... Te tengo por hombre tan sesudo, que al verte
cometer esa cadetada no puedo por menos de pregun-
tarme si por mucho que se la quiera, es capaz una
simple ahijada de inspirar un golpe de estado de tal
magnitud.
Mont. Oliverio.
Oliv. No... si yo no exijo ninguna confidencia; pero conven
en que Serafina conoce esta casa mejor que yo. (Rober-
to buscando, desaparece por el foro.)
Mont. Y aunque así fuese.
Oliv. La conoce...
Mont. Yo no he dicho...
Oliv. ¡Y eres el padrino de Ivona! ¡Ángeles y serafines!...
¡Qué abismos descubro!... mi suegra...
Mont. Silencio...
Oliv. No cabe duda; debí suponerlo por lo implacable que
— 84 —
es con los otros.
Mont. ¿Te quieres callar?
Oliv. Si lo hubiera sabido antes... ¡Dios de las batallas!...
Mont. Baja la voz... Roberto...
Oliv. Es verdad. Pero, desgraciado, estás perdido. La baro-
nesa va á venir.
Mont. Así lo creo.
Oliv. Huye de ella, escóndete.
Mont. Al contrario; la espero á pié firme. Al enemigo de
frente.
Oliv. La acompañará la policía.
Mont. No. Vendrá sola. Sabe perfectamente que poseo armas
COn qué reducirla á la impotencia. (Dejando ver Las cartas )
Oliv. ¿Sus cartas? ¿Piensas servirte de ellas?
Mont. Para salvar á mi hija del martirio...
Oliv. Tienes razón; yo haría otro tanto. Tratándose de una
hija.., (Viendo llegar á Roberto y paliando la frase.) ...da.
Una ahijada...
Rob. (Bajando.) Tío... ¿No me la dejaría usted ver un mo-
mento?
Mont. ¿Pero la amas de veras?
Rob. ¿Lo duda usted?
Mont. ¿Lo bastante para despedirte de la vida frivola que
has llevado hasta ahora?
Rob. Lo juro por mi honor.
Mont. Lo veremos. Dentro de tres días te espero en Cher-
burgo para tomarte á bordo.
Ros. Gracias, gracias. Pero, déjeme usted estrechar la
mano de Ivona.
Mont. Arregla primero tu maleta y vuelve. Ágata estará
aquí entonces, y en su presencia te permitiré que la
arrulles. Porque supongo que traerás á tu mujer (á
Oliverio) para que se despida de su hermana.
ROB. VaniOS pronto... ( Vuelve h retirarse como antes.)
Oliv. Ya te sigo... ¡Ah! (Á Montignac.) Á todo esto no me
has dicho cuál es mi misión.
Mont. Tenerme al corriente de cuanto ocurra durante mi
— 85 —
fuga. Aquí está la nota con los cambios de tiro, clave
secreta para el telégrafo, y puntos de parada. (Dándole
un papel.)
OLIV. Descuida. Pero Oye Un Consejo. (Á media voz señalando
el bolsillo en que Montignac guarda las cartas.) Esas Cai'tilS
no las guardes ahí.
Mont. ¿Por qué?
Oliv. ¿Quién sabe?... Serafina llegará hidrófoba... Se te
echará al pescuezo...
Mont. ¡Qué ocurrencia!
Oliv. Ponías bajo llave. Créeme. Esa mujer tiene ojos y
manos de suplemento. No pierdas tus armas.
MONT. (Abriendo el Secretdire y guardándolas en un cajón.) Dices
bien... Por si acaso...
Oliv. ¿Es buena la cerraja?
MONT. Convéncete. (Cerrando con llave.)
Rob. (Apareciendo.) ¿No acabas hoy?
Oliv. Á tus órdenes. Hasta ahora mismo.
Mont. Gracias por todo.
Oliv. Yo te las doy á tí.
Mont. ¿De qué?
Oliv. Ahí es nada... Procurarme la ocasión de hacerle daño
á mi Suegra... (Vánse Roberto y Oliverio.)
ESCENA III.
MONTIGNAC ó IVONA.
MONT. (Dando algunos pasos hacia la puerta de la derecha y déte*
niéndose.) No... Tengo tiempo de anunciarla el viaje.
Cuanto más tarde será mejor. (Llegando á la puerta y
aplicando el oído.) Aún descansa.
IVONA. (Entreabriendo la puerta.) ¿Qué haces?
Mont. No te creía despierta.
Ivona. Si no he llegado á dormirme.
Mont. Pues no te vendría mal algún reposo.
Ivona. No insistas. Después de lo ocurrido...
Mont. Te ha impresionado. ¿Verdad?
86 —
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
Ivon a.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA .
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
Figúrate. Creerme en marcha para la reclusión y en-
contrarme libre... ¿Pero dónde estamos? ¿Qué casa es
esta?
La mía en Auteuil. ¿No te lo he dicho?
Es verdad. No me acordaba. ¿Y hasta cuándo vamos
á permanecer aquí?
¿Á tí que te parece?
¡Ay! Yo qué sé. ¡Estoy tan aturdida aún!... ¿Sabes
que es espantoso lo que has hecho?
No...
Sí.
¿Hubieras preferido la clausura?
¡Oh! Jamás.
Entonces...
Pero en fin... Reflexiona el estado en que estará mi
pobre madre. Ponte en su lugar. Es horrible verme
desaparecer de ese modo. ¿No la avisaremos?
¿Que estás aquí? Si quieres volver con las monjas.
Ni pensarlo, Pero tal vez se pudiera conciliar todo.
¿De qué manera?
Escribiéndola tú. «Tengo á Ivona en mi poder. Venga
usted á buscarla, pero prometiendo usted que no la
llevarán al convento.»
Te encerraban en él enseguida.
Puede que no.
¡Alma mía! ¿Quieres mucho á tu madre?
Ya lo creo.
Y sin embargo, ha sido bien cruel contigo.
No, pobrecilla. Es que se equivoca; pero lo hace con
tan buena intención.
Con todo... Sus errores labran tu desdicha. No me ha-
blabas así de ella en las cartas tuyas que conservo.
¡Cómo! ¿Las has guardado?
Sin faltar una.
¿Las que te escribía en el convento?
Y las anteriores. Desde la primera en que me dabas
los días, con unas patas de mosca, así...
— 87 —
Ivona. ¡Ay! k verlas...
Mont. No puede ser; las tengo guardadas.
Ivona. ¿Las volveremos á leer juntos?
Mont. Cuando quieras. Y tú dirás si las últimas son tan tier-
nas como las que te empeñas en mandarle ahora.
Ivona. ¿He hablado yo mal de mamá?
Mont. No, mi vida. Tú eres incapaz de hacerlo; pero te que-
jas, sufres, y para el que las lee, resulta evidente que
tu madre es la sola causa de tus disgustos.
Ivona. Hay que quemar esas cartas.
Mont. ¿Quemarlas?
Ivona. ¡Si cayeran en sus manos!...
Mont. ¡Oh! Descuida.
Ivona. No importa; no me lo rehuses. Si la culpa es suya, no
me toca á mí decirlo, y escribirlo mucho menos. Mi
madre es desgraciada; padece, llora también. Promé-
teme que las quemaremos.
Mont. Corriente; nos entretendremos en ello durante el viaje.
Ivona. ¿Qué viaje?
Mont. El que vamos á emprender.
Ivona. ¿Y adonde?
Mont. Lejos de las celosías.
Ivona. Eso es muy vago... precisa más.
Mont. Pues bien; á Cherburgo.
Ivona. ¿Y cuándo?
Mont, Esta noche.
Ivona. ¿Para volver?
Mont. Lo más tarde posible.
Ivona, ¡Oh! ¿Y mamá?
Mont. Mamá, siempre mamá... Eres una ingrata.
Ivona. ¡Cómo!
Mont, La quieres más que á mí... bien se ve.
Ivona. No.
Mont. Sí, sí.
Ivona. Tú... es diferente.,. Eres mi padrino; pero ella es mi
madre.
Mont. ¿Y qué?
88 —
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
Ivona.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
IVONA.
MONT.
Iyona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Que la ternura que le profeso es un deber sagrado*
Mientras que la que siento por tí, puede decirse que
se la robo á ella. Reflexiona á cuál de los dos le asiste
el derecho de estar celoso.
De modo que si estuviera aquí y te vieras en la preci-
sión de escoger entre su mandato ó el mío?...
¡Qué afán de torturarme!...
Pero en fin... ¿Á quién seguirias?
Á ella.
Pues la voy á buscar...
¡Oh! No. ¡Cuando no está á mi lado me es tan dulce
obedecerte!
Pedazo de mi vida. Tienes razón... Es tu deber. ¡Entre
tu madre y yo!.. Pero... ¿Si yo fuese tu padre?...
¡Oh! Entonces...
¿Te someterías á mi voluntad?
Sí... porque serías el amo.
Con todo, en tu casa hay uno.
¿Papá? Ha abdicado... Y tú, no hay temor de que ce-
dieses...
No, por mi nombre.
¡Todo iría tan bien! Tú no querrías más que darme
gusto y yo me desviviría por complacerte... ¡Qué lás-
tima que no seas!...
¿Qué?
¡Ay! no... Iba á decir una monstruosidad.
Acaba, amor mío, te lo ruego.
Nunca.
¡Qué lástima que yo no sea tu padre! ¿Es eso?
(Tapándole la boca.) Yo no lo he dicho.
(Extasiado.) ¿Pero lo piensas?
¡Qué descastada! Tan bueno que es el pobre para con-
migo.
¿Y yo? ¿No soy cien veces mejor?
Sí... pero...
¿Ha cuidado él de tí en la niñez, como yo lo he hecho?
¿Ha conducido tus primeros pasos y sorprendido tu
MONT.
Ivon a.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont.
Ivona.
Mont,
Ivona.
primera sonrisa? ¿Quién ha pasado las noches al lado-
de tu cuna? ¿Es á él ó á raí á quien tú has comunica-
do tus pesares? ¿Hoy mismo, cuál de los dos te salva
de la prematura muerte á que se te condena? Soy yo,
siempre yo. ¡Oh! Ivona mía, tu instinto no te miente
al inclinarte hacia mí. Adivina que la verdadera pa-
ternidad reside en este corazón todo, todo tuyo... Por
consiguiente, me obedecerás, me seguirás, segura de
que no he de hacerte sufrir, porque soy tu padre...
(Abrazándole.) Sí... Mi segundo padre.
(Deteniéndose con amargura.) ESO... eSO es, el... Segundo.
(Ap.) (¡Dios mío! ¡Tan dichoso que sería con una
sola palabra y no poderla pronunciar!...)
¡Cómo! ¿Lloras?
(Cubriéndola do besos.) Sí, hija. (Ap.) (Esto al menos me
es dado decirlo, (auo.) Hija de mis entrañas. Hija
mía, mía, mía...
¡Oh! ¡Cuánto sufres! ¿Estás celoso?
Sí.
Pues bien... Oye. (Á media voz.) pero muy quedito, por-
que hago mal... (Enteramente al oído.) Te quiero más
que á él. No se lo digas á nadie.
(Radiante de alegría y besándole las manos.) [Ah!... ¡Qué
feliz soy! ¿De modo que nos iremos?
Con una condición. Que me dejes escribirle á mamá..
¿Qué?
Papá... te lo sacrifico, pero mi madre no.
Permíteme siquiera elegir el momento de dar curso á
tu carta.
Bueno.
Entonces escribe.
(Yendo -vivamente al fondo.) Ahora mismo. (Volviendo.)
¡Ah! Dime.
(Sentado en el canapé y mirándola con embeleso.) ¿Qué?
¿Nos vamos solos?
Con un criado.
¡Ah!
— 90 —
Mont. ¿Quién más quieres que nos acompañe?
Ivona. Creí... que tal vez viniera otro...
Mont. ¿Roberto?
Ivona. (vivamente.) Lo he preguntado sin intención...
Mont. Ya lo colijo... Pues no; se queda.
Ivona. ¿Por qué?
Mont. No me inspira confianza... Es un muchacho ligero...
sin convicciones...
Ivona. (interrumpiéndole.) Te equivocas, te equivocas. Si le
hubieras oído como yo... Créelo, siente lo que dice.
Mont. (Levantándose.) Ya hablaremos de eso cuando nos re-
unamos allá con él.
Ivona. ¿En Cherburgo?
Mont. Sí.
Ivona, ¡Qué alegría!... Gracias, gracias...
Mont. ¡Tesoro mío!... ¡Cuánta franqueza! ¡Qué sinceridad!
Ahí no hay doblez. (Ap.) (Se parece á su padre...)
Ivona. Pero... ahora que pienso. En mi cuarto no hay papel
ni tinta.
MONT. (Abriendo el Secretdire.) Aquí tienes de todo, (ivona pre-
para una pluma y busca papel y sobres. En este instante se r ye
dentro un silbido prolongado y penetrante.)
Ivona. ¿Qué es eso?
Mont. (ap. Alarmado.) (¡La señal!) 'Alto.) Nada... (Ap.) (El
enemigo se acerca. Ambrosio me previene.) (Alto.;
Aguárdame.
Ivona. Pero...
MONT. Un instante. Vuelvo. (Se va precipitadamente.)
Ivona. ¡Qué plumas tan malas!... ¿No hay otras?... No. Se
conoce que mi padrino lo ha guardado ya todo para
el Viaje, (Revolviendo cajones da con las cartas-) ¿Y este
paquete? Por lo visto se le ha olvidado. (Mira las últi-
mas.) ¡Ay! Si son mis cartas. Me gusta el caso que
hace de ellas. Me las llevaré yo. ¡Qué susto le voy á
dar! Después las guardaremos. (Se las guarda en el bol-
sillo y cierra el secrelaire.)
MONT. (Entrando azorado y echando la llave al Secretdire.) Pronto;
— 91 —
retírate.,.
¿Y cómo escribo?
En tu cuarto...
Déjame tomar papel y...
Luego. .
Y á propósito de cartas. ¿Qué has hecho de las...
¡Por DiOS Santo!... (Empujándola hacia la puerta.) Más
tarde hablaremos. Escóndete.
¿Esperas á alguien?
Sí... Y llega ya... Y no debe verte.
Adiós. ¿Tengo tiempo de descansar un poco?
Sí... Sí... Márchate. (Cercando la puerta tras Ivona.) Res-
piro. Ya era tiempo.
ESCENA IV.
MONTIGNAG y SERAFINA.
(Vestida de negro penetra resueltamente con altanería, y des-
pués de recorrer el cuarto con la mirada, clava sus ojos en Mon*
tíg-nac procurando dominar su emoción.) ¿No me pregunta
usted por qué vengo á esta casa?
No, señora.
Hace usted bien... sería inútil. ¿Es usted quién se ha
llevado á mi hija?
(Con mucha calma.) Sí, yo me he llevado á nuestra hija.
¿Y con qué objeto?
Porque no me acomoda que vaya al convento,
(Detrás del canapé.) Supongo que se trata de una irrefle-
xión... Ha querido usted darme un susto; vengarse de
la escena de esta mañana... En fin; ya está hecho...
Ahora devuélvamela usted.
No... No hay irreflexión alguna. Me he apoderado de
Ivona muy formalmente, y más formalmente todavía
me propongo retenerla á mi lado.
Es decir, que me la roba usted.
Como usted me la robaba tratando de suprimirla del
mundo.
— 92 —
Seraf, Para entregársela á Dios y cumplir un voto. ¿Sabe
usted lo que es un voto hecho al pie de los altares?
Mont. (Levantándose ) Y tanto; como que yo también he hecho
uno con la misma solemnidad: El de impedir que mi
hija sea desgraciada,
Seraf. (pasando á la derecha.) ¿Llama usted ser desgraciada á
labrar su salvación al mismo tiempo que la de su
madre?
Mont. Eso... eso es lo que á usted interesa, su propia salva-
ción, y para lograrla le importa á usted poco que su
hija sufra pasión y muerte. «¿No tienes vocación, po-
bre criatura? Que más da. Al convento. Tu madre ne-
cesita todas tus lágrimas para borrar su pasado. ¿Ha
sido coqueta, frivola, liviana; ha hecho traición á sus
deberes de esposa? Pues bien, tú vas á pagar por ella.
Reza, hija mía, reza; yo he bailado por tí. Llora, alma
mía, por lo que tu madre se ha reido. Púdrete en la
soledad de un claustro; desespérate y mutílate para el
amor. La que te dio el ser tiene ya tomado el desqui-
te.» Si llama usted á eso expiar sus faltas, hay que
convenir en que es cómodo el procedimiento para el
pecador. (Sube hacia la chimenea.)
Seraf. ¡Miserables insultos que desprecia una verdadera cris-
tiana!
Mont. Una verdadera cristiana, hubiera ya caido á los pies
de su esposo para confesarle su delito.
Seraf. 4Ah!
Mont. Esa sería la verdadera expiación; la buena, la única.
Pero el heroísmo no cabe en usted.
SERAF. (Pasando delante de él detrás de la mesa.) Ni me lo exige
Dios tampoco. Dios que me dará fuerzas para borrar
mi falta á pesar de todo.
Mont. En nombre de ese mismo Dios que usted invoca:
Busque usted la redención en sus propias mortificacio-
nes, y si es necesaria la clausura entre usted en un con-
vento; pero no se redima usted por poderes.
Seraf. ¿Es decir, que sobre haber sido culpable por usted es
— 95
Searf.
MONT.
preciso que por usted sea también perjura?
Sea usted lo que le dé la gana con tal de no ser mala
madre.
(Bajando.) 'Y es él quien se atreve...
(Siguiéndola.) No empecemos con recriminaciones. Tan
culpable es el uno como el otro. Tengo la conciencia
de mi infamia y la deploro como usted, más que usted:
pero jamás se me ha ocurrido delegarla en un ser ino-
cente. Mi religión es otra y me lo veda.
Hablamos en lenguaje muy diferente para que nos
podamos entender. Acabemos. Quiero mi hija.
Justo; acabemos. No la tendrá usted. (Se sienta en el
canapé.)
Se ha vuelto usted loco sin duda; porque no ignora
usted que con sólo asomarme á esa ventana y dar un
grito, la justicia le obligará á usted á devolvérmela.
Pues llame usted y todo París sabrá mañana que la
recta, la incorruptible, la santa baronesa de Rosanges,
estaba á media noche en casa de su antiguo amante*
Será un soberano desquite para esas impías á quienes
usted condena desde el pináculo de su orgullo, y para
esas desgraciadas pecadoras con las que se muestra
usted tan implacable. Llame usted, llame usted.
Diré que me ha robado usted á mi hija y todo el mun-
do se explicará que la madre venga á reclamársela...
¿Á su padre?
¿Se atrevería usted á publicarlo?
¿Si me atrevería? Dé usted una voz y se convencerá de
ello.
¿Cometería usted la bajeza de delatarme?...
¿Por salvarla? Eso y mucho más.
(Bajando.) ¿Y se tiene por hombre de honor el que así
vende á una mujer?
(Bajando.) ¿No se tiene usted por madre, y tortura á su
hija?
¡Miserable!
(Güipcando la mesa.) Diente por diente. No cometa usted
— 94 —
su infamia y no llevaré á cabo la mía.
Seraf. Pues bien... diente por diente; yo diré que es una ca-
lumnia y que ha mentido USled. (Coniendo á la ventana.)
MONT. (impasible apoyándose en la mesa.) ¿Y las cartas que USted
me ha escrito?
Seraf. (espantada.) ¡Mis cartasl
Mont. Sí.
Seraf. No las conserva usted, las ha quemado.
Mont. Ni una. (Poniendo u mano en el secretaire.) Si necesita
usted pruebas...
Seraf. (Bajando desesperada.) ¡Cobarde, que encuentra buenas
todas las armas para esgrimirlas contra mí! ¡Cobarde!
¡Cobarde! (cae sentada.) ¡Haber pertenecido á este hom-
bre! No poder... No... mentira. Yo no he sido suya
jamás... ¡Dios mío! Tú que todo lo puedes, haz que no
sea así... No quiero... ¡Monstruo!... (Revolviéndose en
el canapé sin dejar de mirar á Montig-aac.)
Mont. (Detrás del canapé.) Me da usted lástima. Y bien, conser-
varé á mi hija... pero...
Seraf. No... no es su hija de usted... Mentís, su padre es mi
marido,,. Él.
Mont. (oprimiéndole el brazo violentamente.) Atrévase usted á re-
petirme eso frente á frente.
Seraf, ¡Ah! Sí... Sí... (Aterrada.) Perdón. Estoy loca. Es us-
ted cruel conmigo. Y todo por haberle amado. ¡Oh!
Acuérdese usted de aquellos días... ¿Quién me lo hu-
biera dicho entonces, cuando á mis pies me juraba us-
ted amor eterno... (Procurando atraérselo con la evocación
de su cariño.) Y sin embargo... Ahora... Al entrar aquí,
mi corazón latía con la misma violencia... y si te hu-
biera encontrado cariñoso, bueno para conmigo...
Porque no en vano te hice dueño de mi corazón... No
puedo odiarte... Una palabra afectuosa... y todo lo
olvido. Devuélveme esas cartas... y renace Serafina.
(incorporándose hasta él.)
Mont. (Estoico.) Pide usted muy caro.
Seraf. (Retrocediendo de un salto.) ¡Oh! He mentido. Le aborrez-
tS —
MONT.
Seraf.
MONT.
Seraf.
Mont.
Seraf.
Mont.
Seraf.
Mont.
Seraf.
co á usted... Me da usted horror...
Así, así; sincera.
¡Ladrón de mi hija! Pero... Dios mío. ¿Dónde estás?
¿No ves que combato por tu causa? Ayúdame,,. Es un
impío... Mátalo...
Conmovedora plegaria.
Ivona... Óyeme; ven... (Gritando.)
(Tratando de hacerla callar.) ¡Silencio!
(Corriendo á la izquierda.) ¿Dónde estás? Te llama tu
madre.
(Sujetándola y tapándola la boca.) Alguien viene.
No importa... gritaré...
Y yo lo divulgo todo.
(Cayendo vencida en el canapé.) ¡Oh! No... Ya me callo...
Piedad... Haga usted lo que quiera de mí.
ESCENA V.
LOS MISMOS y OLIVERIO.
Oliv.
Seraf.
Mont.
Oliv.
Mont.
Oliv.
Mont.
Oliv.
Mont.
Oliv.
Mont.
Oliv.
(Entra por la derecha azorado.) Pronto, MontignaC. (Vien-
do á Serafina.) ¡Ahí ¡Ella!
¡Oliverio!
¿Qué ocurre?
El Coronel está ahí.
¿Sólo?
No; trae gente consigo. Parece ser que han encontra-
do al cochero, y por indicaciones suyas saben que
has sido tú...
No importa.
Yo he venido volando con mi mujer que está dentro,
con Ivona... Pero tienes la casa cercada... Escápate.
Nos alcanzarían.
Entonces, estás perdido.
Aun no. Preven á Ambrosio que abra, que los haga
subir.
Reflexiona.
— 96 —
Mont. No te detengas.
OLIV. Allá VOy. (Se va precipitadamente.)
ESCENA VI.
MONTIGNAC y SERAFINA.
Serap. (Triunfante.) ¿Ahora me la devolverá usted?
Mont. (ciara y terminantemente.) Ni ahora ni nunca* porque va
usted á hacer lo que yo la ordone.
Seraf. ¿Cómo?
Mont. Decir que ha recorrido usted toda la casa; que Ivona
no se oculta aquí...
Seraf. ¿Yo?
Mont. Que está usted segura de ello. Y la creerán.
Seraf. Pero...
Mont. Ó las cartas... (Dirigiéndose ai secretaire.)
Seraf. Es usted un...
Mont. No más injurias. Trabajo por cuenta de los dos. Usted
es devota antes que madre. Retengo, pues, á mi hija,
y la dejo á usted el prestigio de sus santas virtudes.
Seraf. ¡Oh!
Mont. Aquí están ya.
ESCENA VIL
DICHOS, el CORONEL, OLIVERIO y CHAPELARD.
CORON.
Mont.
CORON.
(En la puerta sin ver á Serafina.) Creo que mi visita no
debe sorprenderle á usted. Me he permitido hacer es-
perar abajo á la gente que me acompaña, cuyo minis-
terio puede serme muy útil; pero cuya presencia no
es necesaria para la corta explicación que vengo á pe-
dir de caballero á caballero.
(indicándole con el ademán que pase adelante.) Le agradezco
á usted el que me evite testigos importunos.
¿Sospecha usted por lo tanto lo que me trae aquí á
estas horas?
- 97. —
MONT,
CORON.
MONT.
CORON.
Seraf.
MONT.
CORON.
MONT.
CORON.
Seraf.
Mont.
CORON.
Oliv.
Chap.
Mont.
CORON.
Seraf.
Mont.
Goron.
Mont.
Coron.
Mont.
Coron.
La baronesa ha tenido la bondad de indicármelo.
¡Cómo! ¿Serafina aquí?
Acaba de llegar hace un momento, alimentando la
misma sospecha que usted.
¿Y por quién ha sabido?...
Por un criado...
No nos entretengamos en detalles ociosos, Coronel.
¿Usted me acusa de haber secuestrado á Ivona?
Todo me induce á creerlo así.
(Pasando detrás del canapé.) Pues... padece USted Ull
error. Ya he tenido la honra de explicarme con su ma-
dre y... ella misma podrá convencerle á usted de que
su hija no está en mi casa.
¿Y bien?
No... No Se halla aquí. (Tras un esfuerzo.)
Ya lo oye usted.
Sin embargo, todos los indicios...
Permita usted... La delación de un cochero embriaga-
do no merece el crédito que la confesión de una seño-
ra, de una madre.
Indudablemente... y además... qué interés tendría el
señor...
Lo iba á decir...
No obstante.., (Á serafina.) ¿Estás segura de haber re-
corrido?... (Moutignac abre el secretaire.)
(Temblando.) Todo.
Aquí no hay más que esta sala... aquel gabinete...
(Abriendo el de la izquierda que el Coronel examina.)
(Señalando la derecha.) ¿Y esa puerta?
Conduce á dos cuartos interiores.
¿Están cerrados?
No; pero esta señora los ha visto ya. Sin embargo, si
usted insiste...
Yá que USted me autoriza... (Montignac abre. Serafina so
precipita en la habitación, y sale al momento pálida, cerrando la
puerta iras sí.)
Seraf. No hay nadie... Es inútil
_ 98 —
Coron. Siendo así... ruego á usted que me dispense...
Mont. Su conducta de usted está muy justificada y... si mis
ocupaciones me lo permitieran, me asociaría á ustedes
en las pesquisas...
Antes de retirarnos, desearía deliberar con esos se-
ñores...
Es usted muy dueño, y le suplico á usted que no sal-
ga de mi casa sin la absoluta convicción de mi ino-
cencia...
(Ap.) (¡Qué COSaS oye Uno!...) (El Coronel, Oliverio y Cha-
pelard desaparecen un instante por la escalinata.)
(Ahogada por los sollozos.) ¿De modo... que se la lleva
usted?
Cuidado...
La he visto... Dormida... Tan hermosa, tan pura... Y
acaso por la ultima vez... ¡Es espantoso! (Llorando)
Mire usted mis lágrimas... tenga usted compasión de
mí... Lo pido de rodillas... Haré lo que usted me man-
de... pero devuélvamela usted.
No creo en ese llanto.
Esto es ya demasida cobardía, (ei Coronel \\eg% con lo
otros.)
¿Qué?
Mi hija está allí. Obliga á este hombre á que me la
restituya.
¡Oh!
(Yendo al Secretdire y buscando en vano las cartas con ansie-
dad creciente.) ¡Desgraciada! Sea pues.
¡Qué me importa el mundo entero! Aquí no hay más
que una madre.
(ap.) (Tampoco... ¡Oh! ¡Las tiene ella! ¡Qué castigo
tan horrible!)
¡Ivona!... Hija de mis entrañas... (Llamándola á gritos.)
(Á Momignac.) Toda explicación huelga entre nosotros.
Chap. y Oliv. ¡Coronel!
Mont. Entiéndase usted con este caballero. (Por oliverio.)
Oliv. Pero...
Coron.
Mont.
Chap.
Seraf.
Mont.
Seraf.
Mont,
Seraf.
Coron.
Seraf.
Todos.
Mont.
Seraf.
Mont.
Seraf.
Coron.
— 99 —
Mont. (Ap. á Oliverio.) (Entretente por piedad... un minuto...
me ahogo...} (Oliverio desiparece por la escalinata lleván-
dose al Coronel y á Chapelard.)
Seraf. Luchemos ahora..,
Mont. Silencio por Dios... Basta de recriminaciones. No
perdamos un instante.
SERAF. (Asustada.) ¿GÓmO?
Mont. Un golpe inesperado, infernal. Las cartas de usted...
Seraf. ¿Qué?
Mont. Han desaparecido...
Seraf. ¿Robadas? El Coronel acaso.
Mont. No; ya no es la mujer la que está amenazada en su
honra. Es la madre.
Seraf. ¿La madre?
Mont. Esas cartas están en poder de Ivona...
Seraf. ¡Jesús!
Mont. Aquella pasión criminal, aquellas ardientes frases que
usted misma no podría volver á leer sin rubor... juz-
gadas por ella ... insultando su castidad-..
Seraf. ¡Qué horror!... no será asi... no lo quiero... ¿Dónde
están? ¿Y dice usted que Dios no castiga?...
Mont. ¿Cree usted que yo no sufro?
Seraf. Usted es hombre; pero una mujer, una madre... ¿Qué
sabe usted lo que es eso? La humillación del mundo
se soporta, pero la de una hija... ¿Cómo la beso yo?...
¿Cómo la miro siquiera?...
Mont. Vienen.
Seraf. Que vengan... Si no es ella, los demás solo me ins-
piran desprecio.
Mont. (ai Coronel que vuelve con los otros.) Me atrevo á esperar...
Coron. Basta. No son disculpas lo que vengo á pedir sino
sangre.
ESCENA VIH.
DICHOS, ROBERTO, IVONA y ÁGATA.
Rob, Tome usted la mía, Coronel. El verdadero culpable
soy yo.
400 —
Todos. ¿Qué?
Rob. Amo á Ivona, juré arrancarla del convento y lo he
cumplido. El almirante es solo mi cómplice aceptando
en depósito á mi esposa.
MONT. POCO ápOCO... (Roberto le impone silencio.)
Oliv. (Ap. á Roberto.) Bravo. Tú nos salvas.
Coron. ¿El raptor?...
IVONA. (Echándose en brazos de Montignac para defenderlo.) No. • no
es mi padrino.
SERAF. (Ap. ocultándose.) (¡Ella!)
Mont. (Á. ivona.) ¿Qué dices?
Ivona. (Ap. á Montig-nac) (Yo no quiero que te mate.)
CíiAt>. (Ap.) (¡Qué mundo, señor, qué mundo!)
Coron. (Á ivona.) ¿Y tú has echado ese borrón sobre la frente
de mi hermano? En su nombre yo te mal...
SERAF. (Avalanzándose á su hija que se apoya en un brazo de su ma-
dre, mientras ésta con la otra mano tapa la boca al Coronel.)
¿Y quién eres tú para maldecirla cuando yo la ab-
suelvo por su padre y por mí...
Ivona. ¡Madre mía!
Seraf. Sí. sí... Ángel de mi vida, yo te bendigo... perdóna-
me... ¡soy tan digna de lástima!... Ser de mi ser,
sangre mía...
Ágata. Por Dios...
SERAF. ¿Me queréis todos, Verdad? (Abrazando á sus dos hijas y
dirigiéndose á Ivona.) Y tú, ¿110 me desprecias? (Mirándola
de hito en hito.)
Ivona. ¿Yo... por qué?
Seraf. (á Montig-nac.) Afronto su mirada, si Dios me permi-
tiera que lo ignorase todo...
Mont. (Á ivona.) Díme... ¿tus cartas?...
Ivona. Te habías olvidado de ellas... y las tomé...
MONT. Pero... ¿dónde las tienes? (Serafina escucha con ansiedad.)
Ivona. Oí la voz de mamá. .
Mont. ¿Y qué?...
Ivona. Temiendo que las sorprendiera las quemé...
— 101 —
SERAF. ¡Ah! (Ahogando un sublimo grito.)
Mont. ¿Todo el paquete?
Seraf. ¿Sin leerlas?
Ivona. ¿Para qué?..* Las sabía de memoria. ¿He hecho mal?
Seraf. Qué bueno es Dios. Hoy le comprendo por la voz
primera.
Mont. Ahora... En marcha.
Ivona. ¡Cómo! ¿Te vas? ¿No te esperas para ser testigo de mi
boda?
Mont. No, dentro de tres años volveré para ser testigo de
tU dicha. (Uniéndola á Roberto.)
FIN DE LA OBRA.
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José Fola
José Fola
José Echegaray. ..... ..
E. Gaspar y A. Guimara.
José Fola
ZARZUELAS.
¡Aquello!
Certamen nacional
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El golpe de gracia
En la plaza de Oriente
Epilogo
La cruz blanca
La verdad desnuda
Pepa, Pepe y Pepín
Perder la pista
Plan de estudios
Por España
Quedarse i o albis
Timos conyngales.
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Juan García Cátala
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JRCHIVO Y C0P1STERIA MUSICAL
PARA GRANDE Y PEQUEÑA ORQUESTA
PROPIEDAD DE
FLORENCIO FISCOWICH, EDITOR.
Habiendo adquirido de un gran número de nuestrros me-
jores Maestros Compositores, la propiedad del derecho de
reproducir los papeles de orquesta necesarios á la represen-
tación y ejecución de sus obras musicales, hay un completo
surtido de instrumentales que se detallan en Catálogo sepa-
rado, á disposición de las Empresas.
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franqueo ó libranzas, sin cuyc requisito no serán servidos.