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Full text of "Serafina la devota : comedia en cuatro actos y en prosa"

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EL   TEATRO 


COLECCIÓN  DE  OBRAS  DRAMÁTICAS  Y  LÍRICAS. 

SERAFINA 

LA  DEVOTA 

COMEDIA 

EN  CUATRO  ACTOS  Y  EN  PROSA 


POR 


DON    ENRIQUE   GASPAR 


MADRID. 


FLORENCIO    FISCO WICH,   EDITOR. 

(Sucesor  de  Hijos  de  A.  Guitón.) 

PEZ,  40.— OFICINAS:  POZAS.— 2-2/ 

Í889. 


SERAFINA  LA  DEVOTA. 


V: 


X 


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\3 


SERAFINA  LA  DEVOTA 


COMEDIA 


EN  CUATRO  ACTOS  Y  EN  PROSA 


POR 


DON    ENRIQUE    GASPAR. 


MADRID. 

IMPRENTA   DE    JOSÉ   RODRÍGUEZ, 

Atocha f  400,  principal, 
1889. 


PERSONAJES. 


SERAFINA. 

IVONA. 

ÁGATA. 

PELAGIA. 

ZOÉ. 

ÚRSULA. 

DE  MONTINAC. 

EL  CORONEL. 

OLIVERIO. 

CHAPELARD. 

ROBERTO . 

SULPICIO. 

DOMINGO,  criado. 

SABINO,  groóm. 


Esta  obra  es  propiedad  de  su  autor,  y  nadie  podrá,  sin  su  permiso, 
reimprimirla  ni  representarla  en  España  y  sus  posesiones  de  Ultra- 
mar, ni  en  los  países  con  los  cuales  haya  celebrados  ó  se  celebren  en 
adelante  tratadcs  internacionales  de  propiedad  literaria. 

El  autor  se  reserva  el  derecho  de  traducción. 

Los  comisionados  representantes  de  la  Galería  Lírico-Dramática, 
titulada  El  Teatro,  de  DON  FLORENCIO  FISCOWICH,  son  los  exclu- 
sivamente encargados  de  conceder  ó  negar  el  permiso  de  representación 
y  del  cobro  de  los  derechos  de  propiedad. 

Queda  hecho  el  depósito  que  marca  la  ley. 


ACTO  PRIMERO. 


Salón  rica  y  severamente  amueblado.  Puertas  al  foro  y  en  los  ángulos. 
Chimenea  con  canapé  á  la  derecha.  Mesa  en  la  izquierda.  En  primer 
término  de  la  derecha  una  butaca. 


ESCENA  PRIMERA. 

SULPICIO  y  DOMINGO. 

Sulp.      ¿Y  las  señoras?  ¿En  la  iglesia? 

Dom.        Acaban  de  salir;  aun  las  puede  usted  alcanzar. 

Sulp.      No;  estoy  cansado;  prefiero  tomar  un  poco  de  reposo. 

(Se  sienta.) 

Dom.  No  hemos  tenido  el  gusto  de  verle  á  usted  anoche  por 
aquí.  Se  perdió  usted  una  gran  velada.  Hubo  una  con- 
ferencia... 

Sulp.      Sí...  ¿Quién  la  dio? 

Dom.  El  señor  Chapelard;  su  tutor  de  usted;  se  estuvo  ha- 
blando más  de  una  hora. 

Sulp.      ¿Y  Oliverio  asistió  á  ella? 

Dom.  ¡Oh!  No,  señor.  ¿Para  qué?  Á  ese  no  le  convierte  na- 
da. Es  un  impío. 

Sulp.  El  tal  yerno  de  la  baronesa  es  el  borrón  en  la  familia. 
Y  lo  peor  es,.,  que  habita  la  misma  casa. 


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—  6  — 

Dom.  ¿Á  quién  se  lo  cuenta  usted?  Se  le  reconoce  hasta  en 
la  manera  de  llamar.  ¡Qué  campanillazos!  Dignos  de 
un  hombre  que  no  respeta  nada. 

Sulp.  Por  fortuna  se  ausenta  á  menudo.  Es  un  viajero  infa- 
tigable. Un  explorador... 

Dom.  De  pacotilla.  Los  verdaderos  se  hacen  devorar  por 
las  fieras.  Éste  nos  vuelve  más  gordo  cada  vez. 

Sulp.       (Levantándose.)  Por  Dios,  Domingo,  no  hay  que  desear 

el   mal    del   prójimo...   (En   voz    alta.   Sa    oyen    violentos 
campanillazos.) 

Dom.        Ahí  le  tenemos  ya.   Cada  semana  se  necesita  un 

Cordón  nueVO.   (La  puerta   del  fondo  se   abre  y   deja  ver  á 
Oliverio  y  á  Roberto  dando  sus  abrigos  á  un  groóm.  Bajando  la 

voz.)  ¡Hola!  Hoy  viene  con  él  un  desconocido. 

SüLP.  ¿Quién  podrá  ser?  (Examinándole  de  reojo  mientras  recorre 
algunos  periódicos.) 

ESCENA  II. 

DICHOS,  OLIVERIO  y  ROBERTO. 

Ouv.  ¿La  baronesa  no  ha  vuelto  aun? 

Dom.  No  señor. 

Oliv.  ¿Quieres  esperarla?  (Á  Roberto.) 

Rob.  Si  me  lo  permites... 

Sulp.  Yo  la  veré  ahora  en  la  iglesia;  si  quieren  ustedes  que 

la  diga  algo... 

Oliv.  Gracias,  Sulpicio. 

DOM.  (Bajo  á  Sulpicio  mientras   le  da  el   sombrero.)  Este  debe  Ser 

otro  libre  pensador  como  el  yerno. 
Sulp.       Creo  que  no  te  equivocas. 
Dom.        Me  juego  la  cabeza.  Hay  algo  de  materialista  en  su 

mirada. 
Sulp.       Vamos  á  verlo.  (Alto  á  Roberto.)  Si  quiere  usted  un 

periódico  para  distraerse,  aquí  está.  La  Abeja  mística. 

Trae  un  admirable  artículo  rehabilitando  á  Felipe  II 

de  España. 


_  7  — 

Oliv.       Ardua  tarea.  ¿Quién  lo  firma? 
Sulp,      Goudón,  El  mismo  que  rehabilitó  á  los  Borgias. 
Rob.        (sentado  á  la  derocha.)  ¿Probando  que  los  envenenados 
eran  ellos? 

SULP.         (Ap.  í  Domingo  dirigiéndose   á  la  puerta.)  Domingo.  Este 

joven  es  peligroso;  debe  venir  á  la  casa  con  miras  si- 
niestras. Sería  meritorio  vigilarle. 

Dom.        Se  hará  así. 

Sulp.      Y  hasta  si  se  pudiera  saber  lo  que  hablan... 

Dom.        ¡Cómo!  ¿Ponerme  á  escuchar?... 

Sulp.  Escuchar  no...  Nada  más...  oir.  (aüo,  saludando.)  Se- 
ñores. 

ROB.  Caballero...  (Vánse  Sulpicioy  Domingo.) 

ESCENA  III. 

OLIVERIO  i  ROBERTO. 

Oliv.  Conque  ya  que  estamos  solos...  dime:  ¿De  dónde  co- 
noces tú  á  mi  Suegra?  (Se  sientan  en  el  canapé.) 

Rob.        Si  no  la  he  visto  en  mi  vida. 

Oliv.  ¿Pues  cómo  te  encuentro  á  las  ocho  de  la  noche  lla- 
mando á  la  puerta  de  su  casa? 

Rob.        Ya  te  contaré...  ¿Pero  y  tú?  ¿No  estabas  en  África? 

Oliv.      Acabo  de  llegar.  Y  á  propósito.  ¿Qué  sabes  de  tu  tío? 

Rob.        Le  espero  de  un  momento  á  otro. 

Oliv.  Excelente  amigo,  Montignac;  el  Contra-almirante  más 
bizarro  de  nuestra  armada.  Ya  hace  cinco  años  que 
nos  dejó. 

Rob.        Sí. 

Oliv.      Tendré  un  placer  en  volver  á  verlo. 

Rob.  Y  yo  en  abrazarle;  eso  matará  mis  ocios.  Me  aburro 
soberanamente. 

Oliv.  ¿Y  vienes  á  buscar  distracciones  en  la  calle  Cassette  á 
trescientas  leguas  de  toda  civilización? 

Rob.  La  verdad  es  que  para  el  que  sale  del  verdadero  París, 
este  barrio  no  tiene  nada  de  sonriente.  La  calle  sumida 


—  8  — 

en  las  tinieblas;  ni  un  coche,  ni  un  transeúnte,  salvo 
alguno  que  otro  devoto  dirigiéndose  á  los  oficios. 
Luego  esta  casa  de  macizo  portón,  con  la  tradicional 
gatera,  el  vestíbulo  glacial  y  la  escalinata  de  granito 
monástico;  con  un  portero  que  parece  un  sacristán, 
un  lacayo  que  se  confunde  con  un  pertiguero,  y  un 
groóm  que  tiene  todas  las  apariencias  de  un  mona- 
guillo. Venir  aqui  después  de  haber  comido  á  deseo 
en  casa  de  Brebant,  es  exponerse  á  una  indigestión. 

Oliv.  ¿Y  qué  razón  tan  poderosa  obliga  á  un  mundano  como 
tú  á  separarse  de  las  ostras  y  el  Chablis? 

Rob.  El  motivo  más  tonto  y  más  justificado  al  mismo 
tiempo.  Me  derriban  la  casa  para  abrir  una  calle  nue- 
va y  busco  cuarto.  Doy  con  un  entresuelo  muy  boni- 
to en  el  quai  Voltaire;  pero  tropiezo  con  un  por- 
tero que  con  aire  inquisitorial  me  pregunta:  «¿Es 
usted  rentista? — Sí. — ¿Casado? — No. — No  nos  convie- 
ne usted;  debe  usted  llevar  una  vida  muy  disipada. 

Oliv.       ¡Qué  servicio  paternal  el  de  mi  suegra! 

Rob.  (continuado.) — «¿Es  usted  agente  de  policía?— Caba- 
llero, la  señora  baronesa  quiere  que  sus  inquilinos 
sean  personas  de  una  moralidad  indiscutible.  »  En 
resumen,  como  el  entresuelo  me  gusta,  pido  las  se- 
ñas de  la  propietaria;  me  indican  este  hotel;  llego;  la 
señora  no  recibe  más  que  por  la  noche;  repito  mi  vi- 
sita y  felizmente  me  hallo  contigo  para  que  defiendas 
y  ganes  mi  causa. 

Oliv.  Á  buena  parte  te  diriges.  (Levantándose.)  Mi  recomen- 
dación sería  contraproducente. 

Rob.        ¿No  eres  su  yerno? 

Oliv.      Reniega  de  mí.  Soy  un  pagano  á  sus  ojos. 

ROB.  ¿Qué  me  Cuentas?  (Levantándose.) 

Oliv.  La  cosa  hubiera  sido  fácil  hace  seis  años,  al  principio 
de  mi  matrimonio.  Yo  conocí  á  la  baronesa  por  tu  tío, 
el  Contra-almirante,  íntimo  de  la  casa  en  aquella  épo- 
ca, y  casa  entonces  llena  de  encantos.  Una  familia 
dignísima,  compuesta  de  la  madre,  el  barón,  hombre 


_  9  — 

de  esos  que  se  caen  á  pedazos  á  pura  honradez,  y  dos 
hijas;  una  del  primer  matrimonio,  Ágata,  y  la  otra 
Ivona,  habida  con  la  baronesa.  Niña  angelical,  inocen- 
te y  siempre  dispuesta  á  sonreir  de  quien  hoy,  cruel- 
dad inaudita,  se  empeñan  en  hacer  una  religiosa. 

Rob.        ¡Pobre  criatura! 

Ouv.  Yo  me  enamoré  de  Ágata,  me  casé  con  ella,  y  como 
todos  los  recien  casados,  que  no  hacen  más  que  san- 
deces, cometí  la  de  acceder  á  habitar  bajo  el  mismo 
techo  con  su  familia.  Si  alguna  vez,  Roberto  mío,  tie- 
nes que  elegir  entre  vivir  con  la  madre  de  tu  mujer 
ó  matarla,  no  dudes  un  momento.  Mata  á  tu  suegra. 

Rob.        Lo  haré. 

Ouv.  Al  principio  todo  marchaba  á  pedir  de  boca;  pero  he 
aquí  que  asuntos  urgentes  me  llaman  á  Nueva  York. 
Me  voy  por  unas  semanas,  pero  no  i  egreso  hasta  al 
cabo  de  algunos  meses.  En  ellos  mi  madre  política 
había  saltado  el  terrible  abismo  que  separa  la  piedad 
verdadera  de  la  devoción  exagerada,  arrastrando  en 
su  evolución  á  mi  pobre  Ágata  sometida  de  nuevo  á 
su  tiránico  influjo  como  cuando  jugaba  á  las  muñecas. 

Rob.        ¡Qué  horror! 

Oliv.  Desde  ese  día  todo  acabó  para  mí.  Mi  casa  es  un  in- 
fierno. Bástete  saber  que  mi  cara  mitad,  imbuida  de 
las  prácticas  religiosas,  hasta  me  obliga  á  retroceder 
en  servicio  del  Señor  á  las  austeras  condiciones  del 
celibato.  Por  despecho,  por  reconquistar-  su  cariño  con 
mi  indiferencia,  me  dediqué  á  la  botánica,. á  los  via- 
jes, á  las  exploraciones  y  me  trasladé  á  África.  Nueva 
tontería.  Lo  que  dejé  malo,  lo  he  vuelto  á  encontrar 
peor.  En  fin,  no  puedo  más;  estoy  dispuesto  á  dar  un 
golpe  de  Estado. 

Rob.        Y  todo  por  culpa  de... 

Oliv.       (sentándose  á  la  izquierda.)  De  Serafina, 

Rob.        ¡Ah!  la  baronesa  se  llama  Serafinal 

Ouv.       Sí. 

Rob.        Ya  me  parece  que  la  estoy  viendo.  Una  vieja  aperga- 


—  do- 
minada, doblemente  endurecida  por  los  hielos  de  la 
edad  y  los  ardores  de  la  fé. 

Oliv.       Tantos  errores  como  palabras. 

Rob.        ¡Cómo!  ¿Es  joven?  __. 

Ouv.      Joven. 

Rob.        Y  guapa. 

Oliv.  Guapa.  Y  menos  indiferente  de  lo  que  ella  presume  á 
sus  antiguos  hábitos  de  coqueta,  que  tanto  la  escanda- 
lizan hoy  en  las  otras.  Mira  sino  en  torno  tuyo.  Todo 
acusa  la  batalla  que  riñe  la  reina  ayer  de  los  salones  y 
teatros  con  la  devota  de  hoy.  La  alfombra  es  oscura, 
pero  blanda.  Las  sillas,  aunque  revisten  formas  severas 
como  para  protestar  de  las  escandalosas  contorsiones 
de  la  moderna  ebanistería,  tienen  asientos  de  muelles, 
que  recuerdan  los  derechos  de  la  carne  á  la  comodidad. 
Donde  dirijas  la  mirada  verás  el  maridaje  de  lo  prác- 
tico con  lo  austero;  la  capilla  en  el  boudoir. 

Rob.        (Levantándose.)  ¿Ha  tenido  la  baronesa  algún  amante? 

Oliv.  No,  que  se  sepa.  Ha  pasado  por  entre  el  ejército,  la 
magistratura,  la  banca  y  la  política,  con  la  frente  er- 
guida y  la  burla  en  los  labios,  distribuyendo  sonrisas 
y  miradas  sin  que  la  maledicencia  haya  empañado  ja- 
más con  la  sospecha  más  leve,  su  virtud,  proverbial 
hoy  como  su  hermosura. 

Rob.        ¿Cómo  se  explica  entonces  su  devoción? 

Oliv.  ¿Devoción?  Dale  su  verdadero  nombre;  fanatismo;  ese 
orgullo  de  la  fé  que  no  le  permite  arrodillarse  ante 
Dios  sin  ruido  y  sin  luz.  De  ahí  las  prácticas  constan- 
tes, las  cuestaciones,  los  patronatos,  las  loterías,  lo 
que  se  imprime,  lo  que  se  anuncia,  lo  que  se  expone. 
La  misma  vanidad,  en  fin,  con  los  términos  invertidos. 
Antes  cultivaba  la  religión  de  la  coquetería,  hoy  pro- 
fesa la  coquetería  de  la  religión. 

Rob.        ¿Con  éxito? 

Oliv,       Absoluto;  pero  no  exento  de  sinsabores. 

Rob.        ¿Cómo? 

Oliv.      Hay  rivalidades. 


—  11  — 

Rob.        Hola. 

Oliv.  Su  antagonista,  la  señora  d'Armoise,  cuyo  marido  es 
un  logitimista  influyente,  recibe  los  lunes, 

Rob.        ¿Y  eso  preocupa  á  tu  suegra? 

Ouv.  La  mortifica.  Apenas  si  dan  fuerza  á  una  devota  esas 
reuniones  en  que  se  fraguan  subterráneamente  mil 
proyectos  tenebrosos  y  se  urden  las  intrigas  más  tras- 
cendentales. Constituyen  un  estado  en  el  Estado  con 
su  periodismo,  su  tesoro,  y  sobre  todo  su  policía,  he- 
cha por  señoras  que  todo  lo  saben  y  criados  que 
adivinan  el  resto. 

Rob.       Pues  que  tome  día. 

Oliv.  Ya  lo  hará,  es  su  sueño.  Y  ahora,  sobre  todo,  que  el 
barón  no  le  sirve  de  obstáculo. 

Rob.        ¿Se  ha  muerto? 

Ouv.  No;  se  ha  convertido  y  se  entretiene  en  viajar  reco- 
rriendo los  Santos  Lugares. 

Rob.        Pues  á  ello. 

Oliv.      Sí;  ¿pero  y  el  cuñado? 

Rob.        ¿Qué  cuñado? 

Oliv.  El  de  Serafina.  Un  hermano  del  barón,  que  ha  asu- 
mido por  encargo  y  en  ausencia  de  éste  la  dirección 
de  la  casa.  Un  coronel  de  spahis  retirado,  genuino 
representante  de  la  indiferencia  religiosa. 

Rob.        Á  quien  tu  suegra  no  puede  catequizar. 

Oliv.       Ya  lo  está  á  medias. 

Rob.        ¿Sí? 

Oliv.  Gracias  á  un  ataque  de  gota  aprovechado  por  Serafi- 
na, para  soltarle  entre  dos  médicos  al  señor  Ghapelard, 
el  oráculo  de  la  parroquia. 

Rob.        ¿Quién  es  ese  caballero? 

Oliv.       El  tutor  de  Sulpicio. 

Rob.        ¿Del  joven  que  estaba  aquí  cuando  entramos? 

Oliv.  Justo ,  y  por  el  que  dicen  que  siente  un  afecto  pa- 
ternal. 

Rob.        ¡Hola! 

Oliv.       Así  se  cuenta. 


—  12  — 

Rou.        ¿Pero  en  qué  se  ocupa  ese  oráculo? 

Oliv.  En  nada.  Es  fabriquero  mayor,  muy  amigo  de  las  se- 
ñoras de  la  Cofradía,  discreto,  astuto,  procura  recetas 
para  los  casos  incurables,  posee  una  moral  elástica  y 
eoim  donde  le  convidan. 

Rob.        ¿Y  decías  que  el  coronel?... 

Oliv.  Dominado  por  los  dolores  dio  oídos  á  Chapelard.  Co- 
mió de  vigilia,  ayunó,  y  se  le  fué  la  gota.  «Milagro» 
gritaron  todos  prometiéndole  que,  si  practicaba  aque- 
llo sería  el  último  ataque.  Y  ahora  le  tienes  que,  con- 
movido por  la  gracia  higiénica,  va  á  las  cuarenta  ho- 
ras como  iría  á  baños,  sin  convicción,  pero  por 
probar. 

Rob.  Ya  sé  lo  bastante  para  comprender  que  me  quedo  sin 
entresuelo.  Me  voy. 

Oliv.  Aguarda,  hombre,  inténtalo.  Además,  son  entes  cu- 
riosos para  vistos  una  vez. 

ROB.  Pero  por  pOCO  rato.  (Se  sienta  á  la  derecha.) 

Oliv.  Volveremos  juntos  á  París.  Iremos  á  la  ópera,  en 
cuanto  haya  podido  decirle  dos  palabras  á  Ágata. 
Para  ello  tú  me  entretendrás  á  la  madre;  de  otro 
modo  es  imposible. 

Rob.        ¡Cómo!  ¿Así  estamos? 

Oliv.       Sí,  Roberto. 

Rob.        Corriente,  iremos  á  la  ópera;  nos  aburriremos  juntos. 

Oliv.      ¿Te  fastidia  la  música? 

Rob.        Me  cansa  todo. 

Oliv.       Créeme,  márchate  al  Rrasil  con  tu  tío. 

Rob.        Aquello  es  muy  caliente. 

Oliv.       Pues  cásate. 

Rob.        Eso  es  muy  frío. 

Oliv.  Es  con  todo  lo  mejor  que  podrías  hacer  para  librarte 
de  ese  marasmo. 

Rob.        ¿Y  con  quién  quieres  que  me  case?  ¿Con  una  muñeca? 

Oliv.      No  hay  solo  muñecas  en  el  mundo. 

Rob.  ¿Con  una  de  esas  niñas  que  llaman  inocentes?  Gra- 
cias. 


'  —  \z  — 

Oliv.       ¿No  crees  en  la  virtud? 

Rob.  Sí,  creo  en  la  virtud;  pero  también  sé  que  la  hay  de 
imitación.  Sin  ir  más  lejos,  acabo  de  tener  una  mues- 
tra al  venir  por  la  plaza. 

Oliv.      Veamos. 

Rob.  Iban  delante  de  mi  tres  mujeres  tapadas  hasta  los 
ojos  y  provistas  de  devocionarios.  Al  llegar  donde 
está  el  buzón,  atravisan  el  arroyo.  Yo  sigo;  pero  me 
vuelvo  por  curiosidad,  y  me  encuentro  con  que  de  las 
tres  que  marchaban  en  fila,  la  última,  después  de  ase- 
gurarse de  que  las  otras  no  la  miraban,  deja  caer  una 
carta  en  el  receptáculo  y  corre  á  reunirse  inmediata- 
mente con  sus  compañeras.  El  abrigo  se  entreabrió 
con  el  movimiento,  y  pude  ver  su  rostro  angelical  y 
candoroso  que  me  hizo  exclamar  lleno  de  amargura: 
«Para  el  tonto  que  se  fie  de  las  apariencias.» 

Oliv.      ¿Estás  seguro  de  haber  visto  bien? 

Rob.        Como  te  veo  á  tí. 

Oliv.      Y  después  de  todo  ¿qué? 

Rob.  ¿Cómo  que?  Una  carta  echada  sigilosamente  en  un 
buzón. 

Oliv.       Dirigida  acaso  á  alguna  amiga  de  colegio. 

Rób.  Tonterías.  Correspondencia  amorosa.  El  primito  tra- 
dicional ó  algo  por  el  estilo. 

Oliv.  Y  aun  admitiéndolo:  ¿El  que  ésta  tenga  veleidades, 
qué  prueba  al  cabo? 

Rob.        Que  otras  pueden  tenerlas  también. 

Oliv.  Quita,  bergante;  estás  corrompido...  No  faltaba  más 
sino  que  la  siguieras  y... 

Rob.  Descuida;  que  haré  por  encontrarla.  ¡Descubrir  un 
secreto  semejante  y  en  una  criatura  de  su  edad!  Ya 
tengo  diversión  para  un  mes.  Desde  mañana  me  pon- 
go en  acecho... 

Oliv.      ¿Para  explotar  la  aventura  en  beneficio  tuyo? 

Rob.        Si  la  suerte  me  auxilia  ¿por  qué  no? 

Oliv.  Pero  eso  es  infame;  amenazarla  con  el  escándalo,  re- 
ducirla por  el  miedo.    . 


—  14  — 

Rob.        Al  contrario;  la  animaré  con  el  estímulo. 
Oliv.       Silencio.  El  Coronel. 

ESCENA  IV. 


LOS  MISMOS,  el  CORONEL. 

Oliv.      Buenas  noches  tío,  ¿Cómo  va? 

Corón.    Renegando,  Oliverio;  salgo  de  la  iglesia...   estoy 

muerto  de  frío.  (Acercándose  á  la  chimenea.) 

Oliv.       ¿Las  señoras  han  vuelto  también? 
Coron.    Sí;  han  ido  á  sus  habitaciones  á  quitarse  las  fornitu- 
ras. (Á   Domingo  que  ha  entrado  con  él.)  Y   bien...  tú... 

toma  este  sombrero.  ¿Qué  demonio  quieres  que  haga 

COn  él  en  la  mano?  (Domingo  se  va  llevándose  el  sombrero.) 

Oliv.       Permítame  usted  que  le  presente  un  amigo  que  aspira 

á  ser  inquilino  de  la  baronesa. 
Coron.    (saludando.)  Muy  señor  mío.  Eso  es  incumbencia  de 

mi  cuñada.  (Tosiendo.)  Anda,  anda;  ahora  á  echar  los 

hígados  tosiendo.  Maldita...  Jesús  lo  que  iba  á  decir. 
Oliv,       ¿Pero  á  quién  se  le  ocurre  salir  con  un  tiempo  tan 

malo?  Hubiera  usted  hecho  mejor  quedándose  junto  á 

la  chimenea. 
Coron.    (Reventándose  á  toser.)  ¿Crees  por  ventura  que  me  han 

dado  á  elegir? 
Oliv.       Hubiera  usted  pasado  una  deliciosa  velada  con  los  pies 

en  el  fuego  y  el  cigarro  en  la  boca. 
Coron.    ¡El  cigarro!  ¡  Ay!  ¿Qué  no  diera  yo  por  echar  una  pipa? 
Oliv.       ¿Y  quién  se  lo  impide  á  usted? 
Coron.    La  Cuaresma.  Sobrino. 
Oliv.      Pero  el  tabaco  pertenece  al  reino  vegetal;  debe  ser 

cosa  de  vigilia. 
Coron.    Mi  cuñada  dice  que  me  deleita  demasiado  y  que  debo 

mortificarme  con  la  abstinencia. 
Oliv.      Á  ese  paso  van  á  suprimirle  á  usted  hasta  el  café, 
Coron.    Ya  lo  han  hecho.  ¿No  lo  sabías?  Verdad  que  tú  no 

comes  en  casa... 


—  15  — 

Oliv.      En  Cuaresma,  jamás. 

Coron.    Haces  bien.  Hoy  hemos  tenido  bacalao.  Figúrate  la 
digestión  que  se  me  espera  con  una  brandada  en  el 
estómago,  sin  café,  sin  cigarro  y  con  los  pies  como  la 
nieve.  Vive  Dios,  que  si  no  fuera  por  ser  agradable  al 
cielo. 
Oliv.       ¿Pero  está  usted  seguro  de  que  allá  arriba  se  lo  agra- 
dezcan? 
Coron.     ¡Qué  he  de  estarlo,  hombre,  que  he  de  estarlo!  Si  es 
lo  que  no  ceso  de  repetirme.  Y  como  yo  supiese  que 
se  me  hace  toser  y  hartarme  de  bacalao  inútilmente, 
mandaba  á  paseo  las  letanías  y  al  sacristán...  (Entra 

Serafina  oyendo  las  últimas  palabras.) 

ESCENA  V. 


DICHOS  y  SERAFINA. 

Seraf.    Blasfemo. 

Coron.    (Tímidamente.)  Dispensa,  Serafina;  es  Oliverio  que... 

Seraf.    ¿Él  aquí?  Todo  se  explica  entonces. 

Oliv.  Baronesa,  la  casualidad  me  ha  hecho  encontrarme  en 
el  vestíbulo  con  Roberto  de  Favrolles,  á  quien  tengo 
la  honra  de  conocer  desde  la  infancia  y  que  desea 
dirigirle  á  usted  una  súplica. 

Seraf.  (Sentándose  en  el  canapé.)  Tenga  usted  la  bondad  de.  to- 
mar asiento. 

Rob.  No  hubiera  cometido  la  indiscreción  de  venir  á  seme- 
jante hora,  si  hubiese  tenido  la  suerte  de  ser  recibido 
esta  tarde.  El  asunto  es  de  tan  poca  importancia,  (s* 

sieotau  Roberto  y  el  Coronel  ) 

Seraf.    (Muy  afable.)  Usted  dirá. 

Rob.        Señora,  usted  es  propietaria  de  una  casa  en  el  quai 

Voltaire. 
Seraf.    En  efecto;  en  el  quai  Voltaire.  Qué  ganas  tengo  de 

que  le  den  otro  nombre. 
Oliv.      (Ap.)  (Ya  se  lo  mudarán.) 
Rob.       Quisiera  alquilar  el  entresuelo;  pero  como  sé  que  no 


46  — 


Seraf. 

Ouv. 
Rob. 

Seraf. 


Rob. 

Seraf. 

Rob. 

Seraf. 


Rob. 

Oliv. 

Seraf, 

Rob. 

Seraf. 

Rob. 

Seraf. 

Rob. 

Oliv. 

Seraf. 

Rob. 

Seraf. 

Rob. 


acepta  usted  por  inquilinos  sino  á  las  personas  de  su 
agrado... 

El  portero  le  habrá  dicho  á  usted  que  no  admito  á  los 
que  ejercen  alguna  profesión. 
(ap.)  (Estímulo  al  trabajo.) 

Soy  rentista,  señora,  y  no  me  dedico  á  obras  ma- 
nuales. 

(siempre  afable.)  Lo  celebro.  Otra  de  las  condiciones 
que  han  :de  jlener  mis  inquilinos  es  la  de  estar  ca- 
sados. 

Por  desgracia  yo  soy  soltero. 
¿Pero  piensa  usted  tomar  estado? 
¿Si  lo  pienso?  Y  muy  seriamente;  por  eso  no  me  quie- 
ro apresurar. 

No  me  ha  entendido  usted.  He  dicho  estar  y  no  ser 
casado;  de  modo  que  mi  exigencia  se  reduce  á  que 
los  demás  vecinos  no  tropiecen  en  la  escalera  con 
ciertas  mujeres  desgraciadas  que  son  la  vergüenza 
de  su  sexo. 

Raronesa,  cuando  llegan  á  ese  punto  yo  no  las  reci- 
bo ya. 

(Bajo  á  Roberto.)  JeSllita, 

Ahora,  y  perdone  usted  este  examen  de  conciencia... 
Adelántenla  mía  es  pura. 

¿Puedo  saber  los  principios  políticos  que  profesa 
usted? 

Yo  en  política  dejo  hacer  á  los  demás,  persuadido  de 
que  cuanto  pudiera  decir  y  nada,  sería  todo  uno. 
¡Qué  ambigüedad!  En  suma  ¿es  usted  adicto  al  go- 
bierno? 

¡Señora!,..  ¿Quién  está  contento  nunca  del  gobierno 
que  tiene? 

(Ap.)  (Cómo  se  defiende.) 
Por  supuesto,  en  religión  es  usted  católico. 
Apostólico  y  romano. 
¿Y,„  practica  usted? 
Todos  los  domingos  en  la  misa  mayor  de  la  una  está 


-  i7 


CORON. 

Seraf. 

Rob. 

Oliv. 

Seraf. 

Oliv. 

Seraf. 

Rob. 

Oliv. 

Rob. 


Seraf. 

Rob. 

Seraf, 

Oliv. 

Rob. 

Seraf. 


Rob. 

Seraf. 

Rob. 
Oliv. 

Rob. 

Oliv. 


usted  segura  de  encontrarme  á  la  salida  de  la  Magda- 
lena, 

No  se  le  puede  exigir  más  á  un  soltero. 
Sí,  ya  es  algo. 

(Ap.  á  Oliverio,)  El  cuarto  es  mío. 
Aún  no.  Sabe  más  que  tú. 
Falta  sin  embargo  un  detalle. 

(Bijo  á  Roberto.)  ¿Qué  tal? 

¿Tiene  usted  alguna  persona  conocida  que  salga  ga- 
rante de...  la  moralidad  de  usted? 

Si,  Señora.  (Ap.  á  Oliverio.)  Mi  tío. 

(ap.  á  Roberto.)  Jamás;  están  de  punta. 
(Ap.)  (Diablo.)  (Alto.)  Puedo  ofrecerle  á  usted  la  reco- 
mendación de  una  de  sus  vecinas:  La  señora  de  Cour- 
teuil. 

(vivamente.)  ¿La  conoce  usted? 
Tengo  la  honra  de  ser  su  primo. 
¡Oh!  Rasta,  basta  con  esa;  no  necesito  otra  garantía. 
(Ap.)  (¿Qué  es  esto?) 

(Levantándose.)  De  modo,  baronesa,  que  puedo  espe- 
rar... (El  Coronel  se  levanta.) 

Asunto  terminado;  pero  no  se  marche  usted  todavía. 
Tomará  usted  el  té  con  nosotros.  La  señora  de  Cour- 
teuil  le  presenta  á  usted  y  yo  tengo  una  complacen- 
cia en  recibirle. 
Señora,  es  usted  muy  amable. 
¿Quieres  llamar  para  que  sirvan?...  (ai  Coronel  que  to- 
ca un  timbre.) 

(Bsjo  á  Oliverio.)  ¿Entiendes  esto? 
(Bajo  á  Roberto.)  Es  un  geroglífico  para  mí.  ¿Tan  ínti- 
mo eres  tu  de  los  Courteuil? 

(id.)  Hace  dos  años  que  no  los  veo.  ¡Pero  qué  inte- 
rrogatorio; ni  en  la  Inquisición! 
(u.)  Ya  te  lo  dije,  una  fanática.  ¡Vamos!  Ya  está 
aquí  mi  mujer.  Observa  las  evoluciones  de  Serafina 
para  impedirme  que  hable  con  ella  más  de  dos  minu- 
tos seguidos.  (La  puerta  del  fondo   se    abre  y  se  vo  á  Ágata 

2 


—  48  — 

acabando  de  arreglar  una  bandeja  que  trae  un  criado.) 

Rob.        (id.)  ¿Y  la  soltera  dónde  está? 

Oliv.       ¿Ivona?  No  lo  sé.  Pobrecilla.  Se  la  ve  tan  poco,  (eí 

Coronel  se  sienta  en  el  canapé.) 

ESCENA  VI. 

LOS  MISMOS,  ÁGATA  preparando   el  té,    ZOÉ,   PELAGIA  y 
DOMINGO  que    se  retira  al   momento. 

ÜOM.  (Anunciando,  mientras    Oliverio    presenta    su   amigo  á  Ágata./1 

La  señora  de  Vriges. 

Oliv.       (á  Roberto)  Una  viuda. 

Dom.       La  señorita  de  Beauluisant. 

Oliv.       (id.)  Una  solterona. 

Seraf.    Mis  excelentes  amigas.  ¿Ustedes  aquí? 

Zoé.  (con  mucha  viveza.)  Si,  querida  baronesa.  Señores..» 
Coronel...  ¡Ah!  está  durmiendo...  Nada,  nada,  duer- 
ma usted,  no  se  moleste. 

Seraf.    ¿Salen  ustedes  ahora? 

PELAGIA.  (También  con    mucha   vivacidad.)    NOS    heniOS  encontrado 

revueltas  con  la  gentuza. 
Zoé.        Y  como  la  noche  está  tan  hermosa,  (oliverio  aprovecha 

la  ocasión  para  acercarse  á  su  mujer.  Pelagia  y  Zoé  so  sientan./ 

Pelagia.  Le  he  dicho  á  Zoé:  «Vamos  á  pié  á  casa  de  la  barone- 
sa. Los  carruajes  nos  seguirán...» 

Zoé.        Y  aquí  estamos. 

Seraf.  Tomarán  ustedes  el  té  con  nosotros.  ¡Ágata!  (Llamán- 
dola.) 

ÁGATA.      Mamá.  (Sirve  el  té  ayudada  por  dos  criados.) 

Oliv.       (Ap.)  (Primera  interrupción.)  (Se  sienta  á  la  izqníe-da 

con  Roberto.) 

Zoé.        Yo  no  hubiera  podido  dormir  sin  comunicar  á  alguien 

mi  entusiasmo. 
Pelagia.  ¡Qué  asombro! 
Seraf.    Ha  sido  un  verdadero  triunfo. 
Zoé.        Estaba  admirable. 
Ágata.    ¡Qué  dicción! 


—  19  — 

Pelagia.  ¡Qué  movimienlos! 

Seraf.     ¡Y  cuánta  gente! 

Zoé.        Yo  tenia  á  mi  espalda  á  un  viejecito  que  me  decía: 

«Señora,  con  tres  días  de  anticipación  he  tomado 

puesto.» 
Pelagia.  Formará  época. 
Oliv.      ¿Hablan  ustedes  de  algún  estreno? 
Zoé  y  Pelagia.  ¿Un  estreno? 

OLIV.  ¿Salen  UStedeS  del  Odeon?  (ün  criado  trae  mesas  volantes 
con  pastas.) 

Zoé,  Usted  es  el  que  sale  del  Limbo.  Venimos  de  oir  al  pa- 
dre Anselmo. 

Oliv.  ¡Ah!  se  trataba  de...  mil  perdones.  He  creído  que 
volvían  ustedes  del  teatro. 

Pelagia.  ¡Qué  ocurrencia! 

Zoé.        (a  Ágata.)  ¿Y  usted  dónde  estaba? 

Ágata.    En  nuestro  sitio  de  costumbre. 

Zoé.        ¿Detrás  de  la  señora  de  Luzy? 

Ágata.    Precisamente. 

Zoé.  Pues  hubiera  debido  verla  á  usted  por  el  traje  llama- 
tivo de  esa  señora,  ¡Qué  colorines! 

Ágata.    La  verdad  es  que  aquel  amarillo  por  la  noche... 

Pelagia.  Con  las  rubicundeces  que  la  salen  á  la  cara  de  cuan- 
do en  cuando.... 

Zoé.        Se  pone  como  un  cangrejo  cocido. 

Seraf.  ¡Vamos!  Un  poco  de  indulgencia.  Hay  que  convenir 
que  es  pálida  al  lado  de  la  de  Hermosilla. 

Zoé.  Como  estaba  hoy;  parecía  que  la  había  vestido  el 
mismo  demonio. 

Pelagia.  Con  su  sombrero  negro  y  grana  salpicado  de  aza- 
baches. 

Seraf.  Pues  no  la  he  encontrado  tan  ridicula  como  con  el 
famoso  vestido  descotado  del  baile  de  beneficencia. 

Zde.  ¿Y  se  han  fijado  ustedes  en  la  de  Lusignán?  Da  gana 
de  regalarle  una  muñeca. 

Pelagia.  Es  indecoroso  casar  tan  joven  á  una  muchacha. 

Oliv.       (Ap.  á  Roberto.)  Te  prevengo  que  ésta  no  ha  podido 


20  — 


Rob. 

ZOÉ. 

Pelagia 

Ágata. 
Seraf. 
Oliv. 

Zoé. 

Oliv. 

Zoé. 

Oliv. 
Pelagia 


Seraf. 


Oliv. 
Zoé. 

Oliv. 


Seraf. 


encontrar  marido, 

LO  SUpongO     (Ap.  á  Oliverio.) 

Y  á  propósito  de  bodas:  ¿Cuándo  se  casa  el  bombo  de 
la  vizcondesa? 

.  Ya  es  tiempo.  Bastante  se  ha  murmurado  de  ella  y 
del  capitán. 
¡Oh!  Es  una  calumnia. 
Si...  le  calumnian...  á  él. 

¿Y  sobre  qué  ha  versado  el  sermón  del  padre  An- 
selmo? 

Sobre  la  caridad  cristiana. 
Bonito  asunto.  (Ap  )  (Lo  aprovechan  bien.) 
¿Pero  qué  se  hace  usted,  Oliverio?  No  se  le  vé  por 
ninguna  parte.  Yo  le  creía  á  usted  en  Abisinia. 
No  tardaré  en  volver. 

•  (Levantándose  para  ir  á  donde  está  Oliverio  que  á  su  vez.  se  po- 
ne de  pie.)  Magnífica  ocasión  para  fundar  allí  una  mi- 
sión católica  que  paralice  la  influencia  anglicana. 
¿Mi  yerno  preocuparse  de  esas  pequeneces?  ¿Conver- 
tirse en  apóstol  de  la  vei'dadera  fé?  No;  él  viaja  tan 
solo  como  comisionista  del  progreso;  estudia  las  civi- 
lizaciones exóticas  en  las  relaciones  con  el  cáñamo  y 
la  cría  de  gusanos  de  seda.  No  les  llevará  á  los  abi- 
sinios  ese  libro  sublime  que  se  llama  La  imitador,  y 
que  los  haría  mejores,  pero  les  regala  el  jabón  de  la 
Sociedad  higiénica  que  los  vuelve  más  limpios.  Es 
una  teoría  moderna.  El  jabón  lava,  luego  moraliza, 
¿No  es  asi? 

Tal  es  mi  Opinión.  (Se  apoya  en  la  chimenea.) 

¿Y  qué  ha  traído  usted  en  su  último  viaje?  (Se  levanta  y 

pasa  á  la  izquierda,) 

Nada,  vizcondesa,  animales  disecados,  pedruscos  y 
una  yerba  para  curar  la  rabia.  Y  todo  ello  á  costa  de 
insolaciones,  fiebres  palúdicas  y  sin  otro  cálculo  ni 
deseo  de  recompensa  que  la  satisfacción  de  haber 

Cumplido  COn  mi  deber.  (Pasa  á  la  izquierda.) 

Hay  varias  clases  de  deberes;  y  si  es  plausible  el  sa- 


-  21  — 

orificio  que  usted  se  impone  por  la  salud  del  miserable 
cuerpo,  figúrese  usted  cuánto  más  meritorio  no  sería 
sufrir  por  la  salvación  del  alma. 

Oliv.  El  miserable  cuerpo,  baronesa,  debe  considerarse 
muy  feliz  de  que  todos  no  opinen  como  usted.  Y  si, 
lo  que  Dios  no  permita,  alguna  vez  se  siente  usted 
atacada  de  hidrofobia... 

Pelagia.  (Que  ha  vuelto  á  ocupar  su  sitio.)  Nuestras  oraciones  la 
curarán  con  más  eficacia  que  esos  yerbajos. 

Zoé.        (Levantándose.)  No  hay  que  excitarlo,  el  fondo  es  bueno. 

Oliv.       ¿Trata  usted  de  convertirme? 

Zoé.        Apuesto  á  que  si  me  lo  propongo... 

Oliv.  Puede,  no  digo  que  no.  La  religión  que  usted  profesa 
me  gusta  porque  va  del  baile  al  sermón  y  de  la  con- 
ferencia á  la  modista. 

ZOÉ.  (Sirviéndole  azúcar.)  ¿Se  burla  USted? 

Oliv.  ¡Burlarme!  (Ap.  á  ella.)  ¿Á  quién  volvía  usted  de  con- 
vertir esta  mañana  á  las  nueve  en  la  calle  Vivienne 
cubierta  con  tan  tupido  velo? 

Zoé.        (Ap.  á  Oliverio.)  ¿Me  ha  visto  usted? 

Oliv.       (id.)  Un  poquito  nada  más. 

Zoé.  (id.)  Venía  de  hacer  una  obra  de  misericordia;  puede 
usted  creerlo. 

Oliv.  (id.)  No  lo  dudo.  Algún  desgraciado  á  quien  proteje 
usted  con  sus  limosnas. 

ZOÉ.  (Volviéndole  la  espalda.)  Es  USted  Un  monstruo.  (La  puer- 

ta se  abre  de  par  en  par  y  Chape!  ard  aparece  del  brazo  de  Sul- 
picio.) 

ESCENA  Vil. 

LOS  MISMOS,  CHAPELARD  y  SULPICIO. 

Chap.      (Dentro  jovialmente.)  No,  deja,  no  me  anuncies... 
Todas.     ¡Ah!  ¡El  señor  Chapelard!  (Van  á  su  encueutro.) 
Chap.      Lo  haré  yo  mismo  presentándome. 

ZOÉ.  (Tomándole  el  bastón.)  Excelente  amigo. 

PELAGIA.  (Desembarazándole  del  sombrero.)  ¡Qué  alegría! 


-  22 


Seraf.    Tan  tarde.  Es  una  grata  sorpresa.  ¡Ágata!  (Llamando  á 

ésta  que  está  hablando  con  Oliverio.) 
OLIV.         (Ap.)    Y  Van   dos.  (Ag-ata  saluda  á  Chapeiard.) 

Chap.  Pues  sí,  después  de  comer  vino  á  verme  Sulpicio  y  le 
dije:  «Mira,  vamonos  á  darle  las  buenas  noches  á 
nuestra  querida  baronesa.» 

Seraf.  jEs  usted  lo  más  amable!  (Á  Sulpicio.)  ¿Y  cómo  no  fué. 
usted  á  buscarnos  á  la  iglesia? 

Sulp.  Lo  intenté,  señora;  pero  al  salir  me  encontré  con  una 
turba  de  estudiantes...  dando  el  brazo  aunas  mujeres 
y  profiriendo  frases  tan  escandalosas...  que... 

Zoé.        Ha  tenido  miedo. 

Sulp.  Miedo  no,  pero  me  ha  inspirado  tal  repugnancia  que 
he  vuelto  atrás... 

Todas.     ¡Pobrecillo! 

OLIV.         (Ap.  á  Roberto  imitándolas.)  Angelito. 

Seraf.    (á  chapeiard.)  Pero   siéntese  usted.  ¡Jesús!  Tiene  las 

manos  heladas. 
Pelagia.  (Asustada.)  ¿De  veras? 
Chap.      Y  los  pies  sobre  todo. 
Pelagia.  ¿También  los  pies?  Á  ver,  fuego  pronto...  (Atizando  u 

chimenea.) 
SERAF.      (Despertando  al  Coronel.)  Tú,  Coronel. 
CORON.      (Sobresaltado.)  ¿Eh?  ¿Qllé  pasa? 

Seraf.    Levántate;  déjale  ese  sitio  al  señor  Chapeiard. 
Coron.    (Levantándose.)  ¡Ali!  usted  dispense.  Buenas  noches. 
Chap.      ¿No  le  molesto  á  usted? 

CORON.      ¿Quiere  USted  callar?   (Chapeiard  ocupa  su  sitio  delante  de 
la  chimenea.) 

Seraf.    ¿Está  usted  bien? 
Chap.      Un  poco  alto. 

SERAF.      Vivo;  un  taburete.  (Todos  van  en  busca  de  uno.) 

Pelagia.  Un  taburete. 

Seraf.    (ai  Coronel.)  Vamos,  hombre,  aprisa. 

COROF.      Ya  VOy,  ya  VOy.  (Ágata  lo  tiaa.) 

Chap.      (Aneiienándose.)  Ajajá.  ¡Que  bien  se  está  aquí! 
Seraf      ¿Una  tacita  de  té? 


—  25  - 


Chap. 

Zoé. 

Chap. 

Seraf. 

Ágata. 

Oliv. 

Seraf. 

Chap. 

Rob. 

Chap. 

Rob. 

Chap. 


Oliv. 
Chap. 


Seraf. 

Chap. 

Seraf. 
Oliv. 

Ágata 

Oliv. 

Ágata 

Rob. 


Bueno;  muy  caliente. 

¿Con  ron? 

No;  con  marrasquino  me  gusta  más. 

Ágata,  (interrumpiendo  su  conversación  con  Oliverio.) 

Mamá. 
(ap.)  (Tres.) 

(Á  Chapeiard.)  Está  usted  en  su  casa;  póngase  usted  á 
su  comodidad. 

No,  si  no  lo  hago  por  estar  cómodo. 
(Bajo  á  Oliverio.)  Al  contrario. 
Al  contrario... 
¿Ves?  (id.) 

Es  que  me  humilla  el  tener  que  ocuparme  de  mi  cuer- 
po, y  lo  atrofio  con  la  saciedad.  ¿Tienes  írío,  materia 
deleznable?  Pues  anda,  caliéntate.  ¿Quieres  comer? 
Hárlate,  Y  una  vez  aletargada  me  dejarás  tranquilo. 
(Ap.  á  Roberto.)  Eso  lo  llama  él  castigar  la  carne. 
Dos  motivos,  mi  digna  amiga,  me  traen  esta  noche  á 
su  casa  de  usted .  El  primero  recordarle  nuestra 
cuestación  en  favor  de  los  infelices  Patagones,  (zco  y 

Pelagia  han  vuelto  á  ocupar  su  sitio;  Serafina  y  Chapeiard  están 
sentados  eo  el  canapé;  el  Coronel  en  una  butaca.  Ag-ata  sirve  á 
Chapeiard  pastas  y    licor.) 

Precisamente  tengo  algún  dinero  que  entregarle  á 
usted.  Ágata  es  la  tesorera. 

Muchas  gracias.  Y  si  estos  señores  nos  dispensan  la 
honra  de  añadir  su  óbolo... 
Yo  no  sé  si  un  filósofo  como  mi  yerno... 
Mi  filosofía,  señora,  gustaría  más  de  verla  á  usted  pe- 
dir por  los  franceses,  pero  no  rehusa  su  limosna  á 
nadie. 

(Acercándosele  para  recoger  el    donativo.)  DÍOS  te  lo  deVOl- 

verá  centuplicado,  Oliverio. 

Tómale  gratis,  hija  mía,  no  soy  usurero. 

¿Y  USted?  (Á.  Roberto.) 

Señora,  COn  mucha  honra.  (Zoé  se  va  á  sentar  á  la  dere- 
cha. Ágata  se  restituye  á  su  sitio.) 


24 


Seraf. 
Chap. 


Seraf. 

Chap. 

Seraf. 


Oliv. 
Zoé. 
Pelagia 

Seraf. 

Rob. 
Seraf. 


Oliv. 

Rob. 
Seraf. 


Y  ahora,  baronesa,  gran  noticia.  Mañana  por  la  noche 
se  reúne  la  Junta  para  proceder  á  la  elección  de  Pre- 
sidenta. 

¿Tan  pronto?  (Vivamente.) 

Sería,  pues,  urgente  que  tuviésemos  una  reunión  pre- 
paratoria á  fin  de  asegurar  el  éxito  de  la  candidatura 
de  usted. 
Es  verdad. 
Ya  me  han  ofrecido  más  votos. 

Y  sin  embargo,  yo  no  veo  quien  pueda  disputarme  la 
presidencia.  No  presumo  que  se  la  den  á  la  ridicula 
señora  d'Ailly  ni  á  la  Gourmont,  que  es  tartamuda. 
Tampoco  es  posible  que  otorgue  la  preferencia  á  la 
viuda  de  Lépine  que  nos  envenena  con  sus  perfumes,  y 
mucho  menos  á  la  Miollis  que  no  tiene  en  su  favor  más 
que  los  años.  ¡Oh!  eso  sí;  si  es  un  derecho  de  la  de- 
crepitud no  hay  quien  se  lo  niegue.  Pero  entonces 
tanto  equivaldría  conceder  el  triunfo  á  la  estupidez  en 
la  persona  de  la  condesa,  á  la  murmuración  en  la  de 
la  Juvensac,  ó  á  lo  peor  que  todo  eso  en  la  cañahueca 
de  la  Gaucourt...  de  quien  no  digo  todo  lo  que  sé  por 
caridad  cristiana. 

(Bajo  á  Roberto.)  Y  siguen  los  efectos  del  sermón. 

¿Quién  osaría  competir  con  usted,  baronesa? 

Si  pudiéramos  atraernos  el  concurso  de  las  hermanas 

del  Buen  Propósito. 

(Muy  afectuosa.)  La  Providencia  lo  ha  previsto  envián- 

donos  hoy  á  este  caballero. 

¿Á  mí,  señora? 

Su  prima  de  usted,  la  señora  de  Courteuil  preside  esa 

hermandad  y  dispone  de  diez  votos.  ¿Quería  usted 

abogar  por  mi  causa  cerca  de  ella  con  tanto  ardor 

como  ha  defendido  usted  conmigo  la  de  su  entresuelo? 

(Ap.)  (¡Ah!  Eureka.  Ya  pareció  la  cosa.)  (se  sienta  ai  lado 

de  Aguata.) 

Baronesa,  estoy  á  la  disposición  de  usted. 

¡Oh!  gracias.  Arriba  tengo  una  circular  que  me  es 


25  — 


Rob. 

Searf. 

Oliv. 

Seraf. 

Zoé. 

Seraf. 

Pelagia 

Seraf. 


Oliv. 

Seraf. 

Zoé. 

Chap. 

Seraf. 


Chap. 

Coron. 

Chap. 

Seraf. 

Chap. 

Todos. 
Seraf. 
Chap. 

Zoé. 

Chap. 

Zoé. 

Chap. 

Zoé. 

Chap. 

Zoé. 


muy  favorable.  Si  usted  me  hiciese  el  favor  de  dársela 

á  leer. 

¿Por  qué  no,  señora? 

Ágata.  (Ágata  se  levanta.) 

(ap.)  (Cuatro.  Esto  es  irresistible.) 

Dile  á  Ivona  que  baje  la  circular.  (Vase  Ágata.) 

Y  es  verdad.  ¿Dónde  está  la  niña? 

En  su  habitación,  acabando  de  bordar  el  estandarte. 

¿Y  persiste  en  su  idea? 

Más  que  nunca.  Es  una  vocación.  Dentro  de  ocho  días 

entrará  en  el  convento;  porque  ahora  que  ha  visto  un 

poco  el  mundo... 

(Bajo  á  Roberto  que  ha  venido  á  su  lado.)  El  mundo  de  esta 

casa. 

No  se  pasará  el  año  sin  que  profese. 

¡Que  ángel! 

Es  delicioso  este  marrasquino. 

¿Sí?  Le  gUSla   á  USted.  (Á  Ágata  que   ha  vuelto.)   Dile  á 

Domingo  que  le  lleve  mañana  seis  botellas  al  señor 

Chapelard. 

No...  no  lo  tolero... 

Sin  embargo... 

Darle  al  criado  eáa  molestia... 

Se  lo  suplico  á  usted. 

He  dicho  que  no,  y  no.  Hacer  ir  cargado  á  Domingo. 

Me  las  llevaré  yo  en  mi  carruaje. 

¡Ahí 

Eso  es  otra  cosa. 

Donde  digo,  mi  carruje,  entiéndase  el  de  plaza  que 

voy  á4omar. 

Acepte  usted  el  mío. 

¡Qué  abuso! 

Me  enfado  si  no. 

¿Y  había  usted  de  ir  á  pie? 

No,  le  dejaré  á  usted  en  su  casa. 

Si  es  así,  acepto. 

Es  la  bondad  personificada. 


—  23  — 

Pelagia.Uii  santo  varón. 

Ágata.    Mi  hermana.  (Se  levantan  todos.) 

ESCENA   VIII. 

LOS  MISMOS,  IVONA. 

Seraf.    Ven  acá,  serafín,  i 
Chap.      Buenas  noches,  mariposita. 
Zoé.        (Basándola.)  ¿Cómo  estás,  perla? 
PELAGiA.(id-)  Siempre  tan  mona. 

OLIV.  (Ap.  á  Roberto.)  Azúcar  y  miel.  (Roberto  queda  de  modo  que 

no  pueda  ver  á  Ivona  que  le  vuelve  la  espalda.) 
IVONA.      Las  Circulares,  mamá.  (Dándoselas.) 

Seraf.    ¿Y  el  estandarte? 

Ivona.    Casi  concluido,  Aqurtraigo  dos  muestras  de  fleco  para 

que  elijas.  (El  Coronel,  Sulpicio,  Chapelard  y  las  señoras  mi- 
ran el  fleco.) 

Oliv.  (Bajo  á  Roberto.)  Conoces  algo  tan  cruel  como  ese  sa- 
crificio de  la  juventud  y  de  la  hermosura?  Una  reo 
de  muerte.  Le  cortarán  sus  preciosos  cabellos  y  des- 
pués hasta  la  eternidad. 

Ros.        ¿Es  bonita? 

Oliv.       Mírala. 

ROB.  (AP«>  apercibiéndola  á  plena  luz.)  ¡Ahí 

Oliv.      ¿Qué? 

ROB.        "(Bajo  á  Oliverio   que  sube    para  dejar  su  taza.)  ¡Preciosa!... 

(ap.)  (¡Es  ella,  no  hay  duda;  la  niña  de  hace  poco,  la 
de  la  caria!...) 

Seraf.    (Escogiendo.)  ¿Esta,  verdad? 

Todos.    ¡Oh!  Si. 

Seraf.  Ivona,  hija  mía;  entrégale  las  circulares  á  este  caba- 
llero que  tiene  la  bondad  de... 

IVONA.       (Vivamente  dirigiéndose  á  Roberto.)  ¿A  USted? 

Rob.         Mil  gracias,  señorita.  (ap.)  (Ella,  es  ella.) 
Chap.      (á  Sulpicio.)  Y  nosotros  en  marcha. 
Seraf.    No  olvide  usted  que  mañana  comemos  juntos.  De  vi- 
gilia, por  supuesto. 


27  — 


Chap. 

CORON. 

Chap. 


CORON. 

Chap. 

Seraf. 

Pelagia 

Zoé. 

Seraf. 

Oliv. 


Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Seraf. 

Sulp. 
Chap. 

Coron. 

Chap. 

Ellas. 

Chap. 

Oliv. 


Y  nada  de  extraordinarios.  Un  pescadito. 
Pero  no  bacalao. 

No;  pescado  fresco;  algún  ave  acuática,  como  por 
ejemplo,  una  cerceta;  su  platito  de  legumbres,  gui- 
santes ó  espárragos,  dulces  y  frutas...  ¿Para  qué  más? 
Justo.  (ap.)  (Veo  el  cielo  abierto  cuando  convidan  á 
este  hombre.) 
¡Ea!  Vamos. 
El  abrigo. 
.  El  sombrero. 

El  bastón.  (Vistiéndole  entre  todaa.) 

La  bufanda. 

(Hablando  á  media   voz  en   la  izquierda  con   Ágata.)  Por  fin. 

Necesito  hablar  á  solas  contigo  esta  noche  en  tu 
cuarto. 

(vivamente.)  ¿Esta  noche?  Imposible.   Si  lo  supiera 
mamá. 

Es  muy  urgente  y  muy  grave. 
No;  otro  día. 

¿No  quieres  oirme?  Comente.  Me  voy  á  la  ópera. 
¿En  Cuaresma? 

¡Bah!  Todas  las  bailarinas  están  hechas  unos  baca- 
laos. 

¡Oliverio! 
¿Me  recibes? 
No,  no  puedo. 

Pues...  buenas  noches.  (Le  vuelve  la  espalda.) 

(Ap.  á  Suipicio.)  Siga  usted  á  mi  yerno  y  averigüe  us- 
ted adonde  va. 
Está  bien. 

(Envuelto  en  la  bufanda.)  ¿Han  puesto  el  marrasquino  en 
el  coche? 
Sí. 

¿Y  el  calentador  para  los  pies? 
También. 

Pues...  ea,  señoras...  caballeros..,  (Ssiudando.) 
(Á  Roberto.)  ¿Tú  vienes? 


—  28  — 

ROB.  (Sin  quitar  la  vista  de  Ivona.)  Te  SÍgO. 

Oliv.      Pero...  dime.  ¿Por  qué  miras  tanto  á  mi  cuñada?  (ivo- 
na está  junto  á  la  chimenea  con  el  Coronel.) 

Rob.        Porque  me  gusta  mucho.  (ap.)  (Hay  un  secreto  en  la 
familia.  Yo  lo  descubriré.) 


FIN  DEL  ACTO  PRIMERO. 


ACTO    SEGUNDO. 


La  misma  decoración. 


ESCENA  PRIMERA. 

SERAFINA,   ÁGATA   y    PELAGIA    abriendo    la    correspondencia 

sentadas  alrededor  de  la  mesa.   El    CORONEL  en  el   canapé  y  con 

un    velador  delante ,   recorta  estampitas  de   santos. 

Seraf.  Sigue,  Ágata,  y  acabemos  con  esas  solicitudes  de  so- 
corro. 

Ágata.  (Leyendo.)  «Señora  baronesa:  Estoy  inútil  desde  hace 
«tres  meses  que  me  amputaron  el  brazo.  Tengo  cua- 
»tro  hijos  y  la  junta  no  me  da  más  que  dos  panes 
»por  día...» 

Seraf.    (interrumpiéndola.)  ¿Lo  recomienda  el  señor  Chapelard? 

Ágata.    No,  mamá. 

Seraf.    Al  cesto. 

Coron.  Lo  que  á  mí  me  asombra  es  la  dilatada  familia  que 
exhiben  siempre  los  postulantes.  ¡Cómo  se  las  arre- 
glan para  tener  tantos  hijos? 

Seraf.    Y  sobre  todo,  por  qué  los  tienen?...  (do  pie  yendo  á  ia 

chimenea  á  tomar  un  cuaderno.)  ¿Cómo  Va  eSO? 

Coron.    Acabo  de  recortar  á  San  Vicente  y  ahora  me  ocupo  de 


—  so  — 

Santa  Petronila  que,  por  cierto,  es  muy  engorrosa. 

Seraf.    (volviendo.)  Paciencia,  asi  ganarás... 

Coron.  Algún  lumbago...  Y  con  los  latidos  que  siento  en  el 
pie...  Con  tal  de  que  no  sea  la  reaparición  de  la  gota. 

Seraf.    Continuemos.  Á  usted,  Pelagia.  , 

Pelagia.  (Leyendo  con  anteojos.)  «Señora  baronesa.  La  pastelería 
«que  explotábamos  mi  mujer  y  yo  en  el  arrabal  Mont- 
martre...» 

Coron.    ¡Ah!  Ese  es  Mauricio. 

Pelagia.  ¿El  antiguo  cocinero  que  casó  usted  con  la  hija  de  la 
portera? 

Seraf.    Sí,  con  Leocadia. 

Pelagia.  (Leyendo.)  «No  ha  prosperado.  En  este  barrio  la  clien- 
tela no  es  muy  escogida,  y  como  Leocadia  sigue  tan 
'  «intransigente  como  antes  en  lo  que  se  relaciona 
»con  las  buenas  costumbres...» 

Seraf.    Tiene  razón;  es  una  muchacha  muy  virtuosa. 

Pelagia.  (siguiendo.)  «Trataba  con  tanta  aspereza  á  cuantas 
«mujeres  tenían  algún  tilde  sobre  su  reputación,  que 
»al  cabo  nos  hemos  quedado  sin  parroquia.» 

Coron.    Buen  pastel  han  hecho. 

Seraf.  Los  escrúpulos  de  Leocadia,  merecen  estímulo.  (Á 
Ágata  )  Responde  que  será  atendida  la  petición. 

Ágata.    Esta  es  de  la  pobre  Magdalena. 

Seraf.    ¿Mi  antigua  camarera? 

Ágata.    Si. 

Seraf.    Al  cesto. 

Ágata.  Sin  embargo,  es  muy  digna  de  lástima;  su  carta  es 
tan  conmovedora... 

Seraf.  Mucho...  Una...  miserable  que  se  deja  seducir  y  lle- 
va su  atrevimiento  hasta  tener  un  hijo  en  mi  misma 
casa. 

Pelagia.  ¡Qué  desvergüenza! 

Ágata.    Piedad, 

Seraf.  Hija  mía,  observo  que  te  complaces  en  abogar  por  las 
malas  causas.  En  fin...  lee  pronto. 

Ágata.    (Leyendo.)  «Desde  que  me  despidió  usted,  señora,  es- 


—  31  — 


Serap. 
Ágata. 


Seraf. 
Ágata, 


Seraf. 
Coron. 

Seraf. 
Ágata. 
Seraf. 
Ágata. 

Seraf. 


»toy  sumida  en  la  mayor  miseria.  El  padre  de  mi  hijo 
me  ha  abandonado.» 
Naturalmente. 

»No  encuentro  colocación  á  causa  de  mi  niño,  á  quien 
«tengo  que  criar  yo  misma  falta  de  recursos.  Por 
«otra  parte,  tampoco  me  atrevo  á  enviar  por  infor- 
mes á  casa  de  usted.» 
Hasta  ahí  podríamos  llegar. 

«Por  Dios  misericordioso,  señora  baronesa,  venga 
«usted  en  mi  auxilio  ó  soy  perdida.  Mi  hijo  se  muere 
»de  frío  y  de  hambre.  Déme  usted  unos  harapos  con 
«que  cubrirlo  y  un  pedazo  de  pan  con  que  reanimar- 
lo, y  las  bendiciones  de  esta  pobre  madre  caerán  so- 
bre USted.»  (El  Coronel  se  suena.) 

¿Ya  estás  enternecido? 

No...  son  los  recortes  que  se  me  meten  en  las  na- 
rices... 

(Á  Ágata.)  Está  bien.  Ocúpate  de  ella. 
Gracias. 
¿No  hay  más? 
Las  cuentas  de  la  estación. 

¡AH  si.  Liquida  con  Pelagia  á  fin  de  entregar  su  im- 
porte á  nuestro  amigo.  (Se  levanta.) 


ESCENA  II. 


LOS  MILMOS,  SULPICIO,  CH4PELARD,  ROBERTO  y 

DOMINGO  que   anuncia  y  desaparece. 

Dom.  El  señor  Chapelard.  El  señor  Favrelles. 

Chap.  Felices. 

Seraf.  ¿Y  mi  elección? 

Chap.  (Frotándose  las  manos,)  Viento  en  popa. 

Seraf.  ¿Sí? 

Chap.  Según  convinimos  ayer,  he  visitado  esta  mañana  á 

varios  miembros... 

Rob.  Y  yo  á  mi  prima. 


—  32  — 

Chap.      Yo  le  traigo  á  usted  seis  votos  más. 

Rob.        Yo  diez  seguros. 

Seraf.  (Entusiasmada.)  ¡Ohl  gracias,  gracias.  Entérese  usted  de 
esa  correspondencia,  señor  Chapelard.  Usted,  mi 
amable  inquilino,  hágame  [el  obsequio  de  imponerle 
al  Coronel  las  condiciones  que  usted  guste  para  el 

COntralO.  ¡Sulpicio!  (Ágata,  Pelagia  y  Chapelard  quedan 
sentados  á  la  mesa.  Roberto  y  el  Coronel  en  el  Canapé,  junto  á 
la  chimenea.  Serafina  y  Sulpicio  hablan  aparte  en  primer  tér- 
mino.) 

Sulp.      Baronesa. 

Seraf.    ¿Siguió  usted  á  mi  yerno? 

Sulp.       He  ejecutado  religiosamente  las  órdenes  de  usted.  No 

le  perdí  de  vista. 
Seraf.    ¿Y  á  donde  fué? 
Sulp.      Á  la  ópera...  por  dentro. 
Seraf.    ¿Entre  bastidores? 
Sulp.      Sí. ...  Así  creo  que  lo  llaman...  Yo  no  he  estado  en 

el  teatro  más  que  una  vez  para  ver  á  Atalia. 
Seraf.    Adelante. 
Sulp.      Una  vez  allí,  me  encontré  rodeado  de  una  multitud  de 

jóvenes  vestidas...  no,  vestidas  no  es  la  palabra. 
Seraf.    Comprendo;  el  cuerpo  de  baile. 
Sulp.      Eso  es...  (Bajando  ios  ojos.)  Medio  desnudas...  y.., 
Seraf.    ¡Pobre  Sulpicio!  ¡Qué  tormento  para  usted! 
Sulp.      Si,  señora,  he  sufrido  mucho. 
Seraf,    Pero  en  suma,.,  mi  yerno... 
Sulp.      Recostado  en  un  bastidor,  se  puso  á  departir  con  una 

morena,  alta,  hermosa...    (Movimiento  en   Serafina.)  Si  la 

impudicia  puede  serlo.  En  sus  ademanes,  comprendí 
que  la  tal  criatura  era  un  súcubo;  é  invocando  el 
nombre  de  usted,  dominé  mi  repugnancia  y  me  resol- 
i  vi  á  hacercarme  á  una  de  aquellas  pecadoras...  ru- 
bia... sonriente...  llena  de  atractivos...  (Se  repite  el  jue- 
go.) Si  atractivos  caben  en  quien  no  posee  la  pureza 
del  alma.  «¿Sabría  usted  decirme,  la  pregunté,  cómo 
se  llama  aquella  artista? — ¿Cuál? — me  respondió — ¿la 


—  33  — 


Seraf. 

SULP. 


Seraf. 


Sulp. 

Seraf. 

Sulp. 

Seraf. 
Sulp. 

Seraf. 

Sulp. 

Seraf. 

Sulp. 

Seraf. 

Sulp. 

Seraf. 


que  está  hablando  con  Oliverio?» 
¡Que  familiaridad! 

Allí  todos  son  unos.  «¡Cómo! — añadió. — ¿No  conoce 
usted  áGeorgina?  Venga  usted,  voy  á  presentarle,» 
Al  oir  tamaña  proposición,  sentí  helárseme  la  sangre 
en  las  venas;  balbuceé,  no  sé  que  pretexto,  que  hizo 
reir  mucho  á  mi  interlocutora,  y,  tropezando  por 
corredores  y  escaleras,  salí  á  la  calle  bendiciendo  á 
Dios  de  haberme  sacado  incólume  de  aquel  infierno. 
¿Es  capaz  Oliverio  de  olvidar  sus  deberes  con  esa 
Georgina?  Convendría  asegurarme...  preguntar  en  el 
teatro... 

(vivamente.)  ¿Quiere  usted  que  vuelva? 
¿Entre  bastidores? 

Codeándose  con  el  mal  es  como  la  virtud  se  aquilata. 
Deje  usted  que  me  acostumbre  al  peligro. 
¿Pero  á  esta  hora9... 

Hay  ensayo.  Me  presento,  abordo  á  la  rubia,  inquie- 
ro donde  vive  su  amiga...  á  quien  recibe  en  su  casa... 

(Asustada   por    el   interés    de    Sulpicio.)    SulpÍCÍO...    Se  lo 

prohibo  á  usted. 

Acaso  convierta  á  alguna... 

Júreme  usted  que  no  irá. 

Puesto  que  usted  me  lo  exije...  juro  no  ir... 

Lo  prefiero...  (Se  reúne  á  los  demás.) 

(Ap.    completando    la   reserva  mental.)   Esta    noche  que  no 

hay  función;  pero  por  ía  tarde  no  he  jurado  nada, 

(Á  Chapelard  que  se  ha  levantado.)  No  Se  Vaya  USted  to- 
davía; tengo  que  entregarle  el  dinero  de  la  cuesta- 
ción. (Á  Roberto  y  al  Coronel.)  Ustedes  extiendan  y  fir- 
men el  contrato.  (Á  las  señoras.)  Nosotras  á  ver  la  obra 
de  mi  hija  antes  de  que  se  la  lleven.  Vuelvo  en  se- 
guida. VamOS.  (Vanse  las  señoras  por  la  izquierda.) 


—  34  — 


ESCENA  III. 


ROBERTO,  CHAPELARD  y  el  CORONEL. 

Coron.     ¡Anda!  Esto  sí  que  va  á  lo  vivo. 

Chap.      ¿Qué  es  ello? 

Coron.  Que  le  he  cortado  la  cabeza  á  San  Bartolomé.  (Levan- 
tándose.) Media  hora  de  trabajo  inútil.  Por  vida  de  to- 
dos los  demonios  del  infierno! 

Chap.      ¡Qué  lengua! 

Coron.  ¿Cree  usted  que  esto  es  oficio  de  coroneles?  Burlarse 
así  de  un  hombre  con  barbas  haciéndole  recortar  es- 
tampitas  para  los  monigotes  del  Catecismo. 

Chap.      ¿Pero  qué  mala  yerba  ha  pisado  usted  hoy? 

Coron.  Piso  sobre  mi  gota,  que  me  ha  vuelto  y  no  me  deja, 
dar  un  paso. 

Chap.      ¡Ah!  Vamos...  Comprendo. 

Coron.  Pues  yo  no  lo  comprendo,  no  señor,  ni  me  lo  expli- 
co. Usted  me  juró  que  si  practicaba  eso,  tendría  más 
ataques,  y...  en  efecto,  no  puedo  moverme.  Yo  he  he- 
cho un  ajuste  de  buena  fé  y  quiero  que  se  cumpla  lo 
pactado.  El  juramento  obliga. 

Chap.      Poco  á  poco...  no  siempre. 

Coron.    ¿Qué  no? 

Chap.  Según  y  como  se  hace.  Si  le  promete  usted  la  luna  á 
un  chico  para  que  se  vaya  á  dormir,  ó  le  dice  usted  á 
una  mujer... 

Coron.    No  me  venga  usted  con  distingos... 

Chap.  Queda  la  reserva  mental.  Puede  usted  añadir  inpetto: 
«no  me  propongo  cumplirlo.1' 

Coron.  ¿Sí?  Pues  ahora  mismo  le  voy  á  hacer  á  usted  uno  en 
esas  condiciones;  y  es  que  si  vuelvo  á  pasar  otra  cri- 
sis como  la  última.., 

Chap.      ¿Qué? 

Coron.    Nada,  lo  demás  me  lo  digo  in  petto. 

Chap.      ¿Pero  cómo  quiere  usted  que?... 

Coron.    No  más  gola.  Dentro  ó  fuera.  (Á  Roberto.)  Voy  á  ex- 


ÚÚ 

tender  el  contrato.  (Á  Chapeiard.)  Ó  devoto  con  salud, 

Ó  Coronel  Con  lo  que  Venga    (Se  va  por  la  derecha.) 

Chap.      Se  declara  en  rebelión. 

Rob.        No  es  muy  acomodaticio  el  Coronel. 

Cha?.  ¡Qué  ha  de  serlo!  ¿Si  le  pudiese  decidir  á  emprender 
una  romería?  Acaso  con  el  ejercicio... 

Ros.        Buena  idea. 

Chap.  Se  la  voy  á  proponer;  pero  no  tengo  confianza.  A  los 
hombres  no  se  los  convence  tan  aínas.  .  ¡Si  fuera  una 
mujer!...  ¡Ah!  Con  ellas  se  entiende  uno  al  momento. 

Á  mí  que  me  den  mujeres.  (Se  va  tras  el  Coronel.) 

ESCENA  IV. 

ROBERTO  y  OLIVERIO. 

Rob.        Tiene  razón  Oliverio;  son  dignos  de  estudio. 

Oliv.       (Por  ei  foro  )  ¡Calla!  ¿tú  aquí? 

Rob.        Y  vencedor. 

Oliv.       ¿Te  conceden  el  entresuelo? 

Rob.        Hoy  firma  el  contrato. 

Oliv.       Estudíalo  bien,  porque  con  mi  suegra... 

Rob.        Descuida. 

Oliv.       Si  yo  hubiera  leído  el  mío  de  matrimonio... 

Rob.  ¿Quién  no  experimenta  alguna  decepción  en  su  vida? 
Aquí  tienes  á  tu  amigo  bajo  el  peso  de  una  espantosa. 

Oliv.       ¿Á  qué  te  refieres. 

Rob.        Á  lo  que  he  visto  esta  mañana. 

Oliv.       Sepamos. 

Rob.  Eran  las  seis  y  aun  no  había  podido  conciliar  el  sue- 
ño. El  té,  tomado  contra  mi  costumbre,  la  ópera  .. 
qué  sé  yo.  El  resultado  es,  que  la  noche  se  me  ha  ido 
viendo  destilar  en  mi  insomnio  una  procesión  de  mu- 
chachas, llevando  al  frente  la  criatura  más  seductora 
y  angelical... 

Oliv.      ¿Tu  desconocida  de  ayer? 

Rob.        La  misma. 

Oliv.      Prosigue. 


—  56  — 

Rob.  Harto  de  dar  vueltas  en  la  cama,  me  levanto;  y  coli- 
giendo que  una  familia  devota  debe  ir  á  misa  diaria- 
mente, á  las  siete  me  planté  en  la  iglesia. 

Oliv.      ¿Y  estaba  allí? 

Rob.  Con  su  madre,  con  la  otra  y  con  un  caballero  maduro. 
Concluida  la  ceremonia  salgo  y  me  pongo  en  acecho. 
La  mamá,  del  brazo  de  la  parienta,  pasa  la  primera 
entre  dos  apretadas  filas  de  mendigos;  una  de  las  jó- 
venes la  sigue;  por  fin,  aparece  la  niña  detrás  de  todos. 
De  repente,  una  mujer  se  abre  paso  por  entre  los  po- 
bres y  le  tiende  una  mano  á  mi  protagonista  que,  en- 
cendida como  una  amapola,  se  para,  pronuncia  la  pa- 
labra nodriza,  que  he  oído  perfectamente,  y  ocultando 
en  su  devocionario  una  carta  que  le  da  la  otra,  se  echa 
á  correr  para  reunirse  á  los  suyos.  Busco  á  la  nodriza 
á  fin  de  que  por  unos  luises  me  revele  el  misterio,  pero 
ya  había  desaparecido  dejándome  aplastado  por  el 
estupor  contra  la  columna. 

Oliv.      ¿Y  qué? 

Rob.  Siempre  y  qué.  Pues  la  cosa  es  clara.  La  respuesta  de 
la  carta  de  anoche. 

Oliv.       Es  posible. 

Rob.         Es  evidente.  Y  por  la  intervención  de  una  nodriza. 

Oliv.       ¿Y  qué  más? 

Rob.  ¡Ah!  ¿Tuno  encuentras  esto  abominable?  ¿No  concibes 
que  aborrezca  uno  cordialmente  el  matrimonio? 

Oliv.  Eres  especial.  ¿El  que  esa  señorita  sea  lo  que  le  dé  la 
gana,  qué  me  importa  á  mi?  Tanto  peor  para  ella.  Yo 
no  la  conozco. 

Rob.        Pero  la  conozco  yo  y  me  importa  mucho. 

Oliv,       Adiós...  ¿Ya  estás  enamorado? 

Rob.  ¿De  ella?  Líbreme  el  cielo;  pero...  en  fin...  es  joven, 
guapa  y  naturalmente  me  inspira  interés.  Hay  dentro 
de  todo  eso  un  problema  cuya  solución  necesito.  La 
carta  de  ayer  me  ha  estado  dando  vueltas  toda  la  no- 
che en  el  cerebro.  He  llegado  á  creer  que  había  visto 
mal;  y  aun  hace  poco,  al  contemplarla  de  rodillas  re- 


—  37  — 

zando  tan  fervorosamente,  me  he  arrepentido  de  mis 
dudas  y  he  dado  crédito  á  su  candor,  sintiéndome  co- 
mo aliviado  de  un  peso  enorme.  Pero  la  aparición  de 
esa  mujer... 

Oliv.       jBahl 

Rob.  Hombre,  no  digas...  Desde  ayer  la  estoy  observando; 
y  después  de  lo  que  sé... 

OLIV.         (Parando  mientes  y  mirándole  de  hito  en  hito.)  ¡Ah!  ¿La  has 

observado?,.. 

ROB.  .  (üejándcse  llevar  impremeditadamente.)  Durante  toda  la  Ve- 
lada. Basta  tener  un  poco  de  sentido  común  y  un 
átomo  de  lógica...  La  obligan  á  tomar  el  velo  contra 
su  vocación,  es  indiscutible.  Ata  con  esto  los  demás 
cabos  y  por  inducción  reconstruirás  el  tenebroso  dra- 
drama  que  aquí  palpita. 

Oliv.      Á  ver,  á  ver. 

Rob.  Existe  una  pasión...  Pasión  satisfecha.  La  familia,  que 
conoce  la  falta...  porque  hay  falta;  más  aún,  hay  no- 
driza. La  familia,  repito,  hace  criar  en  secreto  al  fruto 
de  ese  amor  y  obliga  á  la  desventurada  á  que  profese 
para  enterrar  en  un  claustro  su  vergüenza.  Pero  por 
mucho  que  la  vigilen,  es  madre,  quiere  tener  noticia 
de  su  hija  y  escribe:  La  carta  del  buzón.  Aguarda  una 
respuesta  y  se  la  traen:  ¿Quién?  La  nodriza.  Conque 
si  aciertas  loque  escondo  en  el  cuévano,  te  doy  un 
racimo. 

Oliv.  Dios  me  perdone...  ¿pero  es  de  mi  cuñada  de  quien 
hablas  de  ese  modo? 

Rob.        Yo  rio  he  dicho... 

Oliv.      Te  refieres  á  Ivona. 

Rob.  Pues...  bien...  sí;  me  he  dejado  llevar...  no  puedo  re- 
troceder. Ya  que  has  roto  el  velo... 

Oliv.       Las  costillas  es  lo  que  voy  á  romperte,  calumniador. 

Rob.        Permite.  , 

Oliv.  Ivona  es  un  angelito  que  no  tiene  nada  que  ocultar, 
sino  sus  actos  meritorios  por  exceso  de  modestia. 

Rob.         ¿Encuentras  meritorio  su  comercio  epistolar? 


—  cS  — 

Onv.       Á  todas  luces. 

Rob.        Tanto  mejor. 

Oliv.  Todo  lo  comprendo  ahora,  y  voy  á  dispensarte  el  ho- 
nor de  explicártelo.  La  baronesa  ha  despedido  cruel- 
mente auna  pobre  mujer,  su  camarera  Magdalena,  que, 
olvidando  sus  deberes,  fué  madre  en  esta  misma  casa. 
La  infeliz,  sumida  en  la  miseria  recurre  á  Ivona,  y  de 
ahí  las  cartas  y  la  nodriza  que  tanto  te  preocupan. 

Rob.        ¿Tú  supones?... 

Oliv.  No  lo  supongo,  excéptico  encallecido;  estoy  seguro  de 
ello. 

Rob.        Tal  vez...  Pero  mi  hipótesis  es  tan  verosímil. 

Oliv.       ¿Vuelta? 

Rob.        He  visto  tantas... 

Oliv.       ¿Tantas  qué? 

Rob.        Mujeres  que  engañan  con  las  apariencias, 

Oliv.  ¿Y  llamas  á  eso  mujeres?  Ese  es  tu  castigo.  El  no  co- 
nocer á  la  virtud  cuando  te  sale  al  paso. 

Ros.         (ap.)  (Me  enteraré.) 

Oliv.       Medita  tu  propia  corrupción  y  hasta  luego. 

Rob.        ¿Te  vas? 

Oliv.       Á  hablar  con  mi  mujer  si  mi  suegra  me  lo  permite. 

Rob.        ¿Para  dar  tu  golpe  de  Estado? 

Oliv.       Sí. 

Rob.         Buena  suerte. 

Oliv.       Adiós,  y  no  me  pongas  en  el  trance  de  ser  más  duro 

COntigO.  (Vase  por  el  foro.) 

Rob.        Ó  averiguo  la  verdad  ó  no  me  llamo  Roberto,  (viendo 

llegar  á  Ivona.)  ¡Ah!  Ella. 

ESCENA   V. 

ROBERTO  ó  IVONA. 

IVOIsA.       (Entrando  por  la  izquierda.)  Ágata,  Ágata... 

Rob.         No  está  aquí. 

Ivona.     ¡Ah!  Usted  dispense;  no  le  había  visto. 

Rob.        (ap.)  (Está  contenta;  han  sido  tan  satisfactorias  las 


—  59  — 

noticias.)  (Alto.)  ¿Busca  usted  algo? 
Ivona.     Busco  el  hilillo  de  oro.  Ágata  había  bajado  por  él. 
Rob.        (Ap.)  (Y  Oliverio  le  ha  dado  el  atrás  paisano.)  (auo.) 

¿Es  para  el  pie  del  fleco  que  trajo  usted  anoche? 
Ivona.     Justamente.  Creí  haberlo  dejado  en  este  salón.  (Se 

pone  á  buscarlo.) 

ROB.  (Ap.  encontrándolo   sobra   la  mesa  y  guardándoselo  en  el  bolsi- 

llo.) Sí...  Aquí  está,  (auo.)  Si  usted  me  permite  que  la 
ayude. 

Ivona.  Con  mucho  gusto,  porque  esperan  el  estandarte;  lo 
tengo  que  llevar  antes  de,  las  cuatro. 

Rob.         ¡Ah!  ¿Va  usted  á  salir? 

Ivona.     Con  mi  hermana.  Tampoco  está  en  la  canastilla. 

Rob.  No,..  (Ap.)  (Irá  á  ver  al  niño,  es  evidente.)  (auo.)  El 
día  no  puede  ser  más  hermoso. 

Ivona.     ¿No  hace  frío? 

Rob.        Al  contrario;  un  tiempo  primaveral. 

Ivona.     Yo  juraría  haberlo  puesto  aquí...  (Se  sienta  y  busca  en  la 

canasta  de  la  labor.) 

Rob.        (Ayudándola.)  Veamos.  ¿Parece  que  le  halaga  á  usted 

la  idea  de  ir  á  paseo  con  este  sol?... 
Ivona.     ¡Oh!  Mucho.  Sobre  todo  á  pie.  Me  sucede  tan  de  tarde 

en  tarde. 
Rob.        Sin  embargo,  creo  haberla  visto  á  usted  algunas 

veces... 
Ivona.     Sólo  cuando  vamos  á  la  iglesia.  Á  mí  que  me  gustaría 

tanto  recorrer  todo  París  seguidito.  seguidito  sin  pa- 
rarme! 
Rob.        ¿En  el  convento  no  las  sacan  á  ustedes? 
Ivona.     Nunca. 
Rob.        No  hay  más  esparcimiento  que  el  jardín,  que  por 

cierto  es  bien  sombrío. 
Ivona.     ¿Lo  conoce  usted? 
Rob.        Un  poco.  ¿No  está  usted  en  las  hermanas  de  la  Mise 

ricordia? 
Ivona.     Sí:  en  la  calle  de  Vaugirard. 
Rob.        Precisamente.  Hace  algunos  años  iba  á  ver  allí  á  una 


—  40  — 


Iyona. 
Rob, 

IVONA. 
ROB. 
IVONA. 
ROB. 

Ivon a. 
Rob. 

IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 


IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 


IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 


amiga  de  mi  hermana,  prima  lejana  nuestra:  Blanca 
de  Chatenay. 
No  la  recuerdo. 

(Ap.)  (Ni  yo  tampoco.)  (Alto.)  Era  anterior  á  usted...  Y 
además,  se  ha  muerto. 
Tan  joven. 

Dieciocho  años;  pobrecita. 
Qué  lástima. 

Tísica,  según  dicen;  pero  en  mi  concepto  la  han  mata- 
do los  disgustos. 
¡Ah! 

Querían  torcer  su  inclinación  y  hacerla  profesar  á  la 
fuerza. 

Entonces,  se  comprende... 

¿Verdad?  Para  mí  no  hay  nada  tan  cruel  como  esas 
vocaciones  impuestas. 
Es  espantoso. 

Se  necesita  estar  tan  seguro  de  sí  mismo  para  renun- 
ciar al  mundo  y  á  sus  encantos.  La  mayor  parte  de 
las  veces  es  la  familia  la  que  sin  consultarle  á  uno  hace 
y  deshace... 
Dice  usted  bien. 
Acaso  usted  es  un  ejemplo... 

(Levantándose.)  ¿Creo  que  hablábamos  de  su  prima  de 
usted  y  no  de  mí? 

Tiene  usted  razón  y  le  pido  mil  perdones.  Pero  hay 
en  usted  tanta  analogía  con  ella...  El  mismo  convento, 
la  misma  edad.  Nosotros  los  profanos  no  podemos  ver 
á  la  juventud  y  á  la  hermosura  condenadas  al  olvido 
perpetuo,  sin  deplorarlo  un  poco  por  nosotros  mismos 
y  mucho  más  por  ellas. 
Si...  buscaremos  el  hilillo... 

(ap.)  (Vocación  forzada;  es  evidente.)  (Alto.)  ¿No  estará 
escondido  en  el  asiento  del  canapé? 
No  creo. 

(Sentándose  en  el  canapé  y  buscando.)  ¿Quién  Sabe?  Pues  á... 

el  caso  en  cuestión  reviste  circunstancias  agravantes. 


41  — 


IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

ROB. 
IVONA. 
ROB. 
IVONA. 

ROB. 


IVONA. 
ROB. 
IVONA. 
ROB. 


IVONA. 
ROB. 

IVONA. 

ROB. 
IVONA. 
ROB. 
IVONA. 

ROB. 
IVONA. 


Mi  prima  estaba  enamorada  de  un  muchacho,  y  la  fa- 
milia se  opuso  á  que  fuera  su  marido. 

(Oel  otro  lado   del   canapé.)  Tal  Vez   110   hÍZ0  Una  buena 

elección. 

Al  contrario. 

Créalo  usted;  de  otra  suerte,  no  se  hubieran  opuesto 

los  padres  á  labrar  su  dicha. 

(Ap.)  (¡Ese  respeto!...  ¿Si  no  habrá  amante?) 

(Sube  la  escena  buscando.)  ¿No  parece? 

No...  no  doy  con  él. 

Renuncio  ya;  se  lo  habrá  llevado  Ágata.  Le  doy  á  us- 
ted mil  gracias  por  la  molestia  que  se  ha  tomado. 

(Levantándose  y  aparte.)  (Se  va...   y  no    he   descubierto 

nada...  todavía...)  (Alto.)  Un  momento...  dos  palabras 
si  no  abuso... 

(Bajando.)  De  ningún  modo... 
Es  un  encargo  de  mi  hermana. 
¿Para  mí? 

Sí...  para  usted,  porque  no  me  atrevo  á  dirigirme  á 
la  baronesa.  Es  un  asunto  puramente  doméstico.  Se 
trata  de  una  mujer  que  ha  solicitado  entrar  como  ca- 
marera al  servicio  de  mi  hermana...  Una  tal...  Mag- 
dalena. (Mirando  de  hito  en  hito  á  lvona  que  permanece  silen- 
ciosa y  tranquila.)  Creo  que  hace  poco  desempeñaba  las 
mismas  funciones  con  su  mamá  de  usted... 
En  efecto. 

Y  que  ha  salido  de  la  casa  en  condiciones  que...  no  la 
permiten,  á  lo  que  parece,  mandar  por  informes  aquí. 
Sé  que  se  marchó  repentinamente,  pero  desconozco 
la  causa. 

¡Ah!...  ¿Usted  ignora?... 
En  absoluto. 

Pero  al  menos...  ¿se  interesa  usted  por  ella? 
¿Yo?  Si  apenas  la  conozco.  La  habré  visto  un  par  de 
veces.  Estaba  entonces  en  el  convento... 
De  modo  que... 
Creo  que  es  muy  buena  muchacha...  Sin  embargo, 


—  42  — 

cuando  mi  madre  la  ha  despedido  alguna  razón  habrá 

para  ello. 
Rob.        Si  pudiera  usled  darme  aunque  no  fuera  más  que  las 

señas  de  su  casa... 
Ivona.     Si  no  las  sé. 
Rob.        (Ap.)  (¡Quiá!  No  es  la  camarera  lo  que  le  llama  la 

atención.) 
Ivona.     ¿Decía  usted?... 

Rob.        Que  no  insista...  porque  ya  he  averiguado  lo  bastante. 
Ivona.     Entonces,  con  permiso  de  usted... 
Rob.        ¡Ah!  ¡Mire  usted  dónde  estaba. 
Ivona.     ¡El  hilillo! 
Rob.         Sí,  detrás  de  mi  sombrero. 
Ivona.     (Tomándolo.)  Gracias...  siempre  se  encuentran  las  cosas 

cuando  menos  se  buscan. 
Rob.        Justo;  y  cuando  se  buscan  no  se  encuentran.  (?yona 

saluda  y  se  vá  por  la  izquierda.) 

ESCENA  VI. 


ROBERTO  y  SABINO. 

Rob.  No.,,  no  es  la  camarera;  es  el  amante  y...  lo  que  si- 
gue. ¡Pero  qué  aplomo  tiene!  Cásese  usted  después  de 
esto.  ¡Tan  bonital  Porque  es  preciosa!  Detesto  el  con- 
vento; y  se  explica  lógicamente...  Me  ha  faltado  reso- 
lución; he  debido  acentuarme  más.  Necesito  volverla 
á  ver...  á  solas.  ¿Por  qué  no?  La  duda  mata.  Yo  sabré 
la  verdad...  (viendo  á  Sabino.)  ¡Ah!  El  monaguillo... 
Áél. 

Sabino.  El  señor  Coronel  pregunta  si  puede  usted  pasar  á  su 
despacho. 

Rob.         Voy  al  momento...  Pero  antes  oye.  Acércate. 

Sabino,   (con  ios  ojos  bajos.)  Mande  usted. 

ROB.  (Después  de   cerciorarse  de  que  nadie  los  oye  y  bajando  la  voz.) 

Si  esta  noche  me  encuentro  abierta  la  puerta  del  jar- 
dín que  da  á  la  calle  de  Vaugerand,  te  ganas  veinti- 
cinco luises. 


—  43  — 


Sabino. 

Ror. 

Sabino. 

Rob. 

Sabino. 

Rob. 

Sabino, 

Rob. 

Sabino. 
Rob. 


Sabino. 

Rob. 

Chap. 

Rob. 


Chap. 


¡Virgen  Santísima!  ¿Qué  pecado  mortal  viene  usted  á 

proponerme? 

Si,  pero  cincuenta  luises...  porque  he  querido  decir 

cincuenta,  son  una  verdadera  tentación. 

¿Ha  dicho  usted  la  puerta  del  jardín? 

Á  las  ocho. 

¿Me  permite  usted  que  ponga  mi  reloj  con  el  suyo? 

Asi  me  gUSta.  (Montan  los  relojes.) 

No.,  no...  Le  advierto  á  usted  que  yo  no   abro  la 

puerta. 

Entonces... 

Me  olvidaré  de  cerrarla. 

¡Ah!  Vamos.  La  escuela  de  Chapelard.  Los  distingos. 

Toma,  toma  veinticinco  luises  adelantados.  (l6  da  unos 

bille  t  es, ) 

Por  supuesto  que  si  algo  se  descubre,  yo  no  confieso 
ni  una  palabra. 

Naturalmente.  (Entra  Chapelard  por  la  derecha.) 

El  Coronel  le  espera  á  usted  con  impaciencia. 

Es  Verdad;  lo  había  Olvidado.  (Ap.,  después  de  cruzar  con 
Sabino  una  seña  de  inteligencia.)  Adelante.  (Roberto  se  va  por 
la  derecha  y  Sabino  desaparece  por  el  fondo  á  una  orden  de  Cha- 
pelard.) 

¿Qué  vendrá  á  hacer  este  mancebo  en  la  casa?  ¿Será 
Ivona  quien  lo  atrae?  Hay  que  ponerse  á  la  defensiva. 


ESCENA  VIL 

SERAFINA  y  CHAPELARD. 


Í5ERAF.      (Entrando  por  la  izquierda  y  dando  una  bolsa  de  seda  con  dinero 

á  chapelard.)  Aquí  tiene  usted,  señor  Chapelard,  el  di- 
nero para  los  pobrecitos,  Patagones. 

CHAP.         Tantas  gracias.  (Sentándose  á  la  mesa  para  contarlo.)  SalgO 

,  del  cuarto  del  Coronel,  cuya  gota  aumenta  y  con  ella 
los  juramentos. 
Seraf.    ¡Qué  hombre! 


—  u  — 

Chap.  Mucho  trabajo  nos  ha  de  costar  el  traerle  al  camino  de 
la  perfección. 

SERAF.      (Sentándose  enfrente  de  Chapelard.)  Del  que  me  aleja  á  mí 

con  los  accesos  de  ira  que  me  procura.  Y  todo  ello  por 
culpa  de  mi  marido  que  le  ha  confiado  la  dirección  de 
la  casa  durante  su  ausencia. 

Chap.  Pues,  mire  usted,  sobre  la  conciencia  del  barón  irá 
cuanto  usted  haga  desagradable  á  los  ojos  de  Dios. 

Seraf.    Tal  creo,  si  exijen  expiación  mis  faltas... 

Chap.      Él  pagará  por  ambos. 

Seraf.    Es  lo  justo. 

Chap.  (Guardándose  el  dinero.)  Y  á  propósito,  Baronesa;  su 
yerno  de  usted  no  me  parece  que  le  da  tampoco  mu- 
chas satisfacciones... 

Seraf.    También  fué  elección  de  mi  marido. 

Chap.  Sí...  sí.,.  Obra  del  Barón.  Usted  no  debe  tener  ningún 
remordimiento.  Pues...  ó  mucho  me  equivoco  ó  entre 
Oliverio  y  su  mujer  va  á  ser  necesario  una  ruptura. 

Seraf.    Es  escandaloso. 

Chap.  ¿Y  con  respecto  á  Ivona?  ¿Qué  piensa  usted  hacer  al 
cabo? 

Seraf.  ¿Pues  no  lo  sabe  usted?  Dentro  de  ocho  días  vuelva 
al  convento  para  no  salir  de  él.  Esta  mañana  ha  reci- 
bido la  dispensa  de  edad  y  en  cuanto  expire  el  plazo 
tomará  el  velo. 

Chap.      ¿Pero  la  vocación  es  decidida? 

Seraf.    Ya  trataremos  de  inculcársela. 

Chap.      Con  paciencia... 

Seraf.  (vivamente.)  ¡Oh!  No.  Ya  he  tardado  bastante,  (calmán- 
dose.) No  extrañe  usted  mi  celo...  Esa  niña  hablaba 
apenas,  y  ya  estaba  consagrada  al  señor  por  mis  votos. 

Chap.      ¿Por  sus  votos  de  usted? 

Seraf.  Los  más  solemnes.  Hace  diez  años  que  se  los  renuevo 
á  Dios  en  mis  oraciones. 

Chap.      No  sabía... 

Seraf.  (Vivamente.)  Figúrese  usted  qué  suerte:  Uno  de  los 
nuestros,  consagrado  á  rezar  constantemente  por  la 


-  45  — 

salvación  de  los  suyos.  Tener  una  intercesora  para 
cod  el  cielo.'..  ¿Y  había  de  ser  tan  desnaturalizada,  tan 
egoísta  que  rehusase?...  No,  es  mi  hija. 

Chap.      Ciertamente;  pero... 

Seraf.  Luego,  qué  triunfo  para  nuestra  causa:  El  barón  con- 
vertido, Ivona  en  el  claustro,  yo  presidenta,  y  Los 
d'Armoise  en  derrota;  porque  ellos  no  tienen  una  hija 
que  ofrecer  á  Dios.  Y  abandonados  de  sus  amigos,  la 
baronesa  de  Rosanges  heredaría  sus  relaciones  y  su 
influencia,.,  para  emplearlas  naturalmente  en  servicio 
de  la  religión. 

Chap.      No  obstante... 

Seraf.  (impaciente  y  nerviosa.)  Me  abruma  usted  con  su  insis- 
tencia. No  hablemos  más  de  ello.  Este  es  asunto  entre 
Dios  y  yo.  (Excitada.)  Tengo  prisa  de  pagar  mi  deuda; 
el  cielo  me  la  exije,  y  á  cada  instante  temo  que  venga 
á  reclamármela,  descargando  sobre  mi  cabeza  un  rayo 
de  su  cólera  divina. 

ESCENA  VIH. 


LOS  MISMOS  y  DOMINGO. 


Seraf.    ¿Qué  es  eso?  ¿Quién  le  llama  á  usted? 

Dom.        Señora... 

Seraf.  Sabe  usted  que  no  quiero  que  se  me  moleste  cuando 
hablo  con  el  Señor. 

Dom.       Ha  venido  un  caballero... 

Seraf.  Ya  se  le  ha  enseñado  á  usted  á  libertarme  de  los  im- 
portunos. No  recibo. 

Dom.  Se  lo  he  repetido  varias  veces;  pero  insiste  con  tanta 
autoridad. 

Seraf.    ¿Y  quién  se  permite?..»  ¿Lo  conoce  usted? 

DoMw       No,  señora. 

Seraf.    Que  deje  su  tarjeta  y  que  vuelva  á  las  cinco. 

Dom.       La  ha  dejado.  Aquí  está. 

Seraf.    (Levantándose.)  Venga.  (Domingo  se  va.)  Hay  enles  inso- 


portables...  (Lee  el  nombre  y  palidece.)  ¡Ah! 

Chap.      ¿Qué? 

SERAF.      (Rehaciéndose.)  Nada. 

Chap.  ( Leva- tánd0?e.)  ¿Cómo,  nada?  Se  ha  quedado  usted  ca- 
davérica. 

SERAF.  (Ap.,  apocándose  en  la  mesa  para  no  caerse.)  ¡La  Cólera  di- 
vina!,.. ¡Mi  castigo!...  ¡Él!  [ÉL.. 

Chap.  (Leyendo  la  tarjeta.)  «Enrique  de  Montignac,  contra-al- 
mirante »  ¿Qué  nombre  es  este  que  así  la  demuda  á 
usted?...  Baronesa...  está  usted  temblando. 

Seraf.  Una  persona...  á  quien  no  he  visto  desde  hace  mucho 
tiempo...  y  que  creía  muerta  ..  Su  aparición  inespera- 
da... Luego,  nuestra  conversación  de  hace  poco  (cae 

en  una  silla  á  la  izquierda.) 

Chap.      Permita  usted...  (Abanicándola.) 
Seraf.    Ya  pasó...  no  es  nada... 
Chap.      (insinuante.)  ¿Algún  antiguo  amigo? 
Seraf.     (Repuesta.)  Un  conocido,  simplemente.  Gracias.  (Levan- 
tándose» .) 

Chap.      ¿Está  usted  mejor? 

Seraf.  Bien  del  todo,  (Resueltamente.)  ¿Quiere  usted  ver  si  se 
ha  marchado  ya? 

CHAP,         (Á  Domingo  que  entra.)  ¿Se  fué? 

Dom.       No,  señor. 

Seraf.     ¡Qué  audacia! 

Dom.  Cuando  le  he  suplicado  que  volviera  á  las  cinco,  me 
ha  respondido  mirando  su  reloj:  «Prefiero  esperar.» 
Y  se  ha  sentado  junto  á  la  ventana  que  da  al  jardín. 

Chap.     Es  un  insolente.  Voy  á  decírselo... 

Seraf.    No,  no  se  irá.  Es  preferible  acabar  de  una  vez.  Que 

pase.  (Se  va  Domingo.) 

Chap.      Entonces  me  retiro... 

Seraf.    No,  prefiero  que  se  quede  usted  á  mi  lado.  (Se  sienta  en 

el  canapé.) 

Chap.  Como  usted  mande.  (ap.  sentándose  en  la  izquierda.)  (¿Qué 
significa  todo  esto?) 


-    47 


ESCENA  IX. 


DICHOS  y  MONTIGNAC. 


ÜOM.  El  Señor  de  MoiltignaC.    (Vase.  Montignae  saluda.  Cíiapo- 

lard  tose  y  le  mira.) 

Mont.  Pido  á  usted  perdón,  señora,  por  mi  insistencia  en 
solicitar  el  honor  de  esta  entrevista;  insistencia  de  que 
después  de  todo  me  felicito,  en  razón  del  éxito  que 
ha  alcanzado. 

SERAF.      (Fiia,   altanera   y   sin    mirarle.)    Dispense   USted...    Estaba 

tan  ocupada  con  este  caballero... 

Mont.  Llegado  hace  dos  horas,  no  he  querido  retardar  el 
cumplimiento  de  mis  deberes. 

Seraf.  Le  agradezco  á  usted  la  atención.  Ya  hacía  tiempo 
que  no  le  veíamos  á  usted. 

Mont.  Seis  años  ..  Mis  amigos  me  creían  muerto  en  el  Se- 
negal. 

Seraf.  Por  lo  menos  se  susurró  que  había  usted  estado  muy 
enfermo. 

Mont.  Es  la  verdad.  Por  cierto  que,  como  me  resiento  toda- 
vía, va  usted  á  permitirme  que  me  siente.  (Toma  asien- 

to  en  una  silla.) 

Seraf.    (ap.)  (¡Qué  suplicio!)  (Alto.)  ¿Viene  usted  á  París  por 

muchos  días  ? 
Mont.     Depende,  señora,  del  asunto  que  á  él  me  trae. 
Sbraf.    ¿Algún  negocio? 

Mont.      Una  cuestión  de  familia  muy  delicada  y  muy  urgente. 
Seraf.    ¡Ah! 
Mont.     ¿Podré  tener  el  gusto  de  saludar  al  señor  barón  de 

Rosanges? 
Seraf.    Está  ausente.  En  Tierra  Santa. 
Mont.     ¿Y  á  su  hermano  el  Coronel? 

Seraf.    Creo  que  se  encuentra  enfermo.  (Mirando  á  Chapeiard.), 
<!hap,      Sí...  bastante  enfermo. 


—  48  — 

Mont.  Los  veré  en  mejor  ocasión,  porque  espero,  baronesa 
que  me  concederá  usted  otra  entrevista  más  íntima. 

(Hace  ademán  de  levantarse.) 
SERAF.     (Ap.)  (Respiro.  Se  Va.)  (Chapelard  se  levanta.) 

Mont.  Pero  sin  esperar  hasta  entonces,  le  agradecería  á  us- 
ted que  se  sirviera  prevenir  á  Ivona  que  su  padrino 
desea  abrazarla. 

Chap.      (ap.  con  intención.)  (¡Hola!  Es  su  padrino.) 

Seraf.  De  buen  grado  complacería  á  usted;  pero,  desgracia- 
damente, Ivona  ha  salido,..  ¿No  es  cierto,  señor  Cha- 
pelard? 

Chap.      Sí...  debe  haber  salido. 

Mont.  Creo  que  se  equivoca  usted,  porque  hace  un  momento 
la  he  visto  atravesar  el  jardín. 

Seraf.    La  ha  confundido  usted  sin  duda.  Sería  Ágata. 

Mont.  (Fría  y  resueltamente.)  Le  aseguro  á  usted,  señora,  que 
no  cabe  confusión' en  mí.  Usted  comprende  sin  es- 
fuerzo, el  afán  que  me  devora  por  estrechar  á  esa  ni- 
ña contra  mi  corazón,  y  vuelvo  á  rogar  á  usted  que 
la  mande  llamar  enseguida. 

Seraf.    Va  usted  á  convencerse.  (Se  levants  para  llamar.) 

Chap.  ¿Habrá  usted  encontrado  á  París  desconocido?  (Mon- 
tignac  no  contesta.)  ¡Qué  transformación  en  sus  calles! 

(Sigue  el  siiencio.  (Ap.)  (No  liga.) 
SERAF.     (Á  Úrsula  que  entra  por  la  izquierda.)    ¿La    Señorita   Ivona 
no  ha  Salido  hace  pOCO?  (Movimiento  afirmativo   de   Chap- 
lard  á  Úrsula  ) 

Úrsula.  Sí,  señora. 

CHAP.  (Ap.  Sonándose  para  evitar  las  miradas  de  Montignac.)  (En- 
tendió.) 

Seraf.    ¿Volverá  para  comer?  (Signo  negativo  de  Chapelard.) 
Úrsula.  No,  señora,  está  convidada  en  casa  de  la  vizcondesa. 

CHAP.        (Ap.  con  satisfacción.)  (Educada  por  mí.)  (Úrsula  se  va.) 

Seraf.    Ya  ve  usted,  almirante,  que  contra  mi  mejor  deseo... 
Mont.     (á  media  voz  á  Serafina.)  Lo  que  hace  usted  es  indigno... 

Tiemble  usted. 
Seraf.    ¿Amenazas? 


—  49  — 

Mont.      (id.)  Quiero  verla...  ahora  mismo...  De  lo  contrario... 

ESCEM  X. 

DICHOS  é  IVONA. 

IVONA.      (Entrando    precipitadamente  sin   ver   á   Montignac.)    Ya   está 

acabado  el  estandarte,  y... 

MONT.        (Abriéndole  los  brazos.)  ¡IVOna! 
IVONA.       (Echándose  á  su  cuello.)  ¡Padrino! 

Chap.      (Ap.)  (Tiró  el  diablo  de  la  manta.) 

Mont.  (Estrechándola.)  ¡Ángel  mío!  ¡Alma  de  mi  alma!  ¡Quó 
alta!  ¡Qué  hermosa!  ¡Ivona  mía!  (Estrechándola.) 

Ivona.     (sin  soltarse  da  su  cuello.)  ¡Qué  alegría!  Volverte  á  ver... 

Mont.  Si  me  parece  un  sueño...  Después  de  seis  años  de  au- 
sencia; tenerte  aquí...  colmarte  de  caricias...  ¡Es  ella! 
¡Ella!...  (ap.  á  Serafina.)  Llévesela  usted...  Voy  á  ven- 
derme,.. Por  favor...  no  puedo  más.  (Cae  sentado  á  la  de- 
recha.) 

Seraf.    Retírate.  (Á  ivona.) 

Ivona.     ¿Tan  pronto?  Si  apenas  le  he  dado  la  bienvenida. 

Seraf.  ¿No  ves  que  tu  padrino  se  afecta?  Tu  presencia  le  con- 
sume. 

Ivona.     Con  tantas  cosas  que  tengo  que  decirle. 

Seraf.    Basta.  Te  lo  mando. 

Ivona.     (Cohibida.)  Voy,  mamá. 

Mont.     Sí,  hija  mía,  mañana  nos  volveremos  á  ver. 

Ivona.     ¿Mucho  rato? 

Mont.      Mucho. 

Ivona.  Entonces...  me  quedo  más  tranquila.  ¡Ah!  Qué  conlen- 
tenta  estoy...  Cuánto  te  quiero...  Toma...  toma.  Para 

tí...  (Se  va  echándole  besos.) 

ESCENA  XI. 

LOS  MISMOS  menos  IVONA. 

Mont.     (Levantándose.)  Por  hoy,  baronesa,  no  ambiciono  más. 

4 


Serap, 

MONT. 

Seraf. 

MONT. 


El  cielo  acaba  de  concederme  en  unos  minutos  toda  la 

felicidad  que  no  me  hubiera  atrevido  á  pedirle  para. 

mi  vida  entera.  Mañana  tendré  la  honra  de  volver, 

y  espero...  (Mirando  á  Chapelard.)  que  se  dignará  usted 

recibirme  sin  testigos. 

(Tocando  ei  timbre.)  Adiós,  almirante. 

No;  hasta  la  vista. 

(Á  Domingo  que  aparece.)  Acompañe  á  usted  á  este  caba- 

llero. 

(Á  media  voz.)  ¡Ah!  ¿Prefiere  usted  la  guerra?  Pues. 

bien...  Á  muerte.  Hasta  mañana,  (vase.) 


ESCENA  XÍL 

SERAFINA,  CHAPELARD,  DOMINGO,  ÚRSULA;  luego 
SULPICIO,  ROBERTO  y  el  CORONEL. 


Seraf.    (Ap.)  (Hasta  nunca.)  (Á  Chapeiara.;  Llame  usted...  Que 

Vengan...  lodos.  (ChapeUrd  toca  •) 
á  Domingo  que    iba  á  seguir  á   M'intig 

que  acaba  de  marcharse,  se  atre% 
de  nuevo,  ciérrele  usted  la  puerl  a 
usted  demás  en  mi  casa  Cerción 

ido,  (Vase  Domingo.y 
ÚRSULA.   (Á  ésta   que    entra   seguid;    de  Roberto 

picio.)  Usted  me  responde  de  que 

su  habitación  en  toda  la  tarde.  (\ 

Siga  usted  los  pasos  á  ese  hombre 

dónde  vive... 
Sulp.      ¿Pero  quién  es?  ¿Cómo  se  llama? 
Seraf.    Tome  usted  su  tarjeta. 

SüLP.         (Tomándola  y  leyendo.)   ¡Montignac!  Volando.  (Vase.) 
ROR.         .(Oyendo  el  nombre.)  ¿Montignac?  [MÍ  tío! 
SERAF.      (Volviéndose  bruscamente.)  ¡Qué! 

Ror.        ¿Pero  cuándo  ha  llegado?  Yo  no  le  esperaba  hasta  la 

noche. 
Seraf.    ¿El  contra-almirante  es  su  tío  de  usted? 


os.  Serafina  detiene 

)  Si  ese  caballero 
i  presentarse  aquí 
Si  la  traspone  está 
usted  de  que  se  ha 

üel  Coronel  y  de  Sul- 

fvona  no  saldrá  de 

Úrsula.)  SulpiCÍO... 

)  averigüeme  usted 


—  5i  — 

Rob.        Hermano  de  mi  madre.  Corro  en  su  busca...  ¡Ah,  Co- 
ronel! El  contrato... 

SERAF.      (Tomando  el  papel  de  las  manos  de  Roberto  y  haciéndolo  añicos.) 

¿Es  este? 
Rob.        Sí.,,  firmado  por  mí. 
Seraf.    Lo  siento.  Es  nulo. 

ROB.  (Extrañado.)  ¿Cómo? 

Seraf.    Estaba  alquilado  ya. 

CORON.      ¡Serafina!  (Serafina  se  sienta  á  la  mesa  y  escribe  rápidamente 
uní  carta.) 

Rob.        Raronesa...  El  procedimiento  es  algo  irregular...  y... 
Seraf.    (á  Domingo  que  entra.)  Domingo:  Abra  usted  la  puerta 

al  señor. 
Rob.        No  es  necesario.  Saldré  solo...  (ap.)  (Y  entraré  solo 

también.)  (vase.) 

ESCENA  XIII. 

SERAFINA,  CHAPELARD,  el  CORONEL. 

Coron.    ¿Podrás  explicarme?... 

Seraf.    Nada  por  ahora...  Toma  tu  sombrero  y  lleva  esta  car- 
ta á  SU  destino...  (Dándosela.) 

Coron.     (Leyendo  el  sobre.)  ¡Al  Ministerio  de  Marina...  Tan 

lejos... 
Seraf.    Tiene  contestación... 
Coron.    ¿Pero  y  mi  gota? 
Seraf.    El  ejercicio  te  la  aliviará.  Aprisa. 
Coron.    ¡Ah!  ¿Sí?  (sacando  un  cigarro.)  Pues...  mira;  me  lo  fumo 

entero  por  el  camino...  (vase.) 
Chap.      Por  Dios,.,  que  estamos  en  Cuaresma. 

ESCENA  XIV. 


SERAFINA  y  CHAPELARD. 

Seraf.  Y  usted,  amigo  mío,  en  busca  del  convento  más  segu- 
ro... y  más  ignorado,  donde  admitan  á  Ivona  esta 
misma  noche. 


52  — 


Chap. 

Seraf. 

Chap. 

Seraf. 

Chap. 

Seraf. 

Chap. 
Seraf. 

Chap. 


Seraf. 
Chap. 
Seraf. 
Chap. 


El  suyo. 

No  basta...  Es  conocido.,.  Vuele  usted. 

Sí...  sí...  Urge.  Lo  comp rento  lodo. 

(Aterrada.)  ¿Qué  dice  USted? 

Un  padrino  que  acaricia  á  su  ahijada  con  tanta  efu- 
sión... ¿Quién  no  sabe  lo  que  es  eso  por  experiencia?... 
(Cayendo  en  una  silla.)  ¡Ah!  Me  he  vendido.  Estoy  perdi- 
da. Va  usted  á  despreciarme,  á  maldecirme... 
¡Oh!  Eso  jamás. 

Todo  me  acusa...  y  sin  embargo...  merezco  indulgen- 
cia, joven...  desatendida  de  mi  marido... 
Lo  iba  á  decir...  ¡El  barón!  La  culpa  es  del  barón. 
Ánimo,  baronesa...  Harto  ha  sufrido  usted  ya;  el  cielo 
sabrá  recompensárselo. 
No  se  detenga  usted. 
Sí;  tomaré  el  coche  de  casa. 
Pero  pronto...  (vase.) 

(Yendo  á  la  ventana.)  Adiós...  ¿Á  que  me  quedo  sin  la 
berlina?  El  Coronel  sube  en  ella.  ¡Eh!  (Gritando.)  Bájese 
usted...  El  carruaje  es  muy  malo  para  la  gota,..  Pues 
no  faltaba  más...  Por  fin...  se  apea.  Ya  que  es  peca- 
dor, que  se  mortifique  yendo  á  pie.  (vasa.) 


FIN  DEL  ACTO  SEGUNDO. 


ACTO  TERCERO. 


El  cuarto  de  Ivona.  Puerta  en  el  foro  dando  sobre  el  jardín.  Otra  de  en- 
trada á  la  izquierda,  y  una  comunicando  con  el  interior  á  la  derecha» 
Chimenea  en  uno  de  los  ángulrs  y  piano  en  el  otro.  Canapé  á  nn  lado. 
Volador  con  un  pOUf  delante  en  el  centro. 


ESCENA  PRIMERA. 

OLIVERIO  y  ÁGATA  entrando  por  la  derecha. 

Oliv.  ¿Nos  será  dado  por  fin,  mi  querida  Ágata,  hablar  un 
momento  á  solas  sin  interrupciones  ni  sobresaltos? 

Ágata.   No  sé... 

Oliv.  Tu  madre,  que  por  cierto  me  parece  muy  preocupada, 
se  ha  encerrado  en  sugineeeo:  Ivona  recorre  el  jardín. 
Tomemos,  pues,  posesión  de  su  cuarto,  más  inviola- 
ble que  el  tuyo,  y  entremos  en  materia. 

Ágata.    (Sentándose  en  ei  canapé.)  Te  escucho.  ¿De  qué  se  trata? 

Oliv.  De  una  determinación  que,  á  mi  juicio,  resuelve  el 
problema  de  nuestra  vida.  Nos  vamos  á  separar. 

Ágata.    (Extrañaba.)  ¿Separarnos? 

Oliv.       Amislosamente. 

Ágata.    ¿Y  me  propones  con  esa  calma  semejante  monstruosi- 


—  54  — 


Oliv. 


Ágata. 
Oliv. 


Ágata. 


Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 


Ágata 
Oliv. 


dad?  ¿Separarse  marido  y  mujer? 
No,  no  hay  que  desfigurar  las  cosas.  Ni  tú  eres  mi 
mujer  ni  yo  soy  tu  marido.  No  se  puede  pertenecer 
al  mismo  tiempo  á  su  esposo  y  a  Dios.  Con  el  fervor 
que  tú  lo  haces,  hay  que  optar  por  uno  ó  por  otro. 
Pero... 

Muchísimas  mujeres,  que  yo  estimo  y  venero,  saben 
hermanar  los  principios  de  la  religión  con  las  exigen- 
cias de  la  vida  conyugal,  sin  introducir  los  rigores 
del  claustro  en  el  seno  de  la  familia.  Comprenden  que 
de  todos  los  deberes  que  Dios  les  impone,  el  primero  y 
más  sagrado  es  la  dicha  de  su  hogar,  y  resultan  me- 
jores cristianas,  cuanto  son  esposas  más  tiernas;  pero 
esto  constituye  la  verdadera  religión,  y  á  tí  no  te  en- 
señan más  que  el  fanatismo.  Tu  hogar  no  es  de  este 
mundo,  pertenece  al  cielo;  y  para  no  ser  ni  ridículo 
ni  importuno,  me  retiro. 

Pero...  ¿hablas  formalmente?  ¿Puedes  comparar  el 
amor  que  ofrezco  á  Dios  con  el  cariño  que  te  profeso? 
¿Tienes  alguna  queja  de  mí? 
Una  sola.  Has  matado  todas  mis  ilusiones. 
¿Cuáles? 

Ya  lo  he  dicho:  todas.  Mi  sueño  ha  sido  embellecerle 
ía  vida  con  nuestra  juventud  y  nuestra  fortuna.   Tu 
objetivo  se  ha  concretado  á  hacérmela  aborrecer  con 
la  amargura  y  el  hastío. 
Pongo  por  testigo  al  cielo... 

Permanezcamos  en  la  tierra.  Á  mí  me  gustan  los  man- 
jares delicados,  la  conversación  chispeante  del  invier- 
no alrededor  de  la  chimenea,  el  ingenio,  la  alegría..'. 
Pues  bien,  mis  amigos  se  han  contentado  con  venir  á 
verme  una  vez  sola.  Tu  indiferencia,  la  acogida  gla- 
cial que  les  ha  hecho  tu  madre,  la  rigidez  de  los 
criados,  nuestra  mesa  conventual,  todo  hería  al  pro- 
pio tiempo  su  educación,  su  paladar  y  su  vista.  He  te- 
nido que  suprimir  los  convites,  privándome  del  talen- 
to, de  la  amistad,  de  las  carcajadas... 


—  55  — 

Ágata.   Pero  .. 

Ouv.  Deliro  por  los  viajes,  que  encantan  por  lo  común  á  to- 
da mujer  joven  y  bonita.  Te  he  propuesto  llevarte  á 
las  orillas  del  Rhin:  Tú  no  has  querido  visitar  más 
que  Roma,  y  de  Roma  sus  iglesias,  porque  los  museos 
te  parecían  indecorosos,  las  antigüedades  impuras  y 
Rafael...  demasiado  desnudo.  Suprimidos  los  viajes. 
Me  entretienen  los  teatros,  los  bailes,  los  conciertos... 

Ágata.    Siempre  placeres  mundanos. 

Oliv.  Sea;  los  suprimo  igualmente.  Pero,  por  Dios,  mi  mu- 
jer no  es  cosa  mundana  para  que  también  me  la  su- 
priman, encerrándola  en  sus  hab'taciones,  de  las  que 
han  hecho  un  santuario  tan  impenetrable,  que  el  más 
casto  deseo  de  su  marido  no'  encuentra  un  rincón 
donde  meterse.  Ya  ves  si  has  matado  mis  ilusiones. 
Entretente  en  contar  los  muertos.  ' 

Ágata.  No  encuentro  más  que  uno  que  merezca  ser  llorado: 
Tu  amor.  Afortunadamente,  me  queda  todavía  mi 
hijo. 

Oliv.  (sentado  on  el  pouf.)  ¡Ah!  Sí,  mi  hijo;  es  verdad;  otro 
cadáver.  Vuelvo  de  África,  ávido  de  encontrar  un  con- 
suelo en  sus  caricias,  y  cuando  le  pregunto:  «¿En  qué 
te  ocupas?»  me  responde:  «En  pedirle  á  Dios  lodos  los 
días  que  mi  papaito  no  vaya  al  infierno.» 

Ágata.  ¿Es  malo  también  el  enseñarle  á  que  rece  para  que 
escapes  á  la  tentación? 

Oliv.  Tanto  equivaldría  hacerle  rezar  para  que  no  me  cojan 
los  gendarmes.  Su  conclusión  sería  siempre  la  misma. 
Mi  padre  es  un  bribón. 

Ágata.  (Luchando  con  su  emoción.)  Yo  no  soy  más  que  una  débil 
mujer  y  no  puedo  rebatir  tus  argumentos.  En  vano 
trataría  de  retenerte.  ¿Lo  deseas?...  separémonos. 
'  Pero  hazme  al  menos  la  justicia  de  confesar  que  si  me 
he  equivocado  ha  sido  de  buena  fé.  He  tratado  de  ha- 
certe feliz  y  no  he  sabido.  Perdóname...  Harto  casti- 
gada estoy. 

OLIV.      .    (Levantándose  y  yendo  á  ella.)  ¡Cómo!  ¿Llorar? 


Ágata, 


Oliv. 

ÁGATA. 

Oliv. 


Ágata. 
Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 


Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 

Ágata. 

Oliv. 


Ágata. 
Oliv. 


Sí...  á  pesar  mío...  Lo  que  me  pasa  es  tan  cruel...  No- 
lo  merezco.  He  querido  conciliar  todos  mis  deberes  de 
hija  obediente,  cristiana,  asidua  y  esposa  amante,  y 
sólo  he  conseguido  hacerme  repulsiva  á  tus  ojos. 
Ágata,  alma  mía. 

No  me  hables  así...  ya  sé  que  me  detestas. 
¿Detestarte?  Al  contrario;  te  adoro.  Y  si  he  estado  tan 
duro  contigo,  es  porque  quería  arrancarte  una  lágri- 
ma, herir  una  fibra  de  tu  corazón,  (sa  sienta  á  su  i»do 

en  el  canapé.) 

(Coa  alegría.)  ¿Y  no  te  irás? 

Sin  tí  nunca;  pero  los  dos  juntos,  al  momento.  (Se  le- 
vantan los  dos.) 
¿Abandonar  á  mi  madre? 
Á  tu  madre,  sobre  todo. 
Oliverio...  ¿Qué  me  propones? 
Tu  ventura  y  la  mía. 
Me  va  á  maldecir. 

En  cambio  yo  te  bendeciré.  Acuérdate:  «Dejarás  á  tu 
padre  y  á  tu  madre  para  seguir  á  tu  marido.»  Yo  tam- 
bién sé  la  Biblia. 
¿Y  si  nos  equivocásemos? 
No  temas. 

Sería  abrirnos  las  puertas  del  infierno. 
Con  tal  de  que  no  encontremos  allí  á  tu  madre... 
Bromeas  en  este  caso... 

(coa  calor.)  No,  no  bromeo.  Pero,  por  lo  más  sagrado, 
sé  una  vez  en  tu  vida  mi  mujer,  mi  mujer  de  veras. 
Óyeme  bien:  ¿Quién  puede  aconsejarte  mejor  que  tu 
marido,  el  padre  de  ese  pedazo  de  nosotros  dos,  tu 
Oliverio  que  tanto  te  ama  por  él  y  que  tanto  le  idola- 
tra por  tí?  Ágata...  Ágata  mía,  ven...  sigúeme...  Yo 
seré  tu  defensor,  tu  báculo,  hasta  tu  madre  si  lo 
■quieres... 

(Luchando  consigo  misma.)  ¡Qué  Combate  1 

Vamos.  (La  puerta  de   la  derecha  se  abre  y  aparece  Serafina 

seguida  del  Coronel.) 


—  57  — 
Ágata.    ¡Ah!  Mi  madre...  ¡No!  ¡Nunca! 

ÜLIV.  (Ap.)  (¡Qué  oportuna  es  mi  Suegra!)  (Subo  hacia  la  chi- 
menea.) 

ESCENA  II. 

OLIVERIO,  ÁGATA,  SERAFINA  y  el  CORONEL. 

Seraf.    (á  Agita.)  Se  te  oye  desde  mi  cuarto.  Pareces  muy 

conmovida.  ¿Qué  sucede? 
Oliv.      Nada  que  exija  la  presencia  de  usted. 
Seraf.    ¿Está  usted  aquí?  Yo  le  creía  en  el  escenario  de  la 

Ópera.  (Movimiento  de  Ágata  que  mira  á  su  matido.) 

Oliv.      ¿Y  en  qué  se  funda  usted?... 

Seraf.  (á  Ágata.)  Tu  marido  podrá  decirte  lo  que  hacía  ano- 
che á  los  pies  de  la  famosa  Georgina. 

Ágata.    ¡Ah! 

Oliv.  (Ap.)  (¿Espolea  sus  celos?  Tanto  mejor.)  (Alio,  con  caimar 
y  blando  hasta  Serafina.)  Celebro,  baronesa,  que  la  poli- 
cía de  usted  me  evite  explicaciones  inútiles,  y  tengo 
el  sentimiento  de  participarla,  que  desde  este  instante 
ceso  de  habitar  bajo  su  techo  hospitalario. 

Todos.    ¿Qué? 

Oliv.  Salgo  de  esta  casa  para  ir  á  cobijarme  en  la  calle  Le- 
pelletier,  número  22,  cerca  de  la  ópera. 

Ágata.    ¡Oliverio! 

Seraf.  Verdaderamente,  hay  para  preguntarse  una  si  sueña 
oyendo  tamañas  monstruosidades. 

OLIV.  (Tomando  el  sombrero  q'ie  dejó  sobre  el  velador.)  De  resulta- 

dos menos  funestos  que  aquellos  á  que  nos  expone  á 
todos  la  mogigatería  de  usted. 

Seraf.  Ese  es  el  lenguaje  de  un  hombre  que  sólo  vive  de  la 
materia. 

Oliv.      Soy  muy  material,  señora. 

Seraf.    Se  necesitan  apetitos  muy  groseros... 

Oliv.      Mucho... 

Seraf.     ¡Oh,  hija  mía!..*  ¡Qué  marido  tienes! 

Oliv.      Hable  usted  con  propiedad:  ¡Qué  marido  no  tiene! 


—  S8  — 


CORON. 

Seraf. 

CORON. 


Ouv. 


CORON. 

Ouv. 


Seraf. 
Oliv. 


Pero  voto  á  cien  mil  legiones  de  demonios... 
¿Eh? 

Déjame  que  jure;  la  ocasión  no  puede  ser  más  oportu- 
na. Represento  en  esta  casa  á  mi  hermano  y  quiero 
saber  con  qué  derecho  se  le  dirige  á  su  hija  tamaño 
insulto. 

Aquí  no  hay  insulto,  Coronel,  ni  motivo  de  queja  por 
su  parte,  ni  perjuicio  para  Ágata,  sino  un  favor  ma- 
nifiesto, llevándome  á  otra  parte  un  cariño  que  mi 
mujer  no  quiere  aceptar. 
(ap.)  (Dice  bien.) 

Señora,  calle  Lepelletier,  22.  Si  mi  esposa  se  toma  el 
trabajo  de  discurrir,  comprenderá  que  Georginano  es 
más  que  el  símbolo  de  una  nueva  vida  á  la  que  me  re- 
signo por  fuerza;  tan  por  fuerza,  que  si  se  resuelve  á 
darme  el  brazo...  (Movimiento  de  Ágata.)  ¿No?  ¿Es  pronto 
aun?  Paciencia...  Esperemos. 
Es  inútil:  Ágata  cumplirá  con  su  deber. 
Confío  en  ello.  Coronel,  beso  á  usted  la  mano,  (ei  Co- 
ronel le  tiende  la  suya.  Oliverio  le  señala  Serafina  y  ambos  se 
abstienen  de    estrechársela.)    Tendré    Ulia    Satisfacción   en 

verle  á  usted  por  mi  nueva  casa,  donde  podrá  usted 
jurar  y  fumar  á  su  antojo...  (Á  Ágata.)  Número  22,  no 
lo  olvides.  Baronesa...  Dios  guarde  á  usted...  Es  mi 
voto  más  ferviente;  que  la  guarde  y  que  no  me  la  de- 
vuelva. (Saluda  y  vase  por  la  izquierda.) 


ESCENA  III. 

ÁGATA,  SERAFINA,  ei  CORONEL. 


Coron.  ¿Y  le  dejas  que  se  marche? 

Seraf.  ¿Por  qué  no? 

Ágata.  Hay  que  detenerle. 

Seraf.  Hija  mía;  déjate  conducir  por  tu  madre.  Valor, 

Coron.  Mira  que  se  va... 

Seraf.  No  importa.  . 


—  59  — 

Coron.  ¿Pero  y  Ágata?  ¿Y  su  hijo? 

Seraf.  Yo  se  lo  que  me  hago.  (Á  Ágata.)  ¿Adonde  vas? 

Ágata.  A  mi  cuarto;  necesito  estar  sola.  ( Vaso  por  ia  derecha.) 

Seraf.  ¡Cuatro  lágrimas!...  Después  me  dará  las  gracias. 

ESCENA    IV. 


SERAFINA  y  el  CORONEL. 


Coron.     ¡Bonita  situación  para  cuando  vuelva  tu  marido! 
Seraf.    Se  felicitará  de  ello  como  yo.  Vengamos  á  lo  que  me 

interesa  más  directamente.  ¿Traes  la  respuesta  del 

Ministerio? 
Coron.    Verbal.  El  contra-almirante...  ¡Ay!  (Con  un  quegido 

arrancado  por  el  color.) 

Seraf.    ¿Qué?...  Acaba. 

Coron.    Espera,  mujer.  ¡Qué  latidos!  ¡Qué  latigazos! 

Seraf.    Tanto  mejor. 

CORON.  (Mirándola  atónito  después  do  sentarse  en  el  "pouf  y  frotarse  la 
pierna.)  ¿Cómo! 

Seraf.  Es  una  prueba  á  que  Dios  te  somete  por  tu  bien.    v 

Coron.  ¡Por  mi  bien!  ¡Vaya  un  argumento!... 

Seraf.  Pero,  en  resumen:  ¿Montignac? 

Coron.  Sólo  permanecerá  dos  días  en  París. 

Seraf.  (Con  alegría.)  ¿De  veras?  ¿Nada  más? 

Coron.  Mañana  sale  para  tomar  el  mando  de  la  escuadra  que 
está  en  Cherburgo. 

Seraf.  (Ap.)  (¡Qué  suerte!)  (auo.)  ¿Y  adonde  se  dirige  esa  es- 
cuadra? 

Coron.  Yo  qué  sé,  A  alta  mar. 

Seraf.  ¿No  se  te  ha  ocurrido  preguntarlo? 

Coron.  A  mí,  qué  me  importa. 

Seraf.  Á  mí  sí.,.  Y  vas  á  volver  al  momento... 

Coron.  ¿Al  Ministerio  de  Marina? 

Seraf.  Indudablemente. 

Coron.  ¿Con  mis  dolores?  ¿Y  á  pie? 


—  60  — 
ESCENA  V. 

LOS  MISMOS  y  CHAPELARD.      . 

Chap.      (Por  la  izquierda.)  Puede  usted  tomar  el  coche,  impeni- 
tente. Ya  no  lo  necesito. 

CORON.      ¡Qué  abnegación!  (Levantándose  .) 

Chap.      Por  un  poco  de  sufrimiento  material. 

Coron.    Pues  como  me  repita...  ya  sabe  usted  lo  que  me  tengo 

prometido  por  dentro. 
Seraf.    ¿Te  vas? 
Coron.    Sí...  me  voy.  (Ap.)  (Pero  esta  vez  un  café  con  ron  no 

me  lo  quita  nadie.)   (Vase  por  la  izquiorda.) 

ESCENA  VI. 


CHAPELARD  y  SERAFINA. 

Seraf.    ¿Y  bien?  ¿Ese  convento?... 

Chap.      Ya  lo  he  encontrado. 

Seraf.    ¿Sí? 

Chap.  En  la  calle  del  Infierno.  Un  personal  admirable...  ¡Y 
un  vinillo  moscatel!...  Recibirán  á  Ivona  cuando  usted 
quiera. 

Seraf.    ¿El  asilo  es  seguro? 

Chap.      Con  rejas  en  todas  las  ventanas.. ,  Una  vez  dentro... 

Seraf.    Gracias,  gracias. 

Chap.      ¡Pobre  baronesa!  ¡Cuánto  debe  usted  sufrir!... 

Seraf.  ¡Oh!  Mucho;  no  sólo  por  mi  delito,  sino  por  sus  con- 
secuencias. Tener  un  ser  nacido  de  mi  falta,  que  se 
educa  bajo  el  techo  conyugal  como  hija  de  mi  marido. 
Mi  crimen  sentado  en  su  hogar  para  robarle  sus  cari- 
cias. Es  espantoso...  No  hay  nada  que  justifique  una 
conducta  que  me  atormenta  en  este  mundo  y  me  es- 
panta por  el  otro. 

Chap.      Sin  embargo... 

Seraf.    ¿Y  aun  me  pregunta  usted  por  qué  tengo  tanta  prisa 


61 


Chap. 

Seraf. 


Chap. 

Seraf, 


Chap. 
Seraf. 


Chap. 


en  encerrar  á  Ivona  en  un  convento?  Dieciocho  años 
hace  que  sufro  el  atroz  martirio  de  ver  la  encarnación 
de  mi  falta  en  esa  niña,  creciendo  y  desarrollándose  á 
mi  lado.  Y  lloro,  y  rezo;  y  cuando  me  figuro  haher 
hallado  el  olvido  en  el  éxtasis,  el  primer  objeto  que 
hiere  mi  vista  es  ella,  rogando  junto  á  mi  mientras 
una  voz  murmura  en  mi  oído:  «Mujer  liviana.»  Acu- 
mulo las  buenas  obras,  hundo  mi  frente  en  el  polvo, 
llego  á  creerme  una  elegida  del  Señor;  y  entonces 
Ivona  llama  padre  á  mi  marido  y  la  voz  me  repite: 
«Esposa  desleal.»  Y  dejaré  este  mundo  admirada  de 
todos,  bendecida,  santificada;  pero  al  querer  entrar  en 
el  cielo,  me  encontraré  á  mi  hija  cerrándome  el  paso; 
el  grito  acusador  de  mi  conciencia  me  llamará  adúlte- 
ra, y  me  condenaré...  Sí,  me  condenaré. 
Calma,  calma. 

¿Y  por  quién?...  por  esa  criatura...  Sin  ella  hace  ya 
tiempo  que  todo  estaría  expiado.  (Levantándose.)  Porque 
á  ese  Montignac,  á  ese  hombre,  causa  de  mi  perdi- 
ción...  lo  aborrezco.  (Con  profunda  convicción  y  dejándose 

llevar.)  ¡Oh!  Dios  mío...  Condénale  á  él  también...  que 

no  Se  Salve.  (Cayendo  sobre  el  canapé.) 

¿Pero  qué  teme  usted  de  parte  suya? 
Todo.  Posee  una  voluntad  de  hierro;  no  es  casado;  ni 
tiene  otro  hijo  y  delira  por  Ivona,  Cuando  la  criaban, 
y  más  tarde  en  el  colegio,  iba  á  verla  todos  los  días. 
Mi  hija  lo  ha  conocido  antes  que  á  mí  y  hasta  lo  quiere 
más.  En  fin,  se  escribían  cartas  tan  llenas  de  ternura, 
que  me  he  visto  en  la  precisión  de  cortar  el  abuso.  En 
una  de  las  últimas,  le  decía  él:  «Paciencia,  espérame, 
te  casaré  en  cuanto  llegue.» 
¡Ah! 

¿Comprende  usted  su  egoismo?  La  quiere  casar  para 
procurarse  una  familia;  y  ha  vuelto  para  arrebatár- 
mela. 

Con  todo...  Reflexionemos.  Una  vez  colocada  esa  niña 
ya  no  es  un  obstáculo  para  usted.  Los  escrúpulos  des- 


—  62  — 


aparecen  y...  (Fingiéndose  asaltado  de  una  idea.)  ¡Oh!  ¡Qué 

rayo  de  luz!...  ¿Si  la  casáramos  con  Sulpicio? 

Seraf.    ¿Qué  dice  usted? 

Chap.  £1  nacimiento  de  ese  muchacho,  no  es  tampoco  muy 
regular... 

Seraf.  ¿Casar  á  Ivona?  ¿Cometer  una  nueva  infamia  privando 
á  su  familia  del  dinero  de  la  dote? 

Chap.  (Perdiendo  su  entusiasmo.)  ¡Ah!  Pues  sin  dote  no  hablemos 
más  del  asunto. 

Seraf.  Además,  si  la  induzco  á  tomar  el  velo,  es  por  su  pro- 
pio interés. 

Chap.      ¿Cómo? 

Seraf.  Hija  del  crimen,  Dios  no  la  puede  bendecir;  la  haría 
desgraciada  para  castigarme;  mientras  que  consagrán- 
dosela la  pongo  al  abrigo  de  su  cólera  y  procuro  á  su 
tiempo  mismo  su  salvación  y  la  mía.  Esta  noche  en  un 
carruaje  nos  la  llevamos  al  convento.  Un  día  más  y 
nos  hemos  salvado.  Monlignac  se  va  mañana. 

Chap.      ¿La  ha  prevenido  usted  ya? 

Seraf.    No  Voy  á  hacerlo.  (Llama.) 

Chap.      ¿Y  si  se  resiste? 

Seraf.    No  tiene  más  voluntad  que  la  de  su  madre,  (a  úisnia 

que  entra  por  la  derecha.)  Llame  USted  á  Ivona. 

Chap.  Entonces  la  dejo  á  usted  con  ella  hasta  la  hora  de  la 
comida.  Voy  en  busca  de  Sulpicio. 

Seraf.  Por  cierto  que  la  esperaba  para  que  me  diese  las  se- 
ñas de  ese...  hombre. 

Chap.  Algún  olvido...  Le  tienen  tan  ocupado  sus  obras  de  ca- 
ridad... Esta  mañana  me  ha  pedido  prestado  el  dinero 
de  los  Patagones. 

Seraf.    ¿La  cuestación? 

Chap.  Me  ha  dicho  que  se  trataba  de  salvar  á  un  ser  muy 
desgraciado.  Si  le  hubiera  usted  visto  llorar...  ¡Va- 
mos! Me  ha  enternecido. 

Seraf.    ¿Y  se  lo  ha  entregado  usted? 

Chap.       Todo.  Con  él  tengo  confianza. 

SaRAE.    Sin  embargo;  es  harto  joven  todavía. 


—  63  — 

Chap.  Pero  un  viejo  en  lo  juicioso.  ¿Conque  la  comida  á 
las  siete? 

Seraf.    Sí. 

Chap.  Pues...  hasta  las  siete.  (Ap.)  (Sin  dote  no;  que  se  me- 
ta en  el  Convento.)  (Vase  por  la  izquierda.) 

ESCENA  VIL 

SERAFINA  ó  IVONA. 


Ivona.     ¿Me  llamabas? 

Seraf.    Sí...  Ven,  tengo  que  darte  una  gran  noticia. 

Ivona.     ¡Ay!  ¿Cuál?  Á  ver. 

Ivona.     Un  beso,  serafín  mío.  Ha  llegado  tu  dispensa  de  edad. 

Ivona.     ¡Ah!  Era  eso... 

Seraf.    (Besándola.)  ¿No  te  alegras? 

Ivona.     Mira,  mamá...   Toda  vez  que  abordas  este   asunto 

¿quieres  que  hablemos  las  dos  con  el  corazón  en  la 

mano? 

SERAF.      (inquieta.)  Dí.  (Se  sientan  en  el  canapé.) 

Ivona.  Pues...  he  reflexionado  detenidamente  en'  estos  últi- 
mos tiempos  y...  me  parece  que  os  equivocáis  acerca 
de  mis  inclinaciones. 

Seraf.    ¿Que  nos  equivocamos? 

Ivona.  Sí...  Y  la  culpa  la  tienen  Sor  Angélica  y  las  demás 
hermanas,  con  la  reputación  que  me  han  creado  en  el 
convento.  No  cesaban  de  decirme  á  cada  instante: 
«¡Qué  paloma  sin  hiél!  ¡Qué  ovejita  para  el  Divino 
Pastor!  ¡Qué  bien  le  sentaría  el  velo  á  ese  rostro  vir- 
♦  ginal!»  Y  mil  lisonjas  por  el  estilo  que  yo  escuchaba 
con  la  sonrisa  en  los  labios,  pero  sin  darlas  importan- 
cia alguna.  De  repente,  un  día,  sin  saber  cómo,  circu- 
la el  rumor  de  que  yo  estaba  resuelta  á  hacerme  reli- 
giosa y  de  que  en  breve  empezaría  el  noviciado.  Corro 
en  busca  de  la  buena  madre  que  me  sale  al  encuentro,, 
y,  sin  dejarme  proferir  una  palabra,  se  echa  en  mis 
brazos  y  rompe  á  llorar.  Las  demás  hermanas  me  ro- 


—  64  — 

deán  y  me  besan  sollozando.  Contagiada  con  el  ejem- 
plo me  pongo  yo  también  á  verter  lágrimas  y  á  repar- 
tir caricias...  y  nada  más;  por  lo  visto  eso  prueba  que 
yo  tengo  vocación. 

Seraf.    ¡Ah! 

Ivona.  Pero...  después  me  he  examinado  detenidamente  y... 
no  la  tengo;  ni  tanto  así,  créeme, 

Seraf.  ¿Qué  sabe  de  esas  cosas  una  pobre  niña  que  apenas 
viene  al  mundo?  Déjate  dirigir  por  tu  madre  que  te 
conoce  mejor  que  tú. 

Ivona.  jVamos!  Mamaita,  si  no  puede  ser.  Á  mi  me  encantan 
los  bailes,  los  teatros,  los  viajes  y...  el  aire  libre.  Me 
gusta  todo;  y  la  vocación  consiste  en  que  á  una  no  la 
guste  nada...  más  que  Dios.  ¿Cómo  concibas  tenden- 
cias tan  opuestas? 

Seraf.  Tesoro  mío.  Eso  que  tanto  te  seduce  no  es  más  que 
vanidad.  ¡Interroga  tu  conciencia! 

Ivona.  Ya  lo  he  hecho;  y  mi  conciencia  me  repite:  «Ivona, 
tu  no  has  nacido  para  el  claustro.  No  vayas,  que  le 
arrempetirás.»  Y  hoy,  y  mañana  y  siempre  me  dice  lo 
mismo. 

Seraf.  ¿Has  reflexionado  que  te  expones  á  perder  tu  salva- 
ción? 

Ivona.  ¡Bah!  Si  así  fuese,  tu  habrías  perdido  la  tuya,  porque 
no  has  tomado  el  velo. 

Seraf.     ¡Oh!  Yo... 

Ivona.  Tú  y  tantas  otras.  ¿No  han  de  salvarse  más  que  las 
que  profesan?  Dios  no  nos  ha  puesto  en  el  mundo  pa- 
ra no  ser  más  que  monjas.  Y,  si  quieres  que  te  hable 
con  ingenuidad,  yo  quisiera  hacer  como  tú...  casarme. 

Seraf.     ¿Qué?.,. 

Ivona.  Y  si  el  cielo  me  daba  hijos,  adorarlos...  como  tú  á 
mí.  Convendrás  conmigo  en  que  estamos  á  cien  le- 
guas del  convento. 

Seraf.  Y  te  atreverías  á  hacer  pública  semejante  confesión, 
hoy  que  nadie  se  ocupa  más  que  de  tu  s  acrificio? 
¿Tendrías  valor  de  gritar  á  las  gentes:  «No,  no  me 


—  65  — 

tributéis  vuestra  admiración,  porque  sólo  soy  digna 
de  vuestro  desprecio.  He  retrocedido  ante  la  prueba. 
Llevaos  las  palmas  y  las  coronas.  No  quiero  ser  la  es- 
posa de  Dios,  si  no  la  compañera  vulgar  de  un  hom- 
bre cualquiera... 

Ivona.     ¡Oh! 

Seraf.  Tú  no  harás  eso,  Ivona  mía;  tienes  harto  bien  puesto 
el  corazón  para  resignarte  á  que  te  motejen.  ¿No  es 
verdad  que  te  juzgo  bien? 

Ivona.     Mamá...  ¿Me  quieres  mucho? 

Seraf,    Mucho . 

Ivona.     ¿Qué  deseas?  ¿Mi  felicidad? 

Seraf.    Sí. 

Ivona.  Pues.. .  no  insistas.  Si  te  obedeciese  sería  muy  desgra- 
ciada. 

Seraf.  ¡Oh!  No  eres  tú  la  que  discurre  así.  Alguien  te  ha  dic- 
tado esas  palabras. 

Ivona.     ¿Quién? 

Seraf.    Tu  padrino. 

Ivona.     ¿Mi  padrino? 

Seraf.    Sí;  le  has  vuelto  á  ver. 

Ivona.     No. 

Seraf.    Júrame  que  ni  te  ha  hablado...  ni  le  ha  escrito... 

Ivona.     En  cuanto  á  escribirme... 

Seraf.  ¡Ah!  Estaba  segura  de  ello.  (Levantándose.)  Esa  carta, 
dámela. 

Ivona.     La  he  roto. 

Seraf.    Mientes. 

Ivona.  (Levantándose.)  Si  yo  fuera  capaz  de  mentir,  te  hubiera 
negado  la  existencia  de  la  carta;  era  más  breve...  Te 
repito,  que  la  he  roto. 

Seraf.    ¿Y  qué  te  decía  en  ella? 

Ivona.     «He  llegado,  Ivona  mía.» 

Seraf.     (Con  amargura.)  ¡Ivona  mía! 

Ivona.     Siempre  me  ha  llamado  así.  Nos  queremos  tanto... 

Seraf.    Basta  de  sensiblerías. 

Ivona.     Mira,  mamá  ..Yo  no  sé  lo  que  haya  podido  ocurrir 


Seraf. 

IVONA. 


Seraf. 
Ivona, 


Seraf. 
Ivona. 


Seraf. 


entre  él  y  tú  para  que  desde  hace  algún  tiempo  le 
odies  de  esa  manera.  Pero  en  cuanto  á  mí  es  distinto. 
¿Cómo  quieres  que  olvide  las  primeras  impresiones  de 
mi  vida?  Si  remonto  á  mi  niñez,  lo  veo  asomado  á  mi 
cuna  velando  mi  sueño.  Más  tarde,  en  la  enfermedad 
que  tuve  mientras  tú  estabas  ausente,  me  encuentro 
una  noche  delirando  en  brazos  de  mi  padrino  que  me 
grita:  «No  temas,  aquí  estoy  yo.»  Y  me  besa  y  llora, 
y  la  fiebre  huye  para  no  volver  más  acobardada  por 
la  solicitud  de  su  cariño.  Y  aquí  se  paran  mis  recuer- 
dos, en  esa  lágrima  que  siento  correr  aun,  que  todas 
tus  caricias  no  han  podido  borrar  y  que  el  mundo  en- 
tero no  arrancará  de  mi  frente  porque  tiene  las  raices 
agarradas  en  mi  corazón. 
(Ap.)  (¡Monstruo!  Me  la  ha  robado.) 
Y  tú  has  hecho  todo  lo  posible  por  desunirnos,  confié- 
salo. ¡Te  tenía  una  rabia!  Perdóname,  pero  hemos 
convenido  en  hablar  sin  ambajes. 
¿Y  qué  he  hecho  yo? 

Apenas.,.  En  la  pensión  y  en  el  convento  no  ignoras 
que  he  sostenido  con  él  una  correspondencia  muy  se- 
guida. Pues  bien;  al  irle  á  entregar  hace  dos  meses 
una  carta  á  Sor  Angélica,  me  dijo:  «Es  inútil;  tengo 
orden  de  la  señora  baronesa  de  no  dar  curso  á  las  mi- 
sivas que  lleven  esa  dirección,  y  de  secuestrar  las  que 
reciba  usted  del  mismo  origen.»  Me  encerré  en  mi 
cuarto  y  me  eché  á  llorar;  pero  al  día  siguiente,  Cata- 
lina, mi  nodriza,  me  vino  á  ver  yle  conté  lo  quemepa- 
saba:  «No  te  apures,  tonta» — callóse  la  pobre  viendo 
mi  angustia. — «Dame  tus  cartas;  yo  se  las  mandaré  á 
tu  padrino  y  por  el  mismo  conducto  tendrás  la  con- 
testación.» 
¿Y  accediste? 

Hice  mal...  ya  lo  sé...  muy  mal.  Pero  no  tuve  valor 
para  oponerme.  Ahora  ya  lo  sabes  todo;  déjame  que 
respire.  ¡Qué  peso  se  me  ha  quitado  de  encima! 
¡Qué  vergüenza!  ¡Qué  abyección! 


—  67  — 

Ivoxa.  Por  Dios,  mamaita,  sé  indulgente.  Díme  que  me  per- 
donas. 

Serap.    (Pausa.)  La  perdono  á  usted. 

Ivona.     ¡Usted!...  ¡Qué  severidad! 

Seraf.  Bien,  te  perdono;  pero  acaba.  ¿Os  habéis  escrito  por 
conducto  de  esa  mujer? 

Ivona.  Sí;  y  he  sabido  que  regresaba  á  Francia.  Imagínate 
mi  alegría,  alegría  que  por  cierto  duró  muy  poco; 
porque  al  salir  del  convento  hace  un  mes,  diste  la  or- 
den de  no  dejar  entrar  en  casa  á  Catalina  y...  natural- 
mente, adiós  nuestras  cartas.  Yo  que  le  esperaba  á 
cada  momento...  estaba  como  loca.  Así  es  que  ayer, 
no  pudiendo  más,.,  escribí  á  Catalina,  y  al  ir  á  la 
iglesia...  dejé...  ¿Me  has  absuelto,  verdad? 

Seraf.    Sigue. 

Ivona.     ¿No  me  volverás  á  reñir? 

Seraf.    No. 

Ivona.  Es  que.  .  esto  último  es  más  censurable  que  lo  an- 
terior. 

Seraf.    Por  caridad,  concluye.  ¿Dejaste  qué? 

Ivona.  Dejé  pasar  á  Ágata  delante  y...  eché  la  carta  en  el 
buzón. 

Seraf.     ¡Qué  osadía! 

Ivona.     Si  empiezas,  me  callo. 

Seraf,    ¿Y  Catalina?... 

Ivona.  Me  ha  dado  esta  mañana  su  contestación,  él  He  llega- 
do, Ivona  mia,  que  aguardaba  con  tanta  impaciencia. 

Seraf.    ¿Y  qué  más? 

Ivona.     Nada  más. 

Seraf.  Ponte  en  guardia,  Ivona,  el  demonio  tentador  te  ace- 
cha para  perderte. 

Ivona.     ¿Quién  es  el  demonio?  ¿Mi  padrino? 

Seraf.    Quiere  arrancarte  de  mi  lado. 

Ivona.     No  lo  creas. 

Seraf.    Júrame  que  no  le  volverás  á  escribir.  Júramelo, 

Ivona.     Mamá. 

Seraf.    Ó  te  retiro  mi  perdón. 


-  68  — 

Ivona.  Pero...  ¿le  veré? 

Seraf.    Sí...  le  verás. 

Ivona.  Á  esa  condición,  telo  juro. 

Seraf.  Esta  misma  noche  entrarás  en  el  convento. 

Ivona.  (Asustada.)  ¡Cómo!  ¿Insistes  en  que  sea  religiosa. 

Seraf.  Más  que  nunca. 

Ivona.  Pues  no  te  he  dicho  .. 

SERAF.  (Sentándose  junto  á  Ivona  en  el  canapé  y  cambiando  su  aspere- 
za por  la  dulzura  más  refinada.)  ¡Ivona  de  mi  alma,  cora- 
zón mío!...  Te  lo  ruego...  No  causes  mi  desgracia  y  la 
tuya...  Óyeme.  Déjame  aconsejarte...  Yo  te  conduci- 
ré tan  insensiblemente  y  por  caminos  tan  accesibles 
que  ni  tú  misma  lo  notarás... 

Ivona.     No  lo  creas... 

SERAF.      (Cerrándole  la  boca  con  un  beso  y  continuando  la  obra  de  per. 

suasión.)  Y  cumplirás  mi  voto...  Y  salvarás  átu  ma- 
dre, hija  de  mis  entrañas.  Serás  la  oración  perpetua  de 
mi  vida,  mi  vida  entera.  No  alentaré  sino  para  tí,  y  te 
bendeciré  cien  veces,,  de  rodillas...  Gomo  ahora...  (in- 
clinándose ante  ella.)  Porque...  dices  que  sí...  ¿No  es  ver- 
dad? Has  dicho  que  sí...  Lo  has  dicho...  ¡Oh!  gracias. 

IVONA.       (Desprendiéndose  de  ella.)  ¡Jesús!  Me  das  miedo... 

Seraf.  (d8  pie  exasperada.)  ¿Y  tú  á  mí?  ¡Hija  desnaturalizada! 
que  no  haces  nada,  nada  por  tu  madre. 

IVONA.       (Levantándose.)  Por  DÍOS... 

Seraf.  ¡Silencio!  ¿Y  yo  me  bajo  hasta  rogar,  cuando  tengo  el 
derecho  de  exigir... 

Ivona.     Escúchame... 

Seraf.  Bien  merecida  tienes  la  reclusión.  Una  criatura  sin  de- 
coro que  escribe  cartas  clandestinas. 

Ivona,     Eres  cruel.  Me  habías  perdonado. 

Seraf.    ¿Aun  te  revuelves  contra  mí? 

Ivona.     No;  pero... 

SerAf.    Esta  misma  noche  quedarás  en  reclusión. 

IVONA.  (Espantada,  cogiéndose  á  los  vestides  de  Serafina.)  No...  ma- 
má, haré  lo  que  me  mandes...  Pero  por  piedad...  ir  al 
convento,  no...  Tengo  miedo...  No  me  encierres  allí... 


—  69  — 

Es  horrible.  Me  moriré... 

Seraf.    Lo  he  prometido. 

Ivona.  (sollozando.)  Tú  no  puedes  haber  jurado  hacer  mi  deses- 
peración. No  eres  una  fiera... 

Seraf.    (imponiéndose.)  Basta...  Soy  tu  madre.  Te  lo  mando. 

IVONA.  (Retrocediendo  aniquilada  hasta  caer  en  ana  silla.)  Te  obedez- 
co... Iré iré. 

SERAF.  (intenta  salir;  pero  retrocede  y  sa  inclina  sobre  Ivona  tendiendo- 
la  los  brazos  con  verdadera  ternura  maternal.)  Y  SÜ1  embar- 
go... Si  tú  consintieras...  Si  me  dijeses:  «Madre  mía... 
por  darte  gusto,  por  respetar  tu  voto,  entraré  en  el 
convento  expontáneamente,  sin  violencia.»  ¡Yo  te  que- 
rría tanto!... 

Ivona.     No  puedo...  Ya  lo  ves...  no  puedo... 

SERAF.      (Reconquistando  su  autoridad.)   Pues  bien...    Por  más  que 

os  empeñéis  los  dos...  serás  feliz  á  pesar  tuyo,  (vase.) 

ESCENA  VIII. 


IVONA,  luego  ÚRSULA. 

Ivona.  ¡A  pesar  mío!  Sí..,  lo  haré.  Y  una  vez  allí  dentro,.,  sin 
defensa,  sin  voluntad  propia...  jOh!  Primero  me  ma- 
to. (Leventándose.)  Aun  me  queda  él,  mi  padrino.  Ven- 
drá en  mi  ayuda.  Le  prevendré.  Voy  á  escribirle,  (se 

pone  ó  escribir  febrilmente,  de  pronto  se  detiene.)  Pero  he  ju- 
rado... Si  le  veía,  (vuelve  á  escribir.)  y  no  me  lo  deja- 
rá ver...  Estoy  segura  de  ello.  No  me  queda  otro  re- 
curso. ¿Á  quién  Confiar  mi  Carta?  (Úrsula  entra  por  la  de- 
recha trayendo  luces.  Ivona  oculta  la  carta.) 

Úrsula.  La  señora  baronesa  manda  que  la  señorita  coma  en  su 

cuarto. 
Ivona.     ¿Aquí?  ¿Sola? 
Úrsula.  La  prohibe  á  usted  salir  de  sus  habitaciones  hasta  que 

venga  á  buscarla. 
Ivona.     (ap.)  (¿Á  quién  recurro?  A  Ágata.)  (Alto.)  Úrsula,  diga 

usted  á  mi  hermana  que  yo  la  llamo. 
Úrsula.  Está  indispuesta  y  se  ha  encerrado  por  dentro. 


—  70  — 

Ivona.     Pues...  á  su  marido... 

Úrsula.  Ha  salido  de  casa  con  intención  de  no  volver  más. 

Ivona.     ¿Qué  es  esto?  ¿Me  entierran  viva? 

Úrsula.  Hay  orden  de  no  dejar  entrar  á  nadie  aquí. 

Ivona.  Pues  bien;  usted...  á  quien  no  he  hecho  nunca  nin- 
gún daño.  Hágame  usted  el  favor  de  hacer  llegar  en 
secreto  esta  carta  á  su  destino.  Mi  gratitud  será 
eterna. 

Úrsula.  No  me  atrevo,  señorita;  si  tomo  ese  papel  será  para 
entregárselo  á  la  señora. 

Ivona.     (Desesperada.)  ¡Todos  contra  mí! 

Úrsula.  ¿Sirvo  á  usted  ya? 

Ivona.  No,  déjeme  usted,  (vase  Úrsula  por  la  izquierda.)  Todo  ha 
concluido  para  mí.  Estoy  perdida.  (Cayendo  en  una  silla. ( 

ESCENA  IX. 

IVONA    y   ROBERTO. 

ROB.  (Apareciendo  en  la  puerta  del  jardín.)  Aun  no. 

IVONA.       (De  lie,  asustada.)  ¿Quién? 
ROB.  (Cerrando  la  puerta.)  Silencio... 

Ivona.     ¡Cómo!  ¿Usted? 

Roe.        He  encontrado  abierta  la  verja  del  jardín  y... 

Ivona.     Viene  usted...  indudablemente  en  busca  de  mi  madre. 

Rob.        No..  Es  á  usted  á  quien  busco. 

Ivona.     ¿Á  mi? 

Rob.  Los  momentos  son  preciosos.  Si  yo  pretestase  que  mi 
venida  es  un  efecto  casual,  no.  lo  creería  usted  y  ten- 
dría razón.  Me  hallo  aquí  deliberadamente  porque... 
la  amo  á  usted, 

Ivona.     ¿Qué?  (con  altivez.) 

Rob.  No  tema  usted  nada.  Están  en  la  mesa...  Nos  dejan 
solos. 

Ivona.     Pero...  ¿Con  qué  derecho? 

Rob.  Una  palabra  y  concluyo.  El  criado  que  me  ha  abierto 
la  puerta,  me  lo  ha  contado  lodo.  Esta  noche  se  la 
llevan  é  usted  al  convento. 


—  71  — 


IVOÑA. 

Rob. 

IVONA. 
ROB. 

IVONA. 

Rob. 

IVONA, 


Rob. 

I  YO  NA. 


Rob. 

IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 

IVONA. 

Rob. 


IVONA. 


¿Y  qué  más?  Acabemos. 

Y  va  usted  violentada;  y  yo  á  fuer  de  hombre  de  ho- 
nor la  vengo  á  salvar  á  usted. 
¿Y  usted...  es  un  caballero? 
¿Puede  usted  dudarlo? 

¿Y  tiene  usted  una  hermana,  según  me  ha  dicho? 
(confundido.)  Efectivamente. 

¿Y  si  un  hombre  se  atreviera  á  dirigir  á  su  hermana 
de  usted  la  proposición  que  acaba  usted  de  formular 
conmigo,  qué  haría  usted  con  ese  hombre? 
(Cohibido.)  Yo... 

Pues  bien,  yo  no  tengo  hermana  y  me  veo  en  la  nece- 
sidad de  defenderme  yo  misma.  Mi  madre  le  ha  cerra- 
do á  usted  las  puertas  de  esta  casa.  Yo  le  arrojo  de 
ella  ignominiosamente.  Salga  usted. 
Permítame  usted  que  extrañe  la  acogida  que  da  usted 
á  mi... 

¿Á  la  insolencia? 

¿No  es  insolencia  el  amarla  á  usted? 
Todavía. 

Ni  el  sorprenderla  echando  en  el  buzón  cartas  que 
desgraciadamente  no  están  dirigidas  á  mí. 

(Deteniéndose   en  el  momento  en  que  iba  á  llamar  y  bajando  de 

nuevo.)  ¿Y  es  eso  sin  duda?... 

Lo  que  me  ha  hecho  esperar...  (Resueltamente.) 

¿El  qué...  (Con  majestuosa  serenidad.) 

(Mirándola  fijamente  y  trocando  en  respeto  y  timidez  su  audacia 

ante  la  mirada  franca  y  enérgica  de  Ivona.)  Que  acogería  US- 

ted  benévolamente  mi  cariño  ..  Y  esta  idea  ..  me  ha 

alentado  á... 

No  tiemble  usted...  hable  usted  claro  como  yo. 

(Balbuciente.)  Creí...  Supuse...  y  no  Obstante...  (Cambiau- 
flo  de  tono  y  con  verdadera  persuasión.)  ¡Oh!  Perdón.  Me  he 

equivocado.  Soy   un   monstruo.    Tengo  vergüenza 
de  mí. 

(Dándole  la  carta.)  Hé  aquí  una  carta  dirigida  á  la  mis- 
ma persona.  Puede  usted  leerla. 


—  72  — 

Rob.  Nunca. 

Ivona.  Lo  exijo,  es  mi  rehabilitación. 

Rob.  (Mirando  el  sobre.)  ¡Montignac!  ¡Mi  tío! 

Ivona.  ¡Qué  oigo! 

ROB.  ¡Su  padrino!...  ¡Era  él!...   (Al  leer  las  primeras  palabras.) 

¡Miserable  de  mí!  ¡Cómo  me  debe  usted  despreciar!  Y 
sin  embargo,  no  lo  merezco.  Abrigo  sentimientos  de 
honor  y  de  hidalguía  en  este  corazón  ulcerado.  Deje 
usted  caer  su  mano  sobre  mi  boca  en  signo  de  cle- 
mencia. Será  una  caridad  que  dará  frutos  de  virtud. 
(Ella  le  tiende  la  mano.)  Gracias,  gracias.  Me  ha  redimi- 
do usted. 

Ivona.     Ahora...  Adiós. 

Rob.        ¿Adiós?  ¡Oh!  Jamás.  Yo  no  me  voy  así. 

Ivona.     ¿Qué  pretende  usted? 

Rob.  Usted  llama  á  mi  tío  en  su  ayuda,  y  como  él  no  está, 
tomo  su  puesto.  Venga  usted  al  lado  suyo...  Él  la 
salvará. 

Ivona.  ¿Abandonar  esta  casa?  ¡Oh!  no.  Harto  castigada  estoy 
de  mis  inocentes  ligerezas  para  cometer  una  acción 

que  mi  Conciencia  rechaza.  (Se  sienta  on  el  canapé.) 

Rob.  Aún  están  de  sobremesa.  No  se  nos  presentará  ocasión 
más  propicia.  Diez  pasos  la  separan  á  usted  de  la  li- 
bertad... 

Ivona.     Márchese  usted. 

Rob.  Pero  iVona  de  mi  alma;  perdón,  estoy  loco.  Piense 
usted  que  dentro  de  unos  minutos  vendrán  para  lle- 
vársela al  convento. 

IVONA.      (Tratando  de  no  darle  oídos.)   ¡Por  Dios! 

Rob.        ¿Qué  digo  al  convento?  Á  la  cárcel.  ¿Qué  es  la  cárcel? 

La  tumba. 
Ivona.     Me  hace  usted  daño. 
Rob.        Y  que  en  vano  la  reclamaríamos  á  usted  mi  tío  y  yo. 

El  que  cae  en  esa  huesa  no  sale  más:  Aunque  grite  no 

se  le  oye. 
Ivona.  Ya  lo  sé... 
Rob.        Pues  bien...  huyamos. 


—  13  — 

Ivona.    No,  antes  la  tortura,  antes  la  muerte  que  faltar  á  mi 

deber. 
Rob.        (Fuera  de  sí.)  El  mío  es  no  dejar  que  usted  se  pierda 

por  escrúpulos  insensatos. 
Ivona.     Basta. 
Rob.        No  defenderla  á  usted  sería  convertirme  en  el  más 

cobarde  de  los  hombres  y  en  el  más  estúpido  de  los 

amantes.    (Tratando  de  llevársela  por  fuerza.) 
IVONA.       ¡Ah!  (Con  un  grito  arrancado  por  el  pudor.) 

Rob.        ¡Ivona!  ¡Alma  de  mi  alma!  Mujer  mía  ante  Dios. . 

Vamos. 
Ivona.     Por  piedad. 

ROB.  (Persistiendo  violentamente    y   embriagándola   con  sus  palabra» 

llenas  de  pasión.)  Montignac  nos  aguarda.  Seremos  sus 

dos  hijos. 
Ivona.     (Con  voz  desfallecida.)  Favor...  Socorro... 
Rob.        Nos  ofrece  la  felicidad,  la  vida,  el  amor... 

IVONA.      (Desprendiéndose  de  Roberto  y  corriendo  á  la  puerta  de  la  dere 

cha  )  ¡Á  mi...  Madre  mía...  Sálvame.  (Cae  sentada  en_ 

el  foro.) 

Rob.        (Desesperado.)  Todo  se  ha  perdido. 

ESCENA  X. 

LOS  MISMOS,  el  CORONEL,  SERAFINA  y  CHAPELARD. 


SEKAF.      (Entrando    vivamente.)  ¿Qué   es  esto?  (\íiendo   á  Roberto.) 

¿Usted  aquí? 
Coron.    ¿En  el  cuarto  de  Ivona? 
Chap.      (Ap.)  (Cómo  se  complica  el  asunto.) 
Coron.    (Furioso  á  Roberto.)  Si  yo  le  matase  á  usted  ahora  como 

á  un  perro... 
Ivona.     (interponiéndose.)  No...  no  es  culpable...  Yo...  yole  he 

llamado. 
Todos.    ¿Qué? 
Rob.        Juro  á  ustedes  por  mi  honor  que  he  venido  por  mi 

propio  impulso. 


_  74  — 

IVONA.  (Ap.  Espantada  de  sus  palabras.)  (¡Oh!  ¿Qué  es  lo  que  he 
dicho.)  (Cae  sobre  el  canapé.) 

Coron.  (Á  Roberto.)  Lo  creo,  porque  lo  confirman  sus  voces 
en  demanda  de  socorro.  ¿Pero  es  usted  por  ello  menos 
digno  de  mi  cólera?  ¡Miserable! 

Seraf.    (ai  Coronal.)  Silencio.  Pueden  oirte. 

Coron.    ¿Y  qué  me  importa? 

Chap.  Nada  de  escándalos,  Coronel.  Todo  lo  que  usted 
quiera,  pero  el  escándalo  jamás,  (suba  la  escena.) 

Seraf.    (á  Roberto.)  ¿Por  dónde  ha  entrado  usted? 

ROB.  Por  la  Verja.  (El  Coronel  sigue  á  Chapelard.) 

Seraf.  Pues  ya  sabe  usted  por  dónde  tiene  que  salir.  Mi  hija 
no  debe  temer  nuevas  asechanzas,  porque  ahora  mis- 
mo va  á  entrar  para  siempre  en  un  convento. 

Rob.        ¡Oh!  Coronel. 

Coron.    ¿Qué  hay? 

Rob.  Á  usted  me  dirijo  respectuosamente  como  hombre 
razonable  y  de  corazón  entero  y  generoso.  No  deje 
usted  que  se  cometa  semejante  iniquidad. 

Seraf.    Basta. 

Rob.  Baronesa.  Soy  joven,  noble,  rico,  taño  á  Ivona.  Otor- 
gúeme usted  la  dicha  de  llamarme  su  esposo. 

Seraf.     ¡Qué  audacia! 

Rob.  Diga  usted  más  bien:  ¡Cuánta  admiración  por  sus  vir- 
tudes! ¡Qué  respeto  á  su  virginal  pureza! 

CORON.      (Dudando  después  de  mirar   á  Serafina.)   Después  de  todo... 

si  la  quiere  como  dice. 

Seraf.    Acabemos.  (Á  Roberto.)  Salga  usted,  por  última  vez. 

Rob.  Señora.  Es  usted  implacable.  Está  bien;  me  voy  ago- 
biado por  la  humillación,  pero  no  vencido.  (Á  ivona.) 
Una  palabra  sola  de  usted  ha  vastado  para  labrar  mi 
redención.  Soy  otro  hombre  y  lo  probaré.  Baronesa, 
Ivona  constituye  desde  hoy  la  esencia  de  mi  vida  y  la 
arrancaré  de  las  manos  de  los  verdugos,  pese  á  quien 

pese.    (Vaso  por  el  foro.) 


—  75  — 


ESCENA  Xí. 

SERAFINA,  IVONA,  el  CORONEL,  CHAPELARD,  ÚRSULA 
i  DOMINGO. 

Seraf.  (ai  Coronel.)  ¿Y  oyes  con  esa  calma  los  insultos  que  me 
dirige? 

Coron.    Por  evitar  el  escándalo.  ¿No  me  has  mandado  callar? 

Seraf.    Antes;  pero  ahora... 

Coron.  Es  que  ahora  precisamente  me  gusta  á  mí  ese  mozo. 
Lo  encuentro  sincero,  apasionado,  decidido..,  Y  en 
suma,  que  tamhién  ha  operado  él  mi  redención.  Me 
paso  al  enemigo,  con  armas  y  bagajes.  El  Coronel  re- 
nace de  sus  cenizas. 

Chap.      ¡Jesús! 

Seraf.    (á  ivona.)  ¿Estás  dispuesta? 

Ivona.     Cuando  ordenes. 

Seraf.    (á  Doming-o  que  aparece.)  El  carruaje. 

Dom.  Señora.  No  parece  el  cochero.  Salió  y  no  ha  vuel- 
to aun, 

Seraf.    Tome  usted  uno  cualquiera  de  plaza,  (vase  Domingo. 

Úrsula  entra  trayendo  el  sombrero  de  Serafina.)  Úrsula.  Diga 

usted  á  Ágata  que  la  esperamos. 
Úrsula.  La  señorita  no  está  en  casa. 
Seraf.    ¿Adonde  ha  ido? 
Úrsula.  No  lo  sé.  Se  ha  marchado  precipitadamente.  (Úrsula 

so  va.) 

Seraf.  Es  imposible...  (Á  Chapeiard.)  Hágame' usted  el  favor 
de  acompañar  á  Ivona  hasta  el  coche.  Los  sigo  á  us- 
tedes. (Vase  por  la  derecha.) 

ESCENA  XII. 

EL  CORONEL,  IVONA  y  CHAPELARD. 

Chap.      ¿En  marcha? 
Ivona.     Vamos.  Adiós,  (aí  Coronel.) 

Coron.  (ap.  Besándola.)  ¡Si  las  cosas  se  pudiesen  arreglar  á 
palos! 


—  76-r- 

Chap.      Valor,  hija  mía. 

Coron,    Sí...  Valor.  Pedazo  de  mi  alma,  ¿Quién  sabe  aun? 

IVONA.  No;  todo  ha  concluido  para  mí.  (Sale  por  la  izquierda  con 
Chapelard.) 

Coron.    (Ap,)  (Yo  voy  á  hacer  aquí  una  de  pópulo  bárbaro.) 

ESCENA  XIII. 

SERAFINA  y  el  CORONEL. 

Coron.    ¿Y  bien?...  ¿Ágata? 

SERAF.      Se  ha  fugado...  (Muy  agitada.) 

Coron.    ¿Y  adonde  ha  ido? 

Seraf.  No  lo  sé...  Pero  si  tuviese  la  audacia  de  haberse  re- 
fugiado en  casa  de  su  marido... 

Coron.    ¿Y  llamas  audacia  á  hacer  lo  que  manda  Dios? 

Seraf.  Pronto.  Toma  el  sombrero  y  corre  á  la  calle  Lepe- 
lletier. 

Coron.  ¿Yo?  Que  vaya  al  diablo.  Esta  tarde  como  jamón  con 
salsa  de  interjecciones. 

ESCENA  XIV. 

LOS  MISMOS,  CHAPELARD. 

CHAP.        Auxilio,  favor...  (Despavorido.) 

Los  dos.  ¿Qué  ocurre? 

CHAP.        Volemos...  Una  Silla,..  (Sentándose.) 

Seraf.    ¿Ivona? 

Chap.      Me  la  han  robado. 

Los  dos.  ¿Qué? 

Chap.      En  mis  barbas,  Al  subir  en  el  carruaje.  Me  han  dado 

con  la  portezuela  en  el  estómago  y... 
Coron.    Ese  joven  sin  duda...  Cumplió  su  amenaza...  Yo  le 

alcanzaré.  (Sale  corriendo  por  la  izquierda.) 

Seraf.  (Apnrte.)  No.  no  es  Roberto.  El  otro...  el  otro  ha  sido, 
jMadre  herida!  Á  luchar  hasta  morir.  (Vase.) 

FIN  DEL  ACTO  TERCERO. 


ACTO   CUARTO. 


En  casa  de  Montignac  en  Auteuil.  Salón  de  gusto  severo  y  anticuado.  Á 
la  derecha  la  entrada  á  un  cuarto.  En  el  fondo  chimenea  entre  dos 
puertas  abiertas  sobre  un  jardín,  con  escalinata,  A  la  izquierda,  en  pri- 
mer término,  un  SBCTetüire.  En  segundo,  una  puerta  de  comunicación. 
Sillas,  butacas  y  una  mesa  en  el  centro.  Sofá  cerca  de  la  mesa,  á  la 
izquierda. 


ESCENA  PRIMERA. 

MONTIGNAG   arreglando  unes  papeles  y  rompiendo  Otros.    Luego 

OLIVERIO, 

Mont.  Todo  está  dispuesto.  El  coche,  los  cambios  de  tiro... 
¡Qué  lentas  pasan  las  horas!  Hay  que  matar  el  tiem- 
po... Papeles  inútiles...  ¿Esto  otro?  Al  cesto...  ¿Dónde 
estarán?...  (Tomando  un  paquete.)  ¡Ah!  Aquí.  Las  cartas 
de  Ivona.  Esta  fué  la  primera.  (Mirando  una.)  Tenía  seis 
años,..  ¡Ángel  mío!  Parece  que  aspiro  el  perfume  de 
la  niñez.  Alegría  y  candor  al  principie:  nubes  después, 
y  al  fin,  tristeza  y  lágrimas...  (Las  besa.)  ¡Santas  reli- 
quias, venid,  os  guardo  junto  á  mi  corazón  para  leer- 
las de  nuevo  al  lado  Suyo.  (Las  guarda  en  el  bolsillo  del 
pecho  de  la  levita,  y  toma  otro   paquete  del  Secretdire.)  Es- 

tas,  marchitas  y  pálidas  son  las  de  su  madre;  de  la  Se- 


—  78  — 

rafina  de  entonces,  enamorada  y  celosa.  ¡Cuánta  pa- 
sión para  venir  adonde  hemos  llegado!...  Son  armas 
de  que  no  se  debe  uno  desprender;  pruebas  que  pue- 
den ser  útiles.  Las  pondré  con  las  de  Ivona...  ¿Por 
.  qué  no?"  Los  extremos  se  tocan.  (Juuta,  atándolos  ambos 

paquetes,  y  se  los  guarda  de  nuevo  en  el  bolsillo.)    Este   es  el 

proceso  de  mi  vida.  (Mirando  al  reloj.)  Medianoche.  Tres 
horas  más  y  en  marcha.  (Escuchando  á  la  puerta.)  Toda- 
vía duerme;  no  se  oye  ningún  ruido. 

Oliv.      Me  han  dicho  que  tu  casa  está  abierta  para  mí. 

Mont.      (Abrazándolo  con  efusión.)  Mi  buen  Oliverio. 

Oliv.       Otro  abrazo.  Pero  di:  ¿Tú  no  envejeces? 

Mont.  Cada  día  un  poco.  ¡Cuánto  te  agradezco  que  hayas 
acudido  á  mi  cita! 

Oliv.  Y  hasta  el  Senegal  hubiera  yo  ido  por  estrecharte  la 
mano. 

Mont.  Al  Senegal,  lo  comprendo;  pero  venir  á  Auteuil,  á 
estas  boras  y  á  esta  calle... 

Oliv.  Efectivamente;  está  en  un  desierto.  ¿Por  qué  has  ele- 
gido un  barrio  tan  excéntrico? 

Mont.      Baja  la  voz. 

Oliv.       ¿Hay  alguien  contigo? 

Mont,  Sí...  Pero  duerme  en  este  momento,  y  con  las  puer- 
tas cerradas,  no  hay  miedo  de  que  nos  oiga.  ¿Fumas? 

(Ofreciéndole  cigarros  de  una  caja.) 
OLIV.         Siempre...  (Tomando  uno.) 

Mont.  (sentándose  en  al  canapé.)  Pues  si.  Esta  casa  es  una  he- 
rencia de  mi  padre.  No  he  vivido  nunca  en  ella.  Las 
raras  veces  que  he  venido  á  París,  me  instalaba  en  el 
centro.  Pero,  como  ves,  está  aislada...  la  envuelve 
cierto  misterio,  la  embellece  ese  jardín,.,  y  la  he  con- 
servado por  conveniencia  entonces,  y  ahora  por... 

OLIV.         (Encendiendo    el    cigarro    y    sentándose    enfrente    de   Montig- 

nac.)  Por  gratitud.  Comprendido.  Recuerdos  dulces... 
Bribón. 
Mont.     ¿Y  tú,  dónde  le  albergas?  Mi  criado  se  ha  vuelto  loco 
buscándote. 


—  79  — 

Oliv.  Calla.  Si  es  toda  una  novela.  Te  presento  á  un  hom- 
bre feliz.  Por  la  primera  vez,  desde  que  me  he  casa- 
do, he  conseguido  abrazar  hoy  á  mi  mujer  como  yo 
lo  entiendo:  á  cuerpo  que  pides. 

Mont.     ¿Qué  me  cuentas? 

Oliv.  Es  una  joya  mi  Ágata...  cuando  no  tiene  á  su  lado  á 
su  mamá. 

Mont.      ¡Ahí  ¿Serafina? 

OLIV.        No  me  hables  de   Serafina.  (Mirándole  y   enseñándole   los 

dientes.)  No  me  hables  de  ella.  Muerdo. 

Mont.      ¡Hola! 

Oliv.      Detesto  á  los  devotos. 

Mont.      Á  los  malos,  me  lo  explico;  pero  á  los  buenos... 

Oliv.      ¿Dónde  están?i 

Mont.       Aquí  tienes  uno. 

Oliv.       ¿Tu? 

Mont.  Yo.  (Levantándose.)  El  más  sincero,  el  más  ferviente  de 
todos. 

Oliv.      Un  lobo  marino. 

Mont.  Pues  ahí  verás.  No  busques  incrédulos  entre  nostros. 
El  marino  cree  y  practica.  Reza  cuando  estalla  la  tem- 
pestad, y  se  encomienda  á  Dios  en  el  momento  del 
combate.  Lo  que  no  le  impide  cumplir  con  los  deberes 
de  soldado. 

Oliv.  Lo  creo;  pero  conven  conmigo  en  que  Serafina  obser- 
va una  religión  peculiar  suya... 

Mont.     Tal  vez. 

Oliv,  Que  hacía  de  mi  casa  un  infierno.  Me  he  visto  preci- 
sado á  jugar  el  todo  por  el  todo.  Así,  pues,  esta  tarde 
he  hecho  mi  maleta  y  le  he  dicho  á  mi  mujer  que  me 
trasladaba  á  la  calle  Lepelletier,  pared  por  medio  con 
una  bailarina  de  la  ópera. 

Mont.      Te  has  declarado  en  rebelión. 

Oliv.  Con  un  resultado  prodigioso.  Á  las  cinco  me  despren  - 
día  de  las  garras  de  mi  suegra.  Á  las  seis  tomaba  po- 
sesión de  mi  nuevo  domicilio;  y  á  las  ocho  abría  la 
puerta  para  ir  á  comer  en  el  café  Inglés,  cuando  una 


-  80  - 

mujer  tapada  hasta  los  ojos  y  palpitante  de  emoción, 
se  arrojó  en  mis  brazos... 

Mont.     ¿Era  la  tuya? 

Oliv.  Ágata,  á  quien  he  tenido  estrujada  contra  mi  corazón 
durante  cinco  minutos,  paladeando  las  dulzuras  de 
una  escena  desconocida  aun  en  nuestro  hogar.  Figú- 
rate... Mi  mujer,  en  mi  cuarto,  conmigo  y  sin  su  ma- 
dre. No...  no.  Es  una  de  esas  cosas  que  no  pueden  tra- 
ducirse al  lenguaje  común. 

Mont.     Lo  colijo. 

Oliv.  Hemos  comido  juntos  en  el  mismo  plato  jamón  y  que- 
so que  salí  á  comprar.  Llorábamos  de  alegría  y  nos 
limpiábamos  los  ojos  con  la  servilleta...  ¡Un  idilio!... 

Mont.  Vuélvete  al  lado  suyo;  no  la  dejes  sola.  Mi  objeto  se 
reduce  é  decirte  que  me  marcho. 

Oliv.       ¿Tan  pronto? 

Mont.     Esta  misma  noche. 

Oliv.  ¡Cómo!  Á  ver,  á  ver.  Engolfado  en  mi  alegría  que  na- 
da tiene  que  ver  con  tus  asuntos...  olvidaba  .. 

Mont.  Al  contrario,  se  relacionan  muy  íntimamente.  Tú  hu- 
yes de  Serafina  y  yo  te  imito. 

Oliv,       Pero  ¿por  qué? 

Mont.     Ivona  es  mi  ahijada... 

Oliv.       Adelante. 

Mont.  Yo  soy  soltero,  no  tengo  hijos  y  la  quiero  como  un 
padre.  Serafina  está  celosa;  porque  presiente  que 
mientras  yo  respire  no  enterrarán  viva  á  esa  criatura. 

Oliv.      ¿Tratas  de  impedirlo? 

Mont.      Á  toda  costa. 

Oliv.       ¡Ya!  ¡Vamos!  ¿Y  me  llamas  para  ayudarte?  Ordena. 

¿Qué  hay  qué  hacer?  (Voz  de  Roberto  dentrp.) 

Mont.     Gracias.  Estaba  seguro  de  tu  lealtad,  Pero  silencio... 

Aquí  llega  otro  á  quien  aguardaba  con  impaciencia. 
Oliv.       ¿Es  Roberto? 
Mont.      Sí;  le  encontré  esta  tarde  comiendo  como  un  gamo  y 

le  di  cita... 


—  81  — 
ESCENA  II. 

MONTIGNAG,  OLIVERIO  ,  ROBERTO. 

Mokt.     Buena  hora  de  venir;  te  esperaba  para  comer. 

Rob.  Dispénseme  usted...  pero  lo  que  ocurre  me  tiene  como 
loco. 

Oliv.       ¿Qué  pasa? 

Rob.        Han  robado  á  Ivona. 

Oliv.       No,  hombre,  confundes.  La  robada  es  Ágata. 

Rob.  Te  digo  que  es  Ivona.  Tío,  por  Dios,  es  su  ahijada  de 
usted.,  ella  le  quiere  con  frenesí,  yo  la  adoro  con  to- 
da mi  alma...  Salvémosla. 

Oliv.       Pero,  criatura,  no  disparates... 

Mont.     El  hecho  es  cierto. 

Rob.        ¿Lo  sabía  usted  ya? 

Mont.     Ivona  está  aquí. 

Oliv.       ¡Cómo!  ¿Has  sido  tü  el  raptor? 

ROB.  ¿Aquí?...  ¿Usted?...  (Echándose  en  sus  brazos.)  ¡TÍO  de  mi 

corazón!...  ¡Tío  de  los  tíos!... 
Basta,  basta... 

¡Qué  idea  tan  sublime!  ¡Otro  abrazo! 
(Deteniéndolo.)  ¿Tanto  la  amas? 
Más  todavía. 

Ya  nos  ocuparemos  de  eso. 

Sí,  si...  tiempo  hay.  (Á  Mon%nac.)  ¿Pero  tú  has  pensa- 
do lo  que  has  hecho?  Es  de  una  gravedad  suma. 
No  lo  desconozco. 
¿Y  cómo  te  has  compuesto  para?... 
Sin  pensarlo.  Al  salir  de  ver  á  Serafina,  comprendí  sus 
intenciones.  Ocultarla  á  mis  ojos,  impedirme  el  que 
llegara  hasta  Ivona,  encerrándola  en  cualquiera  parte 
Pero  presintiendo  que  para  ello  aguardaría  á  que  ce- 
rrase la  noche,  dejé  á  Ambrosio,  mi  fiel  criado,  la  mi- 
sión de  vigilar  la  casa  y  corrí  al  Ministerio  donde  á 
las  cinco  me  daban  la  orden  de  salir  á  tomar  el  mando 

6 


—  82  — 

de  la  escuadra  que  está  en  Ghérburgo.  No  había  tiem- 
po que  perder. . . 

Rob.        No. 

Mont.  Hago  que  enganchen  en  las  cocheras  de  Brión  dos 
buenos  caballos  á  una  sólida  berlina,  y  vuelvo  á  la  ca- 
lle de  Casette  donde  sé  por  mi  atalaya  que  todo  está 
tranquilo.  Me  quedo  en  observación  dentro  del  ca- 
rruaje á  pocos  pasos  de  la  casa  de  la  baronesa. 

Oliv.       Abrevia. 

Mont,  Llega  por  fin  la  noche.  El  cochero  del  hotel  ayuda  al 
conserje  á  cerrar  la  puerta  y  cruza  el  arroyo  para  en- 
trar en  el  café  vecino.  «Ambrosio,  le  digo  á  mi  lebrel^ 
sigúele,  pónmelo  borracho  como  una  cuba  y  ocúltalo 
donde  no  lo  encuentre  nadie,» 

Rob.        ¡Qué  inspiración! 

Mont.  Pasa  media  hora.  Vienen  y  van  luces  de  un  cuarto  á 
otro.  Todo  indica  que  la  marcha  se  acerca.  Un  criado 
abre  el  portón,  mira  en  varias  direcciones,  y  al  ver  mi 
berlina:  «Cochero,  pregunta:  ¿Está  usted  libre?»  El 
aludido,  que  tenía  ya  la  consigna,  responde  que  sí  y 
avanzamos.  El  corazón  se  me  salía  del  pecho.  Enros- 
cado como  una  serpiente  en  el  fondo  del  coche,  veo 
aparecer  á  Chapelard  y  á  Ivona.  Abren;  ésta  sube  pri- 
mero; cierro  de  golpe;  los  potros  salen  desbocados;  y 
antes  de  que  la  pobre  niña  deje  escapar  un  grito:  «Si 
quieres  tomar  el  velo,  la  digo  estrujándola  entre  mis 
brazos,  tendrás  que  optar  por  el  de  desposada,  porque 
monjas  no  las  admito  á  bordo.» 

ROB.  (Entusiasmado.)  Colosal,  épico. 

Oliv.  Sí.,  bien  cortado;  pero  falta  el  cosido. 

Mont.  Poseo  la  aguja...  de  marear. 

Oliv.  ¿Y  qué  piensas  hacer? 

Mont.  Ponerme  en  camino  á  las  tres  de  la  madrugada  en  una 

silla  de  posta  y  llevármela. 

Oliv.  ¿A  Cherburgo? 

Mont.  Á  Cherburgo. 

Oliv.  ¿Y  luego? 


-  83  — 


Mont.     Embarcarla.., 

Oliv.       ¿Y  después? 

Mont.      Dios  dirá. 

Rob.  ¡Qué  generación!  Nosotros  somos  pigmeos  al  lado  de 
estos  titanes. 

Oliv.  Pero  señores,  por  Dios...  ¿Se  han  vuelto  ustedes  lo- 
cos? Todo  eso  es  muy  bonito  para  una  novela,  pero  en 
el  mundo,  las  cosas  no  se  hacen  así.  Se  trata  de  una 
menor,  y  hay  policía,  autoridades,  jueces...  No  se  ro]3a 
á  una  muchacha  con  esa  facilidad. 

Rob.        Todos  los  días  tenemos  ejemplos  de  casos  parecidos. 

Oliv.      Yo  no  te  pido  tu  parecer.  Hablo  con  tu  tío,  que  es  un 

hombre  razonable.  Déjanos,..  (Roberto  se  aleja  tratando  de> 
descubrir  el  cuarto  en  que  se  oculta  Ivona.)  MontignaC,  Vliel- 

ve  en  tí.  Vendrán  en  tu  busca. 
Mont.      ¿Quién?  Y  aun  suponiendo  que  sospechen,  nadie  co- 
noce esta  casa  más  que  tú. 

OLIV.  (Á  media  voz  después  de  cerciorarse  de  que-  Roberto  no  les  es- 
cucha.) ¿Y  Serafina? 

Mont.      ¿Por  qué  dices  eso? 

Oliv.  No  lo  sé...  Se  me  ocurren  unas  ideas  muy  extravagan- 
tes... Te  tengo  por  hombre  tan  sesudo,  que  al  verte 
cometer  esa  cadetada  no  puedo  por  menos  de  pregun- 
tarme si  por  mucho  que  se  la  quiera,  es  capaz  una 
simple  ahijada  de  inspirar  un  golpe  de  estado  de  tal 
magnitud. 

Mont.      Oliverio. 

Oliv.  No...  si  yo  no  exijo  ninguna  confidencia;  pero  conven 
en  que  Serafina  conoce  esta  casa  mejor  que  yo.  (Rober- 
to buscando,  desaparece  por  el  foro.) 

Mont.  Y  aunque  así  fuese. 

Oliv.  La  conoce... 

Mont.  Yo  no  he  dicho... 

Oliv.  ¡Y  eres  el  padrino  de  Ivona!  ¡Ángeles  y  serafines!... 

¡Qué  abismos  descubro!...  mi  suegra... 

Mont.  Silencio... 

Oliv.  No  cabe  duda;  debí  suponerlo  por  lo  implacable  que 


—  84  — 

es  con  los  otros. 

Mont.      ¿Te  quieres  callar? 

Oliv.       Si  lo  hubiera  sabido  antes...  ¡Dios  de  las  batallas!... 

Mont.     Baja  la  voz...  Roberto... 

Oliv.  Es  verdad.  Pero,  desgraciado,  estás  perdido.  La  baro- 
nesa va  á  venir. 

Mont.      Así  lo  creo. 

Oliv.      Huye  de  ella,  escóndete. 

Mont.  Al  contrario;  la  espero  á  pié  firme.  Al  enemigo  de 
frente. 

Oliv.       La  acompañará  la  policía. 

Mont.     No.  Vendrá  sola.  Sabe  perfectamente  que  poseo  armas 

COn  qué  reducirla  á  la  impotencia.  (Dejando  ver  Las  cartas  ) 

Oliv.       ¿Sus  cartas?  ¿Piensas  servirte  de  ellas? 

Mont.      Para  salvar  á  mi  hija  del  martirio... 

Oliv.       Tienes  razón;  yo  haría  otro  tanto.  Tratándose  de  una 

hija..,  (Viendo  llegar  á  Roberto  y  paliando  la  frase.)    ...da. 

Una  ahijada... 

Rob.  (Bajando.)  Tío...  ¿No  me  la  dejaría  usted  ver  un  mo- 
mento? 

Mont.      ¿Pero  la  amas  de  veras? 

Rob.        ¿Lo  duda  usted? 

Mont.  ¿Lo  bastante  para  despedirte  de  la  vida  frivola  que 
has  llevado  hasta  ahora? 

Rob.        Lo  juro  por  mi  honor. 

Mont.  Lo  veremos.  Dentro  de  tres  días  te  espero  en  Cher- 
burgo  para  tomarte  á  bordo. 

Ros.  Gracias,  gracias.  Pero,  déjeme  usted  estrechar  la 
mano  de  Ivona. 

Mont.  Arregla  primero  tu  maleta  y  vuelve.  Ágata  estará 
aquí  entonces,  y  en  su  presencia  te  permitiré  que  la 
arrulles.  Porque  supongo  que  traerás  á  tu  mujer  (á 
Oliverio)  para  que  se  despida  de  su  hermana. 

ROB.  VaniOS  pronto...    ( Vuelve  h  retirarse  como  antes.) 

Oliv.      Ya  te  sigo...  ¡Ah!  (Á  Montignac.)  Á  todo  esto  no  me 

has  dicho  cuál  es  mi  misión. 
Mont.      Tenerme  al  corriente  de  cuanto  ocurra  durante  mi 


—  85  — 

fuga.  Aquí  está  la  nota  con  los  cambios  de  tiro,  clave 
secreta  para  el  telégrafo,  y  puntos  de  parada.  (Dándole 

un  papel.) 
OLIV.         Descuida.  Pero  Oye  Un  Consejo.   (Á  media  voz  señalando 
el  bolsillo  en    que   Montignac  guarda  las  cartas.)    Esas  Cai'tilS 

no  las  guardes  ahí. 
Mont.      ¿Por  qué? 
Oliv.      ¿Quién  sabe?...   Serafina  llegará  hidrófoba...  Se  te 

echará  al  pescuezo... 
Mont.      ¡Qué  ocurrencia! 
Oliv.      Ponías  bajo  llave.  Créeme.  Esa  mujer  tiene  ojos  y 

manos  de  suplemento.  No  pierdas  tus  armas. 

MONT.        (Abriendo  el  Secretdire  y  guardándolas  en  un  cajón.)  Dices 

bien...  Por  si  acaso... 
Oliv.       ¿Es  buena  la  cerraja? 

MONT.        Convéncete.  (Cerrando  con  llave.) 

Rob.  (Apareciendo.)  ¿No  acabas  hoy? 

Oliv.  Á  tus  órdenes.  Hasta  ahora  mismo. 

Mont.  Gracias  por  todo. 

Oliv.  Yo  te  las  doy  á  tí. 

Mont.  ¿De  qué? 

Oliv.  Ahí  es  nada...  Procurarme  la  ocasión  de  hacerle  daño 

á  mi  Suegra...   (Vánse  Roberto  y  Oliverio.) 

ESCENA  III. 

MONTIGNAC  ó IVONA. 

MONT.        (Dando   algunos  pasos  hacia  la   puerta  de  la   derecha  y  déte* 

niéndose.)  No...  Tengo  tiempo  de  anunciarla  el  viaje. 
Cuanto  más  tarde  será  mejor.  (Llegando  á  la  puerta  y 
aplicando  el  oído.)  Aún  descansa. 

IVONA.       (Entreabriendo  la  puerta.)  ¿Qué  haces? 

Mont.  No  te  creía  despierta. 

Ivona.  Si  no  he  llegado  á  dormirme. 

Mont.  Pues  no  te  vendría  mal  algún  reposo. 

Ivona.  No  insistas.  Después  de  lo  ocurrido... 

Mont.  Te  ha  impresionado.  ¿Verdad? 


86  — 


IVONA. 


MONT. 
IVONA. 

MONT. 
IVONA. 

MONT. 

Ivon a. 

MONT. 
IVONA. 
MONT. 
IVONA. 


MONT. 
IVONA . 
MONT. 
IVONA. 


MONT. 
IVONA. 
MONT. 
IVONA. 
MONT. 
IVONA. 

MONT. 

IVONA. 

MONT. 
IVONA. 
MONT. 


Figúrate.  Creerme  en  marcha  para  la  reclusión  y  en- 
contrarme libre...  ¿Pero  dónde  estamos?  ¿Qué  casa  es 
esta? 

La  mía  en  Auteuil.  ¿No  te  lo  he  dicho? 
Es  verdad.  No  me  acordaba.  ¿Y  hasta  cuándo  vamos 
á  permanecer  aquí? 
¿Á  tí  que  te  parece? 

¡Ay!   Yo  qué  sé.  ¡Estoy  tan  aturdida  aún!...  ¿Sabes 
que  es  espantoso  lo  que  has  hecho? 
No... 
Sí. 

¿Hubieras  preferido  la  clausura? 
¡Oh!  Jamás. 
Entonces... 

Pero  en  fin...  Reflexiona  el  estado  en  que  estará  mi 
pobre  madre.  Ponte  en  su  lugar.  Es  horrible  verme 
desaparecer  de  ese  modo.  ¿No  la  avisaremos? 
¿Que  estás  aquí?  Si  quieres  volver  con  las  monjas. 
Ni  pensarlo,  Pero  tal  vez  se  pudiera  conciliar  todo. 
¿De  qué  manera? 

Escribiéndola  tú.  «Tengo  á  Ivona  en  mi  poder.  Venga 
usted  á  buscarla,  pero  prometiendo  usted  que  no  la 
llevarán  al  convento.» 
Te  encerraban  en  él  enseguida. 
Puede  que  no. 

¡Alma  mía!  ¿Quieres  mucho  á  tu  madre? 
Ya  lo  creo. 

Y  sin  embargo,  ha  sido  bien  cruel  contigo. 

No,  pobrecilla.  Es  que  se  equivoca;  pero  lo  hace  con 
tan  buena  intención. 

Con  todo...  Sus  errores  labran  tu  desdicha.  No  me  ha- 
blabas así  de  ella  en  las  cartas  tuyas  que  conservo. 
¡Cómo!  ¿Las  has  guardado? 
Sin  faltar  una. 
¿Las  que  te  escribía  en  el  convento? 

Y  las  anteriores.  Desde  la  primera  en  que  me  dabas 
los  días,  con  unas  patas  de  mosca,  así... 


—  87  — 

Ivona.     ¡Ay!  k  verlas... 

Mont.     No  puede  ser;  las  tengo  guardadas. 

Ivona.     ¿Las  volveremos  á  leer  juntos? 

Mont.  Cuando  quieras.  Y  tú  dirás  si  las  últimas  son  tan  tier- 
nas como  las  que  te  empeñas  en  mandarle  ahora. 

Ivona.     ¿He  hablado  yo  mal  de  mamá? 

Mont.  No,  mi  vida.  Tú  eres  incapaz  de  hacerlo;  pero  te  que- 
jas, sufres,  y  para  el  que  las  lee,  resulta  evidente  que 
tu  madre  es  la  sola  causa  de  tus  disgustos. 

Ivona.     Hay  que  quemar  esas  cartas. 

Mont.     ¿Quemarlas? 

Ivona.     ¡Si  cayeran  en  sus  manos!... 

Mont.      ¡Oh!  Descuida. 

Ivona.  No  importa;  no  me  lo  rehuses.  Si  la  culpa  es  suya,  no 
me  toca  á  mí  decirlo,  y  escribirlo  mucho  menos.  Mi 
madre  es  desgraciada;  padece,  llora  también.  Promé- 
teme que  las  quemaremos. 

Mont.      Corriente;  nos  entretendremos  en  ello  durante  el  viaje. 

Ivona.     ¿Qué  viaje? 

Mont.      El  que  vamos  á  emprender. 

Ivona.     ¿Y  adonde? 

Mont.      Lejos  de  las  celosías. 

Ivona.     Eso  es  muy  vago...  precisa  más. 

Mont.      Pues  bien;  á  Cherburgo. 

Ivona.     ¿Y  cuándo? 

Mont,     Esta  noche. 

Ivona.     ¿Para  volver? 

Mont.      Lo  más  tarde  posible. 

Ivona,     ¡Oh!  ¿Y  mamá? 

Mont.     Mamá,  siempre  mamá...  Eres  una  ingrata. 

Ivona.     ¡Cómo! 

Mont,      La  quieres  más  que  á  mí...  bien  se  ve. 

Ivona.     No. 

Mont.      Sí,  sí. 

Ivona.  Tú...  es  diferente.,.  Eres  mi  padrino;  pero  ella  es  mi 
madre. 

Mont.      ¿Y  qué? 


88  — 


IVONA. 


MONT. 

IVONA. 
MONT. 
IVONA. 
MONT. 

Ivona. 

MONT. 

IVONA. 
MONT. 
IVONA. 
MONT. 
IVONA. 

MONT. 
IVONA. 


MONT. 

Iyona. 
Mont. 
Ivona. 
Mont. 
Ivona. 
Mont. 
Ivona. 

Mont. 
Ivona. 
Mont. 


Que  la  ternura  que  le  profeso  es  un  deber  sagrado* 
Mientras  que  la  que  siento  por  tí,  puede  decirse  que 
se  la  robo  á  ella.  Reflexiona  á  cuál  de  los  dos  le  asiste 
el  derecho  de  estar  celoso. 

De  modo  que  si  estuviera  aquí  y  te  vieras  en  la  preci- 
sión de  escoger  entre  su  mandato  ó  el  mío?... 
¡Qué  afán  de  torturarme!... 
Pero  en  fin...  ¿Á  quién  seguirias? 
Á  ella. 

Pues  la  voy  á  buscar... 

¡Oh!  No.  ¡Cuando  no  está  á  mi  lado  me  es  tan  dulce 
obedecerte! 

Pedazo  de  mi  vida.  Tienes  razón...  Es  tu  deber.  ¡Entre 
tu  madre  y  yo!..  Pero...  ¿Si  yo  fuese  tu  padre?... 
¡Oh!  Entonces... 
¿Te  someterías  á  mi  voluntad? 
Sí...  porque  serías  el  amo. 
Con  todo,  en  tu  casa  hay  uno. 
¿Papá?  Ha  abdicado...  Y  tú,  no  hay  temor  de  que  ce- 
dieses... 

No,  por  mi  nombre. 

¡Todo  iría  tan  bien!  Tú  no  querrías  más  que  darme 
gusto  y  yo  me  desviviría  por  complacerte...  ¡Qué  lás- 
tima que  no  seas!... 
¿Qué? 

¡Ay!  no...  Iba  á  decir  una  monstruosidad. 
Acaba,  amor  mío,  te  lo  ruego. 
Nunca. 
¡Qué  lástima  que  yo  no  sea  tu  padre!  ¿Es  eso? 

(Tapándole  la  boca.)  Yo  no  lo  he  dicho. 

(Extasiado.)  ¿Pero  lo  piensas? 

¡Qué  descastada!  Tan  bueno  que  es  el  pobre  para  con- 
migo. 

¿Y  yo?  ¿No  soy  cien  veces  mejor? 
Sí...  pero... 

¿Ha  cuidado  él  de  tí  en  la  niñez,  como  yo  lo  he  hecho? 
¿Ha  conducido  tus  primeros  pasos  y  sorprendido  tu 


MONT. 

Ivon  a. 
Mont. 
Ivona. 

Mont. 

Ivona. 
Mont. 
Ivona. 

Mont. 
Ivona. 
Mont, 
Ivona. 


primera  sonrisa?  ¿Quién  ha  pasado  las  noches  al  lado- 
de  tu  cuna?  ¿Es  á  él  ó  á  raí  á  quien  tú  has  comunica- 
do tus  pesares?  ¿Hoy  mismo,  cuál  de  los  dos  te  salva 
de  la  prematura  muerte  á  que  se  te  condena?  Soy  yo, 
siempre  yo.  ¡Oh!  Ivona  mía,  tu  instinto  no  te  miente 
al  inclinarte  hacia  mí.  Adivina  que  la  verdadera  pa- 
ternidad reside  en  este  corazón  todo,  todo  tuyo...  Por 
consiguiente,  me  obedecerás,  me  seguirás,  segura  de 
que  no  he  de  hacerte  sufrir,  porque  soy  tu  padre... 
(Abrazándole.)  Sí...  Mi  segundo  padre. 

(Deteniéndose  con  amargura.)  ESO...  eSO  es,  el...  Segundo. 

(Ap.)   (¡Dios  mío!  ¡Tan  dichoso  que  sería  con  una 
sola  palabra  y  no  poderla  pronunciar!...) 
¡Cómo!  ¿Lloras? 

(Cubriéndola  do  besos.)  Sí,  hija.  (Ap.)  (Esto  al  menos  me 
es  dado  decirlo,  (auo.)  Hija  de  mis  entrañas.  Hija 
mía,  mía,  mía... 

¡Oh!  ¡Cuánto  sufres!  ¿Estás  celoso? 
Sí. 

Pues  bien...  Oye.  (Á  media  voz.)  pero  muy  quedito,  por- 
que hago  mal...  (Enteramente  al  oído.)  Te  quiero  más 
que  á  él.  No  se  lo  digas  á  nadie. 

(Radiante  de  alegría   y  besándole   las   manos.)    [Ah!...   ¡Qué 

feliz  soy!  ¿De  modo  que  nos  iremos? 

Con  una  condición.  Que  me  dejes  escribirle  á  mamá.. 

¿Qué? 

Papá...  te  lo  sacrifico,  pero  mi  madre  no. 

Permíteme  siquiera  elegir  el  momento  de  dar  curso  á 

tu  carta. 

Bueno. 

Entonces  escribe. 

(Yendo   -vivamente  al    fondo.)   Ahora    mismo.    (Volviendo.) 

¡Ah!  Dime. 

(Sentado  en  el  canapé  y  mirándola  con  embeleso.)   ¿Qué? 

¿Nos  vamos  solos? 
Con  un  criado. 
¡Ah! 


—  90  — 


Mont.      ¿Quién  más  quieres  que  nos  acompañe? 

Ivona.     Creí...  que  tal  vez  viniera  otro... 

Mont.      ¿Roberto? 

Ivona.     (vivamente.)  Lo  he  preguntado  sin  intención... 

Mont.      Ya  lo  colijo...  Pues  no;  se  queda. 

Ivona.     ¿Por  qué? 

Mont.  No  me  inspira  confianza...  Es  un  muchacho  ligero... 
sin  convicciones... 

Ivona.  (interrumpiéndole.)  Te  equivocas,  te  equivocas.  Si  le 
hubieras  oído  como  yo...  Créelo,  siente  lo  que  dice. 

Mont.  (Levantándose.)  Ya  hablaremos  de  eso  cuando  nos  re- 
unamos allá  con  él. 

Ivona.     ¿En  Cherburgo? 

Mont.     Sí. 

Ivona,     ¡Qué  alegría!...  Gracias,  gracias... 

Mont.  ¡Tesoro  mío!...  ¡Cuánta  franqueza!  ¡Qué  sinceridad! 
Ahí  no  hay  doblez.  (Ap.)  (Se  parece  á  su  padre...) 

Ivona.  Pero...  ahora  que  pienso.  En  mi  cuarto  no  hay  papel 
ni  tinta. 

MONT.  (Abriendo  el  Secretdire.)  Aquí  tienes  de  todo,  (ivona  pre- 
para una  pluma  y  busca  papel  y  sobres.  En  este  instante  se  r ye 
dentro  un  silbido  prolongado  y  penetrante.) 

Ivona.     ¿Qué  es  eso? 

Mont.      (ap.  Alarmado.)  (¡La  señal!)  'Alto.)  Nada...  (Ap.)  (El 

enemigo  se  acerca.  Ambrosio  me  previene.)  (Alto.; 

Aguárdame. 
Ivona.     Pero... 

MONT.       Un  instante.  Vuelvo.   (Se  va  precipitadamente.) 

Ivona.  ¡Qué  plumas  tan  malas!...  ¿No  hay  otras?...  No.  Se 
conoce  que  mi  padrino  lo  ha  guardado  ya  todo  para 

el  Viaje,    (Revolviendo    cajones   da  con   las  cartas-)     ¿Y   este 

paquete?  Por  lo  visto  se  le  ha  olvidado.  (Mira  las  últi- 
mas.) ¡Ay!  Si  son  mis  cartas.  Me  gusta  el  caso  que 
hace  de  ellas.  Me  las  llevaré  yo.  ¡Qué  susto  le  voy  á 
dar!  Después  las  guardaremos.  (Se  las  guarda  en  el  bol- 
sillo y  cierra  el  secrelaire.) 

MONT.       (Entrando  azorado  y   echando  la  llave  al  Secretdire.)  Pronto; 


—  91  — 

retírate.,. 

¿Y  cómo  escribo? 

En  tu  cuarto... 

Déjame  tomar  papel  y... 

Luego. . 

Y  á  propósito  de  cartas.  ¿Qué  has  hecho  de  las... 

¡Por    DiOS    Santo!...    (Empujándola    hacia  la  puerta.)   Más 

tarde  hablaremos.  Escóndete. 

¿Esperas  á  alguien? 

Sí...  Y  llega  ya...  Y  no  debe  verte. 

Adiós.  ¿Tengo  tiempo  de  descansar  un  poco? 

Sí...  Sí...  Márchate.   (Cercando  la  puerta  tras  Ivona.)  Res- 
piro. Ya  era  tiempo. 

ESCENA   IV. 


MONTIGNAG  y  SERAFINA. 

(Vestida  de  negro  penetra  resueltamente  con  altanería,  y  des- 
pués de  recorrer  el  cuarto  con  la  mirada,  clava  sus  ojos  en  Mon* 
tíg-nac  procurando   dominar   su  emoción.)    ¿No   me  pregunta 

usted  por  qué  vengo  á  esta  casa? 

No,  señora. 

Hace  usted  bien...  sería  inútil.  ¿Es  usted  quién  se  ha 

llevado  á  mi  hija? 

(Con  mucha  calma.)  Sí,  yo  me  he  llevado  á  nuestra  hija. 

¿Y  con  qué  objeto? 

Porque  no  me  acomoda  que  vaya  al  convento, 

(Detrás  del  canapé.)  Supongo  que  se  trata  de  una  irrefle- 

xión...  Ha  querido  usted  darme  un  susto;  vengarse  de 

la  escena  de  esta  mañana...  En  fin;  ya  está  hecho... 

Ahora  devuélvamela  usted. 

No...  No  hay  irreflexión  alguna.  Me  he  apoderado  de 

Ivona  muy  formalmente,  y  más  formalmente  todavía 

me  propongo  retenerla  á  mi  lado. 

Es  decir,  que  me  la  roba  usted. 

Como  usted  me  la  robaba  tratando  de  suprimirla  del 

mundo. 


—  92  — 


Seraf,  Para  entregársela  á  Dios  y  cumplir  un  voto.  ¿Sabe 
usted  lo  que  es  un  voto  hecho  al  pie  de  los  altares? 

Mont.  (Levantándose )  Y  tanto;  como  que  yo  también  he  hecho 
uno  con  la  misma  solemnidad:  El  de  impedir  que  mi 
hija  sea  desgraciada, 

Seraf.  (pasando  á  la  derecha.)  ¿Llama  usted  ser  desgraciada  á 
labrar  su  salvación  al  mismo  tiempo  que  la  de  su 
madre? 

Mont.  Eso...  eso  es  lo  que  á  usted  interesa,  su  propia  salva- 
ción, y  para  lograrla  le  importa  á  usted  poco  que  su 
hija  sufra  pasión  y  muerte.  «¿No  tienes  vocación,  po- 
bre criatura?  Que  más  da.  Al  convento.  Tu  madre  ne- 
cesita todas  tus  lágrimas  para  borrar  su  pasado.  ¿Ha 
sido  coqueta,  frivola,  liviana;  ha  hecho  traición  á  sus 
deberes  de  esposa?  Pues  bien,  tú  vas  á  pagar  por  ella. 
Reza,  hija  mía,  reza;  yo  he  bailado  por  tí.  Llora,  alma 
mía,  por  lo  que  tu  madre  se  ha  reido.  Púdrete  en  la 
soledad  de  un  claustro;  desespérate  y  mutílate  para  el 
amor.  La  que  te  dio  el  ser  tiene  ya  tomado  el  desqui- 
te.» Si  llama  usted  á  eso  expiar  sus  faltas,  hay  que 
convenir  en  que  es  cómodo  el  procedimiento  para  el 

pecador.  (Sube  hacia  la  chimenea.) 

Seraf.  ¡Miserables  insultos  que  desprecia  una  verdadera  cris- 
tiana! 

Mont.  Una  verdadera  cristiana,  hubiera  ya  caido  á  los  pies 
de  su  esposo  para  confesarle  su  delito. 

Seraf.    4Ah! 

Mont.  Esa  sería  la  verdadera  expiación;  la  buena,  la  única. 
Pero  el  heroísmo  no  cabe  en  usted. 

SERAF.      (Pasando  delante  de  él  detrás  de  la    mesa.)  Ni  me  lo  exige 

Dios  tampoco.  Dios  que  me  dará  fuerzas  para  borrar 
mi  falta  á  pesar  de  todo. 

Mont.  En  nombre  de  ese  mismo  Dios  que  usted  invoca: 
Busque  usted  la  redención  en  sus  propias  mortificacio- 
nes, y  si  es  necesaria  la  clausura  entre  usted  en  un  con- 
vento; pero  no  se  redima  usted  por  poderes. 

Seraf.    ¿Es  decir,  que  sobre  haber  sido  culpable  por  usted  es 


—  95 


Searf. 

MONT. 


preciso  que  por  usted  sea  también  perjura? 
Sea  usted  lo  que  le  dé  la  gana  con  tal  de  no  ser  mala 
madre. 

(Bajando.) 'Y  es  él  quien  se  atreve... 
(Siguiéndola.)  No  empecemos  con  recriminaciones.  Tan 
culpable  es  el  uno  como  el  otro.  Tengo  la  conciencia 
de  mi  infamia  y  la  deploro  como  usted,  más  que  usted: 
pero  jamás  se  me  ha  ocurrido  delegarla  en  un  ser  ino- 
cente. Mi  religión  es  otra  y  me  lo  veda. 
Hablamos  en  lenguaje  muy  diferente  para  que  nos 
podamos  entender.  Acabemos.  Quiero  mi  hija. 
Justo;  acabemos.  No  la  tendrá  usted.  (Se  sienta  en  el 

canapé.) 

Se  ha  vuelto  usted  loco  sin  duda;  porque  no  ignora 
usted  que  con  sólo  asomarme  á  esa  ventana  y  dar  un 
grito,  la  justicia  le  obligará  á  usted  á  devolvérmela. 
Pues  llame  usted  y  todo  París  sabrá  mañana  que  la 
recta,  la  incorruptible,  la  santa  baronesa  de  Rosanges, 
estaba  á  media  noche  en  casa  de  su  antiguo  amante* 
Será  un  soberano  desquite  para  esas  impías  á  quienes 
usted  condena  desde  el  pináculo  de  su  orgullo,  y  para 
esas  desgraciadas  pecadoras  con  las  que  se  muestra 
usted  tan  implacable.  Llame  usted,  llame  usted. 
Diré  que  me  ha  robado  usted  á  mi  hija  y  todo  el  mun- 
do se  explicará  que  la  madre  venga  á  reclamársela... 
¿Á  su  padre? 

¿Se  atrevería  usted  á  publicarlo? 
¿Si  me  atrevería?  Dé  usted  una  voz  y  se  convencerá  de 
ello. 

¿Cometería  usted  la  bajeza  de  delatarme?... 
¿Por  salvarla?  Eso  y  mucho  más. 
(Bajando.)  ¿Y  se  tiene  por  hombre  de  honor  el  que  así 
vende  á  una  mujer? 

(Bajando.)  ¿No  se  tiene  usted  por  madre,  y  tortura  á  su 
hija? 

¡Miserable! 
(Güipcando  la  mesa.)  Diente  por  diente.  No  cometa  usted 


—  94  — 
su  infamia  y  no  llevaré  á  cabo  la  mía. 

Seraf.  Pues  bien...  diente  por  diente;  yo  diré  que  es  una  ca- 
lumnia y  que  ha  mentido  USled.  (Coniendo  á  la  ventana.) 

MONT.        (impasible  apoyándose  en  la  mesa.)  ¿Y  las  cartas  que  USted 

me  ha  escrito? 

Seraf.    (espantada.)  ¡Mis  cartasl 

Mont.     Sí. 

Seraf.    No  las  conserva  usted,  las  ha  quemado. 

Mont.  Ni  una.  (Poniendo  u  mano  en  el  secretaire.)  Si  necesita 
usted  pruebas... 

Seraf.  (Bajando  desesperada.)  ¡Cobarde,  que  encuentra  buenas 
todas  las  armas  para  esgrimirlas  contra  mí!  ¡Cobarde! 
¡Cobarde!  (cae  sentada.)  ¡Haber  pertenecido  á  este  hom- 
bre! No  poder...  No...  mentira.  Yo  no  he  sido  suya 
jamás...  ¡Dios  mío!  Tú  que  todo  lo  puedes,  haz  que  no 
sea  así...  No  quiero...  ¡Monstruo!...  (Revolviéndose  en 

el  canapé  sin  dejar  de  mirar  á  Montig-aac.) 

Mont.  (Detrás  del  canapé.)  Me  da  usted  lástima.  Y  bien,  conser- 
varé á  mi  hija...  pero... 

Seraf.  No...  no  es  su  hija  de  usted...  Mentís,  su  padre  es  mi 
marido,,.  Él. 

Mont.  (oprimiéndole  el  brazo  violentamente.)  Atrévase  usted  á  re- 
petirme eso  frente  á  frente. 

Seraf,  ¡Ah!  Sí...  Sí...  (Aterrada.)  Perdón.  Estoy  loca.  Es  us- 
ted cruel  conmigo.  Y  todo  por  haberle  amado.  ¡Oh! 
Acuérdese  usted  de  aquellos  días...  ¿Quién  me  lo  hu- 
biera dicho  entonces,  cuando  á  mis  pies  me  juraba  us- 
ted amor  eterno...  (Procurando   atraérselo  con   la  evocación 

de  su  cariño.)  Y  sin  embargo...  Ahora...  Al  entrar  aquí, 
mi  corazón  latía  con  la  misma  violencia...  y  si  te  hu- 
biera encontrado  cariñoso,  bueno  para  conmigo... 
Porque  no  en  vano  te  hice  dueño  de  mi  corazón...  No 
puedo  odiarte...  Una  palabra  afectuosa...  y  todo  lo 
olvido.  Devuélveme  esas  cartas...  y  renace  Serafina. 

(incorporándose  hasta  él.) 

Mont.      (Estoico.)  Pide  usted  muy  caro. 

Seraf.    (Retrocediendo  de  un  salto.)  ¡Oh!  He  mentido.  Le  aborrez- 


tS  — 


MONT. 

Seraf. 


MONT. 

Seraf. 
Mont. 
Seraf. 

Mont. 
Seraf. 
Mont. 
Seraf. 


co  á  usted...  Me  da  usted  horror... 

Así,  así;  sincera. 

¡Ladrón  de  mi  hija!  Pero...  Dios  mío.  ¿Dónde  estás? 

¿No  ves  que  combato  por  tu  causa?  Ayúdame,,.  Es  un 

impío...  Mátalo... 

Conmovedora  plegaria. 

Ivona...  Óyeme;  ven...  (Gritando.) 

(Tratando  de  hacerla  callar.)  ¡Silencio! 

(Corriendo  á  la   izquierda.)    ¿Dónde    estás?   Te    llama    tu 

madre. 

(Sujetándola  y  tapándola  la  boca.)  Alguien  viene. 

No  importa...  gritaré... 
Y  yo  lo  divulgo  todo. 

(Cayendo  vencida  en  el  canapé.)    ¡Oh!  No...  Ya  me  callo... 

Piedad...  Haga  usted  lo  que  quiera  de  mí. 


ESCENA  V. 


LOS  MISMOS  y  OLIVERIO. 


Oliv. 

Seraf. 

Mont. 

Oliv. 

Mont. 

Oliv. 


Mont. 
Oliv. 

Mont. 

Oliv. 

Mont. 

Oliv. 


(Entra  por  la  derecha  azorado.)  Pronto,  MontignaC.  (Vien- 
do á  Serafina.)  ¡Ahí  ¡Ella! 

¡Oliverio! 
¿Qué  ocurre? 
El  Coronel  está  ahí. 
¿Sólo? 

No;  trae  gente  consigo.  Parece  ser  que  han  encontra- 
do al  cochero,  y  por  indicaciones  suyas  saben  que 
has  sido  tú... 
No  importa. 

Yo  he  venido  volando  con  mi  mujer  que  está  dentro, 
con  Ivona...  Pero  tienes  la  casa  cercada...  Escápate. 
Nos  alcanzarían. 
Entonces,  estás  perdido. 

Aun  no.  Preven  á  Ambrosio  que  abra,  que  los  haga 
subir. 
Reflexiona. 


—  96  — 

Mont.     No  te  detengas. 

OLIV.         Allá  VOy.  (Se  va  precipitadamente.) 

ESCENA  VI. 

MONTIGNAC  y  SERAFINA. 

Serap.     (Triunfante.)  ¿Ahora  me  la  devolverá  usted? 

Mont.      (ciara  y  terminantemente.)  Ni  ahora  ni  nunca*  porque  va 

usted  á  hacer  lo  que  yo  la  ordone. 
Seraf.    ¿Cómo? 
Mont.     Decir  que  ha  recorrido  usted  toda  la  casa;  que  Ivona 

no  se  oculta  aquí... 
Seraf.   ¿Yo? 

Mont.     Que  está  usted  segura  de  ello.  Y  la  creerán. 
Seraf.    Pero... 

Mont.      Ó  las  cartas...  (Dirigiéndose  ai  secretaire.) 
Seraf.    Es  usted  un... 
Mont.     No  más  injurias.  Trabajo  por  cuenta  de  los  dos.  Usted 

es  devota  antes  que  madre.  Retengo,  pues,  á  mi  hija, 

y  la  dejo  á  usted  el  prestigio  de  sus  santas  virtudes. 
Seraf.    ¡Oh! 
Mont.     Aquí  están  ya. 

ESCENA  VIL 


DICHOS,  el  CORONEL,  OLIVERIO  y  CHAPELARD. 


CORON. 


Mont. 


CORON. 


(En  la  puerta  sin  ver  á  Serafina.)    Creo    que    mi   visita  no 

debe  sorprenderle  á  usted.  Me  he  permitido  hacer  es- 
perar abajo  á  la  gente  que  me  acompaña,  cuyo  minis- 
terio puede  serme  muy  útil;  pero  cuya  presencia  no 
es  necesaria  para  la  corta  explicación  que  vengo  á  pe- 
dir de  caballero  á  caballero. 

(indicándole  con  el  ademán  que  pase  adelante.)  Le  agradezco 

á  usted  el  que  me  evite  testigos  importunos. 
¿Sospecha  usted  por  lo  tanto  lo  que  me  trae  aquí  á 
estas  horas? 


-  97.  — 


MONT, 
CORON. 

MONT. 

CORON. 

Seraf. 

MONT. 

CORON. 
MONT. 


CORON. 

Seraf. 
Mont. 

CORON. 

Oliv. 


Chap. 

Mont. 

CORON. 

Seraf. 
Mont. 

Goron. 
Mont. 
Coron. 
Mont. 

Coron. 


La  baronesa  ha  tenido  la  bondad  de  indicármelo. 

¡Cómo!  ¿Serafina  aquí? 

Acaba  de  llegar  hace  un  momento,   alimentando  la 

misma  sospecha  que  usted. 

¿Y  por  quién  ha  sabido?... 

Por  un  criado... 

No  nos  entretengamos  en  detalles  ociosos,  Coronel. 

¿Usted  me  acusa  de  haber  secuestrado  á  Ivona? 

Todo  me  induce  á  creerlo  así. 

(Pasando    detrás    del    canapé.)    Pues...    padece     USted    Ull 

error.  Ya  he  tenido  la  honra  de  explicarme  con  su  ma- 
dre y...  ella  misma  podrá  convencerle  á  usted  de  que 
su  hija  no  está  en  mi  casa. 
¿Y  bien? 

No...  No  Se  halla  aquí.  (Tras  un  esfuerzo.) 

Ya  lo  oye  usted. 

Sin  embargo,  todos  los  indicios... 
Permita  usted...  La  delación  de  un  cochero  embriaga- 
do no  merece  el  crédito  que  la  confesión  de  una  seño- 
ra, de  una  madre. 

Indudablemente...  y  además...  qué  interés  tendría  el 
señor... 

Lo  iba  á  decir... 

No  obstante..,  (Á  serafina.)  ¿Estás  segura  de  haber  re- 
corrido?... (Moutignac  abre  el  secretaire.) 
(Temblando.)  Todo. 

Aquí  no  hay  más  que  esta  sala...  aquel  gabinete... 

(Abriendo  el  de  la  izquierda  que  el  Coronel  examina.) 
(Señalando  la  derecha.)  ¿Y  esa  puerta? 

Conduce  á  dos  cuartos  interiores. 

¿Están  cerrados? 

No;  pero  esta  señora  los  ha  visto  ya.  Sin  embargo,  si 

usted  insiste... 

Yá  que  USted  me  autoriza...  (Montignac  abre.  Serafina  so 
precipita  en  la  habitación,  y  sale  al  momento  pálida,  cerrando  la 
puerta  iras  sí.) 


Seraf.    No  hay  nadie...  Es  inútil 


_  98  — 


Coron.    Siendo  así...  ruego  á  usted  que  me  dispense... 

Mont.  Su  conducta  de  usted  está  muy  justificada  y...  si  mis 
ocupaciones  me  lo  permitieran,  me  asociaría  á  ustedes 
en  las  pesquisas... 

Antes  de  retirarnos,  desearía  deliberar  con  esos  se- 
ñores... 

Es  usted  muy  dueño,  y  le  suplico  á  usted  que  no  sal- 
ga de  mi  casa  sin  la  absoluta  convicción  de  mi  ino- 
cencia... 

(Ap.)  (¡Qué  COSaS  oye  Uno!...)  (El  Coronel,  Oliverio  y  Cha- 
pelard  desaparecen  un  instante  por  la  escalinata.) 

(Ahogada  por  los  sollozos.)  ¿De  modo...  que  se  la  lleva 
usted? 
Cuidado... 

La  he  visto...  Dormida...  Tan  hermosa,  tan  pura...  Y 
acaso  por  la  ultima  vez...  ¡Es  espantoso!  (Llorando) 
Mire  usted  mis  lágrimas...  tenga  usted  compasión  de 
mí...  Lo  pido  de  rodillas...  Haré  lo  que  usted  me  man- 
de... pero  devuélvamela  usted. 
No  creo  en  ese  llanto. 
Esto  es  ya  demasida  cobardía,  (ei  Coronel  \\eg%  con  lo 

otros.) 

¿Qué? 

Mi  hija  está  allí.  Obliga  á  este  hombre  á  que  me  la 

restituya. 

¡Oh! 

(Yendo  al  Secretdire  y  buscando  en   vano  las  cartas  con  ansie- 
dad creciente.)  ¡Desgraciada!  Sea  pues. 
¡Qué  me  importa  el  mundo  entero!  Aquí  no  hay  más 
que  una  madre. 

(ap.)  (Tampoco...  ¡Oh!  ¡Las  tiene  ella!  ¡Qué  castigo 
tan  horrible!) 

¡Ivona!...  Hija  de  mis  entrañas...  (Llamándola  á  gritos.) 
(Á  Momignac.)  Toda  explicación  huelga  entre  nosotros. 

Chap.  y  Oliv.  ¡Coronel! 

Mont.     Entiéndase  usted  con  este  caballero.  (Por  oliverio.) 

Oliv.       Pero... 


Coron. 


Mont. 


Chap. 

Seraf. 

Mont. 
Seraf. 


Mont, 
Seraf. 

Coron. 
Seraf. 

Todos. 
Mont. 

Seraf. 

Mont. 

Seraf. 
Coron. 


—  99  — 
Mont.     (Ap.  á  Oliverio.)  (Entretente  por  piedad...  un  minuto... 

me  ahogo...}  (Oliverio  desiparece   por   la  escalinata  lleván- 
dose al  Coronel  y  á  Chapelard.) 

Seraf.    Luchemos  ahora.., 

Mont.  Silencio  por  Dios...  Basta  de  recriminaciones.  No 
perdamos  un  instante. 

SERAF.      (Asustada.)   ¿GÓmO? 

Mont.     Un  golpe  inesperado,  infernal.  Las  cartas  de  usted... 

Seraf.    ¿Qué? 

Mont.      Han  desaparecido... 

Seraf.    ¿Robadas?  El  Coronel  acaso. 

Mont.  No;  ya  no  es  la  mujer  la  que  está  amenazada  en  su 
honra.  Es  la  madre. 

Seraf.    ¿La  madre? 

Mont.      Esas  cartas  están  en  poder  de  Ivona... 

Seraf.    ¡Jesús! 

Mont.  Aquella  pasión  criminal,  aquellas  ardientes  frases  que 
usted  misma  no  podría  volver  á  leer  sin  rubor...  juz- 
gadas por  ella ...  insultando  su  castidad-.. 

Seraf.  ¡Qué  horror!...  no  será  asi...  no  lo  quiero...  ¿Dónde 
están?  ¿Y  dice  usted  que  Dios  no  castiga?... 

Mont.      ¿Cree  usted  que  yo  no  sufro? 

Seraf.  Usted  es  hombre;  pero  una  mujer,  una  madre...  ¿Qué 
sabe  usted  lo  que  es  eso?  La  humillación  del  mundo 
se  soporta,  pero  la  de  una  hija...  ¿Cómo  la  beso  yo?... 
¿Cómo  la  miro  siquiera?... 

Mont.     Vienen. 

Seraf.  Que  vengan...  Si  no  es  ella,  los  demás  solo  me  ins- 
piran desprecio. 

Mont.     (ai  Coronel  que  vuelve  con  los  otros.)  Me  atrevo  á  esperar... 

Coron.  Basta.  No  son  disculpas  lo  que  vengo  á  pedir  sino 
sangre. 

ESCENA  VIH. 

DICHOS,  ROBERTO,  IVONA  y  ÁGATA. 

Rob,  Tome  usted  la  mía,  Coronel.  El  verdadero  culpable 
soy  yo. 


400  — 


Todos.    ¿Qué? 

Rob.        Amo  á  Ivona,  juré  arrancarla  del  convento  y  lo  he 

cumplido.  El  almirante  es  solo  mi  cómplice  aceptando 

en  depósito  á  mi  esposa. 

MONT.       POCO  ápOCO...   (Roberto  le  impone  silencio.) 

Oliv.       (Ap.  á  Roberto.)  Bravo.  Tú  nos  salvas. 
Coron.    ¿El  raptor?... 

IVONA.       (Echándose  en  brazos  de  Montignac  para  defenderlo.)  No.  •  no 

es  mi  padrino. 

SERAF.      (Ap.  ocultándose.)   (¡Ella!) 

Mont.      (Á.  ivona.)  ¿Qué  dices? 
Ivona.     (Ap.  á  Montig-nac)  (Yo  no  quiero  que  te  mate.) 
CíiAt>.      (Ap.)  (¡Qué  mundo,  señor,  qué  mundo!) 
Coron.    (Á  ivona.)  ¿Y  tú  has  echado  ese  borrón  sobre  la  frente 
de  mi  hermano?  En  su  nombre  yo  te  mal... 

SERAF.  (Avalanzándose  á  su  hija  que  se  apoya  en  un  brazo  de  su  ma- 
dre, mientras  ésta  con  la  otra  mano   tapa  la   boca  al  Coronel.) 

¿Y  quién  eres  tú  para  maldecirla  cuando  yo  la  ab- 
suelvo por  su  padre  y  por  mí... 

Ivona.     ¡Madre  mía! 

Seraf.  Sí.  sí...  Ángel  de  mi  vida,  yo  te  bendigo...  perdóna- 
me... ¡soy  tan  digna  de  lástima!...  Ser  de  mi  ser, 
sangre  mía... 

Ágata.    Por  Dios... 

SERAF.  ¿Me  queréis  todos,  Verdad?  (Abrazando  á  sus  dos  hijas  y 
dirigiéndose  á  Ivona.)  Y  tú,  ¿110  me  desprecias?  (Mirándola 
de  hito  en  hito.) 

Ivona.    ¿Yo...  por  qué? 

Seraf.    (á  Montig-nac.)  Afronto  su  mirada,  si  Dios  me  permi- 
tiera que  lo  ignorase  todo... 
Mont.      (Á  ivona.)  Díme...  ¿tus  cartas?... 
Ivona.     Te  habías  olvidado  de  ellas...  y  las  tomé... 

MONT.       Pero...   ¿dónde  las  tienes?  (Serafina  escucha  con  ansiedad.) 

Ivona.     Oí  la  voz  de  mamá.  . 

Mont.      ¿Y  qué?... 

Ivona.     Temiendo  que  las  sorprendiera  las  quemé... 


—  101  — 

SERAF.      ¡Ah!    (Ahogando  un  sublimo  grito.) 

Mont.     ¿Todo  el  paquete? 

Seraf.    ¿Sin  leerlas? 

Ivona.     ¿Para  qué?..*  Las  sabía  de  memoria.  ¿He  hecho  mal? 

Seraf.    Qué  bueno  es  Dios.  Hoy  le  comprendo  por  la  voz 

primera. 
Mont.      Ahora...  En  marcha. 
Ivona.     ¡Cómo!  ¿Te  vas?  ¿No  te  esperas  para  ser  testigo  de  mi 

boda? 
Mont.      No,  dentro  de  tres  años  volveré  para  ser  testigo  de 

tU  dicha.   (Uniéndola  á  Roberto.) 


FIN  DE  LA  OBRA. 


OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR. 


CORREGIR  AL  QUE  YERRA Comedia  en  un  acto,  original 

en  verso. 

EL  ONCENO  NO  ESTORBAR Id.  en  un  acto,  id.  id. 

La  ESCALA  DEL  MATRIMONIO..   Id.  en  tres  acto»,  id.   id. 
CaNDIOITO.  (Tercera  edición.).   Id.  en  nn  aeto,  id.  id. 
No  LO  QUIERO  SABER  (2.aed.)   Id.  en  un  acto,  id.  id. 
¡POBRES  MUJERES!    (5.a    ed..)   Id.  en  nn  acto,  id.  id. 

EL  PIANO  PARLANTE Id.  en  tres  actos,  id.   id. 

EL  SUEÑO  DE  UN  SOLTERO....    Id.  en  un  acto,  id.  id. 
MONEDA  CORRIENTE Id.  en  tres  actos,  id.  id. 

Cuestión  de  forma id.  en  trss  actos,  id.  id. 

El  JUGADOR   DE   MANOS Comedia    en     tres   actos   arre* 

glada  del  francés. 
LAS  CIRCUNSTANCIAS Id.    en   tres  actos  y  en  prosa, 

original. 
La    CHISMOSA Id.  en  tres  actos  y  en  verso, 

original. 
La  LEVITA .  (Segunda  edición.)   Id.  en    tres   actos,  en    prosa, 

original. 

Don    Ramón    y  el  Señor 

RAMÓN Id.   en  tres   actos,   en  pross, 

original. 

LA    CaN-CaNOMANÍA... Sátira  en  nn  acto. 

LOS  NIÑOS  GRANDES Comedia  entres  actos,  en  pro- 
sa,  original. 
El  ESTÓMAGO Comedia  entres  actos,  en  prosa, 

original. 
ATILA Drama  en  tres  actos,  en  verso, 

original. 
El  OSO   PROSCRIPTO Comedia  en  tres  actos,  en  prosa, 

original. 

La   NODRIZA Comedia  en  dos  actos,  id.  id. 

LAS  SÁBANAS  DEL  CURA Boceto  en  un  acto,  id.  id. 

La  RESURRECCIÓN  DE  LÁZARO.    Juguete    cómico    en  dos  actos 

y  en  prosa. 
ADMINISTRACIÓN    PÚBLICA Boceto    en    tris    actos  y  en 

verso. 

PROBLEMA.. « Comedia   en    tres    actos,    en 

prosa. 
AMOR   Y   ARTE.... .   Drama    en    tres    actos,      en 

prosa. 
La    LENGUA Comedia    en    tres    actos,    en 

prosa. 

La  GRAN  COMEDIA Comedia    en    tres    actos   y  en 

|  prosa. 

LOLA ■ Comedia  en    tres    actos   y   en 

prosa. 


AUMENTO  AL  CATÁLOGO  DE  1.°  DE  JOMO  DE  1888, 


COMEDIAS  Y  DRAMAS. 

TÍTULOS.  ACTOS.  AUTORES. 


Propiedad 
que 

corresponde. 


Heridos  y  contusos 1  Sres.  Larra  y  Gullón 

Leonor  I  de  Aragón 1       Pedro  Navarro.  . 

Olas  de  sangre 1 

Por  un  sombrero 1 

Clown 3 

El  molino  del  Carmen. 5 

Lo  sublime  en  lo  vulgar 5 

Mar  y  cielo 3 

Teresa 3 


Todo. 


Manuel  Izquierdo 

J.  Guijarro  y  F.  Olona.. 

José  Fola 

José  Fola 

José  Echegaray. ..... .. 

E.  Gaspar  y  A.  Guimara. 
José  Fola 


ZARZUELAS. 


¡Aquello! 

Certamen  nacional 

v  Despacho  parroquial 

El  golpe  de  gracia 

En  la  plaza  de  Oriente 

Epilogo 

La  cruz  blanca 

La  verdad  desnuda 

Pepa,  Pepe  y  Pepín 

Perder  la  pista 

Plan  de  estudios 

Por  España 

Quedarse  i  o  albis 

Timos  conyngales. 

El  rey  reina 2 

Nanón «.    2 

Una  broma  en  Carnaval 2 

Sustos  y  enredos 3 


Tomás  Gómez 

Perrin  y  Palacios 

Tomás  Calamita 

Seña,  Hurtado  y  Caballero 

Cuevas 

Rojas,  Ruiz  y  San  José  ... 

i  errin  y  Palacios 

Arniches  y  Cantó 

Rafael  M.  Liern.... 

Luis  Larra 

Calixto  Navarro 

Varas,  Rojas  y  San  José.. 

Rafael  Taboada 

Luis  Arnedo 

M.  E.  Tormo  y  M.  Nieto... 
Olona,  Ferrer  y  G.  Taboada 
Casademunt  yStrauss,... . 
Juan  García  Cátala 


M. 
L. 

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L.  y  1|2  M. 

L*.  yM. 

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JRCHIVO  Y  C0P1STERIA  MUSICAL 

PARA     GRANDE    Y    PEQUEÑA    ORQUESTA 
PROPIEDAD    DE 

FLORENCIO  FISCOWICH,  EDITOR. 


Habiendo  adquirido  de  un  gran  número  de  nuestrros  me- 
jores Maestros  Compositores,  la  propiedad  del  derecho  de 
reproducir  los  papeles  de  orquesta  necesarios  á  la  represen- 
tación y  ejecución  de  sus  obras  musicales,  hay  un  completo 
surtido  de  instrumentales  que  se  detallan  en  Catálogo  sepa- 
rado, á  disposición  de  las  Empresas. 


PUNTOS  DE  VENTA. 


En  casa  de  los  corresponsales  y  principales  librerías  de  Es- 
paña y  Extranjero. 

Pueden  también  hacerse  los  pedidos  de  ejemplares  direc- 
tamente al  EDITOR,  acompañando  su  importe  en  sellos  de 
franqueo  ó  libranzas,  sin  cuyc  requisito  no  serán  servidos.