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TIJERETAZOS Y PLUMADAS
Juan León Mera
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Tijeretazos
y plumadas
ARTÍCULOS HUMORÍSTICOS
Precedidos de una CARTA-PRÓLOGO
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Oonds dé Torraos,
Sergio Arias M
MADRID ^ IÉ?^0^1^ ''S/
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ES PROPIEDAD
CARTA-PRÓLOGO
Sr. D. y. Trujano Mera,
N refrán de los más afírmatívos, á pe-
sar de apoyarse como sobre cuatro
ruedas sobre cuatro adverbios de ne«
gación, asegura que no hay plazo que
no se cumpla ni deuda que no se pague. Reco*
nociendo yo la infalible verdad en lo relativo al
plazo, pues todos se cumplen, abrigo mis dudas
respecto á lo de las deudas, pues conozco mu-
chas de dinero, de gratitud y de honor que
nunca se pagan, y no digamos nada de las deu-
das públicas de muchos Estados, que son papel
mojado cotizable en la gran Bolsa de la trampa
adelante.
A pesar de mis dudas, el refrán hoy para mf
Vt CARTA-PRÓLOGO
y por mí ha de cumplirse en toda su integridad^
puesto que expira el plazo y llega el día en que
el cartero pone en mis manos los pliegos im-
presos de un libro humorístico titulado Tijere-
tazos Y PLUMADAS, del gran escritor ecuatoria-
no D. Juan León Mera, y en que usted, su hijo,
digno heredero de su nombre y su talento lite-
rario, viene á recordarme la deuda que, en mo*
mentó de debilidad, contraje con usted, de es-
cribir el prólogo; plantándome, como quien
dice, á la puerta del libro para señalar sus mé-
ritos é invitar á los lectores á saborear sus pi-
cantes, ingeniosas y divertidísimas páginas.
Contra un refrán, cuando se empeña en en-
cumbrarse al rango de axioma, nada puede la
voluntad y yo someto la mía al kantiano impera-
tivo categórico de la palabra empeñada, no sólo
por ser usted quien me la recuerda, sino por la
cEilidad del libro que sirve de motivo y recor-
datorio.
[Un prólogo! ¿Pero usted sabe lo que pide? '
¿Un prólogo á un poeta casi apolillado y atro-
fiado por las prosas profesionales que le em-
bargan?
No, piadoso amigo; concédame una rebaja,
un paulo minara^ una simple carta-prólogo, á
que podemos llamar episto-prólogo, ó, si usted
CARTA-PRÓLOGO Vil
quiere, pisto-prólogo, pues pisto han de ser
unos simples renglones, ó renglones simples,
íntimos, conñdenciales, sin tendencias críticas,
estéticas, eruditas, docentes y tantas otras cosas
como requiere un prólogo, si ha de ser digno
vestíbulo del libro, voz que señale sus antece«
dentes y consecuentes literarios, su significación
en el mundo en que nació y vive, su sentido
esotérico^ como dicen los sabios, que del exoté-
rico ya se encargan los lectores, más ó menos
tontos, de interpretarle á gusto del consumidor.
Si la crítica fuese una ciencia matemática y
la belleza se pesase y midiese por gramos ó
milímetros; si hubiera un Esietómetro para
apreciar los grados del calórico literario de un
libro, la tarea crítica sería facilísima. Mas no
disponiendo de tan precioso instrumento me
atendré á la mera impresión personal que el
libro me produce. Y aun así tropieto con otra
dificultad: la impresión, el juicio individual para
juzgar libros y personas tiene un grave peligro;
el de que esa impresión sea parcial, apasionada,
errónea; el que veamos las cosas del color del
cristal con que las miramos y llamemos azul á
lo encarnado y verde á lo amarillo. Y si no, vea
usted lo que son los juicios personales. Aristó-
teles, con ser... un Aristóteles y escribir cua-
CARTA-PRÓLOGO
trocientos tomos, fué juzgado por Sócrates»
Cicerón y Plutarco, como un ignorante, ambi-
cioso y lleno de vanidad. A Plinio y á Séneca
les aburría Virgilio por su falta de inventiva.
Horacio no podía soportar á Plauto. No recuerdo
qué Cardenal llamaba á los Ensayos de Mon-
taigne el Breviario de los Holgazanes. Para Ci-
cerón, Sócrates no era más que un usurero.
Platón, el Sol de la Filosofía, el Santo Padre
del Idealismo, para Clemente de Alejandría era
el Moisés de Atenas^ para Cicerón el dios de los
ñlósofos, para Ateneo un envidioso, para Teo-
ponipo un embustero, para Suidas un avaro» .
para Aulo Gelio un ladrón, para Porfirio un li-
bertino y para Aristófanes un impío. ¡Vaya us«
tcd á juzgar hombres y libros con imparcialidad
y por impresión personall
Pero dejemos Atenas y vamonos al Ecuador
que es de lo que -ahora se trata.
Así como los griegos creían que el aire
de aquella sabia ciudad hacía filósofos, sospecho
yo que el aire ecuatorial, el sol torrificador de
aquella zona torrificada, y la humedad, creado-
rea de aquella vegetación gigantesca, de aque-
llos fi-utos paradisiacos, de aquellas dives aflores
dé pluma ó ramilletes con alas, que deda Cal-
derón, de aquellas mariposas ó insectos, chispas
CARTA-PRÓLOGO IX
de iris vivas, han de dar á la imaginación, tam-
bién tórrida, del escritor y el poeta, fecundidad
de manigua, tonos, colores y calores, esencias,
en ñn, de vegetación forestal.
Cuando el escenario en que un escritor nace,
vive y se agita se llama los Andes, el Chimbo-
razo y el Amazonas, hasta la prosaica geogra-
fía se torna literatura y las inspiraciones han de
tomar algo del carácter grandioso, poemático,
de la naturaleza; Los escritores y vates de
aquellas regiones brotan casi por generación
espontánea, se producen con ecuatorial abun-
dancia, y si bien hay muchos de ellos, por allá
como por acá, que en sus inconscientes lirismos
de ruiseñor ó sinsonte son capaces, como decía
Ben Jonson, de poner en verso unas tijeras y un
peine, los grandes, los verdaderos maestros
tienen extraordinaria fantasía y originalidad.
Afirmación tal no he de probarla aquí citan-
do nombres y obras que harían de esta carta
una antología, sobre todo hoy en que, dejando
á un lado la impedimenta de la erudición, trato
de hablar á la ligera de uno solo de los libros,
de uno solo de los autores, de una sola de las
Repúblicas, de una sola de las Américas, y va
de soledades, que ni las de Góngora.
Y cuidado que es atrevimiento meterse á ha-
CARTA-PRÓLOGO
blar de autor que apenas se conoce. ¿Cómo juz-
gar con acierto á escritor tan fecundo y vario
como el que me ocupa, quien entre sus nume-
rosas obras, que le han dado gloria patria,
cuenta escritos de tan rica y lozana inspiración
como Cumandá^ especie de novela- poema que
acaso Chateaubriand trocara por su Atal^ y sus
Natchezf
Porque, sin hacer juego de palabras y calem-
bour de gacetilla, bien puedo asegurar que la
literatura de Mera no es mera literatura, sino
una filosofía política y social sutilísima y rebo-
zada con todas las galas del ingenio y la gracia
del estilo. Dicen que para muestra basta un bo-
tón y el que usted me ha enviado es de oro>
botón de mandarín literario.
Tijeretazos y plumadas. Pláceme el título
por aquello de que yo también he vivido dando
mis tijeretazos y plumadas sobre las flaquezas
humanas. La tijera y la pluma: ¡qué pequeñi-
tas, pero qué poderosas armasl Como que con
ellas se dan las grandes batallas de la Idea que
son las más decisivas del humano destino.
La spada i un arma sianca^ decía el morda-
císimo Giusti. Cansada, en efecto, está la espada
de dar tajos y mandobles y romper molleras
inocentes sin lograr imponerse á la conciencia
CARTA-PRÓLOOO XI
humana como fuente de derecho. Embotada
está en el campo de batalla, ante el poder de
las infernales pólvoras y melinitas; reducida se
vé á mera lanceta en los duelos con padrinos
de frac, almuerzo preparado y actas, casi nota-
ríales, con que hoy se ventilan los más de ellos.
La tijera, bien manejada, vale más, hace más
mella, corta por lo sano unas veces y por lo
gangrenado otras. Cuatro tijeretazos cortando
abusos, textos constitucionales, títulos del Có-
digo, hacen más radical revolución que el cha-
farote de cuatro dictadores neronianos.
jPues y la plumal Espada del espíritu, ella
ha cambiado la vida humana, enterrando el pa-
sado y abriendo la puerta del porvenir. La
pluma es un cetro: reina y gobierna.
Y si la pluma la maneja escritor de tanta
substancia como el que motiva el manejar yo
ahora la mía; y si con ella hace continuo alarde
de humorista y por el humorismo disimula sus
pesimismos y mal humor de filósofo, figúrese
usted la simpatía que despertará en quien, como
yo, es humorista por esencia y presencia, ya'
que no por potencia intelectual. Bien haya el
escritor que en vez de hacernos sacar el pañuelo
para llorar nos alegra, nos impone la sonrisa,
nos presenta un ameno estereoscopio de la
CARTA-PRÓLOGO
vida y nos tiñe de rosa la negrura de la realí*
dad. Ya que, como dijo Aristóteles, el universo
es una mala tragedia, qué diantre, pongamos
su letra en música con acompañamiento de
castañuelas y cascabeles, bombos y platillos,
zambombas y rabeles, y hasta cencerros y de-
más instrumentos del alboroto y la locura para
aturdimos. Vivir en broma es toda una iiloso*
fia. Rire est le propre de thomme dijo el graa
reidor ó risificador Rabelais.
Risa y muy sana y sonora rebosa en el libro
que unas veces á tijeretazos y otras á plumadas,
escribió el autor cuyas obras hoy compila y
publica usted, dando ingreso y renombre en el
Parnaso español al que tanto honra el nuevo
Parnaso que sobre el Chimborazo colocaron las
Musas ecuatorianas.
Si, risa, y muy franca, que hasta se eleva á
la sonoridad de carcajada, me producen las
Aventuras de una pulga examinada al micro fo'
no-tijeras; pulga, como muchos personajes, na-
cida del polvo, pasando de la lana de un perro
al lecho de una maritornes y de allí encumbrán-
dose al pecho de un militar, no muy valiente»
pero sí enamorado de una dama, á cuyo blanco
cuerpo pasa la buena pulga, enterándose de
algo íntimo que liga á la tal señora con el mi-
CARTA-PRÓLOGO Xtll
litar, sin permiso del casero, ó sea el marido.
Finísima sátira son los Prodigios del Doctor
Moscorrofioy haciendo, entre otros, el de extraer
á un enfermo los sesos para curarlos y limpiar*
los, metiéndole, después, por error, los sesos de
un borrico. Los descendientes de aquel hombre
burrificado obtienen á pesar de su hereditario
y asnal encéfalo, grados y títulos, gozan fama
de doctos, desempeñan altos destinos y son
lumbreras del Parlamento. En cuanto al pobre
burro, se muere de pena al ver que los sesos
humanos no le sirven de nada. A una mujer
arisca y fiera la pone un corazón de oveja y sus
descendientes se distinguen en el ejército y
llegan á supremas jerarquías y mandos milita-
res. A un joven plebeyo le infunde en la sangre
aftil disuelto en alcohol para que tenga sangre
azul y pueda casarse con ilustre dama, enorgu-
lleciéndose después los descendientes de tener
su origen en tan nobilísimo y azulado tronco.
Picaresca é ingeniosa burla del valor, el talento
y la nobleza... cuando son de pega, se entiende,
pues jamás tan discreto autor se hubiera bur-
lado de esas tres aristocracias del espíritu, ver-
daderos agentes de la gloria humana.
En Una botella de Champagne rebosa, como
la espuma de este vino, el espumoso y picante
XVr CARTA-PRÓLOGO
ingenio y la vis cómica al pintarnos á Chanita,
viuda de Verdete, su hija Venturita y su hijo
Nicasito, sublime terceto del gran reino de los
cursis, y al describirnos aquel famoso banquete,
verdadero Simposio, no de Platón, sino de
platos trinchados por Tiberio (alias) Torbellino^
quien de tontería en tontería y de torpeza en
torpeza concluye por tener que salir escapado,
salvándose así la inocente Venturita de caer en
las conyugales manos de tan ridículo personaje.
Ya no se casan. Tragedia archi-cómica la de
Arturo y Fernandinal Ruptura de relaciones,
boda desbaratada, no por celos, ni por desde-
nes, ni por dudas, ni por rival oculto, ni por te-
mor á lasuegp^a, la clásica suegra Can Cerbero,
ni por defecto antes ignorado, ni por desenfre-
nado lujo, ni por presunción, ni porque se pin-
te, ni... ¿Pues por qué? ¡Por la polítical ¡Por la
maldita política que todo lo envenenal la perra
política que divide razas, naciones, provincias,
ciudades y familias. No: Fernandina ha apare-
cido, joh sorpresa! dominada por la pasión po-
lítica. Se iban á casar, á ser felices, á conlle-
varse y compartir la vida, á... pero ella es po-
lítica: todo se lo lleva la trampa. Ya no se
casan.
No hay articulo. ¡Con qué entusiasmo y
CAUTA-PRÓLOGO XV
buena disposición va á escribirlel Pero... tas,
tas: ia cocinera que viene á pedir dinero para
la compra. Tas, tas: el cochero que viene á pe-
dir la orden. Tas, tas: el sastre que viene á
probar la levita. lYa se fueron! Va á escribir,
va á... Tas, tas: Pancho que viene á dar un sa-
blazo. — Toma diez duros. — tedios! — ^Ahora sí
que va de veras. Ahora... Pero abren la puerta
sin llamar. ¿Quién es? Un ángel con su cabeza
iluminada de sonrisas. ¡Es el hijo! Ya no hay
artículo; las ideas vuelan y el padre se abisma
en el abrazo paterno. Ya no hay cuento para
que otros se diviertan; el escritor saborea su
mejor escrito: su hijo. Y ese ángel, ese hijo
acaso era usted amigo mío; usted, hoy ángel
patudo y barbudo con las alas cortadas, que
ahora responde á aquel artículo, por usted in-
terrumpido, publicando este libro en honra de
aquel padre. Ya no hay artículo, dijo el padre.
Haya libro, dice el hijo. La deuda de amor está
pagada.
La reina del Mundo, ¿Quien es esa reina?
se pregunta el escritor. ¿Es la opinión? No; dice
el interrogante pesimista. La reina del mundo
es la Mentira. Esta señora es la Alejandra, la
Cesárea, la Napoleona, que gobierna, impera y
conquista la redondez de la tierra. Y el pun-
ZVt CARTA-PRÓLOGO
zante humorista aguza el ingenio, chasquea la
fusta, acentúa el elocuente apostrofe y afila las
ironías de su filosofía política» para denunciar á
esa audaz y descarada Mentira que rige la gran
farsa social. El alegato contra esa entrometida
y usurpadora reina^ está hecho de mano maes-
tra y yo aplaudo la chispeante diatriba; pero...
ahora viene mi pero, mi impugnación al ataque,
mi defensa de la ultrajada reina, de la que me
declaro partidario, á riesgo de que usted se es-
candalice y hasta crea mentira la amistad que
le profeso.
Sí; la Mentira es reina del mundo y debe
ser reina del mundo, pese al insigne y severo
ecuatoriano. |La Mentira! Si ella fuese destro-
nada, abolida y desterrada, la vida seria un in-
fierno, la sociedad una Cittá Dolenie. Si dijéra-
mos la verdad de cuanto pensamos, sentimos,
creemos y hacemos, no nos podríamos aguan-
tar los unos á los otros.
— iQué tonto es usted, D. Ermeguncio! — ¡Qué
fea es usted, Rosital— jEs usted un canalla, don
Severol — ¡Su vino de ustedes detestable! — ¡Soy
el amante de su mujer de usted, Sr. Borrego!
Dígame usted lo que seria la vida y el trato
social con sinceridad de tal calibre; sinceridad
que sería obligatoria si la Verdad amarga, la
CARTA-PRÓLOGO XVII
Verdad insolente usurpare el cetro de la encan-
tadora Mentira.
Que la Mentira, miente: ¡claro estál ¡Que usa
disfraces, antifaces y artificios: ¡bahl pues por
eso está tan guapa, tan elegante, tan seducto-:
rá. La Verdad, aunque tuviese lepras y jorobas
se mostraría en el traje con que la sacaron del
pozo; desnuda, inpuris naturalibus. ¡Bonito tra-
je para deshancar á su emperifollada rivall
¡Ahí no: engañémonos, adulémonos. ¡Viva la
careta risueña que nos esconde la cara adusta
y arrugada! Viva la Mentira, madre de la
Ilusión, de la Esperanza, de la Poesía, que es
una ficción, y del Arte, que es una apariencia.
La Verdad es la prosa analítica, es el escal-
pelo que diseca para mostrar un esqueleto y
probar que somos fantasmas, que la vida es
sueño y que lo único cierto es la muerte, el
polvo, la nada. El Egoísmo, el Odio, la Desver-
güenza, la Procacidad, la Grosería, toda una le-
gión de demonios invadirían el mundo el día
en que la Verdad absoluta y absolutista nos im-
pusiere llevar el corazón en la mano, y nos
obligase á que el labio fuese órgano fiel del pen-
samiento y dejase ver todos los sapos y cule-
bras que se anidan en ese basurero llamado el
alma humana. Después de todo, ^qué es un in-
XVUI CARTA-PROLOGO
solente, un desvergonzado, si no un ser cínico
y mal educado, que dice lo que le viene á las
mientes sin el freno de esa cultura, educación y
miramientos sociales que nos impone el códi-
go de la Mentira?
Vivan, vivan las fórmulas dulcísimas de la
Mentira. Que me llamen mi querido amigo,
aunque no me quieran; que me digan que son
mi afectísimo y seguro servidor, aunque no me
sirvan; que besen mi mano, aunque deseen
mordérmela. La cortesía, que nos diferencia de
los salvajes y hace la vida una divertida come-
dia, es la hija predilecta de la Mentira. Vivan
las pelucas que encubren calvasj los coloretes
que ñngen rosados cutis, los dientes que imitan
perlas, los algodones que sustituyen carnes.
iQué hermosa, qué joven, qué elegante y fas-
cinadora está Serafínal Un serafín terrenal, el
non plus del chic y la moda. Me siento de ella
enamorado: ¡Ahí ¡va á ser mía! Despójase de
sus galas... ]horrorI, ¿qué queda entre mis ma-
nos? Una jamona flaca, huesuda, arrugada, pá-
lida. ¡Maldita Verdad, que me la presenta tal
cual esl Horrible metamorfosis que reduce á
polvo mi ilusión de enamorado y á espectro
aquella linda muñeca, aquel maniquí que la
Mentira y la Moda, su hermana, vistieron de
CARTA-PRÓLOGO
galas para seducirme. Helena se me ha trans-
formado en la dueña Quintañona por culpa de...
¿de quién? De la implacable y estúpida Verdad.
El mundo es un titirimundi, un gignol, una
deslumbradora fantasmagoría y el desfantasma-
gorizador que la desfantasmagorizare, maldito
desfantasmagorizador será.
}Que aquel cielo del soneto de Argensola no
es cielo ni azul! ¿Qué importa si lo parece?
Aparece bordado de estrellas y nubes, bañado
en luz: basta y sobra. Ya sé que el espacio es
negro, que el vacío es la nada aterradora. ¡Ben-
dita la Mentira que ha cogido su brocha de es-
cenógrafo y le ha pintado de azul y oro para
fingirnos una techumbre de dioses á estos po-
bres diablos prisioneros en esta bola de barro,
montados en esta bicicleta-mündo que nos con-
duce á la muerte!
Claro, está que el autor de Tijeretazos y
PLUMADAS no se enfada tanto como parece con-
tra esa retozona Mentira que probablemente le
dio los mejores ratos de su vida y le inspiró los
mejores libros, las más hermosas páginas no-
velescas y poéticas de su rica fantasía.
Pero basta y preparemos el punto fínal á este
escrito de charlatán, más que de crítico, y ya
prolongado en demasía.
CARTA* PRÓLOGO
Yo bien quisiera haber hecho un estudio de-
tenido, erudito y de seria crítica, no sólo de este
libro, si no de la obra toda de tan esclarecido
autor. Pero, fiel al modesto propósito expuesto
al principio, limitóme á declarar ante el público
que los Tijeretazos y plumadas del escritor
Mera constituyen un libro castizo, gracioso,
amenísimo y divertido; que por su vivo lengua-
je, por su rico vocabulario y su correcta sinta-
xis, demuestra que el autor ha bebido en las
mejores fuentes y se ha nutrido de la savia clá-
sica castellana.
El ingenio, el chiste, la ironía finísima, la
gracia delicada, la sátira sin hiél juvenalesca,
sin las sombrías iras de Carlyle, rebosando hu-:
morismo de buen, tono, filosofía discreta, erudi-
ción copiosa, hacen el libro multicolor, multi-
olor y multi-sabor, y sobre todo multi-entreté-
nido. El autor no empuña las disciplinas; sabe,
como decía Erasmo, admonere non morderé. El
látigo de seda punza sin levantar ampollas, sin
hacer vulnus inmedicabile. Sátira-risa, no clava
las uñas; hace cosquillas, hace reir con la risa
de Rabelais, Quevedo, Fray Gerundio y Larra,
sin poner de mal humor ni dejar pensativos y
cabizbajos á los lectores. Hay sus trozos amar-
gos; pero, como el Palé Ale, pasan con la es-
CARTA-I»|lÓLOGO
puma del epigrama, refrescan y entonan el es-
píritu.
Glicera, la ramilletera de Atenas, daba á sus
ramos más variedad que el pintor Pausias, y
usted, al coleccionar los escritos del que fué el
eximio escritor D. Juan León Mera, ha ofrecido
un precioso, variado y perfumado ramillete li-
terario que ha de deleitar á los lectores. Doce
tomos suyos, según veo, han sido publicados
por prensas españolas y han dado carta de na-
turaleza en España é ingreso en el gremio de
los buenos escritores castellanos al autor á quien
hoy pago este humilde tributó. Los elogios que
de él he leído en otros de sus escritos, hechos
por mi queridísimo tío y gran maestro en críti-
cas, el sapientísimo é inmortal D. Juan Valera,
y por los insignes Alarcón y Pereda, limitan mi
tarea á poner mi visto bueno á sus juicios so-
bre el escritor ecuatoriano, de cuyo nombre es
usted heredero.
Poco soy yo para apadrinar á lo crítico obra
como la que sigue á estos renglones qué le sir-
ven de ingreso. El libro se basta y se sobra, y
logrará volitare per ora y por sus propias alas.
Honróme yo en servir, gracias á usted, de por-
tero de tal libro, y aseguro desde mi chirivitil
que en vez de poner el conocido letrero c Nadie
XXII CARTA-PRÓLOGO
pase sin permiso del portero», pondré este otro:
cEl portero invita á todos los españoles á pa*
sar sin su permiso, seguro de que se lo agrade-
cerán cuando penetren en sus páginas.» Y cuan->
do, como aquellos monjes de la Edad Media,
cuyo ideal era vivir in angello cun libeUo^ en un
rinconcito con un librito, se sienten sus lectores
á saborearle, habrán de consumir el petróleo de
sus lámparas antes que ellos le suelten» de la
mano.
Porque ese libro, al propio tiempo que uno
de gratísima lectura, es un vínculo-literario que
une nuestra vieja España con sus hijos queridos
de América, de aquella virgen del mundo Amé-
rica inocente que cantó Quintana; de aquella
América que ha perdido su virginidad paradi*
siaca y á quien yo invito á que pierda la ino«
cencía que aún le queda, pues hoy día los pue-
blos inocentes son sacrificados por los Herodes-
Pueblos, que los degüellan y se los comen como
niños crudos; es decir, que se los tragan en
nombre del principio de expansión, anexión y
asimilación, tres personas distintas y un solo
diablo verdadero: el Imperialismo.
Formen ustedes los americanos latinos, nó
sólo fraternal alianza, sino el trust literario ^oy
que tan de moda está la palabreja), para expor*
CARTA -PRÓLOGO XXIII
tar su rica literatura á esta vieja Europa. Hoy
que la literatura mundial, la Weliliieratur^ de
que hablan los germanos, es un hecho; hoy que
los pueblos, al .cambiar sus productos, inter-
cambian su saber, sus ideas, su cultura y sus
letras, libros como el que motiva estos ya abu-
sivos renglones, tendrá en los mercados de la
inteligencia segura demanda y merecida fama.
Que la del padre sea continuada y aumen-
tada por el hijo, lo desea y lo espera su afec-
tísimo,
José de Alcalá Galiano
Marsella.— Diciembre, ZQoa .
ARTÍCULOS HUMORÍSTICOS ^'
AVENTURAS DE UNA PULGA
CONTADAS POR ELLA MISMA
jTI NTES que me lo digas, lector amado, ya sé
w que ha sido bastante extraño para tí el
abandono en que por dilatado tiempo ha yacido
mi péñola junto al tintero cubierto de ignomi-
niosa borra. Deten la acusación que me aparejas
y, por el contrario, alista una corona para las sie-
nes de tu viejo amigo Pepe Tijeras. Ella rae será
más grata, puedo jurarlo mil veces, que el privi-
(i) Estos artículos fueron publicados en La Revista Eeuaioriana,
El Fiítixt El Amigo de las familias y otros periódicos del Ecuador,
casi todos con el seudónimo de Pepb Tijbsas, que es el que más empleó
el autor en los ültimos años de su Tida. En su juventud firmaba algu-
nas veces Jenaro Muelan.
2 J. Lé MBRA
legio exclusivo por noventa y nueve años, once
meses y veintinueve días, que voy á solicitar del
Congreso, y que estoy seguro de obtener.
iQué cosa la que vas á saber! ¡qué descubri-
miento tan maravilloso el mío! ¡qué luz la que con
él voy á derramar en el mundo científico, y qué
impulso recibirá el progreso universal, gracias al
éxito casi increíble de mi asiduo trabajo de dos
mil días con sus noches!
No, sino, dime si será bicoca el haber traído el
mtcrójbno al último grado de perfección. Esta es
mi obra y aquí está mi gloría. Da acá esa corona,
y venga el privilegio, y prepáreme estatuas la
posteridad, y ábranse mis arcas á recibir tesoros,
y pásmense los sabios del mundo y, en fin, mué-
ranse de envidia las cuatro quintas partes de ellos;
y si tal sucede, ¿á mí qué se me da? Mi gloria es
mi gloria.
En qué consiste esa como diablura por mídes^
cubierta no obstante que no soy ni siquiera espi-
ritista, no te lo diré, lector curioso. Sabráslo y lo
sabrá todo el mundo, cuando dé á luz gordos to-
mos divididos en cuarenta tratados, amén de un
apéndice y... qué sé yo qué más. Por ahora con-
téntate con saber los resultados de mis numero-
sos y sabios experimentos.
Apliqué, pues, el micrófono-tijeras (¿por qué no
ha de ir mi apellido tras ese nombre?) á varios
insectos, y casi todos mis ensayos me dieron re-
AVENTURAS DB UNA PULGA
sultados satisfactorios. Muy raros son los insectos
del todo mudos: tienen voz y hasta lenguaje las
moscas y los mosquitos, las arañas y las hormigas,
los piojos y las pulgas. Yo tenía por gentil em-
bustero á Villaviciosa; pero he cambiado de jui-
cio, y hoy tengo para mí que el autor de La MoS'
quea^ como buen poeta tuvo algunas puntas de
mago, ó conoció el micrófono perfeccionado.
Entre paréntesis: admírate de mi honradez y
sinceridad cuando expreso esta sospecha que pu-
diera amenguar el mérito de mi descubrimiento.
¡Ojalá muchos novísimos inventores me imita-
ran!... Quizás el honor del siglo xix se amenguara
su tantico; pero en cambio otros no serían... tan
stglos'tnedtos; quiero decir que no serían del todo
despojados de la gloria que les pertenece.
Después de esta digresión, adelante.
Es natural que estés curioso de saber qué len-
gua hablan los insectos; voy á decírtelo: usan la
lengua de la gente con quien viven. Entre nos-
otros las pulgas de los indios, por ejemplo, se ex-
presan en quichua, las de los cholos y chagras en
quichua españolizado, las de la gente civilizada en
español quichuizado^ excepto unas pocas que se
han atrevido á meterse entre el pellejo y la ca-
misa de los académicos correspondientes; si bien
es verdad que estas castizas pulgas, si llegasen á
hablar en el seno de 1^ Real Academia de Ma-
drid, quién sabe si fuesen entendidas; esto digo,
4 J. L. MERA
ya se entiende, del idioma hablado; pues si las
susodichas pulgas escribiesen, otra cosa sería: bien
pudieran ser académicas y ocupar las sillas, no
digo de los señores Castelar y Zorrilla, que no se-
ría gracia, sino las de los mismísimos señores con-
de de Cheste y duque de Rivas.
Un día tomé un par de pulgas, gorda y anima-
da la una, flaca y amilanada la otra; esto es, aqué-
lla en plena vita bona^ como empleado fiscal de
conciencia nada timorata, y ésta al principio de
su vida pública, como si dijéramos partidaria de
la regeneración moderna. Hállelas entre los pelos
de una bayeta, la una frente á la otra, en actitud
de conversar; tuve curiosidad de saber lo que se
decían, y por si el susto de la prisión no fuese tal
que les impidiese anudar el diálogo bajo la acción
del micrójbno'tijeras^ á ella las sometí. No me en-
gañé. Temblaban al principio y guardaban silen-
cio; mas no tardaron en animarse y volver á su
conferencia, si bien la flaca empezó muy turbada:
—¡Hermana, de esta sí que no escapamos con
el alma dentro!
— |Bah!, le contestó su interlocutora, ¡cómo se
conoce que eres bisoña y sin experiencia en las
cosas de esta vida!
— Pero ¿no ves que estamos presas y que muy
luego seremos despachurradas por las uñas del
bárbaro que nos ha atrapado?
— Verdad es, pero cálmate. Yo me he visto
AVENTURAS DS UNA PULGA
Otras veces en iguales y aun peores aprietos, y,
no obstante, hoy me tienes aquí llena de vida.
— jAy, hermanital Eso no quiere decir que
ahora no nos sacarán las tripas de un estrujón.
— Pudiera ser; mas no veo qué provecho pueda
traernos un temor anticipado. Calla pues, pon el
alma en su lugar y escúchame como si no tuvieses
la muerte ante los ojos. Yo había comenzado con
tanto gusto á referirte la historia de mi vida, y tú
ár escucharme con tal atención, que esto fué causa
para que no sintiésemos la aproximación del par
de dedos que nos tomó y puso donde nos vemos
en este momento. Al hecho pecho, y comienzo
de nuevo mi relación:
Nací entre el polvo de un pavimento, circuns-
tancia que no ha sido obstáculo para que fortuna
hiciese de mí todo un personaje: tú sabes, queri-
da, que soy pulga ilustre; á lo menos es cierto que
tanto he dicho en pro de mí misma, que por ilus-
tre me tengo, é ilustre me llaman cuantos seme-
jantes míos á falta de juicio propio al mío se atie-
nen. En mis niñeces no tuve este color de choco-
late con que ahora ves teñido mi cutis; fui blanca
y rubia como un irlandés y bonita como un amor.
Viví un día entre la lana de un perro. No me
sentí nacida para tan pedestre y ruin condición,
y me trasladé al lecho de una criada, en el que
las rollizas carnes de ésta me provocaban. Allí
encontré numerosas compañeras, aunque de di-
6 ;. L. MBKA
versas nacionalidades. Como fui la más inteligen-
te y audaz de todas, no tardé en hacerme su
caudillo; las organicé, las arengué, las entusiasmé
con hablarlas de los derechos legítimos áeXpueblO'
pulgo sobre el tesoro de la sangre humana, y trá-
jelas á una conspiración formidable; era preciso
subir de los pies de la moza á la parte donde la
piel fuese menos dura y la sangre más dulce; le
tomamos, pues, el pecho por asalto. Mas cuando
nos considerábamos dueñas del campo y empezá-
bamos á sacar el vientre de mal año, ¡oh cruel
inconstancia de la fortuna! asoman entre nosotras
cinco dedos ágiles y terribles que acaban con las
dos terceras partes, si no más, de mi valiente y
poderoso ejército. Aquí crujían huesos rotos, allá
saltaban cuerpos divididos por mitades, acullá ro-
baban intestinos palpitantes. Todo era horror, asi
en las dos prominencias del pecho á que había*
mos trepado, como en el hondo valle por ellas
formado y en los desfiladeros de las costillas. Yo
me" vi agarrada como por unas tenazas y luego
arrc^'ada á un mar de un líquido denso y pesado:
era lá boca de la criada. Su lengua, cual monstruo
formidable, me revolcaba de aquí para allá en el
empeño de ponerme entre los dientes que debían
trituí arme. ¡Imagina, si puedes, cuáles serían mis
conflictos! Felizmente esa deshuesada enemiga
no anduvo tan hábil en perseguirme como, á fuer
de instrumento de criada, suele serlo para otras
AVBMTURA8 DB UNA PULGA
cosas tocantes al servicio de su señora, especial-
mente fuera de casa; perdió el tino, descuidó el
resguardar un portillo de las encias, y por él me
escurrí fuera de la dental muralla; abrióse en se-
guida la boca en prolongado criadesco bostezo, de
lo más oportuno para mí, y salvé el parapeto del
robusto labio inferior. Detúveme un momento en
la punta de la barba, y respiré; mas ¡cuál fué mi
horror cuando reparé que habían descendido
hasta ella unos' cuantos cadáveres destrozados de
compañeras mías... Di un salto violento y fui á
caer lejos, no sólo de la asesina criada, sino de su
lecho.
Así tan desdichado fué el remate de mi prime-
ra campaña. Era preciso emprender otra, so pena
de que me muriese de hambre. Resolvíme, previo
juramento de huir de toda criada.
Con casualidad ó sin ella (á lo segundo me
atengo) hallé en el cuarto de la mentada moza,
después de mi portentosa salvación, á un jefe de
ejército, alto, robusto, hermoso, que conversaba
en voz baja con ella. Soy caritativa, y ni en re-
serva te digo que trataban asunto delicado tocan-
te al mucho cariño que el jefe tenía á la señora
de la casa. De un salto me puse sobre el botín
charolado del valiente coronel. Al tocar los bor-
des del pantalón, me paré un momento indecisa
entre si tomaría el camino interior ó si treparía
por la superficie. Me decidí por el primero que
8 J. L. MBRA
ofrecía algunas ventajas y era el menos peligroso.
Á poco subía paso al trote ceteando entre la tibia
y el peroné. En medio de este trayecto di con
una nigua que bajaba. — ¿Qué haces, prima? le
dije; me parece que obras mal en descender.—
Te engañas, me contestó; los pies á donde me en-
camino son más provechosos que las alturas á
donde vas. Reflexioné, conocí que la nigua podía
tener razón, y le dije: ¡Adelante! En verdad,
¡cuántos medran admirablemente con clavarse á
los pies de los personajes! Gran diligencia y tra-
bajo me costó trasladarme al muslo; lógrelo at
cabo por una brecha abierta en el calzoncillo.
Chupé un poquito de sangre para recobrar las
fuerzas perdidas, y proseguí mi camino. Subí á las
cumbres de las caderas, descendí á la región de
un vacío y luego, tomando la diagonal por el des-
filadero de una costilla falsa, entré en la meseta
abdominal. ¡Qué satisfacción la de llegar á este
resultado á fuerza de movimientos estratégicos!
Pero no fué menor mi contento cuando, al reco-
rrer el territorio que había conquistado, entre la
caverna umbilical y un pliegue de la camisa, por
donde ajusta la pretina, di con un honrado y ve-
nerable piojo, blanco, gordo y lucio, que llevaba
en ese retiro vida filosófica. Me trató con suma
urbanidad, y en la conversación que tuvimos,
descubrí que poco antes que yo también había
conquistado el cuerpo de la criada y establecido
AVENTURAS DE UNA PULGA
SU dominio en él; pero más afortunado no sufrió
persecución, ni se vio á punto de morir trágica-
mente mascado por infames muelas, ni tuvo que
saltar al pavimento, sino que en un momento de
cuchicheo entre el militar y la susodicha, hizo
fácilmente ciertas evoluciones y se trasladó al
punto donde le hallé acomodado. Invítele á que
subiésemos juntos, si era posible, hasta la cabeza
del bravo coronel; mas no lo tuvo á bien: era
amigo del término medio, y así como la nigua
gustaba de las regiones pedestres, y á mí me han
tentado siempre las alturas, él se atenía al ombli-
go. Merendamos como buenos amigos, sin curar-
nos de los estremecimientos que nuestros trom-
petines causaban en la piel abdominal del vetera-
no. Después él se entregó á sabrosa siesta y yo
proseguí mi ascensión. No te diré las penalidades
y peligros á que me vi expuesta en las vueltas y
revueltas que tuve que dar hasta ganar la cumbre
del pecho izquierdo. Aquí me acomodé, y si hu-
biese tenido un ejército á mis órdenes, le hubiera
alojado estratégica y artísticamente, pues entiendo
muy bien de castrametación pulguina. Cené cum-
plidamente y me dormí de lo lindo: ¡tenía tal can-
sancio! Pero á poco me recordé asustada: sentí un
movimiento tan fuerte, que creí que se desbarataba
mi lecho. El corazón del jefe como que intentaba
romper las costillas para fugarse. Por lo que des-
pués pude oir á tan bravo militar, había percibido
ZO J. L. MBRA
á lo lejos los tiros de fusil más cercanos que jamás
oyó en su vida... No me pasaba todavía la impre-
sión que me causara el terremoto pectoral, cuan-
do sentí que se difundía un hielo horrible por
toda aquella región. ¡Se muere mi jefe! dije en
mis adentros; y como las personas de mi raza no
gustan de habitar con difuntos, me apresuré á
evadirme por donde me había introducido; el
susto me dio alas, volé, y en un santiamén me
puse en el borde del recamado cuello de la levita*
Entonces sentí que mi jefe respiraba y, por ende^
que todavía guardaba el alma entre cuero y carne.
Por algunas frases que alcancé á oirle, comprendí
que había recibido órdenes apremiantes de partir
á sofocar una revolución. ¡Peor que peor para mí!
pensé al punto, y no sabía qué hacer de mi per-
sona. Si la víspera de la camorra se me puso tan
frío ese pecho, ¡qué será el día! Sin embargo, me
quedaba la esperanza de que sus ideas, que son de
lo más sano y firme en política, le harían evitar
un choque, que fraternizaría generosamente con
los rebeldes, y contribuiría con ellos á salvar y re-
generar la patria. Además, tenía mi buen coronel
que despedirse de una amiguita, y como calé de
qué manera debía hacerlo, al punto tracé mi plan
de cambiar de territorio. Fuese, pues, á verla,
hallóla sin más compañía que sus lágrimas y so-
llozos, y por ahí, tras una puerta, la criada pul-
guicida de marras, que todo lo atisbaba, y que
AVENTURAS DB UNA PULGA IX
servía á su ama con espiar cuidadosa si asomaba
quien, con legítimo derecho, podía impedir la
tierna despedida. Cierto que fué tierna y dramá-
tica. La sensible y casta dama reclinó la cabeza
románticamente en el hombro del militar; y esto
me quise: puesto el moño en contacto con el bor-
dado cuello, fuéme fácil agarrarme de una hebra
del cabello, y, maromeando con destreza, en pocos
segundos estuve en la cima del promontorio de
pelo. Mira, amiguita, para subir es cosa muy útil
saber maromear \ no te descuides de aprenderlo,
y para esto frecuenta la sociedad de gentjB enco-
petada. Pero debo añadir en puridad que en esas
alturas no me fué muy bien, y para nutrirme de
alimento menos amargo y de más fácil digestión
que el que se consigue en la coronilla y sus ve-
cindades, hube de bajar con gran trabajo hasta el
doblez de la oreja. Además, hallé un piojo ave-
cindado desde una semana pintes en la parte más
eminente — apiojo de color muy diverso del que
tenía el filósofo solitario de la región abdominal,
esto es, color mulato subido; el cual insectillo me
refirió que en esos lugares había peligro de perder
la vida. — ^De cuando en cuando, me dijo, baja una
hilera de unas como vigas que lo arrastra todo de
una manera violenta y terrible, dividiendo el ca-
bello en muchas y menudísimas porciones.
I Y era verdad! Poco tiempo había transcurrido
desde que el compinche piojo me hablara del pe-
12 J. L. MERA
ligro, cuando vimos descender sobre nosotros la
diabólica máquina sin que nos fuese dable evitar*
la; cogiónos á entrambos entre sus tupidos dien-
tes y, quieras que no quieras y por más que nos
agarrábamos de cuantas hebras se nos atravesaban
al paso, nos arrastró desde nuestra encumbrada
mansión hasta hacernos caer en un blanco paño
tendido en las faldas de la malcristiana señora.
¡Aquí fué Troya! exclamé en tan apretado y an-
gustioso trance (la pulga sabía la Iliada de me-
moria); pero me acordé al punto que yo era in-
signe en el arte de saltar, y como á pesar de la
voltereta caí de pies y me sentía sana y .buena,
hice un gran esfuerzo, y describiendo un segmen-
to de círculo en el aire, fui á parar al encaje que
adornaba el alabastrino pecho de la dama. ¡Oh
dichosa habilidad de saltar! ¡Oh benditos saltos!
¡Oh saltos salvadores! En esta vida, quien no es
maestro en ellos ó tiene escrúpulo de darlos cuan-
do conviene, lleva mucho riesgo de fregarse,,,
(Esta pulga del diablo usa á veces unos términos...
en fin, todavía no es académica). Oculta entre el
encaje presencié temblando y derramando lágri-
mas como unas cuentas, el triste fin de mi ^migo
el piojo: lerdo y pesado, no bien dio cuatro pasos
en el lienzo, cuando fué capturado por los dedos
de la dama, puesto sobre un costado del instru-
mento que nos hizo bajar, y vuelto pedazos bajo
la uña del pulgar. ¡Y qué alharacas las de la linda
AVENTURAS DB UNA PULGA I3
verduga al pillar y despachurrar al pobrecito,
como si hubiese sido el único piojo digno de
muerte por haberse atrevido á subir á tanta altu-
ra! jCosas del mundo! ¡Cosas de las mujeres!
A mí el salto oportunísimo, no sólo me salvó
de la muerte, sino que me puso en muy ventajo-
sa situación. Así á lo menos lo juzgué á primera
vista, i Qué pecho aquel! Si estaba diciéndome
con su blancura, tersidad y suavidad sedosa, pí-
came aquí, muérdeme allá, cómeme donde quie-
ras, regálate! jQué iba á escoger yo donde todo
era excelente! Atravesé el primer agujerito que
junto á mí hallé en el encaje y apliqué mi trom-
petín á la graciosa y divina prominencia izquier-
da. Pero ¡cáspita! hallé tal resistencia... Esa epi-
dermis era una cascara que no la tenían ni la
criada ni el militar. Trabaja y más trabaja sin que
la señora se diese por entendida, como si el pelle-
jo no fuera suyo, después de hundir mi punzante
vocal instrumento hasta la raíz, pude extraer un
poquito de un jugo amargo, en vez de sangre.
¿Qué se había untado esa diabla en forma de
ángel, ó qué sangre era la suya? iQué engaño el
mío! ¡Mira en lo que vino á parar el haberme
fiado de tan provocativa belleza! Por un tris no
juré entonces dar preferencia á la sangre de las
criadas de piel cobriza, pero sana, sobre la de
esas damas tan blancas y bonitas que abundan en
la sociedad aristocrática. Me sentí envenenada.
Z4 J. L. MSRA
jQué dolor de vientre! ¡Qué calambres! jQué an-
gustias! La muerte, pero una muerte atroz, iba
á acabarme. Sin duda fui atacada de un síncope,
pues sin saber cómo hallé que mi pobre bulto
había rodado del pecho, por la cavidad central,
hasta la boca del estómago. En este punto volví
en mí, pero para continuar muñéndome. Apenas
tenía alientos para moverme, y sólo me sacudían
de cuando en cuando estremecimientos nervio-
sos, precursores de la muerte; Era un hecho: [iba
á terminar mi vida! Lo sentía de veras, á causa
de mi juventud y de que se cortaría la urdimbre
de tantos magníficos proyectos como guardaba en
mi cabeza, para provecho propio y, sobre todo, de
mis hermanas las pulgas; pues has de saber que
soy el insecto más filantrópico que chupa sangre
y da saltos sobre la tierra.
Pero sin duda hay alguna deidad protectora de
las pulgas y vino en mi auxilio. La señora tomó
en brazos á su lindo y robusto hijo de medio año
de edad, y en un trasporte de cariño, le ajustó á
su pecho. Aproveché la coyuntura, reuní todas
mis fuerzas, me asomé á una abertura de la coti-
lla y ¡zas! di un salto y me puse en el cuello del
niño. A muy poca costa perforé el delicado cutis
y me harté de sangre. Hállela muy semejante á
la del coronel, sabe Dios por qué; mas en todo
caso era sangre fresca, dulce, saludable y me salvó
la vida: ¡resucité! El chiquitín se quejó y lloró»
AVBNTURAS DB UNA PULGA Z5
pues á diferencia del de su mamá, el cutis lasti-
mado por mi trompetín era suyo propio. Ella in»
quirió la causa del llanto y (diablo de mujer!) me
descubrió á tiempo que me retiraba, saboreándo-
me, á echar la siesta y digerir el exquisito alimen-
to que acababa de tomar; pero cuando me aplastó
con la rosada punta del índice, quedó un resqui-
cio entre la yema y la uña, larga y de forma de
lanceta, según lo exigía La Mode de PariSy y por
él me escabullí sin la ifaenor avería.
— ¡Pulga infame! exclamó la señora en su des-
pecho. ¿Has oído jamás calificativo más injusto?
¡Llamarme infame ella que me envenenó y casi
me mata! Continuó la persecución con inaudito
espíritu de venganza, y á fe que me vi apurada: an-
duve á saltos, ya por el pecho de la madre, ya por
el del hijo; por los brazos, por la cabeza, hasta
que al fin, sin que la dama lo advirtiese, caí en la
concavidad de una oreja del angelito. Aquí fué el
llorar, el chillar y desesperarse del infeliz; yo no
podía estarme quieta y mis movimientos le ator-
mentaban, obligándole á otros en que su pobre
cuerpecito parecía desbaratarse. ¡Y qué angustias
las de la madre! Oí que también soltaba el llanto,
y llegó su ternura y cuidado para con el chico á
tal punto que la obligaron á obrar un milagro: no
quiso que la nodriza le diese el pecho, y le dio el
propio suyo, con manifiesta infracción de las leyes
de la cultura moderna. Atraído por el llanto del
l6 J. L. MERA
niño se presentó el papá, que le amaba como á su
hijo. — ¡Esto ya no es piquete de pulga! exclamó la
madre: ¡esto es cólico, y mi hijo se muere! — Sin
duda: ¡esto es cólico! repitió el marido. Voy tras
un médico.— Tomó el sombrero y se le encasquetó
á la diabla, atrapó el bastón y salió disparado
como un cohete. Aquí comenzó á alarmarse mi
conciencia, pues por mi causa iba á peligra la vida
de esa criatura. No tardó en venir el facultativo;
era éste uno de aquellos cuyo talento necesita
todo el favor de la Facultad para que puedan gra*
duarse. Examinó al enfermo desde el occipucio
hasta los calcañares, le palpó el vientre, le aplicó
el oído al pecho, le dio en él unos cuantos golpe-
citos con los dedos de santiguarse, pulsóle el bra-
zo derecho, pasó al izquierdo, aturrulló á la madre
á preguntas, soltó palabras en latín y hasta en
griego, y al fin dijo en tono magistral: — Cólica
¡oh! cólico y de los más serios. Ustedes no se en-
gañaban. La ciencia tiene demostrado que, cuan-
do una pulga ó cualquier otro insecto ovíparo ó
que punza con trompetín, pica en el cuello á un
niño, el estómago, el ciego ó el colon transverso ^
padecen por simpatía, y sobreviene el cólico —
colquis en griego y coUcus en latín. — Desde que
usted, señora mía, me dijo que había encontrado
una pulga clavada en q\ externo-cleido-mastoideo,
calé lo que padecía el chicuelo: tiene, pues, exci-
tada la nerviosidad de la siliaca del colon descen-^
AVENTURAS DE UNA PUÍOA If
dente. Caso gravísimo; pero si la pulga (pulex)
ha puesto en peligro la existencia de esta cria-
.tura, suum cuique ingenium^ yo conjuraré el mal,
y no tenga usted cuidado.
[Vamos ! Todo eso era muy raro; pero así debió
de ser: la ciencia lo decía por boca del sefior
doctor. Sin embargo, yo juzgaba que la salud del
vientre del niño dependía de que abandonase su
oreja. Mas ¿cómo hacerlo? Para salirme de mi es-
condite era necesario tomar serias precauciones,
pues podían atraparme á la puerta del agujero.
Tardé no poco en llenar mi caritativo anhelo de
^iviar al enfermito, y entre tanto el remordi-
miento de conciencia me comía viva. En el ínte-
rin, allá van líquidos por ambas puertas, y por la
superficie fricciones, cataplasmas, unturas, sina-
pismos... ¡Y el cólico en sus trece! — ¡Por Dios,
doctor, salve usted á mi hijito! decía el pobre papá
lleno de angustia; mire usted que es mi único he-
redero, mi esperanza, mi sangre, mi alma, mi co-
razón, mi otro yo. Juzga, amiga mía, qué cruel
sería el dolor de la mamá, la cual, coa mejor de*
recho indudablemente, exclamaba : -^¡Mi hijito se
muere! ¡mi hijito! ¡mi hijito! — Ya no pude re-
sistir á tan angustioso espectáculo, y al cabo me
asomé cautelosa á la parte externa de la ternilla
desde donde podía dar un salto sin peligro de la
vida. El niño sintió alivio y dejó de patalear y
chillar, aunque se quedó sollozando. .Volviéronle
X8 J. L. MERA
á un lado para repetir, la iniquidad del clister y
esta fué la ocasión de fugarme; no salté, porque
no convenía, sino que me escurrí bonitamente y
me oculté bajo la papalina del enfermo. Tuye
hambre, y como todas las manos debían proseguir
ocupadas en combatir los últimos restos del cóli-
co, me dediqué, sin temor de un percance des-
agradable» á satisfacer mi necesidad tras el blando
cartílago cuya parte interior acababa de servirme
de refugio. La criatura dio un gruñido en tiple
sostenido como de flautín, moviendo la cabeza
de un lado á otro.— Son los últimos retortijones,
dijo el doctor; en casos como éste siempre queda
algún desarreglo en t\ jugo gástrico, Pero no ten-
gan ustedes cuidado. |E1 chico se nos ha escapado
de buenas! Si no le hemos medicinado con ener-
gía, quién sabe... jhuml quién sabe. Y diciendo
esto tomó el bastón y se largó con pasos mesura-
dos, cual convenía á su ciencia y al triunfo que
acababa de alcanzar.
— íQué gran médico es este doctor! exclamó el
papá del hijo de su mujer. El niño, cansado de
llorar y libre al fin del cólico-auricular -abdominal-
pulguineo^ se quedó profundamente dormido. —
Es preciso, añadió el papá; que remuneremos el
trabajo del doctor.
—Preciso, contestó la mamá; aunque, como es
tan buen amigo nuestro, no ha de querer acep-
tarnos nada.
AVBNTÜRAS DB UNA PDLOA IQ
—Verás que acepta.
— ^Verás que no acepta.
— En este caso le haremos un obsequio.
— Eso $1 que sí. Pero ¿qué le regalamos?
—En esto pienso.
— Ya se me ocurre...
— ¿Qué piensas que debemos enviar al doc-
torcito?
—Pan y durasnos de Ambato y unas seis bote-
llas de buena cerveza.
— ¡Excelente! Manos á la obra.
Apenas terminado este diálogo, se presentó
una visita: don Pepe Tijeras, amigo de los padres
del enfermo, al saber su trabajo, corría á verlos y
ofrecerles sus servicios. La compasión ó la curio-
sidad le movieron á acercarse al niño y á tocarle la
frente; yo, que me hallaba descontenta bajo la
papalina, me metí por la bocamanga del curioso,
y en ella me trasladé á su casa. Quise probarle la
sangre y hallé que el brazo era bastante tieso.
Subíme al pecho, no sin hacerle comezón por
todo el camino; — ¡el diantre de hombre es tan
nervioso! — pues deseaba dar con un par de boca-
dos pasaderos; le clavé el aguijón, chupé, y me
pareció el jugo nn si es no es picante. A poco
sentí que andaba alrededor una cosa blanda y ca-
liente. Era unpedacillo de bayeta lanuda: ¡era una
trampa! No lo sospeché, metíme en ella, donde te
hallé; trabamos amistad, pusímonos á conversar
•4K> :'¡ |. L. MBKA
distraídas, lo cual nos perdió. Un minuto después
estuvimos entre los dedos de don Pepe y tragamos
que no vivíamos un segundo más. Pero yo no sé
qué qtiiere de nosotras el bueno del hqmbre: en
vez de destripamos nos ha puesto en este apara-
to y nos observa con una atención que no le con-
siente moverse ni pestañear. ¡Haga de nosotras
lo que le plazca! No me han acobardado jamás los
mayores trabajos, ni temo la muerte. En prueba
de ello, ¿á qué no has oído en toda mi relación
un ¡ay de mí! ni has visto una lágrima en mis
ojos?
Aquí la ilustrada é interesante pulga terminó
su curiosísima relación, y yo, en vez de castigar
. sus delitos y de vengarme del mal rato que me
diera con el agudo piquete, la indulté al punto,
junto con su compañera. En todos sus asaltos,
ataques y fechorías, me dije: ¿qué falta ha come-
tido este bicho? Ninguna: es libre, y no ha hecho
otra cosa que usar de sus derechos, como lo hacen
tantos hijos de Adán. Castigarla por esto habría
sido quebrantar uno de los más santos y respeta-
bles principios democráticos modernos y renegar
de las ideas de progreso y civilización... Pero, ¡qué
es esto, caramba! Sin saber cómo ni cuándo, am-
bas pulgas se han apoderado de mi cutis en el
AVENTURAS DB UNA PULGA
mismísimo pecho, y acaban de darme un par de
piquetes furibundos. ¡Vamos con las bribonasl
Estoy creyendo, á pesar de mis principios, que
mi generosidad fué una gentil tontería. Si las hu-
biese aplastado y despachurrado, ¿no es claro que
no hubieran vuelto á mortificarme, ni quitádome
la tranquilidad, ni obligádome á perder mi tiem-
po en rascarme, en defenderme de su agresión y
en perseguirlas?
LOS PRODIGIOS DEL DOCTOR lOSCORROHO
Al Sr. Director de La Raza Latina.
YISn un número de su justamente acreditado pe-
O' riódico leí, no ha mucho, el curioso artículo
El Médico de la Muerte.
El estupendo prodigio obrado por el sabio Doc-
tor D. Tomás Cevallos, francamente sea dicho, no
me causó ningún asombro, como tampoco sor-
prendió á ios amigos que me oyeron la lectura.
. Eso de abrir tanta boca al saber que el célebre
médico peruano pegó y cosió al tronco una cabeza
cortada, y luego infundió vida en aquel cuerpo de
tan extraña manera remendado, bueno será para
loi5 que no sepan quien fué el Dr, Moscorrofio ni
tengan noticia de los milagros que, por sus ma-
nos, obraba la ciencia médica.
Yo no vi ninguno ni conocí á aquel rey del es-
34 I. L. MBRA
calpelo y las drogas, á aquel semidiós que por
un tris no fué adorado por la antigua sociedad
quiteña.
¡Que lé hubiera conocido yo infeliz, si tuve la
desgracia de nacer algunos lustros después que él
había fallecido!
Y desgracia tamaña fué también para Mosco-
rrofío: si hubiese estado en el mundo siquiera
unos dos años después que yo vine á la vida, á fe
de quien soy que no se quedaba sin dos docenas
de sonetos, siete y media odas y cinco y dos cuar-
tos de romances, que no son granillo de anís.
Pues ha de saber usted, señor mío, que yo poe-
tizo á la moderna desde el vientre de mi madre,
y mi primer vagido, cuando entre pañales y fajas
me aprisionaban, fué un ditirambo elegiaco que
encantó á la comadre y á todos los circunstantes.
Pero como conozco viejos muy formales y fide-
dignos, que cuando nombran al asombroso mé-
dico se descubren con veneración, á su testimonio
me atengo con entera seguridad de conciencia.
Ellos me han referido cosas que, ya lo he dicho,
si se las compara con la del Médico de la Muerte,
queda como una niñería: un chico rompió un ju-
guete autómata, le pegó luego con goma ó con
oblea, dióle cuerda, siguió moviéndose, y acabada
la historia. Este es el Dr. Cevallos, esta su obra.
No así el Dr. Moscorrofio. Atienda usted...
Pero me olvidaba de advertir una circunstan-
LOS PRODIGIOS OBI. DOCTOR MOSCORROPIO 35
cia de sumo interés: además de la tradición reco-
gida de venerables labios, los efectos de la ciencia
de este non plu% de los facultativos los he visto,
los estoy viendo, los ven todos mis compatriotas.
Ahora sí, vamos al caso.
Susurrábase ya que la ciencia del Dr. Mosco-
rroño se había elevado hasta un descubrimiento
casi sobrenatural, ó, en otros términos, que lo so-
brenatural había descendido hasta la ciencia, gra-
cias á las cogitaciones y desvelos del Doctor. Pero
éste, modesto como sabio y tan sabio cuanto mo-
desto, se guardaba el secreto en el sancta sane-
torum de su privilegiada cabeza. Muy mal hecho,
pues al fin y al cabo vivía cuando este siglo, en
que nada se calla, era ya mocetón y charlatancillo.
Sin embargo, el sabio no había contado con el
poder de una muchacha bonita; poder de los po-
deres, que mil veces ha puesto las peras á cuatro
hasta á los dioses, que no sólo á los sabios, en
achaques del corazón, idénticos á todos los demás
mortales.
He aquí lo que pasó:
La belleza y gracia de la chica le cayeron ál
Doctor en medio del corazón como una lengua
de fuego en alcohol. Claro se está que se le inflamó
la entraña como un Cotopaxi. Mas como á las
veces Naturaleza pone en sus criaturas más lindas
defectos que ni un amor por extremo ciego deja
de advertir, tuvo el imperdonable capricho de
26 ]. L. MBRA
dotar á la consabida chica con las orejas de la peor
figura imaginable: era cada una ni más ni menos
que un caracol bocabajo, con el agudo vértice dos
dedos superior al nivel de las cejas.
¡Qué tormento para nuestro Esculapio! Y como
era entendido asimismo en letras antiguas, y no
se le podía echar punto en cosas mitológicas, ver
á su amada, acordarse de Midas y ponerse mo-
hiño, todo era á un tiempo.
El remedio de la tamaña desgracia estaba en
sus manos. Sin embargo, el amor le hacía temer
un mal resultado en el ensayo de su descubri-
miento practicado en las aborrecidas orejas de su
idolatrada bella.
Pero, ¿qué hacer? jDiantre! eso de tener pre-
sente á Midas siempre que contempla á Venus;
eso de qué caiga precisamente una gota de acíbar
en la almibarada copa de la ilusión, cuando más
piensa embriagarse con ella, no es para tolerado
por el Dr. Moscorrofio.
¡Malditas orejas!
Al cabo hubo de resolverse, no sin que muchos
días pasase triste, inquieto y pálido. ¡El caso era
tan grave!
La joven partió al campo. Díjose que había en-
fertoado, y partió en seguida el Doctor.
Cuando éste volvió estaba radiante dé con*
tentOi
Muy poco después regresó su ídolo. Pero, ¡qué
LOS PRODIGIOS DBL DOCTOS MOSCORROFIO ^
sorpresa para cuantos lo conocían I Había cam*
biado completamente de orejas: ya las tenía be-
llísimas.
Sea que lo refiriese la agraciada muchacha, sea
que el exceso de la alegría sacase algo al Doctor
de la prisión de la modestia, volando se divulgó
la pasmosa noticia de que el mg'oramiento de las
orejas era debido á un cambio que de ellas hizo
el portentoso Moscorrofio.
La obra era perfecta; sólo una amiga de la jo-
ven notó que en el alabastro de su cara disonaba
algún tanto lo moreno de los nuevos miembros.
Justo era el reparo: la criada que había consen»
tido en la desigual permuta era bastante quemada
por el sol ecuatorial. A ella también le sentaron
mal los caracoles blancos.
Se me dirá que esta es una solemne simpleza
comparada con la operación del Dr. Cevallps.
' Paciencia. ¡Si no estoy más que en las prime-
ras líneas del prólogo! Oiga usted:
El Dr, Moscorrofio cobró ánimo, y llegó de
grado en grado á lo sublime, á lo milagroso de su
invento. Remendar manos y pies, brazos y pier-
nas, sacar una ó más costillas y sustituirlas con
otras, todo eso era bicoca y no llamaba la atención*
Cierta vez una morena no estaba satisfecha con
los ojos azules y chicos que Dios le diera; pues
bien, ¿qué hace mi Dr^ Moscorrofio? Se los cam-
bia con los negros y lindos ojos de un llama, el
29 J. L. MBRA
más ojón de lós cuadrúpedos amerícai»5. Esto si
ya no fué pelo de cochino.
Una beata tenia la lengua asaz dañada; el Doc-
tor Moscorrofio se la arranca de raíz, y en su lu-
gar le pone la lengua de un perro. Y como lera
muy bueno hasta con los animales, no quiso que
el pobre dogo se perjudicase, y antes que injer-
tarle la lengua de la beata prefirió dejarle mudo.
Dentista famosísimo, habría obscurecido la es-
trella de más de un cambiamuelas de los Estados
Unidos, pues quitaba y ponía mandíbulas ente-
ras. Un caballero tenía la herramienta dental en
lamentable ruina. ¡Qué parecía esa desdichada
boca! La de un volcán que encierra trozos de ro-
cas negras y carcomidas. El Dr. Moscorrofio estu-
dia la configuración de ella, medita un poco, ve
que la única dentadura que puede convenirla es
la de un puerco, y que aun armonizaría con el
conjunto de la cara, y tas tas, en dos minutos se
.la pone. No he conocido al caballero; pero la ope-
ración fué tan maestra, que la Naturaleza misma
túvola por buena, y las porcunas mandíbulas fue-
ron transmitidas á hijos, nietos y biznietos del
afortunado que primero las hubo. Pregúntenmelo
á mí que conozco más de dos docenas de ellos,
que hoy comen y beben como todo buen hijo de
su padre.
- Pero también esto es nonada. Atención á lo
bueno.
LOS PRODIGIOS DEL DOCTOR M08C0RR0FIO 29
Es el 20 de Enero de 1814. Llueve que es una
gloria. Es un día de los más quiteños de éste año
en pañales, renacido como el Fénix, aunque no
de sus cenizas sino de sus charcas y sus lodos.
Un caudaloso río de curiosos y curiosas, que
desafía al río que barre las calles de la ciudad^
va desapareciendo, como en un sumidero, en la
. entrada del Hospital de San Juan de Dios. Atás-
case la gente entre la gente en patios y corredo»
res de la espaciosa casa. Se han puesto mesas en
hileras y sobre las mesas sillas que son ocupadas
por la aristocracia. Los muchachos se trepan por
los pilares. Los que no están en esas alturas su»
dan y se ahogan, como sucede siempre en el mun-
do. Los de baja estatura se ponen de puntillas y
extienden los cuellos. Todos quisieran aumentar
la luz de sus ojos para ver mejor, y se los limpian
con el revés de la mano.
No faltan muchos hombres de ciencia, ni aun
sacerdotes y empleados atraídos por la curiosidad.
El Dr. Moscorrofio va á operar á un enfermo^
va á obrar un prodigio, y no es cosa para malo-
grada por ojos humanos.
Un pobre hombre yace tendido en su lecho. Va
para siete años que padece un constante dolor de
cabeza que le ha convertido la vida en un in-
fierno.
La opinión de los médicos está disconforme, y
no hay á qué atenerse. Quizás tiene razón una ve*
50 J. L. MERA
nerable abuelita que, metiéndose como cualquier
hi]2t de Dios en la contienda de los íiacultativos,
asegura que el dolor de cabeza de ese prójimo no
es ninguna encefalitis, sino resultado evidente de
los mil y más pensamientos pecaminosos que en
ella habían germinado, crecido, madurado, y los
más convertídose en hechos dignos de Judas.
Sea lo que fuere, "sigamos.
El Dr. Moscorrofío había ofrecido dejar sano y
bueno al enfermo. Preséntase en el hospital se-
guido de media docena de practicantes. Con ellos
viene un borrico que aún no ha cumplido tres
abriles. El infeliz no sabe lo que le aguarda.
Al paso del gran médico no hay quien conser-
vé el sombrero en la cabeza ni quien no se in-
cline.
Hay primero murmullo general de voces; des-
pués silencio profundo.
El paciente ha sido sacado á un corredor donde
hay abundancia de luz y colocado en una p<^-
trona.
Los practicantes obedecen con la rapidez del
relámpago las órdenes del Maestro. Este hace no
sé qué maniobra y aplica un frasquito á las nari-
ces del enfermo, que al punto queda sin sentido.
Un antiguo empleado del Santo Oficio de Lima,
que por casualidad se halla presente, siente cier-
ta comezón que le sube de los pies á la cabeza, y
va á dar unas voces; pero sea que se acordase que
LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR M08CORROFIO
3»
ya no era tiempo de quemar brujos, ó por cual-
quier otro motivo, apresa la lengua entre los dien-
tes y las voces se convierten en uno como suspi-
ro que se le escapa á retazos de lo hondo del ce-
loso corazón.
Entretanto el Dr. Moacorrofio y dos de sus dis-
cípulos habían comenzado simultáneamente dos
operaciones iguales: el primero aserraba la cabe-
za del hombre, los otros la del borrico.
La desdicha mayor era para esta infeliz criatu-
ra, á la cual no se puso cuidado de narcotizar, y
padecía dolores terribles.
Ambas operaciones se terminaron á un mismo
tiempo; pero el Doctor previno á sus practicantes
que no se apresuraran á extraer los sesos del asno.
Moscorrofio tenía ya en sus manos los del hom-
bre, aunque no enteros, pues en la mayor parte
estaban podridos y desbaratados. Púsolos sobre
una mesa y los examinó con un magnífico lente.
En seguida trasladó el examen á lo interior del
cráneo y á la media naranja que le servía de tapa,
y primero con una cuchara, después con unas
pinzas, luego con unos paños, limpió perfectamen-
te uno y otro.
— Ahora sí, dijo, á ver esos sesos.
Y los del pobre cuadrúpedo fueron trasladados
á la obscura cavidad que habían dejado los del
hombre.
Hubo un momento de gran susto, pues bien
.33 J. L. MkRA
por precipitación, bien por el temblor nervioso
que le causaba tan estupenda operación, el prac-
ticante que extrajo la cerebral médula por poco
no la deja caer y hacerse tortilla en el pavimento.
Hasta el Doctor palideció.
Al fin colocada aquella masa en su nueva po-
sada, cubrióla Moscorrofio con la cabelluda tapa,
luego cosió los contornos con torsales de seda,
untóles con no sé qué científico menjurge, ató
encima una venda, hizo conducir al enfermo á su
lecho, le aplicó otro frasquito á las narices, y con
esto volvió en sí.
— ¿Cómo te sientes? le preguntó el Doctor.
— ^Muy bien, contestó. Sólo me queda en tor-
no de la cabeza un dolorcillo como si me la hu-
biese apretado con una cuerda algo delgada. Pero
no es cosa. ¡Gracias, señor Doctor! ¡Mil graciasl
Durante operación tan pasmosa nadie se movió
ni respiró; el asombro fué profundo y general.
Una vez terminada, el asombro se manifestó en
un torrente de frases lisonjeras para él sabio mé-
dico; torrente que vertido por más de dos mil bo-t '
cas, no cabía en el recinto del Hospital, y se des-
bordaba hasta por sobre los tejados. Hubo miles
de palmoteos y vivas, pero ni uno solo ¡bravol
porque no se usaba todavía esta exclamación por
nuestra tierra de gente tan m^ansa y algo atrasada
por entonces. Los ¡bravos! y los ¡burras! perte-
necen al progreso moderno.
LOS PRODIGIOS DBL DCCTOR MOSCORROFIO 33
» — : ' m
£1 ex-inquisidor, eso sí, se desahogó en un
círculo de amigos observando que, además de ser
el hecho completamente extraño á las facultades
de un cristiano, el Dr. Moscorrofio no había in-
vocado ni una sola vez á Dios ni á la Virgen, ni
aun á San Lucas, con ser el patrono de los mé*
dicos. No había que darle vuelta al reparo: era la
purísima verdad. Mas el bueno del tal ex-emplea*
do inquisitorial no calaba que el sol de la civili*
zación moderna había madrugado á derramar sus
luces en el alma del rey de los Galenos, del genio
de la ciencia.
Un largo año en Quito, y aun fuera de Quito,
no se habló de otra cosa que del' cambio de sesos
obrado por el Dr. Moscorrofio.
— Pero jcómo quedaría aquella cabezal se me
dirá.
No puedo aseverar cosa alguna á este respecto;
con todo, inclinóme á creer que no quedaría mal,
porque he conocido más de cuatro nietos del
hombre de los sesos regenerados, que han obte-
nido grados y títulos, gozado reputación de doc-
tos, y sentádose en nuestros Congresos y des-
empeñado otros altos destinos.
¿No he dicho que, aunque no he conocido al
Doctor Moscorrofio ni presenciado sus portentos,
he vi$to y estoy viendo los efectos de su ciencia?
En cuanto al borrico, sea porque el Doctor no
puso gran cuidado en la parte que le tocó de la
3
^ J. L. MERA
operación, sea de pena de verse con sesos huma-
nos que de nada le servían, no tardó en morirse.
Poco más de un año después hizo el Doctor
otra ostentación de su poder, otra cuasí-diablura.
Un marido desafortunado se quejaba de que su
esposa, bella como un lucero, tenía el corazón
nada arreglado para la vida conyugal: corazón
arisco, selvático, casi fiero.
— Creo, le dijo el Dr, Moscorrofio, que pudié-
ramos remediar tamaño mal. ¿Consentiría usted
en que sometiera yo á su cara mitad á la virtud
de mi ciencia?
¡Vaya si no lo había de consentir! De mil
amores.
Quedó resuelto que Moscorrofio harta una de
las suyas y señaló día y hora.
La operación no se verificó á toda luz, como la
de los sesos. Testigos de ella fueron tan sólo ade-
más del operante, el marido y un aprendiz de
médico. Pero éste, que tenía algo más de lengua
de lo que habría sido menester, lo reveló todo al
día siguiente.
— ¿Qué corazón quiere usted que le pongamos?
preguntó Moscorrofio al marido.
Como sucede siempre en los grandes males que
exasperan y ahogan, el pobre hombre, mártir de
años atrás, se fué al último extremo opuesto, y
contestó sin vacilar: — El corazón de una oveja.
—A la obra, añadió el Doctor é hizo el cambio
LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR MOSGORROFIO 35
<:on una destreza que ¡si la hubiera visto el in-
quisidor!
Desde el día que se siguió la mujer fiíé tan otra,
que apenas se la podía conocer: [qué paciencia
para todo! ¡qué mansedumbre! ¡qué dulzural
— ^Usted la ha convertido en un ángel, le decían
al Doctor, y éste se compadecía de los tontos que
tan mal calificaban el cambio.
— La señora Fulana, decía otro, es hoy un cor-
dero: ¡qué tal variar de genio! y el doctor abría
tamaños ojos, en los que brillaba el contento de
haber sido penetrada su obra.
Largo tiempo se disputó entre los sabios de
Quito, y aun se consultó á los de otras partes,
acerca de cuál era el corazón más á propósito para
la mujer casada; quién aprobaba el gusto del ma-
rido de la operada, quién se decidía por la esposa
animada, fogosa é inquieta, quién buscaba un tér-
no medio y á él se acomodaba. Si yo fuese sabio
y hubiera vivido en esos tiempos, creo que ha-
bría dado cuatro papirotes al que se avino con el
amor de un corazón ovejuno.
Lo único que se sacó en limpio, andando el
tiempo, fué una brillante prueba en favor de la
teoría de t¡ue los hijos heredan principalmente
las cualidades morales de la madre. Los de la di-
chosísima señora que cayó en manos del Dr. Mos-
corrofio, han tenido todos qué buenos corazones,
idénticos al de la madre; sin que esto haya sido
30 |. L. MBBA
obstáculo para que se distmgan en d gárdto y
obtengan merecidos ascensos.
Largo por demás fuera el referir siquiera la cen-
té»ma parte de los prodigios de nuestro gran mé-
dico. Con los referidos basta para probar que el
Doctor D. Tomás Cevallos no era ni para descal-
zar al Dr. Moscorrofio.
Con todo, no se me ha de quedar en el tintera
una cosa: he visto en algunos periódicos la noti-
cia de la invención, no ya de la trasfiísión de la
sangre, sino de la leche. Esto es antiquísimo: el
Doctor Moscorrofio lo hacía todos los días. Mas
había observado que la leche tenía sus inconve-
nientes, porque podía convertirse en queso y obs-
truir las venas, y en su defecto empleaba el suero
con éxito admirable.
Ya que de sangre hablamos, vaya por último
(y de aquí sí que no paso), otra maravilla. Un jo-
ven enamorado como un diantre de una jovenci-
ta, hallaba para su matrimonio el grave inconve-
niente de la falta de no pocos quilates en su aris-
tocracia.
— La sangre, decía el padre de la bella, la san-
gre iQué diablura, un poco azul la de Fulani-
to, y no había más que hacer sino entregarle mi
hija, pues es, por lo demás, muchacho de muy
buenas prendas.
Acudió el pretendiente al Dr. Moscorrofio
(¡para qué no acudían todos á él!) y de la noche
LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR M08CORROFIO 37
á la mañana asomó con una sangre azul que com-
petía con la de su novia. ¿Sabe usted lo que hizo
el Judas del Doctor? Le introdujo en las venas
una competente porción de añil disuelto en al-
cohol.
Al tercer día esas sangres color de cielo se
unían al pie del altar, y todavía viven entre nos-
otros algunas familias que se enorgullecen con
harta justicia «de hallar su origen en tan noble
tronco». ^
EL ALMA DEL DOCTOR M08G0RR0FIO
¿^▲z bien y no te importe saber á quién, dice
tf *^ un refrán, y en él se encierra gran filoso-
fía, como puede comprenderlo cualquiera, si no
es un zote. Por el dicho refrán vemos, no sólo que
estamos obligados á servir á todos nuestros próji-
mos, sino que al hacer el beneficio no debemos
esperar ninguna recompensa y ni aun dejamos
halagar por la idea del agradecimiento. Cuando
se despierta esa esperanza en el corazón ó prende
esta idea en la mente, se anula el mérito de la
buena acción. Hacerla y olvidarla, he ahí lo que
conviene; ese olvido generoso de parte nuestra es
el recuerdo de Dios, quien á su vez olvida lo que
nosotros interesadamente recordamos.
¿Es hacer un beneficio honrar la memoria de
los muertos? ¡Quién lo duda! Y es tanto más me-
40
ritorió, cuanto de los difuntos nada podemos es-
perar.
Bien, pues; yo honré la memoria del Dr. Mos-
corrofío con recordar sus prodigiosas curaciones,
para que el mundo las admirase. Nada tenía que
esperar de él, puesto que no había de volver al
mundo para cambiarme los sesos, como al consa-
bido enfermo del hospital de San Juan de Dios,
con lo cual me habría recompensado muy bien;
porque, claro se está, con mi cabeza regenerada
de ese modo me hubiera visto en aptitud de hacer
gran figura entre los ecuatorianos, sobre todo en
el periodismo. Pero ni aun cuando hubiese estado
vivo el famoso Doctor habría oído palabra de mis
labios que le recordase y encomiase el artículo
salvador de su nombre que iba perdiéndose en la
obscuridad.
Hacia mucho tiempo que lo escribí y lo había
olvidado por completo; pero el mismo Moscorro-
fio por mi péñola favorecido, me lo trajo á la me-
moria de un modo asaz curioso — tan curioso, más
bien, que he resuelto hacer conocer al público lo
ocurrido.
Una noche, cansado de escribir un extenso ar-
tículo sobre ciertas cosas de mi tierra, que con
decir que eran de ella ya se puede juzgar lo que
serían, crucé los brazos sobre el pupitre, apoyé la
frente en ellos y me dormí como un chiquillo
después del chacoteo y de la cena. Quiero decir
B|« ALMA DEL DOCTOR MOSCORROFIO 4I
que me dormí... pues... ¡como un chiquillo! ¿Cómo
he de ponderar más lo profundo de mi sueño?
Al punto comenzaron á revolotear en torno de
mi cabeza mil objetos fantásticos relativos á lo
que acababa de escribir: cosas de política, de gue-
rra, de gobierno y no sé que más; todo confuso,
todo embrollado, todo imcomprensible, como
debía ser: como esas cosas. Los sueños son pare-
cidos á los negocios de este mundo sujetos á cam-
bios y transformaciones violentas é inexplicables,
y las imágenes del mío desaparecieron de súbito
envueltas por uila nube caliginosa. Por algunos
minutos no vi otra cosa que la nube que se arre-
molinaba y condensaba lentamente; mas he aquí
que de entre ella ra asomando una cabeza, luego
el pecho y los brazos, después el vientre y los
muslos, y las canillas, y los pies de un ser huma-
no; es un hombre, es un viejo venerable que me
ve con unps ojos que me van metiendo en temor
y deseos de esconderme.
— No te asustes, me dice el aparecido: soy el
Dr. Moscorrofio.
— ¡Jesús me valga!
— Vamos, te repito que no te asustes; ¿acaso
vengo "ú hacerte mal ninguno?
— Pero, Sr. Doctor, ¿no lleva años de haberse
muerto? ¿Cómo usted por aquí?...
— Cierto, y llevo los mismos años de algo mu-
cho peor que haberme muerto.
42 J. L. MttRA
— ¿Qué quiere usted decirme?
—Que estoy en el infierno.
—¡Misericordia! ¡un condenado!
— Cálmate, cálmate; mira que con tus aspa-
vientos vas á malograr el objeto de mi visita.
—Pero...
— Pero créeme que si he venido del infierno no
es para llevarte á él...
r— ¿Si no para qué?
-^Para mostrarte que soy tu agradecido, y
nada más.
«— ¡Aaah! es quizás por haber hablado de usted
con admiración y encomio en uno de mis escritos.
— Por eso precisamente. Te debo, pues, el favor
de que ande hoy mi nombre en letra de molde,
y de que se recuerden los beneficios que hice ala
humanidad.
—Ha podido usted excusar esta visita de agra-
decimiento; mi escrito fué desinteresado; y fran-
camente, la manifestación de su gratitud no com-
pensa el sustazo que usted me ha dado. Todavía
no tengo el corazón en su puesto.
—Perdón por lo del susto. En cuanto á lo de-
más era deber mío agradecerte. Tu obra fué de
mucho mérito á mis ojos, y no soy de los ^ue re-
ciben un servicio y se quedan muy frescos.
—Si algún mérito tiene mi obra, consiste sólo
en haber hecho yo una cosa muy rara en nuestra
tierra, donde hay tan poca voluntad para recono-
BL ALMA DBLi DOCTOR MOSCORROFIO 43
cer y confesar las buenas obras. ajenas, como pa-
rece que lo ha penetrado usted, y sí, por el con-
trario, hay mucha para negarlas ó echarlas nora-
mala. Pero sea de esto lo que quiera, usted hasta
después de muerto es el hombre de los prodigios:
yo sabía que nadie forzaba las puertas de la eter-
nidad para volver á este mundo, y, con todo, aquí
me le tengo á usted presente.
— ^En verdad, razón tienes de sorprenderte: mi
venida de los infiernos no es cosa que te la puedes
explicar fácilmente.
— ¿Podrá explicármela usted?
— ¿Por qué no?
— Pues al caso. Pero que el favor sea completo.
—¿Qué más quieres? Mira que la gratitud me
obliga á ser complaciente contigo: habla y pide.
— Quiero el permiso de revelar al mundo lo que
usted me cuente. Soy de mi siglo y no puedo ca-
Uar nada.
— ;Hum! mi amo y señor Satanás puede lle-
varlo á mal; pero venga lo que viniere sobre mí,
haz cuanto te dé la gana: si te place, di hasta lo
que no te he dicho.
—Eso no, eso no: á mí no me gusta mentir.
—Pues atiende. La mujer más querida de Sa-
tanás cayó enferma...
— ¡Cómo! ¿también los diablos se casan?
—Sí, señor, se casan civilmente, y cuando les
viene en voluntad, se divorcian. Te decía, pues.
44 I- I" UURK
que la diabla cay<5 enferma: sobrevínole un parto
muy difícil, como yo no le había visto en el mun-
do ni entre las mujeres más aristócratas, y hétela
á la señora mía en terribles aprietos, y al matido
inquieto y acongojado. Las diligencias de las más
célebres parteras fueron vanas, el centeno, inútil...
Al cabo Satanás se acordó de mí. — Ven, prodi-
gioso Moscorrofio, pie dijo, salva á mi mujer, y
cuenta con un premio. Acudí volando. jPataratal
Zas, zas, la operación cesárea, cuatro diablillos
fuera, y la madre se queda como si tal cosa. Mi
señor tuvo la amabilidad de abrazarme y darme
un beso que me quemó la mejilla. — ^Pide el pre-
mio que quieras, me dijo, y con tal que no sea el
de descondenarte, lo tendrás al punto.— Señor le
contesté sin vacilar, quiero la venia de vuestra
augusta majestad para hacer una visitita á mi fa-
vorecedor don Pepe Tijeras. — Concedida. Pero
cuenta con que pases más de media hora en tu
charla con el tal Tijeras, — Imagina, mi Pepe,
como me apresuraría á salir del infierno siquiera
treinta minutos.
— Bien, mi doctor; pero lo que usted me ha re-
ferido es tan extraño, que ha dispertado vivamen-
te mi curiosidad. ¡Conque en el infierno hay ma-
trimonios!
—Lo mismo que en el mundo hay infierno en
muchos matrimonios.
— ¡Conque las diablas procrean!
EL ALMA DBL DOCTOR IfOSCORROFlO 4$
— LrO mismo que las mujeres, si ya no es que
se desempeñan mucho mejor: como te he dicho,
cuatro de una ventregada... Y esto 6s comunísimo,
de todos los días.
— ¡Cáspita, qué fecundidad!
— Ella te explicará la abundancia de demonios.
Calcula, hijo, esta manera de aumentarse los ene-
migos del género humano desde aiites de Adán,
y con la circunstancia de que ninguno se muere,
pues si entre ellos hay enfermedades, son para su
tormento, no para que se mueran. Y esa abun-
dancia te explicará á su vez el estado actual del
mundo. El reino infernal está repleto de vasallos
de Satanás, y todos los días se aumenta su emi-
gración á la tierra más que la de alemanes é ita-
lianos á los Estados Unidos.
— Doctor Moscorrofio, usted me Va dando gran
luz para juzgar y comprender mil y más cosas de
los hombres y los pueblos modernos.
— En efecto. Pero sigue escuchándome y no me
interrumpas, pues sólo diez minutos me quedan.
Y sacó y miró el Doctor un soberbio cronó-
metro.
— En el infierno, continuó, no obstante los mi-
llares de millones de diablos y la complicación del
gobierno y de la administración, todo se hace con
tal orden que admira. La educación está bien or-
ganizada, la enseñanza artística, industrial y cien-
tífica no deja nada que desear. Hay cátedras para
46 J. L. MBRA
todos los ramos, y premios para todos los adelan*
tos. Apenas nace un diablillo, se le examina el
cráneo por el sistema de Gall y se le dedica á
aquello en que más puede sobresalir: éste para la
abogacía, aquél para la medicina, el otro para la
filosofía, el de más allá para la política; no faltan
aptitudes para la teología...
— Alto ahí sejñor mío: esto no puede ser; á
menos que lo que usted dice debamos entender
en sentido falso y propio para dañar la verdadera
teología, la verdadera filosofía, la verdadera poli*
tica, etc.
— ¡Bah! ¿Podías dudarlo? ¡Qué buenos son los
diablos para hacer las cosas de manera favorable á
los hombres! Si lo que les conviene y anhelan es
perderlos, ¿cómo han de obrar arrimados á la ver-
dad? Si así lo hiciesen, dejarían de ser diablos.
Eres, pues, un inocente que no comprendes á las
derechas lo que te voy diciendo. Todo es falso,
todo no tiene por fundamento sino la mentira, y
por fin el aumentar el número de los reprobos;
para esto ponen la monta en hacer que los hom-
bres crean que la mentira es la verdad, y lo daño-
so, saludable, y la perdición, salvación y gloria.
En lo de la teología, es preciso que me explique
algo más, pues como te propones publicar mis re-
velaciones, corres peligro de qué, á pesar de tu no
desmentida ortodoxia y firme conservatismo^
algún reverendo te magulle á cordonazos ó -te
BL ALMA DBL DOCTOR MOSCORROFIO 47
corte las orejas porhereje y radical. Conque, una
aclaración, y basta y sobra: si los diablos no estu-
diasen teología á su modo, ¿cómo podrían expli-
Clirse las mil disidencias que han desgarrado la
uhidad del cristianismo, ni las disputas que en
t<^do tiempo se han sostenido entre la verdad y
el error, la afirmación y la duda? Punto á este
punto, y sigo.
En inventar modas, en fomentar el lujo, en el
atte de azuzar las familias contra las familias y los
pueblos contra los pueblos, para que pcM- quítame
^Uá esta paja echen á rodar la armonía y la paz,
36 emplean los diablillos mozos, vivarachos é in-
(JUietos: ¡cómo se divierten los pillos en ridiculi-
aar las cabezas femeninas con moños y las caras
con menjurjes! ¡Cómo juegan con hombres y mu-
jeres vistiéndolos de mil maneras estrambóticas!
4 Con qué destreza crean vanidades monstruosas
para levantar injustas rivalidades! ¡Con qué infa-
me sabiduría tejen intrigas, enardecen los ánimos
y arman lenguas y manos para las luchas domés-
ticas y populares! Al incremento de la embria-
guez, la impureza del instinto disfrazado de amor,
la gula bautizada con el nombre decente de gas-
tronomía y todos los demás vicios radicados, por
decirlo así, en el hombre- materia, se dedican los
demonios gordiflones, caricolorados y de ángulo
facial cerrado como el de un mulo. El avaro, el
codicioso, el de las entrañas roídas por la envidia.
48 J. L. MBRA
tienen por maestros diablos secos, largos, encor-
vados, y de faz cetrina y ojos hundidos y temero-
sos. Los diablos de más talento y más actividad,
sagaces y husmeadores de lo presente y lo porve-
nir, se dan ardientemente á la política, y los que
al talento y sagacidad añaden la calma y la cir-
cunspección, cultivan la ñlosoña y otras ciencias,
y llepan el mundo de teorías que ni ellos mismos
comprenden y de sistemas absurdos, que hacen
pasar como maravillas del ingenio humano. Todos
esos agentes <lel czar del averno, una vez termi-
nados sus cursos en multitud de colegios y uni-
versidades parecidas á las de los hombres, y obte-
nidos los diplomas necesarios, salen por pelotones
(y esto es de todos los días) y se desparraman por
el mundo, y... el mundo progresa que es un por-
tento. Si fueran visibles á tus ojos, ¡cómo te pas-
marías de su infatigable diligencia, de su nunca
amortiguado celo, de su destreza y sabiduría, cada
uno en su ramo! Hállaseles en todas partes: en
talleres y oficinas, en laboratorios y almacenes, en
el tocador de las damas, metidos en los frascos y
cajitas de perfumes y cosméticos; en el gabinete
del literato, especialmente en el del novelador y
el del poeta, dictándoles ora sentimentalismo em-
palagoso, ora nauseabundo realismo; en el del
filósofo, enseñándole materialismo ó ateísmo; en
el del teólogo, tentándole á sacar de las Escritu-
ras y las leyes de la Iglesia deducciones contrarias
BL ALMA DEL DOCTOR MOSCORROFIO 49
á la misma teología. Dase con ellos en los minis-
terios; hablan al oído de presidentes y de reyes;
aquí encienden la ambición, allá fortalecen el des-
potismo, acullá desenicadenan la anarquía; en
unas partes son monárquicos, en otras demócra-
tas; ya se muestran liberales, ya conservadores.
No faltan en los tribunales de justicia, para que
las leyes sean bien comprendidas y ejecutadas; es
frecuente verlos trasladándose á ellos caballeros
en las cervices de procuradores y escribanos.
Abundan en los laboratorios de química y en las
grandes fábricas de armas, confeccionando mate-
rias explosivas y fundiendo cañones, conque los
pueblos puedan regenerarse y llegar á la cúspide
de la dicha y la g^loria. Ellos presiden las socieda-
des secretas, de las que son fundadores, y aguzan
el puñal de la salud y preparan el veneno de la
salvación. Ellos son dueños de la mayor parte de
las imprentas del mundo, y dan á luz con profu-
sión asombrosa diarios, folletos y libros. Ellos son
con harta frecuencia los directores de las eleccio-
nes populares, y frecuentemente, por lo mismo»
los dueños de las mayorías en Concejos y Legis-
laturas; de ahí la oposición tenaz á que se haga á
los hijos del campo, sobre todo á los indios, el
grave daño de sacarlos de la ignorancia y salva-
jismo, y á los jornaleros el no menos terrible mal
de arrancarlos de las manos de los infames que
especulan con sus fatigas y su sangre. Ellos, en
4
50
fin, saben cumplir su deber, superando en esta
virtud á más de la mitad del género humano, y
son patriotas como no hay cuatro en el haz de la
tierra, pues tan vivo interés tienen en el adelan-
tamiento y gloria de su reino. El ex-arcángel»
que no contento con los dominios que le conquistó
su soberbia, ha hecho de la tierra su colonia, está
satisfecho de sus agentes en ella.
Moscorrofio miró de nuevo su reloj y exclamó:
— ¡Caramba! cómo vuela el tiempo. Ya no ten-
go sino un breve minuto, y para no malograrlo
voy á referirte en dos palabras una cosa que pue^
de interesarte, por ser de actualidad.
— Échala pronto que soy todo orejas.
— Has de saber que la política del Ecuador
preocupa mucho á mi augusto amo: ya le parece
que tarda demasiado la total conquista de esta
República, y no está satisfecho del éxito de los
montoneros de la costa, dice que el Congreso
mismo, no obstante el fruto que sacó de él, hizo
cosas que no le han agradado, y ahora pone sus
esperanzas en las próximas elecciones populares;
y para que trabajen en ellas organiza y disciplina
un numeroso cuerpo de los diablos más duchos
en intrigas, sobornos, fraudes, tontos celos, pueri-
les quisquillas y cuanto más se necesita para un
espléndido triunfo
— Señor, son las once y más; el chocolate se en-
fría en la mesa.
- BL ALMA DBL DOCTOR MOSCORROPIO 5X
Era la voz de mi paje. Di un salto al despertar*
me y me puse de pies. L¿t hora ó sea el último
minuto del Dr. Moscorrofio había sido marcado
por la voluntad del cholo que vino á llamarme,
ó más bien por la olorosa jicara que humeaba en
la mesa.
Durante la cena repasé mentalmente todo cuan-
to había visto y oído en tan peregrino sueño,
para no olvidarlo, y luego recé un Pater noster
por el alma del famoso médico, pues no creo que
esté en el infierno: eso de verlo condenado fué
sólo pesadilla, y ¡quién peca como una vieja cre-
yendo en tales fantasmas! Tú, lector mío, tam-
poco creas en nada de lo que acabas de ver; mira
que todo es sueño y nada más. El mundo con su
política, ciencias y artes, costumbres y cultura,
etcétera, etc., va muy bien, muy bien ¡admira-
blemente!
UNA BOTELLi DE CHAMPAGNE
y., es un pueblo importante; y vaya si no lo
ha de ser cuando cuenta entre sus vecinos
persona de tanta valía y respeto como doña Cha-
nita Paredes, viuda de don Nicasío Verdete.
Acércase la señora mía á la edad de Santa Isa-
bel; pero no padece las amarguras de la biena-
venturada madre del Bautista, pues el Cielo le ha
dado un par de hijos que son su encanto. (Aquí
tomo el todo por la parte, por ser permitido y
usado, pues el encanto es sólo Venturita). A pe-
sar de hallarse la fe de bautismo en el libro pa-
rroquial correspondiente al año 28, y á pesar de
la viudez y de unos cuantos trabajillos de esos
que no matan, pero que envejecen y hacen derra-
mar lágrimas, doña Chanita conserva muy buenos
restos de hermosura: ojos grandes, limpios y viva-
rachos, boca llena de gracia y amable sonrisa (cuan-
. do no deja ver los dientes desportillados y ama-
54 J* I** MBRA
rillos), tez con pocas arrugas y sin pecas, y un
meneo al andar que es cosa rica. Pero sobre todo
su bondad... ¡Qué bondad la de doña Chanita! A
todos trata con cariño, á nadie ofende, sirve á
todo el mundo. ¡Ah! si el tesoro del corazón es-
tuviese acompañado del de la cabeza! Pero... en
fin, naturaleza se descuida á veces en materia de
estas armonías, y la viuda de Verdete es... muy
sencilla... muy sencilla y... no digo más.
Hagamos por ahora como que no vemos á Ni-
casito, que ya ha ejercido cinco veces los dere-
chos de ciudadano en las mesas electorales y ven-
gamos á su hermana Ven turita. ¡Linda muchacha,
por vida de cuatro! Y con esta exclamación de
entusiasmo sincero queda hecho su retrato: ¿qué
he de agregar después de llamarla linda, y de ju-
rar que lo es? Si quieres más datos, lector, píde-
los á los vecinos viejos del pueblo, y todos á una
te dirán: — Es el perfecto retrato de doña Chanita
ahora cuarenta años. En lo del caletre, yo no sé
sino... Pero te lo digo como mis pecados al con-
fesor: ¡cuidado con el sigilo! Yo no sé sino que
Venturita tiene sobre la mamá sólo una pizca de
superioridad: así, así, vivarachita, cosa de no abu-
rrir á quien conversa veinte minutos con ella. En
lo bondadosa, eso sí, tas á tas con la viejecita.
Ahora venga el primogénito... |Ah cascaras!
me veo en una trinca de Judas: si digo lo que es,
peco; si digo lo contrario, ídem; si no digo nada.
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 55
¿cómo le conocen mis lectores? En este caso apu-
rado me decido por lo primero: vale más pecar
con provecho. Nicasito es, pues, un mozo con
más cabeza que cuello, con más espaldas que bra-
zos, con más panza que piernas; con nariz roma
como la de un gato, ojos de puerco, y una boca
que, tendida la mano bien abierta sobre ella, las
yemas del pulgar y del índice apenas llegan á las
extremidades. En cuanto á lo intelectual ó lo mo-
ral, no parece más tonto, porque hay algunos bí-
pedos que junto á él parecen borricos; y no es
bueno, porque sus instintos le arrastran á ser
malo; y no es malo, porque la pereza le impide
hacer maldades, y además, ni para esto tiene ta-
lento.
Ya conoce el lector la familia que dejó en el
mundo, (si mundo puede llamarse el pueblo de
P...) el finado don Nicasio Verdete. La dejó, eso
sí, con regulares bienes de fortuna, entre ellos la
casa del pueblo. Edificio de teja en forma de nú-
mero 7, con un lado á la calle, la puerta de ésta
frente á frente á la cocina, cuartos de gusto reñi-
do con la simetría y unas ventanas cuadradas y
chicas, entre las cuales hay dos que parece se han
subido á secretear con las tejas del alero, una ais-
lada coino ojo de Cíclope y que da luz á un salon-
cito, y dos en cuyas solientes rejas pudiera gol-
pearse la crisma un lilipudo. Puertas y ventanas
llevan marcos pintados de verde y amarillo, y al
centro de cada compartimento una rosa encendi-
da del tamaño de la cabeza de Nicasito. Amén del
patio que es grande como una plaza, hay corral,
pesebrera, gallinero, y tras éste un extenso alfalfar.
Mire usted si la casa de los Verdetes no será el pala-
cio de P... Ysi á las buenas prendas de doña Chani-
ta y su hija se agrega el recuerdo de lo que fué don
Nicasio, hombre honradotey bueno, gordo y colo-
rado, de pantalonies y chaquetón de pana azul,
cuatro veces juez civil, otras tantas presidente de
las Juntas electorales, y cuya diestra ajustaron
amigablemente dos veces el general Flores y uña
Rocafuerte, y en cuyogenieroso alazán cabalgó tres
ocasiones el general Urbina; si estos faustos suce-
sos se agregan, repito, á lo que valen la viuda y
la hija se comprenderá fácilmente la razón que
hay para que todo el mundo quiera y respete así
la memoria del difunto como á Venturita y doña
Chanita; y esto á pesar de Nicasito... ¡Ay! cuan
cierto es que no hay apostolado sin Judas! Pero,
me dirás lector, los apóstoles fueron doce y entre
ellos uno solo malo, en tanto que en la familia
Verdete en tres personas hay un Nicasio. Cierto,
amigo observador; pero en más de mil ochocien-
tos años, ¿no es muy natural que el mundo haya
progresado y multiplicádose los Iscariotes? Si
bien es verdad que no cabe hacer parangón com-
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 57
pleto entre el apóstol perverso y el nada simpá-
tico heredero de Verdete: en los Evangelios no
consta que el murmurador de la Magdalena y hé-
roe de Getzemaní, hubiese sido feo y un tonto de
capirote.
En el corral hay muchas gallinas y un guapo
gallo, y entre esta larga y lucida familia de pico
y pluma un desdichado eunuco, solterón forzado,
menos malo que otros solterones, ó más bien nada
malo, puesto que siquiera sea involuntariamente
no hace daño ninguno... Algo desdeñoso ó corri-
do, siempre triste, con las luengas plumas caídas,
la bandera de la cola por tierra, pálido y con los
ojos semidormidos que envidiaría una dama ro-
mántica, anda el pobrete á esconder su misantro-
pía ora por los rincones del corral, ora por la pe-
sebrera, ora entre las matas de alfalfa. Si yo estu-
viera de humor para comparaciones politiqueras,
diría que el cuasi-gallo tiene la* catadura de jefe
de partido derrotado en elecciones, y que las ga-
llinas cacareadoras que le picotean y desprecian
son los sufragantes victoriosos.
Pero el capón está gordo, y no sabe que se le
ha condenado á muerte cual si le hubiesen toma-
do con las armas en la mano en una trifulca de-
magógica, de las usadas por el patriotismo ame-
ricano. No hay remedio, |al asador ó á la olla con
él!... El cuchillo que ha de degollarle y el agua
hirviente que ha de desplumarle están listos, y la
58 J. L. MERA
mama Gaspara, india vieja que lleva en la casa el
título de cocinera con harto agravio de la verdad,
corre ya tras él... El perseguido, con el pico y las
alas abiertas, jadeante, renqueando, sale al alfal*
far y busca amparo en la enmarañada espesura,
torna al corral, se mete por entre las patas de los
caballos, penetra en la cocina, pasa por entre
ollas y cazuelas, no sin hacer cuatro de alguna de
ellas; y. al fin cae en manos de la vieja. ¡Qué sus*
to! ¡qué angustias las del infeliz! ¡qué gritos!
¡aaay! ¡aaay! ¡aaay! La bárbara victimarla le ha
pisado entre el buche y el pescuezo, tírale con la
siniestra la cabeza, y con la diestra armada del
cuchillo de bronco filo, ras ras ras ras, en cuatro
pasadas se la corta. Aletea el capón, se estreme-
ce; se estira y... dentro de algunas horas será bo-
cado exquisito.
Es el caso que
«Esta noche es Noche-buena»;
y bonísima ha de ser, valga la verdad, hasta para
el susodicho pajaróte descabalado en vida para
que sea cabal su sabrosura después de muerto;
pues al fin ya está libre del menosprecio de las
gallinas, de la hostilidad de los gallos y de tantas
otras penalidades de la vida; y al fin también no
es pelo de rana eso de recibir elogios que nada
sirven á un muerto, como se estila entre raciona-
les, pero que al cabo son elogios.
Sí, lector mío, ya lo sabes, y lo sabrías aunque
UNA BOTSLI.A DB CHAMPAGNE 59
no te lo advirtiera el calendario, que esta noche
es la del gran misterio del pesebre de Belén; pero
ni el calendario lo dice ni tú adivinas una cosa:
que doña Chanita ha convidado á unos pocos ami-
gos y amigas á cenar en su casa después de la
misa de gallo. No pienses que .será comilitona,
nada de eso: el capón bien guisado, papas con
chaqueta^ ají frito con cebollas verdes, y tal cual
otro adminículo sólido y líquido, y nada más. Ha
de cenarse después de la misa, como queda dicho,
porque el principal convidado es el señor cura y,
claro está, tiene que gorgorearla; y si no concu-
rriese el señor cura, á fe que el capón no sería ca-
pón, ni las papas, papas, ni el ají, ají, ni el con-
tento de doña Chanita y su hija pasaría de un in-
sípido prólogo de la fiesta, ó más bien epílogo de
la Noche-buena.
El cura de. la parroquia de P... es un excelente
sacerdote, virtuoso y consagrado á su ministerio;
y aunque de edición anterior á la reforma, de
pasta de pergamino, letra un tanto borrosa, y tal
cual errata, defectillos de los cuales, por cierto,
no es del todo responsable, porque así le editaron,
es de sana doctrina, fácil comprensión y otras
prendas que le hacen muy estimable. Ha sido lar-
gos años párroco de P..., y él casó á don Nicasio
con doña Chanita, y él bautizó á sus doce hijos,
hizo los laudates de los diez, enterró al padre, y
es seguro que ha de dar la bendición nupcial á
L. MERA
Venturita y á Nicasíto; y quizás quizás eche tam-
bién el polvo del olvido sobre doña Chanita. El
señor cura tiene todavía vida para dar y prestar
á todos sus feligreses, y buen humor para quitar
más de cuatro pesadumbres en una hora, y fuer-
zas para dar todos los días á pie su paseo á la re-
donda del pueblo.
No es mi intento describir la Noche-buena de
P... Sepa el lector que es como todas las Noche-
buenas mil veces njirradas en España y América:
Noche-buena chapetona, como las del tiempo del
rey, con sus tamboriles y pitos, sus gallos y huiro-
churos de carrizo, encanto de los desarrapados y
bulliciosos granujas, su escabeche y buñuelos, y
borracheras, y cantos desaforados, y guitarras des-
acordes, y cachetinas, y blasfemias, y etc., etc.
Dejo, pues, todas estas cosas en el tintero y, aun-
que no soy convidado, sin tas tas á la puerta ni
otra previa notificación, me cuelo como un Diable
boiteux aunque sea por las ventanas á la morada
de doña Chanita.
Ya he dicho que en esta casa hay un saloncito;
ahora añado que desde el principio de la novena
del Niño Jesús hay en el saloncito un altar con
la bendita efigie del recién nacido Salvador, la
Virgen y San José, ambos humildemente postra •
UNA BOTBLLA DB CHAMPAGNE 6x
dos á uno y otro lado de su divino hijo, calados
hasta las cejas sendos sombreros de Jipijapa con
fiador de cintas verdes. Junto á San José el toro
ó buey, pues la historia no lo determina; junto á
Mada la muía- que se come la paja del lecho del
Niño; en el alar del pesebre unas cuantas cami-
sitas bordadas, pañales de bayetilla, y fajas, ten*
didas como para secarlas al sol; á la derecha los
Reyes Magos á caballo, descendiendo como quien
dice por nuestra bajada de Angas, á la izquierda
un grupo de pastores, vestidos con más lujo que
los Reyes*; y en las gradas inferiores del altar,
ramos de ñores de oropel, palmatorias de latón,
pebeteros de cañutos de carrizo, juguetes de toda
clase y tamaño, y retratos de Pío IX y de Gari-
baldi, y un Napoleón de yeso más panzudo que
Sancho, y un Víctor Manuel con xmos mostachos
ccnno vigas, y espejos en que se ve uno caricatu-
rado, y etc., etc. Cómo puede presumirse, doña
Chanita y Venturita entienden tanto de estética
onno yo de la lengua que habló Adán.
Las estearinas de á diez por libra, colocadas en
hileras en las gradas del altar, arden todas y con
su luz alegran el aposento. En la mitad del espa-
cio sobrante de éste se ha colocado una mesa de
metro por lado; sobre la mesa brilla un mantel
como el ampo de la nieve; al centro hay un gran
vaso con rosas y azucenas y á los lados de éste
dos candeleros con estearinas algo más gruesas
62 J. L..MBRA
que las del akar. ¡Toma! y se dirá que no hay lujo
y que no ha penetrado la cultura en nuestras al-
deas! Miren que doña Chanita es todo una per-
sona, y su hija, ¡ni se diga! En tomo de la mesa
hay ocho sillas de madera pintada de rojo con
anilina, y todas con asiento de cuero crudo. La
que tiene de añadidura un cojinete de percalina,
es la destinada al señor cura.
Pero ya vienen los convidados que han de hon-
rar la mesa de doña Chanita: don Bartolo y don
Antolín, el compadre don Mariano y su esposa la
comadre doña Manuela...
Se me olvidaba decir que los anfitriones feme-
ninos están de tone. La viuda lleva su mejor bríal
de zaraza y una macana finísima de Cotacache,
dos guapas trenzas^ y bajo de ellas una cinta car-
mesí que sube y junta sus cabos en gracioso lazo
en la mitad de la cabeza. Venturita tiene traje
de muselina blanca con vuelos y encajes, y cru»
zado por la nuca un pañuelo de seda azul, cuyas
esquinas agarra entre pecho y pecho un bonito
prendedor de eso que los joyeros ambulantes di-
cen que es oro; el tocado es semejante al de la
mamá, con la añadidura de un par de fusias cla-
vadas bajo el cintillo y que le caen junto á la
oreja. [Vamos! no hay duda que la moza está para
tentar á más de cuatro mozos; y esto sin embar-
go de que ni por la ausencia del hiperbólico moño
ni por la falta absoluta del promontorio/«/'se ha
UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 63
puesto á ia altura de la civilización moderna. En
fin, disimulemos: es aldeana.
Remediado el olvido, vamos adelante.
—¿y el señor cura? pregunta Venturita á don
Bartolo después de los saludos de estilo.
r —No tarda en estar aquí, contesta el vecino: y
añade con malicia: Si supieras la compañía con
que viene taita curita...
—Vendrá con Nicasito.
— ¿Con Nicasito no más? Y con... ¿á que no
adivinas con quién otro?
— Yo qué sé.
— Pues sabe que viene con Tiberio.
— ¿De veras? ¡Ay no sé! dice Venturita entre
sorprendida y contenta.
— ¿De veras? añade la mamá con más disgusto
que sorpresa; ¿con ese joven que el otro día no
más se llamaba Tiburcio?
— Chanzas de don Bartolo. ¡Ay no sé!
_ — ^No, Venturita...
— Pero, interrumpe la viuda, si don Tiburcio
no tiene amistad con nosotras.
— ^Así será; pero es amigo de Nicasito.
—Si no le hemos convidado.
—Le habrá convidado su amigo.
— ¡ Ay, señor! lo ha de haber hecho: ¡si mi hijo
es un poco inocentel ¿Qué te parece, Venturita?
convidar al Torbellino sin decirnos ni una palabra.
— Cuidado, mamita, con que salga usted con
Q4 J* I»« MERA
decir Torbellino delante de don Tiberio: ese es
mal nombre que le han puesto por burla; y ya
que viene á nuestra casa es preciso tratarle bien.
— Y yo creo, agrega don Bartolo, que trae
ánimo de divertirse.
— ¿De veras?
— De veritas, hija Ventura: ¡vaya! pues no le
he visto que pidió al señor cura que le aguardara,
mientras él entraba á la tienda de licores de la
comadre Marica; y ya verán ustedes lo que trae.
— ¡Ay no sé! don Bartolo; chanzas de usted.
— Y dale con que son chanzas: aguarda y verás.
A Venturita le bailaban las pascuas en toda el
alma, según lo revelaban los ojos, negros que
echaban chispazos y la boca llena de sonrisa
^icantadora. En doña Chanita luchaban la bondad
y el enfado, y se mordía los labdos y rascaba la
mollera.
Mientras vienen el cura, Nicasito y Tiberio,
diremos brevemente al lector quién es este
personaje.
Tiene la frente erguida, aunque estrecha y
velluda como la de un mico; los ojos, de traza de
botones de azabache en ojales viejos, se mueven
como los de un novillo acosado, y parecen decir
á todo el mundo: ¡te devoramos! Los labios
semejan un bofe partido, y son hervidero de
palabras; debajo de las orejas, enhiestas más de
lo tolerable, cuelgan las patillas como alas abiertas
UNA BOTELLA DB CHAMI^AGNB 6%
de gallinazo; la nariz, que por lo afilada goza lod
honores de chafarote, es cuesta por un lado y
despeñadero por otro; del tronco enjuto y huesudo
descienden dos varejones, que son los brazos,
enfundados en las amplias mangas de un redingote
color de mono; las piernas son en lo delgado y
torcido tocayas de los brazos; pero como las
lleva perfectamente "forradas en los estrechos
pantalones, lucen más su peregrina figura; en
los pies hizo naturaleza una trocatinta lamentable:
¡la maestra se echó cuatros! los fabricó para un
Goliat y se los pegó á los tobillos de un hombrecito
de vara y media de alzada; mas, eso sí, las pataza$
calzan botín de hule con botonadura de gruesas
chaquiras á los costados. En los primeros tiempos
de la transformación del diagra en dandy^ esos
malaventurados pisones se quejaron amargamente
contra la prisión en que se los encajara, — prisión,
fuera de la humilde alpargata, desusada por
completo por nuestra gente que anda camino de
Bodegas con su látigo de á braza á la mano y su
«¡Arre, muía gedionda/y> en la boca.
El moderno Tiberio es hijo de don Chombo
Perraza, quien se empeñó en sacarle de su humilde
condición y, como es pudiente, pues cuenta con
extensos terrenos de pan llevar, muchas vacas y
una famosa mulada para el porteo de fardos de
Babahoyo á la capital, le envió á ésta para que le
doctorasen en leyes. El mocito, aunque á decir
5
66 J. L. MERA
verdad no inventó la pólvora, era reputado por
bastante experto. — El chagiito promete^ solían
decir algunos de sus condiscípulos; pero uno de
los catedráticos contestó más de una vez: — Sí,
promete que dentro de poco será un pillastre de
los peores. (Dios nos libre de un aldeano Chaupi-
culto! y Dios libre, sobre todo, á su pobre aldeal
Esta gente es la plaga más odiosa de los pueblos
cortos é incipientes. Allí, hágase abogado ó
quédese tinterillo^ gradúese de médico ó no pase
de empírico, si no tiene talento, si no hace
seriamente sus estudios, si no precave su alma
y su corazón contra las malas ideas y los vicios
de la corte, todo lo cual sucede muy rara vez;
después de haber vivido algunos años lejos de
sus padres y derrochando los bienes de la familia
en completa libertad, llega á ser la corruptora de
las costumbres de su pueblo, la mete-cizaña, la
saqueadora, la mata-sanos.
¡Cáspital ¡qué duro cascó el señor catedrático
á esa gentuza metida á grande! Yo digo que no
deben dé faltar excepciones, y que entre la
gentualla puede haber quien se eleve á gentezota.
¿Las muestras para probarlo?... Que.las presenten
otros; yo quiero seguir entendiéndome con mi
ex-Tiburcio. Aunque jamás aprendió jota de lo que
le convenía saber para conquistar gallardamente
los grados, sí penetró que podía llegar á ser hom-
bre de pro y ocupar altos puestos en la Repú-
* UNA BOTBLLA DB CHAMPAGNB 67
blica. ¿Y por qué no? ¿No basta ser ciudadano
en ejercicio para tener opción á elegir y ser
elegido? Felizmente para él y para todos los
Tiburcios ecuatorianos y no ecuatorianos, en el
sistema democrático no se necesita selección,
sino elección, y bien puede el gato ser elegido
presidente de los ratones.
Ex-Tiburcio le he llamado. Pues, señor, este
nombra de pila que le puso el capa negra de su
aldea, sin tomarle consentimiento, y el patroní-
mico Perraza, le parecieron abominables y
opuestos á sus aspiraciones sociales y políticas.
|Abajo, pues, entrambos de un solo porrazo, y
vengan un nombre histórico y un apelative
aristocrático! Tiberio Peralta, ¡Magníficol Cuando
ocurrió este cambio, que le pareció muy necesario,
ya tenía su círculo de amigos. El chico no era
escaso de pesetas, y las pesetas atraen las varillas
de San Cipriano, aunque aquéllas huelan á suda-
dero cómo las de Tiburcio. Esos amigos le inicia-
ron en la vida de las serenatas y las parrandas^
y luego con ellos asistía con más asiduidad á
los cafés, tabernas y garitos, que á las aulas; en
esos centros del adelantamiento del siglo encon-
tró maestros que^ le dieron sabias lecciones de
política á la derniére, de ideas avanzadas hasta
rayar en el más encumbrado radicalismo, de ha-
cer conquistas amorosas á lo Tiberio ó á lo don
Juan Tenorio, de vaciar botellas , etc . Llegó á
68 J. L. MBRA
tanto su ilustración, que hasta redactó artículos
de periódicos. ¿Lo dudas, lector? Yo te pudiera
enseñar más de cuatro que te has engullido bue-
namente, y te señalaría los respetables órganos
de la prensa que se han honrado con ellos.
Trabajo costó á los padres de Tiburcio el ave-
nirse con el, para ellos, muy extraño nombre del
forzador de Lucrecia; así es que, con sumo des-
agrado del hijo le tihurciahan á menudo. Pero no
quedó en esto: Tiberio, por su natural arrebatado,
que con la vida que llevaba entre los tunos de la
capital, pasó á insolente y agresivo, fué bautizado
por sus propios compinches con el apodo de El
Torbellino, ¡Soberbio apodo! Para esto de echar
yapa al nombre los quiteños son tan duchos, que
á veces el de pila y el patronímico caen en olvido,
y triunfa el sobrepuesto, y con él se va el prójimo
á la eternidad, donde acaso sigue todavía.
Pero ya vienen... Ya stf oyen en el zaguán el
ruido de los tacones y la voz de guitarra destem-
plada de Tiberio. Venturita humedece con saliva
las puntas de los dedos índice y cordial y se atusa
el pelo de la frente, arregla en seguida las faldas
de muselina y se acomoda muy tiesa en su silleta;
don Bartolo tira al suelo el cabo de ^\x papelillo y
le pisa para apagarlo; don Antolín le imita y baja
la pierna que tenía montada sobre la otra; don
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE
Mariano se rasca la cabeza y murmura acercando
la boca á la oreja de su mujer:— Hija, si yo olía lo
que va á suceder, ni á palos me venía. —¡Calle,
don Mariano! contesta ella: ahora verá lo que
hace el Torbellino! Doña Ghanita salta de su
asiento, se asoma á la puerta y grita: — |Mamá
Gaspara, ya es hora!
Llegaron. El cura y Tiberio vienen delante, y
detrás Nicasito. El cura quiere presentar al nuevo
amigo; pero éste no le da tiempo, y hétele ya»
sombrero en mano y arqueado el cuerpo, ante
doña Chanita que ha vuelto á su silleta, y cuya
diestra ajusta y sacude al compás de las frases,
dichas con la rapidez del agua de un molino: — Mi
sea Chanita, á los pies de usted, beso la mano de
usted, para servir á usted.— Vuélvese con la pres-
teza de un toro agarrochado en la anca, hacia
Venturita; la genuflexión es más exagerada; ha
echado atrás la mano de que cuelga el sombrero
asido por la falda; el tono de la voz es más meli-
fluo: — Seorita, tantísimo gusto de ver á usted,
beso á usted los pies, servidor de usted ; sí, seorita,
que usted me ocupe, que me ocupe, que me ocu-
pe. — Y los sacudones de la mano son tan amable-
mente recios, que la joven abre ya la boca para
echar un ¡ayl ó quizás una palabrota al atento y
cariñoso Tiberio. Pero éste no le da tiempo, pues
se vuelve á los demás concurrentes con la pres-
teza que ya sabemos, para continuar el saludo:—
70 J. L. MBKA
Mi sea Manuela, servidor de usted; seor don Ma-
riano, servidor de usted; seor don Antolín, ser-
vidor de usted; seor don Bartolo, servidor de us-
ted. Y todavía da vueltas en busca de otras per-
sonas á quienes saludar; mas no hallándolas, hace
la venia al altar, á la mesa y las silletas, y luego
continúa:
— ¡Vaya! ¡vaya! mi sea Chanita, seoritas, caba-
lleros, ¡qué reunión tan amable! Esto es espíen»
dido. Seor párroco, gracias mil; mi predilecto
amigo Nicasito, gracias, gracias por haberme
traído.
El cura no quedó contento del motivo de las
gracias del Torbellino, y se apresuró á decir:—
Yo fui convidado por la bondadosa doña Chanita,
y se lo agradezco; en cuanto á usted, don Tiberio,
agradezca sólo á Nicasito.
Entre tanto todos se soplaban las manos y se
las frotaban por ver de arreglar los huesos que el
estrujón y sacudida amabilísimos dejaron en mal
estado.
— ¡Qué animal! decía don Bartolo á media voz.
— De veras que es un bruto, añadía don Anto-
lín, pues mire que me ha descoyuntado el dedo
chiquito^
— ^Y á mí toditita la mano.
—Y á mí también.
— ¡Pedazo de!...
Tiberio no oye estas quejas, porque, tolondrón
UNA BOTBLLA DK CHAMPAGNB 7I
como de costumbre, se había acercado á la mesa
y golpeádose contra ella al asentar unas botellas.
— Seora, dice á doña Chanita, usted perdone;
pero no me pareció justo ni decente que un Pe-
ralba viniese á su acatamiento con las manos va-
cías: este es agasajo de amigo: anisete, champag-
ne, cerveza.
— ¿Por qué se pensiona usted, don Tiberito?
— ¡Vaya! si ésta es una miseria. Poquito dé
champagne, poquito de...
— Con licencia, niño, le interrumpe Ik vieja
cocinera que en ese momento asoma con una
gran cazuela humeante y olorosa, contra la cual
da un codazo el movedizo del estudiante, ponién-
dola en peligro de malograrse. Enfurruñase un
poco el mozo, pues se le pringó la manga; pero
eso de ser llamado niño le sonó como una sinfonía
y lo desarmó.
La cazuela contiene el reverendo capón tendi-
do de barriga y embadurnado de salsa colorada
y provocativa. En su torno y arrimados de pechos
al borde de la cazuela, hacen la guardia al ex-ga-
llo seis cuyes tostados á fuego lento y que destilan
grasa; cada cuy trae entre los dientes un ají rubi-
cundo como una candela; en los resquicios de
cuadrúpedo á cuadrúpedo, hay rebanadas de hue-
vo duro; y todo el conjunto arroja un olorcillo
capaz de poner en rebelión las tripas de un santo.
La viuda de Verdete asienta la cazuela en la
72
mesa y manda á Gaspara: — Las papas, volando.
— ¡Espléndido! ¡espléndido! dice Tiberio.
— ¡Cómo se luce la sea Chanita! exclamaron
todos los demás.
— iQué lucimiento va á ser esta friolera! con-
testa ella. Ustedes dispensarán la confianza.
Vienen las papas, reventada la cascara y echan-
do vaho, puestas en pirámide, y en otro plato el
^'í molido revuelto con ramillas de cebolla y ci-
lantro picado.
— ¡Espléndido! Esta Noche-buena es mejor que
todas las Noche-buenas de la capital.
— Señor Tiberito, se anima á decir tímida-
mente Venturita, después de un gracioso remilgo
y de morderse suavemente el labio inferior; señor
Tiberito, usted peroné: va sin duda á echar de
menos los buñuelos que se comen en Quito en
estas noches.
— Seorita, no diga usted eso: ¿dónde puede
haber mejores buñuelos que usted, mi sea Chani-
ta, y esas papas, y esa ave y todo tan bien guisa-
do? ¡Espléndido!
— ¡Ay no sé! ¡qué finezas las de usted, don Ti-
berito!
—-No son finezas, sino justicias: usted merece
máS| preciosa seorita.
—Señor cura, dice la viuda, comadre Manu-
quita, compadre, todos, acerqúense á la mesa,
antes que se enfríe la cena.-*-Pero, continúa á
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 73
media voz, un(f, dos, tres... Son nueve y no hay
sinoocho sillas. Se rasca la oreja, queda un ins-
tante pensativa, y allá para su coleto murmura:
}Si estaban cabales! y viene sin haberlo pensado!
iCosas del inocente de mi hijo! Traérmele al Tor-
bellino.
Los convidados no reparan en dicha desigual^
dad de números, y van tomando su lugar en tor-
no de la mesa; pero tan estrechos como si estu-
viesen en el Convite del Castellano Viejo descrito
por Larra.
El Torbellino se quedó sin asiento* iQué apu-
ros para la buena de doña Chanital Se resuelve al
fin á quedarse en pie; mas lo observa Nicasito y
le cede su silleta. ¡Admirable toque de urbani-
dad del mozo! quizás el primero de su vida. Con
todo, él no se quedará de poste. Se acuerda que
las gradas del altar están hechas de cajones, y
saca uno; pero con tan-poco tino lo" practica, que
tiembla toda la armazón, desquiciase, y se vienen
al suelo floreros y palmatorias, juguetes que se
rompen, y todo con gran estrépito, y por un tris
no hay un incendio. El altar queda á obscuras y
es un montón de ruinas.
— ¡Bruto! grita Venturita, ya hiciste una dia-
blura.
— ¡Hijo, qué has hecho! añade doña Chanita:
acabaste con todo. ¡Ah, Nicasiol ¡ah, Nicasio!
Este... como si tal cosa.
74 1* !•• MBKA
Al fin, pasada la conmoción, disipado el susto
y calmados los ánimos, y dejadar para mañana la
reparación del altar, vuelve todo al orden; nías
no sin que los comensales hayan empeorado de
situación, porque Nicasio se ha empeñado en en-
cajar su asiento entre don Bartolo y don Antolín,
y se ha acomodado en él dando el hombro á la
mesa, el pecho al un vecino y la espalda al otro.
Tiberio, que se halla apretado entre el cura y
doña Chanita, hace un esfuerzo como un ratón
que se alza de una estrecha rendija, se pone ^n
pie y dice: — Mi sea Chanita, seor párroco, caba-
lleros, antes de darle al diente démosle al gazna-
te: quiero decir que, ante todo, me van á admitir
ustedes un vaso de cerveza. Y, diciendo y hacien-
do, saca una gran navaja, abre el tirabuzón que
lleva en el cabo, y comienza á maniobrar no sin
bastante trabajo. Zafó con bendición de Dios, y ya
está la amarga bebida en los vasos, mitad liquido
y mitad espuma. Toma otra botella. ¡Diantrel
este corcho sí que está metido ^como pecado
mortal en el alma de un hombre de mundo. Tira,
tira y más tira. Salió; pero á costa del señor cura,
el Torbellino, en el último halón, me le da un
codazo en las, narices, tan recio que le hace ver
las llamas del Purgatorio y le arranca lágrimas.
— Perdón seor párroco, dice el mozo; ha sido
caso fortuito; ¡perdónl
—Está usted perdonado, contesta el buen cié-
UNA BOTELLA DB CHAMPAONB 7^
rigo, palpándose la parte maltratada para cercio-
rarse de que no había desaparecido, y enjugándo-
se los ojos con el revés de la mano. — No es éste,
añade, el primer porrazo que me han dado mis
feligreses, y siempre los he perdonado.
El estudiante sigue de pies, levanta su vaso
una tercia encima de la cabeza, prepara la gar-
ganta con tres tosidas sonoras, y exclama:—
(Atención! Seores, caballeros, seorita Venturita,
venerable párroco: tengo la honra, y la dicha y
la complacencia de brindar con todos; y brindo
porque brindo por la libertad divina y la santísi-
ma democracia, que nacieron en la cúspide del
Gólgota, y por esta deidad llamada Venturita
Verdete, por quien tengo ardencia en las entra-
ñas; y brindo por el progreso del siglo, y porque
la prensa, esta palanca de la civilización, no tenga
trabas inquisitoriales en la patria de los Espejos
y los Mejías; y porque la respetable matrona doña
Chanita Paredes, viuda del ilustre don Nicasio
Verdete, que en paz descanse, viva muchos años
y tenga siempre felices Noche-buenas; y porque
el pensamiento y la conciencia de todo el mundo
sean libres, y cada año se aumenten los capones
y las papas de doña Chanita, como mi amor lo
desea; y porque no haya más oscurantismo y se
acaben los curas y los frailes; y brindo por el
señor cura que viva mil años, y porque esta Ve-
nus llamada, como he dicho, Venturita Verdete
J6 t J. L. MBRA
sea... sea... pues, sea la gloria de este pueblo de
P..., y, en fin, brindo por doña Manuelita, don
Mariano, don Antolín, don Bartolo, y especialísi-
mamente por mi singular y querido amigO| el
inteligente y gallardo joven Nicasio Verdete.
¡Salud, seoresl ¡viva la libertad! ¡viva Venturita!
r- He dicho. ¡Espléndido!
El elocuente orador espera una salva de aplau-
sos, y se queda patitieso y mohino al ver que
nadie le echa un bravo, ni un palmoteo, ni un
par de puñetazos entusiastas en la mesa que ha-
gan saltar platos y botellas. Con todo, algo re-
puesto de la sorpresa que le causa tan incivil
comportamiento, hace chocar su vaso con los de-
más en señal de fraternidad, y lo apura en cuatro
sorbos, doblando violentamente la cabeza atrás y
luciendo una hiperbólica • manzana que sube y
baja al compás de los tragos. Los demás comen-
sales apenas han probado la cerveza, excepto el
señor cura que se ha echado á pechos la mitad
del vaso, observando que también á Jesucristo le
hicieron beber hiél y vinagre, probablemente, á
su juicio, la cerveza judía de ese tiempo, que por
arte de birlibirloque ha venido á servir de modelo
en las cervecerías de Pichincha.
—Pero ¿por qué no beben? pregunta Tiberio.
— Porque á mí me hace daño.
— Porque me ha de chumar.
— Porque... señor, rio tengo costumbre.
UNA BOTBLI^A DB CBAMPAGNB 77
— Porque...
— La cerveza, néctar de los dioses, añade el
Torbellino, á nadie hace daño y á todos hace
bien; pero, ya se ve, el progreso moderno no es
todavía conocido de ustedes. Cuando se beba
mucha cerveza en este pueblo, digan ustedes que
han dado un paso en el campo del progreso y
llámense civilizados á boca llena.
— Quién va á tomar esa chicha con verbena,
murmura doña Manuela.
— ¡Brevaje de todos los Judas! dice don Bartolo.
—Ciertamente, observa el cura entre tanto,
los dolores y las amarguras ilustran; otro codazo
en las narices y un segundo vaso de cerveza, y
mañana me tienen ustedes Salomón hecho y de-
recho.
— ¡Vaya! exclama Tiberio, á nadie exijo que
beba lo qué no le gusta; pero ya es tiempo que
honremos el capón. Si me permite mi sea Chani-
ta, yo me encargo de despedazarlo.
Pónese á la obra. Ras por aquí, ras por allá: las
piernas, los alones, las pechugas, todo es dividido,
y doña Chanita va juntando los fragmentos del
difunto eunuco con algunas papas y unas cucha-
radas de ají con cebolla, y distribuyéndolos á los
comensales. La estrecha mesa, ocupada por el
gran vaso con rosas y azucenas, los candeleros, las
botellas, las cazuelas, etc., apenas deja espacio á
sus márgenes para asentar la mitad de cada plato.
78 J. L. MBRA
Doña Manuela, que en tratándose de comodidad
no se anda con etíqueteriaSy pone el suyo en las
faldas y en juego el índice y el pulgar, y toda su
riquísima herramienta molar para dar buena
cuenta de su ración.
En menos de cinco minutos quedan en los pla-
tos sólo huesos mondados y cascaras de papas.
— ¡Espléndido! exclama Tiberioj pero es preci-
so ahogar el capón en el estómago con una copi-
ta de anisete.
Sírvelo, bébenlo, no hay otro brindis, y con
esto parece á todos el licor más exquisito.
— Ahora, añade el novísimo Peralba, entendá-
monos con estos animalitos, que aquí pueden pa-
sar muy bien, pero que en una mesa de la capital
no se los podría tolerar: el cuy^ señores, á pesar
de las ideas democráticas, no está todavía á la al-
tura de la civilización del siglo.
— Señor Tiberito, adviértele doña Chana, al
cuy no se le mete trinche y cuchillo así no más:
lo mejor es hacerle pedazos con los dedos.
— ¡Oh, mi sea! eso es muy j)lebeyo. Ya verá
usted cómo conmigo no hay vuelva luego, y como
le doy cuchilladas al animalito.
— ¡Cuidado, señor Tiberito!
—No hay cuidado.
Y el valiente mozo clava el trinchante en el
lomo del cuy y le da una gentil cuchillada en el
cogote.
UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 79
¡Diantre de cuadrupedillol tiene el pellejo como
una suela, y resbala con la acometida con tal vio-
lencia, que obliga á sus compañeros á salirse dis-
parados de la cazuela en todas direcciones, cual
si estuviesen vivos y buscaran salvación en la fuga.
Hay un grito de susto; Tiberio se turba; y, ¡caso
terrible para él y para Venturital uno de los cuyes
ha dado de lleno en una de las mejillas de la joven,
dejándola con un parche de salsa y cayendo en
seguida en el pulcro regazo.
— ¡Perdón I seorita^ ¡perdón! se apresura á decir
el estudiante; ha sido caso fortuito, y la culpa no
es mía, sino de este maldito animal.
Venturita se amohina terriblemente y se muer-
de los labios, estallando luego en un agrio y enér-
gico — ¡ay no sé! esto es insufrible; corte con cui-
dado, señor Peralba.
Doña Chanita se ha puesto más colorada que
la salsa, que le ha manchado también rostro y
vestido.
La risa de todos los demás comensales recorre
las variadas notas de la gama, y el Torbellino
pasa de la sorpresa al enfurruñamiento.
El cura que lo observa teme un ultimátum be-
licoso de parte de Peralba, y para evitarlo dice en
tono alegre: — ¡Vaya! no es nada, no es nada. Lo
sucedido no quiere decir sino que los señores
cuyes protestan contra el cuchillo de don Tiberio,
y reclaman los dedos de doña Chanita.
8p J. L. MBRA
Recógense los desparramados animalitos; doña
Chanita los despedaza con una habilidad que
honraría á un anatomista; distribuyelos, Gómen-
los, y ya nadie se acuerda de la revolución causa-
da por el imprudente tajo de Tiberio.
A éste le ha vuelto el buen humor, aunque con
una pérdida del veinticinco por ciento, y echa su
exclamación favorita: ¡Espléndido! ¡espléndidol y
añade: — Estos cuyes no obstante ser bastante
plebeyos y opuestos al progreso moderno, podían
ser servidos en el banquete de los dioses. |0h|
¡espléndido! Tienen sabor de ambrosía. Pero, qué
quieren ustedes: así tienen que ser, preparados
por esas manos divinas de la viuda del señor
Verdete.
— Preparados por mama Gaspara, querrá decir,
observa con cierto desagrado doña Chanita.
— ¡Ea! añade en tono ceremonioso el estudian-
te, tan exquisito bocado merece un sello de néc-
tar: echémosle un poco de champagne.
— ^Apruebo la moción, contesta el cura; pero,
añade con cierta malicia, tenga usted cuidado al
descorchar esa botella, pues el champagne es un
diantre, y puede...
— ¿Qué puede, señor? ¿qué hace la chapañaf le
interrumpe doña Chanita medio asustada y abrien-
do unos ojazos.
— ¿Qué hace? Pues nada, señora mía, sino que
al destapar la limeta sin mucho tino, ¡poml salta
i UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 8t
el corcho como uija bala, y aquí fué Troya.
— ¡Ave María Santísima! Señor Tiberito, mu-
chas gracias; doy por recibido el obsequio,* pero
no toque esa limeta.
-f-No hay cuidado, mi sea Chanita; en esto de
descorchar botellas de champagne, soy maestro;
pues para algo habré ido á estudiar en la capital.
Y comienza á romper los alambres que sujetan
el corcho, repitiendo: — Este licor es espléndido...
digno de Júpiter... es... el mismísimo néctar. Uste-
des lo verán.
— Don Tiberito, por Dios, insiste la viuda pá-
lida y temblando, vayase usted afuera á hacer
esas operaciones. Va á reventar la botella y nos
mata. ¡Ahora verá usted lo que sucede!
Venturita no está menos asustada.
— Sí, ahora ver^fti lo que hace el porfiado de
don Tiberio. ¿Por qué no se irá á su casa con
estas cosas?
— ¡Ohl seorita, usted también con estas vulga-
ridades. Le juro que no hay cuidado.
— Sí, no hay cuidado, y va usted á darme otro
golpe en la cara.
Hasta don Bartolo y don Antolín temen un
fracaso, pues el Torbellino ha venido de mala es^
palda; don Mariano levanta ya los brazos y se
cubre con ellos la cara; doña Manuela quiere
huir, pero se lo impide la apretura en que está, y
baja k cabeza y la oculta con una esquina del
6 '
82 J. L. MBKA
mantel. Sólo Nicasito está contento, pues prevée
algo bueijo, y al sonreírse abre una bocaza como
la de un saeo de noche.
¿Qué va á suceder? ¿Va á saltar de esa botella
el diablo? ¿Va, cuando menos, á estallar una revo-
lución radical que no dejará títere con cabeza?
Todo puede ser. Yo sí creo que á veces el diablo
está en los barriles y botellas^ y no cabe duda que
muchas revoluciones, entre nosotros, de las bote-
llas han salido. Razón tienen, pues, los comensa-
les de doña Chanita de temer un cataclismo.
El señor cura, maliciosamente sonreído, no
aparta los ojos de la botella y de las manos que
operan en su boca, repitiendo de cuando en cuan-
do: — ¡Eal don Tiberio, ¡cuidado!
|Pom! (diablol sucedió lo que se temía: saltó el
corcho, y el champagne, como el material volcá-
nico del Cotopaxi, se eleva con vertiginosa vio-
lencia hasta el cielo del aposento, y chocando
contra él llueve sobre los concurrentes.
— ¡Jesús me valga! grita doña Chana. ¡Virgen
Santísima del Quinche!
— ¡Jesús! ¡qué es esto! ¡Señor de la Portería!
— ¡Misericordia!
^[Misericordia!
— ^Es mejor que salga primero todo el vaho,
dice Nicasito, y después se bebe lo demás.
— ¡Animal! exclama Venturita, ¡si ya me em-
papó con la chapañaf
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE 83
—Métale el dedo en el gollete, aconseja el
cura.
El Torbellino obedece. ¡En mala hora! El efer-
vescente licor, en vez de continuar lanzándose
perpendicularmente, sale en chisguetes oblicuos
y da á las caras de' los convidados, y, lo que es
mucho peor, alas llamas de las estearinas. El salón
queda en tinieblas, y con éstas crece el susto y la
turbación. ¡No hay duda que el demonio anda
suelto!...
— ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Venturita! ¡vida mía! sal co-
rriendo.
— ^Mamita, sino puedo: no sé quién me agarra.
¡Y estas silletas!... ¡esta mesa!... Estoy trincada.
^Santo Dios!... ¡Gaspara! ¡Gaspara! ¡Luz!
Doña Chanita pugna por desencajarse, y en un
movimiento circular de su respetable humanidad,
tira el mantel, y floreros, palmatorias, botellas,
cazuelas, todo con el estrépito de un terremoto
se viene á dar contra los comensales.
En tales aprietos, el Torbellino quiere salir y
al apartar su silleta derriba la de doña Chanita;
ésta que en medio del susto va á tomarla al tan-
teo, pierde el equilibrio y cae de espaldas, excla-
mando: — ¡Me mataron! ¡Señor cura auxilio! ¡ab-
solución!
— ¡Misericordia, mamita! ¿Qué le sucede?
— ¡Me muero! ¡Ese animal de Tiburcio! ¡Ah,
mal cristiano!
84 J* I'* MKRA
— ¡Ese picaro de Perraza!
— Al fin es quien es: ¡Perraza! ¡Perraza de
Judas!
— ¡Venir con su chapaña!
— ¡Hacemos esta tiranía!
— ¡Ahora lo mato! exclama Nicasito; ¡ese burro!
¡ahora lo como!
Gaspara asoma al fin con una mecha encendida^
y al ver el cuadro de desolación suelta el llanto y
da alaridos lastimosos.
El cura ayuda á levantarse á doña Chanita,
maltrecha y medio derrengada. Ventufita, en vez
de atender á la mamá, se tira como una leona so-
bre Nicasito y le descarga uiia lluvia de mogico-
nes, exclamando: Este tiene la culpa de todo,
éste. ¡Animal! ¡borrico! ¿quién te metió á convi-
dar á ese Judas de Tiburcio Perraza Torbellitio?
El señor cura defiende al tontarrón y trata de
calmar á su encolerizada hermana.
¿Y Tiberio? No pudo resistir á la nueva bofe-
tada de su adversa fortuna, y en medio de la con-
fusión, de las tinieblas y de la mesa y silletas vol-^
cadas, tomó las de Villadiego, como perro con co-
hete á la cola.
Nicasito, después de echar algunas verdulerías
á la hermana en cambio de los puñetazos, jura
que ha de moler á patadas á Tiberio, aunque sea
al pie del altar mayor.
Mama Gaspara, gimiendo todavía, recoge los
UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE 85
tristes despojos del campo de ruinas: los restos del -
capón, de los cuyes y de las papas desparramados
por todo el aposento.
Venturita hace lo propio con los vasos rotos,
los candeleros, etc.
Los convidados se despiden, mostrando á la fa-
milia Verdete cuánto les pesa todo lo ocurrido.
Sólo el cura se detiene, y acercando una silleta á
la mesa alumbrada por el mechero de Gaspara, se
sienta juoto á doña Chanita y su hija. Nicasio,
mohino como chiquillo zurrado en la escuela,
permanece en pie, arrimado de espaldas á la
puerta y enjugándose ojos y narices con la boca-
manga del chaquetón.
El cura apoya el codo en la mesa y la quijada
y mejilla en la mano abierta, y dice: — Sabrá
usted, mi querida dofia Chanita, que algo malo
temía yo cuando me vine con ese tolondrón del
justamente llamado Torhelüno\ mas, por lo mis-
mo, y además de haber sido convidado por usted,
quise estar aquí, esperanzado de que lo respeta-^
ble de mi carácter pudiera servir para moderar
las demasías de ese mozo díscolo. En efecto, no
tenemos que lamentar cosa mayor: charla insus-
tancial y necia, algún codazo involuntario, lluvia
de champagne, trastos rotos, susto, y nada más.
El tal Perracita (lo sé muy bi«n) había puesto los
ojos en Venturita, ignoro si con buenas ó malas
intenciones; quiso amistarse con ustedes y obligó
86 J. L. MBRA
al inocente de Nicasito á que le invitara á pasar
aquí la Noche-buena. El mozo es de los más te-
mibles. Den ustedes por asentado que no fueran
malos sus intentos, y que pidiese honradamente
la mano de Venturita, ¿qué seria de esta infeliz
casada con ese tuno? ¡Ave María! Miren ustedes,
Dios ha querido que él mismo se dé á conocer
esta noche para que, si hubiese propuesta, pudie-
sen ustedes echarle un no como una pelota. Hija
Venturita, mira, un Torbellino jamás puede ser
buen esposo. Por Dios, guárdate de caer en tama-
ña desgracia. Francamente, has llegado á una
edad en que las mujeres suelen cegar y aceptar
cualquier marido: parece que juzgan que en los
pantalones y las barbas está todo lo bueno que
necesita una mujer para asegurar su porvenir en
el matrimonio. ¡Qué locura! Locura á que sin
duda las trae el demonio, porque en las familias
que se forman de esos casamientos hace sus cose-
chas más pingües. ¿No vale mucho más que se
queden solteronas hasta que las trague la sepul-
tura? En no casarse no hay mal ninguno, y sí hay
hasta ridiculez en las mujeres que se dejan llevar
de un desatentado antojo de matrimonio, y por
satisfacerlo aceptan, y á veces buscan, que es
peor, la mano de cualquier pillastre ó cualquier
bestia, como si fuese la única tabla de salvación
en el tormentoso mar de este mundo. jPobre
tontiloca la que así procede! en vez de salvarse,
UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE
se hunde en un abismo de miserias y desventu-
ras. Y es de admirar que todos los días se Vean
estos enlaces descabellados, cuando todos los días
también se repiten los ejemplos del infortunio
que ocasionan. Las mujeres son las que menos
escarmientan en cabeza ajena, y dale que le das,
han de ser casamenteras. ¡Caramida! esto á veces
me da cólera. (Y el señor cura da un puñetazo en
la mesa). Hija Venturita, piensa un poco en ello,
y ya verás si no tengo razón que me sobra.
¡Cuántas víctimas de maridos bribones y vicia-
dosl ¡cuántas familias desgraciadas y sumidas en
deshonra á causa de no haberles dado fundamen-
tos de buen juicio y de virtudes cristianas! ¡cuán-
tos hijos nacidos de esas necias ó insanas uniones
que, criados luego sin cuidado ninguno y con
el ejemplo de padres perversos, llegan á ser, como
éstos, miembros perniciosos de la sociedad, des-
honor de los suyos, dañosos á sí propios y futuros
troncos de otras familias desdichadas! ¡Oh, hija
mía! los Torbellinos abundan por desgracia y se
van multiplicando: ya son una plaga. Huye de
ellos. Si después se te presenta algún otro novio,
averigua, antes de aceptarlo, si viene de familia
honrada ó de alguna que tiene por origen un
Torbellino. En el primer caso, averigua aún si su
porte corresponde á sus antecedentes, y en siendo
así, no vaciles: dale la mano; en el segundo, écha-
le nones sin vacilar. Y para esto no es menester
88 J. L. MERA
emplear términos destemplados: sobran los suaves
y comedidos para ahuyentar á un mal preten-
diente. Si no te sale al paso un buen marido,
nada importa: quédate soltera, abrázate fuerte-
mente de la virtud y la honra y ríe de los char-
latanes y murmuradores que te motejen por
haberte quedado para tía ó para vestir imágenes
de iglesia. Emplearse en esto vale más que pasar
la vida entre lágríma3 y pesares, lidiando con un
mal esposo, y roída quizás por un arrepentimien-
to sin remedio. Conque, mi Venturita, pídele á
Dios mucho juicio y mucha calma para obrar con
acierto en lo tocante al matrimonio y evitar tu
desgracia.
Doña Chanita y su hija habían escuchado al
cura en silencio y con suma atención. El viejo
sacerdote sacó su relej de plata, casi del tamaño
de una totuma^ abrióle, le vio acercándole á la
luz del mechero, y dijo:— |Hola! no creí que era
tan avanzada la hora: las cuatro de la mañana. Es
preciso dormir siquiera dos horas.
Y dijo los buenos días, se caló el sombrero
hasta las cejas, se embozó la capa hasta más arriba
de las narices, y se largó.
CITAlfSO DIOS QTIIEEA ME
POR LA PUERTA HA DE ENTRAR
^Cf L cuento que voy á referir á los lectores de
^Sf^ La Revista es del tiempo de la Patria boba]
pero nadie me quita que se lo aplique á no pocos,
hermanos míos en Cristo que gozan de los bene-
ficios de la Patria viva. ¡Cuántos puntos de seme-
janza hay entre los años corridos de 1809 á 1822,
y los que vienen deleitándonos, llenos de viveza
é interés, de 1822 hasta el presente!
Don Próspero de las Barracas, patriota honrado
y pudiente, tenía una hija llamada Belisa, moza
de diecisiete navidades, que así por su lindo rostro
y talle airoso, á pesar de sus briales acanillados
que le colgaban desde las vecindades de la cla-
vícula, como por los caudales del señor padre, era
la tentación de más de doce mozos, cada cual, ex-
capto uno solo, nada lerdo en decirle amor mío
y otras cosas agradables.
Belisa se decidió por este uno, s^^ dio á en-
tender á don Próspero con palabras nada equi-
vocas. ¡Capricho que bien pudiera explicarse!
Y este uno era el joven Polidoro, envidia, por
lo mismo de haber sido preferido, y más que en-
vidia, enojo, y furor y despecho de los derrotados
en la palestra del honesto galanteo.
Don Próspero, observador y prudente, no que-
dó contento.
Y ¿qué importaba á Belisa el desagrado de don
Próspero?
— Pero tattico^ le dijo Belisita (entonces no se
conocía ni por el forro* el papá^ que es uno de los
progresos que hemos alcanzado después de lain«
dependencia) pero, tatuco^ ¿por qué no le gusta
mi novio?
—Es alhaja muchacho, menos por una cosa.
^I Ay no sé! si á mí me gusta por todo.
— ¿También por haragán?
— ¡Si no es tal!
— ¡Dímelo á mí! Mira, hija, el tal Polidoro, con
sus mejillas bien rasuradas, su cabeza empolvada
y sus pantalones que no dan qué decir por su
perfección, va consumiendo todo cuanto heredó
de su padre, que no fué ningún desnudo menes-
teroso; y no porque sea maniroto, ni jugador, ni
tunante, sino porque consume y no produce.
Hombre más para nada no conozco.
Y don Próspero tenía razón.
CUANDO DIOS QUIERA DAK... QI
Polidoro, hijo único de padres ricoS) mimado
desde que nació, dado al ocio y amigo de uña y
carne de la ignorancia, pasaba la vida en una es*
pecie de salvaje dolce farniente que no podía
agradar á hombre como el padre de Belísa, endu*
recido en el trabajo, y que tenía á honra comer y
vestir con el sudor de su frente.
El novio de Belisa, medio pobre ya, en el decir
de los que conocían sus negocios, había adoptado
como invariables reglas de conducta ciertos re-
franes que se acomodaban perfectamente á. su
amor al ocio. Cuando daba con hombre acucioso
y consagrado al trabajo, solía decirle, dando á su
frente todo el aspecto de un filósofo: «Si trabajas
para vivir, ¿por qué te matas trabajando?» Si le
salía al encuentro la prudente economía, milagro
habría sido que no dijese: "«¡Tontería! ¿Quién no
sabe que el hombre propone y Dios dispone?»
Pero con lo que disculpaba más frecuentemente
su aversión al trabajo, era repitiendo: «Cuando
Dios quiera dar por la puerta ha de entrar».
¡Miren, pues, el hombrecito que le salía al paso
á don Próspero para convertirle en abuelo!
El bueno del taitico anduvo al principio ten
con ten; después la ceguedad de Belisa le obligó
á apretar un poco la cuerda; mas ella se mantuvo
en sus trece como portugués que pide milagros
á San Antonio, hizo cuanto no era posible que
hiciese la dejadez de Polidoro, y... y... y...
$2 J. L. MESA
Ta á nadie causó extrañeza:
Se casó ese par amante;
Ella dijo si al instante,
Él dijo sssiii con pereza.
—A mal que no tiene remedio no hay más que
hacerle buena cara, dijo al fin don Próspero, no
sin haber suspirado antes media docena de veces.
Hizo paces con los recién casados, y emprendió'
la hercúlea tarea de combatir la ociosidad de Po-
lidoro. A la sentencia: « Cuando Dios quiera dar
por la puerta ha de entrar», opuso ésta de propia
cosecha y más sesuda y positiva: «Manos pesadas
y quietas no cojen pesetas». O bien solía repetir:
— «PoHdorito, Polidorito, no olvides que quien
no trabaja de joven, se muere de hambre de
viejo.»
Sermones en el desierto, golpes al hierro frío:
el yerno era invencible: era el Cid de la pereza, y
el moro viejo del suegro iba siempre de rota.
— Señor don Próspero, decíale frecuentemente
aquél, demasiado se afana usted por acumular
bienes de fortuna. «Si trabajas para vivir »
El viejo entendía lo demás; se le ponía la nariz
colorada, rascábase la frente y se alejaba murmu-
rando no sé qué cosas, que no eran sin duda fa-
vorables al yerno. Este envolvía con pausa su ci-
garrillo, lo metía tras la oreja, encendía el yes-
quero, en él el tabaco y se ponía á dar paseos alo
CUANDO DIOS QUIBRA DAR... 93
largo del salón; ó bien se arrebozaba la capa é
iba á matar el tiempo en los corrillos de las es-
quinas y la plaza.
Se pasaron dos años; Polidoro era el mismo
Polidoro, y don Próspero se desesperaba. Le
había proporcionado al yerno muchos medios de
trabajar, le había dado capitales, abrióle en más
de una ocasión las puertas de negocios fáciles y
lucrativos; pero... á buey harón poco le presta el
aguijón. Las puertas que abría Polidoro eran las
de su casa, para que buenamente entrase por ellas
lo que jQios quiera dar.
Pensó don Próspero que poniéndole en el ca-
mino de los empleos algo haría su hijo político,
ya que no era posible hacerle trabajar. ¡Hay tan-
tos acomodos propios para los, Polidoros en la
República! En fin, las diligencias del viejo no
fueron estériles, y parecía que el marido de Beli-
sa convenía en ser empleado; pero tenía que
hacer personalmente cierta diligencia, de esas
para las cuales ni aun es preciso tener completos
pies y manos. Sin embargo, se pasó un día, se
pasaron dos, transcurrieron tres, y el buen mozo
del yerno siempre en babia. No se movió, la gan-
ga del empleo se la llevó otro, y aquí fueron los
últimos y más terribles reniegos de don Próspero.
Hubo réspice; pero fué como balazo en lana: Po-
lidoro lo contestó echando con calma una boca-
nada de humo de tabaco y repitiendo: — No se
94 J* L. MERA
inquiete mi querido señor padre político, pues
cuando Dios quiera dar, por la puerta ha de entrar.
Dado á perros salía don Próspero de la casa de
su yerno, cuando se dio de hocicos con su her-
mano Pepe.
Don Pepe honrado y laborioso á carta cabal, no
era muy bonachón que digamos: irritábase fócil?
mente, y una vez encolerizado ¡Ave María! ¡quién
le ponía punto en boca ni le ataba las manos!
Ya sabía lo que era Polidoro, y más de una vez
dijo á don Próspero con franqueza nada pulida: —
I Vamos; me parece que tu yerno es tonto de uno
en carga.
— No tanto, hermano. Es asi así..... ocioso y
nada más.
—Pues ¿qué? ¿y un ocioso no es un tonto?
— ¡Qué tirante eres en tus juicios!
— Si no es un tonto ¿por qué no le corriges?
'¿por qué no le limpias de esa pereza de los dia-
blos? ¡Si fuera mi yerno!
— Se le ha metido entre cqa y ceja que «Cuan-
do Dios quiera dar »
— ¡Eh pues! ¡ya ves, hermano Próspero, que
esa es una majadería; por Crispas! yo le habría
dado en nombre de Dios
—¿Qué le habrías dado?
— ¿Has olvidado ya aquello de nuestro buen
padre: «¿A mozo haragán y caballo lerdo, vara de
fresno?»
CUANDO DIOS QUIBRA DAR... 95
Pasado el momento de las rabietas ó rabiazas
en que á don Próspero encontró su hermano, y
después que éste se impuso, entre varias muestras
de ociosidad de Polidoro, de lo del malogrado
empleo, trabaron los dos animado diálogo.
Y ¿qué diálogo no era animado, si en él tercia-
ba el arrebatado de don Pepe?
Mas nadie oyó palabra de lo que hablaban, pues
se habían retirado buen espacio del concurso de
transeúntes que inundaba la calle.
No tan nadie: ahí asomaron los dos hijos de
don Pepe, jayanazos de espaldas de á dos varas,
pies como pisones y manos que ni las de Goliat,
y ambos metieron pico en el plato.
A poco se separaron, don Próspero medio ca-
riacontecido, don Pepe entre avinagrado y satis-
fecho, sus dos hijos con el contento que les rebo-
saba por toda la cara.
Ese día el alegre pueblo de Quito contaba tres
de la bulliciosia temporada de inocentes, y plazas
y calles eran invadidas por numerosas partidas de
monos, helermos (beletmitas) y chiquillas camiso-
nas. Fiesta de criadas y muchachos, que luego se
convierte en entusiasta diversión de la aristocra-
cia, esos populares disfraces hacen asomar por
zaguanes, puertas y tiendas las caras de pascuas
de las cholas y cocineras é incitan la algazara de
los niños y de los desarrapados pilluelos que gritan
sin cesar: ¡Machico! ¡machico! ¡Padre belermof
96 J. L. MBRA
— j
/ Chiquilla camisonaf Los máscaras contestan con
majaderías; pero á veces suelen soltar frases pre-
ñadas de malicia y que saben á pimiento.
Dos monos y un belermo pasaban y repasaban
bajo los balcones de Polidoro. Esto nada tenía de
extraño; pero el yerno de don Próspero tuvo su
si es no es de escozor cuando oyó que los susodi-
chos repetían en voz de tiple: Cuando Dios quiera
dar por la puerta ha de entrar. — ^Belisita, dijo al
retirarse del balcón, pues no pudo 'aguantar de
frente la chafaldita, ¿por qué será que los monos
me dicen eso á cada rato?
Mas Belisita hacía media hora que-había salidoi
no solo del salón, sino de la casa.
Polidoro estaba solo. Encendió su yesca, pren-
dió el cigarrillo, se arrebozó la capa y comenzó á
pasearse á lo largo del salón. Pensando estaba en
que cuando Dios quiera dar.., y no oyó los pasos
de dos monos que subían las gradas.
jQué! si no sólo eran los dos monos: con ellos
iba también el padre belermo, y todos Tepeti2in:'^
Polidorito, tienes razón: Cuando Dios quiera dar
por la puerta ha de entrar. Dios, quiere darte y
hemos entrado por la puerta.
Y sin más ni más uno de los robustos monos
salta á las espaldas á Polidoro, le echa al suelo
como si fuese un muñeco de trapo, el otro le alza
capa y levita y le sujeta de los pies, y el padre be*
lermOf que á prevención llevaba entre los hábitos
CUANDO DIOS QUIERA DAR... 97
un retorcido zurriago, le da tal azotaina, que ni á
cristiano en galera turca.
— ¡Socorro! gritaba Polidoro.
— Ya no te lo damos, contestaba el fraile: el
mejor socorro para un haragán es este: ¡toma!
— ¡Ay ayf ¡ay ay!
— Que te duela: Dios te ha querido dar y he-
mos entrado por la puerta: ¡toma ocioso!
— ¡Ay ay! ¡me matan!
— ^El látigo no mata; lo que mata es la pereza:
¡toma ocioso! ¡toma lo que mereces!
— ¡Ay ay! ¡misericordia!
— ^Tengámosla, dijo al fin el helermo.
Soltaron los monos á Polidoro, ocultó el fraile
el látigoy salieron todos repitiendo i-^/^ojól ¡jojó!
¡qué rica cosa! ¡qué rica cosa!
Algunos días después don José preguntaba á
don Próspero: — ¿Y pues? ¿ha producido algún
buen efecto la cueriza?
— ¡Ay! hermano, ¡qué ha de producir ningún
buen efecto! Has debido, como te dije, excusar la
prueba de los látigos teniendo presente aquello de
«Árbol mal criado, antes hecho astillas que ende-
rezado».
LIBROS PRESTADOS
^^[Iálgame Cristo! ¿Quién me hubiera dicho
. S' que estos libros, habidos con tanto afán y
á costa de mil ahorros, y destinados por mi vo-
luntad á darme instrucción y ratos de contento,
habían de llegar á serme causa de frecuentes mo-
lestias?
Acababa de hacer esta exclamación mi viejo
amigo don Pascual, cuando yo tocaba la puerta
de su biblioteca.
— ¿Quién va?, preguntó coi^ voz agria que reve-
laba un mal humor capaz de ahuyentar visitas,
que no de recibirlas. Detúveme algo desconcer-
tado; pero acordándome que todos los días abu-
saba de la exquisita urbanidad del dueño de casa,
empujé la puerta y me metí de rondón.
Hallé á don Pascual en actitud* meditabunda
delante de sus libros, cruzados los brazos y la cara
hosca más que la de un tesorero cuando le Uue-
XOO J. L. MBRA
ven los vales y la caja está vacía. Al verme quiso
mostrarme su habitual sonrisa; pero advertí el
gran esfuerzo que le costaba el desarrugar el en-
trecejo y dilatar las extremidades de la boca. Me
deshice en palabras almibaradas, me encorvé y
enderecé cuatro veces y le apreté otras tantas la
diestra con ambas manos. Si conseguí amansarle
un poco, no lo sé; pero ello es verdad que co-
menzamos una animada conversación sobre el
tema que le había arrancado aquel sentido ¡Vál-
game Dios! cuando yo entraba.
— Aquí me tienes, Jenaro amigo, me dijo, pa-
sando revista á mis libros y muriéndome de cóle-
ra, á pesar de lo calmado que soy, según tú mismo
pudieras dar testimonio de ello. Pero ¡qué quie-
res! yo desearía ver al santo Job en el caso en
que me han puesto ciertos prójimos saqueadores
de mis estantes y verdugos de mis queridos li-
bros. {Pobres de estos amigos y compañeros de
mi vida! Mira ]qué confusión! ¡qué desorden! ¡qué
porquería de muchos y qué ausencia de unos
cuantos!
— ¿Por qué este desbarajuste, señor don Pas-
cual? Pues á lo que se me alcanza, usted tiene su
biblioteca como bienes de testamentaría en depó-
sito. ¿Qué enemigas manos la han tfaído á esta
ruina?
— ¿Por qué? Es muy fácil que lo comprendas:
todo el mundo ha dado en pedirme libros, y no.
LIBROS PRB8TAD0S
hay pisaverde babazorro, ni corrillero charlatán,
üi romántica bachillera, ni desaseada comadre, ni
ocioso oficinista que, so pretexto de apasionados á
la lectura y ansiosos de ilustrarse, no acudan á los
estantes de don Pascual, y como don Pascual
tiene el gravísimo defecto de no poder ecTiarle
nones á nadi^, va quedándose sin biblioteca y, lo
que es más, hasta sin paciencia: ¡ya no puedo,
Jenaro, ya no puedo con los pedigüeños de libros!
Y el pobre viejo se maltrataba la espaciosa
calva con todas las uñas de la temblosa diestra.
Yo que leo en mi conciencia (ó en mi amor pro-
pio), que no soy babazorro, ni corrillero, ni nada
de eso que dijo don Pascual, me vi, sin embargo,
medio corrido. Pues cómo no, si él objeto de mi
visita era precisamente pedir á don Pascual una
obrilla que necesitaba con urgencia. ¿Quién
puede contar, me dije, con la bondad de un ami-
go, cuando está dominado de esplín^ y menos si
éste tiene fundaijaentos de justicia? Me resolví,
pues, á tomar el partido más prudente, el de di-
rigir á don Pascual un atento páselo bien y lar-
garme de su presencia; mas noté que se modifi-
caba su expresión, que su para iba saliendo de
la penumbra, y me contuve.
— ^Mira este andamio, prosiguió el viejo: no ha
mucho que estaba lleno con \2i Historia Universal
de César Cantú; mas ¿ahora? ni mis carcomidas
encías tienen más claros. Mira más allá: diez to»
L. MBRA
mos menos de la Historia Natural^ y cinco más
rotos y sucios como devocionario de beata 4.
misal de aldea. Si^BufíÓn volviese al mundo,
jvive Diosl que daría por bien perdido este ejem-
plar de sus obras, á trueque de emplear su sabia
pluma en describir al mamífero bimano que así
le ha maltratado! Aquí no hay sino un tomo del
Don Quijote \ los demás están corriendo aventu-
ras con un caballero andante, y quién sabe si vol-
verán de la cueva de Montesinos. Allá está la
Santa Biblia^ con el Génesis hecho trizas, más
que si hubiese caído en manos de un materialista,
con los Profetas y los Evangelistas empuercados,
que ni estudiados por un hereje. |0h! y ha de
haber quien diga que nosotros somos los hereja-
zos, cuando nunca hemos cometido tales profana-
ciones y felonías, y sólo porque nos damos á leer,
allá por muerte de un tonto, algún libro un si es
no es picarón ó con ribetes de ilustrado, Y des-
pués de lo que acabo de hacerte ver, ¿no has de
justificar, Jenaro amigo, el enojo en que has ve-
nido á sorprenderme? ¡Viniera por aquí el perrazo
de Omar y aplicara su tea lihricida á estas reli-
quias de mi biblioteca, y á quienes así me la han
dejado!
Me asustó la imprecación y abrí tamaños ojos,
pues extraña hasta serlo de sobra me pareció en
boca del afilosofado y bonachón de don Pascual.
Pero tomándome la diestra con aire jovial, . me
j
LIBROS PRESTADOS IO3
aproximó á uno de los estantes y señalándome un
tomo de la Biblia. — ^No hay duda, me dijo, que á
pesar de todas Jas rabietas ó rabiazas que le dan á
uno los que le piden libros, á veces tiene de que
reir; ¡ni qué otra cosa ha de hacer! Abre, Jenaro,
ese volumen y diviértete. Cayó en manos de mi
vecina doña Pomponia, como si dijésemos en las
de un mayordomo que tiene para su gasto un
sistema particular de contabilidad agrícola, y me
le ha devuelto con notas marginales asaz curiosas
é instructivas. Míralas.
Abrí el libro con viva curiosidad; aunque para
quien conoce á la comadre Pomponia, no era
mucho de admirar que le hubiese andtado; por-
que se sabe, con referencia á su padre confesor,
que la tiene en altísimo concepto, que entiende á
maravilla de cosas grandes del cielo y la tierra,
del alma y del cuerpo, y, sobre todo, más de
cuanto pasa en las casas ajenas que en la propia.
Sólo le faltaba saber la Biblia, Pero ¡qué sorpre-
sa! Lo primero con que dieron mis ojos fueron es-
tas palabras que nada tenían que ver con las San-
tas Escrituras, puestas en letra gorda y desigual
entre los floreados renglones del frontis: El 23 de
Mayo de iSsSy á las seis de la mañana, parió la
vaca barrosa alternerito «^í^¿j;¿/o. Confieso que par-
ticipé del enojo de D. Pascual, al ver tan extraña
^partida bautismal en semejante libro.
—Sigue, sigue, Jenaro, me dijo el viejo.
104 1* !-• MERA
A la vuelta de algunas hojas hallé estotra: El 2
de Junio reventó la papujada doce pollitos; tres
blancos, tres negros y los demás par ditos. Aquí
apreté los labios y plegué el entrecejo. Lo notó
D. Pascual, y repitió sonriendo:
— Sigue, Jenaro, sigue.
Le obedecí, y pasé rápidamente diez hojas. Jun-
to al precepto del Decálogo que prohibe poner
los cinco en las cosas ajenas, se hallaba esta pere-
grina sentencia: El indio Martin Chuchi se robó
dos carneros gordos, de valor de tres pesos cada
uno; hoy le he metido en la cárcel^ y no saldrá de
ella el mitayo bribón, hasta que me pague los seis
pesos,
* ^¡Caramba! exclamé, esto es insufrible!
Aguarda, exclamó á su vez mi amigo; hay una
nota, y es de las mejores, que has de verla, que lo
quieras ó no.
Volvió algunas hojas hasta dar con aquella anéc-
dota de Thamar y Judas.
— ¿ Recuerdas de este pasaje? me preguntó.
— ¡Vaya si no he de recordarlo!
— Pues mira lo que ha puesto doña Pomponia.
Y me señaló con el dedo unas líneas pegadítas al
punto más interesante del relato bíblico, y que
decían: Qué caso tan idéntico al que pasó ahora un.
a fio entre Fulanita y D, Zutano!
Ahí sí que no pude aguantar más, y tomando
el libro y cerrándolo con ira:
UBROS PRBSTADOS IO5
— ^¡Por vida de sanes! exclamé, esa vieja de
doña Pomponia no sólo es necia, sino malvada.
¿Qué ha hecho usted que no le ha descargado un
pelambre y no ha quebrado por siempre jamás
con ella?
—El escolio último, contestó D. Pascual, de-
muestra que doña Pomponia gusta de ensuciar
no solamente libros, sino reputaciones; esto es in-
fame. Hoy mismo borraré esas líneas. En cuanto
á lo demás, te aseguro que estoy resuelto á no
perder una amistad por un libro; si no fuera así,
pronto me vería de malas con medio pueblo.
Queden, pues, mis plúteos desiertos y mi cabeza
monda y lironda como bola de billar á puro ras-
cármela con impaciencia, antes que se pongan de
barbas agrias conmigo ni Pancho, ni Julián, ni
doña Pomponia, ni Mariquita, ni ninguno de los
amigos y amigas que Dios me ha deparado; aun-
que á veces hacen cosas...
Calló un momento D. Pascual, y se sonreía con
algún recuerdo que le asaltaba.
— ^Piensa y obra usted con demasiada filosofía,
le observé.
— Qué quieres, Jenaro; eso es preciso: á mal que
no trae remedio, no hay sino ponerle buena cara.
Te decía que los amigos hacen unas cosas... Óye-
me: no hace un mes que Pancho me ofreció un
ungüento para esta mejilla que una fluxión me
la puso como una teta de vaca, y tuvo la bondad
Z06 J. L. MBRA
de remitírmele envuelto... ¿á que no adivinas en
' qué?... ¡En una hoja de La Iliaduj que pocos días
antes me la arrancó de este armario, como si me
la arrancase del alma I
— ¡Esto era para morirse! Pancho del diantre!
— Pues no, señor: me dio cólera muy de veras,
pero no me mprí. Y me apliqué el ungüento, que
había sido la mano de Dios, quedé sano y fué per-
donado Esculapio á costa de Homero.
Mariquita, continuó D. Pascual, me devolvió
ayer la Jerusalén Libertada, que me pidiera juz-
gándola libro místico; y si bien se engañó en esto,
le ha parecido la cosa más bonita del mundo, y me
asegura que precisamente ha de poner el nombre
de Sofronia, aunque no conste en el calendario, á
la niña que va á nacerle.
— Entre paréntesis: ¿cómo adivina Mariquita el
sexo de esa criatura por venir?
— ¡Bah! lo más fácil para ella: desde su tatara-
buela se sabe en su familia, que si la mujer que se
halla en estado interesante adelanta V pie dere-
cho al andar, niña lleva dentro; y todavía más
sabe Mariquita, y es que Sofronita ha de ser linda
más que la santa patrona de los imposibles. Sea
de esto lo que fuese, escucha: vino el malaventu-
rado libro señalado en cada trozo más notable,
con una virutita de madera, los pasajes más heroi-
cos con hilachas de flocadura de alfombra, y las
escenas amorosas más candentes con hc^s de ce-
LIBROS PRESTADOS IO7
bolla, que hacían oler todo el volumen á vasija cu-
linaria. ¡Atroz profanación de la belleza, el amor y
la poesía! ¿quién habría pensado jamás que Rei-
naldo y Armida fueran á dar á una cocina, y no á
la isla encantada llena de hermosas y odoríferas
flores! Otro amigo que nunca lee nada, oque nada
entiende $i algo lee, pero que le gusta ser tenido
por docto en toda materia, se ha llevado quince
volúmenes que, según malicias que tengo, no vol*
• verán á cubrir esas tristes brechas que allí ves.
Me han asegurado que está formando una libre-
ría para ^u irso, la cual además del mérito de las
obras que la componen, tiene el de que éstas fue-
ron compradas por otros. Para que el amateur se
luzca gratis, sin más trabajo que el de pedii*las y
no devolverlas, nada importan los reproches de
la conciencia ni las delicadezas de la buena crian-
za. ¡Qué conciencias, ni qué delicadezas, ni qué
pan pintado! Robo de libros, robo de caballeros,
y no hay pecado ni venial. El susodicho amigo
ha heredado tssta máxima de su visabuelo; y aun-
que ella fuese mala, ya estaría bonificada por la
antiquísima práctica y la consiguiente prescrip-
ción.
En cuanto á las revistas y periódicos, ya es
cosa bien sabida y costumbre arraigada en nues-
tra gente lectora, séalo de veras, séalo en aparien-
cia, que no han de devolverse á sus dueños. Se
suscribe uno, v. gr. yo; y como no á todos gusta
108 J. L. MBRA
eso de invertir sus pesetas en suscripciones, es de
verse como el día de la llegada del correo se me pe-
gan unos cuantos amigos para arrebatarme de
las manos el Iris, El Nacional , ó cualquier otro .
periódico. Muchas veces no me dan tiempo ni
de recorrerlos brevemente ; llévanselos, y leídos
aquí, y allá y en otras partes, no toman á mí, ó
si vuelven, son ajados y sucios como pañuelo de
narices de chiquillo. Es frecuente que la confian-
za de algunos prójimos llegue al extremo de lle-
varse esos papeles de la estafeta misma) y si son
prójimos empleados en ésta, mayor derecho tie-
nen para sustraérselos. Todo esto rio tiene pizca
de malo... para los ladrones, se entiende, que para
los dueños 'malísimo es. Me ha sucedido más de
una vez que yo, dueño legítimo y poseedor de
buena fe de periódicos y folletos, he quedado ayu-
no de su contenido, pues cuando he querido leer-
los, pidiendo á algún amigo el favor de que me
los devolviese, he dado con ellos convertidos eh
patrones de chaquetas ó calzonarios^ ó en cucuru-
chos de guardar semillas.
— Señor D. Pascual, observé, no hace mucho
rato que vi á usted hecho una víbora contra los
ladrones y los destructores de libros, y ahora que
trata de periódicos, aunque á los susodichos les
machaca las liendres, lo hace con biien humor.
— En efecto. Pero, ¡qué quieres, Jenaro! Cuan-
do, como esta mañana, almuerzo chorizos con
LIBROS PRESTADOS log
huevos fritos, se me pone la bilis negra y crespa
como cabeza de mandinga, y entonces soy capaz
de dar de palos á los enemigos de mis libros; pero
hácese la digestión, la bilis se normaliza, todo
pasa y me pongo de chunga como siempre. Ya no
echo pestes amargas contra nadie, sino agridul-
ces. Y ¡qué valen las pestes de cualquier género
que sean, si no se hace caso de lo que verdadera-
mente vale mucho, — del respeto á las cosas aje-
nas, de la honradez, de la delicadeza para con los
amigos! ¿Dónde haliaremps un remedio para los
enemigos de mi librería? ¿Cómo les haremos com-
prender que su procedimiento lastima la buena
educación? Los ratones han desaparecido al mau-
llo de mi mozo; la polilla ha huido del polvo de
tabaco, y para mis nietezuelos, que á veces ve-
nían á maltratar alg4inos libros que, por su des-
gracia, tienen estampas, hallé el excelente antí-
doto dé enseñarles un diablo rabudo que hay pin-
tado en el Apocalipsis. Sólo me están pudiendo
los lecto- maniático -latro- pedigüeños. ¿Qué ha-
remos, Jenaro?
Ocurrióseme una idea, feliz en mi concepto, y
le dije:
— ¿No fuera bueno poner en el copete de ese
estante un cartel con una inscripción que yo sé?
Y le repetí esta décima, que aprendí antaño de
mi maestro de escuela:
lio J. L. MERA
Plegué á Dios, libros queridos.
Que aqui tan bien os halláis,
Que nunca jamás seáis
A vuestro duefio pedidos;
O que más bien convertidos
Seáis en tristes cenizas,
Antes que en las manos veros
De tantos lectores fieros,
Que os empuerquen ó hagan trizas,
U os roben cual caballeros.
— ¡Bravo! exclamó el viejo al oiría, ¡bravol A
ver: siéntate aquí, Jenaro, y echa esos verbos
antílatrocinium librorttm en este pliego; pero en
letras bien gordas á que puedan leerlos todos des-
de lejos.
Sentéme, escribí en letra casi de fardo, y el
cartelón fué colocado á manera de inri en lo mis
alto de un estante.
— ¡Bravo! repitió don Pascual, ¡soberbio! Y
palmoteo que ni aplaudidor de oficio en un teatro.
Al verle de tan buen humor, le dije: — Señor
don Pascual, temo haber escrito esa receta para
que también me'la aplique Vd. á mí.
— ¡Bah, Jenaro! no seas inocente: ¿acaso tú pa-
deces la enfermedad que los otros? Pide, hijo:
¿qué quieres?
— Gracias.
— Toma el libro que necesitas. Sé que me le
devolverás pronto, sano y salvo.
LIBROS PRBSTADOS III
— Gracias, mi bondadoso don Pascual.
— Mira, Jenaro, me complazco en prestar li-
bros á jóvenes como tú, y aun á otros que no se
te parecen, con tal que se porten con decencia,
importándome un ardite que los lean ó no, ó que
los tomen con A finis i^or delante y e\ frontis por
detrás, como eLlego del cuento, cuando subía al
pulpito á dar lección espiritual á las beatas soño-
lientas de su auditorio.
Me acerqué á un estante, tomé el libro que ne-
cesitaba, púsele bajo el brazo, repetí los agrade-
cimientos, y agur.
Mano, 1869
¡YA NO SE CASAN!
jnl RTüRO se había enamorado perdidamente de
O Fernandina, y Fernandina correspondía
con pasión á Arturo.
El cuento de los enamoramientos que, con pa-
recer frecuentemente cuento de viejas, viene no
obstante, mezclado en la historia de la humani-
dad desde Adán y Eva hasta nuestros Adonis y
Venus de moderna y novísima edición, y que sin
ninguna duda se mantendrán en sus trece hasta
la última pareja de pecadores que se chamusque
el último día del mundo, no es cosa que puede
llamar la atención de mis lectores.
¿Qué tenemos que ver, me dirán, con que ese
Arturo y esa Fernandina se amen como unos hé-
roes de novela?
Nada por cierto.
Y, con todo, cuento de amores tenemos, y de
novios desengañados, que es cosa tan común, y
8
114 J. L. MBRA
de matrimonio desbaratado en proyecto, cosa
vulgarísima.
Pero ¿cuánto va que el desenlace de mi cuen-
to ha de interesar su poco á mis susodichos lecto-
res, si no por lo nuevo, á lo menos por la causa
que lo produjo?
Y luego aquí se pinta el carácter de mi amigo
Arturo, que no es de los comunes: en su género,
es un modelo que ojalá tuviera imitadores.
Este amigo viene á verme todas las tardes, se
echa á pechos su taza de c^fé con acompasada
calma, fuma su cigarro entre sorbo y sorbo, lue-
go recorre algún periódico, charlamos bastante,
damos en seguida un largo paseo por los subur-
bios, y casi siempre terminamos por contarnos
mutuamente nuestra historia del día.
Imagínese si no estaré yo impuesto menuda-
mente de los amoríos y proyectos matrimoniales
de Arturo y Fernañdina.
Debieron haberse casado el domingo de la úl-
tima Pascua.
Yo debía haber sido su padrino.
Todo estaba listo, hasta los confites y el vino,
con que el novio quería agasajar esa noche á sus
amigos. '
Sin embargo, he aquí que estamos en domin-
. go de Cuasimodo, y Arturo permanece soltero.
El sábado santo vino, pues, á verme como de
costumbre; pero desde que pisó mi cuarto noté
uViiái I
I YA NO 8B casan! ZI5
algo extraño en su persona: alguna novedad muy
grave había ocurrido en su alma, y sus efectos
trascendían á toda la superficie de su persona.
Estaba pálido, triste, mohíno
Sorbió un par de bocados de café y dejó la taza;
tomó un periódico y en seguida, casi sin recorrer-
lo, lo tiró sobre la mesa; dio idas y venidas por
el aposento, mordiendo con* despecho, más bien
que fumando su puro, y estuvo cortísimo en pa-
labras.
Al principio creí que este estado del ánimo de
mi amigo era efecto de la aproximación de su en-
lace; porque, al fin, esto de casarse es cosa muy
seria para quien tiene el juicio bien acondiciona-
do; y por grande que sea el amor que le obliga á
inclinar la cerviz al yugo, no puede prescindir de
algunos pensamientos nada alegres acerca del es-
tado que ha resuelto abrazar.
El matrimonio es una especie de muerte: mo-
rimos para nuestro pasado, para nuestras antiguas
afecciones y costumbres, para nuestras calavera-
das, para aquella libertad más ó menos non sancta
que forma la vida de la juventud.
Y el que no se resuelve á morir para todas es-
tas cosas, ¡que no se case! ¡por Dios, que no haga
tal majadería!
Sólo en muriendo para ellas, nace uno para la
vida conyugal; si no...
Creí, pues, que Arturo, puesto en tan duro
Zl6 J. L. MBRA
trance, hacía grandes esfuerzos para traer su buen
juicio y su conciencia á que le ayudasen á bien
morir.
Me parecía asistir á la lucha interior que soste-
nían por una parte su amor y deseos actuales, y
por otra sus antiguos afectos, que trataba de ex-
peler violentamente de su pecho.
Guardé silencio.
Pero al cabo, después de una de las vueltas de
su agitado paseo, se cuadró de improviso delante
de mí, cruzó los brazos, y fijándome una mirada
que me causó miedo, me dijo en voz medio tré-
mula.
— jYa no me caso!
Me causó tal sorpresa este anuncio inesperado,
que di un paso atrás como si Arturo me acome-
tiese.
— ¡Estás loco! exclamé.
— ¿Loco yo? Si lo estuviese, no te diría que ya
no me caso: hoy se me ha centuplicado el juicio.
— ¡Te chanceas!
—No tal.
— ¡Explícate hombre!
Mas Arturo volvió á su paseo vertiginoso, y no
quiso hablarme.
Había arrojado el cigarro despedazado entre
los dientes, y se mordía ora el bigote, ora el la-
bio inferior, hasta ponerlo colorado como un to-
mate.
{YA NO SB casan! II7
— ^Tú, continué, tú tan enamorado, tan apasio-
nado de Femandina, tan decidido á sacrificarte
por hacerla tu esposa, ¿eres capaz de cambiar de
afecto y de resolución en menos de un día? ¿así
renundias tan ex abrupto tus proyectos y la felici-
dad que te prometías asegurar para los dos últi-
mos tercios de tu vida? ¿Qué es esto? ¡Vamos! no
te comprendo.
Arturo parecía sordo como un banco, á fuer de
absorbido en alguna extraña preocupación, y con-
tinuaba su paseo de vaivén; pero se había com-
padecido de sus labios y buscado otras víctimas:
se roía furiosamente las uñas.
Era preciso que yo descubriera d motivo que
obligaba á mi amigo á renunciar á su enlace, y
torné á la carga.
— ¿Te ha disgustado, le dije, alguna frialdad, al-
guna inopinada reserva de Fernandina para con-
tigo? ¿Tienes por ventura alguna picazoncilla de
celos? ¿Te ha mordido la víbora de la duda?...
Esto sería terrible, pero la culpa estaría en tí, pe-
lillosito. A fe que la chica es muy alegre y por
extremo comunicativa ; la habrás sorprendido en
conversación demasiado familiar con nuestro ami-
go Torcuato, ó contenta de los chicoleos de su
primito Marcelo, ó...
— ^No es nada de eso, díjome al fin Arturo;
pero, sin añadir ni una sílaba más, siguió devo-
rándose las uñas.
Il8 J. L. MBRA
— Sospecho, continué, que algún correveidile
de faldas ha asomado en tu noviazgo. ¿Qué ma-
trimonio se hace en nuestro pueblo sin la maiéfí •
ca intervención de alguna comadre de boca libre,
sin habladurías repugnantes y chismes ridículos?
Nada importan la castidad y decencia de la no-
•via, la honrade? é hidalguía del novio, la honora-
bilidad de las familias: apenas susurra que vamos
á tener bodas, cuando lo primero que se presen-
ta, como para sazonarlas, es la murmuración, con
su cortejo de mentiras y comentarios infames, sin
que falten algunas veces los embustes y ñoñeces
de las mamas y las imprudencias pueriles de los
papas de los novios. ¿O tal vez has tenido yz al-
gún disgusto serio con tu futura suegra ó con el
que debe ser tu cuñado? Creo qué esa pobre vie-
ja ha de ser muy diversa del común de las sue-
gras: ¡es tan buena! Además, te diré francamen-
te mi opinión en este punto: se habla mucho con-
tra las suegras, y yo creo que la mayor parte de
las acusaciones que se las hace no tiene otro ob-
jeto que el de justificar ó atenuar á lo menos el
mal comportamiento de los yernos. En cuanto á
los cuñados, sean quienes fueren, es fácil neutra-
lizar su acción con sólo divorciarse de su amistad,
tanto cuanto lo exija la prudencia. Nuestros cho'
¡os inventan adagios que no debemos despreciar:
ellos suelen decir: «Con los cuñaditos, mucho ca-
riño, pero lejitos.»
¡YA NO SB casan! 119
Arturo desarrugó un tanto el entrecejo y como
que tuvo proyecto de sonreírse. Con todo, tam-
poco desplegó los labios. ¡Diablo de hombre!
Yo seguí preguntando y discurriendo.
— ¿Qué mano negra ha venido, pues, ha desba-
ratar todos tus planes? ¿Qué mal viento ha mar-
chitado tus ilusiones? ¿Ha llegado á disgustarte
en Fernandina algún defecto en que has repara-
do á última hora? Esto sería extraño, porque un
enamorado como tú no descubre jamás nada mala
en su ídolo: por el contrario, muchas veces suele
ver oro donde todo es escoria, halla belleza en lo
feo, inteligencia en la necedad y virtud en el vi-
cio, y el velo^ del engañó no suele romperse sino
cuando ya no es posible remediar el mal que ha
causado la locura de la pasión. Sin embargo, pue-
de que hayas reflexionado que una señorita no
educada en estricta moral, cuando viene al ma-
trimonio difícilmente puede olvidar sus resabios
y ser una buena esposa; ó que joven que tiene la
cabeza vacía, ó llefla sólo de escenas novelescas y
frivolidades poéticas, es seguro que, cuando me-
nos, ha de parar en compañera fastidiosa de un
hombre ilustrado y serio. Conque, dime, ¿ha lle-
gado á enfadarte el excesivo lujo de tu novia y su
loca pasión por la moda? ¿Has advertido al fin
que tiene una cara antes de la toilette y otra des-
pués,, capaz de ofuscar hasta á la madre que la
parió? ¿TTe choca, que fíe gran parte de su belleza
120 J. L. MERA
al enlucido de que tanto se cura? ¿Te repugna
verle la frente cubierta de guedejas colgantes, á
manera de flocadura de sobre-cama? ¿Te ha eno-
jado verla con su sombrero en forma de torre de
Babel, y cargado de flores y frutos como mostra-
dor de exposición de productos agrícolas? ¿Ha
venido á causarte murria y á desobligarte de la
deidad de ayer aquella mentira bombástica, aquel
prom6ntorÍQ antiartístico, aquel antipúdico arma-
toste, que siguiendo las extravagancias de la
moda, ha dado en echarse Fernandinita, para ha-
cer ostentación de lo que menos debe ostentar
una mujer honesta y de buen gusto, cual es la
parte antípoda del bajo vientre? Todas estas co-
sas son por. cierto repugnantes, y pudieran ser
otros tantos motivos para que muchas damas que
de ellas viven prendadas vengan á menos en la
estimación de los hombres juiciosos; pero todas
ellas también son tropiezos qiíe pudieras allanar,
una vez marido de la simpática Fernandina. Do-
minarías en ella, puesto que te ama, y á fuerza
de amor, de buen modo y prudencia de tu parte,
irías quitándole ^u afición á los menjurjes con
que se adoba rostro y pecho, suprimirías los jar-
dines y huertos de la cabeza, aplanarías los mon-
tes caderiales ó rabinicos, etc., y al cabo de_poco
tiempo tendrías una esposa sin los tales adita-
mentos, opuestos á la naturaleza, la decencia y el
buen gusto...
|TA NO 8B casan!
— Hombre, Pepe, me interrumpió Arturo, mal-
gastas neciamente tus razones, y en vez de darme
remedio, acreces mi enojo, porque no das con
ellas en el clavo. Andas por la superficie, cuando
el mal que he descubierto en Fernandina es in-
terno, es dolencia de su alma, es achaque de su
cerebro...
— Pero, hombre de Judas, le repliqué en el mis-
mo tono áspero con que acababa de hablarme, tú
tienes la culpa, pues no me enseñas el blanco á
que debo dirigir mis tiros saludables.
— Pues hele aquí: ¿Sabes cual es la pasión que
más tiraniza el corazón humano? ¿Sabes cuál es la
que, siempre creciente, á medida que se desarro-
lla va convirtiéndose en un monstruo que no sólo
fastidia, irrita y daña á nuestros prójimos, sino que
. envenena nuestras propias entrañas, cuando he-
mos tenido la desgracia de dejarnos dominar por
ella? No es el amor: el amor es achaque curable,
y yo podría qitar casos en que los cupidos más
frenéticos han venido á ser personas razonables.
No es el juego; un jugador es al cabo un ser huma-
na, á pesar de la degeneración moral á que suele
arrastrar al hombre el uso cotidiano de los dados
* y la baraja. No es la sed de riquezas: no siempre
el rico es avaro, y conozco algunos que con la una
mano buscan ávidamente oro, mientras con la
otra le derraman. No es la embriaguez: un borra-
cho envilecido tiene sus momentos de juicio, y
122 J. L. MBRA
hay quienes en estos momentos, hasta se lamen-
tan de su terrible mal. La pasión monstruo, la in-
domable, la que no admite remedio, la que con-
vierte al hombre en fiera y frecuentemente en
demonio, es la pasión de la política. Y si en el
sexo fuerte, si en el sexo compelido por el destino
social á vivir luchando entre las olas de fuego de
lo que llamamos v^da pública, causa dicha pasión
estragos espantosos, ¿comprendes tú lo que será
una mujer envuelta en ¡ella? Cualquier pasión es
más vehemente en la mujer que en el hombre: su
extrema sensibilidad, su debilidad misma, son
combustibles en que los afectos se ceban con m^s
furor: ¿no arde por ventura más fácilmente la es-
topa que la leña? En un hombre (se entiende
en un verdadero hombre) la energía de carácter
es escudo diamantino contra las más poderosas
pasiones; en una mujer, singularmente si no tie-
ne corazón é inteligencia bien cultivados — con
aquella labor atinada y sabia que conviene á su
naturaleza y destino — el carácter es corteza muy
endeble, y cualquiera pasión la rompe, y atravie-
sa y penetra hasta el fondo del alma. Cuando )a
política ha sojuzgado el espíritu de una mujer, la
transforma en un ser extraño, que junta en sí, én
confuso y visible desorden, las condiciones mora-
les de ambos sexos: viene á ser un ente con dotes
femeniles debidos á la naturaleza, y con resabios
hombrunos por adquisición ilegítima y violenta.
¡YA NO SB casan! 123
Una politicastraesáun tiempo caricaturade hom-
bre y de mujer; la grotesca hibridación de senti-
mientos é ideas en ella efectuada — esto es de las
ideas y sentimientos que deben obrar en la vida
doméstica, y de los que sirven para la pública, la
convierte en una especie de hermafrodita repug-
nante. No quiero decir que una señora no debe
adquirir algunas nociones de política, ni que debe
renunciar del todo al conocimiento de los hom-
bres y de los hechos; no, señor, pues creo que
debe aprender á penetrarlas y juzgarlas; lo que me
choca, lo que me irrita, lo que condeno con toda
la energía de mi alma, es que ande siempre meti-
da en- política, siempre hablando de ella, siem-
pre cuchicheando sobre asuntos públicos, forjando
planes eleccionarios y listas de candidatos, discu-
rriendo sobre doctrinas que no entiende ó entien-
de al revés; en una palabra, almorzando política,
comiendo política, cenando política, soñando en
política y encajándola, convenga ó no convenga, á
cuantos tratan con ella.
¡Al diablo con tal señora!... si ya no es mari-
macho.....
— Pero Arturo, ¿qué tiene que ver tu noviazgo
con la disertación que acabas de espetarme?
— ¿Qué? ¡Pues qué ha de ser! Fernandina ha
dado en esa horrible flaqueza, por no calificarla de
otro modo. Yo había notado desde mucho antes
que tenía cierta afición á tratar de política; mas
124 J. L. MERA
era con moderación y me prometía reformarla fá-
cilmente. De tres días acá ya es otra cosa: la que
juzgué breve manía se ha convertido en funesta
enfermedad, y no me creo capaz de tolerarla en
paciencia, cuanto más de aplicarla remedio eficaz.
Los últimos sucesos de la invasión alfarista han
puesto colmo al mal. La oyeras charlar hasta por
los codos sobre liberalismo, sobre conservatismo,
sobre derechos individuales y otras cosas de la
laya^ y con un entusiasmo, y con una porña y
con unas necedades!.. Anoche fui su víctima prin-
cipal. I Oh! que desengaño el mío, querido Pepe.
La bella Femandina llegó áparecerme fea y detes-
table. ¿Y he de casarme con ella? ; Yo con una po-
liticastra por esposa! No faltaba más para que pa-
teta cargara conmigo.
Y diciendo estas postreras palabras con marca-
do despecho y sin estrecharme la mano como so-
lía, ni decir agur, Arturo se salió precipitadamen-
te de mi cuarto repitiendo:
— ¡No me caso!
Dejo en libertad á mis lectores para que medi-
ten sobre las cosas que han venido á impedir, y
probablemente para siempre, la realización del
matrimonio de Arturo y Fernandina.
Abril 1885
INO HAY ARTÍCÜLOl
\J|Xamos! pocas veces se me ha pedido un ar-
^i/ tículo para la prensa en ocasión más opor-
tuna, y nunca he tenido mejor voluntad de for-
jarlo. Mi cabeza es un cofre lleno de aquellas jo-
yas que llamamos ideas. ¡Y no ha de estar bien
repleto de ellas, cuando la salud está buena, cuan-
do he dormido como un inocente de diez ««.wo
cuando la mañana está fresca, el cielo puro y es-
pléndido el sol que acaba de nacer!
Tomo mi taza de café aromático y caliente,
siéntome delante de mi escritorio, mojo la pluma
y voy á vaciar el cofre en el papel. Tengo segu-
ridad de que voy á escribir una cosa muy buena...
Tas tas. Golpes á la puerta.
— ¿Quién va?
La cocinera:
—Patrón, para las compras del almuerzo.
126 I. L. MSRA
— ¡Diantre! vienes á interrumpirme. Vete á
pedir á la señora, y cierra la puerta.
No sé qué pasa en mL Una nubecilla, aunque
muy ligera, oscurece mj mente.
Tomo de nuevo la pluma, pienso un momento,
escribo cuatro palabras...
Tas tas. Otros golpes. •
— ¿Quién?
El paje:
— Patrón, ¿preparo el caballo para que se vaya
á la quinta?
•—¡Cascaras!... Hoy no hay paseo por la quinta
Déjame y quítate de aquí.
Vuelve la nube á la cabeza, pero ya algo más
cargada de sombra. Se me han perdido algunas
de aquellas joyas. Mojo de nuevo la pluma; pien-
so algunos minutos, escribo otras cuatro pala-
bras...
Nuevos golpes á la puerta.
—(¡Válgame Dios!) ¿Quién?
— Yo soy, señor.
— ¿Quién es ese yo?
— Su sastre que viene á ponerle en prueba la
levita.
Refunfuño, me rasco la cabeza, me pongo en
pie. El sastre me quita la bata y me enfunda en
su obra á medio coser. Mira por el pecho, mira
por la espalda, tira la solapa, me hace alzar los
brazos, echa por todas partes señales con un pe-
¡NO HAY artículo! IVf
dacillo de tiza; y me quita el trasto, y me pongo
de nuevo la bata, y el cholo se larga, y me siento,
y.,, hundo la pluma en el tintero una, dos y tres
veces; me estoy pensando un cuarto de hora.
¿Qué se ha hecho el tesoro de mi cabeza? Alcan-
zo á divisar las joyas convertidas en maripositas
volando allá lejanas, y con gran trabajo las cazo,
las junto, las pongo en el orden posible. Escribo
medio renglón...
Suena la puerta que se abre lentamente.
Es la criada.
— ^Manda decir la señora que si ha de comer en
el almuerzo el potaje del otro día.
Mi bilis hace burbujas.
Pero la señora es nada menos que mi mujer, y
es necesario contestar con calma para evitar un
casus helli.
— Que sí comeré ese potaje. (Guisado con zumo
de rabia, añadí para mi camisa).
Limpié la pluma, la moié de nuevo, me incliné
sobre el papel. Pero imaginen ustedes si me que-
daría una sola mariposita. Sin embargo, las bus-
qué en media hora de pensar y más pensar, reuní
unas pocas ariscas y deslustradas, y tracé otro
renglón; lo borré, escribí otro, no quedé satisfe-
cho; iba á echarle un garabato encima, cuando se
abrió la puerta violentamente y en seguida sonó
una voz como un trueno.
— Pepe, buenos días.
128 J. L. MERA
— ¡Oh, Pancho! ¿cómo estás?
Ya se puede imaginar el esfuerzo que haría yo
para disimular el desagrado que tenía de verme
interrumpido por quinta vez, y saludar afable al
amigo que venía á verme.
— No extrañes, Pepe, que venga yo tan á des-
hora. La necesidad le obliga á uno á hacer cosas...
— ¿Puedo servirte en algo? A todas horas me
tienes á tus órdenes.
— Gracias, En efecto, deseo que me hagas un
servicio.
— Habla y pide, mi Pancho.
Mi buen amigo no quiso explicarse en cuatro
palabras, como pudo hacerlo, y empezó como
quien dice por los huevos de Leda una relación
más larga que un alegato para definitiva^ llena de
casos tristes y de mentiras mal urdidas, al cabo de
la cual asomó el motivo de la intempestiva visita:
— Pepe, ya ves que tengo urgencia de unos diez
pesos, y espero que me los prestes.
— Con mucho gusto.
Tiré una navetita, saqué los diez pesos, los
puse en sus manos, y... cayó el telón; esto es, ya
Pancho no se detuvo; dióme las gracias, me ajus-
tó la mano y se fué.
Aburrido en grado extremo púseme á dar vuel-
tas por el cuarto, sin animarme á volver al escri-
torio. ¿Qué iba á hacer en él? ¿Para qué me ser-
via la pluma, cuando mi cabeza estaba desierta
INO HAY artículo! 129
como un Sechura y más obscura que el limbo?
Por sexta vez se abrió la puerta del aposento.
Poco importaba, pues ya no tenía que perder.
Mas abrióse con suavidad, como al impulso de dé-
bil mano; en seguida asomó jAhí ¡qué dicha!
ya no era la criada, ni el paje, ni el amigo impor-
tuno : era la cabecita, después el cuerpecito de un
ángel: aquélla iluminada por una sonrisa dulcísi-
ma y unos ojos encantadores; éste envuelto en un
vestido blanco y aéreo como una nube matutina.
Era mi hijito. Tendíle los brazos y se vino á ellos
corriendo. y con los suyos abiertos. Le alcé, le es-
treché en mi pecho, le besé. Me parecía que todas
las bellas ideas que había tenido yo una hora an-
tes habían huido de mí para encarnarse en ese
amor de mi alma, y tornar en forma angelical, y
visible y tangible á quitarme todo el mal humor
que me causara la frustración de mi artículo. Eso
sí, no volví á pensar en escribir; buen necio ha-
bría sido en apartar de mí mi tesoro y mi delicia,
para arrimarme al escritorio, tomar la pluma y
zurcir un cuento ó una descripción para que otros
se diviertan!
UNA CORRIDA DE VENADOS
/ICa, jóvenes! ya que han venido ustedes á esta
ySr hacienda, es preciso que corramos venados.
El páramo está cerca, los días bellos, el humor de
todos excelente.
— ¡Oh, don Columbanol contestaron los jóve-
nes á una voz, tiene usted felicísimos pensamien-
tos.
— Felicísimos, añadieron las señoritas: esto de
correr venados vale un tesoro: nosotras iremos
también.
— ¡Bah! si promuevo esta diversión, es princi-
palmente por ustedes.
— Dicen que es diversión lindísima.
— Dicen que es superior á la corrida de toros.
— Y mejor que el teatro.
— Y mejor que los inocentes.
— Y mejor que un baile.
132 J. L. MERA
— ¿Y quién lo duda, niñas mías? Con decir á
ustedes que á mí me gusta más que atollarme en
la política, y que trabajar en elecciones, y que
asistir á la barra del Congreso, está dicho todo
por mi parte. Correr venados es divertirse á lo
dioses: en los Campos Elíseos había este recreo
jueves y domingo, y los númenes más encopeta-
dos concurrían á él confundidos con las sombras
felices.
Don Columbano, que así se expresaba, no ha
tenido nunca más pasiones, amén de la de fumar
papelillos y echar gi^ayahas de á libra con bastan-
te frecuencia, que la de correr venados, hablar de
política, cazar votos en tiempo de elecciones y pa-
sarse largas horas boquiabierto en la barra del
Congreso. Cual sea su preferencia por la diversión
de la corrida de venados, ya lo hemos oído de su
propia boca; pero la habríamos comprendido sin
más que verle hoy dejar por el frío páramo las
amenísimas é instructivas sesiones de la Escuela
de los Hermanos Cristianos; — quiero decir de las
Cámaras actualmente reunidas en aquella es-
cuela.
—Y usted, don Lucas, me dijo una niña, ¿no ha
de acompañarnos?
Confieso que, á pesar de mis arrugas y canas,
me había dejado asediar por más de cuatro ten-
taciones de saber qué era aquello de divertir-
se persiguiendo de muerte á un inofensivo ru-
UNA CORRIDA DE VENADOS . Z33
miante, cual si estuviese sindicado de faccioso j y
contesté afirmativamente.
Además, la compañía de jóvenes simpáticos y
cultos y de señoritas joviales y amables, no era
para menospreciada. Quería ver también si se me
pegaba algo del buen humor que á todos ellos se
les derramaba del alma en forma de cantos, risas,
chascarrillos sin grosería, cosa rara, por cierto, y
chanzas sin insulsez, cosa no menos rara.
Excusado es decir que á la mañana siguiente
estaba todo dispuesto para la cacería, gracias al
entusiasmo y actividad de don Columbano, y que
una numerosa cabalgata, alegre y bulliciosa, su-
bía por las faldas de los Andes. Teníamos por
guías agrestes mozos, forradas las piernas de piel
de cabra, cubiertos del infalible poncho de jerga,
sombrero con funda de tafilete, la enroscada beta
pendiente de la cabezada, caballeros en yeguas de
tan mala traza como admirable resistencia, y jun-
to á sí el atraillado galgo que echaba fuera un
palmo de lengua. La subida larga y asaz empina-
da y la abundante paja, cabellera de los páramos,
obligaban á nuestros caballos á andar paso tras
paso; mas pasadas dos horas llegamos al punto
designado para la partida de caza, la cual fué or-
denada por don Calumbano como puede serlo
una batalla por el más perito y aguerrido general.
—Usted, don Lucas, no se ha de estar ocioso,
díjome el jefe susodicho; véngase acá. Y llevan-
134 J. L. MBRA
dome junto á un picacho y entregándome un pe-
rro añadió: el ^nado debe de asomar delante de
usted á lo más á cincuenta pasos de distancia;
cuando esté en línea recta de usted, échele el g&l-
go; antes ni después en ningún caso: si le echa
antes, expone usted al perro; si después, el vena-
do nos burla y no hay diablo que le alcance.
Para mí, recluta en estas campañas, la lección
no era tan fácil. Con todo, era preciso obedecer;
me desmonté, tomé el cabo de la laja, y me puse
á esperar.
Dos minutos se habían pasado y ya no me acor-
daba de venados ni de perros; si el que tenía jun-
to á mí no hubiese sido tan dócil y honrado, se
habría ido á cazar por su cuenta y riesgo sin que
yo lo advirtiese. ¡Bueno estaba mi ániíño para
pensar en esas cosas, cuando tenía delante y por
todas partes una naturaleza capaz de suspender-
me extasiado por ocho días! A mis pies bajaba un
rápido declive cubierto de hierba y paja é inte-
rrumpido á trechos por negros peñascos despeda-
zados cual si hubiesen sufrido el martillazo de un
titán; al frente se empinaba otra altísima ladera
igualmente vestida de amarilla paja; entre los dos
gigantes collados se extendía como banda de ter-
ciopelo verde un angosto y luengo valle dividido
por un arroyo de ondas limpísimas, cuyo murmu-
rio no alcanzaba á llegar á la altura en que me
hallaba; confundíase el valle hacia abajo con las
UNA CORRIDA DB VBNADOS I35
faldas de una loma que lo cortaba dejando á la
derecha estrecho paso á las aguas; hacia arriba li-
mitábale inmenso muro de sombrías y desiguales
rocas, de cuyo cendro se derrumbaban las linfas
de plata que daban vida al arroyo, y en cuya cima
brillaban, como magnífica corona mural, los ne-
gros picachos de un extinto volcán salpicados de
nieve. Si volvía la vista al oriente, encantábame
el horizonte formado por la cadena andina, en la
cual al través del vaporoso tul de la mañana, se
levantaba el Cotopaxi con su redondo manto de
nieve y rizado penacho dé humo; tras él, como
siervos humildes detrás del monarca, aparecían el
Quilindaña, el Antisana, el Pasuchoa y el Rumi-
ñahui; mirábale desde la otra cordillera, cual prín-
cipe sentado en trono independiente, el bello Jli-
nisa, dejando asomar á su izquierda un trozo de
la cabeza del Corazón. El cielo, azul y transparen-
te, cruzado de norte á sur por crespas y blanquí-
simas fajas de nubes, y un sol que derramaba sin
obstáculo torrentes de vivo esplendor sobre la
tierra, completaban el cuadro que la maestra na-
turaleza había desarrollado delante de mí y me
tenía absorto y enajenado.
Un grito prolongado que sonó á mi derecha me
hizo volver en mí y acordarme que me hallaba en
una cresta de los Andes y en corrida de venados.
Ladró en seguida un perro, y el que yo tenía en-
lajado, olvidándose de su lealtad y honradez,
136 J. L. MBRA
como yo de las lecciones de don Columbano, tiró
con tal violencia que por un tris no me echa á ro-
dar collado abajo, volando, que no corriendo, el
muy bribón tras un puntillo pardo que volaba
también allá á lo lejos, y diz que era el venado.
Comprendí que me había hecho reo de gran
falta; y aunque mi conciencia no me lo hubiese
dicho, notificado habría sido al punto por un in-
dio repuntador^ que vibrándome un riendazo al
tiempo que pasaba junto á mí, con la velocidad
del rayo, me dijo en tono iracundo: i Viracocha
iijoeperra! por tu causa sejuyó la taruga.
El riendazo me sacudió apenas el poncho: pero
las palabras del rústico me atravesaron los oídos
como un chuzo candente. Sin embargo, juzgué
que uno y otras formaban parte de la diversión,
me resigné y no dije chus ni mus.
El encanto de la poesía, eso sí, se me escapó
con más velocidad que el venado y el perro. Los
cuadros de la naturaleza eran los mismos; pero
mi ánimo había cambiado por completo: sentíale
puntiagudo de forma, parduzco de color y de sa-
bor como verbena: ¡Mire usted lector, si enton-
ces pudiera haberme parecido bello ni un paisaje
del'Nilo ó del Ganges!
Cuatro horas mortales transcurrieron; mi abu-
rrimiento pasaba de punto de caramelo. Por ver
de disiparle algún tanto fuíme á los jóvenes y se-
ñoritas, que formaban pintoresco grupo en un
UNA CORRIDA DB VBNADOS lyj
pradito sembrado de flores de achicoria; hallé
también entre ellos el buen humor bajo cero y
los bostezos tan en boga, que nada bueno saqué
de la visita para neutralizar los míos.
En esto vimos la colina del frente cubrirse de
súbito de obscura sombra, cual si le hubiesen echa-
do-un velo que cayéndole desde la cima no alcan-
zaba á las tendidas faldas. Una nube de aspecto
amenazante se movía lenta y majestuosa en el
cielo, que ya no era el sereno y azul de por la
mañana. La nube sombreaba, pues, la colina.
Habíalo advertido también don Columbano, y
no tardó en estar con nosotros, algo triste y mo-
hino.
— ^Ya que no hemos tenido venados, le dijo el
menos atento de los jóvenes, siquiera miéntanos
un poco: ¿los ha visto...?
— ¿Y para qué mentir, caballeros? Sabrá usted
que hemos levantado catorce, entre machos, ga-
mas y matacanes; y si no hemos cazado uno si-
quiera, yo me sé de quién es la culpa.
Al decir esto me echó D. Columbano una ses-
ga mirada, que me lastimó más que las palabras
áelrepuntador,
— ^Esto se llama tirar al ojo derecho de Filipo,
dije á media voz; pero nadie me oyó porque mi
interlocutor gritó en seguida:
— Niñas, caballeros, á caballo, que la tempestad
nos viene encima.
138 J. L. M9RA
Y esta sí no era guayaba: el cielo iba ponién-
dose más y ijiás obscuro, y comenzaron á brillar
sierpes de fuego en el horizonte y á menudear los
truenos más de lo que era menester para asustar
á todos y hacer chillar á damiselas y chiquillos.
Estábamos ya á caballo y comenzamos el des-
censo; mas comenzó asimismo el aguacero que,
sacudido por helado y penetrante cierzo, nos daba
en la cara. Mi cabalgadura de bajada no era para
infundir confianza : dabar traspiés y tropezones
que era una maravilla; Como mi estrella, desde
aquello del repuntador y de la fuga consiguiente
de mis poéticas contemplaciones, se me había con-
vertido en mortal enemiga, quiso que me «encar-
gasen el llevar por delante un benditg mocosuelo
de tres años, que se me escurría por un lado ú otro
del galápago como si fuese bola de jabón, que gri-
taba como un chivato á cada trueno ó á cada man-
queada del caballo y cuya camisa se había reman-
gado hacia los sobacos, á causa de mi poca destre-
za en cargar chicos, dejándole el vientre y otras
partes expuestos á las ráfagas del viento.
Algo me había atrasado de la cabalgata, cuando
vi que de entre uno de los matorrales salía un
toro, señor feudal de esas alturas, que se creyó
ofendido por nuestra presencia, escarbó el suelo ya
lodoso, sacudió la cabeza y cargó al grupo. Todos
gritaron, todos se desbandaron; el cornudo dueño
del páramo se detuvo, sin duda pensando que era
UNA CORRIDA DE VBNADOS I39
ignominia embestir con tiernas jovencitas. ¡Tar-
día reflexión del maldito! una de ellas, aventada
por un corcobo del alazán malgenio, cayó sobre
unas matas de paja en postura nada elegante;
otra, atollado el tordo en un cenagal, gritaba, llo-
raba y pedía misericordia como alma en penas.
¿Y el infeliz y malaventurado del suscrito? Desvie-,
rae del camino por miedo del toro, di con una la-
dera y zassss mi caballo, medio sentado, medio de
pies, no se detuvo hasta rematar el resbalón en un
plancito. Yo no llegué al término de tan extraña
jornada: me había escurrido por las ancas y yacía
tendido de espaldas en media bajada, con mi chi-
quillo caballero en la boca de mi estómago, y dán-
dome música deilanto y destemplados gritos.
Al fin, pasado el susto y sin consecuencias la-
mentables, como era de temerse de resbalones y
costaladas, pero calados de agua hasta el hueso,
continuamos descendiendo y llegamos á la casa
de la hacienda. Allí era el reir y burlar unos de
otros al ver las tristes figuras en que nos pusieran
la lluvia y el lodo, y al recordar los percances de
la corrida. D. Columbano tuvo valor para pregun-
tarme, á mí que no tenía ningunas ganas d^ bur-
lar ni reir:
—¿Qué tal, amigo don Lucas?
— ¡Oh! muy bien, amigo don Columbano, le
contesté; nunca he tenido paseo más divertido.
LA CIVILIZACIÓN
/T^uÉ es la civilización?
lá? He aquí una pregunta para cuya confésta-
ción muchos no hallarán dificultad ninguna, pues
les bastará abrir el Diccionario de la lengua en la
página donde está la partícula civ,
A fe que los tales van errados: el Diccionario
se quedó corto en la definición, ó quiso adrede que
el vocablo fuese un intríngulis, como muchas co-
sas de la lengua y muchísimas del corazón y del
alma.
Cuando Pilatos oyó á Jesús hablar de la verdad,
se quedó patitieso y le preguntó: ¿qué es la ver-
dad? Pues, señor, yo también, cuando oigo hablar
de la civilización me quedo como el romano, y
dale que le das, mastico sobre lo que ella debe sig-
nificar, por ver si doy con una explicación satis-
factoria; pero como soy tan rudo, no salgo de la
obscuridad.
142 J. L. M^RA
¡Qué caramba! hay tantas opiniones y cada hijo
de vecino toma la civilización de tan distinta ma-
nera, que no sabe uno á qué atenerse, y es capaz
de volverse loco. En esto de la civilización, en
aquello de la política, y en lo otro del amor todos
nos metemos como unos benditos, sin apercibir-
nos antes con el hilo de Ariadna. Lo mejor seria
huir de esos laberintos; pero ¿dónde está el juicio
necesario para ello?
¿Qué es, pues, la civilización?
Ya sabe el lector que yo no* puedo decirlo.
Pero doctores tiene la Iglesia,., y la civilización
tiene también los suyos que nos sabrán responder.
Lo que voy á decir no es fruto de mi caletre, sino
de Qstos doctores más felices que un profano
como yo, que forjan un parecer como se fríe un
huevo, y toman las cosas de la vida como les con-
viene.
Para el Diccionario de la lengua civilización es:
«el grado de cultura que adquieren pueblos ó
personas, cuando de la rudeza natural pasan al
primor, elegancia y dulzura de voces, usos y cos-
tumbres propias de gente culta.»
Con perdón de la Academia, esto me parece
que es buscar la civilización en la cascara; pues ¿y
si debajo de ese primor, elegancia y dulzura hay
una alma huera y un corazón nada limpio? Todos
los días vemos gente que parece nacida en las
orillas del Ñapo ó del Morona, y que, sin embar-
LA CIVILIZACIÓN I43
go, habla con cierta pulidez, viste con elegancia,
no es zurda en las maneras, etc.
Si yo fuera hombre cuya opinión se respetase,
propondría á la ilustre Corporación de Madrid
esta reforma para la 13.* edición del Diccionario:
«Civilización. Arte de ocultar con apariencias
brillantes y seductoras las deformidades morales
de la sociedad ó del individuo». Esta definición,
tomada del natural, sefía quizás la única acep-
table.
Hay quienes toman por civilización, añadidos
á las prendas que ínienta lá Academia, los buenos
conocimientos, la moralidad, la honradez, la ge-
nerosidad, la caridad y otras virtudes que hacen
apreciables á los hombres. Atento el espíritu del
siglo, esa creencia ha venido á ser cuando menos
sospechosa: la humanidad va abriendo los ojos, y
ya ve bastante claro que las virtudes no son úti-
les y que, por consiguiente, no pyeden constituir
la cultura moderncí. En esta virtud va cayendo en
desuso todo cuanto tiende al perfeccionamiento
de la naturaleza moral del hombre. Cuanto ésta
decae, tanto se levanta la civilización.
Las personas que de este modo sienten y pien-
san tienen por dogma que un pueblo ó un indivi-
duo no pueden ser civilizados mientras no se sa-
cuden de la fe y no renuncian toda práctica reli-
gioisa, y en tanto no dan libre curso á sus instin-
tos naturales y á sus pasiones.
144 }' ^' MftRA
Como del tronco la rama y como de la flor el
fruto, de esta persuasión nace la de que la civili-
lización puede definirse con dos palabras: libertad
absoluta. Esto es lógico y nadie podrá decir á esa
gente: ¡tate! ¡os penléis y perdéis al mundo!
pues citará en su apoyo los prodigios del radica-
lismo^ del socialismo, del nihilismo, etc. etc. El
petróleo, la dinamita, el puñal, el despojo de los
bienes ajenos y todos los atentados de la Revo-
lución social que se pasea en triunfo por el mun-
do, si no son la civilización misma, son cuando
menos sus poderosos agentes.
Infinitas personas conozco que, sin meterse en
estas filosofías, juzgan que la civilización consiste
en la vida regalona y sin cuidados: no pensar en
trabajar, no curarse de lo porvenir, comer y vestir
bien, oir música deliciosa, asistir al teatro, bailar
primorosamente una polka ó una cuadrilla, jugar
él tresillo, pasear en un soberbio caballo que haga
saltar chispas de las piedras; he ahí para esas per-
sonas el non plus de la civilización. En consecuen-
cia, la fonda de Charpentier, la cervecería alema-
na y cualquiera buena sastrería son manantiales
de cultura; un clarinete es gran civilizador; las
declamaciones de un cómico, ni se diga; las pirue-
tas de una danza, el mullido lecho', los lances del
juego, sacan de la barbarie á quienes gozan de
ellos; una pesebrera llena de buenos caballos vate
más que una biblioteca y que un templo, pues de
LA CIVILIZACIÓN 145
ella salea trotar la civilización en forma de Incitatos
y Bucéfalos, derramando luces y ruido por donde
pasa.
No hay como ponderar bastante lo que vale la
gente qne mira la civilización en el lujo y la
moda. Contradiga usted en esto especialmente á
una mujer deldia, y la verá ponerse furiosa. Que
el papá ó el esposo se arruinen gastando más de
lo que tienen en sostener el boato de las hijas ó
de la cara mitad, ¿qué importa? es preciso que
sean lujosas, que sigan las prescripciones de la
moda, que sean, en una palabra, civilizadas; aun-
que muy luego sea necesario hacer liga con el fia-
do y la trampa, y al fin haya de renunciarse la
seda y el miriñaque para cubrirse de ruin trapo, y
aunque á los manjares exquisitos tenga que reem-
plazar el humilde y plebeyo chapo.
Civilización es sinónimo de placer sensual, de
moda, de lujo, de vanidad. Querer que en lugar
de estas cosas tengan las personas algo bueno en
la cabeza y el corazón para merecer el título de
gente civilizada, es renunciar lo mismo que se
quiere ser.La civilización considerada bajo este se-
gundo aspecto, ha llegado á ser quisicosa para los
dioses del mundo elegante. El alma, la inteligen-
cia y el corazón, ^a no son nada; la materia y los
objetos que la halagan, lo son todo. Lo que no
brilla en el cuerpo, lo que no satisface los senti-
dos, lo que no deslumhra y sacia la vanidad, no
X46 |. L. MBRA
es civilización. Civilización y moralidad, civiliza- -
ción y moderación, civilización y saber, civiliza-
ción y piedad, son cosas antagónicas incapaces de
llegar nunca al avenimiento y la armonía.
¿Ve usted ese joven? Su lenguaje y buenas ma-
neras van á par con su conducta irreprochable y
su sólida instrucción ; viste con moderación y de-
cencia; no es orgulloso^ sino digno; oye misa, bus-
ca instrucción piadosa en pláticas y sermones; no
murmura, no ofende á nadie, no galantea, no bai-
la, no gusta del juego... Pues el tal es un zopenco
á quien jamás acarició* la mano de la civilización.
/ Vade retro, gótico revenant, intolerable en es-
tos tiempos!
¿Ve usted esotro jovencitoque parece arranca-
do de un figurín de París? ¡Ese sí que vale! Su le-
vita y su pantalón no tienen pero; el tubo de seda
que lleva en la cabeza es un primor; sus botines
de becerro nonato habrían hecho desterrar del
Olimpo el coturno de pro; en sus labios som-
breados por el negro y sedeño bigote humea un
aromático habano, y su mano enguantada, virgen
de todo trabajo, maneja una varita charolada con
puño que representa el busto de una ninfa. Ese
mozo divino lee tan bien, que no le eiítiende na-
die, y escribe de manera que sólo su paje ha
sido capaz de tomarle puntos en gramática y or-
tografía. En cuanto á ideas... no son necesarias, y
su cabeza está vacía como el fondo del susodicho
I»A CIVILIZACIÓN 147
tubo que la cubre. Su corazón sabe algo más por
instinto, y porque no ha dejado de cursar en las
aulas de la seducción; para ayudar á su corazón
posee un regular caudal de frases pescadas en los
salones del gran mundo. Su bella figura hace lo
demás. Para completar el retrato debo decir que
no cree en nada, que menosprecia á los frailes, y
que si alguna vez penetra en un templo, es sola-
mente por ver á las buenas mozas y cruzarse al-
gunas guiñaditas y sonrisas con ellas. ¡Ah! se me
olvidaba: monta muy bien á caballo y bebe cham-
pagne y cerveza que es una gloria. ¿Es este un jo-
ven civilizado? ¡Quién lo dudaí
¿Ve usted á esa señorita? ¡Qué lástima! Bella
es; pero ha teñidor el capricho de ponerse en quin-
tas con la civilización: no lleva copetes ni floca-
duras en la frente, usa colores naturales en el ros-
tro, viste con sencillez y aseo, no hace dengues
al andar ni repulga la boca para hablar y sonreir;
y ha cometido también la necedad de instruirse
en varios ramos útiles á las mujeres; y ha dado
en rezar y confesarse, en no presentarse en el bal-
cón sino allá por muerte de un judío, en ayudar
á la mamá en los quehaceres domésticos, y... ¡Va-
mos! decir que esta figura de retablo de la Edad
Media es una joven civilizada, sería un despropó-
sito de marca.
Aparte usted los ojos de ella y vea, que por ahí
viene, un modelo de mujer labrado y adornado
148 J. L. MBRA
por las manos mismas de la cultura; mírela usted
bien, por Dios, y no se engañe, y no la tome por
lo que no es-^-por un ser que no pertenece al gé-
nero bimano, á esta clase de inestimable valor con
que cerró Dios su obra estupenda de los seis días.
Esa cúspide altísima es adorno de ajenos cabellos
y de flores; sobre ella trae una armazón que han
dado en llamar sombrero, aunque^ su forma, los
ramos y demás chilindrinas de que se le ha hecho
almacén, así como el lugar y la manera de colocar-
lo estén protestando á gritos contra tal mentira.
¿Ve usted esacosa redonda y blanca eñ la base
del promontorio? Esa es la cara. Para descubrir
la verdadera y legítima, que ha sido preciso ocul-
tar á fin de que la naturaleza* no se avergonzase
ante la moda, sería necesario descascararla. Deba-
jo de ese rostro postizo ve usted un cuello, un pe-
cho y unos brazos que ni debidos á la paleta de
Salas. El cuerpo es toda una civilización, así por
la figura que se le ha dado como por el traje de
que se le ha cubierto. Pero dejemos su examen
para hacerlo con espacio y ajustada conciencia,
como lo merece, y bajemos de un tirón á los pies.
iQué zapatito tan mono y tan primorosol La
punta se tuerce para arriba, cual si temiese tocar
el suelo; el tacón de figura de trompo se ha es-
condido, por pudor, bajo la mitad de la planta, y
en el empeine lleva un lazo en forma de paloma,
que aunque negro y hallarse tan cerca del polvo,
LA CIVILIZACIÓN
149
puede simbolizar la inocencia y candor del cora-
zón de su dueño. Es de sospechar, eso sí, que los
dedos no están miíy gustosos en la estrechez de
ese ataudcito de seda, en donde no gozan liber-
tad ni garantías republicanas. Si pudiesen elegir
calzado libremente, á fe que no se vieran metidos
en un zapato. Pero dejémoslos como están, por
mucho que les duela, y vamos á regiones más
altas.
A prima facie parece que á esa niña la hubie-
ran encajado en una funda de paraguas adornada
de blondas, cordones y cintas; pero al fijarse uno
bien en ella, se la encuentra como que se ha re-
ventado por detrás y alzado las capas exteriores
de esa máquina de trapos. Dicen que así se for-
man á veces las prominencias volcánicas. jEal
venga un geólogo á perfeccionar sus teorías plu-
tonianas en el estudio de esta colina interesante.
Hablando en serio, tentaciones tengo de reírme;
pero ¡chitl sería risa herética contra la diosa
Moda, ó más bien contra una de las civilizaciones
más en boga^ — la civilización t>uf.
Este punto es de tal importancia, que merece
párrafo aparte. Aunque les pese á los inventores
<Je modas, es ¡ireciso decir al público que el pro-
montorio de ultravientre que hoy encanta á las
mujeres, no es nuevo: algo tiene que hacer con
€l la indumentaria. Hay quien diga que el primer
traje que usó nuestra madre Eva fué un puf de
150 J. L. MERA
hojas de higuera. Que lo averigüen los sabios an-.
ticuarios, qué van descubriendo objetos de arte
desde antes de la creación. Yo quiero recordar
tan sólo que el puf ha venido hasta nosotros de
perfección en perfección, con simple cambio de
nombres, y en paralelismo con nuestros adelan-
tos políticos, que es decirlo todo en su elogio.
Nuestra constitución y nuestras leyes son el puf
de la República. Mediten un poco liberales y con-
servadores, y díganme luego si no estoy en lo justo.
'El polisón 6 puf moderno, en tiempo de nues-
tras abuelas se llamaba miriñaque^ nombre respe-
table que -la Academia colocó en su Diccionario;
nuestras madres hallaron el trasto algo filosófica
y lo llamaron categoría^ con lo cual habrían pues-
to al famoso Kant á rumiar un año para ver de
descubrir qué relación hay entre las formas del
pensamiento y aquella media naranja mujeril;
después se llamó dondorée^ corrupción quizás del
sustantivo francés donjon^ asaz significativo; tara-^
bien le apellidaban diablico, y dicen qjie esto tuvo-
origen en la visión de una santa beata, á quien se
le apareció el Enemigo, para tentarla, hacienda
ejercicios gimnásticos en las mentadas alturas de
una dama, mientras oía misa arrimada en su re-
clinatorio; por último nuestras esposas é hijas le
han bautizado con los nombres de polisson fran-
cés puro, y //(/" castellano purísimo. Ambos soa
admirables y demuestran el alcance de quienes sa-
LA CIVILIZACIÓN I5I
ben que el puf ^^ una cosa muy pilla (en sentido
cariñoso) y que esa cosa pilla, como va atrás, es
un puf redondo.
El miriñaque f digno de la época de transición
entre \z. patria boba y la república, esto es, entre,
la inocencia patriarcal y las luces algo rojizas de
las ideas modernaSy era un simple zagalejo inte-
rior bien almidonado y tieso, que al andar la ele-
gante dama que lo llevaba hacía un ruido extra-
ño, como debió parecer entonces el que hacía el
movimiento político y social que comenzaba. Hoy
no se le podría comparar con el que gozamos to-
dos los días en la vida pública, pues ha ganado en
medio siglo un noventa por ciento. Sí, señor, te-
nemos ruido mucho más atronador que ahora cin-
cuenta años, y esto es mucho tener para quienes
somos en el mundo. La categoría que privó lue-
go era más sólida; y aquí sí se perdió el paralelis-
mo, pues no heñios conseguido que se solidifi-
quen* y tengan alguna consistencia nuestra cons-
titución y leyes, ni que sean algo firmes nuestros
gobiernos. La tal categoría era una como preñez
del sacro y del coxis que encerraba feto de trapos
viejos, y más frecuentemente ¡quién lo creyera!
de afrecho. Ya ve usted, don Fulano lector, esto
era bastante prosaico en el fondo, aunque poéti-
co en la forma ; y, además, solía ser ocasionado á
fracasos que ponían de mala data á las damiselas.
Oiga usted un hecho histórico y recogido de fuen*
152
te auténtica. Era un baile de gran etiqueta; una
señorita encategorizada ejecutaba con toda devo-
ción una contradanza; pero al hacer una pirueta
hubo fuerte colisión, cual entre dos vapores de
alto bordo, entre su categoría y otra no menos
sólida, y cata aquí que en la mitad del salón, á la
luz de cien bujías y entre los armoniosos oleajes
de notas musicales, sin dolores ni estremecimien-
tos espasmódicos conforme á la ley penal sancio-
nada en el paraíso contra Jas madres, la niña Zu-
tanita dio 4 luz... |ay, dio á luz!., ¡afrecho como
un cedazo! Pero no hubo más novedad: un paje
limpió de la alfombra la civilización desperdicia?
da en mala hora, y siguió la danza, aunque, se en-
- tiende, con la baja de la enferma. ^
El dondoríe no era sino la segunda edición 4^1
miriñaque corregido y perfeccionado conforme á
los adelantos de la ciencia; era, si encaja bien la
comparación, como la Carta fundamental ecua-
toriana del año 30 salida del tajler constituyente
del 83. Entesada con el almidón de Iqs patriotas
de 1812, ó ductilizada con el caucho liberal mo-
derno, nuestra constitución es siempre el dondo-
rée de la patria, siempre cosa que se lleva atrás;
con la diferencia respecto de esa prenda en la mu-
jer, de que ésta se la pone con su gusto, y á la pa-
tria se la ponen...
El /«/"es el último esfuerzo de la moda, el ideal
de la elegancia traído á forma visible y tangible,
LA CIVILIZACIÓN I53
el desiderátum de un celestial capricho alcanzado
por la mujer de mundo, la expresión de la cultu-
ra femenina más cabal y verdadera; todo, por su-
puesto, según la estética de ciertas damas, que
tienen' empeño en renunciar la forma humana
para aproximarla aunque sea á la del dromedario.
El puft,^ una armazón ligera/aérea, cómoda. Aun-
que vacío como et cráneo desuna marisabidilla ó
el corazón de una coqueta, abulta, lo ve todo el
mundo, y esto basta. El puf wo pertenece al gé-
nero realista: es espiritual y sentimental, es un
poema romántico; es la mismísima civilización,
que ha venido á favorecer á las mujeres; la que
no lleva puf no la lleva cbnsigo: es una bárbara
digna de nuestras selvas orientales. El /íí/" suple
por las luces y las virtudás; eael puf están las
buenas maneras y la delicadeza del lenguaje; el
pufe^ él mejor dote que una joven puede llevaír
al matrimonio; el puf eS la fidelidad conyugal y
el orden de la casa; con el pufsQ educa á los hi-
jos. ¡Qué no se puede hacer con el puff^Q puede
hasta subir al cielo, á lo menos hasta donde se
elevan los aeronautas. ¿Y hay cosa más interesan-
te que una mujer con doble puf esto es cuando
lo lleva á vanguardia y retaguardia?... En fin, la
pluma de un Tostado no alcanzaría á escribir los
elogios átlpuf, |0h bienaventuradas mujeres las
que en el /«/"cargáis la síntesis de la civilización
y dicha del mundo! Hasta el nombre mismo es
154
significativo: ¡pufl Soberbia" antífrasis en este si-
glo antifrdstico por excelencia, con la cual, ense-
ñando la sublime giba transpontiniana^ puede
una decir á los que tienen la civilización moder-
na por ventolera y cosa de poco meollo: ¡Boloniob!
ved lo que ll*vo y tapaos las narices, que si la miel
no se hizo para la boca del asno, menos el puf
para el olfato de gente retrógrada.
Y verdaderamente, donde el lujo, la moda y lo
insustancial de la vida han hecho innecesario el
cultivo de la inteligencia y del corazón confoi*ne
á las enseñanzas de la razón y la moral cristiana;
donde sólo ellos reinan y brillan cual matas exu-
berantes en hojas y flores abigarradas que cubren
la boca de sima obscura y vacía, allí está la civili-
zación y la moda. Que \o digan si no el estado de
nuestras costumbres semipaganas, los ridículos
pisaverdes, las mujeres áQlpufy del copete feno-
menal, y los papas y maridos arruinados.
Cuando he dicho: alH esM la civilización, 1
jueces tan competentes me he remitido; pues en
cuanto á mí... Repito que estoy como Pilatos ante
la verdad: no sé lo que es la civilización; soy un
bolonio indigno de ella, y me tapo ojos y narices-
para no ver ni oler el pufqxit me enseñan las nin-
fas del gran mundo.
Febrero 1888
^.£^^:-'
'<^m^
LA REINA DEL MUNDO
/CLuién es la Reina del mundo?
vS^ Veo desplegarse multitud de labios para
contestará esta pregunta de una manera segura,
magistral y decisiva: «La Reina del Mundo es la
Opinión.»
¡Qué inocentes! Ya sabía yo que habían de
contestar de ese modo con una cosa que, en ver-
dad, no es tampoco sino... una opinón, á la cual
me opongo redondamente.
Comunísimo es esto de opinar que la soberana
del mundo es la Opinión.
Falso, falsísimo. Esta pobre señora tan capri-
chosa, tan propensa á alucinarse, tan variable, re-
presenta apenas una autoridad secundaria: es una
princesilla así así, como si dijéramos de la ralea
de los soberanos-muñecos con los cuales se di-
vierten los Emperadores de Alemania y Rusia y
156 J. L. MERA
la Reina de la Gran Bfetaña, ó más propiamente
los ministros de estos monarcas.
Pues, j voto á Judas! si no es la Opinión, ¿quién
es la Reina del mundo?
— ^La Mentira.
— ¡Aaaahl
— Sí, señores: la Mentira. Esta sí es la Alejan-
dra, la Cesárea, la Napolepna; y aún más podero-
sa que el hijo de Filipo, que el dominador de las
Gallas, que el dueño de Europa.
;La Mentira! qué poder, qué universalidad de
dominio el de esta señora. No* hay quien la resista
ni quien no le rinda parias. / .
Desde el día en que, hija primogénita de Sata-
nás, nació al pie del consabido manzano del Pa-
raíso, ha reinado sin interrupción entre los hom-
bres hasta los tiempos presen te.s; y seguirá en su
trono hasta la consumación de los siglos.
Cuando Dios, irritado por la desobediencia de
Adán y Eva, les dijo: Veos de aquí; idos á sudar
para comer; idos á padecer y llorar, á enfermaros
y morir,» el diablo dijo también á la Mentira, fro-
tándose las manos de contento: «Sigúelos al pun-
to, no los dejes y establece tu reino entre sus des-
cendientes!»
Y los hombres no sólo le han erigido tronos,
sino altares; no sólo la han venerado y obedecido
como á soberana, sino que la han adorado como
á divinidad y se han sacrificado por ella.
LA RBINA DBL MUNDO I57
La Mentira tiene también sus fieles, culto pri-
vado y público, mártires y confesores.
Durante los largos siglos del paganismo greco-
romano, la Mentira se puso las botas; desde el
nacimiento del cristianismo hasta mil quinientos
años después, primero perseguidora, luego perse-
guida y espantada de Iz, Cruz, ora tiescoronada,
ora con el cetro roto, no dejó sin embargo de ser
reina de numerosos vasallos. Lutero, Calvino y
los demás reformadores le restituyeron la corona
y el cetro de oro. Voltaire y los demás sacerdotes
y turibularios del filosofismo trabajaron hasta ha-
cer su imperio potencia de primer orden á costa
del equilibrio del mundo. Hoy en día no falta
sino una línea para que su trono alcance la altura
que tuvo ahora dos njil años.
¿Dónde no está su Majestad la Mentira? ¿dónde
no se mete? ¿qué no hace? ¿qué.formas y colores
no toma? ¿qué lenguaje no habla? ¿á quién no se-
duce y avasalla?
Está en el gabinete del hombre de estado y en
el escritorio del literato; dirige las notas de la lira
del poeta; hace creer á muchos infelices lucubra-
dor«s que la ciencia es omnipotente; hace tragar
al pueblo que es soberano de sí mismo; ha imbuí-
do en miles de almas la idea de que el siglo xix
ha alcanzado el desiderátum de la civilización.
Grítase que estamos en la edad de oro de la li-
bertad. Ahí la Mentira.
158 J. L. MBRA
Júrase que tenemos garantías constituciona-
les. Ahí la Mentira.
Asegúrase que la administración de justicia
está presidida en todas partes por Th'emis en per-
sona. Ahí la Mentira.
¿Veis esos hombres metidos en la política hasta
el gollete y sudando la gota gorda por hacer la
felicidad del pueblo? La Reina del mundo les ha
enseñado á llamarse á sí mismos patriotas.
¿Veis esos periódicos repletos de frases bonitas
y altisonantes, y que os están diciendo que no
tienen otro interés que d de la Nación? Son los
periódicos oficiales de su majestad la Reina del
mundo.
¿Hay elecciones populares? La gran soberana
propalará que lo son en verdad, y que los votos
son espontáneos, hijos de la convicción y del en-
tusiasmo de los ciudadanos.
Que alguna vez la Mentira se haya dejado
capotear por la verdad, no quita que su influjo
sea la regla y su acción poderosa. Ha sufrido bo-
fetadas estupendas que la han echado á rodar;
pero se ha -puesto en pie sana y buena, ha sacu-
dido el manto empolvado, ha recogido el cqtro y
ha continuado gobernando quizás á los mismos
qiie la aporrearon.
Ejemplos: Querer componer el mundo y ha-
cerle andar derecho, es la mayor de las locuras
humanas. Bofetada á la derecha.
LA REINA DBL MUNDO I59
Pretender que las mujeres dejen de ser esclavas
de las modas y del lujo, es otra locura mayúscula.
Bofetada á la izquierda.
Es preciso dudar de la buena fe de la diploma-
cia como del amor de las coquetas. Coscorrón en
el occipucio.
Es preciso... Pero basta de ejemplos, que no
queremos recordar los triunfos de la Verdad so-
bre la Mentira, sino el imperio de ésta en la so-
ciedad.
Sigamos.
— |Oh, mi querido amigo! ¡cuánto gusto tengo
de verlel
— Yo mucho más de ver á usted, carísimo.
— ¿Y la familia?
— Bien, gracias. ¿Y la de usted?
— Perfectamente, gracias. Es usted tan bonda-
doso que se interesa por todo lo mío.
— Es natural: así lo amo y aprecio á usted.
— ¡Oh! gracias, gracias. Pero, querido, es justo
que corresponda usted al cordialísimo afecto que
le profeso.
Y entre ese par de prójimos que así se saludan
dándose apretones de manos, al encontrarse en la
calle, ni hay amistad, ni hay amor, ni hay cordia-
lidad, ni hay alegría de verse, ni hay tal pan pin •
tado, sino, quizás, todo lo contrario; y quizás, por
ende, cada uno de los dos amibos se ha tragado,
al saludarse, una gota de acíbar.
l60 ;. L. MbRA
«Mi estimado amigo de todo mi aprecio:» «Soy
de. usted afectísimo amigo y seguro servidor que
besa su mano.» He ahí las frases de rito con que
empiezan y acaban miles y miles de cartas; y ni
los que las escriben, ni los que las reciben creen
en esos aprecios, afectos y besamanos. Tienen
razón que les sobra. ¡Cuántos quisieran ver que-
mada la mano que diz que besan!
l\ esas señoritas y señoras que han puesto á la
Verdad máscara de albayalde y de carmín?
¿Y esas pelucas que esconden la verdad de las
cabezas de bola de billar?
¿Y esos novios que dicen lo son por amor ver-
dadero y purísimo á las personas á quienesllevan
al altar, y no por amor ciego á las talegas tenta-
doras?
Y esos ciudadanos honradísimos que juraij son
adictos al Gobierno, porque ha puesto en planta
sus ideas liberales, y no porque así lo exige la tripa
vacía que está clamando por el pan del empleo?
¿Y esos otros catolicazos l:iue se golpean el pe-
cho suspirando y se hacen cruces en la boca cuán-
do bostezan, y que, sin embargo, cuando se atra-
viesa el miserable respeto humano, son capaces
de dar cuatro gaznatadas á San Pedro y de piso-
tear á un Santo Cristo?
Dígase que todos esos bípedos, orgullosos de
pertenecer al género humano, no son humildes
pecheros de la Reina del Mundo,
LA REINA DEL MUNDO l6z
Y reina hasta del cielo...
Alto ahí, lector, que te escandalizas de lo que
acabo de escribir. Sí, señor: me ratifico en lo di-
cho. No sino, escúchame; ó más bien escucha al
P. Aguirre:
<rMienten con grande desvelo,
Miente el niño, miente el hombre,
Y para que más te asombre.
Aun sabe mentir el cielo;
Pues vestido de azul velo
Nos promete mil bonanzas,
Y muy luego sin tardanzas
Junta unas nubes rateras,
Y nos moja muy de veras
El buen cielo con sus chanzas.i>
¿Qué tal? Pero lo que abunda no daña, y allá
va una autoridad de más peso que el jesuíta gua-
yaquileño: Lupercio de Argensola.
«Yo os quiero confesar, don Juan, primero.
Que aquel blanco y carmín de doña Elvir^
No tiene de ella más. si bien se mira.
Que el haberle costado su dinero.]>
(¡Puntillazo tremendo á la Rejna del Mundo! )
«Pero también que me confieses quiero.
Que es tanta la beldad de su mentira,
Que en vano á competir con ella aspira
Belleza igual de rostro verdadero.»
II
Z62 J. L. MBRA
(In tilo tempore debió tener más fuerza este
reto; hoy en día no tanto, pues los rostros de
nuestras Elviras por milagro podrán tener rostros
competidores... jNo es poco lo que hemos pro-
gresado!)
<(Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande
Por un engaño tal, pues que sabemos
Que nos engaña asi naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos
Ni es cielo ni es azul...D
¿Qué tal amiguito? Probado que hasta el 'cielo
rinde parias á la susodicha Reina, y pluscuampro-
bado que la señora Opinión no es tal Reina del
Mundo^ ni siquiera de la República del Ecuador,
donde suele opinarse tan poco y tan en falso.
Para concluir.
Quien estas lineas trazando
Ha i'do entre burlas y veras,
Miente como todos, cuando
Se llama Pepe Tijeras,
LOS DISFEAOES
(A Pascual Dardo.)
'^W'is conceptos acerca de la Reina del mundo^
^^^ querido Pascual, te pusieron la pluma en la
mano, y sacaste á barrera á los Hijos de la Reina;
pero te fijaste de preferencia en los chullalevas, á
quienes la madre no ha provisto de abundancia
de vestidos, según denota ese nombre semiqui-
chua y semiespañol, ni de medios de satisfacer
decentemente las necesidades del estómago, y te
olvidaste de muchos de aquella real prole que
deben á la Mentira gran provisión de lujosos
trajes, opípara mesa y brillante posición social.
Métete un poco por los laberintos del mundo, en
especial por las callejuelas de la política, y ya ve-
rás si no hallas á centenares esos dichosos prínci-
164 J. L. MERA
pes colocados por la augusta mamá en el centro
de las riquezas y los placeres, y acariciados por
los honores, si no por la honra. Yo pudiera acom-
pañarte en la^ incursión para ir en amigable pláti-
ca diciéndonos la§ impresiones que nos causen;
y aun llevaríamos la maquinita inventada por
Niepce para sacar sus retratos y regalarlos á los lec-
tores del Semanario Popular; pero ¡qué caramba!
restamos en vísperas de inocentes, y el ce monde
ci f^ est qu* une mascar ade de un escritor francés
se ha puesto á voltejear en mi cabeza, y no me
deja. Y como también las máscaras y los pinto-
rrees son palaciegos y favoritos de la Reina del
mundoy en ellos quiero ocuparme un momento.
Si no ¿cómo me sacudo de la tentación que se me
ha pegado? Conque, déjame en paz satisfacer ccMi
estos mis deseos, y tú entiéndete con los otros, y
sacude el polvo de sus levitas únicas^ aplasta mi-
riñaques y desbarata copetes.'
Lee que lee, hila que hila por ver si doy con
quien inventó el disfraz y en qué tiempo, pregun-
to á Diodoro Sículo y me dice que lo usaban los
Egipcios; interrogo á los Griegos, y me señalan
á Esquilo cubriendo de máscaras á los actores;
me vuelvo á los Romanos, y me enseñan á los de-
.votos de Saturno y Baco transformados en bes-
tias y andando en cuatro pies. Los Romanos imi-
taron á los Griegos, éstos á los Egipcios, ¿y éstos?
No lo sé.
LOS DISFRACBS 165
Rebeca disfrazó la mano de Jacob para engañar
á Isaac; Thamar se disfrazó para engañar á Judá.
Dale que le das en la historia, me cuelo en el Pa-
raíso. Aquí está la cosa: mírenmele á Satanás dis*
frazado de serpiente para engañar á Eva! El
disfraz es la mentira material, la mentira visible
y tangible; toda mentira es mala, todo k) malo
tiene origen en lo malo por esencia; luego sin tan-
to rodeo ni trabajo pude haber dado con el in-
ventor del disfraz.
Ahora vamos bajando á los tiempos modernoB.
Subir es naturalmente más difjcil que bajar, y si
no obstante, ascendiendo por los escalones de los
siglos nos fuimos hasta el Edén, al retroceder nos
vinimos por ellos abajo en menos de un Jesús. En
cada escalón hallamos el disfraz por todas partes;
«n la Edad Media desde la celada del caballero
hasta el antifaz del flagelante, en nuestros tiem-
pos desde el dominó del carnaval y los inocentes
hasta el cucurucho de nuestras procesiones. Más-
caras en Europa, máscaras en Asia, máscaras en
África, máscaras en América; disfraces para el
cuerpo, disfraces para el alma, disfraces para los vi-
cios y defectos, disfraces hasta para los delitos y
crímenes... ¡Vámosl la invención del primitivo
conquistador del mundo, que comenzó sus hazar
ñas al pie de un manzano, ha llegado á ser fecun-
dísima, universal y perpetua; no terminará sino
con el desbarajuste supremo de la sociedad hu-
l66 J.~ L. MBRA
mana: sólo al toque de la consabida trompeta
caerán para siempre todas las máscaras.
Parece que la raza sajona, y en general las del
norte, son menos aficionadas á la careta que la
raza latina. No sé por qué — no puedo explicár-
melo—creo yo más natural que un Crispi ó un
Sagasta puedan vestirse de polichinelas, y no un
Bismarck ó un Salisbury. Se entiende, hablo del
disfraz de trapo y cartón, que en cuanto á los
demás que sirven para ocultar las partes inmate-
riales del hombre, no hay quien no los use: ita-
lianos y españoles,^ ingleses y alemanes, franceses
y rusos, griegos y judíos, yankees y colombianos...
jOh! ¡ce monde ci ti est qt¿ une mascarade!
Ya viene, ya llega la temporada de inocentes;
ya vemos miles de máscalas en tiendas y almace-
nes; ya zumban en nuestros oídos las risas, los
gritos, las necedades de I^ls patrullas y del pueblo
que las sigue; ya invade nuestras narices el am-
biente aguardentoso de esos días dichosos... para
el diablo; ya regocijan el corazón de este príncipe
de las máscaras los frutos de la fiesta: la total de-
rrota de la pudicicia en lucha con la desvergüen-
za, la muerte de la inocencia, el empuercamiento
de la honra, la ruptura de matrimonios, los enla-
ces mal trabados que formarán luego infiernos do-
mésticos, las riñas, las deudas, los chismes ridícu-
los, los comentarios infames...
Con todo, seamos justos, en estos disfraces á
LOS DISFRACBS 167
-_ m — ■
veces el príncipe que los promueve se ve chas-
queado, pues ó esos frutos son escasos ó no los
hay. He visto niños inocentes con caretas, h%
visto gente honrada que se ha detenido en los
límites de la decencia; pero quíteme usted un
cinco ó diez por ciento que forma la excepción, y
todo lo demás es un océano de malicia y de tor-
peza, ó cuando menos de ridiculez que tizna la
reputación de quien se ha puesto antifaz, y por
derramar la sal que no tiene, derrama insulseces
que le sobran.
Estamos en la capital de la República; los dis-
fraces han comenzado por el pueblo, y hay gran-
de animación en calles y plazas. Por allí va una
partida de monos; son muchachos que gustan de
remedarse á sí propios; más allá van unos mozos
que llevan fuera las faldas de las camisas; por ahí
vienen unos frailes betlemitas; sígnenlos unos
indios é indias; y todos repiten, encarándose con
los transeúntes ó los curiosos, la frase entre ellos
ritual, ¿me conocis? Y charlan y gritan, y corren
y saltan; y sigúelos por todas partes la desarra-
pada granuja alborotando como unos diantres;
¡Machicho^ máchica! ¡ Chiquilla camisona! ¡Pa*
dre belermo, mi,., está enfermo!
El buen humor ha subido de los talleres y pul-
perías á los salones, de la gente de alpargata y
poncho^ la gente encopetada. Llegó el día 28 y
vinieron los demás hasta la Epifanía, y señoritas
Z68 J. L. MBRA
y caballero^ quieren ser inocentes... á su manera:
la antítesis es soberbia. La plaza de la Catedral
está iluminada y en los portales hierve el gentío
levantando voces en todos los tonos imaginables,
desde el susurro apenas perceptible hasta el es-
tentóreo rompe- tímpanos. Todavía hay restos de
la antigua costumbre de colocar hileras de mesas
y silletas á lo largo de los portales, donde se sien-
tan mujeres y niños para ver desfilar \2iS patrullas
de máscaras. Antes (yo alcancé esos tiempos) las
damas de la aristocracia no se desdeñaban de co-
locarse en aquellas mesas como efigies en altar, y
recibían á quemarropa las burlas y hasta las des-
vergüenzas de los máscaras; hoy se ponen en tan
peregrina exhibicióiL.sólo las mujeres de poco
más ó menos, que ríen de todo, hasta^ de las fra-
ses verdes, con tal que las dirijan bocas que no
conocen. Las inmunidades de un máscara son ex-
traordinarias, y crecen y se afirman con el aplauso
de los necios. — ¡Qué bonito! ¡qué gracioso! ¡qué
chistoso! ¡éste sí que es una plata! ¡éste sí que es
una teja! ¡Ay no sé! tan pronto que pasa. Ya
vienen otros; ¡qué maravilla! ¡ja ja ja! ¡jijiji!
Vean, vean, ahí viene Fulano: ¡qtié rico remedo!
Miren, allá va Zutana: si es ella misma en cuerpo
y alma: ¡esto sí que es remedar ala perfección!
Y pasan soldados y llapangas, pisaverdes y co-
quetas, frailes y beatas; caras de semigentes, in-
dios, negros, viejos con barbas de hilachas, niñas
LOS DISFRACES 169
con calzonarias, caras de animales... ¡Vamos! si es
el mundo mismo personiñcado. Ahí están sus li-
bertinajes, ahí sus boberías, ahí su anhelo de en-
gañar para divertirse, ahí su charla insustancial ó
percuciente. Y es curioso observar la similitud
•de muchos encaretados entre la figura visible y
la que va dentro: aquí está el usurero don Pan-
cracio vestido de judío; por allá viene cierto es-
poso del género paciente que se ha chantado una
máscara de carnero; por más allá se menea híi-
cieíido cetas dona Venancia, doctora en chismo-
grafía, que lleva cara de víbora; sigúela Paquita
'con una boca que derrama risa y unos ojos que
ven á todos y van diciendo, soj^ coqueta; á su lado
va Sinforiano que cree que Paquita se muere por
él, y se ha cubierto la cara con una máscara de
bobalicón, de bigotito retorcido, boca amable y
ojillos dormidos y de dulzura sin igual.
Pero dejemos á los bárbaros^ que allá se ve luz
de blandones y se oye música. ¡Hurra! Ahí viene
lo bueno. Veinticinco parejas, moros y circasia-
nas, con un lujo, con un brillo, con un garbo que
no hay más que ver. Pasa la procesión á paso me-
surado por el estrecho callejón que dejan en los
portales dos muros de gente apiñada; delante va
la. banda militar que tpca una alegre marcha; á
los costados los pajes que llevan los blandones;
máscaras y espectadores hablan poco. Estos se
han hecho todo ojos, y por eso sus lenguas se han
I70 1. L. MBRA
aquietado; aquéllos gastan pocas palabras porque
esto conviene á la gravedad del acto. A lo más
algún moro saluda con la mano al conocido á
quien ha reparado entre la muchedumbre; y al-
guna circasiana que ha visto á una amiguita, ba-
tiendo también la mano diminuta y enguantada,
la dice: Cómo estás, choltta. Y siguen las conje-
turas sobre quién será el moro y quién la circa-
siana: es Fulano, es Zutano, es Perencejo. ¿Y la
dama? Paulita, Antonieta, Laura. — ¡Bah! salta
don Melitón, que posee la cienciji de adivinar las
personas detrás de las caretas, y que por esto es
un oráculo en la política, ¡bah! ese, moro es mi
compadre don Manongo: ahí estjl su meneo al
andar y su pescuezo de á metro. La señorita
que va con él es Malvina, la novia de Perico: ¿no
ven ustedes esos brazos secos y largos y ese pe-
cho huesudo y hundido? Qué lerdos son ustedes,
y cómo se dgan engañar por un cartón pintado;
y no yo... jBah, bahl á mí no me la pegan, porque
soy capaz de descubrir al diablo tras una máscara.
Mientras la curiosa turbamulta, abigarrado
cuadro de paño y de bayeta, de muselina y de
tocuyo, de cintas y encajes, de caras tersas, de
frentes arrugadas, de mogigatas, de tontilocas, de
pisaverdes, de chullalevaSy sigue viendo pasar
bárbaros y otras patrullas^ y vaciando las mesas
de confites y sorbetes con todos sus ajilimógilis, y
levantando el codo que es una gloría, hasta dejar
LOS DISFRACES 171
enjutos barriles y botellas, y empapadas, á pesar
de la policía, veredas y esquinas, los moros y las"
, circasianas han sido recibidos en cuatro casas, y
en la quinta será el remate. En casa del ricacho
don Blas han comido, bebido y bailado de nueve
á diez. En casa de don Bartolomé, de once á doce,
Ídem. En casa de don Mauro de doce á una, ídem.
En el salón de don Mariano pasarán hasta que el
sol apunte. Allí, quitadas las máscaras, han entra-
do en las regiones de la confianza; las cabezas no
están en su estado normal; en los corazones hay
algo de sobra que riñe con la honestidad; los ojos
buscan pasto de lascivia; la lengua hace revelacio-
nes indiscretas; los oídos se abren á ellas para que
pasen á manchar .una alma, quizás pocas horas
antes limpia y gajlarda can la pulcritud de la ino-
cencia y la hidalguía del honor. Allí está la urba-
nidad,' pero con el antifaz de la franqueza; allí está
la decencia, pero con los arreos de un lujo demen-
te; allí la alegría, pero de bracero con la desenvol-
tura. I. os papas están ciegos, las mamas converti-
das en nenes, los maridos embobados, las niñas
todo junto, ciegas, embaucadas, entontecidas; los
don Juan Tenorios de pacotilla, en sus glorias...
¡Vivan los inocentesl ¡vivan las mascaradas! aun-
que después vengan el arrepentimiento, las lágri-
mas, las maldiciones.
¿Me dirá que no algún lector, y sobre todo, al-
guna amable lectora? Pues yo les diré que se han
172 J. L. HfcRA
echado á las espaldas el volumen de la experien-
cia. Los don Blases y las doñas Blasas, los don Be-
nitos y las doñas Benitas, suelen dar comunmen-
te sus recepciones de inocentes, porque tienen en
sus casas un efecto que recelan se les haga huc'
so: un par de pollas frescas y lindas, á las cuales
sin embargo, no se ha presentado pollo ninguno;
y en las mascaradas y en los bailes puede caer al-
guno como una bendición del cielo; pero como
ios pollos suelen ser más diestros cazadores que las
pollas y sus mSmás, esas iirfelices son las que caen.
¡Y qué caídas!... de esas que no se remedian con
lágrima ni arrepentimientos. En cada diez tram-
pas de inocentes y de bailes, paseos á escote y es-
pectáculos públicos^ se enredan de pies y manos
y quedan presos un pollo y nueye pollas. |Y cuán-
tas veces la triunfante cazadora es la víctima de
su misma presa! ¡cuántas veces ha cogido en sus
redes, no un marido, sino un verdugol Siempre la
caída es la desdichada mujer, y con todo, ¡cuan
escaso es el escarmiento!
Pero, Pascual amigo, dejemos estas mascaradas
anuales y vengamos á las de cada día .y cada mo-
mento; pasémosles revista, siquiera sea brevemen-
te, pues mira que el boceto de artículo que te
voy enderezando va á comerse más columnas del
Semanario de las que yo quisiera.
La palabra es muchas veces la máscara de las
ideas y los afectos. Alguien ha dicho ya esto óco-
LOS DISFRACES I73
sa parecida; pero no me parece malo que aquí lo
repita yo.
El interés se disfraza todos los días con la care-
ta del amor, y lleva al áttar á la novia engajada.
Ella le entrega corazón y mano; pero él acepta
sólo las talegas.
El vicio se disfraza de virtud, y á veces lo
hace tan de primor, que seduce á los más ejc-
pertos.
La ignorancia se pone el antifaz del saber, y se
pasea oronda por el mundo.
La cobardía se cubre. con la celada del valor, y
hétela una heroína — una Clorinda de poema ó
una Juana de Arco de la historia.
La ambición se cubre con la careta del patrio-
tismo, y mira qué multitud de ciudadanos emi-
nentes (eminentemente hechizos) andan mezcla-
dos en los negocios públicos, fomentando revolu-
ciones, arruinando pueblos y matando hasta la es-
peranza de cimentar el orden y la paz.
La licencia se cubre con la máscara de la liber-
tad, y mira como va el mundo con el liberalismo
. que lo va poniendo todo patas arriba.
Hasta la impiedad y la heregía se han fabrica-
do sus mascaritas de cristianismo puro^ por ver
de hallar algún acomodo en la opinión pública, y
no ser arrojadas á capotazos del festín de nuestra
política. -
¿En dónde no está la máscara, amigo Dardo?
Z74 J. L. MERA
¿para qué no sirve? El mundo es un carnaval per-
petuo, una temporada de inocentes sin interrup-
ción. La máscara es un artículo de primera nece-
sidad, sin la cual no puede vivir el género huma-
no ¡Viva la máscara!
El matrimonio juzgado por un librero.
^JIÍn viejo casado y velado y lleno de experien-
C^ cía, librero de profesión y que no tenía
más defecto que el de ser libromaniática, hablán-
dome una vez de matrimonio me decía lo si-
guiente:
— ^Nadie sabe mejor que yo lo que es el matri-
monio, pues soy siete veces casado, lo cual quiere
decir que he. hecho siete ediciones de la obra.
Ya ves si no me parecerá muy buena.
¡No lo ha de ser, siendo obra de Dios!
La primera edición se hizo en el Paraíso, co-
rrecta y esmerada.
Pero la envidia de Satanás la dañó y desde en-
tonces es rarísima una edición que corresponda
á la bondad de la obra.
Cual más, cual menos, todas sacan erratas si-
quiera no sean sustanciales; pero lo común es que
176 J . L. MERA
sean tan gordas, que no se las pueda salvar con la
consabida^ de ellas puesta en la última página.
El primer tomo (vulgo marido) suele abundar
en yerros tipográficos algo más que el segundo
(vulgo mujer).
En éste, á las veces, son- sustanciales hasta un
simple cambio de letras, ó' la falta de una coma,
ó la sobra de un punto, que en el tomo primero
pasan desadvertidos.
La invención de las pastas tiene origen en las
hojas de higuera con que se cubrieron Adán y
Eva. Hoy, como tú sabes, muchos libros se eiQ-
pastan para cubrir defectos y deformidades: y
mientras más grandes son éstos, la pasta es más
bonita.
En el matrimonio la pasta se llama apariencia,
ó la apariencia pasta, que allá se va á dar.
Cuando más peligros de malograrse corre la
obra, es precisamente al tiempo de encuadernar-
la y ponerla cubierta. - •
Entonces sucede la diablura de alterarse las pá-
ginas, produciéndose una confusión inexcrutable:
iqué cambios eti los gapítulos! ¡qué trocatinta en
la foliatural Muchas veces el principio es el fin, y
viceversa; ó en medio del tomo primero se inter-
cala un trozo del segundo, ó el índice de éste se
pone en aquél.
Otras veces el primero lleva en el dorso el nú-
mero 2.° y el segundo el número 1.**
EL MATRIMONIO JUZGADO POR UN LIBRERO I77
¡Imagina loque sucederá con esto en la obra
matrimoniol
Suele también haber discordancia en el tama-
ño de los volúmenes y en la calidad de las pastas,
así como en el contenido mismo de la obra.
Hay maridos tn folio para mujeres en octavo.
Hay mujeres como misales para maridos como
breviarios.
Hay maridos con forro| de pergamino hacien-
do par con mujeres de pasta de terciopelo.
Hay maridos y mujeres tan mal eñcuadema-
dos^, que se descuajaringan al menor contacto.
Hay mujeres-poesía que disuenan de los mari-
dos-prosa.
Hay maridos que son poemas y chocan con sus
mujeres que son recetarios de cocina.
Hay matrimonios' que "feon misceláneas de pro^
sa y verso: elegías y epigramas, fábulas é histo-
rias, todo está mezclado en ellos.
Y lo peor es que en ocasiones (y no. son raras)
el denionio introduce entre los dos tomos un ter-
cero... y entonces ¡adiós obra de Dios! Unidad,
armonía, fines qué se propuso el Autor, todo se
lo lleva Pateta.
- Si se formara una biblioteca de matrimonios,
¿quién se atrevería á ser el bibliotecario? ¿Quién
sería capaz de ordenar esos volúmenes y colocar-
los en los plúteos correspondientes?
Yo, lo confieso, con esa tarea me haría loco, y
'12
178
quizás, quizás repitiera lo del famoso Ornar con
la biblioteca de Alejandría.
Por eso me he contentado con ordenar sólo
mis propias ediciones. Y te diré en confianza que
ni para esto he sido muy ducho: mis siete tomos
segundos me han puesto á veces sin saber qué
hacer de ellos, no obstante que, como es natural
y cristiano, han ido viniendo de uno en uno.
Juzgo, por lo demás, que no soy temerario
cuando pienso que no se necesitan anaqueles muy
grandes para colocar los volúmenes matrimonia-
les en los que la obra de Dios no está descabala-
da ó destruida.
Para los ejemplares de esta obra en los cuales
se lea claramente el título: Amor, virtud y felici-
dad; cuya lectura corresponda al título; cuya edi-
ción sea correcta y limpia, la encuademación
igual y firme y la pasta modesta, pero de buen
gusto; para esos ejemplares, digo, deberían cons-
truirse anaqueles de oro.
El bibliotecario debería ser un ángel.
— ¿Hay esta clase de matrimonio— libros, al
gusto de su Autor?
— Sí los hay, aunque muy raros, como lo he in-
dicado.
— ¿Y anaqueles para ellos?
— Los hay también; pero en el cielo.
¡Bueno es el mundo para poner en estantes de
lujo y guardar con cuidado lo que no le gustal
EEPARTOS Y ÓTEOS NEGOCITOS
tff ECTOR, te he estado viendo estos días, cuando
O^ has pasado tus ojos por la relación de los
milagros que los Gobernadores de Oriente han
acostumbrado hacer: la llama de la indignación
ha asomado á tu frente, tus cejas han descendido
hasta casi esconder las pupilas, te has mordido los
labios... Cálmate, amigo: «La historia no es más
que la repetición de los mismos hechos aplicados
á hombres y épocas diferentes.» Estas palabras de
Chateaubriand puestas por el doctor Cevallos en
la portada de la Historia del Ecuador^ convienen
á todos los hechos históricos: evidencia tengo de
que antes del diluvio hubo muchos que se enri-
quecían con los repartos á costa de los débiles é
infelices. Tú verás como dentro de poco se desci-
fran algunos garabatos babilónicos que confirmen
mi creencia. En el Arca de Noé se conservó por
l80 1. L. HXRA
desgracia la mala semilla de la codicia, y poco
después del tremendo castigo, volvieron los re^
parios, uno de los monstruosos crímenes que ex-
citaron la ira de Dios, y repartidores hubo entre
babilonios y fenicios, entre egipcios y griegos^
entre romanos y cartagineses. Vinieron los tiem-
pos de la conquista y la Colonia y hete á la pobre
América con tamaño mal encima, amén de otros
que llovieron sobre ella, y que lloviendo han con-
tinuado, ¡pesia tal! aún después de su indepen-
dencia.
Los chapetones criollos y europeos, se desera»
peñaron á maravilla en el oficio, sobre todo los
encomenderos: ¡cuántos quebrados, cuántas ham-
brientas víctimas de los vicios salieron de apuros
y sacaron el vientre de mal año á costa de los in-
dios! Un negocito de mercachifle en otras partes
se convertía en negociazo en estas tierras de
Dios.
— Indio, ven acá: esta vara de paño es para tí.
— ^Amo, ¿qué hago con este paño?
— Lo que tú quieras.
— Si no lo necesito.
—¿Qué me importa?
-.^iSi es inútil para mí!
— ^Véndelo á otro.
— Me darán apenas seis ú ocho pesos.
— ¿Qué me importa? tú dentro de cuatro me-
ses tienes que darme 25.
REPARTOS Y OTROS NBOOCITOS l8l
^4^ero amo...
— No hay peros ni calabazas; este paño he
traído para tí, y carga con él, y ¡chitón!
—Indio, mira qué tocador tan lindo! es para tí!
—Amo, eso para mí es inútil.
— ¿Qué se me da á mí?
— fSi no acostumbro verme en esos espejosl
— Pues de hoy en adelante á costa de 15 pesos
que me pagarás, vencido el plazo, tendrás ese
^sto.
— Pero amo...
—No hay peros ni manzanos: cargue usted con
«so y ¡chitón!
He ahí una breve muestra del reparto^ para
quien no lo sepa. ¿Cómo se le recaudaba?— De la
manera más sencilla: si el indio tenía algunos
bienes, pasaban á poder del repartidor; si era
Iwtpio, se le vendía á algún hacendado para que
desquitara el valor del paño ó del espejo, de la
navaja de barba ó de los guantes ó de otros obje-
tos que para nada le servían al obligado compra-
dor, con su trabajo personal, á razón de medio
real tarea.
¿Se ha curado este mal después de la gran vic-
toria de Pichincha? Pregúntaselo á los habitan-
tes de las selvas del Ñapo. £1 gran bien de la
«mancipación de América no ha curado todos sus
males.
Y no sólo lo preguntes á esa pobre gente, dueña
l8a J. L. MBRA
de auríferos ríos, de aromática vainilla y de exce-
lente pita; pregúntaselo también á los indios y
mestizos de los Andes, á esos que andan labranda
nuestros campos y porteando nuestras mercan-
cías. Antes de la independencia todo era Napa -
para los repartidores; ahora todo es Ñapo para
los ladrones herederos de aquella industria digna
de Colet y de Cartouche.
El gobierno español prohibió los repartos^ y
aunque esto no fué cortar las uñas á los especula-
dores, á lo menos se las embotó bastante. En días
de vivos conocimos también un magistrado que
tuvo lástima de los salvajes ñápenos, y al mismo
tiempo que les envió sacerdotes que los civiliza-
sen, cerró las puertas al infame latrocinio. Pero
esto era imitar al gobierno de los godos, era coar-
tar la libertad; y por esta picardía, y por los ca-
minos que abrió, y por las escuelas que estableció,
y por el impulso que dio á las ciencias, y por la
protección que prestó á la moral, y por el amor
que tuvo á la patria, y por otras y otras mil des-
vergüenzas, lo mataron... Hicieron bien; ¿no es
verdad, lector mío? Ahora fuera de otras venta-
jas morales, sociales y políticas, podemos ir al
Ñapo con cuatro trapos y un par de cachivaches
que, repartidos á los salvajes, á la vuelta de poca»
semanas son oro en polvo. ¡Qué ganga!... para
ios indios por supuesto. ¿No es verdad, lector
mío?
REPARTOS Y OTROS NBGOCITOS 183
Pero si quieres buscar la vida, si quieres enri-
quecerte sin el trabajo de doblar la cordillera, pa-
sando por el helado Papallacta y exponiéndote
á esguazar peligrosos ríos, puedes echar un vade
retro al Ñapo con su oro, vainilla y pita, y hacer
por aquí lo mismo que hicieras por allá. En Es-
meraldas, donde los mulatos montañeses reem-
plazan á los indios, y donde el famoso tabaco es
oro, se hacen admirables negocios, negociazos que
dejan un ciento por uno y aun mucho más. Lle-
vas, por ejemplo, la imagen de algún santo, de
esas pintadas á la diabla y que asustarían á la
beata más beata de las que en nuestra tierra vis-
ten hábito, y la das á un rústico cosechero por un
quintal de la aromática hoja. No importa que el
plazo sea de un año, la ganancia es siempre cual
corresponde á tus buenos y honrados deseos: el
mamarracho te ha costado á lo más dos pesetas y
el tabaco vendes en 70 ú 80 pesos.
¿Te acuerdas de don Mariano Sillosapa? Fué el
buen don Mariano quien llevó este negocio á la
última perfección: compraba naipes á medio real,
y las figuras eran la mina; los montañeses se las
mercaban á buen precio: por un rey dos libras de
tabaco; por una sota, una cuando menos ; por un
caballo hasta tres.
— Perdón, don Geroncio; usted exagera.
— ¿Que yo exagero? ¡pardiezl lo que oyes, ami-
guito, es historia monda y lironda. ¡Si conocieses
X84 J- L. MBRA
lo que son esos montañeses! junto á ellos nues-
tros indios y los del Ñapo y Canelos son porten-
tos de viveza y astucia. ¡Y si conocieses lo que son
los traficantes de quienes te vengo hablando!..
Pero déjame acabar. ¿Sabes por qué don Mariano
vendía con tanto aprecio aquellas figuras? Por
que, ladino más que un gitano, hacía creer que
los reyes eran Marías Santísimas, las sotas San
Antonios, y los caballos Santiagos. — ¡A caballo de-
bió largarse á los infiernos el tal señor Sillosapa!
Mas eso de irse á Esmeraldas es lo mismo que
irse al Ñapo: cordillera oriental ó cordillera occi-
dental, allá se van á dar: en ambos casos hay una
que trasmontar. Vade retro á Esmeraldas como
al Ñapo! Quédate, hijo^ aquí metido entre la[s
breñas de los Andes,. que no faltan inocentes y
necesitados que se te presentarán á que les chu-
. pes el quilo. Especialmente en el campo los hay
que son una maravilla. Los negocios, desde lue-
go, se hacen en pequeño; pero esto no importa:
como son bastante numerosos... Ya sabes tú que
de muchas gotas de cera se hace.un cirio pascual.
Pellizca 25 pesos aquí, muerde tus 40 más allá, da
una manotada á esos ló de acullá, y ya verás cuan
gordas se te ponen las talegas al andar de pocos
años.
¿Quieres un maestro para estos negocitos tan sa-
brosos y suculentos? Dos te puedo indicar; y si te
place, cuatro; y si njás necesitas diez ó veinte.
RBPARTOS \ OTROS NEG0CIT08 Z85
Recibe lecciones de don Andrés de los Tordos:
anda el bueno del hombre en pos de los necesita-
dos y con la bolsa abierta para que metan la mano
en ella. ¡Qué bondadoso es, y cómo se lamenta de
la mala suerte de los menesterosos! ¡con qué pa-
labras tan cristianas y dulces les habla! ¡cómo sus-
piral Halagado el pobre, mete, en efecto, la mano.
El caritativo de don Andrés sonríe de verle aga-
rrado: la bolsa se ha convertido en cepo, y no sol-
tará la presa mientras no entregue la última pe-
seta de la enorme suma á que ha ascendido la ca-
ridad que recibió en los días de penuria.
Una corta historia te hará comprender más y
mejor la lección ; es la historia de una gota de
cera transformada en una marqueta. El bonísimo
señor de los Tordos tuvo la generosidad de pres-
tar 25 pesos á un indio, para salvarlo de un aprie-
to; pero como ese acto benéfico no debía perjudi-
carle, impuso al beneficiado algunas condiciones
muy ligeras y sencillas: dentro de un año debía
darle por esa suma dos quintales de manteca de
puerco y algunas arrobas de sal, sin perjuicio de
que, sobre la misma cantidad, le pagaría el mode-
radísimo interés de medio real en peso cada mes.
El tramposo del indio faltó á lo estipulado; ¡ha-
brase visto picardía de la laya! Pero don Andrés no
perderá ni un cuarto: la manteca, al precio en que
debió venderse en Babahoyo, tantos pesos; la sal
2k precio á que se habría realizado en Quito, tan^
l86 J. L. MBRA
to; los intereses vencidos, tanto. |Ah, ahí la cosa
no es para despreciada: significa, pico más ó me-
nos, ciento veinte patacones.
El indio fué demandado ante el Juez de Co-
mercio, y brevis et breve condenado al pago; las
costas engrosaron' la deuda; para cubrirla se le
vendieron en subasta, por la mitad de su valor,,
sus tierras, no muy extensas, su choza, sus ovejas,
cerdos y burros, y como todavía quedase algo que
saldar, el bribón del indio fué metido en la cárcel.
— ¡Esto es infame!
— Bien puede serlo, amigo lector; pero con esa
y todo, es lo cierto que mi don Andrés tuvo re-
gular utilidad. Y debemos añadir que á ella agre-
gó también (todo es utilidad) el gusto que le cau-
saron los lamentos de la mujer é hijos del arrui-
nado y preso, que vagaban por la ciudad* y los
campos maldiciendo (talnaña injusticia) al bon-
dadoso don Andrés.
¿Quieres otra lección? Allá te la enderezo. A
don Servando de Tal se le había metido rara afi-
ción á un terreno que partía límites con su ha-
cienda. El pobre vecino, su dueño, tuvo una ne-
cesidad, ni más ni menos que el indio susodicho^
Súpolo don Servando y le dijo:— ¿Usted en apu-
ros por falta de dinero, teniéndome á mí de veci-
no? No puede ser. Usted es negociante en Bode-
gas; bien: tome usted 20 pesos; en el verano pró-
ximo me da 20 arrobas de buena sal, y andar, que
REPARTOS Y OTROS N«GOCITOS 187
ambos ganamos. Llegó el verano, el vecino traja
la sal y se la llevó á don Servando. — Si con 20 pe-
sos, dijo éste, ha hecho usted buen negocio ¡qué
no hará con 40! Venda usted ese artículo que está
á dos pesos la arroba, y aproveche del dinero. En
cuanto á mí, renovemos el pagaré, y asunto con-
cluido. Así se hizo; vino el verano y vinieron las
40 arrobas de sal*
— ¡Qué afortunado es usted, vecino! Pero ¿para
qué me trae usted esa sal? No sea usted bueno:
repita el negocio. El vecino menea la cabeza; pero
tanto le anima don Servando, que al fin conviene».
Llega él verano; d deudor ya no asoma á princi-
pios de la estación, ni ha podido traer completas-
las 80 arrobas.
—No importa, dice el excelente don Servando,
no me pague usted ahora ni el pico que falta ni
nada. Ya ve usted que el artículo está actualmen-
te á veinte reales arroba; no sea bobo, y adelante
con el negocio. Lo único que se necesita es (so-
mos mortales y es preciso asegurarlo todo para lo
futuro) que por la cantidad que debe usted pagar-
me dentro de seis meses, me hipoteque su terre-
no. No hay que añadir que esto se verificó, y que
el escribano hizo la escritura larga, larga, larga y
soporífera, y que don Servando quedó contento.
¡No había de quedar hecho una pascua! Se ven-
ció el plazo, hubo ejecución, el doctorcito don
Fortunato Prodigioso, hechura de los estudios li-
Z88 J. L. MttRA
I '
bres de nuestra patria y flor y nata de nuestro
foro, echó docena y media de escritos de á cien
pesos, y el terreno hipotecado se remató; y don
Servando filé el mejor postor, y el vecino quedó
con un metro de narices, la boca abierta y el vien*
tre pegado al espinazo.
¿Qué tal amiguito? ¡esto si se llama ser nego-
ciante y saber la letra menuda!
Y advierte que no te cuento eso de hacer ade-
lantos para trigo y maíz por la cuarta parte de su
precio; eso de prestar sobre prendas para rematar-
las por una nonada, y otros mil caminitos por los
cuales la gente experta en materia de buscar la
vida se va derechito á la riqueza, á costa del tra-
bajo, la fatiga y la libertad de los infelices.
Y también se van derechito á los abismos de
la ruindad y de la infamia, y á los infiernos.
— ¡Calla hombrel si te oyeran los...
— Que me oigan.
-r-Pero mira, como tú pienso yo, como tú me
irrito, como tú quisiera acabar con esas esponjas
del sustento, sudor y sangre del pueblo; no vayas»
pues, á juzgar que tengo entrañas menos sensibles
que las tuyas y corazón menos bien puesto. Siem-
pre he visto el robo como uno de los mayores crí-
menes; pero robar so capa de negociantes; robar
con artimañas en las cuales se hace representar á
las leyes y á la justicia misma papel indecoroso y
triste, robar á un padre de familia, á un huér&no,
REPARTOS Y OTROS NBGOCITOS 189
á una viuda; robar á la necesidad, es cosa en que
los hombres de conciencia petrificada se salen de
la esfera de los ladrones comunes, para buscar
en la sociedad odio y horror asimismo nada co-
munes.
Frase tras frase, razón tras razón, nos vamos
alargando demasiado, y ya El amigo de las fa-
milias quiere que pongamos punto á nuestro ser-
moneo^ á sus columnas destinado; pero |cómo
guardar entre la campanilla y los dientes lo que
acaba de pasar con un aprendiz de negociantel
El buen mancebo, que es una esperanza, pagó á
un campesino para que hiciese empollar con gran
cuidado unos diez huevos de gallina de cria cas*
tiza. Salieron nueve poUuelos; y ¿el décimo hue-
vo? ¡chagra picaro! se le robó sin duda. El per-
judicado dueño entabló denjanda, y dijo al juez:
De ese huevo debió nacer pollo y no polla, el pollo
tenía que hacerse gallo; éste, valiente en la pelea,
lo menos me habría dado diez pesos de ganancia.
Una vez acreditado, cosa infalible, cualquier ga-
llero me habría pagado otros diez pesos por él.
Así, pues, aquel huevo valía veinte pesos, y exijo
del señor juez me los haga pagar, por ser justicia
que imploro, y juro costas, etc.
— ¡Calle tío Geronciol ya vuelve usted á sus
cachitos,
—Y tú vuelves á tu incredulidad. Lo que me
oyes es cierto, como que yo soy cristiano á ma-
XgO J. L. MERA
chamartillo. Si no apuraran de la imprenta, ya te
dijera hasta los nombres, pero...
— ^Pero, dígame ¿qué hizo el juez?
— Tuvo vergüenza de echar fallo sobre un huevo.
—¿Y el demandante?
— Se largó muy fresco, como si hubiera sido
nada su inicua tentativa; ¿qué perdía al salirle
iiuera? Un huevo y nada más.
LOS CURANDEROS
CÍa. humanidad, á fuerza de afanes y ciencia, ha
O^ dado caza á la civilización; aquella Diana de
millones de cabezas y brazos no ha dejado de em-
plear su inteligencia múltiple y su fuerza prodi-
giosa en perseguir esta ave del cielo que, á juicio
de unos caballerazos llamados filósofos, andaba
huyendo de los hombres por causa del cristianis-
mo. Una vez agarrada, le han dado el sobrenom-
bre de moderna] mas, con permiso de los señores
filósofos, yo opino, sin embargo de no entender
ni un palote de filosofía, que en esto no van muy
derecho: lo que llaman ellos civilización moderna,
es contemporánea de los Diógenes y los Crátes, y
si les repugna llamarla vieja ^ calificativo que le
vendría de perilla, digásele pagana, que no le
viene muy mal. Y luego ¡el paganismo trae tantos
bonitos recuerdos!
192 J. L. MERA
Como quiera que sea, la señora humanidad ci-
vilizada á la moderna, cuenta hoy tres enemigos
menos: el mundo, el demonio y la carne.
Pero ¡qué voy diciendol no sólo tiene tres ene-
migos menos, sino tres amigos más: el mundo, «i
demonio y la carne, que en los tiempos de oscu-
rantismo eran enemigos del alma, orígenes de
pecados y desgracias, ahora no; pues pasaron los
siglos de tonterías, y en ei nuestro en que el cielo
de la inteligencia cuenta soles por millares, mun-
do, demonio y xarne son compinches del alma
humana, y fuentes de bienes y delicias. A bene-
ficio de esos tres dioses que reinan envueltos en
nubes de incienso y halagados por los himnos que,
rodilla en tierra, le cantan los pueblos ilustrados
y sabios, el mundo moral es ya una maravilla, y
el político... No sé qué nombre darle, porque es
más que una maravilla.
Pero nosotros, á fuer de cati^icos, nosotros que
por un tris no hemos sido desheredados de los
bienes de la civilización moderna por completo,
vivimos respirando todavía las auras de otros si-
glos menos felices; el mundo, el demonio, la car-
ne, son ¡Dios nos valga! enemigos del alma, y te-
nemos por deber sagrado el combatirlos. A veces
nos la acogotan y postran, cierto; pero no por eso
llegamos á tenerlos por divinidades ni les quema-
mos incienso.
Los novísimos civilizados, por lo visto, tienen
LOS CURANDBROS I93
menos enemigos que nosotros pobrecitos. La hu-
manidad cristiana á la antigua los tiene bien gor-
dos y guapos para el alma y para el cuerpo. El
pelear contra aquéllos queda, mediante la gracia
divina, de cuenta nuestra, y no necesitamos los
auxilios de la civilización moderna; si es verdad
que ésta es omnipotente, háganos un gran favor,
cual es el de ayudarnos á conjurar los males del
cuerpo; eche lejos de nosotros á los enemigos de
la salud y la vida, y se lo agradeceremos con to-
das veras.
■^Eso que ustedes quieren lo hace á maravilla
la ciencia médica, nos dicen; esta ciencia, como
las denyás, se ha elevado en nuestro siglo á la ca-
tegoría de diosa.
— Sí, señores, ustedes lo aseguran; si bien no
ha faltado calumniador que dijese que enferme-
dad y medicina son gemelas^ ¡Calumnia! ¡vil ca-
lumnia! Que un mal médico en comercio con una
dolencia cualquiera engendra la muerte, verdad
redonda. Dígase tal, é inclinamos la cabeza sin
replicar.
Un mal médico, de aquellos (digámoslo en se-
creto) que abundan entre nosotros, es respecto
del cuerpo lo mismo que el mundo, ó el demonio
ó la carne respecto del alma; un curandero equi-
vale á dos de esos enemigos; échenle ustedes to-
dos tres juntos, y tenemos una curandera.
La ciencia médica en manos de un mal fiacul-
«3
194 J. L. MBRA
tativo deja de ser ciencia para convertirse en
arma legal; en manos de un curandero es arma
prohibida, pero tolerada.
El uno sin responsabilidad, el otro con ella,
aunque solo en el nombre, asesinan del mismo
modo; ambos asimismo, después de haber preci-
pitado una ó más vidas en el sepulcro, y de ha-!
berse hecho pagar competentemente por sus re-
cetas homicidas, se quedan tan frescos como si tal.
¿Veis ese hombrecillo seco, largo, de mirada
agridulce, envuelto en una cuasi capa remendada
á las espaldas, y bajo un sombrerazo de felpa con
tres dedos de grasa á guisa de cinta? Es un famoso
curandero, es D. Fulgencio Ruibarbo, á quien
cantones y aldeas le doctorean, sin que importe
un bledo que la Facultad no le hubiese graduado.
Fué mozo de botica, aprendió de memoria unas
cuantas recetas que despachó trastrocadas por en-
cargo del boticario; hizo alguna colección de fra-
ses técnicas, cargó con un Buchán que no sé qué
persona sensata lo vendió para que sirviese de en-
volver drogas, y hétele al doctorcito echándose
por esos trigos de Dios en busca de la humanidad
doliente para aliviarla. Y á f e que la alivia mu •
chísimo, ¿qué difunto se queja de dolor ningimo?
¿qué difunto le acusa?
Con todo, el médico, por malo que sea, y un
doctor Ruibarbo, por mucho que se parezca á un
mal médico, hacen como que pulsan y auscultan
LOS CURAMDBR08 XQ
al enfermo, le dirigen preguntas más ó menos ra-
ciónales, procuran mal ó bien aproximarse á la
diagnosis; después, no hay duda, combaten la es-
quinencia frotando ungüento amarillo en las plan-
tas» ó la hepatitis por medio de cáusticos á la
nuca, pero, en fin, tienen empeño en que el pa-
ciente recupere la salud, y en su ignorancia pue-
den con cierta buena fe echar parte de un mal
resultado á la inocente ciencia, que sufre con hu-
mildad la acusación; |mas una curandera!...
¿Qué es una curandera? ¡Una calamidad! Con
«lia una simple calentura se convierte en tifus, la
tos jamás queda tos^ sino que pasa á ser pulmonía
violenta, el más insignificante dolor de vientre
mata como el miserere.
La curandera: es la agravación de toda dolen-
cia; es la muerte infalible de quien se deja tocar
de ella, ó más bien de quien deja oler su enfer-
medad, pues la señora médica muy rara vez se
digna ver al enfermo: para diagnosticar tiene un
medio admirable, un solo medio, señores, y cuen-
ta con que ustedes duden de su eficacia, pues la
Aghódice á la rústica les tomará ojeriza.
Ya están ustedes picados de curiosidad por sa-
ber cuál es ese medio, y yo, á fe mía, no tengo
poco embarazo en decírselo: ¿qué hago? ¿lo diré?...-^
En fin, es preciso prescindir de la nimia delicade -
22. que quisiera usar con ustedes, y decirles que
si padecen, por ejemplo, de dolor de muelas, irri-
Z96 J. L. M8RA
tación de callos, etc., etc., envíen á la señora mé-
dica un poquito de... |de orines! En el examen Üe
ellos está la sabiduría de la doctora; no hay enfer-
medad interior ni exterior, de la cabeza ó de los
pies, visible ó invisible, - que no descubra en ese
líquido. Color, olor, sabor, densidad, grado de
transparencia bastan para que se ietnuestre la
dolencia con todos sus caracteres. Pero ¡qué! si
hay curandera que descubre bástalos pecados de
sus enfermos, y si son mortales ó veniales. Y lue-
go ¡bueno fuera que se quedara calladita como un
confesor!... ¡Oh, si así como á la mujer le está ve-
dado administrar el sacramento de la penitencia,
se le prohibiese también ser curandera!...
Nuestra sociedad tiene gran culpa en la exis-
tencia de la calamidad de que voy lamentándome.
Cuenta una vieja historia que entre los primiti-
vos salvajes de América los había que adoraban
las víboras, y tenían á dicha el perecer mordidos
por ellas. ¿Os admira cosa t-an necia y bárbara?
Pues admiraos también de que nuestro pueblo
venere á las curanderas y se dejan matar de ellas. '
La ignorancia, la ociosidad y la audacia en
monstruoso maridaje engendran las curanderas;
la ignorancia y la ruin mezquindad las sostienen.
¿Veis esa joven que tiene pereza de coser y ha-
cer calceta? ¿Veis esa solterona que tiene repug-
nancia de vestir ángeles, ó que no tiene pizca de
gracia para ello? ¿Veis esa viuda á quien el tuno
LOS CURAllDBKOS |g7
de SU marido dejó en la miseria, y que no sabe
qué hacer de su hambreado bulto? ¿Veis esa vieja
<iue pasó su vida entre el cariucho'y el fandango,
y que ahora no puede tomar derecho el huso?
Pues todas ellas están camino del doctorado en
medicina.
A lo más, á título de comedidas y buenas cris-
tianas, frecuentan la casa de un enfermo en las
horas de las visitas del médico; le oyen con at;en-
ción, se apoderan de las recetas, ayudan á prepa-
rar las pócimas y cataplasmas, y parecen á veces
unas Hermanas de la Caridadj según lo afanado
y amorosas que andan en servicio del doliente.
La frecuencia de la práctica las anima, observan
al enfermo, hacen como que^ meditan su poco,
opinan, cuchichean con la familia. Cuando llegan
á este punto jojo avizor, señor facultativo! Por la
noche deja usted mejorado á su enfermo; á la ma-
ñana le halla agonizante; á las doce ¡dilín dalán!
las campanas anuncian que hay un habitante más
en el purgatorio. ¡Qué diantrel ¿qué ha sido esto?
Nunca el diagnóstico fué más acertado, ni la apli-
cación de las medicinas ha tenido mejor éxito. ¡Si
don Fulano estaba fuera de peligro! ¡Esto es para
volverse loco!— Pues ¿qué ha de ser, señor doc-
tor? la susodicha enfermera, que ya sabe más que
usted, le cambió la receta. Era preciso subir un
escalón para acercarse al profesorado, y aunque
•se escalón ha sido un cadáver, no importa: la
ig8 J. L. IIXKA
responsabilidad es para usted, el grado para ella^
y aguante usted esa pedrada en la frente.
— Bien decía yo, exclama entretanto la docto-
ra en crisálida: estos médicos son unos matagen-
tes. Más valen los remedios caseros: nuestras
agüitas, nuestros emplásticos, nuestros purganti-
eos son la mano de Dios. Médico, botica» ]no me
digan! horror les tengo»
Una vez acreditada la curandera, busca su clien-
tela en el pueblo y la halla numerosa; las aldeas
especialmente le proporcionan centenares de víc-
timas, y gallinas y huevos en abundancia, y no
pocas pesetas, y millones de Dios le pague y por la
caridad con que manda angelitos al cido, ó bien
los deja sin padres en el mundo.
Tenemos misiones para moralizar al pueblo y
traerle á buen camino, librándolo de las garras del
demonio; ¡cuándo las tendremos para asegurarle
la vida, librándolo de las manos de curanderas y
curanderos!
¿Veis ese grupo de gente en la puerta de aque-
lla casa? ¡Separadlo de allí, por Dios; ahuyentadlo
aunque sea á latigazos!, pues está aguardando á
la ñora Chombita, prodigio de las médicas, para
que haga de las suyas con unos cuantos infelices
enfermos. Ha ido á misa y no tardará en volver.
Ya viene por ahí. Es cuasi-seftora; tiene sus cin-
cuenta años y polvos; pobre de carnes, rica de
pretensiones, cubre su armazón de huesos de vara
LOS CURAMOBROS I99
y tres cuartas de alto con un traje refractario de
toda moda. Saluda á todos con bondad no muy
legítima; trata de hijas á las mujeres, pregunta
por los enfermos entre suspiros y muestras de lás-
tima, y hace la cosecha de los regalitos, reconvi-
niendo entre enojada y agradecida por ellos, pues
cura sólo por caridad. — ¿Por qué se han molesta-
do ustedes? ¡qué tal pensionarse sin qué ni para
quél ¡tienen ustedes unas cosasl... Pasa luego á
examinar el consabido líquido amarillento, que le
presentan embotellado, y en seguida receta...
I Adiós, pobres enfermos; hasta más vernos! La
curandera os ha dado pasaporte para la tierra de
los calvos.
LOS MALHECHORES SOCIALES
/CL ALLARDOS jóvcnes los tres que van por ahít
IS^ Tienen trazas de estudiantes; ¿quiénes son?
De diez años acá hallo tantas caras nuevas en la
capital.
—Esos jóvenes son Fulano, Zutano, Perencejo.
En efecto, todos estudian : de los dos que van de-
lante, el barbudito ha tomado el camino del foro,
y el moreno el de la medicina.
— ¿Y el que va detrás, tan cabizbajo y pudibun-
do... ¡Vamos; hago á usted una pregunta digna de
Perogrullo ó de la Palice; pues ¿no lleva traje de
seminarista?
— Cierto, ese mozalvete, si hemos de creer
que el traje indica la vocación, se va camino de
la Iglesia; pero ¿no es de temer que bajo esa apa-
riencia de aprendiz de santo se esconda un futu-
ro apóstata?
a02 J. L. MBRA
— ^Allá va un cuarto, y pertenece igualmente á
la generación novísima para mí.
— ¡Ah! sí, sí, y no me preguntará usted qué
pretende ese niño; al primer vistazo lo conoce
usted.
-*Es militar: no hay que preguntarlo.
— Sí, señor don Geroncio; militar, ¿No le pa-
rece á usted que viene de las gradas de algún
Nacimiento? Ayer era el pobrecito sacudido por
las orejas por el maestro de escuela, porque
por la centésima vez repitió mal una lección, y
hoy mírele usted aforrado en su uniforme de ca-
pitán como paraguas en su funda. Y, además^
iqué tieso y qué orondo val |qué cara pone tan
hosca y tan temible, para que se le tenga por un
Hércules! ¡y cómo se maltrata el labio superior
por torcerse á pellizcos el bigote en ciernes! \Per
Christunij que el muchacho vale por un ejército!
Me sonreí, y callé al oir á mi amigo don Ben-
venuto, cuyos labios rebosantes de acíbar, pare-
cían dispuestos á continuar moviéndose contra
el prójimo, pero sin salirse de lo justo.
— Abogacía, medicina, clerecía, milicia, conti-
nuó en el mismo tono, ¡qué manía de Judasl ¿No
cree usted, tío Geroncio, que en ella está gran
parte del malestar social de nuestra República?
Tanto doctor, tanto soldado y luego vaya usted
á ver cómo andan que dan grima y pena la agri-
cultura, las artes, la industria, y tantas ciencias
L0$ MALB9CHORBS 80CIALBS a03
Útiles á la sociedad. ¿Quién sabe si aquellos jo-
vencitos que nos han dado materia de conversa-
ción, no sean aptos para el estudio de la química
ó de la mecánica, ó para coser botaste para cor-
tar chupas, ó para sembrar papas? Pero amigo,
tengo que hacer por esta calle que va á Ichimbía:
adiós.
Don Benvenuto se separó de mí asaz inopina-
damente, y tomó por una callejuela de la dere-
cha, cuando yo esperaba que continuaría delei-
tándome con sus juiciosas observaciones.
Yo seguí andando como quien llevara inten-
ción de ver estrellas en el Observatorio; pero las
palabras de mi compinche penetraron en mi
mente como chispas de fragua^ y fué imposible
dejar de echar cuatro reflexiones sobre el tema
que don Benvenuto chapodó su poco.
Los reparos crítico-biliosos de éste, si no son
los mismos, son cuando menos paríentes inme-
diatos de los que se me habrían ocurrido ha mu-
cho tiempo. Mas para ponerlos en su punto, de
manera que la conciencia, no tenga de qué que-
jarse, es menester tal cual aclaración.
Cuando se trata de la comezón de nuestros jó-
venes por el doctorado, no se han de envolver to-
das las hebras en un solo ovillo; no señor.
Pues hay muchos doctores abogados, pocos
doctores médicos, poquísimos doctores de Iglesia.
Conozco prelados á quienes les quita el sueño
904 ;. L. uUmA
y el hambre el pensar en la escasez del clero, cuan-
to mayores son las necesidades de sus diócesis.
Conozco pueblos donde no hay un médico
á quien confiar la curación de un dolor de
muelas.
Pero no conozco rincón de la República donde
no ha3ra un mal abogado, ó á falta de éste un
tinterillo pillastre inspirado por aquél.
Aun suponiendo que los tres grupos de docto-
res fuesen iguales en el número de sus indivi-
duos, esto es, que tuviésemos tanta multitud de
médicos y eclesiásticos como de abogados; y en-
trando también en la cuenta los militares hijos de
nuestras revoluciones tan fecundasen producirlos,
no estaría el mayor mal en la abundancia, sino en
la mala calidad £Ul género. Especialmente buenos
médicos, que alivien las mil y tantas dolencias de
nuestra naturaleza material, y buenos sacerdotes,
que combatan los vicios, guíen las almas por los
caminos de Cristo y traigan la dicha á Ids pueUos
por medio de la moral, los quisiéramos en gran
número.
Por desgracia, lo bueno está en minoría y la
exuberancia de lo malo nos ^hoga y mata.
Esta parte mala de nuestra gente graduada po-
dría haber sido buena, en efecto, en los talleres, el
comercio, la labranza; etc. ¿Por qué triste ventu-
ra erró su vocación? Si su objeto era ganar dinero
-y asegurarse vida regalada en lo porvenir, no es
LOS MALHECHORES 80CIALB8 M^
buen expediente para ello el ser abogado ram-
plón y enredador, médico que confunde el cínico
con la fiebre, clérigo que apenas sabe decir misa,
ó militar ignorante y cobarde.
Y heme aquí en el punto principal de mis re-
flexiones.
Se toman las cosas por lo que no son y para lo
que no son, y hacen los hombres lo que, por con-
veniencia propia y por biien de la sociedad, no
debe hacerse.
Abogados, médicos, militares, no son los pueblos
para vosotros; vosotros sois para los pueblos. Las
profesiones que habéis abrazado tienen un eleva-
dísimo fin social; si es verdad que tenéis justo de-
recho á que se remunere vuestra . labor, pensad
que no es esta labor un medio de enriqueceros,
sino de cumplir un deber — el deber de hacer bien
á la humanidad. No toméis lo secundario por lo
principal, porque de este modo os ponéis en la
pendiente de la degradación. Primero la humani-
dad ; después vosotros para la humanidad.
Un buen abogado es la luz del derecho, el de-
positario de la ley, el sacerdote de la justicia.
Ante él los enredadores del foro tiemblan, los
ignorantes charlatanes enmudecen, la mala fe se
esconde, el fraude y el robo huyen. El buen abo-
gado, centinela vigil ante en medio del campo so-
cial, cuida de la hacienda, la honra y la vida de
los ciudadanos; no hay poder que tuerza su con-
ao6 J. L. MERA
ciencia, ni ilusión que perturbe la clara mirada
de su inteligencia, cuando la pone en el punto en
que es preciso buscar la verdad, aclarar un derecho
y aplicar la ley. Cuando triunfa, no se alegra tan-
to porque ha arrancado á un tribunal una sen*
tencia £a\órable á un individuo, cuanto porque
ha defendido con buen éxito un principio de jus-
ticia, y la victoria favorece más á la sociedad que
al cliente.
Un buen médico es el verdadero campeón de
la salud. En lucha diaria con las enfermedades»
vive explorando el cuerpo humano, su campo de
batalla, y pidiendo y obteniendo de todos los reinos
de la naturaleza las armas con que ha de comba-
tir al enemigo. Para él no hay descanso; sus es-
tudios jamás ven un término, porque cada dolen*
cia es un Proteo destinado á ejercitar día y no-
che la inteligencia, y á poner á prueba la cons-
tancia del médico. Cuando éste triunfa, se alegra
de haber disputado una presa á la muerte; pero
más se regocija por la victoria de la ciencia, por-
que la ciencia pertenece á la humanidad.
Un buen sacerdote... ¡ah! ¿sabéis lo que es un
buen sacerdote? Pensad en Jesucristo, Jesucristo
es Dios,, y el sacerdote es su ministro; el sacerdo-
te posee los plenos poderes de Dios para con la
humanidad. ¡Qué poder! ¡qué grandeza! ¡qué su-
blimidad! Dios pone en el corazón de sus minis-
tros su propio corazón, en su lengua su verdad,
LOS ítalhbchorbs sociales 207
ex^ sus manos el destino de las almas. El perdón
del sacerdote borra del libro de la justicia eterna
la sentencia que ha escrito el dedo de Dios con-
tra el hombre. A las palabras del sacerdote el
mismo Dios desciende á nuestros altares, para
penetrar luego en nuestros corazones y hacemos
fuertes, con la fortaleza de la misma divinidad.
Los triunfos del sacerdote, son, pues, triunfos de
Dios, y con Dios triunfa la humanidad.
Un buen militar. Con cuatro palabras se define
á quien hace honradamente su profesión del ejer-
» cició de las armas; es él el defensor de las liber-
tades, de la honra y la vida de la patria. ¡Noble,
nobilísima profesión! El amor patrio es pasión
santa, es virtud universal y madre del heroísmo
sublime. La esp^a que se mueve por ese amor
€s bendecida del cielo; la sangre que se vierte
por ese amor es recogida y conservada en cálices
de oro por el ángel de la historia de la humani-
dad; la tumba que encierra los despojos de quien
muere por ese amor, es altar donde se sienta el
mismo Dios para escuchar las plegarias de los
buenos.
¡Oh jóvenes! haceos abogados, médicos, sacer-
dotes, guerreros; pero no perdáis de vista el ver-
dadero fin — el fin social y grandemente benéfico
de esas profesiones. Desnudos de todo egoísmo;
habituados á la generosidad y la abnegación; pen-
sad poco en vosotros mismos y mucho en la hu-
a08 J. L. MERA
manidad; sustituid al mezquino yo la gran idea,
hija del pesebre y del Calvario, que ilumina el ca-
mino del amor y el sacrificio, y guía á la gloría
del alma antes que á la del nombre.
¡Ea, jóvenes! ¡al foro, al lecho del enfermo, al
altar, al cuartel!... Pero aguardad: antes de dar
un paso adelante examinaos, ved por qué lado os
impele aquella misteriosa fuerza del espíritu que
se llama vocación.
Los que os^sentís empujados al seminario, no
toméis la calle del cuartel: idos al seminario.
Los que tenéis propensión á la milicia, no vis-
táis sotana: haceos soldados.
Los que halláis gusto en hojear expedientes y
en buscar inspiraciones en los códigos, no vaciléis:
al foro, y no al altar, ni al cuartel.
Los que no os asustéis con los muertos ni te-
méis contagios, haceos médicos, no abogados, ni
frailes, ni militares.
En una palabra, no contrariéis las inclinacio-
nes de la naturaleza en punto á la profesión que
os conviene adoptar. Si erráis, sois perdidos y co-
rréis á aumentar el número de los malhechores
de la sociedad.
Los que no tengáis disposición para ninguna
de esas carreras no os empeñéis en seguirlas, y
buscad la vida por otros caminos de laboriosidad
y honradez. El mundo está cruzado de infinidad
de estos caminos.
LOS MALHECHORES SOCIALKS 209
Si OS gusta la ociosidad, si sois para nada, bus-
cad algún revolcadero y pasad allí vuestros mise-
rables días, hasta que os coman los perros. Vale
más que algunos seres humanos embrutecidos
por la pereza y los vicios terminen por ser devo-
rados por los perros, que no que provistos en
maldita hora de títulos universitarios, sean ellos
los perros que vivan de la sangre de la sociedad. -
Acabo de escribir una frase muy dura; Malhe*
chores de la sociedad, y no me arrepiento, por-
que esta frase encierra una gran verdad.
¿Veis aquel abogado que, atento sólo á su pro-
vecho individual, mueve y defiende pleitos ini-
cuos, enreda testamentarías, tergiversa á su an«
tojo las razones y las leyes, engaña al inocente ó
le castiga, protege al pillo y al criminal, prostitu-
ye á roso y belloso la conciencia, abofetea á dos
manos á la justicia, se ríe y mofa de todo senti-
miento de honor y delicadeza? Ese abogado os
pide un calificativo; ¿cómo le llamaréis? Malhe-
chor.
¿Veis ese médico que desde que dejó las aulas
y obtuvo su título no ha vuelto á abrir un solo
libro de medicina; que no estudia enfermedad
ninguna; que cuando es llamado á ejercer su
profesil5n, antes que al enfermo, primero pulsa su
bolsillo para cerciorarse de que tiene lo único
que busca; médico para el cual naturaleza no tie-
ne luces ni tesoros, y cuya inteligencia, refracta-
14
ria así de las leyes de la ciencia como de las leyes
<le la honra, va descendiendo día por día y hora
por hora á los abismos de la estupida ignorancia;
pero que sin embargo propina drogas, maneja la
cuchilla, y echa docenas y docenas de enfermos y
sanos al sepulcro? Ese doctorcito os está recla-
mando un título; ¿cuál le daréis? £1 de malhe-
chor.
¿Veis ese eclesiástico que, ávido de solo las
conveniencias mundanas y los placeres materia-
les, ha olvidado los intereses del cielo; que en
vez de conquistar almas para Jesucrito, las
echa por el camino de Satanás; que ha deste-
rrado de su corazón la caridad y la pureza, y ha
hospedado en él el egoísmo y la lascivia; que
emplea su lengua, no en predicar el Evangelio
ni en alabar á Dios, sino en destilar veneno con-
tra la honra del prójimo, la verdad y la justicia;
que se hace político, que se hace tribuno, que
se hace liberal, que se hace masón, que se hace
apóstata? Ese, ese hombre que ha profanado la
sotana y se ríe de los demás hombres, y de la re-
ligión y de Dios, está clamando porque la justicia
popular le administre un nuevo bautismo é im-
ponga el nombre que le conviene. ¿Le llamaréis
apóstol? ¿le llamaréis ángel? ¿le llamaréis santo?
¡No, pardiez! le llamaréis malhechor.
¿Veis ese militar que busca en la carrera de las
armas la fuerza que necesita para llegar más
LOS MALHECHORES SOCIALES 2IZ
prontamente que por otros caminos á ia satisfac-
ción de su ambición ó su codicia; que hace del
cuartel un foco de revoluciones; que arrastra al
pueblo á los campos de batalla y le fuerza al fra-
trícidk); que derroca gobiernos, que empobrece
familias y poblaciones; que bajo la influencia de
su voluntad puesta al servicio exclusivo de sus
intereses y pasiones hace desaparecer la idea
santa y sublime que forma de lá milicia una ins-
titución social de las más útiles y benéficas? Ese,
ese hombre forrado en grana y oro, pidiendo está
asimismo que le saquéis de pila y le llaméis —
¿Patriota? ¿héroe? — ¡No, pardiez! — ¿Pues qué? —
Malhechor.
¡Oh jóvenes! si habéis de ser semejantes á esos
seres infelices y, perniciosos y detestables, cuyo
retrato acabamos de ver, huid de las universida-
des, de los seminarios y de los cuarteles, porque
son para vosotros las puertas del abismo, y una
vez vosotros en ellos, los convertís para la socie-
dad en otras tantas cajas de Pandora.
Y si no huís de ellos voluntariamente; ¡cuan
bueno fuera que se hiciese con vosotros lo que
hizo Jesús con los judíos profanadores del tem-
plo! '
Mas para eso sería preciso conoceros, y no con-
fundir los Iscariotes con los hijos del Zebedeo.
Cosa bien difícil, pues las malas inclinaciones son
tan diestras en envolverse en el manto de la hi-
ai2 J. L. MBRA
pocresía! Hay que fiar mucho de la moral y la
conciencia del individuo. Para esto es preciso
una austera educación religiosa. Moral, concien-
cia, religión; ¡astros que por desgracia van incli-
nando su carrera al occidente!
¡Qué diantre!
j
I
PROYECTO DE RETRATO
_ ^OFi^^ haya el no saber manejar la pluma de
CSí^^ Fray Gerundio, ni la de Bonifacio, ni la
de Emiro Kastos, ni el pincel, ni el lápiz!
Tengo delante de mí una de las figuras más
interesantes de la sociedad rural, un Teniente
parroquial genuino y perfecto, y tengo que con-
tentarme con yerle sin poder tomar su imagen.
Pero no ha de ser así. Recuerdo que á cierta
persona mucho más nula que yo en eso de hacer
dibujos á pluma ó á lápiz, le gustó tan de veras
la traza nada común de un prójimo que en el
revés de una carta y con carbón hizo uno como
retrato de él, el cual puesto en manos de nuestro
distinguido artista Rafael Salas, fué al día si-
guiente consumada imagen del susodicho próji-
mo. ¡Quién no exclamaba al verla: Fulano de tall
2X4 X- I" MBRA
Pues bien, yo. también tomo mi carbón^ y
venga usted señor Teniente parroquiaí, cuadre^
S9nte mu}r formalito, y no t^aga cuidado de lo
zurdo del retratista: mañana mismo pongo mi
tosco esbozo en manos del señor don Bonifacio y
ya verá si no me le corrige y enmienda y si no
sale usted en persona, vivo y hablando en un
número de E¡ Fénix,
Era usted, no hace cuatro semanas, chagra
humilde como un suelo; envejecía su sombrero
á fuerza de sacárselo al saludar á todo el mundo;
comedido y amable con sus iguales, se hacía que-
rer de ellos, y tan buen proceder le había encom-
padrado con medio pueblo. Usaba poncho deíer-
ga y sombrero de lana, cabalgaba alguna vez en
su viejo rucio y no se desdeñaba de encorÍKir los
lomos para cavar papas ó cortar cebada.
Pero ahora el don Benito (¿no es cierto que se
llama usted don Benito? Pues no hay más que
averiguar, y estéseme quieto), el don Benito es tan
otro, que ni sombra veo del de marras. |Vaya si
hasta don es ya y no Benito á secas.
Parece que usted ha crecido una tercia; Üeva
la frente levantada con el orgullo de un héroe; á
nadie saluda, excepto al Señor Usia del Gober-
nador, al Jefe político, al Comisario, y al tinteri-
llo con quien consulta sus dudas. Al señor cura...
Así, así, de malagana. ¡Bueno fuera eso» de salu*
dfar con atención al cura en estos tiempos de li-
PROYBCTO DE RBTRATO 215
bertad é ilustración I... Se le ha formado á usted
un par de pliegues en el entrecejo, que me están
diciendo: ¡Cuidado que te como! Los pelos de la
barba, antes desparramados y que hacía más de •
un año no habíao sentido la tiranía de la navaja
han desaparecido, excepto el bigote, más tieso
que usted jnismo y rebelde á los dedos que día y
noche pugnan por domarle y convertirle en un
par de donosos cuernecitos con las puntas hacia
arriba.
^ panza de burro se ha ido á un rincón, y le
ha sustituido un sombrero de paja de anchas fal-
das; el poncho de bayeta de pellón de dos tapas y
colorado como las intenciones de un tuno, ha
suplantado á la indigna jerga; los fueros de la
alpargata, á pesar de las dolientes quejas de los
dedos, han caído bajo el poder del botín charola-
do; la chaqueta, ¡voto á bríos, y qué trancazo
ha dado usted camino del progreso moderno! la
chaqueta de sempiterno ha cedido á la levita de
paño todo el dominio que por juro de antiquí-
sima posesión tenía en las espaldas, pecho y bra-
zoá de usted; por último, y esto es ya haber
tocado la cumbre de la cultura, ó usted, ingrato
coa el rucio, no quiere seguir honrándole con
cabalgar en él, ó por arte de Judas el rucio, tan
conocido y venerado de sus vecinos por su edad
y bellas prendas, y por ser padre, y abuelo y vi-
sabuelo de todos los rucios y rucias de la parro^
1X6 J. L. MRRA
quia, se ha metamorfoseado en la pescuezuda
yegua en que al presente luce usted su marcial
persona.
Mire usted, señor don Be^nito, le juro por las
barbas de San Guillermo que apenas le conozco
hoy en día, y estoy cierto que si resucitara su
madre, le costaría trabajo reconocerle por el hijo
de sus entrañas. Viéndole estoy, y no así como
cualquiera, sino con ojos de artista, aunque ad
hoc solamente, y no acierto á explicarme cómo
puede á veces el simple título de Teniente parro-
quial cambiar el alma, el corazón y la cascara de
todo un buen cristiano en... en... (lAh, si el te-
mor de la multa no me amordazase!)... Quiero
decir en... en la cascara el corazón y el alma de
un juez de aldea.
Pero vayase usted á su despacho, mi don Beni-
to, que para echar los últimos rasgos á este cuasi
retrató, no he menester molestarle teniéndole de-
lante, ni menos hacer que usted falte á su deber,
¡Santa María Purísimal son las doce del día, y us-
ted ha dejaáo por mi causa de machucar con el
mazo del Reglamento á una media docena de pró-
jimos. Vayase usted por Dios; hasta mañana.
Se fué. Que se aleje un poco más y seguiremos.
Mire usted, señor Cualquiera, con quien tengo
á honra' conversar, qué inocente sería yo si me
pusiese á añadir ciertos pormenores al esbozo, en
presencia del original; un chisme 3\. Señor Usia^
PROYECTO DB RETRATO 217
y. mañana estaría yo en el cuartel, porque tengo
diez puntos de faltas á los ejercicios doctrinales, ó
porque soy pernicioso en el pueblo, no obstante
que no he dado motivo para puntos ni para co-
mas, y que en lo tocante á pernicioso... {Válgame
Diosl si todavía no he sido un Teniente parro-
quial, ni Capitán de milicias, ni diezmero. Eso,
pues, de concluir la imagen de don Benito, ó más
bien hacer apuntes que han de servir al señor don
Bonifacio, sólo yo sólito, fein que nadie me vea ni
escuche. ,
El Teniente parroquial, seré franquísimo, no
deja de tener sus noches de perros ni de beber sus
amarguras. El Gobernador ha dicho al Jefe polí-
tico y éste al Comisario, que hay traslado de tro-
pas, y que se necesitan caballos, burros, peones, '
sillas, albardas, cabestros, etc., etc.; el Comisario
se lo dice al Teniente, añadiendo: «Todo lo cual
ha de estar aquí listo mañana sin falta, bajo su
más «stricta responsabilidad, pues de no cumplir-
lo, pagará usted veinticinco pesos de multa, y los
daños y perjuicios que ocasionare.» He aquí á mi
Juez medio asustado, medio despechado, caballe-
ro en su yegua pescuecieterna y rodeado de me-
dia docena de comisionados, cual si dijéramos de
.una jauría, que sale por esos andurriales á cum-
plir su deber. Los del pueblo y sus contornos han
olido algo de los preparativos, y se han apresura-
do á buscar en seguros escondites las garantías es-
2X8 J. L. MBRA
critas en la ley; porque ésta, sabido es, al ofrecer 1
ua ecuatoriano cuantas seguridades puede apete*
cer, no le ha prohibido que se esconda ó se fugue^
ni que oculte sus bienes como pueda cuando cier-
tos empleados, garra en ristre, los amenacen de
muerte. La susodicha autoridad y sus compañe-
ros tienen olfato de venadero, huelen mucho más
que los particulares, y es una gloria ver como van
sacando de quebradas, chaparros y subterráneos
los caballos de Fulano, las monturas de Zutano, ios.
garabatos de Perencejo. Se ha colectado más de
lo necesario; ¿y lo que sobra? El señor Juez no-
sólo respira consolado, mas en sus ojos chispea la
alegría: ¿son para menos esas cosas que sobran^
Es hombre honrado que no se quedará con ellas,,
pero no repugna á su conciencia el aceptar el res-
cate que los dueños le ofrezcan.
Como este caso apurado no le faltan otros á
nuestro Teniente. Sin embargo, |cómo le peta el
empleo! ¿Y no le ha de petar? Ya ha visto u§ted
de qué manera el vinagre de una comisión se en-
dulza con los resultados de la misma comisión.
Además, en eso de imponer multas por quítame
allá estas pajas, se pinta solo. Si usted no le sa-
ludó, multa; si dio un papirote á su criado, mul-
ta ,-^ si el viento le llevó algunas basuras á su calle,
multa; si se rascó la cabeza multa; si bostezó, mul-
ta; multas por todo, hasta por las intenciones que
diz que el prodigio de Teniente sabe adivinar. Con
PROYBCTO DE RBTRATO 21^
frecuencia sobran también las multas, y la con-
ciencia del bueno del Juez nada le dice cuando se
las come.
No suele ser extraño verle abocar el conoció
miento de demandas civiles; donde probablemen-
te halla también algunas sobras... Y ponerle las
peras á cuarto al Juer civil, deshaciendo lo que
hizo, encarcelando al que él absolvió,, escarcelan-
do al que él condenó, y en fin, apropiándose de
jurisdicción ajena á fuer de celoso de la justicia...
siempre que le conviene.
— ¿Y no hay quien contenga á éste...?
— ¿Al Teniente don Benito? ¡Vaya usted ra-
tonzuelo, á colgarle cascabeles á ese gato! El sabe
muy bien cómo se ha dé'mover delante del üsia,
del Juez de Lebras, del Comisario, para no dqar-
se pillar de ninguno. Con ellos es más humilde
que un fraile descalzó y en servirles tan ágil y
puntual, que es un pasmo.
— Don Benito, oiga usted acá.
— Mande Señor Usía (Por supuesto, ha de ver-
le usted sin pliegues en el entrecejo, sombrero en
mano, los ojos en el suelo y los hombros á nivel
de las orejas.)
— ¿Sabe usted que mi concierto N. me ha he-
t:ho una perrada?
—Sí, Señor Usía, ¡Qué desvergüenza!
— Pues quiero que usted me le agarre y me lo
tenga en el cepo un mes.
2ZO J. X,. MERA
— Muy bien, Señor Usia^lo tendremos dos me-
ses, cuando menos.
¡Y es imposible que el susodicho concierto, que
es cpmunmente un pobre indio, no se esté los dos
meses clavado en el cepo!
— Don Benito, oiga usted acá.
—Mande usted, señor Comisario.
— Iba á diügir á usted una nota; mas ya que
le veo...
—Mándeme no más lo que guste, señor Comi-
sario.
— Sabrá que ayer parió mi mujer, y necesito...
— ¿Una ñuño?
— Precisamente, y espero que usted...
-iUf! volando.
Al día siguiente dos robustas aldeanas con sus
chicos á las espaldas, ambas llorosas, mogigatas,
urañas, son presentadas al Comisario. Don Beni-
to, para tomarlas, ha empleado los mismos me-
dios que para la requisición de caballos, y es pro-
bable que tampoco, le hayan faltado ^03/*^?^.
Humilde esclavo de las autoridades superiores,
las obedece sin replicar aún en lo que no debe;
insoportable tirano de su pueblo, hace pesar su
mano de hierro sobre los infelices. Las más de las
veces el Código penal ó el Reglamento de poli-
cía son inútiles para él; bastan su voluntad ó su
capricho. Si hay contra él recursos ¿e quga, se-
guro está que ha de ser absuelto, á menos que el
PROYBCTO DB RBTRATO Z2l
recurrente sea compadre ó compinche del Señor
Usia, Pero como tiene zorruna astucia, se cuida
muy bien de no disgustar á quienes con esa auto-
ridad tiene» conexiones ó parentesco,
Don Benito es despabilado aun para otras co-
sas: dícese que en cierta ocasión, en que el buen
huinor le chispeaba en ojos, lengua y narices im-
provisó esta cuarteta:
Yo no sué nengún enjustó,
degan de mi lo que degan;
sólo quiero darine gusto
fregando como mi fregan^
Una vez salía yo del pueblo acompañado de un
indio; hallamos una calle asaz intransitable por
quebrada y llena de fango, y dijo mi compañero
suspirando: — ¡Quisiera ser esta calle!
-^Hombre de Dios, le dije sorprendido portan
peregrino deseo, ¿por qué quisieras tal cosa?
—Porque entonces el señor Político no se acor-
dara de mí, me contestó.
A poco andar vimos la histórica yegua del Te-
niente en medio de un hermoso trigal ajeno, sa-
cando el vientre de mal año. Otro suspiro de mi
indio. — {Quisiera ser esa yegua! ^
— ¡Válgate Judas! ¿por qué...?
No me dejó concluir y díjome: ¿No ve, patrón,
que el señor Político nunca mete á la cárcel á su
Saa • 1. L. MBRA
yegua, por más que se coma el trigo ajeno ó hs^a
otros dafios? jpero á un pobre indio!...
Está terminada mi tarea. ¡Y qué ruin salkSel
boceto! Manoy P^P^h carbón, todo ha sido raalo,
por desgracia, para don Benito: pero yo tenía he-
cha la advertencia necesaria acerca de mi inutili-
dad y de los malos instrumentos. Toca, pues, al
señor don Bonifacio, si le place, corregir mis erro-
res y defectos de artista. Yo sólo ten^o que aña-
dir una cosa, y es que don Benito pertenece á la
clase de Tenientes parroquiales perfectos y de ge-
nuina procedencia, los cuales no son muy comu-
nes que digamos; mas por esto mismo era preciso
sacar su imagen aunque sea empleando en ella la
indocta mano de don Lucas.
POESÍA CULINARIA
^ÓMO?
^íf — Como lo ve§.
— Pero, hombre de Dios, si ese título es dispa-
ratado: ¡Poesía culinaria!
<— Pues llamémosla Poesía gastronómica,
—Allá se va á dar.
— Parnaso culinario, ¿Qué tal?
-^Hombre... yo no sé. Lo cierto es que el título
del artículo debe indicar que vas á escribir en se-
guida alguna cosa razonable, y por vida de cuatro,
que en materia de fogón y de parrillas, de caldos,
asados y pasteles, y de llenar la tripa con manja-
res sabrosos ó no, es imposible que pueda haber
poesía.
— ¡Tate! ¡tate! no sabes de la misa la media.
^No has oído hablar alguna vez del banquete de
los dioses? ¿No sabes lo que es la ambrosía y lo
que es el néctar? Mira, tontuelo, esto que te cito
224 J. L. MERA
f' ' ' . ■ ' -
para probarte qué íos señores olímpicos, que soa
todo poesía^ comen y beben, y que los grandes
poetas lo han cantado, está mandado recoger^
como decimos; porque tenemos, gracias al pro-
greso moderno, cosas mucho mejores que las ta-
les ambrosías y los tales néctares. Hoy las Musas
no se desdeñan de bajar á la cocina, y, por vida
de Baco, en ésta y en una repostería se halla á
veces más gaya ciencia que en la mayor parte de
los libros, folletos y periódicos que, rebosantes de
líneas truncas (versos por otro nombre), nos re-
galan las prensas americanas. Lo mismo debe su-
ceder en el viejo mundo. Al fin, los potajes de esa
cocina y de esa i'epostería son obra de deificas
manos, en tanto que las susodichas líneas son for-
jadas por plumas profapas precisamente en los
momentoíeri que las Musas, ocupadas en sazonar
potajes, no han tenido tiempo de darles la nece-
saria ayuda. Todo estq sabido, ¿podrás' negarme,
lector amigo, que es más poético, más encantador,
más útil llenar el vientre de bien sazonados man-
jares, que la cabeza de versos ramplones y dispa-
ratados? Y si tenemos Musas cocineras, ¿insistirás
en que no puede haber poesía culinaria? Quita
allá con tu ignorancia y tu mal gusto, y déjame
escribir sobre tema tari sabroso y tan* propio de
estos tiempos de inspiración positivista y. de ar-
monías materiales.
No creas que voy á hablarte de cómo se hace
POESÍA CULINARIA 22$
una sopa, cómo se guisa un pavo, ni cómo se fríe
un pastel. Yo te pudiera probar que en todo esto
hay poesía: mas otro es mi intento.
Ya te he dicho que hay Musas cocineras; añado
ahora que hay cocineras que echan raya con
ellas, y bien pudieran tener puesto de honor en
el Parnaso; y hay asimismo cocineros que son
unos Horneros y Virgilios, Dantes y Tassos, y
Lamartines y Hugos, y Campoamores y Arces.
¡No sabes tú á qué altura ha subido el gusto gas-
tronómico!
Esto no quiere decir que escaseen en el mundo
poetas cocineros, ó cocineros que aspiran á poetas,
de paladares bastante desdichados, que no pueden
distinguir la sal <Jel dulce, ni la manteca del
agua, ni lo picante de lo insípido, y que sazonan
unos platos... | Jesús, qué platos! ni los versos de-
Pero ¡hundios en el tintero, nombres propios de
tantos estimables condimentadores de pucheros
poéticosl
Y luego ¿acaso ellos tienen culpa ninguna, sino
los que se engullen esos pucheros?
Y ¡voto á!... bien pensada la cosa, ni estos Son
culpados: ¿por ventura, no hay gustos para todo?
Desde que se conocen todos los derechos y hay
libertad para todo, la palabra culpa está demás
en la lengua. El que prefiere el pan bazo al biz-
cochuelo, cómasele; el que guste más de una co*
pía de ciego que de un poema de Núñez de Arce,
15
225
tragúesela; el que se casa con una tía ' cara de
nuez, menospreciando una muchacha de quince
cara de rosa, chúpesela. Todos hacen perfecta-
mente en seguir su gusto ó en perseguir su con-
veniencia.
Y yo lo hago mejor, cuando no dejo mi tema
de Idipoesia gastronómica, á pesar de que le tienes
por disparatado. Pero no creas que voy á hablar
de la labor culinario-poética: voy á tratar de
poemas acabados, de ediciones hechas y perfectas
y en estado de clavarles el diente.
Una mesa bien provista y bien servida, es todo
un Parnaso... jYdale con tu sonrisa de incrédulo!
Se conoce que no estás con la gazuza despierta,
que si no, ahí te viera con la boca hecha una
agua. Te repito que una mesa cubierta de sucu-
lentos manjares y de golosinas, es un riquísimo
Parnaso, y voy á probártelo.
Imagina un caldo gordo, bien sazonado, oloroso
y caliente: ¿no vale tanto ó más que la introduc-
ción de El Diablo Mundo f
La sopa, romance octosilábico hecho y dere-
cho; pero, eso sí, á no haber habido tino para
echarle la sal y la manteca, Qsta poesía apenas
estaría buena para los pajes de las Musas.
El lomo relleno, con sus aceitunas, pasas y más
adminículos; ó lo que es lo mismo, poema heroico
con sus variados episodios, es digno de Homero
6 de Virgilio.
poesía culinaria 227
La morcilla, 4?gran señora, digna de venera-
ción», en el decir del juicioso y respetable don
Baltasar del Alcázar, es tragedia que no desdeña-
rían Esquilo ni Sófocles, si no para darla al tea-
tro, sí para regalarla á su vientre.
El beefsteah, suculento, riquísimo, huele y sabe
á Lord Byron: es un Child Harolt perfecto.
|Esa fuente de lechugas! jesotra de coliflorl
jcuánta provocativa verdura! ¡cuánta égloga en
que 5e recrearían Virgilio y Garcilaso!
¿Y qué me dices de ese gran bote lleno de pi-
cantes encurtidos? Para tí probablemente no pasa
de ser una colección de arvejitas, pepinillos y
otras menudencias pasadas en vinagre, sal y ají.
¡Inocente! Mira, ese bote es nada menos que un
tomo de epigramas: es un Marcial ó un Jhon
Owen.
Esasempanaditas que llaman de viento, ¿no son
dechados de poesía á la moda, con que se engala-
nan muchos periódicos? Ahí se están en la Sección
de Literatura que tiene aguisa de sombrero Per-
las de éter valeriánico y de botines la Emulsión
de Scott, ¡Qué excelente idea! Junto á una litera-
tura que puede ocasionar indigestión y flatos, las
. medicinas para estos achaques.
Mira ahí aquel plato colmado de huevos tibios j
no son huevos, amigo, sino perfectos sonetos. En
este género de poesía las gallinas se lucen, y tie-
nen razón de alborotar el corral con su cacareo.
aa9 J* K'- MSE4
Ellas desmienten todos los días á Boileau que
tanto ponderaba la dificultad de hacer un soneto:
decía el bueno ád maestro que Apolo inventó
esa estrofa, poema ó qué se yo, para hacer trinar
á los poetas. Que rabien los gallos, pase; mas las
gallinas, ya ves que sonetean como unas musas.
Pastas, compotas, cremas, sorbetes... poesía,
poesía, señor mía Llámalos por su nombre: odas
amatorias, epitalamios, versos para días de días:
¡cuánta dulzura! ¡cuánto sentimentalismo! ¿Que
no? Pues échate un bocado de cada pieza, y verás
como te saben á Lamartine y Víctor Hugo, si-
quiera no sea en los temas y el estro, á lo menos
en la intención del pastelero, que quiso hacerlo
todo almibarado y sabroso, aunque fuese con pe-
ligro de hacerlo dulzón y empalagoso.
¿Y esta hilera de botellas? No sabes lo que so9t
pobrete; no calas que en ellas se encierra un
mundo de poesía. Cada botella del agranatado
Burdeos es una epístola moral que compite con
la famosa de Rioja; ese Jerez abocado es un dis-
curso filosófico digno de Pope: es un segundo
Ensayo" sobre el hombre j^'s^ Champagne que hace
saltar el corcho cuatro metros al impulso de sus
gases, alias inspiración, es un canto patriótico que
pide la lira'de un Tirteo ó de un Quintana^ ese
kirch no es kirch sino sátira en verso libre; esa
místela es una fábula de aquellas inocentes desti-
nadas á los niños... m
pobsÍa culinaria Éag
Sería imposible hacerte notar todo cuanto hay
bueno en este Parnaso, así en piezas originales
Como en imitaciones, si bien es preciso que te
fijes en la abundancia de éstas que perjudican á
aquéllas, l^z. poesía culinaria francesa, sobre todo,
ha invadido ía América española más de lo nece-
sario: fcuánta imitación de ¡los platos galosF Las
Musas cocineras afrancesadas son principalmente
las que nos dan gato por liebre, y en las afrance-
sadas bodegas abundan los burdeos de campeche
y las cervezas con amargo de estricnina.
Pero ¿son más pasaderas las falsificaciones de
los manjares y bebidas anglo-germanos, etcéte-
ra? Que lo digan las muchas personas que con
ellos se han atorado, las que se han narcotizado,
las que las han tirado lejos de sí después de apli-
carles la punta de la lengua, por no poder sufrir
su insipidez, su frialdad, su...
Sea de esto lo que fuese, ahí te quedaste pati-
tieso: ven, pues, á negarme que hay poesía culi-
naria y mesas que son Parnasos.
De la poesía común, á esta poesía de carnes y
tortas va, eso sí, diferencia muy grande en su
aplicación práctica: aquella suele gastarse más por
los dichosos del mundo que tienen el vientre
lleno, y ésta todo lo contrario. Y ¡curiosa anoma-
lía! la primera suele ser casi siempre obra de
hambreados y desnudos para gusto y deleite de
los repletos y bien vestidos.
930 J. I.. MBRA
Tú, dirae francamente, ¿á cuál de las dos te
quedas, á la poesía cocinada ó á la cantad?, á la
que luce en una mesa ó á la que se encierra ea
un libro?
—¿Y tú?
. — ¿Yo? Pues, hombre, ese gusto depende del
estado de las tripas, antes ¿[ue del estado del áni-
mo y la cabeza; y sospecho que lo mismo sucede
contigo y con todo el mundo.
DICIEMBRE
^lEN venido seas, Diciembre! ¡Salve, oh el
más célebre de los meses! ¡Salve, simpáti-
co y amable mes!
En verdad, lector mío, respetable es Diciem-
bre para todo el mundo, y simpático y amable es-
pecialmente para nosotros que vivimos en estas
regiones por encima de las cuales, según la anti-
gua creencia, da el sol sus eternas vueltas; sobre
las cuales, según la ciencia moderna, el astro rey
derrama su calor y luz sin moverse de su asiento,
porque es nuestra terráquea bola la del perpetuo
voltear en tomo de su señor que la ha fascinado
y obliga á ese movimiento.
Y no nos contentemos con proclamar la respe-
tabilidad, la simpatía y lo amable del Gran mes:
confesemos también que á cuantos habitamos es-
tas comarcas ecuatorianas nos obliga la gratitud
asa J. L. MBRA .
para con él. ¡Cómo nol Pues ¿no ves lo que es
Diciembre para los pueblos visitados por esas dio-
sas llamadas Estaciones, y lo que es para los nues-
tros, vistos por ellas apenas de refilón? Para aqué-
llos es un viejo barbudo, cano y de hosco sem-
blante, que se presenta como guía de la estación
de los hielos, las brumas y la tristeza; para éstos
es un mozo gallardo, bello y alegre, que viene á
regalarlos con las últimas flores de los campos y
las primeras frutas de nuestros árboles vestidos de
follaje profuso, variado y pintoresco.
¡Y qué cielo el de nuestro Diciembre! Si Muri-
11o hubiese vivido por aquí, á este cielo habría pe-
dido el azul purísimo para el manto de sus divi-
nas Vírgenes, y las estrellas de resplandor inena-
rrable para coronarlas. %
¡Y qué aires los de nuestro Diciembre! Aires
tibios y olorosos como debe ser el aliento de los
ángeles, salutíferos y vivificantes como fueron sin
duda los del Paraíso, antes que respirase en él la
serpiente tentadora y cayese la inocencia.
[Y qué luz la de nuestro Diciembre! ¿No po-
dríamos creer que nos ha venido, por favor del
Cielo, tal como se difundió por la creación al ins-
tante del bíblico fiat? .
[Oh Diciembre nuestro! ¡oh mes de amor y de-
leite, de hermosura y resplandor, de poesía y en-
canto, salud ¡bien venido seas!
DICIXMBRB 233
Diciembre, como que es todo un personaje, tie-
ne su historia llena de peripecias y asaz intere-
sante. No por ser mes se ha visto libre de los ca-
prichos de Fortuna, esta divinidad que en todas
las cosas mete la mano, y con todos los hombres
juega, y ya los favorece, ya los burla.
Sin embargo, nadie sabe cuándo nació Diciem-
bre, y su cuna se esconde á las diligentes investi-
gaciones de los arqueólogos. Si fué de metal, se
oxidó tal vez y se deshizo en millones de partí-
culas; si fué de madera, ¡quién duda que há si-
glos se acabó podrida! Con todo, no hay que per-
der la esperanza de que algún sabio dé con ese
mueble prehistórico, en el cual se conserven has-
ta las huellas de las lágrimas del mes niño. ¡Qué
no puede hacer la sabiduría moderna!...
Lo que sí se sabe es que Diciembre viene figu-
rando de muy antiguo. Cuando se vio que no se
dividía bien el año por semanas de siete días, se
acudió al arbitrio de crear los meses, para lo cual
les sirvió de norma la luna, que nace y muere
doce veces en el año. A cada mes se le adjudicó un
cierto número de días y se le puso un nombre; y
el número de días ha variado mucho, según los
tiempos y los países, y por la misma razón los
nombres no han sido los mismos en todas partes.
Nuestro protagonista entre los Hebreos tuvo sólo
29 días, como quien dice 29 vasallos; los Egipcios
diéronle 30; los Griegos le escatimaron un nú-
234 'J' ^- MBRA
mero, y los Latinos, por el contrario, pusiéronle
uno de adehala, y con sus 31 se ha quedado;
mas no sin pasar algún tiempo bajo el poder de
h Revolución Francesa que niveló todos los meses,
como niveló á los hombres: sometió el Calenda-
rio á la guillotina y ¡saz saz! cuanto mes tuvo
31 se vio descabezado, y todos quedaron iguali-
tos. Diciembre cayó, por supuesto, y fué reduci-
do á tres decenas de días.
En cuanto á los nombres que se le han dado,
son variadísimos. Va3ran unas pocas muestras: el
Diciembre judaico se llama Thehet, como quien*
dice Afortunado; en la India se le denomina Pan-
cha^ que significa Tiempo frió; en Egipto es
Khotac, que se traduce fuerza 6 poder; para los
Macedonios era Appelleus, ó el mes de las asam-
bleas; entre los Griegos fue Pbsideon, numen de
las aguas. ¡Quién lo creyera! según autores gra-
ves, los Helenos que tanto se encumbraron en ci-
vilización y sabiduría, fueron los que más bobea-
ron sin atinar á medir el tiempo de una manera
científica. Pero sea de esto lo que fuere, que no
quiero meterme en honduras, terminemos con el
nombre que los Latinos pusieron al susodicho
mes: buscaron simplemente un nombre numeral:
era el décimo mes y le llamaron Decemher, que
los españoles han transformado en uno muy pa-
recido: Diciembre, Los franceses, con todo, cuan-
do mal avenidos con los nones de los meses, die-
DICIBMBRb 235
ron á todos 30 días, borraron el diciembre y bau-
tizaron á nuestro personaje con el nombre de Ni»
voso; hasta que vino el primer Cónsul, que ya en-
tonces mostraba tener la voluntad del primer
Emperador, y le quitó el crisma republicano para
devolverle el antiguo nombre.
Pero en la etimología de éste, ó más bien en la
concordancia de su significado con el lugar que
nuestro mes ocupaba entre sus compañeros, ha
habido una trocatinta muy curiosa, y resulta...
Lector ¿á que no adivinas qué cosa? Pues escu-
cha: Diciembre no es Diciembre. — ¡Cómo es estol
— Como lo oyes, y como ni Septiembre es Sep-
tiembre, ni Octubre es Octubre, ni Noviembre es
Noviembre. — Expliqúese, don Pepe. — ^A ello voy.
Esta contradicción de Diciembre consigo mismo,
y de sus compañeros susodichos que le imitan, ó
que se los ha obligado á la imitación, data de
unos cuarenta y cinco años antes de la Era cris-
tiana. Es el caso que en el calendario de Rómulo
comenzaban á contarse los meses por Marzo, y
por consiguiente Septiembre fué el séptimo mes,
Octubre el octavo. Noviembre el noveno y Di-
ciembre el décimo. Pero vino Julio César, no le
pareció bien la obra del prohijado de la loba, lla-
mó á los Meses ante sí y díioles: — Señores, están
ustedes mal ordenados, y desde ahora Enero ha
de ir á la cabeza de ustedes, detrás Febrero, el
tercero ha de ser Marzo, y así por este tenor,
«36
hasta ser rematados por Diciembre. Ya compren-
des, lector amigo, de qué modo el décimo vino á
ser duodécimo, quedándose, no obstante, con el
nombre de Diciembíe. Por qué dbn Julio, que
dio su nombre á este nuevo calendario, consintió
que subsistiera tal irregularidad, yo no lo sé; ni
me preguntes tampoco la razón que tuvo Grego-
rio XIII, que hizo reformar el calendario, le des-
pojó del nombre del Dictador romano y le reem-
plazó con el suyo, para haber dejado á Diciembre
de Diciembre, esto es para que siga llamándose
diez al doce^ pues no sabré responderte.
En cambio voy á contarte una cosa que no la *
sabes completa y yo la conozco por sus cabales.
Marte, por voluntad de Rómulo que diz que era
hijo suyo, ó si estoy equivocado, por voluntad de
no sé quién, fué el protector de Marzo y hasta le
dio su nombre. Al ver á este mes despojado de su
primacía, colocado en tercer lugar y oprimido
como una cuña entre Febrero y Abril, que ha-
bían sido sus subalternos, el numen guerrero se
enojó como un pretendiente burlado contra Julio
César; y una vez que los conjurados para quitar
la vida á este grande hombre buscaban la ocasión
de llevar á término su intento, les inspiró que lo
hiciesen en la mitad de Marzo. Y así lo verifica-
ron, y hete el mes ofendido cubierto de sangre y
vengado de manera cruel.
DICIBMBRB 237
Entre tanto Diciembre, en posesión de su des-
tino de corona de los meses, contento de ver que
en el Zodiaco el Carnero ha sido suplantado por
el Aguador y los cuernos del Cabrio puestos en
lugar de las aletas de los Peces, ha venido atra-
vesando los siglos, y así continuará, no escaso por
cierto de los favores del cielo y de los hombres ni
de briHantes históricos lauros. Después de la re-
forma cesárea siguió consagrado á Vesta, la diosa
del hogar doméstico, como lo habían dispuesto
los antiguos Romanos. Estos heredaron de los
Griegos el culto de Vesta, dándola para que la
sirvieran y mantuviesen el fuego sagrado, vírge-
nes que no conocían otras delicias que conservar
su pureza en honor de su celestial patrona y cum-
j^ir escrupulosamente sus sagrados deberes de sa-
cerdotistas. En Diciembre, además, se celebraban
las Saturnales, las fiestas más ruidosas y afama-
das de lá antigüedad. Los Persas, los Indios y los
Griegos guardaban también para este mes algu-
nas de sus grandes solemnidades y, lo que toda-
vía es más glorioso para Diciembre, cuando aún
era gentil, en una de sus noches^ allá en tiempos
inaveriguables, nació Hércules, el héroe de los
héroes de los siglos anteriores á Cristo. América
no había olvidado á Diciembre para sus fiestas
más suntuosas: los Mejicanos celebraban en ellas
del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y de los nú*
menes de las aguas y los montes. Sin duda núes-
93» J* I.. MERA
tro mes se aburría de lo intrincado y feo del
nombre de aquel dios y se horrorizaba de los sa-
crificios que se le hacían: imagina, lector, que co-
rría á torrentes la sangre de niños y hombres en
las aras de ese monstruo de las dos máscaras de
oro, el cuerpo ceñido de una serpiente y los pies
emplumados. Los Peruanos y los Quiteños cele-
braban en Diciembre su inocente raimiy lina de
las fiestas mejores dedicadas al Sol, su dios. Pare-
ce que, nada sanguinarios y crueles, se contenta-
ban con quemar en sus templos flores y frutas,
algunas aves, un poco de pan de maíz, etc., y en
seguida con beber y bailar en sus plazas, y albo-
rotar de alegría hasta que, dormida la mona, que
no era tal vez menos guapa que la que se echan
los indios en nuestros días, cada cual volvía eti
paz á sus ocupaciones comunes. En el Perú y en
Quito se consolaba sin duda nuestro mes de los
malos ratos que le hacían pasar los hijos de
Anáhuac.
Y no sólo consolado, sino también lleno de con-
tento y orgullo está desde que fué bautizado y es
Diciembre cristiano; y eso no embargante de que
los cristianos de por acá, como luego notaremos,
lo despiden á botellazos y con remedos de las di«
versiones paganas.
Pues sí, amiguito lector, mira ese ocho de Di-
ciembre dichosísimo: la Iglesia católica le ha con-
sagrado á la celebración del principio de la vida
DICIBMBRE 239
del ser más perfecto, puro, ideal y amable de los
seres humanos. Dios vio que había llegado el
tiempo en que era preciso dar forma humana á
su eterno pensamiento de amor, y la Hija de Is-
rael fué concebida. ¡María! bendición, amor y glo-
ria á tí el octavo día del Gran Mes. En todos me-
reces alabanzas; pero más en éste, porque en él
quiso el Señor hacer el prodigio de darte vida
con la plenitud de su gracia. — La fiesta de la In-
maculada Concepción de María celebrábase en
la Iglesia de Oriente casi á raíz de los sucesos
evangélicos. El Emperador Manuel Comneno la
rodeó de magnificencia hacia el siglo xii; el Papa
Sixto IV la introdujo en el siglo xv en la Igle- *
sia de Occidente, lo cual no quiere decir que la
Inmaculada no hubiese sido en todo tiempo ob-
jeto de una tierna y predilecta devoción de to-
dos los Papas y todos los santos. Clemente XI
hizo la fiesta obligatoria para toda la Iglesia. Esta
solemnidad no tuvo fecha determinada, aunque
siempre caía en Diciembre. Gregorio XVI la ha-
bía señalado el segundo domingo de Adviento;
mas Pío IX, el Pontífice de la Inmaculada Con-
cepción, proclamó á la faz del Universo este dog-
ma el 8 de Diciembre de 1854, día que desde en-
tonces fué definitivamente consagrado á la Vir-
gen Reina de los ángeles y los hombres.
Anda nuestro venturoso mes algunos días más,
y cuando todavía arde en los corazones de los
940 J. L. MBKA
fieles el calor del octavo y se perciben aún los
perfumes de la fiesta del Amor inmaculado, al
terminar la noche del vigésimo cuarto y comen •
zar el vigésimo quinto sobreviene la inenarra-
ble memoria de otro suceso celestial: ¡Diciem-
bre! embriágate de amor, salta de júbilo, pues
esta noche es Noche^buena, He aquí el pesebre;
he aquí en él á María y José, pobres judíos due-
ños del tesoro mayor de los cielos y la tierra, de
los tiempos y la eternidad; he aquí al Verbo de
Dios convertido en niño que trae paz á los hom-
bres de buena voluntad en la tierra. Noche de
invierno es allá donde esto acontece; pero sus
auras se entibian y se impr^nan de dulcísimos
aromas, y sus astros, libres de importunas nubes,
derraman brillantes rayos sobre el rústico alber-
gue del Dios que viene á salvar á la humanidad.
Los pastores, llenos de ^ozo, corren á adorar al
que ha descendido del cielo á enseñar que la hu-
mildad es virtud grata á la Divinidad; los ánge-
les se han acercado ala tierra, y cerniéndose sobre
Belén, cantan alabanzas al Dios que se ha hecho
hombre para enseñar á los hombres que no hay
sino una ley para todos, — la ley del amor divino^
— ni otra condición para ser felices que la virtud,
ni más felicidad en la tierra que la virtud misma
incesantemente practicada, y en el cielo la pose-
sión de Dios como premio de esa virtud. ¡Cuánta
verdad! ¡cuánta maravilla! ¡Diciembre! embriá"
DICIEMBRE 24 1
gate de amor, salta de júbilo, porque has mereci-
do que una de tus noches presencie el nacimien-
to del Hijo de Dios.
Autores graves aseguran que los antiguos Per-
sas, los Egipcio?, los Griegos y los Romanos, fes-
tejaban entusiastas el 25 de Diciembre, porque
-en él ocurría el solsticio de invierno. Llamábanle
día del nacimiento del Sol. Esta idea del sabéis-
nto ó culto de los astros, tan difundida en el mun-
do en otras edades, y que tuvo en América qui-
zás tanto esplendor como entre los Persas, pudie-
ra tomarse como uña magnífica figura que in-
conscientemente conservaban esos pueblos d^l
culto que algún día debían rendir los pueblos á
Jesucristo. De aquí que tanto nos maraville la
■coincidencia de que el mismo día que los idóla-
tras celebraban á su dios Sol bajo los nombres de
Mytra^ Osiris y otros, la Iglesia conmemore el
nacimiento del Hijo de Dios, Sol de verdad y
justicia. El primer día de nuestra era de regene-
ración es pues el 25 de Diciembre, y el Sol que
nació en él sigue su curso seguro, majestuoso,
magnífico; y seguirá, — créelo firmemente, lector,
^alumbrando todos los siglos, á pesar délas tem-
pestuosas nubes de las malas pasiones, de los erro-
res y las impiedades de los hombres ingratos y
miserables.
10
342 J. L. MERA
Pero bajemos de las cosas celestiales á las hu-
manas. Diciembre quiere morir alegre y convoca
á la gente de buen humor: acompáñanle á la tum-
ba danzas y risas, máscaras y música, el cham-
pagne hirviente en las copas, la locura que bor-
bota en los corazones de los siervos del placer. ¡28
de Diciembre! ¡Vivan los inocentes! ¡Viva Hero-
des! ¿Por qué no se ha de vivar á Herodes, puesto
que sin él no se comprenden los mártires inocen-
tes? Y más en estos tiempos en que á fuerza de
lucubraciones científicas y de civilización, ya va
dejando de ser cosa mala eso de ser asesino ó ver-
dtigo, y convirtiéndose en malísima cosa eso de
ser... inocente.
Es preciJo olvidar, siquiera durante algunas
horas, las fechorías de los once meses anteriores 1
Diciembre: ¡tantos cuidados, tantas mechas, tan-
tas fatigas y amarguras! Y para esto de echar tie-
rra á cuitas y doFores y darse uno una rica panzada
de deleites, no hay como no andarse lerdo los
días de inocentes. ¡Los santos niños, víctimas del
cruel Rey de Judea, conmemorados y celebrados
por los maliciosos niños-viejos, víctimas de la ne-
cesidad de solaz, de expansión, de regocijo, de
burla, de atolondramiento que traigan el susodi-
cho olvido! Algo antitético es esto; pero... sucede:
es histórico.
Mira, tú ^que me vas aguantando esta charla
joco-seria, quien quiera que seas, no vengas á
DICISMBRE 243
negarme que esa necesidad se justifica: acuérda-
te de aquella máxima que dice que no es posible
conservar el arco de la vida siempre con la cuer-
da tirante y formando mitad de un círculo.
¿Quién demonio resiste per sécula seculorum ese
estado violento y antinatural! ¡Ea! ¡aflojas el
arco, ó estalla!
Pero lo malo es que el remedio muchísimas
veces trae consecuencias, más funestas que la en-
fermedad: con excepciones tan raras como el
buen juicio y la prudencia en los negocios políti-
cos, los días que corren del 28 de Diciembre al
6 de Enero, las víctimas del Herodes de la nece-
sidad del solaz y el placer, pasan jay! á las manos
del Herodes del abuso, el vicio, la necedad y la
prostitución. Estas manos despiadadas por mara-
villa dejan una alma pura, un corazón sin ulce-
rarlo, una inteligencia con lucidez, un cuerpo con
salud, un bolsillo sin menoscabo de su precioso
condumio. |Qué tardes las de los inocentes, qué
noches las que siguen á esas tardes, y qué ma-
ñanas después de esas diversiones vespertinas y
nocturnas! ¿Es por ventura necesario que para
que el placer sea placer demos poco ó mucho
las espaldas á la virtud y hasta á la urbanidad? La
temporada de los inocentes no es, cierto, grosera
y sórdida como la del carnaval; pero, especial-
mente en nuestras clases populares, la eutropelia
no enseña la cara en ella, y los licenciosos y tor-
244 J* L. MBRA
pes Sátiros de bracero con Baco discurren por
calles y casas y son dueños de la fiesta.
Diciembre, que sin duda quiso pasar honesta-^
mente regocijado los cuatro últimos días de su
existencia, viéndose burlado en sus sanos propó-
sitos, da las postreras boqueadas entre bascas-
horribles y torcedores de conciencia; y Enero
recibe el legado de su hermano y vecino con gran
disgusto y por la fuerza: le duele, ya se ve, abrir
el nuevo año y ejuiar los inocentes durante
cinco días, hasta que los Reyes Magos los conten-
gan á cetrazos.
(Adiós, Diciembre! Resucitarás dentro de un
año; sí, volverás una vez y otra vez, y cien veces^
y mil veces, y quién sabe si miles de veces más;
y nadie te disputará las glorias que te pertenecen,.
y seguirás en tu puesto desempeñando papel im-
portante, y no dejarás de ser mes famosísimo.
Cual en los pasados tiempos, desde las vísperas
de la occisión de César, tu muerte será la muerte
de los años, é irás dejando tu cadáver tendido en
la losa de los siglos. Siempre serás el mes que so-
brevivas a todos tus hermanos, el último que te
hundas en la huesa después de haber recogido
las memorias de todos ellos: y ¿quién sabe? tengo
para mí que serás también el postrero mes del
DICIEMBRE 245
mundo: escucharás las trompetas apocalípticas,
verás caer los astros, alzarse vivas del seno de la
tierra todas las generaciones muertas, temblar
horrorizada la humanidad ante el Juez Eterno...
¿Y por qué no? Quien no piense de esta manera
respecto de tu último fin, déme pruebas de que
piensa más acertadamente que yo.
índice
Pág8.
Carta-Prólogo v
Aventuras de una pulga, contadas por ella misma . i
Los prodigios del Dr. Moscorrofío 23
£1 alma del Dr. Moscorrofío 39
Una botella de champagne 53
Cuando Dios quiera dar, por la puerta ha de entrar. 89
Libros prestados 99
lYano se casan! 113
¡No hay articulo! 125
Una corrida de venados 131
La civilización. 141
La reina del mundo 155
Los disfraces 163
£1 matrimonio juzgado por un librero 175
Repartos y otros negocitos 179
Los curanderos. ................. 191
Los malhechores sociales 201.
Proyecto de retrato 213
Poesía culinaria 223
Diciembre • . 231
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