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Full text of "Tijeretazos y plumadas; artículos humorísticos"

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TIJERETAZOS Y PLUMADAS 



Juan León Mera 

lUBMBHO OOUtBSrONDIBNTK QUB rXJÚ OB LA KBAL ACADEMIA BtPAflOUi 



Tijeretazos 

y plumadas 

ARTÍCULOS HUMORÍSTICOS 

Precedidos de una CARTA-PRÓLOGO 

DB 

DON J081É DB AI«CAIiÁ «AIiIAHO 

Oonds dé Torraos, 



Sergio Arias M 



MADRID ^ IÉ?^0^1^ ''S/ 

EST. TIP. DE RICARDO FÉ ' jff<^ ^^T-T^ Y 

CaUe del Olmo. ntím. 4 W^ ^^^^^^^.vr 
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ES PROPIEDAD 



CARTA-PRÓLOGO 



Sr. D. y. Trujano Mera, 

N refrán de los más afírmatívos, á pe- 
sar de apoyarse como sobre cuatro 
ruedas sobre cuatro adverbios de ne« 
gación, asegura que no hay plazo que 
no se cumpla ni deuda que no se pague. Reco* 
nociendo yo la infalible verdad en lo relativo al 
plazo, pues todos se cumplen, abrigo mis dudas 
respecto á lo de las deudas, pues conozco mu- 
chas de dinero, de gratitud y de honor que 
nunca se pagan, y no digamos nada de las deu- 
das públicas de muchos Estados, que son papel 
mojado cotizable en la gran Bolsa de la trampa 
adelante. 

A pesar de mis dudas, el refrán hoy para mf 




Vt CARTA-PRÓLOGO 



y por mí ha de cumplirse en toda su integridad^ 
puesto que expira el plazo y llega el día en que 
el cartero pone en mis manos los pliegos im- 
presos de un libro humorístico titulado Tijere- 
tazos Y PLUMADAS, del gran escritor ecuatoria- 
no D. Juan León Mera, y en que usted, su hijo, 
digno heredero de su nombre y su talento lite- 
rario, viene á recordarme la deuda que, en mo* 
mentó de debilidad, contraje con usted, de es- 
cribir el prólogo; plantándome, como quien 
dice, á la puerta del libro para señalar sus mé- 
ritos é invitar á los lectores á saborear sus pi- 
cantes, ingeniosas y divertidísimas páginas. 

Contra un refrán, cuando se empeña en en- 
cumbrarse al rango de axioma, nada puede la 
voluntad y yo someto la mía al kantiano impera- 
tivo categórico de la palabra empeñada, no sólo 
por ser usted quien me la recuerda, sino por la 
cEilidad del libro que sirve de motivo y recor- 
datorio. 

[Un prólogo! ¿Pero usted sabe lo que pide? ' 
¿Un prólogo á un poeta casi apolillado y atro- 
fiado por las prosas profesionales que le em- 
bargan? 

No, piadoso amigo; concédame una rebaja, 
un paulo minara^ una simple carta-prólogo, á 
que podemos llamar episto-prólogo, ó, si usted 



CARTA-PRÓLOGO Vil 



quiere, pisto-prólogo, pues pisto han de ser 
unos simples renglones, ó renglones simples, 
íntimos, conñdenciales, sin tendencias críticas, 
estéticas, eruditas, docentes y tantas otras cosas 
como requiere un prólogo, si ha de ser digno 
vestíbulo del libro, voz que señale sus antece« 
dentes y consecuentes literarios, su significación 
en el mundo en que nació y vive, su sentido 
esotérico^ como dicen los sabios, que del exoté- 
rico ya se encargan los lectores, más ó menos 
tontos, de interpretarle á gusto del consumidor. 
Si la crítica fuese una ciencia matemática y 
la belleza se pesase y midiese por gramos ó 
milímetros; si hubiera un Esietómetro para 
apreciar los grados del calórico literario de un 
libro, la tarea crítica sería facilísima. Mas no 
disponiendo de tan precioso instrumento me 
atendré á la mera impresión personal que el 
libro me produce. Y aun así tropieto con otra 
dificultad: la impresión, el juicio individual para 
juzgar libros y personas tiene un grave peligro; 
el de que esa impresión sea parcial, apasionada, 
errónea; el que veamos las cosas del color del 
cristal con que las miramos y llamemos azul á 
lo encarnado y verde á lo amarillo. Y si no, vea 
usted lo que son los juicios personales. Aristó- 
teles, con ser... un Aristóteles y escribir cua- 



CARTA-PRÓLOGO 



trocientos tomos, fué juzgado por Sócrates» 
Cicerón y Plutarco, como un ignorante, ambi- 
cioso y lleno de vanidad. A Plinio y á Séneca 
les aburría Virgilio por su falta de inventiva. 
Horacio no podía soportar á Plauto. No recuerdo 
qué Cardenal llamaba á los Ensayos de Mon- 
taigne el Breviario de los Holgazanes. Para Ci- 
cerón, Sócrates no era más que un usurero. 
Platón, el Sol de la Filosofía, el Santo Padre 
del Idealismo, para Clemente de Alejandría era 
el Moisés de Atenas^ para Cicerón el dios de los 
ñlósofos, para Ateneo un envidioso, para Teo- 
ponipo un embustero, para Suidas un avaro» . 
para Aulo Gelio un ladrón, para Porfirio un li- 
bertino y para Aristófanes un impío. ¡Vaya us« 
tcd á juzgar hombres y libros con imparcialidad 
y por impresión personall 

Pero dejemos Atenas y vamonos al Ecuador 
que es de lo que -ahora se trata. 

Así como los griegos creían que el aire 
de aquella sabia ciudad hacía filósofos, sospecho 
yo que el aire ecuatorial, el sol torrificador de 
aquella zona torrificada, y la humedad, creado- 
rea de aquella vegetación gigantesca, de aque- 
llos fi-utos paradisiacos, de aquellas dives aflores 
dé pluma ó ramilletes con alas, que deda Cal- 
derón, de aquellas mariposas ó insectos, chispas 



CARTA-PRÓLOGO IX 

de iris vivas, han de dar á la imaginación, tam- 
bién tórrida, del escritor y el poeta, fecundidad 
de manigua, tonos, colores y calores, esencias, 
en ñn, de vegetación forestal. 

Cuando el escenario en que un escritor nace, 
vive y se agita se llama los Andes, el Chimbo- 
razo y el Amazonas, hasta la prosaica geogra- 
fía se torna literatura y las inspiraciones han de 
tomar algo del carácter grandioso, poemático, 
de la naturaleza; Los escritores y vates de 
aquellas regiones brotan casi por generación 
espontánea, se producen con ecuatorial abun- 
dancia, y si bien hay muchos de ellos, por allá 
como por acá, que en sus inconscientes lirismos 
de ruiseñor ó sinsonte son capaces, como decía 
Ben Jonson, de poner en verso unas tijeras y un 
peine, los grandes, los verdaderos maestros 
tienen extraordinaria fantasía y originalidad. 

Afirmación tal no he de probarla aquí citan- 
do nombres y obras que harían de esta carta 
una antología, sobre todo hoy en que, dejando 
á un lado la impedimenta de la erudición, trato 
de hablar á la ligera de uno solo de los libros, 
de uno solo de los autores, de una sola de las 
Repúblicas, de una sola de las Américas, y va 
de soledades, que ni las de Góngora. 

Y cuidado que es atrevimiento meterse á ha- 



CARTA-PRÓLOGO 



blar de autor que apenas se conoce. ¿Cómo juz- 
gar con acierto á escritor tan fecundo y vario 
como el que me ocupa, quien entre sus nume- 
rosas obras, que le han dado gloria patria, 
cuenta escritos de tan rica y lozana inspiración 
como Cumandá^ especie de novela- poema que 
acaso Chateaubriand trocara por su Atal^ y sus 
Natchezf 

Porque, sin hacer juego de palabras y calem- 
bour de gacetilla, bien puedo asegurar que la 
literatura de Mera no es mera literatura, sino 
una filosofía política y social sutilísima y rebo- 
zada con todas las galas del ingenio y la gracia 
del estilo. Dicen que para muestra basta un bo- 
tón y el que usted me ha enviado es de oro> 
botón de mandarín literario. 

Tijeretazos y plumadas. Pláceme el título 
por aquello de que yo también he vivido dando 
mis tijeretazos y plumadas sobre las flaquezas 
humanas. La tijera y la pluma: ¡qué pequeñi- 
tas, pero qué poderosas armasl Como que con 
ellas se dan las grandes batallas de la Idea que 
son las más decisivas del humano destino. 

La spada i un arma sianca^ decía el morda- 
císimo Giusti. Cansada, en efecto, está la espada 
de dar tajos y mandobles y romper molleras 
inocentes sin lograr imponerse á la conciencia 






CARTA-PRÓLOOO XI 

humana como fuente de derecho. Embotada 
está en el campo de batalla, ante el poder de 
las infernales pólvoras y melinitas; reducida se 
vé á mera lanceta en los duelos con padrinos 
de frac, almuerzo preparado y actas, casi nota- 
ríales, con que hoy se ventilan los más de ellos. 
La tijera, bien manejada, vale más, hace más 
mella, corta por lo sano unas veces y por lo 
gangrenado otras. Cuatro tijeretazos cortando 
abusos, textos constitucionales, títulos del Có- 
digo, hacen más radical revolución que el cha- 
farote de cuatro dictadores neronianos. 

jPues y la plumal Espada del espíritu, ella 
ha cambiado la vida humana, enterrando el pa- 
sado y abriendo la puerta del porvenir. La 
pluma es un cetro: reina y gobierna. 

Y si la pluma la maneja escritor de tanta 
substancia como el que motiva el manejar yo 
ahora la mía; y si con ella hace continuo alarde 
de humorista y por el humorismo disimula sus 
pesimismos y mal humor de filósofo, figúrese 
usted la simpatía que despertará en quien, como 
yo, es humorista por esencia y presencia, ya' 
que no por potencia intelectual. Bien haya el 
escritor que en vez de hacernos sacar el pañuelo 
para llorar nos alegra, nos impone la sonrisa, 
nos presenta un ameno estereoscopio de la 



CARTA-PRÓLOGO 



vida y nos tiñe de rosa la negrura de la realí* 
dad. Ya que, como dijo Aristóteles, el universo 
es una mala tragedia, qué diantre, pongamos 
su letra en música con acompañamiento de 
castañuelas y cascabeles, bombos y platillos, 
zambombas y rabeles, y hasta cencerros y de- 
más instrumentos del alboroto y la locura para 
aturdimos. Vivir en broma es toda una iiloso* 
fia. Rire est le propre de thomme dijo el graa 
reidor ó risificador Rabelais. 

Risa y muy sana y sonora rebosa en el libro 
que unas veces á tijeretazos y otras á plumadas, 
escribió el autor cuyas obras hoy compila y 
publica usted, dando ingreso y renombre en el 
Parnaso español al que tanto honra el nuevo 
Parnaso que sobre el Chimborazo colocaron las 
Musas ecuatorianas. 

Si, risa, y muy franca, que hasta se eleva á 
la sonoridad de carcajada, me producen las 
Aventuras de una pulga examinada al micro fo' 
no-tijeras; pulga, como muchos personajes, na- 
cida del polvo, pasando de la lana de un perro 
al lecho de una maritornes y de allí encumbrán- 
dose al pecho de un militar, no muy valiente» 
pero sí enamorado de una dama, á cuyo blanco 
cuerpo pasa la buena pulga, enterándose de 
algo íntimo que liga á la tal señora con el mi- 



CARTA-PRÓLOGO Xtll 



litar, sin permiso del casero, ó sea el marido. 

Finísima sátira son los Prodigios del Doctor 
Moscorrofioy haciendo, entre otros, el de extraer 
á un enfermo los sesos para curarlos y limpiar* 
los, metiéndole, después, por error, los sesos de 
un borrico. Los descendientes de aquel hombre 
burrificado obtienen á pesar de su hereditario 
y asnal encéfalo, grados y títulos, gozan fama 
de doctos, desempeñan altos destinos y son 
lumbreras del Parlamento. En cuanto al pobre 
burro, se muere de pena al ver que los sesos 
humanos no le sirven de nada. A una mujer 
arisca y fiera la pone un corazón de oveja y sus 
descendientes se distinguen en el ejército y 
llegan á supremas jerarquías y mandos milita- 
res. A un joven plebeyo le infunde en la sangre 
aftil disuelto en alcohol para que tenga sangre 
azul y pueda casarse con ilustre dama, enorgu- 
lleciéndose después los descendientes de tener 
su origen en tan nobilísimo y azulado tronco. 
Picaresca é ingeniosa burla del valor, el talento 
y la nobleza... cuando son de pega, se entiende, 
pues jamás tan discreto autor se hubiera bur- 
lado de esas tres aristocracias del espíritu, ver- 
daderos agentes de la gloria humana. 

En Una botella de Champagne rebosa, como 
la espuma de este vino, el espumoso y picante 



XVr CARTA-PRÓLOGO 



ingenio y la vis cómica al pintarnos á Chanita, 
viuda de Verdete, su hija Venturita y su hijo 
Nicasito, sublime terceto del gran reino de los 
cursis, y al describirnos aquel famoso banquete, 
verdadero Simposio, no de Platón, sino de 
platos trinchados por Tiberio (alias) Torbellino^ 
quien de tontería en tontería y de torpeza en 
torpeza concluye por tener que salir escapado, 
salvándose así la inocente Venturita de caer en 
las conyugales manos de tan ridículo personaje. 

Ya no se casan. Tragedia archi-cómica la de 
Arturo y Fernandinal Ruptura de relaciones, 
boda desbaratada, no por celos, ni por desde- 
nes, ni por dudas, ni por rival oculto, ni por te- 
mor á lasuegp^a, la clásica suegra Can Cerbero, 
ni por defecto antes ignorado, ni por desenfre- 
nado lujo, ni por presunción, ni porque se pin- 
te, ni... ¿Pues por qué? ¡Por la polítical ¡Por la 
maldita política que todo lo envenenal la perra 
política que divide razas, naciones, provincias, 
ciudades y familias. No: Fernandina ha apare- 
cido, joh sorpresa! dominada por la pasión po- 
lítica. Se iban á casar, á ser felices, á conlle- 
varse y compartir la vida, á... pero ella es po- 
lítica: todo se lo lleva la trampa. Ya no se 
casan. 

No hay articulo. ¡Con qué entusiasmo y 



CAUTA-PRÓLOGO XV 



buena disposición va á escribirlel Pero... tas, 
tas: ia cocinera que viene á pedir dinero para 
la compra. Tas, tas: el cochero que viene á pe- 
dir la orden. Tas, tas: el sastre que viene á 
probar la levita. lYa se fueron! Va á escribir, 
va á... Tas, tas: Pancho que viene á dar un sa- 
blazo. — Toma diez duros. — tedios! — ^Ahora sí 
que va de veras. Ahora... Pero abren la puerta 
sin llamar. ¿Quién es? Un ángel con su cabeza 
iluminada de sonrisas. ¡Es el hijo! Ya no hay 
artículo; las ideas vuelan y el padre se abisma 
en el abrazo paterno. Ya no hay cuento para 
que otros se diviertan; el escritor saborea su 
mejor escrito: su hijo. Y ese ángel, ese hijo 
acaso era usted amigo mío; usted, hoy ángel 
patudo y barbudo con las alas cortadas, que 
ahora responde á aquel artículo, por usted in- 
terrumpido, publicando este libro en honra de 
aquel padre. Ya no hay artículo, dijo el padre. 
Haya libro, dice el hijo. La deuda de amor está 
pagada. 

La reina del Mundo, ¿Quien es esa reina? 
se pregunta el escritor. ¿Es la opinión? No; dice 
el interrogante pesimista. La reina del mundo 
es la Mentira. Esta señora es la Alejandra, la 
Cesárea, la Napoleona, que gobierna, impera y 
conquista la redondez de la tierra. Y el pun- 



ZVt CARTA-PRÓLOGO 

zante humorista aguza el ingenio, chasquea la 
fusta, acentúa el elocuente apostrofe y afila las 
ironías de su filosofía política» para denunciar á 
esa audaz y descarada Mentira que rige la gran 
farsa social. El alegato contra esa entrometida 
y usurpadora reina^ está hecho de mano maes- 
tra y yo aplaudo la chispeante diatriba; pero... 
ahora viene mi pero, mi impugnación al ataque, 
mi defensa de la ultrajada reina, de la que me 
declaro partidario, á riesgo de que usted se es- 
candalice y hasta crea mentira la amistad que 
le profeso. 

Sí; la Mentira es reina del mundo y debe 
ser reina del mundo, pese al insigne y severo 
ecuatoriano. |La Mentira! Si ella fuese destro- 
nada, abolida y desterrada, la vida seria un in- 
fierno, la sociedad una Cittá Dolenie. Si dijéra- 
mos la verdad de cuanto pensamos, sentimos, 
creemos y hacemos, no nos podríamos aguan- 
tar los unos á los otros. 

— iQué tonto es usted, D. Ermeguncio! — ¡Qué 
fea es usted, Rosital— jEs usted un canalla, don 
Severol — ¡Su vino de ustedes detestable! — ¡Soy 
el amante de su mujer de usted, Sr. Borrego! 

Dígame usted lo que seria la vida y el trato 
social con sinceridad de tal calibre; sinceridad 
que sería obligatoria si la Verdad amarga, la 



CARTA-PRÓLOGO XVII 

Verdad insolente usurpare el cetro de la encan- 
tadora Mentira. 

Que la Mentira, miente: ¡claro estál ¡Que usa 
disfraces, antifaces y artificios: ¡bahl pues por 
eso está tan guapa, tan elegante, tan seducto-: 
rá. La Verdad, aunque tuviese lepras y jorobas 
se mostraría en el traje con que la sacaron del 
pozo; desnuda, inpuris naturalibus. ¡Bonito tra- 
je para deshancar á su emperifollada rivall 

¡Ahí no: engañémonos, adulémonos. ¡Viva la 
careta risueña que nos esconde la cara adusta 
y arrugada! Viva la Mentira, madre de la 
Ilusión, de la Esperanza, de la Poesía, que es 
una ficción, y del Arte, que es una apariencia. 
La Verdad es la prosa analítica, es el escal- 
pelo que diseca para mostrar un esqueleto y 
probar que somos fantasmas, que la vida es 
sueño y que lo único cierto es la muerte, el 
polvo, la nada. El Egoísmo, el Odio, la Desver- 
güenza, la Procacidad, la Grosería, toda una le- 
gión de demonios invadirían el mundo el día 
en que la Verdad absoluta y absolutista nos im- 
pusiere llevar el corazón en la mano, y nos 
obligase á que el labio fuese órgano fiel del pen- 
samiento y dejase ver todos los sapos y cule- 
bras que se anidan en ese basurero llamado el 
alma humana. Después de todo, ^qué es un in- 



XVUI CARTA-PROLOGO 



solente, un desvergonzado, si no un ser cínico 
y mal educado, que dice lo que le viene á las 
mientes sin el freno de esa cultura, educación y 
miramientos sociales que nos impone el códi- 
go de la Mentira? 

Vivan, vivan las fórmulas dulcísimas de la 
Mentira. Que me llamen mi querido amigo, 
aunque no me quieran; que me digan que son 
mi afectísimo y seguro servidor, aunque no me 
sirvan; que besen mi mano, aunque deseen 
mordérmela. La cortesía, que nos diferencia de 
los salvajes y hace la vida una divertida come- 
dia, es la hija predilecta de la Mentira. Vivan 
las pelucas que encubren calvasj los coloretes 
que ñngen rosados cutis, los dientes que imitan 
perlas, los algodones que sustituyen carnes. 

iQué hermosa, qué joven, qué elegante y fas- 
cinadora está Serafínal Un serafín terrenal, el 
non plus del chic y la moda. Me siento de ella 
enamorado: ¡Ahí ¡va á ser mía! Despójase de 
sus galas... ]horrorI, ¿qué queda entre mis ma- 
nos? Una jamona flaca, huesuda, arrugada, pá- 
lida. ¡Maldita Verdad, que me la presenta tal 
cual esl Horrible metamorfosis que reduce á 
polvo mi ilusión de enamorado y á espectro 
aquella linda muñeca, aquel maniquí que la 
Mentira y la Moda, su hermana, vistieron de 



CARTA-PRÓLOGO 



galas para seducirme. Helena se me ha trans- 
formado en la dueña Quintañona por culpa de... 
¿de quién? De la implacable y estúpida Verdad. 

El mundo es un titirimundi, un gignol, una 
deslumbradora fantasmagoría y el desfantasma- 
gorizador que la desfantasmagorizare, maldito 
desfantasmagorizador será. 

}Que aquel cielo del soneto de Argensola no 
es cielo ni azul! ¿Qué importa si lo parece? 
Aparece bordado de estrellas y nubes, bañado 
en luz: basta y sobra. Ya sé que el espacio es 
negro, que el vacío es la nada aterradora. ¡Ben- 
dita la Mentira que ha cogido su brocha de es- 
cenógrafo y le ha pintado de azul y oro para 
fingirnos una techumbre de dioses á estos po- 
bres diablos prisioneros en esta bola de barro, 
montados en esta bicicleta-mündo que nos con- 
duce á la muerte! 

Claro, está que el autor de Tijeretazos y 
PLUMADAS no se enfada tanto como parece con- 
tra esa retozona Mentira que probablemente le 
dio los mejores ratos de su vida y le inspiró los 
mejores libros, las más hermosas páginas no- 
velescas y poéticas de su rica fantasía. 

Pero basta y preparemos el punto fínal á este 
escrito de charlatán, más que de crítico, y ya 
prolongado en demasía. 



CARTA* PRÓLOGO 



Yo bien quisiera haber hecho un estudio de- 
tenido, erudito y de seria crítica, no sólo de este 
libro, si no de la obra toda de tan esclarecido 
autor. Pero, fiel al modesto propósito expuesto 
al principio, limitóme á declarar ante el público 
que los Tijeretazos y plumadas del escritor 
Mera constituyen un libro castizo, gracioso, 
amenísimo y divertido; que por su vivo lengua- 
je, por su rico vocabulario y su correcta sinta- 
xis, demuestra que el autor ha bebido en las 
mejores fuentes y se ha nutrido de la savia clá- 
sica castellana. 

El ingenio, el chiste, la ironía finísima, la 
gracia delicada, la sátira sin hiél juvenalesca, 
sin las sombrías iras de Carlyle, rebosando hu-: 
morismo de buen, tono, filosofía discreta, erudi- 
ción copiosa, hacen el libro multicolor, multi- 
olor y multi-sabor, y sobre todo multi-entreté- 
nido. El autor no empuña las disciplinas; sabe, 
como decía Erasmo, admonere non morderé. El 
látigo de seda punza sin levantar ampollas, sin 
hacer vulnus inmedicabile. Sátira-risa, no clava 
las uñas; hace cosquillas, hace reir con la risa 
de Rabelais, Quevedo, Fray Gerundio y Larra, 
sin poner de mal humor ni dejar pensativos y 
cabizbajos á los lectores. Hay sus trozos amar- 
gos; pero, como el Palé Ale, pasan con la es- 



CARTA-I»|lÓLOGO 



puma del epigrama, refrescan y entonan el es- 
píritu. 

Glicera, la ramilletera de Atenas, daba á sus 
ramos más variedad que el pintor Pausias, y 
usted, al coleccionar los escritos del que fué el 
eximio escritor D. Juan León Mera, ha ofrecido 
un precioso, variado y perfumado ramillete li- 
terario que ha de deleitar á los lectores. Doce 
tomos suyos, según veo, han sido publicados 
por prensas españolas y han dado carta de na- 
turaleza en España é ingreso en el gremio de 
los buenos escritores castellanos al autor á quien 
hoy pago este humilde tributó. Los elogios que 
de él he leído en otros de sus escritos, hechos 
por mi queridísimo tío y gran maestro en críti- 
cas, el sapientísimo é inmortal D. Juan Valera, 
y por los insignes Alarcón y Pereda, limitan mi 
tarea á poner mi visto bueno á sus juicios so- 
bre el escritor ecuatoriano, de cuyo nombre es 
usted heredero. 

Poco soy yo para apadrinar á lo crítico obra 
como la que sigue á estos renglones qué le sir- 
ven de ingreso. El libro se basta y se sobra, y 
logrará volitare per ora y por sus propias alas. 
Honróme yo en servir, gracias á usted, de por- 
tero de tal libro, y aseguro desde mi chirivitil 
que en vez de poner el conocido letrero c Nadie 



XXII CARTA-PRÓLOGO 



pase sin permiso del portero», pondré este otro: 
cEl portero invita á todos los españoles á pa* 
sar sin su permiso, seguro de que se lo agrade- 
cerán cuando penetren en sus páginas.» Y cuan-> 
do, como aquellos monjes de la Edad Media, 
cuyo ideal era vivir in angello cun libeUo^ en un 
rinconcito con un librito, se sienten sus lectores 
á saborearle, habrán de consumir el petróleo de 
sus lámparas antes que ellos le suelten» de la 
mano. 

Porque ese libro, al propio tiempo que uno 
de gratísima lectura, es un vínculo-literario que 
une nuestra vieja España con sus hijos queridos 
de América, de aquella virgen del mundo Amé- 
rica inocente que cantó Quintana; de aquella 
América que ha perdido su virginidad paradi* 
siaca y á quien yo invito á que pierda la ino« 
cencía que aún le queda, pues hoy día los pue- 
blos inocentes son sacrificados por los Herodes- 
Pueblos, que los degüellan y se los comen como 
niños crudos; es decir, que se los tragan en 
nombre del principio de expansión, anexión y 
asimilación, tres personas distintas y un solo 
diablo verdadero: el Imperialismo. 

Formen ustedes los americanos latinos, nó 
sólo fraternal alianza, sino el trust literario ^oy 
que tan de moda está la palabreja), para expor* 



CARTA -PRÓLOGO XXIII 

tar su rica literatura á esta vieja Europa. Hoy 
que la literatura mundial, la Weliliieratur^ de 
que hablan los germanos, es un hecho; hoy que 
los pueblos, al .cambiar sus productos, inter- 
cambian su saber, sus ideas, su cultura y sus 
letras, libros como el que motiva estos ya abu- 
sivos renglones, tendrá en los mercados de la 
inteligencia segura demanda y merecida fama. 
Que la del padre sea continuada y aumen- 
tada por el hijo, lo desea y lo espera su afec- 
tísimo, 

José de Alcalá Galiano 

Marsella.— Diciembre, ZQoa . 



ARTÍCULOS HUMORÍSTICOS ^' 



AVENTURAS DE UNA PULGA 

CONTADAS POR ELLA MISMA 



jTI NTES que me lo digas, lector amado, ya sé 
w que ha sido bastante extraño para tí el 
abandono en que por dilatado tiempo ha yacido 
mi péñola junto al tintero cubierto de ignomi- 
niosa borra. Deten la acusación que me aparejas 
y, por el contrario, alista una corona para las sie- 
nes de tu viejo amigo Pepe Tijeras. Ella rae será 
más grata, puedo jurarlo mil veces, que el privi- 



(i) Estos artículos fueron publicados en La Revista Eeuaioriana, 
El Fiítixt El Amigo de las familias y otros periódicos del Ecuador, 
casi todos con el seudónimo de Pepb Tijbsas, que es el que más empleó 
el autor en los ültimos años de su Tida. En su juventud firmaba algu- 
nas veces Jenaro Muelan. 



2 J. Lé MBRA 

legio exclusivo por noventa y nueve años, once 
meses y veintinueve días, que voy á solicitar del 
Congreso, y que estoy seguro de obtener. 

iQué cosa la que vas á saber! ¡qué descubri- 
miento tan maravilloso el mío! ¡qué luz la que con 
él voy á derramar en el mundo científico, y qué 
impulso recibirá el progreso universal, gracias al 
éxito casi increíble de mi asiduo trabajo de dos 
mil días con sus noches! 

No, sino, dime si será bicoca el haber traído el 
mtcrójbno al último grado de perfección. Esta es 
mi obra y aquí está mi gloría. Da acá esa corona, 
y venga el privilegio, y prepáreme estatuas la 
posteridad, y ábranse mis arcas á recibir tesoros, 
y pásmense los sabios del mundo y, en fin, mué- 
ranse de envidia las cuatro quintas partes de ellos; 
y si tal sucede, ¿á mí qué se me da? Mi gloria es 
mi gloria. 

En qué consiste esa como diablura por mídes^ 
cubierta no obstante que no soy ni siquiera espi- 
ritista, no te lo diré, lector curioso. Sabráslo y lo 
sabrá todo el mundo, cuando dé á luz gordos to- 
mos divididos en cuarenta tratados, amén de un 
apéndice y... qué sé yo qué más. Por ahora con- 
téntate con saber los resultados de mis numero- 
sos y sabios experimentos. 

Apliqué, pues, el micrófono-tijeras (¿por qué no 
ha de ir mi apellido tras ese nombre?) á varios 
insectos, y casi todos mis ensayos me dieron re- 



AVENTURAS DB UNA PULGA 



sultados satisfactorios. Muy raros son los insectos 
del todo mudos: tienen voz y hasta lenguaje las 
moscas y los mosquitos, las arañas y las hormigas, 
los piojos y las pulgas. Yo tenía por gentil em- 
bustero á Villaviciosa; pero he cambiado de jui- 
cio, y hoy tengo para mí que el autor de La MoS' 
quea^ como buen poeta tuvo algunas puntas de 
mago, ó conoció el micrófono perfeccionado. 

Entre paréntesis: admírate de mi honradez y 
sinceridad cuando expreso esta sospecha que pu- 
diera amenguar el mérito de mi descubrimiento. 
¡Ojalá muchos novísimos inventores me imita- 
ran!... Quizás el honor del siglo xix se amenguara 
su tantico; pero en cambio otros no serían... tan 
stglos'tnedtos; quiero decir que no serían del todo 
despojados de la gloria que les pertenece. 

Después de esta digresión, adelante. 

Es natural que estés curioso de saber qué len- 
gua hablan los insectos; voy á decírtelo: usan la 
lengua de la gente con quien viven. Entre nos- 
otros las pulgas de los indios, por ejemplo, se ex- 
presan en quichua, las de los cholos y chagras en 
quichua españolizado, las de la gente civilizada en 
español quichuizado^ excepto unas pocas que se 
han atrevido á meterse entre el pellejo y la ca- 
misa de los académicos correspondientes; si bien 
es verdad que estas castizas pulgas, si llegasen á 
hablar en el seno de 1^ Real Academia de Ma- 
drid, quién sabe si fuesen entendidas; esto digo, 



4 J. L. MERA 

ya se entiende, del idioma hablado; pues si las 
susodichas pulgas escribiesen, otra cosa sería: bien 
pudieran ser académicas y ocupar las sillas, no 
digo de los señores Castelar y Zorrilla, que no se- 
ría gracia, sino las de los mismísimos señores con- 
de de Cheste y duque de Rivas. 

Un día tomé un par de pulgas, gorda y anima- 
da la una, flaca y amilanada la otra; esto es, aqué- 
lla en plena vita bona^ como empleado fiscal de 
conciencia nada timorata, y ésta al principio de 
su vida pública, como si dijéramos partidaria de 
la regeneración moderna. Hállelas entre los pelos 
de una bayeta, la una frente á la otra, en actitud 
de conversar; tuve curiosidad de saber lo que se 
decían, y por si el susto de la prisión no fuese tal 
que les impidiese anudar el diálogo bajo la acción 
del micrójbno'tijeras^ á ella las sometí. No me en- 
gañé. Temblaban al principio y guardaban silen- 
cio; mas no tardaron en animarse y volver á su 
conferencia, si bien la flaca empezó muy turbada: 

—¡Hermana, de esta sí que no escapamos con 
el alma dentro! 

— |Bah!, le contestó su interlocutora, ¡cómo se 
conoce que eres bisoña y sin experiencia en las 
cosas de esta vida! 

— Pero ¿no ves que estamos presas y que muy 
luego seremos despachurradas por las uñas del 
bárbaro que nos ha atrapado? 

— Verdad es, pero cálmate. Yo me he visto 



AVENTURAS DS UNA PULGA 



Otras veces en iguales y aun peores aprietos, y, 
no obstante, hoy me tienes aquí llena de vida. 

— jAy, hermanital Eso no quiere decir que 
ahora no nos sacarán las tripas de un estrujón. 

— Pudiera ser; mas no veo qué provecho pueda 
traernos un temor anticipado. Calla pues, pon el 
alma en su lugar y escúchame como si no tuvieses 
la muerte ante los ojos. Yo había comenzado con 
tanto gusto á referirte la historia de mi vida, y tú 
ár escucharme con tal atención, que esto fué causa 
para que no sintiésemos la aproximación del par 
de dedos que nos tomó y puso donde nos vemos 
en este momento. Al hecho pecho, y comienzo 
de nuevo mi relación: 

Nací entre el polvo de un pavimento, circuns- 
tancia que no ha sido obstáculo para que fortuna 
hiciese de mí todo un personaje: tú sabes, queri- 
da, que soy pulga ilustre; á lo menos es cierto que 
tanto he dicho en pro de mí misma, que por ilus- 
tre me tengo, é ilustre me llaman cuantos seme- 
jantes míos á falta de juicio propio al mío se atie- 
nen. En mis niñeces no tuve este color de choco- 
late con que ahora ves teñido mi cutis; fui blanca 
y rubia como un irlandés y bonita como un amor. 

Viví un día entre la lana de un perro. No me 
sentí nacida para tan pedestre y ruin condición, 
y me trasladé al lecho de una criada, en el que 
las rollizas carnes de ésta me provocaban. Allí 
encontré numerosas compañeras, aunque de di- 



6 ;. L. MBKA 

versas nacionalidades. Como fui la más inteligen- 
te y audaz de todas, no tardé en hacerme su 
caudillo; las organicé, las arengué, las entusiasmé 
con hablarlas de los derechos legítimos áeXpueblO' 
pulgo sobre el tesoro de la sangre humana, y trá- 
jelas á una conspiración formidable; era preciso 
subir de los pies de la moza á la parte donde la 
piel fuese menos dura y la sangre más dulce; le 
tomamos, pues, el pecho por asalto. Mas cuando 
nos considerábamos dueñas del campo y empezá- 
bamos á sacar el vientre de mal año, ¡oh cruel 
inconstancia de la fortuna! asoman entre nosotras 
cinco dedos ágiles y terribles que acaban con las 
dos terceras partes, si no más, de mi valiente y 
poderoso ejército. Aquí crujían huesos rotos, allá 
saltaban cuerpos divididos por mitades, acullá ro- 
baban intestinos palpitantes. Todo era horror, asi 
en las dos prominencias del pecho á que había* 
mos trepado, como en el hondo valle por ellas 
formado y en los desfiladeros de las costillas. Yo 
me" vi agarrada como por unas tenazas y luego 
arrc^'ada á un mar de un líquido denso y pesado: 
era lá boca de la criada. Su lengua, cual monstruo 
formidable, me revolcaba de aquí para allá en el 
empeño de ponerme entre los dientes que debían 
trituí arme. ¡Imagina, si puedes, cuáles serían mis 
conflictos! Felizmente esa deshuesada enemiga 
no anduvo tan hábil en perseguirme como, á fuer 
de instrumento de criada, suele serlo para otras 



AVBMTURA8 DB UNA PULGA 



cosas tocantes al servicio de su señora, especial- 
mente fuera de casa; perdió el tino, descuidó el 
resguardar un portillo de las encias, y por él me 
escurrí fuera de la dental muralla; abrióse en se- 
guida la boca en prolongado criadesco bostezo, de 
lo más oportuno para mí, y salvé el parapeto del 
robusto labio inferior. Detúveme un momento en 
la punta de la barba, y respiré; mas ¡cuál fué mi 
horror cuando reparé que habían descendido 
hasta ella unos' cuantos cadáveres destrozados de 
compañeras mías... Di un salto violento y fui á 
caer lejos, no sólo de la asesina criada, sino de su 
lecho. 

Así tan desdichado fué el remate de mi prime- 
ra campaña. Era preciso emprender otra, so pena 
de que me muriese de hambre. Resolvíme, previo 
juramento de huir de toda criada. 

Con casualidad ó sin ella (á lo segundo me 
atengo) hallé en el cuarto de la mentada moza, 
después de mi portentosa salvación, á un jefe de 
ejército, alto, robusto, hermoso, que conversaba 
en voz baja con ella. Soy caritativa, y ni en re- 
serva te digo que trataban asunto delicado tocan- 
te al mucho cariño que el jefe tenía á la señora 
de la casa. De un salto me puse sobre el botín 
charolado del valiente coronel. Al tocar los bor- 
des del pantalón, me paré un momento indecisa 
entre si tomaría el camino interior ó si treparía 
por la superficie. Me decidí por el primero que 



8 J. L. MBRA 

ofrecía algunas ventajas y era el menos peligroso. 
Á poco subía paso al trote ceteando entre la tibia 
y el peroné. En medio de este trayecto di con 
una nigua que bajaba. — ¿Qué haces, prima? le 
dije; me parece que obras mal en descender.— 
Te engañas, me contestó; los pies á donde me en- 
camino son más provechosos que las alturas á 
donde vas. Reflexioné, conocí que la nigua podía 
tener razón, y le dije: ¡Adelante! En verdad, 
¡cuántos medran admirablemente con clavarse á 
los pies de los personajes! Gran diligencia y tra- 
bajo me costó trasladarme al muslo; lógrelo at 
cabo por una brecha abierta en el calzoncillo. 
Chupé un poquito de sangre para recobrar las 
fuerzas perdidas, y proseguí mi camino. Subí á las 
cumbres de las caderas, descendí á la región de 
un vacío y luego, tomando la diagonal por el des- 
filadero de una costilla falsa, entré en la meseta 
abdominal. ¡Qué satisfacción la de llegar á este 
resultado á fuerza de movimientos estratégicos! 
Pero no fué menor mi contento cuando, al reco- 
rrer el territorio que había conquistado, entre la 
caverna umbilical y un pliegue de la camisa, por 
donde ajusta la pretina, di con un honrado y ve- 
nerable piojo, blanco, gordo y lucio, que llevaba 
en ese retiro vida filosófica. Me trató con suma 
urbanidad, y en la conversación que tuvimos, 
descubrí que poco antes que yo también había 
conquistado el cuerpo de la criada y establecido 



AVENTURAS DE UNA PULGA 



SU dominio en él; pero más afortunado no sufrió 
persecución, ni se vio á punto de morir trágica- 
mente mascado por infames muelas, ni tuvo que 
saltar al pavimento, sino que en un momento de 
cuchicheo entre el militar y la susodicha, hizo 
fácilmente ciertas evoluciones y se trasladó al 
punto donde le hallé acomodado. Invítele á que 
subiésemos juntos, si era posible, hasta la cabeza 
del bravo coronel; mas no lo tuvo á bien: era 
amigo del término medio, y así como la nigua 
gustaba de las regiones pedestres, y á mí me han 
tentado siempre las alturas, él se atenía al ombli- 
go. Merendamos como buenos amigos, sin curar- 
nos de los estremecimientos que nuestros trom- 
petines causaban en la piel abdominal del vetera- 
no. Después él se entregó á sabrosa siesta y yo 
proseguí mi ascensión. No te diré las penalidades 
y peligros á que me vi expuesta en las vueltas y 
revueltas que tuve que dar hasta ganar la cumbre 
del pecho izquierdo. Aquí me acomodé, y si hu- 
biese tenido un ejército á mis órdenes, le hubiera 
alojado estratégica y artísticamente, pues entiendo 
muy bien de castrametación pulguina. Cené cum- 
plidamente y me dormí de lo lindo: ¡tenía tal can- 
sancio! Pero á poco me recordé asustada: sentí un 
movimiento tan fuerte, que creí que se desbarataba 
mi lecho. El corazón del jefe como que intentaba 
romper las costillas para fugarse. Por lo que des- 
pués pude oir á tan bravo militar, había percibido 



ZO J. L. MBRA 

á lo lejos los tiros de fusil más cercanos que jamás 
oyó en su vida... No me pasaba todavía la impre- 
sión que me causara el terremoto pectoral, cuan- 
do sentí que se difundía un hielo horrible por 
toda aquella región. ¡Se muere mi jefe! dije en 
mis adentros; y como las personas de mi raza no 
gustan de habitar con difuntos, me apresuré á 
evadirme por donde me había introducido; el 
susto me dio alas, volé, y en un santiamén me 
puse en el borde del recamado cuello de la levita* 
Entonces sentí que mi jefe respiraba y, por ende^ 
que todavía guardaba el alma entre cuero y carne. 
Por algunas frases que alcancé á oirle, comprendí 
que había recibido órdenes apremiantes de partir 
á sofocar una revolución. ¡Peor que peor para mí! 
pensé al punto, y no sabía qué hacer de mi per- 
sona. Si la víspera de la camorra se me puso tan 
frío ese pecho, ¡qué será el día! Sin embargo, me 
quedaba la esperanza de que sus ideas, que son de 
lo más sano y firme en política, le harían evitar 
un choque, que fraternizaría generosamente con 
los rebeldes, y contribuiría con ellos á salvar y re- 
generar la patria. Además, tenía mi buen coronel 
que despedirse de una amiguita, y como calé de 
qué manera debía hacerlo, al punto tracé mi plan 
de cambiar de territorio. Fuese, pues, á verla, 
hallóla sin más compañía que sus lágrimas y so- 
llozos, y por ahí, tras una puerta, la criada pul- 
guicida de marras, que todo lo atisbaba, y que 



AVENTURAS DB UNA PULGA IX 

servía á su ama con espiar cuidadosa si asomaba 
quien, con legítimo derecho, podía impedir la 
tierna despedida. Cierto que fué tierna y dramá- 
tica. La sensible y casta dama reclinó la cabeza 
románticamente en el hombro del militar; y esto 
me quise: puesto el moño en contacto con el bor- 
dado cuello, fuéme fácil agarrarme de una hebra 
del cabello, y, maromeando con destreza, en pocos 
segundos estuve en la cima del promontorio de 
pelo. Mira, amiguita, para subir es cosa muy útil 
saber maromear \ no te descuides de aprenderlo, 
y para esto frecuenta la sociedad de gentjB enco- 
petada. Pero debo añadir en puridad que en esas 
alturas no me fué muy bien, y para nutrirme de 
alimento menos amargo y de más fácil digestión 
que el que se consigue en la coronilla y sus ve- 
cindades, hube de bajar con gran trabajo hasta el 
doblez de la oreja. Además, hallé un piojo ave- 
cindado desde una semana pintes en la parte más 
eminente — apiojo de color muy diverso del que 
tenía el filósofo solitario de la región abdominal, 
esto es, color mulato subido; el cual insectillo me 
refirió que en esos lugares había peligro de perder 
la vida. — ^De cuando en cuando, me dijo, baja una 
hilera de unas como vigas que lo arrastra todo de 
una manera violenta y terrible, dividiendo el ca- 
bello en muchas y menudísimas porciones. 

I Y era verdad! Poco tiempo había transcurrido 
desde que el compinche piojo me hablara del pe- 



12 J. L. MERA 

ligro, cuando vimos descender sobre nosotros la 
diabólica máquina sin que nos fuese dable evitar* 
la; cogiónos á entrambos entre sus tupidos dien- 
tes y, quieras que no quieras y por más que nos 
agarrábamos de cuantas hebras se nos atravesaban 
al paso, nos arrastró desde nuestra encumbrada 
mansión hasta hacernos caer en un blanco paño 
tendido en las faldas de la malcristiana señora. 
¡Aquí fué Troya! exclamé en tan apretado y an- 
gustioso trance (la pulga sabía la Iliada de me- 
moria); pero me acordé al punto que yo era in- 
signe en el arte de saltar, y como á pesar de la 
voltereta caí de pies y me sentía sana y .buena, 
hice un gran esfuerzo, y describiendo un segmen- 
to de círculo en el aire, fui á parar al encaje que 
adornaba el alabastrino pecho de la dama. ¡Oh 
dichosa habilidad de saltar! ¡Oh benditos saltos! 
¡Oh saltos salvadores! En esta vida, quien no es 
maestro en ellos ó tiene escrúpulo de darlos cuan- 
do conviene, lleva mucho riesgo de fregarse,,, 
(Esta pulga del diablo usa á veces unos términos... 
en fin, todavía no es académica). Oculta entre el 
encaje presencié temblando y derramando lágri- 
mas como unas cuentas, el triste fin de mi ^migo 
el piojo: lerdo y pesado, no bien dio cuatro pasos 
en el lienzo, cuando fué capturado por los dedos 
de la dama, puesto sobre un costado del instru- 
mento que nos hizo bajar, y vuelto pedazos bajo 
la uña del pulgar. ¡Y qué alharacas las de la linda 



AVENTURAS DB UNA PULGA I3 

verduga al pillar y despachurrar al pobrecito, 
como si hubiese sido el único piojo digno de 
muerte por haberse atrevido á subir á tanta altu- 
ra! jCosas del mundo! ¡Cosas de las mujeres! 

A mí el salto oportunísimo, no sólo me salvó 
de la muerte, sino que me puso en muy ventajo- 
sa situación. Así á lo menos lo juzgué á primera 
vista, i Qué pecho aquel! Si estaba diciéndome 
con su blancura, tersidad y suavidad sedosa, pí- 
came aquí, muérdeme allá, cómeme donde quie- 
ras, regálate! jQué iba á escoger yo donde todo 
era excelente! Atravesé el primer agujerito que 
junto á mí hallé en el encaje y apliqué mi trom- 
petín á la graciosa y divina prominencia izquier- 
da. Pero ¡cáspita! hallé tal resistencia... Esa epi- 
dermis era una cascara que no la tenían ni la 
criada ni el militar. Trabaja y más trabaja sin que 
la señora se diese por entendida, como si el pelle- 
jo no fuera suyo, después de hundir mi punzante 
vocal instrumento hasta la raíz, pude extraer un 
poquito de un jugo amargo, en vez de sangre. 
¿Qué se había untado esa diabla en forma de 
ángel, ó qué sangre era la suya? iQué engaño el 
mío! ¡Mira en lo que vino á parar el haberme 
fiado de tan provocativa belleza! Por un tris no 
juré entonces dar preferencia á la sangre de las 
criadas de piel cobriza, pero sana, sobre la de 
esas damas tan blancas y bonitas que abundan en 
la sociedad aristocrática. Me sentí envenenada. 



Z4 J. L. MSRA 

jQué dolor de vientre! ¡Qué calambres! jQué an- 
gustias! La muerte, pero una muerte atroz, iba 
á acabarme. Sin duda fui atacada de un síncope, 
pues sin saber cómo hallé que mi pobre bulto 
había rodado del pecho, por la cavidad central, 
hasta la boca del estómago. En este punto volví 
en mí, pero para continuar muñéndome. Apenas 
tenía alientos para moverme, y sólo me sacudían 
de cuando en cuando estremecimientos nervio- 
sos, precursores de la muerte; Era un hecho: [iba 
á terminar mi vida! Lo sentía de veras, á causa 
de mi juventud y de que se cortaría la urdimbre 
de tantos magníficos proyectos como guardaba en 
mi cabeza, para provecho propio y, sobre todo, de 
mis hermanas las pulgas; pues has de saber que 
soy el insecto más filantrópico que chupa sangre 
y da saltos sobre la tierra. 

Pero sin duda hay alguna deidad protectora de 
las pulgas y vino en mi auxilio. La señora tomó 
en brazos á su lindo y robusto hijo de medio año 
de edad, y en un trasporte de cariño, le ajustó á 
su pecho. Aproveché la coyuntura, reuní todas 
mis fuerzas, me asomé á una abertura de la coti- 
lla y ¡zas! di un salto y me puse en el cuello del 
niño. A muy poca costa perforé el delicado cutis 
y me harté de sangre. Hállela muy semejante á 
la del coronel, sabe Dios por qué; mas en todo 
caso era sangre fresca, dulce, saludable y me salvó 
la vida: ¡resucité! El chiquitín se quejó y lloró» 



AVBNTURAS DB UNA PULGA Z5 

pues á diferencia del de su mamá, el cutis lasti- 
mado por mi trompetín era suyo propio. Ella in» 
quirió la causa del llanto y (diablo de mujer!) me 
descubrió á tiempo que me retiraba, saboreándo- 
me, á echar la siesta y digerir el exquisito alimen- 
to que acababa de tomar; pero cuando me aplastó 
con la rosada punta del índice, quedó un resqui- 
cio entre la yema y la uña, larga y de forma de 
lanceta, según lo exigía La Mode de PariSy y por 
él me escabullí sin la ifaenor avería. 

— ¡Pulga infame! exclamó la señora en su des- 
pecho. ¿Has oído jamás calificativo más injusto? 
¡Llamarme infame ella que me envenenó y casi 
me mata! Continuó la persecución con inaudito 
espíritu de venganza, y á fe que me vi apurada: an- 
duve á saltos, ya por el pecho de la madre, ya por 
el del hijo; por los brazos, por la cabeza, hasta 
que al fin, sin que la dama lo advirtiese, caí en la 
concavidad de una oreja del angelito. Aquí fué el 
llorar, el chillar y desesperarse del infeliz; yo no 
podía estarme quieta y mis movimientos le ator- 
mentaban, obligándole á otros en que su pobre 
cuerpecito parecía desbaratarse. ¡Y qué angustias 
las de la madre! Oí que también soltaba el llanto, 
y llegó su ternura y cuidado para con el chico á 
tal punto que la obligaron á obrar un milagro: no 
quiso que la nodriza le diese el pecho, y le dio el 
propio suyo, con manifiesta infracción de las leyes 
de la cultura moderna. Atraído por el llanto del 



l6 J. L. MERA 

niño se presentó el papá, que le amaba como á su 
hijo. — ¡Esto ya no es piquete de pulga! exclamó la 
madre: ¡esto es cólico, y mi hijo se muere! — Sin 
duda: ¡esto es cólico! repitió el marido. Voy tras 
un médico.— Tomó el sombrero y se le encasquetó 
á la diabla, atrapó el bastón y salió disparado 
como un cohete. Aquí comenzó á alarmarse mi 
conciencia, pues por mi causa iba á peligra la vida 
de esa criatura. No tardó en venir el facultativo; 
era éste uno de aquellos cuyo talento necesita 
todo el favor de la Facultad para que puedan gra* 
duarse. Examinó al enfermo desde el occipucio 
hasta los calcañares, le palpó el vientre, le aplicó 
el oído al pecho, le dio en él unos cuantos golpe- 
citos con los dedos de santiguarse, pulsóle el bra- 
zo derecho, pasó al izquierdo, aturrulló á la madre 
á preguntas, soltó palabras en latín y hasta en 
griego, y al fin dijo en tono magistral: — Cólica 
¡oh! cólico y de los más serios. Ustedes no se en- 
gañaban. La ciencia tiene demostrado que, cuan- 
do una pulga ó cualquier otro insecto ovíparo ó 
que punza con trompetín, pica en el cuello á un 
niño, el estómago, el ciego ó el colon transverso ^ 
padecen por simpatía, y sobreviene el cólico — 
colquis en griego y coUcus en latín. — Desde que 
usted, señora mía, me dijo que había encontrado 
una pulga clavada en q\ externo-cleido-mastoideo, 
calé lo que padecía el chicuelo: tiene, pues, exci- 
tada la nerviosidad de la siliaca del colon descen-^ 



AVENTURAS DE UNA PUÍOA If 

dente. Caso gravísimo; pero si la pulga (pulex) 
ha puesto en peligro la existencia de esta cria- 
.tura, suum cuique ingenium^ yo conjuraré el mal, 
y no tenga usted cuidado. 

[Vamos ! Todo eso era muy raro; pero así debió 
de ser: la ciencia lo decía por boca del sefior 
doctor. Sin embargo, yo juzgaba que la salud del 
vientre del niño dependía de que abandonase su 
oreja. Mas ¿cómo hacerlo? Para salirme de mi es- 
condite era necesario tomar serias precauciones, 
pues podían atraparme á la puerta del agujero. 
Tardé no poco en llenar mi caritativo anhelo de 
^iviar al enfermito, y entre tanto el remordi- 
miento de conciencia me comía viva. En el ínte- 
rin, allá van líquidos por ambas puertas, y por la 
superficie fricciones, cataplasmas, unturas, sina- 
pismos... ¡Y el cólico en sus trece! — ¡Por Dios, 
doctor, salve usted á mi hijito! decía el pobre papá 
lleno de angustia; mire usted que es mi único he- 
redero, mi esperanza, mi sangre, mi alma, mi co- 
razón, mi otro yo. Juzga, amiga mía, qué cruel 
sería el dolor de la mamá, la cual, coa mejor de* 
recho indudablemente, exclamaba : -^¡Mi hijito se 
muere! ¡mi hijito! ¡mi hijito! — Ya no pude re- 
sistir á tan angustioso espectáculo, y al cabo me 
asomé cautelosa á la parte externa de la ternilla 
desde donde podía dar un salto sin peligro de la 
vida. El niño sintió alivio y dejó de patalear y 
chillar, aunque se quedó sollozando. .Volviéronle 



X8 J. L. MERA 

á un lado para repetir, la iniquidad del clister y 
esta fué la ocasión de fugarme; no salté, porque 
no convenía, sino que me escurrí bonitamente y 
me oculté bajo la papalina del enfermo. Tuye 
hambre, y como todas las manos debían proseguir 
ocupadas en combatir los últimos restos del cóli- 
co, me dediqué, sin temor de un percance des- 
agradable» á satisfacer mi necesidad tras el blando 
cartílago cuya parte interior acababa de servirme 
de refugio. La criatura dio un gruñido en tiple 
sostenido como de flautín, moviendo la cabeza 
de un lado á otro.— Son los últimos retortijones, 
dijo el doctor; en casos como éste siempre queda 
algún desarreglo en t\ jugo gástrico, Pero no ten- 
gan ustedes cuidado. |E1 chico se nos ha escapado 
de buenas! Si no le hemos medicinado con ener- 
gía, quién sabe... jhuml quién sabe. Y diciendo 
esto tomó el bastón y se largó con pasos mesura- 
dos, cual convenía á su ciencia y al triunfo que 
acababa de alcanzar. 

— íQué gran médico es este doctor! exclamó el 
papá del hijo de su mujer. El niño, cansado de 
llorar y libre al fin del cólico-auricular -abdominal- 
pulguineo^ se quedó profundamente dormido. — 
Es preciso, añadió el papá; que remuneremos el 
trabajo del doctor. 

—Preciso, contestó la mamá; aunque, como es 
tan buen amigo nuestro, no ha de querer acep- 
tarnos nada. 



AVBNTÜRAS DB UNA PDLOA IQ 

—Verás que acepta. 

— ^Verás que no acepta. 

— En este caso le haremos un obsequio. 

— Eso $1 que sí. Pero ¿qué le regalamos? 

—En esto pienso. 

— Ya se me ocurre... 

— ¿Qué piensas que debemos enviar al doc- 
torcito? 

—Pan y durasnos de Ambato y unas seis bote- 
llas de buena cerveza. 

— ¡Excelente! Manos á la obra. 

Apenas terminado este diálogo, se presentó 
una visita: don Pepe Tijeras, amigo de los padres 
del enfermo, al saber su trabajo, corría á verlos y 
ofrecerles sus servicios. La compasión ó la curio- 
sidad le movieron á acercarse al niño y á tocarle la 
frente; yo, que me hallaba descontenta bajo la 
papalina, me metí por la bocamanga del curioso, 
y en ella me trasladé á su casa. Quise probarle la 
sangre y hallé que el brazo era bastante tieso. 
Subíme al pecho, no sin hacerle comezón por 
todo el camino; — ¡el diantre de hombre es tan 
nervioso! — pues deseaba dar con un par de boca- 
dos pasaderos; le clavé el aguijón, chupé, y me 
pareció el jugo nn si es no es picante. A poco 
sentí que andaba alrededor una cosa blanda y ca- 
liente. Era unpedacillo de bayeta lanuda: ¡era una 
trampa! No lo sospeché, metíme en ella, donde te 
hallé; trabamos amistad, pusímonos á conversar 



•4K> :'¡ |. L. MBKA 

distraídas, lo cual nos perdió. Un minuto después 
estuvimos entre los dedos de don Pepe y tragamos 
que no vivíamos un segundo más. Pero yo no sé 
qué qtiiere de nosotras el bueno del hqmbre: en 
vez de destripamos nos ha puesto en este apara- 
to y nos observa con una atención que no le con- 
siente moverse ni pestañear. ¡Haga de nosotras 
lo que le plazca! No me han acobardado jamás los 
mayores trabajos, ni temo la muerte. En prueba 
de ello, ¿á qué no has oído en toda mi relación 
un ¡ay de mí! ni has visto una lágrima en mis 
ojos? 






Aquí la ilustrada é interesante pulga terminó 
su curiosísima relación, y yo, en vez de castigar 
. sus delitos y de vengarme del mal rato que me 
diera con el agudo piquete, la indulté al punto, 
junto con su compañera. En todos sus asaltos, 
ataques y fechorías, me dije: ¿qué falta ha come- 
tido este bicho? Ninguna: es libre, y no ha hecho 
otra cosa que usar de sus derechos, como lo hacen 
tantos hijos de Adán. Castigarla por esto habría 
sido quebrantar uno de los más santos y respeta- 
bles principios democráticos modernos y renegar 
de las ideas de progreso y civilización... Pero, ¡qué 
es esto, caramba! Sin saber cómo ni cuándo, am- 
bas pulgas se han apoderado de mi cutis en el 



AVENTURAS DB UNA PULGA 



mismísimo pecho, y acaban de darme un par de 
piquetes furibundos. ¡Vamos con las bribonasl 
Estoy creyendo, á pesar de mis principios, que 
mi generosidad fué una gentil tontería. Si las hu- 
biese aplastado y despachurrado, ¿no es claro que 
no hubieran vuelto á mortificarme, ni quitádome 
la tranquilidad, ni obligádome á perder mi tiem- 
po en rascarme, en defenderme de su agresión y 
en perseguirlas? 



LOS PRODIGIOS DEL DOCTOR lOSCORROHO 



Al Sr. Director de La Raza Latina. 

YISn un número de su justamente acreditado pe- 
O' riódico leí, no ha mucho, el curioso artículo 
El Médico de la Muerte. 

El estupendo prodigio obrado por el sabio Doc- 
tor D. Tomás Cevallos, francamente sea dicho, no 
me causó ningún asombro, como tampoco sor- 
prendió á ios amigos que me oyeron la lectura. 
. Eso de abrir tanta boca al saber que el célebre 
médico peruano pegó y cosió al tronco una cabeza 
cortada, y luego infundió vida en aquel cuerpo de 
tan extraña manera remendado, bueno será para 
loi5 que no sepan quien fué el Dr, Moscorrofio ni 
tengan noticia de los milagros que, por sus ma- 
nos, obraba la ciencia médica. 

Yo no vi ninguno ni conocí á aquel rey del es- 



34 I. L. MBRA 

calpelo y las drogas, á aquel semidiós que por 
un tris no fué adorado por la antigua sociedad 
quiteña. 

¡Que lé hubiera conocido yo infeliz, si tuve la 
desgracia de nacer algunos lustros después que él 
había fallecido! 

Y desgracia tamaña fué también para Mosco- 
rrofío: si hubiese estado en el mundo siquiera 
unos dos años después que yo vine á la vida, á fe 
de quien soy que no se quedaba sin dos docenas 
de sonetos, siete y media odas y cinco y dos cuar- 
tos de romances, que no son granillo de anís. 
Pues ha de saber usted, señor mío, que yo poe- 
tizo á la moderna desde el vientre de mi madre, 
y mi primer vagido, cuando entre pañales y fajas 
me aprisionaban, fué un ditirambo elegiaco que 
encantó á la comadre y á todos los circunstantes. 

Pero como conozco viejos muy formales y fide- 
dignos, que cuando nombran al asombroso mé- 
dico se descubren con veneración, á su testimonio 
me atengo con entera seguridad de conciencia. 
Ellos me han referido cosas que, ya lo he dicho, 
si se las compara con la del Médico de la Muerte, 
queda como una niñería: un chico rompió un ju- 
guete autómata, le pegó luego con goma ó con 
oblea, dióle cuerda, siguió moviéndose, y acabada 
la historia. Este es el Dr. Cevallos, esta su obra. 

No así el Dr. Moscorrofio. Atienda usted... 

Pero me olvidaba de advertir una circunstan- 



LOS PRODIGIOS OBI. DOCTOR MOSCORROPIO 35 

cia de sumo interés: además de la tradición reco- 
gida de venerables labios, los efectos de la ciencia 
de este non plu% de los facultativos los he visto, 
los estoy viendo, los ven todos mis compatriotas. 

Ahora sí, vamos al caso. 

Susurrábase ya que la ciencia del Dr. Mosco- 
rroño se había elevado hasta un descubrimiento 
casi sobrenatural, ó, en otros términos, que lo so- 
brenatural había descendido hasta la ciencia, gra- 
cias á las cogitaciones y desvelos del Doctor. Pero 
éste, modesto como sabio y tan sabio cuanto mo- 
desto, se guardaba el secreto en el sancta sane- 
torum de su privilegiada cabeza. Muy mal hecho, 
pues al fin y al cabo vivía cuando este siglo, en 
que nada se calla, era ya mocetón y charlatancillo. 

Sin embargo, el sabio no había contado con el 
poder de una muchacha bonita; poder de los po- 
deres, que mil veces ha puesto las peras á cuatro 
hasta á los dioses, que no sólo á los sabios, en 
achaques del corazón, idénticos á todos los demás 
mortales. 

He aquí lo que pasó: 

La belleza y gracia de la chica le cayeron ál 
Doctor en medio del corazón como una lengua 
de fuego en alcohol. Claro se está que se le inflamó 
la entraña como un Cotopaxi. Mas como á las 
veces Naturaleza pone en sus criaturas más lindas 
defectos que ni un amor por extremo ciego deja 
de advertir, tuvo el imperdonable capricho de 



26 ]. L. MBRA 

dotar á la consabida chica con las orejas de la peor 
figura imaginable: era cada una ni más ni menos 
que un caracol bocabajo, con el agudo vértice dos 
dedos superior al nivel de las cejas. 

¡Qué tormento para nuestro Esculapio! Y como 
era entendido asimismo en letras antiguas, y no 
se le podía echar punto en cosas mitológicas, ver 
á su amada, acordarse de Midas y ponerse mo- 
hiño, todo era á un tiempo. 

El remedio de la tamaña desgracia estaba en 
sus manos. Sin embargo, el amor le hacía temer 
un mal resultado en el ensayo de su descubri- 
miento practicado en las aborrecidas orejas de su 
idolatrada bella. 

Pero, ¿qué hacer? jDiantre! eso de tener pre- 
sente á Midas siempre que contempla á Venus; 
eso de qué caiga precisamente una gota de acíbar 
en la almibarada copa de la ilusión, cuando más 
piensa embriagarse con ella, no es para tolerado 
por el Dr. Moscorrofio. 

¡Malditas orejas! 

Al cabo hubo de resolverse, no sin que muchos 
días pasase triste, inquieto y pálido. ¡El caso era 
tan grave! 

La joven partió al campo. Díjose que había en- 
fertoado, y partió en seguida el Doctor. 

Cuando éste volvió estaba radiante dé con* 
tentOi 

Muy poco después regresó su ídolo. Pero, ¡qué 



LOS PRODIGIOS DBL DOCTOS MOSCORROFIO ^ 

sorpresa para cuantos lo conocían I Había cam* 
biado completamente de orejas: ya las tenía be- 
llísimas. 

Sea que lo refiriese la agraciada muchacha, sea 
que el exceso de la alegría sacase algo al Doctor 
de la prisión de la modestia, volando se divulgó 
la pasmosa noticia de que el mg'oramiento de las 
orejas era debido á un cambio que de ellas hizo 
el portentoso Moscorrofio. 

La obra era perfecta; sólo una amiga de la jo- 
ven notó que en el alabastro de su cara disonaba 
algún tanto lo moreno de los nuevos miembros. 
Justo era el reparo: la criada que había consen» 
tido en la desigual permuta era bastante quemada 
por el sol ecuatorial. A ella también le sentaron 
mal los caracoles blancos. 

Se me dirá que esta es una solemne simpleza 
comparada con la operación del Dr. Cevallps. 
' Paciencia. ¡Si no estoy más que en las prime- 
ras líneas del prólogo! Oiga usted: 

El Dr, Moscorrofio cobró ánimo, y llegó de 
grado en grado á lo sublime, á lo milagroso de su 
invento. Remendar manos y pies, brazos y pier- 
nas, sacar una ó más costillas y sustituirlas con 
otras, todo eso era bicoca y no llamaba la atención* 

Cierta vez una morena no estaba satisfecha con 
los ojos azules y chicos que Dios le diera; pues 
bien, ¿qué hace mi Dr^ Moscorrofio? Se los cam- 
bia con los negros y lindos ojos de un llama, el 



29 J. L. MBRA 

más ojón de lós cuadrúpedos amerícai»5. Esto si 
ya no fué pelo de cochino. 

Una beata tenia la lengua asaz dañada; el Doc- 
tor Moscorrofio se la arranca de raíz, y en su lu- 
gar le pone la lengua de un perro. Y como lera 
muy bueno hasta con los animales, no quiso que 
el pobre dogo se perjudicase, y antes que injer- 
tarle la lengua de la beata prefirió dejarle mudo. 

Dentista famosísimo, habría obscurecido la es- 
trella de más de un cambiamuelas de los Estados 
Unidos, pues quitaba y ponía mandíbulas ente- 
ras. Un caballero tenía la herramienta dental en 
lamentable ruina. ¡Qué parecía esa desdichada 
boca! La de un volcán que encierra trozos de ro- 
cas negras y carcomidas. El Dr. Moscorrofio estu- 
dia la configuración de ella, medita un poco, ve 
que la única dentadura que puede convenirla es 
la de un puerco, y que aun armonizaría con el 
conjunto de la cara, y tas tas, en dos minutos se 
.la pone. No he conocido al caballero; pero la ope- 
ración fué tan maestra, que la Naturaleza misma 
túvola por buena, y las porcunas mandíbulas fue- 
ron transmitidas á hijos, nietos y biznietos del 
afortunado que primero las hubo. Pregúntenmelo 
á mí que conozco más de dos docenas de ellos, 
que hoy comen y beben como todo buen hijo de 
su padre. 

- Pero también esto es nonada. Atención á lo 
bueno. 



LOS PRODIGIOS DEL DOCTOR M08C0RR0FIO 29 

Es el 20 de Enero de 1814. Llueve que es una 
gloria. Es un día de los más quiteños de éste año 
en pañales, renacido como el Fénix, aunque no 
de sus cenizas sino de sus charcas y sus lodos. 

Un caudaloso río de curiosos y curiosas, que 
desafía al río que barre las calles de la ciudad^ 
va desapareciendo, como en un sumidero, en la 
. entrada del Hospital de San Juan de Dios. Atás- 
case la gente entre la gente en patios y corredo» 
res de la espaciosa casa. Se han puesto mesas en 
hileras y sobre las mesas sillas que son ocupadas 
por la aristocracia. Los muchachos se trepan por 
los pilares. Los que no están en esas alturas su» 
dan y se ahogan, como sucede siempre en el mun- 
do. Los de baja estatura se ponen de puntillas y 
extienden los cuellos. Todos quisieran aumentar 
la luz de sus ojos para ver mejor, y se los limpian 
con el revés de la mano. 

No faltan muchos hombres de ciencia, ni aun 
sacerdotes y empleados atraídos por la curiosidad. 

El Dr. Moscorrofio va á operar á un enfermo^ 
va á obrar un prodigio, y no es cosa para malo- 
grada por ojos humanos. 

Un pobre hombre yace tendido en su lecho. Va 
para siete años que padece un constante dolor de 
cabeza que le ha convertido la vida en un in- 
fierno. 

La opinión de los médicos está disconforme, y 
no hay á qué atenerse. Quizás tiene razón una ve* 



50 J. L. MERA 

nerable abuelita que, metiéndose como cualquier 
hi]2t de Dios en la contienda de los íiacultativos, 
asegura que el dolor de cabeza de ese prójimo no 
es ninguna encefalitis, sino resultado evidente de 
los mil y más pensamientos pecaminosos que en 
ella habían germinado, crecido, madurado, y los 
más convertídose en hechos dignos de Judas. 

Sea lo que fuere, "sigamos. 

El Dr. Moscorrofío había ofrecido dejar sano y 
bueno al enfermo. Preséntase en el hospital se- 
guido de media docena de practicantes. Con ellos 
viene un borrico que aún no ha cumplido tres 
abriles. El infeliz no sabe lo que le aguarda. 

Al paso del gran médico no hay quien conser- 
vé el sombrero en la cabeza ni quien no se in- 
cline. 

Hay primero murmullo general de voces; des- 
pués silencio profundo. 

El paciente ha sido sacado á un corredor donde 
hay abundancia de luz y colocado en una p<^- 
trona. 

Los practicantes obedecen con la rapidez del 
relámpago las órdenes del Maestro. Este hace no 
sé qué maniobra y aplica un frasquito á las nari- 
ces del enfermo, que al punto queda sin sentido. 

Un antiguo empleado del Santo Oficio de Lima, 
que por casualidad se halla presente, siente cier- 
ta comezón que le sube de los pies á la cabeza, y 
va á dar unas voces; pero sea que se acordase que 



LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR M08CORROFIO 



3» 



ya no era tiempo de quemar brujos, ó por cual- 
quier otro motivo, apresa la lengua entre los dien- 
tes y las voces se convierten en uno como suspi- 
ro que se le escapa á retazos de lo hondo del ce- 
loso corazón. 

Entretanto el Dr. Moacorrofio y dos de sus dis- 
cípulos habían comenzado simultáneamente dos 
operaciones iguales: el primero aserraba la cabe- 
za del hombre, los otros la del borrico. 

La desdicha mayor era para esta infeliz criatu- 
ra, á la cual no se puso cuidado de narcotizar, y 
padecía dolores terribles. 

Ambas operaciones se terminaron á un mismo 
tiempo; pero el Doctor previno á sus practicantes 
que no se apresuraran á extraer los sesos del asno. 

Moscorrofio tenía ya en sus manos los del hom- 
bre, aunque no enteros, pues en la mayor parte 
estaban podridos y desbaratados. Púsolos sobre 
una mesa y los examinó con un magnífico lente. 
En seguida trasladó el examen á lo interior del 
cráneo y á la media naranja que le servía de tapa, 
y primero con una cuchara, después con unas 
pinzas, luego con unos paños, limpió perfectamen- 
te uno y otro. 

— Ahora sí, dijo, á ver esos sesos. 

Y los del pobre cuadrúpedo fueron trasladados 
á la obscura cavidad que habían dejado los del 
hombre. 

Hubo un momento de gran susto, pues bien 



.33 J. L. MkRA 

por precipitación, bien por el temblor nervioso 
que le causaba tan estupenda operación, el prac- 
ticante que extrajo la cerebral médula por poco 
no la deja caer y hacerse tortilla en el pavimento. 
Hasta el Doctor palideció. 

Al fin colocada aquella masa en su nueva po- 
sada, cubrióla Moscorrofio con la cabelluda tapa, 
luego cosió los contornos con torsales de seda, 
untóles con no sé qué científico menjurge, ató 
encima una venda, hizo conducir al enfermo á su 
lecho, le aplicó otro frasquito á las narices, y con 
esto volvió en sí. 

— ¿Cómo te sientes? le preguntó el Doctor. 

— ^Muy bien, contestó. Sólo me queda en tor- 
no de la cabeza un dolorcillo como si me la hu- 
biese apretado con una cuerda algo delgada. Pero 
no es cosa. ¡Gracias, señor Doctor! ¡Mil graciasl 

Durante operación tan pasmosa nadie se movió 
ni respiró; el asombro fué profundo y general. 
Una vez terminada, el asombro se manifestó en 
un torrente de frases lisonjeras para él sabio mé- 
dico; torrente que vertido por más de dos mil bo-t ' 
cas, no cabía en el recinto del Hospital, y se des- 
bordaba hasta por sobre los tejados. Hubo miles 
de palmoteos y vivas, pero ni uno solo ¡bravol 
porque no se usaba todavía esta exclamación por 
nuestra tierra de gente tan m^ansa y algo atrasada 
por entonces. Los ¡bravos! y los ¡burras! perte- 
necen al progreso moderno. 



LOS PRODIGIOS DBL DCCTOR MOSCORROFIO 33 

» — : ' m 

£1 ex-inquisidor, eso sí, se desahogó en un 
círculo de amigos observando que, además de ser 
el hecho completamente extraño á las facultades 
de un cristiano, el Dr. Moscorrofio no había in- 
vocado ni una sola vez á Dios ni á la Virgen, ni 
aun á San Lucas, con ser el patrono de los mé* 
dicos. No había que darle vuelta al reparo: era la 
purísima verdad. Mas el bueno del tal ex-emplea* 
do inquisitorial no calaba que el sol de la civili* 
zación moderna había madrugado á derramar sus 
luces en el alma del rey de los Galenos, del genio 
de la ciencia. 

Un largo año en Quito, y aun fuera de Quito, 
no se habló de otra cosa que del' cambio de sesos 
obrado por el Dr. Moscorrofio. 

— Pero jcómo quedaría aquella cabezal se me 
dirá. 

No puedo aseverar cosa alguna á este respecto; 
con todo, inclinóme á creer que no quedaría mal, 
porque he conocido más de cuatro nietos del 
hombre de los sesos regenerados, que han obte- 
nido grados y títulos, gozado reputación de doc- 
tos, y sentádose en nuestros Congresos y des- 
empeñado otros altos destinos. 

¿No he dicho que, aunque no he conocido al 
Doctor Moscorrofio ni presenciado sus portentos, 
he vi$to y estoy viendo los efectos de su ciencia? 

En cuanto al borrico, sea porque el Doctor no 
puso gran cuidado en la parte que le tocó de la 

3 



^ J. L. MERA 

operación, sea de pena de verse con sesos huma- 
nos que de nada le servían, no tardó en morirse. 

Poco más de un año después hizo el Doctor 
otra ostentación de su poder, otra cuasí-diablura. 

Un marido desafortunado se quejaba de que su 
esposa, bella como un lucero, tenía el corazón 
nada arreglado para la vida conyugal: corazón 
arisco, selvático, casi fiero. 

— Creo, le dijo el Dr, Moscorrofio, que pudié- 
ramos remediar tamaño mal. ¿Consentiría usted 
en que sometiera yo á su cara mitad á la virtud 
de mi ciencia? 

¡Vaya si no lo había de consentir! De mil 
amores. 

Quedó resuelto que Moscorrofio harta una de 
las suyas y señaló día y hora. 

La operación no se verificó á toda luz, como la 
de los sesos. Testigos de ella fueron tan sólo ade- 
más del operante, el marido y un aprendiz de 
médico. Pero éste, que tenía algo más de lengua 
de lo que habría sido menester, lo reveló todo al 
día siguiente. 

— ¿Qué corazón quiere usted que le pongamos? 
preguntó Moscorrofio al marido. 

Como sucede siempre en los grandes males que 
exasperan y ahogan, el pobre hombre, mártir de 
años atrás, se fué al último extremo opuesto, y 
contestó sin vacilar: — El corazón de una oveja. 

—A la obra, añadió el Doctor é hizo el cambio 



LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR MOSGORROFIO 35 

<:on una destreza que ¡si la hubiera visto el in- 
quisidor! 

Desde el día que se siguió la mujer fiíé tan otra, 
que apenas se la podía conocer: [qué paciencia 
para todo! ¡qué mansedumbre! ¡qué dulzural 

— ^Usted la ha convertido en un ángel, le decían 
al Doctor, y éste se compadecía de los tontos que 
tan mal calificaban el cambio. 

— La señora Fulana, decía otro, es hoy un cor- 
dero: ¡qué tal variar de genio! y el doctor abría 
tamaños ojos, en los que brillaba el contento de 
haber sido penetrada su obra. 

Largo tiempo se disputó entre los sabios de 
Quito, y aun se consultó á los de otras partes, 
acerca de cuál era el corazón más á propósito para 
la mujer casada; quién aprobaba el gusto del ma- 
rido de la operada, quién se decidía por la esposa 
animada, fogosa é inquieta, quién buscaba un tér- 
no medio y á él se acomodaba. Si yo fuese sabio 
y hubiera vivido en esos tiempos, creo que ha- 
bría dado cuatro papirotes al que se avino con el 
amor de un corazón ovejuno. 

Lo único que se sacó en limpio, andando el 
tiempo, fué una brillante prueba en favor de la 
teoría de t¡ue los hijos heredan principalmente 
las cualidades morales de la madre. Los de la di- 
chosísima señora que cayó en manos del Dr. Mos- 
corrofio, han tenido todos qué buenos corazones, 
idénticos al de la madre; sin que esto haya sido 



30 |. L. MBBA 

obstáculo para que se distmgan en d gárdto y 
obtengan merecidos ascensos. 

Largo por demás fuera el referir siquiera la cen- 
té»ma parte de los prodigios de nuestro gran mé- 
dico. Con los referidos basta para probar que el 
Doctor D. Tomás Cevallos no era ni para descal- 
zar al Dr. Moscorrofio. 

Con todo, no se me ha de quedar en el tintera 
una cosa: he visto en algunos periódicos la noti- 
cia de la invención, no ya de la trasfiísión de la 
sangre, sino de la leche. Esto es antiquísimo: el 
Doctor Moscorrofio lo hacía todos los días. Mas 
había observado que la leche tenía sus inconve- 
nientes, porque podía convertirse en queso y obs- 
truir las venas, y en su defecto empleaba el suero 
con éxito admirable. 

Ya que de sangre hablamos, vaya por último 
(y de aquí sí que no paso), otra maravilla. Un jo- 
ven enamorado como un diantre de una jovenci- 
ta, hallaba para su matrimonio el grave inconve- 
niente de la falta de no pocos quilates en su aris- 
tocracia. 

— La sangre, decía el padre de la bella, la san- 
gre iQué diablura, un poco azul la de Fulani- 

to, y no había más que hacer sino entregarle mi 
hija, pues es, por lo demás, muchacho de muy 
buenas prendas. 

Acudió el pretendiente al Dr. Moscorrofio 
(¡para qué no acudían todos á él!) y de la noche 



LOS PRODIGIOS DBL DOCTOR M08CORROFIO 37 

á la mañana asomó con una sangre azul que com- 
petía con la de su novia. ¿Sabe usted lo que hizo 
el Judas del Doctor? Le introdujo en las venas 
una competente porción de añil disuelto en al- 
cohol. 

Al tercer día esas sangres color de cielo se 
unían al pie del altar, y todavía viven entre nos- 
otros algunas familias que se enorgullecen con 
harta justicia «de hallar su origen en tan noble 
tronco». ^ 



EL ALMA DEL DOCTOR M08G0RR0FIO 



¿^▲z bien y no te importe saber á quién, dice 
tf *^ un refrán, y en él se encierra gran filoso- 
fía, como puede comprenderlo cualquiera, si no 
es un zote. Por el dicho refrán vemos, no sólo que 
estamos obligados á servir á todos nuestros próji- 
mos, sino que al hacer el beneficio no debemos 
esperar ninguna recompensa y ni aun dejamos 
halagar por la idea del agradecimiento. Cuando 
se despierta esa esperanza en el corazón ó prende 
esta idea en la mente, se anula el mérito de la 
buena acción. Hacerla y olvidarla, he ahí lo que 
conviene; ese olvido generoso de parte nuestra es 
el recuerdo de Dios, quien á su vez olvida lo que 
nosotros interesadamente recordamos. 

¿Es hacer un beneficio honrar la memoria de 
los muertos? ¡Quién lo duda! Y es tanto más me- 



40 



ritorió, cuanto de los difuntos nada podemos es- 
perar. 

Bien, pues; yo honré la memoria del Dr. Mos- 
corrofío con recordar sus prodigiosas curaciones, 
para que el mundo las admirase. Nada tenía que 
esperar de él, puesto que no había de volver al 
mundo para cambiarme los sesos, como al consa- 
bido enfermo del hospital de San Juan de Dios, 
con lo cual me habría recompensado muy bien; 
porque, claro se está, con mi cabeza regenerada 
de ese modo me hubiera visto en aptitud de hacer 
gran figura entre los ecuatorianos, sobre todo en 
el periodismo. Pero ni aun cuando hubiese estado 
vivo el famoso Doctor habría oído palabra de mis 
labios que le recordase y encomiase el artículo 
salvador de su nombre que iba perdiéndose en la 
obscuridad. 

Hacia mucho tiempo que lo escribí y lo había 
olvidado por completo; pero el mismo Moscorro- 
fio por mi péñola favorecido, me lo trajo á la me- 
moria de un modo asaz curioso — tan curioso, más 
bien, que he resuelto hacer conocer al público lo 
ocurrido. 

Una noche, cansado de escribir un extenso ar- 
tículo sobre ciertas cosas de mi tierra, que con 
decir que eran de ella ya se puede juzgar lo que 
serían, crucé los brazos sobre el pupitre, apoyé la 
frente en ellos y me dormí como un chiquillo 
después del chacoteo y de la cena. Quiero decir 



B|« ALMA DEL DOCTOR MOSCORROFIO 4I 

que me dormí... pues... ¡como un chiquillo! ¿Cómo 
he de ponderar más lo profundo de mi sueño? 

Al punto comenzaron á revolotear en torno de 
mi cabeza mil objetos fantásticos relativos á lo 
que acababa de escribir: cosas de política, de gue- 
rra, de gobierno y no sé que más; todo confuso, 
todo embrollado, todo imcomprensible, como 
debía ser: como esas cosas. Los sueños son pare- 
cidos á los negocios de este mundo sujetos á cam- 
bios y transformaciones violentas é inexplicables, 
y las imágenes del mío desaparecieron de súbito 
envueltas por uila nube caliginosa. Por algunos 
minutos no vi otra cosa que la nube que se arre- 
molinaba y condensaba lentamente; mas he aquí 
que de entre ella ra asomando una cabeza, luego 
el pecho y los brazos, después el vientre y los 
muslos, y las canillas, y los pies de un ser huma- 
no; es un hombre, es un viejo venerable que me 
ve con unps ojos que me van metiendo en temor 
y deseos de esconderme. 

— No te asustes, me dice el aparecido: soy el 
Dr. Moscorrofio. 

— ¡Jesús me valga! 

— Vamos, te repito que no te asustes; ¿acaso 
vengo "ú hacerte mal ninguno? 

— Pero, Sr. Doctor, ¿no lleva años de haberse 
muerto? ¿Cómo usted por aquí?... 

— Cierto, y llevo los mismos años de algo mu- 
cho peor que haberme muerto. 



42 J. L. MttRA 

— ¿Qué quiere usted decirme? 

—Que estoy en el infierno. 

—¡Misericordia! ¡un condenado! 

— Cálmate, cálmate; mira que con tus aspa- 
vientos vas á malograr el objeto de mi visita. 

—Pero... 

— Pero créeme que si he venido del infierno no 
es para llevarte á él... 

r— ¿Si no para qué? 

-^Para mostrarte que soy tu agradecido, y 
nada más. 

«— ¡Aaah! es quizás por haber hablado de usted 
con admiración y encomio en uno de mis escritos. 

— Por eso precisamente. Te debo, pues, el favor 
de que ande hoy mi nombre en letra de molde, 
y de que se recuerden los beneficios que hice ala 
humanidad. 

—Ha podido usted excusar esta visita de agra- 
decimiento; mi escrito fué desinteresado; y fran- 
camente, la manifestación de su gratitud no com- 
pensa el sustazo que usted me ha dado. Todavía 
no tengo el corazón en su puesto. 

—Perdón por lo del susto. En cuanto á lo de- 
más era deber mío agradecerte. Tu obra fué de 
mucho mérito á mis ojos, y no soy de los ^ue re- 
ciben un servicio y se quedan muy frescos. 

—Si algún mérito tiene mi obra, consiste sólo 
en haber hecho yo una cosa muy rara en nuestra 
tierra, donde hay tan poca voluntad para recono- 



BL ALMA DBLi DOCTOR MOSCORROFIO 43 

cer y confesar las buenas obras. ajenas, como pa- 
rece que lo ha penetrado usted, y sí, por el con- 
trario, hay mucha para negarlas ó echarlas nora- 
mala. Pero sea de esto lo que quiera, usted hasta 
después de muerto es el hombre de los prodigios: 
yo sabía que nadie forzaba las puertas de la eter- 
nidad para volver á este mundo, y, con todo, aquí 
me le tengo á usted presente. 

— ^En verdad, razón tienes de sorprenderte: mi 
venida de los infiernos no es cosa que te la puedes 
explicar fácilmente. 

— ¿Podrá explicármela usted? 

— ¿Por qué no? 

— Pues al caso. Pero que el favor sea completo. 

—¿Qué más quieres? Mira que la gratitud me 
obliga á ser complaciente contigo: habla y pide. 

— Quiero el permiso de revelar al mundo lo que 
usted me cuente. Soy de mi siglo y no puedo ca- 
Uar nada. 

— ;Hum! mi amo y señor Satanás puede lle- 
varlo á mal; pero venga lo que viniere sobre mí, 
haz cuanto te dé la gana: si te place, di hasta lo 
que no te he dicho. 

—Eso no, eso no: á mí no me gusta mentir. 
—Pues atiende. La mujer más querida de Sa- 
tanás cayó enferma... 

— ¡Cómo! ¿también los diablos se casan? 
—Sí, señor, se casan civilmente, y cuando les 

viene en voluntad, se divorcian. Te decía, pues. 



44 I- I" UURK 

que la diabla cay<5 enferma: sobrevínole un parto 
muy difícil, como yo no le había visto en el mun- 
do ni entre las mujeres más aristócratas, y hétela 
á la señora mía en terribles aprietos, y al matido 
inquieto y acongojado. Las diligencias de las más 
célebres parteras fueron vanas, el centeno, inútil... 
Al cabo Satanás se acordó de mí. — Ven, prodi- 
gioso Moscorrofio, pie dijo, salva á mi mujer, y 
cuenta con un premio. Acudí volando. jPataratal 
Zas, zas, la operación cesárea, cuatro diablillos 
fuera, y la madre se queda como si tal cosa. Mi 
señor tuvo la amabilidad de abrazarme y darme 
un beso que me quemó la mejilla. — ^Pide el pre- 
mio que quieras, me dijo, y con tal que no sea el 
de descondenarte, lo tendrás al punto.— Señor le 
contesté sin vacilar, quiero la venia de vuestra 
augusta majestad para hacer una visitita á mi fa- 
vorecedor don Pepe Tijeras. — Concedida. Pero 
cuenta con que pases más de media hora en tu 
charla con el tal Tijeras, — Imagina, mi Pepe, 
como me apresuraría á salir del infierno siquiera 
treinta minutos. 

— Bien, mi doctor; pero lo que usted me ha re- 
ferido es tan extraño, que ha dispertado vivamen- 
te mi curiosidad. ¡Conque en el infierno hay ma- 
trimonios! 

—Lo mismo que en el mundo hay infierno en 
muchos matrimonios. 

— ¡Conque las diablas procrean! 



EL ALMA DBL DOCTOR IfOSCORROFlO 4$ 

— LrO mismo que las mujeres, si ya no es que 
se desempeñan mucho mejor: como te he dicho, 
cuatro de una ventregada... Y esto 6s comunísimo, 
de todos los días. 

— ¡Cáspita, qué fecundidad! 

— Ella te explicará la abundancia de demonios. 
Calcula, hijo, esta manera de aumentarse los ene- 
migos del género humano desde aiites de Adán, 
y con la circunstancia de que ninguno se muere, 
pues si entre ellos hay enfermedades, son para su 
tormento, no para que se mueran. Y esa abun- 
dancia te explicará á su vez el estado actual del 
mundo. El reino infernal está repleto de vasallos 
de Satanás, y todos los días se aumenta su emi- 
gración á la tierra más que la de alemanes é ita- 
lianos á los Estados Unidos. 

— Doctor Moscorrofio, usted me Va dando gran 
luz para juzgar y comprender mil y más cosas de 
los hombres y los pueblos modernos. 

— En efecto. Pero sigue escuchándome y no me 
interrumpas, pues sólo diez minutos me quedan. 

Y sacó y miró el Doctor un soberbio cronó- 
metro. 

— En el infierno, continuó, no obstante los mi- 
llares de millones de diablos y la complicación del 
gobierno y de la administración, todo se hace con 
tal orden que admira. La educación está bien or- 
ganizada, la enseñanza artística, industrial y cien- 
tífica no deja nada que desear. Hay cátedras para 



46 J. L. MBRA 

todos los ramos, y premios para todos los adelan* 
tos. Apenas nace un diablillo, se le examina el 
cráneo por el sistema de Gall y se le dedica á 
aquello en que más puede sobresalir: éste para la 
abogacía, aquél para la medicina, el otro para la 
filosofía, el de más allá para la política; no faltan 
aptitudes para la teología... 

— Alto ahí sejñor mío: esto no puede ser; á 
menos que lo que usted dice debamos entender 
en sentido falso y propio para dañar la verdadera 
teología, la verdadera filosofía, la verdadera poli* 
tica, etc. 

— ¡Bah! ¿Podías dudarlo? ¡Qué buenos son los 
diablos para hacer las cosas de manera favorable á 
los hombres! Si lo que les conviene y anhelan es 
perderlos, ¿cómo han de obrar arrimados á la ver- 
dad? Si así lo hiciesen, dejarían de ser diablos. 
Eres, pues, un inocente que no comprendes á las 
derechas lo que te voy diciendo. Todo es falso, 
todo no tiene por fundamento sino la mentira, y 
por fin el aumentar el número de los reprobos; 
para esto ponen la monta en hacer que los hom- 
bres crean que la mentira es la verdad, y lo daño- 
so, saludable, y la perdición, salvación y gloria. 
En lo de la teología, es preciso que me explique 
algo más, pues como te propones publicar mis re- 
velaciones, corres peligro de qué, á pesar de tu no 
desmentida ortodoxia y firme conservatismo^ 
algún reverendo te magulle á cordonazos ó -te 



BL ALMA DBL DOCTOR MOSCORROFIO 47 

corte las orejas porhereje y radical. Conque, una 
aclaración, y basta y sobra: si los diablos no estu- 
diasen teología á su modo, ¿cómo podrían expli- 
Clirse las mil disidencias que han desgarrado la 
uhidad del cristianismo, ni las disputas que en 
t<^do tiempo se han sostenido entre la verdad y 
el error, la afirmación y la duda? Punto á este 
punto, y sigo. 

En inventar modas, en fomentar el lujo, en el 
atte de azuzar las familias contra las familias y los 
pueblos contra los pueblos, para que pcM- quítame 
^Uá esta paja echen á rodar la armonía y la paz, 
36 emplean los diablillos mozos, vivarachos é in- 
(JUietos: ¡cómo se divierten los pillos en ridiculi- 
aar las cabezas femeninas con moños y las caras 
con menjurjes! ¡Cómo juegan con hombres y mu- 
jeres vistiéndolos de mil maneras estrambóticas! 
4 Con qué destreza crean vanidades monstruosas 
para levantar injustas rivalidades! ¡Con qué infa- 
me sabiduría tejen intrigas, enardecen los ánimos 
y arman lenguas y manos para las luchas domés- 
ticas y populares! Al incremento de la embria- 
guez, la impureza del instinto disfrazado de amor, 
la gula bautizada con el nombre decente de gas- 
tronomía y todos los demás vicios radicados, por 
decirlo así, en el hombre- materia, se dedican los 
demonios gordiflones, caricolorados y de ángulo 
facial cerrado como el de un mulo. El avaro, el 
codicioso, el de las entrañas roídas por la envidia. 



48 J. L. MBRA 

tienen por maestros diablos secos, largos, encor- 
vados, y de faz cetrina y ojos hundidos y temero- 
sos. Los diablos de más talento y más actividad, 
sagaces y husmeadores de lo presente y lo porve- 
nir, se dan ardientemente á la política, y los que 
al talento y sagacidad añaden la calma y la cir- 
cunspección, cultivan la ñlosoña y otras ciencias, 
y llepan el mundo de teorías que ni ellos mismos 
comprenden y de sistemas absurdos, que hacen 
pasar como maravillas del ingenio humano. Todos 
esos agentes <lel czar del averno, una vez termi- 
nados sus cursos en multitud de colegios y uni- 
versidades parecidas á las de los hombres, y obte- 
nidos los diplomas necesarios, salen por pelotones 
(y esto es de todos los días) y se desparraman por 
el mundo, y... el mundo progresa que es un por- 
tento. Si fueran visibles á tus ojos, ¡cómo te pas- 
marías de su infatigable diligencia, de su nunca 
amortiguado celo, de su destreza y sabiduría, cada 
uno en su ramo! Hállaseles en todas partes: en 
talleres y oficinas, en laboratorios y almacenes, en 
el tocador de las damas, metidos en los frascos y 
cajitas de perfumes y cosméticos; en el gabinete 
del literato, especialmente en el del novelador y 
el del poeta, dictándoles ora sentimentalismo em- 
palagoso, ora nauseabundo realismo; en el del 
filósofo, enseñándole materialismo ó ateísmo; en 
el del teólogo, tentándole á sacar de las Escritu- 
ras y las leyes de la Iglesia deducciones contrarias 



BL ALMA DEL DOCTOR MOSCORROFIO 49 

á la misma teología. Dase con ellos en los minis- 
terios; hablan al oído de presidentes y de reyes; 
aquí encienden la ambición, allá fortalecen el des- 
potismo, acullá desenicadenan la anarquía; en 
unas partes son monárquicos, en otras demócra- 
tas; ya se muestran liberales, ya conservadores. 
No faltan en los tribunales de justicia, para que 
las leyes sean bien comprendidas y ejecutadas; es 
frecuente verlos trasladándose á ellos caballeros 
en las cervices de procuradores y escribanos. 
Abundan en los laboratorios de química y en las 
grandes fábricas de armas, confeccionando mate- 
rias explosivas y fundiendo cañones, conque los 
pueblos puedan regenerarse y llegar á la cúspide 
de la dicha y la g^loria. Ellos presiden las socieda- 
des secretas, de las que son fundadores, y aguzan 
el puñal de la salud y preparan el veneno de la 
salvación. Ellos son dueños de la mayor parte de 
las imprentas del mundo, y dan á luz con profu- 
sión asombrosa diarios, folletos y libros. Ellos son 
con harta frecuencia los directores de las eleccio- 
nes populares, y frecuentemente, por lo mismo» 
los dueños de las mayorías en Concejos y Legis- 
laturas; de ahí la oposición tenaz á que se haga á 
los hijos del campo, sobre todo á los indios, el 
grave daño de sacarlos de la ignorancia y salva- 
jismo, y á los jornaleros el no menos terrible mal 
de arrancarlos de las manos de los infames que 
especulan con sus fatigas y su sangre. Ellos, en 

4 



50 



fin, saben cumplir su deber, superando en esta 
virtud á más de la mitad del género humano, y 
son patriotas como no hay cuatro en el haz de la 
tierra, pues tan vivo interés tienen en el adelan- 
tamiento y gloria de su reino. El ex-arcángel» 
que no contento con los dominios que le conquistó 
su soberbia, ha hecho de la tierra su colonia, está 
satisfecho de sus agentes en ella. 

Moscorrofio miró de nuevo su reloj y exclamó: 

— ¡Caramba! cómo vuela el tiempo. Ya no ten- 
go sino un breve minuto, y para no malograrlo 
voy á referirte en dos palabras una cosa que pue^ 
de interesarte, por ser de actualidad. 

— Échala pronto que soy todo orejas. 

— Has de saber que la política del Ecuador 
preocupa mucho á mi augusto amo: ya le parece 
que tarda demasiado la total conquista de esta 
República, y no está satisfecho del éxito de los 
montoneros de la costa, dice que el Congreso 
mismo, no obstante el fruto que sacó de él, hizo 
cosas que no le han agradado, y ahora pone sus 
esperanzas en las próximas elecciones populares; 
y para que trabajen en ellas organiza y disciplina 
un numeroso cuerpo de los diablos más duchos 
en intrigas, sobornos, fraudes, tontos celos, pueri- 
les quisquillas y cuanto más se necesita para un 
espléndido triunfo 

— Señor, son las once y más; el chocolate se en- 
fría en la mesa. 



- BL ALMA DBL DOCTOR MOSCORROPIO 5X 

Era la voz de mi paje. Di un salto al despertar* 
me y me puse de pies. L¿t hora ó sea el último 
minuto del Dr. Moscorrofio había sido marcado 
por la voluntad del cholo que vino á llamarme, 
ó más bien por la olorosa jicara que humeaba en 
la mesa. 

Durante la cena repasé mentalmente todo cuan- 
to había visto y oído en tan peregrino sueño, 
para no olvidarlo, y luego recé un Pater noster 
por el alma del famoso médico, pues no creo que 
esté en el infierno: eso de verlo condenado fué 
sólo pesadilla, y ¡quién peca como una vieja cre- 
yendo en tales fantasmas! Tú, lector mío, tam- 
poco creas en nada de lo que acabas de ver; mira 
que todo es sueño y nada más. El mundo con su 
política, ciencias y artes, costumbres y cultura, 
etcétera, etc., va muy bien, muy bien ¡admira- 
blemente! 



UNA BOTELLi DE CHAMPAGNE 



y., es un pueblo importante; y vaya si no lo 
ha de ser cuando cuenta entre sus vecinos 
persona de tanta valía y respeto como doña Cha- 
nita Paredes, viuda de don Nicasío Verdete. 

Acércase la señora mía á la edad de Santa Isa- 
bel; pero no padece las amarguras de la biena- 
venturada madre del Bautista, pues el Cielo le ha 
dado un par de hijos que son su encanto. (Aquí 
tomo el todo por la parte, por ser permitido y 
usado, pues el encanto es sólo Venturita). A pe- 
sar de hallarse la fe de bautismo en el libro pa- 
rroquial correspondiente al año 28, y á pesar de 
la viudez y de unos cuantos trabajillos de esos 
que no matan, pero que envejecen y hacen derra- 
mar lágrimas, doña Chanita conserva muy buenos 
restos de hermosura: ojos grandes, limpios y viva- 
rachos, boca llena de gracia y amable sonrisa (cuan- 
. do no deja ver los dientes desportillados y ama- 



54 J* I** MBRA 

rillos), tez con pocas arrugas y sin pecas, y un 
meneo al andar que es cosa rica. Pero sobre todo 
su bondad... ¡Qué bondad la de doña Chanita! A 
todos trata con cariño, á nadie ofende, sirve á 
todo el mundo. ¡Ah! si el tesoro del corazón es- 
tuviese acompañado del de la cabeza! Pero... en 
fin, naturaleza se descuida á veces en materia de 
estas armonías, y la viuda de Verdete es... muy 
sencilla... muy sencilla y... no digo más. 

Hagamos por ahora como que no vemos á Ni- 
casito, que ya ha ejercido cinco veces los dere- 
chos de ciudadano en las mesas electorales y ven- 
gamos á su hermana Ven turita. ¡Linda muchacha, 
por vida de cuatro! Y con esta exclamación de 
entusiasmo sincero queda hecho su retrato: ¿qué 
he de agregar después de llamarla linda, y de ju- 
rar que lo es? Si quieres más datos, lector, píde- 
los á los vecinos viejos del pueblo, y todos á una 
te dirán: — Es el perfecto retrato de doña Chanita 
ahora cuarenta años. En lo del caletre, yo no sé 
sino... Pero te lo digo como mis pecados al con- 
fesor: ¡cuidado con el sigilo! Yo no sé sino que 
Venturita tiene sobre la mamá sólo una pizca de 
superioridad: así, así, vivarachita, cosa de no abu- 
rrir á quien conversa veinte minutos con ella. En 
lo bondadosa, eso sí, tas á tas con la viejecita. 

Ahora venga el primogénito... |Ah cascaras! 
me veo en una trinca de Judas: si digo lo que es, 
peco; si digo lo contrario, ídem; si no digo nada. 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 55 

¿cómo le conocen mis lectores? En este caso apu- 
rado me decido por lo primero: vale más pecar 
con provecho. Nicasito es, pues, un mozo con 
más cabeza que cuello, con más espaldas que bra- 
zos, con más panza que piernas; con nariz roma 
como la de un gato, ojos de puerco, y una boca 
que, tendida la mano bien abierta sobre ella, las 
yemas del pulgar y del índice apenas llegan á las 
extremidades. En cuanto á lo intelectual ó lo mo- 
ral, no parece más tonto, porque hay algunos bí- 
pedos que junto á él parecen borricos; y no es 
bueno, porque sus instintos le arrastran á ser 
malo; y no es malo, porque la pereza le impide 
hacer maldades, y además, ni para esto tiene ta- 
lento. 



Ya conoce el lector la familia que dejó en el 
mundo, (si mundo puede llamarse el pueblo de 
P...) el finado don Nicasio Verdete. La dejó, eso 
sí, con regulares bienes de fortuna, entre ellos la 
casa del pueblo. Edificio de teja en forma de nú- 
mero 7, con un lado á la calle, la puerta de ésta 
frente á frente á la cocina, cuartos de gusto reñi- 
do con la simetría y unas ventanas cuadradas y 
chicas, entre las cuales hay dos que parece se han 
subido á secretear con las tejas del alero, una ais- 
lada coino ojo de Cíclope y que da luz á un salon- 
cito, y dos en cuyas solientes rejas pudiera gol- 



pearse la crisma un lilipudo. Puertas y ventanas 
llevan marcos pintados de verde y amarillo, y al 
centro de cada compartimento una rosa encendi- 
da del tamaño de la cabeza de Nicasito. Amén del 
patio que es grande como una plaza, hay corral, 
pesebrera, gallinero, y tras éste un extenso alfalfar. 
Mire usted si la casa de los Verdetes no será el pala- 
cio de P... Ysi á las buenas prendas de doña Chani- 
ta y su hija se agrega el recuerdo de lo que fué don 
Nicasio, hombre honradotey bueno, gordo y colo- 
rado, de pantalonies y chaquetón de pana azul, 
cuatro veces juez civil, otras tantas presidente de 
las Juntas electorales, y cuya diestra ajustaron 
amigablemente dos veces el general Flores y uña 
Rocafuerte, y en cuyogenieroso alazán cabalgó tres 
ocasiones el general Urbina; si estos faustos suce- 
sos se agregan, repito, á lo que valen la viuda y 
la hija se comprenderá fácilmente la razón que 
hay para que todo el mundo quiera y respete así 
la memoria del difunto como á Venturita y doña 
Chanita; y esto á pesar de Nicasito... ¡Ay! cuan 
cierto es que no hay apostolado sin Judas! Pero, 
me dirás lector, los apóstoles fueron doce y entre 
ellos uno solo malo, en tanto que en la familia 
Verdete en tres personas hay un Nicasio. Cierto, 
amigo observador; pero en más de mil ochocien- 
tos años, ¿no es muy natural que el mundo haya 
progresado y multiplicádose los Iscariotes? Si 
bien es verdad que no cabe hacer parangón com- 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 57 

pleto entre el apóstol perverso y el nada simpá- 
tico heredero de Verdete: en los Evangelios no 
consta que el murmurador de la Magdalena y hé- 
roe de Getzemaní, hubiese sido feo y un tonto de 
capirote. 

En el corral hay muchas gallinas y un guapo 
gallo, y entre esta larga y lucida familia de pico 
y pluma un desdichado eunuco, solterón forzado, 
menos malo que otros solterones, ó más bien nada 
malo, puesto que siquiera sea involuntariamente 
no hace daño ninguno... Algo desdeñoso ó corri- 
do, siempre triste, con las luengas plumas caídas, 
la bandera de la cola por tierra, pálido y con los 
ojos semidormidos que envidiaría una dama ro- 
mántica, anda el pobrete á esconder su misantro- 
pía ora por los rincones del corral, ora por la pe- 
sebrera, ora entre las matas de alfalfa. Si yo estu- 
viera de humor para comparaciones politiqueras, 
diría que el cuasi-gallo tiene la* catadura de jefe 
de partido derrotado en elecciones, y que las ga- 
llinas cacareadoras que le picotean y desprecian 
son los sufragantes victoriosos. 

Pero el capón está gordo, y no sabe que se le 
ha condenado á muerte cual si le hubiesen toma- 
do con las armas en la mano en una trifulca de- 
magógica, de las usadas por el patriotismo ame- 
ricano. No hay remedio, |al asador ó á la olla con 
él!... El cuchillo que ha de degollarle y el agua 
hirviente que ha de desplumarle están listos, y la 



58 J. L. MERA 

mama Gaspara, india vieja que lleva en la casa el 
título de cocinera con harto agravio de la verdad, 
corre ya tras él... El perseguido, con el pico y las 
alas abiertas, jadeante, renqueando, sale al alfal* 
far y busca amparo en la enmarañada espesura, 
torna al corral, se mete por entre las patas de los 
caballos, penetra en la cocina, pasa por entre 
ollas y cazuelas, no sin hacer cuatro de alguna de 
ellas; y. al fin cae en manos de la vieja. ¡Qué sus* 
to! ¡qué angustias las del infeliz! ¡qué gritos! 
¡aaay! ¡aaay! ¡aaay! La bárbara victimarla le ha 
pisado entre el buche y el pescuezo, tírale con la 
siniestra la cabeza, y con la diestra armada del 
cuchillo de bronco filo, ras ras ras ras, en cuatro 
pasadas se la corta. Aletea el capón, se estreme- 
ce; se estira y... dentro de algunas horas será bo- 
cado exquisito. 

Es el caso que 

«Esta noche es Noche-buena»; 
y bonísima ha de ser, valga la verdad, hasta para 
el susodicho pajaróte descabalado en vida para 
que sea cabal su sabrosura después de muerto; 
pues al fin ya está libre del menosprecio de las 
gallinas, de la hostilidad de los gallos y de tantas 
otras penalidades de la vida; y al fin también no 
es pelo de rana eso de recibir elogios que nada 
sirven á un muerto, como se estila entre raciona- 
les, pero que al cabo son elogios. 

Sí, lector mío, ya lo sabes, y lo sabrías aunque 



UNA BOTSLI.A DB CHAMPAGNE 59 

no te lo advirtiera el calendario, que esta noche 
es la del gran misterio del pesebre de Belén; pero 
ni el calendario lo dice ni tú adivinas una cosa: 
que doña Chanita ha convidado á unos pocos ami- 
gos y amigas á cenar en su casa después de la 
misa de gallo. No pienses que .será comilitona, 
nada de eso: el capón bien guisado, papas con 
chaqueta^ ají frito con cebollas verdes, y tal cual 
otro adminículo sólido y líquido, y nada más. Ha 
de cenarse después de la misa, como queda dicho, 
porque el principal convidado es el señor cura y, 
claro está, tiene que gorgorearla; y si no concu- 
rriese el señor cura, á fe que el capón no sería ca- 
pón, ni las papas, papas, ni el ají, ají, ni el con- 
tento de doña Chanita y su hija pasaría de un in- 
sípido prólogo de la fiesta, ó más bien epílogo de 
la Noche-buena. 

El cura de. la parroquia de P... es un excelente 
sacerdote, virtuoso y consagrado á su ministerio; 
y aunque de edición anterior á la reforma, de 
pasta de pergamino, letra un tanto borrosa, y tal 
cual errata, defectillos de los cuales, por cierto, 
no es del todo responsable, porque así le editaron, 
es de sana doctrina, fácil comprensión y otras 
prendas que le hacen muy estimable. Ha sido lar- 
gos años párroco de P..., y él casó á don Nicasio 
con doña Chanita, y él bautizó á sus doce hijos, 
hizo los laudates de los diez, enterró al padre, y 
es seguro que ha de dar la bendición nupcial á 



L. MERA 



Venturita y á Nicasíto; y quizás quizás eche tam- 
bién el polvo del olvido sobre doña Chanita. El 
señor cura tiene todavía vida para dar y prestar 
á todos sus feligreses, y buen humor para quitar 
más de cuatro pesadumbres en una hora, y fuer- 
zas para dar todos los días á pie su paseo á la re- 
donda del pueblo. 



No es mi intento describir la Noche-buena de 
P... Sepa el lector que es como todas las Noche- 
buenas mil veces njirradas en España y América: 
Noche-buena chapetona, como las del tiempo del 
rey, con sus tamboriles y pitos, sus gallos y huiro- 
churos de carrizo, encanto de los desarrapados y 
bulliciosos granujas, su escabeche y buñuelos, y 
borracheras, y cantos desaforados, y guitarras des- 
acordes, y cachetinas, y blasfemias, y etc., etc. 
Dejo, pues, todas estas cosas en el tintero y, aun- 
que no soy convidado, sin tas tas á la puerta ni 
otra previa notificación, me cuelo como un Diable 
boiteux aunque sea por las ventanas á la morada 
de doña Chanita. 

Ya he dicho que en esta casa hay un saloncito; 
ahora añado que desde el principio de la novena 
del Niño Jesús hay en el saloncito un altar con 
la bendita efigie del recién nacido Salvador, la 
Virgen y San José, ambos humildemente postra • 



UNA BOTBLLA DB CHAMPAGNE 6x 

dos á uno y otro lado de su divino hijo, calados 
hasta las cejas sendos sombreros de Jipijapa con 
fiador de cintas verdes. Junto á San José el toro 
ó buey, pues la historia no lo determina; junto á 
Mada la muía- que se come la paja del lecho del 
Niño; en el alar del pesebre unas cuantas cami- 
sitas bordadas, pañales de bayetilla, y fajas, ten* 
didas como para secarlas al sol; á la derecha los 
Reyes Magos á caballo, descendiendo como quien 
dice por nuestra bajada de Angas, á la izquierda 
un grupo de pastores, vestidos con más lujo que 
los Reyes*; y en las gradas inferiores del altar, 
ramos de ñores de oropel, palmatorias de latón, 
pebeteros de cañutos de carrizo, juguetes de toda 
clase y tamaño, y retratos de Pío IX y de Gari- 
baldi, y un Napoleón de yeso más panzudo que 
Sancho, y un Víctor Manuel con xmos mostachos 
ccnno vigas, y espejos en que se ve uno caricatu- 
rado, y etc., etc. Cómo puede presumirse, doña 
Chanita y Venturita entienden tanto de estética 
onno yo de la lengua que habló Adán. 

Las estearinas de á diez por libra, colocadas en 
hileras en las gradas del altar, arden todas y con 
su luz alegran el aposento. En la mitad del espa- 
cio sobrante de éste se ha colocado una mesa de 
metro por lado; sobre la mesa brilla un mantel 
como el ampo de la nieve; al centro hay un gran 
vaso con rosas y azucenas y á los lados de éste 
dos candeleros con estearinas algo más gruesas 



62 J. L..MBRA 

que las del akar. ¡Toma! y se dirá que no hay lujo 
y que no ha penetrado la cultura en nuestras al- 
deas! Miren que doña Chanita es todo una per- 
sona, y su hija, ¡ni se diga! En tomo de la mesa 
hay ocho sillas de madera pintada de rojo con 
anilina, y todas con asiento de cuero crudo. La 
que tiene de añadidura un cojinete de percalina, 
es la destinada al señor cura. 

Pero ya vienen los convidados que han de hon- 
rar la mesa de doña Chanita: don Bartolo y don 
Antolín, el compadre don Mariano y su esposa la 
comadre doña Manuela... 

Se me olvidaba decir que los anfitriones feme- 
ninos están de tone. La viuda lleva su mejor bríal 
de zaraza y una macana finísima de Cotacache, 
dos guapas trenzas^ y bajo de ellas una cinta car- 
mesí que sube y junta sus cabos en gracioso lazo 
en la mitad de la cabeza. Venturita tiene traje 
de muselina blanca con vuelos y encajes, y cru» 
zado por la nuca un pañuelo de seda azul, cuyas 
esquinas agarra entre pecho y pecho un bonito 
prendedor de eso que los joyeros ambulantes di- 
cen que es oro; el tocado es semejante al de la 
mamá, con la añadidura de un par de fusias cla- 
vadas bajo el cintillo y que le caen junto á la 
oreja. [Vamos! no hay duda que la moza está para 
tentar á más de cuatro mozos; y esto sin embar- 
go de que ni por la ausencia del hiperbólico moño 
ni por la falta absoluta del promontorio/«/'se ha 



UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 63 

puesto á ia altura de la civilización moderna. En 
fin, disimulemos: es aldeana. 

Remediado el olvido, vamos adelante. 

—¿y el señor cura? pregunta Venturita á don 
Bartolo después de los saludos de estilo. 
r —No tarda en estar aquí, contesta el vecino: y 
añade con malicia: Si supieras la compañía con 
que viene taita curita... 

—Vendrá con Nicasito. 

— ¿Con Nicasito no más? Y con... ¿á que no 
adivinas con quién otro? 

— Yo qué sé. 

— Pues sabe que viene con Tiberio. 

— ¿De veras? ¡Ay no sé! dice Venturita entre 
sorprendida y contenta. 

— ¿De veras? añade la mamá con más disgusto 
que sorpresa; ¿con ese joven que el otro día no 
más se llamaba Tiburcio? 

— Chanzas de don Bartolo. ¡Ay no sé! 
_ — ^No, Venturita... 

— Pero, interrumpe la viuda, si don Tiburcio 
no tiene amistad con nosotras. 

— ^Así será; pero es amigo de Nicasito. 

—Si no le hemos convidado. 

—Le habrá convidado su amigo. 

— ¡ Ay, señor! lo ha de haber hecho: ¡si mi hijo 
es un poco inocentel ¿Qué te parece, Venturita? 
convidar al Torbellino sin decirnos ni una palabra. 

— Cuidado, mamita, con que salga usted con 



Q4 J* I»« MERA 

decir Torbellino delante de don Tiberio: ese es 
mal nombre que le han puesto por burla; y ya 
que viene á nuestra casa es preciso tratarle bien. 

— Y yo creo, agrega don Bartolo, que trae 
ánimo de divertirse. 

— ¿De veras? 

— De veritas, hija Ventura: ¡vaya! pues no le 
he visto que pidió al señor cura que le aguardara, 
mientras él entraba á la tienda de licores de la 
comadre Marica; y ya verán ustedes lo que trae. 

— ¡Ay no sé! don Bartolo; chanzas de usted. 

— Y dale con que son chanzas: aguarda y verás. 

A Venturita le bailaban las pascuas en toda el 
alma, según lo revelaban los ojos, negros que 
echaban chispazos y la boca llena de sonrisa 
^icantadora. En doña Chanita luchaban la bondad 
y el enfado, y se mordía los labdos y rascaba la 
mollera. 

Mientras vienen el cura, Nicasito y Tiberio, 
diremos brevemente al lector quién es este 
personaje. 

Tiene la frente erguida, aunque estrecha y 
velluda como la de un mico; los ojos, de traza de 
botones de azabache en ojales viejos, se mueven 
como los de un novillo acosado, y parecen decir 
á todo el mundo: ¡te devoramos! Los labios 
semejan un bofe partido, y son hervidero de 
palabras; debajo de las orejas, enhiestas más de 
lo tolerable, cuelgan las patillas como alas abiertas 



UNA BOTELLA DB CHAMI^AGNB 6% 

de gallinazo; la nariz, que por lo afilada goza lod 
honores de chafarote, es cuesta por un lado y 
despeñadero por otro; del tronco enjuto y huesudo 
descienden dos varejones, que son los brazos, 
enfundados en las amplias mangas de un redingote 
color de mono; las piernas son en lo delgado y 
torcido tocayas de los brazos; pero como las 
lleva perfectamente "forradas en los estrechos 
pantalones, lucen más su peregrina figura; en 
los pies hizo naturaleza una trocatinta lamentable: 
¡la maestra se echó cuatros! los fabricó para un 
Goliat y se los pegó á los tobillos de un hombrecito 
de vara y media de alzada; mas, eso sí, las pataza$ 
calzan botín de hule con botonadura de gruesas 
chaquiras á los costados. En los primeros tiempos 
de la transformación del diagra en dandy^ esos 
malaventurados pisones se quejaron amargamente 
contra la prisión en que se los encajara, — prisión, 
fuera de la humilde alpargata, desusada por 
completo por nuestra gente que anda camino de 
Bodegas con su látigo de á braza á la mano y su 
«¡Arre, muía gedionda/y> en la boca. 

El moderno Tiberio es hijo de don Chombo 
Perraza, quien se empeñó en sacarle de su humilde 
condición y, como es pudiente, pues cuenta con 
extensos terrenos de pan llevar, muchas vacas y 
una famosa mulada para el porteo de fardos de 
Babahoyo á la capital, le envió á ésta para que le 
doctorasen en leyes. El mocito, aunque á decir 

5 



66 J. L. MERA 

verdad no inventó la pólvora, era reputado por 
bastante experto. — El chagiito promete^ solían 
decir algunos de sus condiscípulos; pero uno de 
los catedráticos contestó más de una vez: — Sí, 
promete que dentro de poco será un pillastre de 
los peores. (Dios nos libre de un aldeano Chaupi- 
culto! y Dios libre, sobre todo, á su pobre aldeal 
Esta gente es la plaga más odiosa de los pueblos 
cortos é incipientes. Allí, hágase abogado ó 
quédese tinterillo^ gradúese de médico ó no pase 
de empírico, si no tiene talento, si no hace 
seriamente sus estudios, si no precave su alma 
y su corazón contra las malas ideas y los vicios 
de la corte, todo lo cual sucede muy rara vez; 
después de haber vivido algunos años lejos de 
sus padres y derrochando los bienes de la familia 
en completa libertad, llega á ser la corruptora de 
las costumbres de su pueblo, la mete-cizaña, la 
saqueadora, la mata-sanos. 

¡Cáspital ¡qué duro cascó el señor catedrático 
á esa gentuza metida á grande! Yo digo que no 
deben dé faltar excepciones, y que entre la 
gentualla puede haber quien se eleve á gentezota. 
¿Las muestras para probarlo?... Que.las presenten 
otros; yo quiero seguir entendiéndome con mi 
ex-Tiburcio. Aunque jamás aprendió jota de lo que 
le convenía saber para conquistar gallardamente 
los grados, sí penetró que podía llegar á ser hom- 
bre de pro y ocupar altos puestos en la Repú- 



* UNA BOTBLLA DB CHAMPAGNB 67 

blica. ¿Y por qué no? ¿No basta ser ciudadano 
en ejercicio para tener opción á elegir y ser 
elegido? Felizmente para él y para todos los 
Tiburcios ecuatorianos y no ecuatorianos, en el 
sistema democrático no se necesita selección, 
sino elección, y bien puede el gato ser elegido 
presidente de los ratones. 

Ex-Tiburcio le he llamado. Pues, señor, este 
nombra de pila que le puso el capa negra de su 
aldea, sin tomarle consentimiento, y el patroní- 
mico Perraza, le parecieron abominables y 
opuestos á sus aspiraciones sociales y políticas. 
|Abajo, pues, entrambos de un solo porrazo, y 
vengan un nombre histórico y un apelative 
aristocrático! Tiberio Peralta, ¡Magníficol Cuando 
ocurrió este cambio, que le pareció muy necesario, 
ya tenía su círculo de amigos. El chico no era 
escaso de pesetas, y las pesetas atraen las varillas 
de San Cipriano, aunque aquéllas huelan á suda- 
dero cómo las de Tiburcio. Esos amigos le inicia- 
ron en la vida de las serenatas y las parrandas^ 
y luego con ellos asistía con más asiduidad á 
los cafés, tabernas y garitos, que á las aulas; en 
esos centros del adelantamiento del siglo encon- 
tró maestros que^ le dieron sabias lecciones de 
política á la derniére, de ideas avanzadas hasta 
rayar en el más encumbrado radicalismo, de ha- 
cer conquistas amorosas á lo Tiberio ó á lo don 
Juan Tenorio, de vaciar botellas , etc . Llegó á 



68 J. L. MBRA 

tanto su ilustración, que hasta redactó artículos 
de periódicos. ¿Lo dudas, lector? Yo te pudiera 
enseñar más de cuatro que te has engullido bue- 
namente, y te señalaría los respetables órganos 
de la prensa que se han honrado con ellos. 

Trabajo costó á los padres de Tiburcio el ave- 
nirse con el, para ellos, muy extraño nombre del 
forzador de Lucrecia; así es que, con sumo des- 
agrado del hijo le tihurciahan á menudo. Pero no 
quedó en esto: Tiberio, por su natural arrebatado, 
que con la vida que llevaba entre los tunos de la 
capital, pasó á insolente y agresivo, fué bautizado 
por sus propios compinches con el apodo de El 
Torbellino, ¡Soberbio apodo! Para esto de echar 
yapa al nombre los quiteños son tan duchos, que 
á veces el de pila y el patronímico caen en olvido, 
y triunfa el sobrepuesto, y con él se va el prójimo 
á la eternidad, donde acaso sigue todavía. 



Pero ya vienen... Ya stf oyen en el zaguán el 
ruido de los tacones y la voz de guitarra destem- 
plada de Tiberio. Venturita humedece con saliva 
las puntas de los dedos índice y cordial y se atusa 
el pelo de la frente, arregla en seguida las faldas 
de muselina y se acomoda muy tiesa en su silleta; 
don Bartolo tira al suelo el cabo de ^\x papelillo y 
le pisa para apagarlo; don Antolín le imita y baja 
la pierna que tenía montada sobre la otra; don 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE 



Mariano se rasca la cabeza y murmura acercando 
la boca á la oreja de su mujer:— Hija, si yo olía lo 
que va á suceder, ni á palos me venía. —¡Calle, 
don Mariano! contesta ella: ahora verá lo que 
hace el Torbellino! Doña Ghanita salta de su 
asiento, se asoma á la puerta y grita: — |Mamá 
Gaspara, ya es hora! 

Llegaron. El cura y Tiberio vienen delante, y 
detrás Nicasito. El cura quiere presentar al nuevo 
amigo; pero éste no le da tiempo, y hétele ya» 
sombrero en mano y arqueado el cuerpo, ante 
doña Chanita que ha vuelto á su silleta, y cuya 
diestra ajusta y sacude al compás de las frases, 
dichas con la rapidez del agua de un molino: — Mi 
sea Chanita, á los pies de usted, beso la mano de 
usted, para servir á usted.— Vuélvese con la pres- 
teza de un toro agarrochado en la anca, hacia 
Venturita; la genuflexión es más exagerada; ha 
echado atrás la mano de que cuelga el sombrero 
asido por la falda; el tono de la voz es más meli- 
fluo: — Seorita, tantísimo gusto de ver á usted, 
beso á usted los pies, servidor de usted ; sí, seorita, 
que usted me ocupe, que me ocupe, que me ocu- 
pe. — Y los sacudones de la mano son tan amable- 
mente recios, que la joven abre ya la boca para 
echar un ¡ayl ó quizás una palabrota al atento y 
cariñoso Tiberio. Pero éste no le da tiempo, pues 
se vuelve á los demás concurrentes con la pres- 
teza que ya sabemos, para continuar el saludo:— 



70 J. L. MBKA 

Mi sea Manuela, servidor de usted; seor don Ma- 
riano, servidor de usted; seor don Antolín, ser- 
vidor de usted; seor don Bartolo, servidor de us- 
ted. Y todavía da vueltas en busca de otras per- 
sonas á quienes saludar; mas no hallándolas, hace 
la venia al altar, á la mesa y las silletas, y luego 
continúa: 

— ¡Vaya! ¡vaya! mi sea Chanita, seoritas, caba- 
lleros, ¡qué reunión tan amable! Esto es espíen» 
dido. Seor párroco, gracias mil; mi predilecto 
amigo Nicasito, gracias, gracias por haberme 
traído. 

El cura no quedó contento del motivo de las 
gracias del Torbellino, y se apresuró á decir:— 
Yo fui convidado por la bondadosa doña Chanita, 
y se lo agradezco; en cuanto á usted, don Tiberio, 
agradezca sólo á Nicasito. 

Entre tanto todos se soplaban las manos y se 
las frotaban por ver de arreglar los huesos que el 
estrujón y sacudida amabilísimos dejaron en mal 
estado. 

— ¡Qué animal! decía don Bartolo á media voz. 

— De veras que es un bruto, añadía don Anto- 
lín, pues mire que me ha descoyuntado el dedo 
chiquito^ 

— ^Y á mí toditita la mano. 

—Y á mí también. 

— ¡Pedazo de!... 

Tiberio no oye estas quejas, porque, tolondrón 



UNA BOTBLLA DK CHAMPAGNB 7I 

como de costumbre, se había acercado á la mesa 
y golpeádose contra ella al asentar unas botellas. 

— Seora, dice á doña Chanita, usted perdone; 
pero no me pareció justo ni decente que un Pe- 
ralba viniese á su acatamiento con las manos va- 
cías: este es agasajo de amigo: anisete, champag- 
ne, cerveza. 

— ¿Por qué se pensiona usted, don Tiberito? 

— ¡Vaya! si ésta es una miseria. Poquito dé 
champagne, poquito de... 

— Con licencia, niño, le interrumpe Ik vieja 
cocinera que en ese momento asoma con una 
gran cazuela humeante y olorosa, contra la cual 
da un codazo el movedizo del estudiante, ponién- 
dola en peligro de malograrse. Enfurruñase un 
poco el mozo, pues se le pringó la manga; pero 
eso de ser llamado niño le sonó como una sinfonía 
y lo desarmó. 

La cazuela contiene el reverendo capón tendi- 
do de barriga y embadurnado de salsa colorada 
y provocativa. En su torno y arrimados de pechos 
al borde de la cazuela, hacen la guardia al ex-ga- 
llo seis cuyes tostados á fuego lento y que destilan 
grasa; cada cuy trae entre los dientes un ají rubi- 
cundo como una candela; en los resquicios de 
cuadrúpedo á cuadrúpedo, hay rebanadas de hue- 
vo duro; y todo el conjunto arroja un olorcillo 
capaz de poner en rebelión las tripas de un santo. 

La viuda de Verdete asienta la cazuela en la 



72 



mesa y manda á Gaspara: — Las papas, volando. 

— ¡Espléndido! ¡espléndido! dice Tiberio. 

— ¡Cómo se luce la sea Chanita! exclamaron 
todos los demás. 

— iQué lucimiento va á ser esta friolera! con- 
testa ella. Ustedes dispensarán la confianza. 

Vienen las papas, reventada la cascara y echan- 
do vaho, puestas en pirámide, y en otro plato el 
^'í molido revuelto con ramillas de cebolla y ci- 
lantro picado. 

— ¡Espléndido! Esta Noche-buena es mejor que 
todas las Noche-buenas de la capital. 

— Señor Tiberito, se anima á decir tímida- 
mente Venturita, después de un gracioso remilgo 
y de morderse suavemente el labio inferior; señor 
Tiberito, usted peroné: va sin duda á echar de 
menos los buñuelos que se comen en Quito en 
estas noches. 

— Seorita, no diga usted eso: ¿dónde puede 
haber mejores buñuelos que usted, mi sea Chani- 
ta, y esas papas, y esa ave y todo tan bien guisa- 
do? ¡Espléndido! 

— ¡Ay no sé! ¡qué finezas las de usted, don Ti- 
berito! 

—-No son finezas, sino justicias: usted merece 
máS| preciosa seorita. 

—Señor cura, dice la viuda, comadre Manu- 
quita, compadre, todos, acerqúense á la mesa, 
antes que se enfríe la cena.-*-Pero, continúa á 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNB 73 

media voz, un(f, dos, tres... Son nueve y no hay 
sinoocho sillas. Se rasca la oreja, queda un ins- 
tante pensativa, y allá para su coleto murmura: 
}Si estaban cabales! y viene sin haberlo pensado! 
iCosas del inocente de mi hijo! Traérmele al Tor- 
bellino. 

Los convidados no reparan en dicha desigual^ 
dad de números, y van tomando su lugar en tor- 
no de la mesa; pero tan estrechos como si estu- 
viesen en el Convite del Castellano Viejo descrito 
por Larra. 

El Torbellino se quedó sin asiento* iQué apu- 
ros para la buena de doña Chanital Se resuelve al 
fin á quedarse en pie; mas lo observa Nicasito y 
le cede su silleta. ¡Admirable toque de urbani- 
dad del mozo! quizás el primero de su vida. Con 
todo, él no se quedará de poste. Se acuerda que 
las gradas del altar están hechas de cajones, y 
saca uno; pero con tan-poco tino lo" practica, que 
tiembla toda la armazón, desquiciase, y se vienen 
al suelo floreros y palmatorias, juguetes que se 
rompen, y todo con gran estrépito, y por un tris 
no hay un incendio. El altar queda á obscuras y 
es un montón de ruinas. 

— ¡Bruto! grita Venturita, ya hiciste una dia- 
blura. 

— ¡Hijo, qué has hecho! añade doña Chanita: 
acabaste con todo. ¡Ah, Nicasiol ¡ah, Nicasio! 

Este... como si tal cosa. 



74 1* !•• MBKA 

Al fin, pasada la conmoción, disipado el susto 
y calmados los ánimos, y dejadar para mañana la 
reparación del altar, vuelve todo al orden; nías 
no sin que los comensales hayan empeorado de 
situación, porque Nicasio se ha empeñado en en- 
cajar su asiento entre don Bartolo y don Antolín, 
y se ha acomodado en él dando el hombro á la 
mesa, el pecho al un vecino y la espalda al otro. 

Tiberio, que se halla apretado entre el cura y 
doña Chanita, hace un esfuerzo como un ratón 
que se alza de una estrecha rendija, se pone ^n 
pie y dice: — Mi sea Chanita, seor párroco, caba- 
lleros, antes de darle al diente démosle al gazna- 
te: quiero decir que, ante todo, me van á admitir 
ustedes un vaso de cerveza. Y, diciendo y hacien- 
do, saca una gran navaja, abre el tirabuzón que 
lleva en el cabo, y comienza á maniobrar no sin 
bastante trabajo. Zafó con bendición de Dios, y ya 
está la amarga bebida en los vasos, mitad liquido 
y mitad espuma. Toma otra botella. ¡Diantrel 
este corcho sí que está metido ^como pecado 
mortal en el alma de un hombre de mundo. Tira, 
tira y más tira. Salió; pero á costa del señor cura, 
el Torbellino, en el último halón, me le da un 
codazo en las, narices, tan recio que le hace ver 
las llamas del Purgatorio y le arranca lágrimas. 

— Perdón seor párroco, dice el mozo; ha sido 
caso fortuito; ¡perdónl 

—Está usted perdonado, contesta el buen cié- 



UNA BOTELLA DB CHAMPAONB 7^ 

rigo, palpándose la parte maltratada para cercio- 
rarse de que no había desaparecido, y enjugándo- 
se los ojos con el revés de la mano. — No es éste, 
añade, el primer porrazo que me han dado mis 
feligreses, y siempre los he perdonado. 

El estudiante sigue de pies, levanta su vaso 
una tercia encima de la cabeza, prepara la gar- 
ganta con tres tosidas sonoras, y exclama:— 
(Atención! Seores, caballeros, seorita Venturita, 
venerable párroco: tengo la honra, y la dicha y 
la complacencia de brindar con todos; y brindo 
porque brindo por la libertad divina y la santísi- 
ma democracia, que nacieron en la cúspide del 
Gólgota, y por esta deidad llamada Venturita 
Verdete, por quien tengo ardencia en las entra- 
ñas; y brindo por el progreso del siglo, y porque 
la prensa, esta palanca de la civilización, no tenga 
trabas inquisitoriales en la patria de los Espejos 
y los Mejías; y porque la respetable matrona doña 
Chanita Paredes, viuda del ilustre don Nicasio 
Verdete, que en paz descanse, viva muchos años 
y tenga siempre felices Noche-buenas; y porque 
el pensamiento y la conciencia de todo el mundo 
sean libres, y cada año se aumenten los capones 
y las papas de doña Chanita, como mi amor lo 
desea; y porque no haya más oscurantismo y se 
acaben los curas y los frailes; y brindo por el 
señor cura que viva mil años, y porque esta Ve- 
nus llamada, como he dicho, Venturita Verdete 



J6 t J. L. MBRA 

sea... sea... pues, sea la gloria de este pueblo de 
P..., y, en fin, brindo por doña Manuelita, don 
Mariano, don Antolín, don Bartolo, y especialísi- 
mamente por mi singular y querido amigO| el 
inteligente y gallardo joven Nicasio Verdete. 
¡Salud, seoresl ¡viva la libertad! ¡viva Venturita! 
r- He dicho. ¡Espléndido! 

El elocuente orador espera una salva de aplau- 
sos, y se queda patitieso y mohino al ver que 
nadie le echa un bravo, ni un palmoteo, ni un 
par de puñetazos entusiastas en la mesa que ha- 
gan saltar platos y botellas. Con todo, algo re- 
puesto de la sorpresa que le causa tan incivil 
comportamiento, hace chocar su vaso con los de- 
más en señal de fraternidad, y lo apura en cuatro 
sorbos, doblando violentamente la cabeza atrás y 
luciendo una hiperbólica • manzana que sube y 
baja al compás de los tragos. Los demás comen- 
sales apenas han probado la cerveza, excepto el 
señor cura que se ha echado á pechos la mitad 
del vaso, observando que también á Jesucristo le 
hicieron beber hiél y vinagre, probablemente, á 
su juicio, la cerveza judía de ese tiempo, que por 
arte de birlibirloque ha venido á servir de modelo 
en las cervecerías de Pichincha. 

—Pero ¿por qué no beben? pregunta Tiberio. 

— Porque á mí me hace daño. 

— Porque me ha de chumar. 

— Porque... señor, rio tengo costumbre. 



UNA BOTBLI^A DB CBAMPAGNB 77 

— Porque... 

— La cerveza, néctar de los dioses, añade el 
Torbellino, á nadie hace daño y á todos hace 
bien; pero, ya se ve, el progreso moderno no es 
todavía conocido de ustedes. Cuando se beba 
mucha cerveza en este pueblo, digan ustedes que 
han dado un paso en el campo del progreso y 
llámense civilizados á boca llena. 

— Quién va á tomar esa chicha con verbena, 
murmura doña Manuela. 

— ¡Brevaje de todos los Judas! dice don Bartolo. 

—Ciertamente, observa el cura entre tanto, 
los dolores y las amarguras ilustran; otro codazo 
en las narices y un segundo vaso de cerveza, y 
mañana me tienen ustedes Salomón hecho y de- 
recho. 

— ¡Vaya! exclama Tiberio, á nadie exijo que 
beba lo qué no le gusta; pero ya es tiempo que 
honremos el capón. Si me permite mi sea Chani- 
ta, yo me encargo de despedazarlo. 

Pónese á la obra. Ras por aquí, ras por allá: las 
piernas, los alones, las pechugas, todo es dividido, 
y doña Chanita va juntando los fragmentos del 
difunto eunuco con algunas papas y unas cucha- 
radas de ají con cebolla, y distribuyéndolos á los 
comensales. La estrecha mesa, ocupada por el 
gran vaso con rosas y azucenas, los candeleros, las 
botellas, las cazuelas, etc., apenas deja espacio á 
sus márgenes para asentar la mitad de cada plato. 



78 J. L. MBRA 

Doña Manuela, que en tratándose de comodidad 
no se anda con etíqueteriaSy pone el suyo en las 
faldas y en juego el índice y el pulgar, y toda su 
riquísima herramienta molar para dar buena 
cuenta de su ración. 

En menos de cinco minutos quedan en los pla- 
tos sólo huesos mondados y cascaras de papas. 

— ¡Espléndido! exclama Tiberioj pero es preci- 
so ahogar el capón en el estómago con una copi- 
ta de anisete. 

Sírvelo, bébenlo, no hay otro brindis, y con 
esto parece á todos el licor más exquisito. 

— Ahora, añade el novísimo Peralba, entendá- 
monos con estos animalitos, que aquí pueden pa- 
sar muy bien, pero que en una mesa de la capital 
no se los podría tolerar: el cuy^ señores, á pesar 
de las ideas democráticas, no está todavía á la al- 
tura de la civilización del siglo. 

— Señor Tiberito, adviértele doña Chana, al 
cuy no se le mete trinche y cuchillo así no más: 
lo mejor es hacerle pedazos con los dedos. 

— ¡Oh, mi sea! eso es muy j)lebeyo. Ya verá 
usted cómo conmigo no hay vuelva luego, y como 
le doy cuchilladas al animalito. 

— ¡Cuidado, señor Tiberito! 

—No hay cuidado. 

Y el valiente mozo clava el trinchante en el 
lomo del cuy y le da una gentil cuchillada en el 
cogote. 



UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 79 

¡Diantre de cuadrupedillol tiene el pellejo como 
una suela, y resbala con la acometida con tal vio- 
lencia, que obliga á sus compañeros á salirse dis- 
parados de la cazuela en todas direcciones, cual 
si estuviesen vivos y buscaran salvación en la fuga. 
Hay un grito de susto; Tiberio se turba; y, ¡caso 
terrible para él y para Venturital uno de los cuyes 
ha dado de lleno en una de las mejillas de la joven, 
dejándola con un parche de salsa y cayendo en 
seguida en el pulcro regazo. 

— ¡Perdón I seorita^ ¡perdón! se apresura á decir 
el estudiante; ha sido caso fortuito, y la culpa no 
es mía, sino de este maldito animal. 

Venturita se amohina terriblemente y se muer- 
de los labios, estallando luego en un agrio y enér- 
gico — ¡ay no sé! esto es insufrible; corte con cui- 
dado, señor Peralba. 

Doña Chanita se ha puesto más colorada que 
la salsa, que le ha manchado también rostro y 
vestido. 

La risa de todos los demás comensales recorre 
las variadas notas de la gama, y el Torbellino 
pasa de la sorpresa al enfurruñamiento. 

El cura que lo observa teme un ultimátum be- 
licoso de parte de Peralba, y para evitarlo dice en 
tono alegre: — ¡Vaya! no es nada, no es nada. Lo 
sucedido no quiere decir sino que los señores 
cuyes protestan contra el cuchillo de don Tiberio, 
y reclaman los dedos de doña Chanita. 



8p J. L. MBRA 

Recógense los desparramados animalitos; doña 
Chanita los despedaza con una habilidad que 
honraría á un anatomista; distribuyelos, Gómen- 
los, y ya nadie se acuerda de la revolución causa- 
da por el imprudente tajo de Tiberio. 

A éste le ha vuelto el buen humor, aunque con 
una pérdida del veinticinco por ciento, y echa su 
exclamación favorita: ¡Espléndido! ¡espléndidol y 
añade: — Estos cuyes no obstante ser bastante 
plebeyos y opuestos al progreso moderno, podían 
ser servidos en el banquete de los dioses. |0h| 
¡espléndido! Tienen sabor de ambrosía. Pero, qué 
quieren ustedes: así tienen que ser, preparados 
por esas manos divinas de la viuda del señor 
Verdete. 

— Preparados por mama Gaspara, querrá decir, 
observa con cierto desagrado doña Chanita. 

— ¡Ea! añade en tono ceremonioso el estudian- 
te, tan exquisito bocado merece un sello de néc- 
tar: echémosle un poco de champagne. 

— ^Apruebo la moción, contesta el cura; pero, 
añade con cierta malicia, tenga usted cuidado al 
descorchar esa botella, pues el champagne es un 
diantre, y puede... 

— ¿Qué puede, señor? ¿qué hace la chapañaf le 
interrumpe doña Chanita medio asustada y abrien- 
do unos ojazos. 

— ¿Qué hace? Pues nada, señora mía, sino que 
al destapar la limeta sin mucho tino, ¡poml salta 



i UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 8t 

el corcho como uija bala, y aquí fué Troya. 

— ¡Ave María Santísima! Señor Tiberito, mu- 
chas gracias; doy por recibido el obsequio,* pero 
no toque esa limeta. 

-f-No hay cuidado, mi sea Chanita; en esto de 
descorchar botellas de champagne, soy maestro; 
pues para algo habré ido á estudiar en la capital. 

Y comienza á romper los alambres que sujetan 
el corcho, repitiendo: — Este licor es espléndido... 
digno de Júpiter... es... el mismísimo néctar. Uste- 
des lo verán. 

— Don Tiberito, por Dios, insiste la viuda pá- 
lida y temblando, vayase usted afuera á hacer 
esas operaciones. Va á reventar la botella y nos 
mata. ¡Ahora verá usted lo que sucede! 

Venturita no está menos asustada. 

— Sí, ahora ver^fti lo que hace el porfiado de 
don Tiberio. ¿Por qué no se irá á su casa con 
estas cosas? 

— ¡Ohl seorita, usted también con estas vulga- 
ridades. Le juro que no hay cuidado. 

— Sí, no hay cuidado, y va usted á darme otro 
golpe en la cara. 

Hasta don Bartolo y don Antolín temen un 
fracaso, pues el Torbellino ha venido de mala es^ 
palda; don Mariano levanta ya los brazos y se 
cubre con ellos la cara; doña Manuela quiere 
huir, pero se lo impide la apretura en que está, y 
baja k cabeza y la oculta con una esquina del 

6 ' 



82 J. L. MBKA 

mantel. Sólo Nicasito está contento, pues prevée 
algo bueijo, y al sonreírse abre una bocaza como 
la de un saeo de noche. 

¿Qué va á suceder? ¿Va á saltar de esa botella 
el diablo? ¿Va, cuando menos, á estallar una revo- 
lución radical que no dejará títere con cabeza? 
Todo puede ser. Yo sí creo que á veces el diablo 
está en los barriles y botellas^ y no cabe duda que 
muchas revoluciones, entre nosotros, de las bote- 
llas han salido. Razón tienen, pues, los comensa- 
les de doña Chanita de temer un cataclismo. 

El señor cura, maliciosamente sonreído, no 
aparta los ojos de la botella y de las manos que 
operan en su boca, repitiendo de cuando en cuan- 
do: — ¡Eal don Tiberio, ¡cuidado! 

|Pom! (diablol sucedió lo que se temía: saltó el 
corcho, y el champagne, como el material volcá- 
nico del Cotopaxi, se eleva con vertiginosa vio- 
lencia hasta el cielo del aposento, y chocando 
contra él llueve sobre los concurrentes. 

— ¡Jesús me valga! grita doña Chana. ¡Virgen 
Santísima del Quinche! 

— ¡Jesús! ¡qué es esto! ¡Señor de la Portería! 

— ¡Misericordia! 

^[Misericordia! 

— ^Es mejor que salga primero todo el vaho, 
dice Nicasito, y después se bebe lo demás. 

— ¡Animal! exclama Venturita, ¡si ya me em- 
papó con la chapañaf 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE 83 

—Métale el dedo en el gollete, aconseja el 
cura. 

El Torbellino obedece. ¡En mala hora! El efer- 
vescente licor, en vez de continuar lanzándose 
perpendicularmente, sale en chisguetes oblicuos 
y da á las caras de' los convidados, y, lo que es 
mucho peor, alas llamas de las estearinas. El salón 
queda en tinieblas, y con éstas crece el susto y la 
turbación. ¡No hay duda que el demonio anda 
suelto!... 

— ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Venturita! ¡vida mía! sal co- 
rriendo. 

— ^Mamita, sino puedo: no sé quién me agarra. 
¡Y estas silletas!... ¡esta mesa!... Estoy trincada. 

^Santo Dios!... ¡Gaspara! ¡Gaspara! ¡Luz! 

Doña Chanita pugna por desencajarse, y en un 
movimiento circular de su respetable humanidad, 
tira el mantel, y floreros, palmatorias, botellas, 
cazuelas, todo con el estrépito de un terremoto 
se viene á dar contra los comensales. 

En tales aprietos, el Torbellino quiere salir y 
al apartar su silleta derriba la de doña Chanita; 
ésta que en medio del susto va á tomarla al tan- 
teo, pierde el equilibrio y cae de espaldas, excla- 
mando: — ¡Me mataron! ¡Señor cura auxilio! ¡ab- 
solución! 

— ¡Misericordia, mamita! ¿Qué le sucede? 

— ¡Me muero! ¡Ese animal de Tiburcio! ¡Ah, 
mal cristiano! 



84 J* I'* MKRA 

— ¡Ese picaro de Perraza! 

— Al fin es quien es: ¡Perraza! ¡Perraza de 
Judas! 

— ¡Venir con su chapaña! 

— ¡Hacemos esta tiranía! 

— ¡Ahora lo mato! exclama Nicasito; ¡ese burro! 
¡ahora lo como! 

Gaspara asoma al fin con una mecha encendida^ 
y al ver el cuadro de desolación suelta el llanto y 
da alaridos lastimosos. 

El cura ayuda á levantarse á doña Chanita, 
maltrecha y medio derrengada. Ventufita, en vez 
de atender á la mamá, se tira como una leona so- 
bre Nicasito y le descarga uiia lluvia de mogico- 
nes, exclamando: Este tiene la culpa de todo, 
éste. ¡Animal! ¡borrico! ¿quién te metió á convi- 
dar á ese Judas de Tiburcio Perraza Torbellitio? 

El señor cura defiende al tontarrón y trata de 
calmar á su encolerizada hermana. 

¿Y Tiberio? No pudo resistir á la nueva bofe- 
tada de su adversa fortuna, y en medio de la con- 
fusión, de las tinieblas y de la mesa y silletas vol-^ 
cadas, tomó las de Villadiego, como perro con co- 
hete á la cola. 

Nicasito, después de echar algunas verdulerías 
á la hermana en cambio de los puñetazos, jura 
que ha de moler á patadas á Tiberio, aunque sea 
al pie del altar mayor. 

Mama Gaspara, gimiendo todavía, recoge los 



UNA BOTELLA DB CHAMPAGNE 85 

tristes despojos del campo de ruinas: los restos del - 
capón, de los cuyes y de las papas desparramados 
por todo el aposento. 

Venturita hace lo propio con los vasos rotos, 
los candeleros, etc. 

Los convidados se despiden, mostrando á la fa- 
milia Verdete cuánto les pesa todo lo ocurrido. 
Sólo el cura se detiene, y acercando una silleta á 
la mesa alumbrada por el mechero de Gaspara, se 
sienta juoto á doña Chanita y su hija. Nicasio, 
mohino como chiquillo zurrado en la escuela, 
permanece en pie, arrimado de espaldas á la 
puerta y enjugándose ojos y narices con la boca- 
manga del chaquetón. 

El cura apoya el codo en la mesa y la quijada 
y mejilla en la mano abierta, y dice: — Sabrá 
usted, mi querida dofia Chanita, que algo malo 
temía yo cuando me vine con ese tolondrón del 
justamente llamado Torhelüno\ mas, por lo mis- 
mo, y además de haber sido convidado por usted, 
quise estar aquí, esperanzado de que lo respeta-^ 
ble de mi carácter pudiera servir para moderar 
las demasías de ese mozo díscolo. En efecto, no 
tenemos que lamentar cosa mayor: charla insus- 
tancial y necia, algún codazo involuntario, lluvia 
de champagne, trastos rotos, susto, y nada más. 
El tal Perracita (lo sé muy bi«n) había puesto los 
ojos en Venturita, ignoro si con buenas ó malas 
intenciones; quiso amistarse con ustedes y obligó 



86 J. L. MBRA 

al inocente de Nicasito á que le invitara á pasar 
aquí la Noche-buena. El mozo es de los más te- 
mibles. Den ustedes por asentado que no fueran 
malos sus intentos, y que pidiese honradamente 
la mano de Venturita, ¿qué seria de esta infeliz 
casada con ese tuno? ¡Ave María! Miren ustedes, 
Dios ha querido que él mismo se dé á conocer 
esta noche para que, si hubiese propuesta, pudie- 
sen ustedes echarle un no como una pelota. Hija 
Venturita, mira, un Torbellino jamás puede ser 
buen esposo. Por Dios, guárdate de caer en tama- 
ña desgracia. Francamente, has llegado á una 
edad en que las mujeres suelen cegar y aceptar 
cualquier marido: parece que juzgan que en los 
pantalones y las barbas está todo lo bueno que 
necesita una mujer para asegurar su porvenir en 
el matrimonio. ¡Qué locura! Locura á que sin 
duda las trae el demonio, porque en las familias 
que se forman de esos casamientos hace sus cose- 
chas más pingües. ¿No vale mucho más que se 
queden solteronas hasta que las trague la sepul- 
tura? En no casarse no hay mal ninguno, y sí hay 
hasta ridiculez en las mujeres que se dejan llevar 
de un desatentado antojo de matrimonio, y por 
satisfacerlo aceptan, y á veces buscan, que es 
peor, la mano de cualquier pillastre ó cualquier 
bestia, como si fuese la única tabla de salvación 
en el tormentoso mar de este mundo. jPobre 
tontiloca la que así procede! en vez de salvarse, 



UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE 



se hunde en un abismo de miserias y desventu- 
ras. Y es de admirar que todos los días se Vean 
estos enlaces descabellados, cuando todos los días 
también se repiten los ejemplos del infortunio 
que ocasionan. Las mujeres son las que menos 
escarmientan en cabeza ajena, y dale que le das, 
han de ser casamenteras. ¡Caramida! esto á veces 
me da cólera. (Y el señor cura da un puñetazo en 
la mesa). Hija Venturita, piensa un poco en ello, 
y ya verás si no tengo razón que me sobra. 
¡Cuántas víctimas de maridos bribones y vicia- 
dosl ¡cuántas familias desgraciadas y sumidas en 
deshonra á causa de no haberles dado fundamen- 
tos de buen juicio y de virtudes cristianas! ¡cuán- 
tos hijos nacidos de esas necias ó insanas uniones 
que, criados luego sin cuidado ninguno y con 
el ejemplo de padres perversos, llegan á ser, como 
éstos, miembros perniciosos de la sociedad, des- 
honor de los suyos, dañosos á sí propios y futuros 
troncos de otras familias desdichadas! ¡Oh, hija 
mía! los Torbellinos abundan por desgracia y se 
van multiplicando: ya son una plaga. Huye de 
ellos. Si después se te presenta algún otro novio, 
averigua, antes de aceptarlo, si viene de familia 
honrada ó de alguna que tiene por origen un 
Torbellino. En el primer caso, averigua aún si su 
porte corresponde á sus antecedentes, y en siendo 
así, no vaciles: dale la mano; en el segundo, écha- 
le nones sin vacilar. Y para esto no es menester 



88 J. L. MERA 

emplear términos destemplados: sobran los suaves 
y comedidos para ahuyentar á un mal preten- 
diente. Si no te sale al paso un buen marido, 
nada importa: quédate soltera, abrázate fuerte- 
mente de la virtud y la honra y ríe de los char- 
latanes y murmuradores que te motejen por 
haberte quedado para tía ó para vestir imágenes 
de iglesia. Emplearse en esto vale más que pasar 
la vida entre lágríma3 y pesares, lidiando con un 
mal esposo, y roída quizás por un arrepentimien- 
to sin remedio. Conque, mi Venturita, pídele á 
Dios mucho juicio y mucha calma para obrar con 
acierto en lo tocante al matrimonio y evitar tu 
desgracia. 

Doña Chanita y su hija habían escuchado al 
cura en silencio y con suma atención. El viejo 
sacerdote sacó su relej de plata, casi del tamaño 
de una totuma^ abrióle, le vio acercándole á la 
luz del mechero, y dijo:— |Hola! no creí que era 
tan avanzada la hora: las cuatro de la mañana. Es 
preciso dormir siquiera dos horas. 

Y dijo los buenos días, se caló el sombrero 
hasta las cejas, se embozó la capa hasta más arriba 
de las narices, y se largó. 




CITAlfSO DIOS QTIIEEA ME 

POR LA PUERTA HA DE ENTRAR 



^Cf L cuento que voy á referir á los lectores de 
^Sf^ La Revista es del tiempo de la Patria boba] 
pero nadie me quita que se lo aplique á no pocos, 
hermanos míos en Cristo que gozan de los bene- 
ficios de la Patria viva. ¡Cuántos puntos de seme- 
janza hay entre los años corridos de 1809 á 1822, 
y los que vienen deleitándonos, llenos de viveza 
é interés, de 1822 hasta el presente! 

Don Próspero de las Barracas, patriota honrado 
y pudiente, tenía una hija llamada Belisa, moza 
de diecisiete navidades, que así por su lindo rostro 
y talle airoso, á pesar de sus briales acanillados 
que le colgaban desde las vecindades de la cla- 
vícula, como por los caudales del señor padre, era 
la tentación de más de doce mozos, cada cual, ex- 
capto uno solo, nada lerdo en decirle amor mío 
y otras cosas agradables. 




Belisa se decidió por este uno, s^^ dio á en- 
tender á don Próspero con palabras nada equi- 
vocas. ¡Capricho que bien pudiera explicarse! 

Y este uno era el joven Polidoro, envidia, por 
lo mismo de haber sido preferido, y más que en- 
vidia, enojo, y furor y despecho de los derrotados 
en la palestra del honesto galanteo. 

Don Próspero, observador y prudente, no que- 
dó contento. 

Y ¿qué importaba á Belisa el desagrado de don 
Próspero? 

— Pero tattico^ le dijo Belisita (entonces no se 
conocía ni por el forro* el papá^ que es uno de los 
progresos que hemos alcanzado después de lain« 
dependencia) pero, tatuco^ ¿por qué no le gusta 
mi novio? 

—Es alhaja muchacho, menos por una cosa. 

^I Ay no sé! si á mí me gusta por todo. 

— ¿También por haragán? 

— ¡Si no es tal! 

— ¡Dímelo á mí! Mira, hija, el tal Polidoro, con 
sus mejillas bien rasuradas, su cabeza empolvada 
y sus pantalones que no dan qué decir por su 
perfección, va consumiendo todo cuanto heredó 
de su padre, que no fué ningún desnudo menes- 
teroso; y no porque sea maniroto, ni jugador, ni 
tunante, sino porque consume y no produce. 
Hombre más para nada no conozco. 

Y don Próspero tenía razón. 



CUANDO DIOS QUIERA DAK... QI 

Polidoro, hijo único de padres ricoS) mimado 
desde que nació, dado al ocio y amigo de uña y 
carne de la ignorancia, pasaba la vida en una es* 
pecie de salvaje dolce farniente que no podía 
agradar á hombre como el padre de Belísa, endu* 
recido en el trabajo, y que tenía á honra comer y 
vestir con el sudor de su frente. 

El novio de Belisa, medio pobre ya, en el decir 
de los que conocían sus negocios, había adoptado 
como invariables reglas de conducta ciertos re- 
franes que se acomodaban perfectamente á. su 
amor al ocio. Cuando daba con hombre acucioso 
y consagrado al trabajo, solía decirle, dando á su 
frente todo el aspecto de un filósofo: «Si trabajas 
para vivir, ¿por qué te matas trabajando?» Si le 
salía al encuentro la prudente economía, milagro 
habría sido que no dijese: "«¡Tontería! ¿Quién no 
sabe que el hombre propone y Dios dispone?» 
Pero con lo que disculpaba más frecuentemente 
su aversión al trabajo, era repitiendo: «Cuando 
Dios quiera dar por la puerta ha de entrar». 

¡Miren, pues, el hombrecito que le salía al paso 
á don Próspero para convertirle en abuelo! 

El bueno del taitico anduvo al principio ten 
con ten; después la ceguedad de Belisa le obligó 
á apretar un poco la cuerda; mas ella se mantuvo 
en sus trece como portugués que pide milagros 
á San Antonio, hizo cuanto no era posible que 
hiciese la dejadez de Polidoro, y... y... y... 



$2 J. L. MESA 

Ta á nadie causó extrañeza: 
Se casó ese par amante; 
Ella dijo si al instante, 
Él dijo sssiii con pereza. 

—A mal que no tiene remedio no hay más que 
hacerle buena cara, dijo al fin don Próspero, no 
sin haber suspirado antes media docena de veces. 
Hizo paces con los recién casados, y emprendió' 
la hercúlea tarea de combatir la ociosidad de Po- 
lidoro. A la sentencia: « Cuando Dios quiera dar 
por la puerta ha de entrar», opuso ésta de propia 
cosecha y más sesuda y positiva: «Manos pesadas 
y quietas no cojen pesetas». O bien solía repetir: 
— «PoHdorito, Polidorito, no olvides que quien 
no trabaja de joven, se muere de hambre de 
viejo.» 

Sermones en el desierto, golpes al hierro frío: 
el yerno era invencible: era el Cid de la pereza, y 
el moro viejo del suegro iba siempre de rota. 

— Señor don Próspero, decíale frecuentemente 
aquél, demasiado se afana usted por acumular 
bienes de fortuna. «Si trabajas para vivir » 

El viejo entendía lo demás; se le ponía la nariz 
colorada, rascábase la frente y se alejaba murmu- 
rando no sé qué cosas, que no eran sin duda fa- 
vorables al yerno. Este envolvía con pausa su ci- 
garrillo, lo metía tras la oreja, encendía el yes- 
quero, en él el tabaco y se ponía á dar paseos alo 



CUANDO DIOS QUIBRA DAR... 93 

largo del salón; ó bien se arrebozaba la capa é 
iba á matar el tiempo en los corrillos de las es- 
quinas y la plaza. 

Se pasaron dos años; Polidoro era el mismo 
Polidoro, y don Próspero se desesperaba. Le 
había proporcionado al yerno muchos medios de 
trabajar, le había dado capitales, abrióle en más 
de una ocasión las puertas de negocios fáciles y 
lucrativos; pero... á buey harón poco le presta el 
aguijón. Las puertas que abría Polidoro eran las 
de su casa, para que buenamente entrase por ellas 
lo que jQios quiera dar. 

Pensó don Próspero que poniéndole en el ca- 
mino de los empleos algo haría su hijo político, 
ya que no era posible hacerle trabajar. ¡Hay tan- 
tos acomodos propios para los, Polidoros en la 
República! En fin, las diligencias del viejo no 
fueron estériles, y parecía que el marido de Beli- 
sa convenía en ser empleado; pero tenía que 
hacer personalmente cierta diligencia, de esas 
para las cuales ni aun es preciso tener completos 
pies y manos. Sin embargo, se pasó un día, se 
pasaron dos, transcurrieron tres, y el buen mozo 
del yerno siempre en babia. No se movió, la gan- 
ga del empleo se la llevó otro, y aquí fueron los 
últimos y más terribles reniegos de don Próspero. 
Hubo réspice; pero fué como balazo en lana: Po- 
lidoro lo contestó echando con calma una boca- 
nada de humo de tabaco y repitiendo: — No se 



94 J* L. MERA 

inquiete mi querido señor padre político, pues 
cuando Dios quiera dar, por la puerta ha de entrar. 

Dado á perros salía don Próspero de la casa de 
su yerno, cuando se dio de hocicos con su her- 
mano Pepe. 

Don Pepe honrado y laborioso á carta cabal, no 
era muy bonachón que digamos: irritábase fócil? 
mente, y una vez encolerizado ¡Ave María! ¡quién 
le ponía punto en boca ni le ataba las manos! 

Ya sabía lo que era Polidoro, y más de una vez 
dijo á don Próspero con franqueza nada pulida: — 
I Vamos; me parece que tu yerno es tonto de uno 
en carga. 

— No tanto, hermano. Es asi así..... ocioso y 

nada más. 

—Pues ¿qué? ¿y un ocioso no es un tonto? 

— ¡Qué tirante eres en tus juicios! 

— Si no es un tonto ¿por qué no le corriges? 
'¿por qué no le limpias de esa pereza de los dia- 
blos? ¡Si fuera mi yerno! 

— Se le ha metido entre cqa y ceja que «Cuan- 
do Dios quiera dar » 

— ¡Eh pues! ¡ya ves, hermano Próspero, que 
esa es una majadería; por Crispas! yo le habría 
dado en nombre de Dios 

—¿Qué le habrías dado? 

— ¿Has olvidado ya aquello de nuestro buen 
padre: «¿A mozo haragán y caballo lerdo, vara de 
fresno?» 



CUANDO DIOS QUIBRA DAR... 95 

Pasado el momento de las rabietas ó rabiazas 
en que á don Próspero encontró su hermano, y 
después que éste se impuso, entre varias muestras 
de ociosidad de Polidoro, de lo del malogrado 
empleo, trabaron los dos animado diálogo. 

Y ¿qué diálogo no era animado, si en él tercia- 
ba el arrebatado de don Pepe? 

Mas nadie oyó palabra de lo que hablaban, pues 
se habían retirado buen espacio del concurso de 
transeúntes que inundaba la calle. 

No tan nadie: ahí asomaron los dos hijos de 
don Pepe, jayanazos de espaldas de á dos varas, 
pies como pisones y manos que ni las de Goliat, 
y ambos metieron pico en el plato. 

A poco se separaron, don Próspero medio ca- 
riacontecido, don Pepe entre avinagrado y satis- 
fecho, sus dos hijos con el contento que les rebo- 
saba por toda la cara. 

Ese día el alegre pueblo de Quito contaba tres 
de la bulliciosia temporada de inocentes, y plazas 
y calles eran invadidas por numerosas partidas de 
monos, helermos (beletmitas) y chiquillas camiso- 
nas. Fiesta de criadas y muchachos, que luego se 
convierte en entusiasta diversión de la aristocra- 
cia, esos populares disfraces hacen asomar por 
zaguanes, puertas y tiendas las caras de pascuas 
de las cholas y cocineras é incitan la algazara de 
los niños y de los desarrapados pilluelos que gritan 
sin cesar: ¡Machico! ¡machico! ¡Padre belermof 



96 J. L. MBRA 

— j 

/ Chiquilla camisonaf Los máscaras contestan con 
majaderías; pero á veces suelen soltar frases pre- 
ñadas de malicia y que saben á pimiento. 

Dos monos y un belermo pasaban y repasaban 
bajo los balcones de Polidoro. Esto nada tenía de 
extraño; pero el yerno de don Próspero tuvo su 
si es no es de escozor cuando oyó que los susodi- 
chos repetían en voz de tiple: Cuando Dios quiera 
dar por la puerta ha de entrar. — ^Belisita, dijo al 
retirarse del balcón, pues no pudo 'aguantar de 
frente la chafaldita, ¿por qué será que los monos 
me dicen eso á cada rato? 

Mas Belisita hacía media hora que-había salidoi 
no solo del salón, sino de la casa. 

Polidoro estaba solo. Encendió su yesca, pren- 
dió el cigarrillo, se arrebozó la capa y comenzó á 
pasearse á lo largo del salón. Pensando estaba en 
que cuando Dios quiera dar.., y no oyó los pasos 
de dos monos que subían las gradas. 

jQué! si no sólo eran los dos monos: con ellos 
iba también el padre belermo, y todos Tepeti2in:'^ 
Polidorito, tienes razón: Cuando Dios quiera dar 
por la puerta ha de entrar. Dios, quiere darte y 
hemos entrado por la puerta. 

Y sin más ni más uno de los robustos monos 
salta á las espaldas á Polidoro, le echa al suelo 
como si fuese un muñeco de trapo, el otro le alza 
capa y levita y le sujeta de los pies, y el padre be* 
lermOf que á prevención llevaba entre los hábitos 



CUANDO DIOS QUIERA DAR... 97 

un retorcido zurriago, le da tal azotaina, que ni á 
cristiano en galera turca. 
— ¡Socorro! gritaba Polidoro. 

— Ya no te lo damos, contestaba el fraile: el 
mejor socorro para un haragán es este: ¡toma! 

— ¡Ay ayf ¡ay ay! 

— Que te duela: Dios te ha querido dar y he- 
mos entrado por la puerta: ¡toma ocioso! 

— ¡Ay ay! ¡me matan! 

— ^El látigo no mata; lo que mata es la pereza: 
¡toma ocioso! ¡toma lo que mereces! 

— ¡Ay ay! ¡misericordia! 

— ^Tengámosla, dijo al fin el helermo. 
Soltaron los monos á Polidoro, ocultó el fraile 

el látigoy salieron todos repitiendo i-^/^ojól ¡jojó! 

¡qué rica cosa! ¡qué rica cosa! 



Algunos días después don José preguntaba á 
don Próspero: — ¿Y pues? ¿ha producido algún 
buen efecto la cueriza? 

— ¡Ay! hermano, ¡qué ha de producir ningún 
buen efecto! Has debido, como te dije, excusar la 
prueba de los látigos teniendo presente aquello de 
«Árbol mal criado, antes hecho astillas que ende- 
rezado». 



LIBROS PRESTADOS 



^^[Iálgame Cristo! ¿Quién me hubiera dicho 
. S' que estos libros, habidos con tanto afán y 
á costa de mil ahorros, y destinados por mi vo- 
luntad á darme instrucción y ratos de contento, 
habían de llegar á serme causa de frecuentes mo- 
lestias? 

Acababa de hacer esta exclamación mi viejo 
amigo don Pascual, cuando yo tocaba la puerta 
de su biblioteca. 

— ¿Quién va?, preguntó coi^ voz agria que reve- 
laba un mal humor capaz de ahuyentar visitas, 
que no de recibirlas. Detúveme algo desconcer- 
tado; pero acordándome que todos los días abu- 
saba de la exquisita urbanidad del dueño de casa, 
empujé la puerta y me metí de rondón. 

Hallé á don Pascual en actitud* meditabunda 
delante de sus libros, cruzados los brazos y la cara 
hosca más que la de un tesorero cuando le Uue- 



XOO J. L. MBRA 

ven los vales y la caja está vacía. Al verme quiso 
mostrarme su habitual sonrisa; pero advertí el 
gran esfuerzo que le costaba el desarrugar el en- 
trecejo y dilatar las extremidades de la boca. Me 
deshice en palabras almibaradas, me encorvé y 
enderecé cuatro veces y le apreté otras tantas la 
diestra con ambas manos. Si conseguí amansarle 
un poco, no lo sé; pero ello es verdad que co- 
menzamos una animada conversación sobre el 
tema que le había arrancado aquel sentido ¡Vál- 
game Dios! cuando yo entraba. 

— Aquí me tienes, Jenaro amigo, me dijo, pa- 
sando revista á mis libros y muriéndome de cóle- 
ra, á pesar de lo calmado que soy, según tú mismo 
pudieras dar testimonio de ello. Pero ¡qué quie- 
res! yo desearía ver al santo Job en el caso en 
que me han puesto ciertos prójimos saqueadores 
de mis estantes y verdugos de mis queridos li- 
bros. {Pobres de estos amigos y compañeros de 
mi vida! Mira ]qué confusión! ¡qué desorden! ¡qué 
porquería de muchos y qué ausencia de unos 
cuantos! 

— ¿Por qué este desbarajuste, señor don Pas- 
cual? Pues á lo que se me alcanza, usted tiene su 
biblioteca como bienes de testamentaría en depó- 
sito. ¿Qué enemigas manos la han tfaído á esta 
ruina? 

— ¿Por qué? Es muy fácil que lo comprendas: 
todo el mundo ha dado en pedirme libros, y no. 



LIBROS PRB8TAD0S 



hay pisaverde babazorro, ni corrillero charlatán, 
üi romántica bachillera, ni desaseada comadre, ni 
ocioso oficinista que, so pretexto de apasionados á 
la lectura y ansiosos de ilustrarse, no acudan á los 
estantes de don Pascual, y como don Pascual 
tiene el gravísimo defecto de no poder ecTiarle 
nones á nadi^, va quedándose sin biblioteca y, lo 
que es más, hasta sin paciencia: ¡ya no puedo, 
Jenaro, ya no puedo con los pedigüeños de libros! 

Y el pobre viejo se maltrataba la espaciosa 
calva con todas las uñas de la temblosa diestra. 
Yo que leo en mi conciencia (ó en mi amor pro- 
pio), que no soy babazorro, ni corrillero, ni nada 
de eso que dijo don Pascual, me vi, sin embargo, 
medio corrido. Pues cómo no, si él objeto de mi 
visita era precisamente pedir á don Pascual una 
obrilla que necesitaba con urgencia. ¿Quién 
puede contar, me dije, con la bondad de un ami- 
go, cuando está dominado de esplín^ y menos si 
éste tiene fundaijaentos de justicia? Me resolví, 
pues, á tomar el partido más prudente, el de di- 
rigir á don Pascual un atento páselo bien y lar- 
garme de su presencia; mas noté que se modifi- 
caba su expresión, que su para iba saliendo de 
la penumbra, y me contuve. 

— ^Mira este andamio, prosiguió el viejo: no ha 
mucho que estaba lleno con \2i Historia Universal 
de César Cantú; mas ¿ahora? ni mis carcomidas 
encías tienen más claros. Mira más allá: diez to» 



L. MBRA 



mos menos de la Historia Natural^ y cinco más 
rotos y sucios como devocionario de beata 4. 
misal de aldea. Si^BufíÓn volviese al mundo, 
jvive Diosl que daría por bien perdido este ejem- 
plar de sus obras, á trueque de emplear su sabia 
pluma en describir al mamífero bimano que así 
le ha maltratado! Aquí no hay sino un tomo del 
Don Quijote \ los demás están corriendo aventu- 
ras con un caballero andante, y quién sabe si vol- 
verán de la cueva de Montesinos. Allá está la 
Santa Biblia^ con el Génesis hecho trizas, más 
que si hubiese caído en manos de un materialista, 
con los Profetas y los Evangelistas empuercados, 
que ni estudiados por un hereje. |0h! y ha de 
haber quien diga que nosotros somos los hereja- 
zos, cuando nunca hemos cometido tales profana- 
ciones y felonías, y sólo porque nos damos á leer, 
allá por muerte de un tonto, algún libro un si es 
no es picarón ó con ribetes de ilustrado, Y des- 
pués de lo que acabo de hacerte ver, ¿no has de 
justificar, Jenaro amigo, el enojo en que has ve- 
nido á sorprenderme? ¡Viniera por aquí el perrazo 
de Omar y aplicara su tea lihricida á estas reli- 
quias de mi biblioteca, y á quienes así me la han 
dejado! 

Me asustó la imprecación y abrí tamaños ojos, 
pues extraña hasta serlo de sobra me pareció en 
boca del afilosofado y bonachón de don Pascual. 
Pero tomándome la diestra con aire jovial, . me 



j 



LIBROS PRESTADOS IO3 

aproximó á uno de los estantes y señalándome un 
tomo de la Biblia. — ^No hay duda, me dijo, que á 
pesar de todas Jas rabietas ó rabiazas que le dan á 
uno los que le piden libros, á veces tiene de que 
reir; ¡ni qué otra cosa ha de hacer! Abre, Jenaro, 
ese volumen y diviértete. Cayó en manos de mi 
vecina doña Pomponia, como si dijésemos en las 
de un mayordomo que tiene para su gasto un 
sistema particular de contabilidad agrícola, y me 
le ha devuelto con notas marginales asaz curiosas 
é instructivas. Míralas. 

Abrí el libro con viva curiosidad; aunque para 
quien conoce á la comadre Pomponia, no era 
mucho de admirar que le hubiese andtado; por- 
que se sabe, con referencia á su padre confesor, 
que la tiene en altísimo concepto, que entiende á 
maravilla de cosas grandes del cielo y la tierra, 
del alma y del cuerpo, y, sobre todo, más de 
cuanto pasa en las casas ajenas que en la propia. 
Sólo le faltaba saber la Biblia, Pero ¡qué sorpre- 
sa! Lo primero con que dieron mis ojos fueron es- 
tas palabras que nada tenían que ver con las San- 
tas Escrituras, puestas en letra gorda y desigual 
entre los floreados renglones del frontis: El 23 de 
Mayo de iSsSy á las seis de la mañana, parió la 
vaca barrosa alternerito «^í^¿j;¿/o. Confieso que par- 
ticipé del enojo de D. Pascual, al ver tan extraña 
^partida bautismal en semejante libro. 
—Sigue, sigue, Jenaro, me dijo el viejo. 



104 1* !-• MERA 

A la vuelta de algunas hojas hallé estotra: El 2 
de Junio reventó la papujada doce pollitos; tres 
blancos, tres negros y los demás par ditos. Aquí 
apreté los labios y plegué el entrecejo. Lo notó 
D. Pascual, y repitió sonriendo: 

— Sigue, Jenaro, sigue. 

Le obedecí, y pasé rápidamente diez hojas. Jun- 
to al precepto del Decálogo que prohibe poner 
los cinco en las cosas ajenas, se hallaba esta pere- 
grina sentencia: El indio Martin Chuchi se robó 
dos carneros gordos, de valor de tres pesos cada 
uno; hoy le he metido en la cárcel^ y no saldrá de 
ella el mitayo bribón, hasta que me pague los seis 
pesos, 
* ^¡Caramba! exclamé, esto es insufrible! 

Aguarda, exclamó á su vez mi amigo; hay una 
nota, y es de las mejores, que has de verla, que lo 
quieras ó no. 

Volvió algunas hojas hasta dar con aquella anéc- 
dota de Thamar y Judas. 

— ¿ Recuerdas de este pasaje? me preguntó. 

— ¡Vaya si no he de recordarlo! 

— Pues mira lo que ha puesto doña Pomponia. 
Y me señaló con el dedo unas líneas pegadítas al 
punto más interesante del relato bíblico, y que 
decían: Qué caso tan idéntico al que pasó ahora un. 
a fio entre Fulanita y D, Zutano! 

Ahí sí que no pude aguantar más, y tomando 
el libro y cerrándolo con ira: 



UBROS PRBSTADOS IO5 



— ^¡Por vida de sanes! exclamé, esa vieja de 
doña Pomponia no sólo es necia, sino malvada. 
¿Qué ha hecho usted que no le ha descargado un 
pelambre y no ha quebrado por siempre jamás 
con ella? 

—El escolio último, contestó D. Pascual, de- 
muestra que doña Pomponia gusta de ensuciar 
no solamente libros, sino reputaciones; esto es in- 
fame. Hoy mismo borraré esas líneas. En cuanto 
á lo demás, te aseguro que estoy resuelto á no 
perder una amistad por un libro; si no fuera así, 
pronto me vería de malas con medio pueblo. 
Queden, pues, mis plúteos desiertos y mi cabeza 
monda y lironda como bola de billar á puro ras- 
cármela con impaciencia, antes que se pongan de 
barbas agrias conmigo ni Pancho, ni Julián, ni 
doña Pomponia, ni Mariquita, ni ninguno de los 
amigos y amigas que Dios me ha deparado; aun- 
que á veces hacen cosas... 

Calló un momento D. Pascual, y se sonreía con 
algún recuerdo que le asaltaba. 

— ^Piensa y obra usted con demasiada filosofía, 
le observé. 

— Qué quieres, Jenaro; eso es preciso: á mal que 
no trae remedio, no hay sino ponerle buena cara. 
Te decía que los amigos hacen unas cosas... Óye- 
me: no hace un mes que Pancho me ofreció un 
ungüento para esta mejilla que una fluxión me 
la puso como una teta de vaca, y tuvo la bondad 



Z06 J. L. MBRA 

de remitírmele envuelto... ¿á que no adivinas en 
' qué?... ¡En una hoja de La Iliaduj que pocos días 
antes me la arrancó de este armario, como si me 
la arrancase del alma I 

— ¡Esto era para morirse! Pancho del diantre! 

— Pues no, señor: me dio cólera muy de veras, 
pero no me mprí. Y me apliqué el ungüento, que 
había sido la mano de Dios, quedé sano y fué per- 
donado Esculapio á costa de Homero. 

Mariquita, continuó D. Pascual, me devolvió 
ayer la Jerusalén Libertada, que me pidiera juz- 
gándola libro místico; y si bien se engañó en esto, 
le ha parecido la cosa más bonita del mundo, y me 
asegura que precisamente ha de poner el nombre 
de Sofronia, aunque no conste en el calendario, á 
la niña que va á nacerle. 

— Entre paréntesis: ¿cómo adivina Mariquita el 
sexo de esa criatura por venir? 

— ¡Bah! lo más fácil para ella: desde su tatara- 
buela se sabe en su familia, que si la mujer que se 
halla en estado interesante adelanta V pie dere- 
cho al andar, niña lleva dentro; y todavía más 
sabe Mariquita, y es que Sofronita ha de ser linda 
más que la santa patrona de los imposibles. Sea 
de esto lo que fuese, escucha: vino el malaventu- 
rado libro señalado en cada trozo más notable, 
con una virutita de madera, los pasajes más heroi- 
cos con hilachas de flocadura de alfombra, y las 
escenas amorosas más candentes con hc^s de ce- 



LIBROS PRESTADOS IO7 



bolla, que hacían oler todo el volumen á vasija cu- 
linaria. ¡Atroz profanación de la belleza, el amor y 
la poesía! ¿quién habría pensado jamás que Rei- 
naldo y Armida fueran á dar á una cocina, y no á 
la isla encantada llena de hermosas y odoríferas 
flores! Otro amigo que nunca lee nada, oque nada 
entiende $i algo lee, pero que le gusta ser tenido 
por docto en toda materia, se ha llevado quince 
volúmenes que, según malicias que tengo, no vol* 
• verán á cubrir esas tristes brechas que allí ves. 
Me han asegurado que está formando una libre- 
ría para ^u irso, la cual además del mérito de las 
obras que la componen, tiene el de que éstas fue- 
ron compradas por otros. Para que el amateur se 
luzca gratis, sin más trabajo que el de pedii*las y 
no devolverlas, nada importan los reproches de 
la conciencia ni las delicadezas de la buena crian- 
za. ¡Qué conciencias, ni qué delicadezas, ni qué 
pan pintado! Robo de libros, robo de caballeros, 
y no hay pecado ni venial. El susodicho amigo 
ha heredado tssta máxima de su visabuelo; y aun- 
que ella fuese mala, ya estaría bonificada por la 
antiquísima práctica y la consiguiente prescrip- 
ción. 

En cuanto á las revistas y periódicos, ya es 
cosa bien sabida y costumbre arraigada en nues- 
tra gente lectora, séalo de veras, séalo en aparien- 
cia, que no han de devolverse á sus dueños. Se 
suscribe uno, v. gr. yo; y como no á todos gusta 



108 J. L. MBRA 

eso de invertir sus pesetas en suscripciones, es de 
verse como el día de la llegada del correo se me pe- 
gan unos cuantos amigos para arrebatarme de 
las manos el Iris, El Nacional , ó cualquier otro . 
periódico. Muchas veces no me dan tiempo ni 
de recorrerlos brevemente ; llévanselos, y leídos 
aquí, y allá y en otras partes, no toman á mí, ó 
si vuelven, son ajados y sucios como pañuelo de 
narices de chiquillo. Es frecuente que la confian- 
za de algunos prójimos llegue al extremo de lle- 
varse esos papeles de la estafeta misma) y si son 
prójimos empleados en ésta, mayor derecho tie- 
nen para sustraérselos. Todo esto rio tiene pizca 
de malo... para los ladrones, se entiende, que para 
los dueños 'malísimo es. Me ha sucedido más de 
una vez que yo, dueño legítimo y poseedor de 
buena fe de periódicos y folletos, he quedado ayu- 
no de su contenido, pues cuando he querido leer- 
los, pidiendo á algún amigo el favor de que me 
los devolviese, he dado con ellos convertidos eh 
patrones de chaquetas ó calzonarios^ ó en cucuru- 
chos de guardar semillas. 

— Señor D. Pascual, observé, no hace mucho 
rato que vi á usted hecho una víbora contra los 
ladrones y los destructores de libros, y ahora que 
trata de periódicos, aunque á los susodichos les 
machaca las liendres, lo hace con biien humor. 

— En efecto. Pero, ¡qué quieres, Jenaro! Cuan- 
do, como esta mañana, almuerzo chorizos con 



LIBROS PRESTADOS log 



huevos fritos, se me pone la bilis negra y crespa 
como cabeza de mandinga, y entonces soy capaz 
de dar de palos á los enemigos de mis libros; pero 
hácese la digestión, la bilis se normaliza, todo 
pasa y me pongo de chunga como siempre. Ya no 
echo pestes amargas contra nadie, sino agridul- 
ces. Y ¡qué valen las pestes de cualquier género 
que sean, si no se hace caso de lo que verdadera- 
mente vale mucho, — del respeto á las cosas aje- 
nas, de la honradez, de la delicadeza para con los 
amigos! ¿Dónde haliaremps un remedio para los 
enemigos de mi librería? ¿Cómo les haremos com- 
prender que su procedimiento lastima la buena 
educación? Los ratones han desaparecido al mau- 
llo de mi mozo; la polilla ha huido del polvo de 
tabaco, y para mis nietezuelos, que á veces ve- 
nían á maltratar alg4inos libros que, por su des- 
gracia, tienen estampas, hallé el excelente antí- 
doto dé enseñarles un diablo rabudo que hay pin- 
tado en el Apocalipsis. Sólo me están pudiendo 
los lecto- maniático -latro- pedigüeños. ¿Qué ha- 
remos, Jenaro? 

Ocurrióseme una idea, feliz en mi concepto, y 
le dije: 

— ¿No fuera bueno poner en el copete de ese 
estante un cartel con una inscripción que yo sé? 

Y le repetí esta décima, que aprendí antaño de 
mi maestro de escuela: 



lio J. L. MERA 

Plegué á Dios, libros queridos. 
Que aqui tan bien os halláis, 
Que nunca jamás seáis 
A vuestro duefio pedidos; 
O que más bien convertidos 
Seáis en tristes cenizas, 
Antes que en las manos veros 
De tantos lectores fieros, 
Que os empuerquen ó hagan trizas, 
U os roben cual caballeros. 

— ¡Bravo! exclamó el viejo al oiría, ¡bravol A 
ver: siéntate aquí, Jenaro, y echa esos verbos 
antílatrocinium librorttm en este pliego; pero en 
letras bien gordas á que puedan leerlos todos des- 
de lejos. 

Sentéme, escribí en letra casi de fardo, y el 
cartelón fué colocado á manera de inri en lo mis 
alto de un estante. 

— ¡Bravo! repitió don Pascual, ¡soberbio! Y 
palmoteo que ni aplaudidor de oficio en un teatro. 

Al verle de tan buen humor, le dije: — Señor 
don Pascual, temo haber escrito esa receta para 
que también me'la aplique Vd. á mí. 

— ¡Bah, Jenaro! no seas inocente: ¿acaso tú pa- 
deces la enfermedad que los otros? Pide, hijo: 
¿qué quieres? 

— Gracias. 

— Toma el libro que necesitas. Sé que me le 
devolverás pronto, sano y salvo. 



LIBROS PRBSTADOS III 



— Gracias, mi bondadoso don Pascual. 

— Mira, Jenaro, me complazco en prestar li- 
bros á jóvenes como tú, y aun á otros que no se 
te parecen, con tal que se porten con decencia, 
importándome un ardite que los lean ó no, ó que 
los tomen con A finis i^or delante y e\ frontis por 
detrás, como eLlego del cuento, cuando subía al 
pulpito á dar lección espiritual á las beatas soño- 
lientas de su auditorio. 

Me acerqué á un estante, tomé el libro que ne- 
cesitaba, púsele bajo el brazo, repetí los agrade- 
cimientos, y agur. 



Mano, 1869 



¡YA NO SE CASAN! 



jnl RTüRO se había enamorado perdidamente de 
O Fernandina, y Fernandina correspondía 
con pasión á Arturo. 

El cuento de los enamoramientos que, con pa- 
recer frecuentemente cuento de viejas, viene no 
obstante, mezclado en la historia de la humani- 
dad desde Adán y Eva hasta nuestros Adonis y 
Venus de moderna y novísima edición, y que sin 
ninguna duda se mantendrán en sus trece hasta 
la última pareja de pecadores que se chamusque 
el último día del mundo, no es cosa que puede 
llamar la atención de mis lectores. 

¿Qué tenemos que ver, me dirán, con que ese 
Arturo y esa Fernandina se amen como unos hé- 
roes de novela? 

Nada por cierto. 

Y, con todo, cuento de amores tenemos, y de 
novios desengañados, que es cosa tan común, y 

8 



114 J. L. MBRA 

de matrimonio desbaratado en proyecto, cosa 
vulgarísima. 

Pero ¿cuánto va que el desenlace de mi cuen- 
to ha de interesar su poco á mis susodichos lecto- 
res, si no por lo nuevo, á lo menos por la causa 
que lo produjo? 

Y luego aquí se pinta el carácter de mi amigo 
Arturo, que no es de los comunes: en su género, 
es un modelo que ojalá tuviera imitadores. 

Este amigo viene á verme todas las tardes, se 
echa á pechos su taza de c^fé con acompasada 
calma, fuma su cigarro entre sorbo y sorbo, lue- 
go recorre algún periódico, charlamos bastante, 
damos en seguida un largo paseo por los subur- 
bios, y casi siempre terminamos por contarnos 
mutuamente nuestra historia del día. 

Imagínese si no estaré yo impuesto menuda- 
mente de los amoríos y proyectos matrimoniales 
de Arturo y Fernañdina. 

Debieron haberse casado el domingo de la úl- 
tima Pascua. 

Yo debía haber sido su padrino. 

Todo estaba listo, hasta los confites y el vino, 
con que el novio quería agasajar esa noche á sus 
amigos. ' 

Sin embargo, he aquí que estamos en domin- 
. go de Cuasimodo, y Arturo permanece soltero. 

El sábado santo vino, pues, á verme como de 
costumbre; pero desde que pisó mi cuarto noté 



uViiái I 



I YA NO 8B casan! ZI5 



algo extraño en su persona: alguna novedad muy 
grave había ocurrido en su alma, y sus efectos 
trascendían á toda la superficie de su persona. 

Estaba pálido, triste, mohíno 

Sorbió un par de bocados de café y dejó la taza; 
tomó un periódico y en seguida, casi sin recorrer- 
lo, lo tiró sobre la mesa; dio idas y venidas por 
el aposento, mordiendo con* despecho, más bien 
que fumando su puro, y estuvo cortísimo en pa- 
labras. 

Al principio creí que este estado del ánimo de 
mi amigo era efecto de la aproximación de su en- 
lace; porque, al fin, esto de casarse es cosa muy 
seria para quien tiene el juicio bien acondiciona- 
do; y por grande que sea el amor que le obliga á 
inclinar la cerviz al yugo, no puede prescindir de 
algunos pensamientos nada alegres acerca del es- 
tado que ha resuelto abrazar. 

El matrimonio es una especie de muerte: mo- 
rimos para nuestro pasado, para nuestras antiguas 
afecciones y costumbres, para nuestras calavera- 
das, para aquella libertad más ó menos non sancta 
que forma la vida de la juventud. 

Y el que no se resuelve á morir para todas es- 
tas cosas, ¡que no se case! ¡por Dios, que no haga 
tal majadería! 

Sólo en muriendo para ellas, nace uno para la 
vida conyugal; si no... 

Creí, pues, que Arturo, puesto en tan duro 



Zl6 J. L. MBRA 

trance, hacía grandes esfuerzos para traer su buen 
juicio y su conciencia á que le ayudasen á bien 
morir. 

Me parecía asistir á la lucha interior que soste- 
nían por una parte su amor y deseos actuales, y 
por otra sus antiguos afectos, que trataba de ex- 
peler violentamente de su pecho. 

Guardé silencio. 

Pero al cabo, después de una de las vueltas de 
su agitado paseo, se cuadró de improviso delante 
de mí, cruzó los brazos, y fijándome una mirada 
que me causó miedo, me dijo en voz medio tré- 
mula. 

— jYa no me caso! 

Me causó tal sorpresa este anuncio inesperado, 
que di un paso atrás como si Arturo me acome- 
tiese. 

— ¡Estás loco! exclamé. 

— ¿Loco yo? Si lo estuviese, no te diría que ya 
no me caso: hoy se me ha centuplicado el juicio. 

— ¡Te chanceas! 

—No tal. 

— ¡Explícate hombre! 

Mas Arturo volvió á su paseo vertiginoso, y no 
quiso hablarme. 

Había arrojado el cigarro despedazado entre 
los dientes, y se mordía ora el bigote, ora el la- 
bio inferior, hasta ponerlo colorado como un to- 
mate. 



{YA NO SB casan! II7 



— ^Tú, continué, tú tan enamorado, tan apasio- 
nado de Femandina, tan decidido á sacrificarte 
por hacerla tu esposa, ¿eres capaz de cambiar de 
afecto y de resolución en menos de un día? ¿así 
renundias tan ex abrupto tus proyectos y la felici- 
dad que te prometías asegurar para los dos últi- 
mos tercios de tu vida? ¿Qué es esto? ¡Vamos! no 
te comprendo. 

Arturo parecía sordo como un banco, á fuer de 
absorbido en alguna extraña preocupación, y con- 
tinuaba su paseo de vaivén; pero se había com- 
padecido de sus labios y buscado otras víctimas: 
se roía furiosamente las uñas. 

Era preciso que yo descubriera d motivo que 
obligaba á mi amigo á renunciar á su enlace, y 
torné á la carga. 

— ¿Te ha disgustado, le dije, alguna frialdad, al- 
guna inopinada reserva de Fernandina para con- 
tigo? ¿Tienes por ventura alguna picazoncilla de 
celos? ¿Te ha mordido la víbora de la duda?... 
Esto sería terrible, pero la culpa estaría en tí, pe- 
lillosito. A fe que la chica es muy alegre y por 
extremo comunicativa ; la habrás sorprendido en 
conversación demasiado familiar con nuestro ami- 
go Torcuato, ó contenta de los chicoleos de su 
primito Marcelo, ó... 

— ^No es nada de eso, díjome al fin Arturo; 
pero, sin añadir ni una sílaba más, siguió devo- 
rándose las uñas. 



Il8 J. L. MBRA 

— Sospecho, continué, que algún correveidile 
de faldas ha asomado en tu noviazgo. ¿Qué ma- 
trimonio se hace en nuestro pueblo sin la maiéfí • 
ca intervención de alguna comadre de boca libre, 
sin habladurías repugnantes y chismes ridículos? 
Nada importan la castidad y decencia de la no- 
•via, la honrade? é hidalguía del novio, la honora- 
bilidad de las familias: apenas susurra que vamos 
á tener bodas, cuando lo primero que se presen- 
ta, como para sazonarlas, es la murmuración, con 
su cortejo de mentiras y comentarios infames, sin 
que falten algunas veces los embustes y ñoñeces 
de las mamas y las imprudencias pueriles de los 
papas de los novios. ¿O tal vez has tenido yz al- 
gún disgusto serio con tu futura suegra ó con el 
que debe ser tu cuñado? Creo qué esa pobre vie- 
ja ha de ser muy diversa del común de las sue- 
gras: ¡es tan buena! Además, te diré francamen- 
te mi opinión en este punto: se habla mucho con- 
tra las suegras, y yo creo que la mayor parte de 
las acusaciones que se las hace no tiene otro ob- 
jeto que el de justificar ó atenuar á lo menos el 
mal comportamiento de los yernos. En cuanto á 
los cuñados, sean quienes fueren, es fácil neutra- 
lizar su acción con sólo divorciarse de su amistad, 
tanto cuanto lo exija la prudencia. Nuestros cho' 
¡os inventan adagios que no debemos despreciar: 
ellos suelen decir: «Con los cuñaditos, mucho ca- 
riño, pero lejitos.» 



¡YA NO SB casan! 119 



Arturo desarrugó un tanto el entrecejo y como 
que tuvo proyecto de sonreírse. Con todo, tam- 
poco desplegó los labios. ¡Diablo de hombre! 

Yo seguí preguntando y discurriendo. 

— ¿Qué mano negra ha venido, pues, ha desba- 
ratar todos tus planes? ¿Qué mal viento ha mar- 
chitado tus ilusiones? ¿Ha llegado á disgustarte 
en Fernandina algún defecto en que has repara- 
do á última hora? Esto sería extraño, porque un 
enamorado como tú no descubre jamás nada mala 
en su ídolo: por el contrario, muchas veces suele 
ver oro donde todo es escoria, halla belleza en lo 
feo, inteligencia en la necedad y virtud en el vi- 
cio, y el velo^ del engañó no suele romperse sino 
cuando ya no es posible remediar el mal que ha 
causado la locura de la pasión. Sin embargo, pue- 
de que hayas reflexionado que una señorita no 
educada en estricta moral, cuando viene al ma- 
trimonio difícilmente puede olvidar sus resabios 
y ser una buena esposa; ó que joven que tiene la 
cabeza vacía, ó llefla sólo de escenas novelescas y 
frivolidades poéticas, es seguro que, cuando me- 
nos, ha de parar en compañera fastidiosa de un 
hombre ilustrado y serio. Conque, dime, ¿ha lle- 
gado á enfadarte el excesivo lujo de tu novia y su 
loca pasión por la moda? ¿Has advertido al fin 
que tiene una cara antes de la toilette y otra des- 
pués,, capaz de ofuscar hasta á la madre que la 
parió? ¿TTe choca, que fíe gran parte de su belleza 



120 J. L. MERA 

al enlucido de que tanto se cura? ¿Te repugna 
verle la frente cubierta de guedejas colgantes, á 
manera de flocadura de sobre-cama? ¿Te ha eno- 
jado verla con su sombrero en forma de torre de 
Babel, y cargado de flores y frutos como mostra- 
dor de exposición de productos agrícolas? ¿Ha 
venido á causarte murria y á desobligarte de la 
deidad de ayer aquella mentira bombástica, aquel 
prom6ntorÍQ antiartístico, aquel antipúdico arma- 
toste, que siguiendo las extravagancias de la 
moda, ha dado en echarse Fernandinita, para ha- 
cer ostentación de lo que menos debe ostentar 
una mujer honesta y de buen gusto, cual es la 
parte antípoda del bajo vientre? Todas estas co- 
sas son por. cierto repugnantes, y pudieran ser 
otros tantos motivos para que muchas damas que 
de ellas viven prendadas vengan á menos en la 
estimación de los hombres juiciosos; pero todas 
ellas también son tropiezos qiíe pudieras allanar, 
una vez marido de la simpática Fernandina. Do- 
minarías en ella, puesto que te ama, y á fuerza 
de amor, de buen modo y prudencia de tu parte, 
irías quitándole ^u afición á los menjurjes con 
que se adoba rostro y pecho, suprimirías los jar- 
dines y huertos de la cabeza, aplanarías los mon- 
tes caderiales ó rabinicos, etc., y al cabo de_poco 
tiempo tendrías una esposa sin los tales adita- 
mentos, opuestos á la naturaleza, la decencia y el 
buen gusto... 



|TA NO 8B casan! 



— Hombre, Pepe, me interrumpió Arturo, mal- 
gastas neciamente tus razones, y en vez de darme 
remedio, acreces mi enojo, porque no das con 
ellas en el clavo. Andas por la superficie, cuando 
el mal que he descubierto en Fernandina es in- 
terno, es dolencia de su alma, es achaque de su 
cerebro... 

— Pero, hombre de Judas, le repliqué en el mis- 
mo tono áspero con que acababa de hablarme, tú 
tienes la culpa, pues no me enseñas el blanco á 
que debo dirigir mis tiros saludables. 

— Pues hele aquí: ¿Sabes cual es la pasión que 
más tiraniza el corazón humano? ¿Sabes cuál es la 
que, siempre creciente, á medida que se desarro- 
lla va convirtiéndose en un monstruo que no sólo 
fastidia, irrita y daña á nuestros prójimos, sino que 
. envenena nuestras propias entrañas, cuando he- 
mos tenido la desgracia de dejarnos dominar por 
ella? No es el amor: el amor es achaque curable, 
y yo podría qitar casos en que los cupidos más 
frenéticos han venido á ser personas razonables. 
No es el juego; un jugador es al cabo un ser huma- 
na, á pesar de la degeneración moral á que suele 
arrastrar al hombre el uso cotidiano de los dados 
* y la baraja. No es la sed de riquezas: no siempre 
el rico es avaro, y conozco algunos que con la una 
mano buscan ávidamente oro, mientras con la 
otra le derraman. No es la embriaguez: un borra- 
cho envilecido tiene sus momentos de juicio, y 



122 J. L. MBRA 

hay quienes en estos momentos, hasta se lamen- 
tan de su terrible mal. La pasión monstruo, la in- 
domable, la que no admite remedio, la que con- 
vierte al hombre en fiera y frecuentemente en 
demonio, es la pasión de la política. Y si en el 
sexo fuerte, si en el sexo compelido por el destino 
social á vivir luchando entre las olas de fuego de 
lo que llamamos v^da pública, causa dicha pasión 
estragos espantosos, ¿comprendes tú lo que será 
una mujer envuelta en ¡ella? Cualquier pasión es 
más vehemente en la mujer que en el hombre: su 
extrema sensibilidad, su debilidad misma, son 
combustibles en que los afectos se ceban con m^s 
furor: ¿no arde por ventura más fácilmente la es- 
topa que la leña? En un hombre (se entiende 
en un verdadero hombre) la energía de carácter 
es escudo diamantino contra las más poderosas 
pasiones; en una mujer, singularmente si no tie- 
ne corazón é inteligencia bien cultivados — con 
aquella labor atinada y sabia que conviene á su 
naturaleza y destino — el carácter es corteza muy 
endeble, y cualquiera pasión la rompe, y atravie- 
sa y penetra hasta el fondo del alma. Cuando )a 
política ha sojuzgado el espíritu de una mujer, la 
transforma en un ser extraño, que junta en sí, én 
confuso y visible desorden, las condiciones mora- 
les de ambos sexos: viene á ser un ente con dotes 
femeniles debidos á la naturaleza, y con resabios 
hombrunos por adquisición ilegítima y violenta. 



¡YA NO SB casan! 123 



Una politicastraesáun tiempo caricaturade hom- 
bre y de mujer; la grotesca hibridación de senti- 
mientos é ideas en ella efectuada — esto es de las 
ideas y sentimientos que deben obrar en la vida 
doméstica, y de los que sirven para la pública, la 
convierte en una especie de hermafrodita repug- 
nante. No quiero decir que una señora no debe 
adquirir algunas nociones de política, ni que debe 
renunciar del todo al conocimiento de los hom- 
bres y de los hechos; no, señor, pues creo que 
debe aprender á penetrarlas y juzgarlas; lo que me 
choca, lo que me irrita, lo que condeno con toda 
la energía de mi alma, es que ande siempre meti- 
da en- política, siempre hablando de ella, siem- 
pre cuchicheando sobre asuntos públicos, forjando 
planes eleccionarios y listas de candidatos, discu- 
rriendo sobre doctrinas que no entiende ó entien- 
de al revés; en una palabra, almorzando política, 
comiendo política, cenando política, soñando en 
política y encajándola, convenga ó no convenga, á 
cuantos tratan con ella. 

¡Al diablo con tal señora!... si ya no es mari- 
macho..... 

— Pero Arturo, ¿qué tiene que ver tu noviazgo 
con la disertación que acabas de espetarme? 

— ¿Qué? ¡Pues qué ha de ser! Fernandina ha 
dado en esa horrible flaqueza, por no calificarla de 
otro modo. Yo había notado desde mucho antes 
que tenía cierta afición á tratar de política; mas 



124 J. L. MERA 

era con moderación y me prometía reformarla fá- 
cilmente. De tres días acá ya es otra cosa: la que 
juzgué breve manía se ha convertido en funesta 
enfermedad, y no me creo capaz de tolerarla en 
paciencia, cuanto más de aplicarla remedio eficaz. 
Los últimos sucesos de la invasión alfarista han 
puesto colmo al mal. La oyeras charlar hasta por 
los codos sobre liberalismo, sobre conservatismo, 
sobre derechos individuales y otras cosas de la 
laya^ y con un entusiasmo, y con una porña y 
con unas necedades!.. Anoche fui su víctima prin- 
cipal. I Oh! que desengaño el mío, querido Pepe. 
La bella Femandina llegó áparecerme fea y detes- 
table. ¿Y he de casarme con ella? ; Yo con una po- 
liticastra por esposa! No faltaba más para que pa- 
teta cargara conmigo. 

Y diciendo estas postreras palabras con marca- 
do despecho y sin estrecharme la mano como so- 
lía, ni decir agur, Arturo se salió precipitadamen- 
te de mi cuarto repitiendo: 

— ¡No me caso! 

Dejo en libertad á mis lectores para que medi- 
ten sobre las cosas que han venido á impedir, y 
probablemente para siempre, la realización del 
matrimonio de Arturo y Fernandina. 

Abril 1885 



INO HAY ARTÍCÜLOl 



\J|Xamos! pocas veces se me ha pedido un ar- 
^i/ tículo para la prensa en ocasión más opor- 
tuna, y nunca he tenido mejor voluntad de for- 
jarlo. Mi cabeza es un cofre lleno de aquellas jo- 
yas que llamamos ideas. ¡Y no ha de estar bien 
repleto de ellas, cuando la salud está buena, cuan- 
do he dormido como un inocente de diez ««.wo 
cuando la mañana está fresca, el cielo puro y es- 
pléndido el sol que acaba de nacer! 

Tomo mi taza de café aromático y caliente, 
siéntome delante de mi escritorio, mojo la pluma 
y voy á vaciar el cofre en el papel. Tengo segu- 
ridad de que voy á escribir una cosa muy buena... 

Tas tas. Golpes á la puerta. 

— ¿Quién va? 

La cocinera: 

—Patrón, para las compras del almuerzo. 



126 I. L. MSRA 

— ¡Diantre! vienes á interrumpirme. Vete á 
pedir á la señora, y cierra la puerta. 

No sé qué pasa en mL Una nubecilla, aunque 
muy ligera, oscurece mj mente. 

Tomo de nuevo la pluma, pienso un momento, 
escribo cuatro palabras... 

Tas tas. Otros golpes. • 

— ¿Quién? 

El paje: 

— Patrón, ¿preparo el caballo para que se vaya 
á la quinta? 

•—¡Cascaras!... Hoy no hay paseo por la quinta 
Déjame y quítate de aquí. 

Vuelve la nube á la cabeza, pero ya algo más 
cargada de sombra. Se me han perdido algunas 
de aquellas joyas. Mojo de nuevo la pluma; pien- 
so algunos minutos, escribo otras cuatro pala- 
bras... 

Nuevos golpes á la puerta. 

—(¡Válgame Dios!) ¿Quién? 

— Yo soy, señor. 

— ¿Quién es ese yo? 

— Su sastre que viene á ponerle en prueba la 
levita. 

Refunfuño, me rasco la cabeza, me pongo en 
pie. El sastre me quita la bata y me enfunda en 
su obra á medio coser. Mira por el pecho, mira 
por la espalda, tira la solapa, me hace alzar los 
brazos, echa por todas partes señales con un pe- 



¡NO HAY artículo! IVf 

dacillo de tiza; y me quita el trasto, y me pongo 
de nuevo la bata, y el cholo se larga, y me siento, 
y.,, hundo la pluma en el tintero una, dos y tres 
veces; me estoy pensando un cuarto de hora. 
¿Qué se ha hecho el tesoro de mi cabeza? Alcan- 
zo á divisar las joyas convertidas en maripositas 
volando allá lejanas, y con gran trabajo las cazo, 
las junto, las pongo en el orden posible. Escribo 
medio renglón... 

Suena la puerta que se abre lentamente. 

Es la criada. 

— ^Manda decir la señora que si ha de comer en 
el almuerzo el potaje del otro día. 

Mi bilis hace burbujas. 

Pero la señora es nada menos que mi mujer, y 
es necesario contestar con calma para evitar un 
casus helli. 

— Que sí comeré ese potaje. (Guisado con zumo 
de rabia, añadí para mi camisa). 

Limpié la pluma, la moié de nuevo, me incliné 
sobre el papel. Pero imaginen ustedes si me que- 
daría una sola mariposita. Sin embargo, las bus- 
qué en media hora de pensar y más pensar, reuní 
unas pocas ariscas y deslustradas, y tracé otro 
renglón; lo borré, escribí otro, no quedé satisfe- 
cho; iba á echarle un garabato encima, cuando se 
abrió la puerta violentamente y en seguida sonó 
una voz como un trueno. 

— Pepe, buenos días. 



128 J. L. MERA 

— ¡Oh, Pancho! ¿cómo estás? 

Ya se puede imaginar el esfuerzo que haría yo 
para disimular el desagrado que tenía de verme 
interrumpido por quinta vez, y saludar afable al 
amigo que venía á verme. 

— No extrañes, Pepe, que venga yo tan á des- 
hora. La necesidad le obliga á uno á hacer cosas... 

— ¿Puedo servirte en algo? A todas horas me 
tienes á tus órdenes. 

— Gracias, En efecto, deseo que me hagas un 
servicio. 

— Habla y pide, mi Pancho. 

Mi buen amigo no quiso explicarse en cuatro 
palabras, como pudo hacerlo, y empezó como 
quien dice por los huevos de Leda una relación 
más larga que un alegato para definitiva^ llena de 
casos tristes y de mentiras mal urdidas, al cabo de 
la cual asomó el motivo de la intempestiva visita: 

— Pepe, ya ves que tengo urgencia de unos diez 
pesos, y espero que me los prestes. 

— Con mucho gusto. 

Tiré una navetita, saqué los diez pesos, los 
puse en sus manos, y... cayó el telón; esto es, ya 
Pancho no se detuvo; dióme las gracias, me ajus- 
tó la mano y se fué. 

Aburrido en grado extremo púseme á dar vuel- 
tas por el cuarto, sin animarme á volver al escri- 
torio. ¿Qué iba á hacer en él? ¿Para qué me ser- 
via la pluma, cuando mi cabeza estaba desierta 



INO HAY artículo! 129 

como un Sechura y más obscura que el limbo? 
Por sexta vez se abrió la puerta del aposento. 
Poco importaba, pues ya no tenía que perder. 
Mas abrióse con suavidad, como al impulso de dé- 
bil mano; en seguida asomó jAhí ¡qué dicha! 

ya no era la criada, ni el paje, ni el amigo impor- 
tuno : era la cabecita, después el cuerpecito de un 
ángel: aquélla iluminada por una sonrisa dulcísi- 
ma y unos ojos encantadores; éste envuelto en un 
vestido blanco y aéreo como una nube matutina. 
Era mi hijito. Tendíle los brazos y se vino á ellos 
corriendo. y con los suyos abiertos. Le alcé, le es- 
treché en mi pecho, le besé. Me parecía que todas 
las bellas ideas que había tenido yo una hora an- 
tes habían huido de mí para encarnarse en ese 
amor de mi alma, y tornar en forma angelical, y 
visible y tangible á quitarme todo el mal humor 
que me causara la frustración de mi artículo. Eso 
sí, no volví á pensar en escribir; buen necio ha- 
bría sido en apartar de mí mi tesoro y mi delicia, 
para arrimarme al escritorio, tomar la pluma y 
zurcir un cuento ó una descripción para que otros 
se diviertan! 



UNA CORRIDA DE VENADOS 



/ICa, jóvenes! ya que han venido ustedes á esta 
ySr hacienda, es preciso que corramos venados. 
El páramo está cerca, los días bellos, el humor de 
todos excelente. 

— ¡Oh, don Columbanol contestaron los jóve- 
nes á una voz, tiene usted felicísimos pensamien- 
tos. 

— Felicísimos, añadieron las señoritas: esto de 
correr venados vale un tesoro: nosotras iremos 
también. 

— ¡Bah! si promuevo esta diversión, es princi- 
palmente por ustedes. 

— Dicen que es diversión lindísima. 

— Dicen que es superior á la corrida de toros. 

— Y mejor que el teatro. 

— Y mejor que los inocentes. 

— Y mejor que un baile. 



132 J. L. MERA 

— ¿Y quién lo duda, niñas mías? Con decir á 
ustedes que á mí me gusta más que atollarme en 
la política, y que trabajar en elecciones, y que 
asistir á la barra del Congreso, está dicho todo 
por mi parte. Correr venados es divertirse á lo 
dioses: en los Campos Elíseos había este recreo 
jueves y domingo, y los númenes más encopeta- 
dos concurrían á él confundidos con las sombras 
felices. 

Don Columbano, que así se expresaba, no ha 
tenido nunca más pasiones, amén de la de fumar 
papelillos y echar gi^ayahas de á libra con bastan- 
te frecuencia, que la de correr venados, hablar de 
política, cazar votos en tiempo de elecciones y pa- 
sarse largas horas boquiabierto en la barra del 
Congreso. Cual sea su preferencia por la diversión 
de la corrida de venados, ya lo hemos oído de su 
propia boca; pero la habríamos comprendido sin 
más que verle hoy dejar por el frío páramo las 
amenísimas é instructivas sesiones de la Escuela 
de los Hermanos Cristianos; — quiero decir de las 
Cámaras actualmente reunidas en aquella es- 
cuela. 

—Y usted, don Lucas, me dijo una niña, ¿no ha 
de acompañarnos? 

Confieso que, á pesar de mis arrugas y canas, 
me había dejado asediar por más de cuatro ten- 
taciones de saber qué era aquello de divertir- 
se persiguiendo de muerte á un inofensivo ru- 



UNA CORRIDA DE VENADOS . Z33 

miante, cual si estuviese sindicado de faccioso j y 
contesté afirmativamente. 

Además, la compañía de jóvenes simpáticos y 
cultos y de señoritas joviales y amables, no era 
para menospreciada. Quería ver también si se me 
pegaba algo del buen humor que á todos ellos se 
les derramaba del alma en forma de cantos, risas, 
chascarrillos sin grosería, cosa rara, por cierto, y 
chanzas sin insulsez, cosa no menos rara. 

Excusado es decir que á la mañana siguiente 
estaba todo dispuesto para la cacería, gracias al 
entusiasmo y actividad de don Columbano, y que 
una numerosa cabalgata, alegre y bulliciosa, su- 
bía por las faldas de los Andes. Teníamos por 
guías agrestes mozos, forradas las piernas de piel 
de cabra, cubiertos del infalible poncho de jerga, 
sombrero con funda de tafilete, la enroscada beta 
pendiente de la cabezada, caballeros en yeguas de 
tan mala traza como admirable resistencia, y jun- 
to á sí el atraillado galgo que echaba fuera un 
palmo de lengua. La subida larga y asaz empina- 
da y la abundante paja, cabellera de los páramos, 
obligaban á nuestros caballos á andar paso tras 
paso; mas pasadas dos horas llegamos al punto 
designado para la partida de caza, la cual fué or- 
denada por don Calumbano como puede serlo 
una batalla por el más perito y aguerrido general. 

—Usted, don Lucas, no se ha de estar ocioso, 
díjome el jefe susodicho; véngase acá. Y llevan- 



134 J. L. MBRA 

dome junto á un picacho y entregándome un pe- 
rro añadió: el ^nado debe de asomar delante de 
usted á lo más á cincuenta pasos de distancia; 
cuando esté en línea recta de usted, échele el g&l- 
go; antes ni después en ningún caso: si le echa 
antes, expone usted al perro; si después, el vena- 
do nos burla y no hay diablo que le alcance. 

Para mí, recluta en estas campañas, la lección 
no era tan fácil. Con todo, era preciso obedecer; 
me desmonté, tomé el cabo de la laja, y me puse 
á esperar. 

Dos minutos se habían pasado y ya no me acor- 
daba de venados ni de perros; si el que tenía jun- 
to á mí no hubiese sido tan dócil y honrado, se 
habría ido á cazar por su cuenta y riesgo sin que 
yo lo advirtiese. ¡Bueno estaba mi ániíño para 
pensar en esas cosas, cuando tenía delante y por 
todas partes una naturaleza capaz de suspender- 
me extasiado por ocho días! A mis pies bajaba un 
rápido declive cubierto de hierba y paja é inte- 
rrumpido á trechos por negros peñascos despeda- 
zados cual si hubiesen sufrido el martillazo de un 
titán; al frente se empinaba otra altísima ladera 
igualmente vestida de amarilla paja; entre los dos 
gigantes collados se extendía como banda de ter- 
ciopelo verde un angosto y luengo valle dividido 
por un arroyo de ondas limpísimas, cuyo murmu- 
rio no alcanzaba á llegar á la altura en que me 
hallaba; confundíase el valle hacia abajo con las 



UNA CORRIDA DB VBNADOS I35 

faldas de una loma que lo cortaba dejando á la 
derecha estrecho paso á las aguas; hacia arriba li- 
mitábale inmenso muro de sombrías y desiguales 
rocas, de cuyo cendro se derrumbaban las linfas 
de plata que daban vida al arroyo, y en cuya cima 
brillaban, como magnífica corona mural, los ne- 
gros picachos de un extinto volcán salpicados de 
nieve. Si volvía la vista al oriente, encantábame 
el horizonte formado por la cadena andina, en la 
cual al través del vaporoso tul de la mañana, se 
levantaba el Cotopaxi con su redondo manto de 
nieve y rizado penacho dé humo; tras él, como 
siervos humildes detrás del monarca, aparecían el 
Quilindaña, el Antisana, el Pasuchoa y el Rumi- 
ñahui; mirábale desde la otra cordillera, cual prín- 
cipe sentado en trono independiente, el bello Jli- 
nisa, dejando asomar á su izquierda un trozo de 
la cabeza del Corazón. El cielo, azul y transparen- 
te, cruzado de norte á sur por crespas y blanquí- 
simas fajas de nubes, y un sol que derramaba sin 
obstáculo torrentes de vivo esplendor sobre la 
tierra, completaban el cuadro que la maestra na- 
turaleza había desarrollado delante de mí y me 
tenía absorto y enajenado. 

Un grito prolongado que sonó á mi derecha me 
hizo volver en mí y acordarme que me hallaba en 
una cresta de los Andes y en corrida de venados. 
Ladró en seguida un perro, y el que yo tenía en- 
lajado, olvidándose de su lealtad y honradez, 



136 J. L. MBRA 

como yo de las lecciones de don Columbano, tiró 
con tal violencia que por un tris no me echa á ro- 
dar collado abajo, volando, que no corriendo, el 
muy bribón tras un puntillo pardo que volaba 
también allá á lo lejos, y diz que era el venado. 

Comprendí que me había hecho reo de gran 
falta; y aunque mi conciencia no me lo hubiese 
dicho, notificado habría sido al punto por un in- 
dio repuntador^ que vibrándome un riendazo al 
tiempo que pasaba junto á mí, con la velocidad 
del rayo, me dijo en tono iracundo: i Viracocha 
iijoeperra! por tu causa sejuyó la taruga. 

El riendazo me sacudió apenas el poncho: pero 
las palabras del rústico me atravesaron los oídos 
como un chuzo candente. Sin embargo, juzgué 
que uno y otras formaban parte de la diversión, 
me resigné y no dije chus ni mus. 

El encanto de la poesía, eso sí, se me escapó 
con más velocidad que el venado y el perro. Los 
cuadros de la naturaleza eran los mismos; pero 
mi ánimo había cambiado por completo: sentíale 
puntiagudo de forma, parduzco de color y de sa- 
bor como verbena: ¡Mire usted lector, si enton- 
ces pudiera haberme parecido bello ni un paisaje 
del'Nilo ó del Ganges! 

Cuatro horas mortales transcurrieron; mi abu- 
rrimiento pasaba de punto de caramelo. Por ver 
de disiparle algún tanto fuíme á los jóvenes y se- 
ñoritas, que formaban pintoresco grupo en un 



UNA CORRIDA DB VBNADOS lyj 

pradito sembrado de flores de achicoria; hallé 
también entre ellos el buen humor bajo cero y 
los bostezos tan en boga, que nada bueno saqué 
de la visita para neutralizar los míos. 

En esto vimos la colina del frente cubrirse de 
súbito de obscura sombra, cual si le hubiesen echa- 
do-un velo que cayéndole desde la cima no alcan- 
zaba á las tendidas faldas. Una nube de aspecto 
amenazante se movía lenta y majestuosa en el 
cielo, que ya no era el sereno y azul de por la 
mañana. La nube sombreaba, pues, la colina. 

Habíalo advertido también don Columbano, y 
no tardó en estar con nosotros, algo triste y mo- 
hino. 

— ^Ya que no hemos tenido venados, le dijo el 
menos atento de los jóvenes, siquiera miéntanos 
un poco: ¿los ha visto...? 

— ¿Y para qué mentir, caballeros? Sabrá usted 
que hemos levantado catorce, entre machos, ga- 
mas y matacanes; y si no hemos cazado uno si- 
quiera, yo me sé de quién es la culpa. 

Al decir esto me echó D. Columbano una ses- 
ga mirada, que me lastimó más que las palabras 
áelrepuntador, 

— ^Esto se llama tirar al ojo derecho de Filipo, 
dije á media voz; pero nadie me oyó porque mi 
interlocutor gritó en seguida: 

— Niñas, caballeros, á caballo, que la tempestad 
nos viene encima. 



138 J. L. M9RA 

Y esta sí no era guayaba: el cielo iba ponién- 
dose más y ijiás obscuro, y comenzaron á brillar 
sierpes de fuego en el horizonte y á menudear los 
truenos más de lo que era menester para asustar 
á todos y hacer chillar á damiselas y chiquillos. 

Estábamos ya á caballo y comenzamos el des- 
censo; mas comenzó asimismo el aguacero que, 
sacudido por helado y penetrante cierzo, nos daba 
en la cara. Mi cabalgadura de bajada no era para 
infundir confianza : dabar traspiés y tropezones 
que era una maravilla; Como mi estrella, desde 
aquello del repuntador y de la fuga consiguiente 
de mis poéticas contemplaciones, se me había con- 
vertido en mortal enemiga, quiso que me «encar- 
gasen el llevar por delante un benditg mocosuelo 
de tres años, que se me escurría por un lado ú otro 
del galápago como si fuese bola de jabón, que gri- 
taba como un chivato á cada trueno ó á cada man- 
queada del caballo y cuya camisa se había reman- 
gado hacia los sobacos, á causa de mi poca destre- 
za en cargar chicos, dejándole el vientre y otras 
partes expuestos á las ráfagas del viento. 

Algo me había atrasado de la cabalgata, cuando 
vi que de entre uno de los matorrales salía un 
toro, señor feudal de esas alturas, que se creyó 
ofendido por nuestra presencia, escarbó el suelo ya 
lodoso, sacudió la cabeza y cargó al grupo. Todos 
gritaron, todos se desbandaron; el cornudo dueño 
del páramo se detuvo, sin duda pensando que era 



UNA CORRIDA DE VBNADOS I39 

ignominia embestir con tiernas jovencitas. ¡Tar- 
día reflexión del maldito! una de ellas, aventada 
por un corcobo del alazán malgenio, cayó sobre 
unas matas de paja en postura nada elegante; 
otra, atollado el tordo en un cenagal, gritaba, llo- 
raba y pedía misericordia como alma en penas. 
¿Y el infeliz y malaventurado del suscrito? Desvie-, 
rae del camino por miedo del toro, di con una la- 
dera y zassss mi caballo, medio sentado, medio de 
pies, no se detuvo hasta rematar el resbalón en un 
plancito. Yo no llegué al término de tan extraña 
jornada: me había escurrido por las ancas y yacía 
tendido de espaldas en media bajada, con mi chi- 
quillo caballero en la boca de mi estómago, y dán- 
dome música deilanto y destemplados gritos. 

Al fin, pasado el susto y sin consecuencias la- 
mentables, como era de temerse de resbalones y 
costaladas, pero calados de agua hasta el hueso, 
continuamos descendiendo y llegamos á la casa 
de la hacienda. Allí era el reir y burlar unos de 
otros al ver las tristes figuras en que nos pusieran 
la lluvia y el lodo, y al recordar los percances de 
la corrida. D. Columbano tuvo valor para pregun- 
tarme, á mí que no tenía ningunas ganas d^ bur- 
lar ni reir: 

—¿Qué tal, amigo don Lucas? 

— ¡Oh! muy bien, amigo don Columbano, le 
contesté; nunca he tenido paseo más divertido. 



LA CIVILIZACIÓN 



/T^uÉ es la civilización? 

lá? He aquí una pregunta para cuya confésta- 
ción muchos no hallarán dificultad ninguna, pues 
les bastará abrir el Diccionario de la lengua en la 
página donde está la partícula civ, 

A fe que los tales van errados: el Diccionario 
se quedó corto en la definición, ó quiso adrede que 
el vocablo fuese un intríngulis, como muchas co- 
sas de la lengua y muchísimas del corazón y del 
alma. 

Cuando Pilatos oyó á Jesús hablar de la verdad, 
se quedó patitieso y le preguntó: ¿qué es la ver- 
dad? Pues, señor, yo también, cuando oigo hablar 
de la civilización me quedo como el romano, y 
dale que le das, mastico sobre lo que ella debe sig- 
nificar, por ver si doy con una explicación satis- 
factoria; pero como soy tan rudo, no salgo de la 
obscuridad. 



142 J. L. M^RA 

¡Qué caramba! hay tantas opiniones y cada hijo 
de vecino toma la civilización de tan distinta ma- 
nera, que no sabe uno á qué atenerse, y es capaz 
de volverse loco. En esto de la civilización, en 
aquello de la política, y en lo otro del amor todos 
nos metemos como unos benditos, sin apercibir- 
nos antes con el hilo de Ariadna. Lo mejor seria 
huir de esos laberintos; pero ¿dónde está el juicio 
necesario para ello? 

¿Qué es, pues, la civilización? 

Ya sabe el lector que yo no* puedo decirlo. 
Pero doctores tiene la Iglesia,., y la civilización 
tiene también los suyos que nos sabrán responder. 
Lo que voy á decir no es fruto de mi caletre, sino 
de Qstos doctores más felices que un profano 
como yo, que forjan un parecer como se fríe un 
huevo, y toman las cosas de la vida como les con- 
viene. 

Para el Diccionario de la lengua civilización es: 
«el grado de cultura que adquieren pueblos ó 
personas, cuando de la rudeza natural pasan al 
primor, elegancia y dulzura de voces, usos y cos- 
tumbres propias de gente culta.» 

Con perdón de la Academia, esto me parece 
que es buscar la civilización en la cascara; pues ¿y 
si debajo de ese primor, elegancia y dulzura hay 
una alma huera y un corazón nada limpio? Todos 
los días vemos gente que parece nacida en las 
orillas del Ñapo ó del Morona, y que, sin embar- 



LA CIVILIZACIÓN I43 

go, habla con cierta pulidez, viste con elegancia, 
no es zurda en las maneras, etc. 

Si yo fuera hombre cuya opinión se respetase, 
propondría á la ilustre Corporación de Madrid 
esta reforma para la 13.* edición del Diccionario: 
«Civilización. Arte de ocultar con apariencias 
brillantes y seductoras las deformidades morales 
de la sociedad ó del individuo». Esta definición, 
tomada del natural, sefía quizás la única acep- 
table. 

Hay quienes toman por civilización, añadidos 
á las prendas que ínienta lá Academia, los buenos 
conocimientos, la moralidad, la honradez, la ge- 
nerosidad, la caridad y otras virtudes que hacen 
apreciables á los hombres. Atento el espíritu del 
siglo, esa creencia ha venido á ser cuando menos 
sospechosa: la humanidad va abriendo los ojos, y 
ya ve bastante claro que las virtudes no son úti- 
les y que, por consiguiente, no pyeden constituir 
la cultura moderncí. En esta virtud va cayendo en 
desuso todo cuanto tiende al perfeccionamiento 
de la naturaleza moral del hombre. Cuanto ésta 
decae, tanto se levanta la civilización. 

Las personas que de este modo sienten y pien- 
san tienen por dogma que un pueblo ó un indivi- 
duo no pueden ser civilizados mientras no se sa- 
cuden de la fe y no renuncian toda práctica reli- 
gioisa, y en tanto no dan libre curso á sus instin- 
tos naturales y á sus pasiones. 



144 }' ^' MftRA 

Como del tronco la rama y como de la flor el 
fruto, de esta persuasión nace la de que la civili- 
lización puede definirse con dos palabras: libertad 
absoluta. Esto es lógico y nadie podrá decir á esa 
gente: ¡tate! ¡os penléis y perdéis al mundo! 
pues citará en su apoyo los prodigios del radica- 
lismo^ del socialismo, del nihilismo, etc. etc. El 
petróleo, la dinamita, el puñal, el despojo de los 
bienes ajenos y todos los atentados de la Revo- 
lución social que se pasea en triunfo por el mun- 
do, si no son la civilización misma, son cuando 
menos sus poderosos agentes. 

Infinitas personas conozco que, sin meterse en 
estas filosofías, juzgan que la civilización consiste 
en la vida regalona y sin cuidados: no pensar en 
trabajar, no curarse de lo porvenir, comer y vestir 
bien, oir música deliciosa, asistir al teatro, bailar 
primorosamente una polka ó una cuadrilla, jugar 
él tresillo, pasear en un soberbio caballo que haga 
saltar chispas de las piedras; he ahí para esas per- 
sonas el non plus de la civilización. En consecuen- 
cia, la fonda de Charpentier, la cervecería alema- 
na y cualquiera buena sastrería son manantiales 
de cultura; un clarinete es gran civilizador; las 
declamaciones de un cómico, ni se diga; las pirue- 
tas de una danza, el mullido lecho', los lances del 
juego, sacan de la barbarie á quienes gozan de 
ellos; una pesebrera llena de buenos caballos vate 
más que una biblioteca y que un templo, pues de 



LA CIVILIZACIÓN 145 

ella salea trotar la civilización en forma de Incitatos 
y Bucéfalos, derramando luces y ruido por donde 
pasa. 

No hay como ponderar bastante lo que vale la 
gente qne mira la civilización en el lujo y la 
moda. Contradiga usted en esto especialmente á 
una mujer deldia, y la verá ponerse furiosa. Que 
el papá ó el esposo se arruinen gastando más de 
lo que tienen en sostener el boato de las hijas ó 
de la cara mitad, ¿qué importa? es preciso que 
sean lujosas, que sigan las prescripciones de la 
moda, que sean, en una palabra, civilizadas; aun- 
que muy luego sea necesario hacer liga con el fia- 
do y la trampa, y al fin haya de renunciarse la 
seda y el miriñaque para cubrirse de ruin trapo, y 
aunque á los manjares exquisitos tenga que reem- 
plazar el humilde y plebeyo chapo. 

Civilización es sinónimo de placer sensual, de 
moda, de lujo, de vanidad. Querer que en lugar 
de estas cosas tengan las personas algo bueno en 
la cabeza y el corazón para merecer el título de 
gente civilizada, es renunciar lo mismo que se 
quiere ser.La civilización considerada bajo este se- 
gundo aspecto, ha llegado á ser quisicosa para los 
dioses del mundo elegante. El alma, la inteligen- 
cia y el corazón, ^a no son nada; la materia y los 
objetos que la halagan, lo son todo. Lo que no 
brilla en el cuerpo, lo que no satisface los senti- 
dos, lo que no deslumhra y sacia la vanidad, no 



X46 |. L. MBRA 

es civilización. Civilización y moralidad, civiliza- - 
ción y moderación, civilización y saber, civiliza- 
ción y piedad, son cosas antagónicas incapaces de 
llegar nunca al avenimiento y la armonía. 

¿Ve usted ese joven? Su lenguaje y buenas ma- 
neras van á par con su conducta irreprochable y 
su sólida instrucción ; viste con moderación y de- 
cencia; no es orgulloso^ sino digno; oye misa, bus- 
ca instrucción piadosa en pláticas y sermones; no 
murmura, no ofende á nadie, no galantea, no bai- 
la, no gusta del juego... Pues el tal es un zopenco 
á quien jamás acarició* la mano de la civilización. 
/ Vade retro, gótico revenant, intolerable en es- 
tos tiempos! 

¿Ve usted esotro jovencitoque parece arranca- 
do de un figurín de París? ¡Ese sí que vale! Su le- 
vita y su pantalón no tienen pero; el tubo de seda 
que lleva en la cabeza es un primor; sus botines 
de becerro nonato habrían hecho desterrar del 
Olimpo el coturno de pro; en sus labios som- 
breados por el negro y sedeño bigote humea un 
aromático habano, y su mano enguantada, virgen 
de todo trabajo, maneja una varita charolada con 
puño que representa el busto de una ninfa. Ese 
mozo divino lee tan bien, que no le eiítiende na- 
die, y escribe de manera que sólo su paje ha 
sido capaz de tomarle puntos en gramática y or- 
tografía. En cuanto á ideas... no son necesarias, y 
su cabeza está vacía como el fondo del susodicho 



I»A CIVILIZACIÓN 147 

tubo que la cubre. Su corazón sabe algo más por 
instinto, y porque no ha dejado de cursar en las 
aulas de la seducción; para ayudar á su corazón 
posee un regular caudal de frases pescadas en los 
salones del gran mundo. Su bella figura hace lo 
demás. Para completar el retrato debo decir que 
no cree en nada, que menosprecia á los frailes, y 
que si alguna vez penetra en un templo, es sola- 
mente por ver á las buenas mozas y cruzarse al- 
gunas guiñaditas y sonrisas con ellas. ¡Ah! se me 
olvidaba: monta muy bien á caballo y bebe cham- 
pagne y cerveza que es una gloria. ¿Es este un jo- 
ven civilizado? ¡Quién lo dudaí 

¿Ve usted á esa señorita? ¡Qué lástima! Bella 
es; pero ha teñidor el capricho de ponerse en quin- 
tas con la civilización: no lleva copetes ni floca- 
duras en la frente, usa colores naturales en el ros- 
tro, viste con sencillez y aseo, no hace dengues 
al andar ni repulga la boca para hablar y sonreir; 
y ha cometido también la necedad de instruirse 
en varios ramos útiles á las mujeres; y ha dado 
en rezar y confesarse, en no presentarse en el bal- 
cón sino allá por muerte de un judío, en ayudar 
á la mamá en los quehaceres domésticos, y... ¡Va- 
mos! decir que esta figura de retablo de la Edad 
Media es una joven civilizada, sería un despropó- 
sito de marca. 

Aparte usted los ojos de ella y vea, que por ahí 
viene, un modelo de mujer labrado y adornado 



148 J. L. MBRA 

por las manos mismas de la cultura; mírela usted 
bien, por Dios, y no se engañe, y no la tome por 
lo que no es-^-por un ser que no pertenece al gé- 
nero bimano, á esta clase de inestimable valor con 
que cerró Dios su obra estupenda de los seis días. 
Esa cúspide altísima es adorno de ajenos cabellos 
y de flores; sobre ella trae una armazón que han 
dado en llamar sombrero, aunque^ su forma, los 
ramos y demás chilindrinas de que se le ha hecho 
almacén, así como el lugar y la manera de colocar- 
lo estén protestando á gritos contra tal mentira. 
¿Ve usted esacosa redonda y blanca eñ la base 
del promontorio? Esa es la cara. Para descubrir 
la verdadera y legítima, que ha sido preciso ocul- 
tar á fin de que la naturaleza* no se avergonzase 
ante la moda, sería necesario descascararla. Deba- 
jo de ese rostro postizo ve usted un cuello, un pe- 
cho y unos brazos que ni debidos á la paleta de 
Salas. El cuerpo es toda una civilización, así por 
la figura que se le ha dado como por el traje de 
que se le ha cubierto. Pero dejemos su examen 
para hacerlo con espacio y ajustada conciencia, 
como lo merece, y bajemos de un tirón á los pies. 
iQué zapatito tan mono y tan primorosol La 
punta se tuerce para arriba, cual si temiese tocar 
el suelo; el tacón de figura de trompo se ha es- 
condido, por pudor, bajo la mitad de la planta, y 
en el empeine lleva un lazo en forma de paloma, 
que aunque negro y hallarse tan cerca del polvo, 



LA CIVILIZACIÓN 



149 



puede simbolizar la inocencia y candor del cora- 
zón de su dueño. Es de sospechar, eso sí, que los 
dedos no están miíy gustosos en la estrechez de 
ese ataudcito de seda, en donde no gozan liber- 
tad ni garantías republicanas. Si pudiesen elegir 
calzado libremente, á fe que no se vieran metidos 
en un zapato. Pero dejémoslos como están, por 
mucho que les duela, y vamos á regiones más 
altas. 

A prima facie parece que á esa niña la hubie- 
ran encajado en una funda de paraguas adornada 
de blondas, cordones y cintas; pero al fijarse uno 
bien en ella, se la encuentra como que se ha re- 
ventado por detrás y alzado las capas exteriores 
de esa máquina de trapos. Dicen que así se for- 
man á veces las prominencias volcánicas. jEal 
venga un geólogo á perfeccionar sus teorías plu- 
tonianas en el estudio de esta colina interesante. 
Hablando en serio, tentaciones tengo de reírme; 
pero ¡chitl sería risa herética contra la diosa 
Moda, ó más bien contra una de las civilizaciones 
más en boga^ — la civilización t>uf. 

Este punto es de tal importancia, que merece 
párrafo aparte. Aunque les pese á los inventores 
<Je modas, es ¡ireciso decir al público que el pro- 
montorio de ultravientre que hoy encanta á las 
mujeres, no es nuevo: algo tiene que hacer con 
€l la indumentaria. Hay quien diga que el primer 
traje que usó nuestra madre Eva fué un puf de 



150 J. L. MERA 

hojas de higuera. Que lo averigüen los sabios an-. 
ticuarios, qué van descubriendo objetos de arte 
desde antes de la creación. Yo quiero recordar 
tan sólo que el puf ha venido hasta nosotros de 
perfección en perfección, con simple cambio de 
nombres, y en paralelismo con nuestros adelan- 
tos políticos, que es decirlo todo en su elogio. 
Nuestra constitución y nuestras leyes son el puf 
de la República. Mediten un poco liberales y con- 
servadores, y díganme luego si no estoy en lo justo. 
'El polisón 6 puf moderno, en tiempo de nues- 
tras abuelas se llamaba miriñaque^ nombre respe- 
table que -la Academia colocó en su Diccionario; 
nuestras madres hallaron el trasto algo filosófica 
y lo llamaron categoría^ con lo cual habrían pues- 
to al famoso Kant á rumiar un año para ver de 
descubrir qué relación hay entre las formas del 
pensamiento y aquella media naranja mujeril; 
después se llamó dondorée^ corrupción quizás del 
sustantivo francés donjon^ asaz significativo; tara-^ 
bien le apellidaban diablico, y dicen qjie esto tuvo- 
origen en la visión de una santa beata, á quien se 
le apareció el Enemigo, para tentarla, hacienda 
ejercicios gimnásticos en las mentadas alturas de 
una dama, mientras oía misa arrimada en su re- 
clinatorio; por último nuestras esposas é hijas le 
han bautizado con los nombres de polisson fran- 
cés puro, y //(/" castellano purísimo. Ambos soa 
admirables y demuestran el alcance de quienes sa- 



LA CIVILIZACIÓN I5I 

ben que el puf ^^ una cosa muy pilla (en sentido 
cariñoso) y que esa cosa pilla, como va atrás, es 
un puf redondo. 

El miriñaque f digno de la época de transición 
entre \z. patria boba y la república, esto es, entre, 
la inocencia patriarcal y las luces algo rojizas de 
las ideas modernaSy era un simple zagalejo inte- 
rior bien almidonado y tieso, que al andar la ele- 
gante dama que lo llevaba hacía un ruido extra- 
ño, como debió parecer entonces el que hacía el 
movimiento político y social que comenzaba. Hoy 
no se le podría comparar con el que gozamos to- 
dos los días en la vida pública, pues ha ganado en 
medio siglo un noventa por ciento. Sí, señor, te- 
nemos ruido mucho más atronador que ahora cin- 
cuenta años, y esto es mucho tener para quienes 
somos en el mundo. La categoría que privó lue- 
go era más sólida; y aquí sí se perdió el paralelis- 
mo, pues no heñios conseguido que se solidifi- 
quen* y tengan alguna consistencia nuestra cons- 
titución y leyes, ni que sean algo firmes nuestros 
gobiernos. La tal categoría era una como preñez 
del sacro y del coxis que encerraba feto de trapos 
viejos, y más frecuentemente ¡quién lo creyera! 
de afrecho. Ya ve usted, don Fulano lector, esto 
era bastante prosaico en el fondo, aunque poéti- 
co en la forma ; y, además, solía ser ocasionado á 
fracasos que ponían de mala data á las damiselas. 
Oiga usted un hecho histórico y recogido de fuen* 



152 



te auténtica. Era un baile de gran etiqueta; una 
señorita encategorizada ejecutaba con toda devo- 
ción una contradanza; pero al hacer una pirueta 
hubo fuerte colisión, cual entre dos vapores de 
alto bordo, entre su categoría y otra no menos 
sólida, y cata aquí que en la mitad del salón, á la 
luz de cien bujías y entre los armoniosos oleajes 
de notas musicales, sin dolores ni estremecimien- 
tos espasmódicos conforme á la ley penal sancio- 
nada en el paraíso contra Jas madres, la niña Zu- 
tanita dio 4 luz... |ay, dio á luz!., ¡afrecho como 
un cedazo! Pero no hubo más novedad: un paje 
limpió de la alfombra la civilización desperdicia? 
da en mala hora, y siguió la danza, aunque, se en- 
- tiende, con la baja de la enferma. ^ 

El dondoríe no era sino la segunda edición 4^1 
miriñaque corregido y perfeccionado conforme á 
los adelantos de la ciencia; era, si encaja bien la 
comparación, como la Carta fundamental ecua- 
toriana del año 30 salida del tajler constituyente 
del 83. Entesada con el almidón de Iqs patriotas 
de 1812, ó ductilizada con el caucho liberal mo- 
derno, nuestra constitución es siempre el dondo- 
rée de la patria, siempre cosa que se lleva atrás; 
con la diferencia respecto de esa prenda en la mu- 
jer, de que ésta se la pone con su gusto, y á la pa- 
tria se la ponen... 

El /«/"es el último esfuerzo de la moda, el ideal 
de la elegancia traído á forma visible y tangible, 



LA CIVILIZACIÓN I53 

el desiderátum de un celestial capricho alcanzado 
por la mujer de mundo, la expresión de la cultu- 
ra femenina más cabal y verdadera; todo, por su- 
puesto, según la estética de ciertas damas, que 
tienen' empeño en renunciar la forma humana 
para aproximarla aunque sea á la del dromedario. 
El puft,^ una armazón ligera/aérea, cómoda. Aun- 
que vacío como et cráneo desuna marisabidilla ó 
el corazón de una coqueta, abulta, lo ve todo el 
mundo, y esto basta. El puf wo pertenece al gé- 
nero realista: es espiritual y sentimental, es un 
poema romántico; es la mismísima civilización, 
que ha venido á favorecer á las mujeres; la que 
no lleva puf no la lleva cbnsigo: es una bárbara 
digna de nuestras selvas orientales. El /íí/" suple 
por las luces y las virtudás; eael puf están las 
buenas maneras y la delicadeza del lenguaje; el 
pufe^ él mejor dote que una joven puede llevaír 
al matrimonio; el puf eS la fidelidad conyugal y 
el orden de la casa; con el pufsQ educa á los hi- 
jos. ¡Qué no se puede hacer con el puff^Q puede 
hasta subir al cielo, á lo menos hasta donde se 
elevan los aeronautas. ¿Y hay cosa más interesan- 
te que una mujer con doble puf esto es cuando 
lo lleva á vanguardia y retaguardia?... En fin, la 
pluma de un Tostado no alcanzaría á escribir los 
elogios átlpuf, |0h bienaventuradas mujeres las 
que en el /«/"cargáis la síntesis de la civilización 
y dicha del mundo! Hasta el nombre mismo es 



154 



significativo: ¡pufl Soberbia" antífrasis en este si- 
glo antifrdstico por excelencia, con la cual, ense- 
ñando la sublime giba transpontiniana^ puede 
una decir á los que tienen la civilización moder- 
na por ventolera y cosa de poco meollo: ¡Boloniob! 
ved lo que ll*vo y tapaos las narices, que si la miel 
no se hizo para la boca del asno, menos el puf 
para el olfato de gente retrógrada. 

Y verdaderamente, donde el lujo, la moda y lo 
insustancial de la vida han hecho innecesario el 
cultivo de la inteligencia y del corazón confoi*ne 
á las enseñanzas de la razón y la moral cristiana; 
donde sólo ellos reinan y brillan cual matas exu- 
berantes en hojas y flores abigarradas que cubren 
la boca de sima obscura y vacía, allí está la civili- 
zación y la moda. Que \o digan si no el estado de 
nuestras costumbres semipaganas, los ridículos 
pisaverdes, las mujeres áQlpufy del copete feno- 
menal, y los papas y maridos arruinados. 

Cuando he dicho: alH esM la civilización, 1 
jueces tan competentes me he remitido; pues en 
cuanto á mí... Repito que estoy como Pilatos ante 
la verdad: no sé lo que es la civilización; soy un 
bolonio indigno de ella, y me tapo ojos y narices- 
para no ver ni oler el pufqxit me enseñan las nin- 
fas del gran mundo. 

Febrero 1888 



^.£^^:-' 



'<^m^ 



LA REINA DEL MUNDO 



/CLuién es la Reina del mundo? 
vS^ Veo desplegarse multitud de labios para 
contestará esta pregunta de una manera segura, 
magistral y decisiva: «La Reina del Mundo es la 
Opinión.» 

¡Qué inocentes! Ya sabía yo que habían de 
contestar de ese modo con una cosa que, en ver- 
dad, no es tampoco sino... una opinón, á la cual 
me opongo redondamente. 

Comunísimo es esto de opinar que la soberana 
del mundo es la Opinión. 

Falso, falsísimo. Esta pobre señora tan capri- 
chosa, tan propensa á alucinarse, tan variable, re- 
presenta apenas una autoridad secundaria: es una 
princesilla así así, como si dijéramos de la ralea 
de los soberanos-muñecos con los cuales se di- 
vierten los Emperadores de Alemania y Rusia y 



156 J. L. MERA 

la Reina de la Gran Bfetaña, ó más propiamente 
los ministros de estos monarcas. 

Pues, j voto á Judas! si no es la Opinión, ¿quién 
es la Reina del mundo? 

— ^La Mentira. 

— ¡Aaaahl 

— Sí, señores: la Mentira. Esta sí es la Alejan- 
dra, la Cesárea, la Napolepna; y aún más podero- 
sa que el hijo de Filipo, que el dominador de las 
Gallas, que el dueño de Europa. 

;La Mentira! qué poder, qué universalidad de 
dominio el de esta señora. No* hay quien la resista 
ni quien no le rinda parias. / . 

Desde el día en que, hija primogénita de Sata- 
nás, nació al pie del consabido manzano del Pa- 
raíso, ha reinado sin interrupción entre los hom- 
bres hasta los tiempos presen te.s; y seguirá en su 
trono hasta la consumación de los siglos. 

Cuando Dios, irritado por la desobediencia de 
Adán y Eva, les dijo: Veos de aquí; idos á sudar 
para comer; idos á padecer y llorar, á enfermaros 
y morir,» el diablo dijo también á la Mentira, fro- 
tándose las manos de contento: «Sigúelos al pun- 
to, no los dejes y establece tu reino entre sus des- 
cendientes!» 

Y los hombres no sólo le han erigido tronos, 
sino altares; no sólo la han venerado y obedecido 
como á soberana, sino que la han adorado como 
á divinidad y se han sacrificado por ella. 



LA RBINA DBL MUNDO I57 

La Mentira tiene también sus fieles, culto pri- 
vado y público, mártires y confesores. 

Durante los largos siglos del paganismo greco- 
romano, la Mentira se puso las botas; desde el 
nacimiento del cristianismo hasta mil quinientos 
años después, primero perseguidora, luego perse- 
guida y espantada de Iz, Cruz, ora tiescoronada, 
ora con el cetro roto, no dejó sin embargo de ser 
reina de numerosos vasallos. Lutero, Calvino y 
los demás reformadores le restituyeron la corona 
y el cetro de oro. Voltaire y los demás sacerdotes 
y turibularios del filosofismo trabajaron hasta ha- 
cer su imperio potencia de primer orden á costa 
del equilibrio del mundo. Hoy en día no falta 
sino una línea para que su trono alcance la altura 
que tuvo ahora dos njil años. 

¿Dónde no está su Majestad la Mentira? ¿dónde 
no se mete? ¿qué no hace? ¿qué.formas y colores 
no toma? ¿qué lenguaje no habla? ¿á quién no se- 
duce y avasalla? 

Está en el gabinete del hombre de estado y en 
el escritorio del literato; dirige las notas de la lira 
del poeta; hace creer á muchos infelices lucubra- 
dor«s que la ciencia es omnipotente; hace tragar 
al pueblo que es soberano de sí mismo; ha imbuí- 
do en miles de almas la idea de que el siglo xix 
ha alcanzado el desiderátum de la civilización. 

Grítase que estamos en la edad de oro de la li- 
bertad. Ahí la Mentira. 



158 J. L. MBRA 

Júrase que tenemos garantías constituciona- 
les. Ahí la Mentira. 

Asegúrase que la administración de justicia 
está presidida en todas partes por Th'emis en per- 
sona. Ahí la Mentira. 

¿Veis esos hombres metidos en la política hasta 
el gollete y sudando la gota gorda por hacer la 
felicidad del pueblo? La Reina del mundo les ha 
enseñado á llamarse á sí mismos patriotas. 

¿Veis esos periódicos repletos de frases bonitas 
y altisonantes, y que os están diciendo que no 
tienen otro interés que d de la Nación? Son los 
periódicos oficiales de su majestad la Reina del 
mundo. 

¿Hay elecciones populares? La gran soberana 
propalará que lo son en verdad, y que los votos 
son espontáneos, hijos de la convicción y del en- 
tusiasmo de los ciudadanos. 

Que alguna vez la Mentira se haya dejado 
capotear por la verdad, no quita que su influjo 
sea la regla y su acción poderosa. Ha sufrido bo- 
fetadas estupendas que la han echado á rodar; 
pero se ha -puesto en pie sana y buena, ha sacu- 
dido el manto empolvado, ha recogido el cqtro y 
ha continuado gobernando quizás á los mismos 
qiie la aporrearon. 

Ejemplos: Querer componer el mundo y ha- 
cerle andar derecho, es la mayor de las locuras 
humanas. Bofetada á la derecha. 



LA REINA DBL MUNDO I59 

Pretender que las mujeres dejen de ser esclavas 
de las modas y del lujo, es otra locura mayúscula. 
Bofetada á la izquierda. 

Es preciso dudar de la buena fe de la diploma- 
cia como del amor de las coquetas. Coscorrón en 
el occipucio. 

Es preciso... Pero basta de ejemplos, que no 
queremos recordar los triunfos de la Verdad so- 
bre la Mentira, sino el imperio de ésta en la so- 
ciedad. 

Sigamos. 

— |Oh, mi querido amigo! ¡cuánto gusto tengo 
de verlel 

— Yo mucho más de ver á usted, carísimo. 

— ¿Y la familia? 

— Bien, gracias. ¿Y la de usted? 

— Perfectamente, gracias. Es usted tan bonda- 
doso que se interesa por todo lo mío. 

— Es natural: así lo amo y aprecio á usted. 

— ¡Oh! gracias, gracias. Pero, querido, es justo 
que corresponda usted al cordialísimo afecto que 
le profeso. 

Y entre ese par de prójimos que así se saludan 
dándose apretones de manos, al encontrarse en la 
calle, ni hay amistad, ni hay amor, ni hay cordia- 
lidad, ni hay alegría de verse, ni hay tal pan pin • 
tado, sino, quizás, todo lo contrario; y quizás, por 
ende, cada uno de los dos amibos se ha tragado, 
al saludarse, una gota de acíbar. 



l60 ;. L. MbRA 

«Mi estimado amigo de todo mi aprecio:» «Soy 
de. usted afectísimo amigo y seguro servidor que 
besa su mano.» He ahí las frases de rito con que 
empiezan y acaban miles y miles de cartas; y ni 
los que las escriben, ni los que las reciben creen 
en esos aprecios, afectos y besamanos. Tienen 
razón que les sobra. ¡Cuántos quisieran ver que- 
mada la mano que diz que besan! 

l\ esas señoritas y señoras que han puesto á la 
Verdad máscara de albayalde y de carmín? 

¿Y esas pelucas que esconden la verdad de las 
cabezas de bola de billar? 

¿Y esos novios que dicen lo son por amor ver- 
dadero y purísimo á las personas á quienesllevan 
al altar, y no por amor ciego á las talegas tenta- 
doras? 

Y esos ciudadanos honradísimos que juraij son 
adictos al Gobierno, porque ha puesto en planta 
sus ideas liberales, y no porque así lo exige la tripa 
vacía que está clamando por el pan del empleo? 

¿Y esos otros catolicazos l:iue se golpean el pe- 
cho suspirando y se hacen cruces en la boca cuán- 
do bostezan, y que, sin embargo, cuando se atra- 
viesa el miserable respeto humano, son capaces 
de dar cuatro gaznatadas á San Pedro y de piso- 
tear á un Santo Cristo? 

Dígase que todos esos bípedos, orgullosos de 
pertenecer al género humano, no son humildes 
pecheros de la Reina del Mundo, 



LA REINA DEL MUNDO l6z 

Y reina hasta del cielo... 

Alto ahí, lector, que te escandalizas de lo que 
acabo de escribir. Sí, señor: me ratifico en lo di- 
cho. No sino, escúchame; ó más bien escucha al 
P. Aguirre: 

<rMienten con grande desvelo, 
Miente el niño, miente el hombre, 

Y para que más te asombre. 
Aun sabe mentir el cielo; 
Pues vestido de azul velo 
Nos promete mil bonanzas, 

Y muy luego sin tardanzas 
Junta unas nubes rateras, 

Y nos moja muy de veras 

El buen cielo con sus chanzas.i> 

¿Qué tal? Pero lo que abunda no daña, y allá 
va una autoridad de más peso que el jesuíta gua- 
yaquileño: Lupercio de Argensola. 

«Yo os quiero confesar, don Juan, primero. 
Que aquel blanco y carmín de doña Elvir^ 
No tiene de ella más. si bien se mira. 
Que el haberle costado su dinero.]> 

(¡Puntillazo tremendo á la Rejna del Mundo! ) 

«Pero también que me confieses quiero. 
Que es tanta la beldad de su mentira, 
Que en vano á competir con ella aspira 
Belleza igual de rostro verdadero.» 



II 



Z62 J. L. MBRA 

(In tilo tempore debió tener más fuerza este 
reto; hoy en día no tanto, pues los rostros de 
nuestras Elviras por milagro podrán tener rostros 
competidores... jNo es poco lo que hemos pro- 
gresado!) 

<(Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande 
Por un engaño tal, pues que sabemos 
Que nos engaña asi naturaleza? 
Porque ese cielo azul que todos vemos 
Ni es cielo ni es azul...D 

¿Qué tal amiguito? Probado que hasta el 'cielo 
rinde parias á la susodicha Reina, y pluscuampro- 
bado que la señora Opinión no es tal Reina del 
Mundo^ ni siquiera de la República del Ecuador, 
donde suele opinarse tan poco y tan en falso. 

Para concluir. 

Quien estas lineas trazando 
Ha i'do entre burlas y veras, 
Miente como todos, cuando 
Se llama Pepe Tijeras, 



LOS DISFEAOES 



(A Pascual Dardo.) 

'^W'is conceptos acerca de la Reina del mundo^ 
^^^ querido Pascual, te pusieron la pluma en la 
mano, y sacaste á barrera á los Hijos de la Reina; 
pero te fijaste de preferencia en los chullalevas, á 
quienes la madre no ha provisto de abundancia 
de vestidos, según denota ese nombre semiqui- 
chua y semiespañol, ni de medios de satisfacer 
decentemente las necesidades del estómago, y te 
olvidaste de muchos de aquella real prole que 
deben á la Mentira gran provisión de lujosos 
trajes, opípara mesa y brillante posición social. 
Métete un poco por los laberintos del mundo, en 
especial por las callejuelas de la política, y ya ve- 
rás si no hallas á centenares esos dichosos prínci- 



164 J. L. MERA 

pes colocados por la augusta mamá en el centro 
de las riquezas y los placeres, y acariciados por 
los honores, si no por la honra. Yo pudiera acom- 
pañarte en la^ incursión para ir en amigable pláti- 
ca diciéndonos la§ impresiones que nos causen; 
y aun llevaríamos la maquinita inventada por 
Niepce para sacar sus retratos y regalarlos á los lec- 
tores del Semanario Popular; pero ¡qué caramba! 
restamos en vísperas de inocentes, y el ce monde 
ci f^ est qu* une mascar ade de un escritor francés 
se ha puesto á voltejear en mi cabeza, y no me 
deja. Y como también las máscaras y los pinto- 
rrees son palaciegos y favoritos de la Reina del 
mundoy en ellos quiero ocuparme un momento. 
Si no ¿cómo me sacudo de la tentación que se me 
ha pegado? Conque, déjame en paz satisfacer ccMi 
estos mis deseos, y tú entiéndete con los otros, y 
sacude el polvo de sus levitas únicas^ aplasta mi- 
riñaques y desbarata copetes.' 

Lee que lee, hila que hila por ver si doy con 
quien inventó el disfraz y en qué tiempo, pregun- 
to á Diodoro Sículo y me dice que lo usaban los 
Egipcios; interrogo á los Griegos, y me señalan 
á Esquilo cubriendo de máscaras á los actores; 
me vuelvo á los Romanos, y me enseñan á los de- 
.votos de Saturno y Baco transformados en bes- 
tias y andando en cuatro pies. Los Romanos imi- 
taron á los Griegos, éstos á los Egipcios, ¿y éstos? 
No lo sé. 



LOS DISFRACBS 165 

Rebeca disfrazó la mano de Jacob para engañar 
á Isaac; Thamar se disfrazó para engañar á Judá. 
Dale que le das en la historia, me cuelo en el Pa- 
raíso. Aquí está la cosa: mírenmele á Satanás dis* 
frazado de serpiente para engañar á Eva! El 
disfraz es la mentira material, la mentira visible 
y tangible; toda mentira es mala, todo k) malo 
tiene origen en lo malo por esencia; luego sin tan- 
to rodeo ni trabajo pude haber dado con el in- 
ventor del disfraz. 

Ahora vamos bajando á los tiempos modernoB. 
Subir es naturalmente más difjcil que bajar, y si 
no obstante, ascendiendo por los escalones de los 
siglos nos fuimos hasta el Edén, al retroceder nos 
vinimos por ellos abajo en menos de un Jesús. En 
cada escalón hallamos el disfraz por todas partes; 
«n la Edad Media desde la celada del caballero 
hasta el antifaz del flagelante, en nuestros tiem- 
pos desde el dominó del carnaval y los inocentes 
hasta el cucurucho de nuestras procesiones. Más- 
caras en Europa, máscaras en Asia, máscaras en 
África, máscaras en América; disfraces para el 
cuerpo, disfraces para el alma, disfraces para los vi- 
cios y defectos, disfraces hasta para los delitos y 
crímenes... ¡Vámosl la invención del primitivo 
conquistador del mundo, que comenzó sus hazar 
ñas al pie de un manzano, ha llegado á ser fecun- 
dísima, universal y perpetua; no terminará sino 
con el desbarajuste supremo de la sociedad hu- 



l66 J.~ L. MBRA 

mana: sólo al toque de la consabida trompeta 
caerán para siempre todas las máscaras. 

Parece que la raza sajona, y en general las del 
norte, son menos aficionadas á la careta que la 
raza latina. No sé por qué — no puedo explicár- 
melo—creo yo más natural que un Crispi ó un 
Sagasta puedan vestirse de polichinelas, y no un 
Bismarck ó un Salisbury. Se entiende, hablo del 
disfraz de trapo y cartón, que en cuanto á los 
demás que sirven para ocultar las partes inmate- 
riales del hombre, no hay quien no los use: ita- 
lianos y españoles,^ ingleses y alemanes, franceses 
y rusos, griegos y judíos, yankees y colombianos... 
jOh! ¡ce monde ci ti est qt¿ une mascarade! 

Ya viene, ya llega la temporada de inocentes; 
ya vemos miles de máscalas en tiendas y almace- 
nes; ya zumban en nuestros oídos las risas, los 
gritos, las necedades de I^ls patrullas y del pueblo 
que las sigue; ya invade nuestras narices el am- 
biente aguardentoso de esos días dichosos... para 
el diablo; ya regocijan el corazón de este príncipe 
de las máscaras los frutos de la fiesta: la total de- 
rrota de la pudicicia en lucha con la desvergüen- 
za, la muerte de la inocencia, el empuercamiento 
de la honra, la ruptura de matrimonios, los enla- 
ces mal trabados que formarán luego infiernos do- 
mésticos, las riñas, las deudas, los chismes ridícu- 
los, los comentarios infames... 

Con todo, seamos justos, en estos disfraces á 



LOS DISFRACBS 167 

-_ m — ■ 

veces el príncipe que los promueve se ve chas- 
queado, pues ó esos frutos son escasos ó no los 
hay. He visto niños inocentes con caretas, h% 
visto gente honrada que se ha detenido en los 
límites de la decencia; pero quíteme usted un 
cinco ó diez por ciento que forma la excepción, y 
todo lo demás es un océano de malicia y de tor- 
peza, ó cuando menos de ridiculez que tizna la 
reputación de quien se ha puesto antifaz, y por 
derramar la sal que no tiene, derrama insulseces 
que le sobran. 

Estamos en la capital de la República; los dis- 
fraces han comenzado por el pueblo, y hay gran- 
de animación en calles y plazas. Por allí va una 
partida de monos; son muchachos que gustan de 
remedarse á sí propios; más allá van unos mozos 
que llevan fuera las faldas de las camisas; por ahí 
vienen unos frailes betlemitas; sígnenlos unos 
indios é indias; y todos repiten, encarándose con 
los transeúntes ó los curiosos, la frase entre ellos 
ritual, ¿me conocis? Y charlan y gritan, y corren 
y saltan; y sigúelos por todas partes la desarra- 
pada granuja alborotando como unos diantres; 
¡Machicho^ máchica! ¡ Chiquilla camisona! ¡Pa* 
dre belermo, mi,., está enfermo! 

El buen humor ha subido de los talleres y pul- 
perías á los salones, de la gente de alpargata y 
poncho^ la gente encopetada. Llegó el día 28 y 
vinieron los demás hasta la Epifanía, y señoritas 



Z68 J. L. MBRA 

y caballero^ quieren ser inocentes... á su manera: 
la antítesis es soberbia. La plaza de la Catedral 
está iluminada y en los portales hierve el gentío 
levantando voces en todos los tonos imaginables, 
desde el susurro apenas perceptible hasta el es- 
tentóreo rompe- tímpanos. Todavía hay restos de 
la antigua costumbre de colocar hileras de mesas 
y silletas á lo largo de los portales, donde se sien- 
tan mujeres y niños para ver desfilar \2iS patrullas 
de máscaras. Antes (yo alcancé esos tiempos) las 
damas de la aristocracia no se desdeñaban de co- 
locarse en aquellas mesas como efigies en altar, y 
recibían á quemarropa las burlas y hasta las des- 
vergüenzas de los máscaras; hoy se ponen en tan 
peregrina exhibicióiL.sólo las mujeres de poco 
más ó menos, que ríen de todo, hasta^ de las fra- 
ses verdes, con tal que las dirijan bocas que no 
conocen. Las inmunidades de un máscara son ex- 
traordinarias, y crecen y se afirman con el aplauso 
de los necios. — ¡Qué bonito! ¡qué gracioso! ¡qué 
chistoso! ¡éste sí que es una plata! ¡éste sí que es 
una teja! ¡Ay no sé! tan pronto que pasa. Ya 
vienen otros; ¡qué maravilla! ¡ja ja ja! ¡jijiji! 
Vean, vean, ahí viene Fulano: ¡qtié rico remedo! 
Miren, allá va Zutana: si es ella misma en cuerpo 
y alma: ¡esto sí que es remedar ala perfección! 

Y pasan soldados y llapangas, pisaverdes y co- 
quetas, frailes y beatas; caras de semigentes, in- 
dios, negros, viejos con barbas de hilachas, niñas 



LOS DISFRACES 169 



con calzonarias, caras de animales... ¡Vamos! si es 
el mundo mismo personiñcado. Ahí están sus li- 
bertinajes, ahí sus boberías, ahí su anhelo de en- 
gañar para divertirse, ahí su charla insustancial ó 
percuciente. Y es curioso observar la similitud 
•de muchos encaretados entre la figura visible y 
la que va dentro: aquí está el usurero don Pan- 
cracio vestido de judío; por allá viene cierto es- 
poso del género paciente que se ha chantado una 
máscara de carnero; por más allá se menea híi- 
cieíido cetas dona Venancia, doctora en chismo- 
grafía, que lleva cara de víbora; sigúela Paquita 
'con una boca que derrama risa y unos ojos que 
ven á todos y van diciendo, soj^ coqueta; á su lado 
va Sinforiano que cree que Paquita se muere por 
él, y se ha cubierto la cara con una máscara de 
bobalicón, de bigotito retorcido, boca amable y 
ojillos dormidos y de dulzura sin igual. 

Pero dejemos á los bárbaros^ que allá se ve luz 
de blandones y se oye música. ¡Hurra! Ahí viene 
lo bueno. Veinticinco parejas, moros y circasia- 
nas, con un lujo, con un brillo, con un garbo que 
no hay más que ver. Pasa la procesión á paso me- 
surado por el estrecho callejón que dejan en los 
portales dos muros de gente apiñada; delante va 
la. banda militar que tpca una alegre marcha; á 
los costados los pajes que llevan los blandones; 
máscaras y espectadores hablan poco. Estos se 
han hecho todo ojos, y por eso sus lenguas se han 



I70 1. L. MBRA 

aquietado; aquéllos gastan pocas palabras porque 
esto conviene á la gravedad del acto. A lo más 
algún moro saluda con la mano al conocido á 
quien ha reparado entre la muchedumbre; y al- 
guna circasiana que ha visto á una amiguita, ba- 
tiendo también la mano diminuta y enguantada, 
la dice: Cómo estás, choltta. Y siguen las conje- 
turas sobre quién será el moro y quién la circa- 
siana: es Fulano, es Zutano, es Perencejo. ¿Y la 
dama? Paulita, Antonieta, Laura. — ¡Bah! salta 
don Melitón, que posee la cienciji de adivinar las 
personas detrás de las caretas, y que por esto es 
un oráculo en la política, ¡bah! ese, moro es mi 
compadre don Manongo: ahí estjl su meneo al 
andar y su pescuezo de á metro. La señorita 
que va con él es Malvina, la novia de Perico: ¿no 
ven ustedes esos brazos secos y largos y ese pe- 
cho huesudo y hundido? Qué lerdos son ustedes, 
y cómo se dgan engañar por un cartón pintado; 
y no yo... jBah, bahl á mí no me la pegan, porque 
soy capaz de descubrir al diablo tras una máscara. 
Mientras la curiosa turbamulta, abigarrado 
cuadro de paño y de bayeta, de muselina y de 
tocuyo, de cintas y encajes, de caras tersas, de 
frentes arrugadas, de mogigatas, de tontilocas, de 
pisaverdes, de chullalevaSy sigue viendo pasar 
bárbaros y otras patrullas^ y vaciando las mesas 
de confites y sorbetes con todos sus ajilimógilis, y 
levantando el codo que es una gloría, hasta dejar 



LOS DISFRACES 171 



enjutos barriles y botellas, y empapadas, á pesar 
de la policía, veredas y esquinas, los moros y las" 
, circasianas han sido recibidos en cuatro casas, y 
en la quinta será el remate. En casa del ricacho 
don Blas han comido, bebido y bailado de nueve 
á diez. En casa de don Bartolomé, de once á doce, 
Ídem. En casa de don Mauro de doce á una, ídem. 
En el salón de don Mariano pasarán hasta que el 
sol apunte. Allí, quitadas las máscaras, han entra- 
do en las regiones de la confianza; las cabezas no 
están en su estado normal; en los corazones hay 
algo de sobra que riñe con la honestidad; los ojos 
buscan pasto de lascivia; la lengua hace revelacio- 
nes indiscretas; los oídos se abren á ellas para que 
pasen á manchar .una alma, quizás pocas horas 
antes limpia y gajlarda can la pulcritud de la ino- 
cencia y la hidalguía del honor. Allí está la urba- 
nidad,' pero con el antifaz de la franqueza; allí está 
la decencia, pero con los arreos de un lujo demen- 
te; allí la alegría, pero de bracero con la desenvol- 
tura. I. os papas están ciegos, las mamas converti- 
das en nenes, los maridos embobados, las niñas 
todo junto, ciegas, embaucadas, entontecidas; los 
don Juan Tenorios de pacotilla, en sus glorias... 
¡Vivan los inocentesl ¡vivan las mascaradas! aun- 
que después vengan el arrepentimiento, las lágri- 
mas, las maldiciones. 

¿Me dirá que no algún lector, y sobre todo, al- 
guna amable lectora? Pues yo les diré que se han 



172 J. L. HfcRA 

echado á las espaldas el volumen de la experien- 
cia. Los don Blases y las doñas Blasas, los don Be- 
nitos y las doñas Benitas, suelen dar comunmen- 
te sus recepciones de inocentes, porque tienen en 
sus casas un efecto que recelan se les haga huc' 
so: un par de pollas frescas y lindas, á las cuales 
sin embargo, no se ha presentado pollo ninguno; 
y en las mascaradas y en los bailes puede caer al- 
guno como una bendición del cielo; pero como 
ios pollos suelen ser más diestros cazadores que las 
pollas y sus mSmás, esas iirfelices son las que caen. 
¡Y qué caídas!... de esas que no se remedian con 
lágrima ni arrepentimientos. En cada diez tram- 
pas de inocentes y de bailes, paseos á escote y es- 
pectáculos públicos^ se enredan de pies y manos 
y quedan presos un pollo y nueye pollas. |Y cuán- 
tas veces la triunfante cazadora es la víctima de 
su misma presa! ¡cuántas veces ha cogido en sus 
redes, no un marido, sino un verdugol Siempre la 
caída es la desdichada mujer, y con todo, ¡cuan 
escaso es el escarmiento! 

Pero, Pascual amigo, dejemos estas mascaradas 
anuales y vengamos á las de cada día .y cada mo- 
mento; pasémosles revista, siquiera sea brevemen- 
te, pues mira que el boceto de artículo que te 
voy enderezando va á comerse más columnas del 
Semanario de las que yo quisiera. 

La palabra es muchas veces la máscara de las 
ideas y los afectos. Alguien ha dicho ya esto óco- 



LOS DISFRACES I73 



sa parecida; pero no me parece malo que aquí lo 
repita yo. 

El interés se disfraza todos los días con la care- 
ta del amor, y lleva al áttar á la novia engajada. 
Ella le entrega corazón y mano; pero él acepta 
sólo las talegas. 

El vicio se disfraza de virtud, y á veces lo 
hace tan de primor, que seduce á los más ejc- 
pertos. 

La ignorancia se pone el antifaz del saber, y se 
pasea oronda por el mundo. 

La cobardía se cubre. con la celada del valor, y 
hétela una heroína — una Clorinda de poema ó 
una Juana de Arco de la historia. 

La ambición se cubre con la careta del patrio- 
tismo, y mira qué multitud de ciudadanos emi- 
nentes (eminentemente hechizos) andan mezcla- 
dos en los negocios públicos, fomentando revolu- 
ciones, arruinando pueblos y matando hasta la es- 
peranza de cimentar el orden y la paz. 

La licencia se cubre con la máscara de la liber- 
tad, y mira como va el mundo con el liberalismo 
. que lo va poniendo todo patas arriba. 

Hasta la impiedad y la heregía se han fabrica- 
do sus mascaritas de cristianismo puro^ por ver 
de hallar algún acomodo en la opinión pública, y 
no ser arrojadas á capotazos del festín de nuestra 
política. - 

¿En dónde no está la máscara, amigo Dardo? 



Z74 J. L. MERA 

¿para qué no sirve? El mundo es un carnaval per- 
petuo, una temporada de inocentes sin interrup- 
ción. La máscara es un artículo de primera nece- 
sidad, sin la cual no puede vivir el género huma- 
no ¡Viva la máscara! 



El matrimonio juzgado por un librero. 



^JIÍn viejo casado y velado y lleno de experien- 
C^ cía, librero de profesión y que no tenía 
más defecto que el de ser libromaniática, hablán- 
dome una vez de matrimonio me decía lo si- 
guiente: 

— ^Nadie sabe mejor que yo lo que es el matri- 
monio, pues soy siete veces casado, lo cual quiere 
decir que he. hecho siete ediciones de la obra. 

Ya ves si no me parecerá muy buena. 

¡No lo ha de ser, siendo obra de Dios! 

La primera edición se hizo en el Paraíso, co- 
rrecta y esmerada. 

Pero la envidia de Satanás la dañó y desde en- 
tonces es rarísima una edición que corresponda 
á la bondad de la obra. 

Cual más, cual menos, todas sacan erratas si- 
quiera no sean sustanciales; pero lo común es que 



176 J . L. MERA 

sean tan gordas, que no se las pueda salvar con la 
consabida^ de ellas puesta en la última página. 

El primer tomo (vulgo marido) suele abundar 
en yerros tipográficos algo más que el segundo 
(vulgo mujer). 

En éste, á las veces, son- sustanciales hasta un 
simple cambio de letras, ó' la falta de una coma, 
ó la sobra de un punto, que en el tomo primero 
pasan desadvertidos. 

La invención de las pastas tiene origen en las 
hojas de higuera con que se cubrieron Adán y 
Eva. Hoy, como tú sabes, muchos libros se eiQ- 
pastan para cubrir defectos y deformidades: y 
mientras más grandes son éstos, la pasta es más 
bonita. 

En el matrimonio la pasta se llama apariencia, 
ó la apariencia pasta, que allá se va á dar. 

Cuando más peligros de malograrse corre la 
obra, es precisamente al tiempo de encuadernar- 
la y ponerla cubierta. - • 

Entonces sucede la diablura de alterarse las pá- 
ginas, produciéndose una confusión inexcrutable: 
iqué cambios eti los gapítulos! ¡qué trocatinta en 
la foliatural Muchas veces el principio es el fin, y 
viceversa; ó en medio del tomo primero se inter- 
cala un trozo del segundo, ó el índice de éste se 
pone en aquél. 

Otras veces el primero lleva en el dorso el nú- 
mero 2.° y el segundo el número 1.** 



EL MATRIMONIO JUZGADO POR UN LIBRERO I77 

¡Imagina loque sucederá con esto en la obra 
matrimoniol 

Suele también haber discordancia en el tama- 
ño de los volúmenes y en la calidad de las pastas, 
así como en el contenido mismo de la obra. 

Hay maridos tn folio para mujeres en octavo. 

Hay mujeres como misales para maridos como 
breviarios. 

Hay maridos con forro| de pergamino hacien- 
do par con mujeres de pasta de terciopelo. 

Hay maridos y mujeres tan mal eñcuadema- 
dos^, que se descuajaringan al menor contacto. 

Hay mujeres-poesía que disuenan de los mari- 
dos-prosa. 

Hay maridos que son poemas y chocan con sus 
mujeres que son recetarios de cocina. 

Hay matrimonios' que "feon misceláneas de pro^ 
sa y verso: elegías y epigramas, fábulas é histo- 
rias, todo está mezclado en ellos. 

Y lo peor es que en ocasiones (y no. son raras) 
el denionio introduce entre los dos tomos un ter- 
cero... y entonces ¡adiós obra de Dios! Unidad, 
armonía, fines qué se propuso el Autor, todo se 
lo lleva Pateta. 

- Si se formara una biblioteca de matrimonios, 
¿quién se atrevería á ser el bibliotecario? ¿Quién 
sería capaz de ordenar esos volúmenes y colocar- 
los en los plúteos correspondientes? 

Yo, lo confieso, con esa tarea me haría loco, y 

'12 



178 



quizás, quizás repitiera lo del famoso Ornar con 
la biblioteca de Alejandría. 

Por eso me he contentado con ordenar sólo 
mis propias ediciones. Y te diré en confianza que 
ni para esto he sido muy ducho: mis siete tomos 
segundos me han puesto á veces sin saber qué 
hacer de ellos, no obstante que, como es natural 
y cristiano, han ido viniendo de uno en uno. 

Juzgo, por lo demás, que no soy temerario 
cuando pienso que no se necesitan anaqueles muy 
grandes para colocar los volúmenes matrimonia- 
les en los que la obra de Dios no está descabala- 
da ó destruida. 

Para los ejemplares de esta obra en los cuales 
se lea claramente el título: Amor, virtud y felici- 
dad; cuya lectura corresponda al título; cuya edi- 
ción sea correcta y limpia, la encuademación 
igual y firme y la pasta modesta, pero de buen 
gusto; para esos ejemplares, digo, deberían cons- 
truirse anaqueles de oro. 

El bibliotecario debería ser un ángel. 

— ¿Hay esta clase de matrimonio— libros, al 
gusto de su Autor? 

— Sí los hay, aunque muy raros, como lo he in- 
dicado. 

— ¿Y anaqueles para ellos? 

— Los hay también; pero en el cielo. 

¡Bueno es el mundo para poner en estantes de 
lujo y guardar con cuidado lo que no le gustal 



EEPARTOS Y ÓTEOS NEGOCITOS 



tff ECTOR, te he estado viendo estos días, cuando 
O^ has pasado tus ojos por la relación de los 
milagros que los Gobernadores de Oriente han 
acostumbrado hacer: la llama de la indignación 
ha asomado á tu frente, tus cejas han descendido 
hasta casi esconder las pupilas, te has mordido los 
labios... Cálmate, amigo: «La historia no es más 
que la repetición de los mismos hechos aplicados 
á hombres y épocas diferentes.» Estas palabras de 
Chateaubriand puestas por el doctor Cevallos en 
la portada de la Historia del Ecuador^ convienen 
á todos los hechos históricos: evidencia tengo de 
que antes del diluvio hubo muchos que se enri- 
quecían con los repartos á costa de los débiles é 
infelices. Tú verás como dentro de poco se desci- 
fran algunos garabatos babilónicos que confirmen 
mi creencia. En el Arca de Noé se conservó por 



l80 1. L. HXRA 

desgracia la mala semilla de la codicia, y poco 
después del tremendo castigo, volvieron los re^ 
parios, uno de los monstruosos crímenes que ex- 
citaron la ira de Dios, y repartidores hubo entre 
babilonios y fenicios, entre egipcios y griegos^ 
entre romanos y cartagineses. Vinieron los tiem- 
pos de la conquista y la Colonia y hete á la pobre 
América con tamaño mal encima, amén de otros 
que llovieron sobre ella, y que lloviendo han con- 
tinuado, ¡pesia tal! aún después de su indepen- 
dencia. 

Los chapetones criollos y europeos, se desera» 
peñaron á maravilla en el oficio, sobre todo los 
encomenderos: ¡cuántos quebrados, cuántas ham- 
brientas víctimas de los vicios salieron de apuros 
y sacaron el vientre de mal año á costa de los in- 
dios! Un negocito de mercachifle en otras partes 
se convertía en negociazo en estas tierras de 
Dios. 

— Indio, ven acá: esta vara de paño es para tí. 

— ^Amo, ¿qué hago con este paño? 

— Lo que tú quieras. 

— Si no lo necesito. 

—¿Qué me importa? 

-.^iSi es inútil para mí! 

— ^Véndelo á otro. 

— Me darán apenas seis ú ocho pesos. 

— ¿Qué me importa? tú dentro de cuatro me- 
ses tienes que darme 25. 



REPARTOS Y OTROS NBOOCITOS l8l 

^4^ero amo... 

— No hay peros ni calabazas; este paño he 
traído para tí, y carga con él, y ¡chitón! 

—Indio, mira qué tocador tan lindo! es para tí! 

—Amo, eso para mí es inútil. 

— ¿Qué se me da á mí? 

— fSi no acostumbro verme en esos espejosl 

— Pues de hoy en adelante á costa de 15 pesos 
que me pagarás, vencido el plazo, tendrás ese 
^sto. 

— Pero amo... 

—No hay peros ni manzanos: cargue usted con 
«so y ¡chitón! 

He ahí una breve muestra del reparto^ para 
quien no lo sepa. ¿Cómo se le recaudaba?— De la 
manera más sencilla: si el indio tenía algunos 
bienes, pasaban á poder del repartidor; si era 
Iwtpio, se le vendía á algún hacendado para que 
desquitara el valor del paño ó del espejo, de la 
navaja de barba ó de los guantes ó de otros obje- 
tos que para nada le servían al obligado compra- 
dor, con su trabajo personal, á razón de medio 
real tarea. 

¿Se ha curado este mal después de la gran vic- 
toria de Pichincha? Pregúntaselo á los habitan- 
tes de las selvas del Ñapo. £1 gran bien de la 
«mancipación de América no ha curado todos sus 
males. 

Y no sólo lo preguntes á esa pobre gente, dueña 



l8a J. L. MBRA 

de auríferos ríos, de aromática vainilla y de exce- 
lente pita; pregúntaselo también á los indios y 
mestizos de los Andes, á esos que andan labranda 
nuestros campos y porteando nuestras mercan- 
cías. Antes de la independencia todo era Napa - 
para los repartidores; ahora todo es Ñapo para 
los ladrones herederos de aquella industria digna 
de Colet y de Cartouche. 

El gobierno español prohibió los repartos^ y 
aunque esto no fué cortar las uñas á los especula- 
dores, á lo menos se las embotó bastante. En días 
de vivos conocimos también un magistrado que 
tuvo lástima de los salvajes ñápenos, y al mismo 
tiempo que les envió sacerdotes que los civiliza- 
sen, cerró las puertas al infame latrocinio. Pero 
esto era imitar al gobierno de los godos, era coar- 
tar la libertad; y por esta picardía, y por los ca- 
minos que abrió, y por las escuelas que estableció, 
y por el impulso que dio á las ciencias, y por la 
protección que prestó á la moral, y por el amor 
que tuvo á la patria, y por otras y otras mil des- 
vergüenzas, lo mataron... Hicieron bien; ¿no es 
verdad, lector mío? Ahora fuera de otras venta- 
jas morales, sociales y políticas, podemos ir al 
Ñapo con cuatro trapos y un par de cachivaches 
que, repartidos á los salvajes, á la vuelta de poca» 
semanas son oro en polvo. ¡Qué ganga!... para 
ios indios por supuesto. ¿No es verdad, lector 
mío? 



REPARTOS Y OTROS NBGOCITOS 183 

Pero si quieres buscar la vida, si quieres enri- 
quecerte sin el trabajo de doblar la cordillera, pa- 
sando por el helado Papallacta y exponiéndote 
á esguazar peligrosos ríos, puedes echar un vade 
retro al Ñapo con su oro, vainilla y pita, y hacer 
por aquí lo mismo que hicieras por allá. En Es- 
meraldas, donde los mulatos montañeses reem- 
plazan á los indios, y donde el famoso tabaco es 
oro, se hacen admirables negocios, negociazos que 
dejan un ciento por uno y aun mucho más. Lle- 
vas, por ejemplo, la imagen de algún santo, de 
esas pintadas á la diabla y que asustarían á la 
beata más beata de las que en nuestra tierra vis- 
ten hábito, y la das á un rústico cosechero por un 
quintal de la aromática hoja. No importa que el 
plazo sea de un año, la ganancia es siempre cual 
corresponde á tus buenos y honrados deseos: el 
mamarracho te ha costado á lo más dos pesetas y 
el tabaco vendes en 70 ú 80 pesos. 

¿Te acuerdas de don Mariano Sillosapa? Fué el 
buen don Mariano quien llevó este negocio á la 
última perfección: compraba naipes á medio real, 
y las figuras eran la mina; los montañeses se las 
mercaban á buen precio: por un rey dos libras de 
tabaco; por una sota, una cuando menos ; por un 
caballo hasta tres. 

— Perdón, don Geroncio; usted exagera. 

— ¿Que yo exagero? ¡pardiezl lo que oyes, ami- 
guito, es historia monda y lironda. ¡Si conocieses 



X84 J- L. MBRA 

lo que son esos montañeses! junto á ellos nues- 
tros indios y los del Ñapo y Canelos son porten- 
tos de viveza y astucia. ¡Y si conocieses lo que son 
los traficantes de quienes te vengo hablando!.. 
Pero déjame acabar. ¿Sabes por qué don Mariano 
vendía con tanto aprecio aquellas figuras? Por 
que, ladino más que un gitano, hacía creer que 
los reyes eran Marías Santísimas, las sotas San 
Antonios, y los caballos Santiagos. — ¡A caballo de- 
bió largarse á los infiernos el tal señor Sillosapa! 

Mas eso de irse á Esmeraldas es lo mismo que 
irse al Ñapo: cordillera oriental ó cordillera occi- 
dental, allá se van á dar: en ambos casos hay una 
que trasmontar. Vade retro á Esmeraldas como 
al Ñapo! Quédate, hijo^ aquí metido entre la[s 
breñas de los Andes,. que no faltan inocentes y 
necesitados que se te presentarán á que les chu- 
. pes el quilo. Especialmente en el campo los hay 
que son una maravilla. Los negocios, desde lue- 
go, se hacen en pequeño; pero esto no importa: 
como son bastante numerosos... Ya sabes tú que 
de muchas gotas de cera se hace.un cirio pascual. 
Pellizca 25 pesos aquí, muerde tus 40 más allá, da 
una manotada á esos ló de acullá, y ya verás cuan 
gordas se te ponen las talegas al andar de pocos 
años. 

¿Quieres un maestro para estos negocitos tan sa- 
brosos y suculentos? Dos te puedo indicar; y si te 
place, cuatro; y si njás necesitas diez ó veinte. 



RBPARTOS \ OTROS NEG0CIT08 Z85 

Recibe lecciones de don Andrés de los Tordos: 
anda el bueno del hombre en pos de los necesita- 
dos y con la bolsa abierta para que metan la mano 
en ella. ¡Qué bondadoso es, y cómo se lamenta de 
la mala suerte de los menesterosos! ¡con qué pa- 
labras tan cristianas y dulces les habla! ¡cómo sus- 
piral Halagado el pobre, mete, en efecto, la mano. 
El caritativo de don Andrés sonríe de verle aga- 
rrado: la bolsa se ha convertido en cepo, y no sol- 
tará la presa mientras no entregue la última pe- 
seta de la enorme suma á que ha ascendido la ca- 
ridad que recibió en los días de penuria. 

Una corta historia te hará comprender más y 
mejor la lección ; es la historia de una gota de 
cera transformada en una marqueta. El bonísimo 
señor de los Tordos tuvo la generosidad de pres- 
tar 25 pesos á un indio, para salvarlo de un aprie- 
to; pero como ese acto benéfico no debía perjudi- 
carle, impuso al beneficiado algunas condiciones 
muy ligeras y sencillas: dentro de un año debía 
darle por esa suma dos quintales de manteca de 
puerco y algunas arrobas de sal, sin perjuicio de 
que, sobre la misma cantidad, le pagaría el mode- 
radísimo interés de medio real en peso cada mes. 
El tramposo del indio faltó á lo estipulado; ¡ha- 
brase visto picardía de la laya! Pero don Andrés no 
perderá ni un cuarto: la manteca, al precio en que 
debió venderse en Babahoyo, tantos pesos; la sal 
2k precio á que se habría realizado en Quito, tan^ 



l86 J. L. MBRA 

to; los intereses vencidos, tanto. |Ah, ahí la cosa 
no es para despreciada: significa, pico más ó me- 
nos, ciento veinte patacones. 

El indio fué demandado ante el Juez de Co- 
mercio, y brevis et breve condenado al pago; las 
costas engrosaron' la deuda; para cubrirla se le 
vendieron en subasta, por la mitad de su valor,, 
sus tierras, no muy extensas, su choza, sus ovejas, 
cerdos y burros, y como todavía quedase algo que 
saldar, el bribón del indio fué metido en la cárcel. 

— ¡Esto es infame! 

— Bien puede serlo, amigo lector; pero con esa 
y todo, es lo cierto que mi don Andrés tuvo re- 
gular utilidad. Y debemos añadir que á ella agre- 
gó también (todo es utilidad) el gusto que le cau- 
saron los lamentos de la mujer é hijos del arrui- 
nado y preso, que vagaban por la ciudad* y los 
campos maldiciendo (talnaña injusticia) al bon- 
dadoso don Andrés. 

¿Quieres otra lección? Allá te la enderezo. A 
don Servando de Tal se le había metido rara afi- 
ción á un terreno que partía límites con su ha- 
cienda. El pobre vecino, su dueño, tuvo una ne- 
cesidad, ni más ni menos que el indio susodicho^ 
Súpolo don Servando y le dijo:— ¿Usted en apu- 
ros por falta de dinero, teniéndome á mí de veci- 
no? No puede ser. Usted es negociante en Bode- 
gas; bien: tome usted 20 pesos; en el verano pró- 
ximo me da 20 arrobas de buena sal, y andar, que 



REPARTOS Y OTROS N«GOCITOS 187 

ambos ganamos. Llegó el verano, el vecino traja 
la sal y se la llevó á don Servando. — Si con 20 pe- 
sos, dijo éste, ha hecho usted buen negocio ¡qué 
no hará con 40! Venda usted ese artículo que está 
á dos pesos la arroba, y aproveche del dinero. En 
cuanto á mí, renovemos el pagaré, y asunto con- 
cluido. Así se hizo; vino el verano y vinieron las 
40 arrobas de sal* 

— ¡Qué afortunado es usted, vecino! Pero ¿para 
qué me trae usted esa sal? No sea usted bueno: 
repita el negocio. El vecino menea la cabeza; pero 
tanto le anima don Servando, que al fin conviene». 
Llega él verano; d deudor ya no asoma á princi- 
pios de la estación, ni ha podido traer completas- 
las 80 arrobas. 

—No importa, dice el excelente don Servando, 
no me pague usted ahora ni el pico que falta ni 
nada. Ya ve usted que el artículo está actualmen- 
te á veinte reales arroba; no sea bobo, y adelante 
con el negocio. Lo único que se necesita es (so- 
mos mortales y es preciso asegurarlo todo para lo 
futuro) que por la cantidad que debe usted pagar- 
me dentro de seis meses, me hipoteque su terre- 
no. No hay que añadir que esto se verificó, y que 
el escribano hizo la escritura larga, larga, larga y 
soporífera, y que don Servando quedó contento. 

¡No había de quedar hecho una pascua! Se ven- 
ció el plazo, hubo ejecución, el doctorcito don 
Fortunato Prodigioso, hechura de los estudios li- 



Z88 J. L. MttRA 

I ' 

bres de nuestra patria y flor y nata de nuestro 
foro, echó docena y media de escritos de á cien 
pesos, y el terreno hipotecado se remató; y don 
Servando filé el mejor postor, y el vecino quedó 
con un metro de narices, la boca abierta y el vien* 
tre pegado al espinazo. 

¿Qué tal amiguito? ¡esto si se llama ser nego- 
ciante y saber la letra menuda! 

Y advierte que no te cuento eso de hacer ade- 
lantos para trigo y maíz por la cuarta parte de su 
precio; eso de prestar sobre prendas para rematar- 
las por una nonada, y otros mil caminitos por los 
cuales la gente experta en materia de buscar la 
vida se va derechito á la riqueza, á costa del tra- 
bajo, la fatiga y la libertad de los infelices. 

Y también se van derechito á los abismos de 
la ruindad y de la infamia, y á los infiernos. 

— ¡Calla hombrel si te oyeran los... 

— Que me oigan. 

-r-Pero mira, como tú pienso yo, como tú me 
irrito, como tú quisiera acabar con esas esponjas 
del sustento, sudor y sangre del pueblo; no vayas» 
pues, á juzgar que tengo entrañas menos sensibles 
que las tuyas y corazón menos bien puesto. Siem- 
pre he visto el robo como uno de los mayores crí- 
menes; pero robar so capa de negociantes; robar 
con artimañas en las cuales se hace representar á 
las leyes y á la justicia misma papel indecoroso y 
triste, robar á un padre de familia, á un huér&no, 



REPARTOS Y OTROS NBGOCITOS 189 

á una viuda; robar á la necesidad, es cosa en que 
los hombres de conciencia petrificada se salen de 
la esfera de los ladrones comunes, para buscar 
en la sociedad odio y horror asimismo nada co- 
munes. 

Frase tras frase, razón tras razón, nos vamos 
alargando demasiado, y ya El amigo de las fa- 
milias quiere que pongamos punto á nuestro ser- 
moneo^ á sus columnas destinado; pero |cómo 
guardar entre la campanilla y los dientes lo que 
acaba de pasar con un aprendiz de negociantel 

El buen mancebo, que es una esperanza, pagó á 
un campesino para que hiciese empollar con gran 
cuidado unos diez huevos de gallina de cria cas* 
tiza. Salieron nueve poUuelos; y ¿el décimo hue- 
vo? ¡chagra picaro! se le robó sin duda. El per- 
judicado dueño entabló denjanda, y dijo al juez: 
De ese huevo debió nacer pollo y no polla, el pollo 
tenía que hacerse gallo; éste, valiente en la pelea, 
lo menos me habría dado diez pesos de ganancia. 
Una vez acreditado, cosa infalible, cualquier ga- 
llero me habría pagado otros diez pesos por él. 
Así, pues, aquel huevo valía veinte pesos, y exijo 
del señor juez me los haga pagar, por ser justicia 
que imploro, y juro costas, etc. 

— ¡Calle tío Geronciol ya vuelve usted á sus 
cachitos, 

—Y tú vuelves á tu incredulidad. Lo que me 
oyes es cierto, como que yo soy cristiano á ma- 



XgO J. L. MERA 

chamartillo. Si no apuraran de la imprenta, ya te 
dijera hasta los nombres, pero... 

— ^Pero, dígame ¿qué hizo el juez? 

— Tuvo vergüenza de echar fallo sobre un huevo. 

—¿Y el demandante? 

— Se largó muy fresco, como si hubiera sido 
nada su inicua tentativa; ¿qué perdía al salirle 
iiuera? Un huevo y nada más. 



LOS CURANDEROS 



CÍa. humanidad, á fuerza de afanes y ciencia, ha 
O^ dado caza á la civilización; aquella Diana de 
millones de cabezas y brazos no ha dejado de em- 
plear su inteligencia múltiple y su fuerza prodi- 
giosa en perseguir esta ave del cielo que, á juicio 
de unos caballerazos llamados filósofos, andaba 
huyendo de los hombres por causa del cristianis- 
mo. Una vez agarrada, le han dado el sobrenom- 
bre de moderna] mas, con permiso de los señores 
filósofos, yo opino, sin embargo de no entender 
ni un palote de filosofía, que en esto no van muy 
derecho: lo que llaman ellos civilización moderna, 
es contemporánea de los Diógenes y los Crátes, y 
si les repugna llamarla vieja ^ calificativo que le 
vendría de perilla, digásele pagana, que no le 
viene muy mal. Y luego ¡el paganismo trae tantos 
bonitos recuerdos! 



192 J. L. MERA 

Como quiera que sea, la señora humanidad ci- 
vilizada á la moderna, cuenta hoy tres enemigos 
menos: el mundo, el demonio y la carne. 

Pero ¡qué voy diciendol no sólo tiene tres ene- 
migos menos, sino tres amigos más: el mundo, «i 
demonio y la carne, que en los tiempos de oscu- 
rantismo eran enemigos del alma, orígenes de 
pecados y desgracias, ahora no; pues pasaron los 
siglos de tonterías, y en ei nuestro en que el cielo 
de la inteligencia cuenta soles por millares, mun- 
do, demonio y xarne son compinches del alma 
humana, y fuentes de bienes y delicias. A bene- 
ficio de esos tres dioses que reinan envueltos en 
nubes de incienso y halagados por los himnos que, 
rodilla en tierra, le cantan los pueblos ilustrados 
y sabios, el mundo moral es ya una maravilla, y 
el político... No sé qué nombre darle, porque es 
más que una maravilla. 

Pero nosotros, á fuer de cati^icos, nosotros que 
por un tris no hemos sido desheredados de los 
bienes de la civilización moderna por completo, 
vivimos respirando todavía las auras de otros si- 
glos menos felices; el mundo, el demonio, la car- 
ne, son ¡Dios nos valga! enemigos del alma, y te- 
nemos por deber sagrado el combatirlos. A veces 
nos la acogotan y postran, cierto; pero no por eso 
llegamos á tenerlos por divinidades ni les quema- 
mos incienso. 

Los novísimos civilizados, por lo visto, tienen 



LOS CURANDBROS I93 



menos enemigos que nosotros pobrecitos. La hu- 
manidad cristiana á la antigua los tiene bien gor- 
dos y guapos para el alma y para el cuerpo. El 
pelear contra aquéllos queda, mediante la gracia 
divina, de cuenta nuestra, y no necesitamos los 
auxilios de la civilización moderna; si es verdad 
que ésta es omnipotente, háganos un gran favor, 
cual es el de ayudarnos á conjurar los males del 
cuerpo; eche lejos de nosotros á los enemigos de 
la salud y la vida, y se lo agradeceremos con to- 
das veras. 

■^Eso que ustedes quieren lo hace á maravilla 
la ciencia médica, nos dicen; esta ciencia, como 
las denyás, se ha elevado en nuestro siglo á la ca- 
tegoría de diosa. 

— Sí, señores, ustedes lo aseguran; si bien no 
ha faltado calumniador que dijese que enferme- 
dad y medicina son gemelas^ ¡Calumnia! ¡vil ca- 
lumnia! Que un mal médico en comercio con una 
dolencia cualquiera engendra la muerte, verdad 
redonda. Dígase tal, é inclinamos la cabeza sin 
replicar. 

Un mal médico, de aquellos (digámoslo en se- 
creto) que abundan entre nosotros, es respecto 
del cuerpo lo mismo que el mundo, ó el demonio 
ó la carne respecto del alma; un curandero equi- 
vale á dos de esos enemigos; échenle ustedes to- 
dos tres juntos, y tenemos una curandera. 

La ciencia médica en manos de un mal fiacul- 

«3 



194 J. L. MBRA 

tativo deja de ser ciencia para convertirse en 
arma legal; en manos de un curandero es arma 
prohibida, pero tolerada. 

El uno sin responsabilidad, el otro con ella, 
aunque solo en el nombre, asesinan del mismo 
modo; ambos asimismo, después de haber preci- 
pitado una ó más vidas en el sepulcro, y de ha-! 
berse hecho pagar competentemente por sus re- 
cetas homicidas, se quedan tan frescos como si tal. 

¿Veis ese hombrecillo seco, largo, de mirada 
agridulce, envuelto en una cuasi capa remendada 
á las espaldas, y bajo un sombrerazo de felpa con 
tres dedos de grasa á guisa de cinta? Es un famoso 
curandero, es D. Fulgencio Ruibarbo, á quien 
cantones y aldeas le doctorean, sin que importe 
un bledo que la Facultad no le hubiese graduado. 
Fué mozo de botica, aprendió de memoria unas 
cuantas recetas que despachó trastrocadas por en- 
cargo del boticario; hizo alguna colección de fra- 
ses técnicas, cargó con un Buchán que no sé qué 
persona sensata lo vendió para que sirviese de en- 
volver drogas, y hétele al doctorcito echándose 
por esos trigos de Dios en busca de la humanidad 
doliente para aliviarla. Y á f e que la alivia mu • 
chísimo, ¿qué difunto se queja de dolor ningimo? 
¿qué difunto le acusa? 

Con todo, el médico, por malo que sea, y un 
doctor Ruibarbo, por mucho que se parezca á un 
mal médico, hacen como que pulsan y auscultan 



LOS CURAMDBR08 XQ 



al enfermo, le dirigen preguntas más ó menos ra- 
ciónales, procuran mal ó bien aproximarse á la 
diagnosis; después, no hay duda, combaten la es- 
quinencia frotando ungüento amarillo en las plan- 
tas» ó la hepatitis por medio de cáusticos á la 
nuca, pero, en fin, tienen empeño en que el pa- 
ciente recupere la salud, y en su ignorancia pue- 
den con cierta buena fe echar parte de un mal 
resultado á la inocente ciencia, que sufre con hu- 
mildad la acusación; |mas una curandera!... 

¿Qué es una curandera? ¡Una calamidad! Con 
«lia una simple calentura se convierte en tifus, la 
tos jamás queda tos^ sino que pasa á ser pulmonía 
violenta, el más insignificante dolor de vientre 
mata como el miserere. 

La curandera: es la agravación de toda dolen- 
cia; es la muerte infalible de quien se deja tocar 
de ella, ó más bien de quien deja oler su enfer- 
medad, pues la señora médica muy rara vez se 
digna ver al enfermo: para diagnosticar tiene un 
medio admirable, un solo medio, señores, y cuen- 
ta con que ustedes duden de su eficacia, pues la 
Aghódice á la rústica les tomará ojeriza. 

Ya están ustedes picados de curiosidad por sa- 
ber cuál es ese medio, y yo, á fe mía, no tengo 
poco embarazo en decírselo: ¿qué hago? ¿lo diré?...-^ 
En fin, es preciso prescindir de la nimia delicade - 
22. que quisiera usar con ustedes, y decirles que 
si padecen, por ejemplo, de dolor de muelas, irri- 



Z96 J. L. M8RA 

tación de callos, etc., etc., envíen á la señora mé- 
dica un poquito de... |de orines! En el examen Üe 
ellos está la sabiduría de la doctora; no hay enfer- 
medad interior ni exterior, de la cabeza ó de los 
pies, visible ó invisible, - que no descubra en ese 
líquido. Color, olor, sabor, densidad, grado de 
transparencia bastan para que se ietnuestre la 
dolencia con todos sus caracteres. Pero ¡qué! si 
hay curandera que descubre bástalos pecados de 
sus enfermos, y si son mortales ó veniales. Y lue- 
go ¡bueno fuera que se quedara calladita como un 
confesor!... ¡Oh, si así como á la mujer le está ve- 
dado administrar el sacramento de la penitencia, 
se le prohibiese también ser curandera!... 

Nuestra sociedad tiene gran culpa en la exis- 
tencia de la calamidad de que voy lamentándome. 
Cuenta una vieja historia que entre los primiti- 
vos salvajes de América los había que adoraban 
las víboras, y tenían á dicha el perecer mordidos 
por ellas. ¿Os admira cosa t-an necia y bárbara? 
Pues admiraos también de que nuestro pueblo 
venere á las curanderas y se dejan matar de ellas. ' 

La ignorancia, la ociosidad y la audacia en 
monstruoso maridaje engendran las curanderas; 
la ignorancia y la ruin mezquindad las sostienen. 
¿Veis esa joven que tiene pereza de coser y ha- 
cer calceta? ¿Veis esa solterona que tiene repug- 
nancia de vestir ángeles, ó que no tiene pizca de 
gracia para ello? ¿Veis esa viuda á quien el tuno 



LOS CURAllDBKOS |g7 



de SU marido dejó en la miseria, y que no sabe 
qué hacer de su hambreado bulto? ¿Veis esa vieja 
<iue pasó su vida entre el cariucho'y el fandango, 
y que ahora no puede tomar derecho el huso? 
Pues todas ellas están camino del doctorado en 
medicina. 

A lo más, á título de comedidas y buenas cris- 
tianas, frecuentan la casa de un enfermo en las 
horas de las visitas del médico; le oyen con at;en- 
ción, se apoderan de las recetas, ayudan á prepa- 
rar las pócimas y cataplasmas, y parecen á veces 
unas Hermanas de la Caridadj según lo afanado 
y amorosas que andan en servicio del doliente. 
La frecuencia de la práctica las anima, observan 
al enfermo, hacen como que^ meditan su poco, 
opinan, cuchichean con la familia. Cuando llegan 
á este punto jojo avizor, señor facultativo! Por la 
noche deja usted mejorado á su enfermo; á la ma- 
ñana le halla agonizante; á las doce ¡dilín dalán! 
las campanas anuncian que hay un habitante más 
en el purgatorio. ¡Qué diantrel ¿qué ha sido esto? 
Nunca el diagnóstico fué más acertado, ni la apli- 
cación de las medicinas ha tenido mejor éxito. ¡Si 
don Fulano estaba fuera de peligro! ¡Esto es para 
volverse loco!— Pues ¿qué ha de ser, señor doc- 
tor? la susodicha enfermera, que ya sabe más que 
usted, le cambió la receta. Era preciso subir un 
escalón para acercarse al profesorado, y aunque 
•se escalón ha sido un cadáver, no importa: la 



ig8 J. L. IIXKA 

responsabilidad es para usted, el grado para ella^ 
y aguante usted esa pedrada en la frente. 

— Bien decía yo, exclama entretanto la docto- 
ra en crisálida: estos médicos son unos matagen- 
tes. Más valen los remedios caseros: nuestras 
agüitas, nuestros emplásticos, nuestros purganti- 
eos son la mano de Dios. Médico, botica» ]no me 
digan! horror les tengo» 

Una vez acreditada la curandera, busca su clien- 
tela en el pueblo y la halla numerosa; las aldeas 
especialmente le proporcionan centenares de víc- 
timas, y gallinas y huevos en abundancia, y no 
pocas pesetas, y millones de Dios le pague y por la 
caridad con que manda angelitos al cido, ó bien 
los deja sin padres en el mundo. 

Tenemos misiones para moralizar al pueblo y 
traerle á buen camino, librándolo de las garras del 
demonio; ¡cuándo las tendremos para asegurarle 
la vida, librándolo de las manos de curanderas y 
curanderos! 

¿Veis ese grupo de gente en la puerta de aque- 
lla casa? ¡Separadlo de allí, por Dios; ahuyentadlo 
aunque sea á latigazos!, pues está aguardando á 
la ñora Chombita, prodigio de las médicas, para 
que haga de las suyas con unos cuantos infelices 
enfermos. Ha ido á misa y no tardará en volver. 
Ya viene por ahí. Es cuasi-seftora; tiene sus cin- 
cuenta años y polvos; pobre de carnes, rica de 
pretensiones, cubre su armazón de huesos de vara 



LOS CURAMOBROS I99 



y tres cuartas de alto con un traje refractario de 
toda moda. Saluda á todos con bondad no muy 
legítima; trata de hijas á las mujeres, pregunta 
por los enfermos entre suspiros y muestras de lás- 
tima, y hace la cosecha de los regalitos, reconvi- 
niendo entre enojada y agradecida por ellos, pues 
cura sólo por caridad. — ¿Por qué se han molesta- 
do ustedes? ¡qué tal pensionarse sin qué ni para 
quél ¡tienen ustedes unas cosasl... Pasa luego á 
examinar el consabido líquido amarillento, que le 
presentan embotellado, y en seguida receta... 

I Adiós, pobres enfermos; hasta más vernos! La 
curandera os ha dado pasaporte para la tierra de 
los calvos. 



LOS MALHECHORES SOCIALES 



/CL ALLARDOS jóvcnes los tres que van por ahít 
IS^ Tienen trazas de estudiantes; ¿quiénes son? 
De diez años acá hallo tantas caras nuevas en la 
capital. 

—Esos jóvenes son Fulano, Zutano, Perencejo. 
En efecto, todos estudian : de los dos que van de- 
lante, el barbudito ha tomado el camino del foro, 
y el moreno el de la medicina. 

— ¿Y el que va detrás, tan cabizbajo y pudibun- 
do... ¡Vamos; hago á usted una pregunta digna de 
Perogrullo ó de la Palice; pues ¿no lleva traje de 
seminarista? 

— Cierto, ese mozalvete, si hemos de creer 
que el traje indica la vocación, se va camino de 
la Iglesia; pero ¿no es de temer que bajo esa apa- 
riencia de aprendiz de santo se esconda un futu- 
ro apóstata? 



a02 J. L. MBRA 

— ^Allá va un cuarto, y pertenece igualmente á 
la generación novísima para mí. 

— ¡Ah! sí, sí, y no me preguntará usted qué 
pretende ese niño; al primer vistazo lo conoce 
usted. 
-*Es militar: no hay que preguntarlo. 
— Sí, señor don Geroncio; militar, ¿No le pa- 
rece á usted que viene de las gradas de algún 
Nacimiento? Ayer era el pobrecito sacudido por 
las orejas por el maestro de escuela, porque 
por la centésima vez repitió mal una lección, y 
hoy mírele usted aforrado en su uniforme de ca- 
pitán como paraguas en su funda. Y, además^ 
iqué tieso y qué orondo val |qué cara pone tan 
hosca y tan temible, para que se le tenga por un 
Hércules! ¡y cómo se maltrata el labio superior 
por torcerse á pellizcos el bigote en ciernes! \Per 
Christunij que el muchacho vale por un ejército! 
Me sonreí, y callé al oir á mi amigo don Ben- 
venuto, cuyos labios rebosantes de acíbar, pare- 
cían dispuestos á continuar moviéndose contra 
el prójimo, pero sin salirse de lo justo. 

— Abogacía, medicina, clerecía, milicia, conti- 
nuó en el mismo tono, ¡qué manía de Judasl ¿No 
cree usted, tío Geroncio, que en ella está gran 
parte del malestar social de nuestra República? 
Tanto doctor, tanto soldado y luego vaya usted 
á ver cómo andan que dan grima y pena la agri- 
cultura, las artes, la industria, y tantas ciencias 



L0$ MALB9CHORBS 80CIALBS a03 

Útiles á la sociedad. ¿Quién sabe si aquellos jo- 
vencitos que nos han dado materia de conversa- 
ción, no sean aptos para el estudio de la química 
ó de la mecánica, ó para coser botaste para cor- 
tar chupas, ó para sembrar papas? Pero amigo, 
tengo que hacer por esta calle que va á Ichimbía: 
adiós. 

Don Benvenuto se separó de mí asaz inopina- 
damente, y tomó por una callejuela de la dere- 
cha, cuando yo esperaba que continuaría delei- 
tándome con sus juiciosas observaciones. 

Yo seguí andando como quien llevara inten- 
ción de ver estrellas en el Observatorio; pero las 
palabras de mi compinche penetraron en mi 
mente como chispas de fragua^ y fué imposible 
dejar de echar cuatro reflexiones sobre el tema 
que don Benvenuto chapodó su poco. 

Los reparos crítico-biliosos de éste, si no son 
los mismos, son cuando menos paríentes inme- 
diatos de los que se me habrían ocurrido ha mu- 
cho tiempo. Mas para ponerlos en su punto, de 
manera que la conciencia, no tenga de qué que- 
jarse, es menester tal cual aclaración. 

Cuando se trata de la comezón de nuestros jó- 
venes por el doctorado, no se han de envolver to- 
das las hebras en un solo ovillo; no señor. 

Pues hay muchos doctores abogados, pocos 
doctores médicos, poquísimos doctores de Iglesia. 

Conozco prelados á quienes les quita el sueño 



904 ;. L. uUmA 

y el hambre el pensar en la escasez del clero, cuan- 
to mayores son las necesidades de sus diócesis. 

Conozco pueblos donde no hay un médico 
á quien confiar la curación de un dolor de 
muelas. 

Pero no conozco rincón de la República donde 
no ha3ra un mal abogado, ó á falta de éste un 
tinterillo pillastre inspirado por aquél. 

Aun suponiendo que los tres grupos de docto- 
res fuesen iguales en el número de sus indivi- 
duos, esto es, que tuviésemos tanta multitud de 
médicos y eclesiásticos como de abogados; y en- 
trando también en la cuenta los militares hijos de 
nuestras revoluciones tan fecundasen producirlos, 
no estaría el mayor mal en la abundancia, sino en 
la mala calidad £Ul género. Especialmente buenos 
médicos, que alivien las mil y tantas dolencias de 
nuestra naturaleza material, y buenos sacerdotes, 
que combatan los vicios, guíen las almas por los 
caminos de Cristo y traigan la dicha á Ids pueUos 
por medio de la moral, los quisiéramos en gran 
número. 

Por desgracia, lo bueno está en minoría y la 
exuberancia de lo malo nos ^hoga y mata. 

Esta parte mala de nuestra gente graduada po- 
dría haber sido buena, en efecto, en los talleres, el 
comercio, la labranza; etc. ¿Por qué triste ventu- 
ra erró su vocación? Si su objeto era ganar dinero 
-y asegurarse vida regalada en lo porvenir, no es 



LOS MALHECHORES 80CIALB8 M^ 

buen expediente para ello el ser abogado ram- 
plón y enredador, médico que confunde el cínico 
con la fiebre, clérigo que apenas sabe decir misa, 
ó militar ignorante y cobarde. 

Y heme aquí en el punto principal de mis re- 
flexiones. 

Se toman las cosas por lo que no son y para lo 
que no son, y hacen los hombres lo que, por con- 
veniencia propia y por biien de la sociedad, no 
debe hacerse. 

Abogados, médicos, militares, no son los pueblos 
para vosotros; vosotros sois para los pueblos. Las 
profesiones que habéis abrazado tienen un eleva- 
dísimo fin social; si es verdad que tenéis justo de- 
recho á que se remunere vuestra . labor, pensad 
que no es esta labor un medio de enriqueceros, 
sino de cumplir un deber — el deber de hacer bien 
á la humanidad. No toméis lo secundario por lo 
principal, porque de este modo os ponéis en la 
pendiente de la degradación. Primero la humani- 
dad ; después vosotros para la humanidad. 

Un buen abogado es la luz del derecho, el de- 
positario de la ley, el sacerdote de la justicia. 
Ante él los enredadores del foro tiemblan, los 
ignorantes charlatanes enmudecen, la mala fe se 
esconde, el fraude y el robo huyen. El buen abo- 
gado, centinela vigil ante en medio del campo so- 
cial, cuida de la hacienda, la honra y la vida de 
los ciudadanos; no hay poder que tuerza su con- 



ao6 J. L. MERA 

ciencia, ni ilusión que perturbe la clara mirada 
de su inteligencia, cuando la pone en el punto en 
que es preciso buscar la verdad, aclarar un derecho 
y aplicar la ley. Cuando triunfa, no se alegra tan- 
to porque ha arrancado á un tribunal una sen* 
tencia £a\órable á un individuo, cuanto porque 
ha defendido con buen éxito un principio de jus- 
ticia, y la victoria favorece más á la sociedad que 
al cliente. 

Un buen médico es el verdadero campeón de 
la salud. En lucha diaria con las enfermedades» 
vive explorando el cuerpo humano, su campo de 
batalla, y pidiendo y obteniendo de todos los reinos 
de la naturaleza las armas con que ha de comba- 
tir al enemigo. Para él no hay descanso; sus es- 
tudios jamás ven un término, porque cada dolen* 
cia es un Proteo destinado á ejercitar día y no- 
che la inteligencia, y á poner á prueba la cons- 
tancia del médico. Cuando éste triunfa, se alegra 
de haber disputado una presa á la muerte; pero 
más se regocija por la victoria de la ciencia, por- 
que la ciencia pertenece á la humanidad. 

Un buen sacerdote... ¡ah! ¿sabéis lo que es un 
buen sacerdote? Pensad en Jesucristo, Jesucristo 
es Dios,, y el sacerdote es su ministro; el sacerdo- 
te posee los plenos poderes de Dios para con la 
humanidad. ¡Qué poder! ¡qué grandeza! ¡qué su- 
blimidad! Dios pone en el corazón de sus minis- 
tros su propio corazón, en su lengua su verdad, 



LOS ítalhbchorbs sociales 207 

ex^ sus manos el destino de las almas. El perdón 
del sacerdote borra del libro de la justicia eterna 
la sentencia que ha escrito el dedo de Dios con- 
tra el hombre. A las palabras del sacerdote el 
mismo Dios desciende á nuestros altares, para 
penetrar luego en nuestros corazones y hacemos 
fuertes, con la fortaleza de la misma divinidad. 
Los triunfos del sacerdote, son, pues, triunfos de 
Dios, y con Dios triunfa la humanidad. 

Un buen militar. Con cuatro palabras se define 
á quien hace honradamente su profesión del ejer- 
» cició de las armas; es él el defensor de las liber- 
tades, de la honra y la vida de la patria. ¡Noble, 
nobilísima profesión! El amor patrio es pasión 
santa, es virtud universal y madre del heroísmo 
sublime. La esp^a que se mueve por ese amor 
€s bendecida del cielo; la sangre que se vierte 
por ese amor es recogida y conservada en cálices 
de oro por el ángel de la historia de la humani- 
dad; la tumba que encierra los despojos de quien 
muere por ese amor, es altar donde se sienta el 
mismo Dios para escuchar las plegarias de los 
buenos. 

¡Oh jóvenes! haceos abogados, médicos, sacer- 
dotes, guerreros; pero no perdáis de vista el ver- 
dadero fin — el fin social y grandemente benéfico 
de esas profesiones. Desnudos de todo egoísmo; 
habituados á la generosidad y la abnegación; pen- 
sad poco en vosotros mismos y mucho en la hu- 



a08 J. L. MERA 

manidad; sustituid al mezquino yo la gran idea, 
hija del pesebre y del Calvario, que ilumina el ca- 
mino del amor y el sacrificio, y guía á la gloría 
del alma antes que á la del nombre. 

¡Ea, jóvenes! ¡al foro, al lecho del enfermo, al 
altar, al cuartel!... Pero aguardad: antes de dar 
un paso adelante examinaos, ved por qué lado os 
impele aquella misteriosa fuerza del espíritu que 
se llama vocación. 

Los que os^sentís empujados al seminario, no 
toméis la calle del cuartel: idos al seminario. 

Los que tenéis propensión á la milicia, no vis- 
táis sotana: haceos soldados. 

Los que halláis gusto en hojear expedientes y 
en buscar inspiraciones en los códigos, no vaciléis: 
al foro, y no al altar, ni al cuartel. 

Los que no os asustéis con los muertos ni te- 
méis contagios, haceos médicos, no abogados, ni 
frailes, ni militares. 

En una palabra, no contrariéis las inclinacio- 
nes de la naturaleza en punto á la profesión que 
os conviene adoptar. Si erráis, sois perdidos y co- 
rréis á aumentar el número de los malhechores 
de la sociedad. 

Los que no tengáis disposición para ninguna 
de esas carreras no os empeñéis en seguirlas, y 
buscad la vida por otros caminos de laboriosidad 
y honradez. El mundo está cruzado de infinidad 
de estos caminos. 



LOS MALHECHORES SOCIALKS 209 

Si OS gusta la ociosidad, si sois para nada, bus- 
cad algún revolcadero y pasad allí vuestros mise- 
rables días, hasta que os coman los perros. Vale 
más que algunos seres humanos embrutecidos 
por la pereza y los vicios terminen por ser devo- 
rados por los perros, que no que provistos en 
maldita hora de títulos universitarios, sean ellos 
los perros que vivan de la sangre de la sociedad. - 

Acabo de escribir una frase muy dura; Malhe* 
chores de la sociedad, y no me arrepiento, por- 
que esta frase encierra una gran verdad. 

¿Veis aquel abogado que, atento sólo á su pro- 
vecho individual, mueve y defiende pleitos ini- 
cuos, enreda testamentarías, tergiversa á su an« 
tojo las razones y las leyes, engaña al inocente ó 
le castiga, protege al pillo y al criminal, prostitu- 
ye á roso y belloso la conciencia, abofetea á dos 
manos á la justicia, se ríe y mofa de todo senti- 
miento de honor y delicadeza? Ese abogado os 
pide un calificativo; ¿cómo le llamaréis? Malhe- 
chor. 

¿Veis ese médico que desde que dejó las aulas 
y obtuvo su título no ha vuelto á abrir un solo 
libro de medicina; que no estudia enfermedad 
ninguna; que cuando es llamado á ejercer su 
profesil5n, antes que al enfermo, primero pulsa su 
bolsillo para cerciorarse de que tiene lo único 
que busca; médico para el cual naturaleza no tie- 
ne luces ni tesoros, y cuya inteligencia, refracta- 

14 



ria así de las leyes de la ciencia como de las leyes 
<le la honra, va descendiendo día por día y hora 
por hora á los abismos de la estupida ignorancia; 
pero que sin embargo propina drogas, maneja la 
cuchilla, y echa docenas y docenas de enfermos y 
sanos al sepulcro? Ese doctorcito os está recla- 
mando un título; ¿cuál le daréis? £1 de malhe- 
chor. 

¿Veis ese eclesiástico que, ávido de solo las 
conveniencias mundanas y los placeres materia- 
les, ha olvidado los intereses del cielo; que en 
vez de conquistar almas para Jesucrito, las 
echa por el camino de Satanás; que ha deste- 
rrado de su corazón la caridad y la pureza, y ha 
hospedado en él el egoísmo y la lascivia; que 
emplea su lengua, no en predicar el Evangelio 
ni en alabar á Dios, sino en destilar veneno con- 
tra la honra del prójimo, la verdad y la justicia; 
que se hace político, que se hace tribuno, que 
se hace liberal, que se hace masón, que se hace 
apóstata? Ese, ese hombre que ha profanado la 
sotana y se ríe de los demás hombres, y de la re- 
ligión y de Dios, está clamando porque la justicia 
popular le administre un nuevo bautismo é im- 
ponga el nombre que le conviene. ¿Le llamaréis 
apóstol? ¿le llamaréis ángel? ¿le llamaréis santo? 
¡No, pardiez! le llamaréis malhechor. 

¿Veis ese militar que busca en la carrera de las 
armas la fuerza que necesita para llegar más 



LOS MALHECHORES SOCIALES 2IZ 

prontamente que por otros caminos á ia satisfac- 
ción de su ambición ó su codicia; que hace del 
cuartel un foco de revoluciones; que arrastra al 
pueblo á los campos de batalla y le fuerza al fra- 
trícidk); que derroca gobiernos, que empobrece 
familias y poblaciones; que bajo la influencia de 
su voluntad puesta al servicio exclusivo de sus 
intereses y pasiones hace desaparecer la idea 
santa y sublime que forma de lá milicia una ins- 
titución social de las más útiles y benéficas? Ese, 
ese hombre forrado en grana y oro, pidiendo está 

asimismo que le saquéis de pila y le llaméis — 

¿Patriota? ¿héroe? — ¡No, pardiez! — ¿Pues qué? — 
Malhechor. 

¡Oh jóvenes! si habéis de ser semejantes á esos 
seres infelices y, perniciosos y detestables, cuyo 
retrato acabamos de ver, huid de las universida- 
des, de los seminarios y de los cuarteles, porque 
son para vosotros las puertas del abismo, y una 
vez vosotros en ellos, los convertís para la socie- 
dad en otras tantas cajas de Pandora. 

Y si no huís de ellos voluntariamente; ¡cuan 
bueno fuera que se hiciese con vosotros lo que 
hizo Jesús con los judíos profanadores del tem- 
plo! ' 

Mas para eso sería preciso conoceros, y no con- 
fundir los Iscariotes con los hijos del Zebedeo. 
Cosa bien difícil, pues las malas inclinaciones son 
tan diestras en envolverse en el manto de la hi- 



ai2 J. L. MBRA 

pocresía! Hay que fiar mucho de la moral y la 
conciencia del individuo. Para esto es preciso 
una austera educación religiosa. Moral, concien- 
cia, religión; ¡astros que por desgracia van incli- 
nando su carrera al occidente! 

¡Qué diantre! 



j 



I 




PROYECTO DE RETRATO 



_ ^OFi^^ haya el no saber manejar la pluma de 
CSí^^ Fray Gerundio, ni la de Bonifacio, ni la 
de Emiro Kastos, ni el pincel, ni el lápiz! 

Tengo delante de mí una de las figuras más 
interesantes de la sociedad rural, un Teniente 
parroquial genuino y perfecto, y tengo que con- 
tentarme con yerle sin poder tomar su imagen. 

Pero no ha de ser así. Recuerdo que á cierta 
persona mucho más nula que yo en eso de hacer 
dibujos á pluma ó á lápiz, le gustó tan de veras 
la traza nada común de un prójimo que en el 
revés de una carta y con carbón hizo uno como 
retrato de él, el cual puesto en manos de nuestro 
distinguido artista Rafael Salas, fué al día si- 
guiente consumada imagen del susodicho próji- 
mo. ¡Quién no exclamaba al verla: Fulano de tall 



2X4 X- I" MBRA 

Pues bien, yo. también tomo mi carbón^ y 
venga usted señor Teniente parroquiaí, cuadre^ 
S9nte mu}r formalito, y no t^aga cuidado de lo 
zurdo del retratista: mañana mismo pongo mi 
tosco esbozo en manos del señor don Bonifacio y 
ya verá si no me le corrige y enmienda y si no 
sale usted en persona, vivo y hablando en un 
número de E¡ Fénix, 

Era usted, no hace cuatro semanas, chagra 
humilde como un suelo; envejecía su sombrero 
á fuerza de sacárselo al saludar á todo el mundo; 
comedido y amable con sus iguales, se hacía que- 
rer de ellos, y tan buen proceder le había encom- 
padrado con medio pueblo. Usaba poncho deíer- 
ga y sombrero de lana, cabalgaba alguna vez en 
su viejo rucio y no se desdeñaba de encorÍKir los 
lomos para cavar papas ó cortar cebada. 

Pero ahora el don Benito (¿no es cierto que se 
llama usted don Benito? Pues no hay más que 
averiguar, y estéseme quieto), el don Benito es tan 
otro, que ni sombra veo del de marras. |Vaya si 
hasta don es ya y no Benito á secas. 

Parece que usted ha crecido una tercia; Üeva 
la frente levantada con el orgullo de un héroe; á 
nadie saluda, excepto al Señor Usia del Gober- 
nador, al Jefe político, al Comisario, y al tinteri- 
llo con quien consulta sus dudas. Al señor cura... 
Así, así, de malagana. ¡Bueno fuera eso» de salu* 
dfar con atención al cura en estos tiempos de li- 



PROYBCTO DE RBTRATO 215 

bertad é ilustración I... Se le ha formado á usted 
un par de pliegues en el entrecejo, que me están 
diciendo: ¡Cuidado que te como! Los pelos de la 
barba, antes desparramados y que hacía más de • 
un año no habíao sentido la tiranía de la navaja 
han desaparecido, excepto el bigote, más tieso 
que usted jnismo y rebelde á los dedos que día y 
noche pugnan por domarle y convertirle en un 
par de donosos cuernecitos con las puntas hacia 
arriba. 

^ panza de burro se ha ido á un rincón, y le 
ha sustituido un sombrero de paja de anchas fal- 
das; el poncho de bayeta de pellón de dos tapas y 
colorado como las intenciones de un tuno, ha 
suplantado á la indigna jerga; los fueros de la 
alpargata, á pesar de las dolientes quejas de los 
dedos, han caído bajo el poder del botín charola- 
do; la chaqueta, ¡voto á bríos, y qué trancazo 
ha dado usted camino del progreso moderno! la 
chaqueta de sempiterno ha cedido á la levita de 
paño todo el dominio que por juro de antiquí- 
sima posesión tenía en las espaldas, pecho y bra- 
zoá de usted; por último, y esto es ya haber 
tocado la cumbre de la cultura, ó usted, ingrato 
coa el rucio, no quiere seguir honrándole con 
cabalgar en él, ó por arte de Judas el rucio, tan 
conocido y venerado de sus vecinos por su edad 
y bellas prendas, y por ser padre, y abuelo y vi- 
sabuelo de todos los rucios y rucias de la parro^ 



1X6 J. L. MRRA 

quia, se ha metamorfoseado en la pescuezuda 
yegua en que al presente luce usted su marcial 
persona. 

Mire usted, señor don Be^nito, le juro por las 
barbas de San Guillermo que apenas le conozco 
hoy en día, y estoy cierto que si resucitara su 
madre, le costaría trabajo reconocerle por el hijo 
de sus entrañas. Viéndole estoy, y no así como 
cualquiera, sino con ojos de artista, aunque ad 
hoc solamente, y no acierto á explicarme cómo 
puede á veces el simple título de Teniente parro- 
quial cambiar el alma, el corazón y la cascara de 
todo un buen cristiano en... en... (lAh, si el te- 
mor de la multa no me amordazase!)... Quiero 
decir en... en la cascara el corazón y el alma de 
un juez de aldea. 

Pero vayase usted á su despacho, mi don Beni- 
to, que para echar los últimos rasgos á este cuasi 
retrató, no he menester molestarle teniéndole de- 
lante, ni menos hacer que usted falte á su deber, 
¡Santa María Purísimal son las doce del día, y us- 
ted ha dejaáo por mi causa de machucar con el 
mazo del Reglamento á una media docena de pró- 
jimos. Vayase usted por Dios; hasta mañana. 

Se fué. Que se aleje un poco más y seguiremos. 

Mire usted, señor Cualquiera, con quien tengo 
á honra' conversar, qué inocente sería yo si me 
pusiese á añadir ciertos pormenores al esbozo, en 
presencia del original; un chisme 3\. Señor Usia^ 



PROYECTO DB RETRATO 217 

y. mañana estaría yo en el cuartel, porque tengo 
diez puntos de faltas á los ejercicios doctrinales, ó 
porque soy pernicioso en el pueblo, no obstante 
que no he dado motivo para puntos ni para co- 
mas, y que en lo tocante á pernicioso... {Válgame 
Diosl si todavía no he sido un Teniente parro- 
quial, ni Capitán de milicias, ni diezmero. Eso, 
pues, de concluir la imagen de don Benito, ó más 
bien hacer apuntes que han de servir al señor don 
Bonifacio, sólo yo sólito, fein que nadie me vea ni 
escuche. , 

El Teniente parroquial, seré franquísimo, no 
deja de tener sus noches de perros ni de beber sus 
amarguras. El Gobernador ha dicho al Jefe polí- 
tico y éste al Comisario, que hay traslado de tro- 
pas, y que se necesitan caballos, burros, peones, ' 
sillas, albardas, cabestros, etc., etc.; el Comisario 
se lo dice al Teniente, añadiendo: «Todo lo cual 
ha de estar aquí listo mañana sin falta, bajo su 
más «stricta responsabilidad, pues de no cumplir- 
lo, pagará usted veinticinco pesos de multa, y los 
daños y perjuicios que ocasionare.» He aquí á mi 
Juez medio asustado, medio despechado, caballe- 
ro en su yegua pescuecieterna y rodeado de me- 
dia docena de comisionados, cual si dijéramos de 
.una jauría, que sale por esos andurriales á cum- 
plir su deber. Los del pueblo y sus contornos han 
olido algo de los preparativos, y se han apresura- 
do á buscar en seguros escondites las garantías es- 



2X8 J. L. MBRA 

critas en la ley; porque ésta, sabido es, al ofrecer 1 
ua ecuatoriano cuantas seguridades puede apete* 
cer, no le ha prohibido que se esconda ó se fugue^ 
ni que oculte sus bienes como pueda cuando cier- 
tos empleados, garra en ristre, los amenacen de 
muerte. La susodicha autoridad y sus compañe- 
ros tienen olfato de venadero, huelen mucho más 
que los particulares, y es una gloria ver como van 
sacando de quebradas, chaparros y subterráneos 
los caballos de Fulano, las monturas de Zutano, ios. 
garabatos de Perencejo. Se ha colectado más de 
lo necesario; ¿y lo que sobra? El señor Juez no- 
sólo respira consolado, mas en sus ojos chispea la 
alegría: ¿son para menos esas cosas que sobran^ 
Es hombre honrado que no se quedará con ellas,, 
pero no repugna á su conciencia el aceptar el res- 
cate que los dueños le ofrezcan. 

Como este caso apurado no le faltan otros á 
nuestro Teniente. Sin embargo, |cómo le peta el 
empleo! ¿Y no le ha de petar? Ya ha visto u§ted 
de qué manera el vinagre de una comisión se en- 
dulza con los resultados de la misma comisión. 
Además, en eso de imponer multas por quítame 
allá estas pajas, se pinta solo. Si usted no le sa- 
ludó, multa; si dio un papirote á su criado, mul- 
ta ,-^ si el viento le llevó algunas basuras á su calle, 
multa; si se rascó la cabeza multa; si bostezó, mul- 
ta; multas por todo, hasta por las intenciones que 
diz que el prodigio de Teniente sabe adivinar. Con 






PROYBCTO DE RBTRATO 21^ 

frecuencia sobran también las multas, y la con- 
ciencia del bueno del Juez nada le dice cuando se 
las come. 

No suele ser extraño verle abocar el conoció 
miento de demandas civiles; donde probablemen- 
te halla también algunas sobras... Y ponerle las 
peras á cuarto al Juer civil, deshaciendo lo que 
hizo, encarcelando al que él absolvió,, escarcelan- 
do al que él condenó, y en fin, apropiándose de 
jurisdicción ajena á fuer de celoso de la justicia... 
siempre que le conviene. 

— ¿Y no hay quien contenga á éste...? 

— ¿Al Teniente don Benito? ¡Vaya usted ra- 
tonzuelo, á colgarle cascabeles á ese gato! El sabe 
muy bien cómo se ha dé'mover delante del üsia, 
del Juez de Lebras, del Comisario, para no dqar- 
se pillar de ninguno. Con ellos es más humilde 
que un fraile descalzó y en servirles tan ágil y 
puntual, que es un pasmo. 

— Don Benito, oiga usted acá. 

— Mande Señor Usía (Por supuesto, ha de ver- 
le usted sin pliegues en el entrecejo, sombrero en 
mano, los ojos en el suelo y los hombros á nivel 
de las orejas.) 

— ¿Sabe usted que mi concierto N. me ha he- 
t:ho una perrada? 

—Sí, Señor Usía, ¡Qué desvergüenza! 

— Pues quiero que usted me le agarre y me lo 
tenga en el cepo un mes. 



2ZO J. X,. MERA 

— Muy bien, Señor Usia^lo tendremos dos me- 
ses, cuando menos. 

¡Y es imposible que el susodicho concierto, que 
es cpmunmente un pobre indio, no se esté los dos 
meses clavado en el cepo! 

— Don Benito, oiga usted acá. 

—Mande usted, señor Comisario. 

— Iba á diügir á usted una nota; mas ya que 
le veo... 

—Mándeme no más lo que guste, señor Comi- 
sario. 

— Sabrá que ayer parió mi mujer, y necesito... 

— ¿Una ñuño? 

— Precisamente, y espero que usted... 

-iUf! volando. 

Al día siguiente dos robustas aldeanas con sus 
chicos á las espaldas, ambas llorosas, mogigatas, 
urañas, son presentadas al Comisario. Don Beni- 
to, para tomarlas, ha empleado los mismos me- 
dios que para la requisición de caballos, y es pro- 
bable que tampoco, le hayan faltado ^03/*^?^. 

Humilde esclavo de las autoridades superiores, 
las obedece sin replicar aún en lo que no debe; 
insoportable tirano de su pueblo, hace pesar su 
mano de hierro sobre los infelices. Las más de las 
veces el Código penal ó el Reglamento de poli- 
cía son inútiles para él; bastan su voluntad ó su 
capricho. Si hay contra él recursos ¿e quga, se- 
guro está que ha de ser absuelto, á menos que el 



PROYBCTO DB RBTRATO Z2l 

recurrente sea compadre ó compinche del Señor 
Usia, Pero como tiene zorruna astucia, se cuida 
muy bien de no disgustar á quienes con esa auto- 
ridad tiene» conexiones ó parentesco, 

Don Benito es despabilado aun para otras co- 
sas: dícese que en cierta ocasión, en que el buen 
huinor le chispeaba en ojos, lengua y narices im- 
provisó esta cuarteta: 

Yo no sué nengún enjustó, 
degan de mi lo que degan; 
sólo quiero darine gusto 
fregando como mi fregan^ 

Una vez salía yo del pueblo acompañado de un 
indio; hallamos una calle asaz intransitable por 
quebrada y llena de fango, y dijo mi compañero 
suspirando: — ¡Quisiera ser esta calle! 

-^Hombre de Dios, le dije sorprendido portan 
peregrino deseo, ¿por qué quisieras tal cosa? 

—Porque entonces el señor Político no se acor- 
dara de mí, me contestó. 

A poco andar vimos la histórica yegua del Te- 
niente en medio de un hermoso trigal ajeno, sa- 
cando el vientre de mal año. Otro suspiro de mi 
indio. — {Quisiera ser esa yegua! ^ 

— ¡Válgate Judas! ¿por qué...? 

No me dejó concluir y díjome: ¿No ve, patrón, 
que el señor Político nunca mete á la cárcel á su 



Saa • 1. L. MBRA 

yegua, por más que se coma el trigo ajeno ó hs^a 
otros dafios? jpero á un pobre indio!... 



Está terminada mi tarea. ¡Y qué ruin salkSel 
boceto! Manoy P^P^h carbón, todo ha sido raalo, 
por desgracia, para don Benito: pero yo tenía he- 
cha la advertencia necesaria acerca de mi inutili- 
dad y de los malos instrumentos. Toca, pues, al 
señor don Bonifacio, si le place, corregir mis erro- 
res y defectos de artista. Yo sólo ten^o que aña- 
dir una cosa, y es que don Benito pertenece á la 
clase de Tenientes parroquiales perfectos y de ge- 
nuina procedencia, los cuales no son muy comu- 
nes que digamos; mas por esto mismo era preciso 
sacar su imagen aunque sea empleando en ella la 
indocta mano de don Lucas. 




POESÍA CULINARIA 



^ÓMO? 

^íf — Como lo ve§. 

— Pero, hombre de Dios, si ese título es dispa- 
ratado: ¡Poesía culinaria! 

<— Pues llamémosla Poesía gastronómica, 

—Allá se va á dar. 

— Parnaso culinario, ¿Qué tal? 

-^Hombre... yo no sé. Lo cierto es que el título 
del artículo debe indicar que vas á escribir en se- 
guida alguna cosa razonable, y por vida de cuatro, 
que en materia de fogón y de parrillas, de caldos, 
asados y pasteles, y de llenar la tripa con manja- 
res sabrosos ó no, es imposible que pueda haber 
poesía. 

— ¡Tate! ¡tate! no sabes de la misa la media. 
^No has oído hablar alguna vez del banquete de 
los dioses? ¿No sabes lo que es la ambrosía y lo 
que es el néctar? Mira, tontuelo, esto que te cito 



224 J. L. MERA 

f' ' ' . ■ ' - 

para probarte qué íos señores olímpicos, que soa 
todo poesía^ comen y beben, y que los grandes 
poetas lo han cantado, está mandado recoger^ 
como decimos; porque tenemos, gracias al pro- 
greso moderno, cosas mucho mejores que las ta- 
les ambrosías y los tales néctares. Hoy las Musas 
no se desdeñan de bajar á la cocina, y, por vida 
de Baco, en ésta y en una repostería se halla á 
veces más gaya ciencia que en la mayor parte de 
los libros, folletos y periódicos que, rebosantes de 
líneas truncas (versos por otro nombre), nos re- 
galan las prensas americanas. Lo mismo debe su- 
ceder en el viejo mundo. Al fin, los potajes de esa 
cocina y de esa i'epostería son obra de deificas 
manos, en tanto que las susodichas líneas son for- 
jadas por plumas profapas precisamente en los 
momentoíeri que las Musas, ocupadas en sazonar 
potajes, no han tenido tiempo de darles la nece- 
saria ayuda. Todo estq sabido, ¿podrás' negarme, 
lector amigo, que es más poético, más encantador, 
más útil llenar el vientre de bien sazonados man- 
jares, que la cabeza de versos ramplones y dispa- 
ratados? Y si tenemos Musas cocineras, ¿insistirás 
en que no puede haber poesía culinaria? Quita 
allá con tu ignorancia y tu mal gusto, y déjame 
escribir sobre tema tari sabroso y tan* propio de 
estos tiempos de inspiración positivista y. de ar- 
monías materiales. 

No creas que voy á hablarte de cómo se hace 



POESÍA CULINARIA 22$ 



una sopa, cómo se guisa un pavo, ni cómo se fríe 
un pastel. Yo te pudiera probar que en todo esto 
hay poesía: mas otro es mi intento. 

Ya te he dicho que hay Musas cocineras; añado 
ahora que hay cocineras que echan raya con 
ellas, y bien pudieran tener puesto de honor en 
el Parnaso; y hay asimismo cocineros que son 
unos Horneros y Virgilios, Dantes y Tassos, y 
Lamartines y Hugos, y Campoamores y Arces. 
¡No sabes tú á qué altura ha subido el gusto gas- 
tronómico! 

Esto no quiere decir que escaseen en el mundo 
poetas cocineros, ó cocineros que aspiran á poetas, 
de paladares bastante desdichados, que no pueden 
distinguir la sal <Jel dulce, ni la manteca del 
agua, ni lo picante de lo insípido, y que sazonan 
unos platos... | Jesús, qué platos! ni los versos de- 
Pero ¡hundios en el tintero, nombres propios de 
tantos estimables condimentadores de pucheros 
poéticosl 

Y luego ¿acaso ellos tienen culpa ninguna, sino 
los que se engullen esos pucheros? 

Y ¡voto á!... bien pensada la cosa, ni estos Son 
culpados: ¿por ventura, no hay gustos para todo? 
Desde que se conocen todos los derechos y hay 
libertad para todo, la palabra culpa está demás 
en la lengua. El que prefiere el pan bazo al biz- 
cochuelo, cómasele; el que guste más de una co* 
pía de ciego que de un poema de Núñez de Arce, 

15 



225 



tragúesela; el que se casa con una tía ' cara de 
nuez, menospreciando una muchacha de quince 
cara de rosa, chúpesela. Todos hacen perfecta- 
mente en seguir su gusto ó en perseguir su con- 
veniencia. 

Y yo lo hago mejor, cuando no dejo mi tema 
de Idipoesia gastronómica, á pesar de que le tienes 
por disparatado. Pero no creas que voy á hablar 
de la labor culinario-poética: voy á tratar de 
poemas acabados, de ediciones hechas y perfectas 
y en estado de clavarles el diente. 

Una mesa bien provista y bien servida, es todo 
un Parnaso... jYdale con tu sonrisa de incrédulo! 
Se conoce que no estás con la gazuza despierta, 
que si no, ahí te viera con la boca hecha una 
agua. Te repito que una mesa cubierta de sucu- 
lentos manjares y de golosinas, es un riquísimo 
Parnaso, y voy á probártelo. 

Imagina un caldo gordo, bien sazonado, oloroso 
y caliente: ¿no vale tanto ó más que la introduc- 
ción de El Diablo Mundo f 

La sopa, romance octosilábico hecho y dere- 
cho; pero, eso sí, á no haber habido tino para 
echarle la sal y la manteca, Qsta poesía apenas 
estaría buena para los pajes de las Musas. 

El lomo relleno, con sus aceitunas, pasas y más 
adminículos; ó lo que es lo mismo, poema heroico 
con sus variados episodios, es digno de Homero 
6 de Virgilio. 



poesía culinaria 227 



La morcilla, 4?gran señora, digna de venera- 
ción», en el decir del juicioso y respetable don 
Baltasar del Alcázar, es tragedia que no desdeña- 
rían Esquilo ni Sófocles, si no para darla al tea- 
tro, sí para regalarla á su vientre. 

El beefsteah, suculento, riquísimo, huele y sabe 
á Lord Byron: es un Child Harolt perfecto. 

|Esa fuente de lechugas! jesotra de coliflorl 
jcuánta provocativa verdura! ¡cuánta égloga en 
que 5e recrearían Virgilio y Garcilaso! 

¿Y qué me dices de ese gran bote lleno de pi- 
cantes encurtidos? Para tí probablemente no pasa 
de ser una colección de arvejitas, pepinillos y 
otras menudencias pasadas en vinagre, sal y ají. 
¡Inocente! Mira, ese bote es nada menos que un 
tomo de epigramas: es un Marcial ó un Jhon 
Owen. 

Esasempanaditas que llaman de viento, ¿no son 
dechados de poesía á la moda, con que se engala- 
nan muchos periódicos? Ahí se están en la Sección 
de Literatura que tiene aguisa de sombrero Per- 
las de éter valeriánico y de botines la Emulsión 
de Scott, ¡Qué excelente idea! Junto á una litera- 
tura que puede ocasionar indigestión y flatos, las 
. medicinas para estos achaques. 

Mira ahí aquel plato colmado de huevos tibios j 
no son huevos, amigo, sino perfectos sonetos. En 
este género de poesía las gallinas se lucen, y tie- 
nen razón de alborotar el corral con su cacareo. 



aa9 J* K'- MSE4 

Ellas desmienten todos los días á Boileau que 
tanto ponderaba la dificultad de hacer un soneto: 
decía el bueno ád maestro que Apolo inventó 
esa estrofa, poema ó qué se yo, para hacer trinar 
á los poetas. Que rabien los gallos, pase; mas las 
gallinas, ya ves que sonetean como unas musas. 

Pastas, compotas, cremas, sorbetes... poesía, 
poesía, señor mía Llámalos por su nombre: odas 
amatorias, epitalamios, versos para días de días: 
¡cuánta dulzura! ¡cuánto sentimentalismo! ¿Que 
no? Pues échate un bocado de cada pieza, y verás 
como te saben á Lamartine y Víctor Hugo, si- 
quiera no sea en los temas y el estro, á lo menos 
en la intención del pastelero, que quiso hacerlo 
todo almibarado y sabroso, aunque fuese con pe- 
ligro de hacerlo dulzón y empalagoso. 

¿Y esta hilera de botellas? No sabes lo que so9t 
pobrete; no calas que en ellas se encierra un 
mundo de poesía. Cada botella del agranatado 
Burdeos es una epístola moral que compite con 
la famosa de Rioja; ese Jerez abocado es un dis- 
curso filosófico digno de Pope: es un segundo 
Ensayo" sobre el hombre j^'s^ Champagne que hace 
saltar el corcho cuatro metros al impulso de sus 
gases, alias inspiración, es un canto patriótico que 
pide la lira'de un Tirteo ó de un Quintana^ ese 
kirch no es kirch sino sátira en verso libre; esa 
místela es una fábula de aquellas inocentes desti- 
nadas á los niños... m 



pobsÍa culinaria Éag 



Sería imposible hacerte notar todo cuanto hay 
bueno en este Parnaso, así en piezas originales 
Como en imitaciones, si bien es preciso que te 
fijes en la abundancia de éstas que perjudican á 
aquéllas, l^z. poesía culinaria francesa, sobre todo, 
ha invadido ía América española más de lo nece- 
sario: fcuánta imitación de ¡los platos galosF Las 
Musas cocineras afrancesadas son principalmente 
las que nos dan gato por liebre, y en las afrance- 
sadas bodegas abundan los burdeos de campeche 
y las cervezas con amargo de estricnina. 

Pero ¿son más pasaderas las falsificaciones de 
los manjares y bebidas anglo-germanos, etcéte- 
ra? Que lo digan las muchas personas que con 
ellos se han atorado, las que se han narcotizado, 
las que las han tirado lejos de sí después de apli- 
carles la punta de la lengua, por no poder sufrir 
su insipidez, su frialdad, su... 

Sea de esto lo que fuese, ahí te quedaste pati- 
tieso: ven, pues, á negarme que hay poesía culi- 
naria y mesas que son Parnasos. 

De la poesía común, á esta poesía de carnes y 
tortas va, eso sí, diferencia muy grande en su 
aplicación práctica: aquella suele gastarse más por 
los dichosos del mundo que tienen el vientre 
lleno, y ésta todo lo contrario. Y ¡curiosa anoma- 
lía! la primera suele ser casi siempre obra de 
hambreados y desnudos para gusto y deleite de 
los repletos y bien vestidos. 



930 J. I.. MBRA 

Tú, dirae francamente, ¿á cuál de las dos te 
quedas, á la poesía cocinada ó á la cantad?, á la 
que luce en una mesa ó á la que se encierra ea 
un libro? 

—¿Y tú? 
. — ¿Yo? Pues, hombre, ese gusto depende del 
estado de las tripas, antes ¿[ue del estado del áni- 
mo y la cabeza; y sospecho que lo mismo sucede 
contigo y con todo el mundo. 




DICIEMBRE 



^lEN venido seas, Diciembre! ¡Salve, oh el 
más célebre de los meses! ¡Salve, simpáti- 
co y amable mes! 

En verdad, lector mío, respetable es Diciem- 
bre para todo el mundo, y simpático y amable es- 
pecialmente para nosotros que vivimos en estas 
regiones por encima de las cuales, según la anti- 
gua creencia, da el sol sus eternas vueltas; sobre 
las cuales, según la ciencia moderna, el astro rey 
derrama su calor y luz sin moverse de su asiento, 
porque es nuestra terráquea bola la del perpetuo 
voltear en tomo de su señor que la ha fascinado 
y obliga á ese movimiento. 

Y no nos contentemos con proclamar la respe- 
tabilidad, la simpatía y lo amable del Gran mes: 
confesemos también que á cuantos habitamos es- 
tas comarcas ecuatorianas nos obliga la gratitud 



asa J. L. MBRA . 

para con él. ¡Cómo nol Pues ¿no ves lo que es 
Diciembre para los pueblos visitados por esas dio- 
sas llamadas Estaciones, y lo que es para los nues- 
tros, vistos por ellas apenas de refilón? Para aqué- 
llos es un viejo barbudo, cano y de hosco sem- 
blante, que se presenta como guía de la estación 
de los hielos, las brumas y la tristeza; para éstos 
es un mozo gallardo, bello y alegre, que viene á 
regalarlos con las últimas flores de los campos y 
las primeras frutas de nuestros árboles vestidos de 
follaje profuso, variado y pintoresco. 

¡Y qué cielo el de nuestro Diciembre! Si Muri- 
11o hubiese vivido por aquí, á este cielo habría pe- 
dido el azul purísimo para el manto de sus divi- 
nas Vírgenes, y las estrellas de resplandor inena- 
rrable para coronarlas. % 

¡Y qué aires los de nuestro Diciembre! Aires 
tibios y olorosos como debe ser el aliento de los 
ángeles, salutíferos y vivificantes como fueron sin 
duda los del Paraíso, antes que respirase en él la 
serpiente tentadora y cayese la inocencia. 

[Y qué luz la de nuestro Diciembre! ¿No po- 
dríamos creer que nos ha venido, por favor del 
Cielo, tal como se difundió por la creación al ins- 
tante del bíblico fiat? . 

[Oh Diciembre nuestro! ¡oh mes de amor y de- 
leite, de hermosura y resplandor, de poesía y en- 
canto, salud ¡bien venido seas! 



DICIXMBRB 233 



Diciembre, como que es todo un personaje, tie- 
ne su historia llena de peripecias y asaz intere- 
sante. No por ser mes se ha visto libre de los ca- 
prichos de Fortuna, esta divinidad que en todas 
las cosas mete la mano, y con todos los hombres 
juega, y ya los favorece, ya los burla. 

Sin embargo, nadie sabe cuándo nació Diciem- 
bre, y su cuna se esconde á las diligentes investi- 
gaciones de los arqueólogos. Si fué de metal, se 
oxidó tal vez y se deshizo en millones de partí- 
culas; si fué de madera, ¡quién duda que há si- 
glos se acabó podrida! Con todo, no hay que per- 
der la esperanza de que algún sabio dé con ese 
mueble prehistórico, en el cual se conserven has- 
ta las huellas de las lágrimas del mes niño. ¡Qué 
no puede hacer la sabiduría moderna!... 

Lo que sí se sabe es que Diciembre viene figu- 
rando de muy antiguo. Cuando se vio que no se 
dividía bien el año por semanas de siete días, se 
acudió al arbitrio de crear los meses, para lo cual 
les sirvió de norma la luna, que nace y muere 
doce veces en el año. A cada mes se le adjudicó un 
cierto número de días y se le puso un nombre; y 
el número de días ha variado mucho, según los 
tiempos y los países, y por la misma razón los 
nombres no han sido los mismos en todas partes. 
Nuestro protagonista entre los Hebreos tuvo sólo 
29 días, como quien dice 29 vasallos; los Egipcios 
diéronle 30; los Griegos le escatimaron un nú- 



234 'J' ^- MBRA 

mero, y los Latinos, por el contrario, pusiéronle 
uno de adehala, y con sus 31 se ha quedado; 
mas no sin pasar algún tiempo bajo el poder de 
h Revolución Francesa que niveló todos los meses, 
como niveló á los hombres: sometió el Calenda- 
rio á la guillotina y ¡saz saz! cuanto mes tuvo 
31 se vio descabezado, y todos quedaron iguali- 
tos. Diciembre cayó, por supuesto, y fué reduci- 
do á tres decenas de días. 

En cuanto á los nombres que se le han dado, 
son variadísimos. Va3ran unas pocas muestras: el 
Diciembre judaico se llama Thehet, como quien* 
dice Afortunado; en la India se le denomina Pan- 
cha^ que significa Tiempo frió; en Egipto es 
Khotac, que se traduce fuerza 6 poder; para los 
Macedonios era Appelleus, ó el mes de las asam- 
bleas; entre los Griegos fue Pbsideon, numen de 
las aguas. ¡Quién lo creyera! según autores gra- 
ves, los Helenos que tanto se encumbraron en ci- 
vilización y sabiduría, fueron los que más bobea- 
ron sin atinar á medir el tiempo de una manera 
científica. Pero sea de esto lo que fuere, que no 
quiero meterme en honduras, terminemos con el 
nombre que los Latinos pusieron al susodicho 
mes: buscaron simplemente un nombre numeral: 
era el décimo mes y le llamaron Decemher, que 
los españoles han transformado en uno muy pa- 
recido: Diciembre, Los franceses, con todo, cuan- 
do mal avenidos con los nones de los meses, die- 



DICIBMBRb 235 



ron á todos 30 días, borraron el diciembre y bau- 
tizaron á nuestro personaje con el nombre de Ni» 
voso; hasta que vino el primer Cónsul, que ya en- 
tonces mostraba tener la voluntad del primer 
Emperador, y le quitó el crisma republicano para 
devolverle el antiguo nombre. 

Pero en la etimología de éste, ó más bien en la 
concordancia de su significado con el lugar que 
nuestro mes ocupaba entre sus compañeros, ha 
habido una trocatinta muy curiosa, y resulta... 
Lector ¿á que no adivinas qué cosa? Pues escu- 
cha: Diciembre no es Diciembre. — ¡Cómo es estol 
— Como lo oyes, y como ni Septiembre es Sep- 
tiembre, ni Octubre es Octubre, ni Noviembre es 
Noviembre. — Expliqúese, don Pepe. — ^A ello voy. 
Esta contradicción de Diciembre consigo mismo, 
y de sus compañeros susodichos que le imitan, ó 
que se los ha obligado á la imitación, data de 
unos cuarenta y cinco años antes de la Era cris- 
tiana. Es el caso que en el calendario de Rómulo 
comenzaban á contarse los meses por Marzo, y 
por consiguiente Septiembre fué el séptimo mes, 
Octubre el octavo. Noviembre el noveno y Di- 
ciembre el décimo. Pero vino Julio César, no le 
pareció bien la obra del prohijado de la loba, lla- 
mó á los Meses ante sí y díioles: — Señores, están 
ustedes mal ordenados, y desde ahora Enero ha 
de ir á la cabeza de ustedes, detrás Febrero, el 
tercero ha de ser Marzo, y así por este tenor, 



«36 



hasta ser rematados por Diciembre. Ya compren- 
des, lector amigo, de qué modo el décimo vino á 
ser duodécimo, quedándose, no obstante, con el 
nombre de Diciembíe. Por qué dbn Julio, que 
dio su nombre á este nuevo calendario, consintió 
que subsistiera tal irregularidad, yo no lo sé; ni 
me preguntes tampoco la razón que tuvo Grego- 
rio XIII, que hizo reformar el calendario, le des- 
pojó del nombre del Dictador romano y le reem- 
plazó con el suyo, para haber dejado á Diciembre 
de Diciembre, esto es para que siga llamándose 
diez al doce^ pues no sabré responderte. 

En cambio voy á contarte una cosa que no la * 
sabes completa y yo la conozco por sus cabales. 
Marte, por voluntad de Rómulo que diz que era 
hijo suyo, ó si estoy equivocado, por voluntad de 
no sé quién, fué el protector de Marzo y hasta le 
dio su nombre. Al ver á este mes despojado de su 
primacía, colocado en tercer lugar y oprimido 
como una cuña entre Febrero y Abril, que ha- 
bían sido sus subalternos, el numen guerrero se 
enojó como un pretendiente burlado contra Julio 
César; y una vez que los conjurados para quitar 
la vida á este grande hombre buscaban la ocasión 
de llevar á término su intento, les inspiró que lo 
hiciesen en la mitad de Marzo. Y así lo verifica- 
ron, y hete el mes ofendido cubierto de sangre y 
vengado de manera cruel. 



DICIBMBRB 237 



Entre tanto Diciembre, en posesión de su des- 
tino de corona de los meses, contento de ver que 
en el Zodiaco el Carnero ha sido suplantado por 
el Aguador y los cuernos del Cabrio puestos en 
lugar de las aletas de los Peces, ha venido atra- 
vesando los siglos, y así continuará, no escaso por 
cierto de los favores del cielo y de los hombres ni 
de briHantes históricos lauros. Después de la re- 
forma cesárea siguió consagrado á Vesta, la diosa 
del hogar doméstico, como lo habían dispuesto 
los antiguos Romanos. Estos heredaron de los 
Griegos el culto de Vesta, dándola para que la 
sirvieran y mantuviesen el fuego sagrado, vírge- 
nes que no conocían otras delicias que conservar 
su pureza en honor de su celestial patrona y cum- 
j^ir escrupulosamente sus sagrados deberes de sa- 
cerdotistas. En Diciembre, además, se celebraban 
las Saturnales, las fiestas más ruidosas y afama- 
das de lá antigüedad. Los Persas, los Indios y los 
Griegos guardaban también para este mes algu- 
nas de sus grandes solemnidades y, lo que toda- 
vía es más glorioso para Diciembre, cuando aún 
era gentil, en una de sus noches^ allá en tiempos 
inaveriguables, nació Hércules, el héroe de los 
héroes de los siglos anteriores á Cristo. América 
no había olvidado á Diciembre para sus fiestas 
más suntuosas: los Mejicanos celebraban en ellas 
del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y de los nú* 
menes de las aguas y los montes. Sin duda núes- 



93» J* I.. MERA 

tro mes se aburría de lo intrincado y feo del 
nombre de aquel dios y se horrorizaba de los sa- 
crificios que se le hacían: imagina, lector, que co- 
rría á torrentes la sangre de niños y hombres en 
las aras de ese monstruo de las dos máscaras de 
oro, el cuerpo ceñido de una serpiente y los pies 
emplumados. Los Peruanos y los Quiteños cele- 
braban en Diciembre su inocente raimiy lina de 
las fiestas mejores dedicadas al Sol, su dios. Pare- 
ce que, nada sanguinarios y crueles, se contenta- 
ban con quemar en sus templos flores y frutas, 
algunas aves, un poco de pan de maíz, etc., y en 
seguida con beber y bailar en sus plazas, y albo- 
rotar de alegría hasta que, dormida la mona, que 
no era tal vez menos guapa que la que se echan 
los indios en nuestros días, cada cual volvía eti 
paz á sus ocupaciones comunes. En el Perú y en 
Quito se consolaba sin duda nuestro mes de los 
malos ratos que le hacían pasar los hijos de 
Anáhuac. 

Y no sólo consolado, sino también lleno de con- 
tento y orgullo está desde que fué bautizado y es 
Diciembre cristiano; y eso no embargante de que 
los cristianos de por acá, como luego notaremos, 
lo despiden á botellazos y con remedos de las di« 
versiones paganas. 

Pues sí, amiguito lector, mira ese ocho de Di- 
ciembre dichosísimo: la Iglesia católica le ha con- 
sagrado á la celebración del principio de la vida 



DICIBMBRE 239 



del ser más perfecto, puro, ideal y amable de los 
seres humanos. Dios vio que había llegado el 
tiempo en que era preciso dar forma humana á 
su eterno pensamiento de amor, y la Hija de Is- 
rael fué concebida. ¡María! bendición, amor y glo- 
ria á tí el octavo día del Gran Mes. En todos me- 
reces alabanzas; pero más en éste, porque en él 
quiso el Señor hacer el prodigio de darte vida 
con la plenitud de su gracia. — La fiesta de la In- 
maculada Concepción de María celebrábase en 
la Iglesia de Oriente casi á raíz de los sucesos 
evangélicos. El Emperador Manuel Comneno la 
rodeó de magnificencia hacia el siglo xii; el Papa 
Sixto IV la introdujo en el siglo xv en la Igle- * 
sia de Occidente, lo cual no quiere decir que la 
Inmaculada no hubiese sido en todo tiempo ob- 
jeto de una tierna y predilecta devoción de to- 
dos los Papas y todos los santos. Clemente XI 
hizo la fiesta obligatoria para toda la Iglesia. Esta 
solemnidad no tuvo fecha determinada, aunque 
siempre caía en Diciembre. Gregorio XVI la ha- 
bía señalado el segundo domingo de Adviento; 
mas Pío IX, el Pontífice de la Inmaculada Con- 
cepción, proclamó á la faz del Universo este dog- 
ma el 8 de Diciembre de 1854, día que desde en- 
tonces fué definitivamente consagrado á la Vir- 
gen Reina de los ángeles y los hombres. 

Anda nuestro venturoso mes algunos días más, 
y cuando todavía arde en los corazones de los 



940 J. L. MBKA 

fieles el calor del octavo y se perciben aún los 
perfumes de la fiesta del Amor inmaculado, al 
terminar la noche del vigésimo cuarto y comen • 
zar el vigésimo quinto sobreviene la inenarra- 
ble memoria de otro suceso celestial: ¡Diciem- 
bre! embriágate de amor, salta de júbilo, pues 
esta noche es Noche^buena, He aquí el pesebre; 
he aquí en él á María y José, pobres judíos due- 
ños del tesoro mayor de los cielos y la tierra, de 
los tiempos y la eternidad; he aquí al Verbo de 
Dios convertido en niño que trae paz á los hom- 
bres de buena voluntad en la tierra. Noche de 
invierno es allá donde esto acontece; pero sus 
auras se entibian y se impr^nan de dulcísimos 
aromas, y sus astros, libres de importunas nubes, 
derraman brillantes rayos sobre el rústico alber- 
gue del Dios que viene á salvar á la humanidad. 
Los pastores, llenos de ^ozo, corren á adorar al 
que ha descendido del cielo á enseñar que la hu- 
mildad es virtud grata á la Divinidad; los ánge- 
les se han acercado ala tierra, y cerniéndose sobre 
Belén, cantan alabanzas al Dios que se ha hecho 
hombre para enseñar á los hombres que no hay 
sino una ley para todos, — la ley del amor divino^ 
— ni otra condición para ser felices que la virtud, 
ni más felicidad en la tierra que la virtud misma 
incesantemente practicada, y en el cielo la pose- 
sión de Dios como premio de esa virtud. ¡Cuánta 
verdad! ¡cuánta maravilla! ¡Diciembre! embriá" 



DICIEMBRE 24 1 



gate de amor, salta de júbilo, porque has mereci- 
do que una de tus noches presencie el nacimien- 
to del Hijo de Dios. 

Autores graves aseguran que los antiguos Per- 
sas, los Egipcio?, los Griegos y los Romanos, fes- 
tejaban entusiastas el 25 de Diciembre, porque 
-en él ocurría el solsticio de invierno. Llamábanle 
día del nacimiento del Sol. Esta idea del sabéis- 
nto ó culto de los astros, tan difundida en el mun- 
do en otras edades, y que tuvo en América qui- 
zás tanto esplendor como entre los Persas, pudie- 
ra tomarse como uña magnífica figura que in- 
conscientemente conservaban esos pueblos d^l 
culto que algún día debían rendir los pueblos á 
Jesucristo. De aquí que tanto nos maraville la 

■coincidencia de que el mismo día que los idóla- 
tras celebraban á su dios Sol bajo los nombres de 
Mytra^ Osiris y otros, la Iglesia conmemore el 
nacimiento del Hijo de Dios, Sol de verdad y 

justicia. El primer día de nuestra era de regene- 
ración es pues el 25 de Diciembre, y el Sol que 
nació en él sigue su curso seguro, majestuoso, 
magnífico; y seguirá, — créelo firmemente, lector, 
^alumbrando todos los siglos, á pesar délas tem- 
pestuosas nubes de las malas pasiones, de los erro- 
res y las impiedades de los hombres ingratos y 
miserables. 



10 



342 J. L. MERA 

Pero bajemos de las cosas celestiales á las hu- 
manas. Diciembre quiere morir alegre y convoca 
á la gente de buen humor: acompáñanle á la tum- 
ba danzas y risas, máscaras y música, el cham- 
pagne hirviente en las copas, la locura que bor- 
bota en los corazones de los siervos del placer. ¡28 
de Diciembre! ¡Vivan los inocentes! ¡Viva Hero- 
des! ¿Por qué no se ha de vivar á Herodes, puesto 
que sin él no se comprenden los mártires inocen- 
tes? Y más en estos tiempos en que á fuerza de 
lucubraciones científicas y de civilización, ya va 
dejando de ser cosa mala eso de ser asesino ó ver- 
dtigo, y convirtiéndose en malísima cosa eso de 
ser... inocente. 

Es preciJo olvidar, siquiera durante algunas 
horas, las fechorías de los once meses anteriores 1 
Diciembre: ¡tantos cuidados, tantas mechas, tan- 
tas fatigas y amarguras! Y para esto de echar tie- 
rra á cuitas y doFores y darse uno una rica panzada 
de deleites, no hay como no andarse lerdo los 
días de inocentes. ¡Los santos niños, víctimas del 
cruel Rey de Judea, conmemorados y celebrados 
por los maliciosos niños-viejos, víctimas de la ne- 
cesidad de solaz, de expansión, de regocijo, de 
burla, de atolondramiento que traigan el susodi- 
cho olvido! Algo antitético es esto; pero... sucede: 
es histórico. 

Mira, tú ^que me vas aguantando esta charla 
joco-seria, quien quiera que seas, no vengas á 



DICISMBRE 243 



negarme que esa necesidad se justifica: acuérda- 
te de aquella máxima que dice que no es posible 
conservar el arco de la vida siempre con la cuer- 
da tirante y formando mitad de un círculo. 
¿Quién demonio resiste per sécula seculorum ese 
estado violento y antinatural! ¡Ea! ¡aflojas el 
arco, ó estalla! 

Pero lo malo es que el remedio muchísimas 
veces trae consecuencias, más funestas que la en- 
fermedad: con excepciones tan raras como el 
buen juicio y la prudencia en los negocios políti- 
cos, los días que corren del 28 de Diciembre al 
6 de Enero, las víctimas del Herodes de la nece- 
sidad del solaz y el placer, pasan jay! á las manos 
del Herodes del abuso, el vicio, la necedad y la 
prostitución. Estas manos despiadadas por mara- 
villa dejan una alma pura, un corazón sin ulce- 
rarlo, una inteligencia con lucidez, un cuerpo con 
salud, un bolsillo sin menoscabo de su precioso 
condumio. |Qué tardes las de los inocentes, qué 
noches las que siguen á esas tardes, y qué ma- 
ñanas después de esas diversiones vespertinas y 
nocturnas! ¿Es por ventura necesario que para 
que el placer sea placer demos poco ó mucho 
las espaldas á la virtud y hasta á la urbanidad? La 
temporada de los inocentes no es, cierto, grosera 
y sórdida como la del carnaval; pero, especial- 
mente en nuestras clases populares, la eutropelia 
no enseña la cara en ella, y los licenciosos y tor- 



244 J* L. MBRA 

pes Sátiros de bracero con Baco discurren por 
calles y casas y son dueños de la fiesta. 

Diciembre, que sin duda quiso pasar honesta-^ 
mente regocijado los cuatro últimos días de su 
existencia, viéndose burlado en sus sanos propó- 
sitos, da las postreras boqueadas entre bascas- 
horribles y torcedores de conciencia; y Enero 
recibe el legado de su hermano y vecino con gran 
disgusto y por la fuerza: le duele, ya se ve, abrir 
el nuevo año y ejuiar los inocentes durante 
cinco días, hasta que los Reyes Magos los conten- 
gan á cetrazos. 



(Adiós, Diciembre! Resucitarás dentro de un 
año; sí, volverás una vez y otra vez, y cien veces^ 
y mil veces, y quién sabe si miles de veces más; 
y nadie te disputará las glorias que te pertenecen,. 
y seguirás en tu puesto desempeñando papel im- 
portante, y no dejarás de ser mes famosísimo. 
Cual en los pasados tiempos, desde las vísperas 
de la occisión de César, tu muerte será la muerte 
de los años, é irás dejando tu cadáver tendido en 
la losa de los siglos. Siempre serás el mes que so- 
brevivas a todos tus hermanos, el último que te 
hundas en la huesa después de haber recogido 
las memorias de todos ellos: y ¿quién sabe? tengo 
para mí que serás también el postrero mes del 



DICIEMBRE 245 



mundo: escucharás las trompetas apocalípticas, 
verás caer los astros, alzarse vivas del seno de la 
tierra todas las generaciones muertas, temblar 
horrorizada la humanidad ante el Juez Eterno... 
¿Y por qué no? Quien no piense de esta manera 
respecto de tu último fin, déme pruebas de que 
piensa más acertadamente que yo. 



índice 



Pág8. 

Carta-Prólogo v 

Aventuras de una pulga, contadas por ella misma . i 

Los prodigios del Dr. Moscorrofío 23 

£1 alma del Dr. Moscorrofío 39 

Una botella de champagne 53 

Cuando Dios quiera dar, por la puerta ha de entrar. 89 

Libros prestados 99 

lYano se casan! 113 

¡No hay articulo! 125 

Una corrida de venados 131 

La civilización. 141 

La reina del mundo 155 

Los disfraces 163 

£1 matrimonio juzgado por un librero 175 

Repartos y otros negocitos 179 

Los curanderos. ................. 191 

Los malhechores sociales 201. 

Proyecto de retrato 213 

Poesía culinaria 223 

Diciembre • . 231 



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