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Full text of "Tradiciones peruanas"

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TRADICIONES 

PERUANAS 



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TRADICIONES 



PERUANAS 



(ROPA VIEJA) 



POR 



RICARDO PALMA 

Miembro Correspondiente de las Reales Academias Española y de la Historia, 
Y Director de la Biblioteca Nacional de Lima 



TOIL-dCO ITT- 



/ 



BARCELONA 

MQNTANER Y SIMÓN, EDITORES 

CALLE DE ARAGÓN, NÚMS. 300 Y 311 
1896 



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BS PROPIEDAD 



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ROPA VIEJA 



SÉPTIMA SERIE DE TRADICIONES 

La primera campana de Lima. - Sastre y sisón. - Barchilón. - Pasquín y contra- 
pasquín. - La mina de Santa Bárbara. - El rosal de Rosa. -Los mosquitos de 
Santa Rosa. - El capitán Zapata. - Refranero. - Motín de limeñas. - Un libro 
condenado. - La gran querella de los barberos. - El alacrán de fray Gómez. - El 
tío Monolito. - Los Barbones. - La victoria de las camaroneras. - Un fraile sui- 
cida. - Las cuatro PPPP de Lima. - El castigo de un trabajo. - Los pasquines 
de Yauli. - De cómo un príncipe fué alcalde en el Perú. - Un alcalde que sabía 
dónde le apretaba el zapato. - De menos hizo Dios á Cañete. - El pleito de los 
pulperos. - Los pacayares. - El conde de la Topada. - Una ceremonia de Jueves 
Santo. - El retrato de Pizarro. - El garrote. - Los brujos de Shulcahuanga. - La 
tradición del himno nacional. - Apología del pichón. - No se pega á la mujer. 

- El clarín de Canterac. - El secreto de confesión. - La protectora y la liberta- 
dora. — Córdoba. - El rey de los camanejos. - Ir por lana y volver trasquilado. 

- Un despejo en Acho. - La Salaverrina. - Historia de un cañoncito. - Una 
conspiración de capitanes. - Un Maquiavelo criollo. - Francisco Bolognesi..- 

Un montonero. - Un ventrílocuo. - Vítores. 



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Lima. - Molino de presa. Patio interior del molino de presa 



LA PRIMERA CAMPANA DE LIMA 



En cierta tarde de septiembre del año 1535, hallábanse en un huerto 
situado en el terreno que hoy se llama el Martinete, y que fué el lugar don 
de Pizarro estableció el primer molino de trigo y la primera panadería, 
empeñados en una partida de bochas y palitroques cuatro caballeros, 
flor y nata de los hombres de la conquista. 

Eran éstos el marqués D. Francisco Pizarro, gobernador del Perú por 
Su Majestad D. Carlos V; el capitán de arcabuceros y falconetes D. Pedro 
de Candía, caballero de espuela dorada; el alcalde de la ciudad D. Nicolás 
de Rivera, el Viejo, y D. Blas de Atienza, compadre de su señoría el mar 
qués, cumplido hidalgo y que fué uno de los once que en Cajaraarca se 
opusieron al suplicio de Atahualpa. 

— Truco y retruco— dijo D. Francisco, lanzando la bola ó bocha que 
en la mano tenía. 

— ¡Buen golpe, señor gobernador! — exclamó Pedro de Candía. 

— Mingo, monigote y palos, ¡retrucar es!— añadió Rivera, aplaudiendo 
la dei^reza de Pizarro. 

—¡La oración, caballeros!— interrumpió Blas de Atienza. 

y todos se quitaron los chambergos, se persignaron y rezaron entre 
dientes, á la vez que en la calle se oía un recio toque de corneta y tambor. 



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8 TRADICIONES PERUANAS 

Ocho meses de fundada llevaba la ciudad de los Reyes; y para congregar 
á misa al vecindario, así como para designar la hora del Ángelus y de- 
más actos de religiosa práctica, empleábanse los instrumentos bélicos. 

Terminada la plegaria y vuéltose á cubrir los caballeros, dijo Blas de 
Atienza, que era hombre por quien Pizarro tenia gran respeto á la par 
que mucho carino: 

— Paréceme, D. Francisco, que más que vida de ciudad hacemos vida 
militante; y jpardiobre!, que las verdaderas cometas del Señor son los 
bronces sagrados, que no bocinas y parches. 

— Tiene razón que le sobra vuesa merced— contestó Pizarro,— y holgá- 
rame de hallar entre nuestros compañeros artífice que de fundir campa- 
nas entendiera. 

— Pues poco han de valer mis trazas é ingenio — dijo Pedro de Candía 
— si en mí no tiene su señoría al hombre que ha menester para el empeño. 

— Vengan esos cinco, capitán, que palabra le tomo — repuso el mar- 
que's, esti;echando la mano del hidalgo. 

—Y yo, en nombre del Cabildo — agregó Rivera el Viejo,— me obligo á 
suministrar los metales y cuanto el horno demande. 

— Pues á la obra desde mañana, caballeros; y volvámonos á casa, que 
ya la noche se nos viene encima á todo venir. 

Y en efecto, al día siguiente se principió el acopio de materiales, y 
en breve estuvo funcionando el horno, cuyos fuelles manejó constante- 
mente el mismo D. Francisco Pizarro. 

La campana, que pesaba mil trescientas libras y que resultó muy so- 
nora, se dejó oir por primera vez en la Nochebuena de diciembre, con 
gran contentamiento del vecindario limeño. El pueblo la bautizó con el 
nombre de \a Marquesita. Fatalmente esta campana apenas funcionó por 
menos de nueve años; pues en 154*4 antojóse de ella el virrey Blasco Nú- 
ñez de Vela para fabricar arcabuces. Verdad es que ya no hacía gran fal- ' 
ta, porque dominicos, mercenarios y franciscanos habían fabricado cam- 
panas, siendo una de ellas del peso de veinte quintales. 

En cuanto á reloj público, el primero que poseyó Lima fué uno que 
en 1555 compró el Cabildo, y que costó dos mil doscientos pesos de oro, 
según lo afirma el padre Cobo en su interesante libro. 



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RICARDO PALMA 



SASTRE Y SISÓN, DOS PARECEN Y UNO SON 



— jEa, eal, Sr. Pedro Gutiérrez, despavílese usarced, ponga los huesos 
de punta y véngase conmigo al Cabildo, que sus señorías los alcaldes don 
Nicolás de Rivera y D. Juan Tello han menester decirle cuatro razones 
al alma. Y no me venga contando milagros, á mí que he sido arzobispo. 

— Téngase allá, D. Currutaco, y cada uno fume de su tabaco — contes- 
tó el llamado Pedro Gutiérrez, que era un hombrecillo con una boca que 
más que boca era bocacalle, y unos ojuelos tan saltones que amenazaban 
salirse de la jurisdicción de la cara. — ^¿Qué tiene el Sr. Rivera el Viejo 
que ver en cosas de menestralería? iPor San Millán el CogoUudo! ¿Quién 
lo mete á Juan Zoquete en si arremete ó no arremete? Derogue el Cabildo 
su arancel, y habremos la fiesta en paz. 

—Tenga quieta, Sr. Pedro Gutiérrez, esa su perla de oro, y no le ven- 
ga por ella un tabardillo pintado con la justicia— interrumpió el alguacil 
del Cabildo, que no era otro el que recado tan alarmante traía al menes- 
tral. — Déjese usarced do ensalivarme la oreja, que alguacil soy y tengo 
hipos de gobierno, y á fuer de tal, le echo la zarpa encima al mismísimo 
lucero del alba, y lo aposento en la casa de poco trigo y muchas pulgas. 
Conque así, no juguemos á la pizpirigaña, ni andemos por caballetes de 
tejado, no sea que la candela se hiele en la chimenea y resulte peor lo 
roto que lo descosido. Déjese querer, maestro, que no todo ha de ser lo 
que tase un sastre, y véngase conmigo en haz y en paz á lo de sus seño- 
rías los alcaldes. 

Vínosele á las mientes á Pedro Gutiérrez aquello de que lo que no ha- 
cen tres ccCy charrasca, capa y corazón, no lo harán otras tres ccc, coraza, 
capacete y cobardía; púsose candado en la bocacalle, y diciéndose para 
su sayo de tiritaña flamenca <L\k Roma por bulas!,> echó á caminar á la 
vera del alguacil. 

Esto pasaba en noviembre de 1536, casi á los dos años de fundada 
Lima. 

Y era el caso que los cuatro sastres, únicos que la ciudad poseía para 
vestir á poco más de mil pobladores españoles, se habían conchavado 
para cobrar precios muy subidos por la hechura de un jubón acuchilla- 
do, unos gregüescos de piti-pití, un rebocillo parmesano ó una falda de 
damasco con tontillo de rebusca y corpino de terciopelo, que en ese siglo 



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10 TRADICIONES PEIUJANAS 

eran los sastres modistas del sexo bello. ¿Qué limeña, con humos de ele- 
gancia, se habría dejado en 1536 vestir por modista ó sastresal También 
es cierto que aún no había limeñas 

El Cabildo se propuso poner á raya á los sastres, y dictó una ordenan- 
za ó arancel, contra el cual se insolentó Pedro Gutiérrez, que era el más 
caracterizado del gremio. Y dióse á murmurar con tanta destemplanza 
contra sus señorías los alcaldes, que éstos se amostazaron, enviaron al 
alguacil en busca del maldiciente, le echaron una peluca de padre y muy 
señor mío y por seis horas lo enjaularon en la cárcel. En la mar los len- 
guados, y en chirona los deslenguados. 

Pero Pedro Gutiérrez, el sa8trecillo,era más templado que sus tijeras, 
y elevó recurso al Cabildo; recurso que, sin alterar su ortografía, copio del 
tomo 42 de Documentos del Archivo de Indias. 

«Muy magnífico señor, y muy nobles señores: 

^Pedro Gutiérrez, sastre y vezino de esta Cidbad, beso la mano de 
Vuestra Señoría e Mercedes, e digo: Que por Vuestra Señoría e Mercedes 
fué mandada tassar la ropa de vestir que fazen los sastres, e cada uno co- 
brasse e le bebieron de pagar las dichas ropas que fizciesen, en lo cual yo 
e los otros de mi oficio recibimos mucho daño e perjuicio, ansí porque 
nos ponen precios de las dichas ropas e son muy pequeños, de manera 
que con ellos no ganamos de comer, según están los mantenimientos de 
paii, e vino e carne, que valen tan caros que una hanega de maíz vale dos 
castellanos, e más una oveja siete peíaos, e aun assí no se falla, de mane- 
ra que antes vendo de lo que tengo ganado para comer, que no lo gano 
de presente. Por tanto suplico á Vuestra Señoría e Mercedes hayan por 
bien quitar la dicha tassa e arancel, e si así Vuestra Señoría e Mercedes 
lo fizcieren, farán bien e lo que es de justicia e á lo que son obligados; 
pnes en Castilla no hay tassas ni aranceles en lo de los oficios de sastre- 
ría. E donde no lo quitasen Vuestra Señoría e Mercedes, protesto de me 
quexar ante su Majestad del agravio que recibo con la dicha tassa e 
arancel.» 

El Cabildo se reconcomió con la amenaza del zurcidor de tela, de ocu- 
rrir al mismo rey en demanda de justicia, y después de alambicarlo en 
dos sesiones borrascosas, decretó: 

— «Proveído lo que conviene, está bien proveído; e de presente no 
puede proveerse otra cosa, eqnéxese como quexarse le pluguiere. — E yo, 
Domingo de la Presa, escribano e notario público, fui presente á lo que 
proveído es, e por ende fize este mío signo en testimonio de verdad.— 
Domingo de la Presa."» 

¡Vaya un apellido muy de escribano! 

Para testarudo Pedro Gutiérrez. Lo ofreció y lo cumplió. Pidió copia 



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RICAKDO PALMA 11 

de lo actuado, diósela el de la Presa por su correspondiente cumqiiibuSr 
y memorialito á España. Helo aquí: 

«Sacra, Cesárea, Cathólica Majestad: 

í> Pedro Gutiérrez, sastre, vezino de la cibdad de los Eeyes, que es en 
la provincia del Perú, digo: Que la justicia e regimiento de dicha cibdad, 
sin causa ni razón alguna, solamente por sus propios intereses epor ene- 
mistad que me tienen, fízieron cierto arancel, por el cual tassaron los pre- 
cios que yo había de llevar por las ropas que fiziese; e no embargante que 
les pedí e requerí que lo revocasen e me desagraviasen, por ser fecho en 
perjuicio mío, e cosa nunca vista en estos reinos ni en todas las Indias, 
mayormente que gastaba con mi muxer, e fijos e casa, mucho más que 
se ganaba al dicho oficio, por estar la tierra muy cara, la dicha justicia 
e regimiento no lo quisieron fazer ni remediar. Suplico á Vuestra Majes- 
tad que, en la mexor forma e manera que de derecho haya lugar, mande- 
revocar lo prevenido e mandado por las dichas justicia e regimiento, que 
yo me presento ante Vuestra Majestad, en grado de apelación del agra- 
vio e injusticia que me fizieron, e pido ampliamiento de justicia.» 

No sé si Carlos V mandó decretar la petición, porque eso no consta en 
los documentos que á la vista tengo. 

Al gobernador D. Francisco Pizarro no le supo á mieles esto de que 
un pobre diablo de sastrecillo apelase, y ante el monarca, de la manera 
como en su gobernación se administraba justicia. Y presúmelo así porque 
paseando una tarde D. Francisco por la calle de Guitarreros (hoy de Je- 
sús María, en la vecindad de la Merced), calle donde vivía la madre de 
los hijos del conquistador, vio á Pedro Gutiérrez parado en la puerta de 
su tienda, y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo: 

— Hermano Pedro Gutiérrez, no sea cabeza dura y déjese de andar al 
morro con el Cabildo, que pez chico no come á peje grande. Aténgase á 
mi consejo y librará con ventura. 

— ¿Y cuál es el consejo de su señoría? 

— Que del paño saque las hechuras. 

Pedro Gutiérrez quedó por un instante mirando con aire alelado at 
gobernador; mas luego dióse una palmada en la frente, como diciéndose: 
«¡Ah, bruto! [Y no ocurrírseme cosa tan sencilla!» Sin embargo^ como el 
sastre no era de los que dan puntada en falso, quiso ratificación, y pre 
guntó: 

— ^¿Es puridad de consejo ó chiste de su señoría? 

— Consejo, maestro, consejo —y continuó D. Francisco calle ade- 
lante. 

— Pues contando con la venia de su señoría, yo y miij compañeros- 
nos atendremos al consejo. 



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12 TRADICIONES PERUANAS 

Y desde entonces los sastres de Lima se creyeron suficientemente au- 
torizados para, sin escrúpulo de conciencia, sisar en la tela, lo que dio ori- 
gen al refrán: Sastre y sisón, dos parecen y uno son. 



BARCHILÓN 
(A D. Andrés A. Silva, en Caracas) 

Ni el Dicionario de la Eeal Academia^ en su última edición, ni otro 
Alguno de los diversos que he hojeado y ojeado, traen la palabra barchi- 
lón, muy familiar en Lima. Y sin embargo, pocas son las voces que me- 
jor derecho que ésta podrían alegar para merecer carta de naturalización 
^n la lengua de Castilla. Tuve hace cinco años el honor de proponerla á 
la Eeal Academia, que si bien aceptó más de doce de los peruanismos 
<iue me atreví á indicarle, me desairó, entre otros, el verbo exculpar, tan 
usado en nuestros tribunales de justicia; el adjetivo plebiscitario, emplea- 
do en la prensa política de mi tierra, y el verbo panegirizar, que no con- 
trasta, ciertamente, con el verbo historiar que el diccionario trae. Por 
mucho que respete los motivos que asistieran á mis ilustrados compañe- 
ros para desdeñarme estas y otras palabrillas, no quiero callar en lo (¡ue 
atañe á la voz barchilón. Ella tiene historia, é historia tradicional, que es 
un otro ítem más. Paso á narrarla. 



Siete años eran corridos desde que los alborotos, provocados por la in- 
temperancia del virrey Blasco Núñez y las ambiciones de Gonzalo Pizarro 
y de los encomenderos, tuvieron fin en la memorable rota de Xaquixa- 
huana ó Saxa-huamán, el 9 de abril de 1548. El vencedor D. Pedro de la 
Gasea ahorcó vencidos como quien ahorca ratas, encareciendo el precio 
del cáñamo y haciendo del de verdugo el más laborioso de todos los ofi- 
cios. En cuerda y azote se gastaba maese Juan Enríquez, verdugo real del 
Cuzco, un dineral, y los emolumentos del cargo no eran para compensar 
derroche tamaño. 

Pedro Fernández Barchilón, natural de Córdoba, en España, fué uno 
de los pizarristas condenados á muerte, por haber militado como cabo 
de piqueros en la compañía del bravo Juan Acosta. 



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RICAKDO PALMA 13 

Ajusticiados Gonzalo y sus tenientes Carvajal y Acosta, dejóse para el 
siguiente día la ejecución de Fernández Barchilón y de otros prisioneros- 
caracterizados. 

Deudo de nuestro personaje debió ser un D. Luis Fernández Barchi- 
lón, cura del valle de Moquegua, que impuso 4 sus feligreses, bajo penar 
de excomunión, el compromiso de contribuir á prorrata á costearle los ci- 
garros, el café y el chocolate. Trescientos pesos al año gastaban los mo- 
queguanos en satisfacer las tres premiosas exigencias del cura de almas,, 
amén de los gajes parroquiales y de cuatro mil duros en que se calcula- 
ban los diezmos y primicias. 

De socaliñas de esta especie se halla sembrada nuestra historia colonial. 
Hasta el tesoro público era pagano de los vicios de los poderosos. Así, 
por ejemplo, fué el Perú quien galardonaba á las queridas del cuarto virrey, 
conde de Nieva, sus amorosas complacencias. Y para que á mí, que soy 
hombre más serio que el principio de un pleito, no me tomen los lectores 
por calumniador y embustero, ahí van dos partidas, copiadas al pie de la 
letra de los libros de las Cajas Reales y autorizadas por Pedro de Aven- 
daño, secretario de la Audiencia de Lima. 

«A doña Julia de Salduendo, que es tan verde como un alcacer flo- 
rido, trescientos pesos de renta cada año por una vida. — A doña Leonor 
de Obando, que vive en la ciudad de los Reyes, y tiene una hija de buen 
donaire, y ambas son bien verdosas y gente menuda, trescientos pesos de 
renta por una vida.» 

Estas y otras lindezas del virrey que, por mujeriego, tuvo tristísimo fia 
á inmediaciones de la que hoy es plaza de Bolívar y antes fué de la In- 
quisición, las encontrará el lector en las interesantes BéloAiiones de In- 
dias de nuestro amigo D. Marcos Jiménez de la Espada. 

Digresión á un lado, y sigamos con el cabo de piqueros. 

Parece que no era Fernández Barchilón hombre de gran coraje, sino 
de los que hacen ascos á la muerte; porque, puesto en capilla aquella no- 
che, acongojóse á punto de tener pataleta como una doña melindres. Au 
xiliaba á los sentenciados el padre Chávez, religioso franciscano, quien 
movido á lástima por el llanto y extremos del cabo de piqueros, fuese á 
La Gasea, y pidióle encarecidamente que conmutara la pena impuesta 
á ese pobre diablo de rebelde. 

— Tanto valdría, señor gobernador, ahorcar á una liebre — dijo el fraile. 

— Si es tan mandria ese belitre como su paternidad lo pinta — contestó 
La Gasea, — harémosle merced de la vida, y que vaya á servir en las gale- 
ras de Su Majestad, á ración y sin sueldo. 

Casi enloqueció de gozo Pedro Fernández Barchilón, cuando el fran- 
ciscano le comunicó que quedaba salvo de hacer zapatetas en la horca 



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14 TRADICIONES PERUANAS 

No se limitó á este servicio el buen padre Chávez, sino que, llevándo- 
le á su celda al favorecido, le proporcionó recursos para que fugase del 
€uzco. 

II 

San Juan de la Frontera ó Huamanga (hoy Ayacucho) fué fundada 
por los capitanes Francisco de Cárdenas y Vasco de Guevara, tenientes 
^e D. Francisco Pizarro. Primitivamente se hizo la fundación el 7 de marzo 
de 1539 en el lugar llamado Quinua; pero en 25 de abril de 1540 se tras- 
ladó al sitio actual, atendiendo á lo frío, lluvioso é insalubre de Quinua. 

Dióse á la fundación el nombre de San Juan, en memoria de la bata- 
lla de Chupas, ganada por los realistas contra los rebeldes que capitanea- 
ba Almagro el Mozo, el día vísperas de aquella festividad. El nombre de 
la Frontera nació de que el Inca Manco, con sus huestes, ocupaba á la 
sazón las crestas de los Andes fronterizas á la nueva ciudad. Y en cuan- 
to á la voz Guamanga, refiere la tradición que cuando el Inca Viracocha 
realizó la conquista de este territorio, dijo, dando de comer á su halcón 
favorito: ¡Huamanccaca/ iHártate, halcón! 

Más tarde cambióse el nombre de San Juan de la Frontera por el de 
San Juan de la Victoria, conmemorando un triunfo de las armas españo- 
las sobre los vasallos del infortunado Manco. 

Fundado por el Cabildo en 1555 el hospital de Guamanga, dióse la 
administración de él á un hombrecillo de cinco pies escasos de talla, re- 
choncho, barrigudo, chato y con una cara siempre de pascuas. 

Este hospital disfruta de la prerrogativa de tener cinco días fijos en 
^l año para que los enfermos que logran la fortuna de morir en uno de 
ellos vayan derechitos al cielo sin pasar por más aduanas, salvo que sean 
escribanos, para los cuales no hay privilegio posible. No hay tradición de 
que en el cielo haya entrado ninguno de ese gremio. 

El administrador era nada menos que Pedro Fernández Barchilón, el an- 
tififuo soldado de Gonzalo Pizarro, quien llevaba su caridad hasta el punto 
de atender personalmente á lag más groseras necesidades de un enfermo. 

—¡Barchilón!— gritaban los enfermos, familiarizados con nuestro bo- 
nachón émulo de San Juan de Dios, y él no se hacía esperar para aplicar- 
le un clister al necesitado. 

Y como no siempre sabían los enfermos el nombre de los dos ó tres 
indios que ayudaban á Pedro Fernández en su caritativa faena, se dio, 
por generalización, el nombre de barchilones á los sirvientes de hospital. 

Del de Guamanga pasó á los de Lima y á los de Méjico y á los de 
toda la América latina la palabra barchilón, con que se designa á la úl- 



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RICARDO PALMA 15 

tima jerarquía de sirvientes de hospital. Hasta los franceses dicen mon- 
sienr le barchilón. Sépalo la Real Academia de la Lengua. 

La que al principió fué. peruanismo, es ya reconocido americanismo. 
[Gloria á Pedro Fernández Barchilón! Su caridad inmortalizó su apellidó. 



PASQUÍN Y CONTRAPASQUÍN 

Dicen unos que fué el Excmo. Sr. D. Francisco Javier de Venegas, 
teniente general de los reales ejércitos y quincuagésimo noveno virrey de 
Méjico, el personaje de esta tradición; y otros dicen que lo fué el Exce- 
lentísimo Sr. D.. Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y mon- 
tero mayor de Felipe II. Sabido es que el de Cañete, apenas llegó al Perú, 
probó que era hombre bragado y de sangre en el ojo, pues bastóle el sim- 
ple informe de que los conquistadores Piedrahita y Díaz el Membrudo 
estaban siempre así listos para un fregado como para un barrido, esto es, 
con ánimo dispuesto al barullo, para que, sin más averiguarlo, exclamase 
su excelencia: 

—¡Voto á los pelos del diablo! ¿Esas tenemos, Sr. Alonso Díaz? Pues 
adelante con calzones de ante. ¡Hola! ¿Y el de Piedrahita luce barba pin- 
tada? ¡Malo! Barba de tres colores no la gastan sino traidores. ¡Pardiobre! 

Y mandó descabezar bochincheros. 

Sea de ello lo que fuere, virrey peruano ó virrey mejicano, que aho- 
garme en tan poca agua sería como dejarme cortar juego, de mano y 
con cinco estuches, cuéntase, por contadores de cuenta, historia muy de 
contar. Y es ella que su excelencia hizo su entrada solemne en la capital 
del virreinato (llámese Lima ó Méjico, peccata minuta J luciendo modesta 
capa, jubón y gregüescos [de paño negro, sin guirindola de encajes, cru- 
ces, veneras, bordados ni relumbrones, y que miró muy por encima del 
hombro á los engreídos criollos, serranos de la costa y marisqueadores 
de la sierra que asistieron al besamanos de palacio. 

Fama traía el virrey de ser viejo de malas pulgas, socarrón y de arre- 
quives, nada comadrero, y capaz el día en que amaneciera con la vena 
gruesa de ahorcar, á topanarices y por vía de desayuno, al más empin- 
gorotado, siquier fuese paraninfo de los cielos y campana gorda de la gua- 
peza. Su excelencia, en vez de espada y daga toledana, ceñía al cinto un 
guadifeño de esos de virola y golpetillo, que era como repetir lo que dijo 
el virrey Blasco Núñez, cuando por su mano dio muerte al factor Suá- 
rez de Carvajal: «¡Ojo, que conmigo no hay tustús ni papelorios, sino pu- 



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16 TIUDIOIONES PERUANAS 

ñalada limpia y tenteperro; que mal vinagre ó buen jerez, para mí todo 
es igual.» 

Al otro día del recibimiento oficial, apareció en una de las puertas do 
palacio un cartel con los siguientes versos, qiie literariamente juzgados^ 
no valen un pitoche ó corachín negro, pero que en lo substanciosos eran 
para ocasionar un tabardillo pintado á. gobernante de poca enjundia y 
menos cuajo: 

<j,Tu cara no es de excelencia 

ni tu traje de virrey: 

Dios ponga tiento en tus manos 

para que acates la ley.» 

¡Por vida de Mendotirillas, padre de Mentirijillas, que el pasquín era 
insolente! Por aquellos tiempos (1555), en que la imprenta no era libre, ni 
esclava (pues tipos y prensa vinieron al Perú treinta años más tarde), era 
el pasquín la válvula de escape de ese infiernillo llamado opinión pública. 

El virrey, que no era hombre de dejarse ensalivar la oreja y que no 
se andaba por caballete de tejado, dijo para su capisayo: 

— ¡Orza, orza de buen grado, bergantín empavesado! ¡No que no! La 
habilidad del artillero está en poner el punto en su punto, y á mí no se 
me ha de helar la candela en la chimenea; que gato caminero embiste al 
mur en el agujero. Y pues búlleme el papo por devolver la burbujilla, 
vamos á ver si salgo con canto de perdiz desmachihembrada ó con argu- 
mento que prometa acabar en punta, liso y raso, menudo y repicado. 

Y su excelencia sentóse á la escribanía, calóse gafas venecianas, y co- 
mo Dios le dio á entender compuso esta espinela, que mandó colocar en 
otro cartelito debajo del primero: 

«iMi cara no es de excelencia 
ni mi traje de virrey? 
¡Bien! Mas represento al 107 
y tengo su omnipotencia. 
Esta sencilla adveí tencia 
03 hago por lo que importo. 
La loj ha de ser mi norte 

7 ¡ay! del que la ultraje osado 

Conque ¡cuidado!.... 7 ¡cuidado! 
antes que pescuezos corte.» 

El contrapasquín fué como irse al tuetanillo y dejar la carnaza. San- 
to remedio, como huesecito de monja milagrera. Nadie volvió á mechíji- 
car á su excelencia con coplitas ni bufonadas, y eso que el señor virrey 
(que santa gloria haya) nos jugó algunas de premonstratense y abad mi- 
trado. 



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RICARDO PALMA 17 



LA MINA DE SANTA BÁRBARA 



Era el día de la festividad d^l Corpus, y contábase el año 1564 de la 
era cristiana. 

El Cabildo de la ciudad de Guamanga, que apenas tenía un cuarto de 
siglo de fundada, había echado, como se dice, la casa por la ventana para 
celebrar con esplendidez el día solemne de la cristiandad. En sólo cirios 
de cinco libras para alumbrar la iglesia parroquial, había gastado el Ca- 
bildo veinte mil ducados. La cera fué artículo carísimo en los primeros 
tiempos de la conquista. 

A las once de la mañana, funcionando de maestro de ceremonias y 
con una campanilla de oro en la mano, salió del templo D. Francisco de 
Cárdenas, luciendo la venera y manto de caballero de Santiago. Acompa- 
ñábanlo, con campanillas de plata, D. Pedro de Contreras y D. García 
Martínez de Castañeda, de la orden de Alcántara. 

Abrían la procesión los cofrades de Nuestra Señora del Rosario con su 
mayordomo el ricacho minero D, Juan García de Vega. Llevaban todos 
capa de gala y cirio de á libra. 

Tras la cofradía venían veintiséis religiosos del convento dominico, 
fundado en 1548, con su prior fray Jerónimo de Villanueva. 

Seguíanlos treinta franciscanos, orden fundada en 1552. Y presididos 
por el comendador fray Sebastián de Castañeda, venían veinticinco mer- 
cenarios. Estos tenían la antigüedad de fundación en Guamanga. 

Después de las comunidades religiosas, y en medio de ocho vecinos 
acaudalados, iba D. Amador de Cabrera llevando el guión del Santí- 
simo. 

Seguían doce monaguillos con pebeteros de filigrana, que despedían 
nubes de aromado incienso, y el palio parroquial, de brocatel de seda, 
con varillas de plata sostenidas por seis regidores del Cabildo. 

Tras el párroco y los eclesiásticos que lo acompañaban bajo el palio, 
llevando la Custodia de oro deslumbradora de pedrería preciosa, venían 
el alcalde D. Juan de Palomino, de la orden de Montosa, y el corregidor 
D. Hernán Guillen de Mendoza con el resto de cabildantes y empleados 
reales. 

Tomo IV 2 



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18 TRADICIONES PERUANAS 

El estandarte de la ciudad ostentaba un castillo de oro con un corde- 
ro y una bandera, y era conducido por el alférez real D. Miguel de Aste- 
te, natural de Calahorra, el mismo que en Cajamarca derribó á Atahual- 
pa de las andas de oro en que lo conducían sus vasallos y le arrancó la 
borla imperial. En 1535, Astete, á quien habían tocado en el repartimien- 
to del rescate nueve mil pesos de oro y trescientos sesenta marcos de 
plata, se fué á España en el navio San Miguel, conductor de gran tesoro 
para la corona. Allí escribió una relación de la conquista que, según Ji- 
ménez de la Espada, se conserva inédita en uno de los archivos. Después 
de tres años de permanencia en su patria, volvióse al Perú, y fué uno de 
los principales fundadores de Guamanga. 

Escoltaban la procesión cuarenta hidalgos, en lujoso atavío de alabar- 
deros reales, capitaneados por D. Francisco de Ángulo, primer alcalde de 
minas, y por el veedor D. Gonzalo de Reinóse. 

Detúvose la procesión frente á tres soberbios altares, cuya mesa era 
formada por barras de plata. 

La procesión, que pasaba por entre arcos cubiertos de flores y joyas, 
no habría sido más suntuosa ni en la capital del virreinato. 

En el arrabal ó barrio de Carmencca, los naturales del país recibieron 
al Santísimo con loas, tarasca, gigantes y gigantilla, danza de pallas y 
diversos festejos. 

Los cohetes atronaban el espacio, y el contento de la muchedumbre 
era indescriptible. 

A las dos de la tarde una compañía de cinco comediantes, traídos 
ad hoc de Lima, representó un auto sacramental que fué ruidosamente 
aplaudido. 

D. Amador de Cabrera, que llevaba en una mano el guión parroquial 
y en la otra el sombrero con cintillo de oro esmaltado de brillantes, que- 
riendo gozar á su sabor del auto, entregó el sombrero A su paje, que 
era un indiecito de diez años, hijo de uno de los caciques de Guanea- 
vilea, 

Pero ello fué que, en el barullo de Carmeneea, valioso cintillo y ele- 
gante chapeo desaparecieron de manos del muchacho. También éste se 
hizo humo. 



n 



Apenas si Cabrera paró mientes en la pérdida, que no era su merced 
como D. César Gallego, quien para socorrer en una necesidad á otro pai- 
sano suyo, sacó un gran talego rebosando de monedas, tomó un duro y 



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RICARDO PALMA 19 

lo dio al necesitado. Éste, que era un mozo de agudo ingenio, rechazó la 
dádiva, diciendo: 

«Probando está ese talego 
de tus nombres el contraste: 
como César empuñaste, 
y diste como gallego,í> 

Al día siguiente, almorzaba D. Amador de Cabrera, en compañía de 
su esposa doña Inés de Villalobos, cuando se le presentó el cacique de 
Guancavilca, padre del pajecito que, temeroso de castigo, había ido á re- 
fugiarse en la casa paterna. 

— Perdona á mi \i\]o ^viracocha, y sé bueno para con él— dijo el anciano. 

—¿Y en qué ha pecado el muchacho para solicitar gracia de mí? El pe- 
cador fui yo, que no debí confiar prenda de codicia á un niño. 

— Y yo, viracocha, vengo á pagarte 

—No me ofendas, cacique— interrumpió Amador de Cabrera,— que 
ofensa es que me tengas por tacaño á quien afligen pérdidas de bienes. 
Cierto es que el cintillo vale seis mil ducados; pero doylo por bien perdi- 
do, ya que fué en la fiesta del Santísimo. No se hable más del asunto, y 
vuelva el chico á casa, que Inés y yo lo queremos como á hijo. 

Una lágrima de agradecimiento asomó á los ojos del cacique, y besan- 
do la mano de Cabrera, dijo: 

— Tu generosidad y nobleza me obligan á revelarte un secreto que te 
hará el hombre más rico del Perú. Manda ensillar tu caballo, y ven con- 
migo á Guancavilca. 

Dice el cronista Montesinos que D. Amador de Cabrera, tomando en- 
tonces los dos cabos ó extremos de una qinta, le contestó al viejo: 

—No tengo hermano, y tú, cacique, lo serás mío. Seremos tan iguales 
como los dos cabos de esta cinta 

III 

Veinticuatro horas después D. Amador de Cabrera era dueño de la fa- 
mosa mina de azogue de Huancavelica, y realmente el hombre más rico 
del Perú, pues sólo la mina le daba, libre de menudencias, una renta 
de 260 pesos diarios. 

IV 

Aquí habría puesto punto final á la tradición; pero un amigo cree 
que debo completarla con apuntes biográficos que sobre el acaudalado 



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20 TRADICIONES PERUANAS 

minero Jiménez de la Espada y Mendiburu proporcionan. Haré, pues, 
una rapidísima biografía, y el que más extensa la quiera búsquela en 
otras fuentes. 

Amador de Cabrera, natural de Cuenca, en España, emparentado con 
los marqueses de Moya y condes de Chinchón, vino al Perú en 1555 en 
busca de la madre gallega (fortuna) en la comitiva del virrey marqués 
de Cañete. Su excelencia no halló otra manera de protegerlo que casán- 
dolo con la hija del conquistador Hernando de Villalobos, heredera del 
rico repartimiento de Angaraes. 

Poseedor de la Todos Santos, Descubridora 6 Santa Bárbara, que por 
estos tres nombres es conocida la mina de cinabrio, rival de las de Alma- 
dén, convino en 1572 en cederla á la corona por la suma de doscientos 
cincuenta mil ducados. Firmada ya la escritura de cesión, arrepintióse 
Cabrera, alegando lesión enormísima, pues según dictamen de peritos, la 
mina era de balde por un millón. Más que el pleito, la ambición de poseer 
un título de Castilla espoleó á D. Amador de Cabrera, que era sobrada- 
mente rico, para emprender viaje á España; y cuando ya casi tenía con- 
seguido el título, no sé si de conde ó marqués, sorprendiólo la ñata 
en 1576. La mina quedó incorporada á la real corona, sin que poroso de- 
jara de ser semillero de litigios con sobrinos y deudos del hidalgo con- 
quense. 



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Por los años de 1581, el griego Miguel Acosta y los navieros y comer- 
ciantes de Lima hicieron una colecta que, en menos de dos meses, subió 
á cuarenta mil pesos, para fundar un hospital destinado á la asistencia 
de marineros, gente toda que, al llegar á América, pagaba la chapetonar 
da, frase con la que nuestros mayores querían significar que el extranje- 
ro, antes de aclimatarse, era atacado por la terciana y por lo que enton- 
ces se llamaba bicho alto y hoy disentería 

Establecióse así el hospital del Espíritu Santo, suprimido en 1821, y 
que desde entonces ha servido de Museo Nacional, de colegio para seño- 
ritas, de Escuela Militar, de Filarmónica, de cuartel, de comisaría, etcé- 
tera, etc. Los pontífices acordaron al hospital del Espíritu Santo gracias 
y preeminencias que no dispensaron á otros establecimientos de igual 
carácter en Lima. 

Al respaldo del sitio en que se edificó el hospital quedaba un lote es- 
pacioso, en el cual el propietario Gaspar Flores edificó toscamente (que 
D. Gaspar no era rico para emprender lujosa fábrica) unos pocos cuartu- 
chos, en uno de los cuales naciera el 30 de abril de 1586 su hija Isa- 
bel, ó sea Santa Kosa de Lima, siendo pontífice Sixto V, rey de España y 



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22 TRADICIONES PERUANAS 

SUS colonias Felipe II, arzobispo de Lima Toribio de Mogrovejo y gober- 
nando la Real Audiencia, por muerte del virrey D. Martín Enríquez el 
Gotoso, aquel que, después de veintiún meses de gobierno, se fué al mun- 
do de donde no se vuelve sin haber hecho nada de memorable en el país. 
Fué de los gobernantes que, en punto á obras públicas, realizan la de 
adoquinar la vía láctea y secar el Océano con una esponja. 

Gran espacio de terreno ocioso quedaba en el casaron de D. Gaspar 
Flores, que su hija supo convertir en huerto y jardinillo. 

Por aquel siglo, más afición tenían en Lima al cultivo de árboles fru- 
tales que á la floricultura, y tanto que en los jardines domésticos, que 
públicos no los había, apenas si se veían plantas de esas que no reclaman 
esmero. La flor de lujo era el clavel en toda su variedad de especies. 

Las rosas no se producían en el Perú; pues según lo aflrma Garcilaso 
en sus Comentarios Reales, los jazmines, mosquetas, clavelinas, azuce- 
nas y rosas, no eran conocidas antes de la conquista. Grande fué, pues, 
la sorpresa de la virgen limeña cuando se encontró con que espontánea- 
mente había brotado un rosal en su jardinillo; y rosal fué, que de sus re- 
toños se proveyeron las familias para embellecer corredores, y las limeñas 
para adornar sus rizas, negras y profusas cabelleras. 

Y tan á la moda pusiéronse las rosas, que el empirismo médico descu- 
brió en ellas admirables propiedades medicinales; y las hojas secas de la 
flor se guardaban, como oro en paño, para emplearlas en el alivio ó cura- 
ción de complicadas dolencias. Mendiburu, en su artículo Lozano ^ dice 
que las primeras rosas que se produjeron en Lima fueron las del jardín 
del Espíritu Santo, confundiendo éste, por la vecindad, con el de nuestra 
egregia limeña. 

Cuentan que cuando en 1668 presentaron al Papa Clemente IX el ex- 
pediente para la beatificación de Rosa, no supo disimular el Padre Santo 
una ligera desconfianza, y murmuró entre dientes: 

— ¿Santa? ¿Y limeña? ¡Hum, hum! Tanto daría una lluvia de rosas. 

Y milagro fué patente, porque perfumadas hojas de rosa cayeron so- 
bre la mesa de Su Santidad. 

Añaden que nació de este incidente el entusiasmo del Papa por Rosa 
de Lima; pues en dos años expidió, amén del breve para su beatificación 
(12 de febrero de 1669), otros seis en honor de nuestra compatriota. El 
último fué nombrándola patrona de Lima y del Perú, y reformando la 
constitución de Urbano VIII para acelerar los trámites de canonización, 
la que realizó su sucesor, Clemente X, en 1671, junto con la de |San Fran- 
cisco de Borja, duque de Gandía y general de los jesuítas. Santa Rosa fué 
canonizada á los cincuenta y cuatro años de su fallecimiento. 

Muerto Clemente IX en diciembre de 1669, hallóse en su testamento 



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RICARDO PALMA 23 

un fuerte legado para construir en Pistoya, su ciudad natal, una esplén- 
dida capilla á Santa Eosa de Lima. 

El dominico Parra, en su Rosa Laureada, impresa en Madrid en 1760, 
dice que la primera firma que, como monarca, puso Felipe IV, fué para 
pedir la beatificación de Rosa; y añade que el 7 de ftctubre de 1668, día 
en que celebraron los madrileños las fiestas de beatificación, se vio lucir 
una estrella vecina al sol. 

Cuando en febrero de 1672, siendo virrey el conde de Lemus, marqués 
de Sarria y duque de Taurifanco con grandeza de España, .se efectuaron 
las fiestas solemnes de canonización, las calles de Lima fueron pavimen- 
tadas con barras de plata, estimándose, segán lo afirman cronistas que 
presenciaron las fiestas, en ocho millones de pesos el valor de ellas y el 
de las alhajas que adornaban los arcos y altares. 

Fué entonces cuando D. Pedro de Valladolid y D. Andrés Vilela, pro- 
pietarios á la sazón de la casa y jardinillo, cedieron el terreno para que 
en él se edifícase el Santuario de Rosa de Lima. 

El rosal que ella cultivara se trasplantó al jardín que tienen los padres 
dominicos, en el claustro principal de su convento. 



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2 i TRADICIONES P£BUANAS 



LOS IvtOSQUITOS DE SANTA ROSA 



Cruel enemigo es el zancudo ó mosquito de trompetilla, cuando le 
viene en aiii;<^ revolotear en torno de nuestra almohada, haciendo im- 
posible el sueño con su uícánskblfKmusiquería. ¿Qué reposó para leer ni 
para escribir tendrá un cristiano si en lo mejor de la lectura ó cuando se 
halla absorbido por los conceptos que del cere bro traslada al papel, se 
siente interrumpido por el impertinente animalejo? No hay más que ce- 
rrar el libro ó arrojar la pluma, y coger el plumeriUo ó abanico para ahu- 
yentar al mal criado. . 

Creo que una nube de zancudos es capaz de acabar con la paciencia 
de un santo, aunque sea más cacHáziido que Job, y hacerlo renegar como 
un poseído. , ^. , , ,. ^ ' ^ 

Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y sopor- 
tar dolores físicos, halíó^ue tormento superior á ps fuerzas morales era 
el de sufrir, sin refunfuño/ las picadas y la orquesta de los alados mu- 
siquines. 

Y ahí va, á guisa de tradición, lo que sobre tema tal refiere uno de los 
biógrafos de la santa limeña. 

Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de Lima hubo 
un espacioso huerto, en el cual edificó la santa una ermita ú oratorio des- 
tinado al recogimiento y penitencia. Los pequeños pantanos que las aguas 
de regadío forman, son criaderos ¿e mirladas de mosquitos, y como la 
santa no podía pedir á su Divino esposo que, en obsequio de ella, altera- 
se las leyes de la naturaleza, optd por paílainentaf con los mosquitos. Así 
decía: J:^ "^ ^ / • 

— Cuando me vine á habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje los 
mosquitos y yo: yo, de que no los molestaría, y ellos, de que no me pica- 
rían ni harían ruido. 

Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen ni 

los pactos politiqueros. 

Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita, los 
bullangueritos y lanceteros guardaban compostura hasta que con el alba, 
al levantarse la santa, les decía: 

— ¡Ea, amiguitos, id á alabar á Dios! 



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RICARDO PALMA 25 

Y empezaba un concierto de trompetillas, que sólo terminaba cuando 
Rosa les decía: _/ . 

—Ya está bien, amiguitos: ahora vayan.á buscar su alimento. 

Y los obedientes sucsorios se ^spatclah por el huerto. 
Ya al anochecer los convocaba, diciéndoles: 

— Bueno será, amiguitos, alabar c'bnmigo al Señor que los ha susten- 
tado hoy. 

Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada decía: 
— A recogerse, amigos, formalitos y sin hacer l^ufla? ' 

1^0 se llama buena educación, y no la que da mi mujer á nuestros 
nenes,^ que se le insubordinan y forman algazara cuándo los manda á la 
cama. 

No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de dar orden de 
buen comportamiento á sus subditos; porque habiendo ido á visitarla en 
la ermita una beata llagada Catalina,^ Ips n\osqui^tos se ceoaron en ^lla. 
La Catalina, que no aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un 
mosquito. 

—¿Qué haces, hermana? — dijo la santa. — ¿Mis compañeros me matas 
de esa manera? 

— Enemigos mortales que no compañeros, dijera yo— replicó la beata. 
—¡Mira éste cómo se había cebado en mi sangre, y lo gordo que se había 
puesto! 

—Déjalos vivir, hermana: no^ncie. mates ninguno de estos pobrecitos, 
que te ofrezco no volverán á picarte, sino que tendrán contigo la misma 
paz y amistad que conmigo tienea 

Y ello fué que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le atreviera á 
Catalina. 

También la santa en una ocasión supo valerse de sus amiguitos para 
castigar íos' remilgos de Frasquita Montoya, beata de la Orden Tercera, 
que se resistía á acercarse á la ermita, por miedo de que la picasen los 
jenjenes. 

— Pues tres te han de picar ahora — ^le dijo Kosa, — uno en nombre del 
Padre, otro en nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo. 

Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de tres 
mosquitos. ^ ^ . . , 

Y com'probando el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y anima- 
les domésticos, refiere el cronista Meléndez que la madre de nuestra san- 
ta'^ííafcá con muqho mimo un gallito que, por lo extraño y hermoso de 
la pluma, era la delicia de la casa. Enfermó el animal y postróse de ma- 
nera que la dueña dijo: 

—Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado. 



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26 TRADICIONES PERUANAS 

Entonces Kosa cogió el ave enferma, y acariciándola, diio: 
—Pollito mío, canta de prisa; pues si no cantas te guisa. 
Y el pollito ¿acudió las alas, encrespó la pluma, y muy regocijado sol- 
tó un 

1 Quiquiriquí I 

(¡Qué buen escape el que di!) 

¡Quiquiricuandol 

(Ya voy, que me están peinando.). 



EL CAPITÁN ZAPATA 



— Quede, pues, vuesa merced mucho con Dios, que yo hasta verme en 
Potosí no descabalgo, y poco ha de acorrerme la fortuna, que ciega es y 
á los audaces ampara, si no fino millonario. 

—Óigale Dios, señor capitán, y vaya mucho con él, y no olvide que pa- 
labra le tomo de sacarme de pobre con las migajas de su dicha— contestó, 
con sonrisa burlona, el alférez de arcabuceros reales D. Kodrigo Peláez, 
dando una estrecha empuñada al capitán de picas y sobresalientes don 
Martín Zapata. 

Tal fué el final de un diálogo que, á la puerta del Cabildo de Lima, 
tuvieron en cierta tarde del año de gracia 1557 dos bravos militares, que 
fama de esforzados conquistaron batiéndose contra la rebeldía de Fran- 
cisco Hernández Girón. 

Las guerras civiles de los conquistadores habían llegado á su término, 
y ni semilla de bochincheros quedaba en el extenso virreinato del Perú. 

El capitán Zapata, convencido de que ya las armas no ofrecían porve- 
nir á los hombres de guerra, había decidido irse á Potosí en pos de la 
madre gallega, y sin más alambicarlo, arregló la maleta, enfrenó el caba- 
llo, y pian piano emprendió viaje al Alto Perú. 

Era por entonces el capitán un mancebo de veinticinco pascuas flori- 
das, de marcial apostura, moreno de color y con bigotes á la turca. Había 
llegado al Perú seis años antes y cuando las rebeldías estaban candentes. 
Sentó plaza de soldado, y batióse con tanto denuedo, que grado á grado 
fué ganando ascensos. No se sabía á punto fijo de cuál de los reinos de 
España era oriundo: unos lo creían andaluz y otros castellano viejo, pues 
de ambas provincias hablaba con entero conocimiento. 

A pesar de su mocedad no despuntaba por el juego, el vino y los amo- 



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RICARDO PALMA 27 

ríos, que nunca se le conoció el menor chichisbeo con soltera, casada 6 
viuda, sino por un excesivo celo religioso que picaba en fanatismo. Confe- 
saba y comulgaba el primer domingo del mes; era seguro encontrarlo en 
misa de alba y en el rosario nocturno; no desperdiciaba fiesta ni sermón, 
y no hubo cofradía en la que no figurase como hermano. Tanto ascetismo 
en un soldado mozo, á fe que era como para hacerse cruces. A otros pró- 
jimos con menos los ha canonizado Eoma. 

II 

Llegado Zapata á Potosí en 1558, dividió su tiempo entre las prácti- 
cas devotas y el cateo de minas, yéndole tan propiciamente en la última 
faena, que á i>oco, en 1 562, descubrió una riquísima veta de plata, á la que 
bautizó con su apellido. Inmediatamente escribió á su amigo el alférez 
Peláez y lo destinó como administrador de la mina, asegurándole por 
sueldo el cuatro por ciento de los provechos. 

La Zapata^ en los diez años que la explotó su descubridor y dueño, 
fuera de los quintos pagados á la corona, produjo barras por valor de 
más de tres millones de pesos de á nueve reales. 

El capitán no era un avaro insaciable, y en 1673 vendió la mina auna 
sociedad de vascongados, contrató en Arica un navio, lo lastró con barras 

de plata y , j velas y buen viento!...., desembarcó con su ingente caudal 

en Cádiz. Allí repartió un cuarto de milloncejo entre iglesias y monaste- 
rios, y aun estableció no sé qué fundación piadosa para alivio de viudas y 
huérfanos. 

Pero ¡cosa rara!, un día el opulentísimo perulero (como llamaban á 
los que volvían á España con procedencia de esta región de las Indias) 
anocheció y no amaneció en Cádiz. Persona y caudal se habían evaporado. 

Ello es que la justicia se cansó de hacer indagaciones sin sacar nada 
en claro, y que el pueblo gaditano se echó á inventar leyendas, á cual 
más absurda y maravillosa. Por supuesto que en todas figuraba el diablo,^ 
cargando á la postre con el beato y sus tesoros. 

III 

D. Kodrigo Peláez continuó aún por tres ó cuatro años en Potosí, re- 
llenando la hucha como empleado en la mina; pero por ciertas quisqui- 
llas con sus nuevos patrones los vascongados, hizo dimisión del puesto y 
decidió regresar á España. Tenía ya el riñon bien cubierto, como que era 
dueño de más de cien mil duros, capitalito decente para vivir en su tie- 
rra á cuerpo de príncipe. 



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28 TRADICIONES PERUANAS 

Avistaba ya los costas españolas, cuando la nave que lo conducía fué 
abordada por unos piratas berberiscos, que condujeron al alférez y á sus 
compañeros de viaje cautivos á Argel, y allí los vendieron como esclavos 
al visir Sig- Al-Emir. 

D. Rodrigo, con varios de sus compatriotas, fué destinado al cultivo 
de uno de los jardines que en los alrededores de la ciudad poseía el vi- 
sir; y llevaba ya el infortunado español dos meses de cautiverio sin cono- 
cer á su amo y señor. 

Al fin una tarde, con gran comitiva de musulmanes, fué Sig- Al-Emir á 
visitar su propiedad, y apenas si favoreció con una mirada desdeñosa á 
algunos de sus esclavos. Hizo la Providencia que una de esas miradas ca- 
yese sobre el cautivo Peláez. 

Por la noche, libre ya de acompañantes, el emir mandó Hamar á su 
cámara al esclavo español, y tan luego como se encontró á solas con él, 
le dijo: 

— Abrázame, Eodrigo Peláez. ¿No me reconoces? 

El capitán Zapata era el visir de Argel 

IV 

La vida aventurera de Zapata la relataremos brevemente. 

Muchacho de doce años se embarcó como grumete, y un naufragio lo 
llevó á las costas de España, donde vagando de pueblo en pueblo, vivió 
como á Dios plugo ayudarlo durante seis años. Vínose al Perú, alistóse 
en la milicia, pasó á Potosí y enriqueció. 

En los seis meses de su residencia en Cádiz dióse maña para poco á 
poco trasladar á Argel su cuantiosa fortuna. Con ella y con lo despejado 
de su ingenio alcanzó á conquistarse el cariño del sultán, quien lo elevó 
al rango de visir. 

Su fervor religioso en América y España fué la máscara tras la que 
se escondía el más fiel de los sectarios deMahoma. Cuando en 1570 se es- 
tableció la Inquisición en el Perú, empezó el capitán Zapata á recelar 
que por ponerse camisa limpia en viernes, no comer gallina degollada 
por mano de mujer, lavarse los brazos de las manos á los codos, ó cual- 
quiera futesa del rito de Mahoma, llegara á descubrirse la superchería y á 
intimar relaciones con el Santo Oficio. Por eso se apuró á vender la mina 
y poner mar de por medio entre él y los hombres de la cruz verde. 



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RICARDO PALMA. 29 



REFRANERO 
I 

ESTAR 1 TRES DOBLES Y UN REPIQUE 

Vitigudino en Castilla era allá en las mocedades del festivo poeta y 
señor de la Torre de Juan de Abad, un pueblo de mil vecinos con no po- 
cos terrones de buen cultivo. Los vitigudinenses parecían de raza de in- 
mortales: todos llegaban á viejos, y hacían la morisqueta del carnero lo 
más tarde que posible les era. Así es que el cura y el sacristán poco ó 
nada pelechaban con misas de San Gregorio, responsos, entierros y cabos 
de año. 

Lu quillas, que así se llamaba el pazguato que servía á la vez los im- 
portantísimos cargos de sacristán y campanero con el pre de cuatro rea- 
les vellón á la semana, tan luego como vino nuevo párroco hizo ante él 
formal renuncia del destinillo, salvo que su merced se aviniera á aumen- 
tarle la pitanza, que con latín, rocín y florín se va del mundo hasta el fin, 
ó como reza la copla: 

En el cielo manda Dios, 
los diablos en el infierno, 
7 en este picaro mundo 
el que manda es el dinero. 

El curita, que era un socarrón de encargo, empezó por endulzar al sa- 
cristán con un par de cañitas de manzanilla y unas copas del tinto de 
Rota, y luego lo hizo firmar un contrato con arreglo al cual el párroco le 
pagaría semanalmente seis reales vellón por cada repique, pero en cam 
bio el campanero pagaría al cura dos reales vellón por cada doble. 

Como los vitigudinenses no habían dado en la fea costumbre de mo- 
rirse, el contrato no podía ser más ventajoso para Luquillas. Contaba 
con la renta segura del repique dominical, sin^más merma que la de uno 
ó dos dobles por mes. El pobrete no sabía que quien hizo la ley hizo la 
trampa. 



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30 TRADICIONES PERUANAS 

A mitad de semana díjole el cura: 

— Luquillas, hijo, veme en el cuadernillo qué santo reza hoy la 
Iglesia. 

— San Caralampio, mártir y confesor* 

— ¿Mártir dice? 

—Sí, padre cura; mártir y confesor. 

— Yo creo que á ti te estorba lo negro. ¿No te has equivocado, hombre? 
Vuelve á leer. 

— Así como suena, padre cura; mártir y confesor. 

— Pues hijo, si fué mártir hay que sacar ánima del purgatorio. Sube á 
la torre y dobla. 

Y no hubo tu tía, sino doble en regla. 

Y llegó el viernes, y el cura preguntó al sacristán: 
-—¿Qué día es hoy, Luquillas? 

— Viernes, padre cura. 

— ¿Estás seguro, hombre? 

—Sí, padre cura. 

— Hombre, tú has bebido: no puede ser por menos. ¿Viernes hoy? Im- 
posible. 

—Sí, padre cura. Le juro por esta cruz de Dios, que hoy es 
viernes. 

— Pues hijo, lo creo porque lo juras. Yo por nada de este mundo peca- 
dor dejo de sacar ánima en viernes. Conque está dicho, sube á la torre y 
dobla. 

Y sucedió que el sábado, la parca, alguacilada por los rigores del in- 
vierno, arrastró al hoyo á un nonagenario ó macrobio del pueblo, víctl- 
aia de un reumatismo que el boticario, el barbero y el albéitar de Viti- 
gudino, reunidos en junta, declararon ser obra maestra de reuma- 
tismos. 

El doble era de obligación, sin que el cura tuviese para qué recordár- 
^selo al sacristán. 

El domingo, después del repique de misa mayor, se puso Luquillas á 
arreglar sus finanzas (perdón por el galicismo), y encontróse con que si 
era acreedor á seis reales por el repique, también resultaba deudor de seis 
reales por los tres dobles de lá semana. Fuese con su coima á la taberna, 
que, como dijo un sabio que debió ser gran bebedor, el hombre ha nacido 
para emborracharse y la mujer para acompañarlo, pidió un tatarrete de 
lo fino, y cuando llegó el trance de pagar en buenos maravedises del rey, 
le dijo al tabernero: 

—Compadre, fíeme usted hasta que Dios mejore sus horas; porque esta 
semana estoy á tres dobles y un repique. 



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BIGARDO PALMA 31 

II 
ESTAR i. LA CUARTA PREGUNTA 

En tiempos antiguos— digo, hasta que se desbautizó al pejerrey para 
llamarlo pejepatria, — había en los juzgados un formulario de preguntas 
al que, sin discrepar letra ni sílaba, se ajustaba el escribano cuando to- 
maba declaración á cualquier pelambre. Estas preguntas, después del obli- 
gado juramento, eran cuatro en el orden siguiente: 

1 .* Nombre y edad. 

2.* Patria y profesión. 

3.* Eeligión y estado. 

4.* Kenta. 

Lo general era que los litigantes, respondiendo á la cuarta pregunta, 
declarasen ser pobres de hacha 6 de solemnidad, como hoy decimos: lo 
que les permitía emplear, para los alegatos y demás garambainas judicia- 
les, papel del sello sexto, que era el más barato. 

Sucedía que, entrando en el meollo de una declaración, hiciera el juez 
alguna pregunta que con el bolsillo del declarante se relacionara; y e'ste 
contestaba remitiéndose á lo ya dicho por él al responder á la cuarta pre- 
gunta. Así el escribano redactaba en estos ó parecidos términos, por ejem- 
plo: Preguntado si era cierto que en la nochebuena de Navidad gastó en 
esto y lo otro y lo de más allá, dijo no ser cierto, por estar á la cuarta 
pregunta, y responde. Preguntado si se allanaba á satisfacer en el acto 
los veinte pesos, motivo de la demanda, dijo no serle posible por estar á 
la. cuarta pregunta, y responde. 

Estar á la cuarta pregunta era como decir estoy más pelado que una 
rata; soy más pobre que Carracuca; no tengo un ochavo moruno ni sobre 
qué caerme muerto, á no ser sobre el santo suelo. 

Por lo demás es incuestionable que ahora, en punto á cumquibus, los^ 
hijos de esta patria estamos en la condición de los litigantes del tiempo 
del rey. Para la caja fiscal se ha hecho mal crónico el estar á la cuarta 
pregunta , y responde alas exigencias de empleados y pensionistas. 

III 

¡FÍATE EN EL JUSTO JUEZ Y NO CORRAS! 

Cuando yo estuve en presidio , sí, señores, yo he sido presidiario, 

aquí donde ustedes me ven tan cejijunto y formalote. 



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32 TRADICIONES PERUANAS 

Allá en mis tiempos de periodista, esto es, ha más de un cuarto de si- 
glo, alguna chilindrina mía, de esas chilindrinas bestialmente inofensi- 
vas, debió indigestársele al gobernante de mi tierra; pues sin más ni me- 
nos, me encontré de la noche á la mañana enjaulado en el presidio ó Ca- 
samata del Callao, en amor y compaña con un cardumen de revoluciona- 
rios ó pecadores políticos. 

Si bien á los politiqueros nos pusieron en departamento distinto al de 
los rematados por delitos comunes, eso no impidió que fuese huésped del 
presidio, y que por curiosidad y novelería entablase relaciones con un fa- 
moso bandido, que respondía al apodo de Fihorita, condenado á quince 
años de cadena por robos, estupros y asesinatos en despoblado. Era el 
niño una alhaja de las que el diablo empeñó y no sacó. 

Una tarde le pregunté; 

— ¿Estás contento con la vida de presidio? 

—/Desabraca/— me contestó. — Ni alegre ni triste, caballero; porque 
de mi voluntad depende largarme con viento fresco el día en que se me 
antoje. 

— ¡Palangana! — murmuré, no tan bajo que no alcanzara él á 
oirme. 

— ; Ajonjolí/ Pues para que usted vea, señor, que no es palanganada, 
le prometo escaparme esta misma noche y llevarme á los que quieran se* 
guirme. 

— [Hombre, eso es gordol— le contesté.— ¿Contarás con la protección 
de alguno de los guardianes? 

— jLa leva/ Me basta con la Oración del Justo Juez que tengo en este 
escapulario. 

Y desprendiéndoselo del cuello, puso en mis manos uno de esos esca 
pularios que trabajan las monjas del Carmen, y dentro del cual sentí 
como un papel enrollado. Después de examinarlo se lo devolví, y lo besó * 
antes de volvérselo á poner. 

— Ayer me lo trajeron, mi patrón, y como usted me ha metido pitn- 
tOy aunque no pensaba dejar tan pronto la casa, acabo de decidirme á fu 
gar esta noche. Tómeme la palabra /carachitas/ 

— Hombre, á mí nada me importa que te vayas ó te quedes. ¿Y cuán- 
tos de tus compañeros poseen esa oracioncita? 

— Yo soy el único en todo el presidio, patroncito. 

— Pues hijo— le repuse con tono de burla y descreimiento,— ¡fíate en 
tu Justo Juez.;... y no corras!— recordando el refrán popular que dice: fía- 
te en la Magdalena y no corras. 

Y me separé del racimo de horca sin dar la menor importancia á sus 
palabras. 



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RICARDO PALMA 33 

Aquella noche, á poco más de las doce, me despertó gran alboroto en 
el presidio. Sentí carreras, gritos y detonaciones de rifles. 

— Vamos — dije para mí, — ciertos han sido los toros. 

Media hora más tarde todo quedó en silencio, y proseguí mi interrum- 
pido sueño. 

Al otro día supimos que trece bandidos, encabezados por Viborita, ha- 
bían logrado sorprender al oficial y á los treinta soldados de la guardia, 
adueñándose de algunos rifles y escalando los muros del castillo. 

Pasado el pánico de la sorpresa, reluciéronse los soldados y se lanza- 
ron en persecución de los fugitivos, consiguiendo matar á uno de ellos y 
capturar á nueve. 

Precisamente el muerto era Viborita que, en vez de ponerse alas en 
los talones, quiso darla de guapo, y perdió tiempo batiéndose con la 
tropa. 

Cuando fui á ver el cadáver en el patio del presidíosme llamó la aten- 
ción el escapulario en manos de un soldado. No tuvo inconveniente para 
cedérmelo por cuatro reales. 

Ya en mi zaquizamí, deshice el escapulario; y en un pedazo de papel 
vitela, escrita con sangre, leí la Oración del Justo Juez, que á la letra 
copio para satisfacción de curiosos que han oído y oyen hablar de tal 
amuleto. 

«Hay leones que vienen contra mí. Deténganse en sí propios, como 
se detuvo mi Señor Jesucristo y le dijo al Justo Juez: — ¡Ea, Señor! A mis 
enemigos veo venir, y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; boca 
tengan, no me hablen; manos tengan, no me toquen; pies tengan, no me 
alcancen. La sangre les beba y el corazón les parta. Por aquella camisa 
en que tu Santísimo Hijo fué envuelto, me he de ver libre de malas len- 
guas, de prisiones, de hechicerías y maleficios, para lo cual me encomien- 
do á todo lo angélico y sacrosanto, y me han de amparar los Santos Evan- 
gelios, y llegaréis derribado^ á mí como el Señor derribó el día de Pascua 
á sus enemigos. Y por la Virgen María y Hostia consagrada que me he 
de ver libre de prisiones, ni seré herido, ni atropellado, ni mi sangre de- 
rramada, ni moriré de muerte repentina. — Dios conmigo, yo con Él, Dios 
delante, yo tras Él. ¡Jesús, María y José!» 

Con el ejemplo de Viborita hay de sobra para perder la fe en la efica- 
cia y virtudes de la oración ó amuleto. 

Él la llevaba sobre el pecho como coraza que lo premunía contra las 
balas traidoras, y otro gallo le habría cantado si hubiese fiado la salva- 
ción á la ligereza de sus pinreles más que á la tan famosa oracioncita 
del Justo Juez. 

Y ya que he dado á conocer la famosa oración del Justo Juez, no creo 

Tomo IV 3 



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34 TRADICIONES PERUANAS 

fuera de lugar hacer lo mismo con la que, envuelta en un trozo de piedra 
imán, usan los rateros y ladrones de baja estofa. Dice así la Oración de 
la piedra imán: 

«Poderosa piedra imáu 
que entre mármoles naciste 
7 la arenilla comiste 
en el río del Jordán, 
donde te dejó San Juan, 
acero debías vencer 
y al mismo aire sustraer; 
luego te cogió San Pedro, 
que estaba bajo de un cedro, 
para extender tu virtud, 
y con muy crecida luz 
dijo que excelente fueras. 
Si un viviente te cogiera, 
ha de quedar victorioso 
y llamarse muy dichoso 
con tu preciosa virtud, 
siempre que te haga la cruz 
ó te tenga encajonada 
y siempre reverenciada 
en donde no te dé el sol; 
pues Dios mismo te dotó 
para que sola parieses 
y que otra piedra no hubiese 
al igual de tu nación. 
Consígame tu oración 
acertado entendimiento 
para conseguir mi intento, 
siguiendo con devoción, 
piedra imán del corazón, 
piedra imán de mi alegría 
á Jesús, José y María. » 

IV 

SALIR CON UN DOMINGO SIETE 

Esto es, con un despapucho, sandez ó adefesio, 

(Y á propósito. La voz adefesio, que muchos escriben adefecio, trae su 
-origen de la epístola del apóstol ad efesios. Y para pare'ntesis, va este lar- 
go, y cierro.) 



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RICARDO PALMA 35 

En una colección de cuentecitos alemanes que anda en manos de los 
niños, refieren que hubo una aldea en la que todas las mujeres eran bru- 
jas; y por ende celebraban los sábados, congregadas en un bosque, la fa- 
mosa misa negra, á que asistía el diablo disfrazado de macho cabrío. 

Vecinos del pueblo eran dos jorobados, uno de los cuales extravióse 
una tarde en el campo, y sorprendido por la tormenta, refugióse en el 
bosque. 

Media noche era por filo, cuando caballeras en cañas de escoba llega- 
ron las madamas, y empezó el aquelarre, y vino la misa, y siguió el bai- 
loteo con mucho de 

Republicana es la luna, 
republicano es el sol, 
republicano el demonio 
y republicana yo. 
¡Fuera la ropa! 
Camero, carnerito, 
carnero topa. 

Las brujas, tomadas de las manos, formaron rueda, en cuyo centro se 
plantó Cachirulo, y removieron los pies y el taleguillo délos pecados, can- 
turreando: 

«Lunes y martes, 
miércoles tres. » 

El jorobado, que tenía sus pespuntes de poeta, pensó que la copla es- 
taba inconclusa y que sería oportuno redondearla. Y sin más meditarlo, 
gritó desde su escondite: 

«Jueves y viernes, 
sábado seis.» 

¡Gran conmoción en el aquelarre! Hasta el diablo palmoteo. 

La aritmética de las brujas, que hasta entonces sólo les había permi- 
tido llegar en punto á cuentas al número tres, acababa de progresar. 
Agradecidas se echaron á buscar al intruso matemático por entre las 
ramas; dieron á la postre con él, que quien busca encuentra, y en premio 
de su travesura é ingenio le quitaron la carga que á nativitate llevaba 
sobre las espaldas. 

Limpio de jiba, más gallardo que un D. Gaiferos ó D. Miramamolín 
de Persia y más enhiesto que la vara de la justicia, presentóse nuestro 
hombre en la aldea, lo que maravilló no poco al otro jorobado. Contóle 
en puridad de amigos el ex jorobeta la aventura, y el otro dijo para sí: 
4: i Albricias! Aún le queda á la semana un día.» 



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36 TRADICIONES PERUANAS 

Y fuese al bosque, en la noche del inmediato aquelarre; y á tiempo y 
sazóm que las brujas cantaban: 

«Lunes y martes, 
miércoles tres; 
jueves y viernes, 
sábado seis,» 

nuestro hombrecillo gritó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Domingo 
siete!» 

Esto sería verdad como un templo; pero no caía en verso, y las brujas 
se pagan mucho de la medida y de la rima; así es que se arremolinaron 
y pusieron como ají rocoto, echaron la zarpa al entrometido, y en castigo 
de su falta de chirumen y para escarmiento de poetas chirles, le acomo- 
daron sobre el pecho la maleta de que, en el anterior sábado, habían 
despojado á su homólogo. 

Por ampliación del cuento, cuando cae en siete el primer domingo de 
un mes, dice el pueblo: «¡Con qué domingo siete nos saldrá este mes!» 
que es como vi vir prevenido á que no le coja á uno de nuevo un cataclis- 
mo ó una crisis ministerial, de esas que entre nosotros concluyen con 
algún domingo siete, esto es, en la forma menos prevista. 

Y siguiendo la ampliación, sucede lo de «víspera de mucho y día de 
nada,» ó bien aquello de «por la noche chichirimoche y en la madrugada 
chichirinada.» 

Así, por ejemplo, un quídam que velos toros de lejos y arrellanado en 
galería, no equivoca estocada; un militar, con el plano sobre la mesa de 
su cuarto, dirige campañas y no pierde batallas; un político desde las 
columnas de un periódico hilbana á pedir de boca lecciones de buen go- 
bierno y zurce planes de hacienda que, á realizarse, permitirían al más 
desdichado almorzar menudillos de gallina, comer faisán dorado y cenar 
pavo con trufas. Pero póngalos usted con las manos en la masa; plante 
al uno en el redondel, con un corniveleto á veinte pasos; entregue al otro 

soldados con el enemigo al frente; haga, por fin, ministro al último, y 

espere el domingo siete. 

Y pongo punto, antes de que diga el lector que también yo he salido 
con un domingo siete ó me aplique lo de 

Castilla no sabes^ 
vascuences olvidas, 
y en once de varas 
te metes camisa. 



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MOTÍN DE LIMEÑAS 



Aquel día, que era el 10 de febrero de 1601, Lima estaba en ebullición. 
El siglo XVII, que apenas contaba cuarenta días de nacido, empezaba con 
berridos y retortijones de barriga. Tanta era la alarma y agitación de la 
capital del virreinato, que no parecía sino que se iba á armar la gorda y á 
proclamar la independencia, rompiendo el yugo de Castilla. 

En las gradas de la por entonces catedral en fábrica y en el espacio en 
que más tarde se edificaron los portales, veíase un gentío compacto y 
que se arremolinaba, de rato en rato, como las olas de mar embravecido. 

En el patio de palacio hallábanse la compañía de lanzas, escolta de su 
excelencia el virrey marqués de Salinas, con los caballos enjaezados; un 
tercio de infantería con mosquetes, y cuatro morteros servidos por solda- 
dos de artillería, con mecha azufrada ó candelilla en mano. Decididamen- 
te, el gobierno no las tenía todas consigo. 

Algunos frailes y cabildantes abríanse paso por entre los grupos diri- 
giendo palabras tranquilizadoras á la muchedumbre, en la que las muje- 
res eran las que mayor clamoreo levantaban. Y ¡cosa rara! azuzando á 
las hembras de medio pelo, veíanse varias damas de basquina, con sopli- 
llo (abanico) de filigrana, chapín con virillas de perlas, y falda de gorgo- 
rán verde marino con ahuecados ó faldellín de campana. 

— ¡Juicio, juicio, y no vayan á precipitarse en la boca del lobo! — gri- 



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38 TRADICIONES PERUANAS 

taba fray Antonio Pesquera, fraile que por lo rechoncho parecía un pro- 
yecto de apoplejía, comendador de la Merced; que en Lima, desde los 
tiempos de Pizarro, casi siempre anduvieron los mercenarios en esos 
trotes. 

— Tengan un poquito de flema — decía en otro grupo D. Damián gala- 
zar, regidor de alcabalas, — que no todo ha de ser cata la gallina cruda, 
cátala cocida y menuda. 

— No hay que afarolarse— peroraba más allá otro cabildante , — que 
todo se arreglará á pedir de boca, según acabo de oírselo decir al virrey. 
Esperemos, esperemos. 

Oyendo lo cual una mozuela, con peineta de cornalina y aromas y 
jazmines en los cabellos rizos, murmuró: 

«Muchos con la esperanza 
viven alegres: 
muchos son los borricos 
que comen verde.» 

— La Keal Audiencia — continuaba el comendador — se está ahora mis- 
mo ocupando del asunto, y tengo para mí que cuando la resolución de- 
mora, salvos somos. 

— Benedicamus domine et benedictus sit Regem — añadió en latín ma- 
carrónico el lego que acompañaba al padre Pesquera. 

Las palabras del lego, por lo mismo que nadie las entendía, pesaron 
en la muchedumbre más que los discursos del comendador y cabildantes. 
Los ánimos principiaron, pues, á aquietarse. 

Ya es tiempo de que pongamos al lector al corriente de lo que moti- 
vaba el popular tumulto. 

Era el caso que la víspera había echado anclas en el Callao una escua- 
dra procedente de la Coruña, y traído el cajón de EspaTta^ como si dijé- 
ramos hoy las balijas de la mala real. 

No porque la imprenta estuviera aún, relativamente con su desarrollo 
actual, en pañales, dejaban de llegarnos gacetas. A la sazón publicábase 
en Madrid un semanario titulado El Aviso, y que durante los reinados 
del tercero y cuarto Felipe fué periódico con pespuntes de oñcial, pero 
en el fondo una completa crónica callejera de la coronada villa del oso y 
el madroño. 

Los ^wsos recibidos aquel día traían entre diversas reales cédulas una 
pragmática promulgada por bando en todas las principales ciudades de 
España en junio de 1600, pragmática que había bastado para alborotar 
aquí el gallinero. «Antes morir que obedecerla,» dijeron á una las buenas 
mozas de mi tierra, recordando que ya se las habían tenido tiesas con 



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RICARDO PALMA 39 

Santo Toribio y sií Concilio, cuando ambos intentaron legislar contra la 
saya y el manto. 

Decía así la alarmadora pragmática: 

«Manda el rey nuestro señor que ninguna mujer de cualquier estado 
y c41idad que fuere pueda traer ni traiga guardainfante, por ser traje cos- 
toso y superfino, feo y desproporcionado, lascivo y ocasionado á pecar, 
así á las que los llevan como á los hombres por causa de ellas, excepto 
las mujeres que públicamente son malas de su persona y ganan por ello. 
Y también se prohibe que ninguna mujer pueda traer jubones que lla- 
man escotados, salvo las que de público ganen con su cuerpo. Y la que 
lo contrario hiciere incurrirá en perdimiento del guardainfante y jubón 
y veinte mil maravedís de multa.» 

Precisamente no había entonces limeña que no usara faldellín con aro, 
lo que era una especie de guarda infante más exagerado que el de las es- 
pañolas; y en materia de escotes, por mucho que los frailes sermonearan 
contra ellos, mis paisanitas erre que erre. 

Todavía prosigue la real pragmática: 

«Y asimismo se prohibe que ninguna mujer que anduviere en zapa- 
tos, pueda usar ni traer verdugados, virillas claveteadas de piedras finas 
como esmeraldas y diamantes, ni otra invención ni cosa que haga ruido 
en las basquinas, y que solamente pueda traer los dichos verdugados con 
chapines que no bajen de cinco dedos. ítem, á las justicias negligentes 
en celar el cumplimiento de esta pragmática se les impone, entre otras, 
la pena de privación de oficio.» 

Y al demonche de las limeñas, que tenían (y tienen) su diablo en cal- 
zar remononamente, por aquello de que por la patita bonita se calienta 
la ^marmita (refrán de mi abuela), venirles el rey con pragmáticas con- 
tra el zapatito de raso y la botina!.... ¡Vaya un rey de baraja sucia! 

¡Á ver si hay hogaño padre ó marido que se atreva á legislar en su 
casa contra el taquito á la Luis XV! Desafío al más guapo. 

Con una rica media 
y un buen zapato, 
siempre harán las limeñas 
pecar á un beato. 

Afortunadamente, la Eeal Audiencia, después de discutirlo y alambi- 
carlo mucho, acordó dejar la pragmática en la categoría de hostia sin 
consagrar. Es decir, que no se promulgó por bando en Lima, y que Feli- 
pe II encontró aceptables las observaciones que, respetuosamente, formu- 
laron los oidores, celosos de la tranquilidad de los hogares, quietud de la 
república y contentamiento de los vasallos y vasallas. 



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40 TRADICIONES PERUANAS 

£1 día, que había empezado amenazando tempestad, terminó placen- 
teramente y con general repique de campanas. 

Por la noche hubo saraos aristocráticos, se quemaron voladores y se 
encendieron barriles de alquitrán, que eran las luminarias ó iluminacio- 
nes de aquel atrasado siglo, en que habría sido despapucho de febricitan- 
te soñar con la luz eléctrica. 



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BIGARDO PALMA 41 



UN LIBRO CONDENADO 

NOTICIAS SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA 



Galán de capa y espada é hidalgo de relumbrón, en ocasiones, y en 
otras legítimo mozo cunda y de todo juego, era en el primer cuarto del 
siglo XVII un D. Pedro Mexía de Ovando, que así lucía guantes de ámbar, 
chapeo con escudete de oro y plumerillo y parmesana azul de paño vein- 
tidoceno con acuchillados de raso carmesí, en los opulentos salones del 
señorial palacio de los virreyes marqués de Montes-Claros y príncipe de 
Esquilache, como arrastraba su decoro en los chiribitiles de la Barran- 
quita, Pampa de Lara y Tajamar de los Alguaciles, á la sazón cuarteles 
de los hampones, tahúres, bajamaneros, proxenetas, pecatrices y demás 
gentualla de pasaporte sucio y vergüenza traspapelada. 

Nacido en España é hijo segundo de un caballero del hábito de San- 
tiago, después de haberse batido como bravo en el combate naval que en 
la isla de Pinos sostuvo la real armada con la escuadra del pirata Fran- 
cisco Drake, vino nuestro D. Pedro al Perú, donde su hidalga alcurnia y 
lo gallardo de su persona le abrieron de par en parlas puertas de los más 
aristocráticos salones de la ciudad de los reyes. Más tarde lo irregular de 
su conducta dio motivo para que se le recibiese con tibieza, como si di- 
jéramos á más no poder; y tales serían los desaires con que alguna hija 
de buen solar lo abrumara en un sarao, que despechado el mancebo, echó- 
se á escribir un libro con el nada caballeresco propósito de bajar el cope- 
te á encopetada familia, poniéndola como diz que Dios puso al perico: — 
verde y en estaca. 

No llevaba veinticuatro horas de dado á luz el engendro, cuando ya 
media edición se había vendido, y las familias de Lima andaban más al- 
borotadas que gallinero de aldea con zorro á la vista; pues no pocas de 
ellas aparecían vulneradas con barras de bastardía, villano abolengo ó 
cualquiera otra mácula de poca limpieza de sangre. Esto era gordo, muy 
gordo, en tiempos en que la sangre de la mayoría de los limeños no era 
roja ó plebeya como hogaño, sino de añil subido. 

Los satirizados pusieron el grito en el séptimo cielo de Mahoma, y aun 
hubo quien pretendiera encomendar el desagravio á fornido negro capo- 



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42 TRADICIONES PERUANAS 

ral de hacienda, el cual, armado de gruesa tranca de algarrobo, se com- 
prometió á dejarla caer á plomo sobre las costillas del insolente autor, y 
seguir menudeando los garrotazos hasta verlo molido y como para las 
andas de la caridad. Pero D. Pedro, que era tan vivo como una anguila y 
que sabía escurrirse por entre los dedos, acertó á esquivar la paliza. 

El inquisidor D. Andrés Gaitán, azuzado por los enemigos de Ovan- 
do, metió su cucharada en el asunto, y dijo que habiéndose ocupado el 
escritor de nombres y personas que, según constaba en los registros del 
Tribunal, eran infectos (descendientes de herejes), era el libro caso de/n- 
quisición. Por ende, y con la calificación de un dominico que en un par 
de horitas hizo la digestión del libro, su señoría se echó sobre los ejempla- 
res que aún quedaban en la imprenta de Jerónimo de Contreras, y mandó 
leer en la catedral y en las parroquias edicto conminando con pena de 
excomunión mayor á todo el que teniendo el libro no lo entregase en tér- 
mino de tres días al Santo Oficio. 

Era tan colosal el pánico que la Inquisición inspiraba á los candorosos 
vecinos de Lima, que apenas expirado el plazo tuvo el inquisidor Gaitán 
la complacencia de ver devorados en una hoguera, que se encendió en el 
patiecillo de la casa del Tribunal, cuatrocientos sesenta y cuatro ejem- 
plares de una edición que alcanzó ala cifra de quinientos ochenta, según 
lo consigna el escritor chileno Toribio Medina en el segundo tomo de su 
interesante Historia de la Inquisición de Lima, publicada en 1887. 

ítem decretó su señoría que el heraldista fuese preso alas cárceles de 
la Inquisición; pero cuando acudieron por él los alguaciles ya el pájaro 
había volado, y con vuelo tan alto que no paró hasta Méjico, donde go- 
bernaba como virrey el marqués de Gelves, deudo y favorecedor de don 
Pedro. 

En el tomo I del Nobiliario de Indias, impreso en Madrid en 1892, 
se encuentra un romance publicado en Lima contra el autor de la Ovaoi- 
dina y no pocas noticias sobre el libro. 

Alguien ha confundido al autor de la Ovandina con D. Diego de Me- 
xía el sevillano, autor de un tomo de poesías titulado Parnaso Antartico 
impreso en Sevilla por los años de 1 608, poeta á quien Pedro de Oña elo- 
gió calurosamente en dos de sus sonetos. La confusión nace de que don 
Diego, después de haber residido diez años en Lima consagrado al comer- 
cio, en que le fué prósperamente, se trasladó también á Méjico en 1596; 
esto es, veinticinco años antes de que apareciera el libro que la Inquisi- 
ción enviara al cenicero. 

Como el brazo de la Inquisición era de una largura inconmensurable, 
alcanzó hasta Méjico, donde si bien no se enjauló al prójimo, se le previ- 
no que en caso de reimprimir el libro (si hallaba impresor capaz de car- 



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RICARDO PALMA 43 

gar con una excomunión) ó de dar á la estampa la segunda parte que de 
la Ovandina tenía prometida, no habría ya misericordia para él, sino 
mancuerda y tostón. 

D. Pedro Mexía de Ovando se trasladó á Guanajuato, donde entiendo 
que murió en 1636, habiendo antes contraído matrimonio con la hija de 
un acaudalado mercader. Barrunto también que no volvió á escribir más 
prosa que la de los billetes amatorios á su novia, si es que para engatu- 
zar á la muchacha tuvo necesidad de gastar tinta, escarmentado como 
debió quedar con el recio peligro en que la pluma lo pusiera. 

II 

El capítulo que precede, y en el que ahora con amplitud de datos he 
hecho variaciones substanciales, apareció en mi libro Eopa vieja. En ese 
artículo consigné cuanto por tradición llegara á mi conocimiento sobre 
el autor y su obra, de la que casi tenía perdida esperanza de hojear 
ejemplar. 

Mi buena estrella puso ayer bajo mis espejuelos un infolio que era ni 
más ni menos que el anhelado libro, y ahí va el lacónico extracto que su 
lectura me ha sugerido. 

III 

Primera parte de los cuatro libros de la OVANDINA de don Pedro 
Mexia de Ovando, donde se trata de la naturaleza y origen de la noble- 
za de muchas nobilísimas casas, quien la dedica al Eoccelentísimo señor 
don Diego Pimentel, marqués de Gelves, Virrey, Gobernador y Capitán 
General de la Nueva España. 

Tal es el título de un curioso y ya muy raro libro en folio menor, de 
340 páginas, impreso en Lima en 1621 por Jerónimo de Contreras. Graba- 
dos sobre madera, y probablemente por buril de artista peruano, trae no- 
venta y seis escudos de armas, aparte del retrato del autor. Exhíbese éste 
en arreo militar, armado con coraza de acero, luciendo rizado bigote que 
contrasta con los gemelos que cabalgan sobre perfilada nariz. 

Después de la tasa en que los señores de la Keal Audiencia ordenan 
que no se venda el libro á precio mayor de veintisiete pesos menos dos 
reales, viene la aprobación suscrita por el doctor D. Alonso Bravo de Sa- 
ravia y Sotomayor, caballero de Santiago, del Consejo de Su Majestad y 
aindamáis consultor del Santo Oficio, el cual declara no haber encon- 
trado cosa que contradiga á nuestra santa fe católica, y por ende opina 



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44 TRADICIONES PERUANAS 

<IUQ se acuerde licencia para la impresión, á fin de que no quede en la 
obscuridad libro tan bien trabajado y su autor sin él premio que mere- 
ce. Con tan autorizado dictamen no incumbía al virrey príncipe de Es- 
quiladle más que decretar, como lo hizo en 30 de enero de 1620, acordan- 
do á D. Pedro Mexía de Ovando diez años de privilegio para impresión 
y expendio de la obra. 

Tras corta dedicatoria al virrey marqués de Gelves, de quien, como del 
4e Esquiladle, asegura el autor ser pariente, viene el prólogo, en el cual 
da por razón de bautizar la Orxindina con su segundo apellido la de ser 
este libro el hijo primogénito de su entendimiento. 

El volumen que á la vista tenemos comprende los dos primeros libros 
de la Ovandina, que en cuanto á los dos restantes, á pesar de estar escri- 
tos, no llegaron á imprimirse, porque la Inquisición, como hemos dicho, 
los anatematizó. Como tratado de heráldica ó ciencia del blasón, no pue- 
de desconocerse que D. Pedro tuvo pasmosa erudición histórica, y que al 
ocuparse de entroncamientos de familia podía dar tres tantos y la sali- 
da al mejor rey de armas que comiera pan en los dominios vastísimos de 
la Católica Majestad. 

Capítulos hay en el libro primero muy entretenidos por el candor can 
que el heraldista admite como verdades evangélicas paparruchas de 
grueso calibre. Para solaz de los lectores voy á consignar la más gorda. 

Dice D. Pedro que fué en domingo y día 25 de marzo cuando Dios 
principió á hacer el mundo, y sobre este punto no aguanta conversación, 
manifestándose resuelto á darse de cintarazos con cualquiera que osare 
contradecirlo. Apóyase en la autoridad de un par de Santos Padres fali- 
bles y de un Padre Santo infalible, y no entiendo en qué cálculos mate- 
máticos sobre la letra dominical. Cuéntanos después que Adán (¡picaro 
goloso!) sólo permaneció siete horas en el Paraíso, que vivió 930 años y 
que murió en día viernes 30 de marzo. Me parece que esto es estar bien 
informado, y el que tenga más exactas noticias que avise por correo. 

Capítulo especial consagra Ovando á probar que ni Abel ni Caín ni 
retoño alguno de Adán fueron caballeros hijodalgos, ni gozaron de las 
prerrogativas de la verdadera nobleza. En aquella edad (dice el autor) 
era Dios muy justiciero, frase que nos obliga á deducir que hogaño se ha 
acaramelado Su Divina Majestad un tantico con nosotros los pecadores, 
y nos da menos palo que el que repartía en los primitivos tiempos. Deci- 
didamente la humanidad está de enhorabuena en el siglo que vivimos. 
No todo ha de ser rigor y tratarlo á uno á la baqueta como al infeliz 
Adán. Concluye D. Pedro estableciendo que sólo desde Nemrod ha habi- 
do nobleza, pues fué ese babilónico bandido el primer hombre que se in- 
-vistió con el altísimo título de rey. 



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RICABDO PALMA 45 

Tengo para mí que este sería uno de los capítulos que sulfuraron al 
inquisidor Gaitán hasta el punto de encontrar masa de hereje en el autor, 
y también sospecho que otro capítulo en que Ovando niega á ciertas fa- 
milias el derecho de anteponer la partícula de al apellido, debió levantar 
gran polvareda en la sociedad limeña, tan dada á lo -nobiliario entonces 
como ahora en nuestra edad democrática, en que tratándose de humillos 
aristocráticos no sólo hay creme sino creme déla éreme. ¡Valiente bodrio! 

El segundo libro de la Ovandína se contrae exclusivamente á enalte- 
cer la nobleza de algunos apellidos, y principalmente los de Mexía y Ovan- 
do, que son los del autor, así como el de los Borja ó Borgia, que era el del 
virrey príncipe de Esquilache. ¡Fuego de Dios y lo santificado que pre- 
senta al papa Alejandro VI, y lo aquilatada que resulta en castidad y de- 
más virtudes la célebre Lucrecia Borgia! 

Algunas páginas dedica el heraldista á probar que los del apellido 
Mogollón procedieron de los Ovando y no los Ovando de los Mogollón, 
lo que nos hace presumir que entre ambas casas existía alguna quisquilla. 

Hubo familias á las que por un grifo, dragante, barra, armiño, losan- 
ge, panela, vero, besante, escaque ó roel de más ó de menos ocasionó don 
Pedro Mexía de Ovando un dolorazo de cabeza, como sucedió con la de 
los Ron, de quienes dijo que tenían por armas una bocina de oro en cam- 
po de azur, y por orla el mote los de Ron comen á este son, de sable (ne- 
gro) en campo de oro. ¡Calumnia de protervo! Los de Ron parece que si- 
guieron en Lima proceso para probar que la leyenda de su escudo no era 
en sable, sino en gules (rojo) sobre campo de oro. 

Historietas graciosas como la de un obispo, pariente del autor, que fué 
resucitado por San Francisco, no escasean en la Ovandina. Vaya de 
muestra una sobre D. Tristán de Puga, señor de Cotos en Galicia, y de 
antigua y cuartelada nobleza. Atacado alevosamente en el campo por un 
robusto pechero, desenvainó D. Tristán la char rasca, y tiró un revés que 
partió en dos partes mitad por mitad al asesino. El de Puga exclamó en- 
tonces, maravillado de la pujanza de su propio brazo: /Corpo de Déos con 
vilaof ¡Y corneo estaba podre/ (¡Cuerpo de Dios con el villano! ¡Y cómo 
estaba de podrido. O 

Y basta; que para dar á mis lectores idea del libro excomulgado por 
la Inquisición de Lima, sobra con lo borroneado. 



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46 TRADICIONES PERUANAS 

LA GRAN QUERELLA DE LOS BARBEROS 

(Á Emilio Gutiérrez de QuintaDiUa) 

Barbero de Lima con su excomunión encima^ era refrán corriente 
entre las viejas de esta coronada ciudad de los reyes, y á no pocas se lo 
oí, allá en mis mocedades. También recuerdo haberles oído este otro: 
«médico viejo, cirujano mozo y barbero que le apunte el bozo> 

Sin esta picara afición mía á revolver papeles viejos y respirar polvo 
y polilla, de fijo que me habría quedado sin saber por qué los barberos de 
mi tierra cargan con el mochuelo que, con caridad tan poca, les colgaban 
las abuelitas, que no eran hembras de dar puntadas sin nudo, y que para 
tratarlos de excomulgados tendrían justificado motivo. Entremos, pues, 
en materia, y tradición al canto. 



Un domingo de agosto del año 1626, hallábase agolpado gran concur- 
so de gente á la puerta de la catedral de Lima, templo que apenas lleva- 
ba diez meses de consagrado, leyendo un cartelón ó edicto, de cuya par- 
te considerativa quiero hacer gracia al lector, limitándome á copiar sólo 
la dispositiva, que á la letra dice: 

«Mandamos que, de aquí en adelante, sea bien guardado el domingo, 
día del Señor; que no se abran las tiendas en día de fiesta; ni afeiten los 
barberos; ni se venda en el lugar que llaman Baratillo; ni los panaderos 
amasen en estos días; ni de las haciendas del campo se traiga alfalfa; por- 
que todas estas fatigas se pueden prevenir la víspera, y dejar siquiera un 
día de alivio á la multitud de esclavos que no miran posible otro descan- 
so que en su muerte. — Gonzalo ^ arzobispo de los Keyes. — Ante mí, licen- 
ciado Diego de Córdova."» 

Como todo tiene su razón de ser, hay que considerar que el arzobispo 
de Campo (muchos cronistas le llaman de Ocampo) pretendió con este 
edicto aliviar la desventurada condición de los negros esclavos y de los 
indios mitayos ó sujetos á las antiguas encomiendas, á quienes amos y 
encomenderos avarientos obligaban á trabajar con brutal exceso. Así se 
explica uno la abundancia de días festivos y de media fiesta, como llama- 
ban á aquellos en los que sólo era forzoso trabajar hasta las doce de la 
mañana. Los españoles, que ponían orejas de mercader á las reales órde- 
nes sobre la materia, se quedaban tamañitos ante la más ligera imposición 



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RICARDO PALMA 47 

de la autoridad eclesiástica. Resultó de aquí que de los trescientos se- 
senta y cinco días del año.la mitad fuesen de huelga, más ó menos com- 
pleta. A mi juicio, el edicto de su ilustrísima tanto era político como 
evangélico. 

Sepan ustedes que sólo del con- 
trato ajustado en julio de 1696 
entre el Consejo de Indias y la 
compañía real de Guinea para la 
introducción en América de treinta 
mil negros, correspondieron al 
Perú doce mil esclavos, que se ven- 
dieron en el Callao desde 300 has< 
ta 400 pesos ensayados cada uno. 
La sexta parte quedó en el servicio 
doméstico, y fué la menos desdi- 
chada; pero el resto pasó á las ru- 
das faenas agrícolas, donde el láti- 
go, esgrimido por feroz caporal, D. Gonzalo de Ocampo 

Andaba á nalga qué quieres. Adi- cuarto arzobispo de Lima 

vinar se deja que el edicto archi- 

episcopal fué acogido con entusiasta aplauso por siervos y servidores, y 
visto de mal ojo por la gente rica y acomodada; pero los barberos, cuya 
condición era excepcional, pusieron el grito en el quinto cielo. 

II 

A ciencia cierta, nadie sabe desde cuándo hubo barberos y navajas 
sobre la tierra. Los judíos, contemporáneos de Cristo, se afeitaban con 
una especie de piedra pómez, y los griegos y romanos se aplicaban á la 
barba un líquido corrosivo que con frecuencia les ocasionaba enferme- 
dades de la piel. Sólo desde los tiempos de Nerón, tan hábil para inven- 
tar suplicios, empieza la historia á ocuparse de los barberos, dándoles 
renombre de charlatanes y murmuradores; y tanto que uno de ellos, que 
por primera vez iba á palacio, le preguntó al rey: 

—¿Cómo quiere vuestra majestad que le afeite? 

—Sin chistar palabra— contestó el monarca. 

La historia cuenta que los barberos se han entrometido algunas veces 
en la política, pero siempre con picara estrella. Á Pedro Labrosse, barbe- 
ro de Felipe el Atrevido, y á Oliverio el Gamo, barbero de Luis XI, los 
afeitó en toda regla el verdugo; y si Bej araño, barbero del tirano Francia 
del Paraguay, no tuvo idéntico final, por lo menos le arrimaron doscien- 



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48 TRADICIONES PERUANAS 

tos zurriagazos en plena plaza de la Asunción. Escarmentados en aque* 
líos tres ejemplos, los barberos de mi tierra no pasan, en política, de gra- 
ciosos zurcidores de bolas, y su opinión es siempre la de la barba que 
jabonan. Ni quitan ni ponen rey. Con un parroquiano son más gobiernis- 
tas que el ministerio, y con otro más revolucionarios que la demagogia: 
con éste jesuítas é intolerantes, y con aquél masones y liberales hasta la 
pared del frente. lios barberos son como el maná de los israelitas: se aco- 
modan á todo paladar. 

La historia contetnporánea sólo nos habla de dos barberos afortuna- 
dos: el del rey D. Miguel de Portugal, que por la suavidad de su navaja 
y otras habilidades, mereció del soberano el título de marqués de Queluz, 
y el famoso Jazmín, tan eximio poeta como habilidoso peluquero, cuyos 
versos arrancaron á la pluma de Garlos Nodier los más entusiastas elogios. 

Decididamente, los barberos en nuestro siglo del vapor y la luz eléc- 
trica están en vía de rehabilitación. Me alegro por los pericotes. 

III 

Volvamos al atrio de la catedral. 

Casi los treinta que en ese año componían el gremio de |los desuella- 
caras, estaban allí reunidos leyendo, releyendo y comentando el cartel ón, 
hasta que el más letrado de entre ellos, llamado Pepe Ortiz, tomó la pa- 
labra y dijo: 

— Señores, si el abad de lo que canta yanta, el barbero manduca de la 
barba que retruca, y entre Pupa y Pupajor, Dios escoja lo mejor. Creo 
que discurro con lógica ¿Digo mal ó digo bien? 

— jSí, sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! 

— Entonces, prosigo. Si trabajando á destajo no nos cunde el trabajo, 
y todo es hora chiquita con sol y sombrita, acatando el edicto vamos á 
colocarnos en la condición del asnillo de Gil García, que cada día menos 
comía. Probemos, pues, que el viento que corre muda la veleta, mas no 
la torre, y sin más gori-gori reclamemos del edicto. 

El palmoteo y los vítores fueron estrepitosos. Dos ó tres abrazaron 
a,l orador, y otros le apretaron la mano diciéndole: «Pepe, eres todo un 
hombre, y como tú hay pocos.» 

Kestablecida la calma, uno, que probablemente era el Celso Bazán de 
aquel siglo,- alzó el brazo,^como quien pide venia para hablar, y dijo: 

— Compañero, bien pensado y mejor hablado; bien mascado y mejor 
remojado. Se dice que, por trabajar en domingo, logramos medros, y no 
saben que en este mundo mezquino, donde hay para pan no hay para 
tocino, y que el barbero no es fraile cucarro que deja la misa por el jarro. 



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RICAKDO PALMA 49 

Somos como los hijos de Medinilla, que nunca salieron de papilla, y lo de 

que con un mucho y dos poquitos se hacen ricos infinitos , ¡mamola!....; 

eso y el queso empacha, y que se lo cuenten al abate Cucaracha. Conque, 
como dice Pepe, Dios sea con nosotros, y á protestar, muchachos. 

El entusiasmo llegó á su colmo, y unas mocitas con más sal que las 
salinas de Huacho, que estaban de espectadoras, casi se comieron á besos 
al orador, diciéndole: 

Turro^cito de alfeñique, 
botón de pitimiuí, 
si no estás enamorado 
enamórate de mí. 
El alma me has robado, 
dame la tuya, 
que el ladrón es preciso 
que restituya. 

— Alto ahí, camandulense, y mientras descansas maja estas granzas — 
saltó un viejo con opalanda y birrete, fértil de orejas, viudo del ojo iz- 
quierdo y tartamudo de la pierna derecha, á quien llamaban Cuzcurrita 
y que diz que era el barbero de los canónigos y de la curia, un pobre 
hombre que de á legua exhalaba olor á vinajeras de sacristía.— Sabed- 
lo, coles, que espinacas hay en la olla y que es herejía luterana re- 
zongar contra lo que mandan los ministros de la Iglesia. Por eso dijo San 

Ambrosio...., no , no , que fué San Agustín , tampoco , en fin, 

alguien lo dijo y yo lo repito , nácenle alas á la hormiga para que se 

pierda más aína. Conque comed y no gimades, soberbios de Lucifer, ó ge- 
mid y no comades. He dicho. Pajas al pajar y barberos á rapar. 

— Hombre — ^replicó Pepe Ortiz, — para mujer de á dos reales, marido 
de á dos migajas. Para las barbas que tú desuellas, bien te estás con ellas, 
que sólo un cristiano dejado de Dios y de Santa María se pone en manos 
de barbero zahori que tiene un Cristo negro pintado en el cielo de la boca. 

— Aguilucho sin agallas — insistió Cuzcurrita, rojo de cólera ante ta- 
maña injuria, — no seré yo, brujo y zahori, como me apodas, el que por el 
alabado deje el conocido y véame perdido. Excomunión con usarcedes y 
no conmigo, que no pecaré de novedoso ni de 

Aquí se acabó la paciencia de los del gremio, y á los gritos de «jBastal 
i Fuera! ¡Mantear el monigote! ¡Cáscale las liendres! ¡Aflójale su sepan 
cuantos!,» se escurrió Cuzcurrita en dirección al sagrario. 

IV 

Y alejado el único defensor del cartelón, veintiocho barberos firmaron 
un largo memorial que, mitad en latín y mitad en castellano y por su 

Tomo IV 4 



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50 TRADICIONES PERUANAS 

respectivo cuanto vos contribuísteis (una onza de oro), les redactó el 
abogado de más campanillas que en Lima comía pan. 

Kechazados por el arzobispo, apelaron ante el juez apostólico deGua- 
manga, y negada también la apelación, los rapabarbas, lejos de amila- 
narse con una excomunión en perspectiva, cobraron bríos y fuéronse ala 

Eeal Audiencia con un (parece mentira tamaño coraje), con un..... 

(hasta la mano me tiembla), con un (i Avemaria purísima!) recurso de 

fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza. jCómo! 
¿Creían ustedes que los barberos eran gente de volverse atrás por exco- 
munión más ó menos? 

Y mientras el fiscal y el promotor andaban al morro con los Cánones 
y las Pandectas, y las Decretales, y el Fuero Juzgo, y las Partidas, y el 
Patronato y la gurrumina, el Celso Bazán se llenaba la boca exclamando: 

— ¡Ahora va á saber el arzobispito con quién casó Cañahueca! 

iKecurso de fuerza! ¿Y contra quién? Contra el más engreído de los ar- 
zobispos que el Perú tuvo hasta entonces. ¡Contra un arzobispo que traía 
en la cartera el título de virrey, para el caso de que falleciese el marqués 
de Guadalcázar! ¡Contra un arzobispo á quien Felipe IV llamaba su ojito 
derecho, y que era el niño mimado de Su Santidad Gregorio IX! 

Pero como ni el virrey, ni los oidores, ni los cabildantes y demás gente 
de copete pudieran conformarse con lucir el domingo barba trasnochada 
ó de la víspera, sucedió (maravíllense ustedes, que yo ya me he maravi- 
llado) que la Eeal Audiencia fallara que el arzobispo hacía fuerza. 

¡Victoria por los barberos! 

Verdad es también que la sentencia se pronunció veinticuatro horas 
antes de que fuera pública en Lima la noticia de que el arzobispo don 
Gonzalo de Campo había fallecido en Kecuay el 1 .° de diciembre, enve- 
nenado por un cacique á quien desde el pulpito amonestara de lo lindo 
porque vivía amancebado. 

Si alambicamos bien el suceso, algo de complicidad en la muerte de 
Su Ilustrísima les cae encima á los barberos; porque llamado el de Eecuay 
para aplicar una sangría al moribundo, anduvo retrechero con las excu- 
sas de si era ó no era domingo jr de si el edicto callaba ó no callaba en 
este caso, cuando vencidos sus escrúpulos se decidió á acudir, empleó un 
cuarto de hora en buscar lanceta y á la postre fué llevando una lanceta 
roma. Cuando él entró en el dormitorio hacía ya minuto y medio que era 
D. Gonzalo alma de la otra vida. 

Desde entonces los barberos de Lima disfrutan del privilegio de tra- 
bajar en domingo, gracias á su ñeque y circunstanflaucia, como diría 
Celso Bazán, mi barbero. 



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EL ALACRÁN DE FRAY GÓMEZ 

(A Casimiro Prieto Valdez) 

Principio principiando; 
principiar quiero, 
por ver si principiando 
principiar puedo. 

In diebua illis^ <iigo, cuando yo era muchacho, oía con frecuencia á 
las viejas exclamar, ponderando el mérito y precio de una alhaja: «¡Esto 
vale tanto como el alacrán de fray Gómez!» 

Tengo una chica remate de lo bueno, flor de la gracia y espumita de 
la sal, con unos ojos más picaros y trapisondistas que un par de escri- 
banos: 

Chica 

que se parece 
al lucero del alba 
cuando amanece. 

Al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con el mote 
de alacrancito de fray Gómez, Y explicar el dicho de las viejas y el sen- 



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52 TRADICIONES PERUANAS 

tido del piropo con que agasajo á mi Angélica, es lo que me propongo, 
amigo y camarada Prieto, en esta tradición. 

El sastre paga deudas con puntadas; y yo no tengo otra manera de 
satisfacer la literaria que con usted he contraído que dedicándole estos 
cuatro palotes. 



Este era un lego contemporáneo de D. Juan de la Pipirindica, el de la 
valiente pica, y de San Francisco Solano; el cual lego desempeñaba en Li- 
ma en el convento de los padres seráficos las funciones de refitolero en 
la enfermería ú hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba fray 
Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la tradición 
lo conoce por fray Gómez. Oreo que hasta en el expediente que para su 
beatificación y canonización existe en Roma, no se le da otro nombre. 

Fray Gómez hizo en mi tierra milagros á mantas, sin darse cuenta de 
ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagrero como aquel 
que hablaba en prosa sin sospecharlo. 

Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo des- 
bocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la 
cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices. 

— ¡Se descalabró, se descalabró! — gritaba la gente. — ¡Que vayan á San 
Lázaro por el santo óleo! 

Y todo era bullicio y alharaca. 

Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en tierra, púsole so- 
bre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más mé- 
dico ni más botica, el descalabrado se levantó tan fresco como si golpe 
no hubiera recibido. 

— ¡Milagro, milagro! ¡Viva Fray Gómez!— exclamaron los infinitos es- 
pectadores, y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfó al lego. Este, 
para sustraerse á la popular ovación, echó á correr camino de su conven- 
to y se encerró en su celda. 

La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice 
que fray Gómez, para escapí;sr de sus aplaudidores, se elevó en los aires y 
voló desde el puente hastia la torre de su convento. Yo ni lo niego ni lo 
afirmo. Puede que sí, y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto 
tinta en defenderlas ni en refutarlas. 

Aquel día estaba fray Gómez en venado hacer milagros; pues cuando 
salió de su celda se encaminó á la enfermería, donde encontró á San 
Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa ja- 
queca. Pulsólo el lego, y le dijo: 



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RICARDO PALMA 53 

— Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún alimento. 

— Hermano— contestó el santo, — no tengo apetito. 

— Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un bocado. 

Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libertarse de exigen- 
cias que picaban ya en majadería, ideó pedirle lo que hasta para el virrey 
habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia para sa- 
tisfacer el antojo. 

— Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de pejerreyes. 

Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga izquierda, y 
sacó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de salir 
del mar. 

— Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le conviertan. Voy 
á guisarlos. 

Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San Francisco curado 
como por ensalmo. 

Me parece que estos dos milagritos, de que incidentalmente me he 
ocupado, no son paja picada. Dejo en mi tintero otros muchos de nues- 
tro lego, porque no me he propuesto relatar su vida y milagros. 

Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que so- 
bre la puerta de la primera celda del pequeño claustro que hasta hoy sir- 
ve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando estos dos 
milagros, con la siguiente inscripción: 

«El Venerable Fray Gómez. — Nació en Extremadura en 1560. Vistió 
el hábito en Chuquisaca en 1580. Vino á Lima en 1587. — ^Enfermero fué 
cuarenta años, ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones 
celestiales. Fué su vida un continuado milagro. Falleció en 2 de Mayo de 
1631, con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en 
la capilla de Aranzazú, y en 13 de Octubre de 1810 se pasó, bajo del al- 
tar mayor, á la bóveda donde son sepultados los padres del convento. 
Presenció la traslación de los restos el señor doctor don Bartolomé María 
de las Heras. Se restauró este venerable retrato en 30 de Noviembre do 
1882 por M. Zamudio.» 

n 

Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado á la medita- 
ción, cuando dieron á la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de 
quejumbroso timbre dijo: 

— Deo gratias ¡Alabado sea el Señor!.... 

—Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito— contestó fray Gómez. 

Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, -vera 



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64 TRADICIONES PERUANAS 

efigies del hombre á quien acongojan pobrezas; pero en cuyo rostro se de- 
jaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo. 

Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de va- 
queta, una mesa mugrienta y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, 
y con una piedra por cabezal ó almohada. 

-—Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae 
— dijo fray Gómez. 

— Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien á carta cabal 

— Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida 
terrena la paz de la conciencia, y en la otra la bienaventuranza. 

— Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que 
m comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y es- 
casez de industria en mí. 

— Me alegro, hermano, que á quien honradamente trabaja Dios le 
acude. 

—Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y 
en acorrerme tarda 

— No desespere, hermano, no desespere. 

— Pues es el caso que á muchas puertas he llegado en demanda de ha- 
bilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y 
cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me 
dije á mí mismo: «¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete á pedirle el dinero á 
fray Gómez; que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio en- 
contrará para sacarte del apuro.» Y es el caso que aquí estoy porque he 
venido, y á su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchuela 
por seis meses, seguro que no será por mí por quien se diga: 

En el mundo hay devotos 
de ciertos santos: 
la gratitud les dura 
lo que el milagro; 
que un beneficio 
da siempre vida á ingratos 
desconocidos. 

— ¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encon- 
trará ese caudal? 

— Es el caso, padre, que no acertaría á responderle; pero tengo fe en 
que no me dejará ir desconsolado. 

— La fe lo salvará, hermano. Espere un momento. 

Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la cel- 
da, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la 



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RICi^RDO PALMA 55 

ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse á la 
ventana, cogió con delicadeza á la sabandija, la envolvió en el papel, y 
tomándose hacia el castellano viejo le dijo: 

— Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí, devolvér- 
mela dentro de seis meses. 

£1 buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de 
fray Gómez, y más que de prisa se encaminó á la tienda de un usurero. 

La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir 
lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba 
una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso bri- 
llante con dos rubíes por ojos. 

El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y 
ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro es- 
pañol se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros 
por seis meses, y con un interés judaico, se entiende. Extendiéronse y 
firmáronse los documentos ó papeletas de estilo, acariciando el agiotista 
la esperanza de que á la postre el dueño de la prenda acudiría per más 
dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría •en propietario de 
joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico. 

Y con este capitalito fuéle tan prósperamente en su comercio, que á 
la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y envuelta en el 
mismo papel en que la recibiera, se la devolvió á fray Gómez. 

Este tomó el alacnin, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó 
una bendición, y dijo: 

— Animalito de Dios, sigue tu camino. 

Y el alacrán echó á andar libremente por la^ paredes de la celda. 

Y vieja, pelleja, 
aquí dio fin la conseja. 



¿ 



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56 TRADICIONES PERUANAS 



EL Tío MONOLITO 



Valgan verdades, ni vista ni leída por mí, pero en un periódico de Su- 
cre leí que en el archivo del doctor Samuel Velazco Flores existe autó- 
grafa la real cédula de Carlos IV comprobatoria de la presente tradición. 
Ahora, compadre lector, encienda usted un farolito. 

Era Ñuño Pérez, á mediados del siglo xviii, si no hombre de ciencia, 
por lo menos aficionado á estudios geológicos, arqueológicos y cerámicos, 
afición que lo arrastró á dar un paseo por las ruinas de Tiahuanaco, de- 
jándose de excavar huacaa en la región costanera. 

Como es natural, el buen Ñuño Pérez perdía su latín, y dábase de 
cabezadas en su empeño por apreciar la civilización incásica, mediante 
el examen de los monumentos prodigiosos que á cada paso se le ofrecían 
en esos restos giganteos de moles de piedra, que parece fábula hubieran 
podido ser levantados por hombres á las alturas en que se encuentran. 

Cabezas simbólicas hechas de una sola pieza y con peso que represen- 
ta el de muchos quintales, aparecen sobre cumbres de maravillosa altura. 
¿Cómo pudieron los indios, no sólo labrar, sino levantar hasta elevación 
tanta moles tamañas? Los hombres no hemos logrado averiguarlo, y cuan- 
to sobre tales prodigios se ha dicho, no pasa de conjeturas más ó menos 
fundadas ó juiciosas. Lo único que está fuera de duda y cuestión, y que 
la crítica exhibe como argumento en favor de la ya muy generalizada 
creencia del origen asiático de los pobladores de América, es que entre 
la estatuaria egipcia y la nuestra existen los mismos rasgos distintivos 
y peculiares que entre dos hijos de la misma madre. Sin ser completa 
la semejanza, hay en ellos un no sé qué, un quid divinura, algo que 
es como el cachet, la marca, el sello de familia. Nadie que contemple 
un huaco puede impedir que á su fantasía vengan recuerdos de las lec- 
turas que sobre el Egipto y sus artes haya hecho. 

Sea de todo esto lo que fuere y poniendo punto á divagaciones que no 
son de oportunidad, diré que Ñuño Pérez, á fuerza de dinero é industria 
logró transportar á Chuquiabo (La Paz) un enorme monolito ó cabeza de 
piedra, que representaba un rostro de hoínbre con facciones asaz defor- 
mes. Los «jos saltones y los labios gruesos, siendo el inferior menos sa- 
liente que el superior, daban á la cabeza el aspecto feroz del hombre co- 
lérico, que en un accese de rabia se muerde el belfo. 



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RICARDO PALMA 



67 



Llegada la piedra á la ciudad, no quedó títere que na la viese y pal- 
para, llegando á ser popular creencia que cabeza tan descomunal no po- 
día ser obra de nacidos, sino del diablo en persona. 



II 



Por no sabemos qué quisquillas de buen gobierno, el Excmo. Sr. don 
frey Francisco Gil Tabeada, Lemos y Villamarín, caballero profeso de la 
sagrada religión de San Juan, teniente general de la real armada y virrey 
de estos reinos de Perú y Chile 
por Su Majestad D. Carlos IV, en- 
vió á La Paz á D. Adolfo Arias de 
Londoño, hijo del riñon de Vizca- 
ya, con instrucciones para pes- 
quisarla conducta administrativa 
del gobernador intendente D. Ma 
nuel Euiz y Alcalde. Entre sus 
instrucciones reservadas traía el 
pesquisador la de destituir á Al- 
cedo y nombrar reemplazante en 
caso de resultar plenamente com- 
probado cierto punto de acusa- 
ción. 

Como es fácil de adivinarse, 
Arias de Londoño y Ruiz Alcedo 
se mascaban y no se tragaban, y 
había entre ambos la de má- / 

tarae la yegua, que de ma- <ffct/n7 

tarte he el potro. Ni Londo- (^ J 

ño hallaba resquicio para 
destituir á Alcedo, ni éste se deja- 
ba coger prenda que motivara en 
justicia la destitución. Iban de ga- 
llo en gallo. 

Pero antojósele una tarde á un 
mozalbete, que sus motivos tendría para no querer bien al gobernador 
intendente, echar á correr la especie de que su señoría había dicho, con- 
templando el monolito: 

— jCaracho! ¡Vaya una semejanza de mil demonios la que encuentro 
entre este monolito y la cara de ese bellaco hideperra de D. Alfonso! 
i Para mi santiguada, si el uno no es retrato del otro! 



^^^ 



^^^ <yÁó&^^ 



D. Francisco Antonio Escandón 
undécimo arzobispo de Lima 




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58 TRADICIONES PERUANAS 

El dicho pasó como un susurro y de boca en boca; mas por la noche 
ya era un coro general en la ciudad de La Paz que el intendente Ruiz 
Alcedo aseguraba que el monolito y Arias de Londoño se parecían como 
dos gotas de agua. 

La cosa llegó, á la postre, á oídos del mismo D. Alfonso, que se enfu- 
reció como berrendo con rehiletes de fuego, y sin más averiguarlo, desti- 
tuyó en el acto al gobernador intendente. Y aunque en su pliego de ins 
trucciones se le prevenía que llegado ese fatal caso nombrase para el 
cargo á uno de los vecinos más caracterizados, D. Alfonso se dijo: «Gato 
el que posee,» y se nombró á sí propio. Aquí era el trance de decir con el 
obispo Palafox, atendiendo á la incompetencia de Arias de Londoño para 
desempeñar el puesto: 

Marqués mío, no te asombre 
ría ó llore, cuando veo 
tantos hombres sin empleo, 
tantos empleos sin hombre. 

A Ruiz Alcedo le supo el desaire á rejalgar con vitriolo; y sin hacer 
escala en el Palacio de Lima, ocurrió directamente con la queja á Su Ma- 
jestad D. Carlos IV. Parece que en la corte de Madrid contaba su merced 
con buenas aldabas y mejores aldabones. 

Francamente, me gusta el sujeto por lo expeditivo y por lo que tiene 
de parecido á mí. Nunca me encomiendo á los santos, por mucha que sea 
la fama de milagreros que disfruten. No aguanto aduanillas intermedia- 
rias y me voy derechito á Dios, que todo lo puede cuando le viene en 
gana querer concederlo todo. 

Convencido el monarca de lo injusto y arbitrario de la destitución, 
expidió en 1793 una real cédula disponiendo que, en castigo de lo abusivo 
de su conducta, fuese Arias de Londoño conocido en adelante, no con 
este nombre, sino por el de Alfonso Arias del Monolito. 

El pueblo de Lima, siempre listo para jabonar á los magnates, dio en 
llamarlo el tio Monolito, y el señor pesquisador se quedaba tan fresco 
como este servidor de ustedes, á quien nada le va ni le viene con el mote 
ó apodo. 



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LOS BARBONES 
(A Juan Muelle) 



De todas las órdenes monásticas y religiosas que pueblan la cristian- 
dad, sólo la de los Belethmitas ó Barbones puede considerarse ¡como ori 
ginaria de América; y acaso esta razón, entre otras que apuntaremos más 
adelante, habrá influido para que la hospitalaria comunidad haya des- 
aparecido por completo. El último belethmita que sobre la superficie de 
la tierra quedaba, murió en Lima hace quince años, desempeñando el 
cargo de prefecto en el hospital del Refugio. 

Los belethmitas usaban capa y una túnica de paño buriel ó pardo con 
una cruz azul, ceñidor de correa y sandalias, siéndoles prohibido montar 
á caballo. La cruz azul se cambió después por un escudo representando 
la natividad de Cristo. 

La circunstancia de usar la barba larga dio pie para que el pueblo lo?; 
bautizase con el nombre de los barbones, nombre que hasta hoy conscr 



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60 TRADICIONES PERUANAS 

va el convento que habitaron, y que desde hace cuarenta años es cuartel 
de caballería. 

Estaban obligados los belethmitas á reunirse los lunes, miércoles y 

viernes en la capilla, y á discipli- 
narse mientras durara el miserere; 
y los sábados, á son de campanilla, 
desde la puesta del sol bástala me- 
dia noche recorría un hermano la 
ciudad pidiendo sufragios por las 
ánimas benditas del purgatorio y 
conversión de los que se hallasen 
en pecado mortal. No era poco pe- 
dir. 

Al principio, los belethmitas 
pretendieron denominarse Compa- 
ñía, y no sólo ser institución hos- 
pitalaria, sino también docente; 
pero los jesuítas los combatieron 
^-f^cL^l^^yócl. enérgicamente, y dieron en tierra 

& cüfi^^ f ^™ ®^ propósito. 

' - ^=^ ^ Según sus primitivos Estatutos, 

D. Fray Francisco de Sales Arrieta P^^^ evangélicos en mi COncOptO, 

decimonono arzobispo de Lima debían medicinar en sus hospitales 

únicamente á cristianos. Para con 
los enfermos de religión distinta no les era obligatoria la caridad. Pero el 
Papa Inocencio XI, por bula de 26 de marzo de 1667, reformó los Estatu- 
tos, ordenándoles no excluir de sus cuidados á los infieles, y privándolos 
de funciones sacerdotales por no ser los ejercicios manuales y humildes 
decorosos para los ministros del altar. También dispuso el Padre Santo 
que á los hermanos aspirantes se les enseñase algo de botánica y medicina. 
Veamos ahora cómo nació en América la religión belethmita, é histo- 
riemos su rápido engrandecimiento y su desaparición no menos rápida. 

II 

Por los años de 1626 nació en la isla de Tenerife D. Pedro Bethancourt, 
descendiente del francés D. Juan de Bethancourt, conquistador de Cana- 
rias, á quien el rey D. Juan II de Castilla ennobleció dándole el gobierno 
de esas islas. Las armas de los Bethancourt eran escudo mantelado, en 
gules y azur, con cinco flores de lis en oro y león rampante, teniendo por 
orla once armiños con cuatro róeles en plata. 



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RICARDO PALMA 61 

D. Fernando y D. Jacinto Bethancourt, hermanos de nuestro D. Pedro, 
vinieron al Perú por los años de 1648, alcanzando el primero á investir 
la dignidad de canónigo en Quito, y el segundo llegó á desempeñar alto 
empleo en las Cajas Reales. 

Un año despue's de embarcados sus 
hermanos para el Perú, Pedro de Be- 
thancourt llegó á la Habana, de don- 
de, tras corta residencia, se trasladó á 
Gruatemala. 

Allí, por los años de 1652, vistió 
el hábito de la Orden Tercera, y dio 
principio á la fundación de un hos- 
pital de convalecientes, al que bautizó • 
con el nombre de Bethlem. Poco á 
poco fueron agregándose devotos, y á 
su muerte, acaecida en Guatemala el 
25 de abril de 1667, eran ya más de 
treinta los hospitalarios. ^^ 

Sobre Pedro Bethancourt, más ge- -^"^^^ ^y^^^A^-f yy).¿¿í^% 
neral mente conocido por el venerable ^'"'"^ 

Pedro de San José, hemos leído cróni- 
cas que enaltecen su santidad y vir 

. , D. Jorge de Benavente 

decimoctavo arzobispo de Lima 

El padre Juan Carrasco, uno de los 
biógrafos de nuestro belethmita, dice ingeniosamente parangonándolo con 
el fundador de los juandedianos: 

«San Juan de Dios en Gra-wac?a, 
y este Pedro en Guate-waía, 
realizaron, Dios mediante, 
una cosa nada-mala » 

Y sería interminable nuestro escrito si fuénamos á relatar los infinitos 
milagros practicados ó que se atribuyen al venerable Bethancourt, del 
que se cuenta que tenía largas pláticas con las ánimas benditas, y que una 
de éstas, para poner término á la curiosidad del belethmita por saber lo 
que pasa en el otro barrio, se amostazó hasta el punto de decirle: 

«Amiguito, amiguito, 
en el otro mundo se hila 
muy delgadito.» 

Tengo para mí que en nuestro siglo de espiritismo y de espiritistas 
habría sido Bethancourt un excelente médium. 




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62 TRADICIONES PERUANAS 

Pero si no puede negarse que el venerable Bethancourt puso los ci- 
mientos de la orden belethmítica, no fué él, sino su sucesor D. Rodrigo 
Arias de Maldonado, ó sea fray Rodrigo de la Cruz, quien la dio verdade- 
ra organización. 

Era D. Rodrigo Arias de Mal- 
donado un galán mancebo, nacido 
en Málaga en 1637 y de la familia 
de los condes de Benavente. Nom- 
brado su padre capitán general 
de Costa Rica, vino con él D. Ro- 
drigo en la clase de alférez de mi- 
licias; y por muerte del autor de 
sus días lo reemplazó, cuando só- 
lo contaba veintidós años de edad, 
en el desempeño de la capitanía 
general. Cuatro años después, ter- 
minado su período de gobierno, 
el rey lo hizo marqués de Tala- 
manca, y entonces fué de paseo á 
Guatemala, donde se enamoró lo- 

J^ 'Z h/ * camente de una mujer casada 

r^ . -Cír^^^a/xt^ j^jj^ aficionóse también del gallar- 

^fK<^4¿^J>i^^C^Jf^^Lyn€»^i^ do D. Rodrigo, y una noche acu- 
dió á una cita, y fué el caso que la 
dama se le quedó muerta en casa 
de éste. jAquí de los aprietos del 
D. José Sebastián de Goyeneche manccbo! Acudió al venerable Be. 

vigésimo segundo arzobispo de Lima iiia.uvü«-rv. -«.v/LivAxvr c*x v\^u«i.<»^/i%^ 3^^ 

thancourt, le reveló el conflicto 
^n que se hallaba, y el siervo de Dios hizo el milagro de resucitar á la di- 
funta. Parece que las damas guatemaltecas tenían la feísima costumbre 
de morirse en casa de sus amantes, á juzgar por dos ó tres milagrosas 
resurrecciones de este calibre, relatadas en la Vida del venerable Pedro 
de San José, 

Resultó del percance la conversión del ex capitán general^de Costa Ri- 
ca y ñamante marqués de Talamanca, quien sin pérdida de tiempo vistió 
el hábito de hospitalario, tomando el nombre de fray Rodrigo de la Cruz. 

Fué en 1667 cuando fray Rodrigo redactó la Constitución ó Estatutos 
de los bolethmitas, que Clemente X sancionó por bula de 2 de mayo de 
1672, si bien ya la reina gobernadora doña Mariana de Austria, por cédu- 
la de 26 de junio de 1667 había autorizado la erección de hospitales be- 
iethmíticos en el Perú y Méjico. 




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RICARDO PALMA 



63 



En 1671 vino á Lima fray Rodrigo de la Cruz, y patrocinado por el 
virrey conde de Lemus, procedió á la fundación del hospital, fundación 
aprobada después por Eoma en bula de 3 de noviembre de 1674. 

Con motivo de la fundación 
del primer hospital, que se llamó 
del CavTYten y que fué destinado 
á la convalecencia de las enfermas 
del de Santa Ana, un señor, don 
Juan Solano de Herrera, le asig- 
nó una renta de dos mil pesos al 
año sobre un capital de cuarenta 
mil, impuesto en las Cajas Reales; 
pero fray Rodrigo se empeñó en 
que el donante emplease mejor 
esa suma en la fundación de un 
monasterio en Guatemala. Solano 
Herrera le contestó que caudal 
tenía para ambas fundaciones; 
pero pocos días antes de morir, 
pretendió que lo gastado ya por 
él en Guatemala se reintegrase en 
beneficio del hospital de Lima. El 
hijo de Solano Herrera, que era 
un clérigo, quiso obligar á su pa- 
dre á que desistiese de tal deter- 
minación; pero no cediendo éste, 
convinieron en someter el asunto 
á la decisión de la suerte. «Al efecto (dice un cronista), escribieron tres 
cédulas con los nombres Santa Rosa, Carmen y Jerusalén, y llamaron á 
un niño para que de una ánfora extrajese una de ellas, saliendo la papeleta 
Carmen en las tres veces que se hizo el sorteo.» De esta manera, casi pro- 
digiosa, se acrecentó la renta del hospital. 

IH 

Como Su Santidad retárdasela sanción de los Estatutos, fray Rodrigo 
creyó conveniente emprender viaje á Roma, y se embarcó en el Callao 
por octubre de 1671, dejando en Lima como superior ó hermano mayor 
á Andrés de San José, y nombrando para la casa de Guatemala á Fran- 
cisco de la Trinidad. Pero éstos, mal aconsejados, se propusieron seguir 
el ejemplo de los jesuítas, y fundaron escuelas. Algo más: rompiendo 



t^. 



"^A^^yy^ 







D. Manuel Antonio Bandini 
vigésimo cuarto y actual arzobispo de Lima 



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64 TRADICIONES PERUANAS 

con los Estatutos, se ordenaron de sacerdotes ellos y algunos de sus par- 
tidarios. 

Con la noticia de lo que ocurría púsose fray Kodrigo en viaje para 
América, y empezó por enviar desterrado á Guatemala al revoltoso de 
Lima; y como allá éste, unido al hermano Francisco, siguiese conspiran- 
do, cortó por lo llano expulsando á ambos de la orden. Fray Eodrigo lle- 
vaba bien puestos los pantalones, y con él no había tiquis-miquis. Era 
hombre acostumbrado á mandar y á hacerse obedecer. 

Después de las de Lima y Cuzco, fray Rodrigo hizo una fundación en 
Chachapoyas, la cual se suprimió en 1721. Casi á la vez que ésta realizó 
las de Cajamarca, Piura, Trujillo y Huanta, adonde fueron llamados los 
belethmitas por el obispo de Huamanga D. Cristóbal de Castilla y Zamo- 
ra, hijo natural del rey. 

Hechas estas fundaciones, se dirigió nuevamente el infatigable fray 
Rodrigo á España y Roma, y obtuvo de Inocencio XI la bula reformado 
ra, según la cual la elección de prefecto general se ejecutaría cada seis 
años, determinándose que en un período la elección se hiciese en Lima, 
y en el siguiente en Méjico. Los votantes debían hacerlo en cedulillas 
idénticas en la forma á las que emplean los cardenales en conclave. 

En esta última concesión ó prerrogativa fincaban su orgullo los beleth- 
mitas; pues su prefecto general era el único superior, entre los de todas 
las órdenes religiosas de la cristiandad, cuya elección se asemejara en algo 
á la de un Papa. 

En 1696 emprendió fray Rodrigo viaje de regreso. Nada le quedaba 
ya per obtener de Roma, y creía afianzada sobre bases sólidas la vida de 
su instituto. 

Llegado á Lima, el virrey se negó á darle el tratamiento que como á 
prefecto general le correspondiera, obstinándose en considerarlo sólo 
como á provincial, y privándolo de asiento en algunos actos de oficial 
publicidad. Esto provocó un proceso ó querella, que en 27 de junio de 
1700 decidió el monarca en favor de fray Rodrigo. 

El prefecto general, después de hacer fundaciones en Potosí, Huaraz 
y Quito, pasó á Méjico, en cuya ciudad murió por consecuencia de un 
ataque de gota el 23 de septiembre de 1716. 

IV 

A los indios del Cuzco les hizo creer algún bellaco que los belethmi- 
tas degollaban á los enfermos para sacarles las enjundias y hacer mante- 
ca para las boticas de Su Majestad (sic). Así, cuando encontraban en la 
calle á un belethmita, le gritaban ¡Naca! ¡Naca/ (degolladores ó verdu- 



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RICARDO PALMA 65 

gos), lo colmaban de injurias, le tiraban piedras, y aun sucedió que por 
equivocación mataran á un religioso de otra orden. 

Fray Kodrigo fué en cierta ocasión á un pueblo situado á cinco leguas 
del Cuzco. Al pasar por una calle, un indio albañil empezó á gritar: 

— ¡Maten á ese naca/ 

Y al lanzar una piedra, resbalóse del andamio é pared y se descalabró. 
Con este trágico acontecimiento empezó el pueblo á mirar con aire 

de supersticioso temor á los hespi talarlos, y fué preciso otro suceso casi 
idéntico, para que el temor se cambiase en respeto y aun en cariño po- 
pular por los belethmitas. 

Aconteció que unas hembras de esas de patente sucia iban por la ca- 
lle en compañía de unos mozos tarambanas, echando por esas bocas sa- 
pos, lagartos y culebrones, cuando acertaron ó desacertaron á pasar dos 
belethmitas. 

—Cállate, mujer — dijo uno de los calaveras, — y deja pasar á estos 
santos. 

— ¡Qué santos ni qué droga!— contestó la moza. — ¡Bonita soy yo para 
cuidarme de estos perros nacas/ 

Y no habló más; porque se le torció la boca, y rostrituerta habría 
quedado para siempre si los n;aca8 no hubieran hecho el milagro de cu- 
rarla. 

Es incuestionable que ninguna fundación habría alcanzado en Amé- 
rica mayor importancia y popularidad que la de los belethmitas; poro 
después de la muerte de fray Kodrigo, los mismos hermanos se encarga- 
ron de desacreditarla con sus frecuentes querellas sobre inteligencia de 
las Constituciones y Breves, con sus motines y simonías y con escánda- 
los de otro género en Guadalajara, Puebla de los Angeles, Habana, Méji- 
co y Guatemala. Las cosas llegaron á extremo de que muchos belethmi- 
tas colgaron los hábitos y se casaron en toda regla. Verdad que podían 

hacerlo; pues no eran sacerdotes, ni sus votos de los más solemnes. 

Sólo la cuestión de si los capítulos debían llamarse congregación, jun- 
ta ó dieta, motivó grandes tumultos; y así, por cuestión de una palabri- 
ta, empezó la ruina de los hospitalarios en Guatemala. 

Mas á fuer de justiciero cronista quiero también dejar consignado 
que los belethmitas del Perú distaron mucho de parecerse á sus herma- 
nos de los otros países de América, en cuanto á poca pureza de costum- 
bres, y que por su caridad para con los pobres enfermos se hicieron siem- 
pre merecedores de cariñoso elogio social y de bendiciones de los agrade 
cidos convalecientes. 

En sus mejores tiempos, los belethmitas peruanos asistían en el hos- 
pital del Refugio ó de Incurables hasta á cincuenta infelices al cargo de 

Tomo IV 5 



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66 TRADICIONES PERUANAS 

ocho religiosos, y en la casa grande de Barbones hubo ocasión en que cua- 
renta hermanos atendieron á ciento sesenta enfermos. Y en el Cuzco, 
donde la enfermería tuvo capacidad para admitir hasta ciento veinte ta- 
rimas, llegaron á veintiocho los conventuales. 

Aquí deberíamos dar por terminada nuestra crónica; pero no lo hare- 
mos sin consagrar un rápido y final capítulo al tan famoso nacimiento 
de Barbones, pintándolo tal como tuvimos la suerte de conocerlo en la 
niñez y ateniéndonos á nuestras reminiscencias de muchacho. 



Uno de nuestros más gratos recuerdos de la ya lejanísima infancia es 
el del nacimiento que los padres Barbones exhibían desde el 24 de diciem- 
bre hasta el 6 de enero en la capilla de su convento. En la Lima antigua, 
aquellos eran quince días de fiesta y jolgorio perenne. ¿Qué madre lime 
ña dejó de llevar á su nene al nacimiento? Contesten las que hoy son bis- 
abuelas; Originariamente, el convento de belethmitas estuvo en la ve- 
cindad del Cercado; pero destruido por el terremoto de 1687, se trasladó 
á los terrenos de Barbones. 

Motivo de gran embeleso infantil eran las figuras de automático mo- 
vimiento, para cada una de las cuales tenían una copla las pallas que 
bailaban frente al nacimiento, ó la banda de cantores y músicos dirigida 
por el maestro Hueso 6 el maestro Bañón, y de la que formaban parte la 
china Mónicay la Candelita del muladar, la Sin-monillOy el Nifío Gato, 
fío Pan-con-queso y üo Cachito, personajes muchos de ellos inmortaliza- 
dos por el lápiz caricaturesco de Pancho Fierro, el Goya limeño. 

Allí estaban la Virgen, San José y el Niño que movía la manita como 
para bendecir á los rapazuelos que lo contemplábamos boquiabiertos, 
mientras la china Mónica, alentada por un vasito de orines del Niño, 
que así llamaba el pueblo á la dulcísima aloja ó chicha morada con que 
los religiosos agasajaban á la concurrencia, cantaba: 

«A los niños formales 
Dios los bendice; 
y á los que no son buenos 
les da lombrices. 
A la nana, nanita 
de San Vicente, 
que el Niño de la Virgen 
ya tiene un diente.» 

Allí se veía á los reyes magos, el blanco, el indio y el negro, lujosa- 
mente ataviados, descendiendo de un cerro sobre el portal de Belén y 



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RICARDO PALMA 67 

seguidos de un perro que movía la cola, y al que le cantaba fio Pan-con- 
queso: 

«El perro de San Roque 
no tiene rabo, 
porque unos escribanos 
se lo han robado. 
¡Mira, perrito!, 
cuídate de escribanos, 
que están malditos.» 

Allí se contemplaba el musgoso pesebre con la vaquita mugidora; el 
g'allo de cartón que quiquiriqueaba como un verdadero sultán de galline- 
ro, y la gigantilla á quien el Mfío Gato endilgaba estos piropos: 



«Mariquita, María, 
flor de romero, 
no le digas á nadie 
que yo te quiero. 
Niña, si te preguntan 
á quién adoras, 
primero morir mártir 
que confesora. 
Cuándo querrá la Virgen 
de las Angustias 
que tu ropa y la mía 
se laven juntas! 
Ven conmigo á la sierra, 
serás serrana: 
te enseñaré la lengua 
chachapoyana. 
No me diga usted, niña, 
que es de alta esfera: 
también para las torres 
hay escalera.» 



Allí estaba Judas haciendo zapatetas, pendiente de un árbol y can- 
tándole las pallas: 

«¿Quién sería la madre 
que parió á Judas? 
¡Qué hijos tan desgraciados 
paren algunas!» 



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68 TRADICIONES PERUANAS 

Y el fraile del rosario callejero, seguido de beatas y tapadas de saya 
} manto, por las que canturreaba la Sin-monillo: 

«Arrímate á los frailes, 
niña, si puedes; 
porque llevan corona 
como los reyes. 
Las mujeres que llegan 
al cuatro y cero, 
quedan para comparsa 
del callejero.» 



En primer termino del nacimiento se veían dos muñecos representando 
á Rosita Pitiminiy á Guzarrapo, que eran un matrimonio de enanos y 
dos tipos populares de Lima en tiempos del virrey Abascal. Los cantores 
festejaban á la raquítica pareja con esta seguidilla: 

«Chiquitita la novia, 
chiquito el novio, 
chiquitita la sala 
y el dormitorio; 
chico el salero, 
chiquitita la cama 

y... el mosquitero.» 

Allí estaban Chepita la Capullo, con su saya de tiritas; Cantimplora^ 
el alguacil del Cabildo, con su alguacilesca vara, y el teniente Ajiaco^ 
guardián del orden; y el monigote Sopas-en-leche, botella en mano, á 
quien le aplicaban esta copla: 

«Santa Rosa de Lima, 
¿cómo consientes 
que en tu tierra se beba 
tanto aguardiente? 
¡Que sí, que sí! ¡Que nol 
Por la falta de cabuya 
no bailo mi trompo yo.» 

Y en fín, casi todos los tipos populares de la ciudad figuraban en efi- 
gie en el nacimiento de Barbones. 

Había — recuerdo como si la estuviera viendo— una costuren ta muy 



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BIGABDO PALMA 69 

mona, con su delantal de olán, y muchos jazmines y aromas en el peina- 
do de trenzas, á la que le cantaban: 

«¡Ojalá que ojalaras, 
muchacha, ojales!, 
me ojalaras la... chupa 
con alamares.;» 



Y una pescadora de bagres y camarones, que en el extremo del an- 
zuelo mostraba á un currutaco de la época. Por aquella prójima decía la 
Candela del muladar: 

«Para pescar á un hombre 
se necesita 
una caña bien larga 
con mucha pita. 
A los hombres de ahora 
quererlos poco, 
y en ese poco tiempo 
volverlos locos.» 

Interrumpiéndola con estos versos ño Cachito el mentado bailador de 
zamacuecas en Amaneaos: 

«A tu puerta, pelona, 
perdí dos reales. 
¡Ay! (Felona, pelona! 
tú no los vales. 
Los limeños no beben 
chicha en botella, 
y á la mujer mañosa... 
¡golpe con ella!» 

Desisto de la tarea de seguir describiendo el tan célebre nacimiento de 
Barbones, porque la posdata me resultaría más larga que la carta, y este 
capítulo no es sino incidental en la crónica belethmítica de Lima. Las co- 
plas que se cantaban, siempre regocijadas y picarescas, eran hijas de la 
musa popular, así española como limeña. Guardo en mi cartera de apun- 
tes, para utilizarlas un día en trabajo de índole más literaria, muchas, 
muchísimas de esas rimas, acaso pobres de arte, pero incuestionablemen- 
te ricas de ingenio y travesura. Oirías cantar por las cantoras y cantores 
criollos constituía el principal atractivo para el crecido concurso que se 
arremolinaba en Barbones, y así lo comprendieron los benditos hospita- 



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70 TRADICIONES PERUANAS 

larios, que probaron ser de manga ancha al no oponer su veto á ciertas 
jácaras licenciosas. 

Y aquí pongo punto, remate y contera á mi mal hilvanada crónica, 
diciendo, como diría cualquiera de los parrandistas de cuando entró la 
patria: 

«En la calle en que vivo 
(¡maldita sea!) 
viven cuatro muchachas 
á cual más fea. 
Apaguemos la vela: 
se acabó el baile. 
Por la puerta, señores, 
se va á la calle.» 



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RICARDO PALMA 71 



LA VICTORIA DE LAS CAMARONERAS 



Hombre que estaba muy lejos de tener los tres defectos del cuerno — 
duro, vacío y torcido, — y que por el contrario, tenía sus tres virtudes — 
firme, limpio y agudo, — era del todo al to(Jo, allá por los tiempos del 
Excmo. é limo. D. Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito, virrey y 
gobernador del Perú, el Sr. D. Gaspar Melchor de Carbajal y Quintanilla, 
procurador general de los naturales de estos reinos, alguacil mayor de 
rastros y mercados de la ciudad de los reyes y cuñado de leche de un 
oidor de la Eeal Audiencia, por cuanto era hermano de leche de la espo- 
sa de su señoría. 

Habitaba el tal unos cuartuchos en la baranda de Mundo, Demonio y 
Carne, que así llamaban nuestros abuelos á la que forma el ángulo de las 
calles del Arzobispo y Pescadería. Eodeado de procesos, infolios y pape- 
lotes, y dando de rato en rato un sorbo á la jicara de chocolate, hallába- 
se en su escribanía cierta mañana del año de 1716, cuando se armó un 
belén de todos los diablos bajo sus balcones. El procurador, alzándose las 
gafas sobre la frente, empezó por asomar la nariz, receloso de que lloviesen 
pelotas de arcabuz; mas convencido de que todo no pasaba de bullanga 
populachera, cobró ánimo, levantó la celosía ó rejilla, y sacando medio 
cuerpo fuera del antepecho gritó: 

— ¡Ea, ea! Que la ciudad no es aldea, y cada renacuajo aténgase á su 
cuajo; que el mercado no ha de ser como costal de carbonero, sucio por 
fuera, sucio por dentro. Yo os digo, muchachas, lo que dijo el asno á las 
coles: pax vobis. 

Y D. Gaspar Melchor, que era otro Sancho Panza en la condición re- 
franesca y que no hablaba de corrido, sino hilvanando refranejos, inte- 
rrumpió su discurso porque en este instante el rebullicio calentaba, y 
tanto que un camotillo disparado con pretensiones de pedrada, vino á 
dar á su merced en plena calva. 

■^¡Jesucristo! — exclamó nuestro hombre, tocándose el chichón y reco- 
giendo del suelo el proyectil. — jPara mi santiguada, que si es de los de á 
cinco en libra me desequilibra! Bueno está el chiquitín para el puchero; 
que lo que no ha costado, bien llegado. Vamos á meter paz, como es de mi 
obligación, antes que me digan: Lucas, ¿por qué no encucas? Que todo no 
ha de ser cama de novios, blanda y sin hoyos, ni copo, condedura y cebada 



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72 TRADICIONES PERUANAS 

para la muía. Con razón dicen que cada mosca tíena su sombra, y que 
aquí como en Huacho, todo borrico es macho. 

Y tras calarse el chambergo, tomar la capa y coger la alguacilesca 
vara, bajó á escape la escalera, canturreando estos dos refranes: 

<^Hijo, no comas lamprea, 
que tiene la boca fea. 
¡Ay! Madre, casar, casar, 
que el zarapico me quiere picar.» 



II 

No recuerdo en cuál de mis tradiciones he apuntado que hasta después 
de entrada la patria, era la plaza Mayor el sitio donde se hacía el mer- 
cado, y tanto que hasta el rastro, camal ó matadero se hallaba situado á 
las inmediaciones, en terreno sobre cuya propiedad andan hoy niños 
zangolotinos en litigio con el Cabildo. 

Así el virrey conde de Castellar como sus sucesores, duque de la Pa- 
lata, conde de la Monclova y marqués de Castelldosríus, designaron para 
el gremio de camaroneros y pescadores de bagres el espacio, en la calle 
que aún se conoce por la de la Pescadería, desde la reja de la cárcel de 
corte (hoy Intendencia) hasta la puerta de palacio, que dista sesenta 
varas de aquélla. Las indias, mujeres de los camaroneros, eran las encar- 
gadas de vender el artículo; pero de pronto las expendedoras de pescado, 
no obstante tener sitio señalado en la acera fronteriza al de las camaro- 
neras, empezaron á invadir el terreno de éstas, surgiendo de aquí fre- 
cuentes peloteras y teniendo siempre que acudir gente de justicia para 
que el olivo de la paz diese fruto de aceitunas. Ambos bandos gastaban 
luego en papel sellado, con gran provecho de tinterillos y escribanos, y 
los virreyes, como hemos dicho, terminaban por decretar en favor de las 
camaroneras. Las provisiones que comprueban esta afirmación mía se en- 
cuentran en uno de los tomos de manuscritos de la Biblioteca Nacional. 

Aquella mañana, las camaroneras se habían congregado en la esquina 
del Arzobispo, acaudilladas por Veremunda, la más guapa mulatilla de 
Lima, según decir de los condesitos y currutacos de la época. 

Era Veremunda una mozuela de veinte años bien llevados, color de 
sal y pimienta, que no siempre ha de ser de azúcar y canela; ojos negros 
como el abismo y grandes como desventura de poeta romántico, de esos 
ojos que parecen frailes que predican muchas cosas malas y pocas buenas; 
boca entre turrón almendrado y confitado de cerezas; hoyito en la barba 
tan mono, que si fuera pilita, más de cuatro tomaran agua bendita; tabla 



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RICARDO PALMA 73 

de pecho toda esperanza, como en vísperas de boda; pie de relicario y pan- 
torrillas de catedral. Al andar, unas veces titubeábanla las caderas, como 
entre merced y señoría, y otras se balanceaba como barco con juanetes y 
escandalosa en mar de leva. Vestía faldellín listado de angaripola de Ho- 
landa, medias color carne de doncella, zapatitos negros con lentejuelas 
de plata y camisolín de hilo flamenco con randas de la costa abajo, de 
jando adivinar por entre el descote un par de prominencias de caramelo 
coralino. 

Veremunda era la florista más favorecida entre las que sentaban sus 
reales en la vecindad del Sagrario, lugar bautizado con el nombre de Cabo 
de Hornos, porque todo galán que por ahí se arriesgaba á pasar, á buen 
librar salía con un cuarto de onza menos en el bolsillo, gastado en un ra- 
mo de flores ó un pucherito de mixtura. Fuese por simpatías de vecin- 
dad, ó porque las camaroneras se habían propiciado su apoyo con rega- 
los de los mejores bagres y más suculentos camarones, lo cierto es que 
Veremunda era tenida y acatada por capitana del gremio. Es fama que 
el serióte D. Gaspar Melchor de Carbajal y Quintanilla se hacía flecos 
por los encantos de la mixturera y andaba tras ella como mastín piltrofe- 
ro, diciendo: 

«No tienes tú la culpa, 
ni yo te culpo, 
de que Dios te haya hecho 
tan de mi gusto.» 



III 

El señor alguacil mayor, metiéndose en un grupo de pescadoras, las 
arengó de esta manera: 

— i Arrebuja, arrebuja!, que aquí está quien desburbuja. Calma, mu- 
chacha, que la lima lima á la lima, y la pera no espera, mas la manzana 
espera. No os parezcáis á los perros de Zurita, que eran pocos y mal ave- 
nidos, y lo peor de todo pleito es que de uno nacen ciento, y el que le- 
vanta la liebre, siempre es para que otro medre. Quita tú allá, pájaro gra- 
nero, que no entrarás en mi triguero. 

Y blandiendo la vara, dirigíase á algunas de las revoltosas: 

— Cállate tú, ovejita de Dios, antes que el diablo me despabile, y en la 
cárcel te trasquile. Silencio tú, gran zamarro, que al buen callar le lla- 
man Sancho, y al bueno bueno, Sancho Martínez. Déjame pasar, arra- 
piezo, y no me vengas con tilín tilín, como el asno de San Antolín, que 
cada día era más ruin. 



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74 TRADICIONES PERUANAS 

Y penetrando en medio de las arremolinadas camaroneras, se expre^ 
só así: 

— jCuerpo, cuerpo! Que Dios dará paño. Déjense de daca el gallo toma 
el gallo, porque se quedarán con las plumas en la mano, y todo será como 
el desquite dePerentejo, que perdió un ducado y ganó un conejo, ó resul- 
tar con el ajuar de la ventera, tres estacas y una estera. Hijas, el que 
pleitea no logra canas ni quijadas sanas. Más apaga buena palabra que 
caldera de agua, y á las querellas hay que decirles: marmolejo, aquí te 
hallé y aquí te dejo. A la mar, á la mar, chirlos mirlos á buscar; que 
pato, ganso y ansarón, tres cosas suenan y una son. No hay para qué ten- 
tarle el pulso al gato ni meterse en cosas de justicia, que ella es como mi 
compadre el del molejón, que á quien quiere amuela y á quien no quiere 
non. Quieta tú, Manonga Pérez, que te pareces á Daroca la loca, gran- 
de cerco y villa poca, ó al sonso Tinoco, mucha fachada y seso poco. 

Y aproximándose á Veremunda le dijo muy á la oreja: ^Dios te salve, 
vida y dulzura, que tuyo soy con todas mis coyunturas. 

»¡ Salero, viva lo tuyo! 
¡Salero, viva mi amor! 
Salero, viva la madre, 
la madre que te parió.» 

El alguacil mayor de rastros y mercados era de los que dicen: Cier- 
tas frutas en adviento, los sermones en el templo y la mujer en todo 
tiempo. 

—Bueno, bueno, bueno — contestó la rapaza:— mas guarde Dios mi bu- 
rra de tu centeno, que aquí y en la Magdalena, hijito, el que no trae no 
cena. 

— ¿No tiene toca y pide arqueta, la dargadandeta? Anda, conciencia 
de Puertoalegre, que vendes gato por liebre. 

Y la china, que no era de las que se muerden la lengua, sino muy 
criolla y decidora, repuso poniéndose las manos en la cintura como asas 
de jarra filipina: 

— ¿Cómo te va, Mendo? Ni llorando ni riendo. Kebuzno de asno sin pe- 
lo, no llega al cielo; y sin pedernal y estregó, ni salta chispa ni brota fuego. 

— Con la que lo dices, lo atices, grandísima arrastrada; que ya dirá la 
gata al unto, te barrunte y te barrunto. 

Y el alguacil mayor se alejó, murmurando: 

— Coces de yegua, amor para el rocín. ¡Santa Librada! ¿Si será la sali* 
da como la entrada? 

Paréceme que los refranes de D. Melchor Gaspar tenían para la chus- 
ma más elocuencia que todos los discursos y catilinarias de Demóstenes 



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RICARDO PALMA 75 

y Cicerón; porque se apaciguaron los ánimos, cesaron las hostilidades y 
hubo formal armisticio entre camaroneras y pescadoras. 

IV 

¿Cómo se las compuso el procurador general de los naturales para que 
los decretos de cuatro virreyes dejasen de ser, como hasta entonces, letra 
muerta? No sabré decirlo. Lo que sé es que á la vista tengo la siguiente 
provisión: 

<Mando á vos, D. Dionisio López de Prado, teniente de la compañía 
de á caballo de mi guardia, sostengáis á las indias camaroneras en la po- 
sesión del sitio que va desde la puerta del real palacio, que cae á la Pes- 
cadería, hasta la reja de la cárcel de corte, y las demás indias negras y 
mulatas no las inquieten ni perturben, y que en ning-ún tiempo se sien- 
ten ni pongan canastos en dichos sitios, y que guardéis y cumpláis esta 
provisión, castigando con severidad á los que la contravinieren.— Fecha 
en los Keyes, á los 2 días del mes de marzo de 1717 aros.— Diego, obispo 
de Quito,— Por mandato de su excelencia,, Manuel Francisco de Paredes.^ 

El teniente D. Dionisio López de Prado empezó por meter en la cárcel 
un par de hembras leguleyas, que pretendieron afirmar la bandera de re- 
belión con tres silogismos y cuatro autoridades; y realizado este acto de 
energía administrativa, no hubo ya quien osase levantar moño contra las 
camaroneras. 

Añade la tradición (que á las veces miente más que politiquero de 
portal) que Veremunda, para celebrar el triunfo de sus protegidas, dio 
un cachazpari, como dice el nuevo Diccionario de la Lengua, en Aman- 
caes, con mucho de arpa, cajón y guitarra, y copas de alegría líquida, 
vulgo chicha y aguardiente. 

Estopeño ó cañameño, cual me lo dieron lo vendo. Dicen (yo no lo 
digo^ que no soy mala lengua para desprestigiar á nadie y menos á la au- 
toridad) que el procurador Carbajal y- Quintanilla, dejando en casa y 
bajo siete llaves la gravedad, echó una cana al aire, y tomando por pare- 
ja á la florista, bailó una sajuriana ó mozamala, de esas en que hay cíti- 
tureo de culebra cascabelillo. 

Y con esto, lectores míos, y como para pan y cebolleta no es menester 
trompeta, paz y paciencia, y muerte con penitencia. 



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Vilcar- Guarnan (hoy Guancavelica) fué en los tiempos del coloniaje, 
•distrito, corregimiento ó sub-delegación del que ahora es departamento 
de Ayacucho, y que entonces se llamaba intendencia de Guamanga. 

Yilcas Guamán, conquistado por Tupac-Yupanqui, tuvo en los días 
del imperio incásico una guarnición de treinta mil indios. Huaina-Capac 
obligó á los naturales á no hablar su dialecto nativo, sino la lengua que- 
chua. 

Aunque la agricultura y ganadería no son para despreciadas en Guan- 
cavelica, la industria minera ha sido y es la que más brazos ocupa, sobre 
todo cuando estuvieron en laboreo activo los azogues de Santa Bárbara 
y las minas de plata de Castro virreina. 

En la gentilidad, y antes de ser incorporados al imperio, los huanca- 
velicanos hacían á sus ídolos de piedra sacrificios de víctimas humanas. 
Después tuvieron templo ó casa consagrada á las vírgenes del Sol, llama- 
das Hnairan adía, y cuyo número fijo era de quinientas. La que falta- 
ba á sus votos de doncellez perpetua era ahorcada por los pies. ¡Pobre- 
X3ita! 



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RICARDO PALMA 77 



II 



Doña María Eita Zubizarreta de San Martín era por los años de 1715 
la dama de más campanillas y de mayor caudal que habitara en Guanca- 
velica. Sus haciendas y minas le producían una renta de treinta mil du- 
ros mal contados al año, la que invertía en la construcción del santuario 
del Señor de Acoria, que, según la popular conseja, fué una imagen de 
Cristo aparecida como la del Señor de los Milagros que veneran las naza- 
renas de Lima. 

Doña María Kita, después de señalar renta para el santuario y mante- 
nimiento del capellán, dedicó su fortuna ala fábrica del suntuoso templo 
de San Francisco, notable por la belleza de su arquitectura, por el artísti- 
co tallado de los retablos y por todo lo que constituye el lujo de una 
casa consagrada á Dios. 

La señora, á pesar de su gran riqueza, teníase por criatura muy des- 
dichada. Quince años llevaba de matrimonio, y carecía de fruto de ben- 
dición. Al fin, San Francisco hizo el milagro de que se la abultara el vien- 
tre, desopilándose con el nacimiento de un niño. 

Y al leer esto, no me venga alguno echándola de malicioso y trayen- 
do á la memoria el cuento de que en nna nave de cierta iglesia pedía un 
lego limosna para los huerfanitos, á la vez que en la opuesta hacía otro 
igual petitorio para reparaciones del templo. 

«¡Para los pobres niños déla Inclusa!,» decía el uno. «¡Obrado nuestro 
padre San Francisco!,» contestaba el otro; que doña María Kita era honra- 
da á carta cabal, y como la mujer de César, superior á sospecha pecami- 
nosa. No era ella como el judaico usurero Juan de Kobres, que en el tran- 
ce de morir y para descargar la conciencia de picardías, 

hiciera un santo hospital 
(como antes hizo los pobres ) 

En 1760 fray Pedro de San Martín y Zubizarreta era guardián de los 
franciscanos en el convento de Guancavelica, edificado con los caudales 
de su noble y cristiana madre doña María Eita Zubizarreta de San 
Martin. 

ni 

En 1780 pudría ya tierra el guardián fray Pedro de San Martín, y su 
sucesor era fray Andrés de Talamantes, aragonés severo y cejijunto, que 



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78 TRADICIONES PERUANAS 

metió á la comunidad en un puño, al reverso de fray Pedro, que fué todo 
mansedumbre para con sus hermanos. 

Los franciscanos eran por entonces los religiosos más ilustrados de 
Guancavelica, y en sus claustros se encerraba un portento de oratoria sa- 
grada en la persona de fray Casimiro Navarro te. 

No había fiesta solemne sin sermón de su paternidad. 

Pero fray Casimiro tenía mucho de calvatrueno; y fué el caso que, 
comprometido por su guardián para predicar en la fiesta |del Corpus, en 
la parroquia matriz de San Antonio, llegó la hora de que ocupase el pul- 
pito el orador, y á éste no se le encontraba ni vivo ni muerto. Andaba de 
parranda y cantando: 

«Se lamentaba un ñraile 
de dormir solo: 
I quién pudiera en su celda 
meterle un toro! 
A la jota, jota, de los buenos frailes 
que siempre jotean en todos los bailes; 
á la jota, jota, que si ésta no agrada, 
á mí, caballeros, no se me da nada.» 

^ Para salvar el decoro de la comunidad, tuvo el guardián que subir á 
la cátedra del Espíritu Santo, y se desempeñó como á Dios plugo ayudar- 
le, jurando para sus adentros castigar de ejemplar manera al tunante 
fraile que en tal atrenzo lo colocara. 

IV 

A los tres días dio fray Casimiro acuerdo de su persona, presentándo- 
se muy risueño y como si tal cosa en su convento. Fray Andrés de Tala- 
mantes, sin escuchar sus descargos, lo mandó encerrar á pan y agua en 
el calabozo construido debajo del campanario y cuya puerta colinda con 
la capilla de la Virgen de Dolores. 

Tres días llevaba ya de prisión fray Casimiro, cuando uno de sus com- 
pañeros se aproximó á la rejilla del calabozo. El recluso le pidió que se 
empeñase con el guardián para que le ahorrase mortificación física; pues 
como castigo moral, suficientemente penado estaba con la vergüenza del 
encierro. 

— Que sufra ese fraile picaro— fué la respuesta del inflexible superior. 

En esos tiempos, ni los Cabildos eclesiásticos hacían giala de blandura 
para con el sacerdote pecador. La mano izquierda no borraba hoy lo que 
ayer firmara la derecha, ni se castigaba á un canónigo con privación de 



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RICARDO PALMA 



79 



asistencia al coro y sin mermarle la renta, lo que en vez de castigo es pre- 
mio, como dijo un poeta. 

Eso era disciplina, y no juego de chuchur umbelas, como hogaño se es- 
tila. Nos hemos vuelto tan de la 
manga ancha que decimos: 

Si en el sexto no hay perdón 
ni en el séptimo rebaja, 
bien puede la religión 
llenar el cielo de paja. 

Tres días más tarde otro fraile 
fué á consolar al preso, y éste le 
dijo: 

— Hágame su reverencia la ca- 
ridad de decirle al padre guardián 
que si hoy no me saca del calabo- 
zo, ya mañana será tarde, y la con- 
ciencia le remorderá por su du- 
reza. 

Cumplió el comisionado; pero 
el guardián no dio el brazo á tor- 
cer y se mantuvo firme. Acostóse, 
y no pudo conciliar el sueño. El 
recado de fray Casimiro le casca- 
beleaba en el espíritu. 

Apenas empezó á colorear el 
alba cuando puso su paternidad 
los huesos de punta, y seguido de 
dos ó tres frailes que encontró en el claustro se encaminó á la mazmorra 
con la firme decisión de poner en libertad al prisionero. 

¡Horribile vísuf El cuerpo de fray Casimiro, pendiente del cordón de 
su hábito, se balanceaba suspenso de una viga, que hasta ahora existe 
como tirante de pared á pared. 

Aquella noche el guardián, después que á las nueve y apurado el cho- 
colate en el refectorio* tocaron las campanas á silencio, encerróse en su 
celda y púsose á hojear el infolio de un bolandista ó santo padre de la 
Iglesia. 

Cerró el libro, y al levantarse para ir á tomar la horizontal en su le- 
cho, encontróse con que al otro lado de la mesa estaba de pie un fraile, 
con la capilla calada, los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en- 
tre las mangas del santo hábito. 




D. José Antonio de Ceballos 
duodécimo arzobispo de Lima 



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80 TRADICIONES PERUANAS 

El guardián se quedó inmóvil y alelado. El lance no era para menos, 
y se lo doy al más guapo. 

Al sonar las diez, el fantasma hizo una reverencia al superior francis- 
cano y desapareció. 

Y desde entonces, esta escena se reprodujo todas las noches. 

En vano cambiaba el guardián de celda, ó iba á algún pueblo vecino, 
ó se hacía acompañar de amigos. Siempre, á la primera campanada de las 
nueve y visible sólo para él, se presentaba el fatídico fantasma; y siem- 
pre, después de una glacial reverencia, se evaporaba ala primera campa- 
nada de lascdiez. 

Y este supliiJiO'di^r^ treinta noches, al cabo de las cuales fray Andrés 
de Talamante, CQQ^l^t^memt^ loco, entregó el alma al Hacedor. 

Boy mismo es pc^pular creencia en Guancavelica que el alma del frai- 
le ahorcado,hAbxtfi,eiií0l Qí^labocillo, y que de nueve á diez de la noche se 
oye el fírnJimieiito:.(telto\^^. Así será. Yo cuento y no comento. 



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RIOAKDO PALMA 81 



LAS CUATRO P P P P DE LIMA 



Arzobispo de Guatemala era por los años de 1750 el peruano D. fray 
Pedro Pablo Pardo, á la vez que el cargo de capitán general, gobernador 
y presidente de la Eeal Audienjcia guatemalteca era desempeñado por 
otro peruano, el Sr. D. José de Araujo y Río. 

Del último no sé más sino que antes de ser trasladado á Guatemala 
había servido en Quito los cargos de oidor y presidente de la Audiencia. 

En cuanto á D. fray Pedro Pablo Pardo Figueroa, sé que nació en 
Lima, que perteneció á la orden de mínimos de San Francisco de Paula, 
que como procurador de su convento pasó tres años entre Madrid y Ro- 
ma, y que fué el último obispo y el primer arzobispo que tuvo Guatema- 
la. Consiguió lo que en vano habían pretendido sus diez y ocho anteceso- 
res; esto es, que la catedral de Guatemala fuese en 1742 elevada á metro- 
politana. 

En tiempo no remoto se ha dicho que Lima tiene tres M M M nota- 
bles — Mujeres, Médicos y Músicos. — En los antiguos, es decir, hasta antes 
de que entrara la patria, todo el mundo decía que Lima era la ciudad 
de las cuatro P P P P. Viejos y mozos hablaban de estas cuatro letras, 
sin cuidarse de averiguar á qué aludían. Gracias al Inca Concolorcorho 
y á su desvergonzado librejo Lazarillo de caminantes, he logrado averi- 
guar la significación de las enigmáticas letras. 

Cuenta Concolorcorho que un día, y escrita con almagre, apareció en 
la puerta de la casa arzobispal de Guatemala la siguiente copla: 

«Regalo cincuenta pesos, 
con más un refresco encima, 
al que á descifrarme acierte 
las cuatro P P P P de Lima.» 

Aquella noche fué el acertijo tema obligado de conversación en la 
tertulia de Su Ilustrísima; y como nadie diese en bola y fuesen los asis- 
tentes cortesanos y aduladores, dijo un canónigo: 

— ¿A. qué devanarnos más los sesos, caballeros? Las cuatro P P P P 
quieren decir Pedro, Pablo, Pardo, Perulero. 

Y todos aplaudieron, y ya iba á darse por ejecutoriada la lisonjera 
solución, cuando entró de visita un caballero limeño que estaba á la sa- 

ToMO IV 6 



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82 TRADICIONES PERUANAS 

zón de tránsito en Guatemala, y que á juzgar por la gallardía y compos- 
tura de su persona y traje, debía ser hombre de fuste, de mucho fuste. 

Vestía el tal sombrero cara'inandvxa con toquilla de cinta de la Chi- 
na, asegurada por hebilla de oro guarnecida de brillantes, abrigándose 
el cuello con un pañuelo de clarín, bordado de seda negra. La capa era 
de paño azul de Carcasona, y la chupa de terciopelo negro con botones 
de oro. Los calzones eran de los llamados de tapabalazo, también de ter- 
ciopelo, y remataban sobre la rodilla con una charretera de tres dedos' 
de ancho, de galón de oro. Las medias eran de las mejores de seda filipi- 
na y los zapatos de cordobán de lustre, á doble suela, con estrellita de 
oro sobre el empeine. En la mano lucía seis ó siete riquísimas tumbagas, 
y de un ojal de la chaquetilla pendía gruesa cadena con esmeraldas por 
eslabones. La camisa parecía ser de finísimo elefante (imitación de olán 
batista), con tres andanadas de trencillas de Quito y encarrujados de en- 
caje de Flandes. 

Descrito el traje, mis lectores convendrán conmigo en que no era un 
pelafustán, sino muy empingorotada persona, el limeño que de visita en- 
trara en el salón de su paisano el arzobispo. 

— A buen tiempo llega vuesa merced — le dijo el arzobispo, después 
de las fórmulas de saludo, — que estos caballeros andan, desde hace una 
hora, dándose cabeza con cabeza por desenmarañar cierto enigma. 

Y lo puso al tanto de lo que ocurría. 

— jBah, bah, bah! — contestó el limeño sacando una caja de oro, que bien 
pesaría libra y media, y sorbiendo una narigada del cucarachero. — ¿Y en 
tan poca agua se ahogaban vuesas mercedes? Pues sepan, de hoy para 
siempre, que las cuatro P P P P de Lima son Pila, Puente, Pan y... . Peines. 

Yo sabía que el virrey Amat, cuando su querida la Perricholi le pre 
guntaba qué novedades había en Lima, solía contestar: «La Pila, el Puen- 
te y el Pan, como se estaban se están;» pero esto de los Peines , ¡cuer- 
no!, la verdad sea dicha, no estaba en mis libros. Cierto que este virrey, 
entre los juegos de aguas que proyectó para un paseo público, llegó á ver 
concluida una cascada (que hoy no existe) conocida con el nombre de los 
Peines; pero á ella mal podía aludir, un cuarto de siglo antes, el mitrado 
de Guatemala. 

Ahora, en el último tercio del siglo xix, prometo yo de regalo, no los 

cincuenta duros y el refresco del curioso coplero guatemalteco, sino 

cualquiera futesa que no sea plata ni cosa que lo valga , al que me 

averigüe qué pudieron ofrecer de notable los peines de cuerno que se fa- 
bricaban en Lima en el siglo de nuestros abuelos. 



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RICARDO PALMA 83 



EL CASTIGO DE UN TRAIDOR 



"^ En la noche del 25 de julio de 1749 todo era entrada de hombres, con 
aire de misterio, en el salón de una casa situada á inmediaciones de la 
iglesia parroquial de San Lázaro, que era por aquel año uno de los ba- 
rrios menos poblados de Lima; porque el reciente terremoto de 1746 había 
reducido á escombros no pocos edificios de esa circunscripción. 

El salón á que nos referimos se hallaba casi á obscuras, que nombre 
de alumbrado no merece una mortecina lámpara de aceite, puesta sobre 
una mesa con tapete de paño negro, y delante de un crucifijo, á cuyos 
pies se veía una espada desnuda. 

Escaños y sillas de vaqueta estaban ocupados por los concurrentes. 

En la pieza vecina al salón hallábase un ataúd con cuatro cirios ó blan- 
dones fúnebres. Dentro del ataúd yacía un cadáver. 

Todo el que entraba besaba los pies del Cristo, y blandiendo la espa 
da, decía: 

— No vengo, no, á renovar dolores. Sí vengo, sí, á asegurar á deudos 
y amigos que si, conforme ha sido Dios, hubiera sido un hombre quien la 
vida le ha quitado, con esta espada vengaría tal agravio. 

Y dejando el acero en su lugar, iba ceremoniosamente á sentarse. 

Tal era, por aquel siglo, lo que se llamaba hacer él duelo por el difun 
to, y tal, sin quitar sílaba ni añadir letra, la obligada retahila de los do 
lientes. 

A las nueve de la noche se realizaba el transporte del cadáver á la 
iglesia, en cuyo cementerio ó bóveda debía ser sepultado al día siguiente, 
después de la respectiva misa de réquiem, responsos é hisopazos. 

II 

Todos los concurrentes guardaban respetuoso silencio hasta que, á la 
primera campanada de las nueve, púsose de pie uno de ellos y dijo en 
dialecto quechua: 

— Hermanos, hace cinco meses que en Amancaes proclamasteis por inca 
del Perú á mi padre muy amado el noble curaca Chonqui, Dios lo ha lia 
mado á sí. .. ¡Dios sea bendito! Pero la obra de redención emprendida por 



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84 TRADICIONES PERUANAS 

el que en breve se esconderá en la tumba, no puede perecer con él, y á mí 
está encomendado el triunfo. Kenovemos, pues, ante los restos humanos 
del que fué nuestro inca y señor el juramento de dar libertad á la patria 
esclavizada. 

Los presentes, con excepción de un mestizo llamado Jorge Gobea, ex- 
tendieron el brazo derecho hacia el sitio donde se destacaba el ataúd, y 
contestaron: «Juramos.» 

Y en procesión condujeron el cadáver á la cercana iglesia parroquial. 
Eran los acompañantes más de cuarenta entre mestizos é indios no- 
bles, caciques, en su mayor parte, de los pueblos inmediatos á Lima. 

Al salir del templo de San Lázaro, el hijo de Chonqui estrechó la ma- 
no de cada uno de sus amigos, dándoles esta consigna: 

— Ten presente, hermano, el día de San Miguel Arcángel. Pers ) veran- 
da y fe. Hasta entonces. 

— No lo olvidaremos— contestaban los conspiradores; pues ya habrá 
conocido el lector, que más que de dar sepultura al difunto, se trataba 
de alzar bandera contra España. 

Y los conjurados se alejaron silenciosos en direcciones diversas. 

Jorge Gobea, aquel que no había extendido el brazo para jurar, se en- 
caminó á la plaza Mayor, donde paseando alrededor de la monumental 
pila, que no ostentaba el jardín, mármoles ni la cincelada verja de nues- 
tros días, lo esperaba un embozado. 

— i Y bien!— dijo éste al que llegaba. — ¿Has señalado ya el día? 
— Sí, excelentísimo señor — contestó el mestizo. — Todo se apresta para 
dentro de tres meses, en el día de San Miguel Arcángel. 

Y el virrey conde de Superunda, que no era otro el embozado, volteó 
la espalda al denunciante y enderezó sus pasos á palacio. 



m 

El 26 de junio fué día de gran alarma en la ciudad; porque el gobier- 
no se echó á hacer prisiones, no sólo de indios principales, sino de algunos 
negros influyentes en las cofradías africanas. 

La causa, encomendada al oidor D. Pedro José Bravo de Castilla, gra- 
cias á la aplicación de tormento álos reos, que es el medio más expedito 
para hacer cantar hasta á los mudos, quedó terminada el 20 de iulio; y 
el 22 seis de los caudillos fueron ahorcados y descuartizados, poniéndose 
las cabezas en escarpias sobre el arco del Puente y en las portadas de Li- 
ma. Muchos de los comprometidos fueron condenados á presidio perpe- 
tuo en Chagres, Ceuta y Juan Fernández. 



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RICARDO PALMA 85 

Tal fué el desenlace de la históricamente conocida con el nombre de 
conspiración de Amancaes. 

El virrey Manso de Velazco, en la Memoria ó relación sobre los prin- 
cipales sucesos de su época de 
gobierno, dice que por dos sacer- 
dotes tuvo noticias vagas de la 
conspiración; y que entonces lo- 
gró introducir un espía en el se- 
no de los conjurados, adquirien- 
do por tal medio conocimiento 
seguro de todos los planes. 

Parece que el secreto de la 
confesión no era muy escrupu- 
losamente guardado en los tiem- 
pos del coloniaje. Clérigos reve- 
laron á Francisco Pizarro el com- 
plot de los partidarios de Alma- 
gro el Mozo, y á cada paso en la 
historia del virreinato encontra- 
mos á curas y frailes desempe- 
ñando papel de denunciantes. 

El centón de donde extracto 
estas noticias añade: tóe toma- 
ron grandes precauciones para 
que los indios y mestizos, negros 

y mulatos, no se amotinaran es- I>. Pedro Antonio de Barroeta 

torbando la ejecución. En la decimotercio arzobispo de Lima 

puerta de palacio se colocó la 

caballería del virrey; frente al callejón de Petateros, la caballería de mili- 
cias; en las gradas de la Catedral, las dos compañías del comercio; y bajo 
el Cabildo, cuarenta indios nobles con bala en boca. Al primer reo, el in- 
dio Chónqui, se le ahorcó á las ocho de la mañana, y de media en media 
hora se ajustició á los otros cinco.» 

En la noche de ese fatal día desapareció de Lima el mestizo denun- 
ciante Jorge Gobea. Dijese que cuatro hombres, puñal en mano, lo habían 
sorprendido y forzado á seguirlos. 

IV 

Desde 1743 el indio Juan Santos, en las montañas de Chanchamayo, 
se había proclamado inca bajo el nombre de Atahualpa II, rey de los An- 
des; y á la cabeza de tribus salvajes se adueñó del cerro de la Sal, ama- 



\Je')ru> cÁ^ ^^^^'^^^ 




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86 TRADICIONES PERUANAS 

gando invadir Tarma, Huancayo, Huánuco y otras poblaciones. Las auto- 
ridades españolas se pusieron á la defensiva y artillaron el fuerte de Qui- 
miri, que á la postre cayó en poder de las huestes bárbaras, las que sin 
compasión degollaron á los soldados prisioneros. En 1749 rugióse que Juan 
Santos había sido asesinado por sus vasallos; y los indios de las poblacio- 
nes civilizadas, que simpatizaban y aun mantenían inteligencia secreta 
con aquel caudillo, se echaron abiertamente á conspirar en Lima. 

Las reuniones se efectuaron desde enero de ese año en la pampa de 
Amancaes; y el número de los conjurados, en sólo la capital del virrei- 
nato, excedía de dos mil. He aquí el plan. Aprovechando de que el 29 de 
septiembre, fiesta de San Miguel Arcángel, era costumbre que indios y 
negros formasen comparsas, para las que amos y patrones les prestaban 
escopetas y sables, se proponían, á la vez que incendiar cuatro extremos 
de la ciudad y desbordar uno de los brazos del río, asesinar sorpresiva- 
mente en medio del barullo de las llamas y de la inundación al virrey y 
á todos los españoles. Tambiéíi el presidio del Callao debía sublevarse, y 
en la general matanza sólo serían perdonados los sacerdotes. 



Engañóse de medio á medio el virrey Manso de Velazco al creer que 
con los cadalsos levantados en Lima el 22 de julio había aterrorizado á 
los indios y hecho imposible la rebelión. 

En 29 de septiembre, día de San Miguel, estalló la revolución de una 
manera imponente en Huarochirí, casi á las puertas de Lima. Más de cin- 
cuenta españoles fueron victimados. El espíritu revolucionario se exten- 
dió al corregimiento de Canta y otros; y aunque vencidos en ellos por fal- 
ta de armas y de organización, se reconcentraron en Huarochirí más de 
veinte mil indios decididos á combatir sin tregua. 

Las tropas realistas, á órdenes del marqués de Monterrico y del conde 
de Castillejo, se encargaron de aniquilar la revolución en su último atrin- 
cheramiento. Pero los meses corrían, y los rebeldes cobraban aliento de 
hora en hora, porque los soldados del rey eran impotentes para batir á los 
indios en las empinadas y riscosas breñas. 

Sin la anarquía (y aun la traición) en el campo de los sublevados, otro 
habría sido el éxito de la contienda. El virrey habría tenido que tratar de 
potencia á potencia con los de Huarochirí, y alcanzado éstos concesiones 
y privilegios en favor de su tan abatida raza. 

Desde mayo de 1750 empezaron á obtener ventajas los realistas, y el 6 
de julio fueron ahorcados en la plaza de Lima los dos principales caudi- 
llos de la revolución. 



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RICARDO PALMA 87 

Esta reapareció en Huarochirí en 1783, encabezada por Felipe Tupac- 
Amaru y Ciríaco Flores, para ser nuevamente vencida y terminar sus pro- 
movedores en el cadalso. 

VI 

El día de San Miguel, al estallar la revolución, trajeron de una cueva, 
donde lo habían mantenido prisionero, al traidor mestizo Jorge Gobea, lo 
ataron á un poste, le cortaron la lengua y la arrojaron á los perros. 

El infeliz expiró, después de una hora de horrible agonía. 



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88 TRADICIONES PERUANAS 



LOS PASQUINES DE YAULI 

Día de gran excitación en el pueblo de San Antonio de Yauli fué el 
26 de diciembre, primer día de Pascua de Navidad del año de gracia 1780. 

Y con razón. 

£n la puerta de la iglesia había 
aparecido, pegado con engrudo, el 
siguiente pasquín: 

Sepan todos los agraviados de 
las alcabalas y de los nuevos im- 
puestos, corrió el señor Emperador 
Tupac Amam nos tiene notifica^ 
dos d todos sus amigos de esta pro- 
vincia de Guarochiri como tene- 
mos ya armas en las pascanas de 
Chicoxira, d cuatro leguas del 
pueblo de Yauyos, y en este cartel 
lo participo á los amigos de nues- 
tro bando, para que ocurran al 
pueblo de Yauyos, donde se les ha- 
bilitará de armas; pues ya nofal- 
ta nada para el dia citado en los 
^'¿5>T# JiivíJíf JT)f^J>^ ü ¿/^^'f^ ^^^ vocablos de la seña. Valor, ami- 
"^ ^ ^y^ goSy y,,... ¿quién sabe? 

No era este el primer pasquín 
D. Diego Antonio de Parada subvcrsivo quo aparecía en YauU; 

decimoquinto arzobispo de Lima ^ x- j 

pues dos meses antes, con motivo 
de unas danzas llamadas de los negritos y de una comparsa de pobllas, 
la autoridad del pueblo había manifestado complacencia por las cabrio- 
las de los primeros y desdén por el baile de los indios que, resentidos, 

pusieron este pasquín: 

• 
«De tripas de negritos 
haremos cuerdas, 
para mandar chapetones 
ala » 

El corregidor de Huarochirí D. Vicente de Gálvez no dejó diligencia 
por hacer para descubrir quién era el padre de los cuatro rengloncitos tan 



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RICARDO PALMA 89 

sucios como amenazadores; y aun el virrey Jáuregui envió desde Lima á 
un letrado para que ayudase al corregidor en la pesquisa. iTiempo y tinta 
perdidos! Más de cincuenta indios principales fueron á la cárcel, y del 
sumario no apareció indicio acusa- 
dor contra ninguno. Al fin, la auto- 
ridad tuvo que darles suelta; pero 
como en el pueblo había una mu- 
chacha de respingón y ojo alegre, 
conocida con el apodo de la Coque- 
rita, oriunda de Huancayo, que sa- 
bía leer y escribir y que siempre 
andaba echando versos á sus gala- 
nes, por si era ó no ella la autora del 
pasquincito, y sobre todo por hacer ' 
que hacemos y contentar al virrey, 
resolvieron corregidor y letrado ex- 
pedir auto conforme á las ordenan 
zas de Birlibirloque, y desterrarla 
del pueblo en compañía de un su ^, . ^- ^^"^^ ^^^ ^"^° 

, . , , , . decimocuarto arzobispo de Lima 

hermano, chico diestro en el subli- 
me arte de la rufianería. Alguien debía pagar el picante, y la Coquerita 
fué la pagana. 

El pasquín de Nochebuena era sin duda mucho más explícito y alar- 
mador que el atribuido á la Coquerita; y tanto que el virrey Jáuregui y 
la Real Sala del Crimen dictaron providencia sobre providencia, y envia- 
ron al corregimiento, con cuarenta soldados, al capitán Gassol y al fiscal 
licenciado D. José de Castilla. 

Como en la vez anterior, fué mucha gente á chirona, y tampoco se sacó 
nada en claro; pero como los comisionados recelasen que al declararlo así 
se les tildaría de frialdad en el servicio del rey ó de torpeza para descu- 
brir al criminal, echaron guante y trajeron con grillos y buena escolta á 
Lima á un muchacho de diez y siete años de edad, que contaba tres meses 
de residencia en Yauli, donde ejercía el cargo de maestro de escuela. La 
circunstancia de que algunas letras de las que él escribía guardaban se- 
mejanza con otras de las del pasquín, pareció á los jueces de investiga- 
ción más que siíficiente prueba de criminalidad. 

Llamábase el muchacho Pepito Alarcón, era de raza blanca, y apenas 
nacido lo depositaron en el torno de la casa de expósitos, de donde á la 
edad de siete años lo sacó para educarlo una caritativa señora. A los quin- 
ce años, y con licencia de su protectora, se metió novicio en Santo Do- 
mingo; pero habiéndolo azotado un día el guardián, fugóse el mocito y 



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90 TRADICIONES PERUANAS 

no paró hasta Matucana, de donde siguió peregrinando hasta llegar á 
Yauli y establecerse como maestro de escuela. No tuvo más que dos dis- 
cípulos, que fueron ios hijos del alcalde D. Ubaldo López. 

Del proceso (que original existe 
en uno de los tomos de manuscritos 
de la Biblioteca de Lima) resultan 
siete declaraciones conformes de que 
el muchacho, en el poco tiempo que 
vivió en Yauli, nunca dio nota de su 
conducta, aunque era un tantico afi- 
cionado á la Coquerita; pues la es- 
cribió unas décimas (¡así serían 
ellas!) para que las cantase en tono 
de yaraví. 

Esto era grave, muy grave. ¿No 
sería también cómplice de la Coque- 
rita en la fenecida causa del pas- 
quín de los negritos? 

La Eeal Audiencia, compuesta á 
la sazón de los oidores marqués de 
Corpa, Tagle, Cavero-Henríquez, Re- 
Ei marqués de Torre Tagle zabal y Vélcz, ordenó quo los escriba- 

nos Castellanos y Egúsquiza, en ca- 
lidad de peritos, practicasen un cotejo de letras, y ellos dijeron que la t, 
lae, la & y la 2/ eran iguales en la caja aunque no en el perfil, y que Pe- 
pito Alarcón era, por ende, un píllete revolucionario que disfrazaba su 
letra. 

En un pelo de pluma estaba, pues, el destino del infeliz ex novicio. 
Pero la Providencia hizo que el corregidor de Jauja apresara á tres indios 
sospechosos, los cuales declararon ser ellos los autores del pasquín atri- 
buido á la Coquerita y del de la nochebuena de Navidad, y que, en rea- 
lidad, eran cabecillas de un motín de indios, que por causa que expusie- 
ron menudamente no pudo estallar. 

Así libró de ir á presidio, por lo menos, el calumniado muchacho. 



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DE COMO UN PRINCIPE 
FUÉ ALCALDE EN EL PERÚ 

A riesgo de que se incomoden conmigo los trujillanos y me llamen 
hasta excomulgado á matacandelas y hereje vitando, ocúrreseme hoy 
sacar á plaza conseja que con ellos y con su tierra se relaciona. Júreles, 
empero, no proceder de malicia ó con segunda intención, que hombre no 
soy de trastienda ni de burbujas de jabón. Esta es una tradicioncilla que, 
como ciertas jamonas, tiene la frescura de las uvas conservadas. Basta de 
algórgoras, y á tus fuelles, sacristáa 



Grave desacuerdo había por los años de 1795 entre el ilustrísimo se- 
ñor D. Manuel Sobrino y Minayo, vigésimo obispo de Trujillo, y su seño- 
ría el Sr. D. Vicente Gil y Lemus, intendente de esa región y sobrino de 
su excelencia el virrey bailio D. frey Francisco Gil de Tabeada Lemus y 
Villamarín. 

Era el caso que el intendente había autorizado una corrida de toros 
en domingo, día consagrado al Señor; y el obispo veía en esto mucho de 
irreligiosa desobediencia á las prescripciones de la Iglesia; pues por asis- 



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92 TRADICIONES PERUANAS 

tir á la profana fiesta y llegar á tiempo de obtener cómodo asiento, algu- 
nos cristianos, que cristianos tibios serían por andar á caza de pretexto, 
olvidaban cumplir el obligado precepto de oir misa. 

El Sr. Sobrino y Minayo, á pesar de la mitra, era aficionado á la ca 
morra; y tanto que la armó y gorda por poner en vigencia una ordenan- 
za de Felipe II, la cual disponía que las hembras de enaguas airadas vis- 
tieran, para no ser confundidas con las honestas damas, de paño pardo 
con adornos de picos; de donde, por si ustedes lo ignoran, les diré que 
tuvo origen la frase andar á picos pardos. El señor intendente dijo que 
eso de legislar sobre el vestido y la moda era asunto de sastres y costu 
reras más que de la autoridad; que la regia ordenanza había caído en 
desuso; y que, por fin, antes se pondría á clavar banderillas y á estoquear . 
un toro bravo, que en dimes y diretes con el sexo que se viste por la ca- 
beza. 

La cosa se ponía cada día más en candela, y la ciudad estaba dividida 
en bandos: el que acataba los escrúpulos del obispo, y el que simpatizaba 
con los humos de resistencia de la autoridad civil. 

El obispo plumeaba largo, y hasta había logrado que la Inquisición 
tuviera con ojo al margen el nombre del intendente, como sospechoso en 
la fe; varapalo que también alcanzó á su tío el virrey, el que en un regis- 
tro que original existe entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima, 
figura como lector de libros prohibidos. 

Por su parte el intendente tampoco tenía ociosa la pluma, y por . ia 
correo de Valles (que así llamaban al que mensualmente llegaba á Lima 
trayendo la correspondencia de los pueblos del Norte), enviaba á la Real 
Audiencia y al virrey una resma de oficios, epístolas y memoriales contra 
el obispo. En uno de ellos acusaba su señoría al mitrado de desacato á la 
majestad del monarca, porque en el escudo de armas de la ciudad, colo- 
cado en el salón principal del seminario, había suprimido la corona real. 

El escudo de armas de Trujillo fué dado á la ciudad por Carlos V. 
Constaba de un solo cuartel, en el que, sobre fondo de azur, se alzaban 
dos columnas en plata sosteniendo una corona de oro. Dos bastos de gu 
les sobre fondo de aguas, en sinople, y en el centro de ellos la letra K 
(inicial de Karolus V), formaban un aspa con las columnas. Este escudo, 
mantelado, estaba sobre el pecho de una águila, en sable. 

En la cuestión de los toros declaró la Real Audiencia que era indife- 
rente lidiarlos en día festivo ó de trabajo; y q«e por lo tanto, ni el inten- 
dente se había extralimitado ni el obispo faltado á su deber reclamando 
contra lo que, en conciencia, creía infractorio de prescripciones eclesiás- 
ticas. Dedada de miel á ambos poderes. 

En lo relativo á los picos pardos, dijo la Audiencia que el obispo hacía 



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RICARDO PALMA 93 

muy bien en querer que la oveja limpia no se confundiese con la oveja 
sarnosa; pero que también el intendente había estado en lo juicioso de- 
clarando que en España é Indias había caído en desuso la pragmática 
real, desde el advenimiento del cuarto Felipe al trono español. Otra de- 
dada de miel. 

En lo del escudo resultó culpable de descuido ó distracción el pintor, 
que la soga rompe siempre por lo más débil; honrado el obispo, porque 
comprobó haber reprendido oportunamente al pintamonas; y enaltecido 
el intendente, porque acreditó celo y amor á los fueros de la majestad 
real. Para repartir con sagacidad dedadas de miel, no tenía pareja la Au- 
diencia de Lima. 

II 

Aunque, como se ha. visto, la Real Audiencia cuidó mucho de no agra- 
viar á ninguno de los contendientes, abriéndoles así campo para una re 
conciliación, no por eso cesaron ellos de estar á mátame la yegua; que de 
matarte he el potro. 

Vino el 1.® de enero de 1796, día en que el Cabildo debía proceder á 
la elección de alcalde de la ciudad, cargo altamente honorífico, y que se 
disputaban ese año entre un Sr. Mariadiegue y un Sr. Velezmoro, ambos 
hidalgos de sangre más azul que el añil de Costa Rica, y muy acaudala 
di L vecinos de Trujillo. El intendente Gil patrocinaba la candidatura del 
primero, y el obispo se declaró favorecedor entusiasta del antagonista. 

Influencias por aquí é influencias por allá, intriguillas vienen é intri- 
guillas van, ello es que reunidos los veinticuatro regidores con voz y 
voto, resultó que doce cedulillas sacaron el nombre de Velezmoro y las 
otras doce el de Mariadiegue. 

Aplazóse la elección para el siguiente día, y cada partido aprovechó 
las horas trabajando con tesón para conquistar un voto. Pero el resulta- 
do fué idéntico. 

.: El 3 de enero debía efectuarse la votación decisiva. Si el empate sub 
sistía, tocaba á la suerte decidir. Trujillo no podía quedarse sin alcalde. 
íQué habrían dicho en el otro barrio las almas de Francisco Pizarro, fun- 
dador de la ciudad, y de Diego de Agüero, su primer alcalde! 

En la mañana de ese día tuvo el señor obispo barruntos de que uno de 
los regidores de su bando no jugaba limpio; pues una su hija de espíritu 
le avisó, bajo secreto de confesonario, que á media noche habían tenido 
misteriosa y larga conferencia intendente y cabildante, y que aquél se fro- 
taba con regocijo las manos, como quien dice: «jSe divirtió el obispillo: 
¿Adonde había de ir conmigo?^ : 



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94 TRADICIONES PERUANAS 

No era el Sr. Sobrino y Minayo hombre para descorazonarse por tan 
poco, y convocando, sin pérdida de minuto, á los once regidores en cuya 
lealtad fiaba, les dijo: 

— Amigos míos, hoy nos parten por la hipotenusa, si nos descuidamos; 
que el bellaco de D. Teodosio se ha comprometido á hacernos una perra- 
da. Lo sé de buena tinta. Pero ya que no podemos sacar avante á nuestro 
protegido, es muy hacedero estorbar el triunfo del adversario. 

— ¿Y cómo, ilustrísimo señor?~preguntaron los cabildantes. 

— De una manera muy sencilla. Lanzando hoy á la arena un candida- 
to tan prestigioso, que ha de tener los gregüescos muy bien amarrados el 
regidor que le niegue el voto. 

Los velezmoristas se quedaron boquiabiertos. Al fin, uno de ellos 
dijo: 

— No encuentro, señor obispo, quién pueda ser el personaje de tanto 
fuste que nos saque del atrenzo. 

— Pues no se devanen los sesos vuesas mercedes por encontrarlo, que 
ya yo me he tomado ese trajín. 

— Entonces, cuente su señoría ilustrísima con nuestros votos. ¿Y pue- 
de, si no peca de indiscreta la pregunta, saberse el nombre del nuevo al- 
calde? 

— Calmen vuesas mercedes su impaciencia. Mi secretario irá luego al 
Cabildo y les llevará las cedulillas. Entretanto, tenemos tres horas por 
delante que, bien aprovechadas, nos darán colosal victoria. Mi carroza 
me aguarda, y voyme al campo enemigo. Dios guarde á ustedes, cabar 
lleros. 

Echóles el obispo una bendición, dejóse besar el pastoral anillo, y los 
once cabildantes se retiraron. 

III 

A las dos de la tarde, y por diez y ocho votos contra seis, fué preciar 
mado alcalde de primer voto de la muy ilustre ciudad de Trujillo, en el 
Perú, el excelentísimo Sr. D. Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque 
de Alcudia, ministro omnipotente de Carlos IV y amante idolatrado de 
la reina María Luisa, á la cual diz que en la guitarra solía cantarle con 
muchísimo salero esta copla: 

«Benditos los nueve meses 
que estuviste, que estuviste, 
en el vientre de tu madre 
: .' : para consolar á un triste.» 



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BIGARDO PALMA 95 



IV 



— Manuel — díjole una mañana á su valido el monarca español,— ¿cierto 
es que te han hecho alcalde? 

— Y tan cierto— contestó sonriendo el favorito — como que he aceptado 
la honra, y quiero acompañar la aceptación con algunas provisiones, que 
vuestra majestad firmará, haciendo mercedes á sus buenos y leales vasa- 
llos los trujillanos. 

Y sacó tres pliegos de la cartera. 

— Celebro que medres, hombre, y alégranme como propias tus bienan- 
danzas. Trae, Manuel, trae — dijo Carlos IV, y sin leer el contenido, puso 
el sacramental — Yo el rey. 

Por la primera de estas reales ce'dulas se acordaban muchas preemi- 
nencias al Cabildo y ciudad de Trujillo, y que el alcalde de segunda no- 
minación desempeñase las funciones que á Godoy correspondían. 

Por la segunda se ennoblecía á la ciudad hasta donde ya no era posi- 
ble más; porque se añadían á su escudo de armas tres róeles de oro, en 
sautor, sobre las columnas de plata. Esto es metal sobre metal, lo que en 
heráldica vale tanto ó más que ser primo hermano de Dios-Padre. Desde 
entonces los trujillanos blasonan, y con razón, de ser tan nobles como el 
rey. Lima, con ser Lima, no luce en su escudo de armas metal sobre me- 
tal. Honra tamaña estaba reservada para Trujillo. 

La última que, á mi escaso entender, era la morrocotuda, establecía 
que los buques pudieran ir directamente de Cádiz á Huanchaco, lo que 
importaba poner á Trujillo en condición superior á casi todos los pueblos 
del virreinato. Con tal concesión, prosperidad y riqueza eran consecuen- 
cia segura para el vecindario 

Cuando se recibieron en Trujillo estas reales cédulas, el obispo Sobri- 
no y Minayo no pudo holgarse con la lectura de ellas; porque acababa de 
pasar á mejor vida, como dicen los que se precian de saberlo. 

¡Pero vean ustedes lo ingrata que es la humanidad y lo olvidadizos que 
son los pueblos! A pesar de gangas y mercedes de tanto calibre, Trujillo 
fué la primera ciudad del Perú que en el día de Inocentes (28 de diciem- 
bre de 1820) proclamó en pleno Cabildo la independencia patria, exten- 
diendo y firmando acta por la que los vecinos juraban defender, no sólo la 
libertad peruana, sino también (á usanza de los caballeros de Santiago, 
Alcántara y Calatrava) la pureza de María Santisima (sic). Mas parece 
que alguien hizo al marqués de Torre-Tagle (verdadera alma del pronun- 
ciamiento) caer en la cuenta de que era inconveniente esa mezcolanza de 



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96 TRADICIONES PERUANAS 

religión y política; y al día siguiente (29 de diciembre) se firmó nueva 
acta» suprimiendo en ella lo relativo á la Santa Madre de Jesús. 

Parlerías y murmuraciones envidiosas á un lado. Nadie le quitará á 
Trujillo la gloria de haber tenido por alcalde á un príncipe, ni la de que 
en su escudo de armas haya lucido metal sobre metal (1) 



(l) Tal vez, en cnanto á fechas, no sean de rigurosa exactitud las de esa tradi- 
ción; pero en lo que atañe á las reales cédulas, ellas deben existir en el arehÍTo de la 
Municipalidad de Trujillo, si no han desaparecido. En 18€8, hallándome de tránsit ) 
en Trujillo, me dio á leer el Sr. José Félix Gkmoza la cédula relativa á las franquicias 
que otorgara Godoj al puerto de Huanchaco, asegurándome que era copia fiel de la ar- 
chivada en el Cabildo. 



Trajillo.-El Cabildo 



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RICARDO PALMA 97 



CALLAO Y CHALACO 



Ha vuelto á ponerse sobre el tapete de las disquisiciones la cuestión 
relativa al origen de las voces Callao y Chalaco, En 1885, los diarios «El 
País> y «El Callao» me compelieron á emitir una opinión. Dije por enton- 
ces: «Sin humos de maestro ó de autoridad, en asuntos de historia patria, 
voy ligeramente á borronear lo que, como resultado de mi afición á ese 
género de estudios, he alcanzado á obtener sobre la fundación del primer 
puerto de la República y origen de su nombre. Lleno así el deber de con- 
tribuir, siquiera sea con un dato, al esclarecimiento de puntos obscuros en 
nuestro pasado colonial. Dejo la cuestión en pie y para que otros digan 
la pidabra final, limitándome á acumular hechos y noticias que acaso sean 
de provecho para la juventud estudiosa; y sobre los datos que á granel 
exhibo, otro podrá ir más adelante en la investigación.» 

He aquí el artículo que publiqué por entonces, y que hoy reproduzco 
por haberse reabierto la discusión. 

I 

DATOS PRELIMINARES 

Que hasta dos años después de la fundación de Lima no fué el Callao 
más que humildísima ranchería de pescadores, lo comprueba el acuerdo 
que celebró el Cabildo de los Keyes en 6 de mayo de 1537, en virtud del 
cual dio licencia á Diego Ruiz, español, para que edificase un tambo ó 
mesón de paredes sólidas. Ya en 1555 llegó á haber hasta seis casas de 
ladrillos y adobes, cinco bodegas ó almacenes del mismo material y gran 
crecimiento en la ranchería de Pitipiii, El 20 de septiembre de este año, 
y á petición de Juan de Astudillo Montenegro, nombró el Cabildo á Cris- 
tóbal Garzón para el cargo de alguacil del puerto, y en 21 de octubre re- 
gularizó el repartimiento de solares, señalando dos para iglesia y casa del 
párroco. , 

El Callao empezó á tener carácter formal de población en 1566, pues 
fué en 25 de enero de ese año cuando el Cabildo de Lima le nombró un 
alcalde, con funciones en lo civil y en lo criminal. Y tal sería la impor- 
tancia que fué conquistándose el Callao, que en 1671 el rey le acordó 
título de ciudad. 

Tomo IV 7 



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98 TRADICIONES PERUANAS 

A mi juicio, debió ser después de 1549 cuando se generalizó el nombre 
CaUcLO para hablar del puerto vecino; porque autografíada, y á la vista, 
tengo una carta de D. Pedro de La Gasea á los príncipes de Hungría y 
Bohemia (Maximiliano y María ), gobernadores de España, dándoles cuenta 
del estado de los asuntos en el Perú« Ese documento está así datado:— 
Puerto de la ciudad de los Reyes, á 6 de diciembre de 1549. — 

No es argumento que destruya esta opinión mía el de que el Palen- 
tino, en su Historia de las guerras civiles de los conquistadores^ hable 
del Callao de Lima: pues el minucioso cronista empezó á escribir su libro 
en 1566, dándolo á la estampa en 1571. 

El Callao llegó á su apogeo después del tremendo terremoto del 20 de 
octubre de 1687, en que una salida del mar inundó la ciudad. Entonces 
fué cuando quedó definitivamente artillada y amurallada en forma trian- 
gular, y cuando tuvo el palacio, las siete iglesias y los seis conventos de 
que habla el virrey conde de Superunda en su Memoria, magnificencias 
todas que desaparecieron en la ruina del 28 de octubre de 1746. 

Cuando el primer terremoto (1687), entre vecinos y guarnición con- 
taba el Callao mil ochocientos habitantes; y en 1746, según las relaciones 
de Llanos Zapata y del capitán D. Victorino Montero del Águila, excedían 
de siete mil quinientos los vecinos. 

En el censo de 1832 figura el Callao condes mil trescientos vecinos; y 
en el oficial de 1876 con más de treinta y dos mil. 

A los que deseen mayor copia de datos sobre el Callao antiguo, les re- 
comendamos la lectura déla carta-informe del marqués de Obando acerca 
del terremoto de 1746, y la descripción que de ese puerto escribió en 1785 
D. José Ignacio Lequanda, contador de la Eeal Aduana. No menos pre- 
ciosas páginas noticieras son las del jesuíta Bernabé Cobo, que de 1650á 
1653 residió en el Callao, como rector de la casa que allí tuvo la Compa- 
ñía, y las del erudito limeño Córdova y ürrutia, cuyo libro tiene la im- 
portancia de un catálogo de datos curiosea 

II 

DOS ORÍGENES INACEPTABLES DE LA PALABRA CALLAO 

Por disposición del conde de Toreno, ministro de Fomento á la sazón, 
se publicó en Madrid en 1877 una lujosísima obra de más de mil páginas 
en folio mayor, titulada Cartas de Indias, y de la que el gobierno español 
envió de regalo un ejemplar á la antigua Biblioteca de Lima. Desapare- 
cido éste en 1881, ha sido reemplazado con otro ejemplar, obsequio del 
Sr. D. Joaquín J. de Osma. Al final de la obra hay un vocabulario geo- 
gráfico, en el que se lee lo siguiente: 



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RICAEtDO PALMA 99 

«Callao (el). — Así se empezó á llamar el puerto de la ciudad de los 
Reyes, desde los años de 1549, por una pesquería indiana, de antiguo es- 
tablecida en aquel punto. Callao en lengua yunga ó de la costa significa 
cordero.']^ 

Afírmelo quien lo afirmare, eso de que Callao significa cordero, no me- 
rece gastar tinta en refutarlo. Es un testimonio antojadizamente levanta- 
do al yunga. 

Con motivo de esta investigación etnológica, he leído también (y 
por la primera vez en letras de molde) hace pocos días un nuevo origen 
de la voz Callao. Dice un articulista, con angelical candor, que viendo 
Pizarro la mansedumbre de lasólas, exclamó: «;Qué callado es este mar!» 
Y así como Balboa bautizó el mar del Sur con el nombre de Pacifico, 
nuestro puerto mereció el de Callado, que no lo es, porque bastante rui- 
do mete por el lado de la mar brava. Si Pizarro hubiera sido andaluz y 
no extremeño, ó si entre los primeros conquistadores, en vez de vascos y 
castellanos, hubiera habido siquiera un centenar de hijos de la tierra de 
María Zantizima, posible es que hubieran lanzado un «¡Sonsoniche! \ Y 
qué Callao es este demonio de mar!» 

Lo de que Callao viene de Callado no puede, pues, tomarse en serio. 
Ni á Cieza de León, ni al Palentino, ni al jesuíta Acosta, ni al agustino 
Calancha, ni á cronista alguno del siglo xvi se les ocurrió llamar Calla- 
do al puerto del Callao. Pase tal nombre como un esfuerzo de ingenio, y 
punto y acápite. 

III 

¿ES INDÍGENA LA VOZ CALLAO? 

Hasta 1878 era para mí artículo de fe que la palabra Callao viene 
de la voz indígena calla ó chalina (costa y pesca, por generalización), y 
así lo dije por aquellos tiempos á mis amigos los Sres. Flores Guerra, 
Alejandro O. Deusto y José Gregorio García, que más de una vez me dis- 
pensaron el honor de consultar mi opinión sobre el origen de la voz Ca- 
llao. Vigorizaba mi creencia la circunstancia de que hoy mismo se da el 
nombre de cala al acto de la pesca; y para ser lógico tenía que recono- 
cer el mismo origen indígena á la palabra chalaco. Y que estas opiniones 
mías estaban muy lejos de ser desautorizadas ó de no apoyarse en auto- 
ridad histórica ó lingüística, lo compruebo con las siguientes lineas que 
copio de la página 28, edición sevillana de 1603, hecha por mandato del 
Concilio de Lima, de la Gramática del arte aymxirá. Dicen así: «Otros 
nombres hay compuestos de dos sustantivos, porque en esta lengua no 
hay nombres adjetivos para significar la materia de que está hecha 



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100 TRA.DICIONES PERUANAS 

alguna cosa, como terrenvs aureus, etc.; ni hay nombres derivados de 
ciudades ó provincias, como hispalensis, peruvianus, etc.; y en lugar de 
éstos usan los indios de los nombres sustantivos, poniendo primero el que 
significa la materia de la cosa ó la ciudad, domus lapídea, calauta 
(casa de piedra), ó bien homO'Cuzquensis, cuzcchhaque (hombre del 
Cuzco.» 

Siguiendo esta regla, y denominando chala (costa) al Callao, tendría- 
mos, para designar al hombre allí nacido, challa-haque, del que por co- 
rrupción pudo salir chalaco. 

No falta quien afirme que el nombre Chalaco, en el departamento de 
Piura, tiene idéntica derivación. Arena, se dice también, en aymará cha- 
UacuchaUlacu, y como este pueblo está situado en arenales, vendría su 
nombre de chala-lacu (arena) y no de chala (costa) ó de challa-haque 
(hombre de la costa). — Alcedo en su Diccionario geográfico dice que 
Chalaco es pueblo y asiento de minas en el corregimiento de Piura, y 
rehuye entrar en explicaciones sobre su nombre. 

Desde luego ni la palabra Callax), ni la palabra chalaco pertenecen al 
quechua; pues no se encuentran en el vocabulario de esa lengua publica- 
do en 1707 por el jesuíta González Holguín; ni en el del franciscano Ho- 
norio Mossi, impreso en Sucre en 1860; ni en el que publicó el padre To- 
rres Rubio en Roma en 1603; ni en el que se imprimió en 1585, por orden 
del Concilio límense; ni en el arreglado por Francisco del Canto en 1614. 
Tampoco se encuentran estas voces en el vocabulario chanchaisuyo del 
padre Figueredo, impreso en 1700, ni en el yunga del párroco D. Fernan- 
do de la Carrera, impreso en 1644. 

Aunque Collao tiene alguna semejanza con Callao, hay que advertir 
que la primera palabra no pertenece al aymará. Esa palabra es derivada 
de colla (mina) ó eolio (cerro) en lengua yunga; y el nombre Collao, da- 
do á esa región, puede aludir á la cadena de cerros y á los minerales que 
en ellos se encuentran. Este dato viene á probar que existió antagonismo 
entre los dialectos del antiguo imperio incásico. En el yunga colla es ce- 
rro ó mina, y en el aymará, con sólo el cambio de una letra, es costa ó 
arena: — dos voces, rival la una de la otra, como lo fueron los pueblos que 
hablaron esas lenguas. 

IV 

¿ES CASTELLANA LA VOZ CALLAO? 

Ojeando más que hojeando en 1878 un libro viejo impreso en Londres 
en 1660, con el título English navigator^s, encontréme con una relación 



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RICARDO PALMA 101 

de las expediciones de los piratas Drake y Cavendish, que como es sabi 
do pasearon por estos mares, á su regalado gusto, desde 1577 hasta 1588; 
esto es, cuando el puerto estaba todavía, como si dijéramos en mantillas. 

Describiendo la playa, dice uno de ellos €compo8ed of the dehris of 

marine shell, nammed Callao.» 

Más tarde consulté otra obra en cuatro volúmenes, impresa igualmen- 
te en Londres en 1774, con el mismo título English navigators. En ella 
encontré también un relato de las empresas de Sir Drake; pero la des- 
cripción del Callao es rapidísima y no hallé repetida aquella noticia. 

No obstante, mi curiosidad se había despertado, y seguí investi- 
gando. 

El jesuíta Domenico Coleti en su Dízionario storico geográfico della 
America meridionale, impreso en Venecia en 1771, dice: 

«Callao fCallaum, calaviaj, — Popolazione col titolo di cittá avuto 
nel 1671. Giorgio Spelberg fece V assedio nel 1615, e Giacomo Germin, 
dito il^Eomito, nel 1624, ma ambidue inútilmente. Era ricca, popolosa e 
ben fortificata » 

El dato carecía de importancia, si al latinizar la palabra Callao no la 
tradujese calavia, que es la voz con que la marinería, en algunos puntos 
de la costa italiana, designa al lastre. 

El Petit Díctionnaire geog^^aphique de V Amerique espagnole, impre- 
so en París en 1712, dice en la página 103: 

«Callao (caillouj. Fort principale de Lima, eto 

Para los franceses la voz callao significaba guijarro, piedra pequeña; 
esto es, zahorra ó lastre. 

El Sr. Paz Soldán, en su Diccionario de peruanismos, impreso 
en 1883, consagra un artículo á la palabra Callao. Copiaré lo perti- 
nente: 

«Aunque la voz Callao no se encuentra en el Diccionario de Salva ni 
en el de la Academia, la trae el de Fernández Cuesta, en la acepción de 
guija, peladilla de río, y también en la de zahorra, que quiere decir las- 
tre. Después de dar las definiciones que preceden, Fernández Cuesta 
agrega que en términos de marina callao quiere decir una de las cali- 
dades de fondo y de playa, acepción que parece decisiva en favor de la 
etimología. Es igualmente voz portuguesa callao, que vale guijarro; y no 
falta quien derive callao de la voz griega xalix, que significa lapillus, 
cálx silex, coemente. Todas las acepciones de Callao que dejamos registra- 
das concurren en la descripción que del Callao hace el padre Bernardo 
Torres en su crónica agustina, publicada en Lima en 1667. Dice: Su 
playa limpia, pedregosa, muy útil para lastrar las naves que entran y sa- 
len del continente.» 



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102 TRADICIONES PERUANAS 

V 
CONCLUSIÓN 

Minuciosa investigación hemos hecho por averiguar si antes de 1747 
se designó con el nombre de chalacos á los vecinos del puerto. Ni en li- 
bro ni en documento alguno hemos hallado escrita tal palabra, sino con 
posterioridad al año del famoso terremoto, lo que hasta cierto punto es 
argumento contra la creencia de que chalaco es corrupción de la voz in- 
dígena challahaqae (hombre de la costa). 

Para la construcción del actual Callao, por ruina del antiguo á conse- 
cuencia del terremoto é inundación de 1746, se emplearon, en calidad de 
peones y albañiles, negros esclavos de la tribu ó cofradías de los chalas. 
Dicese que los limeños, para burlarse de los nuevos pobladores del puerto, 
dieron en llamarlos chalas chalacos. Este origen no pasa de ser una tradi- 
ción ó conseja popular, y por lo tanto no puede ser considerado seriamente. 

Y como no sé más, en relación con las voces callao y chalaco, ni he de 
echarme por los espacios de la fantasía á rebuscar orígenes, pongo punto 
final á estos renglones. 



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UN ALCALDE QUE SABIA 
DONDE LE AJUSTABA EL ZAPATO 



Con este título escribió mi amigo y colega Perpetuo Antañón una tra- 
dición lindísima, que yo me he propuesto contar también á mi manera, 
si bien digan que en ello hago mala obra al verdadero padre. Pero el 
asunto es tan bonito, que ¡vamos! mi libro no puede pasarse sin él. Mil per- 
dones, camarada, porque me echo gentilmente á merodear en su propiedad. 

Por los años de 1756 era virrey del Perú el conde de Superunda; oidor 
de la Real Audiencia de Lima D. Gregorio Núñez de Rojas, y alcalde de 
este Cabildo D. Juan Antonio de Palomares y de la Vega, Fernández de 
Córdova y Pérez de los Ríos, vizconde y preboste de San Donas, barón de 
Urpín y señor de Verdalla, en los reinos de Irlanda, mozo gallardo, rico, 
afable y rumboso, condiciones que lo hacían muy querido y popular en 
la ciudad. 

En cuanto á su señoría el oidor Núñez de Rojas, era un viejo más feo 



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104 TRADICIONES PERUANAS 

que un calambre, solterón y antipático. Vivía este señor en la calle que el 
pueblo conoce por la de Núñez y que ¡ inj usticia populachera! debía llamarse 
calle de Olavide, pues casa tuvo en ella el egregio limeño de este apellido. 
Había, por aquellos tiempos, su excelencia el virrey hecho promulgar 
bando prohibiendo á los negros y gente de color el uso de armas, so pena 
de cien azotes aplicados por mano del verdugo, por tandas de á veinticin- 
co, en los cuatro ángulos de la plaza. 

Y fué el caso que un día, á las once de la mañana, hora en que el se- 
ñor oidor se hallaba en palacio administrando justicia, en un salón cuyas 
ventanas caían sobre la plaza, el joven alcalde, que andaba á caballo se- 
guido de alguaciles recorriendo la ciudad, vio que el engreído negro ca- 
lesero del Sr. Núñez se pavoneaba con daga á' la cintura. Todo fué uno, 
verlo el alcalde y gritar: 

—i Alguacil! Agárreme usted á ese negro y que el verdugo le dé cien 
azotes. 

Y mandado y hecho. Fué el negro á la cárcel, montólo el verdugo so- 
bre un asno, y l e aplicó los primeros veinticinco ramalazos frente las ven- 
tanas de la Real Audiencia, no sin que el negro clamorease á gritos: 

—¡Mi amo, señor oidor, que me matan! ¡Mi amo, señor doctor Núñez, 
ampáreme su merced! 

Hubo de oirlo el oidor, que no era sordo, y salió á la plaza en auxilio 
de su mimado calesero, á tiempo que el de San Donas llegaba á ver cómo 
el verdugo cumplía con sus órdenes. ^ 

Se armó la tremenda. El oidor erre que erre en que había de isnispen- 
derse el vapuleo de su negro, y el alcalde erre que erre en que eso se haría 
después de la última tanda. El pueblo, se arremolinó, manifestando sus 
simpatías por el de Palomares, y perdiendo su gravedad, el oidor dijo: 

— ¡So alcaldillo de....! (aquí la palabra que Víctor Hugo pone en boca 
de Cambronne). ^ v 

El alcalde se encalabrinó también, y contesjtó: v 
— ^¡Alguacil! A la cárcel el señor oidor. \ v 

— ¿A mí á la cárcel? v , 

— ¡Clarinete! A la cárcel usía, porque ha faltado á la ciudad en mi 
persona. ' ' 

El pueblo prorrumpió en un atronador ¡viva el señor alcalde!, ¡viva el 
señorito ' Palomares ! 

Y el oidor fué á chirona y enjauláronle en un calabozo, y el alcalde 
en persona manejó el candado de la maciza puertea, echándose la llave en 
el bolsillo. 

^ Y en estas y las otras, el verdugo le plantó al negro el centesimo ra- 
malazo, y ¡á volar, macuito/ 



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RICARDO PALMA 106 

La Keal Audiencia, al tener noticia del percance ocurrido á su respe- 
table miembro el doctor Núñez, acudió en corporación al virrey, pidiendo 
la libertad del compañero y el castigo del alcalde; pero Manso de Velaz- 
co. que era un gobernante muy respetador de las leyes y de los fueros y 
privilegios de la ciudad de Lima, les contestó que lo único que podía 
hacer era interponer sus respetos para que amainase en su severidad el de 
Palomares, quien había estado en su derecho para encarcelar al que en 
su persona agraviara á la ciudad. Conferenció el virrey con el alcalde; 
pero su señoría el alcalde se mantuvo firme en sus trece, agregando que 
ni por Dios y sus santos dejaría libre al de Núñez, si éste no le daba cabal 
satisfacción por la mala palabra lanzada en plena plaza. 

El virrey envió á su secretario á parlamentar con el oidor, y según 
afirma Lavalle, ni la de la paz de Utrecht fué negociación más difícil y 
complicada. Al fin, el de Núñez, viendo que la noche avanzaba y que iba 
á pasarla sobre el santo suelo, convino con el secretario en un proceso 
verbal, que se cumplió religiosamente por las altas partes contratantes. 

Sacado el doctor Núñez del calabozo fué conducido á palacio, donde 
lo esperaban su excelencia y el de San Donas, y según lo estipulado, di- 
rigió al alcalde el siguiente discurso: 

«Señor alcalde. Cuando apodé á usiría de alcaldillo de tal, cometí 

un lapsus linguce. Mi intención fué llamarlo alcaldillo de monterilla, 
en lo que injuria no existe: alcaldillo, por los cortos años que usiría cuen- 
ta; y de monterilla, por la bizarra montera que cubre su cabeza. In in- 
tentione peccatum «sí, y donde falta la intención no cabe pecado. Satisfa- 
go, pues, á usiría, satisfágolo, satisfágolo.j^ 

El de Palomares contestó en estos términos, igualmente convenidos: 

«Señor oidor. Cuando puse á usiría en prisión, fué bajo el concepto 
de que me había malamente injuriado. Errare humanum est. Pero desde 
que no fué esa su intención, satisfago á usiría, satisfágolo, satisfágolo.» 

Aquí terció el virrey: «jEa!, señores, un abrazo y vamos á cenar, que 
supongo á usirías con apetito.» 



r' 



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106 TKADICIONBS PERUANAS 



DE MENOS HIZO DIOS A CAÑETE 



He aquí otra tradición ajena, sin la que tampoco puede pasarse mi li- 
bro, y que, en mi pluma, no es sino rapidísimo extracto de la que, con 
mucha galanura de forma y abundancia de pormenores, publicó en El 
Perú Ilustrado mi carísimo compinche Perpetuo Antaüón, Quiero sí 
añadir que la verdadera fuente déla historieta se encuentra en los Viajes 
6 Memorias de Stevenson, secretario de Lord Cochrane, obra á la que re- 
mito, en consulta, á los que pretendan hacer más amplio conocimiento 
con los dos protagonistas de la tradición. 



Concluía el segundo tercio del pasado siglo, y eran muy populares en 
Lima dos mercachifles ó buhoneros ambulantes, mozos que frisaban en 
los veinte eneros. Hijo de la verde Erin era el uno, rubio como unas can- 
delas, de ojos azules y vigoroso de formas, y bautizádolo había el pueblo 
con el nombre de Ambrosio el Inglés. Era el otro un mancebo, natural de 
Santander, en España, moreno de color y agraciado de figura, á quien los 
vecinos de esta noble ciudad de los Eeyes conocían por Juanito el 
Montañés. 

Los dos mercachifles habían principiado por hacerse cruda guerra, 
arrebatándose uno á otro la marchantería, lo que nos autoriza para ase- 
gurar que no podían alcanzar mucho medro. Por fin, después de dos años 
de mutua enemiga, entraron en razón y convinieron en asociarse, lo que 
fué acertadísimo; pues desde ese día empezaron á prosperar que era una 
maravilla. 

Los dos eran mozos extremados en todo, y tanto como se habían odiado 
así se intimaron en la amistad. Ambrosio el Inglés y Juanito el Montañés 
durmieron bajo el mismo techo, partieron de un pan y comieron en un 
plato, sin que hubiese entre ellos ni mío ni tuyo, 

iBeneficios de la paz! Mientras existió entre los dos mercachifles riva- 
lidad abierta, apenas si ganaban para mantenerse; pero al año de estar 
en armonía dieron balance, y halláronse con que eran dueños de cien pe- 
luconas, de esas que hoy no se ven ni en monetario. 

Al montañés se le despertó la codicia, y pensó ya en cosas mayores: 



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RICARDO PALMA 



107 



J 



poner tienda y dejarse de andar corriendo calles. El inglés, más sesudo y 
flemático, le combatió el pensamiento; pero aferrado Juan con su idea^ 
tuvo Ambrosio que ceder. Los mercachifles se habían jurado, al asociar- 
se, estar en punto á negocios 
siempre tan unidos como los de- 
dos de la mano. 

Alquilaron en la esquina de 
Judíos una covachuela casi fron- 
teriza al portal de Botoneros, la 
habilitaron con el pequeño capita- 
lito adquirido y con mil pesos más 
que en zarazas, bayeta de Castilla 
y otros lienzos les fiaron unos co- 
merciantes, y... |á la mar, madera! 

Pero fué el caso que con la 
nueva posición brotaron ciertos 
humillos en nuestros ex mercachi- 
fles; cambiaron detraje y método 
de vida y, digámoslo de una vez, 
hasta Cupido, para cuyas flechas 
el gringo y el montañés habían 
tenido sobre el pericardio del co- 
razón doce pulgadas de blindaje, 
se adueñó de ellos. 

Dicho está con esto que tanto 
y tanto resbalaron, que cayeron 
al fin de bruces, y se encontraron 
en quiebra y endrogados en dos 
mil duretes. 

— ¿Y qué hacemos ahora? — preguntó Juanito á su socio. 

— ¿Qué hemos de hacer? Entregar las llaves al Consulado — contestó et 
irlandés. 

— ¡Qué Consulado ni qué niño muerto! — exclamó el santanderino. — 
Cerremos la tienda, tiremos las llaves al río y echémonos á volar, que 
¡quién sabe la suerte que Dios nos tiene deparada! 

— Sí, cuando menos la mitra de arzobispo para ti y el bastón de virrey 
para mí— replicó con aire de zumba el flemático Ambrosio. 

— íY por qué no? De menos hizo Dios á Cañete — concluyó el compa- 
ñero. 

Y desde ese día nadie volvió á ver en Lima ni á Ambrosio el Inglés ni 
á Juanito el Montañés. 




D. Juan Domingo González de la Reguera 
decimosexto arzobispo del Perú 



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108 TRADICIONES PEBUAXAS 



II 



£1 6 de junio de 1796 fué día de fiesta solemnísima en Lima, como que 
en él se realizó la entrada del Excmo. Sr. D. Ambrosio O'Higgins, mar- 
qués de Osomo y virrey del Perú, conocido en la historia patria con el 
mote de El virrey inglés. Quien pormenores biográficos conocer quiera 
sobre este personaje y su rápido encumbrami^ito, búsquelos en nuestra 
tradición titulada ¡A la cárcel todo Cristo/ 

Dice Perpetuo Antañón (y mucho de esto también cuenta en su libro 
el viajero Stevenson) que tan luego como las campanas de la catedral 
anunciaron que el nuevo virrey entraba en el palacio de Pizarro, salió del 
deToribio de Mogrovejo una magnífica carroza arrastrada por seis robus- 
tas muías piuranas, negras retintas, conduciendo al limo. Sr. D. Juan 
Domingo González de la Reguera, caballero gran cruz de Carlos III y de- 
cimosexto arzobispo de Lima, á hacer la visita de etiqueta al represen- 
tante del monarca. Cuando el venerable prelado se adelantaba á saludar- 
le, descendió el virrey del solio, avanzó á su encuentro y le tendió los 
brazos, en los que se arrojó el arzobispo, quedándose largo rato tierna- 
mente estrechados con gran asombro de los circunstantes. Mientras así se 
tenían, un oidor que estaba cercano diz que oyó, á fuer de buen oidor, 
que se cambiaron en voz bajísima estas palabras: 

— iJuanito! ¡Quién nos dijera!.... 

— ; Ambrosio! Te lo dije De menos hizo Dios á Cañete. 



EL PLEITO DE LOS PULPEROS 

Algo á que no di por entonces importancia contóme cuando era estu- 
diante (porque han de saber ustedes que, aunque lo disimule mucho, yo 
he estudiado) un viejo grandísimo cuentero, sobre un ruidoso litigio que 
tuvieron los pulperos de Lima con el Cabildo de la ciudad por los años 
de 1791 á 1797. Pero registrando ayer uno de los tomos de manuscritos 
de la Biblioteca Nacional, heme encontrado con el expediente auténtico, 
que aunque falco de páginas, conserva las precisas para justificar mi relato. 

En septiembre de 1791 se presentó por escrito ante el Cabildo Juan 
Carabajal, natural de los reinos de España, solicitando que para benefi- 



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RICARDO PALMA 109 

ciar á la Bepública (sic), y beneficiarse él, agrego yo, se le permitiese 
poner en la plaza Mayor una barraca ó recoba de madera, de seis varas 
en cuadro y montada sobre ruedas, para vender en la noche licores y co- 
mestibles, obligándose á no tolerar desórdenes y á cuidar del aseo de la 
pila, á la vez que de mantener en ella dos faroles encendidos desde las 
seis de la tarde hasta el despuntar del alba. El memorialito pasó por más 
aduanas que en nuestros días un proyecto para canalizar acequias, ado- 
quinar calles ó establecer alumbrado eléctrico; que el 'Municipio blasonó 
siempre de hilar delgadito. 

El alcalde marqués de Salinas pidió informe al síndico y al mayordo- 
mo de propios; se emplearon tres sesiones en discutir calurosamente el 
asunto; y al cabo, con acuerdo de la mayoría de regidores, se otorgó la 
licencia, obligando al postulante á depositar en arcas doscientos pesos 
para responder por las multas en que pudiera incurrir. Carabajal propu- 
so exhibir fianzas en vez de plata; pero el conde de la Vega del Ren y el 
marqués de Casa Calderón, cabildantes ambos, dijeron que nones y que 
no estaban para vuelve luego y rebujinas con fiadores el día en que se 
ofreciese hacer efectivo el pa^o de una multa. Manos que non dades, ¿qué 
buscados?, era el argumento de sus señorías. 

Carabajal no tuvo más que inclinar el cogote y exhibir la mosca. 

Plantaba ya los primeros maderos de la barraca, cuando D. Juan 
Freyre, recaudador de alcabalas del gremio de los pulperos, dijo: «¡Alto 
ahí, mi amigo! Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.» Y se fué 
al Cabildo alegando que la concesión hecha á Carabajal arruinaba á los 
bodegueros establecidos en las esquinas de las Mantas, Santo Domingo, 
Arzobispo y esquina de Judíos ó del Jamón. Carabajal contestó que esta- 
ba llano á pagar la alcabala que Freyre quisiera imponerle. Este dijo: 
<jVaya en gracia! Aliquid chupatur,^ y el Cabildo confirmó su primer 
decreto; que, como dijo Barbarán el de Sevilla, «quien no mata puerco no 
come morcilla.» 

Los pulperos se arremolinaron contra el alcabalero. Lo menos que con- 
tra él dijeron fué que se había dejado untar la mano por Carabajal, y 
presentaron al marqués de Salinas un recurso manufacturado por un ju- 
risperito de nota, con profusión de latinajos y pobreza de razones. Pero 
el Cabildo erre que erre, infiexible, y la barraca se estableció en la plaza. 

Eso de que la barraca fué cloaca donde pescaban sin caña anchoas y 
tiburones las sacerdotisas de Venus, zahúrda donde los escolares deBaco 
estudiaban á sus anchas y zaquizamí donde rodaban de lo lindo las mue- 
las de Santa Apolonia, téngolo por chismografía y calumnia de pulperos. 
¿No te parece, lector? Aquí se puede decir con el refrán: «araña, ¿quién te 
arañó? Otra araña como yo.» 



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lio TRA.DICIONES PERUANAS 

Yo creo que la barraca fué un positivo beneficio para todo limeño que 
á media noche sintiera la necesidad de gustar un buen trago, forrar el 
estómago, tirar de la oreja á Jorge ó dar un mordisco á la manzana ve 
dada. Ya sabía dónde encontrarlo bueno, barato, bien despachado y con 
agrado. La barraca de la plaza fué, pues, refugio de necesitados y nece- 
sitadas, gente toda de buen vivir y virtuosa hasta la punta de los pelos. 

Y pasaban los meses y los años, y cada día era mayor la guerra sorda 
de los pulperos al afortunado chinganero de la plaza. Este, que era mozo 
que sentía crecer la hierba, comprendió que á la larga había de ser ven- 
cido; y para dejar el campo sin perder laureles, resolvióse á vender ba- 
rraca y privilegio por dos mil cincuenta duros á un su paisano llamado 
Blasco Marín. Por noviembre de 1794 realizóse la magna transacción 
mercantil, y Carabajal se largó á España con el riñon cubierto, y apto 
para entregarse á la vita bona y echarla de gran señor en su terruño. 

Los pulperos vieron en la transferencia motivo para renovar las hos- 
tilidades en papel sellado. El Cabildo encontró lógico seguir dispensando 
su apoyo al sucesor de Carabajal; mas los pulperos supieron propiciarse 
la protección del virrey, que lo era D. Ambrosio O'Híggins. Este rompió 
abiertamente con el Cabildo, se abocó con la Eeal Audiencia la resolución 
del litigio, y por decreto de 27 de octubre declaró que la barraca de la 
plaza era un centro de vicios y por ende debía el dueño irse con la mú- 
sica á otra parte. 

El bodeguero de la esquina del Jamón solemnizó la victoria de los del 
gobierno poniendo en la calle botija abierta, para regalo de los borraiChi- 
nes de la parroquia, que se desgañotaron gritando «¡Viva el virrey inglés'» 

De fijo que Blasco Marín empezó á declamar, desd^ ese instante, la 
copla que dice: 

Cuentan de un hombre aburrido, 
y de genio furibundo, 
que exclamaba enfurecido: 
«si es como éste el otro mundo, 
en llegando me suicido;» 

porque, si no miente una apostilla que hay en el proceso, Blasco Marín 
se sacó el clavo , tirándose del puente abajo. 



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RICARDO PALMA 111 



LOS PACAYARES 



En el camino real que corre entre Chorrillos y Lima, y en la parte in- 
termedia entre las poblaciones de Miraflores y el Barranco, se ven aún tres 
casas de campo, más ó menos arruinadas: una sobre la derecha del viaje- 
ro que va hacia Chorrillos, y dos sobre su izquierda. £stas casas se cono- 
cen con el nombre de los Pacayares, seguramente por estar construidas 
sobre terrenos donde existiría, en lo antiguo, alguna plantación de 
pacaea. 

Tales quintas ó casas de campo se distinguían entre sí por el nombre 
6 título de su primer propietario ó constructor. 

La primera de la derecha llamábase el El pacayar de Premio- 
Real, por haber sido construida por el brigadier D. José Antonio de La- 
valle y Cortés, conde de Premio-Real y caballero de la orden do San- 
tiago. 

La primera de la izquierda, fronteriza á ésta, conocíase por el Pacayar 
de Monte Blanco. 

Fué edificada, algunos años antes que la anterior, por D. Agustín de 
Salazar y Muñatones, conde de Monte-Blanco. 

Casi vecina á ésta se halla la quinta conocida por el Pacayar de La- 
rrión, cuyo primer dueño y fundador fué el deán de esta iglesia catedral 
D. Domingo Antonio de Larrión, que gustaba de pasar allí semanas de 
solaz en unión de sus amigos del coro de canónigos. 

Hubo también, vecina á la ermita del Barranco, otra quinta, de menor 
importancia que las tres anteriores, bautizada con el nombre de Pacayar 
de San Antonio por haberla edificado D. Pedro Pascual Vázquez de Ve- 
lazco, conde de San Antonio, casado con una hermana de la condesa de 
Premio-Real. 

Esta quinta ha desaparecido, desde hace más de un cuarto de siglo, y 
en el terreno que ella ocupara se han levantado preciosas casas modernas, 
ó sea ranchos para familias veraniegas. 

Dejando en paz á los dos últimos Pacayares, refiramos el porqué se 
edificó el de Premio-Real en competencia con el de Monte-Blanco. La 
historia es curiosa, por cuanto ella pinta la manera de ser de la fastuosa 



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112 TRADICIONES PERUANAS 

aristocracia colonial, que hacía punto de honrilla de cosas que para nos- 
otros, los demócratas pobretes de hoy, nada significan. 

£1 conde de Premio-Keal era, allá por los años de 1780, casado con 
doña Mariana Zugasti Ortiz de Foronda, contemporánea y muy amiga de 
doña Kosa Salazar y Múñatenos, hija única de D. Agustín y, como tal, 
condesa de Monte-Blanco, esposa de D. Femando Carrillo de Albornoz y 
Bravo de Lagunas, de la orden y caballería de Montosa y hermano del 
conde de Montemar, cuyo título heredó más tarde. Doña Rosa poseía, en 
la época á que me refiero, el Pacayar de Monte-Blanco. 

Por consecuencia de un alumbramiento, que dio por fruto á D. Maria- 
no de Lavalle y Zugasti, que corriendo los tiempos llegó á ser oidor de 
Guadalajara, quedó doña Mariana achacosilla, y los galernos la prescribie- 
ron por todo recipe que tomase aires de campo. 

£n ese entonces, Chorrillos no estaba á la moda ni era más que una 
ranchería de pescadores; Ancón y el Barranco dormían aún en el limbo; 
Mirafiores y la Magdalena eran dos miserables aldehuelas, sin casas de 
alquiler para el necesitado, é injuria grande habría sido proponer pago de 
arrendamiento á los pocos señorones que en los pueblecitos vecinos á Li- 
ma poseían alguna propiedad para su recreo y el de sus familias. 

Doña Mariana estimó lo más sencillo pedir á su camarada Kosita 
que le prestase su Pacayar para pasar en él una temporada de convale- 
cencia. Así lo hizo; pero con gran asombro é indignación suya, se lo 
negó doña Rosa con este ó aquel pretexto y con palabras de buena 
crianza. 

Instruido el conde de lo ocurrido, le dijo á su mujer: 

— No te preocupes, Mariana: ¡que no me llame yo José Antonio de La- 
valle si p^ra el año entrante no veraneas en pacayar mejor que el de Ro- 
sita! 

En efecto, al día siguiente, muy con el alba, hizo el de Premio-Real 
poner su coche con cuatro muías, y enderezó caminito de Surco. Allí re- 
unió á la comunidad de indios, presidida por su alcalde, y compró acenso 
perpetuo irredimible una suerte ó lote de terreno entre el camino real y 
el mar, frente por frente del pacayar de Monte-Blanco. 

De regreso á Lima hizo aprobar la venta por el oidor protector de na- 
turales, despachó un buque á Guayaquil por maderas, y escribió por el 
primer galeón á su primogénito, residente en España á la sazón, para que 
le enviase el menaje de la quinta que se proponía fabricar. 

A poco andar, frente por frente y tapando la vista del mar al pacayar 
de Monte-Blanco, se elevó un elegante edificio, que se llamó el Pacayar 
de Premio-Real, que costó 19.889 pesos y uno y medio reales, y sobre cu- 



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RICARDO PALMA 113 

ya puerta de entrada se puso esta inscripción, que, aunque con trabajo, 
puede leerse hoy mismo: 

Dominus 

custodiat introitum tuum 

et exitum tuum 

Al fallecimiento del conde de Premio- Real, en 1815, se adjudicó elpa- 
cayar á su quinto hijo, el entonces capitán y después brigadier D. Juan 
Bautista de Lavalle, caballero de Alcántara, en la cantidad de diez mil 
pesos, á censo perpetuo al tres por ciento y con la obligación de pagar 
cuarenta pesos al año por el terreno. En 1836 ó 37 pasó una temporada en 
el pacayar el Supremo Protector de la Confederación Peruboliviana don 
Andrés Santa Cruz, y dio allí un magnífico sarao. Un año después el pre- 
sidente Orbegoso, que era primo del dueño de la casa-quinta, la habitó 
también durante los calores del verano. 

El pacayar, para su nuevo propietario, era una especie de elefante 
blanco que, en vez de dar algún» provecho, traía el gasto ineludible de 
trescientos cuarenta duros al año. Así lo heredó el hijo de D. Juan Bau- 
tista, nuestro camarada de infancia y compañero de labor literaria José 
Antonio de Lavalle. Y aquí va á ver el lector lo que es el sino ó destino. 

En 1858 concibió José Antonio el proyecto de restauración del paca- 
yar para pasar en él los veranos. Ocupábase con el arquitecto Chalón en 
la discusión del plano, cuando aconteció el asesinato de D. Joaquín Villa- 
nueva, en la hacienda de Santa Beatriz, fundo situado á pocas cuadras de 
distancia de Lima, como quien dice en un arrabal de la ciudad. La vida 
en el campo se hacía insegura por la plaga de bandidos; y Lavalle, proce- 
diendo juiciosamente, desistió del propósito y se resignó á dejar el paca- 
yar como se estaba y conservarlo como lo que era:— un recuerdo de fami- 
lia, y recuerdo improductivo. 

Pero en 1861, D. Juan Terry, que, como Lavalle, era diputado á Con- 
greso, le dijo un día: 

— Compañero, usted no se ocupa del pacayar. Véndamelo ¿Cuánto 

quiere usted por él? 

— Hombre, nada; porque no me produce sino gastos y molestias. Llé- 
veselo usted, se lo regalo y me hace un servicio con aceptarlo. 

— Por ese precio no lo acepto, compañero. 

— Pues dé usted lo que quiera El pacayar es suyo y haga extender las 
escrituras del caso. 

Terry pagó en el acto á Lavalle cuatro mil pesos; y contentísimo, des- 
pués de hacer ligeras reparaciones en el pacayar, se fué á habitarlo en 
compañía de una linda joven, con la que acababa de casarse. 

Tomo IV 8 



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114 TRADICIONES PERUANAS 

£1 pacayar tenía que ser delicioso para un matrimonio en plena luna 
de miel. 

Dos ó tres meses después, estando Terry tomando te con su esposa en 
el salón de la quinta, fué asesinado por una partida de bandoleros. 

£1 pacayar sigue perteneciendo á la infortunada viuda. Ella no ha 
querido restaurarlo, y el edificio amenaza ruina. 

Aunque aún se mantienen en pfe, no están menos ruinosos los paca- 
yares de Monte Blanco y de Larrióa Ambos han pasado (ignoramos el 
cómo) á ser propiedad de la Congregación de la Virgen de la O. 



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Cancha de gallos 



EL CONDE DE LA TOPADA 

(A Eladio Caballero) 

Ni Eezabal, en sus Lanzas y medias anatas, ni autor alguno de los que 
sobre títulos nobiliarios del Perú escribieron, hablan del conde de la To- 
pada. Y sin embargo título fué éste que existió en Lima, acordado, no por 
el rey, sino por la voluntad omnipotente del soberano llamado pueblo. 

Fué el caso que habiendo el monarca expedido título de conde al 
obispo del Cuzco D. Juan de Castañeda Velázquez y Salazar en compen- 
sación de cuarenta mil duros que éste oblara generosamente para re- 
edificar la casa y cárcel del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, des- 
truidas casi por el terremoto de 1746, el obispo transmitió la regia gracia 
á su sobrina doña Francisca Ja viera de Castañeda, esposa del alcalde de 
Lima D. Joaquín de Lamo y Castañeda. 

Muerta la condesa, pasó el título á su primogénito D. Joaquín de La- 
mo y Castañeda, natural de Huaura, grefier del Toisón de Oro y vecino 
de Madrid, donde entregó el alma á Dios á fines de 1818. Este segundo 
conde de Castañeda de los Lamos debió ser un muy notable literato; y 
dígolo, no porque haya leído libros suyos, que la verdad, ninguno ha caí- 
do bajo mi jurisdicción, sino porque el 22 de septiembre de 1818 la Real 
Academia Española le nombró académico de número, para ocupar el si- 



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116 TRADICIONES PERUANAS 

Uón H, vacante por muerte de García de la Huerta. Desgraciadamente 
nuestro compatriota no llegó á tomar posesión, porque falleció un mes 
más tarde. Lo reemplazó el historiador D. José Antonio Ctonde, tan admi- 
rado por Moratín. En nuestros días el sillón H ha sido ocupado, entre 
otras eminencias de la literatura española, por D. Salustiano Olózaga. 

Sin embargo de que no he tenido entre mis manos libros de su seño- 
ría el conde, uno de sus biógrafos dice que escribió y publicó los tres si- 
guientes: Idea general del FerCb, Elogio del virrey Amat, Descripción 
deCarabaya, 

Muerto el conde-académico sin sucesión legitima, legó el condado á 
su primo el limeño D. Manuel Diez de Requejo, criollo á las derechas, 
parrandista, jugador y mujeriego; en una palabra, mozo cunda, cumbian- 
güero y de mucha cuerda. De á legua trascendía á protóxido de tunante. 

Y aquí empieza la tradición. 

I 

Gran concurso había el 8 de septiembre de 1819 en la plazuela de Co- 
charcas: como que se trataba nada menos que de festejar á la Virgen 
patrona de ese arrabal, con fiestas que hoy mismo no carecen de ani- 
mación. 

Después de la misa solemne, á que concurría el Cabildo eclesiástico, y 
del panegírico pronunciado por canónigo de campanillas, venía la suntuo- 
sa mesa de once en el conventillo, sentándose á ella todo lo que Lima 
poseía de empingorotado por pergaminos, riqueza ó posición social. Aun 
virreyes hubo que no desdeñaron honrar la fiesta con su presencia. 

Antes de la corrida de toros, que principiaba á las tres de la tarde, 
era costumbre hacer una jugada de gallos de siete topadas. Sin pirotécni- 
ca nocturna, farolillos y buñoleras, y sin toros, gallos y danzas no había 
fiesta posible entre nosotros. 

En la jugada de gallos había además cierta rivalidad social. 

De un lado la aristocracia de los pergaminos, y del otro la aristocra- 
cia del dinero, cruzaban sumas fabulosas en las apuestas. Aquel año, el 
flamante condesito de Castañeda de los Lamos era el jefe del partido no- 
biliario, y había reunido siete gallos, cada uno de los que era un Fiera- 
brás con cresta y espolones. 

Jefe del bando contrario ó popular era D. Pío García, deudo del con- 
desito, acaudalado minero del Cerro de Pasco y que gozaba de inmenso 
prestigio en el alto y bajo comercio. 

A las dos de la tarde, el juez de la cancha, que lo era el regidor del 
Cabildo marqués de Corpa, tocó la campanilla, y D. Manuel Diez de Ee- 



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RICARDO PALMA 117 

quejo se presentó en el circo con un cazili, juntón y de mucha cuartilla. 
Su antagonista el minero exhibió un barbitas malatobo, golilla anaran- 
jada, barrillón y de alcance. 

Empezaron las apuestas, y con ellas los cortes de manga, que son la 
pantomima usual entre los aficionados á la lid de gallos. 

Careados éstos, el barrillón después de una cita prolongada, partió en 
vuelo; mas superitándolo el cazili por ser de más ala, y zafando el ana- 
ranjado con malicia, contestó con un tiro de suelo, de esos de campani 
lia eléctrica. El barbitas lo desparramó en un segundo. 

Cinco parejas más salieron al circo, y cinco veces más los gallos de 
Castañeda de los Lamos besaron á su madre, digo, besaron la tierra, con 
gran palmoteo del pueblo, que simpatizaba poco ó nada con el círculo de 
la nobleza. 

II 

D. Manuel Diez de Requejo y Castañeda estaba como para volarse la 
tapa de los sesos. Las seis peleas por él perdidas afectaban á su ya mer- 
madísima fortuna en más de veinte mil duros. Quedaba completamente 
arruinado y casi reducido á vivir de limosna. 

Si también perdía la última jugada, es decir, si el partido demócrata 
lograba dar capote, ¿qué iba á ser del infeliz? 

Para la séptima pelea, que era de á pico y no de á navaja como las 
anteriores, había reservado el condesito un gallo que contaba más victo- 
rias que Napoleón. Era un carmelo-tostado 6 ajiseco, cabeza rota, cola 
blanca, remontador alegre y de más estampa que un San Miguel. 

El minero sacó un lechuza, machetón, pata amarilla, hijo de chusco 
y gallina terranova, mal laminado, aunque recio de cuadriles, y que en el 
careo, casi cacarea y sale llorando á buscar piedra. Esto animó infinito al 
partido perdidoso, y se triplicaron las apuestas. 

Iba á darse la gran batalla de Waterloo, y aunque el pueblo y los co- 
merciantes no las tenían todas consigo en favor del lechuza, un puntillo 
de amor propio hizo que no rechazasen apuestas. 

I Ande usted, ande, 
que la misericordia de Dios es grande! 

• Cualquiera, hasta yo, habría dado ocho á siete en favor del colablanca. 

Un rayo de esperanza cruzó por el espíritu de D. Manuel, y dirigién- 
dose al minero, dijo: 

— ^Amigo, ¿es usted hombre para aceptarme un envite? 

— Como en ello se contiene, y amén, padre, para que parezca oración 
— contestó con toda cachaza el interpelado. — Eche por esa boca. 



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118 TRADICIONES PERUANAS 

—Apuesto mi título de conde contra todo lo que llevo perdido en la 
tarde. 

— ropo— contestó el minero — y enganche, pariente. 

Y los adversarios se dieron una empuñada corara pópulo. 

Los dos animalejos rivales quedaron libres en el circo. Retrecheros, 
mirándose de soslayo como quien quiere y no quiere, y midiéndose el 
uno al otro, ganando el ajiseco un paso de terreno y ladeándose el ma- 
chetón, así estuvieron sin querer definir por un minuto largo, minuto de 
profundo silencio y de indescriptible ansiedad para los espectadores. 

El cabeza rota parecía decirle al lechuza: 

íüo me mires de lado, 
que es de traidores; 
mírame cara á cara, 

que es de señores. 

Y á su turno, el pata amarilla parecía contestarle: 

No me mires con ojos 
atravesados; 
mírame con los ojos 

que Dios te ha dado. 

De pronto el Napoleón se encumbró sobre su adversario, y éste, apa- 
rragándose, pasó sorteando bajo la cola, y en el descenso del rival se le 
prendió á la mecha con substancia y prontitud, á la vez que con la pata 
derecha le escobillaba el ojo izquierdo. 

Tres minutos después Wéllington cantaba el quiquiriquí de la vio 
toria. 

III 

Al otro día y por ante el escribano de Cabildo D. José María la Kosa, 
formalizóse escritura en virtud de la cual el título de conde de Casta- 
aeda de los Lamos era transferido á D. Pío García, quien al enviar á 
España el documento, para su ratificación por Femando VII, cuidó de 
acompañarlo con buen lastre de onzas en oro. 

No se olvidó, por supuesto, de remitir también el expediente sobre 
limpieza de sangre, expediente tanto más fácil de organizar cuanto que 
el postulante era asturiano, es decir, hidalgo por derecho de nacimiento. 
Los nacidos en esas privilegiadas merindades salen del limbo materno 
con un Don tamañazo en mitad de la frente. 

La confirmación llegó tarde; esto es, cuando ya San Martín y los in^ 



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RICARDO PALMA 



m 



surgentes ocupaban el palacio de los virreyes. Parece que la real cédula 
confírmatoria cayó en manos de Monteagudo, y que el ministro la apro- 
ximó á la bujía para encender con ella un cigarro. 

Los envidiosos, que nunca faltan, bautizaron al minero (que con la 
patria y los cupos y las rebujinas había venido á menos) con el título de 
conde de la Topada. 

Y conde de la Topada fué hasta 1833, en que San Pedro, que se pone 
como un ají cuando le hablan de gallos, le dio en el cielo con las puertas 
en las narices, como diciendo: en mi portería no calientan silla los galle- 
ros y..... 

{Ea!, lea!, fea! 
Perejil y culantro 
y alcarabea. 




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120 TRADICIONES PERUANAS 



LA TRADICIÓN DEL HIMNO NACIONAL 



Por los años de 1810 existía en el convento de los dominicos de Lima 
y también en el de los agustinos una Academia de música, dirigida por 
fray Pascual Nieves, buen tenor y mejor organista. El padre Nieves era, 
en su época, la gran reputación artística que los peruleros nos sentíamos 
orgullosos de poseer. 

El primer pasante de la Academia era un muchacho de doce años de 
edad, como que nació en Lima en 1798. Llamábase José Bernardo Alcedo 
y vestía el hábito de donado, que lo humilde de su sangre le cerraba las 
puertas para aspirar á ejercicio de sacerdotales funciones. 

A los diez y ocho años de edad, los motetes compuestos por Alcedo, 
que era entusiasta apasionado de Haydn y de Mozart, y una misa en re 
mayor, sirvieron de base á su reputación como músico. 

Jurada en 1821 la independencia del Perú, el protector D. José de San 
Martín expidió decreto convocando concurso ó certamen musical, del que 
resultaría premiada la composición que se declarase digna de ser adopta- 
da por himno nacional de la República. 

Seis fueron los autores que entraron en el concurso, dice el galano 
escritor á quien extractamos para zurcir este artículo. 

£1 día prefijado fueron examinadas todas los composiciones y ejecu- 
tadas en el orden siguiente: 

1.* La del músico mayor del batallón Numancia. 

2.* La del maestro Huapaya. 

3.* La del maestro Tena. 

4.* La del maestro Filomeno. 

5.* La del padre fray Cipriano Aguilar, maestro de capilla de los agus- 
tinianos. 

6.* La del maestro Alcedo. 

Apenas terminada la ejecución de la última, cuando el general San 
Martín, poniéndose de pie, exclamó: 

—¡He aquí el himno nacional del Perú! 

Al día siguiente un decreto confirmaba esta opinión, expresada por el 
gobernante en un arranque de entusiasmo. 



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RICARDO PALMA 121 

El himno fué estrenado en el teatro la noche del 4 de septiembre 
de 1821, en que se festejó la capitulación de las fortalezas del Callao, 
ajustada por el general La Mar el 21. Rosa Merino, la bella y simpática 
cantatriz á la moda, cantó las es- 
trofas en medio de interminables 
aplausos. 

La ovación de que en esa noche fué 
objeto el humilde maestro Alcedo es 
indescriptible para nuestra pluma. 

Mejores versos que los de D. José 
de la Torre ligarte merecía el ma- 
gistral y solemne himno de Alcedo. 
Las estrofas inspiradas en el patrio- 
terismo que por esos días dominaba, 
son pobres como pensamiento y des- 
dichadas en cuanto á corrección de 
forma. Hay en ellas mucho de fanfa- 
rronería portuguesa y poco de la ver- 
dadera altivez republicana. Pero con 
todos sus defectos, no debemos con- 
sentir jamás que la letra de la canción D. José Bernardo Alcedo 

nacional se altere ó cambie. Debemos ^^^^^ ^^ i* música del Himno Nacional 
acatarla como sagrada reliquia que 

nos legaron nuestros padres, los que con su sangre fecundaron la libertad 
y la república. No tenemos derecho, que sería sacrilega profanación, ni á 
corregir una sílaba en esas estrofas, en las que se siente á veces palpitar 
el varonil espíritu de nuestros mayores. 



n 

Concluyamos compendiando en breves líneas la biografía del maestro 
Alcedo. 

Todos los cuerpos del ejército solicitaron del protector que les desti- 
nase al autor del himno como músico mayor y en la clase de subteniente; 
pero Alcedo optó por el batallón número 4 de Chile, en el que concurrió 
á las batallas de Torata y Moquegua y á otras acciones de guerra. 

Cuando se dispuso en 1823 que el batallón regresase á Chile, Alcedo 
pasó con él á Santiago, separándose á poco del servicio. 

El canto llano era casi ignorado entre los monjes de Chile, y francis- 
canos, dominicanos y agustinos comprometieron á nuestro músico para 



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122 TRADICIONES PERUANAS 

que les diese lecciones, á la vez que el gobierno lo contrataba como di- 
rector de las bandas militares. 

Cuarenta años pasó en la capital chilena nuestro compatriota, siendo 
en los veinte últimos maestro de capilla de la catedral, hasta 1864 en que 
el gobierno del Perú lo hizo venir para confiarle la dirección y organiza- 
ción en Lima de un conservatorio de música, que no llegó á establecer- 
se por la instabilidad de nuestros hombres públicos. Sin embargo, Alce- 
do, como director general de las bandas militares, disfrutó hasta su 
muerte, acaecida en 1879, el sueldo de doscientos soles al mes. 

Muchos pasos dobles, boleros, valses y canciones forman el repertorio 
del maestro Alcedo, sobresaliendo, entre todo lo que compuso, su música 
sagrada. 

Alcedo fué también escritor, y testimonio de ello da su notable Ubre 
Filosofía de la Música^ impreso en Lima en 1869. 



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c^ 



UNA CEREMONIA DE JUEVES SANTO 

(Al general Luis Capella Toledo, en Bogotá) 



Cuando publiqué la tradición Cosas tiene el rey cristiano que parecen 
de pagano, alguien dijo que era pura invención y marrullería de este ser- 
vidor de ustedes lo de que el conde de la Vega del Ren hubiera entrado 
el Jueves Santo de 1802 en la iglesia de San Agustín, y llegado hasta el 
altar mayor con la cabeza cubierta y calzadas espuelas de oro. Era su de- 
recho. 

Más grave es el tema que hoy pienso tratar. Desde que Lima fué Lima 
hasta 1812, y luego desde 1815 hasta 1820 hubo quien, sin que ello pro- 
vocara escándalo, penetrara anualmente á caballo en la catedral. Era 
también su derecho. 

Ahora bien; lean ustedes con paciencia y disimulen todos los rodeos 
que tendré que dar antes de llegar á hablarles de la ceremonia del Jueves 
Santo y del jinete protagonista de ella. 



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124 TRADICIONES PERUANAS 



UN ÁRBOL GENEALÓGICO INDISPENSABLE PARA LA CLARA INTELIGENCIA 

DE EbTE ARTÍCULO 

Hace muchos, muchos años — no sé á punto fijo cuántos, pero exceden 
de siglo y medio, — que vivía en esta ciudad de los Reyes del Perú un 
señorón de grandes campanillas que se llamaba D. Luis de ,Santa Cruz y 
Gallardo, el cual tenía por título el de conde de San Juan de Lurigancho, 
y por empleo el de tesorero, por juro de heredad, de la Real Casa de Mo- 
neda, por el cual había uno de sus ascendientes desembolsado treinta mil 
pesos gordos de á cincuenta y dos peniques cada uno. que no de estos 
pesos flacos ó soles de menguada luz que valen apenas treinta y tantos 
peniques, y que en camino van de valer menos el día en que las casas de 
Graham Rowe, Bates Stockes y demás giradoras, que son quienes hacen 
la lluvia y el buen tiempo, así lo tengan por conveniente. 

Este empleo, que tenía el sueldo de tres mil duretes, era una bonita 
colocación de capital; puesto que el de treinta mil invertido en su com- 
pra redituaba un diez por ciento al año, y honra y provecho debían per- 
petuarse en la familia por sucesión regular; esto es, prefiriendo el primo 
ge'nito al segundón y el varón á la hembra, pudiendo heredarlo ésta á 
falta de aquel, en cuyo caso desempeñaría el cargo su marido, ó lo ejer- 
cería por apoderado idóneo á satisfacción del virrey. 

De su matrimonio con una señora del apellido Centeno y Padilla tuvo 
el tal señorón un hijo y tres hijas— y aquí ponga el lector sus cinco sen- 
tidos en seguirme; porque si no, suelto la pluma y queda el artículo como 
el cuento de las cabras de Sancho. — Conque hemos dicho (¡fíjense bienl) 
un hijo y tres hijas. 

Primero. D. Diego de Santa Cruz y Centeno, conde de San Juan de 
Lurigancho como su padre, y como él tesorero de la Real Casa de Mone- 
da, casó con Doña Mariana Querejazu, y de su matrimonio con la dicha 
tuvo una sola hija que se llamó Doña Mercedes. Esta Doña Mercedes casó 
con D. Sebastián de Aliaga y Colmenares, marqués de Celada de la Fuen- 
te, y llevó á la casa de los descendientes del conquistador Jerónimo de 
Aliaga los títulos de conde de Lurigancho y de San Pascual Bailón, y la 
tesorería de la Moneda. A la muerte de Doña Mercedes pasó la tesorería 
á su hijo mayor D. Juan de Aliaga y Santa Cruz, padre de D. Juan de 
Aliaga y de la Puente, nuestro ex ministro de Gobierno, Policía y Obras 



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RICARDO PALMA 126 

Públicas, y ex guardia marina en uno de los barcos de guerra en que allá 
en los tiempos de mi mocedad dragoneaba yo de comisario en nuestra 
difunta escuadra. 

Segundo. Doña Narcisa Santa Cruz y Centeno, que casó con D. Fer- 
nando Arias de Saavedra, marqués de Moscoso, de quienes fué hijo el 
coronel D. Francisco Arias de Saavedra, conde de Casa Saavedra, famoso 
sportman ó jinete de aquellos tiempos, y abuelo por línea materna de 
nuestro querido amigo y compañero en la Eeal Academia Española don 
José Antonio de Lavalle. 

Tercero. Doña Julia Santa Cruz y Centeno, que casó con D. Javier 
Buendía y Soto, marqués de Castellón y Alférez Real hereditario de esta 
muy noble y leal ciudad de los Reyea Tuvieron ptor hijo á D. Juan Buen- 
día y Santa Cruz, quien por enlace con Doña Leonor Lezcano tuvo á don 
Juan Buendía y Lezcano, el que casó con Doña Josefa Carrillo de Albor- 
noz, hija del conde de Montemar y Monteblanco; y áD. Antonio Buendía 
y Lezcano, que se unió infacie ecclesice con una señora Noriega. — D. Juan 
Buendía y Lezcano no tuvo de su matrimonio más que una hija, que fué 
Doña Clara Buendía y Carrillo de Albornoz, la procesada en 1819 por la 
Liquisición de Lima. 

Doña Clara después de haberse casado en primeras nupcias con su 
primo D. Diego de Aliaga y Santa Cruz, en segundas con un colombiano 
Piedrahita que amaneció asesinado en su tálamo, en terceras con un se- 
ñor Sotapoyer, y á quien la muerte impidió contraer el cuarto matrimo- 
nio y seguir despachando maridos al otro barrio, no dejó prole, pasando 
sus derechos al marquesado y al real alferazgo á la rama segundogénita. 
Esta rama es la proveniente del matrimonio de D. Antonio Buendía y 
Lezcano con la señora Noriega, cuyo primogénito es nuestro excelente 
amigo el general D. Juan Buendía y Noriega, marqués de Castellón y Al- 
férez Real hereditario de la ciudad de Lima, lo primero in partibus infi- 
ddium y lo segundo en receso. 

No sé si el alferazgo costó á la casa de Buendía tanto como á la casa 
de Santa Cruz había costado la tesorería de la Moneda; pero sí sé que 
mientras ésta producía al año tres mil morlacos para ayuda del puchero, 
aquél no daba á los Buendía sino honores dispendiosos, como más adelante 
veremos. 

Cuarto. Doña Isabel de Santa Cruz y Centeno, que ¡casó con D. Diego 
de Castrillón, marqués de Otero, cuya familia se extinguió en sus nietos: 
D. Diego, coronel de artillería de ejército español, y D.Francisco, cura de 
este arzobispado. 

A esta familia perteneció el Dr. D. Francisco de Orueta y Castrillón, 
nuestro último venerable arzobispo. 



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126 TRADICIONES PERUANAS 

II 
MINUCIOSIDADES 

Las funciones de Alférez Eeal, en general, eran las del actual portaes- 
tandarte, si bien aquél era alto personaje. El Alférez Real era el que lle- 
vaba en la guerra la bandera real; y los de las órdenes militares, las de 
estas corporaciones. Por consiguiente, se elegían para el cargo los más no- 
bles, valientes y robustos guerreros. Hoy se confía el estandarte al último 
cadete, siquier sea tísico y enclenque. Verdad es que ya, con frecuencia, 
se enfundan y guardan las banderas en parte segura antes de entrar en 
pelea. Así lo hicieron los alemanes en 1870. El Alférez Real era, pues, el 
que llevaba el pendón de la ciudad cuando los vecinos de ésta se arma- 
ban para defenderla de un asalto, ó salían fuera de murallas á combatir 
con el enemigo. Si la batalla de Miraflores el 15 de enero de 1881, en que 
derramaron valerosamente su sangre los limeños, se hubiera librado en 
tiempo del coloniaje, claro es que á nuestro camarada el general Buendía 
y no á otro hubiera correspondido, como Alférez Real, el honor de caer 
envuelto en el pabellón de su tierra natal. 

Antes de la creación de los ejércitos permanentes, invención que no 
va más atrás del siglo xvii cuando había guerra, pedían los reyes á la 
nobleza y á las ciudades que formasen tropas y acudieran al campo real. 
A esto se llamaba en España alzar banderas por el rey. Los títulos de 
Castilla tenían la obligación de acudir con cien lanzas ó soldados de ca- 
ballería, obligación que después de la creación de los ejércitos permanen- 
tes se cambió en el impuesto pecuniario llamado de lanzas. Las ciuda- 
des, según su importancia, contribuían con un número de soldados de in- 
fantería. 

Bueno es advertir que en aquellos tiempos no había bandera nacio- 
nal, invención del último cuarto del siglo pasado. Hoy mismo no la hay 
en Inglaterra, donde la reina tiene una bandera, las escuadras otra, los 
buques mercantes otra, y por último, cada regimiento una especial con 
los colores de su uniforme, por lo que se llama colours y noflags. En Es- 
paña é Indias, la bandera real era las armas reales desplegadas en toda la 
extensión de la tela; y allí entonces (como hoy en Alemania y en Ingla- 
terra) el pabellón no se enarbolaba sino donde estaba el monarca, fuese 
palacio, castillo, navio ó tienda. 

Las plazas fuertes, como el Callao, tenían una bandera especial. Creo 
que era la roja y amarilla, que ahora es la nacional, con las armas reales. 
Los buques mercantes usaban la misma, pero sin armas; y los de guerra, 



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RICARDO PALMA 127 

bandera blanca con las armas reales y la imagen del santo protector de 
la nave, como San Telmo, San Fermín, San José, Santa Cristina, Santa 
Sofía, ó la Santísima Trinidad, por ejemplo. Los cuerpos de infantería, por 
lo general, usaron bandera roja con la cruz de Borgoña atravesada; y otros, 
por privilegio especial, lucieron bandera con los colores de su uniforme. 
El regimiento Concordia,'por ejemplo, cuyo coronel era el virrey Abascal, 
llevaba banderas blancas, verdes y rojas. 

Cada ciudad tenía su estandarte especial; pero no todas tenían 
armas. 

Dícese, no sabemos con qué fundamento, que el estandarte de Lima 
fué bordado por la reina Doña Juana, viuda de Felipe el Hermoso y ma- 
dre del emperador Carlos V. Ya, en una de nuestras tradiciones, hemos 
hecho la exacta descripción del primitivo estandarte, que no reproducimos 
para que no se diga que nos repetimos como bendición de obispo. 

Este, y no el confalón de guerra de Francisco Pizarro, fué el obsequiado 
al general San Martín. Persona que en 1844 lo tuvo entre las manos lo 
describe así: 

«Este estandarte es de un género de seda parecido al raso, color pajizo 
sumamente apagado, aunque sospecho que ha sido amarillo y que se ha 
desvanecido por el uso y por el tiempo. Su forma es cuadrilonga. Tiene 
de largo cuatro varas y tercia. En el centro hay un gran escudo, aproxi- 
madamente del contorno exterior de las armas españolas. El cerco del 
escudo es rojo, y el centro azul turquí. Parece que hubo algo bordado en 
el fondo; pero hoy sólo se distinguen algunas labores irregulares, que na- 
da significan, hechas con un cordoncillo de seda que debió ser rojo, cosido 
á la tela del estandarte, como los bordados que nuestras señoras llaman 
de trencilla. En el cerco del escudo, en la parte inferior y á la derecha, 
hay un sello de la Municipalidad de Lima. Todo el estandarte está lleno 
de remiendos de raso amarillo mucho más nuevos que la tela original, 
conmemorando la elección de alcaldes del cabildo. 

En nuestras tradiciones La casa de Pizarro y Tres cuestiones his- 
tóricas hemos consignado sobre este tema datos que creemos inútil re 
producir ahora. 

m 

EL PASEO DE ALCALDES 

Pero además de la obligación de llevar el estandarte de la ciudad en 
mna acción de guerra, tenía el Alférez Keal de Lima la de sustentarlo 
siempre que aquél se daba al viento. Esto se realizaba extraordinaria- 



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128 TRADICIONES PERUANAS 

mente en la proclamación y jura de nuevo soberano, en la canonización 
de Santa Rosa, y tal cual vez en su fiesta; y ordinariamente dos veces 
cada año— el 6 de enero y el Jueves Santo.— Estas exhibiciones se efectua- 
ban del modo siguiente: 

El 1/ de enero elegía el ayuntamiento los dos alcaldes que debían 
regir la ciudad en el curso del año, de entre los vecinos más notables, 
sin ser condición precisa nombrarlos del seno del ayuntamiento. 

Los nuevos alcaldes se presentaban á la ciudad en un gran paseo, que 
tenía lugar en los días 6 y 7 de enero y que se llamaba el paseo del es- 
tandarte de los alcaldes. El día 6, á las cuatro de la tarde, salía de casa 
del alcalde de primer voto toda la corporación municipal á caballo, en 
dirección al Cabildo, donde se les unía el Alférez Real, también á caba- 
llo, con el estandarte. Luego desfilaba la comitiva en el orden siguiente: 

Los clarines y los timbales de la ciudad. 

Los maceros, llevando las grandes mazas de plata con las armas de 
Lima. 

El Alférez Real, con el estandarte, en medio de los alcaldes. Casi siem- 
pre aquél cedía al primer alcalde, en esta ceremonia, el derecho de lle- 
var el estandarte en el trayecto de las principales 'dalles. 

Los regidores del Cabildo. . . \ 

Los síndicos (que no eran perpetuos^, sino emppados á sueldo) y los 
asesores. '^^ 

Luego los alguaciles, porteros y demás muchitanga, cerrando la mar- 
cha los pajes de los cabildantes con sus respectivas li' reas. 

Este fastuoso cortejo se dirigía á la Alameda de Ioü Descalzos, inva- 
dida con anticipación por todas las calesas y carruajes de la ciudad; reco- 
rría después las principales calles, se detenía en la puerta de la que fué 
casa de Francisco Pizarro, donde el Alférez Real batía el estandarte, y por 
fin se dispersaba en el domicilio del alcalde de primer voto. 

Allí se colocaba, en un altar preparado al efectjj, el estandarte de la 
ciudad, rodeado de farolillos y luces de colores, y luego seguía una soirée 
ó tertulia, ofrecida por el alcalde á sus amigos, y familias de la aristocra- 
cia. No pocas veces concurrió el virrey á la ñesta doméstica. 

Al día siguiente, 7 de enero, recibían los alcaldes en casa del de primer 
voto las visitas de felicitación; y á las cuatrg^^e la tarde se formaba otra 
vez la comitiva de la víspera, y después ^e^igual paseo era depositado el 
estandarte en el Cabildo. ^ ^ .. 

En la noche lo hacía enfundar el A^ferez y lo trasladaba á su casa. 
Así como el sello de la Real Audiencia era gj^dado en Ja habitación del 
canciller ó guardasello, cargo que hoy correspondería ejercer á nuestro 
colega el Dr. D. Mariano Amézaga, descendiente del conquistador Diego 



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RICARDO PALMA 129 

do Agüero, primer alcalde de Trujillo, así el Alférez Real de Lima custo 
diaba en su domicilio el estandarte de la ciudad. 

Olvidábamos apuntar que la noche en que dormía el estandarte en ca 
sa del alcalde, se le cosía por la espo- 
sa, hija ó deudas de éste un parche- 
cito de raso amarillo, en el que, con 
letras bordadas ó doradas, se leía una 
inscripción conmemorativa. De supo- 
ner es que la primitiva tela del estan- 
darte habría desaparecido ofuscada 
por tanto pegote; pues éstos serían 
ya los que la sostendrían pegada al 
asta. 

Desde 1812 hasta 1815, en que se 
restableció el régimen absoluto, no 
hubo paseo de alcaldes, y por consi- 
guiente, el estandarte se estuvo guar- 
dado en casa del Alférez Eeal. Largo 
sería copiar los parches de raso ama- 
rillo que éste tuvo; :o 
nos limitaremos, pai ar 
una idea al lector, á lepro- 
ducir las abigarrar* '>: ins- 
cripciones de los 
últimos seis años 
de la dominación 
española. 

<En el presen- 
te año de 1815, 
sacó el Estándar- ^ „ . ^ . 

D. Francisco Orueta 

te Real D. José Anton^'o de Errea (es- vigésimo tercero arzobispo de Lima 
ta sujeto se suicidó, poco después, 

arrojándose desde la torre dé la Merced"), teniente coronel del regimiento 
de dragones de esta capital, alcalde ordinario de primer voto.]^ 

«Sacó este Estandarte KepJ D. Francisco Moreyra y Matute, teniente 
coronel de caballería, Contaí' r mayor del Tribunal y Audiencia real de 
cuentas de estos reinos, alcalc i ordinario de la ciudad.— Año 1816,» 

«Sac/ este Estandarte Eeal, ^n el presente año de 1817, el Sr. D. Isidro 
de Cortázar y Abarca, conde de Sa-n Isidro y capitán de fragata de la Real 
Armada, siendo a'calde de ][ rmer voto.» 

«Sacó este Estandarte Real, en el presente año de 1818, el Sr. D. Ma- 

Tomo IV^ 9 




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130 TRADICIONES PEBüAlflS 

nuel de la Puente y Querejazu, de la orden de Santiago, marqués de Vi- 
llafuerte y teniente coronel de dragones de Carabaillo, siendo alcalde 
ordinario.:^ 

^En el presente año de 1819 sacó este Estandarte Real el Sr. D. José 
Manuel Blanco de Azcona, de la orden de Alcántara, teniente coronel de 
milicias, Eegidor de este excelentísimo Cabildo y teniente alcalde de 
primer voto.» 

«Sacó este Estandarte Eeal, en el año de 1820, el Sr. Dr. D. Tomás 
José de la Casa y Piedra García, capitán de granaderos de infantería de 
línea de voluntarios distinguidos de la Concordia española del Perú, teso- 
rero de las rentas decimales del arzobispado, siendo alcalde ordinario.» 

Ya en 1821 las cosas andaban más que turbias para que hubiera habi- 
do paseo de alcaldes y demás mojigangas. 

EL JüEVElá SANTO 

Fn septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente de- 
creto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey Abascal por el Conse- 
jo de Eegencia. 

«Considerando que los actos positivos de inferioridad peculiares á los 
pueblos de Ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de 
colonia, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la igualdad: — que- 
da abolido el paseo del Estandarte Eeal que acostumbraba hacerse en las 
ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento 
de la conquista de aquellos países. Esta gran solemnidad del Estandarte 
Eeal se reservará, como en la península, sólo para aquellos días en que 
se proclame un nuevo monarca.» 

Abolidas las Cortes de Cádiz y restablecidos el régimen absoluto y la 
Inquisición por el felón Fernando VII, volvió en Lima á verificarse el paseo 
de alcaldes desde 1815 hasta 1820, en que los limeños principiamos á osten- 
tar humillos republicanos y á revelar ciertos antojos de cambiar de patrón. 

Dijimos en el anterior capítulo que el Eeal Estandarte de la ciudad 
sólo se lucía en público dos veces en el año. Vamos á la segunda. 

El Jueves Santo, después de terminados los oficios en la catedral, vol- 
víase el ayuntamiento á Cabildo, y de allí á las cuatro de la tarde, con 
aviso de haberse concluido ya el Lavatorio de los doce pobres que repre- 
sentan al apostolado, salía la corporación en esta forma: 

El Alférez Eeal, vestido ala española antigua, y montado precisamen- 
te en un soberbio caballo blanco, con caparazón de terciopelo carmesí 



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RICARDO PALMA 131 

recamado de oro, llevaba en la mano el estandarte de la ciudad. Eodeá- 
banlo á pie los alcaldes, regidores, síndicos, asesores, maceres y alguaci- 
les; esto es, un cortejo igual al del 6 de enero, salvo que en esta ocasión, 
sólo el Alférez Keal iba á caballo. Pasaban por delante de los balcones de 
palacio, donde le esperaban el virrey con su familia, la Audiencia y altos 
empleados, todos los que se descubrían la cabeza al pasar el estandarte. 

La comitiva penetraba en el atrio de la catedral por la rampa ó ranfln, 
como decían las limeñas, vecina al Sagrario, y que probablemente se dis 
puso así con este objeto. Como es sabido, el atrio de la catedral estuvo 
hasta la época de la administración Balta rodeado por una verja ó balaus 
trada de madera, de finísimo aspecto. 

El Alférez Real y los que le acompañaban penetraban en el templo por 
la gran puerta central. Allí, y en el altar de Nuestra Señora de la Anti- 
gua, no sé si mejorado ó construido por el famoso clérigo arquitecto don 
Matías Maestro, con dinero que proporcionó la Pontificia Universidad de 
San Marcos, estaba el monumento en la preciosa urna de plata obsequia- 
da por Carlos V á la ciudad de Lima, y de la cual el canónigo C de la 

G liizo cera y pábilo en los nefastos días de la ocupación chilena, 

sin que sepamos que hasta hoy se le haya pedido cuentas por ese acto de 
grosera prestidigitación. Por el contrario, el haber despojado á su patria 
y á la iglesia de lo que á la vez que recuerdo histórico era un primor ar- 
tístico, le sirvió de recomendación, no para ir á purgar en chirona su 
sacrilega falta, sino para ascender á la segunda dignidad del coro. ¡Abe- 
rraciones de mi tierra! Me he de salir con mi gusto de verlo, no encoro- 
zado, como lo habría sido en el otro siglo, sino mitrado. 

El Alférez Real detenía con mucho garbo su caballo delante del mo- 
numento, y saludaba al Santísimo batiendo por tres veces la bandera; 
concluido lo cual se retiraba hasta el atrio, haciendo cejar al bucéfalo 
para no ofrecer la' espalda al altar. 

Ya en el cementerio, tornaba grupas y regresaba el cortejo á Cabildo, 
donde se depositaba el estandarte, mientras los cabildantes iban á acom- 
pañar al virrey y Audiencia á las estaciones. 

Se deja adivinar de suyo que medio Lima, aristocracia y canallocracia, 
concurría al atrio y naves de la catedral, para juzgar de la gallardía y 
destreza del jinete. 

El Alférez Real de Lima fué siempre el marqués de Castellón, pues 
aunque nuestro respetable y erudito amigo el general Mendiburu dice 
en su artículo Castellón que el cargo pasó á la casa de los condes de 
Montemar, incurre en una equivocación que tiene el siguiente origen: 

Cuando murió D. Juan Buendía y Lezcano dejó niña, y por consi- 
guiente soltera, á doña Clara, que era el Alférez Real. 



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132 TRADICIONES PERUANAS 

Como ella no podía desempeñar las cargas del empleo, funcionó por 
ella su tío carnal D. Fernando Carrillo de Albornoz, conde de Montemar 
y Monteblanco. El Sr. de Mendiburu vio sin duda en algún documento 
que D. Fernando sacó el estandarte, y de allí dedujo que el alferazgo ha- 
bía pasado á la casa de éste. 

Quizá la razón que hubo para que representase á doña Clara su tío 
materno fué la de que era eximio jinete, condición casi necesaria para el 
buen desempeño del alferazgo. 



CONCLUSIÓN 

Lo de que el estandarte obsequiado por el Cabildo de Lima al general 
San Martín fué el mismo que trajo Pizarro á la conquista, no pasa de una 
paparrucha, como largamente lo hemos comprobado en una de nuestras 
tradiciones. El estandarte de Pizarro fué el que sacó el mariscal Sucre 
del Cuzco, y que hoy se encuentra en Caracas. 

San Martín, que murió en Bologne el 18 de agosto de 1850 á los seten- 
ta y dos años de edad, dispuso en una cláusula de su testamento que el 
estandarte de la ciudad, con la carta autógrafa del municipio, fuese de- 
vuelto al Perú. La histórica y preciosa bandera encerrada en una caja de 
Jacaranda, sobre la que en relieve dorado se veían las armas de la repú- 
blica, permaneció algunos años arrinconada en el salón de uno de los mi- 
nisterios, hasta que desapareció en uno de los patrioteros ataques de que 
ha sido víctima nuestro vetusto palacio de los virreyes. 



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Retrato de Francisco Pizarro, copiado 
del que existe en Lima 



El conquistador del Perú, menos afortunado en esto que el de Méjico, 
apenas si ha legado á la posteridad una copia de su rostro^ y es la que 
existe entre los cuarenta y cinco retratos que componen la galería de go- 
bernadores y virreyes que el Perú tuvo en los siglos del coloniaje, gale- 
ría que visitan los viajeros en uno de los salones de la Biblioteca Na- 
cional. 

Entre los grabados ó láminas de muchos libros hemos encontrado el 
busto de Pizarro; pero siempre es un Pizarro de fantasía. Lo representan 
con rostro oval y barba pobladísima, vestido de hierro y con casco, en 
cuya cimera flamea vistoso y elegante plumaje. Es un Pizarro como el 
poeta y el artista se lo imaginan que debió ser, y no como fué en rea- 
lidad. 

España misma no tiene un retrato de Pizarro tal como se le conoció 
en Lima, y ni el Municipio de las ciudades por él fundadas (Lima y Tru- 
jillo) posee la imagen del fundador. 

Tiempo es ya de reparar este descuido, encomendando los alcaldes á 
nuestros más aventajados pintores copia del que existe en la Biblioteca 
Nacional de Lima, retrato que empieza á deteriorarse, más que por 



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134 TRADICIONES PERUANAS 

el transcurso de tres siglos y cuarto, por la incuria en que antes se le 
tuvo. 

En 1571, bajo el gobierno del virrey D. Francisco de Toledo, esto es, á 
los treinta años de muerto Pizarro, acordó el Cabildo de Lima colocar en 
su sala de sesiones el retrato del marqués y los de Gasea, Vaca de Castro, 
Núñez Vela, conde de Nieva y marqueses de Mondéjar y de Cañete. Pa- 
góse en ochenta ducados cada lienzo, y como en Lima no había aún pin- 
tores que mereciesen el nombre de artistas, encomendóse el trabajo á tres 
españoles aficionados al arte de Apeles. 

El designado para hacer el retrato de D. Francisco fué un andaluz 
cuyo nombre no hemos alcanzado á descubrir. El pintor se había estable- 
cido en Lima en 1538, conocido y tratado bastante al gobernador Pizarro, 
que pasaba gran parte de su tiempo recorriendo la ciudad para activarla 
construcción de edificios. 

El pintor hizo, pues, un retrato de memoria; y estando vivos muchos 
de los contemporáneos de Pizarro pudo atender observaciones fundadas, 
y corregir descuidos ó faltas en que su pincel pudiera haber incu- 
rrido. 

He aquí el porqué sostenemos que el único retrato, si no de cgmpléta 
semejanza, por lo menos aproximado que del marqués Pizarro existe, es el 
que se conserva en la Biblioteca. El sabio Prescott pensó como nosotros, 
y por eso en la edición que de su Historia del Perú apareció en Londres 
en 186..., hizo grabar sobre acero una copia, muy bien ejecutada, del que 
estimamos real. 

Sentimos tener con este artículo que despoetizar la figura de Pizarro; 
pero el culto que debemos tributar á la verdad histórica nos obliga á 
ello. 

Por eso hemos dicho antes de ahora, y lo repetimos hoy, que el Pizarro 
tan gallardo y apuesto que se ve en el famoso cuadro Los funerales deAtor 
hualpa, de nuestro compatriota Luis Montero, es un Pizarro fantástico, 
creado exclusivamente por el genio y hábil pincel del ilustre pintor; pero 
no el Pizarro humano y prosaico que Dios creara. Si bien es cierto que 
en Viena se exhibe un retrato, obra de pincel español, como verdadera 
imagen del gran saldado extremeño, no han faltado opiniones que com- 
batan tal afirmación. Presúmese que cuando Pizarro fué á España para 
celebrar con la reina madre las estipulaciones de Toledo, se dejó retratar 
por uno de los más afamados artistas. El hecho es que la presunción no 
está comprobada. 

Por conclusión queremos apuntar también la idea de que sería muy 
digno del Cabildo de Lima levantar un monumento ó estatua al fundador 
de la ciudad, como la que se encuentra en Trujillo de Extremadura, po- 



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RICARDO PALMA 135 

Hiendo como inscripción estos versos que el poeta arequipeño Trinidad 
Fernández tradujo del inglés en 1875: 

«Pizarro vivió aquí. Jamás la historia 
oiro nombre ha elevado á mayor gloria. 
Poderoso, en espíritu y materia, 
DO se rindió & fatiga ni á miseria. 
Fué, por doquiera, activo y valeroso, 
nunca vencido, siempre victorioso. 
En su ambición y temerario arrojo, 
un gran imperio subyugó á su antojo. 
Fueron oro y poder su recompensa, 
y hoy la posteridad su nombre inciensa. 
Hay otro mimdo do serán juzgados 
por sus obras los justos y malvados. 
Lector, entonces satisfecho advierte, 
aunque te haya cabido muy ruin suerte, 
que no te hizo el Señor del mismo barro 
que al inmortal conquistador Pizarro >: 



2^ 



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136 TRADICIONES PERUANAS 



EL GARROTE 

(A Guillermo Billingurst) 



Por enero de 1813 recibió el virrey Abascal, entre otras resoluciones 
de las Cortes de Cádiz, una en la que se le participaba quedar abolida la 
horca en España y sus colonias y reemplazada con el garrote. Creído 
me tuve que sustitución tan sencilla se realizó desde luego sin el menor 
tropiezo; pero registrando ayer mamotretos en la Biblioteca Nacional, di- 
me de manos á ojos con un abultado expediente en papel del sello cuar- 
to, expediente tan original y curioso, que no he podido resistir á la ten- 
tación de hacer un rápido extracto de su contenido, para solaz y regocijo 
de los que no hemos alcanzado horca ni garrote en Lima, si bien hemos 
sido testigos de atrocidades de igual ó mayor calibre. 

D. Sebastián de Ugarriza, depositario de los fondos públicos de esta 
ciudad délos Eeyes, como si dijéramos el tesorero de la municipalidad, 
se presentó el 21 de agosto de 1813 ante el Cabildo, querellándose de que 
habiendo adelantado doscientos cincuenta y seis pesos al maestro herre- 
ro José Antonio Icaza y al armero del parque de artillería Fermín Vida- 
sola para que construyesen el garrote, éstos prójimos andaban retreche- 
ros para cumplir. Por ende pedía D. Sebastián que se les obligase, en un 
término perentorio, á terminar la obra ó devolver la mosca, 

Vidasola é Icaza contestaron que en herramientas, madera, tornillos, 
jornales, aches y qúeSj habían gastado la plata, según cuenta comproba- 
toria que exhibían; que el trabajo estaba muy avanzado; que el quere- 
llante exclusivamente tenía la culpa de la paralización, por resistirse á 
continuar rascándose el bolsillo y no haberles dado aún el modelo defini- 
tivo. Instados los declarantes para que firmasen esta exposición, dijo 
Icaza que él era muy respetuoso con sus superiores; que por tal recono- 
cía á Vidasola, que era el contratista de la obra, y que la buena educación 
le impedía firmar antes que éste. 

El escribano D. José Gallegos halló legítima la excusa, y pasó la plu- 
ma de ave á Vidasola para que echase su garabato; pero éste salió con la 
enflautada de que gozaba de fuero militar, por tener paga de sargento en 
la maestranza de artillería, que también Icaza disfrutaba de idéntico fue- 



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RICARDO PALMA 137 

ro, como soldado del distinguido batallón «Concordia,» y que él no fir- 
maba sin anuencia de su coronel, así lo hiciesen tajadas. 

Argüyóle el escribano, presentándole la siguiente cuenta que ambos 
acusados habían suscrito: 

Razón de lo que hemos trabajado, por orden del Sr, D, Sebastián de 
Ugarriza, en una máquina de garrote, — A saber: 

Por 40 libras de fierro 7 una carga de carbón 11 pesos. 

Por 10 días trabajo de Vidasola. 60 » 

Por 10 días trabajo de Icaza. 60 » 

Por 10 dias trabajo de aprendices 15 » 

Por herramienta 10 » 

Por otros gastos menudos 100 » 

Son pesos... 256 

Fermín Vidasola, José Antonio Icaza. 

Lima, marzo 4 de 1813. 

Estas cuentas alegres, á lo Gran Capitán, parecen más de nuestra re- 
publicana era que de los tiempos antiguos. Está visto que también en- 
tonces los gatos gastaban uñas , y largas. 

Eeplicó Vidasola que las ordenanzas no rezaban nada sobre el caso, 
pues en recibir no hay engaño, y que una higa hay en Eoma para quien 
le dan y no toma; pero que sí hablaban y gordo en punto á reconocimien- 
to de otra jurisdicción que no fuese la militar. 

Ugarriza presentó entonces nuevo recurso al Cabildo, llamando tram- 
posos á aquellos sujetos; que esperar á que cumpliesen su compromiso 
era perder tiempo, con perjuicio para la administración de justicia; que 
por falta de garrote había en la cárcel reos que debían estar pudrien- 
do tierra en el campo santo; que él buscaría quien construyese la má- 
quina, y que se pasase orden al comandante de artillería para que des- 
contase á Vidasola una parte de su haber, hasta completar la suma de 
doscientos cincuenta y seis pesos, amén del juicio que por cuerda separa- 
da se proponía seguir á los embaucadores. 

Así las cosas, la tercera Sala de la Audiencia Nacional (que en los po- 
cos años de transición entre el liberalismo de las Cortes y el absolutismo 
de Femando VII dejó de llamarse la Eeal Audiencia) pasó un oñcio al al- 
calde constitucional D. José Ignacio Palacios, exigiéndole que á la mayor 
brevedad diese cuenta del estado en que se hallaba la construcción del 
garrote. 

Con fecha 23 de septiembre contestó el Cabildo que para el 30 estaría 



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138 TRADICIONES PEBÜANAS 

expedita la máquina, según lo había ofrecido D. José Pequeño, maestro 
armero del regimiento Keal de Lima. 

En efecto, aunque no en el día fijado, sino el 19 de octubre, á las dos 
de la tarde, se constituyeron en la sala de la cárcel pública el alcalde 
Palacios, los regidores del ayuntamiento y varios vecinos notables; se 
trajo un perro, y puesto en disposición de sofocarlo, el maestro Pequeño 
dio al verdugo Manongo Eamos las instrucciones del caso para el buen 
manejo del aparato. Dos minutos permaneció el pescuezo del animal bajo 
la presión del garrote, transcurridos los cuales se dio la contravuelta y el 
perro echó á correr ladrando furiosamente. 

Preso en la cárcel de corte por haber vertido en público conceptos 
subversivos, anárquicos y republicanos, encontrábase á la sazón un fran- 
cés, vecino del Callao y con mujer é hijos peruanos, el cual presentó un 
recurso al Cabildo comprometiéndose en cambio de su libertad á cons- 
truir el garrote, según dibujos que acompañaba y que están en el expe- 
diente que en la Biblioteca existe. El Cabildo patrocinó la pretensión, 
elevándola á la Audiencia, la cual pidió vista al fiscal; pues era para ella 
punto gravísimo el poner en la calle á un revolucionario sospechoso de 
connivencias con los patriotas de Colombia y Chile. 

Por su parte el maestro Pequeño hizo que el abogado D. José Manuel 
de Villaverde le redactase un escrito de rechupete, largo y substancioso, 
para el Cabildo. Dice entre otras cosas el maestro armero que su máqui- 
na era perfecta; pero que el bruto del verdugo la deslució por inquina y 
mala voluntad para con el exponente. Añade que no lo hizo así constar 
en el acto de la prueba por no entrar en dimes ni diretes con sujeto de 
tan vil estofa. Hace una disertación anatómica sobre el cuerpo humano y 
el cuerpo del perro: pide que se haga un nuevo ensayo, con asistencia de 
médicos, y termina manifestando que no es regular que á un español 
que, como él, ha dado tantas pruebas de amor al rey y á la. justa causa 
se le ponga en competencia con un franchute palangana, demagogo y 
merecedor de presidio. 

Jura por una señal de-]- no proceder de malicia, etc., etc. 

El fiscal opinó, tomando en consideración el alegato de Pequeño y la 
solicitud del Cabildo, que no era todavía llegada la oportunidad de acep- 
tar el ofrecimiento de Monsieur Manuel Bienvenido y que se practicase 
nuevo ensayo del aparato. 

En consecuencia se volvió á ordenar al alcalde del gremio de aguado- 
res que acopiase perros, y el 1 i de noviembre se constituyeron por se- 
gunda vez en la cárcel el alcalde Palacios, el regidor D. José María Gal- 
deano y el regidor D. Juan Berindoaga, vizconde de San Donas, que 
corriendo los años sufrió la pena de garrote por causa política y por la 



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RIOARDO PAI.MA 139 

inflexibilidad del Libertador Bolívar. Dos minutos estuvo el perro bajo el 
torniquete, sin más que un ligero atolondramiento. Tomóse otro perro , 
y á pesar de que el verdugo Manongo Eamos hizo fuerza hasta el extre- 
mo de que crujiesen los maderos, quedó el segundo mastín tan vivo co 
nao el primero. 

Nuevo conflicto para el cabildo y para la Audiencia. El fiscal Eyza- 
guirre dijo que estando abolida la horca y habiendo reos sentenciados, 
hacía gran falta el garrote, y que pue» un francés se comprometía á 
construir el aparato, bien podía ponérsele en libertad bajo de fianza; pero 
el otro fiscal Pareja opinó que si quería trabajar Bienvenido podía ha- 
cerlo en la cárcel, donde se le proporcionarían herramientas. D. Miguel 
Fernández de Córdova, intendente d^ Trujillo, por otra parte apuraba 
para que se terminase la construcción del garrote; pues condenado á 
muerte el reo Juan de la Eosa, no se le podía ajusticiar por falta de ga- 
rrote, más que por la carencia de verdugo. El ejecutor titular Esteban 
Cocop acababa de morir en Chongoyabe. 

El maestro Pequeño no se daba por vencido, é insistía en que con asis- 
tencia de médicos se hiciera un último ensayo. Accedió la Audiencia y 
nombró á los doctores D. JoséPezet, D. José Manuel Valdez, D. Félix De 
voti y D. José Manuel Davales, lumbreras de la ciencia médica en el Perú 

Entretanto, había llegado el año 1814, el Cabildo se había renovado, 
y eran alcaldes constitucionales D. Juan Bautista de la Valle y el mar 
qués de Casa Dávila. Después de mil pequeños incidentes, los médicos 
informaron que la máquina del maestro Pequeño no servía ni para matar 
perros. 

El carpintero del navio Asia se comprometió entonces á hacer el 
garrote, y el 18 de julio de 1814 fué el día señalado para el ensayo. Suje- 
to el perro por más de tres minutos, cuando lo separaron del garrote que- 
dó inmóvil; pero habiéndole echado un jarro de agua por las orejas, em- 
pezó á dar lentamente algunos pasoa He aquí el certificado de los facul- 
tativos: 

«Habiéndonos reunido el día de la fecha, en cumplimiento de auto 
superior, en la cárcel de la ciudad, al reconocimiento de la máquina de 
garrote, presenciamos su operación en un perro, resultando que la refe- 
rida máquina es inútil, pues queda el animal con vida.— Lima, julio 14 
de 1814. — José Manuel Valdez. — José Pezet, — José Manuel Dávalos,)^ 

Hasta aquí llega el expediente. No sabemos si se hicieron ensayos pos- 
teriores, si se corrigieren los defectos del aparato construido por el car- 
pintero del navio Asia^ ó si hubo otro artífice que lo perfeccionara; pues el 
expediente termina con un oficio que el virrey Abascal pasó el 8 de agos- 
to á la Audiencia Nacional. Dice así este oficio: 



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140 TRADICIONES PERUANAS 

<En papel de 5 del actual me ha expuesto el Excmo. Ayuntamiento 
que, merced á sus esfuerzos, está ya pronta la máquina de dar garrote. 
En esta virtud, y para que el ejercicio de la justicia no siga en suspenso 
y la falta de castigo no aumente el número de malhechores, lo aviso á 
V. K para que se empiece á aplicar garrote á los condenados.^Dios guar- 
de á V. E. muchos años. — El marqués de la Concordia,)^ 

Como se ve, fué necesario año y medio para hacer un aparato tan sen- 
cillo como el del garrote; y el asunto tuvo más peripecias y dificultades 
que las que hogaño va presentando el alumbrado de la ciudad por luz 
eléctrica, por mucho que los que no tenemos acciones de gas (que somos 
una inmensa mayoría de paganos) prefiramos el nuevo sistema de alum- 
brado, que lleva ya más pruebas ^ ensayos que el garrote canino. 



LAS BRUJAS DE SHULCAHUANGA 
(A Abelardo Gamam) 



En la cadena que forma la cordillera de Otuzco á Huamachuco se ve 
un cerro elevado y de forma cónica, el cual desde los tiempos incásicos 
se conoce con el nombre de Shulcahuanga, 

Terminaba el año de 1818 cuando entre los ochenta mil indígenas quo 
componían la subdelegación de Huamachuco tomó creces el rumor de 
que la cumbre del Shulcahuanga era habitada por brujos y brujas. 

En efecto, desde la parte llana veíanse bultos que iban y venían, y 
aun en algunas noches llamaradas y luces de cohetes voladores. 

Con la aparición de los brujos en Shulcahuanga coincidió la de pro- 
clamas y pasquines manuscritos en Huamachuco, Uzquil, Cajabamba, 
Otuzco, Chota y otros pueblos. En grosero lenguaje se ponía de oro y azul 
á Fernando VII, y en una caricatura se le representaba de hinojos ante 
Tupac-Amaru. En esos anónimos se disertaba largo y menudo sobre la ti- 
ranía de los conquistadores, sobre el yugo á que vivía sujeta la raza indí- 
gena, sobre lo abusivo del tributo de la mita, de las socaliñas parroquia- 
les y demás temas obligados, terminando por excitar á los pueblos á re- 
belarse contra el rey de España y sus sicarios en el Perú. En las procla- 



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RICAEDO PALMA 141 

mas hablábase de los triunfos que en Chile y en Colombia alcanzaban los 
insurgentes, y una de ellas terminaba con estos versos: 

Al fin, al fin, 
va á llegarle á los godos 
su San Martín. 

También los particulares eran victimados en los pasquines. Al vicario 
de Huamachuco, doctor D. Pedro José Soto y Velarde, que los domingos 
después de misa mayor sermoneaba á los indios amenazando con exco- 
munión á los que entrasen en inteligencias con los patriotas, le clavaron 
en la puerta de su casa un cartelón que así decía: 

4[No se meta en hondoraSi 
padre vicario, 
7 ocúpese tan sólo 
de su breviario. 
¡Soto! iSotito! 
ja te desollaremos 
comaá cabrito.» 

Con pasquines más ó menos parecidos áéste eran agasajados los prin- 
cipales realistas, y más que todos D. Eamón Noriega, rico hacendado y 
hombre de influencia social y política, al que, entre otras lindezas, le es- 
cribieron: 

«Antes de hacerte difunto, 
godo, regodo, archígodo, 
te haremos bailar por junto 
y atado codo con codo 
el punto y el contrapimto.» 

Las proclamas, en las que no escaseaban latinajos mal traídos y peor 
zurcidos, llevaban este encabezamiento: José Imz de la Verdad, sellador 
del Real Tupac-Amarw, á los pueblos del Perú. 

Pasquines y proclamas empezaron á poner en ebullición á los indios, 
y alarmándose el subdelegado D. Manuel Fernández Llaguno y el alcalde 
D. Pedro Luperdi, mandaron promulgar á usanza de guerra, con bande- 
ras desplegadas y tambor batiente, bando para armar y regimentar á los 
blancos, ó sea españoles americanos. Como medida precautoria se hizo 
un registro en la morada del cacique Peña y Gamboa y en el domicilio 
de otros indios principales, dando minuciosa cuenta de todo al Sr. Gil y 
Lemus, intendente de Trujillo. Pero éste y su asesor D. Teodoro Fernán- 



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142 TRADICIONES PERUANAS 

dez de Córdova dieron poca importancia á la cosa, calificando los sub^ 
yersÍYos documentos por obra disparatada de cerebros enfermos, y se li- 
mitaron á prevenir al subdelegado que siguiese adoptando las medidas 
cautelosas que bien le parecieren. 

El vicario Soto y Velarde se desazonó ante la flema con que el inten- 
dente acogía las alarmadoras nuevas, y escribió al obispo Marfil asegu- 
rándole que los indios de la circunscripción territorial de Huamachuco 
estaban poco menos que alzados, en lo que indudablemente andaría me- 
tido algún emisario de los insurgentes del Río de la Plata. Añadía el vi- 
cario que si bien las proclamas eran en la forma disparatadas, en el fon- 
do tenían mucho de conceptuoso y de apropiado á la ruda inteligencia 
de los indios. 

El obispo Marfil vio las cosas por prisma distinto al del señor inten- 
dente, y escribió con minuciosidad al virrey y á los oidores. Su excelen- 
cia contestó aplaudiendo el celo del mitrado, echando una mónita al apa- 
tico intendente, y previniendo al subdelegado Llaguno que procediese 
virga férrea. Con tal autorización éste se puso de acuerdo con los hacen- 
dados y vecinos realistas, armó gente, echó guante á todo títere sospe- 
choso de simpatizar con la insurgencia, y puso sitio al cerro de Shulca- 
huanga, donde la voz pública afirmaba que los conspiradores celebraban 
conciliábulos. 

Apareció entonces sobre la cima del Shulcahuanga un hombre que 
arengó á los sitiadores en estos términos: 

—Yo soy José Luz de la Verdad, y os requiero para que matéis á los 
patrones tiranos y á los curas esquilmadores de las ovejas. Esta tierra es 
nuestra, muy nuestra, de los peruanos y no de los españoles. No tolere- 
mos más tiempo amos que vienen de fuera á gobernar en nuestra casa^ 
cargándonos de cadenas y tributos, y convirtiendo en oro las gotas del 
sudor de nuestra frente. ¡Abajo la tiranía! {Viva la libertad! 

Parece increíble; pero entre los sitiadores, que eran doscientos espa- 
ñoles americanos y más de quinientos indios, peones de las haciendas, 
hubo algo como una oleada de simpatía por las toscas frases del orador. 

— ¡A escalar el cerro! ¡Matar á ese insurgente!— gritó el subdelegado. 

Pero los indios, que estaban armados con palos y hondas, permane- 
cieron impasibles. Sólo una mayoría de blancos y mestizos emprendió la 
ascensión. 

En la cumbre, y rodeando al caudillo, se presentó un grupo como de 
cincuenta indios, hombres, mujeres y niños, que empezó á lanzar galgas 
sobre los -asaltantes. 

Se iniciaba la lucha, y bajo malos auspicios para los últimos. Los peo- 
nes de las haciendas se inclinaban á hacer causa común con los indios del 



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RICARDO PALMA 143 

Shulcahuanga; mas los españoles, armados de escopetas, carabinas y pis- 
tolas, los mantenían á raya. 

Sonaron algunos disparos de fusil, y un hombre vino rodando desde 
la altura. 

Era el cadáver de José Luz de 
la Verdad. 

La gente que lo acompañaba 
puso bandera blanca y se rindió á 
la autoridad. 



II 







^^ 



D. Bartolomé Mariano de las Heras 
decimoséptimo arzobispo de Lima 



El proceso seguido á los prisio- 
neros de Shulcahuanga y que cons- 
taba de ciento veinte fojas, se con- 
servó hasta 1885 en poder de un 
caballero de Trujillo. Desgraciada- 
mente desapareció en uno de los 
saqueos sufridos en esa ciudad du- 
rante nuestra última guerra civil. 

No obstante, haremos un extrac- 
to de la causa, ateniéndonos á nues- 
tra memoria y á las apuntacioijes 
que nos ha transmitido el amigo 
que poseyó el proceso. 

José Salinas, mestizo y de 30 
años de edad, era en 1818 peón en la 

hacienda de Noriega, quien lo ocupaba de preferencia en su servicio domés- 
tico. Había sido también vongo y sacristán del cura de Chota, el cual lo 
enseñó á leer y aun lo inició en la lengua de Nebrija. El mestizo era, 
pues, lo que se llama leido y escribido. 

Por quisquillas y malos tratamientos de su patrón Noriega fugóse 
Salinas con todos sus deudos y amigos, en námero de sesenta personas, y 
buscó albergue en la inaccesible altura de Shulcahuanga, desde donde, 
bajo el nombre de José Luz de la Verdad^ desparramaba por los pueblos 
vecinos incendiarias proclamas, excitando á los indios á rebelarse contra 
el rey. 

De las declaraciones de los presos resultó que José Salinas mantenía 
correspondencia con personajes cuyos nombres ignoraban los declarantes; 
que á veces desaparecía del Shulcahuanga por cuarenta ó cincuenta ho- 
ras, sin participar á nadie á qué lugar se encaminaba; que un caballero 



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144 TRADICIONES PERUANAS 

de barba rubia estuvo una noche en el cerro en animada plática con Luz 
de la Verdad, y que de repente el caballero empezó á echar chispas y á ar- 
der, como si fuese el demonio, lo que aterrorizó infinito á los compañeros 
de Salinas. Este los tranquilizó prometiéndoles que en breve les daría 
mucho oro de una mina que, según él, se encontraba en el cerro, y que 
este caballero no era el diablo^ sino el dueño de la mina. Esto acaeció en 
marzo de 1819, tres ó cuatro días antes del desastroso fin de Luz de la 
Verdad. 

Del proceso se desprenden vagas presunciones contra D. Luis José de 
Orbegozo, hacendado á la sazón de Choquisongo y más tarde general y 
presidente de la república, y contra el doctor Sánchez Carrión, que des- 
pués fué ministro de Bolívar y que entonces se encontraba, por orden del 
virrey, confinado en Huamachuco. El hecho es que Luz de la Verdad no 
era sino el agente de estos ú otros partidarios de la independencia ame- 
ricana. 

Pasando tres meses, y no sacando el subdelegado nada en limpio, se 
decretó la libertad de los presos. 

Para el pueblo, los de Shulcahuanga quedaron, no en concepto 4e 
conspiradores, sino en el de brujos, puesto que declaraban haber estado 
en tratos y contratos con el diablo patriota. 

El general San Martín y el Congreso de 1823, teniendo en cuenta la 
tentativa revolucionaria de 1819, dieron á Huamachuco, que hasta en- 
tonces era pueblo cabeza de provincia, el dictado de muy noble y fiel 
ciudad. 



LA apología del PICHÓN PALOMINO 

(Tradición bibliográfica) 

D. José Pastor de Larrinaga, protocirujano y examinador conjuez del 
real protomedicato del Perú, cirujano mayor del regimiento provincial 
de dragones de Carabaillo y cirujano titular del convento grande de San 
Francisco, del real y militar orden de la Merced y del hospital de San 
Bartolomé, ha legado á la posteridad un extravagante á la vez que diver- 
tidísimo libro, publicado en Lima en 1812 por la imprenta de los Huérfa- 
nos, que administraba el poeta D. Bernardino Ruiz. Y tan convencido de- 
bió estar el autor, que frisaba por entonces en los setenta diciembres, de 



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RICARDO PALMA 145 

que había escrito un libro de inmortal mérito, que lo dedicó «ada menos 
que al Excmo. Sr. D. José Baquijano y Carrillo, conde de Vista Florida y 
oidor de esta Audiencia, limeño que por su riqueza, pergaminos, ilustra- 
ción, importancia política y aun por sus vicios y virtudes gozaba en el 
país de mayor prestigio que el mismísimo virrey Abascal. 

Ojeando más que hojeando los tomos de Papeles varios de la Biblioteca 
Nacional, encéntreme en uno de ellos un cuaderno de 250 páginas en 
cuarto, tipo ceñido; que de tanto necesitó el cacumen del escritor, que em- 
pieza asegurando al lector en unas coplas infelices (pues de todo tiene el 
librejo, como el botiquín de campaña) 

que mientras tanto empeño satisfaga 
es su amigo Pastor de Larrinaga. 

En el número 13 de la Gaceta de Lima, correspondiente al 18 de abril 
de 1804, apareció la noticia de que el día 6 en la chacra del Pino propie- 
dad del marqués de Fuente Hermosa, á media legua de la ciudad, una 
negra terranova, llamada Asunción, había parido un pichón de paloma. 

Aquello produjo indescriptible sensación en Lima, y todos se empeña- 
ron por ver el fenómeno, que dentro de un frasco de cristal lleno de alco- 
hol mostraba á 'sus amigos el comadrón Larrinaga. 

En un anónimo, que el autor del libro atribuye á D. Hipólito ünanue, 
se dijo que el pichón palomino era un trampantojo, frase que bastó para 
sacar de quicio al bueno de D. José Pastor, quien alquiló un cuarto en la 
casa de la Pila, calle del Arzobispo, y allí puso en púbUca exhibición el 
fenómeno. 

Tomó con este motivo creces la novelería popular, el pichón palomino 
fué tema de todas las conversaciones y los hombres de ciencia se vieron 
comprometidos á dar una opinión. 

No carecía el Perú de eminencias científicas. Teníamos un ünanue, 
un Davales, un Valdez, un Tafur, un Pezet y un Chacaltana, médicos 
cuyo renombre ha llegado hasta nuestros días. 

Davales, el laureado en la universidad de Montpellier, y Valdez, el 
admirable traductor de los Salmos, se encargaron de hacer la disección 
anatómica del avechucho, en cuya molleja encontraron algunos granos 
de trigo. Larrinaga dijo que esto era superchería de Davales, y protestó 
del examen anatómico. Mas á pesar de la protesta, la opinión de los seis 
facultativos fué unánime: «Que había hecho muy mal Larrinaga en albo- 
rotar al público por un pedazo de carne que así era pichón como ellos 
arzobispos.» 

Entonces se echó Larrinaga á escribir el libro que ocho años después 

Tomo IV 10 



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146 TRADICIONES PERUANAS 

salió impregp. Insiste en su creencia de que aquel era palomino hecho y 
derecho; y cuenta que, en la calle de San Ildefonso, del huevo de una 
gallina se extrajo un feto con figura humana; que una mujer parió cinco 
ratones, á los que un gato que había en la casa se manducó sin ceremonia, 
y que hubo otra prójima^ á quien llamaban la hija de vaca, porque real- 
mente lo era. ¡Candoroso debió ser D. Pastor Larrinaga, mi paisano! 

D. José Pastor de Larrinaga es autor de la Oración gratulatoria que 
en 1781 dirigió la Real y Pontificia Universidad de San Marcos al virrey 
Jáuregui, pieza literaria de escasísimo mérito, y publicó también en el 
Mercurio Peruano en 1792 unos pobres versos, con pretensiones históri- 
cas, sobre los Incas y los virreyes del Perú. 

De dos disertaciones profesionales que hizo imprimir, sólo conocemos 
el título. La una trata de un aneurisma en el labio inferior, curado con 
la operación del pico de liebre, y la otra es sobre si las mujeres pueden ó 
no convertirse en hombres. 

En la época en que ya nos invadía la fiebre de independencia, el viejo 
Larrinaga se jactaba de ser godo intransigente, y en prueba de su amor 
por Fernando VII, hizo colocar en el salón de su casa un retrato al óleo 
del monarca, con esta quintilla de caf)richosa estructura: 

«Si á la Europa el egoísmo 
de los pueblos y los reyes 
la ha postrado en un abismo, 
le dará América leyes 

de patriotismo.> 

Larrinaga murió en Lima en 1823, habiendo sido el médico favorito 
del egregio Morales y Duárez, limeño que presidió las Cortes españolas 
del año 12, y de las casas de los condes de Velayos, Torre- Velarde y otras 
no menos aristocráticas de esta ciudad de los Reyes. 

Pero como no existe obra tan mala en la que no se encuentre siquiera 
un dato que interese, hay en el libro de nuestro compatriota Larrinaga 
curiosas noticias sobre la resistencia de ciertos médicos devotos para re- 
cetar la quina, porque ese específico tenía, según ellos, virtudes que úni- 
camente el diablo podría haberle comunicado. «Lo mismo — añade don 
José Pastor — ha pasado con la vacuna; pues sacerdotes llegaron á predi- 
car en el pulpito que el demonio había dado á Job las viruelas por me- 
dio de la inoculación.» 

Quien haya leído el Diente del Parnaso ^ de Juan de Caviedes, recorda- 



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RICARDO PALMA 147 

rá que el único cirujano romancista del siglo xvii á quien no maltrata 
la cáustica musa del Quevedo limeño, es D. José Ri villa, del cual sólo 
habla en el memorial en que aconseja al duque de la Palata que en vez 
de enviar buques contra los corsarios ingleses mande médicos. 

José Riviila es ligero 
bajel de corso tirano, 
aunque por tanta obra muerta 
bien pudiera ser pesado. 

Larrinaga elogia con entusiasmo á Eivilla, y sostiene que fué éste, y 
no D. Pedro de Peralta, el autor del libro Desvíos de la naturaleza, ge- 
neralmente atribuido al poeta de «Lima fundada.» 

El que tenga flema para enfrascarse en la lectura de las 150 primeras 
páginas de la Apología del pichón palomino, pensará que el autor se 
propuso sólo escribir un libro de controversia científica, y acusar de ig- 
norantes á sus compañeros TJnanue, Valdez, Davales, Pezet, Tafur y Cha- 
caltana. Tenga paciencia y apure las últimas páginas. En ellas verá que 
el librejo es también un batiborrillo político. 

Partiendo del principio popular de que los cometas y fenómenos au- 
guran pestes, guerras y demás calamidades públicas, saca en limpio La- 
rrinaga, después de encomiar mucho á su rey Fernando y de poner 
como estropajo al príncipe de la Paz D. Manuel Godoy, que el pichón 

palomino nacido en Lima fué , (adivinen ustedes) , nada menos 

que Pepe Botellas, como llamaban los españoles al hermano de Napoleón. 



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148 TRADICIONES PERUANAS 



NO SE PEGA A LA MUJER 



Cuentan de un zapatero, que por un quítame allá esas pajas sacudía 
las costillas á su conjunta, y no porque ella diera motivo para que de su 
señor y dueño dijeran lo que reza esta copla popular: 

Encontró á tu marido 
manos á boca; 
fdí corriendo y le dije: 
«¡Camero, topa!> 

En una de las peloteras entre los cónyuges, acudió á poner paz un 
su compadre, pulpero catalán y hombre de peso, nada parecido al que 
dijo: 

«Compadre, yo he visto un toro 
en la plaza de Jerez. 
¡Compadre, si usted lo viera 1 
;Todo parecido á usted!» 

— ¿Cómo es eso?— gritó.— ¿Se olvida usted, compadre, de que lleva 
pantalones, y desciende hasta la indignidad de pegarle á una débil 
mujer? 

— ¡Así, compadre! — dijo gimoteando la zapatera. — Ríñalo usted duro 
á ver si tiene vergüenza y no vuelve á maltratarme. 

Alentado el catalán continuó la reprimenda: 

— A la mujer, compadre, nunca se le pega , nunca.... i, ¿lo entiende 

usted? Nunca .... más que una sola vez, y eso hasta dejarla en el sitio pa- 
titiesa para que no llegue á contar el caso á las vecinas y ande en lenguas 
el nombre del marido. O se pega en regla ó no se pega. 

Doctrina completamente opuesta á la del pulpero profesaba el Gran 
Mariscal de Ayacucho Antonio José Sucre; pues si no están mojados mis 
papeles, ni miente mi amigo Luis Capaila Toledo, preséntesele un día al 
Mariscal una rabona con el cuerpo magullado y la cara ensangrentada, 
quejándose de que así la había puesto su marido, sargento primero del 
batallón Pdflea, 



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RICARDO PALMA 



149 



Sucre, el impecable, como lo llamaba Bolívar aludiendo á su pureza 
de costumbres y á sus delicadezas para con las hijas de Eva por humilde 
que fuera la condición de éstas, le preguntó colérico: 

—¿Y por qué te ha pegado? 

— Por nada, taitay...,., de malo, 
taitay. 

— Ayudante, tráigame usted al 
sargento TJribe. 

Y Sucre paseaba la habitación, 
murmurando: 

— ¡Cobarde! ¡Indigno de haber 
combatido en Pichincha! 

Llegado el sargento le preguntó 
Sucre: 

— ^¿Porqué has cometido la vile- 
za de maltratar á esta infeliz? 

— Mi general — contestó el sar- 
gento,— es mi mujer, la he sorpren- 
dido infraganti con un oficial, y 
me ha faltado valor para matarla. 

Sucre se volvió hacia su jefe de 
Estado Mayor, y le dijo al oído: 

— Coronel, indague usted el 
nombre de ese oficial, y délo de 
baja en el ejército. 

Acercóse luego á la mujer, y le 
preguntó: 

— ¿Es cierto lo que dice tu ma- 
rido? 

— Celoso, taitay , oficial abrazando , yo no consintiendo 

Sucre no pudo dejar de sonreírse; mas recobrando en breve su serie- 
dad, dijo: 

— Desde hoy te está prohibida la entrada en el cuartel, y dentro de tres 
días te haré proporcionar bagajes para que regreses á tu pueblo. El sar- 
gento Uribe ha muerto para ti, no lo olvides. Y usted, sargento, vaya 
arrestado por un mes, y sepa que un proverbio árabe dice que á la mujer 
no 8e le pega ni con una flor. 




El gran mariscal D. Antonio José de Sncre 



El heroico Sucre murió asesinado en la montana de Berruecos. 
La voz pública señaló como autor del crimen al coronel José María 
Obando, más tarde general y presidente de Colombia. 



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150 TRADICIONES PERUANAS 

Obando escribió artículo tras artículo y publicó libro tras libro recha- 
zando toda responsabilidad. Tarea estéril. La opinión proseguía acusán- 
dolo. A los veinte años ésta empezó á callar fatigada; pero la Providencia 
se hizo acusadora. ¿Cómo? Lean ustedes. 

En 1860 Obando cayó gravemente herido en el combate de la Cruz 
Verde; y como si la Providencia hubiera querido tomar también parte en 
el proceso histórico, el único sacerdote que la casualidad proporcionó en 
el campo de batalla para confesar y absolver al moribundo, se llamaba 
Antonio José de Sucrey como su tío el Gran Mariscal de Ayacucho. 

Otra fatal y curiosa coincidencia. De las letras de que se compone el 
apellido Obando y de Cruz Verde, sitio donde aquél murió, la malicia hu- 
mana sacó un anagrama terriblemente acusador. 

De Obando y de Cruz Verde, con dos ligeras incorrecciones ortográfi- 
cas, resulta Bandido de Berruecos. 

¡Oh Providencia! 



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Pirámide conmemorativa de Ja batalla de Junin 

EL clarín de CA;NTERAC 

(A Lastenia Larri va de Liona) 

Recio batallar el de las caballerías patriota y realista en Junín. 

Un solo pistoletazo (que en Junín no se gastó más pólvora), y media 
hora de esgrimir lanza y sable. Combate de centauros más que de hombres. 

Canterac, seguido de su clarín de órdenes, recorría el campo, y el cla- 
rín tocaba incesantemente á degüello. 

Ese clarín parecía tener el don de la ubicuidad. Se le oía resonar en 
todas partes: era como la simbólica trompeta del juicio final. «A la iz- 
quierda, á la derecha, en el centro, á retaguardia, siempre el clarín. Mien- 
tras él resonara no era posible la victoria. El clarín español, él solo, man- 
tenía indeciso el éxito.» fCapella Toledo J 

Necochea y Miller enviaron algunas mitades en direcciones diversas, 
sin más encargo que el de hacer enmudecer ese maldecido clarín. 

Empeño inútil. El fatídico clarín resonaba sin descanso, y sus ecos 
eran cada vez más siniestros para la caballería patriota, en cuyas filas 
empezaba á cundir el desorden. 

Necochea, acribillado de heridas, caía del caballo diciendo al capitán 
Herrán (después general y presidente de Colombia): 



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152 



TRADICIONES PERUANAS 



—Capitán, déjeme morir; pero acalle antes ese clarín. 

Y la caballería realista ganaba terreno; y un sargento, Soto (limeño 
que murió en 1882 en la clase de comandante), tomaba prisionero á Ne- 

cochea, poniéndolo á la grupa de 
su corcel. 

Puede escribirse que la derro- 
ta estaba consumada. El sol de los 
incas se eclipsaba y la estrella de 
Bolívar palidecía. 

De pronto cesó de oirse el atro- 
nador, el mágico clarín. ¿Qué ha- 
bía pasado? 

Un escuadrón peruano de re 
cíente formación, recluta digá- 
moslo así, al que por su impericia 
había dejado el general relegado, 
carga bizarramente por un flanco 
y por retaguardia á los engreídos 
vencedores, y el combate se resta- 
blece. Los derrotados se rehacen 
y vuelven con brío sobre los es- 
cuadrones españoles. 

El general Necochea se rein- 
corpora. 

— i Vict o ría por la patria!— dice 
al pelotón de soldados realistas que lo conducían prisionero. 
—¡Victoria por el rey!— contesta el sargento Soto. 
— jNo!— insiste el -bravo argentino. — Ya no se oye el clarín de Cante- 
rae, están ustedes derrotados. 

Y así era en efecto. La tornadiza victoria se declaraba por el Pera, y 
Necochea era rescatado. 

— I Vivan los húsares de Colombia! — ^gritaba un jefe aproximándose á 
Bolívar. 

— ¡La pin pinela! — contestó el Libertador, que había presenciado los 

incidentes todos del combate. — ¡Vivan los húsares del Perú! 

El capitán Herrán había logrado tomar prisionero al infatigable cla- 
rín de Canterac, y en el mismo campo de batalla lo presentaba rendido 
al general Necochea. Este, irritado aún con el recuerdo de las recientes 
peripecias ó exasperado por el dolor de las heridas, dijo lacónicamente: 

— Que lo fusilen 

—General —observó Herrán interrumpiéndolo. 



El gran mariscal D. Mariano Necoctea 
héroe de la batalla de Junin 



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RICARDO PALMA 153 

— O que se meta fraile — añadió Necochea, como complementando la 
frase. 

— Mi general, me haré fraile— contestó precipitadamente el prisionero. 

—¿Me empeñas tu palabra?— insistió Necochea. 

— La empeño, mi general. 

—Pues estás en libertad. Haz de tu capa un sayo. 

Terminada la guerra de independencia, el clarín de Canterac vistió en 
Bogotá el hábito de fraile en el convento de San Diego. 

La historia lo conoce con el nombre de el padre Tena. 



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154 TRADICIONES PERUANAS 



UN VENTRÍLOCUO (1) 

El general D. Antonio Valero, jefe de Estado Mayor de los patriotas 
que en 1825 asediaban el Callao, valía por su inteligencia, denuedo, ac- 
tividad y previsión casi tanto como un ejército. 

Pertenecía á esa brillante pléyade de generales jóvenes que realizaron 
en la guerra de independencia hazañas dignas de ser cantadas por Pín- 
daro y Homero. 



(1) Reproducida esta tradición por la prensa de Venezuela, los descendientes del 
general Valero dirigieron al autor la siguiente carta en uno de los diarios de Caracas. 

Sr. D. Ricardo Palma 

Caracas, 18 de septiembre de 1886 

Señor de todo nuestro aprecio y consideración: Debemos á la bondadosa compla- 
cencia del doctor Arístides Rojas, eminente historiógrafo y publicista patrio, la feliz 
oportunidad de haber leído en la colección de Tradiciones que usted ha publicado, una 
en que consagra un capítulo á la memoria de nuestro amado progenitor. Días después 
filó reproducida por La Opinión NadonoZ, bajo el mote de Honroso recuerdo. 

Nada más satisfactorio que estos rasgos podría exigir un hombre público á la plu- 
ma del historiador; pero acrecienta el mérito de los honrosos conceptos con que usted 
levanta la memoria del general Valero, la consideración de que no sólo es el renom- 
brado amenizador de la historia sudamericana quien se los prodiga, sino á la par 
quien ha sido demasiado severo, injusto en el sentir de muchos, al juzgar á algunos de 
los personajes actores en el gran drama de nuestra emancipación política. Esta apre- 
ciación nos halaga al aceptar como recto ó imparcial el criterio que le ha guiado al ha- 
cer ese recuerdo de nuestro padre. 

Mas no queda ahí solamente el motivo de nuestro agradecimiento para con usted, 
pues á la vez como que levanta usted una especie de desgraciada sombra que parecía 
cubrir la tumba del general Valero, porque excepción hecha del ilustre procer D. Leo- 
cadio Guzmán, del general Capella Toledo á quien usted cita, y de algunos otros que 
no recordamos, escritores ha habido que al historiar hechos de ayer en nuestras mal- 
hadadas contiendas domésticas, hasta han suprimido su nombre, aun habiéndole to- 
cado ser actor principal en aquéllas. 

Los contemporáneos no pueden ser historiadores en el sentido genuino de esta pa- 
labra. Presentes los intereses personales, vivos los odios, candentes las pasiones del 
momento y en choque las rivalidades, apenas si pueden recoger los sucesos; y anta- 



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RICARDO PALMA 155 

En la época del sitio del Callao, Valero acababa de cumplir treinta y 
tres años y era el perfecto tipo del galán caballeresco. Sus compañeros 
del ejército de Colombia, siguiendo el ejemplo de Bolívar, eran prosaicos 
y libertinos en asunto de amoríos. Valero, como Sucre, era un soldado es- 
piritual, de finísimos modales, culto de palabras, respetuoso con la mujer. 
£1 entraba en el cuartel; pero el cuartel no entró en él. 

En un salón, Valero eclipsaba á todos sus compañeros de campamento 
por la elegancia y aseo de su uniforme, gallardía de su persona y exquisita 
amabilidad de su trato. 

En el campo de batalla, Valero, como todos los bravos de la patria 
Tíeja, era un león desencadenado. No hacía más, pero no hacía menos 



gónicos por ser parciales, vienen á dar el justo medio á la posteridad, que es quien se 
encarga de hacer justicia. 

Mucho temeríamos que nos cegase el amor filial, ya que no tenemos competencia 
para juzgarle, si creyésemos al general Valero merecedor de ]a alteza en que usted le 
ha colocado; pero á la verdad ofrendó la mejor parte de su vida á los principios que 
son la aspiración de la sociedad moderna. 

Allá, en la madre patria, adolescente apenas, hace toda la campaña contra el pri- 
mer Bonaparte y cae entre los defensores de la inmortal Zaragoza, tocándole asistir á 
los principales hechos de armas de aquella gran lucha. 

Acá, en América, la tierra de su nacimiento, sirvió á Méjico en altos empleos, y 
luego á Colombia y al Perú; y aunque llegara á las postrimerías de nuestra epopeya 
colombiana, tuvo, no obstante, ocasión de asistir con Fáez al sitio de Puerto Cabello 
y con Salom al del Callao, de donde se separó puco antes de la rendición para ir á 
fortificar las costas del Istmo. Regresa de Venezuela y sigue la campaña contra la» 
guerrillas que aún sostenían la causa realista, hasta su completa pacificación, y sirve 
importantes comisiones y destinos en los cuales mereció la confianza y el aplauso del 
Libertador, de quien fué siempre leal amigo. 

Sus relaciones con algunos hombres importantes que desde los tiempos de la patria 
vieja venían afiliados en la buena causa, le dieron puesto entre los fundadores del par- 
tido liberal; y fué bajo su mando cuando las armas de esta causa obtuvieron la pri- 
mera victoria sobre sus adversarios en los campos de Taratara. Consecuente con sus opi- 
niones y principios, fué de los primeros proclamadores de la federación, é hizo la pri- 
mera ruda campaña mostrándose siempre esforzado. Pero malogrado el primer intento, 
se retiró como muchos de sus compañeros á Nueva- Colombia, donde murió. 

Perdónenos usted si hemos hecho esta carta más larga de lo debido; pero nos ha 
hablado usted de nuestro padre en términos tan honoríficos que no hemos podido evi- 
tarlo, pues sólo nos hemos propuesto presentar á usted un testimonio de nuestra gra- 
titud. 

Recíbalo usted muy sincero con nuestra amistad y respetos. 

Andrés Valero y Lara, — Antonio Valero,— José A. Valero y Lara, — Eamón Gómez 
Valero. 



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156 TRADICIONES PERUANAS 

que cui.V}uÍ6ra de sus camaradas. Militó en España, y fué uno de los de- 
fensores de Zaragoza; y más tarde en Méjico, Colombia y el Perú com- 
batió en favor de la independencia americana. 

Valero había sido favorecido por la naturaleza con una cualidad, ra- 
rísima hoy mismo, y que á principios del siglo se consideraba como sobre- 
natural, maravillosa, diabólica; cualidad de cuya existencia sólo la gente 
muy ilustrada en el Perú tenía alguna noticia más ó menos vaga. 

El general Valero era..... ventrilocTW, 

Son infinitas las anécdotas de ventrilocuismo que sobre él cuenta la 
tradición, y la fácil pluma del general colombiano Luis Capella Toledo 
ha escrito una historia de amor, en que Valero hizo noble uso de esa ha- 
bilidad ó disposición orgánica para obligar á una joven á que no se apar- 
tase del camino del deber. 

A un militar de los tiempos que fueron oí referir que en un banquete 
se propuso Valero mortificar al general Santa-Cruz, pues al trinchar un 
camarón, éste le dijo con voz lastimera: 

— ¡Por amor de Dios, mi general! No me coma usted, que soy padre de 
familia y tengo á quien hacer falta. 

Santa-Cruz dejó caer el trinchante, maravillado de oir hablar á un ca 
marón. 

Puede asegurarse que hasta entonces no tenía Santa-Cruz la menor 
idea del fenómeno. 

Gracias á esta individual y extraña cualidad, salvó el general Valero 
de ser fusilado por Eodil. 

Refiramos el lance. 

El castellano del Eeal Felipe tuvo aviso de que oficiales patriotas, apro- 
vechando de la tiniebla nocturna, se aventuraban á penetrar en el Callao, 
sin duda para concertarse con algunos descontentos y conspiradores. Eodil 
aumentó patrullas de ronda, y efectivamente consiguió apresar en diver- 
sas noches un oficial y dos soldados. Demás está añadir que los envió á 
pudrir tierra. 

Era una madrugada, y el general Valero, emprendiendo el regreso á su 
campamento de Bellavista, después de haber pasado un par de horas en 
conferencia con uno de los capitanes del castillo de San Eafael, iba á pe- 
netrar en una callejuela cuando sintió, por el extremo de ella, el acompa- 
sado andar de una patrulla. El audaz patriota estaba irremisiblemente 
perdido si seguía avanzando, y retroceder le era también imposible. En- 
tonces, ocultando el cuerpo tras el umbral de una puerta, apeló á su ha- 
bilidad de ventrílocuo. 

Cada soldado oyó sobre su cabeza, y como si saliera del cañón de su 
fusil, este grito: 



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RICARDO PALMA 157 

— ¡Viva la patria! iMueran los godos! 

Los de la ronda, que eran ocho hombres, arrojaron al suelo esos fusiles 
en los que se había metido el demonio, fusiles insurgentes que habían te- 
nido la audacia de prorrumpir en voces subversivas, y echaron á correr 
poseídos de terror. 

Media hora después, el general Valero llegaba á su campamento, rién- 
dose aún de la peligrosa aventura, á la vez que dando gracias á Dios por 
haberlo hecho ventrílocuo. 

Desavenencias entre Salom y Valero obligaron á éste á separarse del 
asedio pocos meses antes de la capitulación de Rodil. 



EL SECRETO DE CONFESIÓN 
(A Isidoro de María, en Montevideo) 

Ha pocos meses tuve la visita del padre prefecto de los crucífeiros de 
San Camilo de Lelis, quien me mostró una tarjeta fotográfica que de Roma 
le enviaban, en la cual se veía un sacerdote de la orden de agonizantes, 
acostado en un ataúd, y á cuatro soldados disparando sobre él sus fusiles. 
En el fondo del cuadro alzábanse las almenas de un castilío y la torre de 
honor, sobre la que flameaba el pabellón de España, viéndose en lonta- 
nanza el mar, una isla y navios anclados cerca de ésta. Pidióme el padre 
prefecto, por encargo de su general en Roma, datos sobre el suceso repre- 
sentado en la tarjeta, y que, según la carta, acaeció en el Perú. Fruto de 
mis investigaciones es la tradición que va á leerse. 

Fray Pedro Marieluz nació en Tarma por los años de 1780, y pertene- 
cía á familia que gozaba de holgada posición. Educóse en el noviciado de 
los cruciferos de Lima, y en 1805 recibió las órdenes sacerdotales. 

Empezaban ya en el Perú á calentar las cosas políticas, y estábamos en 
vía de independizarnos. La moda era ser patriota; pero fray Pedro era re- 
fractario á ella. Para él los patriotas no eran sino propagadores de la he- 
rejía y excomulgados vitandos. El padre Marieluz era más realista que 
el rey. 

Cuando en julio de 1821 abandonó La Serna la capital, dejando á San 
Martín expedita la entrada en ella, fué el padre de la Buenamuerte uno 
de los que, para no someterse á la autoridad del nuevo régimen, siguieron 



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158 TRADICIONES PERUANAS 

Al ejército español. El virrey lo nombró capellán de una de las divisiones, 
y con este carácter estuvo en la sorpresa de la Macacona y en otras accio- 
nes de guerra. 

Posesionado el brigadier D. Eamón Rodil de los castillos del Callao, 
vino á unírsele el padre Marieluz con el carácter de vicario castrense. 

Destruido el poder militar de España en la batalla de Ayacucho y si- 
tiado el Callao por los vencedores, el padre Marieluz se resistió á abando- 
nar al castellano del Real Felipe. 

Pero en septiembre de 1825, después de nueve meses de asedio y de 
diario resonar de los cañones, la escasez de víveres y el escorbuto empe- 
zaron á introducir el desaliento entre los sitiados. La conspiración estaba 
ya en la atmósfera. 

Atardecía el 23 de septiembre, víspera del solemne día consagrado á 
la Virgen de Mercedes, cuando tuvo el brigadier denuncia de que, á las 
nueve de la noche, estallaría una revolución en forma, encabezada por 
el comandante Montero, el más prestigioso de los tenientes de Rodil. Los 
hombres de más confianza para éste figuraban entre los comprometidos. 

Rodil, sin pérdida de minuto, procedió á apresarlos; pero por más es- 
fuerzos y ardides que empleara, no consiguió arrancarles la menor revé 
lación» Negaron obstinadamente la existencia del complot revolucionario. 
Entonces el brigadier, para ahorrarse quebraderos de cabeza, resolvió fu- 
silar á todos, justos y pecadores, á las nueve de la noche; precisamente á 
la hora misma en que se habían propuesto los conjurados amarrarlo ó 
aposentarle cuatro onzas de plomo entre pecho y espalda. 

— Padre vicario — dijo Rodil, — son las seis, y en tres horas me confiesa 
su paternidad á estos insurgentes. 

Y salió de la Casamatas. 

A las nueve, los trece sentenciados estaban ante la presencia de Dios. 

Hubo esa noche un drama conmovedor. El comandante Montero con- 
trajo matrimonio, una hora antes de ser fusilado, con una bellísima joven, 
que era ya viuda y virgen. Su primer matrimonio fué en el Cuzco con 
un capitán español, que á pocos instantes de recibida la bendición nupcial, 
dio un beso en la frente á su esposa y montó á caballo para morir en el 
campo de batalla ocho días más tarde. La muerte asistía siempre á las 
nupcias de esta joven. Como el del primer esposo, el beso de Montero fué 
también el beso del moribundo. 

La dos veces viuda y siempre virgen tomó el velo de monja en un 
monasterio de Lima. Hay entre mis lectores no pocos que la han cono- 
cido; pues su fallecimiento es de fresca data. 

Algunos de los trece fusilados dejaban esposa, madre ó hermana en 
el castillo. Rodil las hizo subir á los baluartes ó muros, y por medio do 



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RICARDO PALMA 159 

cuerdas las descolgó á los fosos, para que se encaminasen al campamento 
patriota de Bellavista con la noticia de la manera tan feroz como expedi- 
tiva con que él sabía desbaratar revoluciones. 

Y en efecto: tan terrorífica impre- 
sión produjo entre los suyos este acto 
de neroniana ejemplarización mili- 
tar, que nadie, en los cuatro meses 
más que duró el sitio, volvió á pen- 
sar en conspirar para deshacerse del 
tigre. 

Pero á pesar del severísimo casti- 
go, Eodil no las tenía todas consigo. 
— ¿Quie'n sabe (decíase) si habré deja- 
do con vida á otros tan comprometi- 
dos ó más que los fusilados? ¡No! ¡Pues 
yo no me acuesto con el entripado 
adentro! El confesor ha de saber lo 

cierto y con puntos y comas ¡Ea, 

que me llamen al padre vicario! 

Y venido éste, encerróse con él 
Rodil y le dijo: 

—Padre, es seguro que en la con- E1 capitán general D. Ramón Rodil 

fesión le han revelado á usted esos 

picaros todos sus planes y los elementos con que contaban. Eso necesito 
yo también saber, y en nombre del rey exijo que me lo cuente usted to- 
do, sin omitir nombres ni detalles. 

— Pues, mi general, usía me pide lo imposible, que yo no sacrificaré la 
salvación de mi alma revelando el secreto del penitente, así me lo intima- 
ra el mismo Eey que Dios guarde. 

La sangre se le agolpó á la cabeza al brigadier, y abalanzándose sobre 
el sacerdote, lo sacudió de un brazo, gritándole: 

— jFraile! O me lo cuentas todo ó te fusilo. 

El padre Marieluz, con serenidad verdaderamente evangélica, le con- 
testó: 

—Si Dios ha dispuesto mi martirio, hágase su santa voluntad. Nada 
puede decir á usía el ministro del altar. 

— ¿No hablarás, fraile, traidor á tu rey, á tu bandera y á tu jefe su 
perior? 

— Soy tan leal como usía á mi soberano y al pabellón de Castilla; pero 
usía me exige que sea traidor á Dios y me está prohibido obedecerle. 

Rodil, despechado, corrió el cerrojo, y gritó: 



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160 TRADICIONES PERUANAS 

— jHola! ¡Capitán Iturralde!.... Aquí cuatro budingas con bala en boca. 

Y los budingasy que así denominaban á los rezagos de los ya casi ex- 
tinguidos talaverinos, se presentaron inmediatamente. 

En la habitación donde tan terrible escena pasaba, había varios cajo- 
nes vacíos y entre ellos uno que medía dos varas. 

— ¡De rodillas, fraile!— rugió, más que dijo, la fiera del castillo. 

Y el sacerdote, como si presintiera que el cajón le estaba deparado 
para ataúd, cayó de hinojos junto á él. 

—¡Preparen! ¡Apunten!— mandó Kodil. 

Y volviéndose á la víctima, dijo con voz imponente: 

— Por última vez, en nombre del rey le intimo que declare. 
— En nombre de Dios me niego á declarar— contestó el crucifero, con 
acento débil, pero reposado. 
—-¡Fuego! 

Y fray Pedro Marieluz, noble mártir de la religión y del deber, cayó 
destrozado el pecho por las balas. 



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LA PROTECTORA Y LA LIBERTADORA 

(Monografías históricas) 

I 
DOÑA ROSA CAMPUSANO 

Tendría yo el tradicionista de trece á catorce años, y era alumno en 
un colegio de instrucción preparatoria. 

Entre mis condiscípulos había un niño de la misma edad, hijo único 
de D. Juan Weniger, propietario de dos valiosos almacenes de calzado en 
la calle de Plateros de San Agustín. Alejandro, que así se llamaba mi co- 
lega, excelente muchacho que, corriendo los tiempos, murió en la clase 
de capitán en una de nuestras desastrosas batallas civiles, simpatizaba 
mucho conmigo, y en los días festivos acostumbrábamos mataperrear 
iuntos. 

Alejandro era alumno interno y pasaba los domingos en casa de su 
padre, alemán huraño de carácter, y en cuyo domicilio, al que yo iba con 
frecuencia en busca del compañero, nunca vi ni sombra de faldas. En mi 
concepto, Alejandro era huérfano de madre. 

Tomo IV 11 



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162 TRADICIONES PERUANAS 

Como en ningún colegio faltan espíritus precoces para la maledicen- 
cia, en una de esas frecuentes contiendas escolares trabóse Alejandro de 
palabras con otro chico; y éste, con aire de quien lanza abrumadora inju- 
ria, le gritó: «jCállate, protector/i^ Alejandro, que era algo vigoroso, selló 
la boca de su adversario con tan rudo puñetazo que le rompió un diente. 

Confieso que en mi frivolidad semi-infantil no paré mientes en la pa- 
labra, ni la estimé injuriosa. Verdad también que yo ignoraba su signifi- 
cación y alcance, y aun sospecho que á la mayoría de mis compañeros les 
pasó lo mismo. 

— -Protector! ¡Protector!— murmurábamos. — ¿Por qué se habrá afaro- 
lado tanto este muchacho? 

La verdad era que por tal palabrita ninguno de nosotros habría hecho 
escupir sangre á un colega. En fin, cada cual tiene el genio que Dios le 
ha dado. 

Una tarde me dijo Alejandro: 

— Ven, quiero presentarte á mi madre. 

Y en efecto. Me condujo á los altos del edificio en que está situada la 
Biblioteca Nacional, y cuyo director, que lo era por entonces el ilustre 
Vigil, concedía habitación gratuita á tres ó cuatro familias que habían 
venido á menos. 

En un departamento compuesto de dos cuartos vivía la madre de mi 
amigo. Era ella una señora que frisaba en los cincuenta, de muy simpáti- 
ca fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino, ojos 
azules y expresivos, boca pequeña y mano delicada. Veinte años atrás de- 
bió haber sido mujer seductora por su belleza y gracia y trabucado el seso 
á muchos varones en ejercicio de su varonía. 

Se apoyaba para andar en una muleta con pretensiones de bastón. 
Rengueaba ligeramente. 

Su conversación era entretenida y no escasa de chistes limeños, si bien 
á veces me parecía presuntuosa por lo de rebuscar palabras cultas. 

Tal era en 1846 ó 47, años en que la conocí, la mujer que en la cróni- 
ca casera de la época de la independencia fué bautizada con el apodo de 
la Protectora, y cuya monografía voy á hacer á la ligera. 

Rosita Campusano nació en Guayaquil en 1798. Aunque hija de fami- 
lia que ocupaba modesta posición, sus padres se esmeraron en educarla, 
y á los quince años bailaba como una almea de Oriente, cantaba como 
una sirena y tocaba en el clavecín y en la vihuela todas las canciones del 
repertorio musical á la moda. Con pstos atractivos, unidos al de su per- 
sonal belleza y juventud, es claro que el número de sus enamorados tenía 
-que ser como el de las estrellas, infinito. 



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RICARDO PALMA 163 

La niña era ambiciosa y soñadora, con lo que está dicho que después 
de cumplidas las diez y ocho primaveras, prefirió á ser la esposa de un 
hombre pobre de fortuna que la amase con todo el amor del alma, ser la 

querida de un hombre opulento que 

por vanidad la estimase como valio- 
sa joya. No quiso lucir percal y una 
flor en el peinado, sino vestir seda 
y terciopelo y deslumhrar con dia- 
dema de perlas y brillantes. 

En 1817 llegó á Lima la Rosita 
en compañía de su amante, acau- 
dalado español que barbeaba medio 
siglo, y cuyo goce era rodear á su 
querida de todos los esplendores 
del lujo y satisfacer sus caprichos y 
fantasías. ^ 

En breve los elegantes salones 
de la Campusano, en la calle de San 
Marcelo, fueron el centro de la ju- 
ventud dorada. Los condes de la Ve- 
ga del Ren y de San Juan de Luri- Dr. D. Francisco de P. González Vigil 

gancho, el marqués de Villafuerte, el 

vizconde de San Donas y otros títulos partidarios de la revolución; Boqui, 
el caraqueño Cortínez, Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos caracteri- 
zados conspiradores en favor de la causa de la independencia formaban 
la tertulia de Rosita, que con el entusiasmo febril con que las mujeres 
se apasionan de toda idea grandiosa, se hizo ardiente partidaria de la 
patria. 

Desde que San Martín desembarcó en Pisco, doña Rosa, que á la sazón 
tenía por amante oficial al general D. Domingo Tristán, entabló activa 
correspondencia con el egregio argentino. Tristán y La Mar, que era otro 
de los apasionados de la gentil dama, servían aún bajóla bandera del rey, 
y acaso tuvieron en presencia de la joven expansiones políticas que ella 
explotara en provecho de la causa de sus simpatías. Decíase también que 
el virrey LaSerna quemaba el incienso del galanteo ante la linda guaya 
quileña, y que no pocos secretos planes de los realistas pasaron así des- 
de la casa de doña Rosa hasta el campamento de los patriotas en Huaura. 

D. Tomás Heres, prestigioso capitán del batallón Numancia, instado 
por dos de sus amigos, sacerdotes oratorianos, para afiliarse en la buena 
causa, se manifestaba irresoluto. Los encantos de doña Rosa acabaron de 
decidirlo, y el Numancia, fuerte de 900 plazas, pasó á incorporarse entre 



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164 TRADICIONES PERUANAS 

las tropas republicanas. La causa de España en el Perú quedó desde ese 
momento herida de muerte. 

En una revolución que á principios de 1821 debió encabezar en la for- 
taleza del Callao el comandante del batallón Cantabria D. Juan Santalla, 
fué doña Eosa la encargada de poner á este jefe en relación con los pa- 
triotas. Pero Santalla, que era un barbarote de tan hercúleo vigor que con 
sólo tres dedos doblaba un peso fuerte, se arrepintió en el momento pre- 
ciso, y rompió con sus amigos, poniendo la trama en conocimiento del 
virrey, si bien tuvo la hidalguía de no denunciar á ninguno de los com- 
plicados. 

San Martín, antagónico en esto á su ministro Monteagudo y al Liber- 
tador Bolívar, no dio en Lima motivo de escándalo por aventuras muje- 
riegas. Sus relaciones con la Campusano fueron de tapadillo. Jamás se le 
vio en público con su querida; pero como nada hay oculto bajo el sol, 
algo debió traslucirse, y la heroína quedó bautizada con el sobrenombre 
de la Protectora, 

Organizada ya la Orden del Sol, San Martín, por decreto de 11 de ene 
ro de 1822, creó ciento doce cahalleresas seglares y treinta y dos cahalle- 
resas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios 
de Lima. Entre las primeras se encontraron las condesas de San Isidro y 
de la Vega, y las marquesas de Torre-Tagle, Casa-Boza, Castellón y Casa 
Muñoz. 

El viajero Stevenson, que fué secretario de lord Cochrane, y que como 
tal participaba del encono de su jefe contra San Martín, critica en el to- 
mo III de su curiosa y entretenida obra, impresa en Londres en 1829, His- 
torical and descriptive narrative of twenty years residence in South 
América, que el Protector hubiera investido á su /at;or¿i^a la Campusano 
con la banda bicolor (blanco y rojo), distintivo de las cahalleresas. Esta 
banda llevaba en letras de oro la inscripción siguiente: Al patriotismo de 
las más sensibles. Paréceme que en los albores de la independencia la 
sensiblería estuvo muy á la moda. 

Sin discurrir sobre la conveniencia ó inconveniencia de la creación de 
una Orden antidemocrática, y atendiendo únicamente al hecho, encuentro 
injusta la crítica de Stevenson. Es seguro que á ninguna otra de las ca- 
ballerosas debió la causa libertadora servicios de tanta magnitud como 
los prestados por doña Eosa. En la hora de la recompensa y de los hono- 
res, no era lícito agraviarla con ingrato olvido. 

Con el alejamiento de San Martín de la vida pública se eclipsa tam- 
bién la estrella de doña Eosa Campusano. Con Bolívar debía lucir otro 
astro femenino. 

Posteriormente, y cuando los años y acaso las decepciones habían 



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RICARDO PALMA 165 

marchitado á la mujer y traídola á condición estrecha de recursos para 
la vida, el Congreso del Perú asignó á la caballerosa de la Orden del Sol 
una modesta pensión. 

La Protectora murió en Lima por los años de 1858 á 1860. 



n 

DONA MANUELA 8ÁBNZ 

El puerto de Paita por los años de 1856, en que era yo contador á bor- 
do de la corbeta de guerra Loa, no era, con toda la mansedumbre de su 
bahía y excelentes condiciones sanitarias, muy halagüeña estación naval 
para los oficiales de marina. La sociedad de familias con quienes relacio- 
narse decorosamente era reducidísima. En cambio, para el burdo mari- 
nero Paita con su barrio de Maintope, habitado una puerta sí y otra tam- 
bién por proveedoras de hospitalidad (barata por el momento, pero carí- 
sima después por las consecuencias), era otro paraíso de Mahoma, com- 
plementado con los nauseabundos guisotes de la fonda ó cocinería de don 
José Chepito, personaje de inmortal renombre en Paita. 

De mí sé decir que rara vez desembarcaba, prefiriendo permanecer á 
bordo entretenido con un libro ó con la charla jovial de mis camaradas 
de nave. 

Una tarde, en unión de un joven francés dependiente de comercio, 
paseaba por calles que eran verdaderos arenales. Mi compañero se detu- 
vo á inmediaciones de la iglesia, y me dijo: 

— ^¿Quiere usted, D. Ricardo, conocer lo mejorcito que hay en Paita? 
Me encargo de presentarlo, y le aseguro que será bien recibido. 

Ocurrióme que se trataba de hacerme conocer alguna linda muchacha; 
y como á los veintitrés años el alma es retozona y el cuerpo pide jarana, 
contesté sin vacilar: 

— A lo que estamos, benedicamos, franchute. Andar y no tropezar. 

— Pues en rowte, mon cher. 

Avanzamos media cuadra de camino, y mi cicerone se detuvo á la 
puerta de una casita de humilde apariencia. Los muebles de la sala no 
desdecían en pobreza. Un ancho sillón de cuero con rodaje y manizuela, 
y vecino á éste un escaño de roble con cojines forrados en lienzo; gran 
mesa cuadrada, en el centro; una docena de silletas de estera, de las que 
algunas pedían inmediato reemplazo; en un extremo, tosco armario con 
platos y útiles de comedor, y en el opuesto una cómoda hamaca de Gua- 
yaquil. 



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166 TRADICIONES PERUANAS 

En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, 
estaba una anciana que me pareció representar sesenta años á lo sumo. 
Vestía pobremente, pero con aseo; y bien se adivinaba que ese cuerpo ha- 
bía usado, en mejores tiempos, gro, raso y terciopelo. 

Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos en 
los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara, 
cara redonda y mano aristocrática. 

.—Mi señora doña Manuela — dijo mi acompañante,— presento á usted 
este joven, marino y poeta, porque sé que tendrá usted gusto en hablar 
con él de versos. 

— Sea usted, señor poeta, bien venido á esta su pobre casa — contestó 
la anciana, dirigiéndose á mí con un tono tal de distinción que me hizo 
presentir á la dama que había vivido en alta esfera social. 

Y con ademán lleno de cortesana naturalidad, me brindó asiento. 

Nuestra conversación, en esa tarde, fué estrictamente ceremoniosa. 
En el acento de la señora había algo de la mujer superior acostumbrada 
al mando y á hacer imperar su voluntad. Era un perfecto tipo de la mu- 
jer altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada presuntuosa, dominando 
en ella la ironía. 

Desde aquella tarde encontré en Paita un atractivo, y nunca fui á 
tierra sin pasar una horita de sabrosa plática con doña Manuela Sáenz. 
Recuerdo también que casi siempre me agasajaba con dulces hechos por 
ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar cerca del sillón. 

La pobre señora hacía muchos años que se encontraba tullida. Una 
fiel criada la vestía y desnudaba, la sentaba en el sillón de ruedas y la 
conducía á la salita. 

Cuando yo llevaba la conversación al terreno de las reminiscencias his- 
tóricas; cuando pretendía obtener de doña Manuela confidencias sobre 
Bolívar y Sucre, San Martín y Monteagudo, ú otros personajes á quienes 
ella había conocido y tratado con llaneza, rehuía hábilmente la respuesta 
No eran de su agrado las miradas retrospectivas, y aun sospecho que obe- 
decía á calculado propósito al evitar toda charla sobre el pasado. 

Desde que doña Manuela se estableció en Paita, lo que fué en 1850, si 
la memoria no me es ingrata, cuanto viajero de alguna ilustración ó im- 
portancia pasaba en los vapores, bien con rumbo á Europa ó con proce- 
dencia de ella, desembarcaba atraído por el deseo de conocer á la dama 
que logró encadenar á Bolívar. Al principio doña Manuela recibió con agra- 
do las visitas; pero comprendiendo en breve que era objeto de curiosida- 
des impertinentes, resolvió admitir únicamente á personas que le fueran 
presentadas por sus amigos íntimos del vecindario. 

Esbocemos ahora la biografía de nuestra amiga. 



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RICARDO PALMA 



167 



Doña Manuela Sáenz, perteneciente á familia de holgada posición, 
nació en Quito, en las postrimerías del pasado siglo, y se educó en un con- 
vento de monjas de su ciudad natal. Era, en dos ó tres años, mayor que 
su compatriota la guayaquileña Campusano. En 1817, contrajo matrimo- 
nio con D. Jaime Thorne, médico in- 
glés que pocos años más tarde vino á 
residir en Lima, acompañado de su 
esposa. 

No podré precisar la fecha en que 
rota la armonía del matrimonio, por 
motivos que no me he empeñado en 
averiguar, regresó doña Manuela á 
Quito; pero debió ser á fines de 1822; 
pues entre las ciento doce caballere- 
sas de la Orden del Sol, figura la seño- 
ra Sáenz de Thorne, que indudable- 
mente fué una de las más exaltadas 
patriotas. 

Después de la victoria de Pichin- 
cha, alcanzada por Sucre en mayo del 
22, llegó el Libertador á Quito, y en 
esa época principiaron sus relaciones 
amorosas con la bella Manuelita, úni- 
ca mujer que, después de poseída, lo- 
gró ejercer imperio sobre el sensual y 
voluble Bolívar. 

Durante el primer año de perma- 
nencia del Libertador en el Perú, la 
Sáenz quedó en el Ecuador entrega- 
da por completo á la 
política. Fué entonces 
cuando lanza en ristre 
y á la cabeza de un es- 
cuadrón de caballería 
sofocó un motín en la 
plaza y calles de Quito. 

Poco antes de la batallado Ayacu- 
cho se reunió doña Manuela con el Li- 
bertador, quese encontraba en Huaura. 

Todos los generales del ejército, 

sin excluir á Sucre, y los hombres El Libertador D. Simón Bolívar 




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168 TRADICIONES PERUANAS 

más prominentes de la época, tributaban á la Sáenz las mismas atencio- 
nes que habrían acordado á la esposa legítima del Libertador. Las señoras 
únicamente eran esquivas para con la favorita; y ésta, por su parte, nada 
hacía para conquistarse simpática benevolencia entre los seres de su sexo. 

Al regresar Bolívar á Colombia, quedó en Lima doña Manuela; pero 
cuando estalló en la división colombiana la revolución encabezada por 
Bustamante contra la Vitalicia de Bolívar, revolución que halló eco en el 
Perú entero, la Sáenz penetró, disfrazada de hombre, en uno de los cuar- 
teles, con el propósito de reaccionar un batallón. Frustrado su intento, el 
nuevo gobierno la intimó que se alejase del país, y doña Manuela se puso 
en viaje hasta juntarse con Bolívar en Bogotá. Allí Bolívar y su favorita 
llevaron vida íntima, vida enteramente conyugal; y la sociedad bogotana 
tuvo que hacerse de la vista gorda ante tamaño escándalo. La dama qui- 
teña habitaba en el palacio de gobierno con su amante. 

La Providencia reservaba á la Sáenz el papel de salvadora de la vida 
del Libertador; pues la noche en que los septembristas invadieron el pala- 
cio, doña Manuela obligó á Bolívar á descolgarse por un balcón, y vién- 
dolo ya salvo en la calle, se encaró con los asesinos, deteniéndolos y extra- 
viándolos en sus pesquisas para ganar tiempo y que su amante se alejase 
del lugar del conflicto (1). 

Corazón altamente generoso, obtuvo doña Manuela que Bolívar con- 
mutase en destierro la pena de muerte que el Consejo de guerra había 
impuesto, entre otros de los revolucionarios, á dos que fueron los que más 
ultrajes la prodigaron. Bolívar se resistía á complacerla; pero su amada 
insistió enérgicamente, y dos existencias fueron perdonadas. ¡Nunca una 
favorita pudo emplear mejor su influencia para practicar acción más 
noble! 

Muchos años después de la muerte de Bolívar, acaecida en diciembre 
de 1830, el Congreso del Perú (y entiendo que también uno de los tres 
gobiernos de la antigua Colombia) asignó pensión vitalicia á la Liberta- 
dora, apodo con que, hasta en la historia contemporánea, es conocida 
doña Manuela. Algo más. En su vejez no se ofendía de que así la llama- 
sen, y en diversas ocasiones vi llegar á su casa personas que, como quien 
hace la más natural y sencilla de las preguntas, dijeron: «¿Vive aquí la 
Libertadora?» Doña Manuela sonreía ligeramente y contestaba: «Pase 
usted. ¿Qué quiere con la Libertadora?!^ 



(1) Nos salió al encuentro (escribe D. Florentino González, uno de los jefes de la 
conjuración) una hermosa señora, con una espada en la mano, y con admirable pre- 
sencia de ánimo nos preguntó qué queríamoá. Uno de los nuestros profirió algunas 
amenazas contra aquella señora, y yo me opuse á que las realizara. 



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RICARDO PALMA 169 

iQné motivos tuvo la amada de Bolívar para venir á establecerse y á 
morir en uno de los por entonces más tristes lugarejos del Perú? La po- 
bre baldada me dijo, un día en que aventuré la pregunta, que había ele- 
gido Paita por consejo de un médico, quien juzgaba que con baños de 
arena recobrarían los nervios de la enferma la flexibilidad perdida. Al- 
guien ha escrito que por orgullo no quiso doña Manuela volver á habitar 
en las grandes ciudades, donde había sido admirada como astro esplen- 
doroso: temía exponerse á vengativos desdenes. 

Cuando vino doña Manuela á residir en Paita, ya su esposo, el doctor 
D. Jaime Thorne, había muerto, y de mala manera. Thorne, asociado con 
un Sr. Escobar, trabajaba en la hacienda de Huayto, sobre cuya propie- 
dad mantuvo ruidoso litigio con el coronel D. Justo Hercelles, que alega- 
ba también derechos al fundo, como parte de su herencia materna. Una 
tarde de 1840 ó 1841 en que Thorne, de bracero con una buena moza que 
lo consolaba probablemente de las ya rancias infidelidades de doña Ma 
nuela, paseaba por uno de los callejones de la hacienda, se echaron sobre 
él tres enmascarados y le dieron muerte á puñaladas. La voz pública (que 
con frecuencia se equivoca) acusó á Hercelles de haber armado el brazo 
de los incógnitos asesinos. También Hercelles concluyó trágicamente, uno 
ó dos años más tarde; pues caudillo de una revolución contra el gobier- 
no del presidente general Vidal, fué fusilado en Huaraz. 



ni . 

LA PROTECTORA Y LA LIBERTADORA 

Yo que tuve la buena suerte de conocer y tratar á la favorita de San Mar- 
tín y á la favorita de Bolívar, puedo establecer cardinales diferencias entre 
ambas. Física y moralmente eran tipos contrapuestos. 

En la Campusano vi á la mujer con toda la delicadeza de sentimien- 
tos y debilidades propias de su sexo. En el corazón de Kosa había un de- 
pósito de lágrimas y de afectos tiernos, y Dios le concedió hasta el goce 
de la maternidad, que negó á la Sáenz. 

Doña Manuela era una equivocación de la naturaleza, que en formas 
esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No 
sabía llorar, sino encolerizarse como los hombres de carácter duro. 

La Protectora amaba el hogar y la vida muelle de la ciudad; y la Li- 
bertadora se encontraba como en su centro en medio de la turbulencia 
de los cuarteles y del campamento. La primera nunca paseó sino en cale- 
sa. A la otra se la vio en las calles de Quito y en las de Lima cabalgada 



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170 TRADICIONES PERUANAS 

á manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros de Co- 
lombia y vistiendo dolmán rojo con brandeburgos de oro y pantalón 
bombacho de cotonía blanca. 

La Sáenz renunciaba á su sexo, mientras la Gampusano se enorgulle- 
cía de ser mujer. Ésta se preocupaba de la moda en el traje, y la otra 
vestía al gusto de la costurera. Doña Manuela usó siempre dos arillos de 
oro ó de coral por pendientes, y la Gampusano deslumhraba por la pro- 
fusión de pedrería fína. 

La primera, educada por monjas y en la austeridad de un claustro, era 
librepensadora. La segunda, que pasó su infancia en medio de la agita- 
ción social, era devota creyente. 

Aquélla dominaba sus nervios, conservándose serena y enérgica en 
medio de las balas y al frente de lanzas y espadas tintas en sangre ó del 
afilado puñal de los asesinos. Ésta sabía desmayarse ó disforzarse, como 
todos esos seres preciosos y engreídos que estilan vestirse por la cabeza, 
ante el graznar fatídico del buho ó la carrera de asustadizo ratoncillo. 

La Gampusano perfumaba su pañuelo con los más exquisitos extractos 
ingleses. La otra usaba la hombruna agua de verbena. 

Hasta en sus gustos literarios había completa oposición. 

Guando se restableció el absolutismo y con él la Inquisición, porque 
turbas estúpidas y embriagadas rodeaban en Madrid la carroza en que se 
pavoneaba Fernando Vil, á los gritos de «¡viva el rey! ¡vivan las cade- 
nas!,» y el monarca con aire socarrón les contestaba: «¿queréis cadenas, 
hijitos?, pues tranquilizaos, que se os complacerá á pedir de boca,» el nom- 
bre de doña Eosa Gampusano figuró en el registro secreto del Santo Ofi- 
cio de Lima por lectora de Eloísa y Abelardo y de libritos pornográficos. 
Lluvia de librejos tales hubo en Lima por aquel año, y precisamente la 
persecución que los padres de familia emprendieron para que aquéllos no 
se introdujesen en el hogar, hizo que hasta las mojigatas se diesen un 
buen atracón de lectura, para teüer algo que contarle al fraile confesor 
en la cuaresma. 

El galante Arriaza y el dulcísimo Meléndez eran los poetas de Eosita 

¡Qué contraste con las aficiones de doña Manuelal Ésta leía á Tácito y 
á Plutarco; estudiaba la historia de la península en el padre Mariana, y 
la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Gervantes, y para 
ella no había poetas más allá de Gienfuegos, Quintana y Olmedo. Se sabía 
de coro el Canto á Junin y parlamentos enteros del Felayo, y sus ojos, 
un tanto abotargados ya por el peso de los años, chispeaban de entusias- 
mo al declamar los versos de sus vates predilectos. En la época en que la 
conocí, una de sus lecturas favoritas era la hermosa traducción poética 
de los Salmos por el peruano Valdez. Doña Manuela empezaba á tener 



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RICARDO PALMA 171 

ráfagas de ascetismo, y sus antiguos humos de racionalista iban evapo- 
rándose. 

Decididamente Eosa Campusano era toda una mujer; y sin escrúpulo, 
á haber sido yo joven en sus días de gentileza, me habría inscrito en la 

lista de sus enamorados platónicos. La Sáenz, aun en los tiempos en 

que era una hermosura, no me habría inspirado sino el respetuoso senti- 
miento de amistad que le profesé en su vejez. 

La Campusano fué la mujer-acápite. La Sáenz fué la mujer-hombre. 



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172 



TRADICIONES PERUANAS 



CÓRDOBA 

(A Aníbal Galjndo) 



De I )roísmo verdadero, 
fué una edad que ya se aleja. 
¡Os hace falta un Homero, 
tiempos de la patria vieja! 



El general D. José María Córdoba 

De aquel general que pudo, 
de Ayacucho en la victoria, 
dejar de palmas desmido 
todo el árbol de la gloria; 



del bravo entre los mejores, 
que dijo: arma á discreción, 
y paso de vencedores (1), 
oídme una tradición. 

Espartano en bizarría 
era el gallardo doncel: 
mozo que á nadie cedía 
del heroísmo el laurel. 

Es la civil disensión 
y es un campo de batalla: 
de ancho llano en la extensión 
siembra muertos la metralla. 

Héroe de la antigua Grecia 
transportado al Mundo Nuevo, 
allí do el combate arrecia 
se ve impávido al mancebo. 

¡Oh, cuánta estéril hazaña! 
¡Cuántos tajos y reveses! 
Así bajo la guadaña 
del segador caen las mieses. 

— Ríndete — le grita alguno, — 
tu esperanza es ilicsoria,,. 
Somos ciento y eres uno^ 
y es nuestra ya la victoria (2). 

Con tranquilo parecer 
y altanero sonreir: 
— Si es imposible vencer^ 
no es imposible morir (3), 

dijo el soberbio adalid, 
y espoleando su bridón 
cayó en la revuelta lid 
destrozado el corazón. 



(1) Histórico. 

(2) Idera. 

(3) ídem. 



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EL REY DE LOS CAMANEJOS 

(A José María Zuviría, en Buenos Aires) 

La sacristía de la iglesia de la Merced en Arequipa se compone de dos 
salas, una donde se revisten los frailes para ir al templo á celebrar, y que 
como tal sacristía en poco ó nada se diferencia de la de cualquier conven- 
to de la cristiandad; y la otra, que podría llamarse ante-sacristía, es el pa- 
sadizo obligado entre la iglesia y el claustro. 

Como todo el edificio, la sacristía está construida de calicanto. En el 
centro de su bóveda hay una claraboya, idéntica á la que se ve en la Pe- 
nitenciaría de San Pedro en Lima, y cerca de ella un agujero por el que 
pasa la soga de la campana con que se llama á misa á los fíeles. 

Los muebles apenas si son dignos de atención; pues se limitan á una 
rústica banca de madera y á dos confesonarios de la misma estirpe. 

Colgados en las paredes hay varios lienzos pintados al óleo; pero de 
tal antigüedad y tan mal conservados, que ya tendría tarea el que se pro- 
pusiese descubrir lo que representan. 



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174 TRADICIONES PERUANAS 

Uno de estos cuadros, que se halla sobre la puerta que cae al conven- 
to y el único medianamente cuidado, representa aun fraile revestido con 
los ornamentos de decir misa, con los brazos abiertos y en actitud de pe- 
dir auxilio. En la coronilla tiene una herida de la que brota sangre, vién- 
dose manchas de ella en la casulla y el pavimento. Parece que la escena 
empezó en un altar que se distingue á la derecha, y en el que se notan 
misal abierto sobre atril, patena, corporal y palmatoria, que indican ha- 
ber estado el fraile celebrando el Santo Sacrificio cuando fué atacado por 
otro personaje que se ve á corta distancia en situación de repartir porra- 
zos con un cáliz que en la mano tiene. Este personaje es un caballero 
vestido con calzón á media pierna, medias de acuchillado, zapatos con 
virillas de acero y capa flotante de paño veintidoseno de Segovia. 

Poniendo punto á este preámbulo indispensable, vamos á la tradición 
explicatoria del emblemático lienzo. ¡A la mar, agua! 



Hasta 1823 comía pan en la ciudad del Misti un hidalgo llamado don 
Pedro Pablo Eosel, nacido en Arequipa é hijo de español empingorotado 
y de arequipeña aristocrática. 

Este sujeto, que había recibido la más esmerada educación que por 
aquellos tiempos diérase á mozo de buen solar, y que sobre todo tema 
disertaba con recto criterio, habría pasado hasta por hombre de esclare- 
cido talento y de buen seso, si de vez en cuando no se le escapara este 
despapucho: 

— Yo no soy un cualquiera, ¿estamos? 

—¿Quién lo duda, Sr. Eosel? — ^le contestaba alguno de sus tertulios. 

— Sépase usted, mi amigo — continuaba D. Pablo, — que está usted ha- 
blando nada menos que con el príncipe heredero del trono de Camaná; 
pero estos picaros zambos de los Eoseles (que así calificaba á su parente- 
la) me robaron chiquito de palacio, sobornando á las damas de honor, 
azafatas y meninas de mi madre la reina, y me trajeron á Arequipa. 

— ¿Y cómo ha llegado Vuestra Majestad á descubrir tamaña villanía? 

— Por revelación del Arcángel San Miguel, que en tres ocasiones se 
me ha aparecido y referídome las cosas de pe á pa. Pero pronto arrojaré 
(iel trono al usurpador, y esos zambos de los Eoseles verán dónde les da 
el agua. 

Hemos dicho que fuera del tema de su locura, en todo lo demás pro- 
cedía D. Pedro Pablo con juicio que le envidiaran los cuerdos; pues como 
agricultor y comerciante lo acompañaba el acierto, progresando su ha- 
cienda de maravillosa manera. 



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RICARDO PALMA 175 

Para no encanallarse, rozándose con todo el mundo, con mengua de 
su dignidad de príncipe real, D. Pedro Pablo se dejaba ver rara vez por 
las calles de Arequipa. En su casa y en su intimidad sólo recibía media 
docena de amigos, á los que tenía apalabrados para futuros ministros del 
reino, y á fray Francisco Virrueta, del orden de la Merced, arzobispo pre- 
sunto de Camaná. Todos ellos llevaban el amén al loco manso, discurrían 
con él sobre un plan de hacienda, en virtud del cual las aceitunas de Ca 
maná valdrían su peso en plata, y disparataban ni más ni menos que si 
estuvieran en Congreso aderezando proyectos de ley ó en Consejo de mi- 
nistros á la de veras. 

Eegina, que así se llamaba la hija única de D. Pedro Pablo, y que era 
una muchacha tan seria y formalotaque parecía tener una vieja adentro, 
agasajaba á los tertulios nocturnos de Su Majestad camaneja con una su- 
culenta jicara de chocolate acompañada de bollos. La princesita sabía 
hacer los honores palaciegos. 

Acostumbraba el padre Virrueta decir misa á las cinco de la mañana 
en la iglesia de la Merced, y entre los pocos asistentes á ella encontrába- 
se con frecuencia D. Pedro Pablo, que en varias ocasiones se brindó á 
servir de ayudante; que era Su Majestad camaneja hombre devoto y res- 
petuoso con la Iglesia, si bien, como Luis XI y Felipe II, sostenía que los 
monarcas acatando mucho al Pontífice, no deben cederle un palmo en 
asuntos temporales de patronato. 

Una de esas mañanas amaneció el loco manso con la vena gruesa. 

Toleró, mordiéndose los labios, que el sacerdote consumiese la Hostia 
sin pedirle la licencia que á su juicio era de rito cuando se celebraba an- 
te el monarca; pero al ver que el oficiante iba á consumir el sanguis con 
el mismo desacato y con tanto menoscabo de las regalías del patrono, 
arrebató el cáliz al padre Virrueta, y dándole con él tan tremendo golpe 
en la cabeza que casi se la partió en dos, le gritó furioso: 

— ¡Esa no te la aguanto, fraile mal criado! Te dejé consumir la Hostia 
sin mi venia, creyendo que por distracción no me la pediste; pero reinci- 
des maliciosamente y te castigo como debo. ¡Chupa, fraile mastuerzo!] 

Y como el loco se hallaba dominado por la furia, quiso seguir menu- 
deando golpes al pobre fraile, que no tuvo más escapatoria que echar á 
correr. Afortunadamente para él, enredóse su perseguidor en la cadeneta 
de la campanilla de un altar y cayó al suelo, circunstancia que aprove- 
charon los asistentes para atar codo con codo á Su Majestad camaneja. 

Como era natural, el suceso causó gran alboroto en Arequipa, no sólo por 
la cabeza rota del mercenario, sino por la irregularidad en que quedó la 
iglesia por haberse derramado en su pavimento el sanguis. Mientras teó- 
logos y canonistas se ponían de acuerdo con la autoridad eclesiástica para 



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176 TRADICIONES PERUANAS 

la rehabilitación del templo, permaneció éste cerrado por algunos meses. 

Después de los consiguientes asperges, latinazos y canto llano, dobles 
y repiques, se dio por nulo y sin valor todo lo sucedido y por limpio y 
purificado el pavimento de la polluta iglesia. 

Terminadas las fiestas de reiiabilitación, en las que el padre Yirrueta 
fué el protagonista, acordó la comunidad, por voto unánime, hacer pin- 
tar un cuadro que conmemorase el suceso y colocarlo cerca del altar. 
Pero el padre Virrueta tomó por el susodicho cuadro más ojeriza que 
Sancho por la manta, y mandó que se le trasladase á la sacristía, donde 
es probable que permanezca mucho tiempo todavía; porque el cuadrito ha 
resistido ya más de medio siglo sin sufrir desperfecto por terremotos, in- 
cendios y aguaceros. Hasta la polilla y los ratones le tienen miedo y no 
le hincan diente. 

II 

Como es de suponer, la locura de Eosel obligó á la familia á adoptar 
medidas, no sólo para evitar conflictos posteriores, sino también para cu- 
rarlo, si posibilidad de ello había en los recursos de la ciencia. Pero á 
pesar de galenos, el loco iba de mal en peor; y poniéndose cada día más 
furioso, era peligro permanente para vecinos y deudos. Sólo su hija Regi 
na, que no era ninguna señor itinga asustadiza, ejercía algún dominio so- 
bre él. 

Se acordó definitivamente por la familia conducir á D. Pedro Pablo 
á una casita de campo, que en el pago de San Isidro, á una milla de la 
ciudad, poseía el alienado; pero como Regina no quiso consentir en que 
la traslación se hiciera encerrando á su padre en una jaula, hubieron de 
confabularse autoridad, deudos y médicos para arbitrar expediente en 
que la violencia, el rigor ó la camiseta de fuerza quedaran excluidos. 

Una mañana llegó á casa de Eosel un alférez de carabineros reales 
con seis soldados lujosamente cabalgados y equipados, el que haciendo 
genuflexiones y cortesías dijo: 

— Majestad, vengo enviado por vuestros leales vasallos de Camaná 
para poner en vuestro augusto conocimiento que el trono está vacante, y 
que todos gimen y suspiran por que os presentéis cuanto antes y libertéis 
á la patria de ambiciosos y usurpadores que se disputan la corona. Si fue- 
re vuestra sacra y real voluntad poneros en camino ahora mismo, brava 
y lucida escolta os ofrezco. 

El rey, dando á besar su mano al emisario, contestó: 

— Levántate, marqués de la Buena Nueva, que hacerte merced quiero 
por tu fidelidad para con tu soberano. Mi reino me llama, y á su llama- 



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RICARDO PALMA 177 

miento acudiré con presteza. Nos pondremos en marcha después de refo- 
cilar el estómago. Kegina, el almuerzo. 

En la mesa no anduvo corto el flamante marqués en pintar el entusias- 
mo de los camanejos por su monarca, pintura que escuchó éste con aire 
de eso y mucho más me merezco. 

— YsL veremos cómo hacer felices á esos pobres diablos — parecía decir 
la sonrisa bonachona de Su Majestad D. Pedro Pablo I de Camaná. 

Al salir al patio, uno de los soldados, hincando una rodilla en tierra, 
le presentó un caballo soberbiamente enjaezado. El monarca, poniéndola 
regia planta en el estribo, le preguntó: 

— ¿Cómo te llamas? 

— Marcos Quispe Condorí, ¿ai¿ai— contestó el soldado, que era un in 
dio rudo de la Puna. 

— Pues algo ha de tocarte en la distribución de mis reales mercedes, 
Marcos Quispe Condorí. Te hago desde hoy caballero de espuela dorada, 
libre de todo pecho y anata. 

— ^Dios te lo pague, taitai. 

Y la comitiva emprendió el camino de la Amargura en dirección al 
Calvario, 

Faltaba una cuadra para llegar á la casita de campo, cuando se pre- 
sentaron de improviso hasta veinte hombres armados de escopetas y sa- 
bles mohosos, gritando «¡muera el rey!» 

El marqués de la Buena Nueva y sus seis jinetes, al grito de «¡viva el 
rey!» arremetieron sobre los sediciosos, y éstos contestaron á escopetazos. 
La zinguizarra no parecía de mentirijillas. 

¿Qué creerán ustedes que hizo Su Majestad? Pues, señores, tuvo el 
buen sentido y la grandeza de ánimo (que los caudillos cuerdos nunca 
tuvieron) de sacar su pañuelo blanco, y con voz alterada por una gran 
emoción, gritó: 

— Me rindo, hijos míos, y que no se derrame sangre por mi causa. 

Decididamente, sólo un loco es capaz de abnegación tamaña. 

Los vencedores se apoderaron de D. Pedro Pablo y lo encerraron en 
un cuarto, remachándole antes al pie izquierdo una cadena sujeta por aro 
de fierro á la pared. 

Regina acompañó á su pobre padre en el cautiverio. Probablemente 
la pérdida de la batalla (y con ella el destronamiento y la prisión) influ- 
yeron favorablemente en el sistema nervioso de Rosel; pues lo abandonó 
todo arrebato de furia, volviendo á su locura inofensiva de exigir que se 
le tratase con la consideración debida á un rey en desgracia. Algo más: 
sentado en un sillón de baqueta de Cochabamba, recibía á sus arrendata- 
rios, con quienes después de arreglar cuentas, hablaba juiciosamente so- 

ToMo IV 12 



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178 TRADICIONES PERUANAS 

bre el regadío y la sementera También sus amigos los ex ministros iban 
á visitarlo en ratos perdidos, maravilla de que no podrá alabarse ningún 
poderoso caído: <£n tiempo de higos, abundan los amigos; pero en tiem- 
po agreste, nos huyen como de la peste.» 

Sólo el padre Virrueta le guardó al loco, que casi lo descalabra, perpe- 
tua inquina. Su paternidad era durillo de entrañas. 

En su última enfermedad, creyóse que Eosel había recobrado toda la 
lucidez de la razón; pues rechazó el tratamiento de majestad, protestan- 
do de semejante locura. El médico y el confesor, persuadidos de que el 
moribundo gozaba de cabal juicio, convinieron en que se le administrase 
el Viático, sacramento que D. Pedro Pablo pedía con instancia. 

Trajeron, pues, al Santísimo con acompañamiento de medio Arequipa, 
que Rosel fué vecino servicial, honrado y muy querido. Pero al oir músi- 
ca y la campanilla, preguntó el enfermo qué ruido era ese: contestándole 
el confesor que era la Majestad Divina que venía á despedirlo para la 
eternidad, quedóse Rosel un rato pensativo, y con voz que apagaba ya la 
muerte, murmuró como hablando consigo mismo: 

— jBien! Que pase Se juntarán dos Majestades. 

Con tan clara prueba de que la locura era persistente, supondrá el leo-» 
tor que el cura regresó sin administrar el Viático. 

Como en 1823 no existía aún El Comercio ni diario alguno noticioso, 
no he podido averiguar si el rey de los camanejos mereció ó no honores 
fúnebres de sus subditos. 




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BIGARDO PALMA 179 

IR POR LANA Y VOLVER TRASQUILADO 

(A Adolfo Saldías, en Buenos Aires) 

Era una tarde veraniega del año de gracia 1580 y la hora crepus- 
cular. 

En casa de Francisco Palomino, macero del Cabildo de esta tres veces 
coronada ciudad de los Reyes, hallábanse congregados en torno á una 
mesa con tapete verde el antedicho Palomino Juan de Ventosilla y Diego 
de Alcañices, soldados de arcabuceros reales y grandísimos devotos de 
Santa Picardía, y Pedro Carrosela, un píllete de lo más alquitarado de la 
truhanería de Lima. 

Cubilete en mano, no daban reposo á las muelas de Santa Apolonia 
sino para de rato en rato aplicar un beso á la botella del tinto riojano. 

Un mozo con capote de lamparilla entró en el cuarto, y dirigiéndose 
al dueño de casa, dijo: 

— D. Francisco, ahí lo bus«a un caballero emperifollado, y dice que 
salga, que hablarle quiere. 

— ¡Por los clavos de Cristo! Pase adelante quien fuere, que en pisar mi 
casa, el mismo rey recibe honra. 

Salió el mozo, y á poco entró un embozado de gallarda presencia. Le 
vantóse Palomino, y extendiendo la mano, que el desconocido no estre- 
chó, dijo: 

— ^¿En qué puedo servir á vuesa merced? 

— Vengo, mi Sr. D. Francisco, á entregarle una carta que me rece 
mendó pusiese en manos .propias un su amigo del Cuzco. 

Y al dar la carta la dejó, como por torpeza, caer al suelo. 

Agachóse á recogerla Palomino, á la vez que el visitante sacaba á lu- 
cir un garrote, y en menos tiempo del que gasta una vieja en persignarse, 
le arrimó dos trancazos bárbaros al macero de la ciudad, dejándolo sin 
sentido. 

Se armó una de pe y pe y doble hache. Figúrensela ustedes. 

Los tres jugadores desenvainaron las tizonas y se vinieron sobre el 
alevoso apaleador, que también, charrasca en mano, se puso en actitud 
de defensa, gritando: 

— jNo va nada con vuesas mercedes, caballeros! Yo vine sólo á castigar 
á Palomino, que tuvo la cobardía de poner la mano sobre el rostro de un 



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180 TRADICIONES PERUANAS 

mi deudo, hombre viejo y lisiado y por ello incapaz para cobrar desagra- 
vio por su propio brazo. 

Pero los camaradas del macero, sin atender á palabras, lo acometieron 
con brío; y aunque el atacado se defendía con coraje y destreza, al cabo 
eran tres contra uno y á la larga habían de vencerlo. 

Todos los picotazos 
van á la cresta. .. 
{Quiera Dios que mi gallo 
salga bien de esta! 

Lo calculó Melchor Vázquez, que así se llamaba el hombre del garrote, 
y logró, batiéndose en retirada, ganar la calle. Sus adversarios no lo per- 
siguieron fuera de la casa, y regresaron á socorrer al maltrecho D. Fran- 
cisco. 

En la calle lo esperaba el deudo, y D. Melchor, al enfrentarse con él, 
le dijo: 

— Regocíjate, Antonio, que ya está bien castigado ese picaro por la 
ofensa que te infirió. 

— ¿Castigado dices? — contestó el otro, acercándosele, y añadió con es- 
panto: — ¿Y las narices, hombre de Dios? 

— ¿Qué narices? 

— Las tuyas, cristiano. 

Levantó Vázquez la mano y pasósela por la ensangrentada capa sin 
tropezar con la nariz. Csta había emigrado. 

— ¡Ca rráspita! -exclamó. — ¡Me fundieron/ 

Y como un huracán entróse de nuevo en casa de Palomino en busca 
de su nariz. Halló ésta tirada en el santísimo suelo y cerca de la puerta. 

Cogióla ligeramente con la punta de los dedos, y volvió á salir sin dar 
tiempo á los compinches de Palomino para nueva embestida. 

— iMe las rebanaron, Antonio! ¡Me las rebanaron! — exclamaba el infe- 
liz desnarizado.— íY lo peor es que ya están frías y no podrá pegármelas 
el físico! 

Y Vázquez y su deudo se fueron á toda prisa donde D. Carlos Balles- 
teros, que era en esa época la filigrana de oro entre los médicos y ciruja- 
nos de Lima. 

Éste declaró que las narices eran difuntas; que para ellas no había re- 
surrección, y que lo único acertado que podía hacer su ex dueño en obse- 
quio de ellas, era mandarlas enterrar en sagrado. 

La rinoplastia estaba todavía en el limbo. Edmundo About no había 
escrito aún su ingeniosa novela La nariz de un notario. 

Aunque el macrobio ó centenario D. Juan Rodríguez Fresle, en su fa- 



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RICARDO PALMA 181 

raoso libro Camero, cronicón divertidísimo, dice que Vázquez se mandó 
fabricar unas narices de barro muy al natural, otro escritor asegura que 
fueron de cera nicaragüense, A lo que dice el último me atengo. 

Melchor Vázquez Campuzano fué en Lima la quinta esencia de la tu 
nantería pasada por alambique. De buen talante, rumboso, espadachín, 
más alegre que día con sol de primavera, muy mimado por las princesas 
de á tres cuartillos. 

La aventura mal aventurada de las narices tuvo para él, por conse- 
cuencia final, la de que su novia, que era una limonita que calzaba zapa- 
ticos que parecían hechos por mano de ángel y para caminar sobre nu- 
bes, le' expidiera pasaporte en regla y se echara á corresponder las 
carantoñas y cucamonas del Perico Carrosela, uno de los desnarizadores. 
La niña era de esas que con sólo mirarlas, siente un cristiano calambre 
en las piernas y temblor en la barba. jDigo, sería linda! Compadezco al 
galán que por carencia de narices no pudo disfrutar del perfume de esa 
rosa pitiminí. Flores tales no las hizo Dios para los chatos. 

Melchor Vázquez Campuzano, por miedo, no á los hombres, que buen 
acero llevaba al cinto para mantenerlos á raya, sino á las pullas con que 
sobre sus finadas narices y las de flamante reemplazo lo abrumarían las 
muchachas, se escapó de Lima y fué á sentar sus reales en Santafé de 
Bogotá, donde tuvo otras aventuras que he leído, relatadas por la galana 
pluma de Soledad Acosta de Samper. 



UN DESPEJO EN ACHO 

Fuese porque á los cachimbos ó guardias nacionales de la era colonial 
les brotaran humos de echarla de militares en forma, ó porque razones 
de alta política que yo no atino á explicarme influyeran en el virrey Abas- 
cal, ello es que en los tiempos de éste nació la costumbre de que en las 
corridas de toros saliese al redondel una compañía de soldados con uni- 
forme de parada á hacer evoluciones, en las que había casi siempre mu- 
cho de baile de cijadrillas, con trenzado, balancín y cambio de parejas. 
A esto se bautizó con el nombre de despejo, y hasta ha poquísimos años, 
en que á Dios gracias y con sobra de buen sentido por parte del gobierno 
tan ridicula exhibición se ha proscrito, vimos despejos en qwe los ¡sóida 
dos se arrodillaban, y con flores sacadas de la cartuchera trazaban letras 



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182 TRADICIONES PERUANAS 

en el suelo hasta poner un Viva mi amor, que no lo escribiera más lindo 
pendolista de oñcina. 

En los tan renombrados toros de la Concordia fué cuando por prime- 
ra vez los oficiales del batallón de tal nombre, que eran jóvenes acauda- 
lados, del comercio y de la aristocracia limeña, idearon esta mojiganga 
militar, que fué muy del gusto del público y que hasta nuestros días si- 
guió siéndolo, 

A San Martín y Bolívar, que no eran taurófilos, no les convenía indis- 
ponerse con el pueblo cortando por lo sano, y muy á su pesar toleraron 
que los veteranos del ejército continuaran exhibiéndose en la plaza de 
Acho. Gobiernos posteriores llegaron hasta á conferir ascenso al capitán 
que ideaba un despejo lucido, en que los militronchos formaban estrellas, 
triángulos, círculos, pentágonos, y qué sé yo cuántas figuras geométricas. 

Verdad que ni entonces ni después faltaron militares que protestasen 
contra los despejos, considerándolos como depresivos al decoro de la ca- 
rrera de las armas, que ciertamente no ha sido el ejército creado para di- 
vertimiento y solaz de las turbas populares. En el campo de instrucción 
es en donde únicamente es lícito al soldado evolucionar coram, pópulo. 

Y de la primera y muy enérgica protesta contra los despejos, es de la 
que con venia de ustedes voy á ocuparme. 

El 8 de diciembre de 1820 un granuja, á quien faltaban cinco meses 
para cumplir quince años, después de escaparse del colegio de San Fer- 
nando, se presentó en Huaura al general San Martín, diciéndole que él 
también era insurgente y que quería matar godos. El Protector lo agasa- 
jó mucho, y lo destinó como cadete en Xumancia, En esta clase asistió 
el muchacho á todas las peripecias del primer sitio del Callao, y el 15 de 
enero de 1822 recibió el tan aihelado título de oficial. 

Zepita, Junín, Ayacuchoysu concurrencia al segundo sitio del Callao, 
en que raro fué el día sin cambio de confites de plomo, hicieron de nues- 
tro hombrecito, á los veinte años cabales, todo un señor capitaneen man- 
do de compañía. 

Se aproximaba el 3 de septiembre de 1826, día en que Bolívar debía 
embarcarse para regresar á Colombia, donde las cosas políticas andaban 
más que turbias por insubordinaciones de Páez, desacatos de Santander 
y marimorena del Congreso. 

El Cabildo de Lima, que siempre fué taurómano, se propuso festejar 
al Libertador, por vía de despedida, con una función 4p cornúpetos, y el 
I.® de septiembre no había en cuartos, tablado ni galerías asiento sin 
dueño. Todo Lima estaba allí á las dos en punto de la tarde. 

Llegó D. Simón con la comitiva palaciega y tomó asiento en la gale- 
ría del gobierno, mientras las músicas militares lo saludaban tocando el 



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RICARDO PALMA 183 

himno nacional, lo cual, ínter tíos y en confianza sea dicho, es muy anti- 
democrático. Esos honores sólo en las monarquías es tolerable que se tri- 
buten á la persona del soberano. Mal cuadran á mandatario republicano, 
y menos en espectáculo populachero. El himno nacional debe ser excluí- 
do de actos que no revistan solemnidad, y no es digno de prodigarse. 

Vamos al despejo. 

Llevando á la cabeza banda de música, que fué á situarse en el tem- 
plador, salió en columna con su capitán y oficiales, elegantemente unifor- 
mados, una compañía del batallón «Legión Peruana,» la que luego des- 
plegó en orden de batalla frente á la galería del gobierno, presentando las 
armas al jefe de la Nación. 

El despejo prometía ser de lo bueno lo mejor. El pueblo rompió en 
atronador palmoteo. 

Hecha la presentación de armas cesó la música; y el capitán, á toque 
de corneta, hizo lo que en tecnicismo militar se llama ejercicio de com- 
pañía, tal como diariamente lo practicaba en el patio del cuartel. Termi- 
nado el ejercicio, el corneta tocó fajina y los soldados se dispersaron á 
buscar asiento en el tendido. 

jPor vida de Carracuca, y lo que se arremolinó el respetable público! 
Eso no era despejo ni cosa que se le pareciese. Eso era insulso, muy in- 
sulso. Eso no tenía maldita la gracia. «¡Que me vuelvan mi plata! — ¡Em- 
presario ladronazo! — {Yo he venido por el despejo, y quiero despejo! — jA 
robar á Piedras Gordas! — ¡Esto es un engaño al público! — ¡Que metan en 
la cárcel á ese capitán!— ¡Así no va mi plata!» ¡Dios de Dios y los dicha- 
rachos y los sapos y culebras y el toletole y la grita del concurso! 

Y en esto salió á la plaza el primer toro, que dio cinco primorosas suer- 
tes al capeador de á caballo Esteban Arredondo, con lo que calmada un 
tanto la efervescencia popular, ya nadie pensó sino en los lances de la lidia. 

Sólo Bolívar y La Mar, que estaba sentado á la derecha del Libertador, 
sonreían durante la algazara, diciendo el último: 

— Tiene razón el capitán. 

— ^Pienso como usted, general— contestó Bolívar. — ^La patria no paga 
soldados para pantomimas. 

jAh! Me olvidaba de decir á ustedes el nombre del capitancito que tan 
sutilmente protestó contra los despejos. Ustedes me dispensen la distrac 
ción. 

Se llamaba Felipe Santiago Salaverry. 



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184 TRADICIONES PERUANAS 



LA SALAVERRINA 
(A Joaquín Palma, en Guatemala) 



El 23 de febrero de 1836 un joven de veintiocho años de edad, pues 
nació en Lima el 2 de mayo de 1806, y que recientemente había obtenido 
el ascenso á general de brigada, alzaba en la fortaleza del Callao la ban- 
dera de la revolución contra el gobierno del presidente constitucional 
D. Luis José de Orbegoso. Al día siguiente el pueblo de Lima armonizó 
con la causa y principios proclamados por el flamante jefe supremo. 

Mal inspirado el gobernante legítimo, solicitó y obtuvo la alianza de 
nación vecina, y tropas extranjeras con el carácter de aliadas pisaron el 
territorio peruano. Así desnacionalizó Orbegoso su causa, y la del revo- 
lucionario general Salaverry ganó en prestigio, pues toda la juventud se 
agrupó en torno del pabellón de la patria, simbolizado en el joven caudi- 
llo. El país se hizo salaverrino. 

Salaverry, inteligente, simpático, honrado y bravo como un Ney ó un 
Murat, un Necochea ó un Córdoba, era el ídolo del soldado. La rigurosa 
disciplina establecida por él en su pequeño ejército, dio por fruto milita- 
res pundonorosos y valientes hasta el heroísmo. 

En agosto de ese año los dos mil hombres que componían el ejército 
estaban acantonados en Bellavista, pueblecito situado á dos millas cortas 
del Callao, donde el general Salaverry con infatigable constancia se ocu- 
paba en ejercicios militares y en los últimos arreglos para emprender 
campaña contra el invasor. 

Salaverry, que en su niñez había sido alumno del conservatorio de mú- 
sica que hasta 1820 tuvieron los agustinos del convento de Lima, encon- 
traba poco bélicas las marchas y pasos dobles que tocaban las dos únicas 
bandas militares de su ejército, y encargó á los jefes de batallón que es- 
timularan á los músicos mayores para que compusieran algo que enarde- 
ciera el ánimo del soldado, arrastrándolo con irresistible impulso á morir 
defendiendo el honor de su bandera. Él quería otra Marsellesa, otro 
Himno de Riego, 6 algo siquiera como el Himno de Bilbao; música, en 
fin, de esa que hace hervir la sangre en las venas y que crea ó improvisa 
valientes. 

Ya en dos ocasiones las bandas militares habían tocado, en la retreta 



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RICARDO PALMA 185 

que dos noches por semana daban á la puerta de la casa ocupada por Sa- 
laverry, marchas ó pasos dobles, compuestos por músicos raputados en el 
país; pero el general dijo en tales oportunidades: 

— jEh! Esa música será muy bue- 
na para bailar boleros y zorongos, 
pero no para que los hombres se ha- 
gan matar. 

Una noche, sonadas ya las nue- 
ve y concluida la retreta, el capitán 
bajo cuyses órdenes iban las dos ban- 
das, se acercó, como era de ordenan- 
za, al jefe supremo, y cuadrándose 
militarmente le dijo: 

—Mi general, con su permiso van 
á retirarse las bandas á su cuartel. 

— Está bien — contestó lacónica- 
mente Salaverry. 

Las dos bandas, al ponerse en 
movimiento, rompieron en una mar- 
cha alegre, entusiasta, en la que ha- 
bía algo de fragor de combate y dia- 
na de victoria; marcha guerrera, en 
fin, que repercutió en los nervios de 
Salaverry, quien echó á Andar tras 
de los músicos y entró junto con 
ellos en el cuartel. 

— Coronel— dijo, dirigiéndose á 
Vivanco, que era el subjefe de esta- ^/^^ s/S^^ *^ «--¿Í^h 
do mayor. — ¿Qué músico ha com- 
puesto ese paso de ataque? 

— Aquí lo tiene vuecelencia— con- 
testó Vivanco, haciendo adelantar á 
un mulato de veinticinco años y de 

aspecto simpático, á pesar de que H general Salaverry 

lucía un abdomen como un tambor. 

— ¿Cómo se llama esta marcha, mi amigo? — le preguntó el jefe supre- 
mo, sonriendo ante la obesidad del músico. 

— La Salaverrinay mi general. 

—¿Y el nombre de usted? 

— Manuel Bañón, servidor de vuecelencia. 

— Pues, Sr. Bañón, lo felicito; porque ha compuesto un paso doble que 




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186 



TRADICIONES PERUANAS 



llevará á mis tropas á la victoria. Desde hoy queda usted nombrado direc- 
tor de las bandas del ejército, con sueldo de capitán. Déme usted la mano. 
Y el heroico Salaverry, el ídolo de la juventud limeña, dio una em- 
puñada al humilde músico; y vol- 
viéndose al coronel de carabineros 
de la Guardia, que se alistaba para 
realizar con doscientos sesenta hom- 
bres la ocupación de Cobija, añadió 
en voz baja: 

— Quiroga, toma seis onxas de oro 
de la caja de tu batallón y obsequía- 
selas á Bañón. 

Y La Salaverrina no se volvió á 
tocar por las bandas del ejército has- 
ta el 4 de febrero de 1836 en el reñi- 
dísimo combate del puente de Uchu- 
mayo, en que salió derrotado y he- 
rido el general boliviano Rallivián, 
dejando trescientos quince muertos 
y doscientos ochenta y cuatro prisio- 
neros. El coronel Cárdenas fué el hé- 
roe del combate. 

Salaverry ordenó que desde ese 
día, La Salaverrina del músico li- 
meño Manuel Bañón se conociera con 
el nombre de M Ataque de Uchú- 
'mayo. 

Ha transcurrido más de medio si- 

El general Vivanco ^^^^ ^ ^j ^^^ ^^^^^ ^^ Uchumayo si- 

gue siendo el predilecto del soldado peruano. 




Aquí deberíamos dar por concluida la tradición; pero habrá lectores 
que nos agradezcan el que por vía de epílogo les demos á conocer el éxi- 
to de la revolución encabezada por Salaverry. 

El 7 de febrero, esto es, tres días después del triunfo de Uchumayo, 
se dio la batalla de Socabaya. Eran las nueve de la mañana cuando la di- 
visión boliviana del general Sagárnaga rompió fuego de cañón y fusilería 
sobre los batallones Chiclayo y Victoria, á órdenes del coronel Rivas, que 
habrían sido arrollados sin la oportuna y vigorosa carga del escuadrón 
húsares, mandado por el bizarro Lagomarsino, que perdió en ella la mi- 
tad de su gente. 



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RICARDO PALMA 187 

Los cazadores de la Guardia y los cazadores de Lima, mandados res- 
pectivamente por los coroneles Oyague y Eíos, se lanzaron con denuedo 
sobre los tres cuerpos bolivianos que tenían al frente. Oyague y Ríos ca- 
yeron muertos á la cabeza de sus 
batallones. 

Los batallones primero y se- 
gundo de carabineros, mandado el 
último por un hermano de Salave- 
rry, se dejaron envolver por los 
dispersos; y lo mismo sucedió en 
las tilas enemigas con tres cuerpos 
bolivianos. 

Así la infantería peruana como 
la boliviana desaparecieron del 
campo. 

En este momento dos escuadro- 
nes bolivianos cargaron sobre gra- 
naderos del Callao, que se desor- 
denó al caer muerto su gallardo 
coronel D. Pedro Zavala, hijo del 
marqués de Valleumbroso; pero 
los coroneles Boza y Solar, al frente 
de los famosos coraceros de Sala- 

verry, dieron tan impetuosa carga jr / ^ > 

sobre la caballería de Santacruz ^"..^^ 

que la desbarataron por com- t:::^^^^^''^ 

pletO. En esta arremetida el va- m general Santacruz 

líente general Salaverry, lanza en 

mano, alentaba á sus soldados. La victoria sonreía á ^los peruanos. 

La infantería boliviana estaba en total dispersión y su caballería esca- 
paba á todo correr acosada por los coraceros. Pero al pasar éstos persi- 
guiendo á los enemigos, el batallón sexto de Bolivia, que era el cuerpo 
de reserva y que estaba oculto y parapetado tras de unas tapias, hizo 
una descarga cerrada sobre los coraceros, matándoles cuarenta y cinco 
hombres y convirtiendo en derrota el que los salaverrinos creían asegu- 
rado triunfo. 

A las once de la mañana, el mismo Santacruz, desesperanzado de 
vencer, se había puesto en fuga con dirección al Volcán, punto asignado 
para reunión de los dispersos. 

En esa batalla combatieron por parte de Salaverry mil novecientos 
hombres, sin contar la artillería, compuesta de seis piezas de montaña, 



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188 TRADICIONES PERUANAS 

que quedó á una legua del campo, perdida en unos fangales, y dos compa- 
ñías, mandadas por el comandante Deustua^ que escoltaban á aquéllas. 

El ejército boliviano constaba de dos mil doscientos hombres, sin in- 
cluir los setecientos de la división Quirós, que llegó á Socabaya dos horas 
después de cesado el fuego. 

La batalla fué la más sangrienta que registra la historia patria; pues 
se estimó en un treinta y cinco por ciento el número de los que por am- 
bos ejércitos quedaron fuera de combate. 

En Waterloo, Wéllington con ciento veintiocho mil hombres venció á 
los setenta y dos mil de Napoleón, y hubo cincuenta mil bajas; es decir, 
el veinticinco por ciento del total de combatientes. 

En nuestra clásica batalla de Ayacucho, en que por ambas partes fue- 
ron quince mil hombres los que entraron en acción, hubo tres mil seis- 
cientos entre muertos y heridos, ó sea el veinticuatro por ciento. 

Prisionero Salaverry, fué fusilado por el vencedor extranjero en la plaza 
de Arequipa, á las cinco de la tarde del 18 de febrero, en unión del general 
Fernandini, de los coroneles Solar, Cárdenas, Rivas, Carrillo y Valdivia, y 
de los comandantes Moya y Picoaga, hijo del brigadier español Picoaga, 
fusilado por Pumacagua. Todos recibieron la muerte sin revelar la menor 
flaqueza de ánimo. 



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RICA»DO PALMA 189 

HISTORIA DE UN CAÑONCITO 

(A Leopoldo Díaz, en Buenos Aires) 

Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas las agu- 
dezas que del ex presidente gran mariscal Castilla se refieren, digo que 
habríamos de deleitarnos con un libro sabrosísimo. Aconsejo á otro tal 
labor literaria, que yo me he jurado no meter mi hoz en la parte de his- 
toria que con los contemporáneos se relaciona. ¡Así estaré de escamado! 

D. Ramón Castilla fué hombre que hasta á la Academia de la Lengua 
le dio lección al pelo, y compruébelo con afirmar que desde más de vein- 
te años antes de que esa ilustrada corporación pensase en reíorjaar la 
ortografía, decretando que las palabras finalizadas en ón llevasen la ó 
acentuada, el general Castilla ponía una vírgula tamaña sobre su Ramón, 
Ahí están infinitos autógrafos suyos corroborando lo que digo. 

Si ha habido peruano que conociera bien su tierra y á los hombres de 
su tierra, ese indudablemente fué D. llamón. Para él la empleomanía era 
la tentación irresistible y el móvil de todas las acciones en nosotros, los 
hijos de la patria nueva. 

Estaba D. Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su 
cumpleaños (31 de agosto de 1849). En palacio había lo que en tiempo de 
los virreyes se llamó hesamano^ y que en los días de la república y para 
diferenciar se llama lo mismo. Corporaciones y particulares acudieron al 
gran salón á felicitar al supremo mandatario. 

Acercóse un joven á su excelencia y le obsequió en prenda de afecto 
un dije para el reloj. Era un microscópico cañoncito de oro, montado so- 
bre una cureñita de filigrana de plata: un trabajo primoroso; en fin, una 
obra de hadas. 

— jEh! Gracias , mil gracias por el cariño— contestó el presidente, 

cortando las frases de la manera peculiar suya, y sólo suya. 

— Que lo pongan sobre la consola de mi gabinete — añadió, volviéndose 
á uno de sus edecanes. 

El artífice se empeñaba en que su excelencia tomase en sus manos el 
dije, para que examinara la delicadeza y gracia del trabajo; pero D. Ra- 
món se excusó diciendo: 

— ;Eh! No , no , está cargado , no juguemos con armas peligro- 
sas 



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190 TRADICIONES PERUANAS 

Y corrían los días, y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo 
objeto de conversación y de curiosidad para los amigos del presidente, 
quien no se cansaba de repetir: 

— ¡Ehl Caballeros , hacerse aun lado ,no hay que tocarlo el ca- 
ñoncito apunta , no sé si la puntería es alta ó baja , está cargado , 

un día de estos hará fuego...i.^ no hay que arriesgarse , retírense , no 

respondo de averías 

Y tales eran los aspavientos de D. Ramón, que los palaciegos llegaron 
á persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba 
Orsini ó un torpedo Withehead. 

Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar 
sitio entre los dijes que adornaban la cadena de reloj de su excelencia. 

Por la noche dijo el presidente á sus tertulios: 

— ¡Eh! Señores , ya hizo fuego el cañoncito puntería baja , poca 

pólvora...... proyectil diminuto , ya no hay peligro , examínenlo. 

¿Qué había pasado? Que el artífice aspiraba á una modesta plaza de 
inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que D. Ramón a a 
baba de acordarle el empleo. 

Moraleja: los regalos que los chicos hacen á los grandes son, casi siem- 
pre, como el cañoncito do D. Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día 
menos, día más, ¡puml lanzan el proyectil. 



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(Á Vicente Riva Palacio, en Méjico) ^ ^^ ^ - . ^"S^ 



Con el nombre de conspiración de capitanes bautizóse en 1845 un 
colosal proyecto de revolución que, á haberse realizado, habría puesto lo 
de abajo arriba y vuelto el país de adentro para fuera como calcetín de 
pobre. 

Yo la llamaría la conspiración de los poetas, porque mucho de poético 
hubo en el programa de los afiliados. Van ustedes á convencerse. 

Con motivo de nuestro desastre bélico en Ingavi, se le encajó entre 
ceja y ceja ala juventud que militaba en el ejército, que la derrota se de- 
bía exclusivamente á la corrupción, perfidia, rivalidades y ambiciones de 
los militares viejos; y que si bien éstos hicieron la independencia patria, 
en cambio fueron los creadores de la guerra civil, siendo obra suya la anar- 
quía en que desde 1828 vivía el Perú. Los escándalos, ignominia y atraso 
del país eran cosecha obligada de la mala semilla sembrada por ese car- 
dumen de sanguijuelas del Tesoro público. 

La juventud, para no hacerse cómplice del pasado, devolver su empa- 
ñado lustre á la noble carrera de las armas y castigar con mano de hierro 
la inmortalidad y el crimen, debía unirse en logia secreta, madurar sus 
planes y dar el golpe sobre seguro. 

Todo militar que invistiese las clases de general, coronel ó comandante, 



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192 TIt\DICIONES PERUANAS 

era para los de la logia regeneradora un pecador empedernido; y sin mi- 
sericordia, ni santo ó padrino que le valiese, debía ser fusilado. No podía 
caber honradez, valor, ilustración, talento, virtud ni mérito alguno en 

hombres que por angas ó por 
mangas habían contribuido á 
entronizar la política de Gama- 
rra, que fué el primer caudillo de 
motín que tuvo la patria nueva 
y el que fundó cátedra de anar- 
quía y bochinche. 

Para los de la logia cada 
general, coronel ó comandante, 
á pesar de las charreteras, re- 
lumbrones y entorchados, no pa- 
saba de ser un escapado de pre- 
sidio, un racimo de horca ó un 
complemento de banquillo pati- 
bulario. Degollina con ellos ó 
cuatro onzas de plomo entre pe- 
cho y espalda. 

Como eso de leyes y constitu- 
cionalidad no pasaba de set una 
especie de ratonera con queso 
rancio, en la que caen pericoti- 
Uos inocentuelos para que los 
gatos saquen el vientre de mal 
año, los de la logia proclamaban 
la dictadura de un joven, y ¡abajo 
El mariscal San Román antiguallas!, que de la juventud 

es el porvenir, y sólo los mucha- 
chos saben hacer bien y en regla las cosas. Los viejos ni siquiera sirven 
para dar hijos rollizos á la patria, que bien los ha menester. 

So capa de ciencia, suficiencia y experiencia, buenos petardos le han 
traído al Perú los tales vejestorios. Los mancebos de la logia resolvieron 
declarar á la vejez en cesantía eterna, y que todos los puestos públicos 
se repartiesen entre la gente moza. Así, cuando gobernasen los mucha- 
chos, lo primero que tendría que hacer un pretendiente no sería compro- 
bar competencia para el buen desempeño de un destino, sino exhibir su 
partida de bautismo. A los hombres de cuarenta á cuarenta y cinco, así 
como por caridad y para que no muriesen de gazuza, se les ocuparía en 
empleos subalternos, como amanuenses ó portapliegos. Después de los 




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RICARDO PALMA 193 

cuarenta y cinco, ni para portero sería ya útil un prójimo. Así, y para no 
experimentar sinsabores y agravios, lo mejor que podría hacer todo perua- 
no sería morirse antes de llegar á los cincuenta. 

En lo sucesivo no habría en el 
Perú generales ni comandantes, 
porque estos títulos llevaban en sí 
encarnado el virus de todo lo ma- 
lo. ¡Basta de langostas! En lo su- 
cesivo no habría en el escalafón 
militar más que capitanes y te- 
nientes: esto es (digo yo y perdó- 
neseme la comparación), los mis- 
mos mastines, con sólo dos colla- 
rines. 

El dictador seria un capitán, 
irresponsable y con facultades 
omnímodas para hacer y deshacer 
á su antojo. Estaba ya designado 
para el ejercicio de las autocráti- 
cas funciones el capitán D. Juan 
Ayarza, natural de Ayacucho, y 

para su secretario general el ca- El general Mendibum 

pitan D. Manuel Tafur, limeño, 

que murió últimamente, en la clase de coronel, en la batalla de Huama 
chuco librada contra los chilenos. 

Decididamente, con este gobierno íbamos á ser los peruanos tan archi- 
felices que dariamos dentera á todas las naciones del universo mundo. 

Y esa poética locura tomaba de día en día tal incremento, y era el se> 
creto tan sacramentalmente guardado entre los setenta y nueve capitanes 
y tenientes comprometidos, que sólo por una casualidad, que llamaremos 
providencial, pudo el gobierno poner las manos en la masa y desbaratar 
el pastel. 

n 

Había en el batallón que mandaba el coronel D. Francisco García del 
Barco, acantonado en Ayacucho, un teniente D. Faustino Flores, el que 
servía en la primera compañía, de la cual era capitán D. Juan Lizárraga, 
gallardísimo mancebo, muy entendido en letras y números, gran táctico 
y ordenancista, valiente como un león en el campo de batalla, y asaz que- 
rido y mimado por sus compañeros de armas. Era, como se dice, el niño 
bonito del ejército. 

Tomo IV 13 



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194 TRADICIONES PERUANAS 

Todos los oficíales del batallón, con excepción de cuatro ó cinco, estap 
ban afiliados en la logia, contándose el teniente Flores entre los pocos de 
la excepción. Y no lo estaba porque Lizárraga, que era el jefe de obra en 

el cuerpo, tenía desfavorable con- 
cepto de sus prendas como soldado 
y de sus dotes como hombre. 

Flores que, como Lizárraga, era 
ayacuchano, obtuvo de su coronel 
dos días de licencia para ausentar- 
se del cuartel é ir á pasarlos en una 
quinta á inmediaciones de la ciu- 
dad, para celebrar fiesta de familia 
por cumpleaños de una prima suya. 
Vencida la licencia, regresó 
Flores al cuartel, encontrándose 
en la puerta con el capitán lizárra- 
ga, á quien aquel día estaba confía- 
do el servicio. El coronel había ol- 
vidado avisar á Lizárraga que el 
teniente se hallaba franco, y discul- 
pable era que el capitán trinase 
contra la falta en que, á su juicio, 
^;p y había incurrido el subalterno. Así, 

y^/^// '^ ÍJ/^ y/ y^ apenas vio á Flores lo 

/^¿/p^ reconvino con dure- 

yC ^ ^^ ^ , ^"^'^ ^ za. Como palabras sa- 

can palabras, el te- 
niente, que no era mudo y que ve- 
Ei mariscal Castilla nía tal VOZ envalentonado por los 

humos alcohólicos del día anterior, 
también desató la sin hueso, terminando por desafiar á su capitán. £ste, 
orgulloso, valiente y con fama de muy diestro esgrimidor, contestó: 

— Ahora mismo. Ven á que te haga vomitar el alma y el aguardiente, 
pedazo de sabandija. 

Y seguidos de algunos oficiales se encaminaron los duelistas á la Ala- 
meda de Santa Teresa ó de los Caballitos, que distaba pocas cuadras del 
cuartel de Santa Catalina. 

Flores apenas sabía manejar la espada, y su antagonista era maestro 
en armas ó por tal tenido en el ejército. 

— ¡Pobre Flores!— decían por el camino los que iban á presenciar el 
desafío. — Ya puede contarse entre las almas de la otra vida. 



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RICARDO PALMA 



195 



Pero ello es que, no bien se cruzaron los aceros, cuando Lizárraga ca- 
yó muerto, atravesado el corazón por una estocada. 

Aquel fué día de luto para Ayacucho, donde Lizárraga era el favorito 
de los salones. 

Traído el cadáver á la ciudad en 
brazos de los oficiales, el coronel, se- 
guido de un ayudante, entró en la 
vivienda que en el cuartel había ocu- 
pado el difunto, para inventariar las 
prendas. ¡Cuál sería su sorpresa al 
abrir un maletín de campaña y en- 
contrar en él cartas, relaciones, do- 
cumentos, én fin, que ponían en 
transparencia la conspiración! 

Inmediatamente García del Bar- 
co despachó un expreso á Lima 
para que pusiese en manos del pre- 
sidente de la República, mariscal 
Castilla, los hilos del complot que 
la casualidad le había hecho descu- 
brir. 

A la vez, Flores era juzgado y 
condenado á muerte por un consejo 
de guerra; pero sus deudos consi- 
guieron hacerlo fugar de la prisión 
y que se asilase en Bolivia. 

En 1856 fué indultado por la 
Convención Nacional. No volvió á 




El general Echenique 



servir en el ejército y murió hará quince años, desempeñando según 
me han dicho, en un villorrio de provincia, las funciones de maestro de 
escuela. 



III 



Cuando el mariscal Castilla, atando cabos sueltos, se puso al corriente 
de la terrorífica conjuración, exclamó con las frases cortadas que eran 
de su peculiar y característico lenguaje. 

— ¡Eh! ¿Qué cosa?.... ¡Muchachos locos!.... ¡Calaveras!.... ¡Cortarles las 
alas!.... ¡Faltos de juicio!.... ¡Que no vuelen!.... ¡Tunos!.... ¡Que venga Mon- 
diburu!.... ¡Sí , nada de escándalo , eso es! ¡Romper hilos!.... ¡Convie- 
ne!.... ¡Mendiburu!.... ¡Sin ruido, sin ruido!.... ¡Ya, ya! 



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196 TRADICIONES PERUANAS 

Y encerrándose con el por entonces coronel D. Manuel de Mendibum 
(quien seguramente ha de ocuparse de tal episodio en sus Memorias, 
inéditas aún), hubo entre ambos larga plática y combinación de pla- 
nes (1). 

Al día siguiente, Mendiburu se embarcaba para Arica, y en menos de 
un mes y con la mayor cautela recorrió tres departamentos del Sur, tijera 
en mano y cortando hilos. Mañosamente fué separando de los batallones 
á los capitanes más peligrosos, pero sin darles á conocer el motivo de la 
separación £sta no tenía nada de desairóse, pues no se les daba de baja 
en el ejército. Unos capitanes fueron enviados ai extranjero, en calidad de 
agregados á las legaciones; otros marcharon á Europa á estudiar un nue- 
vo sistema de armamento; muchos pasaron á servir en los ministerios y 
oficinas, y poquísimos, esto es, los de escaso prestigio y aptitudes, fueron 
al gremio de indefinidos, donde siquiera se les acudía con una ración 
de pan. 

£1 mariscal Castilla pudo encerrar en una casamatas á los conspirado- 
res, someterlos á juicio^ que habría sido perdurable si así convenía al go- 
bernante y alborotar el cotarro; pero, hombre práctico y político sagaz, 
prefirió atajar el mal sin grave escándalo, limitándose á impedir que 
jóvenes de soñadora fantasía siguieran ejerciendo dominio sobre los sol- 
dados. 



(1) £1 Sr. Mendiburu murió en enero de 1885, en la clase de general, y entre 
otras obras, es autor de un Diccionario histórico del Ferúf ocho volúmenes en cuarto, 
de quinientas páginas cada uno, obra que inmortaliza su nombre. La Real Academia 
E-ipañola consideró á Mendiburu entre sus miembros Correspondientes, en el Perú. 



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La respuesta de Bolognesi 



FRANCISCO BOLOGNESI 



Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880. 

Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una 
casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en 
dirección á la calle real del puerto. 

Un soldado del batallón granaderos de Tacna, con el rifle al brazo, ha 
cía su facción de centinela en la puerta de la casita. 

Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría diez me- 
tros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo mue- 
blaje una tosca mesa de pino, obra reciente del carpintero del Manco 
Capac; unos pocos sillones desvencijados, y una gran banca con preten- 
siones de sofá, trabajo del mismo escoplo y martillo. Al fondo y cerca de 
una ventana aún entornada había una de esas ligeras camas de campaña 
que para nosotros, sibaritas de la ciudad, sería lecho de Procusto, más que 
mueble de reposo para el fatigado cuerpo. 



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198 TRADICIONES PERUANAS 

Sentado junto á la mesa en el menos estropeado de los sillones, y es- 
grimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, hallábase aquella 
mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de pera y bigote 
canos, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana 
con cordoncillo de oro, paletot azul con botones de metal militarmente 
abrochado, y kepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior. 

Era el coronel Francisco Bolognesi. 

No nos proponemos escribir la biografía del noble mártir de Arica; 
pues por bellas que sean las páginas de su existencia, la solemne majes- 
tad de su ultimo día las empequeñece y vulgariza. En su vida de cuartel 
y de salón vemos sólo al hombre que profesaba la religión del deber, al 
cumplido caballero, al soldado pundonoroso; pero sus postreros instantes 
nos deslumhran y admiran como las irradiaciones espléndidas de un sol 
que se hunde en la inmensidad del Océano. 

II 

Un capitán avanzó algunos pasos hacia la mesa, y cuadrándose mili- 
tarmente dijo: 

— Mi coronel, ha llegado el parlamento del enemigo. 

—Que pase— contestó Bolognesi, y se puso de pie. 

El oficial salió, y pocos segundos después entraba en la sala un gallar- 
do jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor 
D. Cruz Salvo. 

— Mis respetos, señor coronel — dijo, inclinándose cortésmente el par- 
lamentario. 

— Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento. 

Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi, y éste se sentó en el ex- 
tremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio que al fin rom- 
pió el parlamentario diciendo: 

— Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra casi á 
tiro de cañón de la plaza 

— Lo sé— interrumpió con voz tranquila el jefe peruano;— aquí somos 
mil seiscientos hombres decididos á salvar el honor de nuestras armas. 

— Permita usted, señor coronel— continuó Salvo, — que le observe que 
el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numé- 
rica de los nuestros es como de cuatro contra uno; que las mismas orde- 
nanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autori- 
zado para decirle, en nombre del general en jefe del ejército de Chile, que 
esa capitulación se hará en condiciones que tanto honren al vencido como 
al vencedor. 



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RICARDO PALMA 199 

— Está bien, señor mayor— repuso Bolognesi sin alterar la impasibili* 
dad de su acento;— pero estoy resuelto á quemar él último cartucho. 

El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel 
soldado, encarnación del valor se- 
reno, y que parecía fundido en el 
molde de los legendarios guerre- 
ros inmortalizados por el cantor 
de la Riada, Clavó en Bolognesi 
una mirada profunda, investiga- 
dora^ como si dudase de que en 
esa alma de espartano temple cu- 
piera resolución tan heroica. Bo- 
lognesi resistió con altivez la mi- 
rada del mayor Salvo, y e'ste, le- 
vantándose, dijo: 

— Lo siento, señor coronel. Mi 
misión ha terminado. 

Bolognesi acompañó hasta la 
puerta al parlamentario, y allí se 
cambiaron dos ceremoniosas cor- 
tesías. Al transponer el dintel VOl- E1 coronel Bolognesi 

vio Salvo la cabeza, y dijo: 

— Todavía hay tiempo para evitar una carnicería , medítelo usted, 

coronel. 

Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la pla- 
za, y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de 
que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó: 

— Repita usted á su general que quemaré hasta el último cartucho (1). 

III 

Minutos más tarde Bolognesi convocaba para una junta de guerra á 
los principales jefes que le estaban subordinados. En ella les presentó, sin 



(1) El 5, después de llegado á su campamento el parlamentario, rompieron los 
chilenos el fuego de cañón por mar y tierra sobre 1^ plaza de Arica. El domingo 6 fun- 
cionó por ambas partes, con mayor vigor que en la víspera, la artillería, consiguiendo 
los peruanos poner un buque fuera de combate. En la madrugada del 7 principió el 
asalto á la plaza, y con él la atroz hecatombe. De los 1 .600 defensores de Arica (según 
el historiador chileno Vicuña Mackenna), hubo más de 900 muertos, cerca de 200 he- 
ridos y poco más de 600 prisioneros. Los vencedores tuvieron 144 muertos y 337 heri- 
dos, sobre una masa total de 6.500 hombres. 



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200 TRAIHCIONES PERUANAS 

exagerarlo, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de 
informarlos sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de 
quemar hasta el último cartucho, contando con que esta decisión sería 
también la de sus compañeros de armas. 

El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. 
La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza 
halló simpática resonancia en aquellos viriles corazones. El hidalgo Joa- 
quín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el 
hielo de los años no había alcanzado á enfriar el calor de la sangre; el tan 
caballeresco como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe de 
detall Mariano Bustamante, y el impetuoso comandante Eamón Zavala, 
fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en 
exclamar: «¡Combatiremos hasta morir!» 

Y la exclamación de ellos fué repetida por todos los jefes jóvenes, como 
los dos hermanos Cornejo, Eicardo O'Donovan, Armando Blondel, casi un 
niño, con la energía de un Alcides, y el denodado Alfonso Ugarte, gentil 
mancebo que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victo- 
ria clavó el acicate en los flancos del fogoso corcel que montaba, precipi- 
tándose caballo y caballero desde la eminencia del Morro en la inmensi- 
dad del mar. ¡Para tan gran corazón, sepulcro tan inconmensurable! 

Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, .O'Do- 
novan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, 
hecatombe que mi pluma rehusa describir porque se reconoce impotente 
para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza, todos, á la vez que 
Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de 
la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú. 

IV 

La única satisfacción que nos queda á los que sabemos aquilatar el 
valor de las almas heroicas, es ver cómo los pueblos convierten en objeto 
de su cariño entusiasta, dándoles con el transcurso de los años proporcio- 
nes gigantescas, á los hombres que supieron llevar hasta el sacrificio y el 
martirio el cumplimiento del deber patriótico. Manifestaciones espontá- 
neas del sentimiento público, que se extienden más allá de la tumba, nos 
revelan que la superioridad s$ impone de tal modo, que cuando se abate 
para siempre una existencia como la de Francisco Bolognesi, el espíritu 
que se desprende del cuerpo inerte es imán que atrae y cautiva el amor 
y el respeto de generaciones sin fin. 

El coronel Bolognesi fué uno de esos hombres excepcionales, que llegan 
á una edad avanzada con el corazón siempre joven y capaz de apasionar- 



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RICARDO PALMA '201 

fie por todo lo noble, generoso y grande. Su gloriosa muerte es un ideal 
moral que vive y le sobrevivirá al través de los siglos, para alentarnos con 
el recuerdo de su abnegación heroica de patricio y de soldado. 

Nosotros conocimos y tratamos á Bolognesi ya en la nebulosa tarde 
de su existencia; pero para nuestros hijos, para los hombres del mañana, 
que no alcanzaron la buena suerte de estrechar entre sus manos la enca- 
llecida y vigorosa diestra del valiente patriota, su nombre resonará con 
la poderosa vibración del astro que se rompe en mil pedazos. 

De nadie como de Francisco Bolognesi pudo decir un poeta: 

«Si tu afán era subir 
j alzarte hasta el infínito 
ansiando dejar escrito 
tu nombre en el porvenir, 
bien puedes en paz dormir, 
bajo tu sepulcro, inerte, 
mientras que la patria, al verte, 
declara enorgullecida 
que si fué hermosa tu vida 
fué más hermosa tu muerte > 

Este artículo motivó otro en la prensa chilena, al cual dio el tradicio- 
nista la contestación que sigue: 

EESPUESTA A UNA RECTIFICACIÓN 

El señor coronel del ejército chileno D. J. de la Cruz Salvo ha tenido 
á bien publicar en El Mercurio de Valparaíso un artículo rectificatorio 
del que escribí en el folleto que el 28 de julio dio á luz la Sociedad Ad- 
ministradora de la exposición. Estimando los corteses elogios con que me 
favorece el 8r. Salvo, paso á contestarle, sin propósito, se entiende, de 
sostener polémica; que para ella, ni las múltiples atenciones que el servi- 
cio de la Biblioteca Nacional me impone, ni lo decaído de mi salud me 
dejan campo. 

Entre la narración que hace el Sr. Salvo de la conferencia de Arica y 
la que yo hice, no hay otra diferencia sino la de que aquélla es larga y 
minuciosa, y la mía lacónica ó sintética, como cuadraba á la índole lite- 
raria de mi trabajo. No veo, pues, el objeto de la rectificación en esa par- 
te. Con distintas palabras, en el fondo, el Sr. Salvo y yo hemos escrito lo 
mismo. 

Pasemos al único punto serio. 

Niega elSr. Salvo que en la respuesta dada por el coronel Bolognesi al 



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202 TRADICIONES PERUANAS 

jefe parlamentario hubiera habido la frase quemaré hasta el último car- 
tucho. Muertos en el combate casi todos los jefes peruanos que asistieron 
á la junta de guerra, con excepción de los comandantes Roque Sanz Peña, 
Marcelino Várela y Manuel C. de la Torre, apelo al testimonio de éstos. 
£1 comandante Sanz Peña la ha consignado en el brillante artículo que 
ha poco publicó en Buenos Aires. 

Por el mes de junio de 1880, toda la prensa del Perú y de Chile se 
ocupó de la histórica frase. Recientes estaban los hechos, y aquella érala 
oportunidad en que el Sr. Salvo, tan celoso hoy, á los cinco años de la 
conferencia, por salvar la verdad histórica, debió haber escrito la rectifi- 
cación que mi pobre artículo le ha inspirado. 

En cuanto al calificativo de vulgares que el señor coronel Salvo da á 
las palabras del inmortal batallador del Morro de Arica, permítame que 
le niegue competencia para tan decisivo fallo. Así como las obras del es- 
píritu se juzgan sólo con el espíritu, así los arranques del patriotismo stj 
aprecian con el corazón y no con la cabeza: se sienten y no se discuten. 
En la proclama de Nelson, en Trafalgar— «la Inglaterra espera que todo 
buen inglés cumplirá con su deber» — no puede caber más llaneza. El fa- 
moso — /Qu*il mourutí^áe Comeille, en los Horacios, es una exclam»- 
ción de encantadora sencillez* En un soldado de la educación de Bologne- 
si, nada más natural y espontáneo que- su respuesta: — quemaré hasta el 
ultimo cartucho, 

Y á propósito, y por vía de ampliación, quiero terminar refrescando la 
memoria del señor coronel Salvo, con la copia de unas pocas líneas de la 
página 1125, tomo III de la Historia de la guerra del Pacifico ^ por Ben- 
jamín Vicuña Mackenna, volumen impreso en Chile á fines de 1881. 

Dice así el historiador chileno: 

«Llegado el parlamentario á la presencia del jefe de la plaza, la confe- 
rencia fué breve, digna y casi solemne de una y otra parte. Entablóse el 
siguiente diálogo, que conservamos en el papel desde una época muyiri" 
mediata á su verificación, y que, por esto mismo, fielmente copiamos: — 
Lo oigo á usted, señor — dijo Bolognesi con voz completamente tranquila. 
—Señor— contestó Salvo,— el general en jefe del ejército de Chile, deseo- 
so de evitar derramamiento inútil de sangre, después de vencido en Tacna 
el grueso del ejército aliado, me envía á pedir la rendición de esta plaza, 
cuyos recursos, en hombres, víveres y municiones, conoce. — Tengo debe* 
res sagrados y los cumpliré quemando él último cartucho, —^ntonQQ^B^tá 
cumplida mi misión — dijo el parlamentario levantándose, etc., etc.» 

En la página 1127 pone el Sr. Vicuña Mackenna una que, á la letra, 
dice: «la intimación de Arica me fué referida por el mayor Salvo á los 
pocos días de su llegada á Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el 



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RICARDO PALMA 203 

Itata á los prisioneros de Tacna y del Morro, y la hemos conservado con 
toda la fidelidad de un calco,"^ 

Ya verá el señor coronel Salvo que yo no he escrito un romance, ni 
dado pábulo á mi fecunda imaginación, como tiene la amabilidad de afir- 
marlo en su artículo rectificatorio. Si Bolognesi no pronunció la vulgari' 
dad de quemaré el último cartucho en tal caso, ateniéndonos á Vi- 
cuña Mackenna y desdeñando otros informes y documentos oficiales, se- 
ría el mismo coronel Salvo, y no yo, el inventor de esa (para mí y para el 
sentimiento patriótico de los peruanos) bellísima y épica vulgaridad. 

EiCARDO Palma. 
Lima, septiembre 18 de 1885. 



UN MONTONERO 

(Á Hildebrando Fuentes) 

La batalla de Huamachuco, último y heroico esfuerzo del patriotismo 
peruano contra el engreído vencedor en Chorrillos y Miraflores, se libró 
el 10 de julio de 1883. 

Poco más de dos mil peruanos, á las órdenes del general Cáceres, con 
armamento desigual, escasos de municiones y careciendo de bayonetas, 
emprendieron desesperado ataque sobre los dos mil chilenos de la ague- 
rrida y bien provista división mandada por el coronel Gorostiaga. 

Esta fuerza llegó á encontrarse en situación aflictiva; y su derrota se 
habría consumado si, al estrecharse ambos combatientes, hubieran podido 
los peruanos oponer bayonetas á bayonetas. 

La hecatombe fué horrible: no hubo cuartel. Como en Miraflores, hu- 
bo repase de heridos. 

Los peruanos tuvieron mil doscientos muertos; esto es, el sesenta por 
ciento de sus fuerzas, y los chilenos ciento setenta bajas. 

Chile tendría justicia en considerar la de Huamachuco como una de 
las más espléndidas victorias alcanzadas por su ejército, si el mismo co- 
ronel Gorostiaga no se hubiera encargado de rebajar los quilates del 
triunfo. 

Gorostiaga, al ordenar el fusilamiento de Florencio Portugal y de otros 
jefes y oficiales que reclamaban las preeminencias de prisioneros, declaró 



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204 TRADICIONES PERUANAS 

que los vencidos eran montoneros y no soldados, y que, como á tales 
montoneros, los consideraba fuera de las leyes de la guerra. 

Victoria de soldados disciplinados sobre montoneros qs victoria barata 

y de la que no hay por qué enor- 
gullecerse. 

¿Los laureles de la gloria se hi- 
cieron acaso para ceñir la frente 
de un vulgar vencedor de monto- 
neros? 

Y sin embargo, esa matanza 
de cobardes montoneros mereció 
que Gorostiaga alcanzase los en- 
torchados de general, ¡premio hon- 
roso para el jefe que vence á tro- 
pas regulares, y no á turbas sin 
organización ni disciplina! 

El jefe chileno, en su parte ofi- 
cial, confiesa que combatió con- 
tra un verdadero cuerpo de ejér- 
cito, que maniobraba con perfecta 
El general cácerea instrucción en la táctica, y que 

estaba sometido á la rigurosa dis- 
ciplina de cuartel. Honróse allí el chileno vencedor honrando á los sol* 
dados vencidos. 

Pero Gorostiaga necesitaba disculpar ante el mundo su ferocidad feli- 
na, su insaciable sed de sangre; vengarse del terror que tuvo al ver sus 
batallones casi en derrota, y estampa la palabra montoneros, sin tener en 
cuenta que, al estamparla, empequeñece la valentía de los suyos y su pro- 
pio merecimiento. 

Ahora véase que sólo los hombres de la legendaria Esparta sabían 
morir por su patria tan heroicamente como los montoneros de Huama- 
chuco (1). 

El 14 de julio un soldado chileno, que vagaba por una de las quebra- 



(1) D. Raimundo Valenzuela, jefe del ejército chileno, publicó en Santiago en 1886 
un precioso librito sobre la campaña de Huamachuco, el cual nos ha servido de fuente 
para este episodio. La parte dialogada la copiamos al pie de la letra del opúsculo de 
Valenzuela, para que no se crea que, por espíritu de nacionalismo, realzamos el sereno 
valor de un compatriota. Esa justicia al mérito personal y al sentimiento patriótico 
de la noble víctima, hecha por pluma chilena, habla más alto de lo que nosotros pu- 
diéramos hacerlo. 



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RICARDO PALMA. 205 

das, oyó ligeros quejidos exhalados por un joven que yacía en tierra. 

— Acércate — le dijo el caído,— soy el coronel Leoncio Prado Pon el 

cañón de tu rifle sobre mi frente, y dispara. 

El soldado, sorprendido ante 
esa energía de espíritu, se alejó en 
busca de sus compañeros, y en una 
camilla condujo al herido al cuar- 
tel general de Huamachuco. 

Leoncio Prado tenía una pier- 
na hecha astillas por un balazo. 

Gorostiaga dispuso que inme- 
diatamente se pusiera al prisione- 
ro en capilla, y en ella (dice el es- 
critor chileno á quien seguimos 
fielmente en este relato) estuvo 
Prado en tan alegre conversación 
como si se hallara en su propio 
campaTnento. 

Cuando vio que ya se presenta- 
ban para fusilarlo, pidió una taza 
de café, y al probarlo dijo: 

—Hacía tiempo que no gusta- El ,,,,^,i p^^^^ 

ba un café tan exquisito. 

Y volviéndose al oficial que mandaba los tiradores chilenos, preguntó: 
—¿A qué hora emprenderé el viaje para el otro mundo? 

— Cuestión de minutos— contestó el oficial. 

— Pues bien: pido una gracia, y es que se me permita mandar el 
fuego. 

— No hay inconveniente. 

—¿Tienen capellán las fuerzas chilenas? 

—No, señor. 

— ¡PacienciaL... He hecho lo que he podido por mi patria, y moriré 
contento. 

En seguida pidió que, en vez de dos tiradores, se colocaran cuatro, y 
que le apuntasen dos al corazón y dos á la cabeza. Acordada esta nueva 
gracia, dijo: 

— Al concluir la taza de café se me harán los puntos; y al dar con la 
cuchara un golpe en el pocilio, se hará fuego. 

Y continuó tomando reposadamente su café. 

Ninguna idea triste nublaba su rostro. Veía sin zozobra agotarse el 
dulce líquido, sabiendo que en el último sorbo estaba la amargura. 



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206 TRADICIONES PERUANAS 

Bebió tranquilo el último trago, tocó con energía la cuchara en el po- 
cilio, y cuatro balas diestramente dirigidas lo hicieron dormir el sueño 
eterno. 



UN MAQUIAVELO CRIOLLO 
(episodios contemporáneos) 

— ¡Nada, mi señor tradicionista! — decíame ayer mi amigo D. Restituto, 
vejete con más altos y bajos que la Constitución del 60, y con unas tije- 
ras que así cortan al hilo como al sesgo,— déjese usted de filosofía pala- 
brera y aténgase á mi regla, que es la de que con sólo pautas torcidas 
se hacen renglones derechos y que la línea curva es la más corta. Más 
seguro se llega rodeando, que por el atajo. Esa es mi matemática social 
y tente perro. 

— Pero, señor mío, ¿está usted loco? 

— Así hubiera muchos locos como yo y menos cuerdos como usted, y el 
mundo caminaría mejor. ¿Cree usted, señor poeta, que cuando un prójimo 
me insulta soy yo de los tontos que se echan sobre él y le rompen la jeta? 
¿Cómo había yo de incurrir en esa vulgaridad? Al que nos infiere un mal 
no hay sino estimularlo para que persevere en ese camino, que á la larga 
él tropezará y se lo llevará el demonio. Yo soy de la escuela de Maquia- 
velo el florentino y de Pajarito el limeño. 

—Soy todo orejas, Sr. D. Restituto. Cuénteme usted la historia de ese 
Pajarito. 

— Pues páseme usted los fósforos y un trabuquito. Empiezo. 

Pero como no acertaría á copiar fielmente el relato de mi amigo, será 
mejor y para mí más cómodo que tomando de él lo substancial, escriba 
la cosa en mi lacónico y corriente estilo. 

Pajarito era, en 1871, el físico del batallón , del cual era primer 

jefe el coronel M. G., soldado bravo como el león de las selvas, de avina- 
grado carácter y que en la vida social trascendía siempre á cuartel. 

Enfermóse una noche un hijo del coronel, y en el conflicto de propor- 
cionarse en el acto médico que lo atendiera, creyó el padre que podía 
contar con los servicios del físico de su batallón. Envió á las volandas un 
soldado á casa de Pajarito; pero éste no quiso abandonar el regalo de las 
sábanas, y contestó: 



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RICARDO PALMA 207 

— Dile al coronel que me dispense, porque un atroz romadizo me im 
posibilita para salir á estas horas, y con la garda y el condenado frío que 
hace, á la calle. 

El arrogante coronel, al imponerse de la excusa de su subalterno, se 
mordió los labios, jurando para sus adentros vengarse más tarde de Pa- 
jarito. 

Pocos meses después, el presidente de la República, coronel Balta, en 
las postrimerías ya de su administración, decidió ascender á todos los ci- 
rujanos de tropa que comprobaran no haber recibido adelanto en los úl- 
timos cuatro años. 

Pajarito, físico de segunda clase y con ocho años de antigüedad en el 
empleo, presentóse con su expediente bien aparejado; y el coronel Balta 
decretó que por el ministerio se le expidiese título de cirujano de prime 
ra. Contento como un sábado de gloria salió de palacio el ascendido, fue- 
se al cuartel, comunicó la noticia á los oficiales y les convidó una cerve- 
zada. 

Impúsose de la novedad el coronel, y encaminándose al ministerio, 
dio tan desfavorables informes sobre la ciencia y suficiencia de Pajarito, 
que el presidente de la República revocó su decreto. Regresó el jefe al 
cuartel, y creyendo ahogarle el gozo al físico, le disparó á quemarropa y 
sin andarse con repulgos este trabucazo: 

— Doctorcito, vengo de palacio y le he dicho á su excelencia que us- 
ted no sirve para el hígado ni para el bazo. Por consiguiente, lo del 
ascenso se aguó por ahora, y ¡muela usted vidrios con los codos! 

— Muchas gracias, mi coronel— contestó con flema Pajarito. — Así lo 
habrá encontrado usía justo y conveniente. ¡Paciencia! 

Aquí el maravillado fué el coronel; pues creyendo darle al físico un 
sofocón y un berrinche de mil diablos, se encontró con que éste recibía 
la mala nueva con una pachorra digna de Job el cachazudo. 

Cuando se retiró el coronel, uno de los capitanes le dijo á Pajarito: 

— ¡Hombre de Dios! Usted no tiene sangre en las venas, sino aguachir- 
le. iCómo ha podido usted quedarse tan fresco? 

— Oiga usted, mi capitán. Iba yo una tarde por la plazuela de Santa 
Ana, cuando un negro, más borracho que guinda en alcohol, me apabulló 
el sombrero. 

— Por supuesto que usted le rompería la crisma con su bastón. 

— ¡Quia! No, señor. Mi bastón era un bejuquillo débil; yo soy un hom- 
bre enclenque, como á la vista está, y el negro era diez veces más fuerte 
que yo. Al echarla de guapo, tras el desperfecto de mi sombrero habría 
salido con los huesos hechos harina. No soy tan torpe. Lo que hice fué 
sonreirme, meter mano al bolsillo, sacar una libra esterlina y alargársela 



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208 TRADICIONES PEHÜANAS 

al borracho, diciéndole: «¡Qué diantre de negro tan bufón! Toma para 
que á mi salud empines algunas copas,» y fui á colocarme en acecho tras 
la esquina. El negro se envalentonó con esto, y calculando que si obtenía 
igual provecho por cada insolencia que tuviera con las personas decentes 
en breve sería dueño de un caudal, redobló su atrevimiento y desacato 
con los transeúntes, hasta que se encontró con uno de la cascara amarga, 
el cual le aplicó tanta leña que lo hizo pedir pitaj regándole los dientes 
por el suelo como cuentas de rosario. Acudieron los celadores, llevándose 
al negro al hospital con la cabeza rota, un brazo desencuadernado y dos 
costillas hundidas. £1 garroteador fué preso á la comisaría hasta que se 
esclareciesen las cosas. Ya ve usted, pues, que sin más gasto que el de 
una esterlina y sin riesgo de andar en reconcomios con la justicia, me vi 
vengado en regla del ultraje. Pues bien: si yo ahora hubiera levantado 
moño al coronel, le habría dado en la yema del gusto, y ya estaría el po- 
bre cirujano preso en la prevención del cuartel, con sumario á cuestas y 
en vísperas de que, por una orden general ignominiosa, le limpiasen el 
comedero. No, capitán, yo sé lo que hago. Que crezcan los humos del co- 
ronel, que en camino va de tenerlos más que una chimenea, y ya se en- 
contrará con la horma de su zapato. 

Meses después, el 27 de julio de 1872, Lima presenciaba un espectácu- 
lo horrible. De una de las vigas de la torre de la catedral, en reparación 
por entonces, pendía una cuerda en cuyo extremo se balanceaba el cuer- 
po de uno de los coroneles revolucionarios. 

Pajarito, confundido entre la inmensa y apiñada muchedumbre, mira- 
ba con ojos azorados al cadáver, murmurando: 

— iComo el borracho! iOomo el borracho!.... [Pobre coronel! 



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ROPA APOLILLADA 



OCTAVA Y ÚLTIMA SERIE DE TRADICIONES 



El motín contra Gasea. - Contra pereza diligencia. - Una partida de palitroques. 

- El caballo de Santiago Apóstol. - Los amores de San Antonio. - El hijo de 
la dicha. - Niñería de Niño. - Los que están á la mira. - Un virrey casamentero. 

- Las clarisas de Guamanga. - El patronato de San Marcos. - Los ratones de 
fray Martín, - En qué pararon unas fiestas. - La honradez de una ánima ben- 
dita. - Los panecitos de San Nicolás. - De cómo se casaban los oidores. - El 
quitasol del arzobispo. - Una elección de abadesa. - El inca Bohorques. - La- 
va-platos. - Dos excomuniones. - Simonía. - ¿Quién es ella? - A cual más santo. 

- El virrey limeño. - Un incorregible. - Voltaire chiquito. - Mujer hombre. - Ga- 
rantido, todo lino. - Un zapato acusador. - ¿Loco ó patriota? - La custodia de 
Boqui. - Un general de antaño. - Meteorología. - Al pie de la letra. - Una ge- 
nialidad. - La proeza de Benites. - Una misa de aguinaldo. - Los jamones de 
la Madre de Dios. - La Conga. - Los buscadores de entierros. - Los macuquinos 
de Cuspinique. - Refranero limeño. - Respuesta á preguntones. - Crimen de frai- 
les. - El médico inglés. - La pantorrilla del comandante. - Inocente Gavilán. - 
Pico con pico y ala con ala. — De gallo á gallo. - Tauromaquia. - Gallística. - Las 
justicias de Cirilo. - La daga de Pizarro. - La maldición de Miller. - El abogado 

de los abogados. 



Tomo IV 14 



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Lima, 1891 



DESPEDIDA 



Esta vez va de veras, lectores míos. 
No está el tradicioDÍsta para más líos, 
y eso que de su numen ó su meollo 
no se ha agotado el jugo para el embrollo. 
Hastiado de ser blanco de mezquindades 
7 huyendo á literarias vulgaridades, 
por que más no lo miren con ceño torvo 
los que en la ajena gloria ven un estorbo, 
hoy reclama, con toda cortesanía, 
para su pobre pluma la cesantía. 
Un luchador de menos habrá en la arena, 
un obrero de menos en la faena; 
se murió San Francisco, que era un portento, 
y ni pizca de falta que hizo al convento. 
Quiso D. Juan Valera, no como quiera 
uno, sino otros tomos, y á fe que fuera 
delito, en quien de atento cual yo blasona, 
el no ser complaciente con tal persona. 
Sirva esta última serie de testimonio 
de que este caballero no habló á un bolonio. 
Yo siempre he sido dócil al buen consejo: 
cata el porqué, sin duda, llegué á ser viejo. 
No son paja picada ni cañamones 
ocho series ó tomos de tradiciones; 
que fósforo, y no poco, sépanlo ustedes, 
de mi cerebro cuestan á las paredes. 
Ya cumplí como bueno, mi sitio cedo: 
no con mi época en cuentas á deber quedo. 

Suelto, pues, la baraja, me echo á la calle 

y que otro talle. 



Ricardo Palma. 



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EL motín contra GASCA 

Dueño ya D. Pedro de la Gasea de los veintidós buques que bajo el 
mando del general Hinojosa componían la escuadra de Gonzalo Pizarro, 
resolvió principiar la campaña contra el rebelde, desentendiéndose de las 
observaciones que en oposición á su propósito formularon D. Diego Gar- 
cía de Paredes y demás capitanes. 

El 10 de abril de 1547 y con propicio viento abandonaron las naves el 
fondeadero de Panamá, embarcándose Gasea en la capitana, acompañado 
del arzobispo Loayza, que había poco antes conseguido huir de Lima. No 
llegaban á la cifra de quinientos los soldados y tripulantes que iban á 
acometer la ardua empresa. 

Dos días de navegación llevaba la flota, cuando sobrevinieron calmas 
tan completas que varios de los barcos, arrastrados por las corrientes, re- 
trocedieron á Taboga. 

Disperso el convoy, convocó Gasea una junta, en la que los marinos 
opinaron que la estación era adversa para navegar con rumbo á las eos 



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214 TRADICIONES PERUANAS 

tas del Perú, pues hallándose mal carenadas algunas de las naves se co- 
rría el peligro de verlas hundirse, y por ende convenía regresar á Pana- 
má y esperar á septiembre, en que corrientes y brisas son favorables. Los 
hombres de guerra, por su parte, añadían que en cinco ó seis meses más, 
con los leales que acudieran de Nicaragua y Méjico, habría una base de 
mil soldados, por lo menos, para lanzarse ala aventura con seguridad del 
éxito. 

Gasea consideró que aplazar por medio año las operaciones era dar 
tiempo para que los rebeldes cobrasen bríos, y apartándose de la opinión 
general, dijo: 

— No se hable, señores, de volver atrás, que de animosos es el peligro. 
Sr. Juan Alonso de Palomino, en nombre del emperador, ordeno que las 
naos hagan rumbo á la Gorgona. 

Y no hubo más que proseguir navegando con los buques que estuvie- 
ron en condición de hacerlo. 

Tres días más tarde, y casi al anochecer, desatóse un atroz temporal 
del Norte. Juan Cristóbal Calvete lo describe así: «El viento era tan recio 
y la mar tan brava que el riesgo de zozobrar se hizo inminente; y eran 
las olas tan furiosas y continuas, que no había marinero que parase, por 
el agua que de la mar entraba y por la que del cielo caía; y eran tantos 
los truenos, relámpagos y rayos, que la nao parecía arder en vivas lla- 
mas.» 

La gente de mar, casi amotinada, manifestó á Gasea la conveniencia 
de amainar velas, conservando sólo la del trinquete, y correr el temporal 
hasta volver á dar fondo en Taboga ó Panamá. 

El clérigo Gasea, que breviario en mano no se separaba de la cubierta 
despreciando el peligro de ser arrebatado por una ola, les contestó coa 
energía: 

—A la Gorgona he dicho, y pena de la vida al que toque un trapo. 

A las tres de la mañana bajó el licenciado á la cámara, y la marinería 
se echó á aflojar escotas para arriar la mayor y la mesana. 

Un par de minutos llevaban en la faena cuando volvió á presentarse 
Gasea sobre cubierta. 

— ¡Por la Virgen del Pilar!— gritó furioso.— j Alto esa maniobra! 

—Señor licenciado— contestó un contramaestre,— saber leer en el bre- 
viario, no es saber en cosas de mar. 

El motín no podía ser más declarado. 

Y hasta los oficiales, sin tomar parte activa, simpatizaban con la ma- 
rinería, pues ninguno puso á raya al insolente. 

Por fortuna, las cuerdas y velas estaban tan duras y tiesas que la ma- 
niobra se hacía difícil. 



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RICARDO PALMA 216 

Gasea cruzó los brazos sobre el pecho, alzó los ojos al cielo, pidió á 
Dios un milagro, y Dios lo oyó. 

De pronto brillaron luces sobre los masteleros y gavia. 

Eran las luces ó fuegos de San Telmo, anunciadores de que la tempes- 
tad iba á cesar. 

La amotinada marinería cayó de rodillas delante de D. Pedro de la 
Gasea, como los sublevados compañeros de Colón cuando el serviola gritó 
desde la cofa: «iTierra!» 




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216 TRAJ>ICION£8 PBaü^NAS 



CONTRA PEREZA DILIGENCIA 

CUENTO 
(A mi hijo Vital) 

¿Conque tú también, gorgojo, quieres que papá te cuente un cuent(>? 
¿No te basta ya con oirme canturrear: 

Al niño qae es bueno ' 

7 da su lección, 
la mamá lo lleva 

á la Exposición; 
7 al niño que es malo 

y desaplicado, 
taita, Dios lo vuelve 

tuerto y jorobado? 

No te aflijas, fíligranita de oro, que para ti tengo todo un almacén de 
cuentos. Allá va uno, y que te aproveche como si fuera leche. 

Esta era una viejecita que se llamaba doña Quirina, y que cuando yo 
era niño, en los tiempos de Gamarra y Santa Cruz, vivía pared por medio 
de mi casa. Habitaba la dicha un cuartito que por lo limpio parecía una 
tacita de porcelana. Allí no había perro ni michimorrongo que cometie- 
ran inconveniencias para la vista y el olfato. 

Sobre una cómoda de cedro charolado y bajo urna de cristal veíase el 
pesebre de Belén con su San José, el de las azucenas, la Virgen y el Niño, 
el buey, la estrella y demás accesorios, artístico trabajo de afamado es- 
cultor quiteño. 

jCosa mona el Misterio! Alumbrábalo noche y día una mariposilla de 
aceite, colocada en medio de dos vasos con flores, que doña Quirina cui- 
daba de renovar un día sí y otro también. 

Pero lo que sobre todo atraía mis miradas infantiles, era una tosca 
herradura de flerro tachonada con lentejuelas de oro, que en el fondo de 
la urna se destacaba como sirviendo de nimbo á un angelito mofletudo. 

Doña Quirina era supersticiosa. No creía, ciertamente, que llevar con- 
sigo un pedacito de cuerda de ahorcado trae felicidad; pero tenía por ar- 



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RICARDO PALMA 217 

ticulo de fe que en casa donde se conserva con veneración una herradu- 
ra mular ó caballar no penetra la peste, ni falta pan, ni se aposenta la 
desventura. 

¿En qué fundaba la viejecita las virtudes que atribuía á la herradura? 
Yo te lo voy á contar, Vital mío, tal como doña Quirina me lo contó. 

Pues has de saber, hijito, que cuando Nuestro Señor Jesucristo vivía 
en este mundo pecador desfaciendo entuertos; redimiendo Magdalenas, 
que es buen redimir; desenmascarando á picaros é hipócritas, que no es 
poco trajín; haciendo cada milagro como una torre Eiffel, y anda, anda y 
anda en compañía de San Pedro, tropezó en su camino con una herradu- 
ra mohosa, y volviéndose al apóstol, que marchaba detrás de su divino 
Maestro, le dijo: 

— ^Perico, recoge eso y échalo en el morral. 

San Pedro se hizo el sueco, murmurando para su túnica: <[|Pues hom 
bre, vaya una ocurrencia! Facilito es que yo me agache por un pedazo 
de fierro viejo.» 

El Señor, que leía en el pensamiento de los humanos como en libro 
abierto, leyó esto en el espíritu de su apóstol, y en vez de reiterarle la or- 
den echándola de jefe y decirle al muy zamacuco y plebeyote pescador 
de anchovetas que por agacharse no se le había de caer ninguna venera, 
prefirió inclinarse él mismo, recoger la herradura y guardarla entre la 
manga. 

En esto llegaron los dos viajeros á una aldea, y al pasar por la tienda 
de un albéitar ó herrador dijo Cristo: 

— Hermano, ¿quieres comprarme esta herradura? 

El albéitar la miró y remiró, la golpeó con la uña, y convencido de 
que á poco majar en el yunque la pieza quedaría como nueva, contestó: 

— Doy por ella dos centavos, ¿acomoda ó no acomoda? 

— Venga el cobre — repuso lacónicamente el Señor. 

Pagó el albéitar, y los peregrinos prosiguieron su marcha. 

Al extremo de la aldea salióles al encuentro un chiquillo con un cesto 
en la mano y que pregonaba: 

— ¡Cerezas! ¡A centavo la docena! 

— Dame dos docenas — dijo Cristo. 

Y los dos centavos producto de la herradura pasaron á manos del 
muchacho, y las veinticuatro cerezas, con más una de yapa, se las guar- 
dó el Señor entre la manga. 

Hacía á la sazón un calor de infierno, que diz que es tierra caliente y 
de achicharrar un témpano, y San Pedro, que caminaba siempre tras el 
maestro, iba echando los bofes, y habría dado el oro y el moro por una 
poca de agua. 



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218 TRADICIONES PERUANAS 

El Señor, de rato en rato, metía la mano en la manga y llevaba á la 
boca una cereza; y como quien no quiere la cosa, al descuido y con cui- 
dado dejaba caer otra, que San Pedro sin hacerse el remolón se agachaba 
á recoger, engulléndosela en el acto. 

Después de aprovechadas por el apóstol hasta media docena de cera- 
zas, sonrióse el Señor y le dijo: 

— Ya lo ves, Pedro; por no haberte agachado una vez, has tenido que 
hacerlo sei& Contra pereza diligencia. 

Y cata el porqué desde entonces una herradura en la casa trae felici- 
dad y..... 

Chito, chito, chito, 
que aquí el cuento finiquito. 



UNA PARTIDA DE PALITROQUES 



A^^'l 



Gran jugador de bolos fué Alonso de Palomares, soldado que vino al 
Perú en la expedición de D. Pedro Al varado, el del célebre salto en Mé- 
jico 

Es sabido que D. Francisco Pizarro tuvo pasión por este juego, y que 
junto con la fundación de Lima estableció en la vecindad del Martinete 
un boliche ó cancha de bochas, adonde iba todas las tardes á pasar dos 
horitas de solaz. Fuese adulación ó que en realidad no hubiera quien lo 
aventajase, lo cierto es que su .gloria como bochador no tenía eclipse. 

Cuando llegaba el inarqües, toda partida se suspendía para que él y 
sus amigos entrasen en posesión del boliche. 

Habláronle una tarde de la destreza de Alonso de Palomares, y Piza- 
rro quiso conocerlo y jugar con él. 

— Dícenme, señor soldado— le dijo,—(juevliesa merced es mucho hom- 
bre como jugador de palitroques, y si le place probaremos fuerzas en una 
partida. - ^^ 

— Hónrame su señoría con la propuesta— contestó Palomares. -¿Y á 
cómo ha de ser el mingo que interesemos? 

— Fíjelo vuesa merced. 
^ — Aunque pobre soldado— continuó el otro,— no me faltan trescientos 
ducado s** de oro en la escarcela; y si á vueseñoría conviene, interesarepios 
cinco ducados por partida, que quien honra recibe en ser adversario del 
señor gobernador, no puede hacer juego roñoso. 



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RICARDO PALMA 219 

— Sea —repuso lacónicamente el marqués, y comenzó la partida^ 
Jugaron aquella tarde mientras hubo luz. Partidas perdió el goberna- 
dor y partidas perdió el soldado; si bien éste, según el sentir de los inte- 
ligentes, hizo manósameáte algunas pifias, como para inspirar confian- 
za á su contrario. Y sin embargo, Palomares le ganó quince ducados al 
marqués. 

Y siguieron durante un mes jugando todas las tardes, hasta que se 
convenció Pizarro de que en Palomares había encontrado maestro de quien 
recibir lecciones. Érale deudor de cien ducad.os decoro, ^ , 

El marqués, siempre que perdía, se désahogaBá denostando á su ven- 
cedor, el cual sonreía con mucha flema y continuaba dando bochadas que 
no dejaban palitroque en pie. ¡Jugadorazo ^1 Palomares! 

Entretanto pasó una semana después (íe roto el' conipromiso de juego, 
sin que D. Francisco se acordase de pagar los cien ducados, hasta que un 
día tuvo el soldado la llaneza jáe recordárselo. 

— No le pago al muy roñero — contestó con cólera Pizarro. 

— Corrienti^ señor marqués, no^pague usía si no quiere, que habré 
perdido mi dinero y ganado sus trijárTks. "" 

Dice Garcilaso que la réápuestS le cayó en gracia al gobernador; por- 
que volviéndose al xesorero Riquelme, le dijo riendo: 

— Págale á este mozo lo que reclánia, y en éueha hora sea, que de mi 
mano no volverá á ver moneda en el Éolíche. 

Y es fama que tanto se sintió humillado en su amor propio de jugador 
por haber encontrado maestro, que desde entonces nadie volvió á ver á 
D. Francisco Pizarro bocha en mano. 



EL CABALLO DE SANTIAGO APÓSTOL 

Soldado de puño recio, pero de menguados bríos, era Marcos Saravia 
entre los de caballería que por el rey y Vaca de Castro pelearon -él 16 de 
septiembre de 1642 la muy reñida y sangrienta batalla de Chupas contra 
las huestes de Almagro el Mozo. 

El entusiasta cariño de los almagristas por su joven caudillo, así como 
la reputación de esforzados y mañeros que disfrutaban por hallarse entre 
ellos muchos hombres de gran experiencia en cosas de guerra y milicia, 
como que eran la flor y nata de los conquistadores que con Pizarro vinie- 



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220 TRADICIONES PERUANAS 

ron al Perú, hacía que los realistas anduyiesen la víspera de la batalla 
nada confiados en la victoria. 

A Marcos Saravia no le cuajaba de miedo la saliva en la boca» y en la 
primera arremetida, que fué de hacer castañetear dientes y muelas, se vio 
en tan serio peligro que hizo formal promesa al apóstol Santiago de rega- 
larle su caballo si con vida libraba de la batalla. 

En aquellos tiempos el gobierno no proveía al soldado de caballo, mon- 
tura ni arreos. Estos eran propiedad del jinete, y el tesoro le pagaba para 
manutención de la cabalgadura la mitad de la soldada. 

ítem los caballos eran escasos y carísimoa £1 mancarrón más humil- 
de valía mil pesos, y ningún capitán ó persona de fuste montaba caballo 
que no estuviese valorizado en tres ó cuatro mil duros. 

El santo atendió las preces del cuitado Marcos sacándolo déla zingui- 
zarra sin golpe ni rasguño. 

Llegó, pues, la de pagar; y cuando al día siguiente entraron los ven* 
<;edores en Guamanga, fué nuestro hombre á visitar y dar gracias al após- 
tol Santiago, que de gorda lo librara. Pero hádasele muy cuesta arriba 
eso de quedarse convertido en infante. 

Descabalgó en la puerta de la iglesia, y arrodillándose ante la efigie 
del patrón de España, dijo: 

—Santo mío, vos no habéis menester de caballo, sino de su precio. 

Y sacó de la escarcela en doblillas de oro cuatrocientos pesos que puso 
sobre el altar, añadiendo: 

— Estamos en paz, patrón, que soy buen pagador. 

Pero Santiago apóstol no lo tuvo por tal, sino por tramposo y redoma- 
do. Lo menos que valía el jamelgo era doble suma, y era mucha bellaque- 
ría venirle con regateos á santo batallador y tan entendido en materia 
ecuestre, como que nadie lo ha visto pintado á pie, sino sobre arrogantí- 
simo corcel y con mandoble ó bandera en mano. 

Salido de la iglesia, apoyóse Marcos en el estribo y cabalgó; pero el 
demonche del animal, rebelde á freno, espuela y azote, se encaprichó en 
no dar paso. El caballo había sido siempre manso de genio, nada corbe- 
teador ni empacón, y por primera vez en su vida revelaba insubordina- 
ción y terquedad. Aquello no podía ser sino obra de influencia bea- 
tífica. 

Aburrido Saravia, apeóse, regresó al altar y le dijo al santo: 

— jAh, picaronazo! No hay quien te la juegue— y puso sobre el altar 
<5antidad de doblillas igual á la que antes dejara. Suma redonda, ocho- 
cientos duretes. 

Cabalgó nuevamente, y el dócil animal siguió con su habitual paso lla- 
no camino de la posada. 



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RICARDO PALMA 221 

Marcos Saravia volvió el rostro hacia la iglesia, murmurando entre 
dientes y como quien reza: 

«Santiago, patrón de España, 
no eres santo de oucaña 

ni de paja. 
Accedes á hacer favores; 
mas tus caballos peores 
nos los vendes sin rebaja.> 



LOS AMORES DE SAN ANTONIO 

(A la señora Amalia Puga) 

Gtentil amiga, lo que hoy te cuento 
se halla en un códice amarillento, 
por la polilla roído el fin, 
escrito en Lima ya hace años ciento, 

y en buen latín, 
por fray Fulgencio Perlimpimpín, 
maestro de, Súmulas, en el convento 
de nuestro padre San Agustín. 



iClaro! ¿Qué van á saber ustedes dónde está Chaupi-Huaranga? No los 
haré penar en averiguarlo. 

Chaupi-Huaranga es una aldehuela en la circunscripción del depar- 
tamento de Junin; y ella fué, allá por los tiempos de las guerras civiles 
entre pizarristas y almagristas, teatro de la tradición popular que hoy 
echo á correr cortes. 

Mi abuela tiene un cabrito, 
dice que lo matará, 
del cuero hará un tamborcito, 
lo que suene... sonará. 

Matrimonio feliz, si los hubo, era el de Antonio Catari y Magdalena 
Huanca, ambos descendientes de caciques. 

Él, gallardo mozo de veinticinco años, de ánimo levantado, trabaja- 



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222 TRADICIONES PERUANAS 

dor más que una colmena y enamorado de su mujercita hasta la pared 
del frente. 

El laboreo de una mina le proporcionaba lo preciso para vivir con re- 
lativa holgura. 

Guando iba de paseo por las calles de Jauja ó Huancayo, no eran po- 
cas las hijas de Eva que corriendo el peligro de firmar contrato para ves- 
tir á las ánimas benditas, le cantaban: 

«Un canario precioso 
va por mi barrio... 
¡Quién fuera la canaria 
de ese canario I» 

Ella, una linda muchacha de veinte primaveras muy lozanas, lim- 
pia como onza de oro luciente, hacendosa como una hormiga y hembra 
muy mucho de su casa y de su marido, á quien amaba con todas las en- 
tretelas y reconcomios de su alma. 

La casa del matrimonio era, valgan verdades, en cuanto á tranquili- 
dad y ventura, un rinconcito del Paraíso, sin la serpiente, se entiende. 

Cristianos nuevos, habían abjurado la religión de sus mayores y prac- 
ticaban con fervor los actos religiosos de cult^ externo que el cristianismo 
impone. Jamás faltaban á misa en los días de precepto, ni á sermón y 
procesiones, y mucho menos al confesonario por Cuaresma. ¿Qué se ha- 
bría dicho de ellos? jO somos ó no somos! Pues si lo somos, válanos la fe 
del carbonero. 

El adorno principal de la casa era un lienzo al óleo, obra de uno de 
los grandes artistas que Carlos V ocupara en pintar cuadros para Améri- 
ca, representando al santo patrono del marido. Allí estaba San Antonio 
en la florescencia de la juventud, hecho todo un buen mozo, con sus ojos 
de azul marino, su carita sonrosada, su sonrisa apacible y su cabellera 
rubia y riza. 

Por supuesto que nunca le faltaba la mariposilla de aceite, y si carecía 
del obligado ramo de flores, era porque la frígida serranía de Pasco no 
las produce. 

Magdalena vivía tan apasionada de su San Antonio, como del homó- 
nimo de carne y hueso. 

Como sobre la tierra no hay felicidad completa, al matrimonio le fal- 
taba algo que esparciese alegría en el hogar, y ese algo era fruta ó fruto 
de bendición, que Dios no había tenido á bien concederles en tres años 
de conyugal existencia. 

Maofdalena en sus horas de soledad se arrodillaba ante la imagen del 
santo, pidiéndola que así como á las niuchachas casaderas proporcionaba 



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RICARDO PALBIA 223 

novio, hiciese por ella el fácil milagro de empeñarse con Dios para que la 
concediese los goces de la maternidad. 

T San Antonio erre que ene en hacerse el sordo y el remolón. 

II 

Antonio tenía todas las supersticiones de su raza, aumentadas con las 
que el fanatismo de los conquistadores nos trajera. 

Cuando un indio emprende viaje que lo obliga á pasar más de veinti- 
cuatro horas lejos de su hogar, forma á poca distancia de éste y en sitio 
apartado del tráfico un montoncito de piedras. Si á su regresólas en- 
cuentra esparcidas, es para él artículo de fe la creencia en una infidelidad 
de su esposa. 

Antonio tuvo que ir por una semana á Huancayo. Una noche tempes- 
tuosa presentóse en su casa un joven español pidiendo hospitalidad. Era 
un soldado almagrista, que derrotado en una escaramuza reciente, venia 
muerto de hambre y fatiga y con un raspetón de bala de arcabuz en el 
brazo. Demandaba sólo albergue contra la lluvia y el frío de esa noche y 
algo que restaurase un tanto sus abatidas fuerzas. 

Mucho vaciló Magdalena para en ausencia de su esposo admitir en la 
casa á un desconocido. Si hubiera existido ese triturador de palabras y pen- 
samientos que llamamos telégrafo, de fijo que habría hecho parte consul- 
tando. 

Al fin el sentimiento de caridad cristiana se sobrepuso á sus escrúpu- 
los. Además, ¿qué podría temer del extranjero, acompañada, como vivía, 
por otras tres mujeres y por cinco indios trabajadores de la mina? 

El huésped fué atendido con solicitud, y Magdalena misma aplicó una 
hierba medicinal sobre la herida. Al practicar el vendaje levantó la joven 
los ojos: un temblor convulsivo agitó su cuerpo y cayó sin sentido. 

El soldado español era San Antonio, el santo que en su corazón lucha- 
ba con el amor á su marido. Los mismos ojos, la misma sonrisa, la misma 
cabellera. 

Con el alba, el soldado abandonó la casa y siguió su peregrinación. 

III 

Pocas horas más tarde, Antonio llegaba á su hogar. 
Había encontrado deshecho el montoncito de piedras. 
Desde ese día la felicidad desapareció para los esposos. Él disimulaba 
sus celos y espiaba todas las acciones de su mujer. 

Magdalena, con el instinto maravilloso de que Dios dotara á los seres 



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224 TRADICIONES PERUANAS 

de su sexo y sin sombra de remordimiento en el cielo azul de su concien- 
cia limpia, adivinó la borrascosa agitación del espíritu de su marido. Des- 
de los primeros momentos le había dado cuenta de todo lo ocurrido en 
la casa durante los días de su separacióa Antonio sabía, pues, que en su 
hogar se había dado asilo á un almagrista herido. 

Y en esta situación anormal y congojosa para el matrimonio, los sín- 
tomas de la maternidad se presentaron en Magdalena. 

Y la mujer, sin mancilla en el cuerpo ni en el alma, pasaba horas 
tras horas arrodillada ante San Antonio, y fotografiando, por decirlo así, 
en sus entrañas la imagen del bienaventurado. 

Sombrío y cejijunto esperaba Antonio el momento supremo. 

IV 

Magdalena dio á luz un niño. 

Cuando la recibidora (matrona ú obstetriz de aquellos tiempos) anun- 
ció á Antonio lo que allí estimaba como fausta nueva, el marido se pre- 
cipitó en la alcoba de su mujer, tomó al infante y salió con él á la puerta 
para mirarlo al rayo solar. 

El niño era blanco y rubio como San Antonio. 

£1 indio, acometido de furioso delirio, echó á* correr en dirección al 
riachuelo vecino y arrojó en él al recién nacido. 



Es tradicional que se vio entonces á un hombre, de tipo español, lan- 
zarse en la corriente, coger al niño y subir con él al cerro. 

Desde entonces el viajero contempla en la cumbre fronteriza á Chaupi- 
Huarangauna gran piedra ó monolito, que 4 la distancia semeja por com- 
pleto un San Antonio con un niño en brazos, tal como en estampas y en 
los altares nos presenta la Iglesia al santo paduano. 



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RICARDO PALMA 225 



EL HIJO DE LA DICHA 



Con ese mote fué bautizado en 1547 el capitán Lope Martín, y por mi 
fe que el mote nada tuvo de antojadizo. 

Cuando llegaron á Trujillo los primeros rumores de haberse defeccio- 
nado en Panamá la escuadra de Gonzalo Pizarro, el capitán Diego de Mo- 
ra, que era el gobernador de la ciudad, se puso en viaje para Lima á fín 
de comunicar la importante noticia á su caudillo. En la primera jornada 
saHósele la espada de la vaina, hiriendo al caballo que montaba. Túvolo el 
de Mora por malísimo agüero, y regresando á Trujillo alzó bandera por 
el rey. 

Noticioso Pizarro de que el mal ejemplo de Mora había encontrado 
imitadores en otros de sus tenientes en el Norte, despachó contra ellos al 
capitán Juan de Acosta con cien arcabuceros y cien jinetes. Encomendó 
éste el mando de la descubierta ó fuerza de exploración al alférez Jeróni- 
mo de Soria, quien aprovechando de una ocasión propicia se pasó con su 
gente al enemigo. 

Francisco de Carvajal, que á la sazón estaba en Lima, juró y rejuró 
que daría garrote á cuantos hubiesen aconsejado á Soria que desertase 
del bando de Gonzalo, y echóse en consecuencia á hacer averiguaciones. 
De ellas resultó que el capitán Lope Martín había regalado á Soria su ca- 
ballo, lo que para el criterio del Demonio de los Andes constituía prueba 
plena de criminalidad. Púsolo preso, y dióle una horita de plazo para que 
ajustara cuentas con Dios. 

D. Antonio de Eibera, deudo de los Pizarro y personaje de muchos res- 
petos y campanillas, tuvo noticia del conflicto en que se hallaba Lope 
Martín, que era muy su amigo, y calculando que empeñarse con Carvajal 
era perder tiempo y gastar saliva, se fué directamente á Gonzalo, y tanto 
le rogó, que á la postre se avino á perdonar. Pero como la cosa urgía y no 
daba tiempo para escribir y firmar, obtuvo D. Antonio que Gonzalo le 
diese sus guantes de gamuza, que ya en otra oportunidad habían servido 
de cédula de perdón para con el sanguinario D. Francisco. 

Entretanto habían transcurrido cincuenta minutos, y del palacio de 
Gonzalo á la cárcel había más de dos cuadras de camino. D. Antonio co- 
rrió, y echando casi los bofes llegó á la prisión, y sin fuerzas para articu- 
lar palabra presentó los guantes á Carvajal. 

— Paréceme, y me alegro— dijo D. Francisco,— que vuesa merced ha He- 

Tomo IV 15 



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226 TRADICIONES PERUANAS 

gado tarde con la bula. Ya ese bellaco de Lope Martín debe estar en el 
infierno, dando cuenta al diablo de sus perrerías en este mundo. Pero en 
ñn, véngase vuesa merced conmigo y llévese el cuerpo del traidor, y ten 
ga el consuelo de darle la sepultura que no merece. 

Y entraron en el calabozo á tiempo que el verdugo, después de dar 
una vuelta de garrotillo, que no bastó para matar al preso, se preparaba 
á dar la segunda, que infaliblemente habría sido la de apaga y vamonos. 

Lope Martín, medio extrangulado, cayó sin sentido en brazos de su 
amigo. 

Mientras le hacían aspirar algunas sales, Carvajal le examinaba el amo* 
ratado cuello y murmuraba: 

—i Vaya un pescuezo para duro! Bien puede este picaro desbautizarse 
desde hoy y llamarse el hijo de la dicha. 

Y salió del calabozo canturreando una de sus coplas favoritas: 

«¡Ay, amor!, tirano amor, 
más que tirano traidor; 
pues traidor me fuiste, amor, 
todo te sea traidor.» 



niñería de niño 

Cuando se cometía en Lima alguna atrocidad ó crimen de esos que 
espeluznan, decían nuestros flemáticos abuelos: «¡Niñería de Niño!» 

Ahora conozcan ustedes al niño y su niñería. 

El licenciado Eodrigo Niño, hijo de un cabildante de Toledo, en Espa- 
ña, fué hombre en política de conducta más variable que el viento. En- 
tusiasta partidario en una época del virrey Blasco Núñez de Vela, por 
quien arrostró serios peligros, se le vio á poco figurar entre los más fer- 
vorosos adeptos de Gonzalo Pizarro, para á la postre hacer gran papel 
al lado de Gasea. Fué el tal leguleyo más tejedor que las arañas. Siempre 
estuvo en las de ganar y nunca en las de perder; lo que prueba que el li- 
cenciado Kodrigo Niño tuvo olfato de perro husmeador. 

Necesitando regresar á España para recibir un mayorazgo que le ha- 
bía cabido en herencia, fletó buque, y Gasea le encomendó que condujese 
en él ochenta pizarristas condenados á galeras. 

Kodrigo Niño aceptó el encargo, y como no se le dio fuerza para cus- 
todia de los presos, exigió á éstos palabra de que no se fugarían en el trán- 



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RICARDO PALMA 227 

sito. Era mucho camíor fiar en promesa de gente en condición tan apura- 
da, y pronto lo palpó el licenciado. 

Entre Panamá, Cartagena y la Habana se escaparon todos menos diez 
y ocho, con los que llegó á Sanlúcar de Barrameda. Emprendió con ellos 
la marcha á Sevilla, donde debía entregarlos á la autoridad, y en esas po 
cas leguas de camino se amotinaron diez y siete, diciéndole con pifia: 

— Sr, Rodrigo Niño, hasta aquí duró la buena compañía. Quede vuesa 
merced con Dios, y él sea con nosotros. 

Y sin que D. Eodrigo hiciera lo menor por contenerlos, remontaron el 
vuelo los pájaros, menos uno que se obstinó en no escaparse, sino en ir á 
galeras á cumplir su sentencia. Acaso fiaba en que su formalidad sería tí- 
tulo para indulto; pero ahí verán ustedes que en la calavera de una pulga 
se ahoga un cristiano. 

— Y tú, picaro, ¿por qué no te largas también?— le preguntó el licenciado. 

— Porque estoy cansado de andar de Ceca en Meca — contestó con sorna 
el galeote— y no me va mal en la compañía de vuesa merced. 

Hubo tal acento de burla en las palabras del preso, que Rodrigo Niño 
se sulfuró y le dijo: 

— Pues yo prefiero entrar en Sevilla solo y no tan mal acompañado. 
Quien, después de haber sido soldado en el Perú, no tiene á menos ir á 
remar en las galeras del rey, es hombre vil y bajo y no merece vivir. 

Y desenvainando la daga se la clavó en el pecho. 

Parece que aunque se le siguió juicio al homicida, salió absuelto. Y 
dígolo porque volvió al Perú Rodrigo Niño, y en 1556 fué nada menos que 
alcalde en el Cabildo de Lima. Es claro que la niñería del asesinato no 
perjudicó al Niño. 



LOS QUE ESTÁN Á LA MIRA 

Fué el licenciado Polo de Ondegardo, autor de una interesante crónica 
historial del Perú, que, según Prescott, se conserva aún inédita, hombre 
de agudo ingenio y muy amigo de jugar con los vocablos. Pruébalo el 
que habiéndose querellado ante él dos individuos que se dieron de golpes, 
empleando el uno una vara de medir, y el otro una pesa de cobre, díjoles 
el juez: «En este litigio no cabe sentencia, porque el asunto se ha ventilado 
ya con peso y medida.» 

Cupo al Demonio de los Andes, Francisco de Carvajal, bautizar con el 



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228 TRADICIONES PERUANAS 

nombre de tejedores á los que en política se manejan con doblez y que 
bailan al son que tocan. £n ese siglo de revueltas hubo no pocos que 
Luyendo de comprometerse en los bandos, esperaban á última hora para 
exhibirse como partidarios de la causa que» entre cien, contara con no- 
venta y nueve probabilidades de éxito. 

Polo de Ondegardo bautizó con el nombre de los que están á la mi? a 
á esos politiqueros de encrucijada que en nuestros días llamamos opor^ 
tunistas 6 amigos de la víspera, y que de paso sea dicho, son los que se 
adueñan de las mejores tajadas, dando autoridad ai refrán que dice: «Na- 
die sabe para quién trabaja.» 

Estos oportunistas son siempre el colmo en materia de adulación, y 
capaces de dejar tamañito al mismísimo poeta Antón de Montero, que 
dedicó á la reina doña Isabel la Católica la más gorda lisonja que ingenio 
y bajeza humanos han producido, pues le dijo: 

«Alta reina soberana, 
si fuérades antes Vos 
que la ñja de Santa Ana, 
de Vos el fijo de Dios 
recibiera carne humana.» 

Enviado Ondegardo á Charcas con el carácter de gobernador por don 
Pedro de la Gasea, se vio en el caso de investigar el comportamiento de 
los principales vecinos durante la ya vencida revolución de Gonzalo Pi- 
zarro, para premiar en ellos su lealtad y servicios á la causa del rey, ó 
bien para imponer castigo á los que resultasen contaminados con la lepra 
de la rebeldía. Si bien de estos últimos sólo encontró dos que enviar sin 
escrúpulo á la horca, en cambio tampoco halló á nadie digno de obtener 
mercedes; que era el licenciado juez muy exigente en esto de aquilatar el 
merecimiento ajeno. Para manga ancha las juntas calificadoras de nues- 
tros tiempos, en que resultan hasta vencedores en un combate prójimos 
que se hallaron á cien leguas de distancia. Muy cómodo es hacer carida- 
des á expensas del tesoro fiscal y no del propio. 

Después de escuchar el alegato de méritos y servicios de cada vecino, 
Polo de Ondegardo, entre risueño y grave, formulaba objeciones; y como 
no le contestaban exhibiendo documentos que comprobasen no haber sido 
el sujeto tibio en la defensa de la bandera real, concluía el licenciado con 
estas frases: 

— Está visto, mi amigo, que vuesa merced no ha arriesgado un cabe 
lio en favor del rey y que ha militado entre los que están á la mira. No 
ha sido bobo vuesa merced; pero para mí, más gracia merece el enemigo 
declarado que quien está á la de viva quien venza. Lo pagará su bolsa, y 



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BIGARDO PALMA 229 

así escarmentará. para en otra no estarse á la mira, sino comprometerse 
con San Miguel ó con el diablo. 

Y á todos los de la mira les impuso una multa para el tesoro de Su 
Majestad, desde cien hasta mil ducados, según la posición y teneres de 
la persona. 

Y fueron tantos los que resultaron pecadores de haber estado á la mi- 
ra, que pasó de un millón de pesos la suma que Polo de Ondegardo remi- 
tió á íipaña, con destino á la real persona de Su Majestad D. Felipe II. 



UN VIRREY CASAMENTERO 

Su Excelencia D. Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y 
virrey de estos reinos del Perú por S. M. D. Felipe II, fué tesonero en el 
empeño de realizar lo que se llamó matrimonios de real orden. Decía 
D. Andrés que hombre célibe es de suyo levantisco, y que nada enfre- 
na tanto como el matrimonio la turbulencia de la sangre. Un soltero 
que vive con la capa al hombro y sin grillos para el corazón, está á toda 
hora dispuesto para aventuras y motines. Si Dios no quiso que el hombre 
estuviera solo sobre la tierra, menos debía quererlo ni tolerarlo el rey, 
que es su representante. A casar gente, se ha dicho. 

Fué una tarde el virrey á visitar al oidor Santillán, y recibiólo en el 
salón de la casa su sobrina doña Beatriz, hembra de muy buen ver. Era 
doña Beatriz una viudita que se aproximaba á los treinta, recatada y 
hacendosa, sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo y cou 
bienes que le aseguraban una renta de mil pesos al mes. No era, créan- 
melo ustedes, mal bocado para un goloso. 

Al virrey le fué muy simpática la joven; pero como él no estaba ya 
para trotes ni trajines con Venus, se conformó con relamerse los labios 
y murmurar: «¡quién pudiera!» 

De su conversación con doña Beatriz sacó su excelencia en hmpio 
que el cenojil y las tocas de la viudez la traían fastidiada y que no haría 
ascos á nuevo casamiento. Propúsose, pues, el marqués casarla de su ma 
no y apadrinar la boda, si bien faltaba todavía lo principal, que era el no- 
vio, y pasóse aquella noche cavilando. Él no quería para su futura ahijada 
un hombre de poco más ó menos, sino el mozo más gallardo que hubiera 
en Lima en disponibilidad para marido. Y después de pasar en mientes 
revista á los solteros, fijóse en D. Diego López de Zúñiga, joven que frisa- 



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230 TRADICIONES PERUANAS 

ba en la edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el varón, y muy 
gentil de persona. 

Pertenecía el D. Diego á hidalga familia de Castilla y había compro- 
bado lo inquieto de su carácter con la activa parte que tomara en las pa- 
sadas rebeldías. Sangre revolucionaria retozaba en su cuerpo, y siempre 
se le veía entre los descontentos que soñaban con armar de nuevo la 
gorda. 

—Es lástima — se dijo el virrey— que tan gallardo mancebo vaya á re 
matar en la horca. Quiera que no quiera, á ojos cegarritas, lo caso y lo 
salvo. 

Y mandó llamar á López de Zúñíga y le dijo: 

— Vuesa merced, Sr. D. Diego, mire lo que hace y déjese de locuras; 
que si lo que ha menester es posición y dinero, yo me ocupo de cambiar 
su suerte de mala en venturosa. 

D. Diego, después de agradecer la prueba de personal afecto que el 
virrey le daba, manifestó que realmente había estado siempre quejoso 
del gobierno, porque éste no premiara sus servicios á la altura de sus me- 
recimientos; pues apenas se le había dado un repartimiento que le pro- 
ducía mil duros al año, cuando otros, que valían menos que él, habían 
sido favorecidos con bocados suculentos. 

El virrey oyó con benevolencia sus quejas, y le contestó: «No le falta del 
todo razón á vuesa merced; pero en mi mano no está hacerle servicio á 
costa del Estado, que ya lo de los repartimientos es mina agotada. Vuél- 
vase vuesa merced mañana, que nos entenderemos, y no sólo será rico, 
sino envidiado.» 

Y esa noche volvió el virrey á visitar á doña Beatriz y la participó que 
había tomado á su cargo casarla con el hombre más buen mozo de Lima 
y que esperaba de ella obediencia al propósito. Animóse la joven á pre- 
guntar quién era el galán del romance, y cuando supo que se trataba de 
D. Diego López de Zuñiga, dióle de júbilo un brinco el corazón y premió 
con un abrazo al viejo zurcidor de matrimonios. La viudita se diría para 
las entretelas de su alma, como la doctora de Avila cuando bajo santa 
obediencia la impuso su superiora que no ayunase: 

¿Obediencia y torreznos, 
madre abadesa? 
jAy, qué gangas, qué gangas 
para Teresa! 

Con eso quedó más obligado el marqués á realizar la boda, y cuando 
al día siguiente, puntual á la cita, se presentó el de Zuñiga, su excelen- 



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RICARDO PALMA 231 

cia lo recibió diciéndole: «Venga acá, hombre feliz, que va á saltar de go- 
zo cuando sepa la dicha que le aguarda. ¿Conoce vuesa merced á doña 
Beatriz de Santillán?» 

— Hermosísima dama por mi fe— contestó el interpelado. 

— Y rica, y sin hijos, y sin suegra — añadió el marqués.— ¿Le parece á 
vuesa merced saco de alacranes? 

— No, señor; que tengo á doña Beatriz por un pino de oro. 

— Pláceme oírselo. ¿Quiérela vuesa merced por esposa? 

Pregunta tan á quemarropa hecha dejó por un instante en suspenso 
al mancebo. 

— No, señor virrey — contestó al cabo con resolución. 

Aquí fué su excelencia el asombrado, y creyendo haber oído mal, bal- 
buceó: 

— ¡Cómo , cómo!.... ¿Cómo es eso? 

— Que no quiero casarme con doña Beatriz: está dicho. 

— Pues se casará ó se lo llevará el diablo conmigo, don bellaco— insis- 
tió irritado D. Andrés. 

— Pues si es preciso, señor virrey, iré á la horca ; pero no me ca- 
saré. 

— Y á la horca irá jCarámbanos! ¡Habráse visto burro de Lindaraja, 

que se iba al aserrín y no á la paja! 

El virrey no volvía en sí de su asombro. Se levantó y dio á pasos pre- 
cipitados un paseo por la habitación. Al fin, un poco más sereno, se de- 
tuvo delante del joven y le preguntó: 

— ^¿Tiene vuesa merced algo que alegar contra la honestidad y virtud 
de doña Beatriz? 

— Líbreme el cielo— se apresuró á contestar D. Diego— de empañar en 
lo menor su honra, y créame vuecencia que si alguien osase tildarla, daga 
traigo para cortarle la lengua. No me caso porque soy pobre y ella es rica 
y no codicio mujer que me mantenga. 

Y de este ultimátum, por más que argumentó el virrey, no consiguió 
que apease el de Zúñiga. Tenía la altivez y dignidad características del 
castellano antiguo. Esos hombres eran incotizables en la bolsa del 
mundo. 

El virrey, que era todo un cascarrabias (y tanto que murió de una ra- 
bieta), puso término á la conferencia ordenando la prisión de D. Diego. 
No se conformaba su excelencia con que habiéndose metido á casamen- 
tero le desdeñasen la novia. 

¿Y ahorcó á D. Diego como se lo había ofrecido? No, precisamente; 
pero con pretexto de que era hombre peligroso en el Perú, lo envió des- 
terrado á España. 



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232 TRADICIONES PERUANAS 

En cuanto á doña Beatriz, parece que las calabazas de D. Diego la hi- 
cieron mella en el alma; porque desdeñando otros partidos que la propu- 
so el virrey casamentero, emprendió, á la muerte de su tío el oidor, viaje 
al Cuzco, donde se metió monja en Santa Clara, que fué el primer monas- 
terio que hubo en el Perú, como que su fundación se hizo en 1560, años 
antes del de la Encamación en Lima. 



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RIOAKDO pai;ma 23^3 



LAS CLARISAS DE GUAMANGA 

«¡Feliz vientre de madre!» era á fines del siglo x vi exclamación general 
en el Perú, al hablarse de doña Luisa Díaz de Oré, esposa del acaudalado 
minero D. Antonio Oré, español 
que en 1571 fué corregidor de 
Guamanga. 

El siglo aquel tendía al mo- 
naquismo, y por consiguiente 
despertaba hasta envidia mujer 
que había tenido nueve hijos, 
cuatro varones (Antonio, Luis, 
Pedro, Dionisio) y cinco hembras 
(Ana, Leonor, María, Inés, Purifi- 
cación), todos frailes y monjas. 

Si España era un gran con- 
vento, pues la gente de iglesia 
pasaba de un milloncejo, ¿qué 
mucho que los americanos nos 
desviviésemos por imitarla? Ello 

era lógico y natural. Quizá pun- ^j^do J /^ , r 

to de orgullo y moda, más que ^ Jt^ ytrc<r6¿>A^¿i^;i,^¿3^ 

de devoción, era el que los ricos 

empleasen sus caudales en fun- D. Hernando Arias de Ugarte 

daciones monásticas. Tener mu- quinto arzobispo de Lima 

ches frailes y muchas monjas en 

la familia, era tener ya asegurado lugarcito en la gloria eterna. Y luego 
eso de morir en olor de santidad llegó á ser epidemia, sobre todo en Lima. 
Si Eoma canonizara, que no lo ha hecho por falta de monedas, á todos los 
peruanos sobre cuyas virtudes y milagros hay expediente en sus archivos, 
regimiento numeroso formaríamos en el cielo. La canonización de Santo 
Toribio, según Mendiburu, nos costó cuarenta mil duretes, y poco menos 
la de Santa Eosa. Quien lo tiene lo gasta, y ¡viva el lujo! 

Tratándose de los muchachos, D. Antonio Oré no tuvo inconveniente 
en dejarlos seguir su vocación, en la que no les fué del todo mal; pues el 
segundo, Luis Jerónimo, de la orden franciscana como sus tres herma- 
nos, alcanzó á la dignidad de obispo de Concepción y Chiloe. Entre otros 



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234 TRADICIONES PERUANAS 

libros de que fué autor, conocemos el titulado Descripción del nuevo orbe 
y un catecismo en quechua y aymará. También entiendo que escribió y 
publicó una Fida de Santo Toribio, 

Pero cuando las niñas declararon á señor padre su deseo de que las 
enviase á Lima para entrar en el monasterio de la Concepción, ya que en 
Guamanga no había conventos, D. Antonio las hizo juiciosas reflexiones 
á fin de apartarlas del propósito; pero las muchachas no cejaron. Enton- 
ces les dijo que su oposición nacía de que mandándolas á la capital, aca- 
so no volvería á verlas; pero que pues tenía gran fortuna, estaba resuelto 
á gastarla fabricando para ellas un convento en Guamanga y creando ren- 
tas para la subsistencia del monasterio. 

Y se puso á la obra; y á la vez que se edificaban templo y claustros, 
obtuvo de Madrid y Roma las licencias precisas. Llegadas éstas, hizo venir 
del Cuzco á la monja Leonor de la Trinidad, investida con el carácter de 
presidenta, y el 16 de mayo de 1568 bendijese la iglesia con mucha pom- 
pa y recibieron el hábito las niñas, entre las que á la muerte de la madre 
Leonor, que acaeció en 1692, fué turnándose por trienios el puesto de aba- 
desa. 

Durante los primeros quince días hubo en la ciudad fiebre de aspira- 
ción á monjío, pues tomaron el hábito veintiséis jóvenes más, descendien- 
tes de conquistadores, y el número de beatas y criadas que se encerraron 
en el claustro pasó de sesenta. 

Tal fué el origen del monasterio de Santa Clara de Guamanga, y del 
que años más tarde salieron monjas para la fundación de clarisas en Tru- 
jillo. 

Así D. Antonio Oré como su esposa doña Luisa fueron sepultados bajo 
el altar mayor, y en sus funerales las cinco monjas cantaron desde el coro 
el TYiiaerere, oficiaron la misa tres de los hijos, y el que llegó á obispo pro- 
nunció la oración fúnebre. 



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EL PATRONATO DE SAN MARCOS 



Gran tole tole había en la buena sociedad limeña por el mes de septiem- 
bre del año 1574. Y la cosa valía la pena, como que se trataba nada me- 
nos que de elegir santo patrono para la Real y Pontificia Universidad de 
Lima, recientemente creada por cédula del monarca y bula de Roma. 

El nuevo rector D. Juan de Herrera, que era abogado y que había 
reemplazado á los médicos Meneses y Sánchez Renedo, que fueron los dos 
primeros rectores, se inclinaba con los demás leguleyos á San Bernardo. 
El partido de los galenos exhibía á San Cipriano y los teólogos estaban 
decididos por Santo Tomás. El virrey, como para poner en paz á los tres 
bandos, propuso la candidatura de San Agustín. 

Las limeñas, que en esos tiempos (y por no perder la costumbre hasta 
en los nuestros) se metían en todo, se propusieron hacer capítulo por los 
cuatro evangelistas; y húbolas partidarias de San Juan, San Lucas, San 
Marcos y San Mateo. Así cada doctor de la Universidad, si era hombre 
en disponibilidad para marido, se encontraba con que su novia le pedía 
el voto para el águila de Patmos, y sus hermanas para San Lucas. Y si 



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236 TRADICIONES PERUANAS 

era casado, la mujer aspiraba á conquistarlo para San Marcos, y la suegra 
para San Mateo. 

Ni los teólogos estaban libres de que la confesada ó hija de espíritu se 
insinuase en favor del evangelista de sus simpatías. 

jQué desgracia la mía! Si yo hubiera comido pan en ese siglo, y ade- 
más sido doctor, créanme ustedes que sacaba el vientre de mal año. Ven- 
día mi voto baratito. Me parece que un celemín de besos no habría sido 
mucho pedir. 

Convocóse á claustro para el 6 de septiembre, y San Marcos sacó cin- 
co votos, cuatro San Juan y San Lucas, y tres San Mateo que fué el can- 
didato de las viejas. En cuanto á San Agustín, San Cipriano, Santo Tomás 
y San Bernardo, todos pasaron de la docena, como que eran sesenta y 
ocho los doctores del claustro. 

No habiendo alcanzado mayoría ningún santo, quedó la votación para 
repetirse en la semana siguiente. A cubiletear, se ha dicho. 

Las limeñas calcularon entonces, y calcularon muy juiciosamente, que 
anarquizadas como estaban, no había triunfo posible para evangelista al- 
guno. Dicen los hombres de política que esto del voto acumulativo para dar 
representación á las minorías, es invento del siglo xix. Mentira, y men- 
tira gorda, digo yo. El voto acumulativo es cosa rancia, en el Perú por lo 
menos. Lo inventaron las limeñas ha tres siglos. 

Ellas querían un evangelista, y resolvieron acumular en favor de San 
Marcos, que fué el que mejor parado salió en la votación primera. 

En el segundo claustro, que se efectuó el 16 de septiembre, retiró el 
virrey la candidatura de San Agustín, y diz que en ello cedió á influen- 
cias de faldellín de raso. Los adeptos del Santo Obispo de Hipona fueron 
á reforzar las fílas de los tomistas, bernardistas y ciprianistas. 

Divide et impera, se habían dicho mis paisanas. También el bando de 
los evangelistas se reforzó con dos ó tres agustinianos. 

La votación fué reñida, muy reñida; pero nadie sacó la mayoría preci- 
sa. Resolvióse convocar á claustro para el día 20, y que la suerte decidiera. 

Llegado el día, echáronse en la ánfora cuatro papeletas con los nom- 
bres de Santo Tomás, San Bernardo, San Cipriano y San Marcos; y un 
niño de cinco años, de la familia del virrey, fué llevado para hacer la ex- 
tracción. Así no habría ni sospecha de trampa. 

¡Victoria por las limeñas! La suerte, que es femenina, las favoreció. 

En pleno claustro, el 22 de diciembre de 1574, fué solemnemente pro- 
clamado y jurado el evangelista del toro matrero como patrón de la Real 
y Pontificia Universidad de Lima. 



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RICARDO PALMA 237 



LOS RATONES DE FRAY MARTÍN 

Y comieron en un plato 
perro, pericote y gato. 

Con este pareado termina una relación de virtudes y milagros que en 
hoja impresa circuló* en Lima, allá por los años de 1840, con motivo de 
celebrarse en nuestra culta y religiosa capital las solemnes fiestas de bea- 
tificación de fray Martín de Forres. 

Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579, y fué hijo 
natural del español D. Juan de Forres, caballero de Alcántara, en una 
esclava panameña. Muy niño Martincito, llevólo su padre á Guayaquil, 
donde en una escuela, cuyo dómine hacía mucho uso de la cascara de no- 
villo, aprendió á leer y escribir. ,Dos ó tres años más tarde, su padre re- 
gresó con él á Lima y púsolo á aprender el socorrido oficio de barbero y 
sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo. 

Mal se avino Martín con la navaja y la lanceta, si bien salió diestro en 
su manejo, y optando por la carrera de santo, que en esos tiempos era 
una profesión como otra cualquiera, vistió á los veintiún años de edad 
el hábito de lego ó donado en el convento de Santo Domingo, donde mu- 
rió el 3 de noviembre de 1639 en olor de santidad. 

Nuestro paisano Martín de Forres, en vida y después de muerto, hizo 
milagros por mayor. Hacía milagros con la facilidad con que otros hacen 
versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si es el padre Manrique ó el 
médico Valdez) dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que 
siguiera milagreando (dispénsenme el verbo). Y para probar cuan arrai- 
gado estaba en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que en 
momentos de pasar fray Martín frente á un andamio, cayóse un albañil 
desde ocho ó diez varas de altura, y que nuestro lego lo detuvo á medio 
camino gritando: «Espere un rato, hermanito.» Y el albañil se mantuvo 
en el aire, hasta que regresó fray Martín con la superior licencia. 

¿Büenazo el milagrito, eh? Fues donde hay bueno hay mejor. 

Ordenó el prior al portentoso donado que comprase para consumo de 
la enfermería un pan de azúcar. Quizá no le dio el dinero preciso para 
proveerse de la blanca y refinada, y presentósele fray Martín trayendo un 
pan de azúcar moscabada. 

— ¿No tiene ojos, hermano?— díjole el superior. — ¿No ha visto que por 
lo prieta, más parece chancaca que azúcar? 



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238 TRADICIONES PERUANAS 

—No se incomode su paternidad — contestó con cachaza el enfermero 
— Con lavar ahora mismo el pan de azúcar se remedia todo. 

Y sin dar tiempo á que el prior le arguyese, metió en el agua de la 
pila el pan de azúcar, sacándolo blanco y seco. 

¡Ea!, no me hagan reir, que tengo partido un labio. 

Creer ó reventar. Pero conste que yo no le pongo al lector puñal al pe- 
cho para que crea. La libertad ha de ser libre, como dijo un periodista de 
mi tierra. Y aquí noto que habiéndome propuesto sólo hablar de los rato- 
nes sujetos á la jurisdicción de fray Martín, el santo se me estaba yendo 
al cielo. Punto con el introito y al grano, digo, á los ratones. 

Fray Martín de Porres tuvo especial predilección por los pericotes, in 
cómodos huéspedes que nos vinieron casi junto con la conquista, pues 
hasta el año de 1552 no fueron esos animalejos conocidos en el Perú. Lle- 
garon de España en uno de los buques que con cargamento de bacalao 
envió á nuestros puertos un D. Gutierre, obispo de Palencia. Nuestros in- 
dios bautizaron á los ratones con el nombre de hiucuchas, esto es, salidos 
del mar. 

En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era todavía casi una 
curiosidad; pues relativamente la familia ratonesca principiaba á multi- 
plicar. Quizá desde entonces encariñóse por los roedores; y viendo en ellos 
una obra del Señor, es de presumir que diría, estableciendo comparación 
entre su persona y la de esos chiquitines seres, lo que dijo un poeta: 

El mismo tiempo malgastó en mí Dios, 
que en hacer un ratón, ó á lo más dos. 

Cuando ya nuestro lego desempeñaba en el convento las funciones 
de enfermero, los ratones campaban, como moros sin señor, en celdas, co- 
cina y refectorio. Los gatos, que se conocieron en el Perú desde 1537, aa- 
daban escasos en la ciudad. Comprobada noticia histórica es la de que 
los primeros gatos fueron traídos por Montenegro, soldado español, quien 
vendió uno, en el Cuzco y en seiscientos pesos, á D. Diego de Almagro el 
Viejo. 

Aburridos los frailes con la invasión de roedores, inventaron diversas 
trampas para cazarlos, lo que rarísima vez lograban. Fray Martín puso 
también en la enfermería una ratonera, y un ratonzuelo bisoño, atraído 
por el tufillo del queso, se dejó atrapar en ella. Libertólo el lego y colocán- 
dolo en la palma de la mano, le dijo: 

— Vayase, hermanito, y diga á sus compañeros que no sean molestos 
ni nocivos en las celdas; que se vayan á vivir en la huerta, y que yo cui- 
daré de llevarles alimento cada día. 



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RICARDO PALMA 239 

El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento la ratonil 
muchitanga abandonó claustros y se trasladó á la huerta. Por supuesto 
que fray Martín los visitó todas las mañanas, llevando un cesto de desper- 
dicios ó provisiones, y que los pericotes acudían como llamados con cam- 
panilla. 

Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato, y había 
logrado que ambos animales viviesen en fraternal concordia. Y tanto que 
comían juntos en la misma escudilla ó plato. 

Mirábalos una tarde comer en sana paz, cuando de pronto el perro 
gruñó y encrespóse el gato. Era que un ratón, atraído por el olorcillo de 
la vianda, había osado asomar el hocico fuera de su agujero. Descubriólo 
fray Martín, y volviéndose hacia perro y gato, les dijo: 

— Cálmense, criaturas del Señor, cálmense. 

Acercóse en seguida al agujero del mur, y dijo: 

—Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene necesidad 
de comer; apropíncuese, que no le harán daño. 

Y dirigiéndose á los otros dos animales, añadió: 

— VayA, hijos, denle siempre un lugarcito al convidado, que Dios da 
para los tres. 

Y el ratón, sin hacerse de rogar, aceptó el convite, y desde ese día co- 
mió en amor y compaña con perro y gato. 

Y y y ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola! 



EN QUÉ PARARON UNAS FIESTAS 

Cuando después de sofocar las turbulencias de Laycacota, colgando de 
una horca al justicia mayor Salcedo, llegó á Potosí el excelentísimo conde 
de Lemos, fué á visitarlo, aunque no de los primeros, D. Antonio López 
Quiroga ó Quirós, como lo apellida algún cronista. El lector que quiera 
adquirir amplio conocimiento del personaje, lea mi tradición titulada Des 
pues de Dios, Quirós, y sabrá que los historiadores potosinos están con- 
formes en asegurar que la fortuna de este caballero excedía de cien mi- 
llones de pesos. 

I Vaya una bicoca 
para hacer boca! 

Al presentarse D. Antonio de visita en la casa donde se hospedaba el 
virrey, no lo hizo con las manos vacías, sino llevando de regalo á su exce- 



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240 TRADICIONES PERUANAS 

lencia una copiosa vajilla de plata, que representaba el valor de veinte 
mil duros. 

;Y que Dios no me depare á mí, pobre tradicionista y perseguidor de 
polilla^ un visitante de ese rumbo! ¡Si cuando yo digo que el cielo comete 
unas injusticias que claman al cielo!.... 

Su excelencia D. Pedro Fernández de Castro, á pesar del olor de santi- 
dad en que murió, porque comulgaba los domingos y movía los fuelles 
del órgano en la iglesia de los Desamparados, cuya fábrica dirigió y cos- 
teó, y á pesar de lo mucho que los jesuítas del Perú ensalzaron sus virtu- 
des, era hombre avaro ó que se engolosinaba con la plata. 

Trató con exquisita cordialidad al opulento minero, y no dejó día sin 
invitarlo á comer, que en la mesa nacen las intimidades, pasando horas 
y horas departiendo con él en chachara de confianza. Pero Quiroga, que 
era un tanto avisado y socarrón, decía para su capa: <¿Á qué vendrán tan- 
tas fiestas?» 

Llegó el día en que su excelencia tuvo que emprepder viaje de regreso 
á Lima; y al despedirse del minero, le dio estrechísimo abrazo, diciéndole: 

— Sólo la amistad de vuesa merced me ha hecho grata la residencia en 
Potosí; que mi cariño por vuesa merced es de deudo y no de amigo. 

— ^¿Y por dónde soy yo pariente de vuecelencia? ¿Por Adán ó por Eva? 
¿Por la sábana de arriba ó por la sábana de abajo?— preguntó D. Antonio 
con cierta sonrisita no exenta de malicia y picardía. 

— En la voluntad de vuesa merced está nuestro parentesco— contestó 
el virrey. — Sepa vuesa merced que la condesa mi mujer está encinta, y 
que holgárame de verlo sacar de pila al fruto de bendición. 

— Sea enhorabuena, que por mí, no ha de quedar, y honra recibo en 
ello. Ya enviaré mis poderes á un amigo íntimo que en Lima tengo. 

Y D. Antonio López Quiroga añadió para su capa: «¡Bendito sea Dios! 
jY para lo que habían sido tantas fiestas! jAh mundo, mundillo!» 

Ocho días después, D. Antonio despachaba para Lima un correo, con 
pliegos rotulados á un negro, cocinero de los frailes de San Francisco, 
quien vestía el hábito de donado y disfrutaba en la ciudad gran reputa- 
ción de santo. Como que en la crónica conventual están apuntados mu- 
chos de los milagros que hizo. 

El tal López Quiroga, que era hombre de arrequives y gallo de mucha 
estaca, encomendaba al negro cocinero que lo representase como padrino 
en la ceremonia bautismal, y que entregase á la pobre comadre cien mil 
pesos para pañales ó mantillas del mamón. 



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RICARDO PALMA 241 



LA HONRADEZ DE UNA ÁNIMA BENDITA 



Aunque yo sea la segunda persona después de nadie, no por eso auto- 
rizo á mis lectores para que duden de la veracidad del relato que voy á 
hacerles, máxime cuando me apoyo en la autoridad del padre Calancha, 
que fué un agustino de manga ancha y más bueno que el pan de man- 
teca. 

El 6 de enero de 1628 emprendió viaje para el Purgatorio un limeño 
llamado Diego Pérez de Araus, muy gran devoto de San Agustín, pero que 
lo era más de las muelas de Santa Apolonia. 

Ya en el otro mundo entróle á su ánima el remordimiento de que en 
cierta noche, y empleando no sé si dado, carrete ó caracolillo, le había ga- 
nado á su amigo Antonio Zapata, no diré una suma morrocotuda, sino 
la pigricia de doscientos pesos. 

Anima de poco meollo cerebral y de muchos escrúpulos de monja bo- 
ba debió ser la del tramposo Pérez de Araus, porque dio en aparecérsele 
todas las noches á su acreedor Zapata, quien de tanto dar diente con 
diente, por el terror que le causaba la visita, empezó á perder carnes co- 
mo aquel á quien encanijan brujas. En vano á cada aparición preguntaba 
Zapata qué cosa se le había perdido al ánima bendita y por qué la buscaba 
en casa ajena. El espíritu de Dieguillo no despegaba los labios para dar 
respuesta. 

Y Antonio se echó á gastar en misas de San Gregorio y demás sufra- 
gios por el ánima de Pérez de Araus, y la picarona ni por esas: no dejaba 
pasar noche en blanco ó sin visita. 

Tengo para mí que en el siglo xvii debió andar un tanto descuida- 
da la vigilancia de los guardianes en el Purgatorio. Sólo así me explico 
la frecuencia con que venían á pasearse por acá las ánimas benditas. 
Eso sí, con el alba todas regresaban á su domicilio del otro mundo, sin 
que haya tradición de que una sola hubiera cometido la informalidad de 
faltar á la lista de diana. 

Cundió en Lima la noticia de que el ánima de Diego Pérez de Arans 
era ánima viajera y con quehaceres por estos andurriales. La viuda de 
Pérez, que era moza y de buen ver y mejor palpar, se asustó tanto con la 

Tomo IV 16 



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242 TRADICIONES PERUANAS 

nueva, que diz que ya desde esa noche no durmió sola, recelando que al 
ánima del difunto se le antojara ocupar su legítimo sitio en el lecho ma- 
trimonial. Hay ánimas benditas que por mozonada han hecho cosas peo- 
res. Apruebo la medida precautoria adoptada por la viudita. 

¡Mamá, que me come el coco! 
Mamá, ¿no me comerá? 
— No te asustes por tan poco, 
¡que el coco no come ya! 

Afortunadamente vivía en Lima, y en el monasterio de las Descalzas, 
una monja más milagrera que la mitad y otro tanto, á la cual expuso su 
cuita el desventurado Zapata. Y la sierva de Dios le contestó que fuese 
sin zozobra, que hembra era ella para meter en vereda al ánima de Diego 
Pérez. 

Y la evocó y la echó una repasata muy enérgica por la majadería de 
andar quitando el sueño y asustando al pobrete de Antón Zapata. 

— De parte de Dios te mando— concluyó la monja — que me digas fran- 
camente á qué vienes á Lima. 

Parece que el ánima de Pérez de Araus se atorteló como una mengua- 
da; porque declaró que sus idas y venidas eran motivadas por el remordi- 
miento de haberle ganado, á la mala^ doscientos pesos á su amigo. 

—¡Pues buen modo de pagar tienes, hijita! ¿Eso se estila por allá? ¡Ea! 
Lárgate y no vuelvas, que yo hablaré con tu mujer para que ella pague 
por ti. Vete tranquila á tu Purgatorio, y no te reconcomas por candi- 
deces. 

Y efectivamente. El alma de Diego Pérez no volvió á rebullirse. Si hu- 
biera perseverado en la manía de las escapatorias, el padre Calancha, que 
debió tener bien organizada su policía, lo habría sabido y nos lo hubiera 
contado. 

La monja llamó á la alegre viudita, y la intimó que pagase á Zapata 
los doscientos duros de que el difunto se había confesado deudor. Ma- 
dama quiso protestar el libramiento, alegando razones que probablemen- 
te serían de pie de banco, porque la sierva de Dios le repuso con toda 
flema: 

— Bueno, hijita, como quieras. Que pagues ó no pagues, me es indife- 
rente. Lo que sí te aseguro es que esta noche tendrás de visita á tu ma- 
rido. Él se encargará de convencerte y hasta de cobrarte cuentas atra- 
sadas. 

Ante tal amenaza, la viudita, cuya conciencia no estaría muy sobre 
la perpendicular, se avino á pagarle á Zapata los doscientos de la deu- 



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RICARDO PALMA 243 

da. Prefería largar la mosca á volver á tener dimes y diretes con el di- 
funto. 

Y aserrín, aserráo, 
los maderos de San Juan; 
los del rey asierran bien, 
los de la reina también; 
los del duque 
truque, truque; 
los del dique 
trique, trique. 

Ahora bien, digo yo: ¿no convienen ustedes conmigo en que, en este 
condenado y descreído siglo xix, las benditas ánimas del Purgatorio se 
han vuelto muy pechugonas, tramposas y sin vergüenza? Para delicadeza 
las ánimas benditas de ha tres siglos. Hemos visto á una de estas infelices 
en trajines del otro mundo á este, para pagar una miserable deuda de 
doscientos pesos. ¿Y hoy? Mucha gente se va al otro barrio con trampa por 
centenares de miles, y en el camino se les borra de la memoria hasta el 
nombre del acreedor. 



LOS PANECITOS DE SAN NICOLÁS 

Entre las reliquias que conservan en Lima las monjitas del monaste- 
rio del Prado (dice el padre Calancha en el libro V de su crónica agustina 
del Perú) hállase una muela de una de las once mil vírgenes y una redo- 
mita de cristal con leche verdadera (sic) de María Santísima. 

iMuchacho! Enciende el gas. 

Yo, mi señora doña Prisciliana, creo á pies juntillos todo lo que en 
materia de reliquias y de milagros refiere aquel bendito fraile chuquisa- 
queño. ¡Vaya si creo! Y la prueba voy á dársela relatando algo, que no 
mucho, de lo que en su infolio trae sobre los panecitos de San Nicolás, por 
los que dice que menos trabajoso sería contar las estrellas del cielo que 
los milagros realizados en Lima por obra y gracia de los antedichos panes 
minúsculos. Lo que me trae turulato y alicaído y patidifuso, es que ya 
los tales panecitos tengan menos virtud que el pan quimagogo. Tan sin 
prestigio están hoy los unos como el otro. ¡Frutos de la impiedad que cunde! 

Hubo en Lima, allá por los tiempos de los virreyes marqués de Gua- 
cí alcázar y príncipe de Esquilache, una doña María la Torre de Urdanivia, 
mujer de mucha industria y arrequives, la cual estableció una panade- 
ría y se arregló con la comunidad agustina para tener el monopolio en la 



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244 TRADICIO.VES PERUANAS 

elaboración de los panecillos de San Nicolás. Algunos cestos enviaba dia- 
riamente al convento, y los panes, después de bendecidos por el subprior 
ó el definidor del turno, se distribuían en la portería entre los enfermos, 
muchos de los que oblaban una moneda por vía de limosna para el culto 
del altar del santo. La panadera por su cuenta vendía también panecitos 
hechizos ó sin bendecir, que eran consumidos por los niños de la ciudad. 
Diz que la venta de éstos le dejaban un provecho saneado de cinco pesos 
por día. 

Cada vez que amainaba la ganancia ó amenazaba decaer la moda de 
los panecitos, nuestra panadera encontraba á mano un milagro. Voy á 
contar algunos de los que el padre Calancha aceptó como tales, y que 
para mí, es claro que son también verdaderos de toda verdad, milagros 
de primera agua y 

luna, lunera, 

cascabelera, 

cinco pollitos 

y una ternera. 

En ima ocasión dijo la panadera que ese día no había panes, sino chu 
parse el dedo meñique; porque un descuido del maestro del amasijo había 
hecho que se quemasen en el horno y la masa estaba carbonizada. Los 
enfermos tenían, pues, que quedarse sin la religiosa panacea, y el vecin- 
dario andaba compungido por desventura tamaña. Vinieron el superior 
y otros agustinos á la panadería á informarse del caso, y doña María, con 
aire lacrimoso, les dijo: 

— jAy, padres, qué desdicha! Porque me crean, entren sus paternidades 
conmigo y verán la lástima. 

Entraron los frailes, y ¡milagro patente!...., hallaron, en vez de car- 
bón, albos y lindos los panecitos. 

Por supuesto, que se alborotó el cotarro y hubo hasta repique de cam- 
panas. Hagan ustedes de cuenta que yo estuve en la torre y ayudé á re- 
picar al campanero 

recotín, recotán, 

las campanas de San Juan, 

unas piden vino 

y otras piden pan. 

Quemábasele una noche la casa á doña María, y el alarmado vecindario 
principió á arrojar agua sobre las llamas. La panadera dijo entonces: 
«ténganse viiesamercedes,» echó un panecito en la hoguera, y el incendio 
se extinguió tan rápidamente como no lo obtendrían hoy todas las com- 
pañías de bomberos reunidas. 

¿Vale ó no vale este milagro? Aconsejo á mis enemigos que, en previ- 



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BIGARDO PALMA 245 

sión de un conflicto idéntico, tengan siempre en la alacena un nicolasüo 
y que se dejen de hacer tocar la campana de alarma y de fastidiar á 
bomberos y salvadores. 

Y vamos adelante con el repertorio de doña María. 

Su hija, doña Ana de Urdanivia, tomóse un atracón que la produjo 
un cólico miserere. El hermano de la enferma, que era todo un señor 
abogado, se plantó frente á la imagen de San Nicolás, tan reverenciado 
en la casa, y sin pizca de reverencia le dijo: 

— Mira, santo glorioso, como no salves á mi hermana, no se vuelven á 
amasar tus panecitos en casa. 

¡Vaya la lisura del mozo desvergonzado! 

Probablemente San Nicolás debió amostazarse ante la grosera amena- 
za del abogadillo, porque la enferma siguió retorciéndose, sin que las la- 
vativas ni el agua de culén 6 de hierbaluiaa le aliviaran en lo menor. 

Según el padre Calancha, el hermanito se dirigió entonces á una estam- 
pa de fray Francisco Solano, y le ofreció contribuir con cien pesos para 
su canonización si se avenía á hacer el milagro de salvar á doña Ana. 

La guerra civil asomaba las narices en el hogar de la panadera, entusias- 
ta devota del Tolentino. Su hijo se pasaba á las banderas de San Francisco. 
¡Qué escándalo! Ibase á ver cuál santo era más guapo y podía más. 

— i Yo no quiero nada con San Francisco!— gritaba doña María. — ¡Nada 
con santos nuevos! ¡Viva mi santo viejo! 

Vencido por los clamores de la madre, convino al fin el hijo en que la 
suerte decidiera bajo el patrocinio de cuál de los dos santos había de po- 
nerse la salud de doña Ana, y evitar así que en el cielo se armase pen- 
dencia entre los dos bienaventurados. 

La suerte favoreció á San Nicolás. Una nueva lavativa en la que se 
desmenuzó un panecito bastó para desatracar cañerías. 

Y si este no lo declaramos milagro de tomo y lomo, será porque no 

entendemos jota en materia de milagros. 

Por supuesto que curaciones de desahuciados por la ciencia médica y 
salvación de enfermos con medio cuerpo ya en la sepultura, gracias á los 
nicolasitos, era el pan nuestro de cada día. Había que mantener en alza 
el crédito del artículo. 

Preguntaba un chico á señora abuela: 

— ¿Por qué pides áDios todas las mañanas el pan nuestro de cada día? 
¿No sería mejor, abuelita, que pidieses por junto siquiera para un mes? 

— No, hijo — contestó la vieja: — se pondría muy duro para mis quija- 
das, y á mí me gusta el pan tierno y calentito. 

Esa era la ventaja de los nicolasitos sobre el pan de todas las panado 
rías de Lima. La fe hacía que siempre pareciesen pan tierno. 



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246 TRADICIONES PERUANAS 

Pero el milagro que llevó á su apogeo el aprecio popular por los pane- 
cillos y que hizo caldo gordo á la panadera, fué el siguiente, que vale 
por una gruesa de milagros. Lo he reservado para el fin por cerrar, como 
se dice, con llave de oro. 

Tenía la de Urdanivia por ahijada á una chica de cinco años, llamada 
Elvira, huérfana de padre y madre. Jugando Elvira con otro chicuelo, 
éste le clavó una cuchillada partiéndole la niña del ojo. 

Lo demás no quiero contarlo yo, ni me conviene. Que lo cuente por 
mí el padre Calancha: «El ojo se fué vaciando, y doña María, no sabien- 
do qué hacerse con su ahijada, dio voces á San Nicolás, molió un pa- 
necito, envolvió el ojo deshecho y el panecito, todo, junto y vendólo 
mientras llegaba cirujano que estancase la sangre; que del ojo no se trata- 
ba, teniéndolo ya por cosa perdida. Quedóse la niña dormida, despertó 
dentro de dos horas, y levantóse buena y sana con la misma vista que 
antes, y quedó una señal cristalina que cogía la niña del ojo de arriba 
para abajo, y antes bien la hermoseaba que desfiguraba pareciendo enca- 
je de ataujía, dejándola Dios allí para evidencia y memoria del milagro. 
Yo vide poco después á la muchacha, y preguntándola si esa raya la im- 
pedía la vista, me respondió que en ninguna manera y que veía mejor con 
aquel ojo que con el otro.» 

Cierto que donde hay bueno cabe mejor; y dígolo porque si no mien- 
te el padre presentado fray Alonso Manrique, cronista de los dominicos 
de Lima, nuestro paisano Martín de Forres mejoró en tercio y quinto 
este milagro. Cuenta fray Alonso que á una mujer le pusieron sobre el 
ojo una cataplasma con tierra del sepulcro del bienaventurado lego, y al 
desprenderla se vino con la cataplasma el ojo, y lo echaron á la basura. 

¿Creerán ustedes que por eso quedó huera la ventana? ¡Quia! Le salió á 
la mujer ojo nuevo, ni más ni menos que si se tratara de mudar diente 
ó muela. 

Y si este no es milagro de 1 más superfino, digo yo que digo que 

nada he dicho. 

Lo positivo es que doña María legó al morir poco más de cien mil du- 
ros en acuñadas y relucientes monedas de oro, amén de propiedades ur- 
banas y de la panadería, que era mina de cortar á cincel. Pero fuese que 
sus herederos y descendientes no supieran explotar el filón ó que se per- 
diera la fe en los milagros, ello es que la mina dio en agua, y que los 
choznos de doña María la Torre y Urdanivia andan hoy por esas calles de 
Lima más pobres que Carracuca. 



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DE CÓMO SE CASABAN LOS OIDORES 



jVaya con el título del articulejo! Pues un oidor era hombre de carne 
y hueso, había de casarse como nos casamos todos. Nos hace tilín una 
muchacha, la camelamos y decimos envido y truco, nos contesta ella 
quiero y retruco, nos arreglamos con la suegra y el resto le toca á la cu- 
ria y al párroco. Pues no, señor. Así no se casaban los oidores de esta Real 
Audiencia. 

Felipe II creyó, y muy erradamente por cierto, que para libertar á 
esos magistrados de compromisos en daño de la recta administración de 
justicia, ya que no era posible condenarlos á celibato perpetuo, debía 
prohibirles contraer matrimonio con vecina de los pueblos sujetos á la 
jurisdicción del galán. ítem, y bajo pena también de multa y perdimien- 
to de empleo, les vedaba consentir en el enlace de sus hijas, hermanas y 
sobrinas con hombre que fuese domiciliado en el país, prohibición que 
igualmente rezaba con los parientes del sexo feo. Decía el monarca que 
las influencias de familia colocan al magistrado en condición propensa á 
la injusticia ó fácil al cohecho, i Escrúpulos candidos de Sü Majestad! El 
que quiere vender la justicia la vende, como Judas á Cristo, sin pararse 
en menudencias ni en pamplinadas penales. 



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248 TRADICIONES PEBÜANAS 

Así cuando un oidor de Lima, por ejemplo, hastiado de una soltería 
pecaminosa ó de una viudedad honesta que le impusiera castidad forza- 
da, aspiraba á la media naranja que le hacía falta, escribía á uno de sus 
compañeros ó garnachas de Méjico, Quito ó Chile encargándole que le 
buscase esposa, determinando las cualidades físicas y morales que en ella 
se codiciaban y aun estableciendo la cifra á que la dote debía ascender. 
Otros dejaban la elección del mueble al buen gusto y lealtad del comi- 
sionado. 

Cuenta Vicuña Mackenna en su Quintrala, que el oidor Álvarez de 
Solórzano encargó á un amigo que le arreglase matrimonio con una noble 
viuda residente en Tucumán, con la condición de concertar también 
el enlace de dos jóvenes, sobrinos ó deudos de la dama, con doña Úrsula 
y doña Luisa, hijas de su señoría. El oidor aspiraba á que en su familia 
nadie envidiase dicha ajena. Por supuesto que ni ellos ni ellas se cono- 
cían ni por retrato; que en esos tiempos habría sido hasta pecado de Inqui- 
sición el imaginarse la posibilidad de reproducir la semblanza humana 
hasta el infinito, con auxilio de un rayo de luz solar. Matrimonios tales 
eran pura lotería. 

La suerte le daba al prójimo buen ó mal número, ni más ni menos 
como ahora, á pesar de que no va un hombre tan á ciegas en la elección 
de compañera. 

Otro oidor de Lima, el licenciado Altamirano, arregló en 1616 matri- 
monio, por intermedio de un su colega de Santiago, con una aristocrática 
joven, sobre la base de que la dote sería un cargamento de sebo, charqui- 
cordobanes, ají, cocos y almendras por valor de cincuenta mil pesos. La 
boda se celebró en Santiago, con mucho fausto, por poder que Altamira- 
no confirió á un oidor, habiendo funcionado como padrino otro magistra- 
do de igual categoría. 

Dote y novia fueron puestos en Lima de cuenta y riesgo del suegro, 
según literalmente reza el contrato matrimonial, documento que hemos 
leído. 

El casamiento de un oidor era, en toda la acepción de la frase, lo que 
se entiende por matrimonio á fardo cerrado. Ni por muestra conocía la 
mercadería antes de que la despachase la aduana. De ahí resultó el que, 
con raras excepciones, los matrimonios de oidor en Lima anduvieron mal 
avenidos y fueron semilleros de escándalos. 

Algo de esto debió traslucirse por Felipe V ó Carlos III, porque en el 
siglo pasado se derogó la real pragmática, prohibitoria de que los oido- 
res y miembros de su familia casasen con persona del país de su residen- 
cia. Quedaron sujetos á la fórmula general de solicitar sólo real permiso, 
que nunca fué negado. 



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RICARDO PALMA 249 

Los matrimonios á fardo cerrado fueron en el Perú como la capa de 
gala de los hombres decentes. Nadie con pretensión de persona de rumbo 
usaba en actos de etiqueta capa cortada y cosida por sastre de esta tierra. 
Lo decoroso era encargarla á España, y hubo en ocasiones capas españo- 
las que resultaran capotes, como mujeres de oidores que resultaron mu- 
jerzuelas. 



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260 TRADICIONES PERUANAS 



EL QUITASOL DEL ARZOBISPO 



Hasta ayer creí firmemente que el sustantivo guaragua, en la acep- 
ción de contoneo en el andar ó de perfiles y rodeos ociosos en las accio- 
nes y en la conversación, era limeñismo puro, nacido en este siglo. Pero 
me ha hecho caer de mi asno la lectura de un pasquín que allá por los 
fines de 1658 apareció en la puerta de los palacios arzobispal y de gobier- 
no. Dice así: 

«í Vítor el rey español 
que no entiende de guaraguas I 
Ni para aguas paraguas», 
ni para sol parasol. 
¡Vítor el rey español!» 

¿Qué motivó este pasquín? ¿Cuál el entripado de sus paranomasias? 
Esto es lo que va á conocer el lector. 

Grave entredicho había entre el arzobispo de Lima D. Pedro Villagó- 
mez, sobrino de Santo Toribio, y el virrey conde de Alba de Liste y Villaflor 
D. Luis Enríquez de Guzmán. 

Como es sabido, este virrey vivió rompiendo siempre lanzas con la In- 
quisición de Lima y el metropolitano, mereciendo que el fanático pueblo 
lo bautizase con el apodo de virrey hereje. Dejando á un lado sus quere- 
llas con el Santo Oficio, de las que largo hablé en otra oportunidad, acu- 
sáronlo ante el soberano de haber demorado por quince días la promul- 
gación de una real cédula de Felipe IV, por la que dispuso Su Majestad 
que la universidad de San Marcos no confiriese grado de bachiller, licen- 
ciado ó doctor, sin que previamente firmase el aspirante juramento de 
defender la pureza de la Virgen, concebida sin pecado original. No hubo 
en este retardo malicia por parte del virrey; sino una de esas distraccio- 
nes ó descuidos á que en nuestras oficinas son dados los subalternos y 
hasta los portapliegos; pero el chisme fué á España, y aunque con suavi- 
dad en los términos, vínole al de Alba de Liste una reprimenda; que no 
otra cosa significaba el consejo de que en lo sucesivo fuese menos tibio 
en su religiosidad. 

De Madrid le participó un amigo palaciego á su excelencia que el 
chisme era de origen arzobispal, y fácil es adivinar que si antes virrey y 



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EICARDO PALMA 



251 



arzobispo se mascaban y no se tragaban, después de la repasata regia na 
les faltaría más que darse de mordiscones. 

£n esta hostil disposición de ánimos y dividida la sociedad limeña en 
partidos, uno por su excelencia y 
otro por su ilustrisima, llegó la 
fiesta de Corpus del año 1657. La 
procesión fué solemnísima, es- 
pléndida. Hasta el sol estuvo re- 
verberante y picador. 

El virrey iba cirio en mano y 
con la cabeza descubierta, mien- 
tras el arzobispo se resguardaba 
de los rayos de Febobajoun lujo- 
so quitasol ó baldaquino de Da- 
masco con flecos de oro, sostenido 
por uno de sus familiares. 

Había la procesión descendido 
las gradas de la catedral, y hallá- 
base la comitiva oficial frente al 
Sagrario cuando el de Alba de 
Liste se detuvo. 

¿Qué pasaba? Lo que todo el 
mundo veía era que un capitán de 
la guardia del virrey se acercó al 
arzobispo, le habló casi al oído, 
volvió donde su excelencia, le dijo 
algo sotto voce, regresó donde el 
Sr. Villagómez, tornó donde su 
excelencia, y la procesión sin dar 
paso. 

Al fin el arzobispo se separó 
de su puesto y se metió en su palacio, frente á cuya puerta estaba. Y la 
procesión siguió su curso. 

Era el caso que el de Alba de Liste le había mandado decir á su ilus- 
trísima que cuando el representante del monarca iba descubierto ante el 
rey de reyes, no podía, sin mengua del patronato y prestigio real, consen- 
tir en que el arzobispo fuese á cubierto del sol. 

El arzobispo, después de la réplica y contrarréplica, optó por retirar- 
se , pero sin cerrar su quitasol. 

iO somos ó no somos! 

Ya se imaginarán ustedes el tole tole y polvareda que el incidente le- 




D. Pedro Villagómez 
sexto arzobispo de Lima 



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262 TRADICIONES PERUANAS 

yantaría. Si no hubo revolución fué porque todavía no estábamos locos 

de remate. 

Cuestión idéntica sobre el quitasol arzobispal hubo en el siglo pasado 
entre el ilustrísimo Sr. Barroeta y el virrey Manso de Velazco. Terminó 
con la traslación de Barroeta al arzobispado de Granada, en España. 

Por supuesto, que la querella entre el Sr. Villagómez y el conde fué 
hasta la corte. Su Majestad D. Felipe IV se vio de los hombres más apu- 
rados para fallar. Sus simpatías estaban en favor del virrey, que no había 
hecho más que mantener muy en alto los fueros del patrono; pero el car- 
denal arzobispo de Toledo defendió en los consejos del rey la conducta 
del Sr. Villagómez, como quien aboga en causa propia. 

¿Qué hacer? No dar la razón al uno ni al otro, declarar tablas la parti- 
da, y eso fué lo que hizo Felipe IV. 

Por real cédula de 13 de marzo de 1658 se dispuso que ni virrey ni 
arzobispo usasen quitasol en las procesiones, que es á lo que aludía el 
pasquín. 



UNA ELECCIÓN DE ABADESA 

Por enero de 1709 la sociedad limeña estaba más arremolinada que un 
avispero. Tratábase nada menos que del capítulo para elección de abadesa 
en el monasterio de Santa Clara. ¡Vaya si la cosa valía la pena! 

Disputábanse el centro abacial Sor Antonia María de los Llanos y Sor 
Leonor de Omontes, actual abadesa, y que aspiraba á la reelección. Ambas 
contaban con fuerzas y probabilidades iguales, siendo diarias las escanda- 
losas reyertas entre monjas y seglares domiciliadas en el convento, reyer- 
tas cuyos pormenores, siempre abultados, eran en la ciudad la comidilla 
de las tertulias caseras. 

Todas las familias de Lima, por falta de distracciones ó de asunto en 
que ocupar la actividad del espíritu, estaban afiliadas en alguno de los 
partidos monacales, tomando la cosa con tanto ó más calor que los politi- 
queros de nuestros republicanos tiempos cuando se trata de que el bas- 
tón presidencial cambie de manos para repartir garrotazos. 

El Cabildo eclesiástico, en sede vacante á la sazón, se reunió el 11 de 
enero, y por cinco votos contra tres declaró, no sin protesta de la mino- 
ría, que la madre Leonor no podía ser reelecta. Ésta, que contaba con la 
protección del virrey marqués de Castell-dos-rius y de los oidores, apeló 



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RICARDO PALMA 253 

ante la Real Audiencia, y después de larga controversia entre el Cabildo y 
el Gobierno, dispuso éste que la elección se realizase el 12 de febrero, ter 
cer día de carnaval, y que la madre Omontes podía ser candidata. 

Aunque refunfuñando mucho, tuvieron que morder el ajo los cinco 
canónigos partidarios de la madre Llanos; y el día designado, á las ocho 
de la mañana, el Cabildo, presidido por el Provisor, que lo era el maestre 
escuela D. Francisco Alfonso Garce's^ se constituyó en Santa Clara y nom- 
bró presidenta, para el acto de la votación, á doña Teodora de Urrutia, 
que era la decana del monasterio, pues contaba veintiocho años de con- 
ventual. 

Entretanto la plazuela y calles vecinas eran un hormiguero de gente 
principal y de muchitanga provista de matracas y cohetes voladores. 

El provisor, que no daba por medio menos la victoria de la madre An- 
tonia, su protegida, se puso como energúmeno cuando, terminado el es- 
crutinio, resultó la madre Leonor con ochenta y un votos y su competi- 
dora con setenta y uno. 

— Señoras — dijo su señoría, — sin oponerme á los despachos del real 
acuerdo, por justas causas que reservo en mí y en el venerable Cabildo, 
anulo la elección y nombro presidenta á la madre Urrutia, á la que todas 
las religiosas, bajo pena de excomunión, prestarán desde este momento 
obediencia. 

Allí se armó la gorda. 

Los tres canónigos omontistas les dijeron cuatro frescas al Provisor y 
á sus secuaces, y las monjas formaron una alharaca que es para imagina- 
da y no para descrita, llegando una de las omontistas, tijera en mano, á 
obligar á las contrarias, que se allanaban á reconocer la autoridad de la 
presidenta, á refugiarse en el coro alto. Todo acabó, como se dice, á faro 
lazos, y el juramento de obediencia quedó sin prestarse. 

La Real Audiencia, á la que acudió en el acto la Omontes, querellán- 
dose de despojo, dio por buena y válida la elección de ésta, y á la vez or- 
denó al Cabildo que levantase la censura. 

El Provisor contestó que, como juez ordinario, había desde enero se- 
guido, en secreto, causa á la madre Leonor, y que, por justos motivos que 
reservaba in péctore y por razones canónicas que expuso, insistía en no 
darla posesión del cargo. 

Esta oposición la hallará por extenso el curioso lector en un libro 
manuscrito que existe en la Biblioteca Nacional, titulado Antigüedades 
de esta Santa Iglesia Metropolitana de los Beyes y del que es autor el 
canónigo Bermúdez. 

— Ya esto es mucha mecha, y no la aguanto — exclamó el de Castell- 
dos-rius, y le plantó al provisor una mosquita de Milán, que no otra 



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254 TRADICIONES PERUANAS 

cosa era un oficio en que prevenía al Sr. Garcés que si en término de ocho 
boras no ponía á la Omontes en posesión de la abadía, se alistase para ser 
enviado á España bajo partida de registro; y que á los otros cuatro canó- 
nigos, sus camaradas en la resistencia, les limpiaría el comedero, priván- 
doles de temporalidades hasta que Su Majestad otra cosa dispusiese. 
- Nada de paños tibios ni emolientes. Al grano, que en este caso es el 

bolsillo , allí, donde duela, pensó su excelencia el virrey, y pensó bien; 

porque, á las cuatro de la tarde del 15 de febrero, los canónigos todos, 
más suavecitos que guante de ámbar, hicieron reconocer por abadesa de 
Santa Ólara á la madre Leonor Omontes. 

Así se restableció la calma en el claustro de las clarisas, donde las 
muchachas festejaron el desenlace del reñido capítulo cantando: 

¡Vítor la madre Leonor! 
¡Vítor el señor virrey! 
¡Vítor la Audiencia que tiene 
horma justa para el pie! 



EL INCA BOHORQUES 

Si en el presente siglo tuvimos en América un aventurero francés que 
se proclamó rey de la Araucania, también á mediados del siglo xvii hubo 
otro europeo que bajo el nombre de Inca Huallpa se exhibió como des- 
cendiente en línea recta de Manco-Capac y con derecho al trono de Huás- 
car y Atahualpa. Así Aurelio I como nuestro Inca apócrifo encontraron 
partidarios entusiastas y fieles entre los indios y pusieron en graves 
atrenzos á los gobiernos. 

Pocos, muy pocos son los datos que sobre el aventurero del siglo xvii 
nos suministran los escritores de aquel tiempo, y apenas si en alguno de 
ellos hemos bebido la noticia de su trágico fin. Con escasa tela no se hace 
cuadro de grandes dimensiones. Confórmese, pues, el lector con saber, 
que no es mucho, lo que hemos sacado en limpio sobre nuestro personaje. 

Por los años de 1655 se presentó en Potosí, que era á la sazón el em- 
porio de la riqueza, un D. Pedro de Bohorques, natural de Granada, en Es- 
paña, á quien llama Mendiburu hombre tan astuto y emprendedor como 
un su colombroño andaluz nombrado D. Francisco Clavijo de Bohorques, 



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RICARDO PALMA 255 

que quince años antes apareciera en Lima dándose por descubridor del 
país del Enim, donde el piso y techo de las casas eran de oro, las paredes 
<3e plata y los muebles incrustados de diamantes, rubíes, zafiros, ópalos y 
esmeraldas. ¡Bonito país, á fe mía! 

Según el ameno escritor bonaerense D. Lucio V. López, que de los dos 
Bohorques de que habla Mendiburu hace una sola personalidad, este don 
Francisco, amén de embaucador de hombres éralo también de mujeres, 
con las que su marrullería en el hablar y la gentileza de su persona le 
conquistaron buenas fortunas. «Era un injerto (dice López) de Cagliostro, 
Mesmer y Casanova. Mentía por los codos, y como era el único que en. 
aquel tiempo de la pajuela tenía fósforo en la imaginación, contaba con 
las enormes tragaderas de la naciente sociedad peruana para echar á ro- 
dar cada bola como un templo. Era además bruto de nota; porque cuando 
le convenía, para entretenerse con las muchachas, hacía dormir á las vie- 
jas, abuela, madre y tía, con un par de puñados de aire que les echaba á 
la cara; anunciaba temblores y la llegada de los galeones; hacía desapa- 
recer y reaparecer las piochas del peinado de las damas; se tragaba agu- 
jas, partía naranjas que en lugar de pepitas escondían anillos; le sacaba 
sin que lo sintiese al mismo virrey las onzas del chupetín, ó de las nari- 
ces le extraía al alcalde de primer voto un par de huevos de gallina.» 

Para acometer la conquista del país del Enim, logró en 1643 enrolar 
hasta treinta españoles, azuzados por los vicios y por la codicia, y con 
ellos emprendió viaje por la ruta de Tarma y Jauja. Pero tales fueron los 
escándalos, abusos, trapacerías y estorsiones que él y sus compañeros co- 
metieron en las primeras cincuenta leguas de camino, que la Inquisición 
por un lado y la Audiencia por otro mandaron echarle guante. Traído á 
Lima Glavijo Bohorques, se le enjuició por ladrón, falsificador, embuste- 
ro, sospechoso en materia de fe y venido á Indias para deshonra de an- 
daluces. Se le desterró al presidio de Valdivia, y salió bien librado. 

Volviendo al otro Bohorques (D. Pedro), después de habitar por uno 
ó dos años en Potosí, pasó en 1657 á Salta y Tucumán, donde engatusó 
tan por completo á los indios cachalquíes y de otras tribus, que lo pasea- 
ban en andas con escolta de ocho mil hombres, reconociéndolo por hijo 
legítimo del Sol é inca del Perú, con el nombre de Huallpa. 

Bohorques se puso en relación con los jesuítas que por esas regiones 
catequizaban y hacían su agosto; y aunque diz que al principio anduvie- 
ron en buena inteligencia con el aventurero, á poco vino el rompimiento, 
y Bohorques expresó su resolución de ahorcar jesuítas si en término de 
tres días no se evaporaban, como en efecto se evaporaron, de los territo- 
rios sujetos á su imperial dominio. 



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25C TRADICIONES PERUANAS 

La importancia del improvisado inca iba subiendo de punto, y tanto 
que alarmados el virrey, el gobernador de Tueumán y la Audiencia de 
Chuquisaca, despacharon contra los cachalquíes una expedición, compues- 
ta de sesenta arcabuceros, cuarenta jinetes, cien infantes y dos cañonci- 
tos pedreros. Aunque hubo muchas escaramuzas con éxito variado, corrió 
poca sangre; porque el gobierno quiso, antes de arriesgar batalla en for- 
ma, parlamentar con Bohorques, fiando acaso más en los recursos de la 
diplomacia y de la intriga que en el poder de las pildoras de plomo. No 
sé el cómo pasaron las conferencias; pero ello es que D. Pedro se avino á 
volver á la vida civilizada, y que abandonó á sus vasallos, bajo el com- 
promiso de residir en Lima, donde el gobierno le asignaría para su manu- 
tención y decencia soldada de capitán. 

Fuese que á los pocos años de estar en Lima la autoridad buscara pre- 
texto para romper compromisos, ó que en realidad se hubiera vuelto á 
despertar la ambición en Bohorques, lo positivo es que una noche dio con 
su humanidad en la cárcel de corte. Dijese que había llegado un chasqui 
de Chuquiavo con pliegos, en los que se hablaba de estar los cachalquíes 
alistándose para un nuevo alzamiento, que sería general en el Perú, y que 
Bohorques andaba en conciliábulos con varios caciques de los pueblos 
vecinos á la capital del virreinato. Por si era cierto ó no era cierto, la Keal 
Audiencia resolvió cortar por lo sano, haciendo desaparecer el pretexto, 
por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia. Suprimiendo alinea 
se mataba la revolución. 

Bohorques tuvo, pues, como gráficamente escribe D. Lucio, que entre- 
gar el rosquete al diablo. 

Le dieron en 1667 garrote en la plaza de Lima, y su cabeza estuvo por 
un año aireándose en el arco del Puente, junto con las de ocho caciques 
considerados como sus cómplices de rebelión. 



LAVAPLATOS 

La hacienda de San Borja, en los alrededores de Lima, medía noventa 
y dos fanegadas de terreno, y como dotación de agua disfrutaba de ocho 
riegos y medio, lo que ciertamente era poquita cosa. 

Los padres jesuítas, propietarios del fundo, decían que San Borja ape- 
nas tenía agua para que un pato nadase con holgura; pero ellos sabían 
ingeniarse para contar siempre con algunos riegos más á expensas de 



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RICARDO PALMA , 257 

las haciendas vecinas, con cuyos dueños mantenían constantes litigios. 

Por los años de 1651, el alcalde provincial y juez de aguas de Lima 
D. Bartalomé de Asaña se propuso realizar una visita de inspección á 
todas las haciendas del valle de Surco para, como resultado de ella, hacer 
nueva y equitativa distribución de riegos. Habló de su propósito al virrey, 
que lo era el Excmo. Sr. conde de Salvatierra, y éste, que tenía arruma- 
dos y por resolver en la Real Audiencia más de veinte procesos sobre 
aguas, decidió acompañarlo en la inspección, para con esa previa vista de 
ojos fallar en conciencia las pretensiones y querellas de los agricultores. 

Cada tres días, durante cuatro meses, su excelencia el virrey con su 
señoría el alcalde y una comitiva de ocho personas por lo menos, amén 
de un capitán y soldados de escolta, dieron en salir de palacio á las seis 
en punto de la mañana, bizarramente cabalgados, camino de la hacienda 
con anticipación designada. 

El hacendado, con su familia y amigos, recibía en la puerta de la ha- 
cienda al representante del monarca, y lo acompañaban todos á caballo 
á recorrer el fundo, dando las explicaciones precisas sobre las acequias, 
tomas y demás puntos hidráulicos. 

Por lo regular terminábase la inspeccionen un par de horas, regresan- 
do la comitiva á la casa, donde ya se imaginará el lector, haciéndosele la 
boca agua, lo opíparo del almuerzo con que se refocilarían tan empingo- 
rotados visitadores. 

Llegado el turno á San Borja, los loyolistas no podían quedarse atrás 
en esto de echar la casa por la ventana, para ofrecer un almuerzo que 
fuera de lo bueno lo mejor y más sabroso, remojado con deliciosos vinos. 

La vajilla era de reluciente plata cendrada; pero chocóle al virrey que 
sólo á él le cambiaban plato y cuchara, y que con los demás comensales 
no se guardaba idéntica atención. 

Levantados de la mesa, no pudo el de Salvatierra dejar de manifestar 
su extrañeza por la grosería y desaseo en gente que, como los jesuítas, 
gozaba reputación de culta y limpia; pero el administrador de la hacien- 
da se apresuró á contestar: 

—Harto nos duele, señor excelentísimo, la falta involuntaria en que 
hemos incurrido, y crea vuecencia que sólo una absoluta imposibilidad 
nos ha impedido cambiar plato y cuchara para cada servicio. 

— ¿Y qué imposibilidad puede ser esa, padre? 

-—Señor, la de que tenemos tan poca agua que no nos alcanza para 
hacer lavar platos. 

El virrey no pudo dejar de sonreírse, y probablemente se dijo para sí: 
«Estos benditos varones no tienen puntada sin nudo, y cuando dan el 
ala es para mejor comerse la pechuga.» 

Tomo IV 17 



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258 TRADICIONES PERUANAS 

Y concluyó el de Salvatierra: 

— Pues por si me ocurre volver á almorzar en San Borja, quiero evi- 
tar que los que me acompañen coman en plato sucio. Señor juez de aguas, 
asigne usía un riego más á esta hacienda para servicio de la cocina. 

Y ello es que, hasta ahora, por la cocina de San Borja pasa una ace- 
quia abundante de agua, bautizada con el tradicional nombre de Lavar 
platos. 



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DOS EXCOMUNIONES 



Bien haya el siglo xix, en que es dogma el principio de igualdad ante 
la ley. Nada de fueros ni privilegios. 

Que en la práctica se falsee con frecuencia el dogma, ni quita ni pone. 
Siempre es un consuelo saber que existe siquiera escrito, y que estamos 
en nuestro derecho cuando gritamos recio contra las arbitrariedades de 
los que mandan. 

Estos despapuchos se me han venido á la pluma al imponerme de los 
conflictos en que, á mediados del siglo anterior, se vio envuelto D. Nico- 
lás de Boza y Solís, alcalde de Guamanga. Paso á contarlos. 

Junto á la casa del obispo D. Alfonso López Koldán, que fué un mitra- 
do batallador como pocos, y con puerta excusada para el patio del domi- 
cilio de su ilustrísima, había una pulpería cuyo dueño era un catalán, que 
respondía no sé si al apellido ó al mote de Cachufeiro, hombre atrabilia- 
rio hasta dejarlo de sobra. 

La ocupación de pulpero, en que con facilidad se hacía fortuna, cons- 
tituía un privilegio; pues según real cédula promulgada en el Perú en 



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260 TRADICIONES PERUANAS 

tiempo del virrey conde de Chinchón, sólo á españoles de España era lí- 
cito establecer pulpería. ítem, el número de ellas se limitó á una por man- 
zana en Lima, á treinta en Arequipa y Cuzco, á quince en Trujillo, y á 
doce en ciudades como Guamanga. Un pulpero era, pues, casi un per- 
sonaje. 

Había el alcalde, como bando de buena policía, dispuesto que después 
del toque de cubrefuego no hubiese ventorrillo abierto, porque la reunión 
de aficionados al zumo de parra ocasionaba escándalos y tumultos, con 
zozobra del pacífico vecindario. Cachufeiro ni pizca de caso hacía del ban- 
do ni de las reiteradas notificaciones de los alguaciles, y mantenía abierto 
su establecimiento hasta la hora que le venía en gana cerrar. Calentóse 
al fin la chicha á su señoría, que rondaba la población después de las diez 
de la noche, y se llevó á la cárcel al insolente pulpero. 

Noticiado el señor obispo de la prisión del vecino, reclamó su libertad; 
pues la pulpería, según su leal saber y entender, gozaba de tanta inmuni- 
dad como la casa episcopal. El alcalde contestó al oficio del diocesano ne- 
gándose, en términos respetuosos, á acceder, y manifestando que una 
pulpería con puerta á la calle pública estaba bajo la jurisdicción inme- 
diata de la autoridad civil, sin que la circunstancia de la puertecita excu- 
sada ó de comunicación con el patio y corrales del domicilio episcopal 
mereciese ser atendida. Y por más deferencia á la persona de su ilustrí- 
sima, dispuso el alcalde que el escribano del Cabildo en persona fuese á 
entregar la nota, y de palabra diera también al obispo otras satisfactorias 
explicaciones. 

El Sr. López Roldan era, como hemos dicho, carácter fosfórico, y des- 
pués de imponerse del oficio, dijo muy encolerizado al escribano: 

— Vaya usted, pedazo de canalla, y dígale á ese alcalde de morisqueta 
que si antes de una hora no ha puesto en libertad á mi vecino, lo exco- 
mulgo con excomunión mayor. Yaya usted. 

Al cartulario le ardió como cantárida eso de, sin comerlo ni beberlo, 
oirse llamar, no como quiera simplemente canalla, sino pedazo de canalla, 
que es el colmo del vejamen, y contestó: 

—Permítame su señoría ilustrísima decirle que yo no he dado motivo 
para que me insulte 

— Cállese, picaro hereje, y largúese— lo interrumpió el obispo alzando 
los puños— antes que también lo excomulgue si me chista. 

Y el escribano dio media vuelta y escapó. 

¿Creerán ustedes que el alcalde de Guamanga, D. Nicolás de Boza y 
Solís, tembló como una rata y puso en la calle al preso? Pues así como 
suena. 

Lo peor es que tuvo la tontería de escribir á Lima, informando minu- 



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RICARDO PALMA 261 

ciosamente de todo á su excelencia el virrey marqués de Castellfuerte, que 
fué un virrey muy bragado y de malas pulgas. 

— ¡Cómo! ¡Inmunidad de pulpería! ¿Esas tenemos? Pues hay que atar 
corto á ese obispo y echar una repasata á ese alcalde mentecato— excla- 
mó el marqués. 

Y convocando á la Real Audiencia se dispuso el enjuiciamiento del señor 
López Roldan. El juicio duró dos años, y terminó dando el mitrado satis- 
facciones al poder civil. 

Cuando Boza y Solís leyó la filípica que, en respuesta á su informe, le 
enviara el de Castellfuerte, murmuró: 
— ¡Me he lucido! Palo porque bogué, y palo porque no bogué. 

II 

Para atrenzos tampoco fueron anca de rana en los que se vio, allá por 
los años de 1670, D. Juan de Aliaga y Sotomayor, nieto del conquistador 
Jerónimo de Aliaga. 

Fué el caso que habiendo contraído matrimonio con doña Juana de 
Esquivel, ésta le llevó en dote cincuenta mil pesos sonantes, amén de va- 
liosas propiedades, rústicas y urbanas, en perspectiva, como hija única de 
padres ya viejos y acaudalados. Después de doce años de coyunda, murió 
doña Juana sin haber tenido prole, y en su testamento legó toda su for- 
tuna al marido, sin más gravamen que el de fundar una capellanía, en 
beneficio de una dignidad del coro metropolitano de Lima, con los cin- 
cuenta mil pesos de la dote. 

Pero pasaron meses y meses sin que D. Juan pensara en lo de la cape- 
llanía, hasta que los interesados en la fundación acudieron al papel sellado, 
convencidos de que á buenas nada alcanzarían. Y vino litigio, y D. Juan 
buscó abogado que tuviese bien provisto el almacén de la chicana, y co- 
rrieron años, y la capellanía sin fundarse. Y no se habría fundado hasta 
hoy día de la fecha, á continuar el asunto en manos trapisondistas de le- 
guleyos y escribanos. 

Mas el arzobispo se amostazó un día, y dijo: «Basta de papelorios.» 

Y sin más fórmulas mandó al cura de la parroquia de San Sebastián 
que en la misa mayor del domingo venidero fulminase excomunión ma- 
yor contra el tramposo. 

En esos tiempos una excomunión no pesaba adarmes, como las exco- 
muniones de hogaño, sino muchas toneladas. Hoy las excomuniones se 
parecen á las zarzuelas en que son motivo de chacota callejera y de pro- 
vechosa popularidad para el excomulgado. No quitan el sueño ni el ape- 
tito. Gente conozco que rabia por que le caiga encima una excomunión. 



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262 TRADICIONES PERUANAS 

También es verdad que en esos siglos, Roma abusaba de su omnipoten- 
cia con actos que hoy ciertamente no se atrevería á realizar por miedo 
al ridículo. No sólo elevaba á la dignidad de santo á quien le placía, que 
en eso poco dañaba á la humanidad viviente, sino que los altos puestos 
de la Iglesia los distribuía á su antojo y por adulación á los reyes que le 
hacían caldo gordo. Por eso en 1619 Paulo V concedió el capelo cardena- 
licio y nombró arzobispo de Toledo al infante D. Fernando, hijo de Fe- 
lipe III, niño de diez años, atendiendo á los indicios que daba de virtud, 
indicios que cuando fué hombre resultaron hueros. Clemente XII, en el 
siglo siguiente, esto es, ayer por la mañana, mejoró la postura en un niño 
de ocho años, el infante D. Luis Antonio, hijo de Felipe V, tan cardenal 
y arzobispo como el otro, y que también desmintió los indicios. ¿Y quién 
excomulgó á esos Papas simoníacos? ¿Quién? Doblemos la hoja. 

D. Juan estaba á la sazón en vía de contraer segundas nupcias con 
doña María Bravo y Maza, limeñita aristocrática de mucho reconcomio 
y hermosura y que gastaba el lujo de tener padre de espíritu, si bien 
acudía al confesonario sólo por cuaresma, y eso por el bien parecer. Para 
los pecados que ella embarcaba en la nave de su vida, bastaba con un des- 
balijo al año. 

Aquel domingo, ignorante él de que en la mañana se le había puesto 
fuera de la comunión de la Iglesia, fué á las dos de la tarde á hacer la 
obligada visita dominguera á la novia. Una criada lo esperaba en la puer- 
ta de la calle, y sin permitirle traspasar el umbral le dijo: 

— Dice mi amita que le haga su merced favor de no desgraciarle su 
casa poniendo los pies en ella. 

Aquí de las apuraditas para D. Juan. A él, según decía á sus amigos, 
se le daba un carámbano de la excomunión; pero no se avenía á renun- 
ciar á sus amores. Escribió, y le devolvieron la carta sin abrirla; mandó 
parlamentarios, y se rechazaron las embajadas. Siempre la niña erre que 
erre en no corresponder ni al saludo del excomulgado. 

¿Qué partido le quedaba, pues, al pobre galán? Arriar bandera, rendir- 
se á discreción; y eso fué precisamente lo que hizo. 

Hasta Enrique IV, persona de más copete que los Aliaga de mi tie- 
rra, dijo: «Bien vale París una misa.» 

Y Mariquita para D. Juan valía más que París. 

Y la capellanía se fundó, y hubo casorio. Como no se estilaban en ese 
atrasado siglo medallitas conmemorativas, disculparán ustedes que no pre- 
cise la fecha de la ceremonia nupcial. 



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RICARDO PALMA 263 



SIMONÍA 



Allá en los tiempos en que á las campanas se las mandaba, por vía de 
castigo, desterradas á América..... 

— ¡Alto el fuego!— me interrumpe el lector. — ^¿Cómo es eso de la pros- 
cripción de campanas! 

— Va usted á saberlo, señor mío. 

Cuenta González Obregón, en su precioso libro Méjico viejo, que en un 
pueblecillo de España cuyo nombre no consigna la historia, había una 
iglesia con su respectiva torre, y en ésta una campana, la cual una noche, 
á la hora en que los vecinos roncaban á más y mejor, dio en meter bulla 
como si una legión de diablos agitara la cuerda que pendía de su badajo. 

Armóse gran tole tole, y el alcalde, seguido del campanero, que dormía 
muy tranquilo en el lecho de su conjunta, subió á la torre, y ni por respe- 
to siquiera á la vara de su merced suspendió su vocinglería la campana, 
sin acertarse á descubrir la mano que la impulsara. El cura calificó á la 
campana de posesa del demonio, y al otro día la exorcizó y conjuró con 
hisopazos de agua bendita. 

Como era consiguiente, lo portentoso del caso llegó á saberse y á co- 
mentarse en la villa y corte de Madrid. Dispuso entonces, no sé si Car- 
los V ó Felipe 11, que se siguiese juicio á la subversiva campana, y los jueces, 
después de hacerse cargo de abultadísimo proceso, vinieron en mandar y 
¿aandaron: primero, que se diera por nulo y de ningún valor el repique; 
segundo, que se le arrancara á la campana la lengua ó badajo, y tercero, 
que se la enviase desterrada á Indias. 

Si San Paulino de Ñola, inventor de las campanas, hubiera existido á 
la sazÓD, de fijo que apela del riguroso fallo. 

Y la campana sin badajo fué enviada á Méjico, donde se conservó des- 
de mediados del siglo xvi hasta 1868, año en que por estar desportillada 
é inservible en el rincón de un corral ó patio, una municipalidad republi- 
cana la vendió á un establecimiento de fundición de metales. 

Eazonable sería presumir que las demás campanas españolas escar- 
mentaron en cabeza ajena. Pues no, señor. La desmoralización cundió, y 
casi á fines de aquel siglo otra que tal dio idéntico escándalo. Diz que esa 
campana vino á Lima consignada al arzobispo Santo Toribio, quien la 
destinó á la torre del monasterio de Santa Clara. 

Entre la campana de Méjico y la de Lima no hubo más diferencia sino 



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264 TRADICIONES PERUANAS 

que con aquélla se cumplió el fallo al pie de la letra, pues jamás se la pu- 
so badajo. La de las clarisas sí que volvió á hacer uso de la lengua, acar 
so porque Santo Toríbio lo solicitara así de la real clemencia. 

Reanudo mi relato. Decía, pues, que. en esos tiempos en que se deste- 
rraba á las campanas, como hogaño á peligrosas personalidades políticas, 
vino de España im paquidermo presbiteroide con más apego al dinero 
que á la camisa del cuerpo, el cual presbiteroide obtuvo á poco bene- 
ficio parroquial en pueblo de la sierra que contaba con cinco mil indios. 
Xo bastándole al cura para rellenar la hucha con los diezmos, primicias, 
bautizos, casorios, cabos de año, misas gregorianas y demás socaliñas, 
inventó, pues era hombre de imaginativa para esto de trasquilar á las 
mansas ovejas, algo que fué para él mejor que el hallazgo de mina en 
boya. 

£1 panteón del pueblo medía poco más ó menos ochenta varas cuar 
dradas. Dividiólo el cura en tres partes, poniendo sobre la puerta del ma- 
yor cercado la palabra cielo. Los otros dos trozos de terreno eran el uno 
de diez varas cuadradas, con cartel en que se leía la palabra purgatorio; 
y el otro de seis varas con esta inscripción: infierno. 

Siempre que era asunto de dar sepultura á un cadáver, los acongoja- 
dos deudos dirigíanse al cura y preguntábanle cuánto les costaría el se- 
pelio. 

— Nada, hijito, si lo enterramos en el infierno. 

— ; Ah! No, taita, 

—Pues lo enterraremos en el purgatorio. Vale diez pesos. No puede 
ser más barato. 

— ¿No será mejor, taita cura, ponerlo de una vez en el cielo? 

— Eso como tú quieras; pero te advierto que el cielo es carite. Cuesta 
treinta pesos, ni un cuartillo menos. 

— ¿Tanto, taita?: 

—¿Y te parece poca raamada esa de ir al cielo sin chamuscarse ni una 
pestaña en el purgatorio? 

Convendrá el lector conmigo en que el presbiteroide era hombre que 
sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo, y que no era ningún abogado Fe- 
rrández, de quien dice el refrán que ganábalos pleitos chicos y perdía los 
grandes. 

¿Qué ser tan descastado y sin entrañas sería el que se hiciese remolón 
para dejar al deudo pudriéndose eternamente en el infierno ó reconco- 
miéndose en el purgatorio? Aunque fuera pidiendo limosna de puerta en 
puerta, había que reunir los treinta morlacos para que el pariente fuese 
al cielo en tren directo. 

Como todo lo malo encuentra siempre imitadores en este valle de 



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RICARDO PALMA 265 

lágrimas y pellejerías, abundaron hasta el pasado siglo los curas que por 
treinta pesos aseguraban álos difuntos la gloria perdurable, que para mis 
lectores deseo. Amén. 

No tengo noticia de que actualmente haya en el Perú pueblo alguno 
donde los curas practiquen tan escandalosa simonía. Pero el escritor bo- 
naerense Florencio Mármol, en su entretenido librito Recuerdos de la 
guerra del Pacífico, asegura que en 1880 conoció en uno de los pueblos 
del departamento de Cochabamba (república de Bolivia), párroco que de 
tan indigna manera seguía explotando la ignorancia de los infelices 
indios, 
k Y San Seacabó, que es santo sin vísperas ni vigilia. 



¿QUIÉN ES ELLA? 

Cuentan de un corregidor, 
nada bobo, 
que siempre que ai buen señor 
denunciaban muerte ó robo, 
atajando al escribano 
que leía la querella, 
exclamaba: ¡al grano, al grano! 
¿Quién es ella? 

Así dio comienzo D. Manuel Bretón de los Herreros á una de sus más 
donosas letrillas, en la cual probaba por a+b que 

¡no hay remedio! 

En todo humano litigio, 

á no obrar Dios un prodigio, 

siempre hay faldas de por medio. 

De la misma madera, limo ó lo que fuere, de que Dios formara al co- 
rregidor pintado por el gran poeta cómico de España, envió Su Majestad 
D. Felipe V á estos sus reinos del Perú, allá por los años de 1712, al li- 
cenciado D. Juan Alejo Oortavitarte con el cargo de alcalde del crimen 
de la ciudad de Lima. Para D. Juan Alejo, como para el corregidor breto- 
niano, no se cometía crimen ó delito en el territorio sujeto á su jurisdic- 
ción, sin que causa, agente ó cómplice fuera alguna hija de Eva. 

Campanero de la Merced era por entonces un gallego, el hermano 



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266 TRADICIONES PERUANAS 

Emerenciano, hombre de poca sindéresis y que frisaba en los cuarenta 
años, el cual tenía por auxiliares para repiques y cuidado de la torre á 
otros dos hermanos legos, mocetones y gente de poco más ó menos. 

Emerenciano gozaba reputación de fraile austero, cumplidor de su 
deber y devoto hasta el fanatismo. No era de esos azotacalles que pasan 
la mayor parte del tiempo lejos del claustro. Ni la maledicencia, que en 
todo se ceba y para la que no hay fama libre de escupitajo, halló jamás 
pretexto para morder en el humilde lego mercenario. No se le conocían 
comadre ni sobrinos, como á la mayoría de los ministros del altar. Si 
Emerenciano no era un santo, poquito le faltaba. 

A las nueve de la mañana celebrábase diariamente la misa solemne^ 
del convento, y desde esa hora hasta pocos minutos antes de las diez 
permanecía en la torre el campanero con sus dos subordinados, para dar 
el repique de anuncio y el fínal y las campanadas rituales en el momento 
de la elevación. 

Fué el caso que una mañana se vio al lego Emerenciano montarse so- 
bre la balaustrada y lanzarse en el espacio. Cayó desde treinta pies de 
altura sobre las piedras de la plazuela y se descalabró. 

¿Aquello era un suicidio voluntario ó involuntario? ¿Sus auxiliares lo 
habían acaso precipitado? Resolver estas preguntas competía á la justicia; 
esto es, á su representante el licenciado Cortavitarte. 

— Vaya, D. Juan Alejo — le decían sus amigos. — Alguna vez habíamos 
de ver que falló su aforismo. Aquí sí que no hay ni puede haber quién 
es ella. 

— ¿Y por qué no?— contestaba el alcalde. — Mi aforismo no marra ni 
marrar puede. 

— Pero ¿está usted loco?— le argüían. — ¿No sabe usted que para el di- 
funto las mujeres estaban de más sobre la tierra? 

— ¡Quién sabe! — replicaba el juez. — Ya nos dirá el proceso quién es 
ella. 

Y el proceso habló y dijo: que la preciosa condesita de O , que ha- 
bitaba la casa fronteriza á la torre, tenía por costumbre bañarse en el es- 
tanque cuyas paredes, altamente muradas, la ponían fuera del alcance de 
curiosos vecinos, imaginándose también libre de acechadores en la torre. 
Hizo el diablo que una mañana el campanero, que tenía ojos de lince, al- 
canzara á descubrir las esculturales formas de Venus convertida en on- 
dina, y desde ese momento la castidad del lego se evaporó, despertándose 
en él la adormida lascivia. Si al santo rey David, con ser quien fué, le 
levantó roncha en las entretelas del alma la contemplación de Betsabé 
en el baño, no veo por qué un humildísimo lego había de tener blindaje 
para resistir y salir incólume del peligro tentador. Y tanto dio en delei- 



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RICARDO PALMA 267 

tarse con el gratis y matinal espectáculo, que un día para mejor estimar 
algún detalle se encaramó sobre la balaustrada y, casualidad ó vértigo, 
ello es que se rompió la crisma. 

D. Juan Alejo Cortavitarte, al firmar el último auto del proceso, se 
restregó las manos de gusto, y olvidando la gravedad de juez, hizo un 
par de piruetas, diciendo al escribano: 

— Ya ve usted, D. Antolín, que me he salido con la mía: 

«En toda humana querella, 
pregúntese: ¿quién es ella?» 



A CUAL MAS SANTO 



Que lo he leído en letras de molde, narrado por un cronista de con- 
vento, no tengo ápice de duda. ¿Cuál el libro? ¿Quién el autor? Eso es lo 
que no alcanzo á recordar. En fin, algo discreparé en pormenores; pero 
en el fondo garantizo la autenticidad. 

Había en Lima por los últimos años del siglo xvii dos legos, juande- 
diano el uno y de la recoleta dominica el otro, que aunque gozando 
fama de austera virtud, eran tenidos por el pueblo en concepto de un par 
de locos ó extravagantes. 

La manía del recoleto dominico era, así lloviese ó hubiera una resola- 
na de tostar nueces, llevar siempre la cabeza descubierta. Y la manía del 
juandediano estribaba en descubrirse también y arrodillarse en plena ca- 
lle, siempre que encontraba á aquél. 

El pueblo consideró estas genufiexiones como cosa de hombre cuya 
sesera estuviese sin tornillos; pero álos dominicos antojóseles pensar que 
los juandedianos se burlaban de ellos, encomendando á un lego que hi- 
ciese mofa del recoleto. 

En Lima jamás se vio dos comunidades bien avenidas. Por si la una 
tenía mayor antigüedad que la otra, por si gozaba de más prestigio ó era 
superior en riquezas, ó por otras causas más ó menos fútiles, que motivo 
de quisquilla no podía faltar, ello es que siempre andaban mancándose 
sin tragarse. De convento á convento la guerra era perenne. 

El prior de la recoleta se encontró un día en terreno neutral con el 
superior de los juandedianos, y sin perder tiempo en preámbulos, le dijo: 

— ¿Sabe usted, padre hospitalario, que ya me va cargando el compor- 



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268 TRADICIONES PERUANAS 

tamiento de su lego X para con mi lego Z?.... Si vuesa paternidad no 

lo mete en vereda y sigue repitiéndose la burlería, tomaré yo medidas 
que escarmienten á sus juandedianos y les hagan conocer la distancia 
que va de dominico á hospitalario. 

Quedóse el juandediano alelado y sin atinar á defender los fueros de 
los suyos. Dijo que él ignoraba lo que ocurría; que haría las averiguacio- 
nes del caso, y que si había culpa por parte de su lego, él sabría aplicarle 
el condigno castigo. 

De regreso al convento, llamó el superior al lego y lo interrogó: 

—Es la pura verdad— contestó éste — la que ha dicho el reverendo pa- 
dre prior: sólo que si me arrodillo cuando encuentro al hermano Z , es 

por veneración al Espíritu Santo, que va posado sobre su cabeza. 

Transmitida la respuesta al prior de los recoletos y hecha pública en- 
tre la gente del pueblo, adquirieron los dos legos gran reputación de san- 
tidad. Pero ella fué motivo para que cada comunidad sostuviese que la 
santidad de su lego era de más quilates que la del otro. 

¿Cuál era mayor gracia? ¿La de llevar al Espíritu Santo sobre la cabe- 
za, ó la de tener el privilegio de verlo? Averigüelo otro que no yo, que 
aquel que lo averigüe buen averiguador será. 

En los tiempos de la República, creo que hasta 1865, hubo en Lima un 
Sr. Cogoy, que fué acaudalado comerciante, regidor del Cabildo y gran 
persona en los albores de la independencia, el cual dio á la vejez en el 
tema de andar sin sombrero. Era un loco manso, á quien conocí y traté. 

Como el lego de la recoleta, sostenía el buen Cogoy que llevaba al Espí- 
ritu Santo sobre la cabeza. Sólo que como esto pasaba en días de impie- 
dad republicana, de herejes vitandos y de francmasones descreídos, Dios 
no quiso acordar á ningún otro prójimo la gracia de ver la palomita. 

¡Y luego dirán que progresamos! 



EL VIRREY LIMEÑO 

D. Juan de Acuña, hidalgo húrgales y caballero de Calatrava, fué en los 
reinos del Perú corregidor de Quito y gobernador de Huancavelica. De 
su matrimonio con una dama potosina, doña Margarita Bejarano, tuvo 
en el Perú, entre otros hijos, á D. Iñigo, marqués de Escalona, y á D. Juan 
de Acuña y Bejarano, nacido en Lima en 1658, que es el personaje á quien 
consagro este artículo. 



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RICARDO PALMA 269 

A la edad de trece años enviólo su padre á educarse en España, y á 
los diez y seis entró en la carrera militar, con tan buena fortuna, que al- 
canzó á ser capitán general y virrey de Aragón y Mallorca. 

El 15 de octubre de 1722 hizo su entrada solemne en Méjico, con el 
carácter de virrey por Su Majestad D. Felipe V, el Excmo. Sr. D. jJuan 
de Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte, caballero de Santiago y co- 
mendador de Adelfa en la orden de Calatrava. 

Que el virrey limeño fué el más honrado, enérgico, laborioso y queri- 
do entre los treinta y siete virreyes que hasta entonces tuvo la patria 
de Guatimoc, no sólo lo dicen Feijoo, Peralta, Alcedo y Mendiburu, sino 
el republicano é imparcial Rivera, historiador de los sesenta y dos gober- 
nantes y virreyes durante la época colonial. 

En 1732 dijo un día al rey su ministro de las colonias: 

— Señor, tiene vuesa majestad que nombrar virrey para Méjico. 

— ¡Qué! — exclamó sorprendido Felipe V.— ¿Ha muerto acaso mi buen 
marqués de Casafuerte? 

— A Dios gracias, vive; pero ha enviado su renuncia, fundándola eu 
que sus enfermedades lo imposibilitan para firmar. Parece que está afec- 
tado de parálisis en un brazo. 

— ¡Bah, bah, bah!— repuso D. Felipe. — Pues lo autorizaremos para el 
uso de estampilla. 

Y se expidió real cédula acordando al achacoso virrey de Méjico una 
prerrogativa que lo igualaba al soberano, y que antes ni después alcanzara 
representante alguno del monarca de España é Indias. 

No entra en mi propósito extractar los actos gubernativos de mi pai- 
sano, sino referir lacónicamente el porqué su excelencia se hizo ferviente 
devoto de los frailes franciscanos. 

Refiere Galindo Villa, escritor mejicano, que á los ocho días de pose- 
sionado del mando, salió el de Casafuerte en compañía del capitán de su 
escolta á rondar la ciudad en la noche. 

Acababan de sonar las doce, cuando oyó su excelencia el tañido de una 
campana. 

— ^¿De dónde es esa campana, capitán? 

— Del convento franciscano de San Cosme, excelentísimo señor — con- 
testó el interrogado. 

—¿Y á qué tocan los frailes? 

— A maitines, señor. Tocan , pero no van — añadió el acompañante, 

recalcando en las últimas palabras. 

Quiso su excelencia convencerse de hasta qué punto era fundada la 
acusación, y siguió adelante camino de la iglesia. 



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270 TRADICIONES PERUANAS 

Detúvose en el atrio, vio iluminado el coro, oyó el monótono rezo de 
los recoletos, apagáronse después las luces, entonóse el mt8«r^e^ y empe- 
zaron los frailes á disciplinarse recio. 

Volvióse entonces el virrey hacia su compañero, y le dijo: 

— ¡Capitán! jCapitán! No sólo tocan y van, sino que también ae dan. 

Desde ese momento declaróse el de Gasafuerte protector entusiasta de 
los franciscanos, y cuando el 17 de marzo de 1734, después de once años 
y medio de gobierno en Méjico y á los sesenta y seis de edad, pasó su es- 
píritu á mundo superior, dispuso en su testamento que se le sepultase en 
San Cosme. 

Los franciscanos grabaron sobre la tumba de su benefEictor este soneto: 

f Descansa aquí, no yace, aquel famoso 
marqués, en guerra y paz esclarecido, 
que, en lo mucho que fué. lo merecido 
no le dejó que hacer á lo dichoso. 

Ninguno en la campaña más glorioso 
ni en el gobierno fué tan aplaudido, 
no menos quebrantado que sufrido 
vinculó en la fatiga su reposa 

Mayor que grande fué, pues la grandeza 
á que pudo incitarlo regio agrado, 
fué estudiado desdén de su entereza; 

Y es que retiró tanto su cuidado 
de lo grande, que tuvo por alteza 
quedar entre menores sepultado.» 

Los historiadores mejicanos, siempre que se ocupan de su virrey mar- 
qués de Gasafuerte, le dan el dictado de El Gran Gobernador, justiciero 
dictado que basta para inmortalizar el nombre del virrey limeño 



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c^ 



El negrito Valentín era en 1798 un ladronzuelo hecho y derecho; 
pero aviesa fortuna lo perseguía, pues nunca libraba de caer en manos du 
los lebreles que contra los amigos del bien ajeno mantenía regimentados 
su señoría el alcalde de casa y corte. 

Veintitrés años contaba Valentín, doble número de robos caseros é 
igual cifra de ocasiones en que fué á la caponera. Como sus hazañas, has- 
ta entonces, fueron de poca entidad, la justicia se limitaba á tenerlo bajo 
sombra algunas semanas y aplicarle una docena de bien sonados zurria- 
gazos. Penalidad de raterillos ó de maleteros, como hoy llamamos á los 
que nos despojan, en plena calle y sin que los sintamos ejercer su habili- 
dad, del reloj ó la cartera. 

Hubo, al fin, de tentarlo el diablo para que dejándose de bufonadas 
de principiante, acometiese empresa de aquellas que dan fama y provecho 
sólido. Tratábase ya de robo en despoblado y en cuadrilla, nada menos 
que del asalto de una remesa de barras de plata, poniendo en fuga á los 
cuatro soldados que la servían de custodios. La cosa salió á pedir de boca. 

Pero el alcalde no se echó á roncar, y poniendo en actividad á su trai- 
lla de ministriles, fué poco á poco atrapando ladrones. Recobróse el bo- 
tín, aunque con merma de una barra, que se evaporó entre las uñas de la 
policía, y resultando el negrito capataz de la cuadrilla, sentenciólo la real 
Audiencia á bailar el solitario suspendido de la horca. 



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272 TRADICIONES PERUANAS 

Eran las nueve de la mañana del 13 de octubre de aquel año, cuando 
Valentín, entre doble fila de alguaciles y soldados, llegaba al pie de la 
ene de palo alzada en la plaza Mayor. Después de arrodillarse frente á la 
cruz de los ahorcados (cruz que como curiosidad histórica se conserva 
hoy en uno de los salones de la Biblioteca Nacional) y recibir del francis- 
cano, que lo auxiliaba para pasar el mal trago, la postrera bendición, 
quedó nuestro negrito entregado al jinete de gaznates, que estaba esa 
mañana más borracho que guinda en alcohol ó cereza Parrinello, y que, 
por ende, había descuidado ensebar la cuerda y ensayar la escurridiza ó 
lazada. Todo fué dar el verdugo la pescozada, balancearse Valentín, rom- 
perse la soga, caer de pie el racimo y emprender carrera en dirección á 
la catedral, gritando: 

— ¡A iglesia me llamo! 

Los alguaciles se quedaron con tamaña boca abierta y sin ocurrírseles 
seguir tras el escapado. El concurso, que siempre fué crecido en espec- 
táculos de esa especie, gratis y al aire libre, le abría camino y alentaba en 
la escapatoria. 

Por entonces era la plaza Mayor el mercado público ó lugar donde los 
vecinos de Lima se proveían de los comestibles precisos para el cotidia- 
no puchero, y frente á las gradas de la catedral ocupaban puesto las acei- 
tuneras, manineras (vendedoras de maní), fruteras, queseras, fritangue- 
ras y expendedoras de chicharrones, vulgo chicharroneras. 

Costumbre era que las iglesias de la ciudad permaneciesen abiertas á 
la hora en que se efectuaba el suplicio de algún delincuente, para que los 
fieles pudieran rogar á Dios que acordara sincero arrepentimiento y su 
eterna gloria al criminal. Las campanas todas tañían á la vez el fúnebre 
toque de agonía. 

Valentín seguía imperturbable su carrera, y pocos pasos faltábanle 
para penetrar en el Sagrario á cuya iglesia parroquial y á la de San Mar- 
celo había quedado limitado el derecho de asilo, cuando acertó á trope^ 
zar con una vieja que se encaminaba á comprar chicharrones para el al- 
muerzo, llevando en la mano un reluciente platillo de plata, destinado á 
recibir el manducable artículo, 

Valentín no pudo resistir á la tentación, y arrebatando el platillo ala 
alebronada vieja penetró en el santo asilo. El reo se había salvado, y la 
justicia civil nada tenía que hacer con él mientras permaneciese en el 
templo. 

Comentando el suceso estaba el pueblo en el atrio de la catedral, cuan- 
do quince minutos después salió el reo de la iglesia, y dirigiéndose á un 
grupo en que distinguió al alcalde del crimen en plática con otros caba- 
lleros, le dijo: 



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RICARDO PALMA 273 

—Dispénseme su merced que lo interrumpa; pero lléveme á la horca, 
porque acabo de convencerme de que soy incorregible; y como día más, 
día menos, en la horca he de venir á rematar, ahorrémonos fatigas, y há- 
gase hoy lo quo habría de hacerse mañana. 

No estando en las facultades del alcalde complacerlo, el reo volvió á 
la cárcel, y la Real Audiencia conmutó la pena de muerte por la de presi- 
dio en Chagres. 

Y por si alguien duda de la verdad histórica de este corto relato, sepa 
que á la vista tengo el documento comprobatorio. 



Tomo IV 18 



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274 TBADIGIONES PERUANAS 



VOLT AIRE CHIQUITO 

Así como el arzobispo Las Heras prohibió que en la procesión de Vier- 
nes Santo que hacían los mercenarios saliese la llorona, así por los años 
de 1817 el alcalde del Cabildo de Lima comunicó orden á los curas de 
las parroquias para que en las procesiones de Cuasimodo y Corpus no 
hubiese tarasca, diablos, gigantes, papahuevos ni otras mojigangas. Su 
señoría se adelantaba á su época. 

Desde el año 1816, en esas procesiones se sacaba á San Martín, 0*Hig- 
gins, Cochrane y demás proceres de la independencia americana en figu- 
ra de diablos. 

La disposición de nuestro cabildante que, en puridad, no era sino me- 
dida de buena policía y de orden político, alborotó al devoto vecindario. 
Ese alcalde era un hereje que hería, así como quien dice de sopetón, el 
sentimiento religioso y descatolizaba la ciudad. Tal atentado no podía to- 
lerarse en calma. 

Aunque no se estilaban todavía las manifestaciones ó meetinga popu- 
lares, que nos vinieron después con la república, hubo amago de ellos. 
Las limeñas, sobre todo, se exasperaron y contagiaron á los limeños, tra- 
duciéndose la enfermedad en fervoroso entusiasmo por la causa de la re- 
ligión, contra la que atentaba el novelero alcaldillo de tres al cuarto, á 
quien bautizaron mis paisanas con el apodo de Foltaire chiquito. Mere- 
cido se lo tuvo por su atentatoria ordenanza, que bien valía una excomu- 
nión mayor. 

Al principio todo fué lloverle empeños é influencias para que volviese 
atrás de lo mandado, y dejase salir las procesiones sin innovar en nádalo 
que había sido costumbre nacional durante un par de siglos. Pero el al- 
calde se mantuvo tieso que tieso, sin atender á súplicas ni mucho menos 
á amenazas de la gente devota. Tenía bien ajustadas las bragas el sujeto. 

En cuanto al virrey, á quien no disgustaba la ordenanza del edil, se 
lavaba las manos y dejaba hacer. Eso se ha llamado siempre sacar el ascua 
por mano ajena. 

Convencidos limeñas y limeños de que el Foltaire chiquito no era de 
los que cejan, una vez lanzados en un camino, por áspero que éste sea, 
resolvieron dirigir todas sus baterías sobre el virrey, que tenía fama de ser 
un caballero de genio contemporizador y un si es no es asustadizo. Ade 
más la virreina no simpatizaba con el alcalde ni con su mandato, y esto 



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RICARDO PALMA 275 

importaba tanto como para un sitiador tener auxiliar dentro de la plaza. 
Después de tentar bien el vado, el cura de Santa Ana, Dr. D. José Ja- 
cinto Bohorques, se encargó de llevar el gato al agua; esto es, de ver al 
virrey y en papel de sello presentarle el recurso que al pie de la letra 
copiamos de un librito: 

«Excelentísimo Señor: 

>El presbítero D. José Jacinto Bohorques, doctor en Sagrada Teología 
de la muy ilustre real y pontificia Universidad de San Marcos, y cura 
propio de la parroquia de Santa Ana, ante vuecelencia, en la forma y 
modo más conforme, reverentemente dice: Que con notable ofensa y clá- 
sico deterioro de la majestad del Divino Pastor, Eedentor y Salvador de 
las generaciones, se ha prohibido en este año, por autoridad inconcusa y 
no de competencia, la salida de diablos y gigantes en las procesiones pú- 
blicas de Cuasimodo. La medida es extraña é incongruente. Primero, por- 
que esos diablos hacen un acompañamiento inocente á la majestad, y el 
pueblo ve gozoso que le rinden parias. Y segundo, porque los gigantes, 
sin aterrar á la infancia, hacen más grande la concurrencia y acompaña • 
miento devoto, y sin ellos la procesión divina sería un solitario bosquejo. 

»Síguese, pues, que de vuecelencia y su pío corazón impetra el postu- 
lante que de mi parroquia de Santa Ana salgan los católicos feligreses 
de diablos y gigantes el domingo venidero, como me le prometo obtener 
de su espíritu cristiano. Es justicia, etc. 

>Lima, lunes 10 de abril del año del Señor de 1817.— -i^r. /. /. Bo- 
horques, 

»Otrosí: que haya papahuevos.^ 

Este recursito puso al bonachón virrey en conflictos. Las faldas, inclu- 
sive las de su esposa, por un lado, y por otro la gente de sotana, que tam- 
bién viste faldas, lo traían á mal traer. Tampoco quería su excelencia rom- 
per lanzas con el alcalde del Cabildo, revocando por entero la disposición 
de éste, ni le convenía indisponerse con lo más granado del vecindario, 
que se empeñaba por que recayese decreto favorable sobre el bien pa^^lado 
recurso del doctor Bohorques. 

Al fin, la antevíspera de Cuasimodo se echaron las campanas á vuelo, 
festejando el siguiente decretito: 

«Visto este recurso, se permite al venerable curapárroco de Santa Ana 
que haga salir cuatro gigantes, acompañando á la Divina Majestad, el 
domingo de Cuasimodp. — Al otrosí, que haya papahuevos. — Una rúbrica,'^ 

El alcalde no quedó del todo desairado, pues el decreto no autorizaba 
la salida de diablos y rebajaba á cuatro el número de gigantes. 



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276 TRADICIONES PERUANAS 

Por algo se empieza, dijo para sí el Foltaire chiquito Y pensó bien, 
que ha más de un cuarto de siglo nos vemos privados de procesión con 
mojiganga. ;Si cuando yo digo que está mi tierra como para huir de ella! 
Para no ver desengaños y afligirme, juro y rejuro que no concurriré á pro- 
cesión de Cuasimodo hasta que no tengamos siquiera papahuevos. Si 
hace falta mi firma para un recurso ante el Consejo Provincial, ahí va. 



MUJER-HOMBRE 

No fué en América doña Catalina de Erauzo, bautizada en la historia 
colonial con el sobrenombre de la monja alférez, la única hija de Eva ni 
la sola monja que cambiara las faldas de su sexo por el traje y costum- 
bres varoniles. 

En 25 de octubre de 1803 se comunicó de Cochabamba á la Real Au- 
diencia de Lima el descubrimiento de que un caballero, conocido en Bue- 
nos Aires y en Potosí con el nombre de D. Antonio Ita, no era tal varón 
con derecho de varonía, sino doña María Leocadia Alvarez, monja clarisa 
del monasterio de la villa de Agreda, en España. 

Del proceso que en extracto se encuentra en la sección Papeles Va- 
rios de la Biblioteca de Lima, tomo 613, resulta que el obispo de Buenos 
Aires D. Manuel Azamor tuvo entre sus familiares al joven D. Antonio 
Ita; y que en vísperas ya de conferirle órdenes sacerdotales, escapó el as- 
pirante con destino á Potosí, donde el Intendente gobernador D. Fran- 
cisco de Paula Sanz le concedió un modesto empleo. ^ ^ 

Intimóse Ita con Martina Bilbao, mestiza de vida pecaminosa, la qué^ 
dio con sus frecuentes escándalos motivo para que la autoridad la ence- 
rrase en el monasterio de Santa Mónica. D. Antonio iba semanalmente á 
visitarla al locutorio y la obsequiaba seis pesos para que atendiese á su 
cómoda subsistencia. 

Pasados algunos meses de reclusión y como único expediente para 
que ésta cesase, la propuso el galán matrimonio, revelándola su verdade- 
ro sexo y recomendándola, por supuesto, gran reserva. Martinica vio el 
cielo abierto con la propuesta; la aceptó gustosísima, y el capellán del 
monasterio bendijo el casamiento, al que sirvió de padrino nada menos 
que el Intendente. 

Con la protección de éste, algunos comerciantes habilitaron al mance- 
bo con mercaderías por valor de más de dos mil pesos; pero á poco hizo 



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RICARDO PALMA 277 

quiebra, y huyendo de los acreedores, se fué con su mujer á Chuquisaca, 
donde consiguió ocupación lucrativa en las montañas de Moxos. Allí no 
desdeñó trabajo por rudo que fuese, y compitió con los hombres más ro- 
bustos y animosos de espíritu. Tratándose de enlazar toros bravos ó de 
darse de garrotazos y trompadas con cualquieritay no se hizo nunca 
atrás. 

Después de cinco años de fingido y pacífico connubio, y adquiridos 
con su trabajo y privaciones algunos realei'os, decidieron Ita y su mujer 
dejar las montañas y establecerse en Cochabamba, decisión que llevaron 
á cabo. 

Ya en Cochabamba se le proporcionó á Martina un marido á la de ve- 
ras, y ella, olvidando todos los beneficios de que era deudora al varón de 
mentirijillas, fué con la denuncia al teniente general D. Ramón García 
Pizarro. ^ 

Ita logró en los primeros instantes asilarse en el convento de la Mer- 
ced; pero impuesto el comendador de la causa que originaba la persecu- 
ción, lo entregó al poder civil, el que nombró un médico cirujano y dos 
comadronas para que practicasen profesional reconocimiento del sexo. 

Convencido D. Antonio Ita de que nunca había sido varón, terminó 
por espontanearse declarando su verdadero nombre de María Leocadia 
Alvarez y su condición de monja escapada, no por amoríos carnales, sino 
por espíritu aventurero, como doña Catalina de Erauzo. 

El proceso terminó con sentencia en virtud de la cual pasó á Lima la 
monjita, y bajo partida de registro fué en 1804 restituida á su convento 
de España. 

En cuanto á la ingrata y pérfida Martina Bilbao, el nuevo marido á 
pocos meses de matrimonio le dio el pago digno de su villanía. 

La mató de una paliza. 

Me parece que no se afligirán ustedes por la difunta ni yo tampoco. 



GARANTIDO, TODO LINO 

En 1822 estábamos á partir de un confite con la Inglaterra y con los in- 
gleses. Ellos proporcionaban fusiles á nosotros los insurgentes de América, 
y su prensa nos tocaba bombo. Sus marinos se alistaban en nuestras frá- 
giles naves para repetir en los mares de Colón las proezas de Trafalgar, y 
con la Gran Bretaña ajustaba el Perú su primer empréstito, documento 



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278 TRADICIONES PERUANAS 

que, como curiosidad histórica y hasta paleográfica, conservamos original 
entre los manuscritos de la Biblioteca. 

No digo yo que en este repentino cariño de Inglaterra por la indepen- 
dencia de las que fueron colonias de España, no entrara el amor al prin- 
cipio de libertad, siquier fuera en dosis infinitesimal ú homeopática; pero 
lo positivo es que ese amor no fué del todo desinteresado. Demos la sogui- 
lla para sacar la vaquilla, que dice el refrán. 

La Inglaterra aspiraba, y hacía bien, que para no ganar nada vale más 
roncar sobre la almohada, al predominio comercial en América. 

Aún no se había dado la batalla de Ayacucho y la independencia esta- 
ba todavía en veremos, cuando ya Inglaterra nos enviaba un cónsul acre- 
ditado cerca del gobierno de Bolívar. Y este cónsul, en realidad, no fué 
un simple agente mercantil, como los consulillos que ahora se estilan, sino 
todo un diplomático en forma, con los m^pmos fueros, prerrogativas, atri- 
buciones y significación que el derecho internacional acuerda á los pleni- 
potenciarios y embajadores. Sólo que Rodil, que era un barbarote que no 
entendía de papelorios, ni de dibujos, ni garambainas, halló la manera de 
tender una celada al primer cónsul inglés, aposentándole una bala de á 
onza en la boca del estómago, y sin más pasaporte lo despachó á pudrir 
tierra. 

Hasta 1827 puede afirmarse que en el Perú tuvo Inglaterra el mono- 
polio mercantil. Los tejidos ingleses privaban. Desde ese año el te reem- 
plazó al chocolate y á la hierba del Paraguay: el te, que durante los tiem- 
pos del coloniaje 

se vendía en las boticas, 
lo mismo que el alcanfor, 
y se usaba solamente 
en casos de indigestión, 

como dijo nuestro poeta cómico Manuel Segura. 

Después de ese año, el comercio francés principió á asomar las narices 
y á hacer competencia al británico, y nos invadieron las falsificaciones, 
sobre todo en materia de telas. 

El consumo de bretaña inglesa, hilo puro, era considerable, y los fran- 
ceses introdujeron cargamentos de bretaña algodonada, dando gato por 
liebre al comprador bisoñe. 

Los ingleses creyeron poner coto á la falsificación, grabando en las 
piezas de bretaña este membrete: Garantido, todo lino. 

¡Que si quieres, lucero! Antes del año los franchutes se la jugaron de 
mano á los gringos, y en el Perú entero, ni para reliquia se encontraba 
ya una pieza de bretaña sin su correspondiente Garantido, todo lino. 



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RICARDO PALMA 279 

Pero era el caso que, apenas iba una camisa á la batea y se desprendía 
la gomita del lienzo, aparecía la hilaza del algodón. 

[Y aténgase usted á garantías! 

Algo muy parecido pasa con los hombres públicos de mi tierra, dígolo 
sin alusión al presente. ¡Dios me libre! 

La falsificación data desde ha fecha, como que pasa de medio siglo. 

Hay crisis ministerial, cosa del otro jueves y de este también, y entre 
los hombres que forman el nuevo gabinete suele, así como por milagro, 
en estos tiempos en que ya ni las viejas creen en milagritos, figurar un 
personaje del cual dice la opinión pública, en todos los tonos del solfeo, 
lo que la Menegilda en la Gran Vía. 

— Este era el hombre que nos hacía falta. Llegó la plata y se socorrie- 
ron los pobres. Ilustrado, él. Patriota, él. Integérrimo, él. Honrado, él. 
Talento, él. Organizador, él. Independiente, él 

En una palabra: Garantido, todo lino. 

Yo no sé qué diablos tiene esa maldita batea que se llama Palacio. No 
hay tela que resista al primer restregón sin descubrir la mala hilaza. A 
poco de manejar su señoría el portafolio, declara esa señora opinión pú- 
blica (que es la hembra más voltaria que se conoce) que en el tan caca- 
reado él no había ni ilustración, ni talento, ni patriotismo, ni indepen- 
dencia, ni honorabilidad, ni nada, ni nada, ni siquiera tipo de buen mozo. 
Algodón purito. 

Y no entremos en otras 
apreciaciones: 
ya pasó la cuaresma 
para sermones. 



UN ZAPATO ACUSADOR 

Principiaba á esparcir sus resplandores este siglo xix ó de las luces, 
cuando fué á establecerse en Ayacucho, provisto de cartas de recomenda- 
ción para los principales vecinos de la ciudad, un español apellidado Eo- 
zas, deudo del que en Buenos Aires fué conde de Poblaciones. 

Era el nuevo vecino un gallardo mancebo que, así por lo agraciado de 
su figura como por lo ameno de su conversación, conquistóse en breve 
general simpatía; y tanto, que á los tres años de residencia fué nombrado 
alcalde del Cabildo. 



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280 TRADICIONES PERUANAS 

La celda del comendador de la Merced era, tres noches por semana, 
el sitio donde se reunía lo más granado, la creme, como hoy se dice, del 
sexo feo ayacuchano. La tertulia comenzaba á las siete, sirviéndose á me- 
dida que iban llegando los amigos un mate bien cebado de hierba del Pa- 
raguay, que era el café de nuestros abuelos. Después de media hora de 
charla sobre agotados temas, que la ciudad pocas novedades ofrecía, sal- 
vo cuando de mes en mes llegaba el correo de Lima, armábanse cuatro ó 
cinco mesas de malilla abarrotada, y una ó dos partidas de chaquete. Con 
la primera campanada de las nueve, dos legos traían en sendas salvillas 
de plata colmados cangilones de chocolate y los tan afamados como ape- 
titosos bizcochuelos de Huamanga. Tan luego como en un reloj de cuco 
sonaban las diez, el comendador decía: 

—Caballeros, á las cuatro últimas. 

Y diez minutos más tarde la portería del convento se cerraba con lla- 
ve y cerrojo, guardando aquélla bajo la almohada el padre comendador. 

Habrá adivinado el lector que el alcalde Rozas era uno de los tertulios 
constantes, amén de que entre él y su paternidad reinaba la más íntima 
confianza. Eran uña y carne, como se dice. 

Pero está visto desde que el mundo es mundo que para desunir ami- 
gos y romper lazos de afecto, el diablo se vale siempre de la mujer. Y fué 
el caso que el gentil joven alcalde y el no menos bizarro comendador, que 
aunque fraile y con voto solemne de castidad era un Tenorio con birrete, 
se enamoraron como dos pazguatos de la misma dama, la cual sonreía 
con el uno á la vez que guiñaba el ojo al otro. Era una coqueta de en- 
cargo. 

Hubo de advertir Rozas alguna preferencia ó ventajita que acordara la 
hija de Eva al bienaventurado fraile, y la cosa prodújole escozor en los 
entrecijos del alma. Dígolo porque de pronto empezó á notarse frialdad 
entre el galán civil y el galán eclesiástico, si bien aquél, para no ponerse 
en ridículo rompiendo por completo relaciones con el amigo, continuó 
concurriendo de vez en cuando á la tertulia de su rival. 

Un día, y como bando de buen gobierno, hizo el alcalde promulgar 
uno prohibiendo que después de las diez de la noche, alma viviente, ex- 
ceptuadas la autoridad y alguaciles de roiida, anduviese por las calles. 
La tertulia terminó desde entonces á las nueve y media, y ya, no el co- 
mendador, sino el alcalde era quien decía: 

—Caballeros, el bando es bando para todos, y para mí el primero. A 
rondar me voy. 

Y todos cogían capa y sombrero camino de la puerta. 

Una de esas noches, que lo era de invierno crudo y en que las nubes 



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RICARDO PALMA 281 

lagrimeaban gordo y el viento clamoreaba pulmonías, á poco de sonar 
las campanadas de las doce, vióse dos bultos que aproximaron una esca- 
la á la puerta de la iglesia, penetrando uno de ellos por la ventana del 
coro, de donde descendió al convento. Recorrió con cautelosa pisada el 
claustro, hasta llegar á la puerta de la celda del comendador, la que abrió 
con un llavín ó ganzúa. Ya en la sala de la celda, encendió un cerillo y 
encaminóse al dormitorio, donde frailunamente roncaba su paternidad, 
y le clavó una puñalada en el pecho. Robusto y vigoroso era el fraile, y 
aunque tan bruscamente despertado, brincó de la cama con la velocidad 
de un pez y se aferró del asesino. 

Así luchando brazo á brazo, y recibiendo siete puñaladas más el co- 
mendador, salieron al claustro, que empezaba á alborotarse con los gritos 
de la víctima. Cayó al fin ésta, y el matador consiguió escaparse por el 
coro descendiendo por la escala á la calle; pues los alelados frailes no ha- 
bían en el primer momento pensado en perseguirlo, sino en socorrer al 
moribundo. 

En el fragor de la lucha había perdido el asesino un zapato de tercio- 
pelo negro con hebilla de oro, lo que probaba que el delincuente no era 
ningún destripaterrones, sino persona de copete. 

Amaneció Dios y Ayacucho era un hervidero. jTodo un comendador 
de la Merced asesinado! Háganse ustedes cargo de si tenía ó no el vecin- 
dario motivo legítimo para tilborotarse. 

A las ocho de la mañana el Cabildo, presidido por el alcalde Rozas, 
estaba ya funcionando y ocupándose del asunto, cuando los frailes llega- 
ron en corporación, y el más caracterizado dijo: 

— Ilustrísimos señores: La justicia de Dios ha designado la condición 
social del reo. Toca á la justicia de los hombres descubrir el pie á que 
ajusta este zapato. 

Y lo puso sobre la mesa. 

Como entre los vecinos de Ayacucho no excedían de sesenta las per- 
sonas con derecho á calzar terciopelo, proveyó el Cabildo convocarlas 
para el día siguiente á fin de probar en todas el zapato, lo que habría sido 
actuación entretenida. 

Por lo pronto se llamó á declarar al zapatero de obra fina que traba- 
jaba el calzado del señorío ayacuchano, y éste dijo que la prenda corres- 
pondía á la horma llamada chapetona, cuarenta puntos largos, que es 
pata de todo español decente. La horma de los criollos aristócratas se lla- 
maba la disforzad^x, treinta y ocho puntos justitos. 



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282 TRADICIONES PERUANAS 

Con las declaraciones resultaban presuntos reos treinta españoles por 
lo menos. 

El alcalde, manifestando mucho sentimiento por el difunto, ofreció á. 
los frailes desplegar toda actividad y empeño hasta dar en chirona con 
el criminal; pero ya entre las paredes de su casa algo debió escarabajear- 
le en la conciencia; porque en la noche emprendió fuga camino del Cuz- 
co, pasóse á las montañas de los yungas, y no dio cómodo descanso al 
cuerpo hasta pisar la región paraguaya. 



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A las tres de la mañana del 5 de diciembre de 1805 encontrábase aún 
levantado en la cárcel del Cuzco un reo político, sentenciado á muerte 
y cuya ejecución en la plaza pública estaba señalada para el mediodía. 

Habíase trasladado al preso de su calabozo á una sala de la cárcel con 
honores de capilla. En el fondo elevábase un improvisado altar, sobre el 
que se veía un crucifijo alumbrado por cuatro cirios. En un extremo 
veíanse un incómodo catre de campaña, dos sillones de cuero y una me- 
sa, sobre la que había una palmatoria de plata con bujía encendida, un 
libro forrado en pergamino, que probablemente era el Kempis ó el Evan- 
gelio en triunfo, un tintero y papeles esparcidos. En el otro extremo de 
la sala y sobre un lecho idéntico reposaba otro preso, también destina- 
do al último suplicio. Sobre el marco de la puerta y fronterizo al altar, 
un reloj de pared hacía oir su monótono tictac. 

En uno de los sillones dormitaba el sacerdote auxiliador, y sentado en 
el otro junto á la mesa escribía el sentenciado. 

Hombre debía ser de gran espíritu, porque ya vecino al cadalso, se 
ocupaba, jadmiren ustedes la pachorra!, en hacer versos, que es la ocupa- 
ción que más serenidad reclama. Digan los poetas lo que quieran en con- 
trario; pero yo sé por experiencia propia que, cuando los nervios están 
sublevados, los consonantes como que se asustan y no acuden á la pluma. 



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284 



TRADICIONES PERUANAS 



Sin riesgo de que nos tilden de indiscretos, no sólo leeremos, sino sa- 
caremos copia de los versos. Ellos, francamente, como poesía no valen la 
tinta empleada; pero como el autor no tuvo pretensiones de literato, toda 
crítica acerca de las incorrecciones de forma y obscuridad del pensamien- 
to sería sobre inconveniente injusta. Dicen así los versos: 



«Alce el reloj su gatillo 
y acábeme de matar. 
¿Para qué quiero la vida 
ea un continuo penar? 

GLOSA 

Empieza, triste reloj, 
á dar aumento á mis penas; 
pues paso la una en cadenas 
y entre prisiones las dos. 
La cuerda hiera veloz 
en el muelle del martillo 
y que al susurro del grillo, 
den las tres en la campana, 
7 que á mi suerte tirana 
alce el reloj su gatillo. 

¡Funesto repetidor! 
No me admira tu tardanza; 
pues á las cuatro se cansa 
tu principiado fiíror. 
A las cinco con rigor 
me atormenta mi pesar, 



y á las seis en suspirar 
me llega mi fatal suerte 
diciendo: venga la muerte 
y acábeme de matar. 

A las siete ya fallece 
mi vida en un calabozo, 
y á las ocho tenebroso 
mi mal más horrible crece; 
porque á las nueve parece 
que ha de llegar mi partida, 
llorando la despedida 
como el cisne á cada hora; 
pues si no gozo la aurora, 
¿para qué quiero la vida? 

Al fin, reloj desgraciado, 
que das las diez sin cautela, 
ya á las once estando en vela 
habrás tus pesas doblado, 
y en mi cárcel encerrado 
tus cuartos me han de aterrar. 
A las doce has de tocar 
á exequias, porque murió 
aquel Gabriel que vivió 
en un continuo penar j^ 



II 



Para satisfacer al curioso lector, extractaremos á la ligera de la Memo- 
ria del virrey Avile's y del correspondiente artículo de Mendiburu, en su 
Diccionario, lo que baste á dar noticia del personaje y del motivo que á 
lance tan supremo como trágico lo llevara. 

D. Gabriel Aguilar, de ejercicio minero, nació en la ciudad de los ca- 
balleros del León de Huánuco, donde todo títere era de sangre azul y de 
acuartelada nobleza. Tengo para mí que Dios, con ser Dios, hizo una 
chambonada de tomo y lomo en no investir á Adán siquiera con el títu- 
lo de duque, y amadama Eva con el de princesa palatina. Si á Dios se le 
hubiera ocurrido (que no se le ocurrió, y en eso estuvo el mal) consultar- 



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RICARDO PALMA. 285 

se conmigo, por Dios y este puñado de cruces, que hacemos la cosa á de- 
rechas. No habría plebeyos ni desigualdades como en los dedos de la ma- 
no, ni andaríamos á vueltas y tornas con las palabras aristocracia, demo- 
cracia y canallocracia; que no pocas cabezas rotas han producido y tienen 
que producir, que es lo peor, desde los comienzos del mundo sublunar 
hasta que haga la gran zapateta. 

D. Gabriel, en lo más lozano de su juventud, hizo un viajecito á Espa 
ña, donde tales cosas vio, palpó y aprendió, y oyó contar de Robespierre 
y de los girondinos y de la revolución francesa, que se le puso el cerebra 
en ebullición y como olla de grillos, y se vino al Perú con el firme propj- 
sito de destruir el poder colonial y restablecer la monarquía incásica. Y 
vean ustedes si sería patriota y abnegado, cuando no aspiraba á ser dueño 
de la mazorca, sino á poner en posesión de ella al primer prójimo que le 
comprobara ser chozno ó tataranieto de Atahualpa ó de su hermano Huás- 
car. D. Gabriel era otro sastre del Campillo, que cosía de balde y además 
ponía el hilo. 

Después de buscar y encontrar Inca, que como dice la Biblia, quien, 
con fe busca, siempre encuentra, eligió el Cuzco para centro de sus ope- 
raciones, y trabajó con tanto tesón y cautela, que en menos de un año 
tuvo afiliados á sus planes muchos caciques, abogado?, médicos, sacerdo- 
tes, hombres de guerra y hasta regidores del Cabildo. 

El futuro Inca era casado con mujer vieja y estéril, y monarca sin su- 
cesión no convenía por nada de este mundo pecador. Acordóse, pues, que 
tan luego como se posesionara del gobierno, se divorciaría ó daría pasa- 
porte á su inútil conjunta y tomaría por esposa á una guapa hembra que 
le designaron, y que fué por sus buenos bigotes muy del agrado del so 
berano infieri. Le llenó el ojo la mocita. 

Las ramificaciones en Puno, Arequipa, Guamanga y otros lugares del 
Perú eran también vastas, y ya en vísperas de prender fuego en la mina, 
uno de los principales comprometidos, D. Mariano Lechuga, que á mí, 
por lo de Lechuga, maldita la confianza que me habría inspirado para 
confiarle, no diré un secreto, pero ni un saco de alacranes hembras, hizo 
el 28 de junio de 1805 minuciosa denuncia de todo al intendente del Cuz- 
co conde Ruiz de Castilla, quien sin pérdida de minuto metió en la ca- 
ponera á Aguilar y sus más importantes colaboradores, encomendando 
el seguimiento de la causa al famoso Berriozabal, conocido con el mote de 
oidor del tabardillo. 

Para mí lo notable es que un hombre del talento de Berriozabal no 
hubiera enviado á la loquería áD. Gabriel y sus amigos, sino que toman- 
do con formalidad la causa, dictara con fecha 3 de diciembre sentencia 
condenando á muerte á Aguilar y á su compañero el abogado D. Ma- 



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286 TRADICIONES PERUANAS 

nuel Ubalde. Un cacique, tres clérigos, un fraile francisco, un médico y 
otros individuos de poca importancia social fueron también sentenciados 
á penas menore& Y la sentencia se cumplió en todas sus partes sin acor- 
dar la menor gracia. 

Después de leer el proceso, encuentro que Aguilar nunca estuvo muy 
en sus cabales; y como por algo se ha dicho siempre que un loco hace 
ciento, me explico lo contagioso de su locura. Para honra suya debo con- 
signar también que en sus últimos momentos no fué uno de esos vulga- 
res fanfarrones de valor, sino el hombre que con ánimo sereno ve la 
muerte cara á cara. 

El primer Congreso del Perú, dignificando la memoria de Aguilar y 
de su compañero Ubalde, los declaró por ley de 6 de junio de 1823 bene- 
méritos á la patria. 




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RICARDO PALMA 287 



LA CUSTODIA DE BOQUI 



jAnda, hija, anda, que me pareces la custodia de Boqui! 

He aquí una frase, limeñismo puro, que oí muchas veces cuando era 
muchacho á los pisaverdes y alfeñiques de aquel tiempo que los domin 
gos se estacionaban bajo los arcos del portal de Botoneros, inmediatos á 
los de^las mixtureras, y que no dejaban pasar buena moza sin dispararla 
una andanada de piropos. 

Las limeñas del tiempo de la saya y manto eran muy dadas á usar 
alhajas. Con ese vestido no gastaban guantes, y lucían una mano en la 
que cada dedo ostentaba más anillos que falanges, y el puño iba aprisio- 
nado entre dos ó tres pulseras que figuraban serpientes con escamas abri- 
llantadas. Abundaban limeñas por cuya mano derecha, que era la que 
sujetaba el manto, habría dado un usurero, sin regatear, cuatro ó cinco 
mil duros. 

Yo mismo cuando empecé á mudar voz y á ponerme ronco, lo que es 
idéntico á echarla de hombrecito que guiña á las polluelas, á pesar de que 
no me cautivaba la mano, sino el ojo picarón y prometedor que tras el 
manto fulguraba, solía exclamar: «¡Vaya una reina para alhajada! jNi la 
custodia de Boqui!» 

Y así sabía yo quién fué Boqui y así conocía su custodia tan cacarea- 
da como al gigante Culiculiambro, el del arremangado brazo. Y sospecho 
que tres cuartos de lo mismo pasaba, en punto á ignorancia, á los demás 
alfeñiques de mi época. 

Y entonces, ¡vamos!, ¿porqué lo decíamos? Por lo de siempre, por decir 
algo, por hablar á tontas y á locas. (Esto de tontas y locas es un decir, y 
no va con mis paisanas.) 

Ya de gallo viejo y duro de espolones he venido á adquirir largas y 
auténticas noticias de Boqui y de su custodia, y eso es lo que hoy, pues 
no soy egoísta, van también á saber los benévolos lectores de mis tradi- 
ciones. 

Parece que fué en 1810 cuando, con real licencia y carta de naturaleza, 
vino desde España á esta ciudad de los Eeyes del Pera un joven italiano, 
platero con título del colegio de platería de Madrid. D. José Boqui, que 
asi se llamaba el huésped, era un mozo elegante y simpático, decidor y 
gracioso como un andaluz, y en breve se hizo el niño mimado de los sa- 
lones; pue i amén de que cantaba, bailaba y tocaba el clavecín como un 



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288 TRADICIONES PERUANAS 

ángel, había llegado provisto de cartas de recomendación para las princi- 
pales familias de Lima. 

El virrey Abascal, que andaba siempre muy sobre la perpendicular 
con la gente nueva, supo que el platero era íntimo amigo del argentino 
Miralla, á quien acababa de echar guante por politiquero y por no sé qué 
connivencias con los revolucionarios de Buenos Aires y Chuquisaca. Dime 
con quién andas y te diré quién eres —pensó su excelencia; — y sin más, 
intimó á Boqui que en el día hiciese la maleta y se largara á Méjico ó á 
España. 

En 1814 regresó Boqui, se presentó al virrey, y le comprobó con docu- 
mentos que era más godo que el vencido en Guadalete, que odiaba á los 
patriotas más que el diablo á la cruz, y por fín, que era más realista que 
su majestad D. Femando el Deseado y que la Naranjera, su manóla fa- 
vorita. 

Esta vez traía nuestro italiano dos cajas que iban á ser para él la de 
Pandora, en punto á dinero y á no llenarse. 

La una contenía un aparato, en pequeño, invento suyo, y muy suyo, 
para desaguar minas; y la otra encerraba una custodia, maravilla artística 
del platero, que deslumhraba por la profusión de rubíes, brillantes, zafiros, 
esmeraldas, ópalos, topacios y demás piedras preciosas. 

Con su aparato de desaguar minas, no sólo embaucó á medio Perú, sino 
al mismo rey, que por cédula de 1817, al acordarle varias gangas, lo llamó 
desinteresado vasallo, según relata Mendiburu. 

Para implantar la maquinaria en grande, consiguió dinero, y no poco, 
del consulado de comercio y de varios acaudalados mineros de Huaro- 
chorí. En efecto, la máquina principió á funcionar; pero las bombas resul- 
taron de escasa potencia, y el agua en la mina inundada no mermaba 
un jeme. Boqui dijo entonces que con aparatos de más poder el éxito era 
infalible, y siguió encontrando bobos que se le asociaran para el gasto. 

Pero su mina más productiva fué la custodia. Pedía por ésta cuarenta 
mil duros, y perdía plata, según él. Propuso al arzobispo Las Heras que 
la comprase para la catedral de Lima; mas el coro de canónigos declaró 
que no estaba la cucarachita Martina para cintajos ni abalorioa 

Entretanto Boqui, bajo garantía de la valiosa custodia, que andaba 
entre si la vendía á los dominicos ó la compraban los agustino^, clava- 
ba banderillas á los comerciantes, llegando á firmar documentos por di- 
nero recibido hasta la suma de sesenta mil pesos. 

En 1821 empezaron los acreedores á ver claro y demandaron á Boqui. 
El consulado de comercio, como acreedor privilegiado, obtuvo que la cus- 
todia pasara á depositarse en su tesorería, y se hizo voz general que mu- 
chos de los brillantes eran cristal de Bohemia hábilmente pulimentado, 



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RICARDO PALMA 289 

y que no pocos de los rubíes, zafiros y topacios eran vidrios de colores. 

Estaba ya nuestro italiano en vísperas de ir á chirona por estafador, 
cuando aconteció la escapatoria del virrey La Serna y la entrada de San 
Martín en Lima. 

Sólo entonces vino á saberse que D. José Boqui, comensal y tertulio 
de La Serna, Canterac, Valdés y demás prohombres de la causa realista, 
había sido nada menos que el principal agente secreto de San Martín. Y 
tan importantes debieron ser los servicios que prestara, que el protector 
creyó justo preciarlo haciéndole director de la casa de moneda, condece 
rándolo con la orden del Sol, y lo que es más, nombrándolo vocal en la 
junta calificadora de patriotas. Era preciso que Boqui lo fuese de primera 
agua para ser digno de aquilatar á los demás patriotas, y patriotas de 
patria que no era la suya. 

Cuando en junio de 1823 Canterac, con una fuerte división, se apro- 
ximó á Lima, creyó prudente el gobierno, en previsión de un desastre, 
dada la inferioridad numérica de la fuerza republicana, embarcar en el 
Callao la plata labrada y alhajas de los conventos, así como la celebérrima 
custodia, que el consulado conservaba en depósito, junto con setenta ba- 
rras de plata que existían en la Moneda. Boqui fué el comisionado para 
embarcar ese tesoro (que se estimó en un milloncejo, largo de talle) en 
una fragata mercante por él contratada, la cual, terminado el embarque, 
anocheció y no amaneció en el puerto. 

D. José Boqui dijo al capitán: «; Velas, buen viento y hasta Genova!» 
En seguida dirigió una mirada á la playa, é hizo un soberano corte de 
manga al Perú y á los candidos peruanos. 



UNA GENIALIDAD 

En el ejército de Salaverry había un grupo de treinta oficiales, poco 
más ó menos, excedentes y sin colocación en filas. Eran los que en nues- 
tra milicia se ha bautizado con el nombre de rabones. 

Los rabones salaverrinos iban en las marchas siempre á vanguardia, 
y eran por consiguiente los primeros en llegar á los pueblos, donde co- 
metían estorsiones infinitas. Cuando entraban las tropas, ya ellos se ha- 
bían adueñado de los mejores alojamientos y matado el hambre y la sed. 

Con frecuencia recibía Salaverry quejas de los vecinos por los abusos 

Tomo IV 19 



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290 TRADICIONES PERUANAS 

y arbitrariedades de esta gente, hasta que fastidiado un día, llamó al jefe 
de Estado Mayor, D. José María Lastres, y le dijo: 

— Coronel, vea usted si encuentra manera de dar ocupación á esos tu- 
nantes. Retínalos usted, califíquelos y con arreglo á sus aptitudes y méri- 
tos destínelos. 

El jefe de Estado Mayor hizo concienzudo espulgo y escogió veinte, á 
los que como supernumerarios destinó en los cuerpos. Quedaron nueve ó 
diez, y consideró peligroso y desmoralizador colocarlos en el ejército. 

Al día siguiente le preguntó D. Felipe Santiago: 

— Y bien, coronel ¿Qué ha dispuesto usted con los rabones? 

— He colocado á veinte en el ejército; pero de los restantes, que son 
unos corrompidos, francamente, no sé qué hacer. 

— ¿De veras no sabe usted qué hacer con ellos? 

— De veras, mi general. 

— Pues, hombre, fusílelos. 

—¡Fusilarlos, mi general!— exclamó asustado el jefe de Estado Mayor, 
saüíendo que Salaverry no era hombre de bufonadas. 

— Sí, coronel, fusílelos, y fusílelos hoy mismo. La patria ganará des- 
haciéndose de oficiales indignos de la honrosa carrera de las armas, y que 
son militares, como pudieran ser frailes, por el pre y el uniforme, y no 
por el sentimiento del deber patriótico. 

— Señor, que los mate el enemigo y no nosotros — argüyó Lastres. 

Dios y ayuda le costó conseguir que Salaverry revocase la orden Al 
fin dijo éste: 

—Corriente, coronel; pero imponga usted á esos rabones la obligación 
de tomar un fusil y batirse como soldados, siempre que haya cambio de 
balas. Ya que no pueden servir comopficiales, que sirvan siquiera como 
hombres. Campo se les ofrece para reKabilitarse. 

La genialidad del jefe supremo no se mantuvo tan en secreto que no 
llegara á noticia de los interesados. Convencidos de que arriesgaban la 
pelleja, reformaron un tanto su conducta, comportándose heroicamente 
en Uchumayo y Socabaya. Todos menos tres, en el espacio de diez días, 
murieron como bravos en defensa de su bandera y del caudillo que re- 
presentaba la causa de la voluntad peruana. 



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UN GENERAL DE ANTAÑO 
(Al amabilísimo gaucho Juan M. Espora) 

El mariscal de campo D. Jerónimo Valdés, nacido en 1784 en un pue 
blo de Asturias, abandonó la carrera de jurista, en la que había obtenido 
ya el grado de bachiller, para afiliarse entre los buenos españoles que lu- 
charon contra la invasión napoleónica. En 1816 llegó al Perú, en compa- 
ñía del que más tarde fué virrey La Serna; y aquí ponemos punto, remi 
tiendo al lector que quiera tener más noticias del personaje al extéfcso 
artículo biográfico que Mendiburu le dedica en el tomo VIII de su intere 
sante Diccionario. Valdés murió en Oviedo (España) en 1855. Heme pro- 
puesto sólo dar á conocer tres historietas que prueban la sobriedad del 
militar, la caballerosidad del compañero de armas y el respeto por la dig- 
nidad de la clase que se inviste. 



D. Juan José Larrea era en 1823 un jovencito déla primera aristocra 
cia del Cuzco, como si dijéramos uno de esos alfeñiques limeños de nues- 
tros días, tan áticamente retratados por Abelardo Gamarra, á quien el vi- 
rrey La Serna expidió despachos de alférez, que en clase inferior no 
podía principiar quien era deudo de condes, marqueses y caballeros de 
Santiago, Alcántara y Calatrava. En aquellos tiempos hasta las mujeres 



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292 TRADICIONES PERUANAS 

investían clase militar y se llamaban la generala, la brigadiera, la coro- 
nela, la comandanta y la capitana, que á tenientes y alféreces no se acor- 
daba real licencia para contraer matrimonio. En cuanto á los mamones, 
según la clase militar del padre, nacía el primogénito con el título de al- 
férez ó de cadete, y en casos dados, no sólo con el título, sino hasta con la 
paga. No era mala mamandurt'ia. 

Para Larrea y su familia, la milicia tenía ante todo el atractivo del 
relumbrón en el uniforme. Imaginábanse que un joven de sangre azul, 
rico y buen mozo, tenía, con sólo estas dotes, más de lo preciso para llegar 
en un par de añitos á general, por lo menos, ó á virrey del Perú. 

Cuando sonó la hora en que nuestro alférez tuviera que ir á incorpo- 
rarse en el regimiento á que se le destinara, la familia, que había emplea- 
do ocho días en preparativos, lo acompañó, en crecida cabalgata, hasta 
dos ó tres leguas fuera de la ciudad. 

El mimado niño llevaba un cincho con sesenta onzas de oro para sus 
gastos menudos, y un equipaje de príncipe en cuatro muías cargadas con 
baúles de ropa, vajilla de plata cendrada, cama almofrej y provisiones de 
boca, amén de dos criados para su servicio ¡Lámar y sus adherentes! 

Haciendo jornadas de canónigo llegó al tercer día, ya entrada la noche, 
al tambo de Zurito, donde en un cuarto grande, que servía de salón, co- 
medor y dormitorio, envuelto en su capote y sobre el santo suelo repo- 
saba un huésped. 

Mientras uno de los criados condimentaba en la cocina un sabroso 
chupe de huevos y papas amarillas, el otro colocaba en una esquina del 
cuarto la cama almoírej, con sábanas de holanda y colcha bordada de 
daj^asco filipino. En seguida armó una mesita de campaña que en el equi- 
paje venía, tendió sobre ella finísimo mantel, puso cubiertos y copas de 
plata, abrió cajas de conservas, alineó botellas de excelentes vinos, y cuan- 
do el cocinero se presentó con su contingente, avisaron al amito que la 
cena lo esperaba. 

Larrea gustaba mucho de la sociedad, y lamentándose de tener que 
imitar á los cartujos en lo de comer sin chistar, fijóse en el huésped que 
roncaba como fuelle de órgano. 

— ¡Ea, camarada, levántese y hágame el favor de comer conmigo! 

Pero el huésped no despertaba, y Larrea, tocándolo con la punta del 
pie, repitió la invitación. El viajero se esperezó, miró sonriendo al acica- 
lado oficialito, y levantándose dijo: 

— Acepto el convite. Así como así, no me vendrá mal regalar el estómago 
con vianda como la que humea en esa mesa. 

Larrea, que era locuaz y expansivo, entre bocado y copa puso á su 
convidado al corriente de quién era. El huésped le daba cuerda, sin que 



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RICARDO PALMA 293 

el joven se preocupase de averiguar la condición y nombre de su compa- 
ñero de cena. Al fin sacó éste un tosco reloj de plata, y viendo que eran 
las diez dijo: 

— Muchas gracias por su magnífica cena, amiguito, y que en salud se 
nos convierta. Ahora buenas noches y á dormir, que quien viaja á ma- 
drugar está obligado. 

Con el alba el huésped se acercó á la cama almofrej, y removiendo á 
Larrea le dijo: 

— Señor oficial, arriba, y que no se le peguen las sábanas al cuerpo. 

Bébase una taza de te con unas gotas de ron y já caballo!, que jimtos 

hemos de hacer las jomadas que faltan para reunimos con el ejército. Y 
en pago de la buena cena con que me obsequió anoche, voy á darle un 
consejo que le será de gran provecho. Despida criados, mande á su casa 
la vajilla de plata, no tenga más ropa que la puesta y la que en el male- 
tín le quepa, aprenda á dormir sobre el suelo á falta de mejor cama, y 
resígnese á ayunar, que la vida de la milicia no es de regalo como la de 
los frailes. 

— ¿Y me hace usted, señor mío — preguntó algo amoscado el jovencito, 
—el favor de decirme quién es para creerse autorizado ádar consejo que 
no se le ha pedido? 

— ¡Hombre! No hay que tomar el ascua por donde quema — contestó 
con cachaza el otro. — Por mí desbarranqúese usted si quiere, que ya he 
cumplido con darle una lección que á mí me ha enseñado la experiencia. 
Soy el general Valdés. 

El flamante oficial dio un brinco que ni el de una pulga, y con razón. 
¡Él, él, que había creído habérselas con un honrado comerciante en lanas 
ó pobre diablo por el estilo; él, que había tenido la llaneza de aplicarle 
un puntapié para despertarlo, encontrarse frente á frente nada menos que 
con el prestigioso general Valdés! 

Y que Larrea siguió sin vacilar el sano consejo, lo prueba el que en 
1838, esto es, en quince años de vida militar, llegó á general de la Eepú- 
plica y á ministro de Estado bajo la administración Santacruz. 

II 

Si los carpinteros, sastres, zapateros y demás artesanos de mi tierra 
fueran gente de escarmentar en cabeza ajena, á fe que no sería sermón 
perdido lo que voy á contar. Esto de que contratemos con un menestral 
obra para día fijo, y que nos burle y deje en la estacada, es para hacer 
tirar los treinta dineros, y ahorcarse ó cometer una barrabasada al mismí- 
simo Job, que fué el padre maestro de la cachaza. 



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294 TRADICIONES PERUANAS 

Conversaba yo, allá en mis mocedades, con un alto personaje que fi- 
guró mucho en la guerra de independencia y después en la civil, perso- 
na cuyo nombre no hay para qué echar á luz, y éste me dijo un día: 

—«Es incuestionable, amigo mío, que no hay mal que para bien no 
sea, como lo prueba Voltaire en su Optimismo, ni chispa de cohete que 
no baste para incendiar una ciudad. ¿Por qué, contrariando á mi aristo- 
crática familia, toda realista empecinada, tomé yo servicio en las filas pa- 
triotas, desertando de la bandera á que había jurado lealtad? Por la infor- 
malidad de un sastre, y nada más. Era yo capitán en uno de los batallo- 
nes«de la división que mandaba el general Valdés. La oficialidad de mi 
cuerpo, en su mayoría, estaba compuesta de jóvenes pertenecientes á fa- 
milias acaudaladas del país, lo que nos permitía vestir lujosos uniformes. 
Nos hallábamos acantonados en una de las principales ciudades del Sur, 
y tratábase de un próximo baile con que la buena sociedad se proponía 
agasajar al virrey. Mi coronel me designó entre los oficiales del cuerpo 
que debían concurrir, designación que acogí con entusiasmo porque, jo- 
ven y galante, traía entre manos una aventurilla con lindísima mucha- 
cha. El baile exigía gasto de nuevo uniforme, écheme á buscar sastre, y 
dije al que me recomendaron como el mejor y más cumplidor: 

— »Maestro, ¿para cuándo podría usted hacer un dormán con brande- 
burgos? 

— »Para dentro de cinco ó seis días, mi capitán. 

— »Que no sean seis días, que sean ocho; pero empéñeme usted pala- 
bra de hombre, y no de sastre, de que en el octavo día me entregará la 
obra. 

— »Empeñada, mi capitán. Cuente usted con ella. 

>Y para más comprometerlo, le aboné por adelantado la mitad del 
precio. 

»Y concluyó el octavo día, y faltaban dos para el baile, y el maldeci- 
do sastre no daba acuerdo de su persona. Después de mucho buscarlo di 
con él, y me salió con que la obra estaba ya al rematarse, que sus ayu- 
dantes eran unos tunos informales, que él había estado enfermo y sin po- 
der agitarlos, y patatín y patatán, las disculpas todas de reglamento entre 
los de su oficio; pero que me fuese tranquilo, porque antes dejaría de sa- 
lir el sol, que él de llevarme la prenda el día del baile. 

— »Mire usted, maestro, que me desgracio si usted me engaña. Si dan 
las ocho de la noche de ese día y no me ha cumplido usted su promesa, 
vengo y le planto un balazo. 

— »¡Qué mi capitán tan bufónl 

— »Ya verá usted, maestro, que si usted no cumple con su promesa, 
yo nunca dejo de cumplir las que hago. 



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BIGARDO PALMA 295 

»Y llegó el día del baile, y mandé veinte veces á mi asistente á la tien- 
da y siempre sin fruto, porque el maestro no parecía ni vivo ni muerto; 
y sonaron las ocho, y desesperado me puse una pistola al cinto y me en- 
caminé á la sastrería. 

:^En una de las calles estaba á 
la puerta de una casita un hombre 
galanteando á una mozuela. Era 
mi hombre. 

—-^Sígame, maestro— le dije, di- 
rigiéndome á una plazuela vecina. 

»Y después de algunos minu- 
tos me detuve, preguntándole: 

— »¿Por qué me ha engañado 
usted? 

— >¡Ah, mi capitán, usted me 
dispense!.... No puede uno contar 
con los oficiales, que son unos bo- 
rrachos perdidos. 

— »¿Y por qué me empeñó us- 
ted su palabra? 

— »¿Qué hacer, patroncito? Pro- 
mesa de sastre no siempre se cum- ei general Vaidés 
pie... ., porque no siempre se puede. 

— »Pues yo, maestro, ofrecí á usted un balazo, y cumplo. ¡Pun! 

»Y á boca de jarro descargué mi pistola sobre el insolente, que cayó 
cuan largo era. 

»Con la natural sobrexcitación de espíritu que usted se imaginará, 
proseguí mi camino sin atinar á adoptar un partido. Quiso la Providencia 
que encontrara al general Vaidés, que con un ayudante se dirigía al 
baile. 

»E1 general me había tratado siempre con personal deferencia, y esta 
circunstancia me alentó para detenerlo y hacerle, sin omitir pormenor al- 
guno, la confidencia del crimen que acababa de cometer. Vaidés me escu- 
chó sin interrumpirme, y cuando hube terminado me dijo con acento casi 
paternal: 

— »Esta revelación la ha hecho usted á Jerónimo Vaidés, y no al ge- 
neral Vaidés. El caballero y el amigo le aconsejan á usted que huya sin 
pérdida de minuto, antes de que el general Vaidés sepa oficialmente el 
lance, y cumpliendo con su deber lo someta á un consejo de guerra. Sál- 
vese usted, capitán, y que Dios le guíe. 

»Y en esa noche fugué de la ciudad, y anduve errante, hasta que cir- 



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296 TRADICIONES PERUANAS 

cunstancias que no son del caso me llevaron á incorporarme en el ejérci- 
to patriota. 

»En cuanto al picaro sastre, estuvo entre la vida y la muerte, alcan- 
zando al fin á restablecerse. El hecho es que si no hubiera existido sobre 
la tierra sastre mentiroso y farsante, no sería yo hoy uno de los vencedo- 
res en Ayacucho ni, por supuesto, general de la República con opción á 
la presidencia, que es, como usted sabe, el ascenso inmediato y legitimo 
para los que lucimos entorchados y pala roja en las charreteras.> 

III 

Después de la batalla de Zepita, en que Valdés tuvo que replegarse 
sobre Pomata, donde encontró una división de refuerzo, tomó la ofensiva 
sobre el ejército de Santacruz, forzando á éste á una retirada desastrosa, 
pues sufrió en ella la dispersión de gran parte de su tropa. 

Sucre, con una pequeña división, acababa de llegar á Arequipa, donde 
recibió la noticia del contraste. Súpolo Valdés, y á marchas forzadas se 
encaminó á la ciudad del Misti. 

En Arequipa, como en el Cuzco, el partido realista estaba por enton- 
ces en mayoría. El general colombiano tuvo aviso de la aproximación de 
Valdés cuando éste se encontraba ya á dos ó tres leguas de distancia, y 
no era prudente esperar en población cuyo vecindario era hostil la llega- 
da de un enemigo superior en número. Ordenó, pues, Sucre que la divi- 
sión abandonase en el acto Arequipa, dirigiéndose á la caleta de Quilca, 
donde se embarcaría para el Callao. 

El último en abandonar la ciudad fué Sucre con su Estado Mayor y 
una pequeña escolta de lanceros, é hízolo en momentos en que llegaba á 
Arequipa la descubierta ó vanguardia realista, recibida con vítores por el 
pueblo. 

Al pasar Sucre bajo los balcones de una señora, doña María del Eosa- 
rio Oíelan, goda hasta la medula de los huesos, ésta le gritó arrojando á 
la calle una cuerda: 

— ¡Zambillo Sucre, ahí te mando esa soga para que te ahorques! 

El futuro Gran Mariscal de Ayacucho detuvo su caballo, mandó á su 
asistente recoger la cuerda, y saludando con el sombrero á la realista da- 
ma, le contestó: 

—Gracias, señora, por su fineza. 

Un negro, esclavo de doña María, que estaba en la puerta de la calle, 
cogió una piedra y la lanzó certeramente sobre el pecho del general, que 
continuó su marcha, sin serle posible castigar el ultraje, porque á tres 
cuadras de distancia se veían ya las banderolas de la caballería enemiga 



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BIGARDO PALMA 297 

En posesión de Arequipa, dispuso Val des que, para reemplazar sus ba- 
jas, se reclutase gente del pueblo, y el esclavo de la señora Ofelan fué de 
los primeros levados. Súpolo el ama y se encaminó á la casa del general 
español. 

Eecibióla Yaldás con exquisita cortesía, impúsose del empeño que la 
traía, y le contestó: 

— Será usted complacida, señora mía — y llamando á un soldado, aña- 
dió: — que venga en el acto un ayudante. 

Mientras éste llegaba, doña María del Hosario, haciendo ostentación 
de su realismo, refirió á Valdés la escena de la cuerda y la pedrada. 

— jHola! ¿Tan godo era ese negro?— murmuró Valdés. — Me alegro de 
saberlo. Bueno, señora: mis ayudantes andan ahora ocupadísimos en el 
desempeño de comisiones muy urgentes, y es probable que ninguno se 
encuentre cerca de aquí. Puede usted retirarse y volver á las ocho de la 
mañana, que palabra le empeño de entregarle en esa hora á su esclavo. 

La señora fué puntual á la cita, el general la brindó el brazo y la con- 
dujo á un cuartel, donÍLe le presentó el cadáver del negro, fusilado un 
cuarto de hora antes. 

— ¡Cómo, general, muerto mi negro!— exclamó la Ofelan. 

— Muerto, sí, señora, muerto. Si usted se hubiera limitado — continuó 
Valdés— á pedirme su libertad, se la habría otorgado en el acto, como es- 
tuve llano á hacerlo; pero usted misma me contó después que su negro 
intentó asesinar al general Sucre, que es tan general como yo, aunque 
militemos en distinta bandera, y yo no he aprendido á perdonar á cobar. 
des asesinos. Lo que hizo ayer con Sucre lo haría mañana conmigo. He 
cumplido á usted mi palabra de entregarle á su negro, y puede llevárselo, 
que bien castigado va para no repetir la insolencia que con un general tuvo. 

jDios mío! ¿Habrás roto el molde en que hiciste hombres tan caballe- 
rescos como D. Jerónimo Valdés? 



íll.^- 




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298 TRADICIONES PBBÜANAS 



meteorología 



En 1860 era yo asiduo concurrente á la tertulia del brigadier del ejér- 
cito español D. Antonio Vigil, quien, después de la capitulación de Ayacu- 
cho, tomó servicio con los republicanos y alcanzó á investir la leíase de 
general. Era nacido en el Norte del Perú, y murió casi nonagenario, con 
reputación de valiente y entendido militar y de caballero honrado á car- 
ta cabal. 

Decíame una noche Vigil que todo hombre lleva en sí la intuición de 
la forma como ha de herirlo la muerte, y que esa intuición se revela has- 
ta en las palabras favoritas. Y como para probármelo, me contólo que yo, 
á mi manera, voy á contar á ustedes. 

El brigadier arequipeño D. Juan Ruiz de Somocurcio que, como sub- 
jefe del mariscal Valdés, capituló en Ayacucho, debió ser soldado de mu- 
cho fleque, cuando, á pesar de su condición de americano, llegó á investir 
tan alta clase militar en diez y siete años de carrera, principiada, como 
cadete, en 1806. Casi no hubo batalla ni acción de guerra en el Alto Perú 
en que no se encontrara.— Guaqui, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, Viluma 
y Zepita fueron campos en los que, dice Mendiburu, ostentó su bravura. 
Sus ascensos todos no fueron, pues, hijos del favor, sino conquistados en 
regla. 

Aunque vivió desde niño en los cuarteles, nadie oyó jamás á Somocur- 
cio una de esas palabrotas ó tacos redondos de que tanto abusaban (y 
abusan, digámoslo claro) los militares, y especialmente los españoles, 
maguer no vistan uniforme. Dícese que mal puede ganar batallas general 
que á tiempo no sabe echar un terno. 

Si yo fuera el obispo Villarroel escribiría que Somocurcio entró en el 
cuartel; pero el cuartel no entró en él. 

El brigadier Somocurcio tenía afición á la meteorología, y á ella pedía 
prestadas palabras cuando le era preciso hablar gordo^ 

¿El asistente demoraba en lustrar las botas? «¡Rayos! — exclamaba su 
señoría.— ¿Vienen ó no vienen esas botas? ¡Mil rayos!» 

¿Se hacía el asistente remolón para ir á desempeñar un recado? Pues 
no faltaba un «¡Granizo! ¿Vas ó te hago ir más que de prisa? ¡Granizo!» 

¿El asistente no había ensillado el caballo? Pues D. Juan Ruiz de So- 



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RICARDO PALMA 299 

mocurcio se convertía en tempestad deshecha, y todo se le volvía gritar: 
fiRayos y truenos! ¡Mala centella te parta, tunante!» 

¿Daba un tropezón y se lastimaba un callo? «íRelámpagos! ¡Mil relám- 
pagos!» 

Sólo delante de Valdés amainaba un poco la tormenta. Cuando el es 
pañol, por cualquier futesa, soltaba un «jCa rámbano!» (se entien- 
de, sin dirigirse á Somocurcio, que era su segundo y á quien estimaba 
muy cordialmente), el arequipeño lo interrumpía diciendo con brío: «¡Nu- 
bes y lluvia, mi general!» Valdés desarrugaba el ceño, tendía la mano á 
Somocurcio, y contestaba: 

— Vamos, D. Juan, que siempre ha de tener usted á mano el chaparrón 
para apagar la candela. 

El brigadier se había casado en 1816, y en los siete años transcurridos 
hasta el día de la batalla de Ayacucho, tal vez no excedían de seis meses, 
por junto, los pasados en su hogar. Por eso el general La-Mar, que era 
muy amigo y apreciador de Somocurcio, se interesó con Sucre para que, 
libre de la condición de prisionero, le permitiera residir en Arequipa al 
lado de su esposa. 

El 3 de enero de 1825, hallándose el viajero en la pampa de Langui, 
camino del Cuzco á Arequipa, se desencadenó una furiosa tormenta, y 
D. Juan Ruiz de Somocurcio pereció herido por un rayo. 

Vivió y murió meteorológicamente. 



AL PIE DE LA LETRA 

El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. 
Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de 
batalla, por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su 
meollo. Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo 
entendía ad pédem lüterce. 

Era gran amigóte de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba 
en la edad del destete, el capitán Paiva desempeñó conmigo en ocasio- 
nes el cargo de niñera. El robusto militar tgiía pasión por acariciar ma- 
mones. Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdi- 
cha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen 
que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y 
que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri. 



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300 TRADICIONES PERUANAS 

Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede 
ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa.> 

A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán 
Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía él solo por un es- 
cuadrón. 

En Junín ascendió á capitán; pero aunque concurrió después á otras 
muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso á la 
inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mu- 
cho, sus generales se resistían á elevarlo á la categoría de jefe. 

Cadetes de su regimiento llegaron á coroneles. Paiva era el capitán 
eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos. 

¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceador y 
pródigo de su sangre! 

¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había con- 
quistado reputación piramidal. Vamos á comprobarlo refiriendo, entre 
muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria con- 
servamos. 

Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana 
y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva. 

Cuando Salaverry ascendió á teniente, era ya Paiva capitán. Hablá- 
banse tú por tú, y elevado aquél al mando de la República no consintió 
en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento. 

Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Sa- 
laverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil ve- 
ces, antes que hacerse reo de una deslealtad ó de una cobardía. 

Una tarde llamó Salaverry á Paiva y le dijo: 

— Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás á D. Fulano y me 
lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa 

Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo: 

— La orden queda cumplida en toda regla. No encontré á ese sujeto 
donde me dijiste; pero su casa la dejo tan llana como la palma de mi ma- 
no y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie. 

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no enten- 
día de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra. 

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, 
murmurando: 

— ¡Pedazo de bruto! 

Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de 
Cuculí^ regular rapista á cuya navaja fiaba su barba el general. 



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RICARDO PALMA 301 

Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo 
año que D. Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia y 
el presidente abrigaba por él fraternal cariño. 

Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar á 
las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarre- 
tar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los 
favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía 
barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces 
enviaba á su barberillo arrestado á un cuartel, ó lo plantaba en cepo de 
ballesteros, ó le arrimaba un pie de paliza. 

— Mira, canalla — le dijo un día D. Felipe,— de repente se me acaba la 
paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia. 

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y ámí qué me 
cuenta usted?,» sufría el castigo, y rebelde á toda enmienda volvía á las 
andadas. 

Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una 
noche á Salaverry; porque dirigiéndose á Paiva, dijo: 

— Llévate ahora mismo á este bribón al cuartel de Granaderos y fusí- 
lalo entre dos luces. 

Media hora después regresaba el capitán, y decía á su general: 

— Ya está cumplida la orden. 

—¡Bien!— contestó lacónicamente el jefe supremo. 

— ¡Pobre muchacho! — continuó Paiva. — Lo fusilé en medio de dos fa- 
roles. 

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al 

rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero ¿venirle con metaforitas 

á Paiva? 

Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar á su asistente y 
enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó 
la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez: 

— ¡Pedazo de bruto! 

Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar á Paiva en- 
cargo ó comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en 
la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes. 

Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del 
ejército de Salaverry acantonado en ChacUapampa. Una compañía boli- 
viana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; 
y aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba á los 
salaverrinos. El general llegó con su escolta á ChacUapampa, descubrió 
con auxilio del anteojo una división enemiga á diez cuadras de los gue- 



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302 TRADICIONES PERUANAS 

rrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campa- 
mento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas 
para el caso en que el enemigo^ acortando distancia, se resolviera á for- 
malizar combate. 

— Dame unos cuantos lanceros — dijo el capitán Paiva — y te ofrezco 
traerte un boliviano á la grupa de mi caballo. 

— No es preciso— le contestó D. Felipe. 

— Pues, hombre, van á creer esos cangrejos que nos han metido el 
resuello y que les tenemos miedo. 

Y sobre este tema siguió FsAysí majadereando, y majadereó tanto que, 
fastidiado Salaverry, le dijo: 

— ^Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar. 

Paiva escogió diez lanceros de la escolta, cargó reciamente sobre la 
guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dis- 
persó por completo, é inclinándose el capitán sobre su costado derecho, 
cogió del cuello á un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso á la grupa de 
su caballo. 

Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían 
muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos. 

Al avistarse con Salaverry gritó Paiva: 

— Manda tocar diana. ¡Viva el Perú! 

Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el 
pecho y uno en el vientre. 

Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar;» y decir esto á quien 
todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo á muerte. 

Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadá- 
ver, murmuró conmovido: 

— ¡Valiente bruto! 



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(Al Sr. D. Justiniano Borgoño) 



7^ 



El tesorero de Lima escribió una mañana al general Salaverry partici- 
pándole que tenía en arcas treinta mil pesos, y que esperaba mandase por 
ellos á un oficial con la suficiente escolta, pues el trayecto entre el Carri- 
zal de la Legua y Bellavista lo hacía inseguro un cardumen de montone- 
ros. Los montoneros de entonces eran bandidos que, á la sombra de una 
bandera, desbalijaban al prójimo. Como siempre, la política era el pre- 
texto. 

Paseábase Salaverry en la plaza de Bellavista delante de la casa que 
le servía de alojamiento, cuando recibió la carta del tesorero, y después 
de leerla tendió la vista en torno, á tiempo que por una de las esquinas 
cruzaba un oficial 

— ¡Capitán Benites! — ^gritó Salaverry. 

El oficial caminó la media cuadra que lo separaba del jefe supremo, 
y después del militar saludo esperó órdenes, mientras Salaverry, sacando 
del bolsillo una cartera, escribió con lápiz algunas líneas, arrancó la hoja, 
y pasándola al oficial le dijo: 

—Tome usted, capitán, un piquete de lanceros, y vaya á Lima por el 
contingente que le entregará el tesorero. Lo aguardo de regreso antes de 
las cinco de la tarde. 



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304 TRADICIONES PERUANAS 

— Se cumplirá, mi general— contestó Benites, saludó y se encaminó al 
cuartel. 

Era el capitán Benites un joven limeño de veinticuatro años de edad, 
simpático de figura, alegre camarada, respetuoso con sus superiores, nada 
despótico con los subalternos, querido por los soldados de su escuadrón, 
bravo, inteligente y honrado. Pero como sólo en los ángeles cabe perfec- 
ción, tenía Benites el defecto de ser viciosamente aficionado á las hijas 
de Eva. Habiendo faldas de por medio, el capitancito perdía los estribos 
del juicio. 

Acompañado de un sargento y quince soldados, hizo el peligroso tra- 
yecto del Carrizal sin encontrar ni sombra de montoneros. Al pasar por 
el tambo de la Legua, donde era obligatorio en aquellos tiempos para los 
viajeros entre el Callao y Lima detenerse á remojar una aceitunita, hizo 
alto el piquete, y el capitán agasajó á su tropa con una botella del pis- 
queño. Tocábales á copa por cabeza, lo preciso para enjuagarse la boca y 
refrescarla. 

En el corredor del tambo había un grupo de mozos carcundas, que en 
compañía de media docena de niñas de esas del honor desgraciado esta- 
ban pasando un día de campo y de jolgorio. A Benites se le despertó el 
apetito por una de las muchachas, echó un trago con ella y sus concurbi- 
táceas, y siguió á cumplir la comisión. 

De regreso, á las tres de la tarde, con cuatro muías que en zurrones 
de cuero conducían los treinta mil cautivos, volvió á detenerse en el tam- 
bo para obsequiar otra botella á los soldados. 

Lsi parranda estaba en su apogeo. Se zaniacuequeaba de lo lindo, con 
arpa, guitarra y cajón. Hombres y mujeres rodearon al capitán, y la 
hembra que le llenaba el ojo dijo: 

—Bájate, negro de oro, negro lindo, toma una copa y ven á echar un 
cachete conmigo. 

No sé que abunden los puritanos que desairen á una buena moza. El 
que se crea hombre con entrañas para resistir á la tentación, que levante 
el dedo. 

Calculó Benites que bien podía pasar un cuarto de hora en la jarana, 
y en cinco minutos de trote largo reunirse con sus soldados antes de que 
llegaran á Bellavista. Descabalgó y dijo: 

— Siga usted, mi sargento, con la fuerza, que ya les daré alcance. 

Y empezaron á menudear las copas y hubo lo de 

— Con usted mi amor se va. 
— Correspondido será. 
— Venga una copa de allá. 
— ¡Alza, mi vida!— ¡Ya está! 



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RICARDO PALMA 305 

y el capitán tomó pareja, y bailó una zamacueca por lo fino con lo de 

dale fuego á la lata, 

reina de Lima, 
si no quieres que te eche 

mi gato encima; 
dale fuego á la lata, 

cogollo verde, 
y cuídate del perro, 

que el perro muerde. 

Estaba en lo mejor y más borrascoso de la fuga, cuando ipin!, ¡pin 
jSanta Catalina!.... ¿Balazos?.... Sí, señor , balazos. 

Benitos saltó sobre el caballo y partió á escape tendido. 

Cinco ó seis cuadras más adelante del tambo principiaba el Carrizal, 
y de la espesura del monte habían salido de improviso cuarenta monto- 
neros capitaneados por Mundofeo, bandido que era el espanto del vecin- 
dario de Lima y Callao. 

— ¡Rendirse, que aquí está Mundofeo/ — gritó el facineroso, á la vez 
que su gente hacía una descarga echando al suelo á tres lanceros. 

Fuese el pánico de la sorpresa ó el terror que inspiraba el nombre del 
bandolero, ello es que el sargento labró en dirección á Bellavista, y los 
soldados retrocedieron en fuga para Lima. Salióles al encuentro el ca- 
pitán, los apostrofó, retempló sus bríos, y á la cabeza de doce lanceros 
llegó al que fuera sitio de la sorpresa, en momentos en que ya los la- 
drones internaban en el monte las codiciadas muías conductoras del 
dinero. 

Encarnizada, sangrienta fué la lucha. Si bien en ésta Benitos perdió 
otros dos hombres, mató personalmente de un pistoletazo á Mundofeo, 
y los lanceros ajustaron la cuenta á otros quince bandidos. Los demás 
hallaron salvación en el monte, no sin que siete cayeran prisioneros. 

Entretanto el sargento había llegado despavorido á Bellavista y pre- 
sentádose á Salaverry, que paseaba la plaza viendo hacer ejercicio al bar 
tallón «Victoria.» 

El sargento era un palangana fanfarrón. Dijo que el capitán había 
abandonado la tropa; que él tuvo que dirigir el combate contra más de 
cien montoneros bien armados y mejor cabalgados; que con su lanza 
despachó media docena de enemigos, y que abrumado por el número, 
aunque sin recibir rasguño, había tenido que venir á dar parte para que 
sin pérdida de minuto se enviara siquiera un regimiento á rescatar la 
plata, 

Salaverry lo oyó sin interrumpirlo, y cuando hubo terminado su re- 

ToMo IV 20 



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306 TRADICIONES PERUANAS 

lato, que parecía interminable, dijo, dirigiéndose al coronel del € Vic- 
toria:» 

— Cuatro números de la primera compañía y un cabo. 

Y cinco hombres salieron de las filas. 
— Cuatro tiros á ese cobarde. 

Y el sargento fué á ver á Dios. 

Salaverry volteó la espalda y entró en la casa donde funcionaba el Es- 
tado Mayor. 

— Dos pliegos de papel de oficio—dijo, dirigiéndose á un amanuense. 

—Listos, mi general — contestó éste. 

—Siéntese usted y escriba. 

Salaverry, paseando la habitación, dictó: 

Orden general. — El jefe supremo fia dispuesto que el capitán Be- 
nites sea fusilado por indigno y cobarde. 

— Déme una pluma. 

Pasóla el amanuense, y Salaverry ñrmó. 

— Tome usted el otro pliego y escriba. 

Y volvió á pasear y á dictar: 

Orden general. — El jefe supremo, que con espíritu justiciero cas- 
tiga todo acto deshonroso para la noble carrera de las armaos, sabe tam» 
bien premiar á los militares que la enaltecen por su valor; y en tal con- 
cepto, atendiendo al heroico comportamiento del capitán Benites, lo 
asciende, en nombre de la nación, á sargento mayor efectivo. 

Y volvió á tomar la pluma y á firmar. 

En seguida salió á la plaza, y empezó á pasear delante de la puerta 
del Estado Mayor. Luego sacó con impaciencia el reloj y consultó labora. 
Faltaban diez minutos para las cinco. 

Benites era, como hemos dicho, muy querido en el ejército, y apenai 
dictada la primera orden general, uno de sus compañeros, el capitán dotí 
Pedro Balta, que estaba en un cuarto vecino á la sala del Estado Mayor, 
se deslizó por el callejón de la casa, montó á caballo y se fiié al camino 
á tentar, si era posible, dar aviso á su amigo de la triste suerte que le es- 
peraba. Apenas había galopado pocas cuadras, cuando divisó á Benites 
con sus soldados, que á las ancas de la cabalgadura traían los prisio- 
neros. 

Balta lo puso al corriente de lo que ocurría, y terminó diciéndole: 

—Sálvate, hermano. 

El capitán Benites quedó por un momento pensativo. Luego se re- 
animó y dijo: 

— A Roma por todo, compañero — y volviéndose á la tropa, añadió: — 
¡Pie á tierral 



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RICARDO PALMA 307 

Obedecida la orden continuó: 

— Si me han de fusilar, que me lleven la delantera estos picaros. 

Los siete montoneros se arrodillaron junto á los paredones ó tapias de 
la chacra de Velázquez, y sin más fórmula emprendieron viaje á mundo 
mejor ó peor. 

Salaverry iba á sacar el reloj para consultar nuevamente la hora y 
ver si habían pasado las cinco, cuando apareció Benitos con sus lanceros, 
de los que algunos venían heridos. 

Antes de que se apeara el capitán, le preguntó el jefe supremo: 

— ¿Y el contingente? 

— Integro, mi general, sin que falte un cuartillo, 

— Sígame usted. 

Y entraron en la oficina del Estado Mayor. Salaverry tomó la primera 
orden general, en que condenaba á Benitos á ser pasado por las armas, y 
le dijo: 

—Lea usted. 

Benitos obedeció, y terminada la lectura dijo con serenidad: 

—Quedo enterado. 

— Lea usted esta otra — prosiguió Salaverry, y le pasó la segunda. 

Después de la pausa precisa para que el capitán concluyera, con- 
tinuó: 

— ¿A cuál de esas dos órdenes generales le dice su conciencia que se 
ha hecho merecedor? 

— A la del ascenso, mi general— contestó el capitán con cierta al- 
tivez. 

Salaverry tomó la primera orden general, la rompió, estrujó los pe- 
dazos haciendo con ellos una bola de papel y la arrojó por la ven- 
tana. 

— Vaya usted, señor mayor, entregue en comisaría el contingente y 
véngase á comer conmigo. 

Así estimulaba y premiaba Salaverry, el loco Salaverry, el valor mi- 
litar. ¿Por qué, Dios mío, no favoreciste al Perú con muchos locos co- 
mo ese? 

¿Qué mucho, pues, que los vencidos en Socabaya se hubieran batido co- 
mo leones y muerto heroicamente, ya en el campo de batalla, ya en el ca- 
dalso, ó soportado con la resignación serena del valiente el destierro en 
Santa Cruz de la Sierra? No los venció el esfuerzo de los contrarios, los 
venció el destino. 

Fué en 1870 cuando, invistiendo la clase de coronel, conocí á Benitos, 
ya anciano y con más goteras en la salud que casa que se derrumba por 



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308 



TBADICIONES PERUANAS 



vieja. Una vez lo insté, en la tertulia íntima del presidente D. José Balta, 
para que me contara la heroica aventura, y con una modestia que hoy 
admiro, rehusó hacerlo. Poniéndome la mano sobre el hombro, me con- 
testó: 

— Joven, hay viejos á quienes entristece hablar del pasado, y yo soy 
uno de ellos. Que le cuente eso Balta cuando yo no esté aquí. 




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UNA MISA DE AGUINALDO 

(Al general Lucio V. Mansilla, en Buenos Aires) 

«¡Mañanitas de abril y mayo! ¡Cuan deliciosas sois!,» es la exclamación 
fcivorita de la juventud de hogaño. 

En los tiempos de mi mocedad, la mañana predilecta era la del 
aguinaldo de diciembre. Y con razón; porque, aparte de que en ese mes 
la temperatura de Lima es casi idéntica á la de abril y mayo, ni exceso 
de calor ni exceso de frío, las matinales misas de aguinaldo traían al es- 
píritu un algo, y hasta un mucho de poético. 

A las siete de la mañana, cada parroquia era lugar de cita de cuanto 
Dios crió de bueno y sabroso, en punto á bello sexo limeño. 

De mí sé decir que, en mi parroquia, era de los mozos más puntuales 
á la misa de aguinaldo, atraído por el imán de unos ojos negros, azules, 
verdes ó pardos, que en materia de ojos, siempre fui generalizador y nun- 
ca atiné á diferenciar de colores. Todos los ojos me gustaban en cara de 
bueiía moza, y ¡qué demonche!, todavía me gustan, que músico viejo nun- 
ca pierde el compás. 

La misa de aguinaldo, en buen romance, no es del todo cantada ni del 
todo rezada. Las monjas la llaman misa con discante^ que es para ellas 
como decir misa adefesiera. 

Una orquesta criolla, con cantores y cantoras de la hebra, hacía oir to- 



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310 TRADICIONES PERUANAS 

dos los aires populares en boga, como hoy lo están el trío de los Ratas 
ó la canción de la Menegilda en la Gran Via. 

Lo religioso ó sagrado no excluía á lo mundanal ó profano. 

En las misas de aguinaldo de mi tiempo, la jarana era completa. Había 
hasta baile Un grupo de pallas bailaba el maicillo, cantando al Niño Dios 
versos como estos: 

Arre, borriquito, 
vamos á Belén, 
que ba nacido un niño 
para nuestro bien. 

Arre, borriquito, 
vamos á Belén, 
que mañana es fiesta 
7 el lunes también. 

Al fínal de la misa tocaba la orquesta el himno patrio ó la marcha 
bélica de Uchumayo, ó un vals, ó rompía con una estrepitosa zamacueca 
ú otro bailecito de la laya. 

¡Esas misas de aguinaldo sí que eran cosa rica, y no sosas como las de 
ahora! Ya no hay pitos, canarios, flautines, zamponas, matracas, bandu- 
rrias, zambombas, canticio ni bailoteo, ni los muchachos rebuznan, ni 
cantan como gallo, ni mujen como buey, ni ladran como perro, ni nada, 
ni nada. Las misas de aguinaldo de ahora son un desengaño, no son ni 
sombra de lo que fueron. Por eso, y para no entristecerme con recuerdos 
añejos, nunca voy á ellas. 

De tiempos que ya están lejos 
aún me cautiva el dibujo... 
|Ay, bijas! Cosas de lujo 
bemos visto acá los viejos. 

El ínter ó auxiliar del cura de mi parroquia era (¡Dios le tenga en glo- 
ria!) todo lo que se entiende por un misacantano ó clérigo de misa y olla, 
gran parrandista, y que no podía escuchar aires de zamacueca sin que el 
cuerpo le pidiese jarana y se le evaporara el seso 

A la moda estaba por entonces, entre la gente alegre de mi tierra, una 
zamacueca llamada él se vende, nombre motivado por el estribillo de la 
letra cantable. La primera vez que junto con el ite misa est hizo la or- 
questa oir el se vende, necesitó el clérigo de Dios y ayuda para dominarse 
y vencer la tentación. 

Ya en la sacristía, hizo llamar al director de orquesta y le dijo: 

— Mira, compadre Sietecueros, te prohibo formalmente que vuelvas á 



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RICARDO PALMA 311 

tocar el se vende» Es música muy pecaminosa. Conque..... no me com- 
prometas. 

Prometió el musiquín respetar la consigna; pero el público dio en 
echar de menos el airecito popular, excitando á los de la orquesta á insu- 
rreccionarse. 

Era la última misa de aguinaldo de aquel año, cuando al volverse el 
oficiante hacia el concurso para darle la bendición de despedida, comen- 
zó la orquesta á tocar lo prohibido. 

Los nervios se le sublevaron al ínter, quien murmuró entre dientes: 

Ya le he dicho á ese canalla 
que no me toque el se veTide, 
y por más que se lo he dicho 
se hace el sordo y no me atiende. . . 
[Pues se vende! ¡Pues se vende! 

Y con gran sorpresa de la parroquia, escobilló delante del altar un ca- 
chete redondo, repitiendo: 

— jPues se vende! ¡Pues se vende! y y 

¡Tilingo! ¡Tilingo! 
mañana es domingo 
de pipiripingo. 



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312 TRADICIÓN KS PERÜA^AS 



LOS JAMONES DE LA MADRE DE DIOS 



«¡Vaya un título para irreverenteU díjome, leyendo por encima de mi 
hombro, mi mujer; y á fe que mi conjunta tendría razón de sobra, si no 
fuera frase popular entre los limeños viejos el decir, por supuesto, sin 
pizca de intención antirreligiosa, siempre que se trata de suscripción ó 
colecta de monedas para alguna aventura ó empresa de inverosímil resul- 
tado: «¡Si saldremos con los jamones de la Madre de Dios!» 

Y como la frase tiene historia, casi contemporánea, ahí va sin muchos 
dingolondangos, 

y el que haga aplicaciones 
con su pan se las coma, 

que yo me lavo las manos, como Pilatos. 



La batalla de Zepita, dada al 25 de agosto de 1823, fué partida ta- 
blas, porque así españoles como peruanos se adjudicaron la victoria. Lo 
cierto es que si las tropas del general Santacruz quedaron dueñas del 
campo, las del general Valdés se retiraron en orden y como obedeciendo 
á un plan estratégico que les permitió, á los pocos días, tomar la ofensiva 
con tal vigor que, desmoralizadas las fuerzas patriotas, apenas pudo lle- 
gar Santacruz al puerto de lio con ochocientos infantes, que reembarcó 
en la fragata Monteagudo y goleta Carmen, y cerca de trescientos húsa- 
res de la legión peruana al mando de los comandantes Aramburu y Sou- 
lange. Estos trescientos hombres de caballería, con el coronel D. José 
María de la Fuente y Mesía, marqués de San Miguel de Híjar, título 
creado por Felipe IV en 1646, se embarcaron en la fragata chilena Mac- 
kenna, que antes se llamó la Carlota de Bilbao, 

Aunque la flotilla principió navegando con rumbo á Arica, donde cal- 
culaba Santacruz que debía ya encontrarse la división auxiliar que al 
mando del general Pinto nos enviaban de Chile, á poco surgieron á bor 
do tales controversias, que para poner remate á ellas hubo que enderezar 
proa al Callao, cesando los buques de navegar en conserva. 

Chiloe, con el brigadier D. Antonio Quintanilla, permanecía fiel al rey 



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RICARDO PALMA 313 

de España, y acababa de expedirse por el tenaz brigadier patente de cor- 
so al capitán Mitchell, propietario del Puig, bergantín muy velero artilla- 
do con catorce cañones de á diez y ocho. El Puig cambió nombre por el 
de General Faldee, 

La Mackenna tuvo malos vientos, y en alta mar fué, sin combate, cap- 
turada por el corsario. El marqués de San Miguel con todos los jefes y 
oficiales y veinte soldados que servían á éstos en condición de asistentes, 
fueron trasbordados al Faldee, y ambas naves tornaron proa al Archipié- 
lago. 

A fines de noviembre y encontrándose á la altura de Chiloe, una furio- 
sa tormenta vino á separarlas. La Mackenna y la Genovesa, buque mer- 
cante apresado en la travesía, lograron al fin, aunque con gruesa avería, 
anclar en Chiloe, pero del Faldea nadie volvió á tener noticia. No quedaba 
duda de que se había sumergido en los abismos del mar. 

En abril de 1824 se recibió en Lima comunicación oficial confirmato- 
ria de la catástrofe, lo que fué motivo de grandísimo duelo, pues el mar- 
qués de San Miguel y veintiocho de la víctimas eran jóvenes limeños, 
entroncados con las familias más aristocráticas y acaudaladas. 

Las exequias, en el templo de San Francisco, fueron pomposas; y la 
oración fúnebre, que impresa he leído, es una joyita, como pieza de lite- 
ratura lacrimosa. 

II 

Y pasaron años hasta seis ó siete, pues no estoy seguro de si fué 
en 1830 ó 1831, cuando fondeó en el Callao con procedencia de Chiloe y 
con cargamento de maderas la barca Alcance y de la que era capitán un 
andaluz apellidado Loro. Honraba su apellido por lo farandulero y char- 
latán. 

Este trajo la noticia de que en la isla de la Madre de Dios, una de las 
que forman el Archipiélago, existían pobladores que no podían ser sino 
los náufragos del año 1823. Contó que los había visto, desde dos millas 
de distancia, formando un grupo como de cuarenta personas; que eran 
hombres blancos y con barba crecida; que cambió señales con ellos, y que 
aunque despachó un bote, éste no pudo encontrar varadero, por hacer la 
pañolería de la costa imposible el desembarco. Añadió que los marineros 
alcanzaron á percibir gritos angustiosos, como de gente que en buen cas- 
tellano demanda socorro. 

Como es corriente, la charla populachera se encargó de abultar más 
la noticia, inventando pormenores, todo lo que produjo gran conmoción 
social. 



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314 TRADICIONES PERUANAS 

La marquesa de Sierra Bella y el conde de la Vega del Ren congrega* 
ron á todos los títulos emparentados con el marqués de San Miguel de 
Híjar, y formaron un bolsillo, que ascendió á diez y ocho mil pesos, para 
organizar expedición que fuese en busca de los náufragos. 

El pueblo también quiso contribuir á tan humanitario como patrióti- 
co proyecto, y para ello se colocó un domingo en la plazuela de los Des- 
amparados lo que nuestros antepasados llamaban una mesa, y que no 
era sino un tabladillo de un metro de altura, en el que se veía una salvi- 
lla de plata destinada á recibir el óbolo de la caridad pública. Toda li- 
mosna mayor de dos reales era correspondida con un poco de mixtura, 
un juguetito de briscado, un níspero, manzanita ú otra fruta claveteada 
con canela. 

En esta vez, para más avivar la compasión, exhibióse sobre el tabladi- 
llo un gran lienzo en el que el churrigueresco pincel de D. Pedro Man- 
tilla, el pintor de los carteles de teatro y toros en esa época, presentaba á 
los náufragos vestidos de pieles y con luenga barba, sobre rocas escarpa- 
das y batidas por oleaje espumoso. Escena del Robinsón Crusoe. 

La mesa de los Desamparados produjo cinco mil pesos, que unidos al 
bolsillo de los deudos y á una colecta de cuatro mil duros, encabezada 
por las comunidades religiosas, dieron un total de veintisiete mil pesoa 
ítem, los comerciantes hicieron en víveres y ropa un donativo que se es- 
timó en seis mil pesos. 

Pero siendo punto serio el correr aventuras en mares tenidos por muy 
borrascosos y casi ignotos por entonces, nadie quiso embarcarse para ir en 
busca de los compatriotas, y todo el mundo convino en confiar la empre- 
sa al capitán Loro, quien zarpó en su buque con rumbo á la Madre de 
Dios y sin dejar en tierra á los veintisiete mil morlacos y no pasajeros. 

Y corrió un año, espera que espera, y al cabo de él súpose que el Loro 
había remontado el vuelo hasta Cádiz, después de vender la nave en 
Valparaíso. 

La barca Alcance ^ con nuevo capitán, regresó al Callao, trayendo 

¿á los náufragos de la Madre de Dios?, preguntará el lector. 

jQuia! Lo que trajo, señor mío, fué un cargamento de sabrosos jamo- 
nes de Chiloe. 



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LA CONGA 

(REMINISCENCIAS) 

Dice bien Abelardo G amarra cuando dice que la gracia y originalidad 
de nuestros cantos populares ha muerto. La chispa criolla ha ido al osa- 
rio, y nos hemos zarzuelizado. 

Cierto. La Conga fué el último chisporroteo del criollismo. ¿Cómo na- 
ció y cómo murió la Conga? Eso lo sé yo con puntos y comas, como que la 
Conga está unida al recuerdo de mis mejores días de entusiasmo juvenil; á 
mis tiempos de periodista político y de aventuras revolucionarias, y á mis 
horas de asaltador, con fortuna no siempre adversa, de plazas femeniles. 

Menos pañito y más chocolate. Basta de guaraguas, y á la Conga. Pero 
como no me propongo hacer historia contemporánea, y menos sobre una 
época en la que diz que hice papel, y no de estraza, escribiré sólo lo per- 
tinente á mi tema. 

El coronel D. José Balta era el ídolo del pueblo chiclayano. Caudillo re- 
volucionario contra la administración del coronel D. Mariano Ignacio Pra- 
do, llegó á Chiclayo el 6 de diciembre de 1867. Ciento cincuenta hombres 
harapientos, mal armados y escasos de municiones, formaban su ejército. 

Los chiclayanos recibieron con frenético entusiasmo á Balta y á los que 
lo acompañábamos. Tres días después llegaba á las goteras de la ciudad 
una división enviada por el gobierno de Lima al mando del ministro dé 



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316 TRADICIONES PERUANAS 

Guerra. Constaba de un regimiento de caballería, mil infantes y catorce 
cañones. Resistir, con probabilidad de éxito, parecía imposible. 

El coronel Balta pensó en dirigirse sobre Huaraz, donde contaba con 
partidarios activos y con elementos para aumentar su diminuta fuerza; 
pero los chiclayanos se obstinaron en que no partiese. Estaban decididos 
ó triunfar ó sucumbir con su caudillo. Y hubo bombardeo y cambio diar 
rio de balas durante un mes, y los chiclayanos se batieron siempre con 
bizarría. Ahora vamos á la Conga. 

Callos traía ya en los oídos de oir cantar en las zamacuecas de Chepén 
y Guadalupe; 

«Viva el sol, viva la luna, 
viva la flor del picante, 
viva la mujer que tiene 
á un baltista por amante:» 

copla que, francamente, me pareció siempre sosa. 

En la primera noche que pasé en Chiclayo tuve, en mi carácter de se- 
cretario general, casi ministro de Estado (y no gasté prosa, créanmelo), 
que acompañar á hacer visitas al futuro presidente constitucional de la 
República. En todas las casas había jolgorio, y se bailaba y cantaba. Poco 
de piano y mucho de guitarra; nada de vals, polcas, dancitas ni cuadri- 
llas; baile de la tierra, baile criollo, nacional purito. 

¿Habría mucho champagne, jerez, oporto y cerveza? jQuite usted allá, 
hombre! ¿Eramos acaso franceses, españoles, portugueses ó alemanes? Chi- 
cha y moscorrofio del legítimo. 

Aquella noche nació la Conga. Se cantaba: 

«De los coroneles 
¿cuál es el mejor? 
El coronel Balta 
se lleva la flor.» 

Y luego venía la fuga, que era una delicia del sexto cielo de Mahoma 
por la gracia y soltura de las parejas; y en coro acompañado de palmadas 
teníamos lo de 

Ahora sí la Conga, 

(¡ahora!) 
señora Manonga, 

(¡ahora!) 
y no se componga 

(¡ahora!) 
que se desmondonga. 

(¡ahora!) 



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RICARDO PALMA 



317 



í Vamos! Quien no vio bailar la Conga no ha visto cosa buena y sabro- 
sa. Aquello era la resurrección de la carne, como dijo un arzobispo. 

Llegó la noche del 6 de enero, noche decisiva para la causa defendida 
por los chiclayanos. 

A las once toda la fuerza sitia- 
dora emprendía el ataque sobre la 
plaza. Los ciento cincuenta solda- 
dos baltistas, cuyo número no ha- 
bía sido posible aumentar por fal- 
ta de fusiles, se parapetaron en la 
torre. 

Entretanto el pueblo, que sólo 
poseía escopetas de caza, algunos 
revolvere y poquísimos fusiles, com- 
batía de una manera especial, es- 
pecíalísima. 

El sitiador embistió por tres de 
las avenidas que conducían á la 
plaza, y al pasar por las calles, los 
vecinos desde las ventanas de las 
casas cantaban: 



Ahora sí la Conga, 
(¡ahora!) 
— I Pin I, un balazo— 
señora Manonga, 

( ¡ ahora 1) 
-¡Pinl, otro balazo. - 




El coronel D. José Balta 



Por todas partes no se oía sino la Conga. Chiclayo era una Con- 
gueria. 

Yo, el tradicionista, aunque la curiosidad me impelía á subir de rato 
en rato á la torre, en breve la lluvia de confites de plomo me obligaba á 
descender. 

La distribución de fulminantes (que aún no usaban los ejércitos 
del Perú las cápsulas de los modernos rifles) me estaba encomen- 
dada. 

Eran nuestro tesoro, y yo los escatimaba. En nuestro parque no había 
más que diez mil cartuchos y poco menos de ocho mil fulminantes. No 
estábamos, pues, para derroches. 

A las cinco de la mañana bajó el coronel Balta á pedirme personalmen 



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318 TRADICIONES PERUANAS 

te fulminantes, porque minutos antes le había hecho avisar que la provi- 
sión de ellos quedaba agotada. 

Sobre la espaciosa mesa que servía de parque veíanse pocos centena- 
res de cartuchos y unos cuantos fulminantes diseminados, que por fortu- 
na habían rodado al romperse la cajita de cartón que los contenía. El co- 
ronel Balta los recogió con la avidez del mendigo que anda tras la limos- 
na, los guardó en el bolsillo del pantalón, y á toda prisa regresó á la torro. 
Al partir le pregunté: 

— ^¿Y cómo va el combate? 

— ¿No oye usted la Conga? — y se alejó. 

Contestar á mi pregunta con otra pregunta era dejarme á obs- 
curas. 

En la preocupación natural de mi espíritu, no me había fijado en que 
se cantaban dos nuevas coplas: 



Venga la victoria, 
]a aurora rayó 
7 canta mi gallo 
oí cocorocó. 
Ahora sí la Conga..... 
(¡ahora I) 

¿Qué dice del gallo 
el cocorocó? 
Dice viva Balta, 
Cornejo corrió. 

Ahora sí la Conga 

(¡ahora!) 



La fuerza sitiadora había penetrado en la plaza por tres puntos; pero 
tan poco concierto hubo en el ataque, que los de un extremo tomaron, en 
la lobreguez de la noche, por enemigos á los de la esquina opuesta. 

Los nuestros, después de tres horas de fuego nutrido sobre la plazm 
forzados á economizar los fulminantes, recibieron orden de hacer cada 
soldado un tiro de cinco en cinco minutos. Los asaltantes se mataban en- 
tre ellos. 

A las seis de la mañana la derrota de éstos era completa. Y aquí pon- 
go punto: primero, porque, como ya lo he dicho, no me propongo hiato- 
riar; y segundo, porque lo que pudiera escribir no tendría la mesior con- 
comitancia con la Conga. 



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RICARDO PALMA 319 

En 1868 la fiebre amarilla hizo grandes estragos en el Norte, principal- 
mente en Chiclayo* Entonces se cantaba: 

— {Tunl jtun! — ¿Quién es? 
— ¿Quién vive aquí? 
— ;Ay! Será la Conga 
que viene por mí. 

Oenrriósele á un presbítero decir en el pulpito que la Conga era la fie- 
bre amarilla, y que, pues se llamaba con burla á quien no era sorda, ella 
•cudía y se llevaba al cantor. Todo pueblo es supersticioso; y cata el cómo 
y el porqué murió la Conga, que fué la Marsellesa de los chiclayanos en 
la noche del 6 de enero. 



Plaza de Armas y calle Real 4e Chiclayo 



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320 TRADICIONES PERUANAS 



LOS BUSCADORES DE ENTIERROS 



Locura que no tiene cura es la de echarse á buscar lo que uno no ha 
guardado; y ella, desde los tiempos de la conquista, ha sido epidémica en 
el Perú. 

En los días de Pizarro no se hablaba sino de caudales extraídos de las 
huacaa ó cementerios de indios por aventureros afortunados; de tesoros 
escondidos por los emisarios de Atahualpa, que no llegaron á Cajamarca 
con la oportunidad precisa, y de proyectos para desaguar el Titicaca ó la 
laguna de Urcos, sitios donde se suponía estar criando moho la maciza 
cadena de oro con que diz que se rodeó la plaza del Cuzco en las fiestas 
con que fué festejado el nacimiento de un inca. 

Empezaba á calmar esta fiebre, cuando vino á renovarla el regalo que 
un chimu 6 cacique de Trujillo hizo á un español de la huaca llamada 
Peje chico 6 de Toledo. Entonces revivió también la conseja de que á in- 
mediaciones de Casma ó Santa estaban enterrados un centenar de llamas 
cargados de oro para el rescate del inca, especie que en 1890 ha vuelto á 
resucitar, organizándose sociedad por acciones para acometer la aventu- 
ra, á la vez que se formaba en Lima otra compañía para descubrir los 
tesoros de la cacica Catalina Huanca. Por supuesto, han sacado hasta 
hoy lo que el negro del sermón: 

que ni Vera- Cruz es cruz, 
ni Santo- Domingo es santo, 
ni Puerto -Rico es tan rico 
como lo ponderan tanto. 

Cuando la persecución de los portugueses en la época del virrey mar- 
qués de Mancera, se dijo que los hostilizados mineros para burlar la co- 
dicia de la Inquisición habían enterrado barras de plata en Castrovirrey^ 
na en lea y otras provincias. Mucho se las ha buscado, sobre todo las que 
se supone existir en los sitios denominados Poruma y Mesa de Magalla- 
nes; pero mientras más se las busca, menos se las encuentra. Parece que 
hay un demonio cuya misión sobre la tierra es cuidar de los tesoros ocul- 
tos y extraviar á los buscadores. Dícese que muchos han visto á tal dia- 
blejo, y hasta conversado con él. 



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RICARDO PALMA 32l 

Vino la expulsión de los jesuítas, y á todo el mundo se le clavó entre 
ceja y ceja la idea de que en las bóvedas ó subterráneos de sus conventos 
dejaban el oro y el moro enterrados. Ignoraban, sin duda, los que esto 
propalaban que los jesuítas nunca tuvieron la plata ociosa, y que apenas 
reunían alguna cantidad decente la destinaban á lucrativas operaciones 
mercantiles ó á la adquisición de fundos rústicos. No hace un cuarto de 
siglo que, con anuencia ministerial, se organizó en Lima una sociedad 
para buscar tesoros en San Pedro, y en un tumbo de dado estuvo que 
derrumbasen la monumental iglesia. Y derrumbada habría quedado por 
los siglos de los siglos. 

Todavía hay mucha gente que cree en los entierros de los jesuítas. 

La época de la independencia fué fecunda en historietas sobre entie- 
rros. Todo español que huyendo de los patriotas y de los patrioteros se 
embarcaba para España, de fijo que para la opinión popular dejaba ente- 
rrados en un cuarto ó en el corral de la casa alhajas y plata labrada, ó 
escondidas en las vigas del techo muchas onzas peluconas. 

En el castillo del Callao, sin ir más lejos, raro es el año en que la au- 
toridad no acuerda dos ó tres licencias para sacar caudales enterrados por 
los compañeros de Eodil. Y lo particular es que todo solicitante posee un 
derrotero con el que á ojos cerrados puede determinar el sitio del tapado, 
derrotero que ó se lo han remitido de España, ó de un modo casual vino 
á sus manos. Los buscadores son casi siempre pobres de solemnidad, y 
nunca dejan de encontrar socio capitalista. A la postre éste se aburre, de- 
siste de continuar cebando la lámpara, y el dueño del derrotero se echa 
á buscar otro bobo cuya codicia explotar. 

En los presidios de España hay industriosos consagrados á forjar de- 
rroteros. De repente le llega á un vecino de Lima, como caída de las nu- 
bes, carta de Cádiz ó de Barcelona, en la que tras una historieta más ó 
menos verosímil, le hablan de próximo envío de derrotero. No falta quie- 
nes muerdan el anzuelo, y remitan algunos duretes para gratificar al 
amanuense que ha de delinear el plano ó derrotero. Eso sí, los industrio- 
sos son gente de conciencia y cumplen siempre con remitirlo. 

Afortunadamente, han sido tantos los chasqueados, que la industria 
presidiaría és mina que va dando en agua. 

Hombres he conocido que sacrificaban no sólo lo superfluo, sino lo 
preciso, para hallar entierros. Hasta 1880 vivía en Lima un ingeniero ita- 
liano, Salini, descubridor de riquísimas canteras de mármol entre Chilca 
y Lurín. Este bendito Sr. Salini, que pudo enriquecerse explotando las 
canteras, prefería pasar meses en la quebrada de Chuñeros buscando un 
tapado, sin más guía que una tradición popular entre los indios de 
Lurín. 

Tomo IV 21 



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322 TRADICIONES PEaüANAS 

Los buscadores de entierros son como los mineros: gente de inquebran- 
table fe. 

n 

Los entierros domésticos, en Lima principalmente, empiezan con gol- 
pes misteriosos á media noche, duendes ó aparición de ánimas benditas 
ó de fuegos fatuos. Cuando lo último acontece, salen á campaña las vari- 
tas imanadas^ ya que no se encuentra ni por un ojo de la cara un zahori 
ó una bruja; y si algo llega á descubrirse es la osamenta de un perro ú 
otro animal. No diré yo que entre cien casos no se cuente uno en que la 
fortuna haya sido propicia á los buscadores de lo que otro guardó; pero, 
precisamente, la noticia de que un prójimo sacó el premio gordo en la lo- 
tería, hace que todos nos echemos á comprar billetes. 

— Aquí no se puede vivir. En esta casa penauy y mis hijas están al 
privarse de un susto. Me mudo mañana mismo— decían nuestras abuelas. 

— No, hija, no haga usted ese disparate— con testaba la persona á quien 
se hacía la confidencia. — Aguántese usted, que esta noche vendré con un 
sujeto que entiende en eso del manejo de las varitas, y puede que saque- 
mos el entierro. Yo haré los gastos. Por supuesto, que la mitad de lo que 
se saque es para mi. 

—Eso no, compadre. Le daré á usted la cuarta parte. 

— No sea usted cicatera, comadre. 

Y se enfrascaban en disputa sobre el cántaro roto de la lechera de la 
fábula. A la larga se avenían en las condiciones. 

Por la noche llevaba el compadre otro camarada provisto de lampa, 
barretas, botellas de moscorrofio, pan, queso, aceitunas y salchichas, re 
facción precisa para quien se propone pasar la noche en vela; esperaban 
á que no se moviese ya paja en la vecindad, y desenladrilla por aquí, 
barretea por allá, trabajaban hasta la madrugada, y la casa quedaba en 
pie bajo su palabra de honor; esto es, con los cimientos movedizos. La 
vieja y las muchachas se ocupaban en rellenar los hoyos, á la vez que 
hacían los honores á la bucólica y al pisqueño congratulámini. 

La desengañada familia se mudaba inmediatamente, dejando la casa in- 
habitable y al propietario tirándose una oreja de rabia por los desperfectos. 

Por mucha que hubiera sido la cautela empleada, la vecindad había 
sentido algún ruido; y al ver los escombros, á nadie quedaba ápice de duda 
de que un tapado, y gordo, había salido á luz. 

— [Qué dice usted de la dicha de doña Fulana! jQuinientas onzas de oro, 
cada una como un ojo de buey! — decía una vecina. 

— Mojados tiene usted los papeles, doña Custodia. No han sido qui- 
nientas, sino mil — interrumpía otra. 



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RICARDO PALMA 323 

— ¡Qué me cuenta usted, vecina! v 

— Yo no sé la cantidad de onzas— añadía una tercera; pero me cons- 
ta que en la carreta de mudanza iba un baulito que me pareció cofre de 
alhajas. 

— ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Y qué suerte la de algunas gentes! Ayer no tenían 
ni para pagarle al pulpero de la esquina, y hoy pueden rodar calesín. Así 
como suena, vecina. 

— No digan que somos envidiosas. A quien Dios se la dio, San Pedro 
se la bendiga. 

Y seguíala mar de comentarios Siempre sobre la nada entre dos 

platos. 

III 

Ogorpú, en la provincia de Huamachuco, era en 1817 un pequeño pa- 
go ó chacra de un mestizo llamado Juan Príncipe. Hacia el lado fronteri- 
zo del bosque de Collay, había otra chacrita perteneciente al indígena 
Juan Sosa Vergaray. 

Acontecióle al último tener que abandonar á media noche la cama y 
salir al campo, urgido por cierta exigencia del organismo animal, y mien- 
tras satisfacía ésta, fijó la vista en un cerrillo ó huaca de Ogorpú y violo 
iluminado por vivísima llama que de la superficie brotaba. 

No sólo la preocupación popular, sino hasta la ciencia, dicen que don- 
de hay depósito de metales ó de osamentas, nada tienen de maravilloso 
los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que Dios lo había venido 
á ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más pensarlo corrió á 
la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio donde percibiera 
el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando á su casa en el traje de Adán. 

Despertó á su mujer y á sus hijos, y les dio la buena nueva. Según él, 
apenas amaneciese iban á salir de pobreza, pues bastaría un pico, barreta, 
pala ó azadón para desenterrar caudales. 

En la madrugada, al abrir la puerta de su casa acertó á pasar su veci- 
no y compadre Antonio Urdanivia, y después de cambiar los buenos días, 
hízole Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal hiciera! 

— ¡Está usted loco, compadre — le dijo Urdanivia,— proponiéndose ir de 
día á sacar el entierro! ¿No sabe usted que la huaca huye con el sol? Espere 
usted siquiera á las siete de la noche, y cuente conmigo para acompañarlo. 

— Tiene usted razón, compadre — contestó Sosa Vergaray, — y que Dios 
le pague su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche. 

Urdanivia era un grandísimo zamarro con más codicia que un usurero, 
y se encaminó á casa de Príncipe. Como él sabía lo de los calzones mar- 
cadores del sitio donde se escondía el presunto tesoro, estaba seguro de 



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324 TRADICIONES PERUANAS 

obtener ventajas antes de hacer la revelación. Príncipe convino en ceder- 
le la mitad del entierro; pero ürdanivia no fiaba en palabras que arrastra 
el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del gobernador. Prín- 
cipe no tuvo ijiconveniente para acceder. 

Pero fué el caso que también al gobernador se le despertó la gazuza, y 
dijo que á la autoridad tocaba hacer antes una inspección ocular, y per- 
cibir los quintos que según la ley tantos, artículo cuantos de la Recopila- 
ción de Indias, correspondían al rey. ürdanivia y Príncipe, que no espe- 
raban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué hacer? 

£1 gobernador, con sus alguaciles y toda la gente ociosa del pueblo, se 
encaminó á la huaca. Súpolo Sosa Vergaray y les salió al encuentro. Sos- 
tuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser él quien tuvo la suerte 
de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en cuanto á los 
quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos, y con 
largueza. Argüyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no 
consentía merodeos en su propiedad. 

El gobernador, echándola de autoridad, dijo que siendo el punto con- 
tencioso, ahí estaba él para tomar posesión del tesoro en nombre del rey. 

Los interesados lo amenazaron entonces con papel sellado y con ocu- 
rrir hasta la Real Audiencia si la cosa apuraba. El gobernador les contes- 
tó: «Protesten ustedes hasta la pared del frente; pero yo saco el tesoro.» 
Y lo habría hecho como lo decía, si los vecinos todos, armados de garrote, 
no se opusieran amenazándolo con paliza viva y efectiva, amenaza más 
poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado. 

Entonces resolvió el gobernador que los calzones quedasen en el sitio 
hasta que la justicia fallara, y que nadie fuera osado, bajo pena de carce- 
lería y multa, á remover el terreno.^ 

Y hubo pleito que duró tres años; y Vergaray y Príncipe, para dar de 
comer al abogado, al procurador, al escribano y demás jauría tribunalicia, 
.se deshicieron de sus chacras con pacto de retro venta; esto es, para resca. 
tarlas con el tesoro que cada cual creía pertenecería 

El fallo de la justicia fué á la postre que Sosa Vergaray era dueño de 
sus calzones y que podía llevárselos; pero que Príncipe era dueño de la 
huaca ó cerrillo, y arbitro de dejarlo en pie ó convertirlo en adobes. 

Por supuesto, que celebró la victoria con una pachamanca, en la cual 
gastó sus últimos reales, y aún quedó debiendo. 

¿Y sacó el tesoro? j Clarinete! ¡Vaya si lo sacó! 

En la huaca no halló ni siquiera objetos curiosos de cerámica incásica, 
sino varias momias de gentiles. 



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MACUQUINOS DE CUSPINIQUE 



A no ser por lo largo del mote, de buena gana habría bautizado este 
artículo con el título: De colirio el tradicionista^ que pasa la vida á tragos^ 
regala al lector doscientos mil pesos.— iQ,ue es filfa? — Lean ustedes y se 
convencerán de que no chilindrineo 

I 

Había por los años de 1767 en la plaza de San Pedro de Lloc, de la 
jurisdicción del partido de Lambayeque, un tambo que servía de albergue 
á los que viajaban por la costa abajo, que para tal objeto lo mandó esta- 
blecer el virrey conde de Superunda; tambo que, dicho sea de paso, sirvió 
años después de escuela de primeras letras y hoy es cuartel de policía. 

A dicho tambo llegaron al caer de la tarde de un día de septiembre 
del año apuntado, ocho ó diez portugueses con cuarenta muías cargadas 
de zurrones de plata. 

Depositados éstos en un cuarto de la posada, fueron las muías á forra- 
jear en un alfalfar situado á dos cuadras de distancia, y los conductores 
se echaron á pasear. Acercáronseles algunos vecinos curiosos, trabaron 
plática con ellos, y sacaron en limpio que su viaje era al puerto de Paita, 
donde en uno de los galeones llegados de Panamá para zarpar en octubre, 



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326 TRADICIONES PERUANAS 

con destino á la famosa feria de Portobelo, se proponían embarcar dos- 
cientos mil pesos, remitidos por el español D. Juan de la Cruz Cuiva, 
acaudalado mercader de Lima. 

Ya entrada la noche llegó á matacaballo un propio con procedencia 
de Trujillo, entregó pliegos al que aparecía como capataz de los arrieros, 
leyólos éste, tuvo brevísima conversación con su gente, y sin pérdida de 
minuto volvieron á aparejar las muías y emprendieron la marcha con el 
tesoro, dejando á los honrados vecinos de San Pedro de Lloc en un mar 
de conjeturas y cavilaciones sobre la causa de tan súbita partida. 

Motivo de comentarios era también la circunstancia de que en vez de 
seguir su itinerario para el Norte, tomaron los viajeros rumbo al Este, 
hasta llegar á la quebrada de Cuspinique. Como si se los hubiera tragado 
la tierra, no se volvió á tener más noticia de esos señores. 

Descifremos tanto enigma. 

II 

Los tales portugueses eran nada menos que jesuítas de sotana corta, 
como jesuíta de la misma estofa era su patrón, el comerciante D. Juan de 
la Cruz Cuiva. 

Llegado á Trujillo el expreso que el virrey Amat hizo á esa ciudad, 
como á otros puntos del virreinato, comunicando órdenes para la aprehen- 
sión y expulsión de los hijos de Loyola, no faltó quien se apercibiera de 
lo que ocurría, y que se encargara de transmitir en el acto la noticia á los 
expedicionarios sobre Paita. He aquí el por qué remontaron el vuelo con 
tanta prisa. 

Pasaron los años, y la tradición sólo decía que unos portugueses ha- 
bían enterrado muchas cargas de plata en una de las sinuosidades de la 
quebrada de Cuspinique, y que abandonando las muías, tomaron las de 
Villadiego. Y corrieron tres cuartos de siglo, y ya la tradición estaba hasta 
olvidada, cuando resucitó en 1842. 

Nuestro amigo el diputado José María González, que tuvo la amabili- 
dad de proporcionarnos los apuntes que hoy nos sirven para borronear 
estas páginas, ha relatado en su curioso librito La provincia de Pacas- 
mayo cuarenta años atrás, los pormenores del combate de Troche en- 
tre las fuerzas respectivamente mandadas por los coroneles Lizarzaburu 
y Térrico, en que fueron vencidos los soldados del último. 

lino de los dispersos tomó por la ' cadena de cerros y dióse de pies á 
ojos con el entierro de Cuspinique. Lo contempló y palpó; pero ni su áni- 
mo abatido ni su cuerpo extenuado por hambre de tres días estaban 
para regocijo. Apenas si se echó al bolsillo algunos puñados de pesos, y 



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RICARDO PALMA 327 

continuó desfalleciente su camino, haciendo á su capricho algunas mar- 
caciones por si le era posible regresar en mejores circunstancias. 

Informado el gobernador de Ascope D. Pedro Morillo de que un sol- 
dado andaba cambiando pesos fuertes de cruz por moneda corriente, 
echóle guante, interrogólo, reveló éste su hallazgo en Cuspinique y la au- 
toridad lo despachó para Trujillo. 

En posesión Morillo del secreto, organizó con hombres de su confian- 
za una expedición, y bien provisto de víveres y herramientas se encami- 
nó á Cuspinique. Lo que es las osamentas de las muías llegó á encontrar 
las, pero no el tesoro; y desesperado y convencido de que éste no lo 
destinaba Dios para satisfacer su codicia, emprendió el regreso á Ascope, 
después de ocho días de exploraciones estériles. 

Hecho público todo esto, así en el valle de Chicama como en el de Pa- 
casmayo, se enloquecieron los hombres, y todo se volvió compañías y ca- 
rabanas para adueñarse de los caudales de Cuspinique. 

Hubo un zapatero, Juan Carrasco, oriundo de San Pedro, que gastó 
cinco mil duros, fruto de sus ahorros en veinte años de manejar la lezna 
y el tirapié, y perdió lastimosamente otros veinte de su vida buscando el 
tesoro de los jesuítas. Decíase poseedor de un derrotero venido de Espa- 
ña, y con esta clave creíase tan dueño de los doscientos mil como si los 
tuviera en casa. Cuando alguien hablaba en su presencia de apuros pe- 
cuniarios, el buen Carrasco lo consolaba prometiéndole dinero para la 
semana entrante, en que indefectiblemente lo traería de Cuspinique. 

ni 

Mientras así se agitaban los codiciosos en Chicama y en San Pedro 
desde 1842 hasta 1860, un vaquero del distrito de la Trinidad, andando 
por cerros y quebradas con el ganado, halló lo que no pensaba en buscar. 
Después de quitarse la camisa y hacer de ella una bolsa en la que guardó 
quinientos ó seiscientos pesos y de fijar las señales que su ingenio le sugi- 
riera, volvió á su pueblo y comunicó á su costilla la buena suerte que le 
había cabido. La india, que casi siempre las mujeres nos superan en pre- 
visión y cautela, le aconsejó que no revelase el secreto á alma viviente y 
que poquito á poquito y sin estrépito ni despertar envidias ni curiosida- 
des impertinentes, aprovechase de lo que Dios le deparó. 

El indio compró un terreno, aumentó el ganado, reedificó su casita, 
se hizo elegir mayordomo para la fiesta del patrono del pueblo, que fes- 
tejó en grande, y nadie acertaba á explicarse tan repentino cambio de 
posición sino atribuyéndolo á pacto con el demonio. 

Conviene advertir que siendo la moneda sacada de Cuspinique pesos 



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328 



TKADICIONES PERUANAS 



¡fuertes españoles, de los llamados de cruz ó macuquinos, mandados re- 
coger por real orden de 30 de abril de 1785, el indio los fundía reducién- 
dolos á pasta ó barras, que vendía á los comerciantes de Trujillo. 

Dos años después de estar explotando el tesoro de Cuspinique, vínole 
al indio mortal enfermedad, y casi en agonías llamó al cura, juez de paz, 
escribano y siete vecinos notables, y ante ellos declaró que legaba á su 
mujer todos los bienes de que era poseedor, que no los había adquirido 
de mala manera ni con daño del prójimo, y que Dios se los había dado, 
sin él pedírselos, porque tal fué su soberana voluntad. 

Y no añadió palabra, y ni con garfios le habrían arrancado su secreto. 

Muerto el indio, obligaron á la viuda á ampliar la declaración, y ella 
dijo que no sabía más sino que el difunto, cuando necesitaba dinero, lo 
traía de la quebrada de Cuspinique en moneda de cruz. 

Era por entonces cura de la parroquia de la Trinidad el doctor don 
Luis Torres, actualmente vicario en San Pedro de Lloc, quien ha testifi- 
cado á nuestro amigo González la autenticidad de lo relatado en este pá- 
rrafo, agregando que le hizo al finado entierro mayor y con cruz alta y 
que la viuda le pagó los derechos en macuquinos de Cuspinique. 

IV 

Los vecinos de la Trinidad, calculando por los bienes que dejó el in- 
dio, aseguran que no pasaría de doce á quince mil pesos el total de lo 
mermado por el feliz descubridor del tesoro de Cuspinique. El resto está 
intacto. 

Conque así, lectores míos, buen ánimo y á Cuspinique, que doscien- 
tos mil duretes no son para desdeñados en los días que vivimos. 




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RICARDO PALMA 329 



REFRANERO LIMEÑO 
I 

SOY CAMANEJO, Y NO CEJO 

Siempre he oído decir en mi tierra, tratándose de personas testarudas 
ó rehacias para ceder en una disputa: «Déjele usted, que ese hombre es 
más terco que un camanejo.» 

Si en todos los pueblos del mundo hay gente testaruda, ¿por qué ha de 
adjudicarse á los camanejos el monopolio de la terquedad? Ello algún ori- 
gen ha de tener la especie, díjeme un día, y écheme á averiguarlo, y he 
aquí lo que me contó una vieja más aleluyada que misa gregoriana, si 
bien el cuento no es original, pues Enrique Gaspar dice que en cada na- 
ción se aplica á los vecinos de pueblo determinado. 

Tenía Nuestro Señor, cuando peregrinaba por este valle de lágrimas, 
no sé qué asuntillo por arreglar con el Cabildo de Camaná, y pian piano, 
montados sobre la cruz de los calzones, ósea en el rucio de nuestro padre 
San Francisco, él y San Pedro emprendieron la caminata, sin acordarse 
de publicar antes en Ul Comercio a visito pidiendo órdenes á los amigos. 

Hallábanse ya á una legua de Camaná, cuando del fondo de un olivar 
sa ió un labriego que tomó la misma dirección que nuestros dos viajeros. 

San Pedro, que era muy cambalachero y amigo de meter letra, le dijo: 

— ¿Adonde bueno, amigo? 

— A Camaná— contestó el patán, y murmuró entre dientes: — ¿quién será 
este tío tan curioso? 

— Agregue usted si Dios quiere, y evitará el que le tilden de irreligioso 
— argüyó San Pedro. 

— {Hombre! — exclamó el palurdo, mirando de arriba abajo al apóstol. 
— ¡Estábamos frescos! Quiera ó no quiera Dios, á Camaná voy. 

— Pues no irás por hoy — dijo el Salvador terciando en la querella. 

Y en menos tiempo del que gastó en decirlo, convirtió al patán en 
sapo, que fué á zabullirse en una lagunita cenagosa vecina al olivar. 

Y nuestros dos peregrinos continuaron su marcha como si tal cosa. 
Parece que el asuntillo municipal que los llevara á Camaná fué de 

más f ícil arreglo que nuestras quejumbres contra las empresas del Gas y 



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330 TRADICIONES PERUANAS 

del Agua: porque al día siguiente emprendieron viaje de regreso, y al 
pasar junto á la laguna poblada de ranas, acordóse San Pedro del pobre 
diablo castigado la víspera, y le dijo al Señor: 

— Maestro, ya debe estar arrepentido el pecador. 

— Lo veremos — contestó Jesús. 

Y echando una bendición sobre la laguna, recobró el sapo la figura de 
hombre y echó á andar camino de la villa. 

San Pedro, creyéndole escarmentado, volvió á interrogarlo: 

— ¿Adonde bueno, amigo? 

— A Camaná — volvió á contostar lacónicamente el transfigurado, di- 
ciendo para sus adentros: — ¡Vaya un curioso majadero! 

—No sea usted cabeza dura, mi amigo. Tenga crianza y añada si Dios 
quiere, no sea que se repita lo de ayer. 

Volvió el patán á medir de arriba abajo al apóstol, y contestó: 

— Soy camanejo, y no cejo. A Camaná ó al charco. 

Sonrióse el Señor ante terquedad tamaña y le dejó seguir tranquila- 
mente su camino. Y desde entonces fué aforismo lo de que «la gente ca- 
maneja es gente que no ceja.» 

II 

LA DEL SU ÚNICO HIJO 

No pocas veces hemos oído en boca de la gente de bronce estas pala- 
bras: «Te clavo tal puñalada que no llegas al sumci6Í;o,» frase ala que no 
encontrábamos, no diremos entripado, pero ni sentido común. Para nos- 
otros era uno de tantos gazapos ó despapuchos del habla popular. 

También, para significar que alguno había muerto con ignominiosa 
muerte, oíamos decir: «Le llegó la del sunicuijo,'» y quedábamos tan á 
obscuras como un ciego; y así habríamos seguido, aunque Dios nos acor- 
dara 

más años de los que cuenta 
y de los que vivirá, 
entre mis paisanos, la 
Constitución del sesenta. 

Pero cata que ayer una doña Mariquita, contemporánea y costurera 
de Rodil, como que diz que le pegaba los botones de los calzoncillos, me 
dio explicación clara y correcta de la frase, que en verdad no puede ser 
más expresiva Juzguen ustedes. 

Allá en los patriarcales tiempos del rey nuestro amo y señor, cuando 



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RICARDO PALMA 331 

un prójimo era por ladrón ó asesino sentenciado á la pena de horca, tan 
luego como el verdugo le ceñía en el pescuezo la escurridiza lazada y es 
taba en aptitud de cabalgar sobre los hombros del criminal, daba tres 
palmadas, que eran la señal de no quedarle preparativo por hacer y de 
estar listo para el cabal desempeño de sus funciones. Entonces el fraile 
auxiliador del reo, que se situaba frente al callejón de Petateros, á pocas 
varas del cadalso, mostraba un crucifijo, y con tono pausado decía en 
voz alta: 

— Creo en Dios Padre, todopoderoso, criador del cielo y de la tierra, y 
en Jesucristo, su único Hijo 

Y no decía más; porque, al llegar al su único Hijo, el jinete de gazna- 
tes daba la pescozada, y verdugo y víctima se balanceaban en el aire. 

IV 

NO TENER NI CARA EN QUÉ PERSIGNARSE 

«¡Ay, hija! Estoy tan pobre que no tengo ni cara en qué persignarme.» 
era frase usual y corriente entre nuestras abuelas, y con la que exage- 
raban lo menesteroso de una situación que, por mala y apurada que fue- 
se, siempre sería holgada y de hartura comparada con la que hogaño aflige 
á las viudas, pensionistas del Estado, que pasan meses y meses sin ver 
más sol que el del cielo. Esas sí que ya no tienen ni cara sobre qué per- 
signarse. 

De mis investigaciones filológicas he sacado en limpio que el origen de 
la frase fué el siguiente: 

Hallábase en covacha del hospital de Santa Ana una enferma, llegada 
á tal punto de consunción y flacura, que cuando se pasaba la mano por 
el enjuto rostro, decía suspirando: «¡Ay, ya esta cara no es la mía!» 

Antes de ir á parar en el santo asilo había sido poseedora de algunos 
realejos que se evaporaron en médicos y menjurges de botica; pero veci- 
nas maldicientes aseguraban que si bien era cierto que la infeliz no era 
ya dueña de la estampa del rey en monedas, no por eso le faltaban arra- 
cadas de brillantes, collarín de perlas panameñas, sortijas con piedras 
finas y otros chamelicos de oro. Añadían las muy bellacas que la enferma, 
cuando se decidió á refugiarse en casa de beneficencia, enterró las alhaji- 
tas como quien guarda un pedazo de pan para mañana. 

El runrún de hablillas tales llegó á oídos del capellán, el que, venido 
el momento de confesar á la moribunda, principió por decirla: 

—Persígnate, hija. 

La enferma no atinaba con las facciones de su rostro, y hacíase en la 



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332 TRADICIONES PERUANAS 

boca la cruz que á la frente correspondía. £1 capellán tuvo que guiarle la 
mano para ayudarla á persignarse en regla. 

A mitad de confesión insinuó el padre: 

—Me han dicho, hija mía, que tienes algunos teneres, y si esto fuese 
cierto harías bien en hacer testamento. 

La pobre mujer le miró con sorpresa, y dijo: 

—¿Qué he de tener, padre? ¿No ha visto usted que no tengo ni cara en 
qué persignarme? 

Y nació la frase, que popularizándose llegó á ser refrán limeño. 

Y á propósito de cara. No quiero perder la oportunidad para hablar de 
un refrán numismático que usaban las abuelitas cuando querían ponde- 
rar el número de navidades que una persona carga á cuestas. Decir de 
una mujer, por ejemplo: Fulana no tiens ya cara ni sello, era declararla 
moneda antigua, fea y gastada. 

SERVIR PARA LO QUE SERVÍA BENITO 

Que no hay hombre tan inútil que no sirva para algo, es para mí ver- 
dad de tomo y lomo. El quid está en ocuparlo para aquello que Dios qui- 
so que fuera apropiado. En apoyo de mi tesis va la historia de Benito. 

Así se llamaba un indezuelo, mocetón de diez y ocho años, que en la 
serranía de Yauli, donde el frío es casi como el de Siberia, dragoneaba de 
pongo del señor cura, que era un respetabilísimo anciano. Pero el demo- 
nio del muchacho era una verdadera calamidad por lo bruto, lo inútil y 
lo negado para todo. Jamás hizo cosa á derechas, y ni siquiera aprendió á 
persignarse, por mucho que su patrón se empeñara en enseñarlo. 

Nunca fregó platos sin quebrar media docena, y no pasaba día sin 
proporcionar al cura dos ó tres sofocones y berrinches, de esos que ata- 
bardillarían la sangre hasta á los peces del mar. 

Y sin embargo, el señor cura estaba cada día más contento y satisfe- 
cho de este pedazo de bestia, que no de carne humana; lo que traía ma- 
ravillados á los feligreses. Su merced no podía vivir sin el Cacaseno del 
imbécil pongo. 

Una noche le mandó encender el cerillo, y por poco arden la casa cu- 
rial y el pueblo entero. Entonces el alcalde y los vecinos caracterizados 
se apersonaron ante el cura para obligarlo á que despidiese de su servicio 
á ese borrico, que ellos se encargarían de alejarle del pueblo. 

El señor cura, al imponerse de la legítima exigencia del vecindario, 



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lUCAttDO FALAIA 333 

casi se echó á llorar, terminando por decir que renunciaría el curato si 
se obstinaban en separarlo de su criado. 

— Pero, señor cura— le preguntó algo conmovido el alcalde,— ¿por qué 
tiene usted tanto cariño á ese animal? ¿Para qué le sirve? 

Al oir esta pregunta se reaccionó el cura y contestó con energía: 

— ¿Que para qué me sirve? ¿Quieren ustedes saberlo? Pues me sirve para 
quemarme la sangre, y como esta tierra es tan fría, entro en calor y me 
ahorro el gastar en aguardiente, y el emborracharme, y el dar mal 
ejemplo. 

Los vecinos se retiraron, satisfecha su curiosidad de saber que Benito 
servía para quemar sangre. 

Y desde entonces fué refrán popular limeño esta frase: «Usted sirve, 
mi amigo, para lo que servía Benito.» 

V 

EL SERMÓN DE LA SAMARITANA 

Cuando un marido empezaba á echar una repasata á la señora porque 
el sancochado (que en Lima es el santo que más devotos tiene) estaba 
soso, madama le interrumpía diciéndole; «Ya me viene usted con el ser- 
món de Ja Samaritana. Cállese usted y tengamos la fiesta en paz.» 

Cuando una limeña contaba á sus amigas que á otra ídem le había 
chantado cuatro frescas, no lo hacía sin rematar con esta frase: «Hijas, le 
prediqué el sermón de la Samaritana.» 

Confieso que tanto oía, allá en mis mocedades, esto del sermón de la 
Samaritana en boca de las limeñas del tiempo del rey, que picóse mi cu- 
riosidad, abrí la Biblia y écheme á buscar el sermoncito tan cacareado. 
¡Qué había de encontrarle, si el tal sermón no se predicó en Judea, sino 
en mi tierra! Y van á saber ustedes el cuándo y el porqué. 

Érase un caballero muy caballero, llamado D. Francisco de Toledo, 
clavero en la orden de Alcántara, y por más señas virrey en estos reinos 
del Perú por su majestad D. Felipe IL Su excelencia, que á pesar de ser 
hombre muy beato, como que comulgaba cada ocho días, sentía con fre- 
cuencia subírsele la mostaza á las narices, supo un día que el padre Sa- 
nabria de los dominicos de Lima, y que era el predicador á la moda, te- 
nía la llaneza y bellaquería de satirizar en el pulpito á los hombres del 
gobierno, y aun criticaba, sin pararse en repulgos, disposiciones adminis 
trativas. 

Ya muchos oficiosos habían prevenido al padre Sanabria que se abs- 
tuviese de indirectas directas que podrían costarle caro; pero el orgulloso 



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334 TKADICIONES PERUANAS 

fraile contestaba: <:Lásdmaes que el virrey no me oiga, que en sus barbas 
le diría verdades que le amargasen. > 

Un domingo de Cuaresma del año de 1576 fuese de tapadillo el vi 
rrey á Santo Domingo, curioso de oir el tan celebrado pico de oro. El te- 
ma del sermón del día era Jesús y la Samaritana. 

Aquella tarde, y en momentos de subir al palpito, otro fraile se acercó 
al predicador y le dijo: 

—Mucha cautela, compañero, que el virrey está en el coro. 

— ¿^íl Pues me alegro, porque va á divertirse. 

Pasó el exordio y pasaron los floreos, y entró su paternidad en el meo- 
llo del tema, y al comentar el bíblico sucedido dijo: i A la Samaritana 
Nuestro Salvador le pidió de beber, como hoy los conquistadores que ga- 
naron esta tierra para España piden pan, para sí y para sus hijos, al re- 
presentante del rey. Déles algo su excelencia, y que no sea todo para los 
favoritos palaciegos; y si no lo hiciere así, en justicia y reparación de in- 
merecido agravio, pronostico que las barras de plata que el virrey va á 
enviar á Cádiz para su casa y familia, se las tragará el mar sin miseri- 
cordia » 

Y continuó echando bomba. 

D. Francisco de Toledo, á quien tildaban de nepotismo, porque las 
mejores brevas y los bocados más suculentos de esta tierra los repartía 
entre sus allegados y amigos, se mordió el belfo y tragó saliva Pero 
cuando el padre Sanabria bajó del pulpito, dijo al oído al oficial que lo 
acompañaba: 

—Cuando encuentre usted por la calle á ese fraile taimado, llévelo 
preso á palacio. 

Al día siguiente el dominico estaba delante del virrey, quien le dijo 
sonriendo: 

—Me alegro de verlo, padre, porque llega á tiempo para embarcarlo 
mañana bajo partida de registro en el galeón que zarpa con las barritas 
de plata que mando á mi familia. Vaya su paternidad á predicar en Es- 
paña el sermón de la Samaritana. 

Y no hubo vjaelta de hoja. Fué el fraile á bordo, sin que valieran em- 
peños á librarlo; y para colmo de desdicha suya, al desembarcar en Pana 
má atacólo una fiebre maligna, que lo llevó sin muchos perfiles al mundo 
de donde no se vuelve. 

En cuanto á las barras de plata, el cronista Meléndez dice que en efec 
to se las tragó el mar. Quizá Meléndez, que era también dominico, lo es- 
tampa así por espíritu de cuerpo y para que no quedase por mal pro- 
feta su compañero de claustro. 

Tal es el origen del refrán. * 



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BIGARDO PALMA 335 

VI 
SER DE PADRE NUESTRO 

Hay refranes que son verdaderos limeñismos, y que no atinamos á 
explicarnos el por qué han caído en desuso. No hay razón para que mue- 
ran. Uno de ellos es el que sirve de título á este artículo, y que en mi 
concepto es de lo más intencionado que cabe en materia de refranes. 

En mi ya remota mocedad oía decir á las muchachas de mi tiempo, 
cuando desenfundando las tijeritas de la lengua se echaban á cortar man- 
gas y capirotes de alguna otra descendiente de Eva: «¡ Ay, hijaISi esa can- 
dida es de las de Padre nuestro y la liga.» 

También los hombres, y principalmente los politiqueros cuando pre- 
tendían crear reputacixSn de tonto á algún prójimo, exclamaban; «¡Bah! 
iSi fulano es de los de rezarle Padre nuestro!» 

De más está decir que por entonces maldito si me ocupé de escudri- 
ñar el origen de tal frase ó refrán. Bastábame saber que era proyectil de 
alcance, y mortal. 

Hará veinte años que una doña Pepa A. , amiga mía, y con la cual 

murió la última limeña de cuño antiguo, refería algo de crónica social 
que yo no descifraba con claridad, y la abrumaba con preguntas, obligán- 
dola á poner punto sobre las íes. Aburrióse la buena señora, y me dijo: 

— ¡Jesús, hombre de Dios! Hoy está usted de Padre nuestro. 

(Traducción libre: «Hoy está usted tonto de remate, tonto de canasta 
y palito.») 

«Aquí sí que te pillo, grillo,» dije para mí. Y aproveché la oportuni- 
dad para que doña Pepa me contase el origen del refrán. Helo aquí. 

Hubo en Lima por los tiempos de Amat una hembra muy decidora, 
la Mariquita Castellanos, de cuyas agudezas me he ocupado en dos de 
mis tradiciones. Llegada á vieja la Castellanos, se hizo beata de correa y 
hábito Carmelo, conservando siempre sus resabios de murmuración juve- 
nil. Por las mañanas, y después de persignarse, rezaba un Padre nuestro 
con esta variante en el final: «y líbrame, Señor, de candidos, de candidas 
y de todo mal: amén.» Luego se vestía, y se encaminaba á la iglesia ve- 
cina para oir misa. Si por el tránsito encontraba á alguna prójima adefe- 
sieramente vestida, á algún pollo cursi ó á algún personaje de esos de 
pantorrilla gruesa, mirábalos la beata de arriba abajo, sonreíase y mur- 
muraba entre dientes: 

— Anda, anda, que ya te recé tu Padre nuestro. 



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336 TRADICIONES PERUANAS 

Conque, lectoras mías, ya que conocen ustedes la historia del refrán, 
les pido gracia para que no me lo recen por esta mi manía de desenterrar 
antiguallas. 



RESPUESTA Á DOS PREGUNTONES 

Un refrán español dice: Averigüelo Vargas, que fué un averiguador 
famoso de todo lo que no le importaba ni ofrecía conveniencia. No deja 
de ser andrómina para mí eso (fe que en mi tierra, cuando es asunto de 
fruslerías se diga, equiparándome con el Vargas de ha tres siglos: «Hom- 
bre, eso ha de saberlo Ricardo Palma.» Como si yo en cada pelo del bigo- 
te escondiera una historieta. En esta semana he recibido dos esquelitas 
preguntonas, á las que como hombre cortés voy á dar respuesta sin gas- 
tar mucha tinta ni andarme por caballetes de tejado. Para eso estamos 
los viejos: para satisfacer á curiosos de vidas ajenas y de cosas que no 
valen un pepino. 



Poco después de la capitulación de Rodil, ejercía el general Rivade- 
neyra las funciones de gobernador y autoridad marítima del Callao. En 
obedecimiento á orden superior, hizo su señoría promulgar bando prohi- 
biendo, bajo pena de arresto, multa y comiso, la venta de pólvora por los 
particulares. Quien necesitara pólvora debía ocurrir á Lima y comprarla 
en la fábrica ó estanco, previa aquiescencia del intendente de policía. 

La prohibición, como era consiguiente, despertó el espíritu de contra- 
bando, y del mismo polvorín de la fortaleza Chalaca desaparecían poqui- 
to á poquito quintales de pólvora, que era comprada á bajo precio por 
los pulperos. 

Sucedió que una noche, á poco más de las siete, llegaron dos soldados 
á una pulpería administrada por un italiano llamado Domenico y pusie- 
ron sobre el mostrador dos mochilas repletas de pólvora. Convinieron 
con el pulpero en el precio que éste había de pagarles por cada libra, y 
después de entornar la puerta se pusieron á pesar en la balanza el artícu- 
lo. Pagó el comprador, despidiéronse los vendedores, y no se habrían ale- 
jado veinte varas cuando se oyó terrible detonación, y la pulpería se des- 
plomó. Presúmese que al ir á guardar la pólvora, cayó sobre ella el candil. 



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RICARDO PALMA 337 

Apenas si se encontraron fragmentos del cuerpo de Domenico; y co- 
mo la catástrofe fué de gran resonancia para una población cuyo vecin- 
dario en ese año, por consecuencia del reciente asedio, hambruna y 
epidemia, no excedía de cinco mil almas, la voz popular dio á la calle el 
nombre de calle del Quemado. 

Queda satisfecho un curioso. Vamos al otro. 

II 

Más difícil es dejar contento al que en la crónica de El Comercio me 
ha preguntado el porqué cuando dos prójimos pagan á medias un billete 
de lotería, se dice que han echado suerte en haca, con h de burro. Sin do 
cumento en que apoyarme, voy á repetir únicamente lo que oí de boca 
de viejos. La verdad quede en su sitio, que yo ni entro ni salgo, ni nada 
me va ni viene con que la explicación cuadre ó no cuadre. 

Por los años de 1780 se estableció en Lima la primera lotería pública. 
en. la que parece no se jugó muy limpio, pues tuvo el gobierno que sus 
pender la licencia. Creo que en los tiempos de Aviles se restableció la 
lotería con mejor reglamentación. 

Bajo el gobierno de Abascal se concedió á D. Gaspar Eico y Ángulo, 
que fué un culebrón de encargo, la administración y dirección de lote- 
rías. Los billetes (de los que existen ejemplares en la Biblioteca Nacional) 
eran impresos y en tamaño la mitad de los actuales. Sobre el número 
leíase viva el rey. 

Este D. Gaspar Eico y Ángulo, que murió en el Callao de escorbuto 
durante el sitio, siendo redactor de El Depositario, papelucho inmundo 
contra los patriotas, estableció su oficina de lotería en la calle del Arzo- 
bispo. En la puerta y sobre una tabla hizo pintar una cabeza de familia 
bovina con esta inscripción: A la fortuna por los cuernos. 

Siendo del género femenino la fortuna, es claro que la cabeza pintada 
era de vaca y no de toro. Robustece esta opinión la copla popular que 
estoy seguro conocen muchos de mis lectores: 

Fortuna no vi ninguna 
cual la de este caballero, 
porque lo hizo su ternero 
la vaca de la fortuna. 

Los billetes valían, como los de ahora, un real, y cuando entre dos 
personas se trataba de comprarlo á medias, decían: «un cuerno para ti y 
otro para mí.» 

En 1817 el suertero D. Jerónimo Cha vez, que era la categoría del gre- 

ToMo IV 22 



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338 TRADICIONES PERUANAS 

mió y á quien los limeños llamaban Chombo el dichoso, quiso sintetizar 
la apuntación que sus compañeros escribían en el registro, é inventó la 
palabra baca con b larga, encontrando quizá roma ó sin punta la palabra 
va^a. Los suerteros (y no sorteros como alguien ha sostenido que debe 
decirse) no están obligados á corrección ortográfica. 

¿Cuál ortografía debe prevalecer? Tengo para mí que la adoptada por 
los suerteros: primero, porque ellos son los dueños é inventores de la 
acepción dada á la palabra; segundo, porque sólo á ellos interesa escri- 
birla así ó asá; tercero, porque los que no vendemos suertes no debemos 
legislar, como los congresantes, sobre materia en que somos del todo al 
todo ignorantes, y últimamente, por que en todo caso la palabra baca no 
pasa de ser un limeñismo, y si con el tiempo y las aguas llegase á alcan- 
zar la honra de figurar en el Diccionario de la Academia, que sea con el 
traje con que la vistieron los que la dieron vida. 



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) 
I 

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KICARDO PALMA 331) 



EL MEDICO INGLES 



A principios de 1819 recibió en Lima el virrey Pezuela la denuncia de 
haber aparecido en las provincias de Cajatambo y Huailas un hombre ru 
bio, mediano de cuerpo, con bastón y capa, que hacía propaganda de 
ideas en favor de la independencia, vio que más alarmó al gobierno fue 
que conquistaba numerosos pírfSSírtíos^l misionero político. Iba de pue 
blo en pueblo predicando la buena nueva, como Jesús entre los judíos. 
Sus peroraciones tenían saborcillo bíblico, si bien no eran en correcto cas- 
tellano, pues el idioma nativo del aparecido apóstol era el inglés. 

Decíase que sin recibir de nadie una moneda éh^^agSV^rcía la medi- 
cina con los pobres indios, realizando en ellos curaciones que parecieron 
portentosas, t, v P^^i.^Y 

— Yo soy Pablo— decía unas veces, — ^y estaré siempre del lado de los 
oprimidos y en contra de los opresores. 

— Yo soy Jeremías— decía otras veces, — y ensalzo el bien y la libertad 
humana, tanto como e/ecro el mal y la tiranía. ^.*^^ ^^' * ' 

Como para unos era Pablo y para otros Jeremías, ora apóstol, ora pro- 
feta, el gobierno ^pfo por bautizarlo, con el nombre de el médico inglés^ 
y despachó comisiones para echítrle guante á las provincias que hoy for- 
man el departamento de Ancachs. 

«A la vista tenemos, entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional, 
la iñdagacióíi oficial seguida en Chiquián. Resulta de ella que el propar 
gandista revolucionario estuvo por tres días aleado en casa de un señor 
González, administrador de correos y padre de un clérigo perseguido por 
patriota, quien cedió al huésped su propia cama y lo trató con el respeto 
y consideraciones que se dispensan á un alto personaje. ^ 

Todos los esfuerzos del gobierno ^e Lima para apresarlo fueron esté- 
riles. Los comisionados, como los caral^iñeros de la zarzúela,^legaban 
siempre trop tardy esto es, un par de horas después de escapado el 
hombre. , . . ' ^ 

El médico inglés llegó á ser la pesadilla de Pezuela, y entre sus áuli- 
cos hubo quien opinara que el misterioso viajero no podía ser sino San 
Martín en persona que había venido al Perú á preparar el terreno parala 
expedición libertadora que en Chile se alistaba, y que al fin en 1820 des- 
embarcó en Pisco. 



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340 TRADICIONES PERUANAS 

Lo positivo es que el incógnito fué un norteamericano, agente de 
0*Higgins y San Martín, y cuyo nombre era Pablo Jeremías. 

Cúmplenos, para concluir, ocuparnos del triste término que en 1822 
tuvo este incontrastable apóstol de la democracia, como lo llama Mariá- 
tegui en sus Anotaciones ala, Historia del Perú por Paz Soldán. Copiemos 
á Mariátegui: «De orden de Monteagudo fué fusilado Jeremías en Lima, 
en la plazuela de Santa Ana, sin proceso, ni audiencia, ni faítóae juez 
competente. Esa atentatoria ejecución tuvo lugar sin í^fafáEo, y de un 
modo que mostraba que Ip» autores no querían que de ella se hablase. 
Sólo trataron de desha^er^e Sé^un hombre estimado como enérgico ene- 
migo de los planes de monarquía. Del asesinato de D. Pablo Jeremías ni 
siquiera se publicó el menor anuncio en la Gaceta. Ese atentado contri- 
buyó en mucho á hacer impopular á Monteagudo, acarrea) dolé la desti- 
tución y el destierro.» C^ / 

Tal fué el trágico fin del médico inglés, que no pocos dolores de cabe- 
za diera al virrey del Perú. 



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RICARDO PALMA 343 



LA PANTORRILLA DEL COMANDANTE (1) 



FRAGMENTO DE CARTA DEL TERCER JEFE DEL «IMPERIAL ALEJANDRO» 
AL SEGUNDO COMANDANTE DEL BATALLÓN «GERONA» 

Cuzco, 3 de diciembre de 1822. 

Mi querido paisano y compañero: Aprovecho para escribirte la opor- 
tunidad de ir el capitán D. Pedro Uriondo con pliegos del virrey para el 
general Valdés. 

Uriondo es el malagueño más entretenido que madre andaluza ha 
echado al mundo. Te lo recomiendo muy mucho. Tiene la manía de pro- 
poner apuestas por todo y sobre todo, y lo particular es que siempre las 
gana Por Dios, hermano, no vayas á incurrir en la debilidad de aceptar 
le apuesta alguna, y haz esta prevención caritativa á tus amigos. Uriondo 
se jacta de que jamás ha perdido apuesta, y dice verdad. Conque así, 

abre el ojo y no te dejes atrapar 

Siempre tuyo 

Juan Echerry 

II 

CARTA DEL SEGUNDO COMANDANTE DEL «GERONA» 
Á SU AMIGO DEL «1MPERLA.L ALEJANDRO» 

Sama, 28 de diciembre cíe 1822. 

Mi inolvidable camarada y pariente: Te escribo sobre un tambor, en 
momentos de alistarse el batallón para emprender marcha á Tacna, don- 
de tengo por seguro que vamos á copar al gaucho Martínez antes de que 
se junte con las tropas de Alvarado, á quien después nos proponemos 
hacer bailar el zorongo. El diablo se va á llevar de esta hecha á los insur- 
gentes. Ya es tiempo de que cargue Satanás con lo suyo, y de que las 



(1) El Fígaro de París me ha ganado de mano localizando en Francia el tema 
de la tradicioncilla que va el lector á conocer. Hágolo constar honradamente, reiviudi- 
cando sólo la nacionalidad del asunto. 



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342 TRADICIONES PERUANAS 

charreteras del coronel luzcan sobre los hombros de este tu invariable 
amigo. 

Te doy las gracias por haberme proporcionado la amistad del capitán 
üriondo. Es un muchacho que vale en oro lo que pesa, y en los pocos días 
que lo hemos tenido en el cuartel general ha sido la niña bonita de la 
oficialidad. ¡Y lo bien que canta el diantre del mozo! ¡Y vaya si sabe ha- 
cer hablar alas cuerdas de una guitarra! 

Mañana saldrá de regreso para el Cuzco con comunicaciones del ge- 
neral para el virrey. 

Siento decirte que sus laureles, como ganador de apuestas, van mar- 
chitos. Sostuvo esta mañana que el aire de vacilación que tengo al andar 
dependía, no del balazo que me plantaron en el Alto Perú, cuando lo de 
Guaqui, sino de un lunar, grueso como un grano de arroz, que según él 
afirmaba, como si me lo hubiera visto y palpado, debía yo tener en la 
parte baja de la pierna izquierda. Agregó, con un aplomo digno del físico 
de mi batallón, que ese lunar era cabeza de vena y que andando los 
tiempos, si no me lo hacía quemar con piedra infernal, me sobrevendrían 
ataques mortales al corazón. Yo, que conozco los alifafes de mi agujereado 
cuerpo y que no soy lunarejo, solté el trapo á reir. Picóse un tanto Urion- 
do, y apostó seis onzas á que me convencía de la existencia del lunar. 
Aceptarle equivalía á robarle la plata, y me negué; pero insistiendo él 
tercamente en su afirmación, terciaron el capitán Murrieta, que fué alfé- 
rez de cosacos desmontados en el Callao; nuestro paisano Goytisolo, que 
es ahora capitán de la quinta; el teniente Silgado, que fué de húsares y 
sirve hoy en dragones; el padre Marieluz, que está de capellán de tropa, y 
otros oficiales, diciéndome todos: «Vamos, Comandante, gánese esas pe- 
luconas que le caen de las nubes.» 

Ponte en mi caso. ¿Qué habrías tú hecho? Lo que yo hice, seguramen- 
te. Enseñar la pierna desnuda para que todos viesen que en ella no había 
ni sombra de lunar. Uriondo se puso más rojo que camarón sancochado, 
y tuvo que confesar que se había equivocado. Y me pasó las seis onzas, 
que se me hizo cargo de conciencia aceptar; pero que al fin tuve que 
guardarlas, pues él insistió en declarar que las había perdido en toda regla. 

Contra tu consejo, tuve la debilidad (que de tal la calificaste) de acep- 
tarle una apuesta á tu conmigo desventurado malagueño, quedándome, 
más que el provecho de las seis amarillas, la gloria de haber sido el pri- 
mero en vencer al que tú considerabas invencible. 

Tocan en este momento llamada y tropa. Dios te guarde de una bala 
traidora, y á mí lo mesmo. 

Domingo Echizarraqa 



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RICARDO PALMA 343 



III 



CARTA DEL TERCER JEFE DEL «IMPERIAL ALEJANDRO» 
AL SEGUNDO COMANDANTE DEL «GERONA» 

CuzcOy enero 10 de 1823. 

Compañero: Me fundiste. 

El capitán Uriondo había apostado conmigo treinta onzas á que te 
hacía enseñar la pantorrilla el día de Inocentes. 

Desde ayer hay, por culpa tuya, treinta peluconas de menos en el 
exiguo caudal de tu amigo, que te perdona el candor y te absuelve de la 
desobediencia al consejo. 

Juan Echerry 

IV 

Y yo el infrascrito garantizo, con toda la seriedad que á un tradicio- 
nista incumbe, la autenticidad de las fírmas de Echerry y Echizarraga. 



LA DAGA DE PIZARRO 



Yo no he visto el documento comprobatorio, porque no he visitado la 
imperial ciudad de los Incas; pero todos los cuzqueños con quienes sobre 
historia patria he hablado, están acordes en que consta de acta, que en 
el Cabildo del Cuzco se conserva, que cuando Francisco Pizarro se vio en 
el caso de trazar una de las plazas de la ciudad, echó mano de la daga 
que al cinto llevaba y se puso con ella á hacer sobre el terreno líneas de 
surco profundo. Mellada el arma por lo rudo de la faena, no era ya posi- 
ble para su dueño usarla como ofensiva, y á petición de uno de los regi- 
dores la cedió al Cabildo para que en éste se conservase. 

Barrunto que los cabildantes del Cuzco no debieron ser muy cuidado- 
sos con la prenda; porque en 1825, á poco de la batalla de Ayacucho, 
ella desapareció, sin que nadie se ocupara en averiguar el cómo. 

Pero en 1841, después de la batalla de Ingari, se supo que la histórica 



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344 TRADICIONES PERUANAS 

daga existía en La Paz, y allí fué entrarles á los cuzqueños fiebrecilla por 
recobrar lo que la incuria peruana daba por perdido y muy perdido. Los 
vecinos hicieron de esto punto de honrilla, y el gobierno tuvo que com- 
placerlos gestionando privada y aun diplomáticamente. La cosa empezó 
á ponerse fea, y hubo periodista tan falto de sesera, que por tan fútil 
motivo quería que nos dejáramos de papelorios y declarásemos la guerra 
á Bolivia. 

Por dicha para el nombre americano, la sensatez no abandonó á los 
gobernantes, ¡cosa rara! Y en 1856, cuando ya nadie hablaba de la moho- 
sa daga, los bolivianos la devolvieron al Cabildo del Cuzco, reliquia que 
temo se evapore de un día á otro para figurar con lucimiento en algún 
museo de Europa, pues sé que los cabildantes actuales dan tanta impor- 
tancia á la prenda como al pañal en que, al nacer, los envolviera la co- 
madrona 



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Era Inocente Zarate allá por lósanos de 1820 un joven trujillano, crio- 
llo legítimo, bravo como el que más y alegre como una zamacueca. De- 
sempeñaba el empleo de mayordomo en una hacienda del valle de Ate, 
llamada Melgarejo. 

Entusiasta partidario de San Martín y de la causa por éste represen- 
tada, Zarate prestó servicios importantes, ya como conductor de comuni- 
caciones, ya como amparador y guía de los patriotas que fugaban de Lima 
para incorporarse en las filas del ejército libertador. 

Denunciado al virrey La Serna, envió la autoridad un oficial con sol- 
dados á la hacienda de Melgarejo con orden de tomar vivo ó muerto al 
insurgente mayordomo; pero éste lo sospechó ó recibió aviso oportuno, 
porque á tiempo se puso á fojas. 

Forzado ya á vivir á salto de mata, organizó con peones de las hacien- 
das, entre los que era muy popular, una partida de montoneros, y decla- 
róse capitán de ellos. Sus camaradas lo bautizaron con el apodo de Gavi- 
lán, que él aceptó de buen grado, y á fe que la tal ave de rapiña, encar- 
nada en un hombre, dio á los realistas muchos malos ratos. Quiero referir 
únicamente la aventura que sirvió de base á la fama de Gavilán, 



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346 TRADICIONES PERUANAS 

Celebrado armisticio entre el virrey y San Martín para dar comienzo 
á las negociaciones de Punchauca, los españoles enviaron su caballada á 
pastar en los potreros de la hacienda de Mayorazgo, encomendando el 
cuidado de ella á un piquete de diez soldados bajo el mando de un sar- 
gento. 

Una noche, cuando los guardianes estaban sumergidos en profundísi- 
mo sueño, llegó cautelosamente Gavilán con su partida, y los despertó 
después de tenerlos desarmados y en la imposibilidad de oponer la menor 
resistencia. En seguida uno de los montoneros, que era rapista, sacó na- 
vaja y demás chirimbolos, y afeitó á los prisioneros la patilla derecha y 
el mostacho izquierdo, dejándolos luego en libertad para ir á dar aviso á 
sus jefes de que la caballada del ejército se había hecho humo. 

Calculaba Gavilán, y calculó bien, que ninguno de los soldados iríaá 
Lima á exhibirse en tan ridicula figura, y que por lo menos perderían un 
par de horas en buscar y encontrar navaja para quedarse sin pelos en la 
cara. A él le interesaba ganar siquiera cinco ó seis horas de ventaja sobre 
el escuadrón que era probable enviasen los españoles para intentar el 
rescate de la caballada. 

El general Monet, por mandato del virrey, se presentó dos días des- 
pués á San Martín, y le expuso que su gobierno estimaba el robo de la 
caballada como violación del armisticio ajustado. El jefe patriota lo satis- 
fizo, manifestándole que en la desaparición de las cabalgaduras no habían 
tenido arte ni parte las tropas regulares, y que ello había sido acto es- 
pontáneo de vecinos de la ciudad, sobre los que los republicanos no ejer- 
cían jurisdicción alguna. Agregó San Martín que él no había aceptado 
esos caballos para su ejército, y que Gavilán los había llevado al interior, 
en donde, según noticias, había vendido muchos y aun regalado algunoa 

Monet quiso conocer á Zarate porque le había hecho gracia lo del afei- 
te, y San Martín le ofreció que haría buscar al montonero, pues se halla- 
ba con su partida á quince leguas de distancia. 

Tres ó cuatro días más tarde recibió el general español una esquelita 
en que le participaba San Martín que Inocente Gavilán había llegado al 
campamento. 

Entre el capitán de guerrilleros y el general Monet hubo este corto 
diálogo: 

— ¿Por qué ha robado usted la caballada del rey? 

— Pues, por eso , porque era del rey. 

— Está usted vendiendo los caballos á vil precio. Véndame los que le 
quedan y le serán bien pagados. 

— Aunque me ofreciera el general mil pesos por caballo, nequáquam. 

— Está bien. Ya lo fusilaré á usted algún día. 



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RICARDO PALMA 34? 

— Si me dejo atrapar, que lo dudo. Esas uvas están verdes. 

— ¿Y qué le ha dado á usted la patria, pobre diablo? 

Ante esta salida de tono del general español, Gavilán contestó con 
fiereza poniendo la mano en la empuñadura de su arma: 

— La patria me ha dado este sable para defenderla y para cortar pes- 
cuezos de godos. 

El general Monet volteó la espalda y fué á reunirse con San Martín. 

En 1851 conocí á Gavilán, ya sexagenario y dueño de una huertecita 
en el Cercado. Él me refirió su diálogo con Monet, que he reproducido 
casi al pie de la letra, y me contó las peripecias todas de su vida de mon- 
tonero. Disfrutaba en su vejez de la paga y honores de sargento mayor 
de caballería. 



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348 TRADICIONES PERUANAS 



PICO CON PICO Y ALA CON ALA 

Cuando en los matrimonios mal avenidos ó descompaginados, alguno 
de los cónyuges solicitaba consejo de nuestros abuelos, éstos, que peca- 
ban de sensatos, nunca pronunciaban fallo, por aquello de «Para dos sába- 
nas, dos. > Nuestros padres, los hombres de la independencia, que no eran 
menos juiciosos que sus progenitores, dieron jubilación y cesantía á esos 
refranejos, sustituyéndolos con este: «Pico con pico y ala con ala,» refrán 
inventado por el generalísimo D. José de San Martín. 

¡Cómo! ¿Qué cosa? Pues así como suena; siga vuesa merced leyendo y 
lo sabrá. 

I Fuego y más fuego! 
Después de uu mete y saca 
no hay vuelve luego. 

Nada ha hecho más antipáticas á suegras y cuñadas que el prurito de 
entrometerse en las acciones todas del marido de la hija ó Jliermana. El 
que se casa, si aspira á la paz doméstica, tiene que resignarse á ser vícti- 
ma de la parentela, plaga mil veces peor que las tan cacareadas de Egip 
to, y dejarse zarandear por ella como niño en cuna. Y ¡ay de él si se su- 
bleva y protesta!, porque entonces la conjunta, haciendo causa común 
con las arpías, lo pondrá en condición de buscar la libertad y la dicha 
en el cañón de una pistola Casos se han visto. Y lo que digo de ellas lo 
aplico también, cristianamente, se entiende, á ellos, suegros y cuñados 

Felizmente y para gloria del sacramento, contrato ó lo que fuere, no 
escasean los maridos que, metiéndose en sus calzones, saben poner á raya 
gente entrometida en lo que no le va ni viene conveniencia, y que me 
trae á la pluma cierta historieta de los preciosos tiempos de la Inquisi- 
ción, que, pues viene á pelo, relataré al galope. 

Fué ello que un pobre diablo se encaprichó en negar el misterio de la 
Trinidad, dando motivo para que el Santo Oficio se encaprichara también 
en achicharrarlo. Los teólogos consultores más reputados gastaron saliva 
y tiempo por convencerlo; pero él siempre erre que erre en que no le entraba 
en la mollera eso de que tres fueran uno y uno tres. Al ñn, un mozo car- 
cunda, profano en sumas teológicas, si bien catedrático en parrandas, se 
abocó con el contumaz hereje, y después de discurrir á su manera sobre el 
peliagudo tema, terminó preguntándole: 



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RICARDO PALMA 349 

— Dígame, hermano. ¿Le paga usted acaso la comida á alguna de las 
tres personas de la Santísima Trinidad? ¿Le cuesta á usted siquiera un 
macuquino la ropa limpia y los zapatos que gastan? 

— No por cierto— contestó el preso. 

— Pues entonces, hombre de Dios, ¿qué le va á usted ni qué le viene 
con que sean tres ó sean treinta? ¿A usted qué le importa que engullan 
como tres y calcen como uno? ¿Quién lo mete á sudar fiebre ajena? Allá 
esos cuidados para quien las mantiene y saca provecho de mantenerlas. 

— Hombre, no había caído en la cuenta: tiene usted razón, mucha razón. 

Y el reo llamó á los inquisidores, se confesó creyente, y libró del tostón. 

Ahora bien: el generalísimo D. José de San Martín, prez y gloria del 
gremio de maridos, era imperturbable en el propósito de esquivar la gue- 
rra civil en el hogar, soportando con patriarcal cachaza las impertinen- 
cias de un cuñado. Era el tal un comandante Escalada que de cuenta de 
hermano de doña Remedios, la costilla, había dado en la flor de aspirar 
á ejercer dominio sobre el pariente político. 

¿Tratábase de un acto diplomático, de una disposición gubernativa ó 
de operaciones militares? Pues era seguro que el comandante, sin que na- 
die le pidiera voto, le diría al cuñado: «Hombre, José Me parece que 

á ese consulillo debes darle de patadas. Déjate de contemplaciones, y 
pégale cuatro tiros al godo Fulano. Mañana mismo preséntales batalla á 
los maturrangos chapetones y cáscales las liendres.» 

San Martín se mordía la punta de la lengua y dejaba charlar al entro- 
metido; pero un día cólmesele la medida, é interrumpiendo al cuñado dijo: 

— ¡Alto ahí, Sr. Escalada! Pico con pico y ala con ala Yo no me 

casé con usted, sino con su hermana. 

Santo remedio. Desde ese día el cuñado no volvió á gerundiar á San 
Martín y la frase fué tan afortunada que se tornó refrán. 



LAS JUSTICIAS DE CIRILO 

Era su señoría D. Cirilo Sorogastúa, subdelegado de Chachapoyas, 
todo lo que se entiende por una autoridad suigéneris y por un juez tipo 
único en esto de administrar justicia. Algo así como Sancho en la ínsula. 

Allá en los tiempos en que el virrey Amat vendía los cargos públicos al 
mejor postor, ocurrióle á D. Cirilo, gallego, más burdo que golpe de martillo 
sobre el yunque, comprar un empleo que diera importancia á su persona. 



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350 TRADICIONES PERUANAS 

Había cuando vino al Perú principiado por trabajar como mayoral en 
una mina, y á fuerza de economía y perseverancia logró reunir un capi- 
tal de cinco mil duros, que con maña y suerte alcanzó á decuplar. Cirilo 
se convirtió en D. Cirilo, y con este cambio de posición brotaron en su 
alma vanidosos humillos. 

Cuando tomó posesión del cargo, D. Cirilo, que á duras penas dele 
treaba letra de imprenta y firmaba con gurrupatos ilegibles, comprendió 
que necesitaba los servicios de un secretario para el despacho, y contrató 
por veinte pesos al mes para el ejercicio del puesto á un tinterillo ó pica 
pleitos del lugar. 

Era el D. Cirilo hombre desaseado y en cuya cabeza nunca había ser- 
vido peine, pues se alisaba los cabellos con los dedos. El secretario le 
aconsejó que por el bien parecer y decoro de la autoridad llamase á un 
rapista y pusiera barba y cráneo bajo su dominio. Resignóse D. Cirilo, y 
según él decía, pasó en una hora que duró el afeite las penas todas del 
purgatorio. Limpio ya de pelos, constituyóse en su salón á administrar 
justicia. 

Presentáronle un ladrón de bestias en despoblado, delito de abijeato, 
que dicen los criminalistas. El tal declaró que pasando por una hacienda se 
enamoraron de él los cuadrúpedos, echándose á seguirlo de buena volun- 
tad. El dueño aseguraba lo contrario, y entre uno que afirmaba y otro 
que negaba, hallábase el juez perplejo para pronunciar su fallo: «Aquí 
hay un ladrón ó un calumniador á quien penar,» dijese D. Cirilo. «¿Cuál 
de los dos habla verdad? Ahora lo sabremos.» 

Y volviéndose á los del litigio, les dijo: 

—Párense frente á la pared y escupan lo más alto que puedan. 

Obedecieron los contrincantes, y la saliva del ladrón cayó dos pulga- 
das más arriba que la del acusador. 

— ¡Ah, picaro calumniador! ¿Escupe torcido, y quiere que le crean y 
tener justicia? — gritó furioso el juez. — Merece usted que ahora mismo lo 
mande escopetear. 

— Con perdón de usía — interrumpió el aguacil, — en el pueblo no hay 
escopetas. 

—Que lo afeiten y lo peinen, da lo mismo. 

Dióle cuenta el secretario de que una dama se querellaba por escrito 
de que otra hija de Eva la había llamado mujer y no señora, siendo ella, 
la agraviada, señora y muy señora en todas sus cosas. 

— A ver, secretario, ponga usted la providencia que voy á dictarle: 
^Pruebe la recurrente, con reconocimiento de médico y matrona, que no 
os mujer, y fecho proveeráse.» 

El secretario pasó á leerle un recurso que principiaba así: <El infras- 



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RICARDO PALMA dbí 

crito, maestro de escuela de la villa, ante usía respetuosamente ex- 
pone » 

D. Cirilo no quiso oir más; porque interrumpiendo al lector, gritó en- 
colerizado: «jCómo se entiende! Aquí no hay más infrascrito que yo, que 
soy la autoridad, y vaya el muy bellaco á la cárcel por usurpación de tí- 
tulo. ¿Qué más tiene usted para despacho?» 

— Queja de un labrador contra el repartidor de aguas de regadío. Dice 
así la sumilla: «Pide un riego antes que se le sequen los melones.» 

— Escriba usted: «Como la subdelegación no gana ni pierde con que 
se sequen ó no se sequen los melones, el subdelegado decreta que nones.» 

Entre dos indios compraron una vaca, y fué el caso que después de 
pagada, se les ocurrió que cada uno era dueño de la mitad del animal. 
¿Cómo hacer la división? Uno de ellos calculando que, en caso de morirse 
el animal, sacaría mejor provecho de los cuernos, testuz y toda la parte 
delantera, de donde se obtienen los mejores y más codiciados trozos de 
carnes, la pidió para sí. Su compañero se conformó con ser dueño de la 
parte posterior de la vaca; mas como ésta se alimentaba por la boca y 
daba á luz los terneros por la parte opuesta, sobrevino litigio. 

— El documento es terminante y la solución clarísima — dijo D. Cirilo 
— El cuidado y gasto de alimentación corresponden al dueño de la parte 
delantera, sin que nadie tenga derecho para inmiscuirse en si la vaca co- 
mió grano ó hierba, y los provechos, que son los mamones y la leche de 
que se elaboran la mantequilla y el queso, competen al otro dueño. Esto 
es llano como el cigarro de Guadalupe, «yo fumo y usted escupe,» ó como 
el festín de Daroca, en que el pueblo puso las viandas y el alcalde la boca. 

Y no hizo D. Cirilo más justicias por aquel día. Pocas, pero morroco^ 
tudas y como para inmortalizar su nombre. 



LA MALDICIÓN DE MILLER 

Era como refrán en Lima, allá en los días de mi mocedad, el decir por 
toda solterona en quien disminuían las probabilidades de que la leyese 
el cura la epístola de San Pablo: «¿Si le habrá caído á ésta la maldición 
del general Miller?» 

Tanto oía yo repetir la frase, que se despertó mi curiosidad por conocer 
el origen de ella; pero sin éxito. Las personas á quienes pregunté estaban 
tan á obscuras como yo. 



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352 TRADICIONES PERUANAS 

— ¡Paciencia! — me dije. — Cuando menos la busque, saltará la liebre. 

Y así sucedió. En el verano de 1870 conversaba yo una tarde, en el 
malecón de Chorrillos, con un viejo militar que alcanzó las presillas de 
capitán de caballería en la batalla de Junín, cuando pasó cerca de nos- 
otros una elegante bañista, que contestó con sonrisa amable al saludo de 
sombrero que la dirigió mi arnigo. 

— jBuen jamón, mi coronel!— dije yo. 

—No tanto, mi amigo, porque es soltera y juiciosa. Ahí donde la vo 
usted tan bien pintada y llena de perifollos, pasa de los treinta y cinco, 
y es casi seguro que se quedará para vestir santos. Es de las que, sin me- 
recerla, llevan la maldición de Miller. 

— ^¿Cómo es eso de la maldición? Cuéntemelo, coronel, si lo sabe. 

— ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Y usted lo ignora? 

— Porque lo ignoro lo pregunto. 

Y mi amigo, después de retorcer el canoso mostacho, dijo: 

—Ha de saber usted que cuando las fuerzas patriotas que mandaba 
Miller, que era un gringo muy aficionado á oir el silbido de las balas, tu- 
vieron que abandonar Arequipa, el general fué de los últimos en montar 
á caballo, y lo hizo cuando ya una avanzada de los españoles penetraba 
en la ciudad. Si los arequipeños fueron patriotas tibios, en cambio las 
arequipeñas eran, en su mayoría, se entiende, más godas que D. Pelayo. 
Iba Miller á medio galope por una de las calles centrales, cuando de un 
balcón le echaron encima un chaparrón de líquido y no perfumado. Miller 
detuvo el caballo, lanzó el más furioso /Ood dam! que en toda su vida 
profiriera, y miró al balcón donde, riendo á carcajada loca, estaban tres 
damas de lo más encopetado de Arequipa. Eran tres hermanas poco favo- 
recidas por la naturaleza con dotes de hermosura, y sin más gracia que 
la del bautismo; en suma, tres muchachas feas. Pero como á las mujeres 
les entra la opinión política por el corazón, las tres hermanas, que tenían 
su respectivo cuyo, galancete ó novio en las tropas del virrey La Serna, 
eran tan encarnizadas enemigas de los insurgentes, que creyeron hacer 
acto meritorio en pro de su causa perfumando con ácido úrico al presti- 
gioso general patriota. 

Miller contestó á la carcajada quitándose el sombrero, no para saludar, 
sino para sacudirlo, y luego espoleó el caballo, diciendo antes á las sucias 
hermanas, con la flema que caracteriza á todo buen inglés: 

— ¡Permita Dios que siempre duerman solas! 

Y la maldición fué como de gitano; porque las tres hermanas murie- 
ron cuando Dios lo dispuso, sin haber probado las dulzuras del himeneo. 



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RICARDO PALMA 353 



EL ABOGADO DE LOS ABO.GADOS 

Cuentan que el Señor no miraba con poca ni mucha simpatía á los 
leguleyos, prevención que justificaba el que siempre que uno de éstos to- 
caba á las puertas del cielo, no exhibía pasaporte tan en regla que autori- 
zase al portero para darle entrada. 

Una mañana, con el alba, dieron un aldabonazo. San Pedro brincó del 
lecho, y asomando la cabeza por el ventanillo, vio que el que llamaba era 
un viejecito acompañado de un gato. 

— ¡Vaya un madrugador! — murmuró el apóstol un tanto malhumora- 
do. — ¿Qué se ofrece? 

— Entrar, claro está — contestó el de afuera. 

— ¿Y quién es usted, hermanito, para gastar esos bríos? 

~Ibo, ciudadano romano, para lo que usted guste mandar. 

— Está bien. Páseme sus papeles. 

El viejo llevaba éstos en un canuto de hoja de lata que entregó al 
santo de las llaves, el cual cerró el ventanillo y desapareció. 

San Pedro se encaminó á la oficina donde funcionaban los santos á 
quienes estaba encomendado el examen de pasaportes, y hallaron tan co- 
rrecto el del nuevo aspirante, que autorizaron al portero para abrirle de 
par en par la puerta. 

—Pase y sea bien venido— dijo. 

Y el viejecito, sin más esperar, penetró en la portería, seguido del gato, 
que no era mauUador, sino de buen genio. 

Fría, muy fría estaba la mañana, y el nuevo huésped, que entró en la 
portería para darse una mano de cepillo y sacudir el polvo del camino, se 
sentó junto á la chimenea con el animalito á sus pies para refocilarse con 
el calorcillo. San Pedro, que siempre fué persona atenta, menos cuando 
la cólera se le sube al campanario, que entonces hasta corta orejas, le 
brindó un matecito de hierba del Paraguay, que en las alturas no se con- 
sigue un puñadito de te ni para remedio. 

Mientras así se calentaba interior y exteriormente, entró el vejezuelo 
en conversación con su merced. 

—¿Y qué tal va en esta portería? 

— Así, así — contestó modestamente San Pedro; — como todo puesto pú- 
blico, tiene sus gangas y sus mermas. 

— Si no está usted contento y ambiciona destino superior, dígamelo con 

Tomo IV 23 



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354 TRADICIONES PEBUANAS 

franqueza, que yo sabré corresponder á la amabilidad con que me ha re- 
cibido, trabajando y empeñándome para que lo asciendan. 

— ¡No, no! — se apresuró á interrumpir el apóstol.—Muy contento, y 
muy considerado y adulado que vivo en mi portería. No la cambiaría ni 
por un califato. 

—íBueno, bueno! Haga usted cuenta que nada he dicho. ¿Pero está 
usted seguro de que no habrá quien pretenda hwaripampearle la porte- 
ría? ¿Tiene usted título en forma en papel timbrado, con las tomas de ra- 
zón que la ley previene, y ha pagado en tesorería los derechos de título? 

Aquí San Pedro se rascó la calva. Jamás se le había ocurrido que en 
la propiedad del puesto estaba como pegado con saliva, por carencia de 
documento comprobatorio, y así lo confesó. 

— Pues, mi amigo, si no anda usted vivo, lo huaripampean en la hora 
que menos lo piense. Felicítese de mi venida. Déme papel sellado, del se- 
llo de pobre de solemnidad, pluma y tintero, y en tres suspiros le embo- 
rrono un recursito reclamando la expedición del título; y por un otrosí 
pediremos también que se le declare la antigüedad en el empleo, para 
que ejercite su acción cuando fastidiado de la portería, que todo cabe en 
lo posible, le venga en antojo jubilarse. 

Y San Pedro, cinco minutos después, puso el recurso en manos del Om- 
nipotente. 

— ¿Qué es esto, Pedro? ¿Papel sellado tenemos? ¡Qué título ni qué gu- 
rrumina! Con mi palabra te basta y te sobra. 

Y el Señor hizo añicos el papel, y dijo sonriendo: 

—De seguro que te descuidaste con la puerta, y tenemos ya abogado 
en casa. ¡Pues bonita va á ponerse la gloria! 

Y desde ese día los abogados de la tierra tuvieron en el cielo á uno 
de la profesión; esto es, un valedor y patrón en San Ibo, el santo que la 
Iglesia nos pinta con un gato á los pies, como diciéndonos que al que 
en pleitos se mete, lo menos malo que puede sucederle es salir arañado. 

Ello es que hasta el pueblo romano, al saber que al fin había conse- 
guido un abogado entrar en la corte celestial, no dejó de escandalizarse; 
pues en las fiestas de la canonización de San Ibo cantaron los granujas: 

¿Advocahis et sanctua? 
¡Res miranda poptdo! 



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RICARDO PALMA 355 



LEÓN DE HOYOS 



Yo recojo lo que fué mío, donde lo encuentro. 

Eso me pasa hoy con un cuentecillo que en La Opinión Nacional^ dia- 
rio político de Lima, ha publicado su ilustrado director, sólo que, valgan 
verdades y dicho sea sin falsa modestia, mi cuento, como relato, aparece 
mejorado. Declaro que el fondo es mío; pero la forma del relato es ajena. 
— Tiene la palabra el periodista amable. 

Muchos de nuestros contemporáneos recordarán el febril entusiasmo 
que, allá por los años de 1862 á 1863, hubo en nuestros centros sociales y 
políticos con motivo de la intervención europea en Méjico. 

Cada plazuela era una asamblea, cada concurrente un orador, cada 
poeta un Tirteo. 

Especialmente en el teatro, hasta las señoritas pagaban tributo de 
americanismo, pues se las exigía que cantasen estrofas del himno na- 
cional. 

— jEl palco número 10!— gritaba algún mozalvete, y el público todo 
clamoreaba. 

Y no había tu tía. Supiera ó no supiera modular notas, cantaba una de 
las niñas del palco. 

Felizmente apareció un redentor. 

Entre los artistas vocales improvisados, descolló uno de poderosa voz 
de bajo, y engreído con ella, no desperdiciaba ocasión de lucirla. 

Era un caballero, á quien conocimos y que se llamaba D. León de 
Hoyos. 

Y verdaderamente que honraba el nombre. Sabía rugir. 

Pues bien; compadecido de los apuros en que la exigencia del público 
ponía á las niñas, se hacía solicitar él y pasaba el chubasco. 

Pero llegó á encariñarse tanto con su amabilidad, que pretendió el mo- 
nopolio absoluto. 

— jLa del palco número 211— apuntaban algunas voces. 

— Sacaré la cara por ella — decía Hoyos, y nos endilgaba la estrofa: 

«Largo tiempo el peruano oprimido 
la ominosa cadena arrastró.....,» etc. 



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356 TRADICIONES PERUANAS 

— [Las del palco número 15! 

— Sacaré la cara por ellas — y soltaba esta estrofa: 

«Ya el estruendo de broncas cadenas,» etc. 

— ¡La del número 9! 

— Sacaré la cara por ella — y nos aguantábamos aquello de 

«Por doquier San Martín inflamado,» etc. 

Hasta que un chusco, nada menos que el festivo poeta Juan Vicente 
Camacho, aprovechando de una pausa, gritó con toda la fuerza de sus, 
por entonces, robustos pulmones. 

«Salimos del León de Iberia: 
¿no saldremos del León de Hoyos?» 

¡Tapón! 



FIN DEL TOMO CUARTO Y ÚLTIMO 



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CORRECCIÓN DE ERRATAS 



LAS MÍ.S SUBSTANCIALES QUE SE HAN DESLIZADO BN LOS TRES PRIMEROS TOMOS 
DE ESTA OBRA SON LAS SIGUIENTES 



TOMO PRIMERO 



Página 



Línea 



Dice 



Léase 



12 


15 


45 


30 


48 


28 


61 


17 


80 


22 


85 


17 


91 


18 


125 


7 


241 


16 


352 


25 


362 


14 


381 


19 



villa inglesa 
ponerme un afecto 
capas encopetadas 
macaba legítimo 
la riquieza acápite 
de doña Juana j de doña 
Laurima, Huara 
Don Francisco de Chávez 
cinco.mil quilates 
entre la horca y presidio, 
á poco de andar 
batallón de Numancia 



silla inglesa 
imponerme un afecto 
casas encopetadas 
macubá legítimo 
la riqueza 
doña Juana y doña 
Lauriama, Huaura 
De Francisco de Chávez 
cinco mil quintales 
entre horca y presidio, 
á poco andar 
batallón Numancia 



TOMO SEGUNDO 



52 


14 


llena de gules 


llana de gules 


56 


12 


un tambor 


un temblor 


82 


24 


Laurima 


Lauriama 


97 


31 


Eduardo 


Edgardo 


134 


33 


una anda 


unas andas 


146 


13 


que destrozar 


por destrozar 


148 


22 


los cuerpos 


el cuerpo 


171 


35 


despreciar 


depreciar 


185 


18 


caballero 


caballeresco 


211 


9 


mismas palabras 


mis palabras 


214 


26 


mazas 


bazas 


250 


25 


refacción 


refección 


256 


22 


convento 


hospital 


267 


17 


dieron 


dióronse 



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358 

Página 

286 
292 
348 



Linea 

28 
20 
15 



CORRECCIÓN DE ERRATAS 
Dice 



lugar materno 
riqueza material 
misa de ocho 



Léase 



hogar materno 
riqueza mineral 
lista de ocho 



TOMO TERCERO 



54 


30 


Carmeneca 


Carmenca 


72 


14 


hierro á hierro 


hierro contra hierro 


89 


27 


de peor condición 


en peor condición 


140 


29 


mando regio 


mandato regio 


170 


27 


camino de la tierra 


camino de la sierra 


207 


24 


pero en el acto 


preso en el acto 


263 


27 


La audiencia verificó 


La audiencia efectuó 


311 


16 


Parapaca 


Tarapacá 


317 


27 


déjeme de sermones 


déjese de sermones 


339 


8 


hecho de López 


dicho de López 


358 


10 


no eximio humanista 


de eximio humanista 


383 


31 


copistas 


capistas 


391 


36 


de Cantón 


de cantón 


393 


2 


capitán del cuartel 


capitán de cuartel 



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índice 

SÉPTIMA SERIE 

TRADICIONES 



PÁGINAS 



La primera campana de Lima 7 

Sastre y sisón, dos parecen y uno son 9 

Barchilón 12 

Pasquín y contrapasquín 15 

La mina de Santa Bárbara. . , 17 

El rosal de Rosa » . . - 21 

^Los mosquitos de Santa Bosa. 24 

El.capitán Zapata. 26 

Refranero 29 

Motín de limeñas 37 

Un libro condenado 41 

La gran querella de los barberos. 46 

-^El alacrán de fray Gómez 51 

El tío Monolito 56 

Los barbones 59 

La victoria de las camaroneras 71 

Un fraile suicida 77 

Las cuatro P P P P de Lima. 81V 

El castigo de un traidor 8-3 

Los pasquines de Yauli 88 

De cómo un príncipe fué alcalde en el Perú 91 

Callao y Chalaco 97 

Un alcalde que sabía donde le ajustaba el zapato 103 

De menos hizo Dios á Cañete 106 

El pleito de los pulperosl 108*- 

Los pacayares 111 

El conde de la Topada 115 

La tradición del Himno NacioncU 120 

Una ceremonia de Jueves Santo 123 

El retrato de Pizarro 133 

El garrote 136 

Las brujas de Sbulcahuanca 140 

La apología del pichón palomino 144 

No se pega á la mujer 148 

- El clarín de Canterac 151 

Un ventrílocuo 154 

El secreto de confesión 157 

La Protectora y la Libertadora 161 

Córdoba 172 

El rey de los camanejos 173 

Ir por lana y volver trasquilado 179 

Un despejo en Acho 181 

La Salaverrina 184 

Historía de un cañoncito 1 89 

La conspiración de capitanes 191 

"Francisco Bolognesi 197 

Un montonero 203 

Un Maquiavelo criollo 206 



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360 ÍNDICE 

OCTAVA SERIE 

PÁGINAS 

Despedida *, 211 

TRADICIONES 

£1 motín contra Gasea 213 

Contra pereza diligencia 216 

'-Una partida de palitroques 218 

El caballo de Santiago Apóstol 219 

Los amores de San Antonio 221 

El hijo de la dicha 225 

Niñería de niño 226 

Los que están á la mira 227 

Un virrey casamentero 229 

Las clarisas de Huamanga 233 

El patronato de San Marcos. . 235 

Los ratones de fray Martín 237 

En qué pararon unas fiestas 239 

La honradez de una ánima bendita 241 

Los panecitos de San Nicolás 243 

De cómo se casaban los oidores 24/ 

El quitasol del arzobispo. 250 

Una elección de abadesa 252 

El inca Bohorques ;...;... 254 

Lavaplatos 256 

Dos excomuniones 259 

Simonía 263 

¿Quién es ella? 265 

A cual más santo 267 

El virrey limeño 268 

Un incorregible 271 

Voltaire chiquito 274 

Mujer-hombre 276 

Garantido, todo lino ; . . . . 277 

Un zapato acusador 279 

Loco ó patriota 283 

La custodia de Boqni 287 

Una genialidad. 289 

Un general de antaño 291 

Meteorología 298 

^Al pie de la letra 299 

La proeza de Benítez 303 

Una misa de aguinaldo 309 

Los jamones de la Madre de Dios 312 

La Conga 316 

Los buscadores de entierros 320 

Los macuquinos de Cuspinique 325 

Refranero limeño 329 

Respuesta á dos preguntones 336 

El médico inglés 339 

\ La pantorrilla del comandante 341 

\ La daga de Pizarro 343 

^Inocente Gavilán 345 

Pico con pico y ala con ala 3^ -, 

Las justicias de Cirilo 349 

La maldición de Miller 851 

El abogado de los abogados 353 

León de Hoyos 355 



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