Skip to main content

Full text of "Trozos selectos de literatura"

See other formats


Trozos  Selectos 

DE 

Literatura 

POR 

Eduardo  Wilde 


TALLERES 
CASA  JACOBO  PEUSER 

Buenos  Aires  ~  iQig 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in  2014 


https://archive.org/details/trozosselectosdeOOwild 


TROZOS  SELECTOS  DE  LITERATURA 


TROZOS  SELECTOS 

DE 

LITERfiTU  Rñ 

POR 

EDUftRDO  U7ILDE 


288347  —  TALLERES  CASA  JACOBO  PEUSER  *Qf 
1915 


Universidad  de  Buenos  Aires 
Secretaria  General 


Buenos  Aires,  Junio  18  de  1914. 

El  Consejo  Superior  de  la  Universidad  Nacional  de  Bue- 
nos Aires. 

Por  cuanto:  La  señora  Guillermina  de  O.  C.  de  Wilde 
ha  donado  en  favor  de  esta  Universidad  la  totalidad  de 
los  derechos  de  autor  que  le  corresponden  como  heredera 
de  su  esposo  el  Dr.  Don  Eduardo  Wilde,  sin  otra  condi- 
ción que  la  de  aplicarse  el  producto  de  aquel  derecho  a 
costear  un  premio  anual  en  la  Facultad  de  Ciencias  Mé- 
dicas. 

En  consideración  al  mérito  de  las  obras,  a  los  distin- 
guidos servicios  que  en  la  enseñanza  de  la  Universidad 
y  a  la  instrucción  en  general  prestó  el  Dr.  Wilde,  como 
profesor  y  en  los  cargos  públicos  que  desempeñó,  en  ho- 
menaje a  su  memoria  y  a  la  estimación  que  merece  la 
generosidad  de  la  señora  donante, 

resuelve: 

Articulo  Io  —  Aceptar  la  donación  bajo  la  condición  ex- 
presada, y  agradecerla. 

Art.  2° — Comunicar  esta  resolución  y  sus  anteceden- 
tes a  la  Facultad  de  Ciencias  Médicas,  para  su  cumpli- 
miento en  la  parte  relativa  al  premio  anual. 

Art.  3o  —  Inscribir  esta  resolución  en  la  portada  de  los 
libros  que  se  editaren  con  autorización  del  Rector  de  la 
Universidad. 

Uballes, 
Rector  de  la  Universidad. 

R.  Colón, 

Secretario  General. 

Es  copia. 

M.  Nirenstein, 

Pro- Secretario  General. 


República  Argentina 

Consejo  Nacional  de  Educación 
Secretaría 

No  4L2 

Buenos  Aires,  Noviembre  30  de  1914, 


Señora  Guillermina,  de  O.  C.  de  Wilde. 

Tengo  el  agrado  de  dirigirme  a  Vd.,  transcribiéndole 
para  su  conocimiento,  la  resolución  adoptada  en  la  fecha, 
que  dice  así: 

"Manifestar  a  Doña  Guillermina  de  O.  C.  de  Wilde, 
que  el  H.  Consejo  permitirá  él  uso  por  las  escuehis  de 
su  dependencia  de  los  "Trozos  Selectos  de  Literatura" 
del  Dr.  Eduardo  Wilde  que  aparecen  reunidos  en  el  libro 
adjunto,  y  que  formarán  un  manual  según  el  formato  de 
la  muestra". 

Saludo  a  Vd.  con  toda  consideración. 


P.  N.  Arata. 
Segundo  M.  Linares. 


Consejo  General  de  Educación 
de  la 

Provincia  de  Buenos  Aires 
Nota  Núm.  21 

La  Plata,  Marzo  15  de  1915. 

A  la  Señora  G.  O.  C.  de  Wilde. 

Buenos  Aires. 

Distinguida  Señora : 

Pláceme  llevar  a  su  conocimiento  que  el  H.  Consejo 
General  por  resolución  de  fecha  3  del  corriente,  ha  re- 
suelto aprobar  como  texto  de  lectura  para  uso  de  los 
cursos  complementarios  (5o  y  6o  grado)  de  las  escuelas 
oficiales  de  la  Provincia,  la  obra  del  Dr.  Eduardo  Wilde 
cuyos  originales  se  encuentran  en  esta  Secretaría,  a  los 
efectos  de  su  devolución,  previa  reposición  del  sello  co- 
rrespondiente. 

Asimismo,  hágole  saber  que  de  acuerdo  con  lo  dictami- 
nado por  la  Comisión  de  Asuntos  Técnicos,  el  Honorable 
Consejo  ha  decretado  la  recomendación  de  la  referida  obra 
del  Dr.  Wilde  para  su  empleo  en  las  escuelas  normales 
populares  de  la  Provincia. 

Saludo  a  Vd.  con  mi  consideración  más  distinguida. 


Julio  D.  Urdaniz. 


PÁGINAS  MUERTAS 


BORRADOR  DEL  PREFACIO  DE  UNA  PROYECTADA  EDICIÓN 

Lector  amigo,  (todo  autor  tieno  al  menos  uno,  so 
supone).  —  ¿Quieres  saber  por  qué  doy  a  estos  volú- 
menes el  título  de  páginas  muertas,  y  cuáles  son  las 
causas  eficientes  de  su  publicación?  Espero  una  res- 
puesta afirmativa;  de  otra  manera  me  veré  obligado  a 
privarte  de  un  prólogo  sin  el  cual  tu  vida  sería  un  mar- 
tirio. Generalmente  tú  no  lees  el  de  ningún  libro,  me 
consta,  pero  cierro  los  ojos  ante  ese  detalle  insignifi- 
cante. Nosotros,  los  autores  concienzudos,  no  admiti- 
mos talos  hechos  incompatibles  con  las  exigencias  de 
la  rutina  y  yo,  por  lo  tanto,  me  apresuro  a  satisfacer 
tu  legítima  y  apremiante  curiosidad. 

Ahora  ¡atención!  ¡Comienzo! 

ISD 

Un  día  como  a  eso  de  las.  .  . .  (te  dispenso  la  hora) 
decidido  a  revisar  mis  papeles,  abrí  un  cajón  donde 
yacían  varios  manuscritos  y  recortes  impresos  que  me 
anunciaron  su  lamentable  estado  con  el  olor  a  sepulcro 
de  su  humedad  encerrada. 

Algunas  arañas  literatas  y  flacas  que  se  ocupaban 
en  colgar  cortinas  y  en  otros  trabajos  de  tapicería,  ape- 


—  10  — 


ñas  levanté  la  tapa  de  su  biblioteca,  corrieron  despa- 
voridas a  los  rincones,  estirando  ridiculamente  sus 
largas  patas ;  dos  o  tres  insectos  disecados  balancea- 
ban sus  restos  mortales  en  la  tela  tendida,  como  gim- 
nastas de  circo  en  las  redes  impuestas  por  las  ordenan- 
zas municipales;  las  hojas  amarillentas  con  sus  letras 
penumbradas  parecían  lápidas  viejas  con  leyendas 
carcomidas. 

En  vista  de  tan  deplorables  incongruencias  tomé  un 
trapo  y  con  una  metódica  sacudida,  puse  en  fuga  a  los 
parásitos  exóticos  de  mi  prosa. 

La  atmósfera  se  pobló  de  mil  generaciones  micros- 
cópicas que  son  los  átomos  de  polvo  revenido,  hicieron 
un  torbellino  semejante  a  la  vía  láctea,  visible  en  la 
faja  del  sol  que  entraba  al  cuarto.  Al  remover  los 
papeles  hallé  las  hojas  pegadas  formando  paquetes 
apelmazados;  parecían  restos  cadavéricos  amontona- 
dos en  una  fosa  común  y  yo  mismo  me  hice  el  efecto 
de  estar  practicando  una  exhumación. 

¡Páginas  muertas!  dije,  como  leyendo  un  epitafio 
imaginario. 

¡Muertas!  sí.  Unas  tuvieron  vida  efímera  ante  el 
público  en  los  periódicos;  otras  vivieron  solas  en  mi 
conciencia  mientras  las  pensaba  y  escribía,  vaciando 
la  impresión  de  cada  día  en  el  papel,  blanco  entonces, 
pálido  y  macilento  ahora! 

¡  Muertas!  Lo  anuncian  los  efluvios  de  su  osamenta 
y  lo  dejan  sentir  el  silencio  y  el  olvido  de  su  espíritu! 

Muertas  como  los  sedimentos  de  la  vida  mental  fija- 
das en  ellas,  al  desfilar  sobre  sus  frases  las  gotas  esen- 
ciales de  cada  hora,  como  quien  exprime  el  tiempo 
para  sacarle  en  extracto  la  pasión  sustancial  de  sus 
momentos. 

Leí  ai  acaso  varios  párrafos.    Algunos  encerraban 


reminiscencias  de  la  edad  clorada  y  de  placeres  desva- 
necidos; otros  retrataban  los  encantos  de  bellezas  per- 
didas y  de  afectos  recíprocos,  lejanos,  ya  enterrados;  y 
ano  finalmente,  contenía  la  corta  y  lamentable  histo- 
ria de  un  pobre  niño  que  pasó  do  la  cuna  a  la  tumba 
sin  conocer  la  vida.  ¡Todos  en  suma  recordaban  algo 
muerto ! 

En  los  libros  ajenos  (pensé  luego)  nos  imaginamos 
encontrar  la  concepción  real  de  los  autores  y  el  retrato 
fiel  de  sus  íntimos  sentimientos.  Entre  tanto,  si  los 
poetas  y  grandes  pensadores  representantes  do  la  glo- 
ria humana,  salieran  vivos  de  sus  tumbas  y  leyeran 
sus  obras  explicadas,  volverían  a  morirse  de  sorpresa! 

En  todo  trabajo  literario  hay  un  germen  sentimental 
que  inspira  y  determina  las  ideas,  sin  prestar  asidero 
al  comentario,  y  podemos  pasar  indiferentes  en  rápida 
lectura,  relatos  de  episodios  que  harían  llorar  a  sus 
autores. 

¿  Acaso  las  palabras  se  transforman  ? 

No  ciertamente ;  pero  sólo  ellos  conocen  el  secreto 
de  su  párrafo,  la  circunstancia  que  le  dió  vida;  el  sen- 
timiento generador  de  su  estirpe,  el  alcance  y  el  objeto 
de  su  forma;  solamente  para  ellos  tiene  un  alma  ami- 
ga que  se  difunde  entre  líneas  y  huye  ante  los.  ojos  de 
un  extraño,  desprovisto  de  todo  antecedente. 

Ningún  escritor  debe  pretender  jamás  ser  compren- 
dido si  no  trata  asuntos  puramente  intelectuales  ;  pues 
entre  la  nota  real  del  sentimiento  y  la  expresión  helada 
de  las  letras,  hay  un  abismo  que  el  comentario  no  col- 
ma o  sobrepasa.  ¿  No  vemos  acaso  muchas  copias  mal 
hechas  de  paisajes  deliciosos  y  retratos  exquisitos  de 
fisonomías  vulgares?  Un  criterio  mediocre  destruye 
la  obra  que  comenta,  así  como  la  realza  y  la  embellece 
quien  con  talento,  bondad  y  gusto  delicado,  la  analiza. 


-  12  - 


Por  estos  mecanismos,  muchos  autores  resultan  pin- 
tando sublimes  bellezas,  cuando  jamás  las  concibieron, 
descubriendo  verdades  etornas,  cuando  solo  escribieron 
necias  paradojas,  y  haciendo  la  anatomía  del  corazón 
humano,  cuando  apenas  alcanzaron  a  citar  refranes. 

Siendo  en  mi  opinión  tan  positivas  las  dificultades 
de  todo  juicio  literario.  ¿Cómo  me  atrevo  yo  a  pu- 
blicar cosa  alguna?  Si  se  ha  de  creer  en  los  prefacios, 
la  edición  de  libros  responde  a  uno  de  los  siguientes 
propósitos  y  sus  análogos : 

Llenar  una  necesidad  sentida. 

Propagar  sanos  principios. 

Ilustrar  puntos  controvertidos. 

Destruir  errores  corrientes. 

Sacar  del  olvido  historias  o  cuentos  interesantes. 

Implantar  sistemas  sin  los  cuales  la  humanidad 

no  podrá  ser  feliz. 
Complacer  al  público,  cuya  buena  acogida  es  la 
única  aspiración  del  autor. 
Estos  son  los  motores  ostensibles. 
Los  no  confesados  y  más  reales  son: 
El  interés  propio. 
El  amor  propio. 
Yo  no  me  propongo  llenar  ninguna  necesidad  sen- 
tida, ni  propagar  principios  sanos  o  enfermos,  ni  ilus- 
trar puntos  controvertidos,  ni  destruir  errores,  ni  sacar 
cosa  alguna  del  olvido,  ni  complacer  a  nadie,  a  sabien- 
das al  menos;  y  por  fin,  no  alimento  siquiera  la  espe- 
ranza de  vender  la  edición! 

No  tengo  tampoco  amor  pro ....  iba  a  decir  una  fal- 
sedad ! .  .  .  Creo  que  el  amor  propio  ha  influido  en  mi 
decisión,  pero  ño  de  un  modo  fundamental ! 

Mi  motivo  preponderante  es  muy  ridículo,  no  lo  de- 
fiendo, lo  expongo  simplemente  en  honor  a  la  exacti- 


tud:  tengo  una  verdadera  manía  por  la  simplificación 
y  el  orden,  me  fastidian  los  papeles  sueltos;  no  podía 
ver  los  míos  viajando  do  un  lado  a  otro  en  manojos 
desiguales,  y  como  por  una  razón  o  por  otra,  deseo 
conservar  su  contenido,  he  resuelto  el  conñicto  alo- 
jando mis  producciones  en  varios  volúmenes  bien  invo- 
lucrados, provias  las  enmiendas  indispensables,  aun 
cuando  sea  para  leerlos  yo  solo,  imitando  a  muchos 
autores  impopulares,  entre  cuyo  número  me  cuento. 


LA  FORMA  LITERARIA 


Uno  se  muere  sin  llegar  a  la  forma  literaria  defi- 
nitiva. 

Boris  no  sabía  lo  que  era  arte,  pero  distinguía  las 
cosas  que  le  pertenecían  y  ponía  bajo  ese  título,  todo 
cuanto  era  bello :  flores,  música,  montañas,  tempesta- 
des, mujeres,  ríos,  funciones  de  iglesia,  ejercicios  acro- 
báticos ....  y  creo  que  no  se  equivocaba. 

Lo  artístico  de  lo  que  llamamos  literatura,  no  en- 
traba de  lleno  y  de  golpe  en  su  concepción,  porque 
requiere  un  trabajo  preliminar:  leer,  entender,  apre- 
ciar, gustar,  eso  no  era  como  una  tormenta  de  rayos  y 
truenos,  por  ejemplo,  cuya  belleza  no  requeriría  exa- 
men. Para  leer  y  entender  lo  que  leyera,  habría  co- 
menzado por  ser  para  él  un  tormento  innecesario,  pues 
para  dar  su  lección  le  bastaba  pronunciar  las  palabras. 
Cuando  entendió  lo  que  leía,  solo  tuvo  ocasión  de  gus- 
tar de  las  formas  al  leer  Robinson  Crusoé,  Pablo  y 
Virginia,  y  las  descripciones  de  animales  que,  con  sus 
figuras  respectivas,  contenía  un  folletito  adorable  del 
cual  recordaba  esto:  «  El  antílope  o  gacela  es  un  ani- 
mal hermoso  y  delgado  de  cuerpo,  que  vive  en  gran- 
des tropas  o  manadas». 

Después,  a  lo  largo  de  la  vida,  ha  leído  mucho,  mu- 
cho, mucho,  y  fueron  cambiando  sus  aficiones  hasta 


—  15  - 


llegar  a  esta  fórmula:  «lo  único  que  vale  en  literatura 
es  lo  original  y  lo  que  más  seduce,  es  la  narración,  sin 
digresiones  largas  ni  comentarios». 

Ahora  para  él,  lo  exquisito  de  un  libro  está  en  la 
claridad  de  su  forma,  en  la  elegancia  de  las  palabras, 
en  la  consonancia  de  sus  sonidos  y  naturalmente,  en  la 
novedad  del  concepto  que  expresa. 


LA  LLUVIA 


...Y  la  lluvia  batiendo  su  compás  comienza  de 
nuevo  fuerte,  calmada,  violenta,  bulliciosa,  alternativa- 
mente, acompañando  con  sus  tonos  dulcísimos  las  vi- 
braciones de  dos  corazones  henchidos  do  amor  y  de 
zozobra. 

La  lluvia  lenta  y  suave  canta  en  tono  menor  sus 
tiernas  declaraciones,  formula  esperanzas,  prodiga 
consuelos  y  adormece  los  cuerpos  con  sus  secretas  vo- 
ces misteriosas. 

La  lluvia  furiosa,  torrencial,  vertiginosa,  relata  ba- 
tallas, catástrofes,  aparta  la  esperanza,  despedaza  el 
corazón  y  hace  brotar  en  los  ojos  esferas  de  cristal 
que  balanceándose  en  las  pestañas  parece  que  vacilan 
antes  de  soltarse  para  regar  la  tierra  maldita. 

isb 

Mas  allá,  en  la  vieja  ciudad,  álzase  un'  convento 
sombrío,  pesado,  vetusto,  como  un  elefante  entro  las 
casas;  una  ventana  microscópica,  trepada  en  la  pared 
enorme  da  paso  a  la  luz  que  penetra  sigilosamente  en 
la  celda  de  un  fraile,  para  insultar  con  la  novedad  de 
sus  rayos,  una  cama  vieja,  una  mesa  vieja  y  una  silla 
vieja  también,  tres  muebles  hermanos  en  flacura  que 
instalaron  allí  su  osamenta  hace  dos  siglos  y  en  los 


-•17  — 


cuales  mil  generaciones  de  insectos  han  llegado  en  la 
mayor  quietud  a  la  edad  senil.  La  bóveda  amari- 
llenta da  atadura  a  cortinas  colosales  do  telarañas, 
donde  yacen  aprisionadas  las  momias  do  las  moscas 
fundadoras  y  donde  merodean  silenciosas  arañas  cal- 
vas y  sabandijas  bíblicas  enclaustradas,  aun  cuando 
no  siguen  las  reglas  do  la  orden.  Allí  se  han  enlo- 
quecido de  hambre  las  pulgas  más  aventureras  o  in- 
geniosas y  las  polillas,  después  do  haber  roído  todas 
las  vidas  de  los  santos,  han  entregado  su  alma  al 
creador  bajo  los  auspicios  de  la  religión.  Un  libro 
con  tapa  do  pergamino  se  aburro  de  sí  mismo,  entre 
las  manos  de  un  padre  también  de  pergamino,  que 
mira,  desde  la  altura  do  sus  ochenta  años  con  ojos 
mortuorios  de  ágata  deslustrada,  las  letras  seculares 
do  las  hojas  decrépitas  o  indiferentes. 

En  el  patio  del  convento  crecen  los  árboles  sobre 
las  tumbas  de  los  religiosos  y  la  lluvia  que  cao  re- 
vuelve el  olor  a  sepulcro  de  la  tierra  abandonada. 

La  mente  del  padre  huida  do  su  cerebro,  vaga  por 
no  sé  donde,  mientras  él,  estúpido  de  puro  santo  y 
sordo  do  puro  viejo,  no  oye  los  salmos  que  canta  el 
agua  desplomándose  de  los  campanarios,  y  azotando 
los  claustros. 

Las  pasiones  han  abandonado  su  corazón.  Ahí 
está  sobre  su  silla  gastada,  vogetando  en  vida,  sensible 
solo  al  tañido  do  la  campana,  único  motor  de  su  cere- 
bro hecho  a  despertarse  a  su  llamado  por  la  costum- 
bre antigua  y  cotidiana;  su  cuerpo  se  ha  secado  y  la 
estéril  vejez  sin  dolores  ni  ontusiasmos,  marchitando 
sus  sentimientos  y  despojando  do  aguijón  sus  días  es- 
casos, niega  a  su  alma  aislada  en  la  oscuridad  de  sus 
sentidos,  las  dulzuras  inefables  de  la  lluvia  quo  ador- 
mece al  desfalleciente  y  arrulla  al  moribundo. 


2 


—  18.  — 


Y  mientras  el  viejo  duerme  abandonado  de  sí  mis- 
mo en  su  celda  helada,  la  lluvia  saltando  sobre  los 
tejados,  apurada  por  las  calles,  chorreando  por  las 
rendijas,  mandando  su  agua  por  los  albañales  o  for- 
mando arco -iris  en  los  horizontes,  refresca,  anima  y 
vigoriza  la  naturaleza  o  enferma  y  destruye  los  gér- 
menes de  la  existencia  humana. 

Y  mientras  el  viejo  reposa  sus  órganos  faltos  de  ac- 
ción en  su  silla  fósil,  la  lluvia  deslizándose  por  los 
muros  grises,  serpentea  lentamente  por  las  hendidu- 
ras, buscando  su  tumba  al  pie  del  edificio  o  chocando 
con  los  obstáculos,  produce  con  sus  gotas  desarticula- 
das, un  sonido  de  péndola  que  convida  a  morir. 

La  lluvia  redobla  en  las  bóvedas;  en  la  iglesia  de- 
sierta resuena  la  voz  del  religioso  que  dice  sus  rozos 
con  murmullos  nasales,  teniendo  la  soledad  por  tes- 
tigo; las  naves  están  frías,  el  piso  yerto,  los  altares 
estáticos  como  decoraciones  enterradas  en  el  teatro  de 
alguna  ciudad  ahogada  por  las  cenizas  do  un  volcán 
y  las  imágenes  de  los  santos,  con  los  ojos  fijos  en  los 
brazos  catalépticos,  parecen  aterrorizadas  por  la  lluvia 
que  asedia,  embiste  y  golpea  las  dobles  puertas  cla- 
veteadas. 


EL  MAESTRO  CESÁREO 


No  creo  que  exista  un  solo  habitante  de  Buenos 
Aires  que  haya  cometido  la  gravísima  falta  de  no  co- 
nocer a  Cesáreo. 

Pero  conocerlo  de  lejos  y  de  vista  no  es  conocerlo. 

A  primera  ojeada  Cesáreo  parece  un  anciano  respe- 
table y  nada  más;  pero  examinando  a  fondo  so  llega 
a  conocer  que  es  todo  lo  contrario. 

No  hay  un  solo  hombre  en  la  tierra  a  quien  le  venga 
mejor  el  ser  examinado  a  fondo  que  a  Cesáreo. 

De  pie  y  sin  florete  Cesáreo  es. una  cosa;  a  fondo  y 
con  florete  es  otra  muy  diferente. 

El  conocido  maestro  visto  a  fondo  no  es  un  anciano 
agobiado  por  los  años,  sino  un  joven  lleno  de  agilidad 
y  de  vida. 

Su  existencia  es  más  original  que  la  de  un  inglés, 
quizá  porque  siendo  un  inglés  de  hecho,  no  se  atreve 
a  serlo  de  veras. 

Cesáreo  es  Gibraltarino,  pero  para  él  la  cuestión  de 
la  nacionalidad  se  halla  escondida  tras  de  un  asalto. 

No  un  asalto  de  Gibraltar,  sino  de  florete. 

Su  estandarte  es  un  estoque,  su  carta  de  ciudadanía 
una  careta. 

Sus  derechos  y  sus  obligaciones  están  encarnados 
en  un  perro  y  varios  gallos. 


-  20  — 


No  se  sabe  cuando  ha  nacido;  su  fe  de  bautismo  no 
debe  hallarse  en  los  libros  parroquiales  sino  en  algún 
tratado  de  esgrima. 

La  primera  vez  que  se  le  vió  en  el  mundo  estaba  en 
guardia;  la  segunda  a  fondo  y  la  tercera  en  un  circo 
de  gallos. 

En  estas  tres  situaciones  el  viejo  maestro  estaba  in- 
variablemente acompañado  de  su  perro. 

Cesáreo  ha  viajado  mucho;  su  perro  y  sus  gallos 
han  corrido  largas  caravanas. 

Yo  lo  conocí  en  Entre  Ríos,  en  una  Sociedad  de  jó- 
venes alegres  y  en  medio  de  un  gallinero  completo. 

Allí  como  en  todas  partes,  Cesáreo  daba  lecciones 
de  florete  a  sus  amigos  y  de  comer  a  sus  animales  do- 
mésticos. 

Llevaba  una  gran  vida  y  su  perro  a  todas  partes. 

Su  existencia  habría  sido  la  del  más  feliz  de  los 
mortales,  si  con  los  años  no  se  hubiese  visto  obligado 
a  añadir  a  estos  tres  elementos  que  formaban  su  pa- 
tria, su  costumbre  y  su  religión,  un  par  de  anteojos. 

Cualquiera  pensará  que  los  anteojos  le  fueron  im- 
puesto a  Cesáreo  por  las  necesidades  de  la  esgrima, 
pero  se  llevará  un  solemne  chasco. 

Su  vista  decaía  y  disminuía  por  consiguiente  su 
inefable  placer  de  contemplar  su  gallo,  por  medio  del 
rey  de  los  sentidos. 

Entonces  un  par  de  anteojos  vino  a  ser  la  tabla  de 
salvación  de  un  hombre  que  tiene  parte  de  su  vida 
comj3rometida  en  las  riñas  de  aves  domésticas. 

Cesáreo  ha  ganado  mucho  dinero. 

Debía  ya  ser  rico,  ¡)ero  sus  numerosos  amigos  y  un 
pueblo  entero  do  discípulos  suyos,  han  llegado  a 
saber  con  el  más  profundo  sentimiento  que  el  viejo 
maestro  ha  consumido  todos  sus  haberes  en  la  compra 


—  21  - 


de  granos  para  mantención  de  sus  gallos  y  collares 
para  la  protección  do  sus  perros. 

En  cualquier  parte  del  mundo  Cesáreo  pasaría  por 
un  original,  sino  fuera  indispensablemente  necesario  el 
que  pasase  por  maestro  de  armas. 

Otros  hombres  tienen  cálculo,  ambiciones  y  una 
vida  más  o  menos  semejante  a  la  de  los  demás. 

En  Cesáreo  no  se  verifica  nada  de  esto.  El  tiene 
tres  aficiones  y  nada  más. 

El  es  el  prototipo  del  maestro  de  esgrima,  identifi- 
cado con  su  profesión  de  tal  manera,  que  donde  quiera 
que  se  le  ve  se  imagina  uno  estar  viendo  un  asalto. 

Ha  sido,  es  y  será  el  maestro  de  cuantos  jóvenes  han 
pasado,  pasan  o  piensan  pasar  por  la  ópoca  en  la  cual 
el  deseo  de  aprender  esgrima,  se  convierte  en  una 
manía. 

En  cada  uno  de  estos  discípulos  el  viejo  ha  dejado 
un  amigo  para  siempre.  Una  generación  de  gallos  y 
los  funerales  de  algún  perro,  han  marcado  el  pasaje  de 
una  generación  de  jóvenes. 

Bien  mirado  este  modo  de  ser  es  de  un  hombre  ex- 
cepcional, y  una  lógica  rigurosa  preside  todos  los 
actos  de  su  vida. 

El  educa  jóvenes  para  que  con  las  armas  en  las 
manos  defiendan  sus  pasiones  y  su  honor. 

Pero  al  mismo  tiempo  educa  gallos  que  diriman  las 
cuestiones  de  su  casta  en  la  arena  de  los  circos. 

De  modo  que  todos  los  jóvenes  de  Buenos  Aires, 
sin  pensarlo  ni  quererlo,  han  sido  fatalmente  condiscí- 
pulos de  algún  gallo. 

Sarmiento,  Mitre  y  Vélez  Sarsfield,  que  han  apren- 
dido florete  con  Cesáreo,  han  tenido  por  condiscípulos 
a  gallos  de  varias  nacionalidades  y  plumajes. 

Mitre  fué  condiscípulo  de  un  gallo  giro,  según  me 


—  22  — 


ha  dicho  Cesáreo,  que  cuenta  las  épocas  por  sus  ga- 
llos y  los  grandes  acontecimientos  por  sus  perros. 

Sarmiento  recibía  lecciones  al  mismo  tiempo  que  un 
gallo  de  mala  ralea  y  Vélez  Sarsfield  se  educaba  en 
esgrima  junto  con  un  gallo  negro,  criollo  y  salidor  de 
buena  casta. 

La  misión  del  hombre  es  vivir  y  amar  a  Dios  sobre 
todas  las  cosas  y  al  prójimo  como  a  sí  mismo,  excepto 
la  misión  de  Cesáreo  que  consiste  en  ser  el  sempiterno 
maestro  de  cuantos  intentan  aprender  florete  y  un 
verdadero  miembro  de  las  sociedades  protectoras  do 
animales. 

Pero  la  misión  de  cuidar  gallos,  de  mantener  pe- 
rros y  de  enseñar  florete,  no  conduce  por  cierto  a  la 
fortuna  y  quiera  Dios  que  el  viejo  que  ha  consumido 
su  vida  dedicándola  a  esos  tres  elementos,  cuando  ex- 
pire el  último  de  sus  perros  y  clave  el  pico  el  último 
de  sus  gallos,  encuentre  un  apoyo  en  sus  innumera- 
bles condiscípulos  que  le  han  dado  su  corazón  en 
cambio  de  sus  lecciones. 


ILICA 


Ilica  no  era  tal  Ilica;  al  bautizarla  la  habían  inju- 
riado poniéndole  por  nombre  Ildefonsa,  pero  el  sen- 
tido común  de  las  gentes  y  el  espíritu  de  equidad  la 
libraron  de  semejante  nombre  y  la  llamaron  Ilica. 
Pertenecía  a  una  distinguida  familia  de  Tupiza,  y  en 
la  época  en  que  comienza  a  figurar  tendría  12  años, 
y  era  mayor  que  Boris,  lo  que  no  impidió  a  éste 
concebir  por  ella  una  pasión  vehemente;  pensaba  en 
ella  mientras  no  dormía,  le  consagraba  todos  sus 
actos  y  todos  sus  propósitos,  la  veía  mentalmente  en 
todas  partes,  oía  su  voz,  aunque  no  hablara  y  le  son- 
reía respondiendo  a  su  sonrisa  imaginaria;  cuando 
ella  se  hallaba  ausente  le  escribía  cartas  amorosas  con 
tinta  simpática,  es  decir,  con  zumo  de  limón,  inútil 
precaución  porque  las  letras  resaltaban  con  su  color 
amarillo  y  no  era  necesario  para  leerlas  exponer  el  pa- 
pel al  lado  de  una  vela  o  de  una  brasa.  ¿Que  le  escri- 
bía? Las  frases  más  amorosas  de  las  obras  de  Lord 
Byron,  traducidas  por  Mármol  (un  poeta  argentino). 

Ilica  no  contestaba  jamás,  sin  duda  temía  cometer 
faltas  de  ortografía  o  no  podía  ponerse  a  la  altura  de 
los  conceptos  de  su  adorador,  o  tal  vez  no  sabía  que 
decirle. 


—  24  — 


Entre  tanto  justo  es  decir  que  llica  parecía  ser  amada 
en  la  forma  más  romanesca  y  exaltada,  porque  era 
una  muchacha  muy  inteligente,  burlona,  alegre,  mali- 
ciosa, de  bellísimas  formas  y  de  un  cutis  blanco  mate, 
labios  un  poco  gruesos,  sensuales,  cabello  negro,  largo 
y  abundante  y  carácter  decidido,  lo  único  que  le  fal- 
taba era  cierta  ternura,  adorno  casi  esencial  en  la  mu- 
jer; a  pesar  de  eso  era  ante  sus  conocidos  la  novia 
oficial  de  Boris  y  ante  él,  su  delicia  y  su  tormento 
porque  ella  mezclaba  a  sus  escasas  palabras  cariñosas, 
siempre  una  burla  fina  que  les  quitaba  todo  valor.  Su 
novio  para  hacerse  valer  ante  ella,  se  inventaba  haza- 
ñas. Como  era  un  tanto  fantástico  se  imaginaba  tener 
enemigos  y  luchar  con  ellos. 

Un  día,  solo,  en  la  huerta  de  su  casa,  armado  de  un 
cortaplumas,  acometió  a  un  enemigo  invisible,  y  al 
tirarle  una  cuchillada,  el  cortaplumas  fué  a  herir  una 
de  sus  rodillas;  el  pobre  niño  levantó  su  calzoncito  y 
vió  un  ojal  abierto  destilando  sangre  y  antes  de  aten- 
der a  restañarla,  se  puso  a  buscar  el  pedazo  que  según 
él  le  faltaba,  sin  sospechar  que  la  retracción  de  la  piel 
cortada,  era  causa  de  la  aparente  falta.  Tomó  un  viejo 
pañuelito,  hizo  con  él  una  venda,  curó  así  su  herida  ; 
pero  ésto  le  dejó  por  toda  la  vida  una  cicatriz,  porque 
sus  bordes  no  habían  sido  adosados.  El  enamorado  y 
pequeño  caballero  contó  a  llica  su  combate,  diciéndole 
que  la  riña  había  sido  con  un  rival  que  la  amaba,  claro 
que  llica  no  creyó  una  palabra  de  tal  cosa. 

En  otra  ocasión,  mostrándole  un  pequeño  ganglio 
infartado  que  tenía  en  el  cuello,  le  dijo  que  era  una 
bala;  se  había  batido  en  duelo  a  causa  de  ella.  Nunca 
llica  se  rió  con  más  ganas  y  por  muchos  días  su  pri- 
mera jDregunta  era  esta;  Cómo  va  la  bala?  Imagínese 
el  lector  la  desazón  del  novio  oficial  cuyas  hazañas 


-  25  — 


eran  tan  poco  apreciadas  por  la  indiferente  muchacha. 

Ilica  y  su  familia  iban  a  pasar  una  parto  del  verano 
en  Palala,  un  hermoso  valle,  por  cuyo  fondo  corría 
un  arroyo  abundoso.  La  casa  estaba  situada  a  la 
vera  de  éste,  medio  oculta  entre  árboles  muy  grandes; 
por  su  parte  la  familia  de  Boris  iba  a  una  hacienda 
que  distaba  más  de  una  legua  do  la  de  Ilica.  Boris  se 
escapó  un  día  de  su  casa  y  se  fué  a  pie  a  la  de  Ilica 
con  el  intento  de  verla.  Llegado  a  la  casa  se  puso  a 
rondarla,  sin  atreverse  a  entrar,  a  pesar  de  los  ruegos 
de  la  familia  que  lo  descubrió.  —  No  puedo,  dijo,  he 
venido  solamente  a  pasear  por  acá,  nada  más,  muchas 
gracias,  y  se  volvió  a  su  casa.  Han  visto  Vds.  un  tonto 
más  grande?  Hace  un  largo  viaje  por  un  objeto  dado 
y  luego  por  su  misma  voluntad  no  lo  realiza!  Lo  peor 
del  caso  es  que  al  volver  a  su  casa,  su  mamá,  doña 
Visitación,  viéndole  congestionado,  asoleado,  rojo  co- 
mo una  brasa,  cayó  como  una  tromba  sobre  él.  «  Sin 
vergüenza,  bandolero,  mal  criado,  atrevido,  que  ha- 
brán dicho  esas  gentes;  habrán  creído  que  ibas  para 
que  te  convidaran  a  almorzar,  como  si  te  estuvieras 
muriendo  de  hambre!»  — pero  si  no  he  comido  nada 
mamá,  respondió  Boris, — no  importa  replicó  ella,  lo  que 
has  hecho  merece  un  castigo  y  te  lo  impongo,  y  di- 
ciendo y  haciendo  lo  tomó  de  un  brazo,  lo  llevó  a  su 
cuarto  y  lo  metió  en  la  cama.  Boris  cuando  se  halló 
solo,  exclamó  suspirando:  ¡Oh  Ilica,  cuanto  me  cues- 
tas! a  pesar  de  que  ella  no  tenía  la  menor  culpa  en  la 
aventura. 


ISÜ 


PÁGINA  SUELTA 


En  todo  pueblo  chico  cada  vecino  de  cierta  notorie- 
dad, padece  de  alguna  excentricidad  que  lo  caracte- 
riza y  Tupiza  no  escapaba  a  la  regla.  Entre  los  re- 
cuerdos de  Boris  figuran  los  siguientes  relativos  al 
caso. 

Un  noble,  muy  rico,  que  habitaba  un  palacio,  único 
del  pueblo  y  poseía  grandes  extensiones  de  terreno  a 
poca  distancia,  no  tenía  amor  propio  de  su  fortuna,  ni 
de  su  alcurnia,  pero  sí  una  gran  vanidad  basada  sobre 
la  excelencia  del  cate  que  se  tomaba  en  su  casa. 

En  efecto,  todos  los  días,  después  del  almuerzo  y  de 
la  comida,  la  calle  entera,  donde  estaba  el  palacio,  se 
perfumaba  con  el  aroma  de  la  sabrosa  infusión. 

Este  mismo  caballero  criaba  dromedarios  llama- 
dos allí  camellos;  llegó  a  tener  hasta  50  de  ellos  en  un 
enorme  galpón  de  Oploca,  su  estancia;  y,  era  de  ver 
cuando  un  grupo  de  estos  animales  entraba  a  Tupiza, 
con  su  carga  de  pasto,  alfalfa  o  sacos  de  granos  obs- 
truyendo las  calles,  el  contento  de  las  gentes  al  pre- 
senciar las  descargas  en  las  puertas  del  palacio,  que 
se  efectuaba  obligando  a  los  melancólicos  y  gigantes- 
cos cuadrúpedos  a  doblar  las  rodillas  para  facilitar  la 
operación. 


VARIACIONES  SENTIMENTALES 


A  LA  LUZ  DE  LA  LUNA 

La  noche  está  triste! 

La  luna  alumbra  con  verdadera  gana  los  patios  do 
mi  casa  y  también  lo  supongo,  los  campos  y  calles. 

Está  en  la  faz  que  los  almanaques  llaman  «luna 
llena»  y  presenta  casi  en  todo  su  disco,  una  cara  lim- 
pia, iluminada  sin  brillo  en  realidad. 

Hay  dos  clases  de  belleza:  la  débil  y  la  vigorosa. 

Murillo  y  Rubens  en  lo  tocante  a  la  mujer,  han  dado 
las  dos  formas. 

Si  de  pintar  la  luna  se  tratara,  yo  elegiría  a  Murillo 
para  encargarle  el  cuadro. 

Yo  sé  cuanto  la  luna  hace  en  materia  de  movimien- 
tos, como  gira  en  las  vecindades  de  la  tierra,  como  da 
vuelta  alrededor  de  su  propio  eje  y  oscila  para  hacer 
sus  libraciones;  por  fin,  como  se  arregla  para  presen- 
tar siempre  la  misma  cara  a  la  curiosidad  de  los  hu- 
manos. 

Esto  tan  matemático  y  prosaico,  nada  importa 
cuando  uno  mira  la  luna,  en  todo  piensa  menos  en 
libraciones,  término  que  más  parece  de  obstetricia  que 
de  astronomía. 

Linterna  de  los  cielos,  cirio  de  plata,  amante  de  los 


-  28  - 


dioses,  casta  divinidad  del  firmamento,  virgen  desola- 
da, confidente  de  todas  las  ternuras  y  dolores!,  repetía 
yo  siempre  en  el  colegio,  encerrado  entre  las  paredes 
del  vasto  edificio,  donde  no  había  linternas  de  los  cie- 
los, ni  cirios  de  plata,  ni  castas  divinidades,  ni  vírge- 
nes desoladas. 

No  obstante,  las  expresiones  triviales,  nuevas  para 
mí  por  mi  ignorancia,  tenían  algo  do  suave  y  de  anti- 
guo que  me  hacía  gozar,  y  prescindiendo  del  recinto, 
de  la  campana  metódica  que  llamaba  al  estudio  y 
hasta  de  los  profesores  inflexibles,  me  escapaba  de  la 
realidad  de  escena  o  iba  con  mi  fantasía  al  centro  de 
la  Arcadia  a  ver  a  los  pastores,  seguidos  por  su  re- 
baño en  las  noches  de  luna. 

Cuando  entrábamos  a  clase  de  cosmografía  y  el  pro- 
fesor erudito  dictaba: 

La  luna,  satélite  de  nuestro  planeta,  tiene  la  forma 
esférica;  su  volumen  es  cuarenta  y  nueve  veces  menor 
que  el  de  la  tierra,  gira  alrededor  de  ésta,  describiendo 
una  elipse  que  recorre  en  veintisiete  días  y  un  tercio, 
siendo  su  distancia  media  de  treinta  y  ocho  mil  miriá- 
metros,  yo  escribía:  «La  luna  cirio  de  plata,  es  una 
virgen  desolada,  de  forma  esférica,  su  volumen  cua- 
renta y  nueve  veces  amado  de  los  dioses,  gira  alrede- 
dor de  la  tierra,  describiendo  una  casta  linterna  que 
recorre  los  cielos  en  veintisiete  días  y  un  tercio,  siendo 
su  distancia  media,  confidente  de  las  ternuras  de 
treinta  y  ocho  mil  miriámetros  de  amantes  desgra- 
ciados ». 

ISD 

En  la  clase  siguiente,  no  sabía  mi  lección,  de  puro 
soñador  e  impresionable. 
Los  años  han  pasado  con  sus  noches  obscuras  y  cía- 


-  29 


ras  y  la  luna  visitando  mensualmento  nuestro  hemis- 
ferio, ha  reflejado  en  su  disco  de  estaño  los  ardores 
atenuados  del  sol  sobro  la  tierra,  con  la  imperturba- 
bilidad de  un  globo  seco,  filosófico  y  desposeído. 

¿Cuántas  amarguras  ha  recogido,  cuántas  escenas 
de  amor  legítimo  o  clandestino  ha  presenciado  y  cuán- 
tos terrores  y  sorpresas  ha  causado  con  su  salida  im- 
prudente de  entre  las  nubes  mientras  se  pasea  como 
una  muía  de  noria  por  su  elipse? 

¿SO 

Luna  antigua,  bola  decrépita  sin  jugos  y  sin  aire, 
enjuta,  grietada,  como  si  fueras  de  billar  do  aldea;  tú 
que  trepas  sobre  las  pirámides  de  Egipto  ¿  no  te  aver- 
güenzas de  meterte  por  los  fondos  de  las  casas,  disi- 
mulada y  silenciosamente  ? 

¿Qué  haces  ahí  parada  en  apariencia  mientras  las 
nubes  corren  sus  velos  negros  o  blancos  sobre  tus  fac- 
ciones siempre  iguales?  ¿Vienes  acaso  a  espiar  a  los 
sirvientes  o  a  revelarles  alguna  correría  de  sus  pa- 
trones? ¿  Dónde  está  tu  marido,  mientras  anclas  de- 
rramando la  luz  que  le  robaste,  sola  y  vagabunda  en 
la  noche  callada  recorriendo  los  montes  y  los  valles  ? 

—  ¿Quieres  contarnos  la  historia  del  mundo,  las  ba- 
tallas, los  cataclismos,  la  caída  de  las  naciones,  las 
muertes,  las  inundaciones  que  has  presenciado  desdo 
tu  fuga  del  hogar  materno  para  contemplar  de  lejos 
sus  miserias,  o  provocar  las  confidencias  de  los  hom- 
bres, tú  que  miras  a  un  tiempo  los  amantes  separados 
y  los  bandoleros  que  preparan  un  golpe  contra  el  ho- 
nor, la  vida  o  la  fortuna  ? 

... —  A  propósito,  clime,  ¿qué  piensa  ella  ahora, 
mirándote  desde  a  bordo?  ¿  Está  triste,  recuerda  a  sus 


—  30  - 


amigos,  llora,  tiembla  su  corazón  dentro  su  pecho 
cuando  las  olas  golpean  el  barco  en  que  navega? 

¡Luna  protectora  de  las  nobles  pasiones,  mírala  con 
ternura,  envuélvela  en  la  amplia  cabellera  de  tus  ful- 
gores y  al  tocar  con  tus  hebras  vaporosas  sus  labios 
entreabiertos,  hazle  sentir  los  besos  do  tu  amorosa 
lumbre! 

Guárdala  mi  secreto.  . .  etcétera,  etcétera,  etcétera. 

ISO 

No  se  vaya  el  lector  a  imaginar  que  los  tres  párrafos 
anteriores  son  míos;  los  copio  de  un  libro  viejo,  e  in- 
fiero por  su  contenido,  que  desde  largo  tiempo  la  luna 
se  ha  entregado  a  un  oficio  impropio. 

Por  otra  parte,  cuanto  el  libro  dice,  bien  puede  ha- 
ber sucedido,  estar  sucediendo  y  por  suceder,  donde 
quiera  que  haya  gente  y  buques.  Ni  es  nuevo  ni  es 
raro  que  dos  personas  se  quieran,  que  la  una  se  em- 
barque y  que  la  otra  se  quede  mirando  la  luna  de 
Valencia,  o  de  otra  capital  encantadora,  dándose  a 
creer  en  la  capacidad  de  nuestro  mudo  satélite  para 
trasmitir  sentimientos. 

Pero  la  imaginación,  que  hace  hablar  a  los  muebles, 
a  los  paisajes  y  al  silencio  mismo,  teniendo  en  cuenta 
la  aptitud  de  los  objetos  para  suscitar  ideas,  confía  en 
su  fidelidad  para  llevar  mensajes. 

De  ahí  esa  fe  ciega  de  todos  los  amantes  en  la  luna 
y  esa  sublime  inocencia  con  que  la  hacen  confidente 
de  sus  locuras. 

Yo  sé  bien  que  no  hay  nada  en  ella  de  cuanto  nues- 
tra fantasía  le  supone.  No  hay  tal  doncella,  ni  tal 
tierna  viajera,  ni  cosa  parecida,  sino  un  pedazo  de  ma- 
teria muerta,  sin  atmósfera,  sin  agua,  sin  calor  y  sin 


-  31 


luz  propia;  un  astro  senil,  poco  hospitalario  y  nada 
agradecido  que  rebaja  al  éter  luminoso  del  benéfico 
sol,  treinta  y  seis  mil  grados  de  fuerza,  dejándolo 
apartarse  solamente  en  reflejos  pálidos  para  caer  mo- 
ribundo en  la  tierra;  un  trozo  viejo,  seco,  rajado,  hen- 
dido, lleno  de  antros  sepulcrales  en  vez  de  valles,  con 
la  única,  eso  sí,  grande  ventaja  de  no  tener  habitantes. 

No  obstante,  yo  también,  como  todos,  he  confiado 
mis  cuitas  a  la  luna. 

isa 

Recuerdo  que  cuando  era  chico...  pero  a  decir 
verdad,  no  tengo  ahora  ganas  de  contar  eso:  lo  contaré 
a  su  tiempo;  no  lo  he  de  escribir  todo  de  una  vez !  Los 
que  ven  un  trabajo  impreso  o  manuscrito  con  sus  letras, 
sus  sílabas  y  sus  renglones  siguiendo  sin  aparento  in- 
terrupción piensan  que  el  autor  lo  ha  hecho  de  una 
pieza. 

Nada  menos  exacto;  cada  producto  necesita  una 
gestación,  desde  los  niños  que  comienzan  su  vida  llo- 
rando, hasta  las  'obras  de  arte,  que  salen  del  lienzo, 
del  pincel,  de  la  pluma,  del  instrumento  musical,  o  de 
los  ladrillos  y  del  mármol. 

Muchas  veces  un  libro,  una  estatua,  un  cuadro,  un 
simple  artículo  de  diario,  está  en  la  cabeza  del  autor 
durante  lustros  sin  revelarse  afuera. 

Obras  sencillas  en  apariencia  han  necesitado  una 
penosa  incubación;  así,  en  literatura  por  ejemplo: 
ciertos  párrafos  encierran,  toda  la  vida  intelectual  de 
un  hombre  porque  contiene  las  ideas  constituyentes  de 
su  haber  de  conciencia,  bagaje  que  sólo  deposita  en 
las  paradas  de  su  largo  camino,  cuando  encuentra  la 
expresión  acabada  de  su  pensamiento,  la  ocasión  pro- 


picia  y  el  momento  oportuno  para  darles  vida  en  fór- 
mula verbal  o  escrita,  pero  eficiente,  genuina  efigie  del 
concepto  interno,  clara,  nítida,  estética  en  sus  formas, 
verdadera  en  su  significado. 

Nada  de  ello  es  aplicable  a  las  presentes  páginas; 
yo  no  encuentro  aún  la  imagen  filológica  del  sedimento 
quo  han  dejado  en  mi  alma  la  visión  de  la  naturaleza, 
la  audición  de  sus  ruidos,  la  sensación  de  sus  perfumes, 
la  resonancia  do  sus  voces,  la  misteriosa  significación 
de  sus  silencios  en  la  nocho  tranquila  a  la  luz  de  la 
luna,  siempre  serena. 

Pero  como  toda  palabra  es  sugestiva,  tal  vez  la  mía, 
desaliñada  e  incoherente,  suscite  en  el  lector  algún 
agradable  y  melancólico  recuerdo  de  sus  aventuras 
nocturnas  en  las  plácidas  horas  de  verano. 

ISO 

T'aimera  le  pilote 

Hans  son  grand  bátiment. 

Qui  flote 
Sur  le  clair  firmament. 

El  buque  daba  cabezadas  y  metía  la  proa  en  el  agua; 
no  so  veía  la  luna  sino  entro  celajes  negros,  clara  solo 
de  tiempo  en  tiempo,  cuando  las  nubes  dejaban  do 
pasarle  por  la  cara  su  tul  empapado,  como  a  un  niño 
a  quien  fuera  necesario  lavársela  con  una  esponja. 

Un  inglés  había  muerto  y  se  iba  a  echar  su  cuerpo  al 
mar.  Yo  estaba  sobro  cubierta,  cuando  sacaron  el 
cadáver  en  una  tabla,  envuelto  en  la  bandera  de  la 
Gran  Bretaña,  la  cara  del  muerto  estaba  visible  ;  todos 
los  marineros  formaron  en  dos  filas ;  los  dos  conduc- 
tores pusieron  el  cuerpo  sobre  la  borda,  hubo  un  mo- 


—  33  — 


mentó  de  recogimiento,  después,  sin  pronunciar  una 
palabra,  levantaron  la  tabla  de  un  extremo  y  el 
difunto,  con  los  pies  hacia  el  mar,  so  deslizó  de  golpe 
y  se  fué  a  fondo. 

Chumb ! . . .  hizo  el  mar.  . .  el  ruido  de  la  colosal  de- 
glución quedó  por  mucho  tiempo  sonando  en  nuestros 
oídos. 

La  luna,  como  un  daguerrotipo,  registró  los  detalles 
de  la  fúnebre  ceremonia. 

Cuando  el  destino  cometió  el  cobarde  crimen  de  per- 
mitir que  muriera  mi  hermanita,  era  yo  muy  niño ; 
cada  mañana  al  despertarme  la  buscaba;  me  parecía 
imposible  no  encontrarla,  no  verla,  no  hablarla . .  . 
nunca  he  podido  consolarme  de  semejante  infamia 
de. .  .  quien  sea! 

Una  noche  me  dormí  pensando  en  ella,  soñé  que  se 
acercaba,  y  me  recordé  sobresaltado;  abrí  los  ojos  y 
no  vi  sino  la  luna  por  la  ventana  entreabierta. 

Me  levanté  tristísimo  y  miedoso  para  cerrarla,  pero 
no  pude  hacerlo  sin  darme  el  placer  mortificante  de 
mirar  un  momento  la  plaza  del  pueblito  desierta,  las 
calles  divergentes,  solitarias,  las  montañas  áridas  a  lo 
lejos  y  la  luna  serena,  yéndose  lentamente  hacia 
el  ocaso,  seguida  de  una  estrella,  en  el  mayor  si- 
lencio. 

Nadie  la  veía,  nadie  la  admiraba.    ¡Había  estado 
marchando  así  toda  la  noche! 
¿  Para  qué,  para  quién?. 

En  aquel  espectáculo  sin  espectadores,  la  luna  hacía 
el  papel  de  un  famoso  gimnasta  ejecutando  proezas  de 
equilibrio  en  un  escenario  sin  comparsa,  sin  orquesta, 
sin  público  ni  aplauso,  delante  del  vacío.  .  . 

Y  contemplando  la  belleza  estéril  de  ese  viaje  eterno 
sin  motivo  y  sin  objeto,  que  la  plácida  esfera  conti- 


3 


-  34  - 


nuaba  como  simple  tarea  inconducente,  el  sentimiento 
de  la  inutilidad  final  de  toda  esta  vida,  se  condensó  en 
mi  mente,  y  se  incrustó  para  siempre  en  mi  con- 
ciencia. 

Mi  fantasía,  no  obstante,  voló  al  pobre  cementerio 
de  mi  aldea  y  allí  vió,  netamente  dibujados  con  líneas 
desiguales,  los  diminutos  brazos  de  una  cruz. 


A  PALERMO 


Abre,  Parque  Tres  de  Febrero,  tus  anchas  puertas, 
que  millares  de  visitantes  acuden  a  buscar  en  tu  seno 
un  momento  de  olvido  y  de  descanso  al  trabajo. 

Prepara  tu  verde  césped  fresco  y  húmedo,  para 
ofrecer  a  tus  huéspedes,  mullida  alfombra  en  que 
asienten  su  planta  agitada. 

Pide  a  las  ondas  que  besan  tu  costa  el  vapor  de  sus 
aguas  para  que  forme  gotas  cristalinas  de  rocío  sus- 
pendidas en  cada  hoja  de  tus  árboles. 

Llama  al  viento  de  la  Pampa  para  que  destilándose 
entre  las  ramas  de  tus  sauces  añosos,  se  transforme  en 
brisa  que  acaricie  el  rostro  y  derrame  en  él  la  felici- 
dad de  su  frescura  y  el  perfume  que  recogió  en  tus 
yerbas. 

Brinda  tus  curvas  avenidas  a  los  paseantes  de  todas 
las  naciones,  que  van  a  verte  en  un  día  de  gala  y  a 
saludar  en  ti,  por  primera  vez,  la  obra  del  arte  y  los 
modestos  cimientos  de  un  pensamiento  grandioso. 

Encarga  a  los  verdes  tules  de  tus  negligentes  sau- 
ces,, que  formen  techo  amigable  a  los  que  busquen  su 
sombra. 

Y  deja  por  último  que  cada  pensamiento  lea  en  los 
diseños  de  tus  grandes  jardines,  un  epitafio  para  el 


-  36  — 


antiguo  Palermo  y  un  pasaje  a  la  vida  del  grandioso 
paseo. 

A  las  sombras  de  tus  árboles,  ¡  cuanta  libertad  viene 
a  albergarse!  En  las  entrañas  de  tu  suelo,  ¡cuanta lá- 
grima a  ido  a  perderse ! 

Allí,  tras  de  aquellas  paredes  en  ese  edificio  rectan- 
gular y  sin  gracia,  se  adivinaba  hace  veinte  años  la 
mirada  sangrienta  de  un  tirano;  hoy,  tras  de  las  rejas 
separadas,  se  ve  las  fieras  en  sus  jaulas  comiendo  hu- 
mildemente el  pedazo  de  carne  que  le  arrojamos;  allí 
en  aquel  edificio  se  educan  jóvenes  distinguidos  para 
la  paz  y  para  la  guerra ;  antes  en  esta  planicie,  los  se- 
cuaces del  tirano  vagaban  en  libertad,  sin  que  rejas 
de  hierro  impidieran  los  horrores  de  sus  salvajes  ins- 
tintos. 

Hoy  aquí,  ¡cuanta  alegría  y  bullicio  ha  nacido  y 
se  forma  entre  los  diez  mil  visitantes  que  acudie- 
ron a  la  cita!  Antes,  ¡cuantos  silencios  en  los  labios  y 
cuanta  amargura  en  el  corazón  de  aquellos  que  avan- 
zaban con  paso  cauteloso,  en  demanda  de  la  vida  de 
los  suyos,  hacia  la  morada  del  tirano ! 

Aquí  fué  Palermo,  aquí  es  el  Parque  Tres  de  Febrero. 

Tras  de  las  altas  montañas  que  forman  la  cordillera 
de  los  Andes,  un  hombre  de  grande  corazón  preparó 
con  su  pluma  la  caída  del  tirano ;  hoy  ese  hombre, 
poniendo  sus  plantas  sobre  la  tierra  ensangrentada, 
ha  cambiado  el  aspecto  de  esta  lúgubre  inorada  y  los 
obreros  del  progreso  han  removido  la  tierra  con  que 
llenaron  los  huecos  donde  se  cavó  sepultura  para  tan- 
tos argentinos. 

¡Qué  los  espléndidos  follajes  de  esta  vegetación  ad- 
mirable sirvan  hoy  de  adorno  en  nuestras  fiestas! 

¡  Qué  los  dolorosos  recuerdos  se  aparten  de  nuestra 
mente,  ya  que  sobre  la  losa  que  cubre  la  tumba  de  la 


—  37 


tiranía,  hemos  puesto  la  cuna  adornada  con  flores,  del 
naciente  paseo ! 

Buenos  Aires  te  reclama,  Parque  Tres  de  Febrero. 
Alrededor  de  la  gran  ciudad  no  había  más  que  polvo 
y  desierto,  rayos  de  sol  abrasadores,  viento  que- 
mante. 

En  el  límite  de  su  plantel  ni  un  árbol,  ni  un  jardín, 
ni  un  sitio  desahogado,  ni  una  ancha  avenida;  en  sus 
pequeñas  plazas,  ni  sombra,  ni  frescura,  ni  vegetación 
que  cambiara  su  vida  con  el  veneno  de  nuestros  pul- 
mones. 

Buenos  Aires  te  recibe,  Parque  Tres  de  Febrero, 
como  un  beneficio  de  la  Providencia,  y  cuando  la  gran 
ciudad  sea  víctima  de  epidemias  a  ti  pedirán  tus  ha- 
bitantes aire  puro,  salud  y  fortaleza. 

Buenos  Aires  se  olvida,  en  tu  cuna,  de  sus  doloro- 
sos recuerdos  y  los  hijos  que  perdieron  sus  padres 
muertos  por  el  lúgubre  morador  de  estos  sitios,  espe- 
ran que  les  devuelvas  en  caudales  de  salud  y  de  vida, 
numerosos  habitantes  para  la  ciudad  del  porvenir. 

Dentro  de  cien  años  tus  árboles  seculares  desafiarán 
la  electricidad  de  las  nubes  y  el  furor  de  los  huraca- 
nes; dentro  de  cien  años  tus  grandiosos  bosques  se 
mirarán  en  el  agua  de  tus  lagos;  dentro  de  cien  años 
tu  suelo  se  hallará  sembrado  de  pequeños  graciosos 
edificios  y  de  colosales  monumentos;  dentro  de  cien 
años  todo  habrá  cambiado,  excepto  ese  río  embrave- 
cido que  mandaba  sus  olas  como  una  protesta  cuando 
la  tiranía  ahogaba  esta  tierra,  como  un  murmullo  ar- 
monioso, cuando  la  libertad  germina  en  su  seno.  Den- 
tro de  cien  años  un  piadoso  olvido  habrá  sepultado  en 
la  nada  el  recuerdo  de  los  que  te  combatieron  en  tu 
cuna,  pero  en  cada  una  de  tus  avenidas,  de  tus  fuentes, 
de  tus  cascadas,  en  cada  piedra  de  tus  edificios  y  en 


—  38  - 


cada  tronco  de  tus  árboles  añosos  se  leerá  el  nombre 
de  los  que  te  formaron. 

Serás  eterno  Parque  Tres  de  Febrero  y  eterna  fuente 
de  vida  serán  tus  auras  balsámicas. 

Los  que  hoy  te  visitan  habrán  desaparecido  ya  y 
quizá  el  melancólico  ramaje  de  tus  sauces  caiga  sobre 
la  frente  de  los  que  vengan  a  perpetuar  su  recuerdo, 
en  muestra  de  gratitud,  por  los  esfuerzos  de  sus  ante- 
pasados. 

Los  que  hoy  no  te  visitan  no  tendrán  por  esto  tus 
enojos;  tú  les  darás  amante  los  beneficios  de  tu  cariño 
y  sus  hijos  y  sus  nietos,  protestarán  con  su  salud  vi- 
gorosa, contra  los  sofismas  de  tus  detractores  y  de  los 
que  pretenden  herirte,  privándose  de  alegría  y  de  re- 
creo, de  aire  y  de  luz. 


7F 


JERUSALEM 


Nos  hallamos  en  la  segunda  mitad  de  Noviembre. 

La  noche  está  clara  y  helada;  la  luna  comienza  a 
anunciarse  iluminando  un  punto  del  horizonte;  el 
viento  recién  llegado  de  las  montañas  de  Judea,  sopla 
rumorosamente  en  los  valles  y  en  los  patios,  mandan- 
do sus  tonos  musicales  a  través  de  las  puertas  delga- 
das y  de  las  ventanas  indefensas. 

La  ciudad  de  David,  de  Salomón  y  de  Jesucristo 
yace  enterrada  bajo  las  plantas  de  la  modesta  aldea, 
la  moderna  Jerusalem,  durmiendo  el  sueño  eterno, 
arrullada  por  el  canto  monótono  de  la  historia,  que 
repite  su  nombre  en  los  más  lejanos  confines  de  la 
tierra. 

La  escena  es  triste  y  desolada.  Los  judíos  en  su 
barrio  fangoso  y  obscuro  celebran  silenciosamente  su 
sábado.  Las  campanas  de  las  iglesias  católicas,  están 
calladas  en  tanto  que  los  cristianos  se  preparan  para 
oir  su  misa  del  domingo  en  el  templo  del  santo  sepul- 
cro, convertido  en  posada  por  unos  cuantos  peregrinos 
que  duermen  acostados  en  sus  escaños  o  sobre  la 
tumba  de  los  cruzados,  esperando  la  madrugada  del 
nuevo  día  para  asistir  al  oficio  divino  a  las  cinco  de  la 
mañana. 


-  40  - 


Ni  una  alma  en  las  calles,  ni  una  luz  en  las  casas, 
ni  una  voz  que  destruya  el  uniforme  silencio.  La 
población  recogida  guarda  el  secreto  de  su  existencia. 

Uno  que  otro  camello  fatigado,  estirando  el  pes- 
cuezo pernocta  en  la  vía  pública,  aplastado  en  la 
tierra  sobre  sus  rodillas  callosas  y  balanceando  me- 
lancólicamente su  largo  labio  pendiente,  con  el  as- 
pecto de  una  inconsolable  aflicción. 

No  hay  río  que  corra,  ni  árboles  que  se  muevan,  ni 
aves  que  vuelen,  ni  hombres  que  caminen,  ni  siquiera 
perros  que  ahullen. 

Imposible  encontrar  en  el  lúgubre  espectáculo  las 
impresiones  que  la  historia  y  la  leyenda  sembraron 
en  los  corazones  de  todos  los  viajeros.  Los  ojos  bus- 
can en  vano  donde  saciar  la  sed  de  emociones  alimen- 
tadas durante  tantos  años,  y  el  oído  espía  los  leves 
ruidos  para  darse  el  pretexto  de  avivar  el  recuerdo  de 
la  más  fecunda  tragedia  que  la  humanidad  relata. 

El  sentimiento  de  la  desproporción  invade  y  sin 
querer  se  compara  los  inolvidables  estremecimientos 
de  la  infancia  y  de  la  juventud,  forjados  en  la  familia 
o  en  la  escuela,  a  favor  de  la  sagrada  historia,  con  el 
efecto  actual  de  un  escenario  mudo,  despojado  de  toda 
poesía,  pobre  de  formas  que  respondan  a  la  esperanza 
fomentada  y  envuelto  en  una  vulgaridad  extraña  com- 
puesta de  elementos  dislocados  e  incongruentes. 

ISD 

¡Jerusalem!  ¡Jerusalem!  Dónde  está  el  Jerusalem 
de  los  sueños  mezclados  con  el  llanto  de  las  vivas 
amarguras,  de  los  eternos  y  dolorosos  recuerdos?  El 
Jerusalem  visto  en  las  noches  largas  del  océano,  a 
través  de  las  bulliciosas  ciudades,  o  sobre  los  trenes 


—  4Í  — 


Sacudidos  que  conducen  al  viajero  de  las  apartadas 
tierras  a  visitar  los  monumentos  y  los  sitios  sagrados 
de  las  primeras  partes  habitadas. 

Los  siglos  han  pasado  sobre  los  siglos,  dejando 
como  sedimento  en  los  corazones  de  mil  millones  de 
cristianos,  la  pesadumbre  de  los  grandes  trastornos, 
traída  por  el  relato  de  las  luchas  horrendas,  de  la  ba- 
talla sin  fin,  de  la  crueldad  impía,  consecuencia  del 
conflicto  social  suscitado  alrededor  de  la  Cruz. 

La  sangre  derramada  en  toda  la  superficie  de  la 
tierra  enrojecería  los  mares.  Ninguna  comarca  ni 
nación  alguna  en  el  largo  período  de  dieciocho  siglos, 
ha  dejado  de  sufrir  la  repercusión  de  la  terrible  con- 
tienda. Cien  generaciones  han  nacido  a  la  vida  y 
han  entrado  en  el  sepulcro  de  los  tiempos,  mientras 
los  hombres  de  todas  las  creencias  y  de  todas  las  ra- 
zas, han  mantenido  la  lucha  secular  en  medio  de  la 
perenne  matanza. 

Los  pueblos  se  han  echado  sobre  los  pueblos  para 
despedazarse;  los  tronos  han  caído,  los  imperios  se 
han  destruido.  Sembrados  están  los  desiertos  con  los 
huesos  de  los  misioneros;  la  atmósfera  fué  mil  veces 
oscurecida  por  el  humo  de  las  hogueras  en  que  se 
quemaba  a  los  herejes. 

La  Europa  ha  sido  un  campo  de  batalla  antes,  du- 
rante y  después  de  la  Edad  Media ;  el  Asia  legendaria 
se  ha  despoblado;  la  América  fué  conquistada  en 
nombre  de  la  Cruz  y  sus  primitivos  habitantes  pere- 
cieron ahogados  en  su  propia  sangre. 

El  Africa  ha  visto  sucumbir  el  colosal  poder  de  los 
egipcios  y  de  la  espantosa  tragedia  que  ha  llenado  el 
mundo,  engendrada  por  los  acontecimientos  de  la  pe- 
queña y  pobre  Judea,  solo  quedan  como  enseña  en  la 
cuna  del  cristianismo,  unos  cuantos  montones  de  rui- 


ñas,  diseminadas  en  las  soledades  de  Palestina  y  en- 
cerrada entre  murallas  ahora  irrisorias,  una  aldea 
miserable,  llamada  Jerusalem,  habitada  por  grupos 
destrozados,  socialmente  inorgánicos,  desnudos  de  am- 
bición y  de  esperanzas,  extraños  los  unos  a  los  otros, 
ajenos  al  sentimiento  de  nacionalidad  y  en  la  cual 
cada  individuo  parece  vivir  de  tránsito,  huérfano  de 
todo  propósito,  sin  porvenir  ni  antecedente. 


LO  QUE  DICEN  LAS  OLAS 


Lo  que  dicen  las  olas ! 

Ellas  también  cuentan  sus  penurias  y  sus  angustias, 
su  eterno  viaje  por  los  mares,  por  los  ríos,  por  las 
nubes,  por  las  cumbres  de  las  montañas,  por  los  des- 
peñaderos y  los  arrecifes. 

Agitadas,  anhelantes,  enloquecidas,  corren  como  el 
hombre  buscando  su  nivel,  sin  encontrarlo  jamás  y 
van  desatinadas,  un  día  al  norte,  otro  al  sud  o  siguen 
cualquier  rumbo,  alzando  su  cabeza  blanca  de  canas 
para  mirar  en  el  horizonte  si  la  jornada  tiene  término. 

Y  se  atropellan  desatadas,  trepándose  sobre  sus  ve- 
cinas inútil,  estérilmente,  hundiéndolas  bajo  su  poso, 
en  tanto  que  otras  se  levantan,  y  otras,  y  otras,  y  otras 
crecen  más  adelante  en  el  infinito  océano,  renovando 
sus  lomos  hinchados  y  huyendo  en  curvas  indolentes 
o  espumosas  de  cólera  hasta  perderse  en  una  confusión 
inacabable. 

Las  olas  cantan  en  tono  mortificante  las  leyendas 
de  nuestros  pesares,  retirando  la  mente  a  los  lejanos 
tiempos  de  la  infancia,  cuando  una  madre  desvelada 
mecía  nuestra  cuna  o  a  los  menos  remotos  del  romance 
de  nuestra  vida,  cuando  la  voz  temerosa  del  amor  co- 
rrespondido nos  murmuraba  sus  caricias  en  los  oídos. 

Traen  los  acentos  de  la  patria  abandonada,  de  la 
amistad  insegura,  del  desengaño  inmerecido,  y  se  ale- 


—  44  - 


jan  llevándose  nuestros  suspiros  y  dejándonos  en  el 
pecho  la  amargura  de  sus  entrañas  saladas. 

ISO 

Allá  lejos,  las  esperanzas  como  las  aves  blancas  de 
los  mares,  aparecen  en  el  tul  de  la  espuma;  avanzan, 
se  acercan,  y  cuando  les  abrimos  los  brazos  para  es- 
trecharlas contra  nuestro  corazón,  las  ondas  se  desva- 
necen y  las  burbujas  de  su  penacho  vuelan  en  invisi- 
ble atmósfera  hacia  los  cielos. 

La  historia  de  nuestra  vida,  con  todos  sus  recuerdos 
confusos,  anacrónicos,  flota  en  las  montañas  que  el 
viento  subleva,  se  hunde  en  los  valles  fugaces  que  se 
forman,  vuelve  a  subir  en  las  olas  siguientes  y  envol- 
viéndose en  sus  ondulaciones,  se  aparta  y  se  obscu- 
rece, engendrando  una  vaga  sensación  de  martirio,  de 
remordimiento  y  de  duda  respecto  al  mérito  de  nues- 
tros actos  pasados  o  al  acierto  de  nuestra  conducta  en 
la  sucesión  de  los  años. 

—  ¿Por  qué  no  fui  más  bueno?  se  pregunta  el  espí- 
ritu atribulado.  ¿Por  qué  no  fuiste?  interrogan  las 
olas  a  su  turno,  y  nadando  sobre  sus  flancos,  se  esca- 
pan palmoteando  con  sus  vértices  quebrados,  como 
burlándose  de  nuestra  miseria. 

La  sensación  del  ritmo  vital  se  embota :  las  faculta- 
des embargadas  por  la  suma  de  reminiscencias,  lan- 
guidecen, y  una  melancólica  y  suave  aspiración  a 
morir  se  extiende  como  un  sudario  sobre  el  alma. 

¡  Un  sepulcro  en  el  mar  insondable,  la  caída  sin  sal- 
vación, sin  amparo,  la  muerte  sin  remedio,  y  por  todo 
consuelo  la  certeza  de  la  imposibilidad  calculada  con- 
tra la  cual  toda  lucha  es  una  quimera! . . .  Estas  ideas 
indecisas,  deslustradas,  semi  -  dormidas,  bullen  y  se 
cruzan  en  el  cerebro  mientras  las  olas  pasan,  golpean 


-  45  - 


los  costados  del  buque,  juegan  con  su  peso  y  se  retiran 
encargando  a  otras  olas  su  tarea! 
¡  Un  sepulcro  en  el  mar ! 

En  él  se  mecería  mucho  tiempo  nuestro  cuerpo ;  sí, 
mucho  tiempo,  prolongando  el  simulacro  de  la  vida, 
con  su  estéril  movimiento;  y  la  soledad  prevista  de  la 
tumba  en  un  cementerio  cualquiera,  sería  reemplazada 
por  el  bullicio  agreste  de  las  aguas,  en  un  mundo  in- 
finito de  atmósfera  líquida  verde  o  azul,  con  esmeral- 
das o  zafiros  disueltos! 

Y  tal  vez  llegado  por  la  marea  hasta  la  costa,  cerca 
de  la  patria  querida,  al  alcance  de  los  amigos,  de  los 
parientes,  de  las  gentes  olvidadizas  que  alguna  vez 
nos  amaron,  una  lágrima  de  compasión  cayera  sobre 
nuestra  frente  macerada  o  sobre  nuestros  ojos  cubier- 
tos por  los  párpados  hinchados. 

Un  estremecimiento  nos  despierta  en  medio  de  la 
horrible  fantasía;  las  olas  continúan  su  viaje  intermi- 
nable cantando  su  solemne  romanza  con  acentos  dolo- 
ridos, y  entre  sus  tonos,  el  oído  sobrexcitado  percibe 
los  nombres  de  las  personas  alojados  en  nuestro  cora- 
zón, las  melodías  que  aprendimos  en  tal  o  cual  época 
de  la  vida,  los  pedazos  de  frase  cariñosa,  los  repro- 
ches, las  discusiones  y,  por  fin,  el  silencio  que.  resulta 
del  ruido  uniforme,  cuando  el  cerebro  se  cansa  y  el 
sueño  empieza  a  batir  sus  alas. 

El  viento  silba  en  el  cordaje  del  buque  y  arreba- 
tando en  las  bocas  de  las  chimeneas  el  humo  negro, 
denso,  como  nube  de  tormenta,  como  aliento  letal,  lo 
lleva  desmenuzándolo  entre  sus  dedos,  para  dejarlo 
caer  en  copos  lenta,  perezosamente,  disolviéndolo  en 
los  confines  de  la  vista,  sin  conservar  ni  el  fantasma 
de  su  existencia. 

Así  los  pesares  y  los  ensueños,  dicen  entre  tanto  las, 


—  46  — 


olas,  negros  o  teñidos  por  la  luz  de  las  ilusiones,  serán 
llevados  por  el  tiempo  y  sembrados  en  el  camino  de  la 
vida,  como  migajas  de  los  odios  o  los  amores,  cuando 
la  edad,  marchando  sobre  el  cuerpo,  llegue  a  enfriar  el 
cerebro  y  a  helar  el  corazón. 

El  sol  descompone,  es  cierto,  de  tiempo  en  tiempo 
sus  rayos  en  las  aristas  de  las  olas  encontradas  y  los 
colores  del  arco  iris,  apareciendo  un  momento,  renue- 
van la  esperanza  y  vivifican  el  alma. 

Los  mares  entonan  a  la  vez  alegres  sonatas,  como 
música  de  bailes  aldeanos,  y  la  aspiración  a  vivir  renace. 

Vivir  en  el  bullicio  del  mundo,  allá  las  grandes  ciu- 
dades llenas  de  intrigas  y  de  conflictos  que  acortan, 
disminuyen  y  destruyen  el  tiempo,  envolviéndolo  en 
los  pliegues  de  su  permanente  variedad  hasta  dejarlo 
imperceptible.  Vivir  sintiéndolo  todo,  como  un  cu- 
rioso de  las  pasiones;  dando  valor  a  lo  que  no  tiene  o 
quitándolo  a  las  graves  y  trascendentales  contingen- 
cias! Vivir  caminando  hacia  la  tumba  sin  sospechar 
su  proximidad  y  dejarse  sorprender  en  medio  de  la 
despreocupación  atolondrada,  sin  saber  por  donde  va 
ni  por  donde  se  ha  ido,  como  las  olas,  según  el  viento 
o  el  calor  de  las  corrientes  marinas.  Vivir  sufriendo 
las  torturas  como  juguetes  del  infortunio  y  tomando 
hambrientos  un  pedazo  de  felicidad  descompuesta, 
para  roerla  hasta  el  hueso  sin  dejarle  un  átomo  de 
carne!.  . . 

¿SD 

Las  olas  ¡Jasan  por  debajo  del  buque  encorvando  la 
espalda  y  levantándolo  en  alto  para  mostrarlo  cabe- 
ceando o  rolando  sobre  la  superficie  rugosa  del  océano. 
El  mar  está  áspero  según  la  expresión  de  a  bordo. 

¡Quien  sabe  lo  que  sucederá! 


BAYREUTH,  WAGNER  Y  O 


Estoy  en  un  cuarto  alemán  antiguo;  siento  la  lluvia, 
antigua  también;  hace  veinte  mil  años  que  cae  lo 
mismo,  triste,  solemne,  sobre  todo  cuando  se  la  oye 
lejos  de  la  propia  tierra  (Patria)  estilo  antiguo,  por  la 
cual  se  conserva  un  cariño  irracional  e  indiscutible. 

Hay  en  la  pieza  una  chimenea  monumental,  el  re- 
trato de  un  caballero  antepasado,  un  sofá  arcaico,  me- 
sas, sillas  y  puertas  antediluvianas.  El  olor  del  am- 
biente es  viejísimo  y  lo  más  cercano  al  momento 
presente  entre  las  fantasías  sobre  el  pasado  es  el  tiem- 
po en  que  Fausto  anclaba  por  este  mundo  persiguiendo 
Margaritas  y  abusando  de  ellas  como  indio. 

En  vano  trotarán  por  las  calles  caballos  vivos,  arras- 
trando coches  modernos  y  pasearán  francesas  impor- 
tadas, con  mangas  y  sombreros  colosales,  antes  de  ir  al 
teatro  a  oir  la  música  del  porvenir,  inventada  recien- 
temente por  el  radical  Wagner;  todo  ello  no  destruirá 
la  sensación  de  vetustez  que  se  acapara  del  extran- 
jero al  instalarse  en  Bayreuth.  Los  caballos  parecen 
fósiles,  los  coches  babilónicos  y  las  mujeres,  pompeya- 
nas  emigradas  antes  de  la  era  cristiana. 

Yo  no  sostengo  que  esa  impresión  responda  a  la 
realidad  de  las  cosas,  pero  algo  hay  sin  duda  en  los 
zaguanes  largos  de  las  casas,  en  el  aspecto  de  algunas 
fachadas,  en  el  laberinto  de  las  calles  y  en  la  falta  de 


-  48  — 


aplomo  de  ciertos  muros,  que  trae  a  la  mente  la  idea 
de  tiempos  remotos. 

Hasta  un  pollo  con  arroz  que  comí  en  el  hotel  Son- 
ne,  por  lo  duro  y  otros  accidentes,  me  pareció  un  gallo 
provecto  contemporáneo  del  que  cantó  tres  veces 
cuando  el  tímido  San  Pedro  negó  a  su  divino  maestro. 
Qué  me  importa  a  mí  todo  esto?  preguntará  algún  mal 
avisado  lector.  ¡Vaya!  Si  nadie  leyera  sino  lo  que  le 
importa,  no  habría  novelas,  ni  periódicos,  ni  literatura, 
ni  poesía. 

Además  el  lector  curioso  puede  venir  a  Bayreuth  y 
no  le  estará  demás  traer  un  anticipo  de  impresiones, 
por  vía  de  estímulo,  para  exhumar  recuerdos,  enfilar 
fantasías  y  evocar  la  Edad  Media,  al  ver  las  piedras  en- 
vejecidas, los  escudos  de  armas  tallados  en  ellas  mos- 
trando dragones  alados  y  negros  vestiglos,  las  entra- 
das estrechas  preparadas  para  la  defensa,  las  ventanas 
diminutas,  las  casas  con  ojos  en  los  techos  agudos,  las 
viviendas  sombrías  y  los  retratos  de  los  burgomaes- 
tres seculares,  dignos  gordos  magistrados  cuyas  almas, 
si  mal  no  calculo,  hállanse  ya,  por  toda  una  eternidad, 
sentadas  a  la  diestra  de  Dios  Padre,  muy  divertidas 
después  de  haber  hecho  un  tiempo  razonable  de  pur- 
gatorio, como  lo  manda  nuestra  Santa  Madre  Iglesia. 

ISO 

\  Cómo  duran  las  cosas  en  Bayreuth  y  en  otras  par- 
tes ! 

Las  generaciones  pasan,  las  piedras  quedan;  no 
por  siempre  sin  embargo;  ahí  están  las  pirámides  de 
Egipto  perdiendo  sus  aristas  y  derramándose  en  canto 
rodado;  la  esfinge  ya  no  tiene  narices  y  los  templos 
hundidos  en  la  arena,  solo  muestran  un  resto  de  sus 
cimientos.  No  obstante,  por  una  contradicción  de  la 


—  49  — 


naturaleza,  siempre  ilógica,  algo  menos  tangible  pa- 
rece destinado  a  vivir  eternamente,  a  lo  menos  mien- 
tras halla  tierra:  la  lluvia  benéfica,  esa  que  canta 
ahora  mismo  en  la  calle  sus  elegías  goteando  sus  no- 
tas diamantinas  en  mi  ventana,  y  los  libros  selectos 
que  el  criterio  consagra,  que  el  sentimiento  admira, 
que  los  siglos  respetan  y  el  tiempo  reproduce;  siempre 
recientes,  siempre  nuevos,  para  refrescar  la  mente  a 
par  de  la  lluvia  que  riega  y  fertiliza  la  tierra. 

Vivirá  Homero  mientras  haya  cerebros  y  lenguaje 
humano;  vivirá  Virgilio,  el  Dante,  Goethe,  Dickens  y 
Lord  Byron;  vivirá  Don  Quijote  con  su  fecunda  iro- 
nía, su  sarcasmo  alegre  y  juguetón  y  su  sabrosa  paro- 
dia del  valor  heroico,  vivirá  para  encanto  de  los  hom- 
bres y  extrañeza  tenaz  de  las  mujeres  a  quienes  jamás 
gustó  ni  gustará.  ¿Por  qué  Cervantes  no  escribiría  para 
ellas? 

EL  TEATRO 

El  teatro,  hecho  expresamente  para  las  óperas  de 
Wagner,  por  el  rey  más  loco  y  de  mejor  gusto  que 
han  visto  los  pueblos,  se  levanta  en  una  colina  fuera 
de  la  ciudad.  Conduce  a  él  una  ancha  Avenida  cu- 
yas veredas  flanqueadas  por  árboles  elevados  ofrecen 
un  cómodo  y  agradable  camino. 

A  la  hora  conveniente,  la  calle  central  se  llena  de 
carruajes  ocupados  por  lujosas  damas  y  caballeros,  y 
corre  en  las  márgenes  un  río  de  gente  a  pie,  venidas 
de  los  cuatro  puntos  cardinales,  ostentando  los  trajes 
y  aspectos  más  variados. 

Los  habitantes  de  la  ciudad,  que  ya  han  oído  las 
óperas  o  que  tienen  otros  intereses  en  vista,  concurren 
solamente  al  desfile,  pero  contribuyen  a  dar  al  paraje 
una  animación  extraordinaria. 


4 


—  50  — 


Esa  masa  inmensa  de  gente  se  agrupa  por  último 
en  explanada  delante  del  teatro  o  se  disemina  en  gru- 
pos en  los  jardines  que  lo  rodean  y  no  son  los  meno- 
res atractivos  de  la  escena  el  bullicio  de  los  comen- 
tadores, los  encuentros  inesperados  y  los  contactos 
recientes  de  heterogéneos  concurrentes,  entre  los  cuales 
un  príncipe  y  una  modista  se  codean,  o  conversa 
un  noble  infinitamente  pobre  con  un  banquero  vulgar 
inmensamente  rico,  o  con  una  actriz  en  vacaciones, 
recordando  las  horas  sazonadas  de  otra  época. 

En  esto  se  presentan  en  el  atrio  cinco  o  seis  músicos 
armados  de  instrumentos  de  cobre  y  tocan  a  los  cuatro 
vientos,  el  motivo  del  próximo  acto;  unas  cuantas  no- 
tas sencillas  pero  admirablemente  combinadas  que  se 
instalan  y  radican  en  el  alma  por  toda  la  vida  y  re- 
petida más  tarde  en  mil  situaciones,  infiltran  un  de- 
leite infinito. 

Y  aquí  se  inicia  el  trabajo  complicado  del  cerebro. 
Las  impresiones  van  a  crecer  en  intensidad  por  la 
preparación  orgánica  y  por  la  complicidad  de  sensa- 
ciones aferentes  conexas  o  reflejas  que  determinan  ex- 
citaciones de  un  carácter  emocional  superior  al  de  las 
auditivas  aisladas. 

Cada  concurrente  se  halla  ya  templado  en  un  tono 
de  hiperestesia  cerebral  que  le  permitirá  registrar 
detalles  musicales  ínfimos,  aumentar  sus  efectos  y  a 
favor  de  ellos  llevar  su  propio  sistema  nervioso  a  un 
grado  de  tensión  semi-morboso. 

ISO 

Las  puertas  del  teatro  se  abren,  y  dejan  penetrar  la 
turba  frenética.  El  espectador  desde  su  asiento,  es- 
tiende la  vista  sobre  un  mar  de  cabezas  escalonadas 


-  51  - 


en  el  anfiteatro  somi-oscuro,  limitado  a  los  lados  por 
pilares  que  dejan  huecos  vacíos,  como  depósitos  de 
aire;  atrás  por  palcos  y  adelante  por  el  escenario, 
ochenta  y  cuatro  bombas  deslustradas  de  luz  en  lo 
alto  de  los  pilares  y  veinte  más  abajo,  constituyen 
todo  el  alumbrado  antes  de  levantarse  el  telón.  Las 
luces  de  arriba  se  apagan  de  golpe;  es  el  anuncio  pre- 
paratorio... Una  conmoción  inevitable  recorre  los 
cuerpos;  se  oye  el  ruido  causado  por  el  roce  de  las 
ropas,  obedeciendo  al  estremecimiento  nervioso  de  los 
músculos  que  se  acomodan.  Un  segundo  después  las 
lámparas  restantes  se  extinguen  y  la  sala  se  sumerge 
en  las  tinieblas.  La  vista  queda  momentáneamente 
sin  ocupación...  el  oído  se  aguza.  Se  oye  los  pri- 
meros acordes  de  la  orquesta  que  llega  al  cerebro 
sobrexcitado  como  una  primicia  del  placer,  como  una 
promesa  de  mayor  deleite,  trayendo  los  preludios  ine- 
fables de  un  amor  que  nace. 

Todas  las  funciones  de  relación  en  los  espectadores 
parecen  suspendidas;  nadie  respira,  nadie  ve,  nadie 
se  mueve.  Hasta  los  actos  involuntarios  habituales 
en  cualquier  momento  como  un  golpe  de  tos  o  una 
respiración  forzada,  obedecen  de  repente  la  consigna, 
En  dos  mil  personas  han  quedado  abolidas  al  mismo 
tiempo  todas  las  necesidades  perceptibles  de  la  vida; 
y  este  fenómeno  inconcebible  dura  hora  y  media,  dos 
horas,  sin  revelaciones  externas  de  cansancio.  Ni  un 
desmayo,  ni  un  síncope,  ningún  accidente,  en  fin, 
viene  a  perturbar  la  excelsa  gloria  de  sonido  en  que 
se  acumulan,  deslíen,  esparcen  y  vuelven  a  juntar  los 
tonos,  los  acordes,  las  aparentes  disonancias,  en  for- 
midables turbiones,  que  producen  el  singular  efecto  de 
parecer  variados  cuando  se  quiere  fijar  su  monotonía 
y  monótonos  cuando  se  intenta  percibir  su  variedad. 


INOLVIDABLE 


Los  xemplos  famosos  y  los  mausoleos  de  Niko 
(Japón)  están  situados  en  las  «Montañas  Sagradas», 
eminencia  en  forma  de  meseta  rodeada  casi  en  su  to- 
talidad por  un  arco  incompleto  de  montañas  más  altas 
a  modo  de  circuito  de  anfiteatro. 

Ningún  recinto  sagrado  de  la  tierra  se  instaló  en 
mejor  paraje,  ni  ostentó  mayores  encantos.  Ni  jamás 
el  instinto  religioso  y  el  culto  de  los  muertos  de  pue- 
blo alguno,  aprovechó  con  más  suerte  las  bellezas  na- 
turales, para  crear  en  ellas  obstáculos  admirables, 
ejecutando  maravillas  de  arte,  a  fin  de  retardar  con 
múltiples  visiones  y  dilaciones  preparatorias,  el  má- 
gico espectáculo  sin  igual  en  su  género  en  el  orbe. 

Ningún  palacio  encantado,  morada  de  las  hadas  o 
los  dioses,  puede  ostentar  como  estos  templos  un  lujo 
cuyo  simples  enunciados  se  sustituyen  a  todos  los  elo- 
gios del  lenguaje  humano:  ¡Una  galería  de  treinta 
millas  para  llegar  a  sus  puertas!  .  .  ¡Diez  leguas,  más 
de  cincuenta  kilómetros ! . .  .  y  cuatrocientos  años  de 
existencia. 

Las  columnas  y  la  bóveda  son  los  troncos  y  el  ra- 
maje de  árboles  seculares!  En  la  senda  imponente 
estampan  las  sombras  de  sus  ramas  los  viejos  cedros 
robustos,  cuya  copa  bebe  el  agua  en  las  nubes  y  la 


—  53  — 


derrama  en  lluvia  sobre  la  tierra  fecunda.  Al  lado 
de  un  ejemplar  harto  de  la  vida,  pero  todavía,  fuerte 
y  vigoroso,  yace  el  tronco  seco  de  su  hermano,  muerto 
prematuramente,  a  la  edad  do  trescientos  años;  más 
allá  otro  joven,  con  solo  un  siglo  de  existencia,  ha  re- 
emplazado a  su  antecesor  llenando  un  claro. 

ISD 

He  leído  hace  poco  una  fantasía  de  Tolstoí,  copiada 
sin  duda  de  alguna  realidad  de  su  mente,  que  me  ha 
hecho  una  verdadera  impresión.  El  maestro  de  la  li- 
teratura moderna  describe  el  viaje  y  la  muerte  de  un 
hombre  y  de  un  caballo  en  una  noche  de  tormenta,  en 
medio  de  un  vendaval  de  nieve.  Ei  tópico  es  sencillo; 
el  accidente,  invariable;  el  sujeto  en  acción  siempre 
el  mismo :  el  viento  haciendo  volar  en  torbellino  el 
agua  en  polvo  congelado. .  .  y  todo  ello  mezclado  con 
las  impresiones  reales  durante  la  vigilia,  fantásticas 
durante  el  seudosueño  del  viajero  medio  ebrio  y  ador- 
mecido a  más,  por  el  intenso  frío. 

El  pobre  caballo  delira  también  mientras  tramita 
sus  últimos  momentos  de  vida  después  de  haber  ago- 
tado sus  bríos  en  saltos  y  carreras,  luchando  con  la 
borrasca. 

Las  variaciones  tienen  por  nota  dominante  el  viento 
y  la  nieve,  y  los  párrafos  nuevos  los  pasados  y  los 
futuros,  por  tema  la  nieve  y  el  viento ;  siempre  la 
misma  nieve  y  el  mismo  viento  y  otra  vez  y  cada  vez 
la  nieve  cayendo  y  girando  impelida  por  el  viento. 

El  autor  llega  así  a  determinar  una  obsesión  in- 
tensa como  la  de  una  melodía  deliciosa  repetida  al 
infinito ! 

Pues  bien,  para  dar  una  idea  de  la  calle  sin  tér- 


-  54  — 


mino  de  Niko  y  despertar  la  impresión  que  ella  en- 
gendra, necesitaría  reproducir  la  misma  obsesión  en 
el  lector. 

El  peregrino  que  se  dirige  a  la  santa  montaña,  va 
paso  a  paso  por  la  senda  húmeda,  mojada,  llena  de 
huecos,  atravesada  por  raíces  visibles  ahora,  se  detiene 
junto  a  los  troncos  a  escuchar  el  ruido  de  las  ramas; 
pasa  el  día  sin  reposo  y  llega  la  noche  siempre  en  la 
misma  avenida  sin  fin,  siempre  la  fila  de  árboles  en 
un  más  allá  insondable,  lleno  de  espantos  y  de  terro- 
res; fatigado,  asustado,  aprensivo,  desalentado,  y  des- 
pués., .  otra  vez  la  avenida  comiéndose  las  leguas, 
sin  acabar  jamás  de  devorarlas,  sucediéndose  los  cla- 
ros y  las  sombras,  serpenteando  las  raíces  descubier- 
tas a  través  de  la  huella  despareja,  llena  de  charcos; 
y  arriba,  perdurablemente  la  bóveda,  verde  durante 
todo  el  día,  negra  a  la  noche,  sacudida  por  el  viento 
y  rociada  por  la  lluvia. .  .  y  finalmente. . .  de  nuevo 
la  misma  hilera  de  gigantes  eternos  en  su  uniforme 
desolación,  incitando  a  implorar  la  muerte  y  concluir 
con  el  viajero  ya  que  no  se  puede  concluir  con  el 
viaje. . . 

La  falanje  se  corta  en  un  trecho  para  dar  campo  a 
la  ciudad  de  Niko,  pero  continúa  después  en  filas 
compactas,  ya  en  los  dominios  del  local  sagrado,  for- 
mando calle  a  su  entrada. 

Las  vecinas  selvas  por  su  parte,  junto  con  el  cristal 
corriente  de  sus  aguas,  han  extendido  el  lujo  de  su 
ñora  hasta  el  desmedido  anfiteatro  de  montañas  y  ga- 
llardos destacamentos  de  sus  lozanas  plantas,  se  dis- 
persan en  el  área  interna,  colgando  su  follaje  sobre 
las  tejas  doradas  de  los  techos. .  . 

En  el  centro  del  anfiteatro  están  los  templos. 


EL  NUEVO  PARAÍSO  TERRENAL 


Se  llama  Korakoyen,  y  merece  su  nombre;  es  un 
jardín,  un  bosque,  un  sitio  agreste  transportado  a  la 
ciudad  de  Tokio,  e  incrustado  en  medio  del  enjambre 
de  sus  casas.  Korakoyen  significa  «  Jardín  y  placer  en 
el  futuro»  e  implica  la  idea  de  paraíso  en  la  otra  vida; 
literalmente  traducida  quiere  decir  «Jardín  del  placer 
futuro»  pero  dando  a  futuro  el  sentido  de  «Eterna- 
mente duradero».  Tiene  trescientos  cincuenta  años ;  al- 
gunas de  sus  plantas  provienen  sin  duda  del  Paraíso 
terrenal,  donde  a  las  sombra  de  su  ramaje  tropical, 
pecaron  probablemente  nuestros  padres. 

Perteneció  durante  siglos  a  la  familia  Tokugawa  y 
en  él  vivieron  varias  generaciones  de  su  noble  estirpe, 
cuyo  actual  representante  es  el  Marqués,  nuestro  amigo. 
Ahora  está  a  cargo  del  departamento  de  la  guerra, 
habiéndolo  cedido  al  Gobierno  sus  legítimos  dueños, 
cuando  se  destruyó  el  régimen  feudal  en  el  Japón. 
No  le  iguala  en  bellezas  ningún  pedazo  de  tierra  co- 
nocido ;  tiene  cincuenta  y  tres  puntos  de  vista  clásicos 
y  otros  tantos  paisajes  diferentes.  Las  rocas,  los  vege- 
tales y  las  aguas  se  han  dado  la  mano  para  formar 
sus  delicias ;  grandes  y  añosos  árboles,  enanos  y  flo- 
ridos arbustos,  ramajes  en  forma  de  pagodas,  monu- 
mentos de  verdura,  sabanas  de  heléchos,  hojas  grandes 


-  56  — 


y  chicas  de  mil  colores,  troncos  mutilados,  céspedes 
y  jardines,  selvas  de  bambúes,  chozas,  templos  y  ca- 
banas, rocas  y  vertientes  de  agua  se  confunden  y  se 
mezclan  en  la  dilatada  extensión,  presentando  los 
accidentes  artificiales,  tal  semejanza  con  los  naturales, 
que  estos  a  su  vez  parecen  copias  de  aquéllos. 

Aquí  una  piedra  grabada  por  un  abuelo  secular,  y 
colocada  en  una  abra  al  pasaje  de  un  arroyo,  lleva 
esta  inscripción:  «Fuente  siempre  duradera»  como 
quien  dice  «  de  la  vida  eterna  »  y  tras  de  ella  comienza 
el  bosque  espeso  destinado  a  la  cacería,  con  sus  cier- 
vos y  jabalíes  preparados  para  la  aristocrática  diver- 
sión. 

Allí  desde  un  puente  de  piedra,  arco  de  líneas  pu- 
rísimas, se  oye  el  ruido  del  torrente  que  luego  forma 
un  estanque  en  el  centro  de  un  grupo  de  árboles  lujo- 
sos, cuyas  ramas  han  sido  apartadas  en  obsequio  del 
sol  y  de  la  luna,  y  de  la  tímida  luz  de  las  estrellas  per- 
mitiendo a  un  sector  del  firmamento  reflejarse  en  las 
aguas. 

Y  más  lejos,  desde  un  largo  tirante  de  granito  que 
apoya  sus  extremos  en  los  bordes  de  un  precipicio,  se 
asiste  a  la  salida  de  un  arroyo  por  la  hendidura  trian- 
gular y  subterránea  de  la  roca  vecina,  inmutable  y 
eterna;  después  sigue  el  pequeño  río  recién  nacido 
serpenteando,  para  ir  a  simular  en  otros  sitios,  ma- 
nantiales primitivos  de  aguas  presurosas  que  descien- 
den en  cataratas  sin  espuma,  como  cortinas  y  filamen- 
tos de  cristal,  corriendo  en  adelante  a  saltos  por  las 
piedras  hasta  un  gran  lago  que  las  recibe  sereno  y  las 
somete  a  la  ley  del  reposo  en  su  profunda  masa. 

Sobre  varias  colinas  se  levantan  templos  y  glorietas 
entre  árboles  inclinados  hacia  el  valle.  Uno  de  los 
santuarios  conserva  todavía  sus  decoraciones  de  dos 


—  57  — 


siglos  con  el  vivo  color  de  las  pinturas  frescas,  su  piso 
de  porcelana  y  sus  Burlas  impasibles  desde  el  princi- 
pio del  mundo.  Otro  contiene  dos  figuras  humanas  de 
madera  hechas  con  arte  maravilloso:  allí  están  desde 
tiempo  inmemorial  sin  un  solo  desgaste,  sin  una  falla 
en  sus  fibras. 

Afuera  un  extenso  balcón  se  avanza  en  las  alturas 
para  mostrar  un  panorama  de  sueño  y  visiones. 

Por  fin,  una  de  las  casas  señoriales,  metida  entre  los 
bosques,  y  la  vista  de  los  lagos  y  praderas,  nos  abre 
sus  puertas  y  nos  ofrece  en  sus  viviendas  hospitala- 
rias, un  té  sabroso  que  no  requiere  azúcar,  servido  con 
galantería  y  con  afecto  por  los  dueños  descendientes 
de  cien  generaciones  nobles  y  antiguas. 

La  casa  es  una  joya  de  madera  pulida,  limpia,  bru- 
ñida; las  puertas  o  más  bien  las  partes  movibles,  co- 
rren en  sus  ranuras  al  más  ligero  empuje;  los  techos 
lucen  sus  tirantes  cortados  y  sujetados  matemática- 
mente, su  fondo  de  paja  tejida  entre  los  huecos  o  sus 
tablas  brillantes  en  los  cuadros. 

Mil  varillas  finísimas  cuyo  conjunto  hace  el  efecto 
real  de  los  cristales,  forman  cortinas  que  dejan  pasar 
la  luz  a  través  de  sus  mallas  más  o  menos  apretadas, 
según,  en  cambiantes  opalinos  o  jaspes  de  claro  oscuro, 
las  mueve  el  viento. 

ISD 

Al  dar  la  última  mirada  en  señal  de  despedida  al 
Paraíso  perdido  para  la  familia  Tokugawa,  indolente 
paisaje  místico  y  triste  despertando  un  extraño  deleite, 
los  árboles  muertos  se  ofrecen  a  nuestra  vista,  como 
venerables  antepasados  protegiendo  con  su  presencia 
a  las  nuevas  generaciones,  herederas  del  lujo  de  la 


-  58  - 


vida  ostentosas  de  verduras,  frescas  de  brisas  matina- 
les, jóvenes  y  alegres. 

Los  arbustos  son  los  nietos  y  los  árboles  gigantes, 
los  padres  o  los  mayores  sobrevivientes  de  la  familia. 

Los  abuelos,  con  la  sombra  lineal,  rígida  y  tiesa  de 
su  tronco  ya  inflexible,  permanecen  de  pie  como  guar- 
dianes, inspirando  respeto  e  imponiendo  recogimiento. 

No  han  querido  sepultarse,  nó,  ni  recostar  sus  flan- 
cos en  la  tierra;  se  sustentan  erguidos  sobre  sus  raíces 
muertas  clavadas  en  el  suelo,  y  su  elevada  estatura, 
resistiendo  a  los  vientos  sin  doblarse  ni  troncharse,  da 
ejemplo  de  fortaleza  a  su  larga  descendencia. 

El  hacha  no  ha  osado  tocarlo  ni  el  fuego  siquiera 
ennegrecerlo.  ¡Son  reliquias  del  antiguo  parque! 


ÑAPOLES 


La  excursión  al  Vesubio  es  el  mayor  atractivo  de 
Nápoles. 

¡Qué  espléndido  espectáculo  ofrece  esa  constante 
amenaza ! 

Cuando  la  noche  está  clara  y  el  Vesubio  en  función, 
se  vé  la  inmensa  hoguera  avivándose  por  momentos 
en  el  lejano  horizonte! 

Cuando  la  noche  está  oscura,  la  luz  roja  de  las  lla- 
mas y  proyectiles,  aparece  todavía  más  refulgente,  ilu- 
minando una  parte  del  cielo. 

Durante  el  día  los  vapores  blancos,  cuando  la  erup- 
ción no  es  muy  activa,  forman  continuamente  nubes 
que  se  escapan  corriendo  en  dirección  del  viento  y  van 
a  flotar  sobre  las  villas  de  la  falda  de  la  montaña.  Si 
la  presión  superior  es  grande,  bajan  como  un  torrente 
de  espuma  a  lo  largo  de  la  pendiente  del  cráter. 

La  ascensión  puede  hacerse  en  carruaje  hasta  cierta 
altura;  más  arriba  se  sube  por  un  tren  movido  por 
cuerdas  de  alambre  ligadas  con  una  máquina  a  vapor. 

Del  extremo  de  la  vía  férrea  se  sigue  la  ascención  a 
pie  o  en  sillas  de  mano. 

Nosotros  tuvimos  la  suerte  o  la  desgracia  de  hacer 
caminando  nuestra  subida  en  virtud  de  haberse  rehu- 
sado a  tirar  uno  de  los  caballos  de  nuestro  coche  y 


-  60  - 


mientras  fueron  en  busca  del  reemplazante,  continua- 
mos nuestra  ruta  a  pie,  acompañados  por  una  media 
docena  de  músicos  ambulantes. 

Por  este  suceso  pudimos  apreciar  la  magnitud  y  la 
clase  de  los  accidentes  de  que  la  montaña  es  teatro. 

La  lava  ha  corrido  desde  el  cráter  casi  hasta  el  lla- 
no y  se  ha  enfriado  o  secado,  según  la  materia  de  su 
formación,  agrupándose  en  figuras  fantásticas,  repre- 
sentando gigantes  acostados,  serpientes,  troncos  de 
árboles  añosos,  elefantes  amontonados,  cadáveres  en- 
trelazados, monstruos  enormes  de  color  pardo,  enros- 
cados en  mezcla  inextricable;  patas,  cuellos,  colas, 
brazos,  cabezas  de  animales  y  cuanto  de  horrible  y  de 
confuso  quieren  ver  los  ojos. 

Todas  estas  formaciones  se  explican  fácilmente  :  la 
materia  semilíquida,  húmeda  y  caliente,  ha  corrido  al 
salir  del  cráter  y  ha  sido  coagulada  o  enfriada  en  el 
estado  en  que  se  hallaba;  no  toda  ha  venido  en  forma 
de  torrente,  parte  ha  sido  proyectada  y  ha  llovido  so- 
bre el  resto ;  además,  la  violencia  de  la  corriente  no  fué 
uniforme  y  la  coagulación  tuvo  lugar  en  diversos  mo- 
mentos. Por  último,  sobre  el  producto  de  una  erupción 
anterior  ha  caído  lava  y  barro  de  otras  posteriores. 

De  lejos  estas  masas  a  lo  que  más  se  asemejan  es  a 
una  montaña  de  cadáveres  monstruosos  entrelazados. 

La  vía  del  ferrocarril  funicular  ha  sido  construida 
sobre  la  escoria  de  las  erupciones ;  el  color  de  carbón 
del  terreno  contrasta  con  la  blancura  de  la  nieve  acu- 
mulada a  los  lados  de  la  vía. 

Del  extremo  superior  del  funicular,  como  he  dicho, 
se  va  a  pie  hasta  el  cráter,  no  sin  alguna  dificultad;  el 
piso  es  esponjoso  y  caliente  y  deja  escapar  bajo  la  pre- 
sión de  los  pies,  gases  y  vapores  predominando  los 
sulfurosos.  Todo  el  terreno  es  permeable  y  sus  poros 


-  61  — 


están  probablemente  en  comunicación  con  el  interior 
del  volcán. 

Uno  se  da  cuenta  del  peligro  de  anclar  en  tales  pa- 
rajes y  sin  embargo  sigue  adelante. 

Cuando  llegamos  a  la  boca  del  horno  oíamos  una 
serie  de  detonaciones  subterráneas,  siguiéndose  a  cada 
una  de  ellas,  la  proyección  más  o  menos  violenta  de 
materias  en  ignición  y  la  salida  de  llamas  o  gases  in- 
flamados. 

A  pesar  de  todo,  Lársen  y  yo  inclinamos  la  cabeza 
y  vimos  el  Infierno.  Me  alegro  de  haberlo  visto  en  la 
tierra,  porque  después  me  faltará  la  ocasión;  pienso 
irme  al  cielo  sin  pasar  siquiera  por  el  purgatorio. 

El  Infierno  parecía  el  crisol  de  un  horno  de  fundi- 
ción; un  líquido  con  la  apariencia  de  metal  derretido, 
constituía  un  mar  en  el  fondo ;  de  trecho  en  trecho,  se 
levantaban  grandes  ampollas  que  reventaban,  dando 
salida  a  gases  o  vapores  coloreados;  vetas  negras  o 
azuladas,  serpenteaban  como  venas  sobre  la  masa  lí- 
quida y  se  desviaban  lentamente  cuando  estallaba  una 
ampolla.  El  calor  no  era  insoportable. 

La  principal  función  en  el  fenómeno,  correspondía  a 
nuestro  antiguo  conocido  el  vapor  de  agua. 

He  leído  cuanta  teoría  hay  sobre  los  volcanes;  nin- 
guna me  ha  satisfecho.  Solo  parece  averiguando  que 
la  condición  necesaria  para  la  existencia  de  un  volcán 
es  la  comunicación  de  un  foco  caliente  con  el  mar,  o 
con  algún  gran  depósito  de  agua. 

La  fuerza  impelente  de  las  erupciones  es  por  lo 
tanto  el  vapor. 

Las  observaciones  conducen  también  a  sancionar 
que  dos  volcanes  vecinos  y  la  vecindad  entre  volcanes 
se  mide  por  cientos  de  leguas,  no  pueden  funcionar  al 
mismo  tiempo. 


—  62  — 


Así  el  Vesubio,  cuando  el  Etna  está  en  trabajo,  no 
dice  «esta  boca  es  mía»  y  cuando  el  Etna  se  calla,  el 
Vesubio  hace  de  las  suyas. 

Estos  caballeros  no  se  limitan  a  echar  llamas  y  lava 
ardiente;  en  sus  ratos  desocupados  se  entretienen  tam- 
bién en  producir  temblores.  Nápoles  y  las  islas  próxi- 
mas los  sienten  con  frecuencia. 

El  Monte  del  Vesubio  ha  perdido  algunos  millones 
de  metros  cúbicos  de  su  masa  en  la  parte  superior  y 
en  su  interior.  Cada  erupción  importa  para  él  un  gasto 
considerable.  Su  cráter  no  ocupa  siempre  el  mismo 
sitio,  generalmente  después  de  una  grande  erupción 
la  boca  que  funcionaba  se  cierra  y  otra  nueva  se  abre. 
La  cúspide  es  actualmente  un  panal  y  no  sería  ex- 
traño ver  el  día  menos  pensado  hundirse  medio  cerro 
dando  lugar  a  un  lago  en  el  sitio  del  promontorio  y  a 
otro  volcán  en  la  comarca  en  reemplazo  del  actual. 


SUIZA 


Son  las  diez  y  media  de  la  noche  y  acabamos  de 
ver  uno  de  esos  fenómenos  maravillosos  que  en  la  na- 
turaleza y  el  arte  se  dan  mano  para  producir  sorpren- 
dentes efectos. 

Estamos  enfrente  de  la  cascada  del  Rin,  que  no  pasa 
de  ser  uno  de  los  rápidos  del  Niágara.  El  río  cuyas 
aguas  son  de  un  verde  claro,  viene  rugiendo  desde  le- 
jos por  las  escabrosidades  de  su  lecho. 

Sus  márgenes  elevadas  están  pobladas  y  ostentan 
preciosas  casas  de  campo.  El  hotel  que  nos  aloja  mira 
hacia  los  rápidos  y  a  la  cascada;  tiene  un  terrado,  un 
ancho  corredor  abajo  donde  se  reúnen  los  trescientos  o 
cuatrocientos  viajeros,  atraídos  en  esta  época  del  año 
a  las  orillas  del  Rin. 

Del  corredor  y  terrado,  lo  mismo  que  de  las  venta- 
nas, se  ve  el  panorama  completo;  a  lo  lejos  el  río  que 
comienza  ya  a  inquietarse;  más  cerca  un  puente  de 
nueve  arcos  y  más  cerca  aún  las  cascadas  divididas  en 
secciones  por  dos  peñascos  de  forma  cónica,  milagro- 
samente subsistentes. 

El  agua  se  precipita  rugiendo  de  una  altura  de  cinco 
a  siete  metros,  en  apariencia,  saltando  por  escalones 
hacia  el  lecho  inferior. 

Torbellino  de  vapor,  nubes  y  polvo  de  agua  se  ele- 
van proyectados  por  el  choque  de  la  masa  líquida, 


—  64  — 


blanca  ya  como  espuma  de  jabón.  El  ruido  es  horro- 
roso, y  la  nota  uniforme,  reforzada  o  disminuida  sola- 
mente por  las  corrientes  del  viento. 

La  noche  está  oscura,  una  gran  tormenta  flota  en  el 
aire ;  la  lluvia  cae  a  torrentes  y  los  relámpagos  sacan 
de  las  tinieblas  el  admirable  escenario,  cada  dos  o  tres 
minutos. 

Todos  los  viajeros  se  han  retirado  del  terrado  y  con- 
templan los  efectos  de  la  tormenta  desde  las  ventanas 
del  hotel. 

De  pronto,  sin  cesar  la  borrasca,  la  cascada  se 
ilumina  con  la  luz  del  mediodía.  Los  rápidos,  los  ar- 
cos del  puente,  las  casas  de  la  orilla  y  las  hirvientes 
olas  del  río  aparecen  en  todo  su  bellísimo  esplendor. 
Después,  los  peñascos  del  centro  de  la  caída  comienzan 
a  lanzar  fuego  de  diferente  color  como  si  fueran  volca- 
nes. A  los  lados,  nuevos  incendios  aparecen.  Las  ca- 
sas vecinas  son  consumidas  por  el  fuego  que  por  gra- 
dos y  en  diversos  puntos  se  anima  o  se  aplaca  como  si 
el  incendio  ganara  en  una  sección  y  cesara  en  otra 
falto  de  alimento. 

Todo  el  paisaje  ha  tomado  un  tinte  rojizo  como 
alumbrado  por  los  edificios  envueltos  en  llamas. 

Luego,  poco  a  poco,  la  luz  va  cambiando  del  rojo  al 
verde,  del  verde  al  azul,  del  azul  al  blanco  de  luna. 

La  cascada  representa  plata  fundida  hirviendo  al 
vaciarse  en  la  concavidad  del  precipicio  y  el  espec- 
táculo concluye,  continuando  solo  el  rumor  pavoroso 
de  las  aguas. 

Explicación. 

Una  poderosa  instalación  de  aparatos  de  luz  eléc- 
trica, combinadas  con  fuegos  artificiales  de  la  más 
científica  excelencia,  han  producido  el  fenómeno. 

Funcionan  todas  las  noches  para  atraer  a  los  viaje- 


-  05  - 


ros  y  realmente  el  espectáculo  que  les  ofrecen  es  por 
sí  solo,  un  legítimo  aliciente  que  compensa  las  inco- 
modidades del  viaje  hasta  este  sitio. 

La  tormenta  ha  completado  la  emoción  causada  por 
la  bellísima  escena  constante  y  natural  y  su  ornamen- 
tación artificial  y  adventicia. 

Nuestro  propósito  era  seguir  viaje  al  día  siguiente, 
pero  hemos  decidido  quedarnos  un  día  más,  para  ab- 
sorber con  todas  nuestras  facultades  estéticas  las  deli- 
cias de  este  paraje. 

Ahora  mismo  mientras  escribo  estas  líneas,  la  luz 
de  los  relámpagos  invade  nuestro  cuarto,  las  gruesas 
gotas  de  lluvia  golpean  los  vidrios  de  las  ventanas  y 
•el  rumor  de  la  cascada  llena  el  ambiente  tratando  de 
grabarse  para  siempre  en  nuestros  oídos.  Así  será. 

ISD 

Hemos  paseado  por  los  alrededores,  mirando  la  cas- 
cada de  todas  partes  pues  a  todas  parece  presentarse 
de  frente. 

La  lluvia  ha  caído  repetidas  veces  pero  los  árboles 
plantados  en  todas  direcciones  o  nacidos  espontánea- 
mente, nos  han  ofrecido  el  abrigo  de  su  follaje,  verde 
intenso,  más  oscuro  que  el  verde  blanquecino  de  las 
aguas  del  Rin.  Anoche  hemos  visto  otra  vez  la  ilumi- 
nación y  hemos  tenido  lástima  a  la  pobre  cascada, 
compelida  a  ostentarse  a  la  vista  de  los  curiosos  aún 
después  de  la  invasión  de  las  sombras,  por  las  fuerzas 
propias  de  su  corriente  que  imprimen  movimiento  a 
las  máquinas  productoras  de  la  luz  eléctrica,  encar- 
gada de  exhibirla  desnuda  aun  en  los  horas  destina- 
das al  sueño  y  al  reposo  y  a  seguirla  hasta  su  lecho 
inferior,  donde  sus  aguas  van  a  buscar  el  descanso  des- 
pués de  su  carrera  de  salto  sobre  los  despeñaderos. 


6 


ARTÍCULOS  DE  COSTUMBRES 


LA  CARTA  DE  RECOMENDACIÓN 

Buenos  Aires  está  enfermo. 

Lo  han  dejado  las  epidemias  del  cólera  y  fiebre 
amarilla,  pero  lo  aqueja  otra  enfermedad  interna. 

Este  pueblo  padece  de  una  afección  moral,  de  un 
trastorno  funcional  de  las  pasiones. 

La  causa  de  esta  afección  es  la  necesidad,  pero  no 
la  necesidad  imperiosa  de  vivir  y  de  poder  emplear 
los  elementos  necesarios  para  mantener  en  función  los 
organismos. 

Generalmente  hablando,  los  habitantes  de  Buenos 
Aires  tienen  que  comer,  con  que  vestirse,  aire  para  res- 
pirar, terreno  en  que  caminar,  luz  para  ver  y  todos  los 
demás  elementos  que  utilizan  los  órganos  para  mante- 
ner sus  funciones. 

Las  necesidades  estrictas  de  la  vida  pueden  ser  lle- 
nadas sin  gran  esfuerzo,  en  este  pequeño  centro  de 
población. 

Pero  no  sucede  lo  mismo  con  las  necesidades  ficti- 
cias que  no  por  ser  menos  reales  son  menos  apremian- 
tes. 

Existe  entre  otras  la  necesidad  imperiosa  de  apa- 
recer, 


—  67  — 


Ningún  hombre  se  contenta  con  tener  con  que 
cubrirse  la  cabeza;  si  hay  que  cubrirla  os  necesario 
hacerlo  con  un  sombrero  a  la  moda  y  perpetuamente 
nuevo. 

Ninguna  mujer  usa  su  pañuelo  para  guardarse  del 
aire  frío  de  las  noches  y  de  la  humedad  de  la  atmós- 
fera; no  señor,  para  obtener  ese  propósito  se  necesita 
una  gorra  y  no  una  simple  gorra,  sino  una  gorra  con 
flores.  Si  a  más  de  esto  la  mencionada  gorra  tiene  la 
sobresaliente  cualidad  de  haber  sido  comprada  en  la 
calle  de  la  Florida,  la  necesidad  de  cubrirse  la  cabeza 
queda  enteramente  satisfecha. 

Para  tener  un  sombrero  siempre  a  la  moda  y  siem- 
pre nuevo,  es  necesario  comprar  muchos  sombreros  y 
para  poseer  una  gorra  siempre  servible,  es  necesario 
comprar  gorra  para  iglesia,  gorra  para  teatro,  gorra 
para  paseo,  gorra  para  verano,  gorra  para  invierno, 
gorra  para  levantarse,  gorra  para  estar  despierto,  gorra 
para  dormir,  en  fin,  es  necesario  tener  un  cargamento 
de  gorras  de  todas  clases,  tamaños,  formas  y  colores. 

Excusado  es  decir  que  para  llenar  la  necesidad  de 
no  resfriarse,  se  necesita  actualmente  una  pequeña 
renta  de  quinientos  patacones  al  año. 

No  quiero  irme  de  la  cabeza  a  los  pies  por  no  dar 
un  salto  sobre  los  órganos  intermedios,  que  tienen 
también  sus  necesidades  esos  órganos,  porque  ha  de 
resultar  que  para  vestir  un  hombre  y  satisfacer  sus 
pasiones  se  emplearía  sin  desperdicios  las  rentas  de 
una  Aduana. 

Felices  tiempos  aquellos  en  que  comer  sopa  con  to- 
cino los  domingos  constituía  el  supremo  de  los  goces 
y  en  que  cuidar  las  cabras  a  caballo  era  la  más  loca  e 
increíble  de  las  ambiciones ! 

De  su  peso  cae  aquí  la  reflexión  de  que  para  satis- 


—  68  — 


facer  las  necesidades  de  un  individuo  de  nuestros 
tiempos,  se  necesita  mucha  plata. 

Trabajar  y  lucir  son  dos  cosas  que  se  excluyen. 

El  obrero  que  trabaja  toda  la  semana,  viste  de  blusa 
por  el  interés  de  conservar  su  paleto  para  el  domingo. 

¿Pero  qué  se  diría  de  un  hombre  conocido  que  usara 
sombrero  bajo  los  más  de  los  días  y  de  felpa  y  alto 
solamente  los  domingos  y  fiestas  de  guardar? 

El  qué  dirán  importa  pues  una  nueva  necesidad,  la 
necesidad  de  trabajar  poco. 

Y  si  se  pone  esta  necesidad  al  lado  de  la  de  ganar 
mucho,  resulta  lo  que  todos  sabemos,  es  decir,  que  los 
más  desean  un  buen  acomodo. 

Un  buen  acomodo  quiere  decir  en  castellano,  un 
empleo  en  el  cual  se  trabaje  poco  y  se  gane  mucho. 

De  aquí  la  ingente  suma  de  pretendientes  que  tiene 
cada  puesto  vacante. 

Para  alcanzar  un  empleo  se  necesitan  empeños,  bue- 
nas relaciones. 

Cualquiera  diría  que  para  ocupar  un  puesto  se  nece- 
sita aptitud,  pero  esto  que  parece  verdad  a  primera 
vista,  es  un  sofisma  en  Buenos  Aires. 

Las  aptitudes  son  las  cualidades  en  que  menos  se 
piensa. 

El  favor,  la  recomendación  y  la  condescendencia, 
germinan  de  un  modo  alarmante  y  han  dejado  enfer- 
miza a  esta  sociedad. 

Verdaderamente,  en  Buenos  Aires,  el  valor  del  mé- 
rito ha  desaparecido  o  se  ha  desvirtuado. 

Tener  amigos.  ( ¡  Quién  no  tiene  amigos  en  un  país 
en  que  todos  somos  iguales ! )  es  la  mayor  de  las  ven- 
tajas. 

Los  puestos  en  que  se  gana  dinero  circulan  en  un 
núcleo  de  amigos. 


69 


No  se  pregunta  cual  es  el  más  apto  sino  cual  es  el 
mejor  recomendado,  de  esto  resulta  que  la  vida  de  las 
entidades  políticas,  financieras,  comerciales,  literarias 
e  industriales,  es  insoportable  por  los  tiempos  que  co- 
rremos. 

Ser  ministro  o  capitalista  es  lo  mismo  que  ser  mártir 
y  condenado  en  vida. 

Cada  entidad  en  este  pueblo  recibe  diariamente 
veinte  cartas  de  recomendación  y  escribe  veinticinco. 

Se  necesita  una  renta  para  solo  papel  y  pluma. 

Como  en  todas  las  cosas,  la  necesidad  de  dar  cartas 
de  recomendación,  ha  traído  el  abuso. 

Ya  no  son  solo  los  hombres  eminentes  quienes  las 
dan  y  las  reciben. 

Desde  el  presidente  hasta  el  basurero,  todos  tienen 
a  quien  recomendar  y  quien  les  haya  sido  recomen- 
dado. 

Yo  también  recibo  cartas  de  recomendación  y  las 
escribo  por  docenas. 

Felizmente  he  dado  con  la  luminosa  idea  de  contes- 
tar en  los  sobres,  lo  que  me  produce  una  pequeña  eco- 
nomía. 

A  proceder  de  otro  modo,  la  profesión  no  me  daría 
para  mis  gastos. 

La  carta  de  recomendación  se  ha  hecho  una  contri- 
bución, un  tributo  que  todos  pagamos  por  el  solo  de- 
recho de  usar  el  nombre  que  nos  pusieron  en  la  pila. 

Por  esto  las  cartas  de  esta  clase  han  perdido  su 
valor  y  se  necesitan  muchas  para  que  valgan  como 
una. 

A  estas  cartas  les  ha  sucedido  lo  que  al  papel  mo- 
neda. 

Primero  un  peso  valía  ocho  reales  plata,  ahora  se 
necesita  veinticinco  pesos  para  hacer  un  patacón. 


—  70  - 


El  abuso  ha  traído  el  descrédito  y  la  baratura  de  la 
mercancía. 

Como  todos  recibimos  cartas  de  recomendación  todos 
las  damos  sin  escrúpulo. 

Todo  el  que  tiene  un  oficio  las  da,  todo  el  que  usa 
un  nombre  que  siquiera  esté  en  algún  almanaque,  las 
da  también. 

Para  este  propósito  las  mujeres  hacen  un  incalcula- 
ble consumo  de  papel  timbrado  y  no  son  estos  billetes 
los  menos  eficaces. 

La  belleza,  la  posición  y  el  sexo,  abren  las  puertas 
para  todo. 

Es  muy  difícil  decir  no  a  una  mujer  bonita  que 
dice  sí. 

Mucho  más,  es  muy  difícil  decir  no  a  cualquier  mu- 
jer que  dice  sí. 

Todavía  me  acuerdo  que  tratándose  de  una  solicitud 
en  que  yo  tenía  razón,  el  Gobernador  Castro  me  dejó 
de  una  pieza  diciéndome  que  había  unas  cuantas  seño- 
ras que  no  querían  la  cosa. 

Es  incalculable  el  poder  de  las  mujeres. 

Una  de  las  causas  que  me  inducirían  a  quedarme 
soltero,  sería  el  temor  de  que  ostigaran  a  mi  mujer  para 
pedirle  cartas  de  recomendación.  Si  ella  era  desairada 
el  desairado  era  yo,  y  si  era  atendida  ¿por  qué  atende- 
rían una  recomendación  de  mi  mujer,  más  bien  que  una 
mía? 

Hay  indudablemente  peligrosas  maneras  de  hacer  el 
bien. 

Pero  por  serio  que  sea  el  conflicto  en  que  nos  halla- 
mos y  mientras  salimos  de  él,  no  dejan  de  presentarse 
casos  curiosísimos  y  ridículos  en  esta  forma  de  distri- 
buir puestos;  el  siguiente  por  ejemplo: 

Hace  poco  se  presentó  en  casa,  el  señor  don  Pedro 


-  71  — 


Romualdo  Mosqueira  que  era  el  portador  de  una  carta 
de  recomendación  para  mí. 

Atendiendo  a  ella,  pregunté  a  don  Romualdo  en  que 
podía  serle  útil. 

—  Me  han  dicho  señor,  que  Vd.  es  algo  relacionado 
aquí  y  quería  que  me  diera  una  cartita  para  alguno  de 
sus  amigos. 

—  Perfectamente;  ¿en  qué  desearía  ocuparse? 

—  En  una  empresa  de  diarios,  por  ejemplo. 

—  Muy  bien.    ¿Sabe  Vd.  leer? 

—  No  señor. 

—  Perfectamente ;  tome  Vd.  asiento  un  instante. 
Dicho  y  hecho,  tomo  la  pluma  y  escribo :  Señor  don 

Eduardo  Dimet  director  y  propietario  de  El  Nacional. 

Estimado  amigo: 

Le  presento  a  Vd.  al  señor  don  Pedro  Romualdo 
Mosqueira  que  me  ha  sido  calurosamente  recomendado 
por  nuestro  común  amigo  don  Héctor  Várela.  Desea 
ocuparse  en  su  imprenta  y  yo  creo  que  se  contentará 
con  un  módico  sueldo  de  ocho  mil  pesos,  si  Vd.  lo  pone 
al  frente  de  la  administración  de  su  establecimiento. 

Saluda  a  Vd.  atentamente. 

N.  N. 

Haría  de  esto  un  mes,  cuando  una  mañana  recibo 
una  carta  que  decía: 

Señor  don  N.  N. 

Querido  amigo:  Vd.  que  tiene  tanta  relación  con  Di- 
met, hágame  el  favor  de  darle  al  portador  de  ésta,  don 


-  72  — 


Rómulo  Mezquita,  una  cartita  de  recomendación  que 
le  sirva  a  lo  menos  para  presentarse. 

Este  señor  desea  ocuparse  en  algún  diario  y  como 
me  ha  sido  muy  recomendado,  no  vacilo  en  pedirle  a 
Vd.  un  servicio  en  favor  de  un  extranjero  necesitado. 

Soy  su  afectísimo. 

Juan  A.  Golfarini. 

¿  Quién  será  este  clon  Rómulo  Mezquita,  decía  yo, 
cuando  alzando  la  vista  percibí  en  el  patio  la  simpá- 
tica figura  de  mi  antiguo  conocido  don  Pedro  Ro- 
mualdo Mosqueira,  que  en  sus  tribulaciones  por  em- 
plearse en  un  diario,  hasta  su  nombre  había  perdido? 

La  cosa  era  sencilla.  El  círculo  de  amigos  se  ce- 
rraba. El  hombre  volvía  al  punto  de  que  había  par- 
tido, después  de  haber  andado  a  pie  por  las  calles  de 
Buenos  Aires  doscientas  sesenta  y  cinco  leguas  en  un 
mes,  tras  de  una  o  más  cartas  de  recomendación. 

—  Cómo  es  esto,  señor  don  Romualdo,  exclamé, 
abriendo  tamaña  boca. 

—  Como  ha  de  ser,  me  contestó,  todo  el  mundo  me 
ha  recibido  bien  pero  cada  cual  me  despedía  con  una 
carta  y  muchos  ofrecimientos. 

Como  Vd.  supondrá,  llevé  su  carta  a  Dimet;  Dimet 
me  dijo  que  el  puesto  que  yo  pretendía  estaba  ocupado 
pero  que  en  el  empeño  de  servirme,  me  recomendaría  a 
Luis  Várela,  como  lo  hizo;  Várela  me  recomendó  a 
Bilbao,  Bilbao  me  recomendó  a  Walls,  Walls  me  reco- 
mendó a  Cordgein,  Cordgein  me  recomendó  a  Gutié- 
rrez, Gutiérrez  me  recomendó  a  Cantilo,  Cantilo  a  Man- 
silla,  Mansilla  a  Ojeda,  Ojeda  a  Choquet,  Choquet  a 
Quesada,  Quesada  a  Balleto,  Balleto  a  Del  Valle,  Del 
Valle  a  Goyena,  Goyena  a  Paz,  Paz  a  Mallo,  Mallo  a 


-  73  — 


Golfarini,  y  Golfarini  a  Vd.  y  aquí  me  tiene  otra  voz  al 
principio  de  mi  carrera. 

Excusado  es  decir  que  yo  solemnizó  tan  original  pere- 
grinación con  toda  la  hilaridad  de  que  pude  disponer. 

—  ¿Y  ese  cambio  de  nombre  señor  don  Romualdo? 

—  Ese  cambio  de  nombre,  es  que  a  fuerza  de  repetir 
«  Pedro  Romualdo  Mosqueira»  el  nombre  me  parecía 
vulgar  y  largo  y  pensando  que  era  más  cómodo  para 
las  cartas  de  recomendación  uno  más  corto,  lo  acorté 
llamándome  Rómulo  Mezquita. 

—  Pues  señor  don  Rómulo  Mezquita,  conforme  ha 
cambiado  de  nombre,  cambie  también  de  aspiraciones 
y  en  lugar  de  buscar  un  empleo  en  diarios,  acepte  cual- 
quier trabajo,  de  cobrador  por  ejemplo. 

Don  Pedro  Romualdo  Mosqueira  tiene  actualmente 
una  agencia  de  cobranzas,  vive  sin  lujo,  pero  cómoda- 
mente y  solo  tiene  una  enfermedad  que  amarga  su 
vida;  sufre  de  epilepsia  cuando  ve  una  carta  de  reco- 
mendación. 


EL  PODER  DE  LA  IMAGINACIÓN 


En  una  aldea  de  España,  había  una  señora,  madre 
de  un  muchacho  muy  travieso  y  dueña  de  una  imagi- 
nación que  habría  servido  de  modelo  al  .filósofo  que 
llamó  a  esa  facultad  la  loca  de  casa. 

La  señora  de  que  habla  el  párrafo  anterior,  era  me- 
dianamente feliz  por  todo  lo  que  dependía  de  la  ma- 
terialidad de  la  vida,  pero  se  hallaba  continuamente 
mortificada  por  las  cavilosidades  que  la  asaltaban  y 
la  grandísima  facilidad  que  tenía,  para  llegar  a  las 
mayores  exageraciones,  partiendo  de  los  sucesos  más 
insignificantes. 

Una  vez,  por  ejemplo,  su  hijo,  el  muchacho  travieso, 
se  había  comido  un  bollo,  sin  pedirlo  a  su  mamá;  esta 
lo  advirtió  y  tomando  una  actitud  trágica  y  al  mucha- 
cho por  un  brazo  lo  llevó  al  rincón  niás  obscuro  de  la 
casa  para  reprenderlo. 

¿Sabes  lo  que  has  hecho?  le  dijo,  has  cometido  un 
robo  insignificante  es  verdad,  pero  así  se  comienza; 
has  cometido  un  robo  y  quizá  ignoras  que  este  crimen 
es  penado  severamente  por  las  leyes  de  España. 

El  muchacho  chiquilín  de  diez  años  a  lo  más,  habría 
tamaños  ojos  y  quizá  en  ese  momento  cruzó  por  su 
cabeza  la  idea  que  a  su  pobre  mamá  se  le  iban  a  que- 
dar definitivamente  vacíos  los  aposentos  del  cerebro. 


—  75  — 


Pero  ella,  que  ya  había  dado  toda  la  cuerda  nece- 
saria a  su  imaginación,  continuó  su  discurso  en  esta 
forma : 

¡Un  robo,  un  robo  a  tu  edad!  ¡Qué  diría  tu  padre, 
él  que  era  tan  honrado  y  que  te  dejó  en  la  orfandad, 
pobre,  por  sólo  su  honradez,  qué  diría  él  si  supiera  que 
tiene  un  hijo  que  desde  tan  tierna  edad,  comienza  a 
cometer  crímenes  de  esta  especie ! 

Hoy  es  un  bollo  que  tomaste  de  la  alacena,  aunque 
sea  en  tu  propia  casa;  mañana  será  una  gallina,  que 
tomarás  en  corral  ajeno;  tendrás  que  saltar  las  pare- 
des ;  te  perseguirán  como  a  ladrón ;  si  te  alcanzan  te 
llevarán  preso;  si  consigues  escaparte  te  sentirás  alen- 
tado para  proseguir  tu  carrera  del  crimen ;  ya  no  te 
contentarás  con  robar  pequeños  objetos;  te  volverás 
ambicioso ;  querrás  fortuna  e  irás  a  buscarla  en  las 
casas  de  los  ricos  y  como  en  las  casas  de  los  ricos  no 
se  entra  sin  dificultad  tendrás  que  buscar  el  amparo 
de  las  sombras  de  la  noche,  para  forzar  las  puertas  y 
y  perpetrar  tu  crimen. 

Si  hay  quien  se  oponga  a  tus  pasos,  añadirás  el 
asesinato  al  robo ;  el  puñal  de  que  irás  armado  se  cla- 
vará en  el  pecho  de  tus  semejantes  iudefensos;  serás 
un  asesino;  un  asesino  ladrón;  caerás  en  manos  de 
la  justicia  y  te  meterán  en  un  calabozo;  allí  te  iré  a 
ver,  no  me  dejarán  hablarte,  lloraré  a  la  puerta  noche 
y  día  y  cuando  te  saquen  para  ahorcarte  en  la  plaza 
pública,  yo  correré  como  una  loca  por  esas  calles,  gri- 
tando: matan  a  mi  hijo  y  te  veré  subir  al  patíbulo  y 
asistiré  a  tu  agonía  y  a  tu  muerte,  con  el  corazón  des- 
trozado; los  hombres  malos  dejarán  tu  cadáver  tirado 
en  el  suelo  y  yo  tendré  que  ir  a  pedir  por  caridad  que 
te  entierren  y  el  cura  no  querrá  dar  licencia  para  que  te 
entierren  en  sagrado,  porque  serás  el  cadáver  de  un 


-  76  - 


ajusticiado  y  yo  tendré  que  llorar,  que  suplicar  y  que 
desesperarme  y  nadie  me  hará  caso  y  mi  hijo  será  en- 
terrado como  un  perro,  fuera  del  cementerio. . .  ¡  Ayl 
mi  hijo  querido,  hijo  de  mi  corazón  que  ni  en  sagrado 
me  lo  quieren  enterrar. .  .  Voy  ahora  mismo,  voy  que 
vuelo  a  la  casa  del  cura,  a  pedir  por  la  virgen  por  lo 
que  más  quiera  en  este  mundo,  que  me  dé  una  licen- 
cia para  sepultar  al  hijo  de  mis  entrañas  al  lado  de  su 
padre . .  . 

Y  diciendo  y  haciendo,  toda  despavorida  y  con  la 
angustia  en  el  pecho  y  la  desesperación  en  el  alma, 
tomó  su  rebozo  y  salió  a  la  calle  como  una  loca,  en 
busca  de  la  licencia  del  cura  para  enterrar  a  su  hijo 
en  lugar  sagrado,  por  haberse  comido  un  bollo. 

Ejemplos  de  esta  señora  tenemos  a  cada  momento 
en  Buenos  Aires.  La  misma  prensa  nos  los  presenta 
casi  todos  los  días. 

Ella  toma  un  hecho  insignificante,  lo  borda,  lo  co- 
menta, lo  resuelve  y  desfigura  y  cuando  el  lector 
acuerda,  de  adición  en  adición,  de  transformación  en 
transformación,  llega  a  encontrarse  en  el  pináculo  de 
las  exageraciones  más  sorprendentes. 

Algo  más  hace  todavía.  En  muchas  de  sus  elucu- 
braciones, ni  el  bollo  que  se  comió  el  muchacho  existe 
siquiera;  no  hay  tal  bollo. 


JAPÓN 


Podría  llamarse  el  Japón  el  paraíso  de  los  niños ;  se 
les  cuida,  se  les  agasaja,  se  les  regala  y  jamás  se  les 
castiga;  las  madres  reprenden  a  sus  hijos  razonando 
y  así  la  dulzura  natural  del  carácter  de  éstos  y  la  dosis 
de  felicidad  con  que  vienen  al  mundo  las  criaturas,  no 
se  altera.  Ni  las  escuelas  es  para  ellos  un  tormento ; 
en  ella  juegan,  gozan  y  aprenden.  La  profesión  de 
maestro,  tan  odiosa  en  todas  partes,  aquí  está  llena  de 
satisfacción;  los  niños  adoran  a  sus  preceptores,  los 
respetan  y  llevan  su  cortesía  nativa  y  la  aprendida  en 
su  corta  experiencia,  hasta  el  punto  de  no  distraerse 
en  las  lecciones  y  prestar  una  obsequiosa  atención. 
Cualquier  signo  de  aburrimiento  en  un  niño  en  clase 
lo  desconceptúa  en  la  opinión  de  sus  compañeros,  aun 
cuando  no  le  procure  penitencias  ni  reprimendas. 

Pero  el  hecho  más  curioso  observado  por  todos  los 
viajeros  y  estampado  en  sus  libros,  es  el  siguiente: 
los  niños  en  el  Japón  no  lloran,  no  saben  llorar;  a  lo 
menos  no  se  les  oye  ni  se  les  ve  llorar  jamás.  Debe 
haber  en  esto  excepciones  individuales  y  de  circuns- 
tancias porque  el  llanto  por  el  dolor  físico  en  la  infan- 
cia siendo  tan  natural,  ningún  atavismo,  creo,  puede 
llegar  a  suprimirlo  enteramente.  Sin  embargo,  el  he- 
cho visible  es  el  apuntado.    He  estado  en  las  escuelas 


—  78  - 


infantiles  donde  hay  quinientas  o  más  criaturas;  he 
visto  a  varias  caerse,  perder  en  sus  juegos,  golpearse, 
pero  no  he  visto  llorar  a  una  sola  de  ellas.  Lo  único 
que  se  oye  en  los  recreos  o  en  cualquier  reunión  de 
niños,  es  la  risa  alegre,  brillante,  aguda  y  espontánea. 

15D 

Otra  costumbre  muestra  tal  delicadeza  y  ternura  de 
sentimientos  y  tiene  una  influencia  tan  adorable  en  la 
educación,  que  el  solo  narrarla  conmueve  y  entusiasma. 
A  la  puerta  de  los  templos  hay  una  vieja  con  una  jaula 
llena  de  pequeños  pájaros;  un  niño  llega  con  su  mamá 
o  su  hermanita,  da  un  cobre  a  la  vieja  y  pone  en  liber- 
tad uno  de  los  pajaritos,  dando  gritos  de  alegría  al 
verlo  tomar  el  vuelo  hacia  los  cielos.  Esa  es  la  ofren- 
da que  los  niños  presentan  a  sus  dioses. 

Hay  en  la  tierra  delicadeza  más  exquisita  de  senti- 
mientos, acto  alguno  de  más  profunda,  intensa,  refina- 
da moralidad? 

Qué  pueblo  civilizado  presenta  en  sus  códigos  y  há- 
bitos de  educación  un  rasgo  análogo? 

ARTE  COREOGRÁFICO 

Cuentan  las  historias  que  un  día,  en  un  lugar  cerca 
de  Nara,  reventó  la  tierra  exhalando  por  sus  grietas 
sin  cesar  un  gas  deletéreo  cuya  acción  mortífera  asoló 
la  comarca.  Los  sacerdotes,  hábiles  aquí  como  en 
todas  partes  en  materia  de  conjuros,  organizaron  dan- 
zas a  modo  de  rogativas  en  las  colinas  próximas  al 
sitio  envenenado,  para  aplacar  la  ira  de  los  dioses  y  el 
escape  de  gas  terminó  como  por  encanto,  volviendo  la 
comarca  a  ser  salubre. 


-  79  — 


Tal  es  el  origen  do  las  danzas  actuales  cuyo  carác- 
ter místico  y  religioso  se  muestra  en  su  forma  solemne 
y  mesurada. 

De  allí  pasaron  a  los  pórticos  de  los  templos  o  capi- 
llas de  los  alrededores,  en  recuerdo  del  milagro  y  do 
los  templos,  a  los  teatros  y  a  las  chayas,  entrando  de 
lleno  en  las  costumbres.  Aun  ahora  mismo  se  hace 
preceder  a  ciertas  representaciones  dramáticas,  una 
danza  ejecutada  por  un  actor  vestido  como  los  antiguos 
sacerdotes. 

Análogas  en  sus  lentitudes  medido  compás  y  ritmo 
cadencioso,  fueron  las  danzas  griegas  de  las  cariátides 
cuyas  nobles  y  elegantes  actitudes  ha  conservado  la 
estatuaria  en  los  pórticos  de  los  templos,  representan- 
do bellas  mujeres  de  cuerpo  flexible,  con  una  pierna 
doblada  ligeramente  y  soportando  en  las  cabezas  la 
arquitrabe  en  compensada  armonía. 

Y  todavía  en  los  pueblos  mediterráneos  alejados  de 
las  turbulencias  de  la  civilización  se  conserva  en  las 
costumbres,  bailes  primitivos  cuyo  carácter  recuerda 
las  danzas  griegas  y  japonesas.  Los  bailecitos  en  Bo- 
livia,  las  rondas,  los  pasos  y  las  venias  ejecutadas  el 
día  de  navidad  en  signo  de  adoración  delante  de  los 
nacimientos  (altares  consagrados  a  la  cuna  de  Jesús); 
las  figuras  de  la  zamacueca  y  otros  ejercicios  coreográ- 
ficos en  el  Perú  y  en  Chile,  tienen  más  de  la  índole 
religiosa  que  de  la  antipática  rigidez  e  insignificante 
trote  de  las  polcas  y  valses  saltando  de  nuestros  sa- 
lones, donde  apenas  las  cuadrillas,  aunque  bailadas 
por  tiesos  peones  de  ajedrez,  y  más  aun  los  rigodones 
y  los  minués  fuera  de  moda,  dicen  algo  al  pensa- 
miento y  traen  a  la  memoria  la  poesía  o  la  lej^enda 
puesta  en  acción. 

Tal  es  el  arte  coreográfico  en  el  Japón,  si  arte  puede 


—  80  — 


llamarse  a  este  o  a  cualquier  otro  conjunto  de  reglas; 
notándose  aquí  como  complemento  de  la  actitud  signi- 
ficativa y  conceptuosa,  la  mímica  diestra,  oportuna, 
expresiva  equivalente  a  la  palabra  que  relata  hasta  las 
penumbras  del  sentimiento. 

LAS  ARTES  EN  EL  JAPÓN 

PINTURA 

Refiere  la  leyenda  que  Kanaota  renombrado  pintor, 
llamado  por  algunos  el  rey  de  la  pintura,  allá  por  el 
año  700,  pintó  para  el  templo  de  Nimadzi  un  caballo 
tan  perfectamente  vivo  que  todas  las  noches  se  salía  a 
galopar  por  la  llanura.  Unos  campesinos  cazadores  lo 
espiaron  y  le  dispararon  una  flecha.  El  cuadro  se  con- 
serva en  el  templo  con  la  tela  atravesada,  el  caballo 
herido  y  supongo  escarmentado.  El  anterior  relato 
recuerda  el  siguiente :  Tcho-se- Yo  pintor  célebre  chino, 
pintó  cuatro  dragones,  pero  no  quiso  terminarle  los 
ojos.  Uno  de  sus  discípulos  completó  la  obra  en  uno 
de  los  dragones  y  lo  hizo  con  tal  éxito  que  el  dragón, 
dotado  de  vista,  desplegó  las  alas  y  se  escapó  del 
cuadro  por  los  aires.  Los  otros  tres  se  conservaron 
sin  pupilas  y  por  lo  tanto  con  una  vida  incompleta. 
Se  cuenta  ésto  para  mostrar  en  una  forma  indirecta  la 
perfección  de  ciertas  obras  maestras  y  el  poder  de  los 
artistas  para  dar  los  aspectos  de  la  vida  a  sus  crea- 
ciones; y  cualquiera  que  haya  visto  el  gato  dormido, 
los  monos,  los  aleones  y  otras  esculturas  pintadas  de 
los  templos  de  Niko,  sea  un  ejemplo,  no  encontrará 
fuera  de  tono  las  hipérboles  de  la  leyenda. 

Tales  relatos  fundados  en  la  insuperable  belleza  de 
algunas  piezas  artísticas,  gozan  de  crédito  en  el  pue- 


-  81  — 


blo,  él  los  cree  verdaderos  y  sostiene  como  artículo  de 
fe,  entre  otras  historias,  que  los  animales  tallados  por 
Hidari-Dique- Goro  (debe  ser  Hidari-Diké-Goro )  salen 
del  templo  donde  moran  a  tomar  agua  en  la  fuente 
vecina. 

Los  japoneses  nacen  dibujantes  y  con  la  facultad, 
muy  general  a  lo  menos,  de  reproducir  la  naturaleza  a 
lo  vivo,  tal  cual  se  la  ve ;  es  de  moderna  data  la  inven- 
ción del  kineidoscopio  que  fija  y  reproduce  la  sucesión 
de  movimientos.  El  ojo  humano  viendo  caer  un  objeto 
no  percibe  las  diversas  posiciones  de  sus  partes  durante 
]a  caída,  que  sin  embargo  un  análisis  ligero  demuestra 
y  se  han  hecho  patentes  ahora,  gracias  a  la  fotografía 
instantánea,  aun  cuando  ya  conocidas  de  tiempo  atrás, 
en  esas  figuras  del  mismo  sujeto  representando  en  di- 
versas y  aproximadas  actitudes,  que  desfilando  con 
rapidez  dan  la  ilusión  del  movimiento.  Pues  bien,  la 
aptitud  para  sorprender  esas  actitudes  intermedias  en- 
tre dos  estados  de  reposo  relativo,  es  propia  de  los 
japoneses,  por  la  instantaneidad  de  sus  percepciones, 
de  donde  nace  su  facultad  de  representar  los  animales 
y  las  plantas  con  los  aspectos  de  la  acción  y  de  la  vida. 
Van  en  seguida  algunos  datos  para  dar  idea  del  mé- 
rito délos  maestros  de  la  pintura  en  el  Japón.  Uno  de 
ellos  se  expresa  así :  «  Desde  la  edad  de  seis  años  tuve 
la  manía  de  copiar  los  objetos;  cuando  llegué  a  los 
cincuenta  había  ya  hecho  y  publicado  un  número  infi- 
nito de  dibujos,  pero  de  ninguno  de  los  ejecutados 
antes  de  los  setenta  años  estoy  satisfecho.  A  los  se- 
tenta y  tres  solamente  comencé  a  comprender  la  ver- 
dadera forma  y  naturaleza  de  los  pájaros,  los  pescados 
y  las  plantas.  Por  consiguiente,  a  los  ochenta  habré 
realizado  algunos  progresos;  a  los  noventa  habré  to- 
cado la  cima  del  arte  y  a  los  cien  alcanzaré  un  estado 


6 


—  82  - 


superior  indefinible ;  a  la  edad  de  ciento  diez  años,  un 
punto,  una  línea  que  mis  manos  hayan  trazado,  será 
un  objeto  viviente...  Escrito  a  los  setenta  y  cinco 
años  por  mí,  antes  Hakusai,  hoy  Gonakijo-Rodjin,  el 
viejo  chocho  del  dibujo ». 

Las  obras  del  exótico  pintor,  son  en  realidad  maravi- 
llas de  colorido,  de  dibujo  y  de  expresión  al  decir  de 
sus  biógrafos.  «  Su  pincel,  añade  un  autor,  se  hacía 
inmaterial  para  seguir  su  voluptuoso  deleite  las  formas 
de  su  pensamiento  y  sus  imágenes  salían  por  sus  ma- 
nos revistiendo  el  carácter  de  la  vida,  ya  se  tratara  de 
un  templo  o  una  flor,  de  un  insecto  o  de  un  gesto  de  la 
fisonomía  humana.  Su  talento  era  universal  y  pintaba 
con  la  misma  excelencia  templos,  paisajes  y  animales 
que  cuadros  trágicos  o  cómicos  de  la  leyenda  o  de  la 
vida  diaria.  Su  espíritu  humorístico  era  inagotable, 
pero  su  calidad  característica  era  su  facilidad  y  su  sa- 
gacidad para  estampar  la  vida  con  su  pincel  y  su  pre- 
ferencia, retratar  las  expresiones  cómicas  de  las  faccio- 
nes del  hombre  y  las  de  los  sentimientos  tristes  y 
alegres  » . 

Uno  de  sus  discípulos,  Kiosay  o  Kiosai,  sobresalió 
en  la  caricatura  y  con  motivo  de  sus  bromas  vivía  la 
mitad  de  su  tiempo  en  la  cárcel,  sin  corregirse  por  ello 
de  su  fecunda  y  admirable  manía  ni  perder  su  jovial 
espíritu.  Régamey  lo  conoció;  en  una  de  sus  visitas  a 
casa  del  artista  vió  entre  otras  composiciones  una  que 
describe  así:  «Representa  una  serpiente  que  ha  toma- 
do un  gorrión:  está  hecho  con  nada  y  cada  cosa  habla, 
el  ojo  velado,  el  pico  medio  abierto,  el  cuerpo  desga- 
rrado y  al  mismo  tiempo  palpitando  bajo  el  diente  del 
reptil,  y  las  plumas  arrancadas  volando.  Y  esto  ocu- 
rre éntrelas  plantas,  entre  las  florecillas  rojas  donde 
pasan  ligeras  arañitas  verdes  pequeñísimas.    No  se 


-  83  — 


sabe  que  admirar  más,  si  la  perfección  do  la  obra  o  la 
intensa  emoción  que  provoca  ol  pequeño  drama.  La 
segunda  escena  es  una  comedia:  un  gorrión  asustado 
por  la  sorpresa  repentina  que  le  causa  ver  salir  do  la 
tierra  a  sus  pies  un  topo,  abre  las  alas  y  toma  la  mas 
cómica  y  expresiva  de  las  actitudes.  Sobre  el  pintor 
Isunénobu  dice  su  crítico  M.  Gonso,  hablando  de  dos 
de  sus  kakemonos  (un  cuadro  mural  en  tela  o  papel 
bordado  o  pintado  en  una  tira  más  o  menos  larga,  se 
llama  kakemono).  «El  uno  representa  un  paisaje  y 
el  otro  un  pavo  real  desplegando  su  cola;  estos  dos 
cuadros  del  maestro  japonés,  colgados  juntos  con  un 
dibujo  de  Durer,  un  bosquejo  de  Rubens  y  un  admira- 
ble estudio  de  Rembrandt,  mantenían  la  formidable 
competencia,  a  despecho  de  la  diferencia  de  estilo  y 
procedimiento,  y  solo  se  medían  de  igual  a  igual  con 
el  mejor  de  los  otros  tres,  con  el  de  Rembrandt». 

Yo  he  visto  retratos  en  los  templos  de  Niko  de  pin- 
tores de  hace  dos  siglos;  los  sujetos  retratados  salíanse 
del  cuadro  como  personas  vivientes,  luciendo  los  colo- 
res frescos  de  sus  ropas  cual  si  en  el  momento  las  es- 
trenaran. Me  han  mostrado  en  las  escuelas  paisajes 
y  bosquejos  de  animales  hechos  por  los  niños,  con 
cuatro  o  cinco  líneas,  que  provocaban  no  obstante,  la 
sensación  de  los  objetos  reales.  Las  puertas  de  los 
teatros,  los  frentes  de  las  casas  vecinas,  y  los  libros  de 
ínfimo  valor  están  plagados  de  dibujos  grotescos  en 
general,  pero  llenos  de  intención,  de  gracia  y  de  verdad. 

En  esas  hojas  de  papel  de  arroz  con  su  apariencia 
de  leche  reducido  a  láminas  sin  espesor,  derraman  los 
artistas  japoneses  los  tesoros  de  su  talento  en  formas 
y  colorido;  cada  figura  habla,  se  mueve,  vive,  mien- 
tras uno  la  mira,  y  la  escena  representada  en  miniatura 
es  un  cuadro  familiar,  purificado  de  la  grosería  del 


-  84  — 


tamaño  y  de  las  manchas  del  uso  y  puesto  allí  en  lim- 
pio y  en  diminuto  con  los  tintes  vivos  de  los  géneros 
nuevos,  de  las  ñores  recién  abiertas  y  con  las  líneas  de 
la  expresión  y  del  gesto  en  las  fisonomías. 


ESCULTURAS,  GRABADOS  Y  BORDADOS 

Sin  embargo,  las  obras  de  pintura  no  me  han  admi- 
rado tanto  como  las  de  escultura  en  todas  sus  ramas, 
y  los  bordados.  E  incluyo  entre  las  primeras  esas  com- 
posiciones hechas  con  cualquier  cosa;  madera,  metal, 
piedra,  cáscara  de  árbol,  concha,  grano,  hojas,  vidrio  o 
todo  ello  junto,  pintado  o  natural.  He  tenido  en  mis 
manos  muchas  veces,  sin  atreverme  a  dejarlas,  figuras 
de  madera  tallada  con  tales  perfecciones  de  detalle 
que  eran  una  seducción  para  la  vista  y  una  voluptuo- 
sidad para  el  tacto.  Recuerdo  dos  monos  pequeños 
cuya  piel  mostraba  aparte  cada  hebra  de  pelo;  la  acti- 
tud del  cuerpo  y  la  mímica  del  rostro  les  daban  las 
apariencias  de  la  vida  y  yo  habría  dicho  que  los  sentía 
moverse  entre  mis  dedos.  Llevo  a  Buenos  Aires  una 
pieza  anatómica,  puedo  decir  escultura  en  madera  pin- 
tada, con  las  adiciones  necesarias  para  completar  la 
copia.  Representa  la  cabeza  de  un  ajusticiado  con 
admirable  y  horrorosa  verdad;  no  he  visto  trasunto 
análogo  de  objeto  real  en  ningún  museo  de  la  tierra  y 
conozco  casi  todas  las  colecciones  del  mundo.  Cual- 
quier médico  en  un  anfiteatro  la  confundiría  con  la  de 
un  cadáver;  los  ojos  muertos  han  sido  copiados  tan  a 
lo  vivo,  perdónese  el  contrasentido,  que  hacen  estreme- 
cer y  asustan.  La  cabeza  está  en  su  caja  y  con  sus 
bandas  de  género  ensangrentadas,  según  se  presenta  a 
los  jueces  o  magnates  las  cabezas  de  los  ajusticiados 


—  85  - 


por  su  orden,  como  prueba  de  la  ejecución.  El  insigne 
escultor  de  esta  obra  se  llama  Nurnashimay,  vive  en 
Tokio.  En  los  templos  de  Shiba  y  do  la  montaña  sa- 
grada do  Niko  y  en  otros  muchos  del  Japón,  los  talla- 
dos naturales  o  pintados  son  tesoros  do  escultura. 
Muchos  paneles  de  frisos  o  balaustradas,  llevan  un 
dibujo  en  un  lado  y  otro  diferente  en  el  opuesto,  siendo 
de  notar  que  las  mismas  perforaciones  sirven  para  las 
formas  en  los  dos  lados,  j  Qué  cálculo,  qué  serie  de 
combinaciones  artificiosas,  qué  visión  anterior  del  con- 
junto y  de  los  detalles  se  necesita  para  hacer  coincidir 
los  contornos  de  cada  objeto,  cuando  el  tallado  debe 
dar  al  mismo  tiempo  un  grupo  de  animales  en  una  cara 
del  cuadro  y  un  ramo  de  flores  en  la  otra! 

Añádase  á  las  aptitudes  artísticas  de  los  japoneses, 
su  talento  para  elegir  los  materiales  de  sus  obras,  me- 
tales, pedazos  de  madera,  conchas,  perlas,  partículas 
de  cáscara  de  árbol,  vidrios  o  porcelanas,  adaptándolos 
a  su  dibujo  como  si  hubieran  sido  hechos  por  la  natu- 
raleza para  ese  solo  fin. 

Veo  una  tienda  en  Yokohama,  una  plancha  de  laca 

blanca  en  su  marco ;  a  corta  distancia  de  los  bordes 

camina  hacia  el  centro  una  araña  de  tamaño  de  un 

grano  de  trigo.  Ahí  está  todo  el  cuadro.  Pero  la 
—  — 

araña  es  un  poema  de  vida  que  lo  llena  y  obliga  al 
espectador  a  quedarse  una  hora  en  muda  contempla- 
ción. El  cuerpo  del  pequeño  insecto  ha  sido  hecho 
con  una  perla  y  las  patas  con  filamento  de  metal  oxi- 
dado.   La  araña  no  se  mueve,  naturalmente,  pero.  . . 

camina  uno  la  ve  correr  a  prisa  por  la  inmensa 

superficie  blanca,  alejarse  del  marco,  huir  hacia  el  otro 
borde;  la  sensación  es  irremediable,  la  ilusión  com- 
pleta. ¿Cómo  la  obtuvo  el  artista?  ¿Cómo  se  le  ocu- 
rrió hacer  un  cuadro  con  tan  mínimo  asunto?  ¿Cómo 


—  86  — 


vió  de  antemano  el  resultado?  Todo  el  secreto  está 
para  mí,  en  la  actitud  del  animalito,  en  la  disposición 
de  los  finos  pedacitos  de  alambre  que  forman  las  patas, 
en  la  acción  que  marcan  sus¡3endidas  en  el  aire,  dobla- 
das en  las  coyunturas  y  resueltas  en  esa  figuración 
transitoria,  lineal,  de  los  miembros  en  movimiento, 
etc.,  etc. 

La  casa  de  un  japonés  muestra  el  carácter  de  la 
Nación,  los  hábitos  y  los  gustos  de  sus  habitantes. 
«Mi  dueño  nada  tiene  que  ocultar»,  dice  cada  casa,  o 
más  bien  «no  quiero  ocultar  nada».  Las  paredes  son 
livianas  y  corredizas;  las  aberturas  están  francas;  son 
inútiles  las  cerraduras  porque  de  un  buen  empujón  se 
echa  abajo  la  puerta  y  la  pared  en  que  se  halla;  la 
entrada  del  aire  por  toda  resistencia,  encuentra  una 
hoja  de  papel.  Ya  he  descrito  en  varias  ocasiones  al- 
gunas viviendas  japonesas;  mis  lectores  las  conocen  y 
deben  recordar  su  limpieza,  su  pequeñez  y  al  mismo 
tiempo  su  comodidad  eficiente.  No  hay  en  ellas  mobi- 
liario propiamente  dicho;  el  suelo  cubierto  de  estera 
es  el  gran  recurso;  sobre  él  se  come  y  sobre  él  se 
duerme  sin  temor  de  caerse.  Reemplazan  a  los  arma- 
rios espacios  dejados  expresamente  entre  los  tabiques; 
una  parte  de  la  seudo-pared  corre  y  el  armario  queda 
abierto;  allí  están  las  almohadas,  los  colchones,  las 
ropas  y  otros  objetos.  Las  almohadas  son  unos  peque- 
ños banquitos  con  un  rollo  de  crin,  lana  o  paja  encima; 
los  colchones  son  dobles  mantas  rellenadas,  más  o  me- 
nos gruesas.  Las  frazadas  son  sustituidas  por  una 
bata  colchada  que  se  usa  en  vez  de  camisón  o  sobre  él; 
las  ropas  de  cama  varían  con  las  personas. 

Como  muebles  hay  en  la  generalidad  de  las  casas, 


-  87  - 


unas  mesas  muy  bajas  donde  se  pone  el  brasero  y  so 
sirve  el  té.  El  brasero  es  un  utensilio  infalible;  uno  lo 
ve  en  todas  partes,  hasta  en  las  tiendas,  sobre  las  ta- 
rimas. A  su  rededor  se  hace  la  conversación  entre  los 
concurrentes,  que  por  turno  o  al  mismo  tiempo,  se  ca- 
lientan las  manos  en  él.  Las  familias  poseedoras  de 
objetos  de  arte  o  de  valer,  los  guardan  en  piezas 
aparte  o  en  los  nichos  ya  mencionados.  Figuran  en  al- 
gunas casas  entre  los  utensilios  de  mayor  importancia, 
imágenes  de  los  dioses  y  bustos  o  estatuas  de  los  an- 
tecesores. 

Las  cocinas  son  sencillas  y  pequeñas;  dos  o  más 
hornallas  y  algunas  vasijas,  sartenes  o  demás  piezas 
indispensables,  en  reducido  número,  componen  las  ba- 
terías. 

La  vajilla  es  otra  cosa;  son  incontables  los  plati- 
tos,  tacitas,  salseras,  soperas  y  teteras  que  la  forman. 

El  tenedor  y  el  cuchillo  están  reemplazados  por  dos 
palitos;  las  viandas  van  cortadas  al  comedor.  La  cu- 
chara es  inútil  y  por  lo  tanto  no  se  la  ve  figurar  en  el 
bagaje;  lo  es  porque  las  vasijas  en  que  se  sirve  el  caldo 
u  otro  líquido,  son  del  tamaño  de  las  cucharas  y  pue- 
de uno  llevarlas  a  la  boca.  Hay  sin  embargo  un  cu- 
charón o  sea  una  taza  con  mango  largo. 

Difícil  es  encontrar  una  casa  japonesa  sin  jardín  o 
sin  plantas  en  macetas,  a  lo  menos;  este  pueblo  es 
muy  aficionado  a  las  flores. 

m 

Antes  de  salir  de  Niko  hicimos  otro  paseo  por  sus 
alrededores,  al  otro  lado  del  río,  el  cual  debía  lla- 
marse de  «piedras  corrientes»  —  Qué  hacen  ahí  en  el 
cauce  y  a  dónde  van?  —  Se  desgranan,  se  quiebran,  se 
reducen,  se  pulen,  se  vuelven  a  partir  y  se  convierten 


-  88  - 


por  fin  en  arena,  yendo  a  formar  el  muro  que  detiene 
las  aguas  de  los  mares  en  las  costas.  La  última  ave- 
nida, tras  de  lluvias  torrenciales,  se  ha  llevado  un 
puente ;  nosotros  pasamos  por  otro  improvisado,  casi 
tocando  el  agua;  subimos  al  lado  opuesto,  la  falda 
que  encauza  el  río  y  entramos  en  una  nueva  selva.  De 
las  montañas  bajaban  aldeanos  cargados  con  ramas  de 
árboles  llenas  de  ñores,  como  para  pintarlos.  Luego 
nos  insinuamos  en  una  lengua  de  tierra  y  de  su  alta 
planicie  vimos  con  una  delicia  extraña,  a  pesar  de  es- 
tar ya  cansados  de  paisajes,  la  luz  rara  de  aquellas 
comarcas,  hecha  por  los  reflejos  eléctricos  de  todas  las 
cosas ;  el  verde  con  sus  infinitos  tonos  y  el  rosa  de  las 
azaleas  mitigado  o  exaltado,  según  la  distancia;  el 
color  de  la  tierra,  del  agua  y  del  cielo,  diferente  del 
común  y  diario.  Yo  siento  la  necesidad  de  empaparme 
en  este  fluido  de  la  naturaleza,  dejarme  penetrar,  sa- 
turarme de  su  belleza  en  la  escena  misma,  hasta  con- 
vertir mis  fugaces  sensaciones  en  marcas  indelebles 
de  estética  crónica,  constitucional,  antigua,  para  no  ol- 
vidarla jamás.  Tengo  enfrente  las  montañas  vestidas 
como  si  les  hubiera  caído  una  lluvia  de  bosques  y  es- 
tuvieran derramando  el  exceso  de  sus  árboles  en  el 
valle  y  a  mis  pies,  el  torrente,  a  escape  sobre  su  lecho 
de  piedras  prontas  a  levantarse  y  seguirlo,  metiendo 
un  formidable  ruido,  apenas  haya  una  fuerte  lluvia. 
Entre  tanto,  sólo  se  oye  la  música  del  río,  del  viento  y 
aquella  resonancia  interna,  sugestiva  en  apariencia, 
compuesta  por  los  atómicos  estallidos  del  juego  de  la 
vida,  en  mil  seres  invisibles.  Los  pájaros  a  veces  al- 
zan una  gritería  alegre,  inmotivada,  hablando  en  su 
idioma,  pues  los  animales  a  diferencia  de  los  hombres, 
en  todas  las  comarcas,  en  igualdad  de  raza  tienen  la 
misma  lengua;  los  veo  volar  de  rama  en  rama,  sin  ob- 


—  89  — 


jeto  y  alejarse  algunos  pasando  sobre  los  techos  de 
los  templos  y  las  tejas  rojizas  de  la  estación  y  del  ho- 
tel, en  dirección  a  la  selva  de  la  otra  banda  o  al  límite 
de  los  deshielos,  donde  nacen  los  arroyos.  .  . !  Nemoto 
no  entiende  como  un  hombre  práctico  puede  perder  su 
tiempo  contemplando  tales  bagatelas! 

ISO 

Tomamos  rumbo  a  una  cascada,  bajamos  una  co- 
lina, atravesamos  un  puente  echado  sobre  el  río  Niko, 
nos  paramos  en  la  opuesta  banda  para  ver  el  otro 
puente,  el  de  laca,  célebre,  paralelo  al  nuestro,  de  gra- 
ciosa forma  y  elegante  figura  y  cuyo  color,  rojo  in- 
tenso despulido,  color  de  flor  y  no  de  pintura,  junto 
con  el  brillo  de  suá  abrazaderas  de  oro,  resalta  en  el 
fondo  verde  oscuro  del  bosque  plantado  en  la  mon- 
taña. Sus  pilares  y  travesanos  de  piedra  forman  en- 
castre, como  si  fueran  de  madera.  Por  debajo  pasan 
las  aguas  del  torrente,  bulliciosas,  espumosas,  inútil- 
mente apuradas,  pues  van  perseguidas  por  la  grave- 
dad que  no  se  cansa  nunca,  sobre  piedras  ovoides,  es- 
féricas, conoides,  todo,  menos  angulares,  por  haber 
perdido  sus  aristas  jugando  unas  con  otras,  arreadas 
por  la  avenida,  en  los  días  de  creciente. 

No  pasan  habitualmente  por  el  puente  de  laca  le- 
gendario, sino  los  dioses  en  espíritu,  pero  cuando  ne- 
cesitaran pasar  en  forma  corporal,  como  son  de  palo 
o  de  piedra,  lo  hacen  con  ayuda  de  vecino,  llevados 
por  los  devotos,  en  larga  procesión,  según  es  de  uso 
en  las  ceremonias  religiosas,  vestidos  de  mil  maneras, 
conduciendo  andas  con  imágenes,  cargando  coleccio- 
nes de  objetos  alegóricos  o  de  adorno,  disfrazados  de 
dragones,  leones  y  leopardos ;  y  los  sacerdotes  y  otros 


—  90  — 


dignatarios,  a  caballo,  con  arneses  de  oro  y  seda,  ro- 
jos, amarillos  y  plateados. 

Seguimos  costeando  el  torrente  por  su  orilla  iz- 
quierda un  trecho,  luego  nos  apartamos  para  volverlo 
a  encontrar  y  así  vamos  por  malos  caminos  mojados, 
enterrando  nuestras  rikshas,  una  cuarta  en  el  suelo,  y 
saliendo  solo  de  la  huella  profunda  gracias  a  la  fuerza 
y  resistencia  admirable  de  estos  hombrecitos  de  hierro. 
Las  peñas  derraman  en  el  precipicio,  jpor  cuyo  fondo 
corre  el  río  metiendo  una  espantosa  algazara,  las 
aguas  de  sus  cumbres  en  hilos,  en  sábanas,  en  tules, 
en  cortinas,  en  perlas  de  cristal  o  simplemente  en  es- 
puma blanca,  corno  si  una  gigantesca  lavandera  es- 
tuviera lavando  su  ropa  con  jabón  en  lo  alto  y  volcara 
su  batea  a  cada  momento. 

No  solo  eso;  la  espuma  de  jabón  y  las  gotas  de 
cristal,  ruedan  por  entre  azaleas  que  dan  un  color  ro- 
sado a  la  montaña,  y  abajo,  a  través  de  todas  las  cla- 
ses de  verde  imaginables,  desde  el  negro  hasta  el 
amarillo  o  azul,  o  no  sé  que  color,  límite  del  verde 
claro. 

Los  mismos  árboles  amenazan  desplomarse  someti- 
dos al  vértigo  del  precipicio  y  a  la  influencia  eléctrica 
de  la  corriente  de  abajo,  atronadora  y  sublime! 

Llegamos  a  la  cascada,  una  miniatura  en  compara- 
ción de  otras,  de  la  caída  del  Niágara,  por  ejemplo, 
pero  con  todo  bella! 

En  su  esencia,  todas  las  cascadas  son  iguales;  ésta 
sin  embargo,  tenía  algunas  particularidades  de  oca- 
sión el  día  de  nuestro  paseo  y  tiene  otras  permanen- 
tes; una  de  estas  últimas  es  su  casa  de  té  a  veinte 
metros  de  la  caída  de  agua,  y  su  Dios  del  fuego  sin 
narices.  Los  accesorios  eran  y  fueron  una  lluvia  to- 
rrencial y  una  musmé  que  se  vistió  a  nuestra  vista  y 


—  01  — 


paciencia,  con  aquella  falta  de  pudor  casto,  caracte- 
rístico del  Japón.  Si  alguna  vez  queda  bien  aplicado 
el  verbo  reflexivo  vestirse,  es  en  este  caso;  la  joven 
estaba  desnuda  antes  de  ponerse  los  primeros  trapitos 
de  su  tocado;  a  esto  le  llamo  yo  vestirse  y  no  al  he- 
cho de  cambiar  de  ropa. 

La  senda  hasta  la  cascada  es  muy  pendiente  y  muy 
complicada;  hay  escaleras  de  piedra,  puentes  do  ta- 
blas de  pino,  y  laderas  casi  impracticables;  poro  yo 
apuré  hasta  las  heces  de  aquel  cáliz  de  granito  resba- 
ladizo, por  ser  de  raza  anglosajona  (yo,  no  el  cáliz). 
¡Los  demás  compañeros  se  quedaron;  eran  miserables 
latinos ! 

Al  pasar  por  un  codo  peligroso,  una  de  las  lavan- 
deras de  arriba  me  vació  su  batea  en  la  cabeza;  ro- 
bustas gotas  me  mojaron  los  labios  y  pude  comprobar 
por  su  gusto,  que  el  agua  de  su  origen,  no  contenía  ni 
potasa,  ni  sosa,  bases  habituales  del  jabón  y  que  su 
blanca  espuma  era  como  el  penacho  de  las  odiosas 
hijas  del  océano,  pero  sin  sal,  líquido  en  polvo,  lleno 
de  aire:  alias  espuma! 

Hay  una  cueva  tras  de  la  faja  de  agua  debajo  mismo 
del  borde  por  el  cual  se  derrama;  en  la  cueva  está  un 
Dios  de  piedra  con  dos  dagas,  sostenidas  por  su  brazo 
derecho  y  rodeado  de  tarjetas;  yo  también  puse  la 
mía  en  demanda  de  la  protección  del  ídolo  japonés, 
concebida  así:  «Eduardo  Wilde  y  Señora  al  Dios 
Fudo  — Yo  »  o  sea,  en  romance,  al  Dios  inmóvil .  . . 
¡Siempre  conviene  estar  en  buenos  términos  con  los 
dioses  de  todas  las  religiones  por  si  a  uno  lo  mandan 
a  paraíso  ajeno! 

«Le  llaman  además  el  Dios  del  fuego»,  me  dijo  el 
guía.  —  «¿Cómo,  Dios  del  fuego,  si  está  en  una  cas- 
cada?» le  objeto.  —  «Ah!  me  replica:  al  principio  del 


-  92  — 


mundo  hubo  dos  elementos  en  lucha,  el  agua  y  el 
fuego»,  La  razón  no  me  pareció  muy  concluyente, 
pero  sí  muy  parecida  a  las  razones  de  las  religiones 
más  acreditadas. 

La  cascada  tiene  como  quince  metros  de  altura, 
aparente  y  en  su  fondo  un  mundo  de  piedras  como 
elefantes  que  se  disponen  a  marcharse  aguas  abajo, 
con  el  menor  pretexto.  El  volumen  de  agua  visto  de 
cerca,  es  decir  de  la  cueva  a  la  cual  forma  una  esplén- 
dida cortina,  ofrece  un  ancho  de  dos  a  tres  metros  por 
un  grueso  mucho  menor. 

El  escenario  es  por  demás  fantástico  y  grandioso,  y 
si  los  ojos  gozan  con  la  feria  de  luz  y  de  colores,  el 
oído  se  estremece  deliciosamente  con  el  tronar  con- 
tinuo del  torrente  y  el  fragor  del  entre-choque  de  las 
piedras  que  ruedan  en  su  lecho. 

Volvemos  al  hotel  y  ocupamos  el  entre  acto  de  las 
excursiones,  en  comer  y  en  dormir,  tarea  no  menos 
interesante  que  la  de  ver  cascadas  y  contemplar 
paisajes. 

saionara! 

Sobre  una  colina  con  vista  a  un  valle  está  situada 
la  casa;  mirando  al  mar  y  al  río  por  dos  de  sus  lados 
y  por  el  otro  a  la  extensa  y  divina  Tokio.  Todos 
los  niños  han  preguntado  alguna  vez  ingenuamente 
porque  no  hacen  las  ciudades  en  el  campo,  sin  pensar 
en  que  todas  fueron  comenzadas  precisamente  en  el 
campo,  borrándolo  en  seguida  con  el  solo  hecho  de 
surgir  en  él.  Pues  bien,  la  única  ciudad  del  mundo 
capaz  de  satisfacer  el  deseo  de  los  niños,  dando  real- 
mente la  idea,  no  sé  como,  de  que  está  en  el  campo, 
es  Tokio !  Es  campo  en  todas  partes  y  ciudad  en  cual- 


-  93  - 


quiera;  es  el  sueño  infantil  de  la  ciudad  y  del  campo 
en  estrecha  unión.  Pero  hay  escuelas,  lo  que  destruye 
la  ilusión,  pues  en  el  fondo  do  la  ambición  de  los 
niños  existe,  a  más  del  amor  a  la  libertad  en  la 
naturaleza  virgen,  el  anhelo  do  la  supresión  del 
maestro  y  de  las  aulas;  a  lo  menos,  para  mí,  campo 
quería  decir  todo  eso. 

De  uno  de  los  balcones  veo  bosques,  selvas,  parques, 
ríos,  áreas  despobladas,  casas,  templos,  calles,  cami- 
nos, aldeas,  la  campaña  en  fin,  del  brazo  con  la  ciudad. 

Hay  en  el  interior  de  esta  morada  un  lujo  extra- 
ordinario, a  pesar  de  la  ausencia  de  muebles;  da  lás- 
tima pisar  las  esteras  y  tocar  los  objetos;  los  techos 
son  de  madera  labrada,  esculpida,  pintada  o  natural; 
los  muros  o  más  bien  los  tabiques  externos  y  divi- 
sorios, llevan  incrustaciones  o  paneles  de  laca,  de  seda 
y  marcos  con  tallados  de  un  arte  admirable;  las  ven- 
tanas y  las  puertas  de  riquísimas  tablas,  se  mueven 
sobre  sus  correderas  al  impulso  de  un  dedo.  Vasos 
de  porcelana,  estatuas  de  bronce,  braseros  con  incrus- 
taciones o  cincelados,  zahumadores  y  otras  lujosas 
obras  de  arte,  adornan  las  habitaciones  y  prestan  en 
ellas  su  servicio,  aumentando  la  comodidad  y  mos- 
trando el  gusto  estético. 

Hay  un  cuarto  consagrado  a  los  dioses  con  mil  ricas 
imágenes  en  pintura  y  escultura.  Las  salitas  de  re- 
cepción principalmente,  son  deliciosas;  en  una  del 
piso  inferior,  nos  sirvieron  té  a  la  japonesa,  en  el  suelo, 
dándonos  por  asiento  almohadillas  de  paja  suaves 
como  guantes ;  la  sola  musmé  que  nos  lo  ofrecía  era 
un  lujo  de  estilo  por  su  belleza,  su  gracia,  su  juventud 
y  su  alegría,  a  más  de  su  rico  vestido  de  espumilla. 
En  otra  sala  de  arriba,  con  sillas  y  mesas,  única 
incongruencia,  pero  perdonable  en  virtud  de  haber 


-  94  — 


sido  puestas  allí  solo  por  horas,  en  obsequio  a  los 
huéspedes  y  por  estar  no  obstante  en  armonía  de 
colores  y  finura  de  maderas,  con  los  demás  adornos, 
nos  sirven  frutas,  dulce  y  vino. 

Al  salir,  encontramos  en  el  portal  o  vestíbulo  la 
servidumbre  reunida;  yo  hice  mis  cuentas;  allí  había 
maridos,  mujeres,  niños,  mozos  solteros  y  musmés 
delicadas;  sin  duda  estábamos  en  una  gran  mansión. 
Todas  las  personas  y  personitas  nos  saludaron  alegre- 
mente, deseándonos  grata  permanencia  en  el  Japón; 
y  los  niños,  a  quienes  dimos  algunas  monedas,  nos 
hicieron  las  más  graciosas,  cómicas  y  respetuosas 
reverencias,  gritando:  «¡saionara,  saionara!  adiós, 
adiós!» 

iso 

Abril  16.  —  La  noche  es  de  luna,  la  atmósfera  está 
tibia  y  la  ciudad  iluminada.  Tomamos  rumbo  hacia 
el  centro,  recorremos  calles  llenas  de  gente,  de  faroles, 
de  lámparas  de  gas  y  focos  eléctricos,  flanqueadas  de 
mástiles  con  un  enrejado  rectangular  hacia  arriba,  por 
cuyas  mallas  pasan  miles  de  leguas  de  alambres  tele- 
gráficos y  telefónicos;  pasamos  puentes  echados  sobre 
cien  canales,  que  forman  en  su  líneas  maestras,  tres 
cinturas  de  mayor  a  menor  en  torno  al  palacio,  jardi- 
nes y  parques  del  mikado,  y  en  cuyas  aguas  tranqui- 
las navegan  pequeños  barcos  dando  golpes  de  remo, 
mientras  otros  más  grandes  las  cubren  de  trecho  en 
trecho,  con  las  manchas  negras  de  su  sombra  o  re- 
flejan sus  velas  blancas  a  la  luz  de  la  luna;  desfila- 
mos por  largas  avenidas  contorneando  los  nuevos  edi- 
ficios públicos,  que  alargan  su  ancha  proyección  sobre 
el  suelo;  nos  hundimos  en  la  obscuridad  de  terrenos 
vagos,  casi  solitarios  y  vemos  entre  los  árboles  o  en 


-95  - 


planicies  vacías,  en  todas  direcciones,  cerca  o  Jejos, 
hasta  perderse  en  los  confines  do  la  vista,  las  luces  do 
las  kurumas,  como  brasas  viajeras,  revoloteando  a 
modo  de  fuegos  fatuos  o  linternas  aladas  en  danza 
fantástica. 

Así  vagamos  tres  horas,  deteniéndonos  solamente 
un  instante  frente  al  club  de  los  extranjeros,  donde 
entramos  a  inscribir  mi  nombre  y  adquirir  el  derecho 
de  frecuentar  la  hermosa  casa  y  sus  distinguidos  con- 
currentes durante  tres  meses. 

Para  convencerme  de  no  estar  soñando  con  escenas 
raras,  me  repito  a  cada  instante  « Estoy  en  el  Japón, 
en  Tokio,  casi  en  las  antípodas  de  Buenos  Aires,  y 
todo  cuanto  veo  es  real  y  positivo,  propio  y  genuino 
de  este  delicioso  pedazo  del  globo,  que  tanto  deseaba 
conocer;  asisto  al  acto  de  la  transformación  de  un 
pueblo  y  llego  en  el  momento  supremo  en  que  dos  civi- 
lizaciones se  tocan,  para  despedirse;  la  antigua  sumer- 
giéndose en  los  recuerdos  del  pasado,  abriéndose  paso 
la  moderna  con  el  asentimiento  de  los  hijos  de  la  tie- 
rra, quienes,  si  no  tuvieran  más  virtud  que  la  de  adap- 
tarse a  cambios  tan  radicales,  esa  sola  bastaría  para 
levantarlos  ante  los  ojos  de  la  humanidad  entera  y 
señalarlos  como  modelos». 

Mientras  la  luna  hacía  rieles  en  las  calles  navega- 
bles de  esta  singular  Venecia  y  la  brisa  refrescaba 
nuestro  rostro,  mientras  volábamos  en  nuestas  rikshas, 
llevados  a  largo  trote  por  sus  casi  enanos  conductores, 
dotados  no  obstante  de  una  fuerza  y  resistencia  sor- 
prendentes, yo  juntaba  en  mi  mente  las  visiones  ac- 
tuales, con  los  recursos  de  mi  reciente  excursión  a 
Nagoya,  a  Kioto,  a  Nara,  a  Kobe;  veía  el  Fujiyama 
encajando  su  cima  de  hielo  en  el  firmamento  y  los 
montículos  del  camino,  los  árboles  de  imponente  talla 


-  96  — 


y  las  matas  de  té  casi  rastreras ;  los  innumerables  ríos 
anchos  y  formidables  cuando  crecen,  y  los  arroyos 
como  hilos  de  agua;  los  arbustos  que  apenas  levan- 
tan un  palmo  sobre  el  suelo  y  las  selvas  de  mástiles 
vivos,  seculares;  las  montañas  de  granito  y  las  coli- 
nas de  tierra  amontonada,  deleznables,  que  las  lluvias 
borran  con  el  tiempo ;  las  leguas  de  terreno  cultivado, 
los  arrozales  por  fin,  y  las  huertas  microscópicas ;  las 
mil  aldeas  diseminadas  a  lo  largo  de  cañadas  incon- 
tables constituyendo  un  conjunto  de  asombrosa  mag- 
nitud, y  las  casitas  pequeñas  como  habitaciones  de 
muñecas,  donde  viven  treinta  millones  de  hombres; 
el  trabajo  sin  descanso  y  sin  fatiga  y  la  exigua  talla 
de  una  raza  tan  esforzada,  tan  enérgica  y  resistente  ; 
el  contraste  palpitante  en  suma,  visible,  patente,  cuya 
realidad  se  impone,  por  fuerza;  de  todo  cuanto  existe 
en  el  Japón,  donde  hasta  las  altas  y  las  bajas  tempe- 
raturas se  turnan  sin  razón  aparente,  donde  al  viento 
de  la  tempestad  sigue  la  quietud  del  aire,  sin  antece- 
dente, y  al  sol  radiante  la  lluvia  torrencial,  sin  motivo. 

Volvimos  al  hotel  con  mil  visiones  en  la  mente  y  yo 
durante  el  sueño  de  la  noche,  continué  barajando  los 
contrastes  de  inacabables  procesiones. 

A  la  noche  vamos  a  un  teatro  donde  se  daba  una 
función  característica.  Cada  año,  durante  15  días,  en 
el  mes  de  Abril,  cuando  brotan  los  cerezos,  celebran  en 
Kioto  el  acontecimiento  con  representaciones  teatrales, 
como  reminiscencias  peculiares  de  prácticas  religiosas. 
Una  leyenda  es  el  argumento,  y  este  se  desarrolla  en 
medio  de  cantos,  pantomimas  y  música  de  orquesta. 
El  teatro  es  un  salón  en  forma  rectancular;  frente  al 
escenario  en  alto,  hay  un  solo  palco  de  todo  el  ancho 


—  97  — 


de  la  sala,  provisto  de  escaños  en  su  parto  posterior 
y  de  mullida  alfombra  adelante,  donde  so  sientan  en 
el  suelo  las  musmés  más  distinguidas,  con  sus  papás 
y  mamás ;  abajo  está  la  platea  o  patio,  como  una 
gran  pileta  de  poco  fondo  rodeada  en  sus  bordos 
anterior  y  laterales,  por  un  camino  de  regular  ancho, 
por  el  cual  pasan  los  actores  y  los  espectadores.  En 
un  nivel  superior  al  de  los  pasajes  y  a  lo  largo  de 
los  dos  laterales,  figuran  dos  estrados,  donde  toman 
asiento  para  la  fiesta  diez  y  seis  muchachas,  ocho  a 
la  izquierda  y  ocho  a  la  derecha,  vestidas  con  todo 
lujo;  cada  una  toca  un  instrumento  de  los  que  com- 
ponen la  orquesta;  a  saber:  varillas  de  madera  dura, 
pífanos,  triángulos,  tambores  y  guitarras  o  su  remedo. 
Apenas  la  música  comienza,  entran  por  los  corredores 
de  uno  y  otro  lado,  treinta  y  seis  beldades  jóvenes, 
luciendo  en  la  cabeza  adornos  emblemáticos  brillantes, 
con  peinados  reglamentarios  y  vestidos  uniformes  de 
telas  riquísimas,  adornados  con  cintas  de  vivos  colores 
y  de  bordados  de  oro  y  plata.  Su  andar  es  mesurado 
y  cadencioso,  así  corno  sus  movimientos  de  cuerpo  y 
brazos,  todo  ello  de  acuerdo  con  la  música.  Las  ocho 
de  un  lado  van  a  juntarse  frente  al  escenario  con  las 
ocho  del  otro;  allí  se  entrecruzan,  se  saludan,  hacen 
figuras  de  contradanza,  en  varios  cuadros,  usando  sus 
abanicos,  entrelazando  cintas  y  manejando  los  pliegues 
de  sus  ropas.  Luego  desaparecen ;  un  telón  se  levanta 
y  el  escenario  las  exhibe  de  nuevo  más  adentro  con- 
tinuando su  baile;  las  decoraciones  cambian  a  la  vista 
del  público,  según  las  exigencias  del  argumento ;  las 
bailarinas  se  dividen  en  grupos,  unas  bajan  al  pasaje 
delantero,  otras  siguen  haciendo  diversas  figuras  en  la 
escena  y  cuadros  indudablemente  significativos  y 
bellos,  aun  para  quien  no  los  entiende.  Vuelve  a 


7 


-  98  — 


cambiarse  el  paisaje  en  el  fondo  del  teatro.  Unos 
hombres  enlutados,  invisibles  por  convención,  dirigen 
las  maniobras  haciendo  desfilar  decoraciones.  Llega 
a  su  tiempo  el  cuadro  final  y  el  espectador  maravillado 
ve  un  bosque,  un  prado,  un  jardín,  una  serranía,  el 
mar,  arroyos  y  caídas  de  agua,  bien  imitadas  a  pesar 
de  los  pobres  medios,  y  puntos  luminosos  incontables 
y  sin  límite,  convirtiendo  el  paisaje  en  una  visión  do 
sueños  y  perdiéndose  a  lo  lejos  como  si  aún  con- 
tinuaran. El  panorama  desplegado  a  nuestros  ojos 
era  precioso  y  yo  no  me  cansaba  de  mirarlo.  En 
todo  el  juego  escénico  el  brote  de  las  plantas  es  el 
tema,  y  ramos  de  floridos  cerezos  caen  sobre  el  pros- 
cenio formando  barreras,  cortinas  y  cenefas.  Cada 
bailarina  concluye  su  festejo  llevando  como  premio 
un  gajo  del  árbol  predilecto,  cargado  de  flores.  La 
música,  la  pantomima  y  el  espectáculo  visiblo,  traían 
ideas  religiosas  y  yo  me  imaginaba  ver  en  las  figu- 
rantes, sacerdotisas  del  gran  temjolo  de  la  naturaleza 
dando  gracias  al  cielo  por  la  llegada  de  la  primavera. 

Abril  9.  —  Comenzamos  nuestras  excursiones  por 
una  casa  de  bordados,  la  más  famosa  y  cara  de  la 
ciudad;  las  dos  cosas  con  razón.  Allí  vimos  maravi- 
llas en  materia  de  biombos  y  cuadros.  Recordaré 
toda  mi  vida,  un  gato,  de  seda,  blanco,  con  manchas 
negras  en  la  cola,  filósofo,  pulcro  y  ocioso ;  el  bor- 
dado, mostraba  todos  estos  caracteres.  La  lucha  de 
un  perro  y  un  zorro,  en  la  cual  el  último  lleva  la  peor 
parte,  pues  el  perro  le  tiene  nada  menos  que  el  cuello 
entre  sus  mandíbulas,  pero  se  ve  en  los  ojos  de  sedas 
de  diferentes  colores  del  zorro,  que  no  lo  cree  todo 
perdido  y  medita  alguna  diablura.    Por  fin  un  vena- 


—  99  - 


do  bebiendo  agua  en  un  arroyo;  el  cuadro  es  triste, 
desolado  y  sugestivo;  no  sé  como  han  podido  pintar 
eso  con  la  aguja  en  la  tela.  El  pelo  do  los  animales 
en  todos  los  cuadros  estaba  tan  perfectamente  imitado 
que  incitaba  a  tocarlo.  Siento  mucho  no  haber  po- 
dido comprar  estos  tres  inimitables  trabajos:  eran 
muy  caros,  pero  para  mi  consuelo,  los  conservo  con 
toda  claridad  en  mi  cerebro  y  los  evoco  dándoles  for- 
ma y  colorido  visibles,  cuando  quiero. 

De  ahí  se  nos  conduce  a  una  casa  do  abanicos;  ne- 
cesitamos comprar  uno  bueno,  de  estilo  puro  japonés, 
para  hacer  un  regalo  ya  anunciado:  no  hallamos  sino 
mercaderías  de  pacotilla;  nada  había  de  característico 
ni  de  fino  siquiera. 

ISO 

A  la  Exposición,,  en  seguida,  donde  en  grandes  gal- 
pones y  salas  so  exhibe  todo  el  arte  y  la  industria  del 
Japón,  representada  en^muestras;  allí  vemos  princi- 
palmente sedas  y  bordados ;  obras  en  laca  y  marfil, 
muebles  y  utensilios,  joyas  e  incrustaciones,  y  una 
buena  colección  de  cuadros,  como  indicio  de  un  arte 
que  comienza  o  renace. 

ISO 

Para  continuar  en  el  mismo  estudio,  vamos  a  una 
casa  de  objetos  artísticos,  siendo  la  misma  casa  uno 
de  ellos.  A  los  japoneses  les  gusta  copiar  en  dimi- 
nuto ;  en  un  metro  cuadrado  hacen  un  parque,  ponen 
montañas,  lagos  y  árboles  colosales  del  tamaño  de  un 
dedo;  así  era  el  patio  de  la  casa  de  negocio  que  vi- 
sitamos; medía  a  lo  más  seis  metros  por  costado  y 
contenía  un  lago,  un  puente,  una  gruta,  dos  monta- 
ñas, un  jardín  y  tres  kioscos.  Me  gustó  sobre  todo 
el  camino  construido  en  el  arenal  a  orillas  del  lago : 


—  100  — 


era  de  grandes  piedras  irregulares  colocadas  sólida- 
mente y  entre  cuyos  intersticios  corría  el  agua;  el  as- 
pecto rústico  de  esta  disposición  era  la  nota  saliente. 
La  casa  propiamente  parecía  un  gran  juguete  de  ma- 
dera, lustrosa  de  puro  nueva,  limpia  desde  la  estera 
hasta  el  techo,  con  todas  sus  aristas  sin  ninguna  falla 
y  conteniendo  en  sus  armarios,  vidrieras  y  estantes, 
tal  cantidad  de  curiosidades  y  obras  de  arte  escogidas, 
como  no  se  ve  ni  en  los  museos;  una  colección  de 
objetos,  sobre  los  cuales  se  podía  dar  un  curso  de  es- 
tética para  formar  el  gusto,  tibores  como  pagodas  do 
grandes,  lacas  de  alarmante  valor,  cajas  de  metal  con 
incrustaciones,  figuras  de  marfil,  copas  cinceladas  con 
trabajo  de  años  enteros,  pues  cada  centímetro  cua- 
drado de  minucioso  dibujo  requiere  una  semana  o  más 
de  labor;  biombos  con  ñores  y  animales  a  lo  vivo, 
pintados,,  bordados  o  hechos  con  metal  y  nácar,  con 
oro  y  plata,  con  marfil,  esmeraldas  y  malaquita;  en 
fin,  bellezas  y  riquezas  que  mareaban. 

ISO 

Los  lectores  se  preguntarán  como  yo  me  pregun- 
taba, cual  es  la  razón  del  valor  excesivo  de  las  lacas 
antiguas  y  aun  modernas  bien  trabajadas.  Doy  la 
respuesta:  las  obras  por  sí  mismas  o  por  el  precio  de 
sus  materiales,  no  son  la  causa  del  elevado  costo ;  el 
tiempo  necesario  para  concluir  la  obra  es  la  razón  de 
su  valor;  entre  una  y  otra  capa  de  barniz  dorado,  co- 
brizo, bronceado  o  de  otro  tinte,  debe  mediar  un  se- 
mestre o  más  tiempo  a  veces;  mientras  tanto  los  in- 
tereses del  capital  empleado  corren  y  los  artistas  o  so 
cruzan  de  brazos  o  se  ocupan  como  Dios  les  ayuda. 


LA  CORDILLERA 


Está  de  Dios  que  no  ha  de  haber  un  solo  nombre 
bien  puesto  en  la  Cordillera.  En  las  Vacas  no  hay 
una  sola  Vaca,  y  en  Las  Cuevas,  paraje  donde  se 
pasa  la  noche,  no  existe  la  menor  cueva.  ¡  Qué  señor, 
ni  ratones  hay!  ¿cómo  quiere  que  haya  cueva?  me 
contestó  una  moza  bien  mantenida  a  quien  pedí  datos 
acerca  del  origen  del  nombre.  De  Las  Cuevas  se 
emprende  la  subida  de  la  Cordillera  propiamente  di- 
cha, a  las  cuatro  de  la  mañana,  y  es  un  curioso  es- 
pectáculo el  de  los  viajeros,  ataviados  como  lo  per- 
miten sus  recursos  y  en  la  forma  más  estrafalaria, 
andando  de  un  lado  para  otro,  precedidos  de  un  farol, 
en  busca  de  su  montura;  la  confusión  reinante,  los 
reclamos,  los  sustos,  los  gritos  de  las  mujeres,  la  or- 
ganización de  la  cabalgata  y  la  marcha,  en  fin,  en  un 
orden  admirable  que  no  sé  como  consiguen  establecer 
los  arrieros.  Luego  se  ve  a  lo  largo  de  la  pendiente 
una  hilera  de  jinetes  de  diversos  sexos,  algunos  sin 
apariencia  definida  de  ninguno  de  éllos,  gracias  a  sus 
atavíos;  procesión  compuesta  de  caballeros  y  señoras 
de  todas  las  naciones  del  orbe,  caminando  en  silencio, 
a  tientas,  sin  más  luz  que  las  de  las  estrellas,  más  nu- 
merosas allí  que  en  parte  alguna,  pues  en  realidad, 
según  dicen  las  mujeres  de  la  Argentina,  no  hay  en 


-  102  — 


toda  la  bóveda  celeste  donde  poner  la  punta  de  un 
alfiler,  la  vía  láctea  ha  desaparecido;  todo  el  cielo  es 
una  vía  láctea  pero  infinitamente  más  brillante  que 
nuestra  antigua  conocida  de  las  comarcas  donde  hay 
brumas  y  nubes.  De  tiempo  en  tiempo  se  oye  la  voz 
do  los  arrieros  entonando  un  párrafo  semicantado,  di- 
rigido a  las  nubes  para  recomendarles  compostura  y 
prudencia,  y  las  moles  de  granito  repiten  y  devuelven 
con  su  eco  la  voz  de  mando.  Primero  no  se  ve  sino 
bultos  más  o  menos  sombríos  que  avanzan,  se  mueven 
o  están  quietos ;  las  pisadas  de  las  cabalgaduras  ha- 
cen crujir  las  piedras,  con  un  compás  metódico.  EL 
viajero  se  entrega  a  sus  meditaciones,  no  debiendo 
preocuparse  de  la  dirección  de  su  muía,  pues  ella  sabe 
más  geografía  que  su  jinete  y  se  guarda  bien  de  obe- 
decerle cuando  intenta  contrariarla;  es  imposible  en- 
contrar animales  más  inteligentes  quo  estas  muías  de 
arriero,  acostumbradas  a  tan  peligroso  camino;  la  mía 
se  paraba  cuando  quería  o  so  metía  por  donde  le 
daba  la  gana;  una  vez  quise  inducirla  en  una  senda 
oblicua,  rechazó  la  oferta;  le  di  un  talonazo,  so  paró; 
le  di  otro,  ella  meneó  la  cabeza  con  tales  muestras 
de  energía  que  me  desarmó;  después  de  un  momento 
emprendió  de  nuevo  la  marcha  a  su  capricho ;  tenía 
razón,  el  elegido  por  ella  era  el  buen  camino. 

Entonces  yo,  obedeciendo  a  uno  de  esos  impulsos 
de  imparcialidad  y  de  justicia  que  me  son  familiares, 
alzó  las  manos  al  cielo  estrellado  y  exclamé:  ¡Dios 
de  las  alturas,  permite  que  algún  día  mi  patria  tenga 
un  Congreso  de  muías  y  un  Poder  Ejecutivo  com- 
puesto de  machos,  para  que  la  República  sea  condu- 
cida por  un  buen  camino! 


-  103  — 


EL  PUENTE  DEL  INCA 

El  puente  del  Inca  es  notable  por  esta  singular 
circunstancia:  No  es  puente  ni  lo  ha  sido  jamás. 

Había  en  tiempo  de  antaño,  probablemente,  una 
quebrada  continua  por  cuyo  fondo  corría  un  poco  de 
agua,  con  el  nombre  do  río  Mendoza.  Por  efecto  de 
la  temperatura,  de  los  hielos,  de  los  vientos  o  de  las 
lluvias,  las  peñas  se  desmoronaron  como  sucede  a 
cada  momento,  y  las  piedras  y  tierra  cayeron  al  le- 
cho del  río,  pero  no  haciendo  un  conglomerado,  sino 
dejando  resquicios  por  los  que  continuó  pasando  el 
agua,  la  que  con  su  tenacidad  consiguió  practicar  un 
agujero,  una  especie  de  túnel  en  el  fondo  del  re- 
lleno. Si  a  todo  lo  que  hay  encima  de  un  agujero 
se  le  llama  puente,  el  del  Inca  lo  será,  de  otro  modo, 
no.  Pero  conservémoslo  su  nombre,  con  el  cual  en 
verdad  no  hace  mal  a  nadie,  y  te  diré  que  uno  do 
estos  días  nos  vamos  a  quedar  el  Inca  y  nosotros  sin 
puente;  ya  parte  del  terreno  que  lo  forma  se  ha  des- 
moronado reduciendo  su  ancho;  si  no  salvan  ]o  res- 
tante, todo  so  irá  al  fondo  de  la  quebrada. 


—  104  — 


LIMA 

—  Supongo  que  ahora  llegarás  a  Lima. 

—  Ya  llegamos.  El  Callao  es  la  antesala  de  Lima, 
y  aunque  merece  una  larga  visita,  nadie  se  detiene 
a  hacerla,  urgido  por  el  deseo  de  entrar  en  la  ciudad 
de  los  Virreyes,  cuanto  antes. 

Hay  dos  Limas,  la  que  uno  lleva  en  la  cabeza  y 
la  que  se  encuentra  a  orillas  del  Rimac.  Sucede  con 
Lima  lo  que  con  Jerusalem,  la  leyenda  substituye  a 
la  realidad  y  no  puede  uno  librarse  de  su  primera 
fascinación  aun  en  presencia  de  los  hechos  que  la 
invalida.    La  fama  altera  el  juicio. 

Además,  cada  ciudad  tiene  su  momento  y  la  idea 
correspondiente  a  ella  en  una  época,  es  totalmente 
diferente  de  la  legendaria,  de  la  referente  a  un  período 
de  apogeo  o  a  una  situación  característica. 

La  Lima  de  ahora  no  es  la  de  los  Virreyes,  sin 
haber  cambiado  de  tipo  ni  de  forma,  pero  continúa 
siendo  la  Patria  de  la  Perichola. 

Faltan  los  regidores  y  los  magnates,  y  por  lo  tanto 
ya  no  hay  Lima  política,  religiosa,  conventual,  mística, 
enamorada,  romántica,  seductora,  caballeresca,  faná- 
tica, pecadora,  apasionada,  inquisitorial,  rica  y  en- 
chida  de  aventuras  en  que  figuren  como  antes,  grandes 
ojos  negros,  encierros  en  monasterios,  caballeros  ga- 
lantes, arriesgados  y  padres  crueles. 

Actualmente  Lima  es  como  cualquier  capital  de 
origen  colonial,  despoetizada  por  el  comercio  y  la  in- 
dustria. 

¿Comprendes  tú  a  la  Lima  antigua  de  los  sueños 


—  Í05  — 


juveniles,  con  fábricas  do  cerveza  y  galletitas  norte- 
americanas, con  ferrocarriles  y  teléfonos,  agencias  y 
compañías  de  seguros? 

Quedan  las  casas  con  su  forma  antigua,  los  balcones 
cerrados,  los  grandes  patios,  las  ventanas  con  rejas, 
las  iglesias,  las  oficinas  públicas,  la  universidad,  la 
gobernación,  y  la  plaza  do  toros,  los  conventos  y 
monasterios,  todo  con  su  aire  vetusto,  secular  y  tra- 
dicional; pero  en  la  casa  solariega  falta  el  padre 
autoritario,  fanático  y  bruto;  tras  de  las  rejas,  la  don- 
cella hermosa  apasionada,  en  penitencia  por  orden  del 
confesor ;  rondando  la  manzana,  el  galán  infortunado; 
en  las  iglesias,  el  gentío  inmenso ;  en  las  plazas,  los 
autos  de  fe  y  en  la  casa  de  gobierno  el  magistrado 
enjuto,  con  las  cejas  pobladas,  calzón  corto,  medias 
hasta  la  rodilla  y  hebillas  en  los  zapatos,  parecidos  a 
esos  retratos  que  uno  encuentra  en  la  sacristía,  con 
una  leyenda  de  muchos  renglones  al  pie,  destinada  a 
perpetrar  la  memoria  de  un  señor  con  varios  nombres, 
fundador  de  alguna  capellanía.  Lo  único  que  sub- 
siste de  la  Lima  de  los  Virreyes  es  la  mujer,  adaptada 
a  la  música  moderna. 

Las  tapadas  que  no  mostraban  sino  un  ojo,  han 
desaparecido  para  siempre.  Ahora  se  encuentran  des- 
tapadas, con  dos  ojos,  negros  y  grandes,  boca  encan- 
tadora y  labios  rosados,  donde  cabrían  millones  de 
besos  de  quien  los  merezca. 


UTILIDAD  DE  LA  DESGRACIA 


Abril,  casi  29  de  1884;  el  cielo  gris,  lluvia,  luz  di- 
fusa, variable,  con  penumbras,  parece  enmohecida, 
pegajosa  y  aburrida  de  haber  dejado  el  sol  para  caer 
sobre  la  tierra  a  través  de  una  atmósfera  hipocon- 
dríaca y  tormentosa. 

No  es  luz  precisamente  la  que  entra  en  mi  cuarto, 
filtrándose  por  los  vidrios  en  que  la  lluvia  desliza 
sus  lágrimas  en  gotas  apuradas;  es  una  sofisticación 
do  la  oscuridad;  un  billete  falsificado  de  la  lotería 
solar. 

De  reponto  se  obscurece  y  creo  notar  que  mis  pes- 
tañas pestañean.  .  .  nada;  es  una  gruesa  nebulosa  do 
agua  que  so  intercepta,  o  alguna  nube  más  densa  ves- 
tida ele  medio  luto  que  arrastra  su  cola  en  el  espacio. 

i  Qué  bien  sienta  un  día  así  cuando  uno  es  des- 
graciado! Y  ¡con  qué  íntimo  placer  suelta  uno  su 
alma  a  la  desolación,  para  que  experimente  la  dul- 
zura de  su  tristeza,  en  medio  de  la  bruma  moral  de 
sentimientos!  La  desgracia  tiene  algo  de  sublime  y 
de  atractivo,  de  clásico  y  distinguido! 

Hay  en  sufrir,  una  sensación  voluptuosa  y  delicada 
que  incita  a  morir. 

Al  fin  y  al  cabo  todo  es  lo  mismo ! 


—  107  - 


Los  placeres  do  la  vida  son  transitorios,  y  dentro 
de  cien  años,  a  contar  de  cada  actualidad,  todas  las 
situaciones  son  iguales. 

¡  Hay  dolores  tan  legítimos,  tan  naturales  y  tan  ló- 
gicos, que  uno  al  experimentarlos  siente  una  especie 
de  consuelo  y  se  empeña  en  provocarlos  con  el  re- 
cuerdo, en  removerlos  y  ensangrentarlos  con  supre- 
ma delicia .  . . ! 

¡Qué  sensación  agradable,  la  de  un  padecimiento 
pasivo ! 

La  tristeza  os  culta,  civilizada,  suave,  simpática 
como  la  luz  penumbrada. 

La  felicidad  y  la  alegría  tienen  algo  de  grotesco 
y  de  campesino,  que  no  se  aviene  con  los  sentimien- 
tos delicados. 

Y  luego  nada  dura  ¿cuándo  hay  motivo  para  estar 
alegre? 

Tras  de  los  grandes  contentamientos  de  la  vida  está 
una  tumba,  y  más  tardo  los  detritus  de  los  cuer- 
pos en  que  se  encerraron  tantas  pasiones,  tanta  gloria 
o  renombre,  tanta  juventud  y  tan  celebradas  bellezas; 
flotan  por  el  aire  unos  grumos  gaseosos  o  caminan 
ocultamente  por  los  intersticios  de  la  tierra,  arrastra- 
dos en  silencio  por  las  gotas  de  agua  que  los  recogie- 
ron y  que  filtrándose  van  a  perderse  en  el  mar. 

Los  hombres  privados  por  su  temperamento  do  estas 
melancolías,  propias  de  un  carácter  enfermo,  no  cono- 
cen las  dulzuras  que  existen  fuera  de  los  límites  de  la 
felicidad  normal. 

A  decir  verdad,  en  este  momento  melancólico  no  sé 
si  es  mejor  ser  feliz  o  desgraciado ! 


CHINA 


CALLES  Y  CASAS  DE  CANTÓN,  CONSTRUCCIÓN  DE 
EDIFICIOS  EN  CHINA 


Las  ciudades  chinas  son  un  laberinto  de  calles 
tortuosas,  sucias  y  estrechas;  las  habitaciones  que 
dan  a  la  calle  son,  en  Cantón  a  lo  menos,  casi  todas 
tiendas,  pulperías,  almacenes,  puestos  de  frutas  y 
otros  alimentos,  oficinas,  talleres,  locales  de  negocio, 
en  fin,  donde  los  dueños  y  empleados  trabajan  a  la 
vista  de  los  transeúntes.  Están  materialmente  relle- 
nos de  gente.  Las  calles  muy  angostas,  lo  parecen  más 
por  la  cantidad  de  objetos  depositados  en  las  puertas, 
por  la  inmensa  concurrencia,  por  los  palanquines  que 
apenas  caben  y  por  las  bandas  de  telas  pintadas,  le- 
treros colgantes,  grandes  faroles,  muestras  y  avisos  de 
toda  especie.  Las  casas  de  negocio  parecen  tener  solo 
tres  paredes;  todo  su  frente  es  la  puerta,  cuyos  mate- 
riales de  clausura  son  insospechables  durante  el  día; 
esta  disposición  es  necesaria  para  aprovechar  cuanto 
rayo  de  luz  se  pesca  Bn  tales  estrechuras.  Para  ma- 
yor conflicto,  las  vías  públicas  están  cubiertas  arriba 
por  enrejados  de  madera  y  toldos  de  paja  o  de  tela, 
como  si  no  bastara  con  los  colgajos,  y  si  las  casas  no 
fueran  de  un  piso  o  bajas  por  lo  común,  no  habría  ni 
luz,  ni  el  aire  que  hay  ahora  en  cantidad  limitada. 
Las  plazas  son  casi  totalmente  desconocidas,  aun 


—  109 


cuando  so  encuentran  algunos  sitios  abiertos  de  los 
templos  y  do  ciertos  edificios  o  en  el  interior  de  las 
manzanas  o  grupos  de  casas  limitadas  por  calles. 

En  Pekín  es  cierto,  hay  calles  anchas  y  plazas; 
yo  necesitaría  verlas  para  juzgar  su  valor  higiénico, 
pero  el  viaje  es  ahora  difícil;  el  río  desde  Tientzin 
hasta  cerca  de  la  capital,  el  Pei-ho,  que  lleva  a  Tong- 
tein,  a  veinte  kilómetros  de  Pekín,  está  helado  ;  para 
ir  necesitaría  hacerlo  en  carro,  por  pésimos  caminos, 
sin  hoteles  ni  fondas,  ni  posadas  en  el  trayecto,  y  aun 
en  la  buena  estación,  a  fines  de  abril  y  en  mayo,  para 
llegar  a  esa  ciudad  se  requiere  navegar  tres  días  por 
río  en  un  bote  movido  por  remos  o  botadores,  alquilar 
el  bote,  contratar  su  tripulación,  llevar  provisiones  y 
cocinero;  aun  así  no  se  termina  el  viaje,  pues  del  ex- 
tremo del  río  navegable,  todavía  queda  el  largo  trecho 
ya  indicado,  que  el  viajero  debe  hacer  en  carro  de  dos 
ruedas  por  pésimas  vías.  Francamente,  el  sacrificio 
valdría  la  pena  si  en  Pekín  uno  encontrara  algo  de 
muy  característico,  pero  lo  especialísimo  y  digno  de 
verse,  el  palacio  del  emperador,  es  impenetrable  para 
todo  el  mundo,  excepto  para  los  dignatarios,  los  no- 
bles y  los  miembros  de  la  corte;  y  lo  penetrable,  lo 
accesible,  es  igual  o  inferior  en  su  género  a  cuanto  se 
ve  en  Cantón.  Concluido  mi  paréntesis,  continúo. 
Aquí  no  hay  coches,  ni  caballos,  ni  siquiera  esos  ro- 
dados de  mano  tan  cómodos  que  pupulan  en  Colombo, 
Singapore  y  Hong-Kong;  solo  hay  palanquines  y 
aun  estos  en  número  escaso.  Las  casas  de  negocio  se 
cierran  al  anochecer,  y  en  cada  una  de  ellas,  a  un 
lado  de  la  puerta,  en  una  especie  de  nicho  a  nivel  del 
umbral,  como  en  los  huecos  reservados  por  nosotros 
para  el  contador  del  gas,  pero  en  la  parte  exterior,  se 
encienden  unas  varillas  hechas  con  aserrín  de  sándalo 


—  110  — 


o  velas  pequeñas,  o  candilejas  delante  de  las  inscripcio- 
nes o  imágenes  o  reliquias  que  adornan  el  interior  del 
nicho ;  esta  ofrenda  os  para  honrar  los  dioses  y  ahu- 
yentar los  espíritus  enemigos  de  la  casa.  Algunas  fa- 
milias no  se  contentan  con  esto  y  mandan  a  un  sir- 
viente, generalmente  una  mujer  vieja  y  fea,  capaz  do 
ahuyentarlos  con  su  sola  presencia,  a  espantarlos,  con 
imprecaciones,  gritos  y  golpes,  colocándolos,  virtual- 
mente  se  entiende,  a  veces  dentro  de  una  bolsa  o  en- 
volviéndolos en  una  tela  y  dándolos  contra  el  suelo, 
como  para  matarlos.  Cada  casa  y  cada  bote  tiene  su 
dios  o  sus  dioses  a  quien  so  rinde  culto,  alumbrando 
su  imagen  comúnmente.  Pero  no  a  todos  los  dioses  fa- 
miliares les  va  bien,  pues  si  las  desgracias  se  suceden 
con  persistencia  en  una  familia,  ella  toma  medidas 
contra  uno  o  más  de  ellos,  desterrando,  quemando  o 
echando  al  agua  su  imagen,  degradándola  o  depo- 
niendo al  dios  acusado,  de  su  oficio,  o  sustituyéndolo 
con  otro,  como  hacen  algunos  católicos  con  los  santos. 
En  las  casas  de  negocio  más  serias,  he  visto  peque- 
ños altares  iluminados,  con  la  imagen  do  los  ídolos 
protectores  del  hogar  de  la  clase  de  comercio  o  del 
taller.  Los  dioses  aumentan  en  número  según  las 
necesidades,  y  hay  uno  para  cada  pasión,  sentimiento 
o  conveniencia,  como  entre  nosotros;  Santa  Bárbara 
os  la  abogada  de  las  tempestades  y  libra  del  rayo, 
San  Antonio  es  responsable  de  los  objetos  perdidos  y 
San  Roque  evita  las  pestes  y  protege  a  los  perros,  San 
Ramón  es  el  mejor  partero,  y  así  por  el  estilo.  El  in- 
terior de  las  casas  no  ofrece  comodidades,  pero  res- 
ponde a  las  necesidades  de  sus  moradores  poco  exi- 
gentes. Por  cierto,  las  instalaciones  higiénicas  son 
desconocidas.  Aquí,  en  Cantón,  en  la  City,  no  viven 
las  familias  sino  por  excepción,  viven  fuera.    Las  mu- 


—  111  - 


jeres  de  cierta  categoría  no  se  muestran,  y  cuando  sa- 
len, lo  hacen  en  palanquines  cerrados.  En  cambio,  los 
sampanes  están  ocupados  por  más  mujeres  que  hom- 
bres, y  estas  trabajan,  cosen,  cocinan,  reman,  trans- 
portan sus  casas  flotantes,  dan  vueltas  a  los  tornique- 
tes sin  fin  de  las  dragas  embrionarias,  y  todo  lo  hacen 
llevando  a  sus  criaturas,  si  las  tienen,  colgadas  a  la 
espalda,  como  las  indias  de  Bolivia.  La  guagua,  se- 
gún se  dice  en  Chile,  el  hijo  de  pecho  o  el  hermanito, 
ocupa  una  especie  de  bolsa  colgante  en  la  espalda  de 
la  madre,  hermana  o  cuidadora,  mientras  ésta  trabaja. 

En  Cantón,  al  obscurecer  se  oye  en  las  vecindades  de 
los  puentes  una  música  extraña,  discordante,  afligente, 
seguida  de  un  cañonazo,  es  la  señal  para  suspender 
la  comunicación  entre  la  City  y  el  Shameen,  cerrando 
los  puentes  y  también  para  aislar  en  el  interior  de  la 
ciudad,  unos  barrios  de  otros,  por  medio  de  trancas  o 
barreras.  Es  peligroso,  dicen,  ¡3ara  los  extranjeros, 
quedarse  dentro  de  Cantón  durante  la  noche.  Los 
agentes  de  la  policía  china,  después  de  obscurecer, 
cada  cierto  tiempo  tocan,  a  lo  menos  a  orillas  del  canal, 
cuatro  campanadas,  seguidas  de  tres  golpes  de  tam- 
bor; los  dos  sonidos  son  fúnebres.  Al  romper  el  día, 
se  oye  otra  música  como  la  de  la  víspera,  y  la  comu- 
nicación queda  restablecida,  comenzando  el  hormi- 
gueo de  gente  en  cuantos  sitios  se  puede  asentar  el 
pie. 

En  China  no  se  tiene  conocimientos  científicos  y 
artísticos  de  arquitectura;  olla,  bajo  tales  conceptos, 
no  existe;  tocias  las  casas  intrínsecamente  son  iguales; 
los  constructores  solo  se  cuidan  de  los  techos  para 
darles  formas  livianas,  encorvando  hacia  arriba  los 
ángulos.  En  general,  los  edificios  son  bajos  y  do  un 
piso;  construidos  sobre  pilotes,  y  estos  por  aberración, 


-  112  — 


no  van  clavados,  sino  puestos  sobre  pilares  bajos  de 
ladrillo  o  de  piedra ;  tales  pilares  a  su  vez  no  tienen 
cimientos,  están  sobre  la  superficie  del  suelo.  Sin 
embargo,  yo  he  visto  en  Cantón  edificios  en  cons- 
trucción, de  acuerdo  con  reglas  racionales,  con  ci- 
mientos y  paredes  de  ladrillo.  El  techo  con  su  peso 
debe  sostener  los  pilares  que  provisoriamente  se  liga 
con  cuerdas  o  listones  de  madera;  para  dar  peso  a 
los  techos  conservándoles  sus  apariencias  de  liviani- 
dad,  hacen  dos,  uno  invisible  y  otro  aparente.  La 
forma  de  las  casas  recuerda  las  tiendas  de  campaña 
de  los  tártaros  y  parece  tener  ese  origen.  No  hay 
en  China  templos  monumentales  ni  antiguos;  nada 
es  antiguo  sino  la  rutina,  dice  Douglas,  con  razón. 
La  nobleza  es  transitoria  y  no  hace  cosas  durables; 
además,  a  nadie  se  le  ocurre  innovar,  y  por  lo  tanto 
en  arte  y  en  sentimientos  la  imaginación  está  muerta; 
el  pueblo  es  susceptible  de  adquirir,  adoptar  modos 
nuevos,  pero  no  va  más  allá,  acepta  pero  no  extiende, 
y  cuando  acepta  no  es  voluntariamente,  sino  por 
fuerza,  siéndole  más  fácil  aceptar  lo  absurdo  como 
lo  de  raparse  la  cabeza  o  deformar  los  pies,  aun 
cuando  esto  creo  es  de  invención  propia;  pero  en 
fin,  se  trasmite  y  continúa.  Por  sí  mismos  los  chi- 
nos no  imitan;  ejemplo  en  arquitectura:  tienen  ala 
vista  los  palacios,  los  bancos,  los  edificios  adaptados 
a  su  fin,  cómodos  y  sólidos,  y  ellos  continúan  con 
sus  casuchas  de  visera  alzada.  Kublai-Khan  con- 
quistó el  Mogol,  construyó  una  ciudad  célebre  cerca 
de  Pekín,  con  palacios  y  monumentos ;  no  queda  de 
ella  nada;  el  espíritu  nómada  dominante,  lo  deja  des- 
truir todo,  y  esta  tendencia  se  explica  aún,  debiendo 
considerarla  gemela  de  la  rutina.  Se  me  dirá  que  la 
gran  muralla  y  las  pagodas  son  monumentos  de  ar- 


quitectura;  la  gran  muralla  es  una  estupidez  como 
defensa  y  una  prueba  de  inocencia  y  de  baratura  do 
trabajo  como  concepción  y  ejecución;  las  pagodas 
son  unos  galpones  o  torreones  con  formas  elegantes, 
vistas  de  lejos;  su  disposición  interna  es  de  lo  más 
sencillo  y  primitivo,  la  ciencia  nada  tiene  que  ver 
con  ellas  y  el  arte  muy  poco,  y  solo  en  lo  decorativo 
y  no  en  su  esencia,  en  su  fundamento. 

Así  en  las  casas,  por  ejemplo,  los  pilares  inseguros, 
bailando  bajo  su  techo  y  sobre  súbase,  están,  eso  sí. 
decorados,  pintados,  tallados,  y  las  cornisas  llenas  do 
arabescos  y  colores.  El  interior  de  las  piezas  es  mal- 
sano, el  piso  húmedo;  para  evitar  su  influencia,  idea 
muy  china,  en  vez  de  poner  algún  tablado,  dejando 
abajo  hueco,  se  hacen  y  usan  zapatos  de  suela  muy 
gruesa,  ponen  cojines  en  el  suelo  y  se  sientan,  y 
duermen  en  divanes.  Una  buena  casa  de  las  genera- 
les consta  de  un  patio  rodeado  de  cuartos,  de  una 
sala  en  el  fondo,  tras  de  ella  otro  patio  y  otros  cuartos, 
de  un  tercer  patio  tras  de  otra  sala  a  veces  y  de  un 
jardín  por  fin;  los  chinos  son  muy  aficionados  a  las 
flores,  aun  artificiales.  Una  muralla  con  las  puertas 
puramente  indispensables,  rodea  el  edificio,  dándole 
el  aspecto  de  vacío  y  falto  de  vida,  no  obstante  haber 
mucha  y  bulliciosa  adentro,  sobre  todo  en  el  departa- 
mento de  los  varones.  El  primer  patio  es  accesible 
para  todo  el  mundo,  menos  para  los  extranjeros,  y 
éste  y  los  demás  se  hallan  adornados  con  arbustos  y 
plantas  en  macetas. 

ISD 

Siguiendo  la  materia  de  los  alimentos,  me  parece 
oportuno  describir  un  banquete  en  uno  de  los  barcos 


8 


—  114  - 


o  botes  de  flores,  como  complemento  de  informes. 
En  Cantón  debíamos  devolver  las  atenciones  reci- 
bidas y  deseábamos  conocer  también  por  experiencia, 
los  Flowr  Boats  y  sus  curiosas  comidas.  Estas  dos 
razones,  nos  hicieron  buscar  el  medio  de  obsequiar 
con  una  cena  en  uno  de  ellos  a  nuestros  nuevos 
amigos.  Un  chino  de  distinción  es  nuestro  supuesto 
invitante;  los  extranjeros  no  pueden  por  sí  solos 
proporcionarse  estas  fiestas,  y  aunque  ellos  paguen 
los  gastos,  como  en  nuestro  caso,  por  una  ficción 
aceptada,  el  chino  elegido  recibe  en  su  casa  el  bote, 
y  hace  los  honores  de  ella  presidiendo  la  mesa.  La 
noche  de  nuestro  banquete  era  fría  y  obscura,  pero 
el  río  con  las  luces  de  sus  mil  embarcaciones  y  los 
faroles  de  sus  barcos  de  flores,  presentaban  un  as- 
pecto fantástico,  novedoso,  casi  alegre,  inolvidable. 
La  navegación  hasta  el  lugar  del  banquete  fué  corta 
y  entretenida,  por  la  novedad  del  espectáculo.  Era- 
mos diez  los  ele  la  comitiva  y  once  con  el  anfitrión. 
El  barco  estaba  de  gala,  sus  faroles  con  luz,  sus 
ventanas  de  vidrios  de  colores  semejando  un  incendio 
y  no  había  sitio  adecuado  del  cual  no  colgara  una 
tira  de  papel  con  doradas  y  pintadas  inscripciones. 
Nuestro  chino,  vestido  con  sus  mejores  sedas,  nos 
recibió  a  bordo  y  nos  presentó  a  las  Flores,  once 
chinitas,  una  para  él  y  diez  para  nosotros;  él  era 
un  hombre  culto,  corredor  de  sedas,  hablaba  inglés, 
buen  mozo  y  joven  y  muy  amable  y  simpático;  las 
once  Flores  eran  jovencitas,  algunas  casi  criaturas, 
más  o  menos  graciosas,  chicas,  de  limpia  tez,  pelo 
negro  abundante,  cejas  filiformes,  hechas  a  navaja, 
lindos  ojos  brillantes,  oblicuos,  admirables  dientes, 
boca  grande,  con  labios  pintados  en  el  centro  como 
de  un  pincelazo,  manos  pequeñísimas,  bien  cuidadas, 


—  115  - 


pies  diminutos,  calzados  do  oro  y  soda;  su  vestido 
era  lujoso,  de  colores  vivos  combinados;  el  peinado, 
según  la  condición  o  el  papel  do  cada  una.  Todas 
parecían  de  buen  carácter  y  estaban  muy  alegres; 
se  reían  de  todo  cuanto  hablaban  y  cuanto  oían, 
sin  entender  nada,  ni  ser  entendidas;  sus  modales 
eran  delicados.  Permitían  algunas  ligeras  libertades 
o  se  las  tomaban,  tales  como  recibir  o  ciar  un  abrazo 
culto,  o  un  beso  inocente,  en  la  cabeza,  en  la  frente, 
la  mejilla  y  por  descuido  en  la  boca,  frecuentemente 
en  la  mano;  todo  ello  como  simple  muestra  de  ama- 
bilidad o  gaje  de  amistad  y  sin  ulterioridades,  pues  de 
ahí  no  se  pasaba  ni  podía  pasarse.  Estas  jóvenes  son 
honradas,  hablo  de  las  Flores,  salvo  excepciones,  con- 
curren a  fiestas  de  hombres  para  buscar  marido  y 
suelen  alcanzar  el  puesto  de  segundas  mujeres.  Nues- 
tras Flores  preparaban  las  pipas  de  opio,  ensayán- 
dolas con  su  boca  fresca;  una  quiso  enseñarme  a 
fumar,  yo  no  pude  aprender,  porque  prefería  mirarla 
en  su  empeño  afanoso  y  contemplar  su  gracia  china 
y  su  belleza,  picante  por  lo  extraña.  Daban  y  reci- 
bían flores  y  en  la  mesa  cada  una  atendía  o  simu- 
laba atender  a  su  elegido,  colocándose  tras  de  su 
silla.  Aceptaban  tomar  un  poco  de  licor  o  de  vino 
en  tacitas  como  dedales,  limpiándoles  el  borde  y  de- 
rramando unas  gotas  del  líquido  antes  de  probarlo, 
aun  cuando  nadie  hubiera  bebido  en  la  tacita. 

He  aquí  los  nombres  de  los  señores  que  se  senta- 
ron a  la  mesa  y  los  de  las  niñas  Flores,  que  respec- 
tivamente los  cuidaban:  Mr.  Cheon  Zung,  atendido 
por  Dulce  cantora.  —  Doctor  Wilde,  por  Bella  com- 
plexión. —  Mr.  Yau  Sun,  por  Fun  Kin,  sin  traducción. 
—  Mr.  Happiler,  por  Ah  Cheong,  sin  traducción.  — 
Mr.  Waker,  por  Ah  Jack,  sin  traducción.  —  Mr.  Kat 


—  116  — 


Cheong,  por  redonda  y  pulida  como  las  perlas  y  las 
esmeraldas. — Mr.  Schubert,  por  Preciosa  virgen  (cum- 
plía 14  años  la  noche  del  banquete.  — Mr.  Leuzman, 
por  Tierna  de  corazón. 

Además,  estaban  sin  caballero  adscripto,  las  Flores 
llamadas  Reposada  y  agradable,  Graciosa  y  amable  y 
Angulo  lindo  de  ojos. 

También  figuraba  en  la  mesa  la  señora  Guillermi- 
na, a  quien  no  pudiendo  colocar  entre  los  caballeros 
por  razones  obvias,  ni  entre  las  Flores  por  modestia, 
colocaré  simplemente  entre  las  personas  asistentes. 

La  comida  fué  de  lo  más  original  que  yo  haya  visto 
en  mi  vida.  Fn  apariencia  no  había  en  el  bote  ni 
cocina,  ni  despensa,  ni  bodega,  pero  los  manjares  em- 
pezaron a  brotar  apenas  nos  sentamos  a  la  mesa  como 
por  encanto;  por  de  pronto  la  adornaban  veinte  y  dos 
platitos  (los  conté)  como  para  servicio  de  muñecas, 
colmados  con  veinte  y  dos  substancias  diferentes:  dul- 
ces, caldos,  mezclas  amargas,  frutas,  semillas,  almen- 
dras, encurtidos,  filamentos  raros,  raspaduras  de  cuer- 
pos extraños,  aceitunas  encorvadas,  granos  verdes, 
rojos,  negros  y  amarillos,  vainas  de  ají,  hojas,  polvos, 
pastillas,  gránulos,  jaleas,  trozos  de  coco,  rebanadas 
de  pescado  crudo,  carne  picada,  hongos  y  no  sé  que 
más.  El  aguardiente  de  arroz  no  estaba  en  botellas, 
sino  en  una  especie  de  vinajeras  o  teteras  rectangu- 
lares. La  comida  era  compuesta  de  platos  completa- 
mente desconocidos  para  nosotros,  o  de  mezclas  inu- 
sitadas. Hubo  como  ocho  sopas  diseminadas  a  lo 
largo  de  la  cena,  en  las  cuales  se  adivinaba,  de  vez 
en  cuando,  la  presencia  de  substancias  tratables,  arroz, 
arvejas,  pastas,  carne  picada  y  huevo.  Entre  sopa 
y  sopa  nos  dieron,  a  estar  a  las  apariencias  de  los 
manjares,  jaleas,  cartílagos  de  pescado  frito,  guiso  de 


-  117  — 


tiburón,  ostras  fritas  con  harina,  a  la  milanesa,  cres- 
tas de  gallos,  menudos  de  peces,  piel  de  cabezas  y 
cuellos  de  aves  en  salsa,  tortuga  hervida  y  salsa; 
dedos  de  patas  do  aves  chicas  con  sus  huesos,  orejas 
y  lenguas  de  lechón  con  dulce,  algas  marinas,  pulpas, 
engrudos  diversos,  guindas  con  mostaza,  tallarines 
con  alcaparras,  almendras  y  maní  en  almíbar,  un 
mundo  de  incongruencias,  en  fin,  que  la  imaginación 
más  fértil  de  un  europeo  no  podría  inventar,  todas 
servidas  en  platitos  como  la  mano. .  .  me  olvidaba  de 
otros  manjares:  coles  del  tamaño  de  las  nueces,  re- 
llenas, estofado  de  faisán,  con  dulce  de  algo  horrible 
y  salsa  de  alquitrán,  supongo,  por  el  gusto  y  el  olor. 
Uno  se  cree  satisfecho  sin  haber  comido  nada,  o  come 
de  todo  sin  darse  por  satisfecho,  esperando  la  apari- 
ción de  algún  compuesto  conocido  entre  gentes,  con 
el  nombre  de  alimento. 

Sin  embargo,  algunos  platos  me  parecían  exquisitos 
aunque  inesperados,  otros  de  un  gusto  extraño,  pero 
no  malo,  varios  incomibles  y  todos  juntos,  capaces  de 
satisfacer  el  apetito  más  caprichoso.  Después  de 
veinte  ó  más  servicios,  se  toma  un  poco  de  dulce  na- 
cional; por  ejemplo,  maní  en  almíbar,  o  una  compota 
y  los  concurrentes  se  levantan  para  dar  lugar  a  la 
preparación  de  la  segunda  mesa,  es  decir,  de  otra  co- 
mida análoga,  después  de  hora  y  media,  siguiendo 
previo  un  nuevo  intervalo,  la  última  menos  larga: 
total,  tres  cenas  en  la  misma  noche :  esa  es  la  regla. 
En  los  intermedios  las  niñas  cantan  con  una  voz  ex- 
trañísima, gritona  y  dolorida,  temas  monótonos,  inter- 
minables, al  son  de  instrumentos  curiosos  y  bailan 
también  a  veces.  El  auditorio  se  sienta  alrededor  de 
los  músicos ;  cada  invitado  con  su  chinita  al  lado  o 
donde  ella  quiere  (y  suele  antojársele  sentarse  infan- 


-  118  — 


tilmente  en  las  rodillas  de  su  caballero )  a  tomar  café 
y  fumar  cigarrillos. 

La  Flor  mía  no  hizo  semejante  acción,  pero  en  cam- 
bio se  apoderó  de  mis  guantes,  metió  en  ellos  sus  ma- 
nos microscópicas,  y  a  pesar  de  sobrarle  la  mitad  de 
cada  cledo  y  otro  tanto  de  la  palma,  se  quedó  con 
ellos,  aceptándolos  como  un  obsequio  de  mérito.  A 
otra  muy  bonita  quise  darle  una  moneda,  la  moza  en 
cambio  acepta  gustosa  un  pañuelo  de  seda  rosado  que 
por  casualidad  tenía  yo  en  el  bolsillo,  como  muestra 
de  una  sedería. 

Vecino  a  nuestro  bote  había  otro,  y  más  allá  otro  y 
otros,  todos  con  su  respectiva  comparsa  de  aficionados 
a  las  cenas,  pues  los  chinos  son  muy  amigos  de  di- 
vertirse y  lo  hacen  en  grande,  prefiriendo  en  Cantón 
las  cenas  de  los  botes  con  accesorios,  vedados  a  los 
extranjeros.  Los  instrumentos  de  música  son  dignos 
de  una  corta  noticia.  Tres  había  en  nuestro  ban- 
quete: el  uno  era  compuesto  de  un  plato  semiesférico, 
puesto  con  su  convexidad  hacia  arriba,  entre  tres 
palos  cruzados  y  de  un  pedazo  de  madera  dura  fijado 
a  uno  de  los  palos,  que  golpeado  daba  un  sonido  me- 
tálico. Una  niña  tocaba  plato  y  madera  con  dos  pa- 
lillos de  tambor.  El  segundo  instrumento  era  una 
guitarra  de  caja  circular  muy  pequeña  y  mango'  muy 
largo  con  tres  cuerdas.  El  tercero  un  violín  muy 
raro,  se  componía  de  una  tabla  cuadrada  con  una 
regla  imantada  verticalmente  en  el  medio ;  en  la  tabla, 
a  cierta  distancia  del  pie  de  la  regla,  se  atan  dos  cuer- 
das que  van  a  fijarse  arriba  en  el  extremo  libre,  por 
medio  de  dos  grandes  clavijas;  estas  sirven  para  tem- 
plarlas; una  varilla  rígida  metida  entre  las  dos  cuer- 
das completa  el  instrumento,  y  el  arco  del  violín  que 
las  hace  vibrar  cuando  el  ejecutante  lo  pasa  entre 


-  119  - 


ellas.  No  hablaré  del  servicio  do  mesa  por  sor  ya 
de  todos  conocido  el  género  chino;  el  nuestro  era 
liliputiense;  teníamos  una  cuchara  de  porcelana  para 
todo,  ancha  y  petisa;  ésta  hacía  excepción  a  las  mi- 
niaturas, con  su  contenido  so  podía  llenar  dos  platos ; 
un  cuchillo  y  dos  varitas  de  marfil,  cuyo  difícil  ma- 
nejo nos  fué  ya  familiar  al  fin  de  la  comida.  La  lista 
de  los  manjares,  que  he  dado  antes  como  servidos  en 
el  banquete  del  Río  de  las  Perlas,  aparte  de  las  me- 
nudas golosinas  puestas  en  los  numerosos  platitos, 
ha  sido  un  tanto  fantástica,  lo  confieso,  con  relación 
al  hecho  real  de  ésa,  aun  cuando  no  con  relación  a 
las  costumbres,  pues  pasaría  por  moderada  y  sencilla 
ante  cualquier  chino  tunante.  Y  si  alguien  lo  duda, 
aquí  tiene  para  tranquilidad  de  su  conciencia  la  lista 
auténtica  de  los  componentes  de  nuestra  cena,  tra- 
ducida de  los  originales  chinos  que  conservo,  primero 
al  inglés  por  nuestro  anfitrión,  y  luego  al  castellano 
por  mí: 


Nidos  de  golondrina  a  lo  Manda- 
rín. 

Aletas  de  tiburón. 
Pescado  fino  seco  y  patos. 
Perca  manchada  (un  pez  de  agua 

dulce). 
Sopa  de  setas  (hongos). 
Sopa  de  mollejas  de  oveja. 
Tortuga. 

Pollo  con  arvejas  tiernas. 
Morcilla  de  camarones,  con  carne 

gorda  de  cangrejo. 
Pasta  de  almendra. 
Sopa  de  fideos. 
Bocadillos  de  harina. 
Masitas  esponjadas. 
»       en  almíbar. 


Masitas  solas. 
Pasas  de  uva  americana. 
Albóndigas  de  manzana  silves- 
tre. 

Pescado  seco. 

Ciruelas  secas. 

Castañas  de  agua  del  río  Zin. 

Toronjas. 

Caña  de  azúcar. 

Ostras. 

Guiso  de  pescado. 
Camarones. 
Pollitos  con  hongos. 
Pato  y  vegetales. 
Pollo  y  vegetales. 
Huevecillos  de  pescado. 
Cangrejos  secos. 


—  120  - 


Servicio  de  limpieza.  Esto  es  una  hipérbole  en 
China.  Ya  hemos  visto  como  la  pobreza  insinúa  y 
después  establece,  una  perversión  del  gusto  en  mate- 
teria  de  alimentos;  la  misma  pobreza  hace  posibles 
ciertas  prácticas  rudimentarias  de  higiene,  siendo  los 
infinitamente  miserables  los  encargados  de  llevarlas 
a  efecto:  todos  deben  trabajar,  he  visto  pocos  men- 
digos en  Cantón  y  aun  estos  pocos  no  eran  incómo- 
dos ;  no  hay  más  ociosos  en  China,  que  los  literatos, 
de  quien  hablaré  a  su  tiempo.  No  existen  casi  en 
las  ciudades  arreglos  sanitarios  ni  drenajes,  permítase 
el  indispensable  anglicismo. 

En  Cantón  y  peor  será  en  otra  parte,  los  gabinetes 
indispensables  de  las  casas,  constan  de  un  cajón  so- 
bre un  pozo  o  conteniendo  una  vasija  removible;  el 
cajón,  naturalmente,  está  provisto  en  su  tabla  supe- 
rior de  una  abertura  circular.  El  contenido  de  la  va- 
sija después  de  uno  o  más  días  de  servicios,  es  tras- 
vasada a  otra  mayor  y  ésta  a  su  vez,  a  la  de  los  que 
han  de  transportarla  al  campo  o  al  río.  Lo  mismo  se 
hace  con  las  basuras.  Los  líquidos  impuros,  aguas  ser- 
vidas y  otros,  son  simplemente  derramados  en  la  vía 
pública ;  los  propietarios  muy  escrupulosos  los  echan 
en  los  pozos  domiciliares.  Indudablemente  hay  una 
providencia  aparte  para  los  chinos,  y  nadie  es  capaz 
de  creer  hasta  qué  punto  ella  los  favorece!  Las  epi- 
demias de  cólera,  de  viruela,  de  peste  bubónica,  tifus 
y  otras,  entran  y  salen  en  las  ciudades  y  aldeas  muy 
pobladas  y  muy  sucias,  cuando  quieren  y  como  quie- 
ren ;  la  autoridad  no  se  entromete  en  el  asunto  y  el 
pueblo  menos;  ni  hacen,  ni  pueden  hacer  cosa  al- 


-  121  — 


gana  para  evitarlas  ni  para  desterrarlas.  ¡  Expliquen 
esto  los  médicos,  pero  de  buena  fe  y  sin  recurrir  a 
bromas!  Una  epidemia  en  Cantón,  según  el  criterio 
científico,  no  debía  concluir  sino  con  la  vida  del  últi- 
mo de  sus  moradores,  y  sin  embargo  esta  ciudad  tiene 
cerca  de  2.000.000  de  habitantes  y  ha  sufrido  cien 
pestes  de  todas  las  enfermedades  infecciosas  más  mor- 
tíferas. Las  fuertes  epidemias  duran  un  tiempo,  y  un 
buen  día  se  van  sin  darse  lugar  ni  para  decir  adiós. 
Explique  quien  quiera  el  fenómeno  ;  para  mí,  la  única 
explicación  racional  es  la  siguiente :  los  microbios  de 
la  incuria  habitual,  son  más  fuertes  que  los  de  las 
epidemias  y  derrotan  a  sus  enemigos  al  fin  en  la  lu- 
cha a  sangre  y  fuego. 


FRAGMENTO  CRIOLLO 


Sopla  viento  de  furia  en  su  cabeza  abatida.  Manda 
tu  música  traída  de  los  confines  del  mundo,  tus  ecos 
recogidos  en  los  bosques  lejanos  o  en  las  montañas 
nevadas  y  solitarias,  donde  huyen  las  gamas  espan- 
tadas, cuando  tú  te  quiebras  en  los  desfiladeros  y 
reniegas  de  tu  suerte,  obligado  a  viajar  eternamente, 
sufriendo  el  frío,  el  sol  y  la  lluvia  en  tu  tránsito  por 
los  hemisferios. 

Sopla  viento  de  furia  sobre  la  cruz  de  las  cúpulas  o 
sobre  las  veletas  que  gimen  gritando  a  mis  oídos  en 
la  noche  callada,  todos  los  tonos  del  sentimiento  que 
me  domina. 

Arrebata  en  tus  alas  mi  amor  y  llévalo  hacia  su 
lecho,  donde  suspira  inquieta  y  devorada  por  los  celos; 
dile  que  llevas  mi  mensaje  tierno  y  pídele  que  cambie 
tu  ímpetu  al  mezclarse  con  su  aliento,  en  brisa  tibia 
y  suave. 

Vuela  viento,  del  polo,  del  ecuador  o  de  los  desier- 
tos inexplorados  y  roba  entre  las  hojas  de  las  flores  el 
llanto  de  la  atmósfera  coagulado  en  lágrimas  dispersas. 

Pasa  viento  de  las  pasiones,  arrastrando  las  inquie- 
tudes de  la  vida  y  deja  mi  espíritu  sereno  como  los 
altos  espacios  siderales. 


OTRO  FRAGMENTO 


Y  mientras  tú  meditas  alojada  del  mundo,  sobro 
incertidumbres  de  la  vida,  yo  tengo  lástima  de  mi 
mismo  por  el  tiempo  que  paso  sin  contemplar  ta 
belleza,  ni  oir  los  secretos  de  tu  alma.  Oigo  la 
lluvia  que  comienza  y  que  ha  venido  a  despertarme, 
tocando  con  sus  dedos  de  cristal  los  cristales  de  mi 
ventana. 

Las  gotas  han  viajado  por  los  cielos  y  vienen  a 
deshacer  sus  esferas  aplanándose  sobre  los  vidrios  y 
corriendo  sigilosamente  en  surcos  tortuosos,  detenién- 
dose, amontonándose  en  obstáculos  invisibles  y  apre- 
surándose después,  para  ganar  el  tiempo  perdido  en 
su  caída. 

Oigo  el  viento  que  silba  y  los  gritos  que  lanzan  las 
veletas  de  los  edificios  vecinos;  ¿serán  lamentos  do 
almas  torturadas  por  el  ciego  poder  que  las  impele? 
Su  quejido  es  lastimero,  uniforme,  entrecortado,  sin 
tregua  ni  reposo,  durante  el  día  y  durante  las  noches. 

Se  quejan  al  sur,  al  norte,  al  este,  a  todos  los 
rumbos,  oscilando  sin  objeto  y  rechinando  en  sus 
articulaciones  con  voces  metálicas  y  martirizadas. 

Ahí  están,  llamando  desde  los  altos  tejados  sin 
variar  de  tono,  conversando  entre  ellas  con  sus  notas 
chillonas  y  melancólicas. 

Imágenes  de  las  tribulaciones  de  la  vida,  solo  en- 
contrarán quietud  y  guardarán  silencio  cuando  sus 
alas  se  inutilicen  gastadas  por  el  agua,  el  sol  y  el 
viento. 


Pero  mientras  tanto  ¡cómo  llegan  sus  ecos  triste- 
mente a  mi  oído  y  cuántas  aflicciones  cuentan  a  mi 
alma ! 

Ellas  relatan  la  historia  de  los  padecimientos  hu- 
manos, y  mi  pensamiento  pone  en  las  vibraciones  de 
sus  láminas  herrumbradas,  la  traducción  de  tus  pesares 
y  las  secretas  palabras  misteriosas  con  que  tu  boca  me 
llama  en  el  silencio  de  la  noche. 

La  esencia  de  mi  ser  vuela  por  los  aires,  a  la  par 
de  los  ruidos  que  ellos  propagan ;  busca  el  camino  de 
tu  morada  y  transformada  en  esas  resonancias  vagas 
que  pueblan  el  espacio  en  la  noche  dormida,  va 
temblorosa  a  reposar  en  tu  oído,  anidándose  allí 
tiernamente. 

La  lluvia  continúa  cayendo  y  sus  esferas  de  cristal 
se  laminan  al  tocar  los  vidrios,  para  comenzar  en 
seguida  su  camino  incierto,  como  lágrimas  que  ruedan 
por  las  mejillas.  Las  veletas  enferman  con  sus  ruidos 
estridentes,  inacabables,  lastimeros  como  los  de  un 
niño  castigado,  y  se  quejan  del  viento  que  las  tiene  de 
nochey  día  mirando  al  sur,  mirando  al  norte,  sin  tregua 
y  sin  reposo. 


NOTAS  ALEGRES 


Noviembre  6.  —  Me  cuentan  estas  tres  anécdotas: 
Ia  Un  original  se  viste  por  orden  alfabético;  mien- 
tras solo  se  trata  de  camisa,  chaleco,  corbata,  levita, 
saco  o  frac,  calzoncillo  y  pantalón,  todo  va  bien; 
cuando  se  llega  a  la  camiseta,  a  las  medias  y  a  los 
botines  o  botas,  que  por  su  letra  inicial  deben  ocupar 
determinados  sitios  en  orden  adoptado,  se  tropieza 
con  las  dificultades  prácticas,  pues  nadie  se  pone  los 
botines  antes  que  las  medias.  Respecto  a  la  cami- 
seta, el  conflicto  se  salvó  llamándole  almilla  y  el  de 
las  medias  con  relación  a  los  botines,  resolviéndose, 
el  caballero  metódico,  a  no  usar  botines  ni  botas  sino 
zapatos  que  comienzan  con  la  última  letra  y  dejan 
muy  atrás  a  la  c  de  calcetines  y  a  la  m  de  medias. — 
2a  Un  poeta  tonto,  hizo  unos  versos  destinados  a 
suavizar  los  enojos  de  su  dama,  pero  la  tal  dama  no 
había  soñado  en  enojarse,  el  poeta,  desconcertado,  le 
dió  entonces  un  gran  disgusto  para  no  dejar  sus  versos 
sin  efecto.  — -  3a  Un  niño  de  cinco  años,  gordito  y  de 
buen  diente,  comía  una  tostada  de  pan  con  manteca  y 
azúcar  en  polvo ;  alguien  se  pone  a  contar  en  su  pre- 
sencia una  historia  sencilla,  pero  muy  interesante,  el 
niño  se  absorbe  en  el  relato  sin  dejar  de  comer  su 


-  126  - 


tostada;  concluida  la  historia  y  la  tostada,  suelta  el 
más  amargo  y  ruidoso  de  los  llantos:  ¿qué  tienes 
hijito?  le  ¡pregunta  la  madre  afligida,  ah!  ah!  aaah! 
sigue  llorando,  aah!  he  comido  mi  tostada  sin  aper- 
cibirme. (Así  gastan  muchos  los  mejores  años  de  su 
vida). 


NUREMBERG 


Ningún  viajero  deja  de  ver  el  castillo  viejo  en 
Nuremberg.  Los  patios,  corredores  y  habitaciones 
de  su  recinto,  no  ofrecen  nada  de  particular  con  rela- 
ción a  los  de  la  misma  época  y  del  mismo  país.  El 
gusto  alemán  de  los  remotos  tiempos,  tiene  allí  su 
símbolo:  grandes  chimeneas  forradas  de  azulejos, 
muebles  antiguos,  feos  y  pesados,  espejos  hechos  de 
dos  o  más  piezas,  salas  chicas  o  extensas,  pasadizos  y 
antros  incongruentes,  pisos  de  diverso  nivel,  puertas  y 
ventanas  de  todos  los  tamaños.  . . .  pero  tai  vez  se  ha 
vivido  allí  confortablemente,  a  pesar  de  hallarse  las 
cocinas  en  otro  barrio  respecto  al  comedor  y  no  per- 
cibirse el  menor  síntoma  de  la  existencia  de  otras 
oficinas  indispensables.  Como  singularidad,  sin  em- 
bargo, el  castillo  ofrece  su  departamento  de  tortura  y 
su  pozo.  Horroriza  ver  los  aparatos  con  que  se  destro- 
zaba el  cuerpo  de  los  acusados.  No  mencionaré  si  no 
uno  de  ellos,  la  virgen  hueca  revestida  en  su  interior 
de  largos  y  macizos  clavos  cuyas  puntas  se  tocan ;  la 
estatua  es  de  hierro  y  se  abre  como  un  armario,  los 
condenados  eran  colocados  adentro  y  atravesados  por 
cien  punzones  al  cerrarse  el  aparato;  los  clavos  entra- 
ban al  mismo  tiempo  en  el  pecho,  el  vientre,  en  la 
frente,  en  los  ojos...  que  bárbaros! 


-  128  — 


Vecino  al  departamento  de  la  tortura,  hay  un  cuarto 
donde  está  el  pozo  del  cual  todos  hablan;  yo  no  puedo 
decir  de  él,  sino  que  es  muy  hondo,  pero  la  leyenda 
dice  otras  cosas ;  para  unos  el  pozo  servía  de  sepulcro 
a  los  muertos  en  la  tortura,  para  otros  era  una  vía 
de  comunicación  entre  el  castillo,  situado  en  la  mon- 
taña y  la  ciudad  que  se  extiende  en  el  valle.  A  pesar 
de  estos  interesantes  atributos,  tal  vez  el  pozo  no  servía 
si  no  para  proveer  de  agua  y  yo  tengo  para  mí  que  era 
su  única  e  inocente  función. 

LA  FIESTA  DEL  PÁJARO 

A  la  conclusión  de  un  semestre  y  antes  de  comenzar 
las  vacaciones,  los  estudiantes,  por  subscripción  en 
dinero  y  dádivas  de  objetos,  forman  una  colección  de 
premios,  para  distribuirlos  entre  los  merecedores  en  la 
debida  oportunidad. 

Con  estos  premios  consistentes  en  instrumentos  y 
libros  generalmente,  se  adorna  una  armazón  de  ma- 
dera en  forma  de  pájaro  (muy  difícil  de  reconocer, 
sea  dicho  de  paso);  cuando  el  objeto  no  puede  ser 
colocado,  una  cifra  puesta  en  la  varilla  correspondiente 
del  aparato  lo  representa. 

Entre  los  premios  figura  uno  más  valioso,  para  el 
Rey  de  la  fiesta,  que  es  siempre  un  profesor. 

El  pájaro  y  sus  premios,  en  día  dado  se  colocan  en 
un  lugar  elegido  de  antemano,  un  jardín  público  ú 
otro  sitio  apropósito.  Los  profesores  y  estudiantes  se 
reúnen  allí.  Por  turno,  según  lo  establece  el  regla- 
mento, cada  uno  tira  un  flechazo  al  pájaro,  y  si  acierta 
a  tocarlo  en  algún  punto,  una  pluma  figurada,  digamos, 
gana  el  premio  respectivo. 


—  1.29  - 


Cuando  todos  han  tirado  con  mayor  o  monor  suerte, 
lo  toca  al  profesor  Rey  arrojar  su  flecha.  El  pájaro 
cae  herido  en  la  cabeza  ( haya  sido  o  no  certero  el  tiro, 
la  convención  no  permite  dudarlo)  y  el  profesor  gana 
su  premio. 

A  este  juego  sigue  un  banquete,  en  el  cual  se  celebra 
la  habilidad  de  los  tiradores;  hay  discursos  alusivos 
al  caso,  controversias  y  muchísima  cerveza.  Los  más 
juiciosos  se  retiran  del  lugar  de  la  fiesta,  terminando 
el  banquete,  y  los  menos,  que  son  los  más,  se  quedan 
para  el  baile,  un  baile  preparado  en  el  mismo  estable- 
cimiento, en  un  salón  adecuado,  con  tablado  para  la 
orquesta,  gran  espacio  central  y  mesas  alrededor  del 
recinto,  pero  separadas  de  él  por  una  baranda. 


LOS  BAILES  POR  CUOTA 


El  baile  posterior  a  la  fiesta  del  pájaro  no  es  sólo 
para  los  estudiantes,  cualquiera  puede  asistir  a  él, 
pues  aun  cuando  en  esa  noche  tione  su  especialidad, 
es  en  el  hecho,  uno  de  tantos  que  se  da  en  ese  u  otro 
establecimiento,  el  domingo  de  cada  semana,  un  día 
de  fiesta  o  cuando  se  le  antoja  al  empresario. 

No  se  exige  vestido  de  etiqueta  para  estas  reunio- 
nes; cada  uno  va  como  quiere,  lo  mismo  los  caballe- 
ros que  las  niñas.  Yo  asistí  a  una  de  ellas,  no  de  las 
niñas,  como  médico,  sino  de  las  reuniones,  como  cu- 
rioso y  me  divertí  mucho  observando  las  costumbres 
originales  del  conjunto. 

Para  entrar  en  el  establecimiento  se  toma  un  boleto 
y  se  adquiere  el  derecho  de  asistir  como  espectador  al 
baile  y  como  parte  activa  al  jardín,  que  es  un  inmenso 


9 


-  130  - 


restaurant,  donde  se  sirve  pan  duro,  jamón,  queso, 
mostaza,  manteca,  arenques  y  cerveza  de  la  mejor  ca- 
lidad. 

Los  bailarines  están  sometidos  a  reglas  especiales. 
Cuando  la  orquesta  comienza  sus  acordes,  dos  o  más 
caballeros  se  presentan  en  el  salón,  son  los  bastone- 
ros. Las  parejas  entran  al  recinto  y  se  colocan  en  fila; 
entonces  cada  bastonero  toma  una  sección  y  cobra 
a  los  caballeros  de  las  parejas  una  pequeña  cuota. 
Igual  ceremonia  y  cobro  se  requiere  para  cada  pieza. 

Pagadas  las  cuotas  las  parejas  pueden  bailar.  La 
música  comienza  y  dura  a  lo  más  diez  minutos,  du- 
rante los  cuales  el  salón  presenta  el  aspecto  de  un 
remolino.  La  animación  es  inmensa;  las  niñas  y  los 
caballeros  bailan  furiosamente,  sin  hablarse;  muchas 
veces  ni  se  conocen,  se  han  unido  sólo  para  saltar  y 
dar  vueltas,  y  saltan  y  dan  vueltas  como  unos  desafo- 
rados, algunos  bailan  muy  bien. 

Cuando  menos  lo  esperan  y  en  lo  mejor  de  la  danza, 
los  bastoneros  dan  tres  o  cuatro  palmadas,  la  música 
continúa  aún,  en  honor  a  los  entusiastas,  pero  las  pa- 
rejas están  obligadas  a  detenerse,  y  si  no  lo  hacen,  el 
bastonero  las  detiene.  Entonces  todos  salen  del  re- 
cinto, las  parejas  se  deshacen  o  el  caballero  lleva  a  su 
dama  a  una  mesa  a  tomar  algo,  continuando  con  ella 
en  la  próxima  pieza  o  no,  según  el  caso. 

Hay  indudablemente  parejas  que  no  se  deshacen  en 
toda  la  noche  y  niñas  que  acompañan  a  sus  caballeros 
hasta  sus  casas,  pero  eso  no  es  tan  frecuente  como  pa- 
reciera ;  muchas  de  ellas  son  niñas  decentes,  honradas, 
que  trabajan  durante  la  semana  y  sólo  tienen  un  día 
de  holgura,  el  domingo,  y  una  diversión,  el  baile. 

Uno  ve  sin  duda  actos  incompatibles  con  la  moral 
en  acción :  besos  fugaces,  no  bien  disimulados,  abrazos 


-  131  — 


y  otros  signos  cristianos  de  amor  al  prójimo,  pero  en 
realidad  destituidos  de  todo  carácter  escandaloso.  Los 
amables  danzantes  ejecutan  con  tal  seriedad  estas  irre- 
verencias, que  el  espectador  tiende  a  mirarlas  como 
actos  concomitantes  con  la  ceremonia. 


FABER 


Aun  cuando  el  nombre  «Faber»  significa  en  todo  el 
mundo  fabricación  de  lápices,  yo  solo  tengo  noticia  de 
la  existencia  de  dos  fábricas  pertenecientes  a  miem- 
bros de  la  familia  Faber,  siendo  una  de  ellas  la  de  esta 
ciudad.  El  Faber  de  Nuremberg  tuvo  la  complacencia 
de  mostrarnos  su  establecimiento  y  explicarnos,  con  la 
obra  a  la  vista,  los  detalles  de  la  fabricación.  Por 
suerte,  a  más  de  hablar  francés,  este  amabilísimo  y  dis- 
tinguido caballero,  uno  de  sus  empleados  hablaba  es- 
pañol, y  los  dos,  rivalizando  en  cortesía  y  colmándonos 
de  obsequios,  convirtieron  nuestra  inspección  en  una 
visita  de  placer. 

No  sé  si  a  todos  les  sucede  lo  mismo;  yo  experi- 
mento un  verdadero  contento  cuando  veo  como  se  hace 
un  instrumento  u  objeto  familiar  de  uso  diario,  un 
lápiz,  por  ejemplo.  Me  era  muy  conocido  el  nombre  de 
Faber  y  tenía  gratitud  a  los  que  lo  llevan,  por  haber 
puesto  al  servicio  de  la  humanidad  y  al  mío  propio  sus 
excelentes  lápices,  famosos  en  todo  el  mundo;  por 
esto,  con  sumo  interés  y  verdadero  entusiasmo,  con 
cariño  más  bien,  me  acerqué  al  señor  Faber,  autor,  pa- 
dre, productor  de  los  abnegados  utensilios  que  con  el 
sacrificio  de  su  vida,  dejándose  cortar  los  flancos  y  afi- 
lar las  puntas  hasta  consumir  su  cuerpo  entero,  me 


-  132  — 


han  ayudado  en  mis  trabajos  de  redacción.  Gracias  a 
ellos  puedo  escribir  acostado,  de  pie,  caminando  y  de 
cualquier  manera;  borrar,  corregir,  reponer,  alterar  las 
palabras  sobre  el  mismo  papel,  sin  echar  borrones  ni 
ensuciarme  los  dedos  con  tinta,  ni  necesitar  papel  se- 
cante, ni  pluma,  sin  suspender  la  tarea  para  soplarlo, 
sin  tener  que  mojarlo  siquiera  para  marcar  las  letras. 

Alguien  dudará  ahora  de  la  inmensa  ternura  con 
que  fui  a  visitar  la  cuna  de  mis  lápices,  a  sorprender- 
los en  gérmenes,  luego  en  embrión;  a  contemplar  su 
desarrollo  observando  los  mecanismos  que  los  engen- 
dran y  les  dan  forma;  a  ver  los  recién  nacidos,  por  fin, 
antes  de  su  primer  salida  en  falange,  por  docena. 

Veo  primero  en  un  patio  una  montaña  de  madera 
olorosa,  escogida,  en  gruesos  tirantes;  en  otra  parte  ya 
está  en  listones,  luego  en  varillas  más  finas,  después 
en  otras  aún  más  delgadas  y  con  una  canaleta.  Entré 
en  seguida  en  un  salón  donde  todo  es  negro;  allí  se 
cocina  el  grafito;  primero  está  amontonado  como  car- 
bón, más  tarde  en  polvo  y  tras  de  eso  en  una  masa  ca- 
liente; la  masase  vuelve  hilos  gruesos,  blandos,  enros- 
cados unos  sobre  otros ;  más  allá,  en  una  mesa,  se  los 
ve  estirados  en  líneas  rectas  paralelas;  así  entran  a  los 
hornos,  cuando  salen  están  duros  y  se  meten  como  en 
un  sarcófago  en  las  canaletas  de  las  varillas  de  ma- 
dera. A  la  sazón  vienen  unos  listones  finos  untados 
con  cola  y  cubren  las  canaletas  encerrando  el  grafito. 
El  lápiz  ya  está  hecho,  pero  no  educado ;  falta  pulirlo, 
vestirlo,  acomodarlo.  Una  máquina  toma  los  listones 
rellenos  y  solo  los  suelta  cuando  están  transformados 
en  cilindros  o  en  tallos  de  sección  exagonal.  Unos  van 
a  los  talleres  de  pintura  y  de  barniz,  otros  se  quedan 
con  el  propio  color  de  su  madera,  pero  bien  pulidos. 
La  oficina  de  expedición  los  recoge,  los  cuenta,  los  cía- 


—  133  - 


sifica,  los  agrupa,  los  empaqueta,  los  pone  en  cajas  y 
los  deja  listos  para  emprender  el  viaje  alrededor  del 
mundo,  con  su  precio  marcado  por  todo  pasaporte. 

Pero  lo  dicho  no  es  sino  un  extracto  sumario  de  las 
mil  operaciones  necesarias,  para  convertir  un  árbol  en 
un  trozo  de  carbón,  en  este  universal  y  útilísimo  ins- 
trumento, indispensable  ahora  en  la  vida  del  hombre 
civilizado. 

La  fábrica  hace  toda  clase  de  lápices,  naturales  y 
mecánicos,  baratos  y  de  lujo;  manufactura  también 
otros  objetos  de  escritorio  en  armonía  con  su  indus- 
tria principal. 

Una  buena  colección  de  diversos  ejemplares  de  sus 
productos,  fué  el  regalo  de  despedida  con  que  nos  ob- 
sequió el  señor  Faber. 


NIZA  Y  SUS  ENCANTOS 


Estamos  en  esta  animada  y  alegre  ciudad  hace  mu- 
chos días.  Hemos  pasado  aquí  el  carnaval,  la  fiesta 
famosa  de  Niza  y  hemos  podido  apreciar  la  atracción 
que  ejerce  sobre  todo  el  continente.  De  Londres,  de 
Berlín,  de  París,  de  Viena  y  hasta  de  San  Petersbur- 
go,  vienen  caravanas  a  establecerse  aquí  mientras  du- 
ran las  fiestas. 

Consisten  estas  en  bailes  de  máscaras  en  los  clubs 
o  salones  públicos,  en  cabalgatas,  en  corsos  de  flores 
y  en  procesiones  de  gentes  disfrazadas,  presididas  por 
bandas  de  música. 

Nadie  puede  hacerse  una  idea  de  la  animación  del 
carnaval  en  Niza,  ni  del  monto  de  las  sumas  emplea- 
das en  disfraces  y  adornos. 

Los  comerciantes,  naturalmente,  aprovechan  de  este 
movimiento,  pero  debe  decirse  en  verdad,  que  tampoco 
economizan  su  'dinero  con  tal  de  dar  a  conocer  sus  ne- 
gocios, por  medio  de  las  figuras  más  originales,  exhi- 
bidas en  las  calles  durante  el  carnaval. 

La  alegría,  sin  embargo,  en  la  gente  culta  es  una 
alegría  convencional;  en  realidad,  más  es  una  muestra 
de  vanidad  que  una  animación  espontánea.  La  gente 
de  alto  tono  lucha  a  quien  llame  más  la  atención  por 
su  lujo  y  no  a  quien  se  divierte  más;  pero  esto  es  en 


-  135  - 


todas  partes  lo  mismo.  El  placer  tiene  su  domicilio 
entre  la  gente  sencilla  y  sube  cuando  más  hasta  la 
mediana  condición,  sin  alcanzar  a  la  alta  y  aburrida- 
mente colocada. 

Niza  como  París,  Londres,  los  pueblos  de  baños  y 
otros  sitios  de  moda,  son  simplemente  ferias  de  vani- 
dades. 

Cuando  los  viajeros,  los  curiosos,  los  desocupados, 
los  aventureros  y  los  busca  vidas  de  tendencias  aris- 
tocráticas, se  cansan  de  exhibirse  en  una  parte  o  por 
cualquier  causa,  el  medio  o  el  sujeto  se  hace  desfavo- 
rable, buscan  otro  escenario  para  satisfacer  su  pasión 
del  momento. 

Así,  no  hay  gente  más  superficial  que  la  agrupada 
en  cada  paraje  a  la  moda,  durante  la  época  designada 
por  cualquier  capricho. 

Y  hasta  la  parte  ilustrada,  en  tales  ocasiones,  cree 
de  su  deber  hacerse  insustancial  y  consigue  llegar  a 
la  más  alta  insignificancia. 

«Dicen  que  es  divertido  hablar  necedades  todo  el 
día  y  no  ocuparse  si  no  de  trajes  y  paseos  ».  Así  será, 
pero  a  mí  me  parece  que  debe  darles  vergüenza  de 
ser  hombro  a  todos  los  tontos  que  adoptan  ese  modo 
de  pasar  sus  temporadas. 

Tras  de  este  aparato  de  lujo  y  de  sociedad  conven- 
cional, no  hay  nada  en  la  mayor  parte  de  los  casos  o 
cuando  más  llega  a  ver  intrigas  amorosas  que  se  caen 
de  fáciles  y  no  tienen,  por  lo  mismo,  el  menor  en- 
canto. 

ISD 

Niza  es  una  ciudad  preciosa.  Está  construida  en  la 
planicie  de  un  anfiteatro,  rodeado  de  colinas;  el  valle 
continúa  hacia  el  interior,  verde,  fértil  y  florido;  hace 


—  Í36  — 


frente  al  anfiteatro  el  mar.  un  mar  para  baños  y  no 
para  buques,  y  en  su  margen,  casi  en  toda  la  exten- 
sión de  la  playa,  corre  una  ancha  avenida  con  lujosos 
edificios  o  pintorescas  residencias,  siendo  casi  todas 
ellas  hoteles  para  extranjeros,  a  los  cuales  debe  esta 
ciudad  casi  todas  sus  entradas. 

Hay  aquí  dos  clases  de  población :  la  estable  y  la 
flotante.  Vive  la  primera  de  su  trabajo  y  de  su  in- 
dustria, obteniendo  grandes  beneficios,  pues  los  con- 
sumidores, es  decir  la  población  flotante,  gasta  sin 
preocuparse  y  sin  objetar.  Los  hábitos  son  idénticos 
a  los  de  las  grandes  ciudades  europeas,  francesas  prin- 
cipalmente. 

Niza  hace  por  parecerse  a  París  y  cuando  uno  dice 
a  alguno  de  los  habitantes :  «  Niza  es  un  pequeño  Pa- 
rís», la  cara  del  interlecutor  se  ilumina  y  se  llena  de 
satisfacción. 

Es  la  residencia  obligada  de  todos  los  pedantes  de 
Europa,  durante  el  invierno,  so  pretexto  de  su  clima. 

Otra  ventaja  más  tiene  esta  ciudad;  no  hay  en  ella 
antigüedades  ni  museos,  sin  que  por  ello  le  falte  si- 
tios de  interés  y  de  recreo.  Toda  ella  es,  puede  de- 
cirse, un  paseo,  siendo  el  barrio  más  agradable  el  ve- 
cino al  mar;  hay  un  paseo  construido  en  una  pequeña 
montaña,  se  llama,  creo,  el  Castello;  un  pequeño  cas- 
tello  ubicado  en  el  camino  hacia  la  cumbre  sirve  de 
pretexto  al  hombre.  De  esta  altura  y  desde  una  pla- 
taforma formada  en  la  cima,  se  ve  la  ciudad  con  sus 
tres  partes:  los  barrios  viejos,  los  del  puerto  y  la  par- 
te llamada  «  el  barrio  de  la  Cruz  »,  porque  en  él  fué 
puesta,  en  conmemoración  de  la  reconciliación  entre 
Carlos  V  y  Francisco  I,  una  cruz.  Ahora  bien,  yo  no 
sé  como  una  cruz  puede  ser  símbolo  de  reconcilia- 
ción. 


-  -  137  - 


De  uno  do  los  bordes  del  paseo  se  desploma,  una 
cascada  artificial  hecha  con  agua,  elevada  por  medio 
de  cañería.  Esta  cascada,  visible  desde  la  ciudad, 
presenta  un  aspecto  bellísimo. 

Concurren  al  otro  paseo,  al  de  los  ingleses,  es  decir, 
el  formado  a  orillas  del  mar,  todas  las  familias  que 
vienen  a  pasar  aquí  la  estación.  Las  mujeres  de  peso 
moderado  hacen  de  él  la  escena  de  sus  galanteos,  sin 
que  a  nadie  llame  la  atención  semejante  uso. 

Los  hombres  solteros  o  casados,  viejos  o  jóvenes, 
suelen  encontrarse  allí  del  brazo  con  las  bellas  aven- 
tureras, antes  de  ir  a  comer  con  ellas  en  los  casinos  u 
otros  sitios  de  recreo. 

Ponderan  mucho  a  Niza  por  su  clima;  la  bondad 
de  éste  depende  enteramente  del  abrigo  que  le  pres- 
tan las  montañas ;  no  es  igual,  por  lo  tanto,  en  todos 
los  barrios  de  la  ciudad  y  no  puede  gozarse  sin  pre- 
caución de  sus  mentadas  ventajas.  El  clima  aquí  es 
un  pretexto  más  que  un  beneficio  real. 


VENECIA 


Llegamos  a  media  noche  a  esta  ciudad. 

Hemos  hecho  lo  posible  por  venir  durante  la  luna, 
para  ver  si  tenía  razón  Lord  Byron,  pero  no  había 
luna,  jjor  dos  razones:  Ia  porque  había  pasado  el 

tiempo;  2a  habiendo  dado  la  primera,  pienso  que 

la  segunda  está  demás. 

No  solo  no  había  luna,  sino  tampoco  luz;  una  niebla 
espesa  envolvía  la  ciudad.  La  estación  del  tren 
quedó  desierta  en  un  segundo;  no  habían  llegado  si 
no  unos  cuantos  pasajeros  y  de  primera  clase  solo  dos, 
nosotros.  La  sala  de  equipajes  estaba  fría  y  parecía 
más  grande  por  las  sombras  y  por  lo  vacía;  estuve 
observándola  mientras  despachaban  nuestros  baúles, 
cuyos  golpes  sobre  el  mostrador  de  madera  resonaban 
lúgubremente  en  aquel  recinto  desnudo. 

Tres  o  cuatro  pobres  diablos  trasnochadores  tomaron 
los  bultos  y  alumbrando  el  andén  con  una  linterna 
nos  condujeron  a  una  góndola  que  se  hallaba  amarrada 
a  la  escalera. 

Ni  una  luz  en  la  gran  extensión  de  los  canales,  ni 
un  solo  ruido  en  el  espacio;  todo  negro,  sombrío, 
triste,  helado  y  húmedo. 

La  escena  me  hizo  recordar  una  igual  en  el  Tigre, 
a  las  tres  de  la  mañana,  una  vez  que  fuimos  con 
Dardo  Rocha  a  ver  a  su  padre  enfermo. 


—  139  - 


Yo  tengo  una  desgracia  o  una  felicidad,  Vds.  lo 
dirán,  reproduzco  con  una  fidelidad  increíble  situacio- 
nes remotas  ya  y  siento  hasta  materialmente  las  im- 
presiones :  el  frío,  la  humedad,  el  viento,  los  efectos  de 
la  luz  sobre  los  sitios  y  demás  accidentes  que  experi- 
menté. 

Una  ley  bárbara  o  de  mal  gusto,  prescribió  que  las 
góndolas  todas  fueran  pintadas  de  negro  y  así  se  las 
pinta  hasta  ahora;  de  día,  el  tinte  es  tolerable,  pero  de 
nocfíe,  sobre  todo  tras  de  nueve  horas  de  tren  y  des- 
pués de  haber  atravesado  veinticinco  socabones,  al 
pasar  los  Apeninos,  las  góndolas  como  fantasmas  de 
luto  acostadas  en  un  lecho  de  tinta,  infunden  cierto 
pavor  superticioso. 

Los  golpes  cadenciosos  de  los  remos  en  el  agua  y 
en  la  borda  de  la  embarcación;  la  ruta  invisible;  las 
sombras  agrandadas  de  los  edificios  obscuros  y  silen- 
ciosos y  la  soledad  absoluta  en  medio  de  las  aguas, 
han  sido  los  elementos  con  que  se  formó  nuestra  pri- 
mera impresión  sobre  Venecia. 

Para  completarla,  añadióse  la  forma  de  la  casilla  de 
nuestra  góndola;  una  especie  de  caja  mortuoria  forrada 
en  una  tela  negra,  por  dentro,  y  por  fuera,  un  verda- 
dero túmulo  como  lo  llevan  todas,  con  moños  y  ador- 
nos de  luto  para  que  la  semejanza  sea  más  completa. 

El  hotel  estaba  lejos;  durante  el  trayecto  otra  re- 
miniscencia me  vino  al  pensamiento:  la  escena  con 
que  comienza  Dickens  uno  de  sus  preciosos  romances, 
la  pesca  de  cadáveres  en  el  Támesis. 

La  descripción  es  un  cuadro  que  encanta  y  horroriza 
al  mismo  tiempo,  principalmente  cuando  pinta  los 
afanes  de  la  barquera,  una  pobre  muchacha,  hija  del 
fúnebre  pescador. 

Nosotros  como  la  joven  íbamos  también  fijándonos 


-  140  — 


en  los  puntos  salientes  sobre  la  superficie  del  agua  y 
nuestra  imaginación  daba  forma  de  cadáveres  boyan- 
tes hasta  a  las  proyecciones  de  los  pilotos  en  las  orillas 
de  los  canales. 

Una  vez  en  nuestro  hotel,  nos  asomamos  a  la  ven- 
tana y  solo  vimos  sobre  las  aguas  raras  luces  lejanas. 

El  silencio  era  absoluto.  La  ciudad  parecía  un  ce- 
menterio flotante,  con  sepulcros  de  piedra  quemada. 

No  hay  en  Venecia  carros,  carruajes,  caballos,  ni 
perros ;  están  desprovistas  sus  calles  de  cuanto  puede 
hacer  ruido  y  es,  por  lo  tanto,  la  ciudad  por  excelencia 
para  dormir. 


M  I  LÁN 


Las  costillas  a  la  milanesa,  han  hecho  de  esta  ciu- 
dad una  de  las  más  populares  y  nombradas  en  el 
mundo.  Algunos  pretenden  que  debe  su  celebridad  a 
su  magnífica  Catedral,  pero  incurren  en  un  error. 

Pocos  son,  en  efecto,  los  habitantes  de  las  diversas 
naciones  de  la  tierra  que  conocen  el  admirable  Duomo, 
y  mientras  tanto  no  se  encuentra  en  toda  la  extensión 
civilizada  de  nuestro  globo,  una  sola  persona  sensata 
que  no  conozca,  aun  cuando  sea  sólo  de  vista,  esas  fa- 
mosas costillas,  envueltas  primero  en  pan  rallado  y 
huevo  y  fritas  después  en  aceite  o  en  manteca,  según 
los  gustos. 

El  arroz  a  la  milanesa  tiene  también  su  parte  de 
gloria,  como  propagandista  de  los  méritos  de  su  ciu- 
dad natal,  pero  su  popularidad  no  alcanza  a  la  de  las 
costillas. 

Hemos  discutido  largamente  el  punto  con  el  profe- 
sor Rosetti,  a  quien  por  suerte  nuestra  tenemos  aquí, 
complaciéndonos  mucho  su  agradable  compañía,  y 
hemos  convenido  por  fin  en  que  por  lo  menos,  antes 
de  visitar  la  Catedral,  sobre  todo  si  se  ha  de  subir  a 
las  torres,  debe  tomarse  un  par  de  costillas  y  un  plato 
de  rissoto,  sazonado  el  todo  con  queso  parmesano,  ra- 
llado y  favoreciendo  la  digestión  de  estos  ingredientes 
con  un  buen  vino  de  Chianti,  ligero  y  perfumado. 


—  142  — 


Rosetti  es  un  erudito,  no  sólo  como  profesor  de  física 
y  mecánica,  si  no  también  como  cocinero  y  anticuario. 

Conoce  la  historia  de  su  patria  como  pocos,  habla 
de  ella  con  claridad  y  método,  intercalando  anécdotas 
interesantes,  y  narra  la  biografía  de  cada  monumento 
y  de  cada  piedra  de  Milán. 

Nos  ha  mostrado  la  Catedral  o  Duomo,  de  una  ma- 
nera perfecta  por  dentro,  por  fuera  y  por  encima,  ex- 
plicándonos cada  cosa  y  eligiendo  los  puntos  de  vista. 
Esta  magna  iglesia,  a  primera  percepción,  parece  un 
bosque  de  agujas  de  marfil,  haciendo  emergencia  de 
un  montón  de  encajes.  Se  trabaja  en  ella  desde  mu- 
chísimos años  sin  poder  concluirla,  a  pesar  de  la  cons- 
tancia, de  la  laboriosidad  3^  de  los  capitales  disponi- 
bles. La  Catedral  tiene  sus  rentas  y  fondos  acumula- 
dos. Cada  hendidura  aloja  una  estatua  y  los  nichos 
se  cuentan  por  millares;  ya  no  hay  santos  en  la  corte 
celestial  para  tanto  pedestal  y  los  milaneses  no  po- 
drán completar  su  portentosa  construcción,  si  el  papa 
no  se  apresura  a  canonizar  por  lo  menos  mil  muertos 
en  lo  restante  de  este  siglo.  El  Duomo  tiene  arriba 
escaleras,  balaustradas,  ¡Datios  y  corredores  y  en  cada 
parte  hay  un  enjambre  de  esculturas. 

Todo  el  edificio  parece  tallado  en  una  inmensa  mon- 
taña de  mármol,  con  la  delicadeza,  arte  y  la  paciencia 
con  que  los  chinos  hacen  sus  increíbles  esculturas  en 
marfil.  Según  el  plan  primitivo,  la  Catedral  debe  con- 
tener 4.500  estatuas.  El  frontis  es  una  infinita  colec- 
ción de  figuras  primorosamente  cortadas  en  la  piedra 
y  todavía  los  milaneses  no  están  contentos  e  intentan 
cambiar  el  frontis,  por  no  corresponder  a  la  pureza  del 
estilo. 

Sus  torres  son  tan  ligeras,  tan  aéreas  y  tan  delicada- 
mente esculpidas,  como  si  fueran  hechas  con  espuma. 


—  143  — 


El  interior  corresponde  al  aspecto  externo:  cincuen- 
ta y  dos  columnas  cuajadas  de  estatuas,  en  sus  chapi- 
teles, sostienen  la  bóveda  y  dividen  el  recinto  en  cinco 
naves  que  alojan  preciosas  e  innumerables  obras  de 
arte.  Se  ve  marcado  el  meridiano  en  el  piso  de  mo- 
saico. Las  ventanas  son  colosales  y  cerradas  por  vi- 
drios pintados.  Una  placa  que  lleva  la  fecha  1386, 
indica  la  época  de  los  primeros  trabajos  en  la  iglesia 
actual. 

Como  si  todo  esto  no  fuera  bastante,  hay  debajo  del 
templo,  otro  subterráneo. 

Aun  cuando  solo  hubiera  que  mirar  en  Milán  la  Ca- 
tedral, valdría  la  pena  hacer  el  viaje,  para  conocerla. 


DE  FRANKFORT 


De  Frankfort  fuimos  a  Heidelberg,  ciudad  o  aldea, 
o  las  dos  cosas. 

Heidelberg  es  un  poema;  he  oído  uno  y  mil  veces 
su  nombre,  y  ninguna  persona  medianamente  ilus- 
trada deja  de  alimentar  por  ella  una  curiosidad  mez- 
clada de  afecciones. 

¡Tanta  aventura  de  estudiantes,  real  o  inventada, 
escrita  en  los  libros  y  leída  en  la  juventud,  predispone 
en  favor  de  este  paraje! 

El  conjunto  de  casas  pintorescas  por  su  construcción 
y  sus  jardines,  rodea  una  alta  colina  o  montaña, 
asentándose  en  su  falda;  el  valle  es  recorrido  por  un 
río,  el  Neckar,  habitualmente  poco  caudaloso.  Del  cen- 
tro de  los  puentes  que  unen  las  dos  márgenes  del  río, 
se  goza  de  una  vista  encantadora,  cuyo  principal  paisa- 
je es  constituido  por  el  famoso  y  antiguo  castillo. 

Heidelberg  es  un  paraíso;  las  montañas,  el,  río,  los 
árboles  y  las  casas  están  acomodados  como  por  la 
mano  de  un  artista,  expresamente  para  producir  efectos. 

Se  ve  en  las  calles  y  jardines  bastante  gente,  ge- 
neralmente formando  parejas  y  éstas  son  en  su  ma- 
yoría de  jóvenes,  hombres  y  mujeres.  Nosotros  veíamos 
en  cada  joven  un  estudiante  y  en  cada  muchacha  una 
novia  o  su  equivalente  corregido  y  aumentado. 


—  145  - 


El  tipo  del  estudiante  descripto  por  Dumas  padre, 
ha  casi  desaparecido.  Ya  no  se  ve  por  las  calles 
perfumadas  y  bajo  los  árboles  frondosos,  esos  grupos 
desastrados  de  estudiantes  pobres  y  desalmadamente 
despreocupados.  Los  jóvenes  están  vestidos  a  la  úl- 
tima moda;  hay  más  anteojos  y  monóculos  que  pipas, 
y  el  amor  clásico,  destituido  de  bienes  de  fortuna, 
ha  llegado  a  convertirse  en  una  curiosidad  excep- 
cional. 

La  misma  Universidad  ha  perdido  su  importancia; 
la  ciencia  moderna  ha  barrido  la  teología,  la  metafí- 
sica y  las  ciencias  morales;  los  grandes  estudios  y  los 
sorprendentes  descubrimientos,  han  elegido  otro  esce- 
nario en  Alemania,  Berlín  lo  absorbe  todo.  Hasta  los 
más  célebres  profesores  vegetan  ahora  en  Heidelberg 
y  esperan  con  una  paciencia  tranquila  la  hora  de  la 
muerte,  tramitando  obscuramente  su  vida  científica,  en 
un  cuerpo  decaído  y  sin  reacción. 

Hemos  tenido  la  ocasión  de  conversar  con  el  pro- 
fesor Bunsen,  el  famoso  autor  de  la  pila  eléctrica  de 
su  nombre  ¡pobre  profesor  Bunsen!  ya  no  tiene  gana 
de  vivir;  es  un  despojo,  una  tradición,  una  antigüedad 
arqueológica. 

Ni  hablando  de  su  pila  se  conmueve,  no  recuerda 
ni  cómo,  ni  cuando,  ni  dónde  la  descubrió.  Habitual- 
mente  está  callado,  quizá  por  ser  sordo,  y  cuando  uno 
le  habla,  hace  un  esfuerzo  para  contestar,  como  un 
moribundo  importunamente  perturbado  en  su  viaje 
hacia  el  otro  mundo.  He  ahí  el  fin  de  toda  celebri- 
dad y  de  toda  gloria  en  la  tierra,  cuando  la  muerte 
no  se  apresura  a  tomar  su  presa. 

Viendo  uno  de  estos  ejemplares  de  la  sabiduría 
humana,  hundido  en  la  indiferencia,  por  la  muerte  de 
todas  las  pasiones,  da  gana  de  acostarse  a  dormir 


10 


—  146  — 


y  no  empeñarse  por  nada  más  mientras  llega  la 
quietud  eterna. 

Y  sin  embargo,  qué  bueno  es  vivir  en  plena  salud, 
en  contacto  con  la  naturaleza,  que  no  discute,  ni  ges- 
tiona, ni  reprocha,  ni  atormenta!  Vivir,  aun  cuando 
sólo  sea  unas  horas  en  Heidelberg,  por  ejemplo,  un 
«Tigre»  sin  mosquitos,  lleno  de  árboles  olorosos,  por 
entre  cuyas  hojas  ve  uno  la  montaña  invariable  con 
su  vestido  de  verdura,  la  vieja  Universidad  por  cuyas 
grietas  se  escapan  la  tradición  de  la  ciencia  y  de  las 
leyendas  sabrosas,  el  viejo  castillo  con  su  vieja  his- 
toria y  su  fecunda  biografía. 

Hemos  salido  a  vagar  a  pie,  pesándonos  sentir  la 
delicia  del  escenario,  mientras  en  nuestra  tierra  se 
están  matando  en  las  calles  y  mandan  en  hojas  ate- 
rradoras las  noticias  de  sus  grandes  angustias,  hasta, 
el  cerebro  desalojado  del  profesor  Bunsen,  quien  habla 
también  de  nuestra  revolución,  con  palabras  de  ultra- 
tumba, obscuras  y  sin  timbre. 

Pero  bastante  he  sufrido  yo  también  en  esta  vida, 
tras  de  mi  cortina  de  indiferencia  o  de  indolente 
descreimiento,  para  no  darme  un  momento  de  reposo, 
donde  lo  encuentre,  hablando  con  los  árboles  que  no 
contestan,  pero  tampoco  procuro  desengañaros,  ni 
ratificar  las  tristes  verdades  del  pensamiento,  acerca 
de  la  índole  humana  tan  llena  de  dolorosos  variantes. 


LA  MADONA  SIXTINA 


La  madona  Sixtina  es  otra  cosa;  no  necesita  biogra- 
fías ni  considerandos.  Se  puede  hacer  un  viaje  largo 
por  solo  verla.  Rafael  no  pudo  calcular  al  pintarla, 
cuanto  dinero  obligaría  a  gastar  a  las  futuras  y  curio- 
sas generaciones,  sin  contar  los  caudales  empleados 
por  los  propietarios  sucesivos  en  adquirir  la  imagen, 
i  Quién  sabe  si  con  el  andar  del  tiempo  no  va  a  parar 
a  Bahía  Blanca,  cuando  esa  aldea  sea  la  más  grande 
ciudad  del  mundo  y  de  Dresde  no  quede  ya  sino  el 
recuerdo,  perpetuado  por  una  noticia  en  letra  gótica,  de 
un  idioma  muerto ! 

Pero  hoy  por  hoy,  los  dresdenenses  no  se  despren- 
den de  su  joya.  Es  necesario  ver  la  admiración  que 
por  ella  tienen.  Cada  habitante  podrá  prescindir  de 
su  jamón  con  pan  y  cerveza  a  la  tarde,  antes  que  de 
su  madona  Sixtina.  En  todas  las  casas  se  la  consi- 
dera como  parte  de  la  familia  y  los  niños  en  la  mesa 
apartan  de  su  plato,  asado  y  compota  para  su  virgen- 
cita.  Ninguna  vidriera  deja  de  exhibirla;  figura  en  los 
almacenes  de  comestibles,  en  las  zapaterías  y  hasta  en 
las  fábricas  de  cerveza,  con  Sixto  el  papa  o  sin  él,  con 
Santa  Bárbara  o  sin  ella,  con  ángeles  gordos  o  sin 
ellos,  pero  siempre  con  el  niño. 

Se  sabe  el  culto  que  los  alemanes  tributan  a  su  rey 
difunto.    El  retrato  de  Guillermo  es  una  institución 


-  148  — 


en  Alemania,  no  es  un  objeto.  En  nuestro  hotel, 
magnífico,  nuevo  y  bien  decorado,  Europaischer  Hof, 
ocupa  una  de  las  cabeceras  del  comedor,  un  colosal 
cuadro  al  óleo  representando  al  rey  Guillermo  de  gran 
uniforme;  alrededor  del  cuadro  los  globos  de  luz  eléc- 
trica de  diversos  colores  y  las  hojas  de  laurel,  forman 
una  guarda;  abajo  hay  macetas  con  plantas  y  flores; 
todos  los  días  a  la  hora  de  almorzar  y  de  comer,  las 
mil  bombitas  de  luz  eléctrica  lo  iluminan  y  Guillermo 
memorable  como  imagen  de  altar,  preside  una  de  las 
más  altas  y  dignas  funciones  de  la  raza  humana :  la 
comida. 

Pues  bien,  a  pesar  de  este  culto,  ha  ocurrido  casos 
de  encontrarse  un  alemán  en  Dresde,  sin  el  retrato  del 
rey,  pero  jamás  sin  una  madona  Sixtina  pintada,  gra- 
bada, fotografiada,  dibujada,  bordada  o  estampada  en 
madera,  papel,  cobre,  zinc,  piedra,  latón,  cuero,  lienzo 
o  porcelana! 

Para  la  Bolsa,  el  precio  corriente  de  una  madona  en 
Guillermos,  es  de  cincuenta  por  ciento ;  es  decir,  dos 
Guillermos  por  una  Sixtina.  Bien  entendido,  siendo 
los  dos  retratos  del  mismo  mérito  relativo. 

Ya,  ni  la  consideran  extranjera;  en  su  fuero  interno 
creen  que  habla  en  alemán,  que  mira  en  alemán  y  que 
el  pedazo  de  tierra  visible  entre  Sixto  y  Bárbaro  es 
Dresde.  En  cuanto  a  los  ángeles  de  abajo  no  hay 
la  menor  duda,  son  alemanes  y  a  juzgar  por  el  buen 
estado  de  sus  carnes,  no  se  privan  de  un  buen  jarro  de 
cerveza,  de  tiempo  en  tiempo. 


SIRACUSA 


Diciembre  30. — La  ciudad  de  Siracusa  en  el  tiempo 
de  su  apogeo,  se  componía  de  cinco  partes:  Ia  la 
lengua  de  tierra  llamada  Ortijia,  (que  entra  en  el  mar, 
dejando  a  sus  dos  lados  puertos  cómodos,  uno  grande 
y  otro  chico,  sitio  de  la  actual  ciudad)  separada  del 
resto  del  territorio,  por  un  brazo  de  mar  o  canal,  so- 
bre el  cual  hay  ahora  un  puente  ancho  y  sólido.  2a 
Nápoli.  3a  Tica.  4a  Terracote.  5a  Acradinia.  Estas 
cuatro  últimas  debieron  ser  más  bien  barrios  de  una 
misma  ciudad;  no  las  divide  el  mar,  ni  se  ve  otros 
canales  que  los  construidos  durante  la  dominación 
española,  vecinos  al  canal  que  aisla  a  Ortijia  y  hechos 
parece  más  bien,  para  comodidad  de  la  circulación 
fluvial.  En  la  actualidad,  estas  partes  constituyen  los 
suburbios  de  la  ciudad,  propiamente  dicha,  y  comienzan 
a  poblarse  rápidamente,  habiendo  desaparecido  el 
obstáculo  de  las  murallas. 

ISO 

Las  verdaderas  curiosidades  de  Siracusa  están  a 
corta  distancia  de  Ortijia  y  tocándose  con  lo  llamado 
suburbios,  son:  El  Teatro  griego  — -  La  Necrópolis  —  La 
Latomía  del  Paraíso  —  La  Oreja  de  Dionisio  —  La  La- 
tomía  de  los  cordeleros —La  Gruta,  supuesta  tumba 


-  150  - 


de  Arquímedes — El  Anfiteatro  romano— El  Ara— La 
Piscina. — Y  las  catacumbas  de  San  Juan. 

El  teatro  da  una  idea  clarísima  délas  costumbres 
griegas,  en  lo  relativo  a  las  diversiones  públicas.  Muy 
semejante  a  los  de  Atenas,  me  ha  parecido  sin  embargo 
más  inteligible.  Situado  en  la  pendiente  de  una  co- 
lina que  mira  al  mar,  a  la  llanura  y  a  las  montañas  re- 
tiradas, ofrece  con  el  espéctaculo  delicioso  visible,  una 
de  las  más  vivas  satisfacciones.  Cómo  cuidaban  sus 
gustos  los  griegos !  Ha  sido  casi  totalmente  tallado  en 
la  roca;  en  ella  se  han  labrado  los  escalones  o  asientos 
del  anfiteatro  semicircular,  las  galerías  y  los  corredores 
de  acceso  y  salida  para  la  concurrencia,  el  escenario  y 
las  dos  tribunas  para  los  músicos,  situadas  a  uno  y 
otro  lado  de  este.  No  calculo  la  suma  en  miles  de  es- 
pectadores que  admitiría  cómodamente,  pudiendo  cada 
uno  de  ellos  ser  visto,  oir  y  ver  todo;  pero  sí  me  doy 
cuenta  de  las  delicias  que  gozaban  con  un  conjunto  de 
impresiones  tan  vivas,  en  medio  de  una  naturaleza 
privilegiada,  con  cierta  libertad  de  costumbres,  en  una 
sociedad  relativamente  culta  y  con  el  encanto  de  la  be- 
lleza humana,  representada  por  hechiceras  mujeres, 
rivales  de  la  luz  de  los  cielos,  las  esmeraldas  de  los 
mares  y  la  frescura  de  las  flores.  Tras  del  teatro  está 
el  Ninfeo,  especie  de  Templo,  al  cual  acudían  los  espec- 
tadores después  de  la  fiesta,  a  dar  gracias  a  los  dioses 
bajo  los  auspicios  de  las  ninfas,  a  quienes  supongo 
vírgenes  y  hermosas.  El  Ninfeo  está  representado 
ahora  por  unas  cuantas  grutas  enfrente  del  teatro; 
la  central  tiene  una  pequeña  cascada  de  agua  clara 
y  todas  muestran  sus  muros  a  límites  de  roca,  tapi- 
zados por  una  planta  verde  y  fina  llamada  cabello 
de  Venus,  de  olor  suave  y  agradabilísimo.  El  mismo 
adorno  natural  tienen  algunas  tumbas  vecinas  y  son 


éstas  las  únicas  perfumadas  de  que  yo  haya  tenido 
noticia. 

Casi  contigua  al  teatro  se  abre  en  la  roca  viva  una 
ancha  zanja  o  calle;  en  sus  costados,  a  uno  y  otro 
lado,  a  modo  de  aposentos,  nichos  o  cuevas,  existen 
excavaciones  más  o  menos  grandes;  el  sitio  ha  sido 
la  necrópolis  de  la  gente  rica;  las  cuevas  eran  las 
tumbas  de  las  familias.  Siguiendo  la  vía,  se  llega  a 
una  alta  planicie  donde  se  encuentran  hoyos  practi- 
cados en  la  roca;  la  planicie  era  la  necrópolis  común 
y  los  hoyos  los  sepulcros.  Como  se  ve,  hasta  los  pobres 
tenían  sus  tumbas  de  granito  labradas  a  cincel  y 
martillo. 

Del  Ninfeo,  se  va  al  sitio  del  ¡palacio  de  Dionisio, 
donde  se  penetra  o  baja  más  bien,  a  la  parte  superior 
de  una  excavación  inmensa  llamada  la  «  Oreja  de  Dio- 
nisio» porque,  según  la  leyenda,  por  ahí  oía  el  tirano 
cuanta  palabra  se  pronunciaba  en  la  parte  inferior, 
convertida  en  prisión.  En  efecto,  se  oye  el  ruido  del 
menor  roce:  el  de  un  papel  al  romperse,  el  frote  de 
una  mano  con  otra  y  todo  esto  a  pesar  de  la  gran 
distancia  entre  el  plano  de  la  gruta  y  el  conducto 
superior.  Pero  debo  decir  con  verdad,  algunos  ruidos 
llegan  sumamente  desfigurados,  entre  otros  los  sonidos 
articulados,  razón  por  la  cual  la  oreja  de  Dionisio,  le 
debió  servir  de  poca  ayuda  para  descubrir  los  secretos 
de  sus  prisioneros.  Vista  la  abertura  superior  vamos 
a  la  inferior:  a  ella  se  penetra  bajando  a  un  sitio 
llamado  Paraíso,  jardín  y  huerto  formado  a  manera 
de  invernáculo,  en  una  inmensa  depresión  de  la  roca 
que,  en  cierta  porción,  la  correspondiente  a  los  lados 
contiguos  del  Paraíso,  se  halla  ahora  cortada  a  pique 
y  presenta  varias  cuevas,  una  de  las  cuales  corres- 
ponde a  la  oreja.    Dice  la  leyenda  que  parte  del 


—  152  — 


jardín  estaba  cubierto  por  una  lámina  de  la  misma 
roca,  siendo  por  lo  tanto  un  colosal  conservatorio  de 
plantas;  y  realmente,  en  lo  alto  se  ve  una  proyección 
como  si  fuera  el  resto  de  la  grandiosa  bóveda,  des- 
truida por  algún  terremoto  y  por  el  tiempo.  El  Paraíso 
debió  merecer  su  nombre;  plantas  raras,  ñores  exqui- 
sitas, claras  corrientes  de  agua  y  la  luz  viva  del 
sol  o  mitigada  en  la  sombra  de  las  grutas  frescas, 
han  debido  crear  una  escena  encantadora  (salvo  la 
prisión,  si  el  tirano  tuvo  la  mala  idea  de  hacerla 
contemporánea  del  Paraíso).  La  cueva  de  la  oreja 
estaba  llena  de  agua ;  no  pude  entrar,  pero  si  verla ; 
tiene  una  forma  conoidea  irregular  y  su  plano  infe- 
rior representa  una  S;  su  configuración  vertical,  es  la 
de  un  cartucho  invertido  con  prominencias  cónicas 
longitudinales  internas;  hacia  el  vértice  se  abre  una 
ventana  cuyo  borde  superior  presenta  un  apéndice 
en  forma  de  crisol,  adherido  hacia  arriba  por  su  base; 
este  apéndice  es,  según  el  cuidador,  el  tímpano  de  la 
oreja.  Dejo  al  sabio  lector  resolver  estos  tres  puntos: 
Io  Si  el  conjunto  reseñado  representa  una  oreja.  2o 
Si  en  caso  afirmativo,  la  oreja  es  de  hombre  o  de 
mujer.  3o  Si  en  caso  negativo  de  la  segunda  propo- 
sición, la  oreja  es  de  asno,  de  caballo  o  de  otro 
animal. 

Yo  sostengo  como  verdad,  sin  embargo,  que  la 
cueva  con  sus  reparticiones,  es  la  oreja  de  Dionisio, 
porque  así  se  llama  como  Dios  es  Dios  y  cada  uno 
por  la  misma  razón,  el  sujeto  que  su  nombre  indica. 
A  un  lado  de  la  caverna  se  ve  otra,  la  llamada  de 
los  Cordeleros,  porque  allí  unos  industriales  hacían 
cables  y  cuerdas,  no  sé  cuando;  es  también  muy 
grande;  los  restos  de  su  bóveda  están  sostenidos  por 
pilares  tallados  en  la  roca;  está  caverna  ha  sido  hecha, 


-  153  - 


dicen,  sacando  piedra  para  edificar  y  cortando  en  la 
masa  unida,  paralelepípedos  para  columnas,  obeliscos 
y  otros  adminículos.  En  realidad  todas  esas  maravillas 
no  son  sino  viejas  canteras.  La  presunta  tumba  do 
Arquímedes,  es  otra  cueva  como  hay  muchas. 


e 


DE  LONDRES 


Londres  puede  encontrar  similares  en  todos  Iqs  de- 
talles de  la  vida  de  la  gente  que  lo  habita,  como  del 
carácter  de  sus  edificios,  disposición  de  las  calles, 
índole  de  sus  instituciones  y  demás  enumerados,  que 
cualquiera  comprenderá;  pero  en  lo  que  Londres 
se  diferencia  de  todas  las  capitales  del  mundo  y  en 
lo  que  es  superior  a  todas  ellas,  es  en  sus  admirables 
parques,  principalmente  en  esa  maravilla  sin  ejemplo 
llamada  Hyde  Park.  He  visitado  todas  las  capitales 
de  Europa,  las  más  grandes  de  Norte  y  Sud  Amé- 
rica, varias  de  Asia  y  Africa;  pues  bien,  no  he  visto 
en  ninguna  de  ellas  nada  parecido  a  Hyde  Park. 

Lo  que  este  representa  en  lujo,  en  costo,  en  valor, 
en  sensaciones,  en  previsión  urbana,  en  salud,  en 
grandeza,  en  sorpresa,  en  economía  de  vidas,  en  exhi- 
bición, en  deleite,  en  comodidad,  en  satisfacción  moral 
y  reposo  físico,  en  halagos  de  toda  especie,  es  inapre- 
ciable. Sale  uno  dePicadilly  dondela  confusión  humana 
lo  aturde,  da  un  solo  paso  y  está  en  el  campo,  ente- 
ramente en  el  campo,  sin  ver  una  sola  casa,  está  en 
Hyde  Park,  con  cien  mil  compañeros  de  paseo,  debajo 
de  árboles  espesos,  limpios,  frescos,  sin  saberse  siquiera 
que  ahí  a  la  puerta  está  el  colosal  enjambre  de  palacios, 
de  hombres,  de  vehículos  y  de  miserias. 

iso 


La  facilidad  de  pasar  de  lo  microscópico  a  lo  gigan- 
tesco, en  ninguna  parte  se  encuentra  como  en  Londres. 
Un  individuo  que  sabe  silbar  bien,  hace  una  fortuna, 
y  si  se  llega  a  saber,  que  en  una  fonda  miserable  hay 
un  cocinero  especialista  en  la  confección  de  sopa  de 
tortuga,  la  fonda  y  el  fondero  llegan  en  una  semana 
al  apogeo  de  la  fama. 

Los  tránsitos  son  violentos  para  ciertas  cosas:  ¡de 
nada  a  todo! 

Hablan  mucho  de  la  miseria  de  Londres;  será  tan 
grande  y  tan  desesperante  como  se  quiera,  pero  más 
grande  y  más  añigente  para  quien  medita,  es  el  lujo. 
No  hay  idea  de  los  límites  que  alcanza  en  este  emporio 
del  mundo,  ni  se  puede  concebir  adonde  irá  a  parar. 
Lo  que  cuesta  a  algunos  de  sus  habitantes  una  hora 
de  tiempo  pasada,  dándose  lo  que  llaman  un  poco 
de  confort  en  la  alta  vida,  basta  en  algunos  casos 
para  mantener  un  mes  en  otras  ciudades  a  una  familia. 
La  desproporción  asusta. 

Todas  las  fastuosidades  de  la  historia  son  miserias 
ante  esto. 

Corren  ríos  de  oro  en  algunas  clases  y  en  deter- 
minados gremios,  sin  que  ninguna  exageración  les 
alarme.  Los  mercaderes  de  las  calles  centrales,  tienen 
un  aplomo  que  solo  iguala  a  su  descaro,  para  pedir 
precios  salvajes  por  cualquier  objeto;  pero  los  ingleses 
están  habituados  a  esas  diferencias  y  crueldades  fi- 
nancieras. 

Yo  atribuyo  el  prurito  de  elevar  las  cifras  a  la  unidad 
de  moneda.  Es  sabido  hasta  por  los  que  nada  saben, 
como  algunos  altos  funcionarios  de  nuestra  tierra,  que 
existe  en  todas  las  naciones,  más  bien  dicho,  en  todos 
los  hombres,  la  tendencia  a  calcular  con  relación  a 
la  unidad  habitual.  Así,  en  general,  lo  que  vale  en 


—  156  - 


Francia  un  franco,  vale  en  Italia  una  lira,  en  Ale- 
mania un  marco,  en  Inglaterra  un  chelín,  en  España 
una  peseta.  Pero  desgraciadamente  en  Inglaterra  no 
se  toma  como  unidad  el  chelín,  sino  la  libra  y  lo  más 
curioso  aún.  ni  siquiera  la  libra,  sino  la  guinea,  una 
moneda  que  existe  solo  para  los  fines  de  aumentar 
un  chelín  más  a  los  veinte  de  la  libra,  probablemente 
para  no  desairar  a  esa  unidad  secundaria  llamada 
chelín  y  hacerla  entrar  en  la  unidad  imaginaria  com- 
puesta de  una  libra  más  un  chelín. 

¿Vd.  cree  que  hemos  concluido?,  no  señor:  todavía 
falta  prestar  el  debido  acatamiento  al  penique  y  ha- 
cerlo entrar  en  el  precio  de  las  cosas;  un  objeto  vale 
siempre  tanto  y  seis  peniques,  nunca  chelines  o  libras 
o  guineas  solas.  Cualquier  inglés  o  habitante  de  Lon- 
dres que  vende  algo,  se  cree  deshonrado  si  no  añade 
al  precio  los  legendarios  seis  peniques,  los  cuales 
hacen  a  veces  un  triste  papel  al  lado  de  sumas  cuantio- 
sas, mil  libras  o  más  bien  mil  guineas  and  six  pence, 
por  ejemplo.  Nadie  se  ¡3uede  jactar  jamás  de  haber 
recibido  una  cuenta  de  su  sastre,  o  de  su  zapatero 
o  de  su  cualquier  cosa,  expresando  una  suma  re- 
donda. 

A  tal  punto  llega  la  rutina  y  la  obsesión  que  está 
costumbre  ridicula  produce  en  los  extranjeros,  que  uno 
está  tentado  de  añadir  six  pence  a  todas  sus  frases 
y  decir  como  solía  hacerlo  yo  con  ingleses  amigos  de 
confianza,  cuya  susceptibilidad  no  se  picaba  por  tan 
ligeras  críticas:  buen  día  and  six  pence;  tomará  Vd. 
café  and  six  pence? ;  recibí  su  tarjeta  and  six  pence; 
haw  you  my  dear  friend  and  six  pence. 

En  Buenos  Aires  cuando  destruyeron  el  antiguo  y 
comodísimo  peso  papel,  ya  pudo  calcularse  lo  que  iba 
a  suceder  y  ha  sucedido;  la  vida  se  iba  a  encarecer 


en  la  proporción  de  la  diferencia  en  el  valor  do  la 
moneda.  Verdad  que  hay  excepciones  a  la  regla. 

Así,  por  ejemplo,  en  el  Brasil  que  cuentan  los  ca- 
ballos por  patas  y  tienen  por  unidad  el  reis,  la  pe- 
quenez de  la  unidad  no  implica  baratura,  porque  un 
cigarro,  supongamos,  vale  doscientos  millones  de  reis, 
es  decir,  un  peso  and  six  pence, 

¿SO 

Hay  un  verdadero  furor  en  Inglaterra  por  las 
carreras  y  cada  hipódromo  tiene  sus  peculiaridades: 
el  Derby,  la  gran  masa  del  pueblo;  Ascot,  el  nivel 
elevado  de  la  concurrencia;  San  Down,  su  clientela 
especial  de  gente  que  va  en  carruajes  desde  Londres. 

Las  carreras  en  Ascot,  son  una  exhibición  de  lujo, 
de  belleza  y  de  aristocracia.  Hay  tres  sitios  principales 
para  la  concurrencia.  El  Royal  Enclosure,  para  los 
privilegiados  y  los  extranjeros  distinguidos;  el  gran 
Stand,  para  el  común  de  los  mortales  de  alta  estatura 
social,  y  otro,  no  sé  como  se  llama,  para  la  gente 
menor  o  con  poca  plata. 

Estos  recintos  son  los  que  nosotros  llamamos  palcos 
o  tribunas,  pero  mejor  dispuestos:  la  parte  en  esca- 
lones, por  ejemplo,  es  la  menos  socorrida;  del  pie 
de  los  últimos  asientos  nace  una  planicie  pendiente 
con  verde  césped  por  alfombra,  en  la  cual  las  Ladyes, 
como  dice  Plaza,  ponen  su  silla  y  hacen  grupos  con 
sus  amigas,  conservando  la  libertad  de  pararse,  ca- 
minar o  sentarse.  En  nuestros  hipódromos  no  hay 
como  hacer  semejante  cosa,  no  tenemos  sino  estos  dos 
extremos:  o  tierra  abajo  o  tablas  arribas;  pero  en 
cambio  tenemos  tirantes  en  todas  partes  Tras  de 
estos  recintos  hay  jardines,  parques  más  bien  dicho, 
con  árboles  grandes  o  pequeños,  con  flores,  con  fuentes, 


-  158  - 


con  luz  y  con  sombra,  donde  la  inmensa  concurrencia 
acude  en  los  intermedios  a  tomar  refrescos  o  comer, 
si  se  le  antoja.  Con  motivo  de  esta  observación  oí 
el  siguiente  diálogo : 

—  Supongo  que  los  hi¡3Ódromos  en  la  Argentina  son 
como  este,  dice  un  inglés. 

—  No,  contesta  un  argentino,  son  mucho  mejores. 
-Ah! 

—  Sí,  mucho  mejores,  no  tienen  adelante  esa  des- 
agradable pendiente  verde,  que  puede  hacer  daño  con 
su  humedad,  ni  árboles  que  quiten  la  vista. 

—  Pero  aquí  los  árboles  están  atrás  y  no  impiden 
ver  las  carreras. 

—  Atrás  o  adelante  poco  importa,  no  tenemos  ár- 
boles! 

—  ¿Y  dónde  van  los  concurrentes  en  los  intervalos? 

—  Abajo,  al  sol,  o  a  la  tierra,  o  se  quedan  en  su 
asiento,  principalmente  las  señoras  y  niñas,  porque 
allá  es  muy  mal  visto  que  una  niña  se  mueva. 

—  Y  no  van  en  coches,  no  hacen  pic-nic,  lunchs ! . .  . 

—  Antes  bien:  ahora  hemos  abolido  esa  costumbre 
por  ser  poco  seria  y  no  avenirse  con  nuestro  alto  ca- 
rácter nacional. 

—  ¡Son  Vd.  admirables!  dijo  el  inglés,  cerrando  la 
conversación. 

—  He  mencionado  los  coches;  hay  que  citarlos 
entre  los  recintos  o  sitios  desde  los  cuales  los  con- 
currentes ven  las  carreras  y  contarlos  con  mención 
honrosa.  Describiré  no  más  que  el  mailcoach  de 
nuestro  reciente  huésped  señor  Drucker. 

Llegó  ágil  como  una  golondrina  y  después  de  des- 
enganchados los  caballos,  cuatro  mozos  de  librea  lo 


pusieron  en  la  fila  do  los  otros  cien  coches  del  Club 
(para  todo  hay  club  en  Londres)  en  el  sitio  llamado 
Coaching  Club  Enclosuro,  enfrento  de  los  palcos ;  ágil 
venía  y  sin  embargo,  cuatro  doncellas  preciosas,  dos 
señoras  buenas  mozas  y  distinguidas  y  seis  sujetos 
más  o  menos  titulados  del  sexo  desagradable,  coro- 
naban su  cumbre;  más  abajo  iban  lacayos  y  sirvientes, 
y  en  sus  entrañas  moraban,  como  se  vió  después,  sal- 
mones, conservas,  pollos  y  pavos  asados,  espárragos, 
verdes  arvejas,  perdices  en  escabeche  encantadoras, 
helados,  frutas  y  vinos  de  varias  clases,  haciéndose 
notar  el  solícito  champagne;  todo  ello  acompañado  de 
fuentes,  platos  y  cajas  de  plata,  cubiertos  y  vasos 
apropiados,  blanca  servilleta  y  finos  manteles,  desti- 
nados a  extenderse  en  una  mesa  que  no  sé  de  dónde 
salió  y  debajo  de  una  tienda  de  campaña,  que  vino  al 
sitio  como  llovida. 

Todos  estos  preparativos  abajo,  eran  para  los  ca- 
balleros; a  las  damas  se  les  servía  arriba,  en  tablas 
afortunadas  que  ellas  colocaban  sobre  sus  faldas  y 
era  un  primor  ver,  protegidos  por  quitasoles,  pues 
daba  el  caso  de  haber  sol  en  la  circunstancia,  rostros 
divinos,  de  mujeres  encantadoras,  comiendo  con  unas 
bocas  deliciosas,  sobre  nubes  de  encajes  y  bebiendo 
a  su  gusto  en  copas  de  plata,  menos  blanca  que  el  cutis 
de  sus  frentes  (no  hablo  de  las  mejillas,  porque  estaban 
tantalizantemente  rosadas).  Mientras  tanto,  en  la  tien- 
da, Mr.  Drucker  parecía  un  repartidor  de  felicidades  y 
llamo  tales  a  las  pechugas  de  pavo,  a  las  rebanadas 
de  jamón  y  a  las  lenguas  inocentes  de  animales 
muertos,  en  gracia  de  Dios,  por  no  haber  hablado 
nunca  mal  de  sus  semejantes;  todo  ello  bautizado  con 
sendos  tragos  de  espumosos  vinos  o  respetables 
añejos. 


—  1(50  - 


Sospecho  que  eso  de  las  carreras  es  una  invención ; 
no  he  visto  a  nadie  preocuparse  de  los  caballos,  ni  de 
cosa  alguna  hípica. 

Antes  del  lunch,  la  concurrencia  se  entretenía  en 
pasear  y  en  admirarse  recíproca  y  reflexivamente; 
durante  el  lunch,  lo  dicho  basta,  y  después,  vuelta  ala 
inspección  de  aquellas  plantas  accidentales,  nacidas 
en  la  pradera  y  ostentando  un  lujo  de  colores,  y  una 
feria  de  trajes,  un  sueño  de  tules  y  unos  atrevimientos 
británicos  de  belleza  incomparable,  quizá  aumentados 
por  los  efectos  de  un  buen  almuerzo,  cosa  que,  como  se 
sabe,  es  un  consuelo  en  la  vida  y  un  elemento  fa- 
vorecedor de  las  sensaciones  optimistas. 

Verdad  es  también,  que  la  familia  real  hace  una 
terrible  competencia  a  los  caballos  y  a  todo  espectáculo; 
donde  está  la  familia,  aun  que  sólo  sea  representada 
por  el  príncipe  de  Gales,  el  hombre  más  simpático  de 
Inglaterra,  o  un  alemán  adquirido  por  parentesco  po- 
lítico, ya  el  público  no  venada.  Pero  esto  se  explica 
sobretodo,  cuando  está  la  duquesa  de  York,  que  es 
muy  bonita. 


DE  MOSCOW 

A  SAN  PETERSBURGO 


De  la  ciudad  santa  a  la  capital  rusa  debe  irse  en 
vagón  dormitorio,  si  se  quiere  ir  en  buenas  condi- 
ciones y  debe  tomarse  el  tren  de  noche,  porque  así  se 
tiene  dos  ventajas:  no  ver  los  letreros  ininteligibles  de 
las  estaciones  y  soñar  durante  el  viaje. 

1  Qué  deleite  dormir  a  razón  de  sesenta  kilómetros 
por  hora,  interrumpiendo  el  sueño  metódicamente,  des- 
pachándolo por  entregas,  distribuidas  en  las  estaciones 
de  la  vía,  con  derecho  de  suspender  la  edición ;  des- 
pertándose en  cada  parada,  como  los  molineros  cuando 
cesa  de  andar  el  molino,  o  como  los  poseedores  de 
relojes  mete-bulla,  norte-americanos,  cuando  el  pén-. 
dulo  deja  de  entonar  apuradamente  su  tictac. 

Dormir  soñando,  adormecido  a  medias  por  el  soplo 
ruidoso  de  la  máquina  y  el  fragor  de  los  rieles,  sor- 
prendidos en  su  quietud  por  el  brusco  atropello  de  los 
vagones;  dormir  vareando  las  distancias,  como  si  uno 
las  recorriera  en  un  desmayo  atado  al  lomo  de  un  ca- 
ballo furioso ;  pasar  la  noche  en  ese  estado  de  percep- 
ción obscura,  no  sabiendo  quien  es  uno  mismo  y  viendo 
desfilar  los  amigos  de  la  patria  lejana  ylos  objetos 
confusos  de  los  países  recorridos,  juntando  tiempos  se- 
parados y  ajustando  hechos  sin  posible  ensambladura. 


11 


-  162  - 


Las  caras  de  las  gentes  aparecen  y  se  borran  risue- 
ñas, adustas,  enojadas,  indiferentes,  sin  saberse  porqué. 
Unos  dan  vuelta  la  espalda  y  se  van  sin  motivo,  otros 
hablan,  entran,  salen,  llevan  y  traen  muebles,  papeles, 
bastones,  paraguas  y  el  tren  se  detiene  otra  vez,  la 
falange  desaparece,  se  oye  pasos  y  voces  en  el  andén; 
algún  pasajero  que  sube  o  baja;  uno  se  da  vuelta  en 
su  cama,  girando  sobre  su  propio  eje  para  no  caerse, 
recoge  la  frazada  roja,  transparente  e  inútil  para  el 
abrigo  y  cuando  vuelve  el  tren  a  estremecerse,  antes 
de  soltarse  como  un  loco  a  través  de  esos  campos  de 
Dios,  revolcándose  en  las  cintas  de  hierro  intermina- 
bles, uno  se  acomoda  para  emitir  otra  serie  de  sueño 
hipotecario. 

Y  vuelven  los  personajes  a  pasar  con  la  misma  cara 
de  antes,  haciendo  las  mismas  cosas  sin  motivo,  sin 
razón  y  sin  propósito,  como  fantasmas  que  son. 

Si  no  fuera  por  los  sueños  mientras  se  duerme  y  por 
las  fantasías  del  cerebro  mientras  cree  estar  despierto 
¡qué  pronto  se  olvidaría  uno  de  todos!  Las  noticias  de 
las  personas  queridas  no  bastan  para  mantenerlas 
vivas  en  nuestra  mente;  es  necesario  evocarlas,  verlas 
o  soñarlas. 

La  prueba  fisiológica  resulta  de  la  observación  si- 
guiente: Hace  diez  años  que  usted  no  ha  visto  a  un 
amigo  suyo,  con  quien  mantiene  correspondencia. 

Las  cartas  lo  instruyen  a  Vd.  del  estado  de  los  ne- 
gocios, de  los  asuntos  de  la  familia,  de  los  chismes 
acreditados  y  de  mil  otros  hechos  importantes;  le 
dejan  ver  también  la  decadencia  de  las  afecciones,  en 
la  disminución  del  texto  y  la  conformidad  con  su 
ausencia,  en  la  elección  de  las  expresiones  ya  más  frías 
y  reglamentarias.  Todo  esto  es  noticia,  noticia  pura, 
incapaz  de  darle  la  sensación  del  amigo,  y  en  prueba 


-  163  - 


de  ello  cuando  usted  piensa  en  él,  no  lo  ve  a  través  de 
los  datos  trasmitidos  en  diez  años,  sino  exactamente 
como  lo  dejó,  de  la  misma  edad,  con  el  mismo  vestido 
y  la  misma  fisonomía. 

Por  eso  no  son  buenas  las  ausencias  largas;  uno 
conserva  en  la  mente  la  última  visión  y  mientras  tanto 
los  años  han  trabajado  y  el  amigo  que  usted  dejó 
joven,  amable  y  feliz,  es  ahora  otro  hombre,  casi  un 
extraño.  La  primer  entrevista  de  dos  ¡personas  que  no 
se  han  visto  en  mucho  tiempo,  es  siempre  agresiva;  las 
dos  se  encuentran  chocantes  y  desagradables. 

Donde  se  puede  ver  este  fenómeno,  con  vidrio  de 
aumento,  es  en  un  corral  de  gallos,  pollos  y  gallinas.  Si 
imitando  a  los  muchachos,  uno  les  pinta  la  cabeza  con 
agua  y  carbón  a  dos  pollos  hermanos,  antes  muy  ami- 
gos, y  los  pone  en  frente  así  pintados,  los  dos  se  aco- 
meten y  el  combate  se  empeña,  sembrando  plumas 
inocentes  en  la  arena. 

Una  vez  encontré  en  la  calle  a  un  médico  joven 
todavía  y  no  mal  parecido,  con  la  fisonomía  descom- 
puesta y  aire  huraño. 

—  Qué  hay  le  pregunté?  —  Ves  aquella  mujer,  me 
contestó.  —  Si  la  veo,  pero  no  es  una  mujer;  es  una 
vieja  gorda,  le  dije— Pues  oye. .  .  ¡fué  mi  novia  hace 
ocho  años  y  estoy  espantado  y  temblando  de  miedo 
retrospectivo,  al  pensar  que  si  me  hubiera  casado,  eso 
sería  ahora  mi  mujer,.  . .  y  te  digo:  era  bonita  y  yo  la 
quería  mucho,  estuve  loco  por  ella. . .  mira  si  me  caso! 

Ahí  concluyó  la  conversación. 


SAN  PETERSBURGO 


La  ciudad  de  San  Petersburgo,  fué  fundada  por  - 
Pedro  el  Grande,  en  un  sitio  endiablado,  donde  no 
había  ni  tierra,  ni  piedra,  ni  madera,  ni  cosa  alguna 
para  edificar.  Las  inundaciones  causadas  por  el  Neva, 
ya  por  crecientes,  ya  por  retención  de  sus  aguas  a  su 
entrada  al  golfo  cuando  el  mar  las  rechazaba,  acre- 
centaban enormemente  las  dificultades  de  la  construc- 
ción. Pero  todo  el  mundo  sabe  lo  testarudo  que  era  el 
amigo  Pedro  el  Grande  y  no  extrañará  su  insistencia. 
Durante  muchos  años  tuvo  un  ejército  de  cuarenta  mil 
peones  metidos  en  el  barro  haciendo  el  suelo  de  la  fu- 
tura ciudad  y  no  dejó  llegar  al  sitio  elegido,  buque, 
carro,  animal  o  persona  sin  que  fuera  cargado  con 
piedras,  tierra,  cal,  madera,  ladrillo  u  otro  material 
para  la  construcción.  Catalina  II,  la  gran  emperatriz 
a  quien  ninguno  de  nosotros  querría  para  esposa, 
continuó  la  obra,  y  después  los  gobernantes  que  le  su- 
cedieron la  completaron.  Así  San  Petersburgo  ha 
nacido  entre  las  aguas,  gracias  a  uno  de  aquellos  es- 
fuerzos colosales  del  hombre,  sometido  al  más  rudo  y 
penoso  trabajo  durante  largos  años  por  una  férrea 
tiranía. 

Sus  monumentos  y  edificios  son  admirables  y  sus 
riquezas  incalculables.  No  intentaré  por  cierto  descri- 


-  165  — 


birlos,  contentándome  con  mencionar  algunos  y  apun- 
tar ciertos  detalles. 

Va  de  suyo  que  una  parte  principal  corresponde  a 
las  iglesias ;  los  rusos,  ya  lo  he  dicho,  son  muy  reli- 
giosos y  es  deber  del  viajero  comenzar  su  inspección 
por  los  monumentos  consagrados  al  culto. 

Nuestra  primera  visita  fué  a  la  iglesia  de  San  Isaac 
donde  presenciamos  un  casamiento,  cuyos  trámites  en- 
contrarán ustedes  en  lugar  oportuno.  Entre  tanto,  si 
quieren  hacerse  una  idea  de  este  magnífico  templo, 
figúrense  ustedes  unas  cuantas  docenas  de  cilindros 
de  granito  pulido,  de  18  metros  más  o  menos  de  largo, 
treinta  o  más  toneladas  de  bronce  primorosamente 
labrado  ;  tanto  pórfiro  como  para  cubrir  una  plaza ; 
media  montaña  del  mármol  más  rico  y  más  variado 
en  colores,  perfectamente  trabajado;  dos  mástiles 
gruesos  de  lápiz  lázuli;  diez  o  doce  árboles  corpulen- 
tos de  malaquita;  un  centenar  de  cuadros  preciosos 
que  parezcan  pintados  por  célebres  artistas  y  que  sean, 
sin  embargo,  de  mosaico ;  setecientos  u  ochocientos  me- 
tros cuadrados  de  láminas  de  oro;  ídem,  ídem  de 
plata;  treinta  o  cuarenta  barricas  medianas,  llenas 
de  perlas,  esmeraldas,  rubíes,  brillantes,  topacios  y 
otras  piedras  preciosas,  algunas  de  tamaño  alarmante; 
una  docena  de  puertas  colosales,  compuestas  de  bajo- 
relieves;  muchos  cuadros  pintados  con  gusto  exqui- 
sito, representando  ángeles,  santos,  santas  y  vírgenes; 
personajes  todos  de  la  mejor  belleza  propia  de  su 
sexo ;  agreguen  a  esto,  imágenes,  muebles  y  utensilios 
en  cantidad  variada,  cuanto  ornamento  se  les  ocurra 
y  por  fin  todos  los  materiales  de  construcción  de  uso 
común ;  añadan,  además,  un  Espíritu  Santo,  de  plata, 
de  dimensiones  mayores  que  las  del  cóndor  más 
grande  de  los  Andes,  y  con  este  acopio,  tengan  la 


—  166  — 


bondad  de  construir  en  su  fantasía  una  buena  iglesia, 
distribuyendo  los  objetos  convenientemente,  es  decir, 
parando  los  grandes  monolitos  de  granito,  poniéndo- 
les por  base  y  chapitel  los  bronces  labrados,  cubriendo 
el  piso  de  pórfiro,  revistiendo  los  zócalos  de  mármol, 
adornando  los  altares  con  las  columnas  de  lápiz  lá- 
zuli,  colocando  los  mosaicos  en  su  sitio,  recortando  las 
láminas  de  oro  y  plata  como  para  formar  vestidos  y 
coronas  a  los  cuadros  de  santos,  de  tal  manera,  que 
sólo  dejen  ver  de  ellos  las  manos  y  la  cara,  a  la 
usanza  rusa;  incrustando  las  piedras  preciosas  y  las 
perlas,  en  los  arriba  mencionados  ropajes  metálicos, 
distribuyendo  las  pinturas,  los  útiles  y  los  muebles, 
ajustando  las  puertas  y  por  fin,  suspendiendo  en  lo 
alto  de  la  cúpula,  al  Espíritu  Santo  de  plata,  y  fecho 
lo  enumerado,  tendrán  ustedes  el  facsímil  de  la  Igle- 
sia de  San  Isaac,  cuyo  edificio,  sin  su  contenido,  ha 
costado  veinticinco  millones  de  rublos,  es  decir,  igual 
suma  de  nuestra  moneda,  su  depreciación  no  ha  pa- 
sado aún  de  200  por  ciento. 

ISO 

De  los  numerosos  palacios  o  locales  cuya  inspec- 
ción es  importante,  situados  en  las  cercanías  de  la 
capital,  sólo  visitamos  el  palacio  de  Tzarcoe  Selo,  em- 
bellecido principalmente  por  Catalina  II.  Está  en  la 
aldea  del  mismo  nombre,  donde  hay  casas  dispuestas 
para  alojar  a  las  familias  de  la  corte  durante  el  ve- 
rano. La  Gran  Catalina  prefería  esta  residencia  y  la 
había  embellecido  con  cuanto  puede  soñar  la  fanta- 
sía. Sus  salones  son  inmensos  y  de  un  lujo  realmente 
maravilloso.  El  número  de  estatuas,  cuadros  y  demás 
obra  de  arte,  es  incalculable.  Puede  decirse  que  de 
todos  los  hombres  célebres  del  mundo,  guerreros,  poe- 


—  167  - 


tas  o  artistas,  hay  un  busto  o  una  estatua.  Sus  colum- 
nas son  del  más  rico  material ;  algunas  de  ellas 
tuvieron,  en  otro  tiempo,  un  revestimiento  en  la  base  y 
chapitel  de  metal  dorado  ;  como  se  deteriorara,  so  trató 
de  reparar  el  desgaste  y  los  artistas  llamados  para  el 
caso,  no  llegando  a  concertar  las  condiciones,  ofrecie- 
ron por  los  restos  una  suma  fabulosa.  Catalina  con- 
testó que  aun  no  estaba  en  el  caso  de  vender  sus 
andrajos.  Juzgúese  por  esta  anéctoda  del  valor  del 
palacio. 

Admírase  en  él,  la  distribución  científica  y  sabia,  su 
inmensa  comodidad  y  su  lujo.  El  salón  llamado  ama- 
rillo, está  cubierto  de  incrustaciones  de  ámbar,  el  blan- 
co, de  plata,  y  el  de  lápiz  lázuli,  de  placa  de  esta  piedra. 
No  hay  un  adorno  que  no  sea  una  joya ;  todo  es  oro, 
mármol,  plata,  pórfiro,  malaquita,  lápiz  lázuli,  ámbar, 
jaspe,  alabastro,  estuco,  pinturas  finas,  frescos,  porce- 
lanas, seda,  terciopelo,  nácar  y  cuanto  producto  valioso 
hay  en  la  naturaleza.  Las  habitaciones  íntimas,  ofre- 
cen la  más  lujosa  disposición  ;  todo  en  ellas  está  pre- 
visto, no  sólo  para,  una  familia  sino  para  una  corte, 
pues  el  palacio  es  muy  grande.  Los  salones  de  baile 
y  los  comedores  pueden  contener  cientos  de  individuos. 

Hay  un  comedor  particular  en  un  pabellón  especial, 
capaz  de  suscitar  mil  ideas  románticas  y  un  tanto 
comprometedoras,  es  el  comedor  de  Catalina  para 
sus  reuniones  íntimas ;  ocupa  el  primer  alto  del  pa- 
bellón, su  decoración  corresponde  al  resto  del  pala- 
cio, en  cada  ángulo  de  la  pieza  hay  un  saloncito  de 
confianza,  con  muy  pocos  muebles,  apenas  los  necesa- 
rios para  dos  personas.  La  mesa  ocupa  el  centro  y  es 
una  mesa  inteligente  ;  se  mueve  y  se  sirve  sola,  a  lo 
menos  así  parece  a  los  convidados,  quienes  no  ven 
ningún  sirviente  indiscreto  ni  discreto.  Por  medio  de 


-  168  - 


un  mecanismo,  el  centro  y  un  redondel  debajo  de  cada 
plato,  bajan  al  piso  inferior  y  suben  con  las  viandas. 
Además  hay  otras  mesitas  mecánicas,  también  para 
dos  y  cuatro  personas.  Los  invitados  por  la  señora 
Catalina  eran,  pues,  gentes  tratadas  como  cuerpo  de 
rey  ;  durante  la  comida  y  después  de  ella,  podían  ha- 
blar y  otras  yerbas  sin  temor  de  ser  oídos  ni  vistos 
por  la  servidumbre,  compuesta  generalmente  de  gentes 
muy  murmuradoras  y  parlanchínas.  Para  comple- 
mento, este  comedor  tiene  escaleras  excusadas  que  con- 
ducen al  parque,  por  caminos  inaccesibles  a  la  curio- 
sidad de  los  extraños. 

Indudablemente  la  señora  Catalina  y  sus  amigas, 
se  daban  muy  buena  vida  en  aquellos  tiempos,  que 
Dios  bendiga. 

El  comedor  de  los  banquetes  es  de  un  gusto  exqui- 
sito y  de  un  lujo  fabuloso. 

Las  piezas  privadas  de  Catalina  son,  como  se  com- 
prende, las  más  esmeradas  ;  una  de  ellas  está  reves- 
tida de  porcelana  de  Sevres. 

Rodea  el  palacio  un  parque  inmenso,  lleno  de 
sorpresas  y  caprichos,  en  el  cual  los  árboles  y  las 
plantas  más  bellas  se  han  dado  cita ;  lo  adornan  a 
más,  puentes,  grutas,  construcciones  imitando  ruinas, 
glorietas,  columnas,  puentes  de  mármol,  pabellones 
chinos,  jardines  y  pequeñas  cascadas.  Debajo  de  un 
obelisco  egipcio  está  el  sepulcro  de  los  tres  perros  fa- 
voritos de  Catalina  II,  descansando  en  paz. 

Pero  aun  falta  algo.  Por  una  escalinata  amplia  se 
baja  del  palacio  hasta  la  orilla  de  un  lago,  cuya  mar- 
gen opuesta  se  pierde  para  la  vista  a  la  distancia ; 
sus  aguas  son  tranquilas  y  limpias,  ni  una  hoja  seca 
destruye  la  pulidez  de  su  cara  plana,  su  fondo  está 
alfombrado  con  plantas  marinas,  visibles  en  la  mayor 


profundidad;  bandadas  de  cisnes  blancos  y  negros 
navegan  a  lo  lejos  y  hacia  un  lado  se  balancean  em- 
barcaciones de  bonita  forma,  en  las  que  los  visitantes 
pueden  pasear. 

En  las  inmediaciones  del  lago  se  encuentra  un  mu- 
seo de  buques,  representando  la  forma  de  todos  los 
aparatos  flotantes  conocidos. 

Alejandro  I  habitaba  con  frecuencia  este  palacio 
encantado  ;  allí  están  sus  piezas  acomodadas  como 
cuando  él  vivía;  en  uua  de  ellas  se  ven  sus  objetos  do 
uso,  peines,  tijeras,  navajas  de  barba,  su  cartera,  su 
espejo  de  mano,  su  pañuelo,  sus  vestidos  y  hasta  sus 
botas;  todo  conservado  como  reliquia. 


DE  STOKOLMO  A  COPENHAGUE 


Puede  irse  de  Stokolmo  a  Copenhague  por  mar  o 
por  tierra  y  mar.  Aquí  también  nosotros  preferimos 
hacer  el  viaje  mixto;  fuimos  hasta  Malmoe  por  el  tren 
y  de  allí  en  dos  horas  nos  pusimos  en  la  Capital  de 
Dinamarca,  a  bordo  de  un  vapor  bastante  rápido.  Esta 
ciudad  tiene  un  puerto  muy  cómodo.  Como  en  casi 
todos  los  pueblos  de  los  Países  Bajos,  la  bahía  se  con- 
funde con  los  barrios  edificados;  el  mar  entra  en  las 
calles  y  los  buques  siguen  el  ejemplo. 

Un  paseo  por  el  interior  y  las  orillas  de  Copenhague, 
es  de  regla  y  si  el  viajero  lo  hace,  no  le  pesará,  pues 
irá  viendo  nuevos  paisajes  a  cada  paso,  encontrando 
jardines,  puentes,  estatuas  y  monumentos,  sin  dejar 
de  tomar,  de  tiempo  en  tiempo,  el  mar  su  parte  en  el 
panorama. 

Las  vías  públicas  están  llenas  de  pájaros  libres, 
cuya  vida  está  garantida  por  las  costumbres.  En  las 
plazoletas  hay  instalaciones  para  la  venta  de  frutas  y 
flores  y  por  los  canales  circulan  barcos  con  pescados 
vivos,  mantenidos  en  recipientes  especiales,  hasta  el 
momento  de  venderlos.  Los  copenhaguenses  son,  pa- 
rece, muy  desconfiados  respecto  a  la  frescura  de  los 
pescados  y  hacen  bien. 


—  171  - 


Dignas  son  de  mencionarse  las  ruinas  de  un  palacio. 
No  hace  mucho  éste  se  quemó,  salvándose  sólo  las 
caballerizas.  No  se  trata  aún  de  reedificarlo  por  eco- 
nomía. El  gobierno  ha  descubierto  que  se  puede  vivir 
sin  el  palacio. 

ISO 

El  mejor  tiempo  do  un  viajero  debe  dedicarse  al 
Museo  Thorwaldsen;  un  museo  llenado  por  un  hombre. 
El  autor  de  los  maravillosos  trabajos  de  este  instituto, 
era  dinamarqués;  hizo  sus  estudios  en  Roma  y  allí 
modeló  la  casi  totalidad  de  sus  obras,  cuyos  originales, 
en  su  mayor  parte,  fueron  adquiridos  por  el  gobierno 
de  su  patria.  Las  esculturas  de  Thorwaldsen  son  las 
más  populares;  muchas  fotografías  de  ellas  son  cono- 
cidas en  el  mundo  entero ;  algunas  he  visto  en  Buenos 
Aires,  sin  saber  que  correspondían  a  las  obras  del  cé- 
lebre escultor. 

Mencionaré  unas  cuantas:  La  estatua  de  Pío  V  —  El 
Amor  y  Psiché  —  El  mismo  tema  en  bajo  relieve  —  Ge- 
nios cantando  —  Edades  del  amor  —  Las  musas  —  Las 
tres  gracias  —  La  Venus  de  la  manzana  —  La  noche  y 
el  día  — La  muerte  y  el  sueño  —  Mercurio — Los  doce 
apóstoles  y  Jesucristo,  que  ocupan  un  salón.  —  Un 
pastor,  magnífica  estatua  —  Las  tres  gracias  y  el  Amor 
y  Adonis  —  Las  cuatro  edacjes  —  Hilas  arrastrado  por 
las  ninfas,  hombre  feliz— Otro  Hilas,  igualmente  arras- 
trado por  las  mismas  tenaces  ninfas  —  Una  pastora. — 
El  nido  de  amores,  y  cien  esculturas  más. 

La  mayor  parte  de  estos  trabajos  son  bajo-relieves 
de  una  belleza  sobrehumana,  de  una  sencillez  antigua 
y  de  una  gracia  exquisita.  Thorwaldsen,  es  hasta  hoy, 
inimitable;  hay  algo  de  sublime  y  de  ideal  en  sus  con- 
cepciones y  tal  arte  en  la  ejecución,  que  los  entendidos 


—  172  - 


comparan  al  célebre  escultor  con  los  maestros  de  la 
antigua  Grecia.  Sus  bajo -relieves  están  dotados  de  una 
serena  y  elevada  hermosura.  Su  tema  favorito  era  el 
amor  y  lo  ha  tratado  con  una  delicadeza  encantadora. 

En  la  parte  alta  del  edificio  hay  una  regular  colec- 
ción de  cuadros;  pero  nada  existe  en  Copenhague, 
superior  ni  igual  a  la  colección  de  esculturas  Thor- 
waldsen.  Muchos  viajeros  van  a  la  capital  de  Dina- 
marca, por  solo  ver  las  obras  de  este  hombre  inmortal. 

La  ciudad  posee  también  una  galería  de  pinturas 
digna  de  ser  vista,  y  un  museo  de  antigüedades  bas- 
tante bueno,  aunque  inferior  al  de  igual  clase  de 
Stokolmo. 

De  Copenhague  hicimos  el  viaje  en  tren  hasta  Kor- 
sor;  allí  nos  embarcamos,  junto  con  nuestro  tren,  en 
un  buque  con  rieles,  siguiendo  en  el  doble  y  curioso 
vehículo  hasta  Niborg,  'puerto  de  una  isla  muy  linda, 
poblada  e  industriosa.  El  buque  metió  su  proa  entre 
dos  muelles;  un  puente  con  rieles  bajó  hasta  el  nivel 
de  la  cubierta  del  navio;  el  tren  embarcado  se  puso  en 
movimiento,  tomó  los  rieles  del  puente  y  siguió  por 
tierra  a  través  de  la  isla,  hasta  un  punto  llamado  Stribe, 
pasando  por  una. villa  cuyo  nombre  es  Odense.  En 
Stribe  el  tren  se  embarcó  de  nuevo,  junto  con  nosotros, 
para  desembarcar  en  Fredericia  y  seguir  por  tierra 
hasta  Hamburgo. 

Este  viaje  en  tren  por  el  mar,  es  por  demás  curioso, 
agradable  y  lleno  de  novedad. 


LOS  CASTILLOS  DEL 

REY  DE  BAVIERA 


La  planicie  que  se  extiende  al  pie  de  las  montañas 
sobre  las  cuales  se.  hallan  trepados  los  dos  castillos, 
ocupa  un  alto  nivel;  varias  villitas  se  muestran  dise- 
minadas en  ella;  un  arroyo  nacido  de  un  lago,  formado 
al  pie  de  Hohenschwangau,  la  recorre  serpenteando  en 
su  superficie;  a  lo  lejos  se  ve  los  diversos  promonto- 
rios y  picos  de  los  Alpes,  y  en  las  vecindades  de  las 
pendientes  próximas,  bosques  de  pinos  y  otros  árboles 
elevados,  siempre  verdes. 

De  la  planicie,  los  castillos  parecen  trepados  en  la 
roca  y  manteniéndose  apenas  en  equilibrio.  Neusch- 
wanstein,  que  descompuesto  en  palabras  quiere  decir 
Nuevo-cisne-piedra,  parece  en  realidad  un  cisne  blanco 
parado  en  las  escarpadas  rocas. 

¡Qué  lujo  de  imaginación  el  de  Luis  II!  Su  cisne 
blanco  en  la  piedra  domina  el  inmenso  y  grandioso 
panorama.  Hacia  un  lado,  un  corte  en  la  montaña,  joor 
el  cual  baja  un  torrente  de  agua  formando  una  cascada, 
que  canta  su  música  imponente,  hora  por  hora,  du- 
rante siglos;  sobre  la  cascada  un  airoso  puente  de 
fierro  ligando  las  dos  peñas;  más  allá  los  lagos  a  cuyos 
bordes  reposan  pequeños  grupos  de  casas,  y  domi- 
nando lagos  y  aldeas,  el  viejo  castillo  de  Hohensch- 


-  174  - 


wangau,  como  un  cisne  negro,  pronto  a  desprenderse  y 
rodar  en  la  pendiente.  De  lejos  Neuschwanstein  parece 
colocado  en  una  entalladura  de  las  rocas,  mientras 
que  está  en  una  sección  destacada  de  la  montaña 
mayor  y  separada  de  ella  por  una  grande  hendidura, 
lecho  del  río,  caído  de  setenta  metros,  altura  de  la 
cascada. 

Contra  todas  las  probabilidades,  un  cómodo  camino 
de  carruaje  ha  sido  practicado  desde  el  llano  hasta  el 
castillo. 

La  naturaleza  había  hecho  casi  inaccesible  el  sitio. 
Luis  II  lo  puso  al  alcance  de  los  rodados;  la  vía  tallada 
en  la  montaña,  está  protegida  por  calzadas  y  para- 
petos en  algunas  partes.  Grandes  árboles  le  dan  su 
sombra  y  de  trecho  en  trecho  aparece  una  vertiente, 
una  fuente  o  un  pico  de  agua  corriente.  Un  puente 
levadizo  tendido  sobre  un  foso,  permite  la  entrada  al 
castillo. 

El  edificio  es  de  cinco  pisos  sin  contar  desvanes,  su 
techo  es  de  cobre,  tiene  varias  torres,  una  de  ellas 
muy  alta.  Desde  las  piezas  de  los  sirvientes  y  la 
cocina,  comienza  el  lujo.  Todos  los  departamentos 
están  provistos  de  aire  caliente  y  agua.  Los  muebles 
son  de  una  riqueza  imponderable;  los  tapices,  las 
sederías  y  los  recamados  de  oro,  no  van  en  zaga  a  los 
mejores  de  la  tierra.  Junto  al  gabinete  de  trabajo  o 
escritorio,  hay  una  gruta  excavada  en  la  misma  roca, 
con  piedras  giratorias  por  puertas,  adornada  original 
y  caprichosamente;  su  salida  conduce  a  una  galería 
que  es  otra  gruta  abierta,  de  la  cual,  como  de  todos  los 
balcones  del  castillo,  se  goza  de  un  panorama  ideal. 

El  dormitorio,  el  oratorio  y  comedor  no  desmienten 
el  gusto  y  lujo  ya  señalados;  el  dormitorio,  sobre  todo, 
es  de  una  gran  delicadeza  de  estilo.  Un  cisne  de  plata 


-  175  — 


surte  de  agua  estas  piezas.  Los  cisnes  esculpidos  en 
los  muebles,  hechos  en  porcelana,  fundidos  en  metal  o 
pintados  en  los  muros,  están  profusamente  distribuidos 
en  todas  las  habitaciones. 

Decoran  los  muros  varios  frescos,  historiando  leyen- 
das o  poemas ;  al  pie  de  cada  cuadro  se  lee  un  nombre 
sino  célebre,  muy  conocido  al  menos. 

La  sala  del  trono,  espaciosa,  rodeada  de  columnas 
que  soportan  una  galería  dividida  en  compartimentos, 
ofrece  en  sus  muros  cuadros  alegóricos  a  las  relaciones 
de  la  Religión  con  el  Real  Poder.  Su  piso  es  de 
mosaico  italiano. 

Por  fin  hay  en  el  castillo  un  teatro  regio,  lujoso  y  de 
buen  gusto  y  una  serie  de  habitaciones  aun  no  con- 
cluidas, dedicadas  por  el  rey  a  la  mujer  y  a  la  familia 
que  no  tuvo  sino  en  la  mente. 

Los  cuadros,  solo  pintados  en  las  paredes,  si  fueran 
transportados  a  la  tela,  formarían  cuatro  fortunas. 


BUDA-PESTH 


Pesth  hace  recordar  a  La  Plata;  no  se  por  que, 
pues  no  se  parece  en  nada.  Quizá  una  serie  de  mag- 
níficos edificios  en  una  semidespoblación,  sea  la  causa 
de  esa  impresión. 

A  lo  largo  del  Danubio,  en  cuyas  dos  orillas  se  han 
construido  las  dos  ciudades,  Buda  y  Pesth,  reunidas 
después,  hay  una  calle  alta  y  otra  más  baja,  verda- 
dero muelle,  donde  se  hace  la  descarga  de  los  nume- 
rosos buques  del  puerto.  La  calle  alta  es  destinada  a 
la  gente  de  a  pie;  los  carruajes  no  tienen  acceso;  se 
halla  adornada  con  varias  estatuas  y  muy  buenos 
edificios,  entre  ellos  la  Academia  de  Bellas  Artes,  donde 
se  exhibe  una  excelente  y  valiosa  colección  de  cua- 
dros antiguos  y  modernos,  de  todas  las  escuelas  cono- 
cidas, figurando  en  el  número  ocho  cuadros  de  Murillo 
y  varios  de  los  célebres  maestros  españoles,  italianos, 
flamencos,  alemanes,  holandeses,  franceses  y  hasta 
criollos.  De  los  ocho  Murillos,  solo  uno  o  dos  resisten 
la  comparación  con  los  de  otras  escuelas,  pues  bueno 
es  recordar  que  no  todo  lo  pintado  por  los  grandes 
maestros,  es  obra  maestra. 

En  otros  barrios  están:  el  Museo,  magnífico  edificio, 
un  Banco  grandioso;  el  Teatro  elegante  y  cómodo, 
tiene  un  pórtico  con  dos  entradas  para  los  coches,  cosa 


—  177  — 


desconocida 'en  Buenos  Aires  y  aun  en  París,  excep- 
tuándose el  de  la  Opera,  si  mal  no  recuerdo;  una  sina- 
goga; la  Redoute,  especie  de  casino  do  bolla  arquitec- 
tura y  varias  construcciones  más. 

La  Iglesia  griega  y  otros  edificios  públicos,  son  vi- 
sibles desde  el  río  y  mejor  aún  de  las  alturas  de  Buda. 

Más  llama  la  atención,  sin  embargo,  el  conjunto  de 
las  casas  de  la  calle  Andrassy,  y  la  misma  avenida, 
ancha,  perfectamente  adoquinada,  llena  de  palacios 
particulares  y  muy  animada;  es  el  paseo  aristocrático 
en  la  buena  estación.  En  cierta  altura,  las  líneas  se 
abren,  forman  un  círculo  completo  y  de  allí  en  adelante, 
hacia  un  bosque  situado  en  un  extremo  de  la  ciudad, 
la  disposición  de  las  casas  cambia  de  aspecto ;  están 
aisladas,  rodeadas  de  jardines  y  deben  ser  deliciosas 
para  sus  moradores,  quienes  gozan  de  las  inmensas 
ventajas  de  vivir  en  medio  de  una  ciudad,  sin  vecinos. 
Ello  continúa  así  hasta  el  Parque,  donde  se  encuentra 
el  Jardín  Zoológico,  el  Palacio  de  la  Exposición  y  va- 
rios cafés,  jardines  y  hoteles  de  verano.  Tiene  también 
el  Parque  su  lago,  donde  se  patina  en  invierno  y  se 
pasea  embarcado  en  verano. 

Dos  puentes  perfectamente  construidos  ligan  Pesth 
a  Buda;  uno  de  ellos  insiste  sobre  seis  o  siete  arcos  ; 
el  otro,  colgante,  es  tenido  por  el  más  artístico  de 
Europa.  No  sé  si  su  fama  es  merecida,  pero  puedo  de- 
cir que  es  el  más  hermoso  de  cuantos  he  visto  hasta 
ahora ;  presenta  el  aspecto  de  dos  cintas  tendidas  ga- 
llardamente sobre  el  Danubio ;  cualquiera,  al  verlo,  di- 
ría que  no  resiste  el  peso  de  un  carruaje  y,  sin  em- 
bargo, no  puede  darse  uno  más  seguro  y  al  mismo 
tiempo  más  airoso.  Cuatro  leones,  dos  en  cada  extremo, 
guardan  sus  entradas. 

Contigua  al  otro  puente,  se  ve  la  isla  llamada  Mar- 


12 


—  178  — 


garita,  sitio  de  recreo  de  un  millonario.  El  arreglarla 
le  ha  costado  sumas  colosales. 

Buda  está  situada  en  un  elevado  promontorio,  a  cuya 
cima  se  llega  ya  sea  por  escaleras  situadas  en  las  ca- 
lles, ya  por  un  camino  hecho  para  carruajes. 

Encima  de  este  promontorio,  a  más  de  las  casas 
particulares,  se  hallan  un  inmenso  palacio  y  un  edifi- 
cio ocupado  por  oficinas  públicas,  chato  y  feo,  pintado 
de  amarillo  y  que  ha  tenido  la  desvergüenza  de  ador- 
nar una  faja  de  sus  paredes,  a  la  altura  de  la  cornisa 
de  su  único  piso,  con  bajo-relieves  destinados  a  poner 
de  manifiesto  su  fealdad. 

La  vista  desde  Buda  es  encantadora;  el  Danubio, 
cuajado  de  buques,  una  ciudad  nueva  en  sus  orillas, 
los  puentes  tendidos  sobre  sus  aguas,  mil  grupos  de 
casa  y  árboles,  en  las  depresiones  del  terreno,  los  rie- 
les estirados  en  diversas  direcciones  y  cien  accidentes 
más,  forman  un  paisaje  delicioso. 

De  la  plaza  contigua  al  edificio  amarillo,  con  bajos 
relieves  y  al  palacio,  se  baja  a  la  parte  inferior  de  la 
ciudad  en  la  cual  el  panorama  cambia.  Para  volver  a 
Pesth,  o  bien  se  rodea  el  promontorio  por  las  calles 
del  valle,  o  bien  se  le  atraviesa  por  un  hermoso  túnel, 
que,  como  el  puente,  ha  sido  hecho  por  ingleses.  La 
parte  del  palacio  que  da  a  las  calles  bajas  es  pintoresca; 
ofrece  a  la  vista  jardines  suspendidos,  plataformas, 
galerías  y  graciosos  ornamentos  en  todo  su  frente. 

En  una  colina  vecina  se  hallan  los  célebres  estable- 
cimientos de  baño. 


CONSTANTI NOPLA 


Curiosidades  para  ver  en  Constantinopla,  como  dicen 
las  guías  : 

Constantinopla :  esto  no  dicen  las  guías,  sin  embargo 
de  ser  la  mayor  curiosidad. 

Vista  del  mar,  es  sin  igual  en  el  mundo;  la  mezcla 
de  colores  y  de  sombras,  de  reflejos  y  de  absorciones 
de  luz,  ofrece  contrastes  sorprendentes.  Mil  edificios 
alzados  en  gradación  sobre  montañas,  caprichosas 
construcciones,  minaretes,  cúpulas,  jardines,  cemen- 
terios, espacios  vacíos,  árboles  y  quioscos,  forman  un 
conjunto  caleidoscópico  inolvidable. 

Y  al  pie  de  todo  esto,  el  Bosforo  y  el  Mármara,  pro- 
fundos, azules,  solemnes  en  su  magnitud,  capaces  de 
tragarse  todas  las  flotas  de  los  mares,  para  pasarlas 
al  estómago  de  la  inmensa  bahía,  y  a  pesar  de  esto, 
alegres  y  bulliciosos,  con  mil  embarcaciones  chicas  y 
grandes,  ligeras,  y  pesadas ;  las  más,  quietas  sobre  su 
quilla  a  plomo,  las  otras  jugando  sobre  las  ondas  sin 
peligro,  al  amparo  de  las  costas  elevadas. 

Pero  si  de  la  síntesis  se  pasa  al  análisis,  ya  es  otra 
cosa. 

Comprometiéndose  en  el  iuterior  déla  ciudad,  la  reti- 
na que  no  recibió  sino  brillantes  reflejos  y  colores  subi- 
dos, queda  ofendida  por  los  cuadros  repelentes,  las  casas 


—  180  — 


ciegas,  las  calles  sucias  y  estrechas,  el  desorden,  la 
ruina  y  el  desparpajo. 

Constantinopla  es  la  ciudad  de  los  contrastes;  nin- 
guna más  bella  de  lejos  y  más  fea  de  cerca.  La  mayor 
parte  de  sus  barrios  parecen  habitados  de  improviso, 
tras  de  un  largo  abandono  y  próximos  a  ser  desalojados. 
Todo,  muebles,  mercaderías  y  animales,  suscita  la 
idea  de  una  instalación  reciente  y  de  un  inminente 
traslado,  excepto  lo  estable,  que  por  lo  descuidado 
tiende  a  quedarse  en  el  olvido. 

El  antiguo  Serrallo,  es  una  construcción  desordenada, 
hecha  a  pedazos  en  diferentes  épocas ;  departamentos 
de  palacio, mezquitas,  jardines  y  sitios  vacíos,  lo  consti- 
tuyen, junto  y  seguido.  La  parte  abierta  al  público 
ofrece  el  espectáculo  de  la  desolación.  Puede  entrarse 
a  ella  por  la  Sublime  Puerta,  un  gran  arco  de  célebre 
recuerdo  para  los  condenados  por  delitos  políticos, 
si  por  ventura  recuerdan  algo  en  la  otra  vida. 

Allí  se  ve  el  Palacio  donde  moran  las  viudas  del 
último  sultán,  los  patios  enormes  y  las  demás  depen- 
dencias; como  curiosidad,  un  plátano  secular  de  algu- 
nos metros  de  diámetro  en  su  tronco. 

Santa  Irene  contiene  nueve  tumbas  bizantinas, 
dignas  de  una  detenida  inspección. 

La  Mezquita  de  Santa  Sofía  es  una  obra  maestra. 
Justiniano  pagó  a  los  cientos  de  arquitectos  y  miles 
de  obreros,  cinco  mil  y  tantos  quintales  de  oro  por  la 
sola  construcción  de  los  cimientos.  La  forma  actual 
del  edificio  es  semejante  a  la  de  muchas  mezquitas, 
pero  su  magnitud  no  es  comparable  sino  a  la  de  la 
Mezquita  de  Solimán  el  Magnífico.  Está  constituida 
por  una  cúpula  grandiosa,  rodeada  de  semicúpulas 
de  diverso  tamaño ;  adornan  su  exterior  varios  mina- 
retes.   Enfrente  de  la  entrada  hay  una  ancha,  larga 


-  181  — 


y  alta  galería,  cuyas  puertas  do  bronce  con  bajo- 
relieves,  son  preciosas,  o  más  bien  dicho,  eran,  pues, 
según  noticias,  los  cruzados  se  llevaron  una  de  ellas 
y  las  chapas  de  la  otra,  creyéndolas  láminas  do  oro. 
La  gran  cúpula  tiene  de  diámetro  cuarenta  y  cinco 
pasos,  de  los  míos;  medida  en  su  proyección,  como 
cuarenta  varas,  supongo;  su  alto  es  de  sesenta,  más 
o  menos. 

Ocho  de  sus  ciento  setenta  columnas  de  mármol, 
granito  o  pórfido,  son  del  templo  del  Sol  de  Balbec, 
otras  ocho  del  templo  de  Diana  de  Efeso  y  algunas 
por  fin  de  los  templos  de  Heliópolis.  Como  se  vé, 
esta  Mezquita  tiene  sus  pergaminos. 

La  belleza  del  templo  se  degrada  por  los  colgajos 
de  lámparas,  globos  de  cristal  y  colas  de  caballo  con 
que  los  turcos  la  han  adornado. 

Para  entrar  en  él,  se  necesita  descalzarse  o  ponerse 
unas  zapatillas  suministradas  por  los  cuidadores,  pre- 
caución extraña  en  presencia  de  este  hecho :  los  más 
inmundos  pordioseros,  peones  y  mujeres  de  la  última 
clase,  toman  como  vivienda  el  templo,  se  acuestan  so- 
bre la  estera  de  su  piso  o  en  rotos  y  sucios  colcho- 
nes trasportados  allí,  y  pasan  el  día  durmiendo  o  gri- 
tando. Cuando  nosotros  hicimos  nuestra  visita,  había 
varios  de  estos  extraños  personajes,  nadie  los  incomo- 
daba. En  los  púlpitos  u  otros  sitios,  se  veía  también 
algunos  muchachos  sentados  sobre  sus  piernas,  con  el 
Corán  delante,  cantando  sus  renglones  con  monótona 
voz ;  eran  estudiantes  y  futuros  sacerdotes ;  el  estudio 
se  suspendía  al  menor  pretexto  y  luego  continuaba 
como  si  se  tratara  de  un  mecanismo ;  mientras  estu- 
dian estos  libres  alumnos,  balancean  constantemente 
la  cabeza  y  el  cuerpo  al  compás  de  su  canto. 

La  Mezquita  de  Solimán  el  Magnífico,  es  parecida 


—  182  — 


a  Santa  Sofía  y  según  algunos,  más  grandiosa;  su 
cúpula  es  de  igual  diámetro,  pero  más  alta ;  el  número 
de  sus  semicúpulas  es  mayor.  En  esta  Mezquita  he 
visto  las  velas  más  grandes  del  mundo ;  dos  tremen- 
das campanas  colgantes  de  sendas  roldanas,  sirven 
para  apagarlas. 

Las  tumbas  de  los  sultanes  en  número  de  ocho, 
llenan  otra  Mezquita,  son  magníficas.  Delante  de 
algunas  de  ellas,  en  atriles  adecuados,  reposan  va- 
rios ejemplares  del  Corán,  en  pergamino,  primorosa- 
mente escritos. 

Lo  sorprendente  en  todos  estos  sitios  de  valor  his- 
tórico, es  su  estado  de  abandono,  nadie  parece  ocu- 
parse de  ellos. 

Un  ¡3obre  diablo  cualquiera  sin  autoridad  ni  traza 
decente,  es  el  único  agente  encargado  de  mendigar 
dos  o  tres  cobres  a  cada  uno  de  los  escasos  visitantes. 

A  propósito  de  las  tumbas,  el  guía  nos  contó  una 
historia  de  envenenamientos  horrorosa.  Según  él,  nin- 
gún sultán  ha  muerto  de  muerte  natural.  Nos  re- 
firió también  la  anécdota  de  Rosolana  y  de  la  Inglesa. 
Si  alguien  se  interesa  por  este  relato,  se  lo  haré  cuando 
nos  veamos:  bástele  por  ahora  saber  que  el  padre  de 
nuestro  guía,  fué  sastre  de  un  sultán ! 

ISO 

La  situación  moral  de  Constantinopla  y  de  toda  la 
Turquía  es  dolorosa.  Todos  parecen  estar  esperando 
el  día  del  juicio.  Hay  cierto  abandono  de  muerte  en 
los  espíritus;  tanto  en  lo  referente  á  la  vida  privada, 
cuanto  en  lo  ligado  con  los  intereses  públicos. 

La  Turquía  es  hoy  día  una  nación  inorgánica;  no  es 
nación,  no  tiene  ninguno  de  los  tributos  de  la  naciona- 


-  183  — 


liclad.  Aquí  no  hay,  propiamente  hablando,  un  sistema 
de  gobierno.  Hasta  la  misma  tradición  es  ya  débil  e 
impotente.  Nadie  al  ver  esto  pueblo  lo  sospecharía 
emergente  de  aquel  salvaje  y  terrible  conquistador,  que 
se  apoderaba  con  actos  do  heroísmos  de  naciones  ente- 
ras, para  no  dejar  en  ellas  piedra  sobre  piedra.  Los 
actos  de  legendario, valor  y  de  espantosa  crueldad,  fue- 
ron, sin  duda,  hijos  del  fanatismo,  pero  mostraban  una 
virilidad  poderosa  y  un  temple  admirable,  a  pesar  do 
sus  horrores.  Había  tras  de  esa  ferocidad  sin  rival, 
una  idea  capaz  de  sustituir  a  la  de  la  nacionalidad :  la 
de  la  unidad  religiosa.  Ahora  no  hay  nada  sino  des- 
aliento, pesadumbre,  quizás  remordimiento,  en  presen- 
cia del  cambio  de  los  tiempos.  Dios  y  su  Profeta  han 
olvidado  al  valeroso  pueblo. 

Hay  una  palabra  que  no  sé  como  se  escribe,  pero 
cuyo  sonido  es  igual  o  muy  semejante  al  de  estas  sila- 
ban en  nuestro  idioma:  iabasch.  Esta  palabra  signi- 
fica «  despacio,  tenga  calma,  ¿por  qué  se  apura?  »,  o 
análogas  expresiones.  Pues  bien,  iabach  es  ahora  la 
palabra  turca  por  excelencia.  No  se  afane  Vd.  por 
nada  en  este  mundo,  es  la  divisa  musulmana.  Todo 
sucederá  como  Dios  quiera,  y  Dios  quiere  ver  al  pue- 
blo indolente,  mirando  pasar  los  días  con  una  indife- 
rencia melancólica  e  impotente. 

Las  tierras  permanecen  estériles ;  apenas  se  cultiva 
lo  indispensable  parala  vida;  las  casas  descuidadas; 
si  se  abre  una  grieta  en  las  paredes  o  se  cae  un  techo, 
la  grieta  se  queda  abierta  y  el  techo  caído. 

Ahora  destruyen  con  la  indiferencia  como  antes  des- 
truían con  el  fuego  y  el  acero. 

Donde  pone  la  planta  un  turco,  no  nace  la  yerba, 
dicen  ellos  mismos,  y  es  la  verdad.  Talan  los  campos 
para  vivir  y  son  capaces  de  cocinar  usando  como 


-  184  — 


leña  las  maderas  perfumadas  de  los  templos  antiguos. 

Todo  ha  caído  al  empuje  de  su  furor  guerrero  en  los 
pasados  siglos ;  en  Asia,  en  Africa,  en  la  parte  de  Euro- 
pa ocupada  por  ellos,  las  ruinas  son  el  rastro  de  su 
paso.  Ningún  pueblo  ha  sido  más  destructor,  pues  lo 
que  no  despedazaba  en  la  guerra,  lo  hundía  en  la  paz, 
con  la  ayuda  del  tiempo.  Turquía  es  una  nación  mo- 
ribunda. Vive  en  fuerza  de  la  codicia  de  las  naciones 
extrañas,  mantenidas  en  equilibrio  por  la  tensión  de  sus 
ambiciones  opuestas.  El  día  en  que  se  decida  el  re- 
parto, o  una  potencia  poderosa  rompa  el  equilibrio,  se 
acabó  Turquía. 

Gobierno  y  pueblo  turco,  parecen  estar  esperando 
este  acontecimiento.  Hay  todavía  un  Imperio  Otomano 
porque  las  naciones  de  Europa  no  quieren  que  una  de 
ellas  se  agrande  con  los  territorios  de  este  Imperio ;  y 
los  turcos  en  posesión  temporaria  del  suelo  de  su  pa- 
tria, lo  tratan  como  cosa  ajena.  Hacen  fuego  con  las 
ramas  y  los  troncos  de  los  árboles  y  no  se  cuidan  de 
plantar  nuevos ! 

El  desaliento  ha  entrado  hasta  en  los  palacios  y  en 
las  familias.  Ya  no  hay  odaliscas  rodeadas  de  la 
poesía  y  riquezas  délas  leyendas.  Los  serrallos  están 
despoblados,  los  harems  desiertos.  El  mismo  fana- 
tismo se  ha  debilitado. 

Los  peregrinos  de  La  Meca  que  formaban  caravanas 
de  cien  millares  de  hombres,  van  ahora  en  grupos  pe- 
queños al  santuario.  En  una  palabra,  ya  no  hay  sitio 
en  el  mundo  para  este  pueblo  en  decadencia,  ni  tiene 
colocación  en  el  concierto  humano  una  civilización  en- 
vejecida y  cuyo  fermento  y  motor,  la  religión,  no  es  ya 
una  fuerza  capaz  de  dirigir  los  intereses  de  las  colecti- 
vidades inteligentes. 

El  Imperio  Otomano  está  ocupado  en  morirse. 


—  185  — 


He  dicho  que  no  tiene  ninguno  de  los  atributos  do  la 
nacionalidad  y  voy  a  mostrarlo. 

En  Turquía  no  existe  el  sentimiento  de  la  integridad 
nacional ;  los  restos  de  sus  conquistas  están  pegados 
débilmente  y  no  amalgamados  con  la  entidad  repre- 
sentante de  la  soberanía. 

Esta  misma  es  ilusoria  o  imperceptible. 

No  hay  cámaras  legislativas,  no  hay  constitución, 
no  hay  poder  judicial,  con  formas  civilizadas;  no  hay 
universidad,  no  hay  moneda  uniforme,  no  hay  correo 
del  Estado,  no  hay  derecho  público,  no  hay  leyes  codi- 
ficadas, no  hay  instrucción  sistemada,  ni  normalidad 
de  impuestos  ;  no  hay  régimen  matrimonial,  ni  familia 
propiamente  hablando  y  por  tanto,  no  hay  nación! 

En  el  ejército  no  gozan  de  sueldo  sino  los  individuos 
de  cierta  categoría.  La  administración  no  tiene  base; 
es  la  resultante  de  un  conjunto  de  costumbres  o  tradi- 
ciones. 

Lo  concerniente  a  la  correspondencia  es  en  extremo 
curioso  y  podrá  verse  mejor  con  un  ejemplo. 

Eche  usted  esta  carta  al  correo,  dije  al  mozo  del 
hotel  donde  me  alojaba. 

—  A  qué  correo?  me  contestó. 

—  Al  correo,  pues,  a  la  posta  central. 

—  No  hay  posta  central,  señor. 

—  Y,  qué  hay  entonces  ? 

—  Tenemos  la  posta  francesa,  la  posta  inglesa,  la 
posta  austríaca,  la  rusa. .  . 

Después  hablando  con  mi  amigo  el  turco,  supe  que 
no  había  una  oficina  central  bajo  la  dirección  del  Es- 
tado, porque  las  postas  extranjeras  no  se  avenían  a 
abandonar  sus  emolumentos,  a  pesar  de  las  repetidas 
gestiones  del  ministerio  respectivo,  para  proceder  según 
su  derecho. 


—  186  — 


Una  soberanía  que  no  puede  ni  reglamentar  el 
transporte  de  la  correspondencia  en  su  propio  territo- 
rio, no  es  tal  soberanía. 

Considerando  estos  diversos  elementos,  un  senti- 
miento de  compasión  se  suscita  en  el  ánimo  a  favor  de 
esta  nacionalidad  agonizante  y  pronta  a  ser  absorbida, 
y  ese  sentimiento  se  acrecienta  si  se  piensa  en  que  los 
hijos  de  este  pueblo,  antes  tan  poderoso,  no  tendrán 
cabida  en  el  mundo,  sino  a  trueque  de  renegar  su  reli- 
gión, sus  creencias  y  sus  costumbres  tan  diferentes  de 
las  nuestras  y  con  un  arraigo  tan  profundo,  que  antes 
de  ser  abandonadas,  impulsarán  a  quienes  las  obser- 
van a  perderse  en  los  desiertos  y  concluir  en  ellos  su 
vida,  huyendo  de  las  leyes  civilizadas. 


"'(3 — h'" 


ARMONÍA  DE  LAS  PALABRAS 

CON  LAS  IDEAS  DE  LAS  COSAS 


El  más  lejano  recuerdo  que  tenía  de  su  propia  exis- 
tencia, se  refiere  a  la  época  en  que  podía  tener  a  lo 
más  cinco  años,  y  a  un  episodio  cómico  y  doloroso  de 
su  infancia. 

La  más  viva  imagen  de  ese  recuerdo,  es  aquella  en 
que  se  ve  a  sí  mismo  llorando  junto  a  una  puerta  pin- 
tada de  verde,  reventando  con  sus  dedos  las  ampollas 
de  la  pintura  mal  hecha,  y  observando  sin  dejar  de 
llorar,  que  debajo  de  la  capa  verde  había  una  roja. 

En  los  mayores  dolores,  ya  se  sabe,  la  mente  se 
complace  en  coleccionar  trivialidades.  Boris,  no  podía 
estar  más  afligido  y  sin  embargo,  su  cerebro  anotaba 
las  puerilidades  de  su  trabajo  mecánico. 

Y  por  qué  estaba  afligido  y  por  qué  lloraba? 

ISD 

Su  padre  tenía  minas  en  Choroma  (buscar  Cho roma 
en  el  mapa)  pasaba  allí  toda  la  semana  y  venía  á 
Tupiza,  el  domingo  por  la  mañana,  a  caballo,  tra- 
yendo siempre  en  las  alforjas,  a  más  de  muestras  de 
minerales  y  otros  objetos,  algo  para  el  chico:  frutas, 
capias,  dulces  o  algún  juguete  (Boris  era  un  tanto 
mimado  en  la  familia). 


-  188  — 


El  día  del  episodio,  apenas  se  desmontó  su  padre, 
Boris  se  acercó  al  caballo,  que  era  amigo  suyo,  abrazó 
su  cabeza  inclinada,  sintió  aquel  olor  de  sudor  normal 
que  él  llamaba  olor  a  viaje,  y  concluidas  sus  caricias 
al  noble  animal,  preguntó  a  su  padre  qué  le  había 
traído.  —  Qué  te  he  de  traer,  criatura,  le  respondió, 
¡desdichas! 

Magnífico,  pensó  para  sus  adentros,  nunca  me  ha 
traído  eso,  y  ya  saboreando  de  antemano  el  gusto  del 
manjar,  se  hizo  el  distraído  por  no  parecer  ansioso. 

Pero  después  de  haber  pasado  un  tiempo  razonable, 
sin  que  su  padre  se  ocupara  de  darle  el  regalo,  se  di- 
rigió a  las  alforjas,  revolvió  todo  en  ellas,  y  no  encon- 
tró ni  señas  de  desdichas. 

Aun  tuvo  paciencia  y  supuso  que  su  padre  las  ha- 
bía sacado:  se  lo  hizo  presente  varias  veces,  inútil- 
mente, y  cansado  de  esperar,  interpeló  :  —  « Dónde 
están  las  desdichas?»  —  Su  padre  lo  miró  entre  triste 
y  burlón  y  no  le  contestó. 

Entonces,  con  los  fueros  que  le  daba  su  derecho  de 
niño  mimado,  comenzó  esta  letanía,  llorando: 

Denme  desdichas;  quiedo  desdichas;  ¿ dónde  están  las 
desdichas? 

Todos  se  reían  y  él  se  irritaba  y  gritaba  cada  vez 
más:  « denme  desdichas». 

Vino  el  cura  Rendón,  su  padrino,  y  él  también  se 
puso  a  reir;  pero,  convencido  de  la  sinceridad  de  la 
aflicción  del  niño,  hizo  cuanto  pudo  por  distraerlo. 
Le  dió  una  moneda,  le  prometió  llevarlo  a  pasear  a 
caballo  y  por  fin,  visto  lo  inútil  de  su  empeño,  trató  de 
saber  lo  que  él  entendía  por  desdichas. 

—  Qué  son  pues?  le  preguntó. — Son  unas  cosas  lad- 
gas  y  negdas  (otra  risa). 

Son  juguetes  o  cosas  de  comer  o  de  ponerse? 


—  189  — 


—  De  comed  contestó  irritado.  (La  hilaridad  conti- 
nuaba). 

—  Frutas  entonces? 

—  No  son  f datas. 

—  Y  qué  son? 

Unas  cosas  negdas,  asadas,  que  hace  todos  los  jue- 
ves la  negda  Madia. 

Desdichas  asadas ! . .  .  ya  entonces  la  diversión  no 
tuvo  límite,  y  se  marcó  por  una  estrepitosa  algazara. 

Boris  lastimado  por  la  burla  sangrienta,  salió  al 
patio  para  ocultar  su  derrota  y  fué  a  parar  junto  a  la 
puerta  verde. 

Rotas  todas  las  ampollas,  se  consoló  reflexionando 
en  la  falta  de  entendimiento  de  su  padre,  de  su  madre, 
de  sus  hermanos,  de  su  padrino  el  cura  y  el  resto  de 
la  asamblea.  Tenía  razón,  pues,  era  fácil  caer  en  la 
cuenta,  después  de  tantos  detalles,  de  que  desdichas, 
debía  ser  algo  de  comer,  de  nombre  parecido  al  de 
salchichas,  por  ejemplo,  y  de  que  Boris  llamaba  sal- 
chichas a  las  morcillas;  por  donde  morcillas  y  desdi- 
chas eran  para  él  la  misma  cosa. 


ASTRONOMÍA—  M  ETEREO  LOGÍ  A 
LIGERA  RESEÑA  DEL  CIELO,  DEL  INFIERNO 
Y  DE  SUS  HABITANTES. 


Cuando  veía  salir  la  luna  detrás  de  los  cerros  de- 
seaba subirlos  para  tomarla  con  sus  manos  a  su  paso 
por  las  cumbres,  y  si  estaba  ya  un  poco  elevada,  pre- 
sumía que  Don  Lorenzo  Sastre  (el  hombre  más  alto 
de  la  comarca)  armado  de  una  caña  y  parado  en  la 
cima,  podría  voltearla  de  un  cañazo. 

Todos  los  niños  han  tenido,  es  de  crecerse,  ante  un 
espectáculo  análogo,  la  misma  idea. 

Parecidas  sensaciones  le  sugerían  las  nubes  flotan- 
tes sobre  las  montañas,  como  capullo  de  algodón  si 
eran  blancas,  o  como  vellones  de  lana  negra,  si  eran 
obscuras. 

En  ambos  casos,  Don  Lorenzo  Sastre,  su  candidato 
perpetuo  para  las  grandes  empresas,  podía,  con  un 
rastrillo,  traerse  a  casa  una  buena  provisión  de  lana  o 
de  algodón. 

Los  relámpagos  eran  rayas  hechas  por  un  gigante 
con  un  tizón  encendido  ;  los  truenos,  el  fragor  de  cue- 
ros secos,  arrastrados  por  las  escabrosidades  de  los 
cielos. 

La  tierra  era  plana,  salvo  algunas  rugosidades  como 
las  montañas  y  quebradas  y  estaba  cubierta  de  una 


—  191  — 


bóveda  de  tules,  densa  por  trechos  y  salpicada  do  pe- 
dacitos  de  vidrio  más  o  menos  brillantes. 

ISO 

En  el  relleno  de  la  cabeza  de  Boris  había,  además, 
ciertos  espíritus  más  o  menos  entrometidos  en  las  co- 
sas de  este  mundo. 

Los  fantasmas  y  los  aparecidos,  que  lo  aterrorizaban 
con  lo  indefinido  de  su  forma  y  de  su  personalidad, 
así  como  las  Almas  que  salían  á  dar  vueltas  en  las 
noches  obscuras  alrededor  del  cementerio,  con  aparen- 
cias  de  venir  a  reclamar  algo  de  los  vivos. 

Los  Duendes,  unos  enanos  con  grandes  sombreros 
y  una  mano  de  lana  y  otra  de  hierro,  según  la  tradi- 
ción, lo  perturbaban  en  extremo  ;  el  detalle  del  con- 
traste entre  las  manos  de  estos  extraños  sujetos  no 
siendo  explicable,  pero  debiendo  responder  á  algo  muy 
terrible,  debía  tomarse  muy  en  cuenta. 

Las  Brujas,  para  él,  eran  más  bien  simpáticas,  po- 
bres mujeres  tan  perseguidas  por  todos. 

Las  Hadas,  unas  señoras  de  cierta  edad,  vestidas 
ricamente,  frescas  todavía  algunas,  no  le  gustaban  : 
según  la  leyenda  concurrían  al  acto  del  nacimiento 
de  cada  niño  ;  unas  otorgaban  al  recién  nacido  un 
don  que  lo  hiciera  feliz,  pero  nunca  faltaba  alguna 
vieja  resentida  que  ponía  una  cortapisa  para  paliar  o 
anular  los  dones  recibidos. 

Más  que  con  el  proceder  de  las  Hadas,  armonizaba 
con  sus  gustos  el  de  los  Encantadores,  cuyos  hechos 
se  manifestaban  en  los  cuentos  conocidos  del  pájaro 
Pipao,  la  Bella  y  la  Fiera  y  otras  ;  pero  observaba 
que  las  Hadas  tomaban  a  veces  el  papel  de  los  En- 
cantadores, y  no  sabía,  en  ciertos  casos,  distinguir  en 


-  192  — 


materia  de  encantamientos  lo  que  era  obra  de  varón 
o  de  mujer,  si  bien  tenía  una  idea  por  guía;  si  la  cali- 
dad del  hecho  era  muy  malo,  él  lo  atribuía  a  una 
Hada ;  si  era  bueno  o  no  muy  malo,  a  un  Encanta- 
dor, pues  en  esto  pensaba  lo  que  los  sirvientes  pien- 
san de  sus  amos,  es  decir  :  que  el  Señor  es  siempre 
más  bueno  que  la  Señora. 

ISO 

El  sol,  era  una  rueda  de  fuego,  que  salía  por  la  ma- 
ñana de  una  orilla  del  disco  de  la  tierra,  giraba  sobre 
él  e  iba  a  esconderse  en  la  orilla  de  enfrente;  siem- 
pre conservando  su  tamaño,  más  o  menos,  pero  cam- 
biando de  color  según  el  estado  de  la  atmósfera. 

La  luna,  nacía  en  forma  de  un  hilo  de  plata  encor- 
vado, también  en  una  orilla  de  la  tierra,  pasaba  sobre 
ella  y  descendía  al  otro  lado,  seguida  por  una  pequeña 
estrella,  pero  su  tamaño  variaba  cada  noche,  crecía 
hasta  llegar  a  ser  un  círculo  y  mermaba  hasta  perderse 
en  forma  de  otro  hilo  de  plata,  menos  brillante  en  el 
extremo  opuesto  al  de  su  nacimiento. 

Probablemente  el  sol  daba  vuelta  por  debajo  de  la 
tierra,  conservando  su  integridad,  pero  la  luna  moría 
en  su  ocaso,  cada  tantos  días,  y  otra  luna  nacía  de 
nuevo. 

Ya  se  ha  dicho  algo  sobre  la  tierra,  falta  sólo  saber 
el  origen  de  sus  enseres. 

El  de  estos  comprendía  dos  categorías,  en  la  primera 
figuraban  dos  objetos  que  él  había  visto  fabricar  o 
nacer  del  suelo ;  aquí  entran  las  ropas,  los  sombreros, 
el  calzado,  los  utensilios  de  barro,  las  mesas,  las  sillas 
y  demás  artefactos  de  carpintería,  cerraduras,  cerrojos, 
y  artefactos  de  herrería,  los  árboles,  las  flores,  las 


-  193  — 


frutas,  las  legumbres,  los  matorrales,  las  calabazas, 
los  melones,  sandías,  guisantes,  trigo,  maíz,  judías, 
garbanzos  y  los  productos  enterrados,  como  las  pata- 
tas, ajipas,  nabos  y  otras  especies. 

Todo  lo  que  no  entraba  en  estas  colecciones  debía 
encontrarse  en  otra  parte  ya  hecho,  y  para  obtenerlo 
no  había  más  que  ir  a  recogerlo  del  suelo  o  de  sus 
capas  inferiores,  y  eso  hacían  sin  duda,  los  tenderos, 
los  vendedores,  y  otros  negociantes  que  traían  todo 
ello  a  Tupiza. 

El  no  encontraba  ninguna  dificultad  en  que  las  cosas 
pasaran  así.  La  tierra,  por  el  mismo  procedimiento 
con  que  hacía  flores  maravillosas,  árboles  gigantescos, 
frutas  sabrosas,  metales  en  bruto  y  en  barra,  azogue, 
(plata  líquida)  y  aceites  en  las  minas,  como  el  petró- 
leo, piedras  preciosas  y  objetos  verdaderamente  mara- 
villosos, podía  hacer  relojes,  platos  de  porcelana,  tete- 
ras de  metal,  frascos  de  vidrio  y  todo  aquello  que  no 
fuera  de  fabricación  manual. 

Lo  que  da  la  nota  sobre  las  concepciones  de  Boris 
respecto  al  origen  de  los  objetos  que  conocía,  es  su 
idea  por  demás  extravagante,  relativa  a  las  cajas  de 
sardinas,  que  consideraba  frutas  de  estación. 

Tal  absurdo  no  debe  provocar  la  risa,  ni  inducir 
a  juicios  contra  la  sanidad  intelectual  del  muchacho, 
porque  emana  de  razones  bien  fundadas,  alguna  de 
las  cuales  enumero. 

Primera:  las  cajas  de  sardinas  no  circulaban  en 
Tupiza  sino  en  una  estación,  en  cuaresma  y  semana 
santa;  jamás  fuera  de  esta  época  se  comía  sardinas. 

Segunda:  la  cáscara  de  las  sardinas  era  metálica  y 
dura,  éstas  se  hallaban  acomodadas  en  el  interior  en 
buen  orden,  pero  había  también  otros  productos  de 
cáscara  dura :  las  nueces,  las  avellanas,  las  armen- 


ia 


-  194  - 


dras,  las  granadas,  los  cocos  y  otros  de  cáscara  blanda 
(lo  que  solo  implica  una  diferencia  de  grado),  tales 
como  los  guisantes,  lentejas,  las  habas,  etc. 

Tercero:  las  cajas  de  sardinas  blancas  y  brillantes 
contenían  piezas  blancas  y  brillantes,  cubiertas  de 
un  envoltorio  de  la  misma  especie,  seguramente  me- 
tálico. 

En  esto  las  sardinas  no  se  diferenciaban  de  las  nue- 
ces, almendras,  avellanas,  etc.,  que  también  tienen  una 
cubierta  interna  (hollejo)  de  un  color  análogo  al  de 
la  cáscara. 

Cuarta:  ¿Cómo  podía  la  naturaleza  encerrarlas  en 
las  cajas  cuando  no  se  veía  rendija  alguna  por  la  cual 
se  hubiera  podido  introducirlas?  La  objeción  es  seria, 
pero  también  lo  es  esta  otra:  ¿cómo  puede  la  naturaleza 
encerrar  en  algunas  frutas,  carozos,  semillas,  pulpas, 
secciones  geométricas,  tabiques  de  división,  como  en  los 
cascos  de  naranja,  y  figuras  de  variadas  formas  y  con- 
sistencia, sin  que  el  envoltorio  exterior  de  estos  pro- 
ductos muestre  señal  de  haber  estado  abierto  y  haber 
sido  cerrado? 

Confiésese,  pues,  que  si  la  existencia  de  las  sardinas 
dentro  de  sus  cajas,  no  se  entiende,  tampoco  se  en- 
tiende la  del  contenido  interior  de  las  frutas,  de  los 
cucurbitáceos  y  de  las  vainas  con  granos. 

Quinto:  los  árboles  nacían  de  entre  las  piedras,  de 
entre  las  peñas,  de  entre  los  trozos  de  minerales,  a 
veces,  lo  que  no  les  impedía  florecer  y  dar  frutas. 

Las  flores  eran  olorosas,  las  frutas  sabrosas  y  perfu- 
madas, la  forma  de  las  primeras  era  de  un  arte  exqui- 
sito, la  de  las  segundas  variadísima  e  inexplicable;  y 
nadie  negará  que  hacer  una  flor  del  aire,  una  orquídea, 
cien  pensamientos  todos  diferentes,  variedad  infinita 
de  crisantemos,  dalias,  rosas,  claveles,  todo  ello  del 


más  artístico  dibujo,  do  olor  y  colorido  diferente,  es 
mucho  más  difícil  que  hacer  una  caja  de  sardinas. 

Por  otra  parte  so  presenta  una  cuestión  de  equi- 
dad: las  peñas,  las  rocas,  las  piedras,  los  trozos  de 
metal,  dejaban  brotar  de  su  seno  árboles  y  arbustos; 
¿por  qué  los  árboles  y  matorrales  no  darían  a  su  vez 
piedras,  rocas  y  metales  ? 

Nadie  había  demostrado  a  Boris  la  imposibilidad  de 
que  una  planta  diera  productos  metálicos;  ¡todos  los 
sabios  de  la  tierra,  no  son  tampoco  capaces  de  probar 
la  imposibilidad  de  tal  fenómeno! 

Y,  por  último,  ¿sabía  acaso  Boris  que  la  hoja  de  lata 
era  metal  ? 

¿No  vemos  nacer  minerales  de  la  boca  de  un  ele- 
fante, sus  colmillos;  dientes  duros,  de  las  encías  de 
los  animales;  cuernos,  uñas  y  pelo  de  partes  blandas 
del  organismo?  Pues  explicarse  todo  esto  es  tan  di- 
fícil como  admitir  la  posibilidad  de  que  los  vegetales 
y  la  tierra  produzcan  vasijas  minerales,  llenas  de  co- 
mestibles, y  por  tanto  cajas  do  sardinas. 

Boris  queda  justificado. 


ANTICIPO  A  CUENTA 

DE  SENTIMIENTOS 


La  sensibilidad  más  exquisita  y  el  espíritu  de  pro- 
tección a  los  débiles  y  la  cortesía,  fueron  la  caracte- 
rística de  su  constitución  psíquica. 

En  Tupiza  recogía  a  orillas  del  río  las  piedrecitas 
más  chicas,  aquéllas  que  habían  tomado  la  forma  de 
almendras  o  de  lentejas  a  consecuencia  del  frote  recí- 
proco en  los  torrentes,  porque  le  daban  lástima;  las 
consideraba  indefensas  y  las  creía  ateridas  de  frío  en 
las  noches  de  invierno,  pero  su  piedad  no  podía  am- 
parar a  todas  y  era  por  eso  deficiente  y  parcial,  pues  él 
solo  recogía  las  muy  bonitas  (ya  desde  entonces  tenía 
predilección  por  la  belleza). 

Una  vez,  encontró  en  la  calle  un  precioso  ratoncito, 
lo  tomó,  lo  llevó  a  casa,  le  hizo  una  casilla  de  barro  en 
el  patio,  lo  alojó  en  ella  y  le  puso  queso  y  agua  para 
su  alimento  durante  la  noche. 

Al  día  siguiente,  cuando  fué  a  verlo  encontró  la  ca- 
silla vacía  y  con  un  agujero  en  la  puerta.  .  .  ese  fué  el 
primer  ejemplo  de  ingratitud  que  se  le  presentó:  des- 
pués ¡  cuántos  de  cientos  de  ratoncitos  ha  encontrado 
en  el  mundo! 

ISO  'ÍM 


-  197  - 


Criaba  conejos:  un  domingo  su  mamá,  sus  hermanas 
y  hermanos,  se  fueron  a  misa:  él  aunque  muy  religioso 
no  fué  por  estar  enfermo ;  tenía  un  panadizo  muy  do- 
loroso en  un  dedo  del  pie  y  apenas  podía  caminar,  no 
sólo  por  el  dolor,  sino  por  una  especie  de  almohada  con 
que  se  lo  habían  colchado. 

Los  conejos  comenzaron  a  gritar  por  falta  de  ali- 
mento y  él  a  desesperarse  y  a  llorar  al  oírlos;  su 
madre  no  volvía;  los  chillidos  no  cesaban  y  le  traspa- 
saban el  alma.  En  un  momento  dado  ya  no  pudo  más: 
salió  a  la  calle  con  su  almohada  en  el  pie  y  so  fué  a 
rogar  al  panadero  (no  había  sino  uno)  algún  socorro 
por  el  amor  de  Dios.  El  panadero,  buen  padre  de  fa- 
milia, a  pesar  de  creer  que  los  irracionales  no  sufrían, 
le  dió  unos  cuantos  puñados  de  afrecho;  y  todo  entró 
en  su  quicio. 

Entre  tanto,  observó  a  través  de  sus  edades,  que 
jamás  sociedad  de  beneficencia  humana  en  apuros,  ni 
club  político  alguno  falto  de  fondos,  le  había  causado 
igual  ni  mayor  impresión  que  el  hambre  de  la  comu- 
nidad de  sus  conejos,  recuerdo  más  penoso  para  él,  que 
el  de  la  historia  leída  o  contada  de  las  miserias  de  le- 
janos pueblos,  por  la  ruina  de  sus  sementeras. 

iso 

Un  día  Boris  callejeando  vió  pasar  un  perro,  tomó 
una  piedra  y  se  la  arrojó:  nunca  pudo  saber  porqué; 
la  piedra  dió  al  pobre  animal  en  la  cabeza  y  parece 
que  fué  en  un  punto  sumamente  sensible,  porque 
el  perro  aullando  y  gritando  lastimeramente,  salió  a 
todo  escape.  Boris  se  quedó  yerto.  La  conciencia  de  su 
crimen  lo  espantó;  él  tan  compasivo  siempre,  había 
lastimado  a  un  pobre  animal  que  no  le  había  hecho 


—  198  - 


nada,  en  virtud  de  ese  sentimiento  de  ferocidad,  que 
todos  los  hombres  tienen,  pero  que  en  él  era  una 
anomalía. 

Desde  ese  momento  no  tuvo  paz  consigo  mismo,  y 
día  y  noche,  veía  al  perro  huyendo  y  oía  sus  gritos 
estridentes. 

No  pudiendo  al  fin  de  cierto  tiempo  dominar  sus 
remordimientos,  decidió  confesarse.  Buscó  entre  los 
pecados  mortales,  si  figuraba  el  de  apedrear  perros; 
no  encontró  tal  prohibición,  pero  debía  estar  involu- 
crada en  cualquier  otro  pecado  capital. 

Faltaba  aún  que  salvar  otra  dificultad.  ¿  Con  quien 
so  confesaba?  ¿con  su  padrino  el  cura  Rondón?  no; 
¿con  el  padre  Aronis?  sí;  a  él  le  tenía  menos  ver- 
güenza, e  hizo  en  esta  circunstancia,  lo  mismo  que  las 
más  puras  almas  cristianas  de  damas  encumbradas, 
cuando  eligen  sus  confesores  entre  los  más  tolerantes 
y  menos  relacionados. 

Fué,  pues,  a  lo  del  padre  Aronis,  y  le  dijo  a  boca 
de  jarro: 

—  Vengo  a  confesarme. 

—  ¿Tú?  y  ¿de  que  vienes  a  confesarte? 

—  He  apedreado  a  un  perro. 

—  Has  hecho  muy  mal,  pero  en  fin  no  es  para  tanto. 

—  Sí,  es ;  porque  el  perro  se  ha  ido  aullando  y  gri- 
tando. 

—  Bien,  no  lo  vuelvas  a  hacer. 

—  No  lo  volveré  a  hacer,  pero  eso  es  poco;  yo  quiero 
una  penitencia. 

—  Qué  penitencia  muchacho.  No  hay  para  ello. 

—  Si  debe  haber  porque  yo  sé  que  es  un  pecado. 

—  Bueno,  reza  tres  padres  nuestros. 

—  Bah,  los  rezo  todos  los  días  sin  penitencia. 

—  Dale  con  la  porfía! 


—  Le  haré  decir  una  misa  a  San  Hoque. 

—  Eso  nunca  hace  mal. 

—  Y  ¿como  so  la  hago  decir?  no  tengo  con  que 
pagarla. 

—  Yo  te  la  diré  de  balde,  niño. 

—  Entonces,  no  es  penitencia. 

—  ¡Peste  con  el  lógico!,  vote  de  aquí,  yo  te  diré  la 
misa  y  hazte  devoto  do  San  Roque. 

—  Si  pudiera  curarle  la  herida  que  tiene  en  la  pierna. 

—  Como  se  la  vas  a  curar  si  ya  se  ha  muerto . .  . 

—  Boris  salió  de  la  casa  del  padre  algo  más  conso- 
lado, pero  el  grito  del  perro  y  la  visión  de  su  fuga  le 
quedaron;  fueron  para  él  una  obsesión. 

ISO 

Años  más  tarde,  en  un  pueblecito  de  la  provincia  do 
Jujuy  llamado  Yaví,  en  una  de  sus  ambulancias  por 
las  orillas,  en  compañía  de  un  muchacho  callejero, 
gran  perseguidor  de  nidos,  entró  conducido  por  él  a 
un  terreno  baldío  encerrado  en  un  cerco  de  piedra. 

Aquí  hay  muchos  nidos,  dijo  el  muchacho;  el  otro 
día  tapé  uno  de  rabia  por  no  poderlo  sacar;  estaba 
muy  hondo;  voy  a  ver  si  lo  encuentro. 

Buscó  un  rato,  dió  con  el  sitio,  retiró  una  piedra 
del  hueco,  y  vió  detrás  de  ella  un  pajarito,  parado, 
muerto,  ya  seco...  teníala  cabeza  caída  y  los  ojos 
abiertos.  Boris  reconstruyó  en  su  mente,  ante  el  tris- 
tísimo espectáculo,  la  tragedia  que  ocurrió  en  el  nido; 
vió  los  pichones  con  sus  picos  abiertos  en  escuadra, 
piando,  muñéndose  do  hambre  y  a  la  madre  yendo  y 
viniendo,  de  sus  polluelos,  a  la  puerta  del  nido  cerrado; 
calculó  sus  angustias,  su  desesperación  ante  ese  terri- 
ble conflicto,  su  padecimiento,  sintiéndose  ella  misma 


—  200  - 


desfallecer;  su  resignación,  en  fin,  al  situarse  en  la 
puerta  y  morir  do  pie  como  ningún  héroe  lo  ha  hecho 
hasta  ahora!. .  .  Echó  una  mirada  de  cólera  y  de  re- 
proche al  muchacho,  bandido  cruel,  destituido  de  todo 
sentimiento  humano,  que  le  pareció  un  monstruo  ho- 
rrible y,  sin  decir  palabra,  huyó  de  su  lado  corriendo 
y  llorando  para  no  verlo  más. 

A  Boris  le  gustaban  esos  ruidos  que  llamaré  imper- 
sonales, anónimos,  indefinidos,  sin  sujeto  determinado 
que  los  produzca,  y  también  los  ligeros  rumores  del 
frote  de  las  hojas  de  los  árboles,  de  las  ramas  que  se 
cimbran,  de  los  estremecimientos  fibrilares  de  la  hier- 
ba, perceptible  cuando  uno  se  acuesta  sobre  ella  . . 
otros  más  precisos,  como  los  del  agua  que  corre  o  se 
despeña,  el  del  viento  que  silba  pasando  por  una 
rendija  de  puerta  estropeada;  ciertos  aullidos  de  pe- 
rros, o  el  grito  de  otros  animales  ;  el  erróneamente 
llamado  canto  de  los  pájaros,  el  arrullo  de  las  torca- 
zas... se  admiraba  que  todas  esas  dulzuras  no  hi- 
cieran parte  de  la  música. 

En  las  canciones,  sonatas,  toques  de  instrumentos, 
no  percibía  nada  de  los  enumerados,  pero  ni  siquiera 
la  voz  humana. 

¿Por  qué  no  estaba  allí,  se  preguntaba,  el  extraño, 
suave,  impresionante  y  blando  metal  de  la  voz  de  su 
amiguita  Ilica  ? 

¿  Por  qué  no  estaba  allí  el  ruido,  que  sin  duda  pro- 
duce el  pestañear  de  las  estrellas  en  el  cielo,  el  romper 
del  alba,  la  caída  del  sol  en  el  ocaso,  la  elegante  y 
aristocrática  salida  de  la  luna,  el  pasaje  de  las  nubes; 
por  fin  la  vibración  de  sus  propios  pensamientos  y  sen- 


—  201  - 


timientos,  y  el  latido  de  su  corazón.  . .  por  qué  no  es- 
taban los  ruidos  del  choque  de  los  objetos,  de  las 
piedras  que  ruedan,  quebrada  abajo  ? 

Nada  de  eso  había,  ni  en  la  música  clásica,  ni  en 
la  que  no  lo  es,  ni  en  los  cantos  populares,  ni  en 
los  de  la  iglesia,  ni  en  los  acompañamientos  del  ór- 
gano, ni  en  los  de  las  flautas,  los  clarinetes,  los  vio- 
lines,  las  harpas  y  las  guitarras,  cuyo  número  de 
notas  es  miserablemente  reducido.  Toda  la  orquesta 
de  la  naturaleza  quedaba  aparte. 

Había  cerca  de  Tupiza  una  aldeita  que  se  llama 
Remedios  ;  para  ir  a  ella,  es  necesario  atravesar  un 
río  de  poca  agua  en  tiempos  normales,  y  que  baja 
de  las  abruptas  peñas  ;  el  paisaje  es  divino  y  prepa- 
ratorio para  las  emociones  posteriores  ;  de  cada  ran- 
cho o  cocina  se  levanta  un  humo  blanco  que  se 
disuelve  en  la  atmósfera,  como  si  ella  tuviera  dedos 
para  que  lo  desmenuzaran  y  esparcieran  hasta  ha- 
cerlo invisible. 

Remedios  tiene  una  iglesia  triste,  pobre,  sola,  como 
dolorida  de  algún  abandono  muy  lejano.  El  silencio 
la  rodea  todos  los  días,  excepto  los  domingos,  cuando 
el  sacristán  abre  con  ruido  las  puertas  tambaleantes 
y  prosigue;  llamando  a  misa  con  una  cuerda  lustrosa 
abajo,  por  el  frote  de  las  manos  no  siempre  limpias 
y  atada  arriba  al  badajo  de  una  campana  asmática. 

Cuando  Boris  entraba  en  ella  sentía  frío  húmedo, 
y  no  se  admiraba  de  que  los  santos  parecieran  he- 
lados y  poco  dispuestos  a  recibir  visitas  ;  no  había 
bancos  ni  sillas,  ni  alfombras  ;  Boris  echaba  a  tierra 
su  pañuelo  y  se  arrodillaba  sobre  él,  y  lleno  de  emo- 
ción y  de  fantasías  extrañas  esperaba  las  melodías  en 
tono  menor,  que  iba  a  tocar  en  el  órgano  un  ciego 
decrépito. 


-  202  - 


Cuando  ellas  comenzaban  miraba  al  altar,  o  más 
bien  los  restos  que  de  él  habían  quedado  después  de 
un  incendio  en  época  remota. 

Había  dos  ángeles  gordos  como  todos  los  ángeles 
cuando  son  niños ;  estos  estaban  en  parte  carbonizados 
y  producían  una  impresión  penosa;  uno  de  ellos  te- 
nía el  ojo  derecho  negro,  y  el  izquierdo  color  nogal, 
porque  solo  la  mitad  de  la  cara  había  sido  quemada ; 
la  cabeza  del  otro  estaba  hecha  un  carbón. 

El  siniestro  que  sufrieron  era,  según  Boris,  una  ini- 
quidad, tratándose  de  personajes  divinos,  y  para  más, 
niños. 

La  impresión  de  la  sonata  del  órgano  se  unía  a  la 
idea  del  incendio,  para  aumentar  su  melancolía. 

En  cualquier  época  de  su  vida,  toda  .tristeza  o  ma- 
lestar, evocaba  aquella  escena :  su  mente  cantaba  el 
aire  del  ciego,  y  veía  el  altar  medio  consumido.  Estas 
observaciones  embrionarias,  fueron  la  base  de  las  teo- 
rías que  años  más  tarde  sostenía  sobre  la  música. 


INSTINTO  MECÁNICO 

AFICIÓN  A  LOS  TRABAJOS  MANUALES —  ARTESANO 
ARQUITECTO  E  INGENIERO  HIDRÁULICO 


Sabía  mucho  de  mecánica,  por  instinto,  y  poseía 
habilidades  manuales  para  verificar  sus  concepciones 
teóricas  en  el  límite  de  las  materias  primas  y  de  las 
herramientas  que  poseía.  Como  materiales:  trozos  de 
madera,  pedazos  de  hierro,  de  alambre,  clavos,  tachue- 
las, tornillos,  pinturas  varias,  cera,  botones,  hilo  y 
cuantos  objetos  utilizables  caían  en  sus  manos. 

Como  herramientas:  una  sierra  vieja,  un  formón  sin 
cabo,  un  martillo,  un  taladro,  un  cortaplumas  (adorado), 
pinceles,  una  lima  que  no  mordía,  agujas,  una  lezna 
y  varios  pequeños  instrumentos  sin  nombre  propio: 
con  ello  componía  todo  cuanto  se  desarreglaba  en  la 
casa;  puertas,  sillas,  mesas,  armarios,  baúles;  ponía 
cabos  a  los  cuchillos  viejos,  asas  a  las  teteras,  jarros 
y  vasijas  de  toda  especie;  remaches  en  las  tijeras  que 
se  desarticulaban;  hacía  horquillas,  broches,  cadenas 
y  lo  demás  que  so  verá. 

Boris  os  y  ha  sido  un  buen  carpintero:  teniendo 
los  elementos  hace,  más  o  menos  bien,  cuanto  con- 
cierne al  oficio. 

Dedicábase,  en  su  niñez,  principalmente  a  la  fabri- 
cación de  juguetes:  molinos,  cajas  de  sorpresa,  aves, 
cuadrúpedos,  hombres  y  niños. 


-  204  — 


Algunos  de  sus  tallados  y  mecanismos,  figuraron 
con  honor  en  los  nacimientos  (ya  se  dirá  lo  que  son 
los  nacimientos).  Construía  pequeños  instrumentos  de 
música:  guitarras,  violines  y  arpas  de  mera  apariencia; 
flautas  y  quenas,  que  daban  tonos  musicales  eficientes, 
como  también  esos  aparatitos  que  constan  de  varios 
tubos  ordenados  en  serie  de  mayor  a  menor  y  do 
diferente  calibre,  de  los  cuales  soplando  con  arte,  se 
puede  obtener  sonatas  agradables. 

La  quena  es  un  instrumento  que  tocan  los  indios 
en  Bolivia,  hecho  de  un  tubo  como  de  30  centímetros, 
abierto  en  sus  extremos;  uno  de  los  cuales  tiene  un 
portillo  cortado  a  bisel  en  el  fondo  y  lleva  a  lo  largo 
una  serie  de  agujeros  como  las  flautas;  soplando  en 
él  de  cierto  modo,  se  obtiene  notas  de  una  dulzura 
extrema,  impregnadas  de  tristeza. 

En  el  ramo  de  encuademación  de  libros,  no  tenía 
rival  en  su  pueblo,  ni  en  el  arte  de  hacer  con  papel 
y  cañas  cometas,  pandorgas,  barriletes  y  estrellas,  que 
se  elevaban  con  soltura  en  la  atmósfera  en  la  estación 
de  los  vientos,  consagrada  en  todas  partes  a  la  uni  - 
versal diversión  de  remontar  en  los  aires  todos  esos 
artefactos,  algunos  de  los  cuales  llevan  cuchillos,  na- 
vajas o  pedazos  de  vidrio  en  1  la  cola,  para  romper 
la  armazón  de  los  otros  voladores  (todo  el  mundo 
sabe  como,  por  medio  de  un  hilo,  se  imprime  dirección 
al  aparato  volante). 

Muchos  años  más  tarde  hizo,  en  los  hospitales,  uso 
de  su  competencia  mecánica,  para  idear  y  hacer  cons- 
truir varios  instrumentos  de  cirujía;  algunos  do  ellos 
figuran  con  su  nombre;  ejemplo  de  uno:  el  que  hizo 
para  la  fractura  de  la  rótula,  tan  difícil  de  remediar. 

Amaba  mucho  los  bosques,  las  praderas,  montañas 
y  colinas.   El  administrador  de  una  hacienda  llama- 


—  205  — 


da  Palala,  lo  solía  llevar  á  ella  cuando  iba  a  cazar 
palomas  (nadie  puede  imaginarse  la  felicidad  del  niño 
en  tales  excursiones).  Cincuenta  años  después  todavía 
veía  en  su  monte  los  árboles,  los  paisajes,  los  arroyos, 
las  peñas,  y  evocaba  la  sensación  qüe  el  arrullo  de 
las  palomas  o  el  grito  de  otras  aves  producía  en  sus 
oídos,  y  se  deleitaba  con  la  música  melancólica,  suave, 
sin  ritmo,  ni  tonalidad  precisa,  do  los  rumores  en- 
gendrados en  la  naturaleza,  por  las  cosas  que  so 
mueven,  rozándose  unas  con  otras  a  favor  del  viento 
o  del  agua  corriente.  ¡  Quién  le  diera  entonces,  al  re- 
vivir estos  recuerdos,  la  dicha  de  volver  a  Palala,  con 
la  aptitud  de  sus  sentidos  infantiles,  para  gozar  con 
todos  ellos  de  los  dones  de  una  escena  virgen  inmode- 
lada  primitiva,  aun  no  contrahecha  por  la  civilización 
que  quita  a  todas  las  cosas  de  este  mundo  su  encanto 
poético,  empezando  por  privar  al  espectador  de  sus 
gestos  sencillos  y  de  sus  aptitudes  orgánicas,  para 
saborear  las  frutas,  sentir  intensamente  los  olores, 
respirar  el  aire  puro,  bañarse  en  la  luz  de  los  cielos 
y  beber  con  ansia  el  agua  clara  de  las  vertientes, 
tras  de  una  fatiga  sana,  hija  joven  de  la  marcha  por 
prados,  montes  y  llanuras;  por  los  bosques  donde  la 
impresión  del  ambiente  es  de  paz  y  de  quietud.  Los 
árboles  estáticos  dan  la  idea  de  la  concordia;  no  se 
apartan  de  su  sitio,  no  se  meten  en  los  asuntos  de 
sus  vecinos;  nacen,  crecen,  viven  y  mueren,  y  los 
accidentes  de  su  vida,  son  el  viento  que  los  sacude 
cantando  entre  las  hojas  suaves  idilios,  la  lluvia  que 
los  limpia  y  anima,  el  rayo  que  a  veces  les  visita, 
la  luz  del  alba,  del  día,  del  crepúsculo  y  las  sombras 
de  la  noche;  tintes  que  transforman  su  apariencia  y 
dan  variedad  a  su  encanto.  Y  todo  eso  dura  hasta 
que  la  extrema  vejez  llega  o  la  dureza  del  hombre 


-  206  - 


cruel,  agresivo,  hunde  su  hacha  en  el  tronco  indefenso. 

Alguna  tristeza  fluye  del  espectáculo  en  un  esce- 
nario agreste,  a  favor  de  la  cual  todo  deseo  concreto 
desaparece  y  el  ánimo  no  aspira  ni  aun  a  los  goces 
llamados  encantos  de  la  vida.  Esta  tristeza  so  acentúa 
cuando  algún  elemento  morboso  anda  trotando  en  el 
organismo,  sin  haber  elegido  aún  su  ubicación,  pues 
toda  situación  moral  depende  del  bien  o  malestar  físico. 

¿so 

Boris  había  llegado  a  saber  que  las  ramas  de  los 
árboles  cortadas  y  calentadas  a  cierto  grado,  se  dejan 
doblar  y  conservan  enfriadas  su  nueva  forma. 

Este  conocimiento  le  servía  para  fabricar  bastones, 
arcos  de  flechas,  canastillas  y  aun  cabos  de  reemplazo, 
que  adaptaba  a  los  paraguas  viejos. 

Para  proveerse  de  la  materia  prima,  propia  para 
tales  fabricaciones,  no  había  mejor  sitio  que  la  falda 
de  una  montaña,  vecina  del  cementerio,  donde  crecían 
unos  arbustos  de  ramas  rectas  y  delgadas. 

Allí  iba,  pues,  Boris  en  pleno  día  y  hacía  su  provi- 
sión mirando  de  reojo  las  tumbas,  las  cruces  y  la  capi- 
lla del  camposanto,  por  sobre  el  muro  blanqueado  que 
lo  encerraba  y  lleno  de  pavor  se  preguntaba  si  había 
en  la  tierra  algún  valiente  que  se  atreviera  a  ir  de  no- 
che a  aquel  paraje,  a  la  hora  en  que  las  almas  salían 
a  rezar  sus  rosarios,  girando  alrededor  de  los  sepulcros 
y  recordaba  con  pena  la  muerte  de  un  viajero  que  lle- 
gando enfermo  a  Tupiza,  al  ver  el  cementerio,  casi  ale- 
gre a  la  luz  del  día,  con  su  cerca  blanqueada  y  sus 
plantas  floridas  tras  de  ella,  dijo  al  mozo  que  lo  acom- 
pañaba: «Aquí  querría  ser  enterrado »  sin  sospechar 


-  207  - 


quo  su  deseo  se  cumpliría  como  so  cumplió  al  poco 
tiempo. 

Ya  se  ha  visto  que  Boris  era  arquitecto;  recuérdese 
la  edificación  de  su  iglesia;  ahora  cabe  añadir  que  en 
verano  se  convertía  en  ingeniero  hidráulico. 

No  había  en  la  capital  donde  bañarse  a  gusto;  exis- 
tía es  cierto  el  cubo  de  un  molino  de  que  hablaré  a  su 
tiempo,  la  poza  verde  en  la  quinta  de  don  Antonio 
Valle,  especie  de  laguna  cuya  agua  proveniente  de  un 
manantial,  cortaba  de  puro  fría. 

Flotaban  en  su  superficie  discos  verdes  de  vegetales 
desconocidos  y  venenosos  según  las  gentes,  quienes 
aseguraban  también  que  no  tenía  fondo  y  que  des- 
aguaba en  el  otro  lado  de  la  tierra.  Por  último,  pasaba 
por  verdad  que  varios  nadadores,  habiéndose  arriesga- 
do a  cruzarlo,  se  hundieron  en  el  trayecto  y  desapare- 
cieron para  siempre. 

No  se  podía,  pues,  contar  con  ese  recurso,  pero  era 
necesario  bañarse  En  tal  conflicto,  Boris,  consultó  el 
caso  con  sus  amigos,  y  se  decidió  hacer  en  el  río  que 
llevaba  habitualmente  poco  caudal,  un  tajamar  o  repa- 
ro a  través  de  la  corriente,  con  champas  ( adobes  de  cés- 
ped). La  obra  se  llevó  a  cabo  y  hubo  por  varios  días 
un  baño  aceptable.  Pero  apenas  llovió  fuerte  en  los 
cerros  no  lejanos,  bajaron  de  ellos  torrentes  que  rom- 
pieron el  muro  de  champas,  con  lo  cual  recibió  un 
golpe  rudo  la  reputación  de  los  constructores,  y  quedó 
demostrado  que  el  baño  debió  ser  hecho  en  una  de  las 
márgenes  del  río,  y  no  en  su  cauce.  Para  excusar  en 
cierto  modo  el  fracaso,  justo  es  decir  que  Boris  y  Ca, 
no  conocían  a  fondo  las  leyes  de  la  hidráulica. 

Quedaba  como  recurso  el  cubo  del  molino,  de  nom- 
bre impropio,  pues  no  era  cúbico,  sino  cónico.  Se  pidió 
permiso  para  bañarse  en  él,  a  su  dueño,  un  francés 


208  — 


llamado  La  Rose.  Este  hizo  algunas  objeciones,  y  se- 
ñaló los  peligros  del  intento ;  pero  como  al  fin  y  al 
cabo  la  revolución  francesa  había  costado  la  vida  a 
cientos  de  miles  de  sus  compatriotas,  poco  importaba 
que  unos  cuantos  muchachos  bolivianos  perecieran  en 
la  guillotina  formada  por  el  estrecho  que  franqueaba  el 
agua,  para  caer  sobre  la  rueda  del  molino. 

Ya  todo  en  regla,  un  día  en  que  Boris  estaba  senta- 
do en  la  orilla  del  presunto  baño,  sin  atreverse  a 
nada,  el  más  leal  de  sus  amigos,  muchacho  modelo  de 
afectos  tiernos,  lo  empujó  y  lo  echó  cordialmente  al 
agua.  Boris  no  sabía  nadar,  pudo  ahogarse,  pero  salió 
nadando  ( por  lo  cual  se  prueba  que  la  amistad  sirve 
para  algo)  y  de  allí  en  adelante  nadó  siempre  y  ahora 
es  un  nadador  tal  que  no  se  asusta  ante  el  Uruguay  ni 
el  Paraná;  ríos  de  cuya  anchura  no  tiene  idea,  quien 
no  los  conoce. 

ISD 

No  obstante,  al  empezar  en  el  colegio  del  Uruguay 
el  curso  de  matemáticas,  que  comprendía:  aritmética 
razonada,  álgebra,  geometría  y  trigonometría,  en  lle- 
gando al  álgebra  se  salió  del  aula  y  se  puso  a  llorar 
sentado  en  la  puerta.  Concluida  la  clase  el  profesor 
al  verlo  le  preguntó  por  qué  lloraba. 

—  Porque  no  entiendo  nada,  contestó. 

—  Eso  les  pasa  a  todos  al  principio,  observó  el  pro- 
fesor, ya  irá  Vd.  entendiendo. 

—  Boris  meneó  la  cabeza  como  quien  niega,  y  en 
verdad  negaba  con  toda  convicción,  pues  no  entraba 
en  su  mente  que  una  letra  pudiera  representar  caal- 
quier  cantidad;  eso  le  parecía  absurdo.  Todo  ello,  sin 
embargo,  no  le  impidió  sustituir  al  año  siguiente  al 
profesor,  cuando  faltaba  a  su  clase  de  álgebra. 


-  209 


En  el  curso  de  sus  estudios  dió,  no  obstanto,  alguna 
vez  prueba  de  una  gran  inhabilidad  por  un  lado,  y  de 
sutil  ingenio  por  otro.  Ejemplo:  siendo  estudiante  de 
geometría,  el  profesor  pidió  la  demostración  do  un  teo- 
rema, presentándolo  como  difícil  cuando  era  sensillísi- 
mo.  Boris  creyó  que  lo  era,  lo  trató  como  tal  y  lo  re- 
solvió llenando  con  figuras  y  fórmulas,  páginas  tras 
páginas.  El  profesor  examinó  el  trabajo  y  dijo:  el  señor 
Boris  merece  una  mención  honrosa  por  la  inútil  sutileza 
de  sus  cálculos;  ha  resuelto  el  caso,  pero  ha  procedido 
como  lo  haría  un  viajero  que  para  ir  de  aquí  a  Guale- 
guaychú,  pasara  por  París,  sin  objeto. 


14 


GIMNASIA  HIGIÉNICA 


A  LAS  MADRES  DE  FAMILIA 

Era  en  los  tiempos  antiguos  en  que  los  hombres 
tenían  el  más  profundo  respeto  por  la  fuerza. 

Era  más  aún,  era  en  aquellos  tiempos  en  que  las 
mujeres  de  todas  las  edades,  encontraban  que  la  cua- 
lidad más  seductora,  era  la  fuerza.  Milon  de  Croto- 
na  fué  un  estrafalario,  un  personaje  ridículo  con  una 
cabeza  chica  y  unos  hombros  enormes,  con  la  frente 
chata  y  con  unos  brazos  que  hubieran  parecido  piernas 
de  otra  persona  robusta.  Pues  bien,  estoy  seguro  de  que 
Milon  de  Crotona  tuvo  su  partido  entre  las  señoras  do 
aquella  época  amantes  del  circo,  del  pugilato  y  de  la 
lucha,  porque  no  era  cosa  de  despreciarse  el  ver  con 
que  presteza  y  maestría,  Milon  de  Crotona  sujetaba  a 
un  toro  o  arrojaba  a  un  metro  de  distancia  a  cualquiera 
de  sus  prójimos. 

Conforme  la  civilización,  el  hambre  y  la  debilidad 
han  ido  ganando  terreno  en  nuestras  sociedades,  el  res- 
peto y  la  admiración  por  la  fuerza  individual  han  ido 
perdiéndose  poco  a  poco,  por  aquella  tendencia  innoble 
que  tienen  todos  los  hombres,  y  es  bueno  advertir  que 
ésta  es  la  única  especie  de  animales  en  que  tal  tenden- 
cia existe,  a  despreciar  todo  aquello  de  que  son  in- 
capaces. 


—  211  — 


Actualmente  se  aprecia  más  a  un  ministro  que 
produce  un  buen  proyecto  financiero,  que  al  que  tiene 
un  biceps  capaz  de  levantar  cuatro  quintales.  Las  mo- 
das cambian  con  los  tiempos  y  es  necesario  aceptar  las 
cosas  como  vienen. 

Sin  embargo,  una  pequeña  reacción  es  permitida, 
sobre  todo  cuando  no  se  tiene  el  propósito  de  hacer  de 
un  magistrado  un  luchador,  sino  de  una  criatura  enfer- 
miza, un  soldado  o  una  mujer  fuerte.  En  todos  los 
países  de  la  tierra  se  preocupan  ahora  los  higienistas, 
estos  grandes  economistas  de  la  salud  individual  y  pú- 
blica, de  formar  pueblos  sanos,  es  decir,  fuertes,  traba- 
jadores y  felices.  Este  es  un  desiderátum  político  mejor 
que  muchos  otros. 

¿  Y  como  se  hará  esto  ? 

Educando  moral  y  físicamente  a  cada  individuo. 

Dejemos  a  un  lado  la  educación  moral  que  está  a 
cargo  de  gremios  determinados.  Hablemos  de  la  edu- 
cación física. 

No  se  hace  impunemente  con  órganos  y  con  funcio- 
nes, con  músculos,  con  huesos  y  con  nervios.  Estos 
utensilios  sirven  para  algo.  La  naturaleza  no  nos  ha 
hecho  estos  regalos  para  que  nos  quedemos  como  las 
momias  de  Egipto. 

A  las  mujeres  sobre  todo  a  quienes  la  naturaleza  ha 
dado  un  sistema  nervioso  tan  eminentemente  excitable 
y  a  quienes  la  educación,  el  pudor  y  otros  frenos  limitan 
en  el  desarrollo  funcional,  es  a  las  que  principalmente 
debe  dirigirse  cierta  categoría  de  reflexiones. 

Las  mujeres  primitivas  no  eran  melancólicas  ni  pá- 
lidas. 

Corrían  por  los  campos,  montaban  en  cuadrúpedos  o 
trepaban  a  los  árboles. 

A  favor  de  estas  influencias  cada  mujer  tenía  los 


—  212  — 


brazos  duros,  los  músculos  firmes  y  un  busto  como  el 
de  la  Venus  de  Milo:  es  la  Venus  más  guapa  que  se 
conoce.  Gada  mujer  tenía,  además,  unos  colores  que 
daban  envidia  a  la  aurora  y  sus  ojos  brillaban  preña- 
dos de  luz  líquida,  tras  de  la  tenue  membrana  que  lo 
limita. 

Con  tales  mujeres  la  población  del  mundo  ora  empre- 
sa fácil.  El  nacimiento  de  los  niños  no  requería  la  in- 
tervención del  médico  y  se  verificaba  con  toda  facilidad 
en  constituciones  bien  desarrolladas. 

Pero  la  civilización  mal  entendida  lo  invade  todo. 
Los  hombres,  con  su  legislación  y  sus  costumbres,  re- 
dujeron a  las  mujeres  a  un  papel  pasivo  y  el  tipo  de 
las  meláncolicas,  de  las  vaporosas,  de  las  delicadas  y 
de  las  histéricas,  apareció  en  el  interior  de  los  hogares. 

Ese  era  un  tipo  peligroso,  porque  era  simpático.  Había 
en  el  aire  de  cada  una  de  éstas,  no  sé  que  de  atractivos 
y  de  indolente;  una  blandura  morbosa  y  triste,  un  as- 
pecto lánguido,  flexibilidades  incalculables  y  a  pesar,  y 
a  través  de  todo  esto,  un  torbellino  de  pasiones  hirvien- 
do calladamente  como  en  virtud  de  un  color  rojo  somb río- 
Las  jóvenes  robustas  y  rosadas,  otro  género  de 
belleza  que  tiene  también  sus  aficionadas,  aspiraron  a 
la  melancolía  y  los  ayunos,  el  insomnio  y  los  devaneos 
artificiales,  arruinaron  bien  pronto  muchas  constitu- 
ciones. 

Pero  no  se  necesitaba  de  esto  para  conseguir  tales 
objetos. 

Ahí  estaba  la  educación  que  las  preparaba  y  las 
costumbres  que  mantenían  malas  influencias. 

El  sol  dañaba  la  tez  blanca  y  delicada  del  rostro,  el 
aire  puro  que  so  afilaba  en  las  crestas  de  las  montañas 
o  recogía  el  olor  y  la  frescura  de  las  flores,  irritaba  el 
cutis;  el  ejercicio  hacía  vulgares  las  formas. 


—  213  — 


Las  niñas  debían  estar  encerradas,  cubiertas  y 
quietas.  No  se  necesitaba  más  para  enfermarse,  para 
destruirse,  para  momificarse.  Apenas  hay  quien  ignore 
estos  hechos  fisiológicos. 

El  insomnio  y  la  falta  de  luz  solar,  engendran  la 
anemia  de  las  capilares;  la  palidez  morbosa  que  se 
nota  en  los  presidiarios  y  en  los  que  tienen  costum- 
bre de  velar,  es  en  mucho  debido  a  esto. 

Por  otra  parte,  la  falta  de  luz  y  de  ejercicio  son  la 
causa  de  la  blandura  y  poca  resistencia  de  los  tejidos. 

Luego  la  educación  que  se  les  da  a  nuestras  niñas 
y  las  costumbres  que  se  les  impone,  son  contrarias  a 
los  fines  de  la  naturaleza. 

Ella  quiso  hacer  mujeres  que  gozaran  de  salud  y 
dispusieran  de  un  caudal  de  vida,  y  nosotros  o  las  ne- 
cesidades o  las  preocupaciones,  hacemos  o  hacen  mu- 
jeres tísicas,  escrofulosas,  mal  conformadas,  histéricas 
o  catalépticas. 

Preparamos  unas  famosas  madres  de  familia,  que 
pasan  enfermas  la  mitad  de  la  vida  y  renegando  la 
otra  mitad. 

La  felicidad  modifica  el  carácter,  pero  mucho  más  lo 
modifica  el  ejercicio.  La  sangre  ocupada  en  correr 
activamente  por  las  venas,  no  tiene  tiempo  para  que- 
darse en  el  cerebro  y  engendrar  pasiones. 

La  estadística  muestra  que  los  crímenes  rodeados 
de  las  circunstancias  más  atroces,  son  debidos  a  cul- 
pables que  adolecen  de  un  defecto  general  o  parcial  de 
desarrollo. 

Un  hipocondríaco  es  una  maldición  para  su  casa  y 
sus  amigos. 

Una  histérica  es  peor  que  una  epidemia  para  una 
población. 

Los  consumos  del  cuerpo  sin  reposición  de  sustan- 


—  214  — 


cía,  no  se  verifican  sino  con  pingües  ganancias  de  irri- 
tabilidad para  el  sistema  nervioso  y  con  aumento  de 
actividad  dañina  en  el  cerebro. 

De  esta  manera,  la  gimnasia  es  más  moralizadora 
que  todos  los  códigos  penales  de  la  tierra. 

Y  para  las  mujeres  que  deben  la  mayor  parte  de 
sus  desgracias  a  las  influencias  de  su  carácter  y  al 
poder  de  sus  pasiones,  la  gimnasia  es  el  primer  ele- 
mento de  felicidad. 

Cuando  oigáis  afirmar  de  una  niña  que  es  incorre- 
gible, aconsejad  a  sus  padres  que  la  cansen. 

Jugar  al  volante  una  hora,  la  corregirá  más  que  un 
mes  de  penitencia;  saltar  la  soga  o  montar  a  caballo, 
serán  más  eficaces  para  destruir  una  mala  inclinación, 
que  todas  las  reflexiones  y  todas  las  oposiciones  juntas. 

Nuestras  jóvenes  modernas  mujeres,  son  delicadas 
y  enfermizas,  porque  las  criamos  quietas  y  en  la 
sombra. 

Luz,  movimiento  y  pan,  es  lo  que  necesita  el  orga- 
nismo humano  para  ser  feliz  y  estos  tres  elementos 
son  de  tal  manera  correlativos,  que  uno  suscita  la  ne- 
cesidad del  otro. 

i  Cuánto  más  vale  para  una  joven  ser  virtuosa,  sin 
que  nada  le  cueste,  porque  su  organismo  no  la  soli- 
cita en  mal  sentido,  que  pasar  luchando  toda  su  vida 
para  enfrenar  un  sistema  nervioso  que  ha  ganado  pre- 
dominio sobre  los  otros  sistemas ! 

En  el  primero  la  virtud  es  fácil,  en  el  otro  es  un 
tormento,  una  lucha  de  todos  los  momentos,  que  no  se 
aquieta  ni  aun  durante  el  sueño. 

Lo  primero  se  consigue  con  la  educación  secundaria, 
diremos,  del  organismo  humano,  que  nace  a  la  vida 
con  el  germen  de  todas  las  aptitudes. 

Pero  no  debemos  entender  por  educación,  pura- 


-  215 


mente  la  modelación  do  las  ideas.  Las  buenas  ideas 
nacen  de  las  buenas  funciones,  cuando  además  hay 
ejemplos  vivos  que  imitar.  La  principal  educación  en  la 
primera  edad,  es  la  educación  física. 

Es  una  necesidad  formar  los  órganos  antes  de  po- 
nerlos a  la  obra  del  trabajo  diario. 

El  instrumento  es  anterior  al  acto  que  él  debe 
verificar. 

Los  habitantes  de  los  campos  o  los  que  forman  las 
sociedades,  que  no  son  muy  numerosas  ni  muy  nece- 
sitadas, tienen  menos  desarrollo  intelectual,  pero  más 
cantidad  de  vida  que  los  habitantes  de  las  grandes 
capitales. 

En  la  misma  sociedad  de  Buenos  Aires,  son  nota- 
bles los  ejemplos  de  longevidad  y  de  salud  que  pre- 
sentan algunos  hombres  y  muchas  mujeres,  pues  si  so 
entra  en  el  estudio  de  las  causas  de  este  fenómeno,  se 
encuentra  que  en  los  tiempos  en  que  esos  individuos 
eran  jóvenes,  se  montaba  a  caballo  en  Buenos  Aires, 
se  viajaba,  se  corría  y  que  la  gente  se  movía,  no  con  el 
movimiento  total  de  las  masas,  como  el  de  aquél  que 
recorre  una  línea  en  un  tren,  sino  con  el  movimiento 
compuesto,  en  que  cada  músculo  y  cada  hueso,  es  a  la 
vez  activo  y  pasivo. 

Los  casos  de  distosia  (busquen  las  madres  en  el 
diccionario  esta  palabra)  eran  menos  frecuentes  y  las 
generaciones  más  robustas. 

Nuestras  costumbres  van  reduciendo  a  la  inacción  a 
las  mujeres  de  nuestras  ciudades,  y  ya  que  muchas  de 
ellas  no  pueden  remediar  este  daño,  aquéllas  que  tie- 
nen hijas,  deben  proveer  a  su  educación,  hoy  que  se 
les  presenta  la  oportunidad  de  hacerlo. 

Los  ejercicios  gimnásticos  han  sido,  hace  poco,  solo 
permitidos  a  los  varones,  cuando  en  realidad  son  las 


—  216  — 


mujeres  las  que  más  los  necesitan.  Este  hecho  era  mo- 
tivado por  el  supuesto  peligro  de  estos  ejercicios,  pero 
para  que  tal  motivo  subsista,  se  necesita  no  tener  la 
menor  idea  de  lo  que  es  la  gimnasia  higiénica,  es  decir, 
aquella  serie  de  movimientos  que  se  hace  ejecutar  al 
cuerpo  con  completo  conocimiento  de  sus  partes  y  de 
las  funciones  de  cada  órgano. 

Bajo  el  imperio  de  estos  ejercicios  sabiamente  diri- 
gidos, la  nutrición  se  hace  mejor,  las  secreciones  por 
completo,  la  piel  se  pone  suave,  blanda,  de  color  uni- 
forme y  se  desprende  de  depósitos  sebáceos,  gra- 
nos, etc.,  los  músculos  se  desarrollan,  los  huesos  ad- 
quieren su  dirección  normal,  la  respiración  se  verifica 
espléndidamente,  el  pecho  de  las  jóvenes  se  levanta 
y  a  lo  hermoso  del  busto  se  añade  entonces  la  sanidad 
y  la  amplitud  de  los  pulmones ;  la  circulación  activa 
de  la  sangre  derrama  abundantemente  la  vida  en  todos 
los  órganos,  los  capilares  se  llenan  y  coloran  agrada- 
blemente el  rostro,  el  organismo  se  convierte  en  un 
foco  de  calor  suave,  ligeramente  húmedo,  el  apetito  se 
despierta  y  el  sueño  profundo,  reparador,  se  apodera 
del  cerebro  a  horas  oportunas,  procurando  al  cuerpo 
un  descanso  completo. 

Las  niñas  crecen  bajo  estas  influencias,  sin  pasiones, 
sin  nerviosidad  y  ganan  cada  día  en  belleza,  prepa- 
rando así  la  felicidad  del  hogar  futuro,  ya  que  la  na- 
turaleza las  ha  destinado  a  ser  esposas  y  madres. 

Nuestras  matronas  tienen  oportunidad  de  educar 
físicamente  a  sus  hijas,  decía,  porque,  con  que  grande 
agrado  he  visto  (en  la  calle  Piedad  262)  establecido 
bajo  la  dirección  del  doctor  Lawsen,  un  gimnasio  para 
señoritas,  a  cargo  de  dos  jóvenes  extranjeras,  muy  há- 
biles en  este  ramo  de  higiene  y  educación. 

Pensando  hacer  un  bien  a  muchas  familias,  he 


—  217  - 


creído  de  mi  deber  propender,  por  medio  de  estas  líneas, 
a  que  se  sepa  la  existencia  de  este  útil  establecimiento, 
al  cual  preciso  ayudar  de  un  modo  eficaz. 

Pero  no  considero  llena  la  pequeña  tarea  que  me  he 
impuesto.  Debo  decir  también,  que  ese  establecimiento 
ha  sido  instalado,  no  solo  para  ejercicios  de  gimnasia 
higiénica,  sino  también  para  fines  curativos. 

Una  de  las  jóvenes  mencionadas,  muy  práctica  en 
este  ramo  de  la  terapéutica,  aplica  sus  conocimientos  a 
la  curación  de  enfermedades  que  resisten  a  otros  tra- 
tamientos. Pero  como  este  asunto  requiere  cierta  ex- 
tensión, prefiero  dar  a  conocer  a  las  familias  las 
ventajas  de  la  gimnasia  curativa,  en  otro  artículo,  po- 
niendo en  conocimiento  de  muchos  enfermos  que  quizá 
han  perdido  ya  toda  esperanza,  que  aun  les  queda  un 
recurso  que  tocar. 


NORTE  AMÉRICA 


No  sólo  en  el  paraíso  terrenal  han  ocurrido  desgra- 
cias que  llora  todavía  la  humanidad,  deplorando  la  in- 
vitación de  Eva  y  la  aceptación  de  Adán  a  comer  la 
manzana,  hecho  que,  a  pesar  de  las  desagradables 
consecuencias  trasmitidas  por  la  historia,  no  ha  en- 
señado a  los  hombres  a  privarse  de  manzanas,  con  lo 
cual  queda  demostrado  que  la  historia  no  sirve  para 
nada. 

Aquí  también  en  este  paraíso  los  habitantes  se  atre- 
ven a  comer  manzanas  y  muchos  jóvenes  de  ambos 
sexos,  como  consecuencia  de  su  predilección  por  la 
fruta  prohibida,  han  ido  a  sepultar  su  cuerpo  y  su 
amor  en  las  aguas  del  torrente. 

Otros,  sin  comerlo  ni  beberlo,  han  tenido  la  misma 
tumba. 

Era  costumbre  entre  los  indios  echar  a  las  Cascadas, 
una  o  más  doncellas  por  año,  para  impedir  las  elec- 
ciones inopinadas  del  río,  quien  a  veces  se  llevaba 
un  padre  de  familia,  una  viuda  con  muchos  hijos  o  el 
único  carpintero  o  herrero  de  la  tribu. 

Tales  accidentes  repetidos,  hicieron  creer  a  los  in- 
dios, que  el  padre  de  las  aguas  —  así  era  llamado  el 
Niágara  —  necesitaba  ahogar  algunas  víctimas  cada 


—  219  — 


año  y  más  valía  ofrecérselas  voluntariamente,  que  espe- 
rar su  elección. 

La  ceremonia  era  tierna  y  sublime. 

Elegida  la  doncella  destinada  al  sacrificio,  se  la  ves- 
tía de  blanco  el  día  designado,  se  le  ponía  una  corona 
de  flores  del  aire  y  se  le  colocaba  en  una  canoa  blanca, 
llena  de  rosas,  jazmines,  diamelas  y  azahares. 

La  canoa,  con  su  preciosa  carga,  era  lanzada  en  los 
rápidos  arriba  de  la  Cascada,  y  un  pueblo  entero  ento- 
naba un  himno  de  júbilo  cuando  la  doncella  caía  en  el 
precipicio. 

Tocó  una  vez  la  suerte  a  la  hija  única  de  un  gue- 
rrero distinguido  en  la  tribu,  huérfana  de  madre,  la 
que  había  sido  muerta  por  otra  tribu  enemiga. 

La  joven  era  el  consuelo  y  la  sola  esperanza  de  su 
padre,  como  también  el  único  vínculo  que  lo  ataba  a 
la  tierra. 

Cuando  le  fué  comunicado  al  anciano  la  noticia  de 
la  honra  que  le  cabía  a  su  hija,  de  ser  sacrificada  al  es- 
píritu de  la  Cascada,  no  protestó  ni  mostró  la  menor 
alteración. 

Llegado  el  día  de  la  ceremonia,  la  doncella  lanzada 
en  su  blanca  canoa  iba  ya  cerca  de  la  catarata,  cuando 
se  vió  hender  las  aguas  de  los  rápidos  a  otra  canoa, 
blanca  también,  donde  iba  un  anciano ;  era  el  padre 
de  la  doncella,  que  alcanzó  a  fundir  en  una  sola  mi- 
rada, la  de  su  hija,  de  despedida  y  la  suya,  propia  del 
sacrificio. 

Las  dos  canoas  cayeron  en  la  cuenca  insondable  y 
se  perdieron  en  el  torbellino. 

Por  esta  vez  el  espíritu  de  la  Cascada  debió  quedar 
satisfecho,  lo  que  no  le  ocurría  con  frecuencia,  pues 
algunos  años  no  contento  con  una  doncella,  mostraba 
su  mal  humor  comiéndose  la  roca  de  su  propio  lecho, 


—  220  — 


o  haciendo  otros  destrozos  y  era  necesario  ofrecerle 
nuevas  víctimas. 

Los  novios  de  las  doncellas  tan  mal  aprovechadas, 
no  quedaban  contentos,  como  se  comprende,  y  celosos 
del  río  iban  a  buscar  en  sus  corrientes,  las  vírgenes 
prometidas  con  una  abnegación  digna  de  mejor  suerte. 

ISO 

El  tren  sale  de  Cincinati  como  un  ventarrón  y  llega 
a  Chicago  como  un  huracán. 

Para  que  la  comparación  sea  más  exacta;  la  locomo- 
tora de  nuestro  tren  silba  con  unos  tonos  idénticos  a 
los  del  viento,  cuando  sopla  al  través  de  una  selva;  la 
nota  es  quejumbrosa,  lastimera,  dolorida  y  repetida 
cada  5  minutos,  probablemente  para  advertir  a  las  po- 
blaciones de  uno  y  de  otro  lado  del  camino,  el  pasaje 
de  la  enorme  masa  de  vagones. 

Es  admirable  la  rapidez  con  que  andan  estos  trenes, 
a  pesar  de  su  trocha  angosta :  ni  las  paradas  los  per- 
judica, ni  las  curvas  los  retardan.  El  efecto  de  las  cur- 
vas combinados  con  la  rapidez  del  movimiento,  es  de- 
sastroso, el  vagón  parece  un  buque  y  la  mayor  parte 
de  los  viajeros  se  marean,  a  pesar  de  los  limones,  al- 
canfor, clavos  de  olor  y  otras  sustancias  que  llevan  y 
usan  como  antídotos. 

Silba  la  locomotora  como  el  viento,  se  queja  y  se 
lamenta,  pero  sigue  comiéndose  el  camino,  pasando  los 
puentes,  salvando  las  colinas  y  dejando  sembradas 
las  poblaciones,  como  puntos  diseminados  en  la  infi- 
nita extensión. 

A  pesar  de  las  largas  distancias,  no  hay  dos  cuadras 
sin  una  casa,  fábrica,  sementera  o  indicio  de  habitación 
humana.  Todo  el  camino  recorrido  de  New  York  hasta 


—  221  — 


aquí  es,  puede  decirse,  una  senda  abierta  en  el  bosque. 
Las  colinas  se  suceden  en  algunas  partos  sin  interrup- 
ción;  bajas,  medianas  o  elevadas  como  montañas  y 
todas  cubiertas  de  árboles,  arbustos  y  flores. 

La  línea  de  los  trenes  sigue  las  faldas  de  estas  emi- 
nencias, rodeándolas  en  curvas  atrevidas  o  costeando 
los  ríos  que  corren  entre  ellas. 

Raro  es  pasar  media  hora  sin  encontrar  un  tren  rá- 
pido como  un  relámpago  y  de  cuya  precipitada  fuga, 
solo  se  tiene  noticia  por  la  proyección  de  una  sombra 
instantánea  y  por  el  ruido  de  un  latigazo  formidable. 

Y  las  locomotoras  siguen  su  trayecto  como  perse- 
guidas por  un  ser  infernal,  jadeantes  y  sudorosas,  be- 
biendo el  agua  apurada  y  fumando  su  polvo  de  carbón 
en  las  boquillas  de  sus  negras  chimeneas. 

Fábricas,  talleres,  sembrados,  grupos  de  casas,  bos- 
ques, montañas  y  colinas  todo  va  quedando  hacia 
atrás,  viniendo  de  frente  y  apartándose  a  los  lados 
para  librar  el  paso  al  monstruo  infatigable. 

El  viajero  no  conserva  en  su  mente  sino  una  vaga 
impresión  del  conjunto,  que  acaba  por  adormecer  las 
sensaciones,  mientras  la  imaginación  recorre  el  pasa- 
do, recuerda  rápidamente  las  personas  conocidas  y  se 
pierde  en  una  fantasía  aisladora,  triste  y  dulce,  al 
mismo  tiempo,  surgiendo  de  un  escenario  remoto  es- 
condido en  la  penumbra. 

¿SO 

No  somos  tan  pobres. 

No  sé  si  por  el  desarrollo  a  la  distancia  de  una  de  las 
formas  del  patriotismo  o  por  otra  causa,  me  he  dado  a 
reflexionar  hoy,  recorriendo  los  sitios  atractivos  de  es- 
ta ciudad,  en  que  si  nosotros  quisiéramos  darnos  un 


—  222  — 


poco  de  trabajo,  mirando  por  nuestros  intereses  y  nos 
propusiéramos  imitar  a  los  europeos  y  norteamericanos 
en  su  afán  de  mostrarlo  y  ponderarlo  todo,  nuestras 
figuras  como  personas  poseedoras  de  cosas  dignas  de 
verse,  no  serían  de  las  últimas. 

El  conjunto  de  edificios,  bombas,  aparatos  y  demás 
enseres  de  Chicago  para  la  provisión  de  agua,  es  pobre 
en  comparación  de  nuestras  instalaciones;  aquí  no  hay 
ni  filtros  ni  depósitos ;  todo  se  reduce  a  alzar  y  repartir 
el  agua  como  se  encuentra  en  el  lago. 

Nuestra  biblioteca  pública  es  tan  rica  y  tan  curiosa 
como  muchas  de  las  muy  ponderadas  en  Europa  y  en 
este  país. 

Nuestro  museo  sino  tiene  obras  de  arte,  tiene  obras 
de  la  naturaleza,  de  fama  universal.  En  diversos  mu- 
seos, el  bagaje  se  compone  de  pocas  piezas  originales, 
otras  iguales  a  las  de  los  demás  y  reproducciones  en 
yeso,  de  las  obras  célebres:  las  Venus,  los  Luchadores, 
el  Gladiador  muriendo,  el  Apolo,  el  Antinoo,  Ariadna, 
Laocoonte,  Hércules,  y  Toro  de  Farnesio,  Endimión, 
Mercurio,  y  cuantas  obras  de  arte  conocidas.  Cada  vez 
que  entro  a  un  museo,  me  da  gana  de  dirigirme  a  las 
reproducciones,  darles  la  mano  y  preguntarles  como 
les  ha  ido  desde  nuestro  último  encuentro.  De  la  puerta 
ya  veo  a  Laocoonte  retorciéndose  de  dolor,  a  un  Apolo 
con  su  cara  de  mujer  y  a  la  Venus  de  Milo  amputada, 
mirando  a  sus  compañeros  de  yeso,  con  sus  ojos  sere- 
nos y  orgullosos. 

¡  Fácil  nos  sería  tener  todo  esto,  aun  cuando  mucho 
de  ello  no  sea  de  mérito  ! 

La  galería  de  bellas  artes  de  esta  ciudad  solo  contie- 
ne reproducciones. 

Siguiendo  mis  reflexiones  me  he  puesto  a  enumerar 
lo  que  nosotros  podríamos  mostrar  a  los  extranjeros, 


—  223  — 


con  tanto  más  derecho  que  aquel  con  el  cual  ellos  nos 
muestran  sus  curiosidades,  y  he  formado  así  do  impro- 
viso, una  pequeña  lista  tan  numerosa  como  otra  cual- 
quiera de  ciudades  norteamericanas  o  europeas. 

Por  ejemplo  yo  diría:  «Los  sitios,  monumentos  y 
particularidades  que  ningún  viajero  debe  dejar  de  ver 
en  Buenos  Aires,  son  los  siguientes: 

«  El  museo  rico  en  ejemplares  de  animales  antedilu- 
vianos. 

«  Las  obras  del  puerto. 

«  El  establecimiento  de  bombas,  depósitos  y  filtros 
de  agua  de  la  Recoleta. 

«  La  torre  de  toma  enfrente  de  Belgrano. 

«  La  torre  de  distribución  de  aguas  filtradas. 

«  El  sistema  de  cloacas  y  conductos  de  desagües,  el 
más  perfecto  y  completo  del  mundo. 

«  La  Casa  de  Gobierno,  un  espléndido  palacio  a  pe- 
sar de  sus  defectos. 

«  La  Catedral,  las  iglesias  de  San  Francisco,  Santo 
Domingo,  La  Merced,  San  Ignacio,  etc. 

«  La  estación  del  Ferrocarril  del  Sud. 

«  El  Cementerio  de  la  Recoleta,  con  algunos  buenos 
monumentos  y  otros  de  valor  histórico. 

«  El  Parque  de  Palermo. 

«  La  colección  zoológica  del  parque. 

«  Los  invernáculos  y  criaderos  de  plantas. 

«  El  departamento  de  agricultura. 

«  Los  hipódromos. 

«  Las  estaciones  de  tranways. 

«  Los  teatros,  más  cómodos,  más  lujosos  y  más  gran- 
des que  los  de  la  inmensa  mayoría  de  las  ciudades 
europeas. 

«  La  Penitenciaría,  una  de  las  mejores  cárceles  cono- 
cidas. 


—  224  — 


«  La  casa  de  la  corte  de  justicia  y  tribunales  fede- 
rales. 

«  La  estatua  de  San  Martín. 

«  Las  plazas,  a  las  que  sólo  les  falta  algunos  árbo- 
les para  llamarse  parque  como  en  Europa. 

«  La  casa  de  policía. 

«  La  Escuela  Normal  de  Mujeres. 

«  La  casa  de  la  Facultad  de  Medicina. 

«  El  Hospital  de  Clínicas. 

«  El  nuevo  Hospital  de  Mujeres. 

«  Los  monumentales  edificios  de  las  escuelas  pri- 
marias. 

«  La  casa  de  la  Facultad  de  Derecho. 
«  Los  bancos. 

«  Varias  casas  particulares  con  derecho  a  ser  lla- 
madas palacios. 

«  Las  calles  Callao,  Florida  y  Santa  Fe. 

«  Y  mil  otros  edificios,  objetos  y  sitios  de  interés  ». 

Lo  enumerado,  sin  embargo,  basta  para  sostener  la 
comparación  con  los  edificios,  paseos,  monumentos  e 
institutos  análogos  de  ciudades  reputadas,  señalados 
con  gran  aparato  a  los  viajeros. 

A  más,  después  de  haber  recorrido  casi  toda  Eu- 
ropa y  gran  parte  de  América  del  Norte,  afirmo  que 
antes  de  un  siglo,  Buenos  Aires  será,  salvo  un  cata- 
clismo, la  más  grande  ciudad  de  la  tierra  y  una  de  las 
más  célebres  por  su  comercio,  su  industria,  su  rique- 
za, su  lujo  y  sus  elementos  de  instrucción  y  de  cul- 
tura, consistente  en  colecciones  científicas  y  artísticas 
modernas. 

En  cuanto  a  establecimientos  industriales  estamos, 
en  verdad,  en  los  principios;  no  obstante,  algunos  pue- 
den ser  señalados  como  muy  dignos  de  recibir  la  visita 
de  los  extranjeros  y  merecer  un  justo  elogio  ;  por  ejem- 


-  225  — 


pío:  las  fábricas  de  carne  helada,  los  saladeros,  las 
carpinterías  mecánicas,  las  cervecerías  y  varias  ma- 
nufacturas de  merecida  reputación. 

Desgraciadamente  ni  la  más  insignificante  guía 
existe  para  dirigir  al  extranjero  en  sus  excursiones. 

En  cuanto  a  instituciones,  estamos  a  un  siglo  ade- 
lante de  Europa. 

Si  alguna  vez  en  la  práctica  se  falta  a  la  letra  y 
espíritu  de  nuestras  leyes  y  principios  fundamentales, 
ello  no  invalida  nuestro  adelanto  en  la  materia. 

Error  es  propio  del  hombre;  pero  cuando  yo  veo  la 
absoluta  ceguedad  de  los  europeos  respeto  a  nuestra 
forma  de  gobierno  y  su  aplomo  para  hablar  de  Re- 
pública, sin  darse  cuenta  aun  de  aquello  más  vulgar 
y  más  común  entre  nosotros,  me  reconcilio  hasta  con 
nuestras  más  lamentables  faltas. 

Respecto  a  los  caracteres  de  nuestra  población,  opino 
ahora  de  un  modo  muy  favorable  para  nosotros. 

Los  argentinos  son  cultos  y  elegantes  por  natura- 
leza; generosos  y  desprendidos,  caballeros  en  el  fondo 
y  en  las  formas,  altruistas,  benéficos  y  entusiastas ;  un 
poco  rumbosos  y  precipitados,  es  cierto,  pero  nobles  en 
general. 

La  inteligencia  media  es  superior  a  la  de  cualquier 
otra  nación  de  la  tierra. 

Nuestros  hombres  públicos  serían  verdaderas  no- 
tabilidades en  un  escenario  más  grande,  nosotros  nos 
insultamos  y  deprimimos  sin  escrúpulo  y  solamente 
cuando  viajamos  hacemos  comparaciones  cuyos  re- 
sultados nos  reaniman. 

Hay,  sin  embargo,  un  punto  delicado  en  nuestro 
modo  de  ser  como  Nación,  que  se  presta  a  los  más  se- 
rios ataques,  dejándonos  en  la  imposibilidad  de  hacer 
honradamente  la  mejor  defensa.    Este  punto  es  la 


15 


—  226  — 


administración  de  justicia  en  lo  criminal.  La  impu- 
nidad de  los  hechos  más  horrorosos,  espanta  a  los 
extranjeros. 

En  realidad,  las  penas  de  nuestro  código  para  los 
asesinos  no  existen  sino  escritas.  La  lentitud  de  los 
procesos,  por  un  lado,  y  las  sociedades  de  señoras 
por  otro,  con  sus  pedidos  de  clemencia  en  favor  de 
los  más  grandes  bandidos,  mantienen  viva  esa  llaga 
social,  favoreciendo  y  alentando  a  los  criminales. 

Cuando  me  han  hablado  en  varias  partes  sobre  este 
punto,  me  he  visto  obligado  a  confesar  el  hecho 
inexcusable,  y  a  recurrir  a  una  sofisma  para  expli- 
car tal  monstruoso  proceder. 

«  Los  sentimientos  también  se  enferman,  he  dicho^ 
y  la  impunidad  de  los  asesinos  en  la  República  Ar- 
gentina, es  una  enfermedad  de  la  beneficencia  ». 

Pero  si  bien  las  mujeres  entre  nosotros  echan  a 
perder  la  justicia  criminal,  con  su  conmiseración  mal 
entendida  y  su  solicitud  peor  aplicada,  mucho  debe 
perdonárselas,  por  haber  tanto  amado  como  dicen  los 
evangelios  y  por  su  distinción,  su  gracia  y  su  her- 
mosura. 

ISO 

Pasando  ¡3or  una  calle  he  visto  este  letrero:  «Al 
zapatero  del  sentido  común  »  —  He  entrado  a  su  taller 
a  ver  esa  curiosidad,  un  zapatero  con  sentido  común 
y  he  debido  reconocer  la  exactitud  del  título. 

«  Necesito  un  par  de  botines  »,  he  dicho  al  maestro. 
Sin  mirarme  la  cara,  el  hombre  ha  clavado  sus  ojos 
en  mis  pies.  Después  con  el  aire  del  más  soberano 
desprecio,  ha  exclamado :  « espanish  boots »  y  se  ha 
dirigido  a  un  armario  del  cual  ha  sacado  una  caja. 


227  - 


Mientras  mo  probaba  los  nuevos  botines,  el  hombre 
ha  tomado  uno  de  los  míos  y  mirándolos  con  una  có- 
lera no  disimulada  ha  dicho  «stupid»,  y  tenía  razón. 
Los  botines  que  me  ha  dado  tienen  taco  bajo,  ancho  y 
largo,  terminan  en  lo  que  llamamos  punta,  por  una 
línea  curva  tan  extensa  como  el  ancho  del  pie,  y  son 
horribles !  » 

Pero,  que  bien  se  camina  con  ellos. 

Hágame  Vd.  el  favor,  Señor  Director,  si  tiene  al- 
guna señora  conocida  capaz  de  mostrarle  sus  pies  des- 
calzos, sin  faltar  a  la  ley  de  la  moral,  de  pedirle  que 
se  los  muestre.  Si  la  señora  o  mujer  se  calza  a  la  moda 
y  tiene  ya  de  25  a  30  años,  es  decir,  si  su  infame  cal- 
zado ha  tenido  tiempo  de  deformarle  los  pies,  Vd.  verá 
unos  dedos  cabezones,  como  muchachos  hidrocéfalos, 
montados  unos  sobre  otros,  oprimidos,  contrahechos, 
martirizados,  con  las  uñas  aplastadas,  paralíticos  y 
sin  articulaciones. 

Vea  en  seguida  el  pie  de  un  niño  y  compare. 

Y  advierto  que  el  pie  de  un  niño  de  nuestra  época, 
aun  recién  nacido,  ya  no  es  normal,  ya  ha  sido  alterado 
cumpliendo  las  leyes  de  la  herencia.  , 

Si  se  le  corta  la  cola  a  un  perro  y  luego  a  sus  hijos, 
nietos  y  tataranietos  y  así  por  algunas  generaciones, 
por  fin  se  consigue  tener  un  perro  sin  cola  desde  su 
nacimiento.  Yo  le  digo  a  Vd.  que  al  paso  que  vamos, 
si  el  zapatero  del  sentido  común  de  Filadelíia  no  im- 
pone por  siempre  su  calzado,  la  humanidad  concluirá 
por  no  tener  dedos  en  los  pies. 

Los  norteamericanos  no  corren  este  peligro  sino  a 
medias.  Ellos  en  su  mayor  parte  usan  unos  botines 
como  chatas.  Donde  un  norteamericano  ponga  la  suela 
de  sus  zapatos,  no  crecerán  las  plantas,  pero  él  conser- 
vará sus  dedos  y  caminará  por  el  mundo  sin  martirio. 


A  las  niñas,  sobre  todo,  quisiera  hacejles  entender 
esto:  el  calzado  ajustado  y  de  forma  inadecuada,  lejos 
de  componer  los  pies,  concluye  por  hacerlos  monstruo- 
sos. 

Tal  vez  esta  digresión  inesperada  y  quizá  impropia 
en  una  correspondencia,  sirva  para  remediar  más  .  de 
una  dolencia:  yo  no  dejo  de  ejercer  mi  profesión  aun 
cuando  a  la  distancia  solo  puedo  dar  consejos. 


VISITA  A  WATERLOO 


Waterloo  está  a  menos  de  dos  horas  de  Bruselas, 
haciendo  el  viaje  en  coche.  Ningún  extranjero  que 
llega  a  la  capital  belga  deja  de  ir  a  Waterloo;  si  el 
extranjero  es  un  inglés,  va  inmediatamente  aunque  se 
esté  muriendo. 

La  curiosidad  por  ver  el  campo  de  batalla,  no  es  un 
defecto,  es  una  institución  legislada,  reglamentada, 
prevista  y  sujeta  a  impuestos  perfectamente  estable- 
cidos por  la  costumbre. 

Así,  al  pie  del  monumento  que  consiste  en  un  mon- 
to artificial,  hecho  con  tierra,  en  cuya  cima  hay  un 
león  con  su  pedestal,  existe  un  hotel  expresamente 
para  servir  a  los  curiosos,  y  alrededor  del  hotel  fun- 
cionan pequeñas  industrias,  cuyos  dependientes  via- 
jeros (comis  voyageurs  )  rodean  a  los  recién  llegados, 
ofreciéndoles  bastones,  flores,  reliquias  y  otras  yerbas. 

El  cuidador  del  monumento  recibe  un  tanto  para  el 
león,  y  los  explicadores  de  la  batalla  tienen  también 
su  estipendio  de  costumbre.  Nuestro  profesor  era 
digno  del  nombre  que  le  doy.  Antes  de  comenzar  su 
narración,  miraba  la  cara  del  que  le  parecía  más  im- 
portante en  la  comitiva  y,  según  el  resultado  de  su  exa- 
men, los  actos  heroicos  de  la  batalla,  pertenecían  a  los 
franceses  o  a  los  ingleses.    A  nosotros  nos  tocó  una 


-  230  — 


batalla  enteramente  inglesa,  en  que  Wellington  era  un 
héroe  y  Napoleón  un  pobre  diablo ;  no  vimos  el  árbol 
en  cuyo  tronco  se  apoyó  Wellington,  porque  según  el 
profesor,  un  inglés  lo  compró  y  lo  llevó  a  Inglaterra. 
En  un  pequeño  museo  dependiente  del  hotel  hay  en 
venta  libros,  fotografías,  balas,  espuelas,  sables,  si- 
llas de  montar  y  hasta  cráneos  de  soldados  muertos 
en  Waterloo ;  todo  ello  es  referente  a  la  batalla. 

Los  restos  de  armas,  los  huesos  y  demás  objetos, 
han  sido,  según  dicen  los  propietarios,  encontrados  en 
el  campo.  Según  esto,  el  número  de  lanzas,  carabi- 
nas, espuelas,  machetes  y  pistolas  que  hubo  en  Wa- 
terloo era  infinito,  pues  cada  tantas  semanas  el  museo 
se  vacía  y  se  llena  de  nuevo,  gracias  a  la  credulidad 
de  los  viajeros.  Un  cráneo  con  el  frontal  agujereado, 
es,  se  dice,  de  un  valiente  soldado  francés,  bello  como 
un  ángel,  joven  y  enamorado,  quien  según  deduzco, 
tenía  la  inmensa  ventaja  de  poseer  una  notable  co- 
lección de  cabezas,  pues  su  cráneo  perforado  por  una 
bala  enemiga,  ha  sido  vendido  ya  más  de  cien  veces 
y  figura  en  diversos  museos  particulares  del  extran- 
jero. Si  el  mozo  tenía  tantos  corazones  como  cabe- 
zas, el  número  de  sus  novias  debió  haber  sido  con- 
siderable. 

Al  acercarse  el  viajero  al  campo  de  batalla,  expe- 
rimenta una  sensación  compleja,  mezcla  de  curiosidad 
y  de  tristeza.  El  pueblito  que  se  atraviesa  para  lle- 
gar al  campo,  es  solitario  y  silencioso;  algunos  de 
sus  sitios  y  de  sus  edificios  son  mencionados  por  la 
historia  y  parecen  estar  allí  como  testigos  mudos  de 
una  gran  catástrofe. 

Por  más  indiferente  que  uno  sea  respecto  a  los  acon- 
tecimientos históricos  lejanos,  la  caída  de  un  hombre 
grande,  admirado  y  temido,  interesa  y  conmueve. 


-  231  - 


Yo  tengo  respeto  de  Napoleón  I,  la  idea  inglesa  y 
no  puedo  prescindir  de  recordar  su  figura,  de  traer  a 
mi  memoria  los  ^hechos  que  empañan  su  gloria,  las 
crueldades,  los  asesinatos  de  prisioneros,  las  matan- 
zas inútiles,  la  despoblación  de  Francia  para  satis- 
facer una  ambición  vanidosa  y  casi  demente,  la  per- 
turbación de  toda  Europa  durante  tantos  años  y  los 
sacrificios  horrendos  impuestos  por  él  solo,  a  una  gran 
parte  de  la  humanidad. 

No  creo  que  ha  sido  el  capitán  mas  valiente,  ni  el 
general  más  táctico.  Antes  para  mí  está  en  la  his- 
toria la  colosal  figura  de  Aníbal  y  como  represen- 
tante del  valor  temerario,  un  soldado  obscuro  y  vulgar 
que  llevó  a  cabo  en  un  rincón  de  la  América,  en  la 
ciudad  de  La  Paz  de  Bolivia,  el  acto  de  la  mayor 
audacia,  sangre  fría  y  valor  que  consignan  las  cróni- 
cas de  la  guerra.  Me  refiero  a  la  toma  de  La  Paz 
por  Melgarejo,  hecho  extraordinario  cuyo  relato  le 
hace  a  uno  dudar  de  si  Melgarejo  era  un  hombre  o 
una  máquina  inconsciente. 

Además,  no  tengo  gran  estimación  por  el  valor  fí- 
sico :  sé  que  un  hombre  cuando  quiere  decididamente 
hacer  una  cosa,  no  deja  de  hacerla  por  razones  de 
miedo. 

No  creo  tampoco  loable  poner  mucho  empeño  en 
tener  entre  las  altas  cualidades,  una  que  jamás  el 
hombre  llega  a  poseer  en  grado  supremo,  siendo  en 
eso  infinitamente  inferior  a  muchos  animales.  El  ca- 
pitán más  valiente,  no  lo  es  tanto  como  un  gallo,  un 
perro,  un  tom,  un  tigre,  un  león  y  es  mil  veces  me- 
nos arriesgado,  estoico  y  pertinaz  que  millones  de 
insectos  a  los  cuales  se  puede  mutilar,  destrozar  y 
matar  sin  obligarlos  a  soltar  su  presa. 

Napoleón,  pues,  ni  guerrero  alguno,  me  inspira  ad- 


-  232  - 


miración  por  su  valor  físico.  Con  todo  ello,  no  dejo 
de  reconocer  en  él  la  encarnación  de  una  de  las  al- 
tas personalidades  dirigentes  en  el  mundo. 

La  Europa  entera,  más  que  la  Europa,  la  huma- 
nidad se  sintió  aliviada  con  la  caída  de  Napoleón; 
por  eso  Waterloo  figura  entre  las  batallas  que  han 
resuelto  una  cuestión  humana,  en  la  cual  la  población 
de  toda  la  tierra  estaba  interesada;  por  eso  todas  las 
naciones  actuales  se  creen  partícipes  de  la  victoria 
de  Wellington  y  miran  al  campo  de  Waterloo  como 
la  escena  en  que  sus  hijos  lucharon  por  su  propia 
patria. 

Waterloo  será  por  siglos  la  batalla  clásica,  la  gran 
batalla,  y  la  narración  de  los  desastres  y  tragedias 
que  ocurrieron  en  el  campo  memorable,  será  leída 
con  emoción  por  mil  generaciones. 

¡Waterloo!  resonará  como  un  suspiro  de  alivio  en 
los  oídos  de  la  Francia  dolorida,  que  hace  ochenta 
años  veía  diezmar  su  población  y  mandaba  lo  más 
joven  y  selecto  de  ella  a  sepultar  su  osamenta,  en 
campos  desconocidos  y  lejanos! 

¡Waterloo!  repetirán  Inglaterra,  Rusia,  Alemania, 
Europa  entera,  y  Waterloo  querrá  decir,  la  libertad, 
el  descanso,  la  paz  y  el  trabajo. 

Pasarán  los  cientos  de  los  años  y  Waterloo  seguirá 
siendo  un  sentimiento,  sin  llegar  en  muchos  siglos 
a  tomar  la  forma  fría  de  un  episodio  histórico,  narra- 
do entre  leyendas  antiguas. 

ISD 

Cerca  del  campo  de  batalla  hay  una  iglesia,  in- 
significante por  sí  misma,  cuidada  por  un  viejo  mal 
humorado,  que  repite  maquinalmente  a  los  viajeros  el 
mismo  cuento,  sin  variar  ni  el  tono  de  su  voz. 


—  233  - 


Según  este  viejo  y  las  inscripciones  y  bustos  que 
se  ve  en  el  recinto  pequeño,  frío  y  triste  de  la  iglesia, 
allí  se  hallan  depositados  los  restos  de  muchos  ofi- 
ciales y  jefes  ingleses  que  cayeron  con  heroísmo  en 
el  campo  de  batalla. 

Yo,  como  soy  curioso,  mientras  la  comitiva  se  en- 
tretenía en  copiar  los  epitafios,  di  vuelta  por  tras  del 
altar,  entré  en  una  sacristía  que  parecía  tumba,  en- 
contré una  escalera,  subí  hasta  un  cuarto  alto  donde 
funcionaba  melancólicamente  un  reloj,  que  con  su  pén- 
dola parecía  decir  en  cada  oscilación  ¡Waterloo!  ¡Wa- 
terloo!  Puse  el  dedo  en  la  varilla,  el  reloj  se  paró: 
era  el  fin  de  la  batalla:  todo  quedó  en  silencio.  En 
los  ángulos  del  cuarto  había  muchas  imágenes  des- 
calabradas de  santos  y  vírgenes  fuera  de  uso ;  atriles, 
candeleros  y  otros  aparatos  usados  en  las  ceremonias 
religiosas.  Todo  tenía  tal  aire  de  vejez,  de  tristeza  y 
de  abandono,  que  impresionaba.  Los  santos  desco- 
yuntados habían  estado  seguramente  en  la  batalla 
de  Waterloo.  Un  Cristo,  sobre  todo,  colgado  sola- 
mente de  una  mano  al  brazo  de  una  cruz  decrépita, 
parecía  haber  tomado  una  parte  activa  en  el  sangrien- 
to combate. 

Sobre  una  especie  de  mostrador,  al  lado  de  un  mi- 
sal fósil,  se  hallaba  un  tintero  de  plomo,  en  cuya  tinta 
tomaba  tranquilamente  su  baño  una  pluma  de  ave; 
saqué  la  pluma,  sacudí  el  exceso  de  tinta  que  la  em- 
papaba, le  miré  los  puntos  y  en  el  margen  del  misal 
escribí  una  fecha  —  manía  de  viajero  —  pero  la  fecha 
no  era  la  de  ese  día. 


ESPAÑA 


A  las  cinco  de  la  mañana  de  un  día  granadino,  sali- 
mos de  los  Siete  Suelos,  de  la  Alhambra,  para  tomar  el 
tren  y  trasladarnos  a  Sevilla.  Nunca  olvidaré  la  deli- 
ciosa impresión  que  en  esta  madrugada  me  hizo  el 
paisaje,  al  bajar  de  las  verdes  colinas  a  través  de  los 
bosques.  Cuando  un  viajero  no  puede  quedarse  en  su 
cama  durante  la  madrugada,  lo  mejor  para  él,  es  verla 
como  si  se  hubiera  levantado  voluntariamente  a  gozar 
de  sus  encantos ;  nosotros  procedimos  como  prudentes 
viajeros  y  desde  las  ventanillas  del  tren,  vimos  levan- 
tarse el  blanco  tul  de  las  primeras  horas  del  día  y  lue- 
go un  sol  español,  grande  y  encendido,  chamuscando 
con  sus  rayos  ardientes  las  barbas  despeinadas  del 
horizonte  montañoso  (recomiendo  estas  figuras  de  retó- 
rica a  los  jóvenes  aprendices  de  literato). 

UD 

En  Sevilla,  toda  la  gente  había  salido  de  su  casa, 
cuando  recorrimos  la  ciudad  siguiendo  nuestra  cos- 
tumbre, digo  todas  habían  salido,  porque  nos  fué  casi 
imposible  andar  por  las  calles  sin  voltear  algún  sevi- 
llano o  ser  volteado  por  él;  la  calle  de  la  Sierpe  prin- 
cipalmente, estaba  cubierta  de  transeúntes  y  de  men- 


235 


digos,  a  tal  punto,  que  no  pudo  ver  si  había  vereda,  ni 
descubrir  un  palmo  de  suelo. 

La  calle  de  la  Sierpe,  llamaráse  así  por  lo  enreda- 
da, pero  si  tal  es  la  razón  de  su  nombre,  todas  las  otras 
debían  tener  el  mismo.  Me  atrevo  a  andar  en  Londres, 
con  menos  probabilidad  de  extraviarme  que  en  la  pe- 
queña ciudad  de  Sevilla.  Todo  es  aquí  tortuoso  o  in- 
trincado; las  vías  públicas  son  estrechas  y  llenas  de 
curvas,  de  modo  que  nadie  sabe  si  un  pedazo  de  cuadra 
corresponde  a  una  calle  o  a  otra.  ¡  Sea  todo  por  el  amor 
de  Dios!  Los  sevillanos  no  se  aperciben  del  laberinto,  y 
usan  como  expresiones  de  significado  práctico  las  pala- 
bras «recta,  derecha,  directamente»,  cuando  hablan  de 
trasladarse  de  un  punto  a  otro  de  la  ciudad.  La  anima- 
ción es  sorprendente;  todos  gesticulan  como  si  fueran 
italianos  y  hablan  con  ese  tono  peculiar  andaluz  que 
parece  de  burla,  comiéndose  la  mitad  de  las  palabras 
de  una  manera  improbable,  como  si  no  hablaran  por 
su  cuenta  y  solo  remedaran  a  otros  o  refirieran  un 
trozo  de  conversación  jocosa,  entre  personas  bro- 
mistas. 

Cuando  el  mozo  del  hotel  me  decía:  «Zi  eñó  o  no 
eñó  »  su  contestación  me  era  indiferente  por  su  senti- 
do, solo  notaba  que  se  había  comido  con  suma  gracia 
una  s  y  una  r. 

Lo  difícil  en  las  calles  es  distinguir  las  gentes  ino- 
fensivas, de  las  que  piden  limosna,  pero  se  puede  llegar 
a  una  clasificación  razonable,  ateniéndose  a  esta  regla : 
de  siete  transeúntes  probablemente  dos  no  son  men- 
digos. 

Adviértase  que  la  mendicidad  es  más  que  una  exi- 
gencia de  la  vida,  un  vicio  en  algunas  poblaciones ; 
ciertas  personas  creen  ofender  a  los  extranjeros  si  no 
les  piden  limosna  y  se  imaginan  llenar  un  deber  y 


-  236  — 


hacerles  casi  un  obsequio,  proporcionándoles  la  ocasión 
de  distribuir  caritativamente  su  dinero. 

No  obstante  estas  pequeñas  incomodidades,  la  vida 
en  Sevilla  os  de  las  más  agradables  y  atractivas;  ni  los 
mendigos  incomodan  después  de  algún  tiempo;  cuando 
ya  la  cara  del  viajero  le  es  familiar,  más  bien  lo  pro- 
tegen contra  las  agresiones  do  los  pedidores  tenaces, 
apartando  a  éstos  con  un  ademán  cuyo  significado  es 
«  déjenlo  en  paz,  ya  es  de  la  ciudad  o  ya  ha  dado  bas- 
tante»; hasta  son  capaces  de  darle  un  cobre  al  pasa- 
jero, siles  parece  muy  necesitado. 

A  pesar  de  la  animación  de  las  calles,  los  hoteles 
estaban  desiertos  en  la  época  de  nuestra  permanencia. 

Los  diarios  españoles,  siguiendo  la  costumbre  hispa- 
no americana  de  denigrarse  o  perjudicarse  a  sí  mismos, 
se  habían  inventado  para  el  año  corriente  una  epidemia 
de  cólera  y  otra  muy  fuerte  de  viruela;  no  había  tales 
enfermedades,  pero  todas  las  publicaciones  de  la  Pe- 
nínsula daban  el  grito  de  alarma  e  impedían  el  aflujo 
de  extranjeros. 

Nosotros  pasamos  de  París  a  Madrid  a  pesar  de  las 
malas  noticias,  porque  no  las  creímos  y  estuvimos  en 
lo  justo,  conocíamos  las  exageraciones  andaluzas  de 
nuestros  dignos  padres. 

Cuán  diferente  es  la  conducta  de  los  suizos,  por  ejem- 
plo; estos  hacen  cuanto  es  humanamente  posible  por 
exagerar  las  bellezas  de  su  país  y  las  ventajas  de  una 
excursión  por  él,  llegando  a  convertir  en  atractivos 
nunca  vistos  los  accidentes  más  insignificantes  con  tal 
de  atraer  huéspedes. 

ISO 


-  287 


España  mo  ha  hecho  la  impresión  de  un  pueblo 
que  renace.  He  visto  en  todas  partes  cierto  afán,  cierto 
movimiento,  como  si  estuviera  por  revelarse  ia  decisión 
de  actuar,  al  despertarse  después  de  un  sueño  reparador. 

Hay  todavía  en  los  campos  y  ciudades  una  actitud  es- 
tática, cuya  contemplación,  sin  embargo,  no  induce  a 
pensar  en  la  indolencia,  sino  en  la  preparación  para  la 
lucha  y  la  conquista  de  un  bienestar  ambicionado.  Las 
industrias  viejas  se  animan,  otras  nuevas  aparecen,  y 
aun  cuando  no  se  note  todavía  en  ellas  una  grande 
energía,  se  adivina  la  decisión  de  no  abandonarla. 

La  paz,  la  estabilidad  política  transformarán  la  Es- 
paña en  medio  siglo.  Barcelona  se  parecerá  a  Liverpool 
y  Madrid  a  cualquier  ciudad  industrial  de  la  Europa; 
Toledo  saldrá  de  su  silencio  dejando  que  se  caigan  cien 
de  sus  iglesias  desiertas  y  quedando  todavía  muy  bien 
dotada;  Sevilla  y  Cádiz  serán  un  emporio,  y  Málaga  y 
Granada  un  mercado  de  ricos  productos.  Las  minas 
mejor  trabajadas,  darán  mayores  rendimientos;  todos 
los  metales  serán  manufacturados  en  el  territorio,  sin 
salir  a  mendigar  en  otra  parte  su  transformación  en 
útiles  de  industrias,  en  buques,  en  armas  o  en  rieles. 
Los  ferrocarriles,  cuyas  redes  comienzan  a  extenderse, 
activarán  la  metamorfosis  —  ya  lo  están  haciendo  — 
y  su  administración,  criticada  cruelmente  y  con  singu- 
lar injusticia  por  los  extranjeros,  salvará  sus  actua- 
les deficiencias. 

Todo  esto  se  siente  palpitar  y  anunciarse  viajando  por 
España. 

Tal  vez  mi  deseo,  instigado  por  mis  simpatías  hacia 
este  pueblo,  hagan  nacer  en  mí  esperanzas  demasiado 
optimistas,  pero  disminuyase  cuanto  se  quiera  el  cuadro, 
siempre  quedará  patente  este  raciocinio  cuya  verdad 
quisiera  trasmitir  al  lector;  si  mis  augurios  e  impresio- 


—  238  — 


nes  no  tuvieran  un  fondo  de  realidad,  el  espectáculo  de 
la  España  actual,  no  me  habría  sugerido  semejantes 
pensamientos;  yo  creo  en  las  ideas  sin  antecedentes  y 
una  cosa  para  emerger  en  la  mente,  necesita  estar  antes 
en  la  naturaleza,  en  todo  o  en  parte. 

ISO 

He  dicho  en  algún  párrafo  de  mi  correspondencia  que 
dej  aba  a  España  para  postre ;  creo  que  le  llamé  la  Madre 
Patria.  Tengo  algunos  resentimientos  con  Pizarro  y 
los  otros  conquistadores,  por  haber  dado  muerte  estos 
caballeros  a  muchos  de  mis  antepasados,  los  indios 
primeros  habitantes  de  América,  Emperadores,  Reyes, 
Caciques,  Curacas,  y  simples  particulares,  cuya  sangre 
corre  por  mis  venas,  como  se  dice  vulgarmente,  aun 
cuando  la  sangre  de  persona  alguna  corra  por  sus  venas 
a  causa  de  tener  éstas,  válvulas  que  se  oponen  a  las 
carreras;  cuya  sangre,  decía,  circula  en  mi  cuerpo,  diré 
ahora,  caracterizando  mi  personalidad  india  y  muy 
india,  como  se  revela  en  mi  color  y  en  el  apellido  de 
mi  padre  y  mío,  Wilde,  que  en  araucano  quiere  decir 
(guanaco  salvaje)  y  el  de  mi  madre,  García,  que  en 
Quichua  significa  (gracia)  un  simple  anagrama  (reco- 
miendo estas  traducciones  a  los  sabios,  descifradores 
de  geroglíficos,  que  mienten  a  mansalva)  pero  el  tener 
particular  ojeriza  a  los  conquistadores  crueles,  no  me 
impide  estar  vinculado  a  España  por  la  tradición,  por 
la  lengua,  por  los  amigos  españoles  que  tengo,  por  la 
admiración  de  algunas  de  sus  altas  calidades  de  índole 
nacional  y  porque  me  dala  gana,  suprema  razón. 


ÍNDICE 


Página 


Nota  de  la  Universidad                                         ....  5 

Nota  del  Consejo  Nacional  de  Educación   7 

Páginas  muertas  (Prefacio)   9 

La  forma  literaria   14 

La  lluvia   16 

El  maestro  Cesáreo   19 

Ilica   23 

Variaciones  sentimentales   27 

A  Palermo   35 

Jerusalem   39 

Lo  que  dicen  las  olas   43 

Bayreuth,  Wagner  y  Cía   47 

Inolvidable     52 

El  nuevo  Paraíso  Terrenal   55 

Nápoles   59 

Suiza   63 

Artículos  de  costumbres  —  La  carta  de  recomendación..,  66 

El  poder  de  la  Imaginación   74 

Japón   77 

Arte  coreográfico   78 

Las  artes  en  el  Japón   80 

La  Cordillera   101 

El  puente  del  Inca   103 

Lima   104 

Utilidad  de  la  desgracia. .  .    106 

China     108 

Fragmento  criollo.    122 

Otro  fragmento     123 

Notas  alegres   125 

Nuremberg   127 

La  fiesta  del  pájaro   128 

Los  bailes  por  cuota   129 

Faber   131 


—  240  — 


Página 


Niza  y  sus  encantos    134 

Venecia   138 

Milán   141 

De  Frankfort   144 

La  Madona  Sixtina   147 

Siracusa   149 

De  Londres   154  . 

De  Moscow  a  San  Petersburgo   161 

San  Petersburgo   164 

De  Stokolmo  a  Copenhague     170 

Los  castillos  del  rey  de  Baviera   173 

Buda-Pesth   176 

Constantino  pía   179 

Be  «Aguas  Abajo  »: —  Armonía  de  las  palabras  con 

las  ideas  de  las  cosas   187 

Astronomía  —  Meteorología  —  Reseña  del  Cielo,  del 

Infierno  y  de  sus  habitantes   190 

Anticipo  a  cuenta  de  sentimientos   196 

Instinto  mecánico  —  Trabajos  manuales  —  Artesano 

—  Arquitecto  e  Ingeniero  hidráulico   203 

Gimnasia  higiénica   210 

Norte  América     218 

Visita  a  Waterloo   229 

España     234 


Los  fragmentos  han  sido  tomados  de  los  libros  siguientes  del 
Dr.  Wilde,  cuyas  ediciones  están  agotadas,  salvo  Prometeo  y  Cía. 

—  Tiempo  perdido. 

—  Viajes  y  observaciones. 

—  Por  mares  y  por  tierras. 

—  Prometeo  y  Cía. 

Y  el  libro  postumo:  Aguas  Abajo. 


i 


-p 

H 


LO 

CV2 


ai 

rrt 


§ 

a* 
+s 
■H 
H 

a> 

vi 
o 

ü 

a< 

H 

as 
ra 

ra 
o 

N 
O 

H 


University  of  Toronto 
Library 


DO  NOT 

REMOVE 

THE 

CARD 

FROM 

THIS 

POCKET 


Acmé  Library  Card  Pocket 

Unuer  Pat.  '  Reí,  Index  File" 

Made  by  LIBRARY  BUREATJ