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Full text of "Violines y toneles"

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in  2010  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/violinesytonelesOOpayr 


VIOLINES   Y   TONELES 


OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR 


La  Australia  Argentina,  (dos  volúmenes,  Rodrí- 
guez Giles,  editor.) 
El  falso  Inca,  (cronicón  de  la  conquista.) 
El  Casamiento  de  Lauchs,  (novela  picaresca.) 
Sobre  las  ruinas...  (drama  en  cuatro  actos.) 
Marco  Severí,  (drama  en  tres  actos.) 
El  triunfo  de  los  otros,  (drama  en  tres  actos.) 
Pago  Chico. 

De  venta  en  la  Casa  Editora  de  Rodríguez  Giles,. 
Corrientes,  1379,  y  en  las  principales  librerías. 


EN  PEENSA 
En  las  Tierras  de  Inti 


ROBERTO  J.  PAYRÓ 


Violines  y  toneles 


BUENOS     AIRES 

M.   RODRÍGUEZ   GILES,    EDITOR 

Corrientes,  1379 

1908 


librar? 

124957 

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A   JORGE   PAYRO 

Para  usted,  mi  segundo  padre,  es  este  libro  en 
cuyas  páginas  se  agrupan  los  nombres  de  personas 
que  me  son  queridas,  presididos  por  el  suyo,  como 
en  la  vieja  mesa  familiar.  Sé  que  el  recuerdo  le 
será  grato,  á  -pesar  de  su  escaso  valor,  porque  el 
afecto  le  da  realce  y  porque  su  inagotable  bondad 
ha  sabido  siempre  contentarse  con  muy  poco... 

Roberto  J.  PAYRÓ 


Violines  y  toneles. 

A  Julio  Piquet. 

Vamos  un  momento  á  la  vieja  Borgoña, 
pues  el  hecho  que  recuerdo  ocurrió  allí.  En 
seguida  regresaremos  al  pago. 

La  cosecha  del  Beaujolais  iba  á  ser  aquel  año 
extraordinaria.  Nadie  había  soñado,  ni  menos 
esperado,  tan  sorprendente  fecundidad.  Las  vi- 
ñas parecían  de  color  violeta,  porque  los  raci- 
mos eran  más  que  los  pámpanos,  y  las  cepas 
cedían  y  se  quebraban  bajo  su  peso. 

El  momento  de  la  vendimia  se  acercaba  rá- 
pidamente y  los  cosecheros  veían  atribulados 
que  habían  cometido  un  error  casi  irreparable: 
los  toneles  eran  pocos,  iban  á  faltar;  su  impre- 
visión les  hacía  perder  ríos,  mares  de  vino,  de 
primera  calidad  porque  la  lluvia  ;era  poca  y  el 
verano  abrasador. 

Los  cascos  subieron  á  precios  inverosímiles; 
los  fabricantes  no  daban  abasto.  En  todos  los 
pueblos  de  la  comarca,  hasta  en  los  más  mise- 
rables villorrios,  del  amanecer  á  media  noche 
resonaba  incesante  golpear,  y  las  azuelas  y  las 


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macetas  de  los  toneleros,  caían  y  se  levantaban 
sin  descanso. 

En  Villefranche,  sobre  todo,  el  estrépito  era 
ensordecedor,  el  martilleo  en  la  madera  ar- 
queada, hueca  y  sonora,  hacía  creer  que  sus 
trece  mil  habitantes  se  habían  dedicado  simul- 
táneamente á  la  carpintería  en  un  rapto  de  de- 
mencia, ó  que  en  cincuenta  astilleros  improvi- 
sados se  calafateaban  á  toda  prisa  otros  tantos 
buques  en  vista  de  una  guerra  inminente. 

Y,  á  pesar  de  aquella  actividad  febril,  los  vini- 
cultores que  debían  regocijarse  ante  la  pers- 
pectiva de  tan  desbordante  cosecha,  eran  presa 
de  la  desesperación,  no  dormían,  no  comían, 
formaban  corros  en  las  calles,  comentando  la 
situación,  operando  en  toneles,  barriles,  borda- 
lesas,  como  se  operaba  en  oro  en  nuestra  Bolsa, 
viendo  ya  mentalmente  correr  por  aquellos 
campos  las  oladas  del  vino  que  se  había  que- 
dado sin  envase... 

Entretanto  el  alegre  sol  de  la  Borgoña,— el 
sol  de  Rabelais,—  se  entretenía  en  hacer  más 
amarga  aquella  congoja,  lanzaba  rayos  de  fue- 
go vivo  para  apresurar  la  vendimia,  comple- 
tando en  pocos  días  la  madurez  de  los  ubérri- 
mos racimos... 

Monsieur  Grandcru,  cuyo  extenso  viñedo  era 
una  maravilla,  que  acababa  de  reforzar  los  zar- 
zos para  que  no  cumplieran  su  visible  ame- 
naza de  venirse  abajo,  y  que  apenas  tenía  las 
dos  terceras  partes  de  los  toneles  necesarios,  se 
apartó  de  repente  del  corrillo  en  que  estaba 
perorando,  mientras  murmuraba: 


—  9  — 

—  ¡Ya  sé  lo  que  voy  á  hacen 

Dos  ó  tres  de  los  del  corro  adivinaron,  más 
que  oyeron  estas  palabras,  é  interesados  en  re- 
solver el  mismo  problema  le  siguieron  la  pista, 
acechándolo... 

Monsieur  Grandcru  había  recordado  de  pron- 
to, como  por  inspiración  divina,  la  desdeñada 
y  olvidada  existencia  de  maese  Octave  Archet, 
y  se  precipitaba  á  su  taller.  Así  lo  comprobaron 
al  cabo  de  un  instante  sus  accidentales  espías. 

Era  maese  Archet  uno  de  los  más  pobres 
artesanos  con  tienda  abierta  de  Villefranche. 
Sentado  en  su  taller,  desde  el  uno  hasta  el  otro 
crepúsculo,  todos  los  días  de  trabajo,  con  dos 
ó  tres  obreros  y  otros  tantos  aprendices  para 
la  parte  grosera  de  su  obra,  labraba  y  recor- 
taba maderitas,  las  limaba,  las  acepillaba,  las 
torneaba,  las  arqueaba  con  infinitos  cuidados,  y 
luego  iba  ajustan dolas  unas  á  otras,  delicada, 
pacientemente,  y  las  débiles  tablitas  tomaban 
en  sus  manos  aspecto  de  juguetes  caprichosos. 
Muchas  veces  deshacía  lo  hecho  para  empren- 
derlo de  nuevo,  con  igual  paciencia,  con  la 
misma  tenacidad.  Fabricaba  violinescon  amor, 
como  un  artista,  y  la  creación  de  un  instru- 
mento perfecto,  dulce  y  vibrante,  era  para  él 
un  triunfo,  una  delicia:  fuese  después  á  las  ma- 
nos que  fuera,  él  se  lo  imaginaba  siempre  en 
poder  de  algún  virtuoso  genial  que  lo  acari- 
ciara con  el  arco;  hasta  el  deliquio,  hasta  arran- 
carle el  canto  que  embriaga  y  extasía.  Cual- 
quiera que  lo  hubiese  visto  ensayando  su  úl- 
timo violín,  tratando  de  despertar  el  alma  que 


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le  había  engendrado  al  calor  de  la  suya,  lo 
hubiese  creído  la  reencarnación  del    famoso 
personaje  de  Hoffmann. 

Sus  obras  maestras  se  vendían  en  Villefran- 
che  á  bajo  precio,  á  los  músicos  de  profesión 
y  sobre  todo  á  los  cosecheros  que  querían  do- 
tar á  sus  tiernos  hijos  de  algunas  habilidades 
de  sociedad.  Pocos  violines  salían  de  allí,  pero 
esos,  gracias  á  su  excelencia  y  á  la  elegante 
forma  de  su  caja,  no  tardaban  en  ver  super- 
puesta á  la  desconocida  firma  Achet  la  dispu- 
tada del  célebre  Amati,  cuya  elevadísima  co- 
tización comenzó  á  bajar  con  motivo  de  la  re- 
lativa abundancia  de  ejemplares... 

Monsieur  Grandcru,  se]encarócon  maese  Oc- 
tave, en  pleno  taller: 

—Vengo  á  proponerle  un  magnífico  negocio 
—le  dijo.— En  un  mes  puede  usted  ganar  más 
dinero  que  en  dos  años  fabricando  violines. 

—¿Y  cómo? 

—Necesitamos  toneles...  Pues...  haciendo  to- 
neles. 

—Yo  no  los  sé  hacer. 

—Quien  hace  lo  más,  hace  lo  menos. 

—Según;  hay  casos  en  que  no  se  puede. 

—La  obra  es  parecida,  y  más  fácil  es  ajustar 
duelas  que  tablas  armónicas... 

—Es  cierto,  pero  si  accediese  á  hacer  toneles, 
quizá  perdiera  la  mano  para  hacer  violines. 

El  cosechero,  fuera  de  sí,  lo  hubiese  fulmi- 
nado con  la  mirada. 

—¿Es  su  última  palabra,  maese  Archett 


—  11  — 

—Es  mi  última  palabra,  estimado  monsieur 
Grandcru. 

Monsieur  Grandcru  salió  dando  un  portazo, 
desesperado  y  en  el  colmo  de  la  ira.  Sin  em- 
bargo, al  tropezar  con  los  vecinos  disimuló, 
para  que  no  sospecharan  su  fracasado  plan, 
esperando  probablemente  ser  más  feliz  en  otra 
tentativa.  Pero  los  demás  estaban  demasiado 
Interesados  en  el  asunto,  para  no  adivinar  y 
poner  en  práctica  la  misma  idea,  y  uno  tras 
otro  fueron  presentándose  á  maese  Archet.  To- 
dos obtuvieron  idéntico  resultado: 

—No  hago  toneles,  sino  violines. 

—Pero  maese  Archet... 

—Si  hiciera  toneles  perdería  la  mano  para 
hacer  violines... 

Y  todos  tuvieron  que  retirarse,  uno  á  uno, 
como  habían  ido,  pero  desesperados  y  furiosos. 

La  vendimia  llegó,  y  es  fama  que  aquel  año 
el  Beaujolais  se  inundó  con  el  mosto  sobrante. 
Sin  embargo,  el  vino  de  aquella  cosecha  fué  tan 
generoso  que  á  pesar  del  abarrotamiento  los 
cosecheros  realizaron  grandes  beneficios.  No 
por  eso  perdonaron  á  maese  Archet,  y  aunque 
el  pobre  hombre  sólo  hubiera  podido  mejorar 
la  situación  con  la  insignificancia  de  cincuenta 
ó  cien  toneles  cuando  se  necesitaban  millares, 
acabó  por  tenérsele  como  el  único  culpable  de 
tan  lastimoso  desperdicio  de  vino,  vale  decir 
de  dinero... 

Pasaron  meses  y  Archet  comenzó  á  desazo- 
narse viendo  que  su  provisión  de  violines  au- 
mentaba de  un  modo  inusitado.  El  seguía  cons- 


-  12  - 
truyéndolos  más  admirables  que  nunca,  con  un 
esmero  y  una  maestría  cada  vez  mayores;  pero 
ni  uno  solo  salía  de  su  tienda,  ni  un  cliente 
asomaba  en  ella  las  narices  ni  siquiera  para 
una  mala  compostura...  Tuvo  que  despachar 
uno  tras  otro  sus  obreros,  pues  la  casa  co- 
menzaba ya  á  desbordar  de  violines.  Los  apren- 
dices siguieron  el  mismo  camino,  pues  ¿á  qué 
aprender  un  oficio  cuyos  productos  no  tienen 
compradores?  Por  último,  el  mismo  maese  Ar- 
chet  redujo  primero  sus  horas,  luego  sus  días 
de  trabajo,  porque  ya  casi  no  le  quedaba  dónde 
revolverse,  y  para  matar  el  tedio  salía  á  pasear 
aunque  no  fuese  fiesta. 

Cierto  día,  al  pasar  por  la  puerta  del  taller  de 
un  tonelero,  vio  una  cosa  que  lo  dejó  pasmado. 
De  una  pared,  frente  á  la  entrada,  pendían  va- 
rios informes  violines  y  un  cartel  sobre  ellos 
anunciaba  en  letras  gordas: 

Se  construyen  violines  por  encargo. 

Vuelto  de  su  pasmo  continuó  el  paseo.  Y 
como  si  un  espíritu  diabólicamente  burlón  lo 
guiara  de  la  mano,  fué  á  dar  á  otra,  á  otra,  y 
otra  tonelería,  y  en  esta,  y  en  esa,  y  en  aque- 
lla, tropezó  con  los  mismos  grotescos  instru- 
mentos y  con  el  mismo  sorprendente  carte- 
lito. 

¡El  no  quiso  convertirse  en  tonelero,  y  todos 
los  toneleros  se  habían  convertido  en  fabrican- 
tes de  violines!  ¡Media  tan  poco  entre  ajustar 


-  13  — 

duelas  y  tablas  armónicas,  como  decía  mon- 
sieur  Grandcru!... 

Los  irritados  cosecheros  que  habitan  en  Ville- 
franche-sur-Saone  se  vengaban  de  maese  Ar- 
chet  y  obtenían  por  añadidura  un  beneficio, 
pues  los  violines  de  los  toneleros  les  resultaban 
muchísimo  más  baratos... 

Cierto  que  había  una  diferencia  de  sonido, 
pero  se  acostumbraron  al  fin,  y  hasta  les  pa- 
recieron mejores. 

Maese  Archet  tuvo  que  legar  los  invendibles 
instrumentos  á  sus  hijos.  Dícese  que  se  vendie- 
ron en  globo  y  á  vil  precio  cuando  la  liquida- 
ción de  la  testamentaría  y  que  el  comprador  se 
hizo  rico,  revendiéndolos.  Pero  esto  no  está 
comprobado.  Parece  que,  al  contrario,  los  vio- 
lines de  los  toneleros  continúan  hasta  hoy,  do- 
minando el  mercado... 


Estas  cosas  pueden  pasar  en  Beaujolais...  En 
nuestros  pagos  nunca.  Por  eso  no  he  hecho 
con  ellas  un  cuento  criollo  que  hubiera  resul- 
tado inverosímil. 


¿Un  mínimnn  ó  un  máximun  de  vida? 

A  Martin  A.  Malharro. 

Después  de  leer  los  apuntes  para  un  estudio 
que  realizaré  más  tarde,  mi  amigo  Luis,  el  pin- 
tor, me  relató  lo  siguiente: 

I 

Yo  también  he  encontrado  auno  de  esos  hom- 
bres que  huyen  de  la  sociedad  del  hombre,  y 
me  he  detenido  á  observarlo  con  interés,  como 
fenómeno  curioso.  No  pertenecía  como  el  tuyo 
á  las  altas  esferas  intelectuales,  pero,  ignorante 
y  todo,  estaba  lejos  de  ser  vulgar.  Verás.  Este 
recuerdo  se  liga  con  uno  de  mis  primeros  pasos 
en  el  arte,  cuando  aún  tanteaba  buscando  mi 
camino. 

Se  decía  entonces  que  nuestro  río,  inmensa 
masa  de  agua  cenicienta,  no  daba  asunto  grato 
á  la  pintura;  que  cada  vez  que  se  intentase  in- 
terpretarlo, resultaría  una  mancha  homogénea 
y  más  pesada  que  un  charco  de  lodo  sin  refle- 
jos ni  matices.  Convencido  de  que  no  era  así, 


—  16  - 
quise  probarlo...  andando,  y  comencé  á  pintar. 

Tú  has  visto  esa  serie  de  bocetos.  Casi  todos 
están  tomados  desde  el  mismo  punto,  entre  los 
árboles,  junto  á  la  playa  baja,  salpicada  de  tos- 
cas. Para  realizarlos  frecuenté  mucho  aquel  pa- 
raje, tan  tranquilo  y  silencioso  que  parece  á 
cien  leguas  de  la  capital  aunque  esté  á  pocas 
cuadras  del  Retiro. 

Desde  los  primeros  días  me  llamó  la  aten- 
ción una  especie  de  cueva  hecha  bajo  un  sauce, 
medio  subterránea,  y  formando  luego  bóveda 
achatada,  con  tierra,  hojalatas,  y  arpilleras, 
duelas  de  barril,  tablitas  y  qué  sé  yo...  Aquello 
era  tan  informe,  tan  miserable,  que  no  se  pare- 
cía á  nada,  ni  nadie  podría  adivinar  qué  clase 
de  bestia,  ó  de  fiera,  ó  de  ser  viviente  era  el  ex- 
traño arquitecto  de  tan  extraño  cubil. 

Varias  veces  me  asomé  á  la  boca  negra  y  mal 
oliente  de  la  madriguera,  pero  no  vi  más  que 
un  montón  de  trapos,  cajas  de  conservas,  pe- 
dazos de  diarios  viejos,  desperdicios,  en  fin.  Pe- 
ro una  mañana  que  llegué  mucho  más  tarde— 
siempre  iba  de  madrugada,— encontréme  con 
un  hombre  tendido  en  el  suelo,  boca  abajo,  con 
la  barba  apoyada  en  los  brazos  cruzados,  mi- 
rando con  la  mirada  vaga  de  sus  ojos  azules  la 
masa  de  verdura  que  se  aglomera  allí,  entre  el 
río  y  la  ciudad. 

—Buenos  días— dije,  mientras  preparaba  mis 
chismes  para  ponerme  á  pintar. 

El  hombre  me  contestó  con  un  gruñido  y  si- 
guió en  su  contemplación,  inmóvil  y  como  ex- 
tático. 


—  17  — 

Lo  has  visto  en  mi  boceto  «Invierno... »  Es  la 
figura  que  me  acusaron  de  haber  puesto  artifi- 
cialmente, como  repoussoir,  en  la  playa  húme- 
da, para  que  resaltase,  alejándose,  el  agua  te- 
rrosa, igual  al  cielo  gris,  salvo  la  espumita  po- 
licroma de  las  olas  cortas  y  apretadas.  ¡Claro! 
con  sus  harapos  indefinibles,  su  cabello  y  su 
barba  revueltos  y  opacos,  armoniza  de  tal  mo- 
do con  el  ambiente  del  cuadro,  que  parece  una 
invención  á  cuantos  no  están  acostumbrados 
á  observar  directamente  la  naturaleza. 

Pues  bien,  aunque  trabajé  largo  rato,  mi  hom- 
bre no  se  movió.  Cuando  lo  saludé  al  retirar- 
me, contestó  con  un  segundo  gruñido,  de  indi- 
ferencia más  que  de  otra  cosa,  y  siguió  en  su 
meditación,  sin  volver  la  cara,  sin  dirigir  los 
ojos  hacia  mí. 

Y  esos  ojos,  en  la  faz  amarillenta,  rodeada  de 
crines  leonadas,  me  habían  llamado  poderosa- 
mente la  atención.  Muy  azules,  de  un  azul  des- 
vanecido, brillaban  sin  embargo  sobre  las  me- 
jillas abotagadas  y  bajo  los  párpados  pesados 
con  una  lucecita  suave  y  casi  benévola. 

Seguí  viéndolo  muy  á  menudo,  pero  nuestras 
relaciones  no  mejoraron,  aunque  me  esforza- 
ba por  ser  amable  con  él.  Un  día  que  no  lo  en- 
contré en  su  sitio  acostumbrado,  me  asomé  á 
la  madriguera.  Allí  estaba,  tendido,  enroscado 
más  bien,  y  lo  hubiese  creído  muerto,  á  no  ser 
por  su  respiración  anhelante... 

—¿Qué  tiene,  amigo?  ¿Está  enfermo? 

No  me  contestó  ni  con  el  gruñido  de  práctica. 

VIOLINES.— 2 


-  18  - 

Alguna  borrachera— pensé,— pues  me  había 
parecido  que  el  hombre  era  alcoholista. 

Sin  embargo,  me  dieron  lástima  su  soledad, 
su  increíble  miseria,  su  segregación  casi  total 
del  resto  de  los  hombres: 

—Puede  muy  bien  que  esté  enfermo...  Y  aun- 
que no  lo  esté,  ¡qué  diablos:  siempre  le  procu- 
raré alguna  satisfacción— pensé. 

—¿Necesita  algo?— dije  en  voz  alta.— ;Buenor 
no  me  conteste  si  no  le  da  la  gana;  aquí  junto 
á  la  puerta  le  dejo  unos  centavos,  por  si  acaso. 

Se  revolvió,  refunfuñó;  luego  volvió  á  que- 
darse inmóvil  sin  tocar  el  dinero.  Yo  me  apar- 
té, encogiéndome  de  hombros,  pero  satisfecho 
en  el  fondo. 

—¡No  por  ser  atorrante  dejará  de  ser  hom- 
bre:—me  dije  con  una  reminiscencia  de  Moliere. 


II 


La  influenza,  ó  el  trancazo,  que  todavía  no 
se  llamaba  así  por  estas  tierras,  pero  que— 
rcuán  cierto  es  que  le  nom  ne  fait  ríen  á  la  cho- 
se!— solía  jugarnos  muy  malas  pasadas,  me 
postró  aquel  mismo  día.  Tuve  que  interrumpir 
mis  estudios  y  no  volví  al  bajo  hasta  la  prima- 
vera, pues  luego  me  ocupé  de  otras  cosas  más 
urgentes. 

;Ah:  ;ese  bajo  en  primavera:  ese  verde  tier- 
no de  los  sauces  encrespados,  esa  tierra  hú- 
meda, capitosa,  que  exige  para  pintar  las  in- 
genuidades y  audacias  de  la  paleta,  pues  pre- 


—  19  — 

senta  discordancias  aparentes  que  son  una  sa- 
bia y  portentosa  armonía...  ¡Qué  rabia  no  haber 
llegado  todavía  á  la  simplificación  precisa,  casi 
matemática!  Pero  quizá  un  día...  ¡en  fin:  esto 
no  viene  al  caso. 

Sorprendí  á  mi  hombre,  tendido  de  espaldas, 
cerca  de  un  sauce  todo  cubierto  de  follaje  nue- 
vo, mirando  las  nubes.  Hubiera  tenido  que  pin- 
tarlo verde,  y  su  sombra  purpúrea...  Lo  sa- 
Judé. 

—¡Buenos  días,  amigo: 

—Buenos— se  dignó  contestar,  dirigiéndome 
la  mirada  de  sus  ojos  claros. 

Pinté  con  entusiasmo,  con  fruición,  comple- 
tamente absorto...  El  río  era  una  estupenda 
combinación  de  colores.  ¡Qué  agua  ni  qué  agua! 
Manchas  transparentes  y  luminosas;  los  azules 
claros  en  el  horizonte,  los  verdes  mate  algo  más 
cerca,  y  luego  un  tornasol,  una  vibración  de 
matices,  desde  las  lacas,  en  su  variedad  infini- 
ta, hasta  los  cobaltos  y  violáceos  más  sutiles 
en  sus  armonías  iridescentes,  imposibles  de  sor- 
prender—¡como  si  corrieran,  como  si  saltaran, 
como  si  aparecieran  en  la  superficie  y  se  su- 
mergieran inmediamente,  para  reaparecer  en 
seguida!— Y  después,  aquellas  grandes  chapas 
metálicas,  llenas  de  destellos  deslumbradores, 
compuestos  de  qué  sé  yo  qué  infinidad  de  tin- 
tas, pero  formando  un  todo  homogéneo  de  pla- 
ta en  fusión,  que  hubiera  sido  preciso  pintar 
con  rayos  de  luz...  Yo  estaba  trémulo  de  entu- 
siasmo y  desesperado  á  la  vez.  Sudaba.  Las  pin- 
celadas se  sucedían  vertiginosamente  ¡ay¡  de- 


—  20  — 

masiado  fugitivas,  en  escalas,  en  sinfonías  en- 
teras decolores... 

Y  no  tenía  ni  tiempo  de  abarcar  el  conjunto 
de  mi  obra  como  abarcaba  el  déla  maravillosa 
realidad... 

—¡Bueno:— dijo  una  voz  áspera  á  mi  lado.— 
El  río  no  «está»  así. 

Volví  la  cabeza.  El  misántropo  se  había  acer- 
cado sin  que  yo  lo  sintiera,  y  examinaba  el  bo- 
ceto por  encima  de  mi  hombro.  Sonreí  desde- 
ñosamente por  su  pretensión  y  miré  la  tela, 
luego  el  río,  después  la  tela...  Faltaba  la  armo- 
nía, el  lazo  intangible  de  unión  de  tantas  diso- 
nancias, el  inconcebible  coup  de  blaireau— no 
acierto  á  decir  otra  cosa,— que  da  la  naturaleza 
á  sus  creaciones  más  caprichosas,  enriquecien- 
do su  todo  sin  destruir  ni  desvanecer  una  sola 
de  las  partes... 

— ¿Y  cómo  «está»  el  río,  según  su  parecer?— 
pregunté,  curioso  de  su  respuesta. 

—No  tan...  «descosido»— contestóme,  después 
de  buscar  otra  palabra  inútilmente. 

—Y  eso,  ¿qué  es?— dije  con  aspereza. 

— ¡Eh:  usted  pone  muchos  colores...  y  «el  río 
no  tiene  más  que  un  solo  color  que  cambia 
siempre...»  El  río  «es  gris,»  todos  los  demás  co- 
lores están  en  el  gris...  ¡Qué quiere: 

Me  eché  á  reír,  pero  desde  aquel  día  conver- 
samos siempre. 


—  21  — 


III 


Quién  sabe  qué  pensamiento  había  atravesa- 
do por  su  cerebro;  el  hecho  es  que  no  alcanzó 
á  expresarlo  nunca  con  claridad  por  más  que 
yo  traté  de  ponerlo  en  camino.  La  crisálida  de 
arte  que  no  llega  á  mariposa...  Era  ignorante  y 
muy  huraño  conmigo,  aunque  se  me  mostraba 
agradecido  y  deferente...  en  la  relatividad  de 
las  cosas.  Muchas  veces  me  dejaba  sin  respues- 
ta, ó  me  contestaba  con  un  bufido— sobre  todo 
después  de  beber.— Otras  llegaba  casi  á  mos- 
trarse expansivo.  Nuestra  conversación  de  me- 
ses enteros  puede  resumirse  en  un  corto  diá- 
logo: 

—Mi  vida— me  replicó  una  vez,— es  como  to- 
das las  vidas:  la  he  ido  viviendo,  nada  más... 

—Pero  algo  interesante  debe  haberle  pa- 
sado... 

—¿Usted  cree  que  en  la  vida  pasa  algo?— dijo 
irónico  y  bravio. 

—¿Por  qué  se  aleja  de  los  hombres?— le  pre- 
gunté en  otra  ocasión. 

—Yo  no  me  alejo;  estoy  aquí,  sin  más. 

—Los  hombres— agregó  murmurando,— bes- 
tias ó  fieras. 

Recordé  el  Timón  de  Shakespeare,  é  inquirí 
si  lo  había  leído. 

—Nunca  he  leído  nada...  Algún  diario  de  vez 
en  cuando.  ¡Tonterías:  ¿Para  qué? 

—Para  saber. 


—  22  — 

—Y  saber,  ¿para  qué?  No  veo  para  qué... 

Era  extranjero  y  hablaba  mucho  más  tosca- 
mente, pero  no  puedo  imitarlo.  Nunca  supe 
dónde  había  nacido.  Le  pregunté,  pero  se  enco- 
gía de  hombros.  Un  día  que  me  pareció  más 
abierto,  más  comunicativo,  traté  de  saber  qué 
lo  había  llevado  atan  anbigua  posición.  Me 
miró  con  sorpresa. 

—¿Ha  sido  rico? 

—No. 

—Pero  habrá  tenido  algo... 

—Nunca. 

—Buen  jornal,  por  lo  menos... 

— Trabajé,  allá,  cuando  muchacho...  Después 
me  vine...  Me  gusta  ver  las  cosas:  trabajar,  no. 

—¡Las  cosas!  ¿qué  cosas? 

—Todo. 

—¿Los  teatros,  las  fiestas,  las  calles  hermo- 
sas, los  palacios?... 

—Nada  de  eso. 

— ¿Qué,  entonces? 

—¡Todo,  pues!— dijo  con  un  lento  ademán 
que,  en  su  torpeza,  abarcaba,  sin  embargo,  el 
río,  la  arboleda,  el  cielo... 

—¿De  qué  vive?— interrogué  en  otra  ocasión. 

—¿Qué  dice? 

—¿De  qué  come? 

— ¡Ah,  lo  que  encuentro!  A  veces  me  dan  al- 
go... yo  no  pido;  entonces  voy  al  almacén. 

—¿A  tomar  la  copa? 

—Sí. 

—¿Y  para  qué  bebe? 

—Entonces  veo. . .  adentro  y  afuera. . .  una  por- 


-  23  — 

ción  de  cosas  lindas,  sí,  más  lindas...  Los  ojos 
se  me  ponen  como  cuando  era  chico  y  todo  es 
más  lindo,  sí,  mucho  más  lindo...  Y  me  parece 
que  ya  voy  á  hacer  algo,  algo  que  me  gustaría 
mucho... lo  mismo  que  cuando  era  muchacho  y 
creía  todo  lo  que  me  contaban...  Me  gusta  to- 
mar. 

Al  día  siguiente  le  llevé  caña,  para  ver  si, 
excitado,  me  revelaba  algo  de  loque  no  podía 
comprender  en  él.  Bebió  filosóficamente  y  co- 
menzó á  contestarme  con  monosílabos.  Abota- 
gósele  más  la  cara,  se  le  enturbiaron  los  ojos, 
y  el  temblor  habitual  de  sus  manos  se  hizo  más 
visible. 

—¿Ha  tenido  alguna  amiga? 

— iBah!— dijo  haciendo  un  ademán  vago. 

—¿Y  le  han  hecho  sufrir? 

—Nada... ; Mujeres:— agregó  en  seguida,  con 
acento  de  desdén.— Suelen  andar...— siguió,  se- 
ñalando la  arboleda,  hasta  el  bosque  de  Pa- 
lermo. 

Su  indiferencia  era  tan  profunda  y  sincera, 
que  quedé  informado.  Por  otra  parte,  el  primer 
eslabón  que  une  al  hombre  con  la  humanidad, 
es  siempre  la  mujer.  Un  verdadero  misántropo, 
comienza  por  ser  misógino. 

Acabó  la  caña  y  se  echó  á  dormir  al  sol. 
Cuando  iba  á  retirarme,  estaba  despierto.  Lo 
saludé  y  me  contestó  con  el  gruñido  de  antes: 
el  alcohol  lo  tenía  malhumorado. 

Por  más  esfuerzos  que  hice,  jamás  logré  que 
me  contara  nada,  ni  el  más  pequeño  incidente 
de  su  vida  pasada  ni  de  su  existencia  actual. 


-  24  - 
¿No  le  ocurría  nada,  absolutamente  nada,  ó  los 
sucesos  pasaban  por  su  cerebro  como  un  cor- 
cho sobre  una  coraza?  Meditaciones  vagas  é 
informes,  impresiones  y  sensaciones  indecisas, 
algo  como  un  germen  de  pensamiento  abstrac- 
to de  vez  en  cuando,  y...  nada  más. 

Todavía  creo  que  con  instrucción,  con  ilus- 
tración más  bien,  hubiera  llegado  á  ser  uno  de 
esos  metafísicos  nebulosos  que  nos  producen 
la  impresión  de  levantar  un  poco  el  velo  de  lo 
infinito,  porque  nos  asoman  á  un  pequeño  caos 
intelectual.  Pero  quizá  me  equivoque,  y  sólo 
aparezca  así  porque  se  acerca  más  que  nos- 
otros á  la  animalidad. 
En  efecto,  un  día  le  hablé  de  la  muerte. 
— ¡Es  lindo  viviri— murmuró  con  un  suspiro 
casi  de  éxtasis. 

La  naturaleza,  es  verdad,  se  mostraba  sobe- 
rana, y  esto  me  hizo  pensar:  ¿No  será  un  artis- 
ta contemplativo,  cuya  vida  rueda,  exclusiva- 
mente, alrededor  de  la  sensación  visual,  que  no 
le  exige  luego  manifestarla  al  exterior?  i  Vaya 
usted  á  saber! 

Suelo  verlo  todavía  muy  de  tarde  en  tarde. 
Si  quieres,  te  llevaré  conmigo  á  que  lo  conozcas. 
Pero  estoy  seguro  de  que  se  meterá  en  la  ma- 
driguera. Estoy  seguro  deque  hablaba  conmi- 
go, más  por  lo  que  pintaba  yo  que  por  lo  que  le 
di  aquel  día  y  otros.  Sería  entonces,  sin  presun- 
ción, mi  admirador  secreto,  porque  ambos 
amábamos  lo  mismo... 


¡Protegido! 

A  Manuel  de  Rezaval 
I 

El  barón  de  Roccavechia  gastó  su  dinero  y 
parte  de  su  vida  en  locas  aventuras  de  juven- 
tud. Una  mañana  se  despertó  completamente 
arruinado  en  su  elegante  departamento,  cuyos 
muebles  eran  el  último  y  definitivo  resto  de  su 
fortuna.  Y  meditó,  después  de  haberse  despere- 
zado y  bostezado.  Parecíale  que  aquella  era  la 
primera  vez  que  despertaba,  que  hasta  enton- 
ces había  dormido  entre  agradables  ó  arreba- 
tadores ensueños.  Y  como  hombre  bien  des- 
pierto ya,  no  se  entretuvo  en  hacer  el  balance 
del  pasado— el  ensueño— sino  que  miró  frente  á 
frente  al  porvenir. 

Tras  del  dinero  íbansele  los  últimos  días  ju- 
veniles, y  antes  que  éstos  los  amigos  de  tantos 
años,  camaradas  en  fiestas  y  en  orgías. 

Roccavechia  era  filósofo  á  su  modo,  y  no  se 
forjaba  ilusiones.  No  había  nada  que  esperar 


-  26  - 
de  sus  frivolos  compañeros:  cuando  mucho, 
malhumorados  préstamos  de  algunas  liras, 
cada  vez  más  escasos  y  displicentes,  el  de- 
rrumbamiento, el  desconcepto,  la  ruina  moral 
del  petardista... 

— ¡Vaya!  hay  que  tomar  una  determinación. 
Tengo  que  ganarme  la  vida...  ¿Pero  cómo?  ¿El 
comercio?  ¿La  industria?  ¿La  política?  Es  tarde 
para  comenzar  en  mi  país,  y  mucho  más  sin 
tener  punto  de  partida...  porque  no  poseo  un 
sueldo,  y  lo  que  aprendí  cuando  adolescente 
ya  se  ha  desvanecido  de  mi  memoria... 

Pero  le  acudió  una  idea  luminosa,  condensa- 
da  en  esta  palabra  ¡América:— La  solución,  ni 
más  ni  menos.— Había  leído  algo  respecto  de 
Buenos  Aires  y  la  República  Argentina  y  sobre 
todo  sabía  de  muchos,  que  habían  vuelto  á  Ita- 
lia, á  vivir  de  sus  rentas,  pocos  años  después  de 
-emigrar  pobrísi mámente,  esti vados  en  la  terce- 
ra clase  de  un  trasatlántico;  y  no  se  trataba  de 
hombres  descollantes  ni  mucho  menos...  con 
mayor  razón  lograría  él  abrirse  camino,  y 
triunfar...  asegurarse  ampliamente  la  existen- 
cia, en  último  caso... 

Sonreíale,  además,  la  idea  de  que  no  tendría 
que  ruborizarse  de  su  decadencia  ante  los  anti- 
guos camaradas.  En  un  país  nuevo,  donde  na- 
die lo  conociera,  podría  ser  cualquier  cosa, 
gerente  de  alguna  casa  de  comercio,  secretario 
de  algún  hombre  público...  lo  más  modesto, 
en  fin. 

Y  el  barón  de  Roccavechia,  último  vastago 
de  la  ilustre  familia,  decidido  á  emigrar,  saltó 


—  27  — 
de  su  cama,  vistióse  de  prisa,  fué  en  busca  de 
un  prendero  á  quien  vendió  sus  muebles  y  par- 
te de  su  ropa  por  unos  pocos  billetes  de  banco, 
y  resuelto  á  no  volver  sino  vencedor  salió  el 
mismo  día  de  su  ciudad  natal,  teatro  de  tanta 
ruidosa  calaverada  y  de  tanta  prodigalidad 
inútil. 

Sólo  á  un  amigo  de  su  padre  confió  el  secre- 
to de  su  partida  y  eso  para  pedirle  cartas  que 
lo  recomendaran  á  algunos  compatriotas  de 
Buenos  Aires  bajo  el  nombre  de  Rocca,  que 
adoptaría  en  su  campaña  de  regeneración. 
•Quien  con  tanta  facilidad  podaba  sus  ilusiones 
y  esperanzas,  bien  podía  podarse  un  gajo  del 
nombre. 

II 

Después  de  penosísimo  viaje  Roccavechia 
desembarcó  en  nuestro  puerto,  se  alojó  mala- 
mente en  una  sórdida  posada  italiana  y  sin  pér- 
dida de  tiempo  comenzó  la  acción  presentando 
sus  recomendaciones.  Los  primeros  días  tuvo 
motivos  de  contento:  en  todas  partes  se  le  reci- 
bía con  amabilidad,  y  las  buenas  palabras  eran 
muchas. 

A  las  dos  semanas,  sin  embargo,  observó  que 
las  promesas  sumaban  menos  que  las  buenas 
palabras.  Al  mes  ya  no  le  cupo  duda  de  que 
los  hechos  no  respondían  ni  á  los  ofrecimientos 
ni  á  los  agasajos.  Entretanto  vivía  como  un  es- 
tudiante pobre,  más  cerca  de  la  miseria  que  de 
la  holgura,  economizando  centavos,  sin  permi- 


-  28  — 
tirse  el  menor  gasto  superfluo...  Pero  sentía 
una  especie  de  acre  satisfacción  al  hacer  todo 
lo  contrario  de  lo  que  hasta  entonces  había 
hecho,  y  sonreía  entre  gozoso  y  dolorido  cuan- 
do lograba  disminuir  en  algunos  centavos  el 
gasto  diario  que  se  había  impuesto. 

Pero  no  hallaba  cómo  impedir  que  el  dinero 
se  le  escurriera  lentamente  de  las  manos:  el 
trabajo  con  tanto  empeño  solicitado  no  se  pre- 
sentaba. Aquí,  no  lo  empleaban  porque  ignora- 
ba el  castellano;  allí,  porque  no  sabía  conta- 
bilidad; en  otras  partes  sólo  se  necesitaba  ven- 
dedores, pero  muy  prácticos...  Hizo  algunos 
trabajos  sueltos,  se  ensayó  como  corredor,  pera 
ó  no  le  pagaron  ó  lo  hicieron  con  mezquindad, 
aprovechándose  de  su  situación... 

La  miseria  aguda  se  presentó  por  fin:  ni  un 
centavo,  ni  con  qué  comer,  ni  la  esperanza  en 
el  mañana. 

Y  Rocca,  ya  completamente  olvidado  del  ba- 
rón de  Roccavechia,  resuelto  á  emprender  las 
tareas  más  penosas,  el  trabajo  material  más 
depresivo,  buscó  febrilmente  en  los  avisos  de 
los  diarios.  En  uno  de  ellos  se  pedía  un  cochero 
«que  supiese  bien  su  oficio  y  que  tuviese  cierta 
corrección...» 

— ¡Oh  loco  pasado!— exclamó,— ¡de  algo  pue- 
des servirme  todavía!  ¡En  Italia  nadie  me  supe- 
raba para  guiar  un  four  in  handf... 


—  29  - 


III 


Bien  plantado,  blanco  el  rostro,  sin  barba  ni 
bigote,  el  cuello  tieso,  la  mirada  clara  y  aviso- 
ra,  rigiendo  el  tronco  de  puros  con  severidad 
y  elegancia,  vistiendo  la  librea  con  envidiable 
corrección,  el  cochero  de  X*-  obtenía  todos  los 
sufragios  en  el  corso  de  Palermo,  en  el  hipó- 
dromo, á  lo  largo  de  la  calle  Florida,  donde 
quiera  que  se  presentase,  ya  manejara  el  lan- 
do, ya  llevara  las  riendas  del  milord,  ya  se 
sentara  en  el  alto  pescante  del  mail  coach. 

— ; Vaya  un  parecido:— observó  un  día  cierto 
amigo  de  X**.— Tu  cochero  y  el  barón  de  Roc- 
cavechia,  á  quien  conocí  en  Italia,  podrían  pa- 
sar por  la  misma  persona...  Sólo  que  éste  es 
más  tosco,  más  vulgar. 

— ;Hombre,  pues  ese  parecido  es  mayor  de  lo 
que  imaginas!  Mi  cochero  se  llama  Rocca... 
¡Quién  sabe  si  no  es  algún  hermano  natural:... 

—Puede  ser.  ¿Por  qué  no  se  lo  preguntas?... 

X**3  una  mañana  que  almorzaba  solo,hízolo 
llamar.  Preguntó,  aprovechó  la  turbación  del 
pobre  Roccavechia,  obtuvo  sus  confidencias,  le 
hizo  que  le  presentara  los  documentos  feha- 
cientes de  que  era  el  mismo  Constancio  Acqua- 
chiara,  legítimo  barón  de  Roccavechia,  venido 
■á  menos  á  consecuencia  de  extravíos  juveni- 
les que  no  empañaban  su  honor  pero  que  le 
exigían  en  pago  toda  una  vida  de  trabajo  y  de 
sacrificio...  X"-- se  conmovió,  estrechó  la  ma- 


-  30  — 
no  del  que  desde  ese  momento  cesaba  de  ser 
su  cochero,  y  lo  hizo  sentar  á  su  mesa  excla- 
mando: 

—Señor  barón,  su  puesto  es  á  mi  lado.  Re- 
cuerde usted  sólo  como  un  mal  sueño  esta 
parte  de  su  vida.  Yo  me  comprometo  á  hallar- 
le ocupación  decorosa,  para  que,  por  lo  menos, 
reconquiste  usted  su  posición  social. 

Rocca,  sintió  que  se  le  oprimía  el  corazón,  se 
le  anudada  la  garganta  y  se  le  nublaban  los 
ojos.  Había  tomado  temblando  la  mano  que  le 
tendía  X**,  y  temblando  se  sentó  á  la  mesa,  sin 
acertar  con  una  sola  palabra.  El  júbilo,  el  agra- 
decimiento, la  sorpresa  lo  ahogaban,  y  cuando 
alzó  la  vista,  su  rostro  expresaba  abnegada  ad- 
miración... 


IV 

—Tengo  que  pedirle  un  servicio,  Roccave- 
chia.  Estoy  comprometido  á  ir  á  comer  esta 
noche  con  Flora,  y  me  es  imposible...  Hágame 
el  favor  de  ir  á  su  casa,  ofrecerle  de  mi  parte 
este  estuche— una  fruslería— y  disculparme  de 
la  manera  mejor  que  se  le  ocurra... 

Roccavechia  empezó  por  sorprenderse,  sin- 
tió un  malestar  indecible,  parecióle  que  le  ha- 
bían hecho  una  traidora  herida  en  pleno  cora- 
zón, se  sonrojó,  palideció,  un  relámpago  de 
orgullo  cruzó  por  su  frente...  pero  no  dijo 
nada,  ni  se  negó  siquiera... 

—Estos  americanos— pensó,— parecen  igno- 
rar ciertas  cosas...  Pero,  en  rigor,  se  trata  de 


—  31  — 
un  servicio  que  puede  prestarse  entre  ami- 
gos... X**  dice  que  me  considera  como  tal... 
¡Vaya!  no  hay  que  ser  más  papista  que  el  Papa: 
está  indudablemente  lejos  de  querer  rebajarme 
ante  mis  propios  ojos,  y  una  vez  no  hace  cos- 
tumbre... Si  me  ha  sacado  de  mi  condición  casi 
vergonzosa,  no  será  para  degradarme  más... 

X**  hacía,  entretanto,  ostentación  de  Rocca- 
vechia  á  quien  presentaba  con  todos  sus  títu- 
los, complaciéndose  cuando  no  se  hallaba  pre- 
sente en  contar  su  historia,  más  ó  menos  ador- 
nada, y  en  vanagloriarse  de  su  propia  genero- 
sidad. 

Dábale  algún  dinero,  en  calidad  de  préstamo, 
y  lo  llevaba  á  alguno  que  otro  círculo  de  ami- 
gos, al  restauran t,  á  cenar  después  del  espec- 
táculo, á  los  bastidores  de  los  teatros,  á  todos 
los  puntos,  en  fin,  donde  se  puede  sin  compro- 
miso, presentarse  con  cualquier  persona. 

La  ocupación  rehabilitadora  no  llegaba  entre- 
tanto; pero  en  compensación  llovían  sobre  el 
infeliz  noble,  como  alfilerazos  unas  veces,  co- 
mo puñaladas  otras,  comisiones  y  encargos 
más  ó  menos  indecorosos,  que  lo  mantenían  en 
un  estado  de  continua  excitación. 

Aquel  procedimiento,  adoptado  por  X**, 
como  la  cosa  más  natural  del  mundo,  llegó  al 
fin  á  tales  extremos,  que  una  noche  al  retirarse 
á  su  cuarto  Roccavechia,  lloró  de  indignación 
y  de  vergüenza. 

—Mire,  Rocca,— le  había  dicho  su  amigo. — 
¿Vio  anoche,  en  el  palco  avant-scene  de  la  de- 
recha, en  el  Casino,  una  francesita  rubia? 


—  32  — 

—Sí,  la  he  victo. 

—  Se  llama  Lili  Creo  que  vive  enfrente,  en 
casa  de  Mme.  Dupont...  Le  agradecería  que  la 
viera  y  le  preguntara  si  la  puedo  visitar...  Ya 
sabe... 

—Sí...— balbuceó  el  barón. 

—¿Irá  mañana,  ó  esta  misma  noche? 

—Cuando  Vd.  quiera...  Ya  es  tan  tarde...— 
acertó  á  murmurar. 

Se  retiró  á  su  cuarto,  como  un  chico,  trope- 
zando. 

—¡Esto  no  es  proteger,  esto  es  depravan— 
sollozaba.— Antes  era  cochero,  es  cierto...  pero 
ahora...  ¿ahora  qué  soy?...  ¡Qué  derrumba- 
miento y  qué  inmundicia!... 

Pasó  la  noche  sin  poder  dormir.  Al  día  si- 
guiente, muy  de  mañana,,  sin  llevar  consigo 
más  que  lo  puesto,  abandonó  la  casa  de  X**  y 
echó  á  andar  hacia  adelante,  sin  saber  adonde, 
y  fué  lejos,  muy  lejos,  allá  en  el  campo,  á  pa- 
rajes desconocidos.  Se  colocó  en  una  estancia 
como  peón,  por  la  comida,  y  trabajó  callado, 
modesto,  altivo  en  su  renunciación.  Y  á  veces 
por  sus  ojos  pasaban  instantáneos  fulgores  de 
orgullo  satisfecho... 


Al  convencerse  X**,  de  la  para  él  inexplica- 
ble fuga  del  barón  de  Roccavechia,  pasó  un 
rato  de  mal  humor  y  contando  el  hecho  á  sus 
amigos,  exclamaba  indignado: 


—  33  - 

—¡Yo,  yo,  que  lo  saqué  de  la  basural... 

Y  los  amigos  subrayaban  en  coro  su  indig- 
nación añadiendo  con  aire  desdeñoso  y  con- 
vencido: 

—¡Y  después  de  esto,  proteja  usted  á  cierta 
clase  de  gente!... 


VIOLINES.— 3 


La  paradoja  de  Tony. 


A  Antonio  de  Luque. 

Buenos  Aires  tiene,  como  toda  gran  ciudad, 
sitios  modestos  y  ocultos  donde  van  á  comer 
los  que,  ya  por  necesidad,  ya  por  pedantería  no 
quieren  que  se  conozcan  sus  estrecheces,  hasta 
por  avaricia  en  algunos  casos  —  y  donde  se 
hallan  seguros  de  cierta  reserva  en  los  testigos. 
Nadie  cuenta  que  ha  visto  á  Fulano  comiendo 
en  un  figón,  porque  por  lo  menos  tendría  que 
explicar  su  presencia  en  él,  como  no  se  habla  ó 
se  habla  poco,  de  un  encuentro  fortuito  en  una 
casa  sospechosa.  El  chisme  podría  ser  de  dos 
filos.  Buenos  Aires  tiene...  en  Buenos  Aires  abun- 
dan, hubiéramos  debido  decir,  desde  la  dár- 
sena Sur  hasta  la  calle  Carabelas,  en  el  mismo 
centro  de  la  ciudad,  y  no  es  raro  escuchar  de 
sobremesa,  en  alguna  de  esas  fondas  baratas, 
conversaciones  y  dichos  que  quisiera  más  de  un 
escritor  para  rejuvenecer  su  pluma  y  excitar  su 
cerebro. 


—  3G  — 

Cuando  Fernández  no  los  invitaba— y  lo  ha- 
cía por  principio  sólo  una  vez  al  mes,— y  los 
fondos  no  andaban  tan  corrientes  como  era  de 
desear,.  Pedro  Z.,  Julio  B.  y  Carlos  H.  solían  ir  á 
comer  á  una  de  esas  casas...  y  suelen  todavía, 
de  modo  que  sería  indiscreto  designarla. 

En  los  días  de  auge,  el  poeta  y  los  periodis- 
tas se  olvidaban  tan  radicalmente  de  los  guisa- 
dos de  su  refugium  pecatorum  como  lo  llama- 
ba el  primero,  que  eran  el  terror  del  chef  de 
Sportman  ó  de  Filip,  quienes  no  podían  hacerles 
admitir  sus  salsas,  si  no  estaban  hechas  secun- 
dum  arte,  y  recibían  una  reprimenda  cada  vez 
que  no  se  sobrepujaban  á  sí  mismos. 

Pero  aquella  noche  correspondía  á  una  época 
de  escasez,  y  Julio  invitaba,  por  agotamiento  de 
los  otros  dos,  á  una  comida  de  busecca  y  taglia- 
rini,  sopas  ambas  que  los  tres  asociaban  gus- 
tosos con  mengua  de  la  ciencia  culinaria  pero 
con  gratitud  del  estómago,  por  lo  abundantes... 
y  sanas,  afirmaba  Carlos. 

Aquellos  jóvenes  que  llevaban  en  la  cabeza 
todo  su  capital  y  que  no  lo  cambiarían  con  el 
de  A.  por  rico  que  sea,  hubieran  sido  capaces 
de  demostrar  que  si  comían  allí,  era  puramen- 
te por  gusto,  aunque  Pedro  solía  ir  á  pararse  á 
la  puerta  del  Sportman  con  un  mondadientes  en 
los  labios  desdeñosos,  pronto  siempre  á  soltar  el 
latinajo  oportuno,  ó  inoportuno,  dándose  aires 
de  haberse  ahitado  de  faisanes  y  maree  de  Euro" 
pa.  Después  del  queso  y  la  copa  última  de  vino 
italiano,  en  el  momento  en  que  iba  á  servirse  el 
café  y  la  grappa,  indigna  substituía  de  la  dorada 


chartreuse  del  Café  de  París,  es  decir,  en  la  hora 
propicia  para  la  charla,  Carlos  preguntó: 

—Y  ¿qué  es  de  Antonio  N.t  Hace  mucho  que 
no  lo  veo,  ¿saben  ustedes,  algo  de  él? 

— Yo,  ni  una  palabra— contestó  Julio. 

—Antonio...  ó  Tony...  habrá  ido  á  alguna 
parte  á  acabar  de  tonificarse:— agregó  Pedro.— 
Invisibilis  est. 

—¿Tony?  -¿Tony  has  dicho?  1N0  disminuyas 
el  valor  moral  de  Tony:— exclamó  Julio.— To- 
ny es  un  símbolo,  Tony  es  una  abstracción, 
Tony  es  una  síntesis;  de  la  imbecilidad  no 
tiene  sino  el  nombre  que  le  han  dado  los  imbé- 
ciles. Tony  el  imbécil  no  lo  es,  y  compararlo 
con  Antonio  N.  es  ofenderlo. 

—¡A  ver,  á  ver:— dijo  Carlos  retorciéndose 
la  punta  de  la  barba  mefistofélica  y  abriendo 
desmesuradamente  los  ojos,  mientras  enarcaba 
las  cejas.— Explica  eso,  que  ya,  tras  el  símbolo, 
estoy  vislumbrando  una  paradoja. 

—¿Paradoja  dijiste?  Religiose  ausculto! 

—No,  no  hay  tal  paradoja.  Es  puramente,  la 
verdad  verdadera.  Tony  no  ha  sido  nunca  im- 
bécil; al  contrario,  con  poco  más  sería  un  ge- 
nio, con  poco  menos  un  talento  práctico;  está 
en  la  linde  de  una  y  otra  cosa,  y  por  eso  no  es 
ni  la  una  ni  la  otra.  ¿No  han  observado  ustedes 
en  el  circo,  qué  actividad  desplega,  qué  golpe 
de  vista  tiene,  qué  ambición  de  ser  útil  lo  ani- 
ma? El  sabe  dónde  sería  necesario  un  esfuerzo 
más;  si  se  levanta  la  red  demasiado  lentamen- 
te; si  no  se  estira  bien  la  alfombra;  si  hay  que 
correr  para  evitar  una  caída  á  la  écuyére  ó  un 


—  38  — 

mal  paso  al  director  del  picadero...  ¿Que  no  tie- 
ne éxito?  jClaroi  No  ha  nacido  para  hacer  las 
cosas  por  sí  mismo,  ha  nacido  para  mandarlas 
hacer,  eso  es  todo,  y  es  al  mismo  tiempo  el  in- 
conveniente, para  él  y  para  los  demás.  ;Quién 
sabe!  Con  elementos  á  mano,  sería  quizá  un 
grande  hombre.  Le  falta  oportunidad,  pondera- 
ción; está  al  corriente  de  todo,  pero  se  abstrae, 
equivoca  su  salida,  como  en  el  teatro  un  actor 
distraído,  como  en  el  mundo  un  idealista  impe- 
nitente. ¡Pobre  Tony:  ¡los  que  se  ríen  de  ti  te  ca- 
lumnian, ni  más  ni  menos!  Porque,  amigos 
míos,  Tony  me  hace  pensar  en  la  falena  que  se 
ha  quemado  las  alas:  parece  un  gusano,  pero 
no  por  eso  deja  de  ser  mariposa. 

-Belle!  Belle! 

—¡Que  el  diablo  se  lleve  tu  latín,  mangangá!... 
¡jején:...  ¡mosquito!...  ¡zuavo!...  —  gritó  Carlos, 
para  cortar  de  raíz  los  avances  de  Pedro,  que 
amenazaba  dejar  tras  sí  los  escombros  del 
poco  latín  que  mal  aprendiera  en  el  colegio.— 
Julio  está  de  vena  y  hay  que  dejarlo.  Su  Tony, 
me  seduce;  ya  no  creo  en  la  paradoja;  todo  es 
verdad,  todo  eso  es  más,  porque  es  misterio  re- 
velado, psicología  pura,  ciencia  experimental 
adquirida  in  anima  vili... 

—  Tu  quoque! 

—¡Oh!  ¡me  has  contagiado  tú,  terrible  amola- 
dor de  la  paciencia! 

—Y  Tony— prosiguió  Julio,— no  es  sólo  un 
personaje  de  teatro,  de  circo  más  bien;  Tony,  es 
una  parte  de  la  humanidad,  y  como  Falstaff 
merecería  la  pluma  de  Shakespeare.  Antonio 


-  39  — 
N.  es  sencillamente  un  inútil  que  nunca  inten- 
tó ni  intentará  nada  siquiera,  mientras  que  To- 
ny intenta,  lo  que  es  innegable  mérito  aunque 
fracase.  Al  ver  la  falena  que  ha  caído  medio 
achicharrada  junto  á  la  lámpara,  retorciéndose, 
enarcándose,  tratando  en  vano  de  volver  á  vo- 
lar, ¿no  la  han  imaginado  ustedes  todavía  con 
sus  alas  modestas  pero  ufanas  cruzando  el  espa- 
cio para  ir  en  busca  de  la  luz?  La  figura  es  trivial, 
ya  lo  sé,  pero  yo  veo  eso  al  ver  á  Tony  y  á  to- 
dos los  Tony  que  se  presentan  en  mi  camino  y 
que  son  muchos,  ¡tantos!  Y  en  lugar  de  reirme 
me  dan  ganas  de  llorar  sobre  esta  amargura:  la 
impotencia  humana;  y  este  crimen:  el  egoísmo, 
que  anula  más  cerebros  que  la  más  rutinaria 
de  las  oficinas  públicas.  Tony  está  en  el  comer- 
cio y  se  llama  el  quebrado  después  de  treinta 
años  de  trabajo  y  de  honradez;  está  en  la  indus- 
tria y  se  llama  el  iniciador  que  tiene  que  ven- 
der la  fábrica  en  que  el  sucesor  se  enriquece; 
está  en  la  ciencia  y  se  llama  el  sabio  modesto 
que  aguarda  á  que  vayan  á  buscarlo;  está  en  el 
foro  y  es  el  abogado  que  no  quiere  defender  si- 
no lo  justo;  está  en  la  política,  y  se  llama  el  prin- 
cipista  puro  de  verdad, no  de  rótulo  simplemen- 
te; está  en  el  arte,  y  se  llama  el  cultor  apasiona- 
do y  celoso  de  lo  bello.  Yo  los  veo  pasar  junto  á 
mí  y  me  los  señalo  diciendo:  ;Tony,  Tonyi  por- 
que ellos  como  él  son  activos,  son  videntes,  tie- 
nen la  ambición  de  ser  útiles  y  los  elementos 
para  serlo,  pero  no  se  les  deja  lugar;  todos  los 
puestos  están  ocupados  ya,  y  tendrían  que  con- 
quistar uno  á  fuerza  de  puño  lo  que  los  rebaja- 


-   40  — 

ría  en  su  propio  concepto;  porque  aguardar  la 
vacante  sería  ilusorio:  no  faltaría  quien,  más  lis- 
to, se  la  birlara  en  sus  propias  barbas.  ¿Pueden 
ustedes  suponer  que  si  se  le  dejara,  Tony  no 
llegaría  á  colocar  por  sí  mismo  la  red,  ó  á  esti- 
rar la  alfombra?  Su  actitud,  su  iniciativa  cuan- 
do está  en  el  redondel,  demuestran  suficiente- 
mente que  sí.  Pero  es  teórico,  no  es  práctico,  y  á 
cada  tentativa  de  realidad,  á  cada  esfuerzo  por 
entrar  en  la  acción  ;zás:  golpe  seguro.  Es  una 
lástima.  Pero  Tony  el  imbécil  no  es  un  imbécil, 
es  un  fracasado...  Y,  amigos  míos,  para  fraca- 
sar, no  es  necesario  carecer  de  inteligencia 
¡Cuántas  fuertes  cabezas  vivirán  hoy  mismo  en 
lamas  profunda  é  irremediable  de  las  obscu- 
ridades!... 

— Dii  ignotis... 

—Pero  entonces— dijo  Carlos,— tú,  yo,  Pedro, 
somos  otros  tantos  Tonys,  puesto  que  no  pode- 
mos «abrirnos  cancha,»  como  decimos  por 
acá... 

—Puede  que  lo  seamos  para  los  demás.  Para 
nosotros  mismos  no,  porque  nos  queda  la  espe- 
ranza. Sin  embargo,  bien  mirado,  hay  algo  de 
eso,  especialmente  los  días  en  que  comemos 
acá— acontecimiento  sugerente,  porque  implica 
muchos  esfuerzos  hechos  en  vano.  En  fin,  aun- 
que lo  fuéramos,  yo  por  mi  parte  no  me  que- 
jaría. 

—Ni  yo— murmuró  Carlos.— iPero  preferiría 
ser  el  maestro  ó  director  del  picadero...  por  el 
látigo!...    Mejor  martillo  que  yunque.  Y  me 


—  41  — 
agradaría  ser  martillo...  siquiera  por   variar. 
iNos  iremos? 

—Vamos.  Pero  paguemos  antes.  ¡Mozo!  la 
cuenta. 

— ¡Boum!—  contestó  el  mozo,  saliendo  á  esca- 
pe á  buscar  el  antipático  papelito. 

— In  cauda  venenumf— exclamó  Pedro  con 
angustia  cómica. 

—Lo  que  es  á  esto  de  pagar,  acertamos  siem- 
pre, pese  á  Tony.  ¿Por  qué  no  fracasar  también 
en  el  pago? 

—Porque  eso  sería  comenzar  á  tener  acierto 
—contestó  Carlos,— y  dejar  de  ser  Tony.  Pero 
Julio  no  nos  ha  mostrado  sino  el  anverso  de  la 
medalla;  el  reverso  vale  más. 

—Muéstralo  tú. 

—Sin  inconveniente.  Pero  salgamos;  hay  aquí 
una  atmósfera  que  me  hace  recordar  un  cuen- 
to del  poeta  Lamberti. 

—¡A  ver,  á  ver! 

—Comían  aquí  mismo  unos  tallarines,  y  co- 
mo le  pareciera  que  el  queso  rallado  estaba  vie- 
jo, pidió  otro  que  resultó  igual.  «Mire,  mozo,  ex- 
»clamó,  mejor  es  que  me  traiga  el  rallador  y  un 
apedazo  de  queso;  lo  rallaré  yo  mismo.»  Trajo 
el  mozo  el  utensilio,  uno  de  esos  ralladores  con 
cajón  debajo,  y  no  bien  Lamberti  había  empeza- 
do la  operación  cuando  por  todos  lados  se  pro- 
ducía un  espantoso  desbande  de  cucarachas. 

— «¡Mozo!»— gritó  indignado.-— si  esto  está  lle- 
no de  esta  inmundicia. 

—iMa  que  quiere?  Eh,  si  lo  gurpía!— contestó 
impávido  el  mozo,  que  había  estado  presencian- 


—  42  — 

dolo  todo,  y  había  visto  á  Lamberti  sacudiendo 
el  rallador. 

»No  sacudamos  más  de  lo  sacudido,  y  vamo- 
nos, porque  de  pronto  van  á  comenzar  las  cu- 
carachas; iya  les  estoy  tomando  el  olor!.. 

—¿Y  ese  reverso?— preguntó  Julio,  una  vez 
que  estuvieron  en  la  calle. 

— ;Oh!  ese  reverso  es  el  que  nos  muestra  á  los 
Tony  de  fuera  del  circo,  bajo  el  aspecto  de  ele- 
gantes de  la  calle  Florida,  de  pilares  de  los  sa- 
lones aristocráticos,  de  diputados,  de  senado- 
res, de  ministros...  hasta  de  jefes  de  Estado  al- 
gunas veces. 

—¡Ese  Tony  es  trágico!— dijo  Pedro. 

—Ese  Tony  no  es  Tony— opuso  Julio.—  El  po- 
bre Tony  no  puede  salir  de  su  papel,  so  pena  de 
dejar  de  serlo.  Intentará  sí,  ser  elegante,  aris- 
tocrático, entrar  en  el  Congreso,  entronizarse 
en  la  Casa  Rosada.  Pero  ni  será  elegante,  ni  aris- 
tocrático, ni  actuará  en  las  Cámaras,  ni  manda- 
rá en  la  Casa  de  Gobierno, 

—¿Y  acaso  los  que  yo  digo,  son,  actúan  ó  man- 
dan?—exclamó  Carlos  deteniéndose,  en  medio 
de  la  acera.— Quieren  hacerlo  pero  no  pueden... 
como  Tony,  no  pueden  aunque  triunfen. 

—¡Oh!  ¡el  que  triunfa,  si  es  imbécil,  no  dejará 
de  serlo:  pero  dejarán  de  decírselo,  lo  que  viene 
á  ser  la  misma  cosa...  ó  quizá  mejor!— dijo  Ju- 
lio para  cerrar ,  la  conversación.— Miremos  las 
muchachas... 


La  paradoja  del  talento. 

Claude  se  contemple  dansl'  étten- 
due  de  son  royanme  intellectuel  et 
abandonne  sa  forme,  avec  une  in- 
souciance  diogenique...  II  est  inha- 
bile  á  gouverner  la  vie  extérieure.— 

H.  BALZAC. 
A  Augusto  Ballerini. 

Aquella  noche  se  hablaba  de  Jacobo,  cuyo 
abandono,  rayano  en  renunciamiento,  amena- 
zaba ya  malograr  la  hermosa  cabeza  en  que 
sus  amigos  cifraran  tantas  esperanzas.  El  joven 
escritor  comenzaba  en  aquel  tiempo  la  serie  de 
desórdenes  que  lo  ha  conducido  por  fin  al  ma- 
nicomio, donde  lo  visitan  pocos  de  sus  antiguos 
compañeros,  desconsolados  por  su  terrible 
caída. 

Alrededor  de  la  mesa  en  que  acababan  de 
comer,  veíase  á  Fernández, — el  generoso  anfi- 
trión que,  á  pesar  de  su  vida  absolutamente 
mercantilizada,  gustaba  de  la  compañia  de  sus 
amigos  escritores,— á  Julio  B.  y  á  Carlos  H.  pe- 
riodistas entonces  como  ahora  y  como  siem- 
pre, y  á  Pedro  Z,  que  comenzaba  á  escribir  los 


—  44  — 
lindos  versos  que  más  tarde  le  dieron  tanta  fa- 
ma, y  quien  en  ese  tiempo  tenía  la  manía  de  sa- 
zonarlo y  aliñarlo  todo  con  latines. 

Se  había  comido  bien,  en  un  saloncito  reser- 
vado del  Café  de  París,  y  en  aquel  momento 
fumaban, paladeando  tranquilamente  una  copa 
de  licor,  mientras  se  conversaba  con  la  forma- 
lidad y  la  franqueza  que  son  atributos  de  la 
amistad  verdadera  y  de  la  juventud. 

—Omnia  saíuratio  mala,  perdices  autem  pé- 
sima —  exclamó  Pedro,  cuyos  ojos  brillaban 
algo  más  que  de  ordinario  tras  de  los  cristales 
de  sus  lentes,— lo  dijo  Pedro  Recio,  el  de  Tirtea- 
fuera,  y, lo  repito  yo.  Creo  que  la  perdiz  de 
M.  Sempé,  me  va  á  dar  una  indigestión  si  no 
le  echo  otro  poquito  de  chartreuse. 

—De  modo— continuó  Carlos,— que  ese  pobre 
Jacobo  anda  mal,  ¿en?...  ¿Y  hay  antecedentes 
de  familia? 

—No,  que  yo  sepa— contestó  Julio.— ¡Pobre- 
cito!  Mucho  me  temo  que  vaya  á  concluir  mal... 

—¿Está  muy  abatido? 

—¡Está  muy  extraviado! 

— ¡Eh:  su  extravío— dijo  Fernandez,— acusa 
debilidad  de  carácter,  sencillamente.  Si  su  ca- 
rácter estuviese  á  la  altura  de  su  inteligencia, 
otro  gallo  le  cantara. 

— ¡Quién  sabe!— objetó  Pedro  quitándose  los 
lentes  y  volviendo  á  ponérselos  con  gesto  com- 
pletamente maquinal.— Ha  de  haber  algo  que 
no  sabemos  en  su  vida;  quizá  algún  secreto  do- 
loroso, que  él  mismo  se  esfuerce  por  olvidar. 

—Siempre  le  faltaría  carácter— replicó  Fer- 


—  45  — 
nández  sacudiendo  lentamente  con  el  meñique 
la  ceniza  de  su  cigarro  sobre  el  mantel.— La 
manera  mejor  de  olvidar,  es  entregarse  al  tra- 
bajo, pero  al  trabajo  de  todas  las  horas,  de  to- 
dos los  minutos... 

Julio  interrumpió: 

—Yo  comprendo  hasta  cierto  punto  esos  aban- 
donos. El  trabajo  intelectual  no  se  asocia  bien 
con  las  dificultades  materiales.  Se  puede  escri- 
bir con  el  corazón  hecho  pedazos,  se  puede  es- 
tudiar con  uno  de  esos  dolores  que  marchitan 
el  alma,  pero  es  imposible  estudiar  ó  escribir 
con  los  acreedores  á  la  puerta. 

— ¡Bah:  ¡los  zuavos!— exclamó  Carlos.— A  mí 
poco  me  importan:  ;como  que  todas  las  noches, 
al  acostarme,  estoy  convencido  de  que  amane- 
ceré rico!... 

—Spes  riostra,  salve!  —  dijo  Pedro  irónica- 
mente.—¡Tantos  han  llegado  á  viejos  con  ese 
convencimiento!...  Pero  tiene  razón  Julio;  hay 
que  ser  benignos  con  los  talentos  rodeados  de 
acreedores;  son  como  la  rosa  brotada  en  un  zar- 
zal; su  perfume  es  sólo  para  ella,  y  se  malgas- 
ta tanto  más  cuanto  mayor  es  la  espesura  de 
las  espinas.  Y  no  me  explico  tu  acrimonia,  Fer- 
nández; tú  abandonaste  joven  aún  la  literatu- 
ra, aunque  todos  te  dijeran  que  tenías  mucho 
talento  y  un  gran  porvenir...  Eso  también  acu- 
sa falta  de  carácter. 

El  interpelado  se  agitó  en  su  asiento,  chupó 
repetidas  veces  su  Cabanas,  echó  una  bocanada 
de  humo  y  dijo  por  fin: 


-  46  — 

—Es  muy  posible,  si  entendemos  por  carác- 
ter la  testarudez,  el  empecinamiento... 

—El  carácter  puede  parecerlo— replicó  Julio. 
—Cuando  hay  indomable  vocación  por  alguna 
cosa,  su  cultivo  á  todo  trance,  ó  sea  el  empeci- 
namiento, la  testarudez,  como  dice  Fernández, 
es  fuerza  de  carácter  al  mismo  tiempo.  Tú  no 
tenías  vocación  por  las  letras. 

—¡Indomable! 

—¿Y  cómo— preguntó  Carlos, -tú  que  hu- 
bieras sido  eso  que  se  llama  una  gloria  nacio- 
nal, has  podido  desdeñarla  y  abandonarla?  ¿Có- 
mo no  tomas  ya  una  pluma,  ni  abres  un  libro? 

—¡Me  amputé!— dijo  Fernández,  usando  de 
otro  término  y  con  un  acento  tal  que  nadie  se 
sonrió  siquiera. 

Los  cuatro  callaron  un  momento,  como  bajo 
el  peso  de  ideas  amargas.  Pedro,  Julio  y  Car- 
los, en  efecto,  recordaban  el  brillantísimo  es- 
treno de  su  amigo  en  la  literatura  y  en  la  pren- 
sa, y  lamentando  su  silencio  voluntario  de 
tantos  años,  adivinaban  que  una  causa  oculta  y 
poderosa  lo  había  hecho  renunciar  á  las  letras 
para  dedicarse  al  comercio,  en  que  había  levan- 
tado una  fortuna  al  par  de  Román  X.,  otro  ca- 
so análogo  al  suyo;  y  aquel  era  justamente  el 
momento  de  conocer  esa  causa  misteriosa. 

—¿Y  por  qué  te  amputaste,  imbécile!— excla- 
mó Carlos  volviendo  á  hallar  su  sonrisa  sarcás- 
tica  de  medio  lado  para  reanimar  la  conversa- 
ción que  decaía.— Eso  lo  hacen  los  demás,  ¡pero 
uno  mismo!... 

—Lo  ha  dicho  Julio  y  lo  has  repetido  tú:  por- 


-  47  — 
que  tenía  talento  y  hubiera  llegado  á  ser  una 
gloria  nacional,  ni  más  ni  menos... 

— Et  sua  modestia— exclamó  Pedro. 

—No  sé  que  tiene  que  hacer  la  modestia  en- 
tre nosotros  cuatro,  ¿verdad,  Julio? 

—Hemos  dejado  los  sobretodos,  y  con  ellos 
las  exterioridades  en  el  guardarropa.  Pero  con- 
tinúa, explícate;  tener  talento  y  ver  la  gloria 
accesible,  no  me  parecen  razones  para  aban- 
donar el  campo...  así,  á  primera  vista  por  la 
menos. 

—Es  que  considero  el  talento  como  una  cua- 
lidad negativa,  y  desde  el  instante  que  lo  com- 
prendí de  ese  modo,  no  me  detuve  hasta  arran- 
cármelo, como  órgano  inútil  y  perjudicial,  co- 
mo un  tumor  que  me  deformara  más  bien. 
Hoy  estoy  conformado  como  los  demás,  no 
asombro  ni  llamo  la  atención  de  nadie,  ni  pro- 
voco resistencias  como  las  provocaba  con  aquel 
enorme  defecto.  Soy  igual  á  todos,  es  decir  á 
todos  los  sanos,  de  quienes  los  enfermos  pre- 
tenden burlarse  llamándolos  mediocres. 

—Áurea  mediocritas! 

— ;Oh  Pedro  insoportable:— exclamó  Julio.— 
Déjate  de  latín;  estamos  hablando  seriamente. 

—Quid  prodestf  ¿Quién  gana  con  ello?  ¿Para 
qué?  No  hay  que  hablar  nunca  en  serio.  Omnia 
vanitas,  como  dijo  el  otro,  y  la  seriedad  está 
desterrada  cuando  se  charla  inter  pócula,  como 
aquí.  A  propósito,  dame  otra  copita  de  char- 
treuse. 

— ;E1  diablo  te  lleve,  vate  endemoniado!  Con- 
tinúa Fernández,  por  favor. 


-  48  - 

—¡Mediocres:  ¡Pero  si  ellos  son  los  aptos  pa- 
ra la  lucha  por  la  vida,  si  no  tienen  nada  que 
les  estorbe,  nada  que  estéde^más!  Mientras  que 
un  hombre  de  talento,  ¿saben  ustedes  á  qué  se 
parece?  A  esos  toros  á  quienes  se  les  pone  una 
gran  horquilla  de  madera  en  el  cuello  para  que 
no  puedan  saltar  los  alambrados.  Ellos  tienen 
cerrados  todos  los  caminos  que  se  abren  para 
los  demás:  no  se  emplean  en  la  administra- 
ción, no  son  capaces  de  entrar  al  comercio  co- 
mo se  entra  en  él,  comenzando  por  el  principio, 
no  se  detienen  á  recoger  el  centavo  que  encuen- 
tran en  la  calle  porque  conocen  su  insignifican- 
cia exterior  é  ignoran  su  mérito  oculto,  su  fuer- 
za indomable;  lo  desprecian  como  vil,  cernién- 
dose en  las  alturas  del  mundo  moral  é  intelec- 
tual, y  al  hacerlo  no  recuerdan  que  tienen  los 
pies  en  el  mismo  lodo  que  los  otros  hombres  y, 
lo  que  es  peor,  que  poseen  un  estómago  que 
contentar,  carnes  que  cubrir  y  que  no  viven 
solos,  sino  en  medio  de  una  sociedad  exigente 
que  los  ayudará  mientras  parezcan  no  necesitar 
nada  y  que  los  abrumará  con  sus  críticas  y  su 
maledicencia  apenas  sospeche  la  orfandad  de  su 
bolsillo  y  la  vacuidad  de  su  vientre.  En  suma: 
el  talento  es  un  parásito  que  sólo  vive  del  tra- 
bajo del  resto  del  individuo,  y  que  al  fin  consu- 
me á  éste  y  lo  incapacita  para  la  felicidad... — 
;Hay  que  extirparlo! 

— Sublata... 

—¡Déjanos  en  paz:  Cuando  cumplí  los  vein- 
ticinco años— acababa  de  publicar  mi  cuarto 
volumen  y  pertenecía  á  la  redacción  de...— me 


—  49  — 

detuve  á  hacer  balance  de  mi  vida.  Pero  no  el 
balance  del  pasado;  ¡qué  importa  el  pasado 
cuando  no  se  es  criminal  á  los  veinticinco  años: 
Hice  el  balance  del  porvenir,  y  encontré  que 
arrojaba  pérdida,  enorme  pérdida.  Me  repug- 
nan las  maniobras  políticas,  esas  reyertas  de 
perros  ante  el  plato  de  ración;  soy  incapaz  de 
ir  á  la  oreja  de  los  hombres  públicos:  de  los  que 
estimo,  por  altivez,  para  que  no  se  me  atribu- 
yan malas  condiciones  que  no  tengo;  de  los  que 
no  estimo  por  repugnancia,  porque  no  admito 
ni  la  idea  de  un  rebajamiento,  de  una  relaja- 
ción moral.  Estaba,  pues  cerrado  para  mí,  pe- 
ro cerrado  herméticamente,  á  piedra  y  lodo,  el 
camino  de  la  política;  no  había  que  pensar  en 
él.  Podía  ser  profesor,  empleado...  Para  profe- 
sor tenía  demasiada  amplitud  cerebral,  tanta 
que  era  accesible  á  todas  las  teorías,  enemigo 
jurado  de  la  escolástica,  capaz  de  romper  con 
todos  los  programas  y  con  todas  las  rutinas, 
vale  decir  inservible;  además,  dedicarme  al 
profesorado  era  condenarme  á  la  escasez  du- 
rante la  juventud  y  la  edad  madura,  á  la  mise- 
ria luego.  De  mis  libros  no  hablo;  no  había  na- 
da que  esperar  de  ellos,  porque  los  compra  un 
número  limitado  de  personas  que  son...  justa- 
mente aquellos  á  quienes  hay  que  regalárselos. 
De  la  prensa  ¿qué  me  dices,  Julio?  ¿qué  me  es- 
cribes, Carlos?  ¡Cuando  uno  podría  comenzar  á 
ganar  en  ella  con  qué  vivir,  ya  está  agotado, 
aplastado,  reventado!  ¿Un  empleo?  Tiene  los 
mismos  defectos  del  profesorado,  y  una  canon - 
gía  es  una  indelicadeza...  Y  hecho  este  balance 

VIOLINES.— 4 


-  50  — 

vino  otro:  la  idea  de  la  familia,  de  la  esposa,  de 
los  hijos,  porque  no  podía  condenarme  á  vivir 
como  un  paria,  y  sus  estrecheces,  sus  angus- 
tias, sus  padecimientos...  quizás  su  hambre! 
«No— me  dije,— tienes  un  defecto  orgánico  que 
es  necesario  corregir  cuanto  antes,  si  no  quieres 
ser  toda  la  vida  un  lisiado.»  Y  lo  corregí. 

—¿Cómo?— preguntó  Carlos. 

—Muy  sencillamente.  Me  presenté  en  la  casa 
de  comercio  de...  á  quien  había  conocido  y 
prestado  algún  pequeño  servicio  en  el  diario,  y 
le  pedí  un  empleo. 

—¡Pero  si  usted  no  sirve  para  eso:— exclamó 
el  comerciante—  es  la  contestación  obligada 
apenas  tiene  uno  algún  renombre. 

—Tómeme  usted  á  prueba— repliqué. 

—Déjese  de  bromas  y  siga  escribiendo,  que 
esa  es  su  carrera  y  no  otra.  Usted  se  perdería 
en  el  comercio. 

—Se  equivoca  usted —  insistí. —Tómeme  á 
prueba;  no  pido  otra  cosa  que  lo  estrictamente 
necesario  para  vivir,  exigiéndole,  eso  sí,  todo 
cuanto  trabajo  pueda.  Tengo  que  olvidarme  lo 
más  pronto  posible  de  que  fui  escritor. 

Me  admitió  en  su  casa,  convencido  de  que  se 
trataba  de  una  veleidad,  de  que  pronto  iba 
otra  vez  á  tender  el  vuelo;  pero  me  puse  en 
cuerpo  y  alma  á  la  tarea,  vendí  mi  biblioteca, 
renuncié  al  teatro  y  á  los  diarios,  y  cuando 
terminaba  mis  quehaceres— pronto  acaparé  ca- 
si todos  los  de  la  casa— me  iba  á  caminar,  á  co- 
rrer, hasta  fatigar  el  cuerpo  y  caer  rendido.  De- 
pendiente supernumerario  primero,  gané  de 


—  51  — 

un  salto  el  primer  puesto,  llegué  á  socio  y  hoy 
soy  un  hombre  rico. 

—Podrías  hacernos  partícipes...  —  exclamó 
uno,  ya  se  sabe  cuál. 

—No,  porque  ustedes  ya  no  son  de  los  mios. 
Háganse  de  los  míos.  ¡Ampútense  como  yol 

—Pcete  non  dolet! 

—¡Y  ampútense  bien:  Las  únicas  pérdidas 
que  he  tenido  en  el  comercio,  las  debo  á  las  em- 
presas complicadas  en  que  me  metieron  los 
restos  de  mi  talento,  la  herida  no  bien  cerrada. 

—Pero— dijo  Julio,  después  de  un  instante,  de 
silencio;— lo  que  acabas  de  hacer  es  justamente 
la  defensa  del  pobre  Jacobo;  quizá  se  halle  en 
tu  mismo  situación  de  hace  diez  años,  y  des- 
alentado se  deje  llevar  por  la  corriente. 

—Yo  no  me  dejé  llevar;  yo  renuncié  á  un 
vicio  que  me  perdía,  el  de  la  literatura,  y  ma- 
té mi  talento.  ¿Por  qué  no  hace  él  lo  mismo? 

—Porque  tendrá  más  que  tú.  ¿No  decías  hace 
un  instante  que  el  hombre  de  talento  no  sabe 
la  materialidad  de  las  cosas?  Tú  sabías...  ergo 
como  diría  Pedro,  tu  talento  era  defectuoso... 
El...  perseverará. 

—Sí,  y  protestará  de  su  derrota  con  sus  des- 
órdenes y  al  fin  caerá  herido  de  muerte. 

—Gloria  victisi— exclamó  Pedro,  cuyo  la- 
tín fué  esta  vez  aplaudido  por  todos. 


-  £3 


Un  terrible  experimento. 

Al  Dr.  Luis  Mitre. 

Meditabundo  é  inquieto,  el  doctor  Menéndez 
se  paseaba  á  grandes  pasos  con  la  cabeza  incli- 
nada sobre  el  pecho,  las  manos  cruzadas  á  la 
espalda  y  los  ojos  turbios,  mirando  hacia  aden- 
tro de  sí  mismo.  Caía  la  tarde,  un  rayo  de  luz 
rojiza  daba  tonos  cálidos  á  los  papeles  espar- 
cidos sobre  el  escritorio,  y  vagas  penumbras 
indecisas  y  transparentes  comenzaban  á  dan- 
zar en  los  rincones  más  alejados  del  balcón. 
Era  la  hora  del  diario  paseo  en  que  el  doctor 
Menéndez  refrescaba  sus  pulmones,  daba  ejer- 
cicio á  los  músculos  y  apaciguaba  el  cerebro 
después  del  movimiento  febril  del  trabajo.  Pero 
aquel  día  no  pensaba  en  salir. 

Habíase  ocupado  desde  muy  temprano  en 
redactar  el  capítulo  «De  la  honradez  en  la  mo- 
ral moderna»,  uno  de  los  más  importantes  de 
su  «Homo»,  obra  monumental,  en  seis  grandes 
volúmenes  que,  como  se  sabe,  aparecerá  den- 
tro de  poco  y  simultáneamente  en  castellano, 


—  54    - 
francés,  inglés,  alemán,  italiano  y  portugués... 
Pero  no  estaba  satisfecho  de  la  ejecución,  aun- 
que pudiera  estarlo  de  los  abundantes  materia- 
les que  había  utilizado  para  ella. 

—¡Un  poco  más  de  brío,  de  elocuencia!  se 
decía  paseándose  agitadamente  en  su  despacho. 

Recortes  de  periódicos  y  revistas,  extractos 
de  libros,  comentarios  y  notas,  todo  el  trabajo 
de  diez  años,  hecho  á  lo  Spencer,  con  rara  pro- 
ligidad,  y  luego  ordenado  y  clasificado  con  ad- 
mirable método,  no  le  bastaba,  le  parecía  ine- 
ficaz, descolorido  para  sus  futuros  lectores, 
árido  como  una  demostración  matemática. 

—Me  falta— seguía  diciendo,— la  observación 
directa,  personal,  vivida.  Lo  que  suele  dar 
interés  arrebatador  á  ciertas  novelas,  lo  que  en 
un  libro  científico  brilla  y  deslumhra,  como 
una  piedra  preciosa.  Sí...  «La  honradez  es  un 
«sentimiento  artificial  y  siempre  efímero,  crea- 
»do  por  las  modificaciones  que  ha  ido  sufrien- 
»do  la  sociedad,  y  mantenido  por  influencias 
«externas  al  individuo  mismo».  Impecable  á  la 
luz  de  la  lógica  y  de  la  misma  experimenta- 
ción... Del  hombre  primitivo  no  hay  que  hablar: 
en  él  no  existía  la  idea  de  honradez...  En  el 
hombre  moderno  es  un  incómodo  postizo,  que 
se  echa  á  un  lado  á  cada  instante,  como  lo 
prueban  todos  los  días  los  periódicos  en  sus  no- 
ticias policiales,  en  sus  ecos  políticos,  hasta  en 
sus  notas  sociales...  Pero  esas  pruebas  no  bas- 
tan para  mi  objeto,  son  aisladas,  aparentemente 
intensas,  pero  «frías»  como  todo  material  de  se- 


-  55  - 
gunda  mano...  Yo  necesitaría  un  experimento 
sintético,  claro  como  la  luz  del  sol,  caluroso 
como  ella,  fecundo  como  ella...  ¡Una  síntesis 
que  fuese  un  deslumbramiento  de  evidencia:... 
Sí,  pero  ¿y  cuál?... 

Plantear  bien  un  problema,  es  resolverlo: 
diez  minutos  después  el  doctor  Menéndez  iba 
haciendo  volar  los  faldones  de  su  manchada 
levita  por  esas  calles  de  Dios,  en  dirección  al 
estudio  de  su  amigo  el  doctor  Gómez,  abogado 
de  varias  empresas  de  tranvías. 

—Vengo  á  pedirle  un  gran  servicio  que  le 
costará  muy  poco— le  dijo,  interrumpiéndole 
en  la  lectura  de  un  voluminoso  expediente. 

—Comience  usted  por  sentarse  y  ordene  en 
seguida— contestó  el  doctor  Gómez. 

—No  hay  necesidad  de  sentarse  ni  de  hacerle 
perder  tiempo.  Deseo  colocar  á  un  individuo  de 
mayoral  de  tranvía,  inmediatamente...  Usted 
puede,  sin  dificultad... 

—Sí...  hay  cientos  de  solicitantes,  pero  en  es- 
te caso...  ¿Cómo  se  llama  el  sujeto? 

—Juan  González. 

—¡Muy  bien! 

El  doctor  Gómez  garabateó  una  esquelita,  le 
puso  el  sobre,  y  tendiéndola  al  doctor  Menén- 
dez: 

—Aquí  tiene  usted— le  dijo.— De  su  recomen- 
dado es  inmediatamente  el  puesto,  aunque 
haya  mil  candidatos  con  prioridad. 

—¡Muchas  gracias'.— contestó  Menéndez  sa- 
liendo.—Esto  ha  de  servirme  también  para  mi 
capítulo  «De  la  equidad.» 


-  56  - 
II 

Aquel  hombre  de  edad  madura  que  salía  tan 
de  mañana  envuelto  en  la  luz  difusa  y  como  de 
ensueño  de  antes  de  amanecer,  echando  la  lla- 
ve con  cuidado  á  la  puerta  del  doctor  Menén- 
dez  ¿era  un  mayoral  de  tranvía  ó  era  el  doctor 
en  persona?...  Para  el  que  conociera  á  este  úl- 
timo no  habría  lugar  á  duda,  y  bajo  el  panta- 
lón raído  y  con  flecos,  el  saco  desteñido  por  el 
sol,  el  chaleco  deformado  por  el  peso  del  ni- 
quel  en  los  bolsillos,  los  botines  con  recortes  de 
paño  de  color,  el  pañuelito  al  cuello,  la  gorra 
de  visera  sobre  la  oreja  y  la  cartera  de  marro - 
quín  negro  colgando,  terciada  al  hombro,  el 
lector  ilustrado  y  frecuentador  de  los  centros 
científicos  hubiera  reconocido  al  sabio  psicólo- 
go, autor  de  «Homo»  y  otras  obras  no  menos 
importantes,  disfrazado  de  mayoral  con  la 
exageración  en  que  suelen  caer  los  que  quieren 
las  cosas  perfectas. 

Caminando  de  prisa  no  tardó  en  llegar  á  una 
de  las  estaciones  de  tranvía,  presentóse  á  la  ofi- 
cina de  inspección,  dijo  al  encargado  su  falso 
nombre  de  Juan  González,  y  recibió  de  él  un 
número  de  latón,  unas  planillas,  dos  maquini- 
tas  cortadoras  de  boletas,  un  plumero  y  la  or- 
den de  salir  en  el  primer  coche  que  estuviese 
listo. 

—¡Ahora  sí  que  vamos  á  veri— murmuró  el 
doctor  Menéndez.— Creo  que  el  experimento  se 
hace  con  todas  las  precauciones  y  el  rigor  cien- 


-  57  — 
tífico  exigibles...—  Y  se  palpó  los  bolsillos  del 
chaleco,  llenos  de  monedas  de  níquel. 

Un  minuto  después  el  tranvía  echó  á  andar, 
Era  uno  de  los  de  trayecto  corto,  en  que  el  pa- 
saje cuesta  diez  centavos.  Y  el  experimento 
dio  principio... 

A  las  pocas  cuadras  subió  un  pasajero,  un 
artesano,  que  dio  á  Menéndez  una  moneda  de 
veinte  centavos  para  que  se  cobrase.  El  falso 
mayoral  le  devolvió  otra  del  mismo  valor.  El 
obrero  se  hizo  el  distraído  y  guardó  la  moneda. 

Subió  otro  trabajador,  dio  justos  los  diez  cen- 
tavos. Menéndez  le  devolvió  otros  diez,  como 
si  la  moneda  hubiera  sido  de  veinte.  El  traba- 
jador se  la  metió  tranquilamente  en  el  bolsillo. 

Siguieron  embarcándose  obreros,  empleadi- 
llos  de  comercio,  mujeres  que  iban  á  comprar 
al  mercado  con  sus  canastas,  devotas  que  acu- 
dían á  la  primera  misa,  repartidores  de  perió- 
dicos, todo  ese  mundo  especial  que  pulula  en 
las  horas  tempranas  y  que  luego  no  vuelve  á 
verse  hasta  la  tarde. 

Y  el  experimento  recomenzó  en  ellos,  y  siem- 
pre con  el  mismo  resultado;  ni  un  solo  pasa- 
jero advirtió  á  Menéndez  que  se  equivocaba. 

— ¡Bah!— se  dijo  el  sabio  regocijado  por  el  sol 
que  doraba  ya  las  calles  y  le  calentaba  las  es- 
paldas.—Toda  esta  es  gente  pobre,  necesitada 
hasta  del  último  centavo,  demasiado  contenta 
de  poder  ahorrarse  un  gastito,  demasiado  per- 
seguida también  por  las  circunstancias  que 
tienden  este  lazo  á  su  honradez... 


-  58  - 

Pero  aunque  no  diera  exagerado  valor  á  esos 
documentos,  siguió  aglomerándolos  sin  cansar- 
se ni  irritarse,  impasible  como  el  biólogo  que 
estudia  en  su  gabinete,  sin  opinión  preconce- 
bida. 

Más  tarde  la  clientela  del  tranvía  comenzó  á 
variar.  Subieron  y  bajaron  señoras,  señoritas  y 
empléalos,  comerciantes,  niños  que  iban  á  la 
escuela,  dependientes,  mensajeros...  ¡Trini... 
itrin!  repicaba  sin  descanso  la  maquinilla  de 
las  boletas,  y  la  moneda  pasaba  de  la  mano  del 
pasajero  á  la  del  mayoral,  para  volver  sin  mer- 
ma á  su  punto  de  origen...  No  había  excep- 
ciones. 

—¡Cómo:— pensaba  Menéndez— ¡tengo  cara 
de  viejo,  casi  achacoso,  mi  ropa  es  miserable 
y  sin  embargo  esta  gente  no  tiene  escrúpulo 
para  aprovechar  mi  pretendida  equivoca- 
ción!... Nunca  lo  hubiera  creído...  Aunque 
puede  que  se  digan  que  con  el  «degüello» 
he  cubierto  la  falla  de  antemano,  defrau- 
dando á  la  empresa,  y  que  quien  roba  á  un  la- 
drón... ¡Bah!  sigamos  que  la  cosecha  es  bue- 
na, el  día  lindo  y  el  aire  libre  me  hace  bien... 

Después  del  descanso  para  almorzar  comple- 
tó la  prueba  en  el  público  de  todas  clases  que 
atestaba  el  tranvía.  Dejó  sin  dar  boletas  á  va- 
rios grupos  de  pasajeros.  Nadie  le  llamó.  En 
cambio  uno  de  los  inspectores  que  le  revisaba 
la  planilla  murmuró  guiñándole  el  ojo: 

—Me  debe  cincuenta...  Pero  tenga  cuidado, 
porque  el  «otro»es  capaz  de  meterle  un  bochin- 
che de  ordago... 


—  59  — 

El  inspector  creía  haberlo  sorprendido  en 
plena  defraudación,  y  le  vendía  el  silencio... 
muy  barato. 

Pero  el  hecho  definitivo  se  produjo  al  termi- 
nar aquel  día  de  labor  extraordinaria,  y  cuan- 
do Menéndez  iba  ya  á  entregar  el  coche  y 
rendir  cuentas. 

El  tranvía  estaba  lleno  de  pasajeros,  y  una 
viejecilla  que  acababa  de  recibir  ciento  diez  cen- 
tavos á  cambio  de  un  peso,  lo  increpó  violen- 
tamente, trémula  de  indignación: 

— ¡Mayorali  ¡Mayoral:... 

Todas  las  miradas  se  volvieron  á  la  vieja. 
Menéndez  se  aproximó  con  la  mayor  cortesía-' 

—¿Qué  desea  la  señora? 

— ;Mire,  mire,  so  picaro:— gritó  á  voz  en  cue- 
llo la  pasajera,  llamando  la  atención  de  los  de- 
más.—¡Me  ha  dado  una  moneda  falsa  de  veinte 
centavos:  ¡Es  una  desvergüenza:  ¡Ustedes  tra- 
tan siempre  de  aprovecharse  de  las  pobres  que 
andamos  solas  en  el  tranvía  para  estafarnos! 
¡Pero  lo  que  es  á  mí  no  me  han  de  estafar,  bri- 
bones! ¡Cambíeme  la  moneda,  pronto!...  ¡Y,  no 
se  crea:  aunque  me  la  cambie,  me  he  de  que- 
jar á  la  administración  para  que  lo  ponga  de 
patitas  en  la  calle:  ¡Salteadores! 

—¡Tiene  razón!  ¡Es  cierto!  ¡Se  aprovechan:— 
afirmaron  varios  de  los  que  viajaban  gratis,  to- 
mando partido  por  la  vieja. 

—¡Dispénseme,  señora:  ¡No  lo  hice  de  intento: 
—murmuró  atónito  el  doctor  Menéndez,  cam- 
biando la  moneda  falsa  que  él  no  había  dado  y 


-  60  — 
oyendo  aún  las  vociferaciones  de  la  arpía  y  el 
coro  de  los  indignados  pasajeros... 

III 

Derrengado,  rendido  pero  contentísimo 
acostóse  esa  noche  el  doctor  Menéndez.  Tenía 
la  nota  pintoresca,  vivida,  elocuente  para  su 
capítulo  de  la  «Honradez.» 

De  lo  mal  parada  que  saldría  la  humanidad 
en  su  «Homo»  se  le  importaba  un  bledo:  una 
de  sus  páginas  sería  un  documento  palpitante. 
Y  hasta  en  sueños  sonreía  de  regocijada  satis- 
facción. No  hay  que  extrañarlo:  el  sabio  que 
encuentra  un  explosivo  diez  veces  más  pode- 
roso que  cuantos  existían,  ó  un  veneno  diez 
veces  más  activo,  rebosa  también  de  júbilo, 
exactamente  lo  mismo  que  si  hubiera  dado 
con  la  panacea  universal. 


—  61 


El  aguinaldo  de  Rodolfito. 

A  J.  Peralta  Martínez. 
I 

—¿Qué  quieres  que  te  traigan  los  Reyes,  Ro- 
dolfito? 

El  niño  estaba  montado  en  la  rodilla  del  papá 
y  hacía  aquella  tarde  proezas  de  equitación  que 
le  hubiese  envidiado  un  árabe  del  desierto  para 
sus  locas  «fantasías»,  ó  el  granFranconi,  ó  uno 
de  nuestros  gauchos  pampeanos  para  sus  no 
menos  fantásticas  domadas. 
,  Al  oir  al  padre  detuvo  de  golpe  su  potro  ha- 
ciéndolo «rayar»,  miró  de  hito  en  hito  al  autor 
de  sus  días,  luego  á  la  mamá  sentada  al  lado,  y 
batiendo  palmas  exclamó: 

— ¡Ah!  ;es  cierto  que  hoy  es  Nochebuena! 

Sonriente,  recapacitó  un  segundo,  extendió 
las  manitas  abiertas  sobre  el  pecho  de  su  pa- 
dre, deslizándolas  hacia  abajo  y  volviéndolas  á 
subir,  á  modo  de  caricia,  echó  la  cabeza  atrás, 
y  enumeró: 


-  62  - 

—Un  sable...  y  un  tambor...  y  un  látigo...  y 
un  caballo...  y... 

— ;Pero,  hijito!  ¿Cómo  quieres  que  los  Reyes 
vengan  cargados  con  tantísima  cosa,  cuando 
tienen  tantos  niños  á  quienes  obsequiar  tam- 
bién?—dijo  el  padre  riendo.— Con  una  sola  que 
pidieras  sería  suficiente,  y  aun  así... 

—¿No  pueden  traerme  más  que  una  cosa?... 

—Nada  más. 

— lAh!  entonces... 

Y  la  hermosa  cabecita  rizada  y  rubia  se  in- 
clinó, ocultando  los  ojillos  azules  y  picarescos, 
la  boquita  roja,  la  nariz  respingada  del  arra- 
piezo. 

Meditaba  profundamente. 

La  madre  intervino  cariñosa.  Le  daba  miedo, 
un  miedo  terrible  cuando  lo  veía  así,  pasando 
de  la  alegría  más  turbulenta  á  un  mutismo  ca- 
viloso en  que  su  almita  parecía  viajar,  trans- 
portarse, ir  quién  sabe  dónde,  allá  por  el  cielo, 
acá  por  la  tierra,  pero  siempre  lejos,  muy  lejos 
de  cuanto  lo  rodeaba: 

—¡Vamos,  niño!  Contesta  pronto.  ¿Qué  es  lo 
que  más  deseas?...  ¿Un  sable?...  ¿Un  tambor?... 
¿Un  caballo?... 

A  cada  una  de  estas  preguntas  Rodolfito  con- 
testaba que  no  con  la  cabeza,  sin  alzar  los  ojos, 
ensimismado  y  taciturno...  Ya  que  era  imposi- 
ble pedir  más  de  una  sola  cosa,  sería  necesa- 
rio que  fuese  algo  grande,  excepcional,  único... 

El  padre,  que  no  tenía  los  mismos  temores  ó 
quizá  la  misma  penetración  intuitiva  de  su  mu- 


-  63  - 
jer,   miraba  sonriendo  al  niño,   y  aguardaba 
tranquilamente  su  respuesta. 

Por  fin  Rodolfito  encontrólo  que  buscaba... 
Alzó  la  frente;  brilláronle  más  los  ojos,  vagó 
una  risita  de  felicidad  por  sus  labios,  y  echando 
los  brazos  al  cuello  del  padre  gritó  alborozado: 

—;Quiero...  quiero  un  caramelo  que  nunca  se 
acabe:... 


II 

Los  padres  se  habían  echado  á  reir.  El  doctor 
V**,  sin  embargo,  cuando  salió  aquella  noche 
á  tomar  sus  precauciones  para  que  los  Reyes 
no  fueran  á  olvidarse  de  Rodolfito,  recordando 
á  pesar  suyo  lo  que  él  llamaba  «visiones  de  su 
mujer,»  iba  pensativo  por  el  camino  que  con- 
duce á  una  de  las  jugueterías  en  que  Melchor, 
Gaspar  y  Baltasar  suelen  tener  sus  conciliábu- 
los antes  de  precipitarse  á  sus  misteriosas  y  to- 
davía inexplicables  correrías  por  los  techos  de 
aldeas  y  ciudades,  derramando  juguetes  y  go- 
losinas por  los  cañones  de  las  chimeneas,  hasta 
donde  no  hay  ni  chimeneas  ni  cañones...  Y  se 
decía: 

— ;Un  caramelo  que  nunca  se  acabe:...  iHa- 
bráse  visto  ocurrencia:...  Pero  el  chico  es  tan 
inteligente...  y  tan  obstinado...  Habrá  que  tra- 
tar de  que  se  olvide;  substituir  su  imposible  an- 
tojo con  algo  que  lo  distraiga  de  él...  Pero  ¿con 
qué?...  lAhl  ;ya:  llevándole  todo  lo  que  pidió 
primero  se  dirá  que  los  Reyes  no  han  oído  su 
segunda  solicitud...  ¡Eso  es! 


—  64  — 

Y  ya  resuelto  caminó  con  más  decisión  hacia 
la  consabida  juguetería,  punto  de  cita  de  los 
Magos  que,  como  es  notorio  hasta  para  los  ni- 
ños menores,  tienen  entre  nosotros  el  mismo 
encargo  que  el  viejo;Noel,  San  Nicolás,  Santa 
Claus,  que  parece  ser  idéntica  persona,  etc. ,  ect . , 
en  el  viejo  mundo  y  en  el  norte  del  nuevo.  Por- 
que, naturalmente,  con  un  solo  repartidor, 
¿cuándo  iba  á  bastar? 

Pues,  al  dar  las  doce  de  la  noche,  la  hora  le- 
gendaria del  reparto,  el  doctor  V**  estaba  ya 
de  regreso  en  su  casa.  Su  mujer,  que  entró  en 
el  comedor  al  sonar  la  última  campanada  del 
reloj  del  Cabildo  (todavía  en  aquel  tiempo  te- 
níamos Cabildo  con  reloj),  vio  llena  de  alborozo 
en  la  chimenea,  alrededor  del  zapato  de  Rodol- 
flto,  cosas  que  nunca,  pero  nunca  hubieran  po- 
dido caber  en  él: 

Primero:  un  sable  grandote,  en  su  vaina  de 
reluciente  metal,  ostentando  rica  empuñadura 
con  dragona,  tiros  de  charol  de  veras  y  no  de 
hule,  como  algunos,  y  magnífica  hebilla  que, 
de  lejos,  y  aun  de  un  poco  cerca,  parecía  de 
oro...  Segundo:  un  estupendo  tambor  que  á  Ro- 
dolfito  le  alcanzaría  á  la  rodilla,  ni  más  ni  me- 
nos, y  de  caja  dorada  cruzada  por  cuerdas  para 
templarlo  y  destemplarlo,  según  lo  que  se  qui- 
siera tocar...  Tercero:  un  látigo,  pero  ¡qué  láti- 
go: ;  hubiérase  dicho  que  era  de  ballena!  una 
trenza  de  cuero  blanco  lo  forraba  hasta  más  de 
la  mitad,  y  terminaba  por  un  lado  en  un  cabo 
negro,  con  pito,  y  por  el  otro  en  una  azotera 
de  piolín,  de  esas  que  restallan  como  cohetes, 


-  6b  - 
cuando  se  saben  manejar...  Cuarto:  un  caba- 
llo, alto  así,  como  un  perrito,  es  cierto,  "pero 
icón  una  cola!...  ¡con  un  cuero:...  ;con  unas  cri- 
nes:... iNo!  ¡más  grande  no  hubiera  podido 
ser  tan  lindo:...  Y  quinto,  sí,  señor,  ¡quinto  y 
último:  ¡la  yapa:  una  gran  caja  llena,  pero  ma- 
terialmente llena  de  toda  clase  de  lápices  de  co- 
lores, de  todos  los  colores,  y  en  tal  cantidad 
que  con  ellos  se  podría  pintar  muy  bien  toditas 
las  paredes  de  la  casa,  y  la  mayor  parte  de  las 
vecinas... 

—¡Qué  contento  se  va  á  poner  Rodolfito:— 
exclamó  la  joven  señora,  conmovida  sin  saber 
por  qué. 

Y  como  los  Reyes  no  andaban  en  aquel  mo- 
mento lo  bastante  cerca  para  agradecerles  su 
generosidad,  y  como  el  agradecimiento  y  la 
alegría  le  rebosaban  del  alma,  acercóse  al  ma- 
rido y  le  dio  el  más  sonoro  y  prometedor  de  los 
besos...  Sé  que  los  Reyes  se  lo  tomaron  tan  en 
cuenta  como  si  se  lo  hubiese  dado  á  ellos 
mismos. 


III 


Contento,  efectivamente,  despertó  Rodolfito, 
ya  entrada  la  mañana,  y  sin  aguardar  á  que 
lo  vistieran,  en  camisón  y  descalzo  precipitóse 
al  comedor,  y  sus  piesecitos  sonaban  en  el  piso 
encerado  como  palmaditas  cariñosas  en  una 
mejilla... 

El  padre  y  la  madre  habían  corrido  tras  él 
para  gozar  de  su  júbilo...  Pero  el  niño  revolvía 

VIOLINES.— 5 


-  66 
los  juguetes,  el  sable  grandote,  el  látigo  mag- 
nífico, el  resplandeciente  tambor,  el  caballo  que 
parecía  vivo,  la  orgia  de  los  lápices  de  color... 
y  en  nada  se  detenía...  Buscaba  algo  que  no 
era  nada  de  aquello,  por  todos  los  rincones, 
hasta  dentro  del  zapato,  con  afán,  con  encarni- 
zamiento; y  cuando  se  convenció  de  que  no 
había  lo  que  anhelaba,  volviendo  la  carita 
mustia  dijo  desconsolado,  entre  pucheros,  con 
los  ojos  húmedos  ya: 

—¡No  está  el  caramelo!... 

iQué  horrible  desencanto!  La  madre  lo  tomó 
en  brazos,  lo  arrulló,  lo  besó  una  y  mil  veces, 
le  enseñó  los  juguetes,  describiendo  y  ensalzan- 
do todas  sus  imponderables  cualidades  y  belle- 
zas. iNada:  El  padre  tomó  el  tambor  entre  las 
rodillas,  y  se  puso  á  tocar  un  paso  de  ataque 
con  acompañamiento  de  pito...  ¡Ni  por  esas!  El 
niño  se  limitaba  á  murmurar  dolorosamente: 

—¡Yo  quiero  el  caramelo  que  nunca  se  aca- 
ba! ¡Yo  quiero  el  caramelo  que  nunca  se  aca- 
ba!... 

Mamá  le  explicó  que  los  Reyes  habrían  oído 
su  primer  súplica  pero  no  la  segunda:  Rodolfi- 
to  protestó,  pues  «entonces  no  le  hubieran  he- 
cho decir  que  pedía  demasiado;»  la  señora  in- 
sistió observando  que  quizá  no  tuvieran  los 
Reyes  caramelos  de  esa  clase;  pero  el  niño  no 
lo  admitió  tampoco:  ¿acaso  los  Reyes,  por  inter- 
medio del  Niño-Dios,  no  son  omnipotentes  y  no 
hacen  todo  cuanto  se  les  antoja,  hasta  lo  más 
imposible  en  apariencia?... 

—¡Pues  te  voy  á  dar  el  caramelo!— exclamó 


-  67  - 
por  fin  la  madre,  creyendo  que  lo  apaciguaría 
con  un  dulce  cualquiera. 

Y  le  dio  un  caramelo. 

Apenas  se  lo  había  puesto  en  la  boca  Rodol- 
fito,  cuando  recobró  toda  su  alegría.  Tomó  los 
juguetes  y  comenzó  ruidosamente  á  ejercer  sus 
funciones:  hizo  de  cochero,  de  tambor,  de 
guardatrén,  de  domador,  de  pintor,  y  por  últi- 
mo de  general,  y  todo  esto  en  el  espacio  de  dos 
minutos  cortos,  pero  con  una  habilidad,  con 
una  perfección  tales,  que  si  por  allí  pasa  alguien 
necesitado  de  tan  especialísimos  servicios,  no 
vacila  un  momento  en  confiarle  algún  gran 
lando  de  gala,  ó  le  encarga  de  la  decoración  de 
la  Casa  de  Gobierno,  ó  le  da  á  domar  sus  po- 
tros pur-sang,  ó  lo  pone  al  flanco  de  una  com- 
pañía de  línea  para  que  marque  el  paso  de  la 
marcha,  ó  le  confía  un  ejército  de  las  tres 
armas  para  que  vaya  á  poner  en  vereda  á  los 
limítrofes  mal  educados... 

Pero  al  terminar  el  segundo  minuto,  coche- 
ro, tambor,  guardatrén,  pintor,  gaucho,  gene- 
ral, todo,  todo  desapareció  como  un  buen  sue- 
ño, quedando  en  su  lugar  el  cuerpecito  inmó- 
vil, como  petrificado,  y  la  cara  afligida,  llorosa 
y  desencantada  de  Rodolfito...  Y  antes  de  que 
le  preguntaran  el  por  qué  de  tan  repentino  y 
violento  cambio,  exclamó  con  doloroso  asom- 
bro, como  un  angelito  que  se  hubiere  caído  de 
repente  del  cielo: 

—¡Se  me  ha  acabado  el  caramelo  que  nunca 
se  acaba!... 

Aquel  horrible  desengaño  le  costó  una  fiebre 


-  68  - 

y  un  amago  de  ataque  á  la  cabeza;  y  en  medio 
de  sus  pesadillas  se  le  oía  murmurar  entrecor- 
tadamente: 

—Yo  quiero  un  caramelo  que  nunca  se  aca- 
be... yo  quiero  un  caramelo  que  nunca  se 
acabe... 

IV 

Rodolfito— ¡han  pasado  tantos  años!— es  hoy 
el  doctor  Rodolfo  V**,  dihno  sucesor  de  su  pa- 
dre; ya  no  pone  el  zapatito  en  la  chimenea, 
pero  los  hace  poner;  vive  retirado,  piensa  mu- 
cho, hace  todo  lo  bueno  que  puede  hacer,  sabe 
que  en  este  mundo  no  hay  dicha  alguna  com- 
pleta, y  no  pretende  hallarla.  Soy  uno  de  sus 
poquísimos  amigos,  y  me  consta  que  ha  tenido 
muchas  oportunidades  de  brillar  y  elevarse, 
pero  que  siempre  las  ha  desdeñado.  Hace  ya 
tiempo,  cierto  magnate  quiso  conquistárselo,  le 
ofreció  el  oro  y  el  moro,  le  hizo  entrever  y 
hasta  palpar  el  más  halagüeño  porvenir,  la  fe- 
licidad, toda  la  felicidad  (de  algunos),  y  se 
quedó  atónito  cuando  le  oyó  murmurar,  como 
hablando  consigo  mismo: 

— Ni  los  Reyes  tienen... 

El  magnate  creyó  que  se  le  había  aflojado 
algún  tornillo  por  lo  de  reyes  estando 'en  repú- 
blica,—y  lo  mismo  pasó  á  otra  persona  que 
ponderaba  la  felicidad  de  Rodolfo  en  su  presen- 
cia, y  á  quien  éste  replicó: 

—¿No  lo  sabe  usted?...  ¡Pues  yo  tengo  la  tris- 
te, la  ¿olorosa  experiencia  de  que  no  hay  cara- 


-  69  - 
meló  que  nunca  se  acabe!  Lo  supe  muy  tem- 
prano... El  hombre  comienza  por  pedirlo  y  no 
se  lo  dan;  lo  busca  luego  afanoso  y  no  lo  en- 
cuentra... Se  convence,  por  fin,  de  que  no  exis- 
te, y  entonces...  lo  demás  para  él  son  zaran- 
dajas. 


Los  amores  de  Fausto. 

A  Emilio  Becher. 

El  café  apestaba  á  humo  de  cigarro  y  á  ex- 
halaciones alcohólicas;  la  llama  del  gas  oscilaba, 
medio  ahogada,  en  la  atmósfera  densa;  un  mur- 
mullo ensordecedor  subía  de  las  mesas  carga- 
das de  vasos  y  rodeadas  de  bebedores. 

—Ya  estás  borracho,  Fausto— murmuré  vién- 
dole contemplar  con  ojos  vidriosos  la  copa  de 
ajenjo  con  cambiantes  de  iris. 

Tosió  una  risita  sarcástica. 

— iHam,  ha  ha...! 

—Sí,  y  con  ello  pierdes  tu  porvenir,  malo- 
gras tu  suerte.  ¡Oh!  no  es  sermón.  Pero  tienes 
años  hermosos  ante  ti,  y  en  vez  de  mirarlos  te 
enturbias  la  vista  con  el  alcohol...  ¡Estás  ebrio, 
completamente  ebrio! 

Me  miró  apretando  los  ojillos  en  que  la  luz 
del  gas  vibraba  reflejos  de  talco. 

—¿Y  tú?— me  dijo. 

— ¡Yo! 

—En  la  relatividad  de  la   vida  tan  borracho 


-  72  - 
estás  tú  como  yo.  Y  si  no  ¿qué  es  la  ilusión? 
¿Qué  es  la  esperanza,  sino  una  completa  borra- 
chera con  chisporroteos  efímeros  de  champa- 
ña?... Tú  tienes  esa  borrachera  sin  buscarla,  y 
yo  me  fabrico  la  mía  porque  no  tengo  otra:  esa 
es  la  diferencia...  Yo  no  aspiro  á  nada  que  crea 
positivo,  mientras  tú  corres  detrás  de  lo  que 
nunca  será  positivo,  aunque  creas  que  lo  es. 
Tú  tienes  lo  que  se  me  ha  acabado:  la  ebriedad 
de  la  sangre  que  hierve  en  las  venas.  Yo  busco 
en  el  licor  que  agita  el  cerebro,  lo  que  natural- 
mente pone  al  tuyo  en  movimiento.  Y  mientras 
que  el  ensueño  provocado  sólo  produce  en  mí, 
al  día  siguiente,  un  poco  de  amargor  en  la  boca 
y  un  poco  de  pesadez  en  la  cabeza,  el  tuyo,  es- 
pontáneo, te  emblanquece  y  te  quita  hebras  de 
cabello,  y  te  da  con  el  desengaño  la  desespe- 
ranza... 

Friné  pasaba,  hermosa  como  nunca.  Me  son- 
rió. Su  gesto  lánguido  me  hizo  comprender  que 
había  llegado  la  hora... 

Corrí  tras  ella  dejando  á  Fausto  medio  dor- 
mido, de  bruces  sobre  la  mesa. 

— ¡Bah! — me  dije.— ¿Es  esto  un  ensueño,  aca- 
so? ¿Xo  toco  la  más  hermosa  de  las  realidades? 

Y  esa  noche  pasó  entre  deleites  inmortales,  y 
al  día  siguiente  hallé  de  nuevo  á  Fausto,  junto 
á  la  misma  mesa,  mirando  un  rayo  de  sol  tibio 
y  alegre  al  travésdel  ópalo  de  su  ajenjo. 

—¿Y  Friné? 

—Por  fin  tuve  en  mis  manos  esa  copa  de  de- 
leites. iNo!  ¡La  gloria  del  cristiano  en  el  paraíso 


—  73  - 
no  puede  compararse  á  la  caricia  suprema  de 
esos  brazos  de  terciopelo  blanco:... 

Fausto  se  rió,  como  con  lástima. 

—Poca  cosa,  poca  cosa— murmuró  bambo- 
leando la  cabeza  pesada  ya  de  alcohol. 

—¿Alguna  conquista  tuya?...— pregunté  bur- 
lándome. 

— ;Bah!  Anoche  me  aguardaba  Margarita, 
mientras  Ofelia,  loca  de  amor,  deshojaba  sus 
ñores  en  mi  ausencia... 

Bebió  de  un  sorbo  el  resto  de  la  copa,  reco- 
rrió triunfalmente  de  una  mirada  el  café  ente- 
ro, apoyó  luego  la  frente  en  la  palma  de  la  ma- 
no, y  se  marchó  allá  lejos,  muy  lejos,  más  le- 
jos todavía,  á  realizar  conquistas  imposibles  en 
el  mundo  fantástico  del  ensueño... 


Mujer  de  artista. 

A  la  Sra.  Justina.  L.  de  Molinari. 

Era  más  de  media  noche,  mucho  más.  En  las 
calles  no  se  oía  ruido  alguno,  la  casa  estaba 
profundamente  silenciosa.  Sólo,  de  vez  en  cuan- 
do, el  sordo  rodar  de  un  carruaje  sobre  el  em- 
pedrado. Frío  agudo,  cielo  azul  profundo  en 
que  las  estrellas  titilaban  incansables... 

El,  en  su  cuarto,  la  miraba  dormir,  tranqui- 
la, en  el  lecho  caliente,  allí  donde  no  alcanzaba 
la  luz  de  la  lámpara  dirigida  con  fuerza  por  la 
pantalla  sobre  un  montón  de  papeles  en  el  es- 
critorio revuelto. 

Se  había  detenido  porque  le  dolía  la  mano, 
de  hacer  correr  la  pluma  durante  tantas  horas, 
sin  descanso,  y  porque  sus  ojos  fatigados  dupli- 
caban las  líneas  de  lo  escrito  é  interponían  una 
niebla  vaga  é  impenetrable  entre  él  y  las  gara- 
bateadas carillas.  Pero,  notando  que  el  sueño  lo 
vencía  y  que  la  cabeza  pesada  estaba  á  punto 
de  caerle  sobre  el  pecho,  se  levantó  y  se  lavó 
con  agua  helada,  largamente,  hasta  tiritar  en 


-  76  — 
la  habitación  tibia  por  el  encerramiento  y  el 
humo  de  los  cigarrillos,    repuestos  sin  inter- 
valo alguno. 

El  ruido  inusitado  que  hizo  no  la  despertó; 
volvió  entonces  á  la  mesa  y  se  puso  á  escribir, 
febril,  con  los  ojos  bien  cerca  del  papel;  y  los 
renglones  brotaban  de  su  pluma,  uno  tras  otro, 
con  rapidez  vertiginosa,  mientras  la  mano  iz- 
quierda, apoyada  sobre  el  margen  de  la  carilla, 
le  temblaba  nerviosamente. 

De  pronto  se  interrumpió.  No  podía  más.  El 
estómago  le  gritaba,  implacable;  el  cerebro,  co- 
mo coagulado,  se  negaba  á  producir  una  sola 
idea;  la  mano,  entumecida,  no  podía  continuar 
sosteniendo  la  pluma;  en  la  base  del  pul- 
gar sentía  una  punzada  agudísima  y  continua; 
la  luz  de  la  lámpara  le  parecía  menos  intensa, 
el  cuarto  más  frío  cada  vez,  la  tarea  más  peno- 
sa, más  imposible  de  terminar. 

Al  retirarse  de  la  imprenta,  le  habían  enco- 
mendado aquella  monografía  «para  el  día  si- 
guiente bien  temprano»  sin  detenerse  á  pensar 
en  su  extensión,  sin  tener  en  cuenta  que,  aun 
descansado  y  no  después  de  tantos  días  de  fa- 
tiga extraordinaria,  le  hubiera  sido  imposible 
llevarla  á  cabo. 

—¡Oh:— pensaba,— escribir,  escribir  siempre, 
sin  tregua,  sin  descanso,  como  máquina,  para 
ganar  apenas  con  qué  sostenerme,  con  qué  sos- 
tenerla... 

Y  recordaba  su  vida,  tantos  años  atado  á  la 
mesa  de  las  redacciones,  clavado  frente  al  es- 
critorio en  su  casa,  haciendo  brotar  carillas  y 


carillas  que  se  convertían  en  arroyo,  en  río,  en 
mar,  en  océanos  de  papel  escrito,  mal  ó  bien, 
con  el  alma  primero,  con  la  cabeza  después, 
con  la  mano,  únicamente  con  la  mano  ahora 
que  la  miseria  le  tenía  en  zozobra  continua,  ro- 
tas sus  ilusiones,  desvanecidas  sus  esperanzas, 
amargamente  convencido  de  que  todos  los  ca- 
minos se  cerraban  para  él... 

Se  levantó  en  un  rapto  de  ira: 

—¡No  trabajo  más:  ¡A  la  buena  de  Dios!— ex- 
clamó. 

Tambaleando  como  un  ebrio  acercóse  á  la 
cama  en  que  dormía  su  esposa,  y  apoyándose 
en  la  orilla  le  dio  un  beso  en  la  frente.— Ella 
despertó  por  la  sensación  eléctrica  que  aquellas 
caricias  producían  en  su  alma,  más  que  por 
haberlo  sentido  materialmente. 

—¿Ya  acabaste?— preguntó  con  dulzura.— Po- 
brecito,  ¡cuánto  trabajas; 

— Xo,  no  he  acabado.  No  puedo  más.  La  plu- 
ma se  me  cae  de  los  dedos.  He  perdido  la  aten- 
ción. ¡Estoy  muerto  de  cansado!... 

—Acuéstate— murmuró  María.— Mañana  ter- 
minarás. 

Y  estas  palabras  insignificantes  semejaban  el 
eco  de  un  cántico  de  amor,  aunque  la  esposa 
supiera  que  no  terminar  aquel  trabajo  era  con- 
denarse á  muchos  días,  quizá  meses,  de  inac- 
ción—de miseria  y  sufrimientos  en  consecuen- 
cia.—Sobrevendrían  las  dificultades  con  el  ca- 
sero, agrio  ya  y  exigente;  con  los  proveedores, 
con  todo  el  mundo...  el  martirio  de  tantos  años, 
recrudecido  otra  vez.  El  lo  pensó  también,  y  su 


decisión  de  no  seguir  trabajando  desvanecióse, 
ahuyentada  por  el  amargo  remordimiento  de 
aquella  vida  de  sacrificio  que  no  era  la  suya,  y 
que  por  su  culpa  se  arrastraba  así,  cuando  de- 
bía ser  un  manso  vuelo... 

—No,  no  me  acostaré.  Ahora  estoy  mejor. 
En  un  ratito  acabo. 

María  le  echó  al  cuello  los  bracitos  blancos, 
desnudos,  se  incorporó  en  el  lecho  y  le  besó  la 
boca  apasionadamente,  sin  decir  palabra.  El 
volvió  al  trabajo,  y  dos  lágrimas— ¿de  qué? 
¿de  ira,  de  angustia,  de  compasión,  de  descon- 
suelo?—le  rodaron  por  las  mejillas  apenas  in- 
clinó la  frente  sobre  el  papel.  Un  leve  ruido  lo 
distrajo.  Volvió  la  cabeza  y  vio  á  su  mujer  vis- 
tiéndose de  prisa,  con  los  ojos  enrojecidos  de 
sueño. 

—¿Qué  haces? 

—¿No  ves?  Me  estoy  levantando  para  acom- 
pañarte. Haré  té,  y  verás  que  pronto  conclui- 
mos. 

—¡Qué  locura!  ¡Acuéstate!  Te  vasa  resfriar... 

Ya  vestida,  se  acercó  sonriendo,  besólo  de 
nuevo  en  la  frente,  de  la  que  había  desapareci- 
do la  arruga  fatal  de  la  desesperación,  y  se  puso 
á  hacer  el  té... 

El  siguió  trabajando,  trabajando  casi  con  en- 
tusiasmo, y  cuando  María  le  llevó  la  taza  del 
hirviente  brebaje,  pasóle  el  brazo  izquierdo  por 
la  cintura,  la  oprimió  sobre  su  corazón,  y  con- 
tinuó escribiendo  con  un  velo  tibio  en  los  ojos,  y 
hasta  le  pareció  que  tenía  claro  el  cerebro,  la 
mano  firme,  ancho  el  pecho,  y  que  allá  en  su 


-  79  — 
interior  vibraba  no  sé  qué  divina  canción  que 
le  infundía  fuerzas  y  esperanzas,  regocijadas 
esperanzas... 

Y  así  estaban  los  dos,  todavía,  cuando  la 
gran  ciudad,  indiferente  á  todos  los  padecimien- 
tos, á  todas  las  luchas,  á  todas  las  miserias,  á 
todos  los  dramas  que  no  sean  ficción,  comen- 
zó á  despertarse  envuelta  en  su  manto  de  ne- 
blina y  en  la  claridad  lechosa  y  azulada  de  las 
mañanas  de  invierno... 


eelos. 

A  Joaquín  de  Vedia. 

I 

Crispín  era  un  pobre  hombre:  su  mujer  lo 
había  hecho  cornudo  y  sus  congéneres  desgra- 
ciado. Humilde,  en  su  oficio  de  zapatero,  dobla- 
do sobre  el  banquillo,  trabajaba  desde  el  ama- 
necer hasta  la  noche  para  reunir  centavos.  Y 
reunía  centavos:  pocos  centavos,  naturalmen- 
te... Tres  hijos  tenía,  tres  de  diferentes  pelajes, 
y  no  le  daban  sus  hormas  espacio  para  acari- 
ciar al  primero,  el  auténtico...  Sonreía  á  los  tres 
por  encima  de  sus  anteojos,  y  se  daba  dos  mi- 
nutos para  abrazar  á  su  mujer,  cuando  ya  no 
podía  más  de  fatiga,  después  de  la  cena  y  del 
gran  vaso  devino  carlón...  En  torno  se  burla- 
ban porque  Ernesta  era  bonita,  de  largos  cabe- 
llos rubios,  presumida  y  relativamente  joven. 
La  vecindad,  dada  á  los  escándalos,  escarnecía 
aquella  candidez  y  le  confiaba  sus  zapatos  vie- 
jos para  que  les  pusiese  medias  suelas.  Y  co- 

VIOLINES.-6 


—  82  — 
irían  los  meses  iguales,  el  manso  claveteaba  y 
cosía  y  engrudaba,  con  los  ojos  tristes  tras  de 
los  anteojos  turbios. 
Y  pasó  el  tiempo.  Pasó... 


II 

—Ahora  que  somos  viejos  y  que  ya  nada  pue- 
de importarme,  ¿has  sido...  infiel  alguna  vez? 

Ernesta,  bajo  su  copo  de  algodón,  rió  con  la 
boca  desdentada.  Hubiera  reído,  sarcástica,  lar- 
go rato. 

—Don  Pedro  fué  uno...  el  que  más... -dijo  él. 

—  ¡Aaaah:— contestó  confiada  y  burlona  la 
boca  vieja. 

—Y  Luisito... 

— i  Oooh:— carcajeáronlos  labios  sobre  el  hue- 
co sonoro. 

Y  no  hubo  más,  porque  el  martillo  que  ablan- 
daba la  suela  había  ido  á  romper  el  cráneo,  ya 
sin  la  antigua  égida  rubia,  guarnecido  sólo  por 
la  helada  é  insuficiente  defensa  de  las  canas... 


III 

—Y  usted  la  mató...— decía  el  juez. 

—Con  estas  manos,  sí,  señor. 

—¿Y  por  qué  lo  hizo? 

—Por  celos,  señor— contestó  humildemente.. 

—Tiene  usted  ochenta  y  dos  años... 

—Así  es... 

—Ella  tenía  más  de  sesenta.... 


-  83  - 

—Es  verdad. 

—Y  si  es  así,  ¿qué  temía  usted? 

Crispín  permaneció  un  instante  en  silencio, 
chispeáronle  las  pupilas  bajo  los  párpados  sin 
pestañas,  levantó  la  cabeza,  vagó  amarga  son- 
risa por  los  pellejos  de  su  rostro,  y  exclamó: 

—Yo  no  temía...  ¡me  acordaba!... 


La  amargara  del  loco. 

A  Godofredo  Daireaux. 
I 

La  sencilla  historia  de  Pascual  Patricio  Pa- 
checo, tiene  el  don  de  conmoverme;  no  tendré 
yo,  por  desgracia,  el  de  transmitir  esa  emoción 
demasiado  inmaterial. 

Joven  de  saber  é  inteligencia,  lleno  de  aspi- 
ración y  de  nobles  emulaciones,  dado  á  los  gra- 
ves estudios,  escritor  notable  ya,  orador  brioso 
y  elocuente,  comenzaba  á  figurar  y  triunfar  en 
medio  de  una  generación  anterior  á  la  nuestra, 
que  ha  dado  muchos  hombres  brillantes  al 
país.  Y  él  hubiera  sido  uno  de  los  más  brillan- 
tes. Pero,  orgulloso  de  su  cerebro,  ambicioso  de 
conquistas  cada  vez  más  grandes,  de  éxitos 
cada  día  mayores,  adivinando  que  en  la  lucha 
es  necesario  poseer  una  fuerza  incontrastable, 
y  que  ni  aun  así  se  está  seguro  de  no  ser  ven- 
cido, sometió  la  delicada  máquina  á  esfuerzo 
tan  excesivo  y  continuado  que  un  día,  repenti- 


ñámente,  el  desequilibrio  incurable  se  pro- 
dujo... 

Aunque  anonadada  por  el  tremendo  golpe, 
la  familia  vislumbrando  una  probabilidad,  si- 
quiera, de  curación,  ocultó  á  todo  el  mundo  el 
medio  heroico  de  que  para  ver  de  conseguirla, 
había  tenido  que  echar  mano:  encerrar  á  Pas- 
cual Patricio  Pacheco  en  el  manicomio... 

La  demencia  que  lo  hirió  como  un  rayo  es- 
parció á  los  cuatro  vientos  muchas  hermosas 
flores  de  esperanza  arrancadas  antes  de  cuajar, 
y  los  que  conocieron  aquel  infortunio  y  leen 
hoy  el  nombre  del  desdichado,  bajo  su  trans- 
parente pseudónimo,  saben  cuan  honda  impre- 
sión produjo  aquella  catástrofe  intelectual.  Mu- 
chos la  ignoraron  largo  tiempo... 

II 

El  no  la  ignoró  sin  embargo,  y  esa  fué  la  im- 
placable crueldad  del  destino. 

Tenía  momentos  lúcidos  en  que  podía  medir 
todo  el  horror  de  su  noche,  de  su  larga  y  tene- 
brosa noche. 

Una  amargura  infinita  le  anudaba  la  gar- 
ganta, le  oprimía  el  corazón,  le  llenaba  los  ojos 
de  lágrimas  de  dolor  y  de  impotencia. 

Las  primeras  veces  creyó  que  el  intervalo  de 
lucidez  se  prolongaría,  perduraría,  sería  la  sa- 
lud del  cerebro  recuperada  para  siempre... 
Consideró  exagerada  prudencia  no  abrirle  las 
puertas  de  par  en  par  para  que  volviese  al 
mundo...  Y  aguardaba  tranquilo  la  libertad, 


-  87  - 
hasta  que  de  pronto  volvían  á  producirse  las  ti- 
nieblas... Más  tarde  ya  no  pudo  forjarse  ilusio- 
nes: los  accesos  lo  sepultaban,  lo  sepultarían 
siempre,  la  vida  entera,  en  un  abismo  del  que 
salía,  ¡quién  sabe  cuánto  tiempo  después:  sin 
un  recuerdo,  sin  una  impresión,  como  quien 
despierta,  como  quien  renace. 

Para  olvidar  su  tremenda  desgracia,  para 
contener  la  desesperación  que  en  esos  momen- 
tos lúcidos  hubiera  hecho  de  él  un  loco  furioso, 
trabajaba,  escribía— aprovechando  sus  vastos 
conocimientos,— un  tratado  de  economía  políti- 
ca á  cuya  tarea  dedicaba  todas  sus  horas,  hasta 
que  el  fatal  desequilibrio  se  producía  otra  vez... 
Y  así  ¡cuantos  años  como  eternidades:... 


III 

Entonces  ya  no  era  el  estudioso,  el  observa- 
dor. Libre  de  toda  traba  reguladora,  como  una 
máquina  sin  volante,  su  pobre  cerebro  comen- 
zaba á  girar  vertiginosamente  en  un  torbellino, 
pero  sin  salir  de  su  eje, cual  si  tratara  de  demos- 
trarnos que  un  movimiento  más  acelerado,  na- 
da más,  separa  la  sensatez  de  la  locura... 

Pascual  Patricio  Pacheco  llamábase  entonces 
á  sí  mismo  el  hombre  de  lastres  P.  y  se  procla- 
maba descubridor  de  las  tres  «Ciencias  del  Po- 
der», una  por  cada  P  de  su  nombre...  Estas 
eran:  la  teoría  de  la  suspensión,  la  sinalagmá- 
tica y  la  reversión  de  los  átomos. 

Merced  á  la  primera,  afirmaba  que  podía  ele- 
varse á  voluntad,  salir  de  la  atmósfera,  viajar 


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ae  astro  en  astro,  y  su  cerebro  enfermo  fin- 
gíale la  realización  del  fenómeno  y  su  imagina- 
ción viajaba  por  los  espacios  siderales,por  mun- 
dos desconocidos  é  inaccesibles,  seguida  de 
sesenta  trenes  conductores  de  la  biblioteca  que 
él  había  escrito,  encerrando  en  sus  volúmenes 
toda  la  suma  del  saber  humano...  ¡Símbolo  ex- 
traño de  su  aspiración  intelectual:  saberlo  todo, 
penetrarlo,  tocarlo  todo; 

Su  sinalagmática  le  permitía  transformar 
recíprocamente  las  cosas:  el  río  en  una  torre, 
y  la  torre  en  un  río,  al  propio  tiempo.  Y  sus 
alucinaciones  le  demostraban  la  evidencia  de 
ese  poder. 

Con  la  reversión  de  los  átomos,  todo  daba 
vuelta,  obediente  á  su  voluntad,  y  así  podía  ver 
la  faz  oculta  de  las  cosas  y  conocer  hasta  el  fon- 
do de  las  almas... 

Como  demente  la  felicidad  era  suya,  tenía 
la  satisfacción  de  la  casi  omnipotencia... 

Pero  cuando  el  loco  cedía  el  puesto  al  hom- 
bre sensato,  cuando  la  máquina  intelectual  mo- 
deraba su  marcha  vertiginosa,  ¡qué  amargura 
terrible  y  atenaceadora,  ante  la  impotencia  casi 
total  también!... 


IV 

Y  tenía  el  pudor  de  su  desgracia,  una  ver- 
güenza invencible  que,  cuando  entraban  extra- 
ños al  manicomio  y  él  se  hallaba  en  sus  mo- 
mentos lúcidos,  lo  obligaba  á  ocultarse,  á  huir 
de  las  miradas  curiosas  é  inquisitivas...  Escon- 


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día  su  desequilibrio  mental,  como  se  esconde 
un   estigma,  su  dolor  como  una  llaga  infa- 
mante. 

Pero  ocurrió  un  día  que,  hallándose  en  el 
patio,  de  espaldas  á  la  puerta  de  entrada,  al 
volverse  vio  al  Dr.  Ricardo  Gutirrez,  su  ex -con  - 
discípulo,  llevado  al  manicomio  por  las  exigen- 
cias de  la  profesión,  y  que,  reconociéndolo  é 
ignorando  su  infortunio,  se  dirigió  á  él,  con  la 
mano  tendida  para  saludarlo. 

¿Qué  pasó  entonces  por  la  cabeza  de  Pascual 
Patricio  Pacheco?  Debió  pensar  en  huir,  y  darse 
cuenta  de  que  ya  no  era  tiempo,  pues  miró  á 
todos  lados  antes  de  ir  á  estrechar  la  mano  del 
doctor  Gutiérrez. 

—Hola,  mi  querido  doctor— le  dijo— ¿qué  vie- 
ne usted  á  hacer  «tra  la  perduta  gente,  tra 
l'eterno  dolore»? 

—Gajes  del  oficio,  amigo  Pacheco,  ¿y  usted? 

El  pobre  hombre  de  las  tres  P.,  que  para  sa- 
ludar al  amigo  había  fingido  un  aire  despre- 
ocupado, aunque  melancólico  y  entristecido, 
como  cuadraba  al  sitio,  se  quedó  perplejo,  an- 
gustiado con  aquella  pregunta.  ¿Diría  simple- 
mente: «estoy  loco.»  ¿Después  de  sufrir  la  tor- 
tura de  la  demencia  ¿tendría  que  consumar  el 
horrible  sacrificio  de  revelarla  á  un  extraño,  á 
un  condiscípulo,  á  un  testigo  de  sus  triunfos, 
á  uno  de  sus  mismos  admiradores  de  otros 
tiempos?... 

Y  con  esta  dolorosísima  perplejidad  su  ros- 
tro no  tuvo  que  fingir  la  expresión  de  la- pena, 
cuando  dijo  su  vergonzante  mentira,  inútil— 


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bien  lo  sabía  él,— pero  que  le  ahorraba  el  tor- 
mento de  que  sus  propios  labios  pronunciaran 
la  tremenda  palabra... 

Y  la  mentira  vibró, en  las  notas  bajas  de  la 
angustia. 

—Una  inmensa  desgracia  doctor...  Un  her- 
mano... loco.  Aquí  lo  tenemos,  y  aquí  estoy  yo 
también  encerrado...  ¡Oh!...  voluntariamente... 
para  asistirlo. 

¿Creyó  ó  no  creyó  el  médico  poeta?  ¡Quién  sa- 
be!...Si  no  había  creído,  si  había  adivinado  la 
verdad,  fué  muy  piadoso  y  muy  noble,  al  con- 
testar al  infeliz  demente,  estrechándole  ambas 
manos. 

—Tiene  usted,  mi  querido  Pacheco,  tanto  co- 
razón como  talento,  y  es  raro.  ¡Esas  cosas  no 
suelen  andar  juntas: 


El  infeliz  corrió  en  seguida  á  encerrarse,  y 
ya  no  se  atrevió  á  salir,  de  miedo  de  encontrar 
otros  conocidos.  Aquel  contacto  con  el  mundo 
exterior,  le  había  hecho  ver  más  claro  aún,  el 
espantoso  abismo  en  que  se  hallaba,  haciendo 
más  inmensa  su  amargura. 

Fué  el  ermitaño,  el  voluntario  «emparedado» 
del  manicomio... 

Estar  loco,  y  saberlo,  es  como  estar  ente- 
rrado y  vivo... 


Inmigrantes  á  bordo. 

A  José  León  Pagano. 
A  bordo  del  «Pelagus»  14  de  Diciembre  de  1903. 

Mi  querido  amigo:  Mañana,  por  fin,  vamos  á 
desembarcar,  con  dos  días  de  atraso,  y  enton- 
ces echaré  al  correo  esta  primera  carta  que  te 
escribo,  todavía  bajo  la  impresión  de  terribles 
emociones. 

MI  pasaje  de  tercera  me  dio  un  sitio  entre 
cuatrocientos  cincuenta  pobres  diablos  como 
yo,  que  llenan  el  entrepuente  convirtiéndolo 
en  una  especie  de  plaza  de  aldea  en  día  de  mer- 
cado, pero  sin  aire,  ni  luz,  ni  alegría.  Está  re- 
bosando de  hombres,  mujeres,  niños,  en  re- 
vuelta confusión,  que  hablan  todos  los  idiomas, 
exhalan  todos  los  olores,  visten  todos  los  hara- 
pos... No  te  puedes  imaginar  lo  que  uña  perso- 
na medianamente  educada,  por  mucho  que 
sea  la  amplitud  de  su  espíritu,  padece  en  lo  fí- 
sico y  lo  moral  durante  uno  de  estos  viajes 
dolorosos  y  deprimentes.  Mis  compañeros  mis- 
mos, aunque  en  su  mayoría  hechos  á  la  mise- 


—  92    - 
ria,  se  sienten  rebajados  de  su  dignidad  de  hom- 
bres, y  se  rebelan  instintiva  é  inconscientemente 
contra  ello,  manifestando  la  protesta  con  su 
irritabilidad  y  mal  humor. 

Considérame  en  este  hacinamiento  humano, 
entre  multitud  de  mareados  que  en  un  princi- 
pio aumentaban  minuto  por  minuto,  con  las 
apreturas,  la  falta  de  aire,  el  hedor,  el  contagio 
inevitable  por  la  excitación  y  luego  depresión 
de  los  nervios...  En  los  primeros  días  yo  no 
podía  estar  sino  en  el  puente,  echado  de  bruces 
sóbrela  borda,  mirando  el  mar,  bebiendo  la 
buena  brisa  del  Océano,  hasta  que  la  fatiga  me 
obligaba  á  ir  á  acostarme  abajo,  en  aquellas 
mazmorras  de  madera,  en  que  las  camas  pare- 
cen obscuros  estantes  para  mercancías  sin  va- 
lor, desperdicios  de  humanidad...  Pero  no  po- 
día quedarme  mucho  rato:  apenas  me  desper- 
taba cualquier  ruido,  cualquier  movimiento, 
semi-asfixiado  por  aquella  atmósfera  gelatino- 
sa, irrespirable,  corría  á  cubierta  y  me  baña- 
ba en  el  viento,  como  para  sacarme  una  prin- 
gue que  me  cubriese  de  pies  á  cabeza.  Mis  po- 
bres compañeros,  anónimas  reses  de  aquel  re- 
baño encajonado,  sufrían  también,  y  en  medio 
déla  noche,  entre  ronquidos  y  respiraciones 
anhelosas,  sonaba  de  vez  en  cuando  algún  ter- 
no  sofocado,  alguna  imprecación,  algún  jura- 
mento... 

Así  navegamos  varios  días,  sin  poder  acos- 
tumbrarme á  tal  suplicio,  cuando  de  repente 
empeoró  nuestra  situación  sorprendiéndonos 
una  terrible  tempestad...  El  barco  amenazaba 


-  93  - 
á  cada  instante  hundirse  en  el  mar  para  no 
reaparecer.  Las  olas  rompían  sobre  el  puente, 
con  verdadero  furor,  cataratas  intermitentes  y 
repentinas  que  se  precipitaban  con  el  estruen- 
do de  un  estampido,  arrebatando  cuanto  ha- 
bía sobre  cubierta.  Era  casi  imposible  mante- 
nerse allí,  pero,  abajo,  con  los  ojos  de  buey  ce- 
rrados y  los  ventiladores  insuficientes,  la  per- 
manencia era  una  tortura  intolerable.  Por  eso, 
desdeñosos  del  baño  continuo  y  del  peligro  in- 
minente, muchos  pasajeros  de  tercera,  y  yo 
entre  ellos,  preferimos  quedarnos  arriba,  ner- 
viosamente asidos  de  los  cabos,  délos  pasama- 
nos, de  todo  cuanto  presentara  un  firme  punto 
de  apoyo.  Las  olas  que  entraban  por  la  proa 
y  llegaban  hasta  más  de  la  mitad  del  trasat- 
lántico, en  forma  de  torrente  furioso,  nos  en- 
volvían empapándonos,  y  sus  espumarajos 
pasaban  sobre  nuestras  cabezas,  haciendo  que 
el  puente  y  todos  sus  accesorios,  mástiles,  chi- 
meneas, ventiladores,  chorrearan  agua  como 
bajo  una  lluvia  diluviana.  Pero  aunque  á  cada 
momento  podíamos  ser  lanzados,  cual  por 
una  catapulta,  á  la  inmensidad  del  Océano  ne- 
gro como  tinta,  muchos  preferíamos  el  peligro 
al  aire  libre,  á  las  angustias  de  la  asfixia...  Pe- 
ro la  situación  fué  haciéndose  insostenible,  la 
lucha  para  mantenernos  y  no  ser  arrebatados 
agotaba  rápidamente  nuestras  fuerzas,  y  uno 
por  uno,  mis  compañeros  comenzaron  á  bajar 
derrotados...  Quedábamos  los  más  fuertes,  los 
que  más  odiábamos  el  encerramiento,  cuando 
el  comandante  ordenó: 


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— ¡Todo  el  mundo  abajo:— al  ver  que  una 
nueva  partida  de  inmigrantes  subía  á  respirar, 
á  despecho  del  peligro. 

Varios  marineros,  dirigidos  por  el  contra- 
maestre, nos  arriaron  como  ovejas  hacia  las 
escotillas,  obligáronnos á  bajar,  pese  á  nuestras 
protestas,  y  cerraron  herméticamente,  para 
que  no  nos  fuera  posible  volver  á  subir. 

¡Qué  te  diré:  Aquello  fué  un  horrendo  mar- 
tirio que  nadie  describiría  sin  ser  tachado  de 
exageración,  y  que  yo  no  puedo  pintarte  en  es- 
tos cuatro  renglones  escritos  sobre  las  rodillas. 
Imagínate  cuatrocientas  cincuenta  personas 
vivas,  amontonadas  y  clavadas  en  un  solo 
ataúd  con  que  se  entretuviera  una  turba  de 
sacrilegos  gigantes  jugando  á  la  pelota  ó  al 
íbot-ball.  1N0  te  sonrías:  la  comparación  será 
extravagante,  pero  la  situación  era  terrible.— 
Los  cabeceos  y  los  rolidos  del  inmenso  Pelagus, 
eran  tales  que  nadie  lograba  mantenerse  en 
pie,  y  todo,  personas  y  objetos,  rodaban  mez- 
clados en  la  infernal  zarabanda,  dándonos  unos 
contra  otros  y  causándonos  contusiones  y 
lastimaduras... 

Las  mujeres  rezaban  aterradas  y  desespera- 
das; los  niños  lloraban;  los  hombres  nos  mirá- 
bamos unos  á  otros,  cambiando  á  veces  á  gri- 
tos, nuestras  amargas  reflexiones.  Un  niño  de 
pechos,  en  brazos  de  su  madre,  golpeó  una  co- 
lumna de  hierro  con  la  cabeza,  abriéndose  an- 
cha y  sangrienta  herida.  Esto  aumentó  el  pa- 
vor y  la  consternación.  Xadie  pensaba  en  co- 
mer, ni  en  dormir,  ni   en  otra  cosa  que  en  la 


—  95  — 
catástrofe  inevitable  al  parecer,  tales  eran  los 
espantosos  tumbos  del  navio. 

Las  exclamaciones,  los  gritos  de  espanto,  au- 
mentaban de  minuto  en  minuto.  El  ambiente 
era  irrespirable,  la  ansiedad  mortal  .. 

De  repente—  y  hacía  más  de  veinticuatro  ho- 
ras que  estábamos  en  aquella  tumba  sin  que 
la  tempestad  amainara,— de  repente  nos  senti- 
mos levantados  en  el  aire,  con  buque  y  todo,  á 
,  una  inconcebible  altura,  y  volvimos  á  caer,  con 
la  respiración  detenida  y  latiéndonos  atroz- 
mente las  sienes,  á  una  profundidad  que  nos 
pareció  inmensa.  Y  á  aquel  salto  mortal  suce- 
dieron otros  desordenados  y  terribles  movi- 
mientos, arfadas  espantosas,  rolidos  tan  gran- 
des que  el  vapor  se  tumbaba,  ora  á  un  costa- 
do, ora  á  otro...  No,  no  puedes  imaginar  aque- 
llos trances  que,  para  mí,  no  han  tenido  igual 
en  la  vida  entera.— Sabes,  que  no  temo  la  muer- 
te... sin  embargo,  en  esos  momentos  temblaba, 
más  por  zozobra  materialmente  física,  que  por 
sensación  moral  de  miedo,  pues  te  aseguro  que 
casi  ni  pensar  podía...  Después  de  la  espantosa 
sacudida,  se  alzaron  algunas  voces  llenas  de 
terror: 
—Le  bateau  coule:— gritó  un  francés. 
— Goddam:— imprecó  un  inglés. 
—Madonna  mía:— suplicó  una  italiana  junto  á 
mí  con  acento  desesperado. 

Y  en  lugar  de  extinguirse,  esas  voces  fueron 
creciendo,  otras  se  les  incorporaron,  y  luego 
otras  y  otras  más,  hasta  que  aquello  se  convir- 
tió en  un  clamor  inmenso,  tremendo,  inaudito, 


—  96  - 
que  hacia  retemblar  las  maderas  del  entre- 
puente, sacudidas  ya  por  el  oleaje...  Y  al  pro- 
pio tiempo  se  producía  un  atropellamiento,  una 
avalancha  de  personas  hacia  las  escotillas,  pa- 
ra tratar  de  salir  de  su  cárcel,  de  ir  á  morir 
viendo  siquiera  el  cielo  tormentoso,  seguros  del 
inevitable  naufragio.  Pero  aquel  empuje  terri- 
ble resultó  inútil.  Las  escotillas  estaban  sólida- 
mente cerradas  por  fuera.  Al  comprenderlo 
redoblaron  los  clamores.  Yo  me  había  apoya- 
do en  una  columna  del  centro  del  entrepuente, 
y  miraba  la  escena  á  la  luz  turbia,  que  resul- 
taba siniestra,  palpitante  de  los  fanales,  pero  re- 
suelto á  quedarme  allí  para  no  ser  deshecho 
por  aquella  tromba  humana. 

Alguien  encontró  una  palanca,  otros  se  pro- 
veyeron de  barretas,sacadas  quién  sabe  de  dón- 
de, y  enfurecidos  de  desesperación  comenzaron 
á  golpear  violenta  y  redobladamente  las  esco- 
tillas, para  hacerlas  añicos  y  salir...  ;Qué  cua- 
dro: Algunas  mujeres,  petrificadas,  sollozaban 
amargamente,  con  grandessollozos;  otras  lanza- 
ban ayes  lastimeros;  otras, unidas  á  ios  hombres 
que  asaltaban  las  escotillas,  animábanlos  con 
grandes  gritos.  La  madre  del  niño  herido  esta- 
ba de  pie,  muy  tiesa,  totalmente  incrustada  en 
un  ángulo,  con  el  hijito  en  brazos,  el  cabello 
negro  caído  en  dos  mechones  lacios  y  perpen- 
diculares á  los  lados  de  la  cara,  y  los  ojos  tan 
abiertos  y  tan  fijos,  mirando  sin  ver,  que  pare- 
cían habérsele  salido  de  las  órbitas. 

Los  clamores  y  los  golpes  llegaron  á  ser  tan 
terribles  —según  he  sabido  después,— que  los 


—  97  - 
pasajeros  de  cámara  los  oyeron  á  pesar  del 
fragor  de  la  tempestad,  y  aterrados,  temiendo 
un  asalto  de  aquellas  criaturas  dementes  si  lle- 
gaban á  violentar  su  cárcel,  se  encerraron  en 
los  salones  y  en  los  camarotes,  haciendo  barri- 
cadas en  las  puertas  con  cuanto  encontraban, 
y  teniendo  que  rehacerlas  cien  veces,  pues  á 
cada  golpe  de  mar,  á  cada  tumbo  del  barco, 
todo  rodaba,  yendo  á  chocar  con  furia  contra 
los  tabiques,  las  columnas,  las  escalas,  aumen- 
tando el  pánico  general. 

Allá  abajo,  cansados  los  primeros  asaltantes, 
otros  los  relevaban  en  seguida,  continuando 
€on  rabia  su  trabajo  de  destrucción  pero  sin 
conseguir  que  las  implacables  escotillas  se  con- 
movieran. La  falta  de  herramientas  adecuadas, 
la  incoherencia  del  esfuerzo  y  la  solidez  del 
cierre,  hacían  inútiles  sus  titánicos  forcejeos... 

Te  lo  habré  dicho  todo  cuando  añada  que 
«ste  drama  terrible  duró  otras  veinticuatro  ho- 
ras largas,  lo  mismo  que  la  tormenta  que  nos 
había  hecho  su  juguete  y  que  no  amainó  hasta 
el  tercer  día...  Por  último,  al  ver  que  el  barco 
no  se  hundía,  que  la  muerte  no  llegaba,  que 
los  movimientos  de  las  olas  iban  aplacándose 
pocoá  poco,  el  sosiego  comenzó  á  reconquistar 
lentamente  los  enajenados  espíritus.  Por  fin,  al 
tercer  día  de  estar  á  la  capa,  el  Pelagus  pudo 
seguir  su  derrotero,  y  poco  después  se  abrían 
las  implacables  puertas  de  nuestra  prisión... 
Unaolada  de  hombres,  mujeres  y  niños,  se 
precipitó  al  puente  con  tanto  ímpetu  como  sí 
aún  se  tratase  de  escapar  á  la  muerte...  Así  de- 

VI0LINES.-7 


be  huir  la  multitud  en  un  teatro  incendiado... 
Abajo  no  quedó  uno  solo  de  los  pasajeros.  Yo 
salí  el  último.  Me  detuve  un  momento  á  exa- 
minarlos: todos  estaban  horriblemente  dema- 
crados, como  si  acabaran  de  salir  de  una  larga 
enfermedad  mortal  y  comenzaran  apenas  á 
convalecer.  ¡También,  la  verdad  que  la  angus- 
tia es  una  enfermedad  terrible!... 

Y  ahora  que  te  escribo  estas  líneas,  que  qui- 
zá no  aciertes  á  descifrar,  llega  á  mis  oídos  el 
resuello  de  satisfacción  de  los  magníficos  pur- 
sang  que  vienen  á  bordo.  Hace  un  rato  me  aso- 
mé á  mirarlos.  Gordos,  relucientes,  con  la  mira- 
da viva  y  las  narices  abiertas  al  aire  del  mar, 
nada  han  sufrido  con  tantos  trajines. 

Cada  uno  llevaba  un  ayuda  de  cámara  á  su 
lado.  También  es  cierto  que  su  pasaje  cuesta 
mucho  más  que  el  nuestro,  y  que  el  dinero  ha- 
ce desaparecer  todas  las  jerarquías,  aun  entre 
especies  zoológicas... 


Drama  Vulgar. 


A  Martiniano  Leguizamón. 

Horas  hacía  que  avanzábamos  lentamente, 
arrastrados  por  dos  robustos  caballos  hechos 
ya  á  aquellas  inusitadas  fatigas  á  bordo  del  ex- 
traño vehículo,  mezcla  de  bote,  trineo  y  carro, 
sobre  la  inmensa,  la  implacable  sábana  de  agua 
con  que  la  inundación  cubría  los  feraces  cam- 
pos del  Este  de  la  provincia  de  Buenos  Aires, 
en  una  extensión  de  mil  leguas  cuadradas. 

Nublado  y  ceniciento  estaba  el  cielo,  y  una 
luz  difusa  reinaba  en  el  ámbito  silencioso,  en- 
tristeciendo más  el  monótono  paisaje. 

Bajo  el  toldo  de  breack  agregado  á  la  popa 
de  la  embarcación  hecha  con  simples  tablones 
de  pino,  planos  en  el  fondo,  arqueados  en  las 
bordas  para  formar  una  á  modo  de  proa,  y 
rectos  en  la  parte  de  atrás,  como  si  se  tratase 
de  un  cajón  ó  una  batea,  Julio  y  yo  sentados 
en  un  banco  cubierto  con  nuestros  ponchos, 
navegábamos  en  dirección  á  los  médanos  que 
corren  á  lo  largo  de  la  costa  del  Atlántico,  jüii- 


-  100  — 
to  á  la  ensenada  de  Samborombón.  Pancho, 
mocetón  criollo  de  dieciocho  años,  manejaba  la 
yunta,  sentado  en  una  tablita  en  el  espacio  trian- 
gular de  la  proa,  y  apenas  llegábamos  á  algún 
albardón  en  que  la  poca  profundidad  del  agua 
permitía  emprender  el  trote,  velárnoslo  envuel- 
to en  una  aureola  de  luminosas  y  fugaces  sal- 
picaduras. 

Nos  habíamos  cruzado  con  uno  que  otro 
vehículo  semejante  al  nuestro,  y  con  varios 
botecitos  manejados  á  botador  y  hasta  á  vela; 
los  pobres  que  no  pudieron  huir  habían  debido 
adaptarse  á  aquel  medio  anormal,  y  los  hacen- 
dados más  ó  menos  pudientes  no  podían  alejar- 
se mientras  quedara  un  esfuerzo  que  hacer 
para  salvar  los  comprometidos  restos  de  sus 
haciendas. 

El  afán  de  hacer  una  tentativa  más  en  tal 
sentido,  era  lo  que  conducía  á  Julio  á  su  estan- 
cia del  médano.  Yo  lo  acompañaba  como  sim- 
ple turista,  deseoso  de  ver  de  cerca  la  exten- 
sión de  la  catástrofe. 

La  conversación,  animada  en  un  principio, 
fué  decayendo  á  medida  que  nos  alejábamos  de 
Dolores  internándonos  más  en  aquella  desola- 
ción, hasta  que,  por  último,  guardábamos  com- 
pleto silencio.  Aquella  tranquila,  aquella  pláci- 
da crueldad  de  la  naturaleza,  infundíanos  una 
especie  de  terror  vago  é  íntimo  que  oprimía  el 
corazón  y  anudaba  la  garganta. 

Todo  el  campo,  hasta  donde  alcanzábala  vis- 
ta, hasta  la  línea  indecisa  del  horizonte,  esfu- 
mada por  tenues  vapores,  á  la  derecha,  á  la  iz- 


-  101  — 
quierda,  adelante,  atrás,  ofrecía  el  mismo  as- 
pecto presentando  apenas  uno  que  otro  acciden- 
te topográfico,  la  espalda  verde  claro  de  alguna 
lomada  libre  todavía,  ó  la  mancha  negruzca  de 
algún  albardón,  pisoteado  y  enlodado  por  los 
animales  refugiados  en  él  para  prolongar  su 
agonía.  El  agua,  hipócritamente  oculta  bajo  el 
«camalote»  verdoso  ó  rojizo,  había  nivelado 
todo  lo  demás,  con  su  rasero  implacable  y  de- 
vastador. Sólo  aquí  y  allá,  revelando  la  posi- 
ción de  una  casa,  un  puesto  ó  un  simple  ran- 
cho, veíanse  como  suspendidas  entre  cielo  y 
tierra  las  copas  de  algunos  árboles,  azules  á  la 
distancia.  Del  «camalote»,  de  entre  los  juncos, 
de  los  espartillares,  salían  volando  bandadas 
de  patos,  blancos  cisnes,  presuntuosas  gallare- 
tas, toda  una  fauna  acuática  que  se  solazaba  en 
los  limpiones,  brillantes  como  espejos. 

Las  aves,  los  anfibios,  los  insectos,  los  reptiles 
y  los  moluscos,  reinaban  en  aquella  región,  po- 
cos meses  antes  poblada  de  vacas  y  de  ovejas. 
Bandadas  de  gaviotas,  de  gansos,  de  chajás,  de 
garzas,  de  flamencos,  cruzaban  volando  sobre 
nuestras  cabezas,  como  en  una  fiesta,  como  acu- 
diendo desaladas  á  la  servida  mesa  del  ban- 
quete. Una  legión  de  golondrinas  bailaba  una 
danza  complicada  y  vertiginosa,  cazando  mos- 
quitos; lo  único  que  se  escuchaba  era  un  her- 
vor vago,  un  susurro  compuesto  por  el  correr 
del  agua,  el  zumbar  de  los  insectos,  el  fermeír 
tar  de  las  plantas  muertas,  cortado  de  vez  en 
cuando  por  el  silbido  de  algún  pato,  el  graznido 


-  102  - 
de  algún  ganso,  el  trino  de  algún  pajarillo  aven- 
turero. 

Y  juncales,  y  espartillares  estaban  sembra- 
dos de  nidos  llenos  de  huevos.  El  agua  había 
derogado  las  leyes  habituales,  creando  otras 
nuevas,  y  la  infatigable  naturaleza  había  res- 
tablecido, sin  detenerse  á  meditar  siquiera,  el 
equilibrio  déla  vida. 

Era  ya  la  hora  del  apetito,  adelantada  un 
tanto  por  el  madrugón,  el  aire  libre  y  el  día 
fresco. 

El  disimulado  horror  del  cuadro  no  pudo  lo- 
grar que  Messer  Gaster  olvidara  sus  dere- 
chos, y  no  impusiera  su  soberanía. 

—Supongo  que  tendrás  ganas  de  almorzar— 
dijo  Julio  rompiendo  el  largo  silencio.— Yo  tam- 
bién. Pero  es  mejor  que  nos  lleguemos  á  aquel 
rancho  ¿lo  ves?  donde  están  los  tres  saucecitos. 
Aquí,  á  bordo,  no  podríamos  tomar  nada  calien- 
te, y  «misia  Pepa,»  nos  dará  unos  matecitos  con 
yerba  de  matar  ratones. 

—Pero  estamos  muy  lejos  todavía...— objeté. 

—No  creas.  Los  árboles  son  bajos  y  muy  pe- 
lados-, por  eso  parece  que  están  lejos.  ¡Pancho  i 
—ordenó— vamos  á  casa  de  misia  Pepa. 

El  muchacho  obedeció,  haciendo  describir  al 
bote  un  arco  de  círculo  que  quedó  marcado  con 
ancho  rastro  en  el  «camaiote»,  como  estela  sin- 
gular en  que  danzaban  rotas  las  plantas  acuá- 
ticas, é  hizo  que  los  caballos  se  internaran  en 
el  abra  de  un  amarillento  y  alto  espartillar 
cuyas  tupidas  varillas  limitaron  nuestro  hori- 
zonte á  unos  cuantos  metros,  irguiendo  sus 


—  103  - 
puntas  erizadas  sobre  el  agua  tranquila,  á  tre- 
chos limpia  de  vegetación,  y  azulada  y  lumino- 
sa como  una  lámina  de  acero.  El  abra  corría 
casi  en  línea  recta  hacia  los  sauces,  y  en  su  ca- 
nal profundo  nadaban  bufando  y  resoplando 
los  caballos. 

Media  hora  duró  la  travesía.  Por  el  enrejado 
que  formaban  las  últimas  varas  del  espartillar, 
menos  compactas  ya,  divisé  el  rancho  sobre  un 
islote  verde  apenas  elevado. 

Tres  sauces  raquíticos,  árboles  crecidos  sin  el 
cariño  ni  los  cuidados  de  los  habitantes,  por  ca- 
sualidad y  á  la  ventura,  bebían  con  el  extre- 
mo de  sus  lacias  ramas  el  agua  de  la  inunda- 
ción, á  la  orilla  del  islote  en  cuyo  centro  levan- 
tábase el  viejo  rancho  de  paja  y  barro,  de  techo 
ceniciento  vencido  ya  por  los  años  y  bajo  cuyo 
alero  apenas  se  distinguía  el  negro  y  estrecho 
boquete  de  la  puerta  sobre  la  obscura,  sucia  y, 
abollada  pared.  Unas  cuantas  gallinas  vagaban 
por  el  islote,  picoteando  el  suelo.  Un  perrillo  la- 
nudo comenzó  á  ladrar  desaforadamente  en 
cuanto  nos  vio,  levantando  la  cabeza  hacia  el 
cielo,  como  para  tomarlo  por  testigo  de  nues- 
tra audacia,  y  hacer  que  sobre  nosotros  cayera 
toda  la  responsabilidad  de  lo  que  iba  á  aconte- 
cer. Dos  lanchitas  chatas  y  sin  pintar,  hechas 
con  cuatro  tablas  y  otros  tantos  clavos,  hallá- 
banse varadas  en  la  orilla. 

—Cinco  minutos  más,  y  estamos  en  el  ran- 
cho. Misia  Pepa  debe  tener  visitas,  pues  hay 
dos  botes  varados— dijo  Julio. 

—Pero,  ¿qué  misia  Pepa  es  esa?— pregunté. 


—  104  — 
— ¿Misia  Pepa?  Pues,  sencillamente,  misia  Pe- 
pa es  una  vieja  criolla,  muy  vieja  y  muy  crio- 
lla, con  sus  ribetes  de  curandera  y  sus  puntas 
de  bruja  según  los  que  le  tienen  mala  voluntad. 
Hace  muchos  años  que  vive  sola  en  ese  ran- 
chito,  sin  temer  á  Dios  ni  al  diablo,  y  gana  más 
de  lo  que  necesita  para  comer,  haciendo  tortas, 
lavando  ropa,  y  embaucando  á  los  paisanos 
más  infelices  que  ella  con  sus  pretendidas  cu- 
raciones maravillosas;  es  un  tipo  bastante  cu- 
rioso; ya  verás. 

Estábamos  á  muy  corta  distancia  del  islote, 
cuando  un  hombre  joven,  robusto,  pelirrojo, 
de  barba  abundante  y  revuelta,  roja  también, 
cubierto  con  un  ancho  chambergo,  y  vestido 
con  bombacha  de  lienzo  y  camiseta  de  algodón 
á  cuadros  de  colores,  salió  del  rancho,  agachán- 
dose para  no  tropezar  con  el  alero,  tiró  al  pasar 
un  puntapié  al  perrillo,  metióse  en  una  de  las 
lanchas  después  de  empujarla  al  agua,  y  dan- 
do un  vigoroso  golpe  de  botador— una  caña  ta- 
cuara,—se  acercó  á  nosotros.  Al  mismo  tiempo 
una  borrosa  figura  de  mujer,  medio  agazapa- 
da, apareció  en  el  hueco  de  la  puerta,  pero  no 
se  dignó  salir  á  recibirnos,  aunque  necesaria- 
mente nos  viera  ya  muy  bien. 

— ¿No  es  Juan  el  nutriero?— preguntó  Julio, 
señalando  el  hombre  que  se  nos  acercaba. 

—Sí,  señor,  es  Juan. 

— ,A  ver!  parémonos  un  poco. 

El  bote  se  detuvo  y  dirigiéndose  al  individuo 
en  cuestión: 

—¿Cómo  va,  amigo?— gritó  Julio. 


—  105  — 

—Bien  no  más,  don  Julio.  ¿Cómo  quiere  que 
me  vaya? 

—Y,  ¿por  dónde  anda  ahora? 

—Ahí,  por  el  médano,  p'  a'  lau  del  cangre- 
jal, nutriando. 

—¿Hay  mucha  nutria? 

—Mucha,  señor,  y  está  mansita. 

Seguía  empujando  la  lancha  con  el  botador 
después  de  haber  virado  hacia  el  Este,  y  se  ale- 
jaba cada  vez  más  de  nosotros.  Por  fin  se  per- 
dió entre  otro  espartillar. 

Nuestros  caballos  jadeaban  por  el  esfuerzo 
que  habían  tenido  que  hacer  nadando  tanto  tre- 
cho, así  es  que  Pancho  les  dio  un  «resuellito» 
antes  de  hacerlos  andar  los  pasos  que  nos  sepa- 
raban del  islote. 

La  fisonomía  del  cazador  de  nutrias  me  ha- 
bía causado  profunda  impresión.  Como  el  cabe- 
llo, grueso  y  lacio,  que  le  caía  sobre  la  frente, 
como  la  barba  revuelta  y  ruda  que  le  cubría 
casi  todo  el  rostro,  éste  era  de  un  rojo  acentua- 
do, y  sin  necesidad  de  verlas  adivinábanse  las 
innumerables  y  anchas  pecas  que  lo  salpicaban 
dando  mayor  dureza  aún  á  sus  prominentes 
pómulos,  á  sus  ojos  pequeñitosy  penetrantes, 
á  sus  pobladas  é  hirsutas  cejas.  Era  todo  un 
tipo,  aunque  no  tan  excepcional  como  pudiera 
creerse. 

Entre  nuestros  paisanos  suelen  presentarse 
bastante  á  menudo  ejemplares  así,  y  los  que  le 
conocieron  afirman  que  el  mismo  Juan  Morei- 
ra— colocado  ya  en  la  categoría  de  prototipo 
gauchesco,— era  pelirrojo  y  ancho  de  cara,  no 


-  106  - 
de  enjuto  y  ascético  rostro  moreno  y  cabellera 
y  barba  nazarenas  como  nos  lo  presentan  en  la 
novela  y  en  el  teatro. 

— ¡Mal  bicho!— dijo  Julio.— No  le  conozco  to- 
davía ninguna  barrabasada,  pero  es  tan  anti- 
pático que  de  repente  hará  cualquier  atrocidad, 
•estoy  seguro... 

—¡Vaya!— interrumpí,— es  lo  que  uno  cree  de 
cuantos  no  le  agradan,  aunque  sean  unos  infe- 
lices. Acuérdate,  si  no,  de  Pedro  González,  aquel 
muchacho  tan  bueno  y  tan  feo  que  estaba  con 
nosotros  en  el  colegio,  y  á  quien  los  maestros 
secaban  á  penitencias,  aunque  nunca  hiciera 
nada,  mientras  la  mayoría  de  los  condiscípulos 
lo  zurraban...  por  feo... 

—Así  será— replicó  Julio.— Pero  éste  no  sólo 
«s  feo:  mira  mal,  también. 

Me  encogí  de  hombros. 

—¡Ave  María!— gritó  Julio  acercándose  á  la 
puerta  del  rancho  seguido  por  mí. 

—¡Sin  pecado  concebida!— contestó  desde  den- 
tro una  voz  desapacible  y  chillona.— Pasen  ade- 
lante, si  gustan. 

Entramos  casi  doblados  en  dos  para  no  dar- 
nos un  golpe  en  la  cabeza.  El  rancho, cuya  úni- 
ca abertura  era  aquella  puerta,  estaba  tan  obs- 
curo que  nada  vi  en  un  principio,  fuera  de  las 
brasas  del  fogón  hecho  en  el  suelo  y  en  que  se 
•calentaba  la  infaltable  «pava»  de  agua. 

—Asiéntense— agrególa  voz  agria. 

Volviendo  entonces  la  vista  hacia  el  lugar  de 
que  partía,  alcancé  á  distinguir  un  bulto  más 
negro  que  la  negrura  ambiente. 


-  107  - 

—Siéntate  Jorge,  ahí  tienes  una  cabeza  de 
vaca— dijo  Julio  acercándola  con  el  pie;  y  lue- 
go agregó,  dirigiéndose  á  la  vieja:— Y,  ¿cómo 
dice  que  le  va,  misia  Pepa? 

—Muy  bien,  gracias  á  Dios,  y  p'a  lo  que  gus- 
te mandar.  4 Y  qué  anda  haciendo  por  acá,  don 
Julio,  si  no  es  demasiada  curiosidad? 

—Voy  á  la  estancia,  con  este  amigo,  y  hemos 
bajado  para  almorzar  unos  fíambrecitos  que 
traemos  y  á  pedirle  un  matecito  para  asen- 
tarlos. 

—¡Cómo  no!  ¡Vaya,  pues,  con  el  mayor  gus- 
to!—exclamó  la  voz  chillona;  y  oímos  que  la 
vieja  se  movía  buscando  algo  sin  duda. 

Entretanto,  el  muchacho  había  transporta- 
do la  canasta  de  provisiones— pollo  asado,sand- 
wichs,  jamón,  queso,  pan,  agua  de  aljibe  y  vi- 
no de  Burdeos,— á  los  que  llevamos  irresistible 
ataque,  á  tientas  y  sólo  guiados  por  el  olfato 
primero,  por  el  paladar  después. 

Misia  Pepa  se  ocupaba  de  reanimar  el  fuego 
con  toda  suerte  de  infernales  combustibles, 
dándonos  humazo  como  si  fuéramos  viscachas, 
y  con  humo  tan  denso  y  tan  acre  que  me  hacía 
llorar  grandes  lagrimones. 

Terminado  el  almuerzo  y  servidos  los  prime- 
ros mates -cuya  yerba  merecía  efectivamente 
la  calificación  que  le  diera  Julio,— ó  yo  me  acos- 
tumbré al  insoportable  zahumerio  de  la  leña 
de  oveja,  ó,  convertida  en  brasa,  dejó  ésta  de 
producir  tanto  humo.  Lo  cierto  es  que  comen- 
cé paulatinamente  á  vislumbrar  algunas  cosas 
de  las  que  en  el  rancho  había. 


—  108  — 
Un  rato  después  pude  examinar  á  mi  sabor 
á  la  vieja  paisana.  Apergaminada,  muy  flaca, 
tenía  los  dedos  largos  y  nudosos,  y  los  negros 
bracitos— según  lo  que  alcanzaba  á  verse  por 
la  manga  de  la  bata,— como  sarmientos  envuel- 
tos en  pergamino  ahumado.  Los  ojillos  negros, 
como  cuentas  de  azabache,  le  brillaban  allá 
muy  en  el  fondo  de  sus  obscuras  órbitas,  bajo 
espesas  cejas  duras  y  entrecanas,  límite  de  una 
frente  estrecha  y  surcada  de  arrugas  terrosas, 
de  la  que  arrancaba  el  pelo  crinudo,  mate  y  ca- 
noso. La  nariz  de  gancho  avanzaba  descendien- 
do sobre  una  boca  de  labios  delgados  y  desco- 
loridos,vueltos  hacia  adentro  por  falta  de  dien- 
tes y  aureolados  por  innumerables  y  polvorien- 
tas arruguitas.  Las  mejillas  hundidas  parecían 
una  vieja  vejiga  de  vaca  á  medio  deshinchar,  y 
de  la  mandíbula  aguda,  como  un  par  de  cor- 
tinas colgaba  el  pellejo  á  ambos  lados  de  la 
nuez. 

Estaba  en  cuclillas,  y  al  cebar  el  mate  las- 
manos  le  temblaban  como  un  haz  de  ramitas 
secas,  sacudidas  por  el  viento.  Ni  aun  allí  den- 
tro abandonaba  el  arratonado  pañolón  negro, 
con  que  cubría  sus  greñas,  á  trechos  negras 
como  tinta,  á  trechos  cenicientas,  á  trechos 
amarillas  como  vellón  de  oveja, en  las  que  ni  la 
poca  luz  del  día  que  entraba  por  la  puerta,  ni 
los  rojizos  y  móviles  resplandores  del  fogón 
iban  á  quebrarse  con  el  menor  reflejo  brillante- 
Aquella  figura  tenuemente  iluminada  así,  por 
dos  luces  distintas,  fría  y  azulada  la  una,  cálida 
y  danzante  la  otra,  destacándose  sobre  el  fondo 


-  109  — 
bituminoso  del  rancho,  era  un  cuadro  comple- 
to, digno  de  un  vigoroso  pincel. 

A  cada  instante,  levantando  ambos  brazos, 
la  vieja  se  arreglaba  el  pañolón,  adelantándolo 
■sobre  la  frente,  lugar  en  que  no  quería  quedar- 
se. El  movimiento,  completamente  maquinal, 
resultaba  matemático  como  el  de  un  autómata: 
debía  ejecutarlo  desde  muchos  años  atrás,  ya 
sin  darse  cuenta  de  él,  para  entretenimiento  de 
las  desocupadas  manos. 

Lanzábanos  rápidas  ojeadas  con  sus  ojillos 
relampagueantes,  sin  fijar,  sin  embargo,  la  vis- 
ta en  nosotros,  y  bajando  la  cabeza  hacia  el  fo- 
gón en  cuanto  la  mirábamos  á  nuestra  vez. 

Pero  nadie  hubiera  deducido  de  ese  manejo 
que  fuera  tímida.  Al  contrario.  Me  hizo  el  efec- 
to de  un  ser  indefinible,  muy  poco  humano, 
casi  en  los  linderos  de  la  animalidad,  silvestre, 
arisco  y  desconfiado,  en  cuyo  estrecho  cere- 
bro debían  campear  todas  las  supersticiones, 
todos  los  mezquinos  y  brutales  instintos  primi- 
tivos, una  de  esas  brujas  criollas  medio  indias, 
cuyo  ascendiente  se  extingue  más  cada  vez, 
pero  que  un  día  no  lejano  fué  poderoso  entre 
los  gauchos  sencillos,  dispuestos  á  creer  en  todo 
lo  sobrenatural,  por  espíritu  poético  y  simplici- 
dad de  alma. 

—¿No  me  has  dicho  que  la  señora  es  médica? 
—pregunté  á  Julio. 

—Asiste  y  cura,  efectivamente.  ¿No  es  así,  mi- 
sia  Pepa? 

—De  juro. 


—  110  — 

—Y  lo  más  curioso  es  que  cura  sin  remedios, 
sólo  con  palabras,  ¿no  es  verdad? 

—Así  será,  pues,  con  ayuda  de  Dios  y  de  la 
Purísima— contestó  la  vieja.— También  curo  con 
agua. 

Como  lo  dijo  concierta  displicencia,  compren- 
dí que  no  me  había  captado  aún  su  confianza  lo 
bastante  para  continuar  el  interrogatorio.  Y 
mientras  Julio  le  pedía  noticias  de  los  alrededo- 
res, en  que  la  inundación  continuaba  haciendo 
estragos,  me  puse  á  observar  á  mi  alrededor. 

El  interior  del  ahumado,  obscuro  y  sórdido 
rancho  nada  tenía  de  particular  para  los  que 
conocen  esas  rudimentarias  habitaciones;  en  el 
rincón  más  lóbrego  una  cama  hecha  con  palos 
y  cueros  sin  curtir,  revuelta  y  sucia;  en  las 
paredes,  cubiertas  de  hollín  y  telarañas,  colga- 
ban lazos  trenzados,  maneadores  de  cuero  cru- 
do, lienzos,  alguna  prenda  de  vestir;  una  tabli- 
ta  sostenía  platos  de  loza  grosera  y  jarros  de 
hojalata;  en  el  suelo  el  fogón,  un  banco  y  tres  6 
cuatro  cabezas  de  vaca  para  sentarse. 

Lo  culminante  era,  sobre  una  cómoda  negra, 
probablemente  de  Jacaranda  pues  aun  tenía  al- 
gunos suaves  reflejos  á  pesar  de  la  mugre  que 
lacubría,una  gran  imagen  al  cromo  de  la  Purí- 
sima Concepción,  en  un  marco  de  papel  picado 
de  colores,  con  los  ángulos  de  oropel,  todo  pun- 
teado por  innumerables  estigmas  de  las  mos- 
cas, menos  la  imagen  misma,  cuidadosamente 
defendida  con  un  pedazo  de  tarlatán  color  de 
rosa  desvanecido  ya  y  manchado. 
En  la  puerta  abierta,  pendiendo  del  dintel  y 


-  111  - 

atrayendo  todas  las  moscas  de  los  alrededores^ 
se  veía  el  negro  cuerpo  de  una  nutria  desollada, 
oreada  y  ya  rígida  como  si  fuese  de  palo.  Pro- 
bablemente acabaría  de  llevarla  el  nutriero  pe- 
lirrojo. 

Por  la  única  abertura  del  rancho  entraba  el 
reflejo  verde  claro  de  un  pedacito  de  tierra  cu- 
bierto de  abundante  yerba  y  limitado  á  las  po- 
cas varas  por  el  agua  de  la  inundación.  Uno  de 
los  sauces  surgía  del  agua  clara  que  se  arruga- 
ba en  torno  del  tronco,  al  correr  lentamente. 

—¿Y  cómo  se  anima  á  vivir  aquí,  tan  sola?— 
pregunté  por  fin  á  la  vieja.— ¿No  tiene  miedo  á 
la  inundación? 

— Vide  muchas  como  ésta,  y  pior.  Y  á  más 
¿ande  quiere  que  vaya,  á  servir  de  estorbo?  Me- 
jor estoy  en  mi  rancho... 

—Pero,  ¿no  puede  faltarle  qué  comer? 

—¿A  mí?— ¡Di  ande!  Mire,  a'i  tengo  una  bolsa 
de  máiz  y  un  paquetón  de  yerba.  Antes  que 
eso  se  acabe,  ya  habrá  bajau  Tagua.  Tamién 
tengo  mis  gallinitas;  fuera  de  que  hay  güevos 
de  gallareta  á  montones  por  todos  laus,  y  no 
tengo  más  que  salir  en  la  lancha  para  enhenar- 
la, si  quiero.  A  más,  los  paisanos  siempre  me 
tráin  algún  regalito,  como  esa  nutria... 

—¿Y  no  tiene  hijos,  señora? 

— M'hijo  murió  p'a  la  regulución  del 
ochenta... 

—¿No  le  queda  más  familia? 

—Un'  hija,  Petrona.  Se  fué  con  un  mocito, 
un  gringo,  hará  diez  años...  No  he  güelto  á  sa- 
ber d'ellos...  La  indina  juyó  una  noche,  sin  de- 


-  112  — 
-cirme  nada,  y  de  balde  la  hice  campiar  por  la 
polecía,  aunque  no  me  guste  meterme  con  mi- 
licos ni  comisarios...  mala  gente.  ¡Quién  sabe 
ande  han  ido!  El  gringo  tenía  su  pasar...  A  la 
cuenta  aura  tendrán  hijos  grandecitos... 

—¿Y  usted  desearía  conocerlos,  no  es  así? 

—¿A  qué  santo?  Sólita  y  mi  alma  he  vivido; 
sólita  y  mi  alma  me  puedo  morir  también. 

No  había  en  su  acento  ni  la  menor  sombra 
de  emoción,  cual  si  se  tratara  de  personas  ex- 
trañas, por  completo  indiferentes. 

Un  hijo  muerto,  una  familia  diseminada,  la 
soledad,  la  vejez,  la  muerte  trágica  que  podía 
acecharla  en  medio  del  drama  de  la  inunda- 
ción, nada  hacía  asomar  á  los  ojillos  brillantes 
de  la  vieja  un  poco  de  ternura,  una  chispa  de 
sentimiento  ó  de  temor. 

Julio  conocía  en  todos  sus  detalles  la  historia 
de  misia  Pepa,  y  viendo  que  me  interesaba,  es- 
pecialmente oyéndola  de  sus  labios,  la  pre- 
guntó: 

—Tengo  entendido  que  antes  de  la  faga  de 
Petrona  usted  tuvo  algo  que  hacer  con  el  que 
se  la  llevó  ¿no  es  cierto? 

La  vieja  tuvo  una  desabrida  y  pálida  sonrisa. 

—Sí,  no  vivía  en  el  pago;  era  gringo  además, 
y  yo  no  quería  que  me  sonsacara  á  la  mucha- 
cha, que  me  ayudaba  mucho.  Ansí,  una  noche 
que  iba  venir  al  rancho,  lo  aguaité  cuando  es- 
taba más  descuidado  en  la  tranquera  hablando 
con  Petrona  y  le  di  una  güelta  de  lazazos  con 
aquel  mesmo  arriador,  mire,  lo  conservo  por- 
qu'era  del  finau  m'  hijo.  El  gringo  de  balde 


-  113  - 

sacó  el  cuchillo  y  quiso  atropellarme.  El  ama- 
dor es  largo  y  no  me  lo  dejé  acercar...  Me  la 
juró,  dijo  que  se  l'iba  á  pagar,  como  si  quisiera 
matarme,  montó  á  caballo  y  se  jué...  Pero 
dende  que  me  robó  V  hija,  ya  se  las  hi  pagau, 
¿no?...  Aura  el  nutriero  que  vino  esta  ma- 
ñana dice  que  el  gringo  anda  puaquí...  No  sé- 
No  le  tengo  miedo  tampoco... 

—¿Y  cuánto  tiempo  hace  que  vive  sola,  misia 
Pepa? 

—Ya  le  dije,  pues:  diez  años  p'a  este  verano... 
Pero  ya  ve  que  he  vivido... 

—Y  hasta  creo  que  ha  ganado  platita— obser- 
vó Julio. 

—Algunos  ríales  p'a  un  sí  acaso,  sí,  don  Julio. 
Pero  no  es  cosa...  Como  me  puedo  morir  l'he 
dicho  á  Juan,  el  nutriero,  ¿sabe?  ande  los  h'es- 
condido  p'a  que  se  los  mande  á  Petrona.  An- 
quíes un'indina,  al  fin  es  m'hija,  y  ¿á  qué  san- 
to si  han  de  perder? 

La  hora  más  calurosa  de  la  siesta  había  pa- 
sado y  teníamos  que  continuar  el  viaje.  Pan- 
cho, que  había  permanecido  sentado  en  un  rin- 
cón escuchando  sin  meter  baza,  se  levantó  á 
una  orden  de  Julio  para  ir  á  atar  los  caballos. 
La  vieja  continuaba  cebando  mate,  intermina- 
blemente, revolviéndolo  de  vez  en  cuando  con 
la  bombilla  y  sacando  un  poco  de  yerba  que 
echaba  en  el  fogón,  para  renovarla.  Y  siempre 
en  esa  postura  de  ídolo  agazapado,  en  cuchillas 
como  si  aquella  fuese  su  posición  más  natural 
y  cómoda. 

Yo,  entretanto,  sentado  en  una  cabeza  de  va- 

VIOLINES.— 8 


—  114  — 

ca,  no  sabía  ya  dónde  poner  mis  piernas  entu- 
mecidas de  pueblero. 

Me  levanté  y  comencé  á  dar  lentos  paseos 
por  el  rancho  cuyo  techo  bajo  tocaba  con  el 
sombrero  en  que  se  iban  depositando  guirnal- 
das de  telarañas.  La  imagen  cubierta  de  tarla- 
tán  rosado  me  hizo  detener  de  pronto,  y  recor- 
dé que  la  vieja  curaba  con  palabras  y  con  agua 
fría. 

— ¿Cómo  hace  para  curar  los  enfermos,  mi- 
sia  Pepa?— le  pregunté. 

—¿Y  cómo  he  de  hacer?  Cuando  viene  el  en- 
fermo—y anque  no  venga  es  lo  mesmo  si  vie- 
ne un  pariente  ó  un  amigo,— le  rezo  á  la  Virgen 
unas  cuantas  avemarias  asigun  l'enfermedá,  y 
después  quemo  tres  pelos  del  cogote  del  enfer- 
mo, mezclaus  con  inciencio,  ó  más  pelos,  asi- 
gun también.  Cuando  es  rumatismo,  tengo  que 
rezar  seis  avemarias  y  quemar  seis  pelos  que 
han  de  ser  del  cogote  porque  de  no  no  sirven. 
Y  entonces  digo  unas  palabras: 

—¿Qué  palabras? 

—No  puedo  decirle:  es  un  secreto. 

— ¡Ahí  '.entonces!...  ¿Y  sanan  los  enfermos? 

—i Ya  lo  creoí  Sanan  qu'es  un  gusto...  Juan  el 
nutriero  qu'estuvo  hoy,  tenía  casualmente  un 
rumatismo  feroz  de  andar  en  Tagua...  Aura  co- 
mo si  nada,  y  eso  que  siguió  nutriando...  Es 
muy  agradecido,  y  siempre  me  trai  algún  ose- 
quio  ¡Tamien  lo  que  sufría  cuando  lo  curé! 

—¿Cuánto  cobra  por  curación,  misia  Pepa? 

—¿Yo?...  Nada,  pues.  Lo  que  me  quieran  dar. 


-  115  — 
Algunas  veces  me  train  una  gallinita,  otras  me 
dan  plata,  dos  pesos,  tres,  asigun. 

—¿Según  qué? 

^-¡Asigun  como  anden  los  pobres.  ¡Porque  ca- 
si todos  los  que  vienen  p'a  que  los  cure  no  tie- 
nen ni  un  rial.  Los  ricos  se  van  á  que  los  ma- 
ten los  dotores. 

—Y  para  curar  con  agua,  ¿cómo  hace? 

—Igual  no  más.  Ha  de  ser  agua  recién  saca- 
da del  pozo  después  di  valdiar  tres  veces,  re- 
zando padres  nuestros  y  avemarias  p'ahuyen- 
tar  al  malo,  y  eso  á  la  nochecita,  cuando  no  hay 
luna  ni  tampoco  está  nublau.  El  enfermo  tiene 
que  tomarla  en  ayunas,  persinándose  antes. 

—¿Y  cura  también  el  agua? 

— ¡Lo  mesmo  que  las  palabras! 

Los  caballos  estaban  atados  y  la  lancha  pron- 
ta para  entrar  al  agua.  Llegó  el  momento  de  la 
despedida. 

—Bueno,  misia  Pepa,  será  hasta  otra  vista- 
dijo  Julio  tendiéndole  la  mano  que  ella  estrechó 
con  la  suya  negra  y  descarnada.— Tenemos 
que  irnos  ya,  para  estar  esta  misma  tarde 
en  el  médano  y  ver  el  canal  de  desagüe  que 
han  abierto  junto  á  la  estancia. 

-  ¡Ah!  ¡vaya:— exclamó  la  vieja,  mirándome 
al  soslayo.— Ya  había  maliciau  que  el  señor  era 
ingeñero... 

Aquella  «malicia»,  coronamiento  de  la  silen- 
ciosa curiosidad  de  la  vieja  hacia  mi  persona  y 
mi  presencia  en  aquellos  parajes,  me  hizo  son- 
reír. 


—  116  - 

— Y,  dado  el  caso  que  lo  sea,  ¿en  qué  ha  sos- 
pechado que  soy  ingeniero?— pregunté. 

—En  el  antiojo,  pues. 

Era  un  aparato  fotográfico  que  llevaba  col- 
gado del  hombro,  y  que  parecía  vagamente  un 
anteojo. 

— iAh!  íes  claro!...  Bueno,  misia  Pepa  será 
hasta  pronto.  Mil  gracias  por  sus  atenciones  y 
sus  matecitos. 

—No  hay  de  qué  darlas.  Adiosito.  Adiós  don 
Julio  y  no  se  pierda.  Acuérdese  de  los  pobres... 

Nos  embarcamos  en  la  lancha  y  el  mozo  cas- 
tigó los  caballos;  una  fuerte  sacudida  nos  hizo 
tambalear  en  el  asiento  y  la  embarcación,  pene- 
trando en  el  agua,  comenzó  á  guiñar  suave- 
mente, arrastrada  por  la  yunta  envuelta  en  un 
nimbo  de  salpicaduras  que  cegaban  al  cochero 
y  quebraban  junto  á  nosotros  la  luz  del  sol, 
pintando  en  la  superficie  del  agua  efímeros  ar- 
coiris  sucesivos  y  borrosos. 

Yo  no  volvía  de  mi  sorpresa  de  ver  aquella 
anciana,  débil  y  desamparada,  viviendo  sola  y 
sin  temor  en  medio  del  campo  devastado,  ame- 
nazada por  la  inundación  y  por  la  posible  fal- 
ta de  recursos,  y  así  se  lo  observé  á  mi  compa- 
ñero. 

—  Hay  muchas,  pero  muchas  como  ella  en 
toda  la  extensión  del  país— me  contestó.— La 
criolla  vieja  nunca  teme  nada,  y  menos  aún 
cuando  sabe  que  la  creen  un  poco  bruja.  Es  un 
carácter  curioso:  desde  que  cesa  de  ser  mujer, 
la  criolla  se  convierte  en  un  verdadero  mari- 
macho, terrible  sobre  todo  cuando  la  materni- 


—  117  — 
dad  no  dulcifica  un  tanto  sus  asperezas.  Tam- 
bién es  cierto  que  nunca,  ni  cuando  moza,  ha 
sido  muy  mujer.  El  padre  primero,  el  marido 
más  tarde,  la  tratan  siempre  como  cosa,  como 
instrumento  de  trabajo  exclusivamente  el  uno, 
de  trabajo  y  placer  al  propio  tiempo  el  otro.  Y 
ese  placer  que  podría  afinarlas,  enternecerlas, 
queda  anulado  como  influencia  en  tal  sentido 
por  el  trabajo,  y  cuando  ya  no  le  restan  ni 
esperanzas  de  gozarlo,  ¿qué  extraño  es  que 
exterioricen  como  única  característica  las  par- 
tes egoístas,  intolerantes  y  hasta  vengativas  de 
su  individualidad?  El  sexo  frustrado,  como  todo 
fracaso  total  de  una  vida,  irrita,  provoca  el 
odio,  más  ó  menos  visible,  más  ó  menos  puesto 
en  acción.  No  hay  que  sorprenderse,  pues,  de  la 
especie  de  inversión  que  has  notado  en  misia 
Pepa... 

Seguimos  navegando  hasta  la  caída  de  la  tar- 
de, desembarcando  y  reembarcándonos  en  las 
pocas  lomadas  que  sobresalían  del  agua  y  en 
las  que  pastaban  cabizbajas  y  mustias,  devo- 
radas por  la  sarna  que  les  desprendía  los  sucios 
vellones,  las  ovejas  que  habían  podido  salvar 
de  la  inundación.  Al  ponerse  el  sol,  muy  rojo, 
entre  grandes  fajas  amarillas,  estábamos  en  el 
médano  y  á  pocos  pasos  de  la  estancia.  Hici- 
mos el  resto  del  camino  á  pie. 

..  .Cuatro  días  después,  bajo  una  lluvia  torren- 
cial, emprendíamos  el  regreso  hacia  Dolores. 
Era  muy  de  madrugada  y  la  red  de  la  lluvia 
ocultaba  y  borraba  completamente  el  pobre 
paisaje.  ¡Tanta  agua  en  el  suelo,  tanta  en  las  nu- 


-  118  - 
bes,  tanta  cayendo  aún!  ¿Era  aquello  el  dilu- 
vio? ¿Iba  esa  hermosa  región  aluvional  de  la 
provincia  de  Buenos  Aires  á  verse  trocada  en 
el  mapa  por  las  tintas  azules  que  representan 
océanos,  mares  y  lagos?  El  viaje  fué  triste.  Ni 
Julio  ni  yo  teníamos  ganas  de  cambiar  una  pa- 
labra, invadidos  por  una  melancolía  casi  dolo- 
rosa.  El  había  perdido  millares  de  ovejas  y  cen- 
tenares de  vacas  Anas.  Pero  no  era  sólo  la  pér- 
dida material  lo  que  le  tenía  así:  era  sobre  todo 
la  vaga  sugestión  de  aquella  catástrofe,  la  pe- 
nosa expectativa  de  sus  ulterioridades  para 
propios  y  extraños,  terribles  á  juzgar  por  aquel 
espantoso  comienzo. 

Pasaron  las  horas  lentas  y  monótonas,  sin 
que  nos  acordásemos  siquiera  de  almorzar 
aunque  lleváramos,  como  la  otra  vez,  la  canas- 
ta repleta  de  vituallas.  Al  cruzar  entre  algunas 
vacas  escuálidas  que  metidas  en  el  agua  hasta 
la  barriga  ramoneaban  las  puntas  de  la  grami- 
11a  pertinaz  que  había  logrado  tender  sus  ta- 
llos hasta  la  superficie  á  pesar  de  lo  inadecuado 
del  nuevo  medio  que  se  le  ofrecía,  los  pobres 
animales  volvían  hacia  nosotros  los  redondos 
ojos  adormecidos  y  tristes,  mientras  de  sus  bel- 
fos húmedos  colgaban  grandes  hilos  de  baba: 
no  nos  hacían  el  favor  de  un  mugido,  ni  trata- 
ban siquiera  de  apartarse,  aunque  fueran  lo  que 
se  llama  «hacienda  brava,»  «chucara,»  acos- 
tumbrada á  andar  entre  el  cangrejal  y  los  la- 
gunones,  lejos,  más  lejos  que  cualquier  otra 
de  la  presencia  del  hombre. 

Así  llegamos  hasta  cerca  del  rancho  de  misia 


-  119  - 
Pepa.  Vimos  los  sauces  tristes  y  achaparrados 
cuando  ya  estábamos  á  un  paso  de  ellos,  pues 
la  lluvia  continuaba  ocultándonos  todo.  Muy 
cerca,  un  bulto  negro  boyaba  en  el  agua  entre 
un  gran  manchón  de  camalote. 

—¿Qué  es  eso,  Pancho?— preguntó  Julio. 

—No  sé,  señor;  no  me  doy  cuenta— contestó 
el  muchacho.— Parece  ropa. 

—Vamos  á  ver,  acerquémonos. 

Pero  los  caballos,  al  cambiar  de  rumbo,  per- 
dieron pie  y  comenzaron  á  nadar  bufando.  Es- 
taban muy  fatigados  por  la  larga  etapa,  y  tuvi- 
mos que  renunciar  al  propósito  de  acercarnos, 
porque,  de  lo  contrario,  correríamos  el  riesgo 
de  no  poder  contar  con  ellos  para  llegar  aquella 
tarde  á  Dolores.  Seguimos,  pues,  hacia  el  ran- 
cho. 

—No  sé  qué  espina  me  da  ese  bulto— mur- 
muró Julio,  mirándolo  á  medida  que  nos  alejá- 
bamos.—Ropas  por  aquí.  Es  extraño...  ;Bah: 
Las  habrá  arrastrado  la  corriente. 

La  inundación  había  crecido.  La  llegada  de 
las  avenidas  lejanas,  del  Norte,  del  Oeste,  del 
Sur,  había  elevado  notablemente  el  nivel  de  las 
aguas.  Cuando  llegamos  junto  á  la  tranquera, 
vimos  que  el  islote  había  desaparecido  por 
completo.  El  agua  entraba  por  la  abierta  puer- 
ta del  rancho  y  lamía  traidoramente  las  pare- 
des de  barro  y  paja  para  engañarlas  y  derri- 
barlas mejor.  Demás  parece  decir  que  el  ran- 
cho estaba  abandonado. 

¿Qué  había  sido  de  misia  Pepa?  ¿Había  esca- 


—  120  - 
pado  en  su  bote  para  refugiarse  en  el  pueblo, 
como  era  natural? 

No  le  faltaba  valor  para  ello,  como  no  le  fal- 
taba para  ninguna  otra  cosa  á  la  azotadora  del 
gringuito  que  le  había  robado  la  hija.  Además, 
contando  con  aquella  embarcación,  había  teni- 
do sobrado  tiempo  para  salvarse  con  todos  sus 
trebejos,  sus  gallinas,  ropas  é  imagen  de  la  Vir- 
gen. 

Pero  es  el  caso  que  el  bote  estaba  allí,  atado 
al  sauce,  meciéndose  bajo  la  brisa  y  llenándose 
de  agua  con  la  lluvia  torrencial. 

Un  ruidito  que  salía  del  árbol  nos  hizo  levan- 
tar la  cabeza:  en  sus  ramas  estaban  las  galli- 
nas hambrientas... 
—Me  intriga  esto— dijo  Julio.— Vamos  á  ver . . . 
Y  levantándose  del  asiento  pasó  la  pierna  so- 
bre la  borda  y  se  metió  en  el  agua.  Yo  lo  seguí. 
El  rancho  estaba  tal  cual  lo  habíamos  deja- 
do, sólo  que  las  cabezas  de  vaca  parecían  ha- 
ber rodado  más  que  de  costumbre,  arrastradas 
sin  duda  por  el  agua  que  llenaba  la  habitación 
hasta  diez  centímetros  de  altura.  Todo  estaba 
en  su  sitio,  los  maneadores,  los  lazos,  el  arrea- 
dor, las  prendas  de  vestir,  los  platos  y  jarros, 
la  imagen  ae  la  Virgen...  No,  la  vieja  no  podía 
haberse  marchado. 

—Vamos  á  ver  el  bulto  negro— dijo  Julio  sin 
más  tardanza.— Ya  me  decía  el  corazón  que 
aquello  era  algo... 

Era,  como  lo  temíamos  sin  habérnoslo  dicho, 
el  cadáver  de  la  vieja  curandera,  al  que  llega- 
mos exigiendo  de  los  pobres  caballos  un  esfuer- 


-  121  — 

zo  que  los  dejó  temblorosos  cuando  salimos 
á  las  aguas  bajas  llevando  el  cuerpo  á  remol- 
que. 

El  rostro  de  misia  Pepa  estaba  azul.  La  muer- 
te había  sido  violenta.  Los  pellejos  del  cuello 
presentaban  manchas  violáceas,  huellas  indu- 
dables de  gruesos  y  fuertes  dedos. 

¿Quién  la  había  asesinado?  ¿El  raptor  de  Pe- 
trona?  ¿Duraba  tanto  el  odio?  ¿Había  preparado 
durante  tanto  tiempo  la  venganza,  cumplida 
diez  años  después  de  la  ofensa? 

—¡Estos  extranjeros  suelen  tener  el  alma 
atravesada:— exclamó  Julio.— Pero  afortunada- 
mente podemos  dar  buenos  informes  á  la  poli- 
cía, y  el  crimen  no  quedará  impune;  así  es  me- 
jor, aunque  se  trate  de  una  vieja  no  muy  apre- 
ciable  que  digamos.  ¿Pero  qué  es  esto? 

Las  manos  crispadas  y  nudosas  de  misia  Pe- 
pa, fuertemente  cerradas  y  apretadas,  tenían 
cada  una  un  mechón  de  pelo  rojo,  que  el  agua 
había  apelmazado. 

No  cabía  dula.  Julio  y  yo  nos  miramos,  y  una 
misma  exclamación  brotó  á  la  vez  de  nuestros 
labios. 

—¡El  nutriero!  La  ha  asesinado  el  nutriero 
para  robarla. 

¿Qué  íbamos  á  hacer?  El  problema  se  nos  pre- 
sentaba obscuro.  ¿Dejaríamos  el  cadáver  allí 
entre  el  agua,  sobre  el  catre  del  rancho,  ó  lo 
llevaríamos  á  Dolores?  Lo  primero  era  casi  con- 
tribuir á  la  impunidad  de  un  crimen  imperdo- 
nable; lo  segundo  condenarnos  á  bien  triste 
compañía  en  aquella  jornada  ya  penosa  de  por 


—  122  — 
sí.  Pero  un  sentimiento  de  solidaridad  humana 
nos  hizo  optar  por  el  segundo  temperamento. 

—Almorcemos,  sin  embargo, antes  de  embar- 
car el  cuerpo— sugirió  Julio.— Ya  ha  pasado  con 
mucho  la  hora  de  almorzar  y  hay  que  hacer 
por  la  vida,  aunque  se  esté  frente  á  la  muerte. 

Almorzamos  en  silencio  con  poquísimo  ape- 
tito, excepto  Pancho,  cuyas  juveniles  mandíbu" 
las  no  perderían  su  fuerza  y  su  eficacia  por 
ninguna  catástrofe  del  mundo,  y  en  seguida, 
emprendimos  todos  tres  la  fúnebre  tarea  de  em- 
barcar el  cadáver  en  la  popa  déla  embarcación, 
pues  en  las  partes  bajas  sería  imposible  llevar- 
lo á  remolque.  Cubrírnoslo  luego  con  nuestros 
ponchos  y  llenos  de  malestar  continuamos  la 
marcha.  Pancho  visiblemente  pálido,  miraba 
de  vez  en  cuando  hacia  atrás,  como  si  temiera 
ver  moverse  el  cadáver  ó  como  si  le  incomo- 
dara su  vecindad. 

Apenas  llegados  á  los  suburbios  de  Dolores 
corrimos  á  caballo  por  las  calles  convertidas 
en  pantanos  para  dar  á  la  policía,  sin  pérdida 
de  tiempo,  cuenta  de  nuestro  triste  hallazgo  y 
las  fundadas  sospechas  que  abrigábamos  res- 
pecto al  autor  del  crimen. 

El  comisario  dio  las  órdenes  é  instruccio- 
nes del  caso,  y  la  pesquisa  se  inició  inmediata- 
mente. 

Pocos  días  después,  Juan,  el  nutriero  pelirro- 
jo, en  quien  tanto  confiara  misia  Pepa,  entraba 
■en  un  calabozo  de  la  comisaría  local. 

Lo  habían  hallado  en  un  islote  entre  el  mé- 


—  123  - 
daño  y  la  costa,  en  compañía  de  otros  cazado- 
res de  nutrias. 

Cuando  lo  prendieron,  mostróse  sorprendi- 
dísimo,  jurando  y  perjurando  que  no  tenía 
cuenta  alguna  con  «rautoridá.» 

Pero  se  le  encontraron  veinte  pesos  en  el  bol- 
sillo, procedentes  de  la  venta  de  cueros,  según 
afirmaba:  los  cueros  estaban  en  el  islote,  húme- 
dos todavía,  sin  que  se  hubiese  vendido  ningu- 
no, tal  fué  la  declaración  de  los  compañeros  de 
Juan,  tomados  de  improviso.  También  declara- 
ron que  éste  había  faltado  todo  un  día  del  islo- 
te, en  la  fecha  probable  del  crimen,  volviendo 
mucho  después  de  anochecido,  y  sin  una  nutria- 
Al  regresar,  cerca  del  rancho  de  misia  Pepa,  un 
vigilante  encontró  el  perrito  ahogado,  con  una 
piedra  atada  al  pescuezo.  El  asesino  le  había 
dado  muerte,  sin  duda  para  evitar  que  con  sus 
aullidos  llamara  la  atención  sobre  el  rancho 
abandonado. 

Pero  Juan  se  empecinó  en  afirmar  que  no 
tenía  la  menor  noticia  de  la  curandera.  Des- 
pués, hostigado  por  el  comisario,  y  como  reve- 
lase cosas  de  que  sólo  entonces  se  acordaba 
por  asociación  de  ideas,  echó  mano  del  plan  de 
defensa  que  había  preparado:  contó  los  inci- 
dentes que  mediaron  entre  la  vieja  y  el  que  le 
había  robado  la  hija,  las  amenazas  de  este  últi- 
mo, su  presencia  en  los  alrededores... 

Muchas  cosas  quedaban  sin  explicación,  pero 
él  no  se  inmutaba,  encastillándose  en  su  plan. 

—Si  no  he  casau  ese  día,  es  porque  la  nutría 


—  124  — 
anda  muy  perseguida  y  principia  á  estar  ma- 
trera. 

E  insistía  en  su  acusación  al  gringuito. 

—i El  no  más  ha  é  ser!  Esos  gringos  son  tie- 
nen el  alma  atravesada... 

O  cambiaba  de  táctica  para  suponer: 

—Quizá  se  haiga  muerto  sola...  A  esas  adivi- 
nas es  difícil  que  las  mate  un  cristiano... 

Pero  el  comisario  tenía  preparado  su  golpe 
de  teatro  para  hacerlo  confesar.  Lo  llevó  ante 
el  cadáver  de  misia  Pepa,  que  el  nutriero  miró 
impasible  durante  un  rato. 

— ;Bueno¡  —  exclamó  el  comisario.  —  Ahora 
vamos  á  ver  lo  que  dice  la  difunta. 

Y  sacando  un  poco  de  pelo  de  la  mano  cris- 
pada del  cadáver,  cotejólo  con  el  del  asesino,  de 
tan  inconfundible  matiz. 

—¿No  ves?  ¿Qué  tienes  ahora  que  decir?  La 
misma  muerta  te  acusa... 

El  nutriero  bajó  la  cabeza  volviendo  la  vista 
á  otro  lado  y  haciendo  rayas  con  el  pie,  mien- 
tras murmuraba: 

—  ¡Bien  decía  yo  qu'era  bruja  la  hij'e  pe- 
rra!... 


Un  pioneer  de  Tierra  del  Fuego, 


A  David  Peña. 


18...  fué  un  año  terrible.  Hasta  los  optimistas 
veían  inminente  una  catástrofe  que  las  pasio- 
nes desencadenadas,  llegadas  al  paroxismo,  se 
encargarían  de  hacer  espantosa.  Llegó  á  ha- 
blarse en  los  corrillos,  con  aire  misterioso,  del 
asesinato  político:  la  muerte  del  presidente  sería 
la  señal  de  una  revolución  decisiva,  de  una 
tempestad  asoladora  que  purificaría  el  ambien- 
te del  país...  Nadie  lo  dudaba,  y  la  repugnante 
idea  iba  haciéndose  familiar,  convirtiéndose  en 
obsesión.  Amenazadora  era  la  crisis.  En  los 
comités  los  oradores  de  barricada,  en  algunos 
diarios  los  escritores  adventicios  que  surgen  en 
épocas  de  revuelta,  desconocidos,  ambiciosos, 
feroces,  hacían,  en  efecto,  una  propaganda  en- 
caminada, quizás  inconscientemente,  á  poner 
el  puñal  en  mano  de  los  fanáticos. 

El  estado  de  sitio  se  declaró  por  fin,  y  una 
formidable  fuerza  detuvo  de  pronto  la  actividad 


—  126  - 
sediciosa,  verdaderamente  febril.  El  modo  de 
protestar  en  las  calles  de  ese  acto  coercitivo, 
denotaba  ya  un  cambio  instantáneo  en  las 
ideas.  El  pueblo  suele  estar  con  el  más  fuerte, 
ó  sabe  aparentarlo.  Había  anhelado  la  revolu- 
ción... ya  se  declaraba  satisfecho  de  que  no  es- 
tallara. 

En  esta  circunstancia  fué  detenido  Juan  El- 
grina. ¿Por  qué?  Ni  en  su  persona  ni  en  su  casa 
se  encontró  nada  comprometedor;  pero  el  suje- 
to debía  ser  extraordinariamente  peligroso  á 
juzgar  por  las  precauciones  y  el  sigilo  que  ro- 
dearon su  arresto. 

Juan  Elgrina  era  un  hombre  alto,  robusto,  de 
ojos  y  cabellos  negros,  recio  bigote  y  enérgicos 
rasgos  flsionómicos:  tenía  algo  del  mestizo  de 
indio.  Todo  en  él  revelaba  resolución,  la  mira- 
da, el  andar,  los  ademanes.  Hablaba  poco; 
cuando  le  detuvieron  manifestó  extrañeza  en 
frases  breves,  sin  calor  excesivo,  y  subió  tran- 
quilamente al  carruaje  que  le  aguardaba. 

—¡Debe  tratarse  de  una  equivocación'.— ter- 
minó diciendo. 

Luego  permaneció  en  silencio  hasta  que  se 
le  hizo  bajar  en  un  patio  del  Departamento  de 
Policía,  se  le  metió  en  un  calabozo  y  se  le  dejó 
incomunicado. 

Elgrina  era  ambicioso;  todas  sus  energías  se 
dedicaron  desde  la  primera  juventud,  á  ensan- 
char ó  romper— en  caso  de  falta  de  elasticidad, 
—el  círculo  estrecho  en  que  se  desarrollaba  su 
existencia.  Inteligente  y  apto,  pero  ignorante- 
como  crecido  en  un  rincón  de  provincia,— re- 


-  127  — 
pugnábale  el  trabajo  manual  como  indigno  de 
él,  y  no  estaba  preparado  tampoco  para  más 
elevadas  tareas.  La  industria  lo  hubiese  salva- 
do quizá;  pero  no  tenía,  nunca  tuvo  capital  su- 
ficiente para  emprender  nada,  y  merodeó  sin 
éxito  en  todos  los  ramos  de  la  «comisión»  co- 
mercial, fué  procurador,  agente  de  colocacio- 
nes, corredor  «pichuleador»,  hasta  que,  falto 
de  recursos,  infortunado  y  resuelto,  adoptó  por 
oficio  la  política  y  por  campo  de  acción  los  co- 
mités, aspirando  á  un  empleo  y  contentándose, 
mientras,  con  los  escasos  regalos  de  los  caudi- 
llos y  caudillejos,  y  con  el  empréstito  sin  amor- 
tización al  correligionario,  el  «sablazo»  que 
para  ser  eficaz  exige  sabia  esgrima... 

Su  descenso  fué  desde  entonces  rapidísimo; 
mareado  por  los  sofismas  políticos,  debilitado 
por  la  miseria  más  abyecta  cada  vez,  su  pro- 
testa contra  la  suerte  y  contra  la  sociedad  que 
lo  excluía,  se  hizo  reconcentrada  y  feroz.  To- 
dos los  medios  llegaron  á  parecerle  buenos 
para  llegar  al  fin  de  su  éxito  material,  y  no 
tardó  en  verse  envuelto  en  un  drama  sangrien- 
to que  costó  la  vida  á  un  personaje  político  de 
provincia...  Prófugo,  más  miserable  que  nun- 
ca, pudo  apenas  escapar  de  la  justicia,  pero  sin 
recoger  el  fruto  esperado  de  la  acción  que  lo 
hizo  cómplice  en  un  asesinato... 

Y,  naturalmente,  pocos  años  más  tarde  había 
reincidido...  Las  mismas  circunstancias  volvían 
á  ponerlo  en  la  misma  tentación... 

Pero  he  aquí  que  se  descubría  su  recóndito 
pensamiento,  su  resolución  insinuada  apenas, 


—  128  - 
vagamente,  á  unos  cuantos  correligionarios  se- 
guros, cuando  ya  no  frecuentaba  siquiera  los 
•comités,  para  evitar  sospechas... 

Exaltado  por  el  fracaso,  su  angustia,  su  in- 
decisión se  trocaban  otra  vez  en  espantosa  ra- 
bia, y  hubiese  escapado  del  calabozo,  como  una 
fiera  hambrienta,  para  no  detenerse  sino  sobre 
el  cadáver  de  su  víctima... 

Pero  este  acceso  de  fiebre  fué  calmándose 
poco  á  poco,  y  cuando  se  le  llevó  á  la  presencia 
del  jefe  de  policía,  Elgrina  estaba  tranquilo. 

Aquel  funcionario  le  comunicó  que  iba  á  ser 
deportado  á  Tierra  del  Fuego  y  no  le  permitió 
que  hablara  ó  escribiera  á  nadie:  la  misma  fa- 
milia continuó  ignorando  su  suerte...  En  nues- 
tra república  hay  una  suspensión  de  garantías 
constitucionales,  un  «estado  de  sitio»  que  hace 
renacer  momentáneamente  los  misterios  del 
absolutismo...  Momentáneamente,  si  alguna 
vez  no  llegan  á  pirpetuarse  á  favor  suyo... 

Elgrina  fué  encerrado  de  nuevo  y  permane- 
ció completamente  aislado  hasta  que  le  condu- 
jeron á  bordo  de  un  transporte,  en  las  prime- 
ras horas  de  la  mañana  siguiente.  Debía  hacer 
el  viaje  confinado  en  su  camarote  para  que  no 
pudiera  comunicarse  con  persona  alguna,  ni 
de  palabra  ni  por  escrito.  No  convenía  en  se- 
mejantes momentos  que  se  supiera  el  destierro 
de  Elgrina,  reo  de  intención  de  asesinato— no 
bien  comprobada  tampoco,— en  la  persona  del 
presidente  de  la  República... 

Zarpó  el  transporte,  y  se  sucedieron  días 
bien  largos,  bien  monótonos  para  el  pasajero 


—  129  - 
forzoso,  encerrado  en  su  estrecha  cárcel,  sacu- 
dido por  los  movimientos  del  barquito  que  dan- 
zaba en  el  mar,  víctima  también  de  sus  pro- 
pios pensamientos,  el  nombre  deshonrado,  la 
familia  abandonada,  el  porvenir  desvanecido... 
—¿Me  habré  equivocado?— se  decía.— ¿Seré 
un  instrumento  ciego  que  ha  trabajado  en  su 
propio  daño,  esgrimido  por  el  egoísmo  ajeno  y 
engañado  por  un  miraje?  Si  el  hecho  se  hubiera 
consumado  ¿estaría  mejor  mi  familia,  ó  aban- 
donada como  hoy,  y  yo  proscripto?...  iAh!  Mi 
conciencia  condena  lo  intentado,  es  cierto... 
pero  ¿qué  otra  cosa  podía  hacer?  ¿cómo  abrir- 
me paso  en  la  vida?  ¡Sí!  la  fatalidad  me  ha 
arrastrado;  ella  me  hizo  secuaz  y  fanático;  ella 
me  hubiese  llevado  más  lejos  aún,  si  hubiese 
querido...  ¡Si  hubiese  querido!  ¡Qué  cambio  en 
todo!...  ¡Y  yo  sería  el  autor  de  ese  cambio!... 
¿Con  una  mancha  más?  ¡Bah!  los  hombres 
como  yo  no  tienen  ya  campo  de  acción  sino  en 
lo  aprobable:  no  se  nos  deja  otro.  Vivimos 
víctimas  del  engaño  y  del  abuso,  y  engañamos 
y  abusamos  á  nuestra  vez...  Somos  demasiado 
ó  demasiado  poco...  Allá,  por  las  provincias  en 
que  he  vivido,  hubo  antes  un  Facundo,  y  otros, 
y  otros  más...  ¡Hoy  ni  allá!...  Esto  desespera  á 
los  ambiciosos  como  yo,  los  empuja  como  una 
fuerza  irresistible...  Yo  siquiera  había  tomado 
sobre  mí  una  tarea  tan  grave...  Sería  por  avi- 
dez, no  lo  niego...  pero  jugaba  mi  persona, 
mi  libertad,  mi  vida...  y  además,  bien  podía 
esa  tarea  resultar  útil  á  los  buenos...  Me  habré 
equivocado...  lo  creo...  ahora  me  parece  casi 

VIOLINES.-9 


—  130  — 
evidente...   Y  sobre  todo,  la  fuerza  ha  podido 
más;  hay  que  soportar  la  derrota... 

Y  meditaba  así,  incoherente,  febril,  largas  y 
largas  horas,  ya  justificándose,  ya  condenán- 
dose, ya  responsabilizando  á  los  demás.  La  pri- 
mera parte  de  su  viaje  le  pareció  todo  el  perío- 
do que  media  entre  la  juventud  y  la  edad  ma- 
dura. 

Cuando  fondearon  en  Golfo  Nuevo  apenas  se 
interesó  en  mirar  por  el  ojo  de  buey  de  su  ca- 
marote las  casuchas  de  Madryn,  diseminadas 
en  la  playa  estéril,  las  maniobras  de  un  tren 
que  llegó  de  Trelew,  la  descarga  de  algunos 
cajones  de  mercancías  en  el  pequeño  muelle... 
La  soledad  le  pesaba,  creía  ahogarse,  y  una 
angustia  cada  vez  más  terrible  le  subía  del  pe- 
cho. Sentíase  aislado  de  la  humanidad,  fuera  del 
mundo,  y  la  palabra  «Ushuaia,»  que  le  había 
dicho  el  jefe  de  policía,  sonábale  insistente  en  el 
oído,  misteriosa  y  amenazadora.  ¡Ushuaia,  el 
último  confín  de  la  tierra,  el  sitio  á  cuya  entra- 
da hay  que  dejar  la  esperanza!... 

Deseado,  San  Julián,  Santa  Cruz,  con  sus  ba- 
rrancos desnudos,  tristes  como  un  paisaje  lu- 
nar, lo  confirmaban  en  la  idea  de  que  iba  sa 
liendo  de  la  humanidad,  y  le  presentaban  una 
Patagonia  asolada,  reseca,  desierta,  una  comar- 
ca maldita  en  que  no  puede  vivir  el  hombre, 
ni  el  animal,  ni  la  planta. . . 

— ¡Dios  mío,  Dios  mío!  ¡qué  suerte  me  es- 
pera! 

Y  el  viento  que  soplaba  furioso,  el  salvaje 
viento  de  la  costa  Sur,  levantaba  en  la  orilla 


—  131  — 
nubarrones  de  arena,  como  un  simún  arrolla- 
dor,  y  hacía  dar  bandazos  al  transporte,  cuyas 
maderas  crujían  gimiendo,  y  cuyos  hierros  re- 
chinaban como  con  rabia. 

—En  mal  hora  pensé,  en  mal  hora  quise  com- 
prar tan  caro  un  bienestar  que  ya  no  alcanza- 
ré... ¡Tierra  del  Fuego!  Ha  de  ser  uno  de  esos 
lugares  de  donde  no  se  vuelve  nunca...  No  hay 
más  que  mirar  la  Patagonia...  la  desolación,  la 
muerte...  Y  aquello  es  todavía  más  lejos... y  me 
parece  haber  oído  que  tiene  indios  antropófa- 
gos y  que  el  clima  mata...  No  sólo  el  Zar  tiene 
suSiberia... 

Río  Gallegos,  que  entonces  era  apenas  un 
puñado  de  casas,  cuartujos  de  madera  salpica- 
dos en  una  playa  alta  como  un  murallón,  tris- 
te y  pedregosa,  más  árida  que  lo  más  árido  del 
mundo,  aumentó  su  infinita  tristeza.  La  tierra 
de  la  amargura,  sí,  la  muerte  lenta  por  anemia 
del  alma,  el  mortal  suplicio  de  la  continua,  de 
la  absoluta  soledad...  La  tierra  de  la  amargu- 
ra, sí,  sí,  sí...  ¡Qué  castigo  para  una  simple  in- 
tención, ni  siquiera  una  tentativa!... 

...  Entró  el  transporte,  pocos  días  después, 
en  el  Estrecho  de  Magallanes,  y  fué  á  fondear 
frente  á  Punta  Arenas.  Asomóse  Elgrina  al  ojo 
de  buey,  pero  nada  vio:  algún  barquito  velero 
y  la  despoblada  costa  de  Tierra  del  Fuego  per- 
dida entre  las  brumas.  El  frío,  un  frío  intenso  é 
insistente,  que  nada  atenuaba,  aumentó  su  des- 
esperación. El  encerramiento  de  tantos  días, 
en  el  camarote  como  un  ataúd,  el  cielo  im- 
placablemente nublado,  el  desconsuelo  de  la 


—  132  - 
derrota  total,  de  la  decadencia  definitiva,  le 
habían  hecho  ya  pensar  muchas  veces  en  el 
suicidio...  ¿Por  qué  no  acabar  de  una  vez?  ipor 
qué  no  escapar  con  la  muerte  á  las  penalidades 
que  lo  aguardaban?... 

—¡Vaya!  iHaría  como  los  soldados  cobardes 
que  al  entrar  en  batalla  se  matan  por  miedo  de 
morir! 

Pero,  de  pronto,  experimentó  un  cambio:  el 
transporte,  borneando  lentamente,  presentaba 
aquella  banda  á  Punta  Arenas,  que  ya  podía 
verse  desde  el  camarote  de  Elgrina,  acariciada 
por  un  rayo  de  sol  que  incendiaba  los  anchos 
ventanales  de  sus  casas,  y  reberveraba  en  la 
nieve  prematura  que  les  blanqueaba  los  techos. 
El  prisionero  creyó  revivir.  Después  de  la  pe- 
sadilla de  orfandad  que  lo  obcecara  á  lo  largo 
de  la  Patagonia,  la  alegre  villa  chilena  le  pare- 
ció un  país  de  ensueño,  como  sólo  había  visto 
en  los  cuadros,  un  pedazo  encantado  de  tierra 
donde  la  vida  debía  ser  fácil,  tranquila,  feliz, 
uno  de  esos  rincones  de  los  que  nos  llegan  los 
cuentos  más  apasionadores  de  aventuras,  que 
nunca  podremos  reproducir.  Y  le  palpitaba 
el  corazón,  lleno  por  primera  vez  durante 
aquel  interminable  viaje  de  veinticinco  días, 
del  deseo  de  desembarcar,  correr  las  calles, 
confundirse  de  nuevo  con  los  hombres.  Y  esa 
sensación,  dulce  en  un  principio,  se  hizo  lue- 
go amarga  y  dolorosa,  como  un  choque  con- 
tra lo  imposible,  como  un  desencanto,  como 
un  regreso  violento  á  la  miserable  realidad.  Si- 


—  133  — 
quiera  las  escuetas  costas  patagónicas  eran 
marco  adecuado  para  su  desgracia... 

Partieron.  Una  vez  fuera  de  Punta  Arenas,  la 
situación  de  Elgrina  se  dulcificó  bastante.  Le 
permitieron  salir  del  camarote,  por  concesión 
especial  del  comandante  compadecido,  y  pasó 
largas  horas  sobre  cubierta,  admirando  los 
maravillosos  canales  fueguinos  cuya  belleza- 
ora  melancólica,  ora  majestuosa,  ya  alegre  y 
desbordante  como  un  paisaje  tropical,  ya  im- 
ponente como  un  templo  en  que  la  Naturaleza 
se  mostrara  sin  velos,— producía  en  su  ánimo 
una  impresión  desconocida,  una  mezcla  de  dul- 
zura indecisa  y  de  vaga  pesadumbre  que  jamás 
había  experimentado  hasta  entonces.  Su  falta 
se  desvanecía,  se  borraba,  como  una  nube  bo- 
rrascosa que  se  disuelve  en  el  aire  antes  de  que 
haya  estallado  el  trueno,  y  se  consideraba  á  sí 
mismo,  allá  en  Buenos  Aires,  preparando  el 
golpe,  como  otro  individuo  muy  distinto,  como 
un  pobre  ser  que  se  había  dejado  arrebatar 
por  la  borrasca,  enloquecer  por  la  ambición  y 
las  pasiones...  Y  la  opresión  que  le  apretaba  el 
pecho  y  en  un  principio  casi  le  impedía  respi- 
rar, trocóse  en  una  especie  de  conmiseración 
conmovida,  en  una  profunda  lástima... 

Las  nieves  eternas  de  singular  y  azulada 
blancura  sobre  la  masa  verde  del  bosque,  al- 
gunos de  cuyos  rincones  sonrosaba  ya  el  otoño, 
junto  á  las  peñas  grises  ó  negruzcas  que  se  re- 
flejaban en  las  aguas  tranquilas,  luminosas,  le 
infundían  un  encanto  indecible,  llevándole  in- 
decisos é  injustificados  recuerdos  de  la  infancia. 


-  134  - 
inspirándole  ideas  nuevas,  como  si  aquel  baño 
en  plena  naturaleza  lo  retemplara,  como  si 
asistiese  á  su  propia  milagrosa  resurrección, 
sin  haber  pasado  antes  por  la  muerte...  Y  el 
mismo  recuerdo  de  su  pobre  familia,  torturador 
hasta  aquel  instante,  volvía  á  él  con  claridades 
tibias,  más  dulce,  más  tierno,  más  apacible... 

—¡Oh  si  pudiera  traerlos:  si  pudiera  pasar  la 
vida  con  ellos  en  estos  bosques,  sobre  estas 
montañas,  junto  á  este  mar  que  parece  un  es- 
pejo... 

Ushuaia,  pequeña,  más  pequeña  que  una  es- 
tancia de  la  provincia  de  Buenos  Aires,  no  lo 
desencantó  sin  embargo.  ¿Era  aquel,  acaso,  el 
lugar  de  destierro  y  de  tortura  que  había  ima- 
ginado en  sus  eternas  horas  de  encerramiento? 
La  península  con  las  casillas  de  madera  de  la 
misión  anglicana,  la  iglesita,  el  cottage  del  pas- 
tor; la  ancha  bahía  de  aguas  azules  y  transpa- 
rentes como  cristal;  la  faja  de  tierra  en  que  se 
levantan  las  casas  de  la  Gobernación,  dominada 
primero  por  el  bosque  eternamente  verde,  en 
seguida  por  las  montañas  de  crestas  cubiertas 
de  nieve,  con  el  alto  pico  del  Olivia  en  que  van 
á  enredarse  las  nubes;  el  cielo  luminoso  y  cam- 
biante, todo  le  pareció  encantador  y  tan  dis- 
tinto de  sus  aterradas  pesadillas... 

Y  tuvo  la  sensación  de  que  aquel  suelo  iba  á 
serle  hospitalario.  Algo  como  una  corriente 
simpática  desprendíase  de  cuanto  le  rodeaba; 
su  pecho  se  ensanchó  al  desembarcar,  y  pare- 
cióle que  en  el  cerebro  le  brillaba  una  luce- 
cilla... 


—  135  — 

Le  condujeron  ante  el  Gobernador,  que  por 
el  mismo  transporte  había  recibido  instruccio- 
nes para  su  custodia. 

—Tendrá  usted  el  pueblo  por  cárcel— le  dijo, 
—aquí  no  hay  fugas  que  temer...  Dormirá  en 
una  de  las  casillas  de  la  Gobernación;  y  se  le 
dará  el  rancho  usual  á  las  horas  de  costumbre. 

—¿Podré  saber,  señor,  cuánto  tiempo  he  de 
quedarme  aquí? 

—Estoy  tan  informado  como  usted...  Será 
hasta  nueva  orden. 

—¿Presidio  indeterminado,  entonces? 

—Presidio  no.  ;En  cuanto  á  poder  marchar- 
se... eso  ya  es  otra  cosa!... 

Los  primeros  días  de  permanencia  en  Ushuaia 
fueron  muy  tristes  para  Elgrina.  Gozando  de 
relativa  libertad  podía  ir  y  venir  por  los  alre- 
dedores del  pueblo,  internarse  en  el  bosque  que 
lo  rodea,  pescar  y  recoger  mejillones  en  la  pla- 
ya. Pero  el  espacio  era  estrecho  y  las  horas  le 
parecían  eternas,  su  actividad  inútil  lo  angus- 
tiaba y  las  ideas  negras  volvían  á  obcecarlo. 
Necesitaba  encontrar  un  objeto  en  que  aprove- 
char sus  energías,  un  trabajo  productivo  en 
que  entretener  sus  días  inacabables.  Quería... 
sí,  su  anhelo  era,  también,  ganar  algo  para  su 
familia,  abandonada  en  Buenos  Aires,  en  la  mi- 
seria sin  duda...  Pidió  algo  en  que  ocuparse 
al  Gobernador  que  le  encargó  la  copia  de 
algunas  notas;  pero  no  era  bastante,  y  el  tedio 
no  tardaba  en  volver  á  apoderarse  de  él.  Por 
último,  afortunadamente,  observó  el  afán  con 
que  los  vecinos  y  hasta  los  mismos  empleados 


—  136  — 
adquirían  y  acopiaban  pieles  de  foca  y  de  nu- 
tria, y  se  propuso  ensayar  aquel  comercio,  con 
el  escaso  dinero  que  había  ganado  prestando 
algunos  servicios.  Compró  con  él  licores  espi- 
rituosos, galleta  y  algunas  mezquinas  prendas 
de  vestir,  á  uno  de  los  buqúecitos  que,  proce- 
dentes de  Punta  Arenas,  comercian  con  La- 
pataia,  Ushuaia,  Slogett,  la  Isla  de  los  Estados, 
Río  Grande,  San  Sebastián,  haciendo  un  poco 
de  contrabando  del  que  en  ocasiones  tenían 
que  usar  las  mismas  autoridades,  porque  mu- 
chas veces  los  transportes  no  llegaban  ó  llega- 
ban sin  los  víveres  imprescindibles...  Con  aque- 
llos elementos  comenzó  el  intercambio  con  los 
indios,  á  quienes  daba  guachacay,  (aguardien- 
te anisado)  ó  galleta,  ó  un  par  de  pantalones,  á 
cambio  de  cueros  de  nutria  que  luego  vendía 
á  los  mismos  comerciantes  chilenos.  Aunque  la 
pesca  de  focas  estuviera  prohibida,  no  dejó  de 
adquirir  pieles  á  precio  irrisorio,  y  poco  á  poco 
fué  creándose  un  capitalito  que,  de  cuando  en 
cuando,  le  permitía  enviar  algún  socorro  á  los 
suyos. 

Sus  convecinos,  gente  llena  de  tolerancia, 
quizá  por  lo  mismo  que  la  necesitaban  también 
ellos,  lo  trataron  bastante  bien  en  un  principio; 
luego  fueron  estimándolo  cada  vez  más,  por 
razón  natural,  á  medida  que  fué  prosperando. .. 

Cierto  día— más  de  un  año  después  de  su  lle- 
gada,—sorprendiólo  un  llamamiento  del  Gober- 
nador, que  quería  hablarle  en  su  despacho. 
Acababa  de  llegar  un  transporte... 


—  137  — 

¿Qué  podía  ser  aquello,  y  qué  nuevas  desgra- 
cias iban  á  anunciarle?... 

—Buenas  noticias,  Elgrina— dijo  el  Goberna- 
dor en  cuanto  le  vio  entrar.— -El  transporte  me 
ha  traído  autorización  para  dejarlo  en  completa 
libertad,  de  modo  que  hoy  mismo  puede  em- 
barcarse si  quiere  volver  á  Buenos  Aires,  su 
pasaje  corre  por  cuenta  del  Gobierno... 

—¡Muchas  gracias,  muchas  gracias,  señor 
Gobernador!— dijo  el  deportado,  orillándole  en 
los  ojos  un  relámpago  de  alegría. 

Pero  en  seguida  su  rostro  tomó  una  expre- 
sión meditabunda,  y  una  nube  de  tristeza  pasó 
por  él. 

—Y...  ¿si  quisiera  quedarme,  señor  Goberna- 
dor?—preguntó  por  fin. 

—¿Quién  se  lo  impide?  ¿No  acabo  de  decirle 
que  está  en  plena  libertad? 

La  satisfacción  volvió  á  iluminarlo. 

—Entonces,  me  quedaré,  señor  Gobernador... 
y  hasta  espero  que  algún  día  podré  traer  la  fa- 
milia... En  Buenos  Aires  no  se  vive. 

¡Oh¡  el  desierto  no  exige  capitales  para  per- 
mitir la  vida  al  hombre  enérgico  que  puede 
luchar  con  él;  la  competencia  no  lo  cerca,  el 
trabajo  es  libre,  el  porvenir  no  es  una  sempi- 
terna amenaza.  Hay  que  combatir,  pero  en  ese 
combate  brilla  siempre  una  esperanza  de  posi- 
ble triunfo. 

Elgrina,  con  lo  poco  que  había  ganado  ya  en 
el  comercio  de  pieles  haciendo  lo  mismo  que  los 
demás,  es  decir,  explotando  á  los  indios,  se  pro- 


—  138  - 
ponía  dedicarse  á  tareas  más  nobles  y  quizá 
más  productivas. 

Encargó  á  Malvinas  unas  cuantas  ovejas,  y 
se  las  llevó  á  un  rinconcito  fértil,  ni  muy  lejos 
ni  muy  cerca  de  Ushuaia,  sobre  el  canal  del 
Beagle,  donde  vivió  solitario  como  un  hongo., 
cuidándolas,  esperando,  esperando  el  día  lejano 
en  que  aún  le  fuera  posible  llamar  á  los  su- 
yos., y  gozar  al  fin  de  una  existencia  de  hom- 
bre. Esto  ocurrió  más  pronto  de  lo  que  creía.- 
un  rico  hacendado  del  territorio,  conociendo  su 
laboriosidad  y  su  incontrastable  energía— esa 
misma  energía  antes  descaminada  y  terrible,— 
lo  habilitó  con  buen  número  de  animales,  sem- 
brando también  así  en  excelente  terreno,  y  sin 
sacrificio...  En  efecto,  también  Elgrina  es  rico 
á  la  hora  de  ésta,  y  eso  que  ha  pagado  diez  por 
uno  á  su  protector. 

Allí  está  hoy  rodeado  por  su  familia,  tran- 
quilo y  satisfecho  en  su  rincón,  sabiendo  ya 
qué  es  lo  que  debe  ambicionarse  en  este  mun- 
do: el  pan  de  cada  día  con  la  libertad  menos 
relativa  que  se  pueda  alcanzar. 

Pero,  ¿y  la  conciencia?  ¿No  siente  alguna  vez 
el  antiguo  «bravo»  remordimientos  por  lo  que 
pensó  hacer  y  hubiera  hecho  si  no  se  le  descu- 
bre? íEhl  ¿quién  nos  dirá  si  no  se  alegra,  al  con- 
trario, de  haber  alimentado  un  proyecto  que, 
en  suma,  le  abrió  indirectamente  las  puertas 
del  porvenir?  No.  Ni  una  ni  otra  cosa.  Cree  que 
aquél  fué  otro  hombre,  completamente  extraño 
al  actual,  al  respetado,  al  rico,  al  prudente,  ai 
feliz... 


—  139  - 

Pero  un  día  sintió  deseos  de  volver  á  Buenos 
Aires:  tenía  la  añoranza  de  los  sitios  en  que 
había  sufrido  tanto.  Y  escribió  al  doctor  X*,  con- 
sultándole el  caso. 

«¿Puedo  volver—  le  preguntaba,  —  con  la 
«frente  alta  y  el  corazón  sin  temores? ¿Debo  con- 
»siderarme  un  hombre  honrado  y  digno  del 
«aprecio  de  las  gentes?  El  pasado  ¿pasó  ya,  ó 
«está  presente  todavía?  Aguardo  su  sentencia 
»no  sin  inquietud  pero  tampoco  sin  confianza. 
»Y  me  ceñiré  fielmente  á  ella.» 

El  doctor  X*,  cuya  rectitud  es  insospechable, 
le  contestó  dándole  la  absolución  social,  des- 
pués de  su  castigo  y  de  su  enmienda.  Pero  ter- 
minaba así: 

—«Muchos  á  quienes  estrecho  la  mano  tienen 
» menos  mérito,  porque  no  han  tenido  para  qué 
«pecar,  ni  necesitado  corregirse.  Pero  permíta- 
nme que  le  observe  una  cosa:  Usted  anhela  vol- 
»ver  á  Buenos  Aires...  ¿porqué?  ¿para  qué?..- 
»Hay  un  poco  de  vanidad  en  ello:  usted  quiere 
«mostrarse  en  su  nueva  faz,  tan  simpática,  ante 
»los  que  le  conocieron  en  la  otra,  sin  recordar 
»que  esos  tales  no  mostraron  entonces  el  menor 
«interés  hacia  usted.  Déjelos, y  bendígala  tierra 
«que  le  ha  dado  los  medios  de  rehabilitarse;  qué- 
«dese  en  ella,  considerándola  una  protectora 
«de  la  que  no  debe  separarse.» 

Y  Elgrina,  orgulloso  de  la  estimación  de  aquel 
hombre,  se  ha  quedado  en  efecto  en  las  comar- 
cas en  que  se  realizó  su  renacimiento.  Sus 
últimas  nostalgias  han  desaparecido  y  vive  en 


—  140  — 
la  paz  que  antes  buscara,  insensato,  alejándose 
violentamente  de  ella. 

Sus  hijos  serán,  como  él,  fuertes  pioneers 
fueguinos,  ignorarán  sin  duda  la  desgraciada 
historia  de  la  juventud  de  su  padre,  y  contri- 
buirán eficazmente  para  que  aquellas  tierras  se 
incorporen  de  lleno  á  la  vida  de  la  civilización; 
quizá  algún  día  me  toque  también  contar  la 
ruda  educación  que  reciben,  en  lucha  desde 
temprano  con  la  naturaleza— relato  que  será 
tan  sencillo  como  éste,  porque  todo  es  sencillo 
allá  donde  el  hombre,  si  no  es  ayudado,  no  es 
estorbado  ni  hostigado  tampoco  por  sus  seme- 
jantes... 


La  gesta  de  Lniggin, 


A  Pedro  Angelici. 


—En  cuanto  junte  un  capitalito,  pongo  una 
carpintería  por  mi  cuenta.  El  que  trabaja  hace 
camino  en  este  país,  ¡todo  el  mundo  me  lo  ha 
dicho! 

Así  pensaba  Luiggin,  el  marido  de  la  linda 
Marietta  al  desembarcar  en  Buenos  Aires  por 
el  antiguo  muelle  de  pasajeros,  con  pocas  liras 
en  el  bolsillo  y  muchas  ilusiones  y  esperanzas 
en  la  cabeza,  su  decisión  de  buen  piamontés, 
sus  fuertes  brazos  de  mozo  robusto  y  su  habi- 
lidad de  oficial  carpintero. 

Había  que  verlo  subir  por  la  barranca  de  la 
calle  Piedad  hacia  el  centro,  alto,  enjuto,  con 
sus  largos  bigotes  negros  y  sus  ojos  resueltos 
y  brillantes,  dejando  colgar  los  brazos  de  que 


—  142  — 
pendían  dos  macizos  y  encallecidos  puños,  ba- 
lanceados por  el  movimiento,  al  lado  de  Ma- 
rietta,  menuda  y  vivaracha,  en  cuyo  rostro 
sonrosado  ardían  como  brasas  los  labios  y  co- 
mo llama  las  pupilas. 

Se  habían  casado  hacía  poco,  en  una  aldea 
próxima  á  Turín,  convenidos  de  antemano  para 
venir  á  América  en  busca  de  fortuna,  seguros 
de  sí  mismos,  de  su  buena  suerte,  de  su  amor  y 
de  su  alegría.  Y  se  embarcaron  días  después  de 
la  boda,  y  aquí  estaban  ya,  en  el  teatro  de  la 
lucha,  dispuestos  á  vencer  y  convencidos  del 
triunfo. 

Luiggin  no  perdió  tiempo,  y  antes  de  acabar 
con  la  última  de  las  pocas  monedas  que  había 
traído,  ya  tenía  ocupación  y  salario  en  el  taller 
de  un  paisano  suyo,  y  veía  el  horizonte  de  co- 
lor de  rosa,  soñando  entre  las  astillas  y  las  vi- 
rutas con  su  futuro  establecimiento,  las  rique- 
zas, la  vuelta  triunfal  á  Italia  y  á  su  pueblo.  Su 
mujer  soñaba  con  él,  en  las  horas  tranquilas 
del  descanso,  frente  á  la  frugal  comida,  y  á  los 
proyectos  de  ambos  se  mezclaban  risas  y  bro- 
mas, la  afectuosa  jovialidad  de  gente  optimista 
que  cuenta  con  su  fuerza  y  su  juventud,  y  no 
vislumbra  siquiera  dificultades  en  el  camino. 

El  salario  era  pequeño,  bastaba  apenas  para 
sus  necesidades;  pero  modestos  y  ordenados, 
no  sufrían  ni  se  quejaban. 

—Hay  que  empezar  por  el  principio— decía 
Luiggin,— y  es  malo  apurarse  mucho. 

Y  reía  y  cantaba  bromeando  con  Marietta,  y 
en  el  taller,  envuelto  en  aserrín  y  polvo,  su 


-  143  - 
voz  alegre,  se  oía  de  la  mañana  á  la  noche, 
vibrante  de  contento  y  de  confianza. 

Plasta  entonces  le  había  sido  imposible  poner 
nada  de  lado,  pues  los  gastos  se  equilibraban 
estrictamente  con  las  entradas.  Pero,  ¿no  tenía 
aquellos  brazos  formidables  y  aquel  pecho  de 
atleta?  ¿Para  qué  pedir  más?  iTiempo  al  tiempo, 
qué  diablos!...  Y  sin  embargo,  sin  ahorros,  no 
podría  establecerse  por  su  cuenta...  iBah!  ya 
llegaría  el  momento  de  economizar ,♦  aunque  el 
patrón,  «paisano»  y  todo,  se  mostrara  duro  y 
mezquino. 

Nada  podía  turbar  su  fe  ni  amenguar  su  ale- 
gría cuando  la  más  grata  de  las  noticias,  la 
que  debiera  haberlo  llenado  de  satisfacción,  le 
puso  una  arruga  en  la  frente:  Marietta  estaba 
en  cinta.  Con  los  ojos  brillantes,  las  mejillas  en- 
cendidas y  las  manos  trémulas,  se  lo  dijo  una 
tarde, muy  en  secreto,  casi  angustiada  de  tanta 
alegría.  Y  á  Luiggin  le  pareció  como  si  se  ras- 
gara de  pronto  un  velo  cuya  existencia  igno- 
raba y  que  le  había  deformado  las  cosas  del 
porvenir...  Ceñudo,  pensó  por  primera  vez  en 
que  aún  no  tenía  asegurado  el  día  de  maña- 
na... y  por  primera  vez  sintió  un  poco  de  miedo. 

Reflexionó,  hizo  sus  planes,  y  pocos  días  des- 
pués hablaba  con  el  patrón,  solicitando  un  au- 
mento de  salario. 

—Vamos  á  tener  un  hijo— explicó. 

—Me  alegro  mucho,  pero,  por  otra  parte, 
siento  no  poder  pagarle  más.  Los  tiempos  es- 
tán muy  malos.  Más  tarde,  dentro  de  unos  me- 
ses, quizás...  Haré  lo  posible. 


—  144  — 

Desconsolado  por  esta  negativa  su  tristeza 
se  prolongó,  se  hizo  más  profunda.  Buscó  otro 
taller,  pero  no  se  le  ofrecieron  mejores  condi- 
ciones y  tuvo  que  quedarse  donde  estaba,  espe- 
rando que  se  cumplieran  ó  no  se  cumplieran 
las  vagas  promesas  del  patrón... 

Marietta  notó  sus  desfallecimientos,  adivinó 
sus  preocupaciones,  y  sin  decirle  nada  utilizó 
la  habilidad  de  sus  manos,  bordando  y  cosiendo 
para  afuera,  por  una  escasa  compensación.  Pe- 
ro á  fin  de  mes,  roja  de  orgullo  y  de  alegría,  pu- 
so una  pequeña  suma  en  manos  de  su  marido. 

— iY  esto?— exclamó  Luiggin,  con  sorpresa  y 
recelo,  mientras  se  le  ahondaba  más  la  arruga 
de  la  frente. 

—Esto  es,  loque  he  ganado  bordando— repli- 
có Marietta  con  aire  de  triunfo.— Esto  quiere 
decir  que  yo  también  soy  capaz  de  trabajar  y 
que  no  estarás  solo  para  mantener...  al  que 
viene,  i  Alégrate  y  echa  al  diablo  las  preocupa- 
ciones y  las  tristezas!... 

Una  lágrima  de  rabia,  empañó  los  brillantes 
ojos  de  Luiggin  que,  con  un  nudo  en  la  gargan- 
ta, sólo  pudo  murmurar  para  sus  bigotes: 

—¡Cuesta  Mérrica! 

Y  en  esta  frase  sintetizaba  su  desconsuelo,  de 
que  el  trabajo  no  le  bastara  para  ser  el  único 
sostén  de  la  familia,  su  desencanto  al  ver  bur- 
ladas sus  esperanzas  y  su  amargura  de  que 
sus  ilusiones  comenzaran  á  desvanecerse,  pre- 
cisamente cuando  más  las  necesitaba...  Y  ha- 
ciendo juego  con  la  arruga  de  su  frente,  un 
pliegue  irónico  que  ya  no  iba  á  desaparecer  ja- 


-  145  - 

más,  cambió  la  expresión  de  su  boca,  hasta  en- 
tonces franca  y  sonriente. 
—¡Esta  América! 


II 


—Los  patrones...  Los  patrones  pagan  lo  su- 
ficiente para  que  uno  no  se  muera  de  hambre 
y  pueda  seguir  trabajando,  nada  más— le  de- 
cía Gervais,  un  francés  obrero  del  mismo  ta- 
ller, con  quien  solía  ir  á  «tomar  la  tarde»  en  el 
almacén  de  la  esquina.— No  hay  modo  de  eco- 
nomizar un  real,  porque  ellos  saben  muy  bien 
que  uno  se  les  escaparía  y  hasta  se  pondría  á 
trabajar  por  su  cuenta.  Hace  diez  años  que  le 
doy  al  formón  y  al  escoplo,  y  si  me  enfermo 
no  tendré  más  recursos  que  los  que  me  pase  la 
sociedad  francesa...  Usted  haría  bien  en  entrar 
en  la  italiana  de  Socorros  Mutuos.  Nadie  sabe 
lo  que  puede  suceder... 

—Pero  hay  muchos  trabajadores  que  se  en- 
riquecen. Nuestro  mismo  patrón  que  llegó  sin 
un  cobre,  hoy  tiene  plata. 

—Pregúntele  si  la  ganó  trabajando...  Nadie 
hace  fortuna  trabajando.  ¡Es  una  mentira!  ¡Sólo 
por  una  pillería  ó  por  un  milagro  se  puede  lle- 
gar á  ser  rico!...  ¡Hasta  en  este  país  que  se  con- 
sidera el  país  de  Cucaña!... 

—Una  pillería  ó  un  milagro— iba  diciendo 
Luiggin,  al  volver  á  su  casa.— Pillerías  no  sé 
hacer  ni  tengo  ocasión.  ¡Y  los  milagros  andan 
tan  escasos!... 

VIOLINES.— 10 


—  146  — 

Marietta  había  dado  á  luz  una  robusta  chi- 
quilla, á  quien  llamaron  Marianina,  y  cuya  pre- 
sencia alegró  por  un  momento  el  cuartujo  del 
conventillo  en  que  Luiggin  y  su  mujer  vivían 
miserablemente,  pues  lo  poco  que  pudieron 
ahorrar  en  los  meses  anteriores  se  lo  habían 
llevado  la  partera  y  el  farmacéutico  en  un  abrir 
y  cerrar  de  ojos. 

Pero  aquel  regocijo  no  pudo  durar  mucho, 
el  Jiijo  no  venía  con  el  pan  debajo  del  brazo  de 
que  habla  el  proverbio,  y  el  almacenero  y  el 
carnicero  ponían  mala  cara,  pues  comenzaban 
á  deberles  demasiado.  Marietta  podía  bordar 
muy  poco,  preocupada  á  cada  instante  como 
buena  primeriza  de  atender  á  Marianina  cuan- 
do lloraba,  cuando  reía,  cuando  dormía  y  cuan- 
do se  despertaba.  Y  en  aquel  cuarto  bajo  y  obs- 
curo al  que  llegaban  los  cantos,  los  gritos  y  las 
discusiones  de  los  vecinos,  envueltos  en  el  olor 
del  jabón  de  las  lavanderas  y  el  vaho  de  las 
cocinas  al  aire  libre,  ollas  y  sartenes  hirviendo 
en  los  braseros,  la  batahola  incesante  de  los 
chicos  y  las  reyertas  frecuentes  de  los  grandes, 
en  Marietta  evocaba  la  aldehuela  del  Pia- 
monte,  cuya  miseria  habían  trocado  por  otra 
más  amarga,  reagravada  por  el  aislamiento. 

Y  Luiggin  llegaba  todas  las  tardes,  tomaba' 
á  su  hijita  sobre  las  rodillas,  la  hablaba,  la  son- 
reía, la  hacía  bailar  en  sus  brazos...  y  luego 
caía  en  una  sorda  irritación  que  la  pobre  Mariet- 
ta compartía  al  fin,  desconsolada  ante  la  idea  de 
que  Marianina  pudiese  enfermárseles  ó  de  que 
Luiggin  se  quedara  sin  trabajo,  viendo  visiones 


-  147  - 

angustiosas  engendradas  por  la  incertidumbre 
en  el  porvenir... 

—¿Sabes  lo  que  dice  Gervais?  ¡Que  ni  en  esta 
misma  tierra  se  puede  hacer  fortuna,  si  no  con 
alguna  picardía  ó  con  algún  milagro: 

—¡Oh!  ¡Eso  es  una  exageración'— replicó  Ma- 
rietta,  poco  persuadida  pero  por  alentar  á  su 
hombre.— ¡Hay  muchos  que  se  han  puesto  ri- 
cos trabajando!... 

Luiggin  meneó  la  cabeza  sonriendo,  con 
amargura. 

—¡Cuesta  Mérrica:  ¡Cuesta  Mérrica:  —  mur- 
muraba irónico,  semi-indignado  contra  los  que 
le  contaran  maravillas  incitándolo  á  abandonar 
su  país  para  venirse... 

—La  suerte  tiene  que  cambiar,  y  entonces  tu 
trabajo  bastará  para  que  vivamos,  y  todavía 
nos  dejará  ahorrar  y  comenzar  á  ser  ricos. 

—¡Si  sucede  un  milagro!  Ya  ves,  tú  misma 
dices:  «la  suerte  tiene  que  cambiar.»  Entonces, 
¡es  claro!  ¡El  trabajo  no  basta!... 


III 


Pasaron  años  en  aquella  existencia  de  galeo- 
tes, y  otros  hijos  vinieron,  pero  sin  traer  tam- 
poco pan  alguno  debajo  del  brazo.  Un  acciden- 
te que  costó  un  dedo  á  Luiggin  estuvo  á  punto 
de  hacerlos  morir  de  hambre:  los  salvó  el  con- 
sejo de  Gervais,  seguido  inmediatamente  por 
el  obrero  que  había  entrado  en  una  sociedad 
italiana  de  socorros  mutuos. 


—  148  — 

Esta  le  suministró  los  medicamentos  y  un 
subsidio  mientras  estuvo  imposibilitado  para 
trabajar.  Cuando  curó,  la  suerte  pareció  más 
benigna.  Su  antiguo  patrón  lo  había  substitui- 
do, y  después  de  mucho  buscar,  encontró  una 
casa  donde  se  le  retribuía  mejor. 

Marietta  ganaba  algo  por  su  parte:  los  tiem- 
pos eran  más  propicios,  allá  por  el  88,  cuando 
el  dinero  parecía  bailar  un  can-cán  furioso .  Hi- 
cieron economías  y  comenzaron  á  vislumbrar 
más  cercana  la  realización  de  su  sueño  de  in- 
dependencia, de  patronato,  de  enriquecimiento. 
Y  Luiggin,  sin  darse  cuenta  de  aquellas  cir- 
cunstancias anormales,  aquel  delirio  general  de 
grandezas  que  podía  considerarse  como  una 
casualidad  ó  un  milagro,  recobraba  poco  á  poco 
los  bríos  de  su  juventud,  la  confianza  en  sí 
mismo,  la  alegría  de  vivir,  de  sentirse  fuerte, 
animoso,  capaz  de  conquistar  el  mundo.  Y  se 
decia:  ¡El  trabajo  y  la  voluntad!  ¡No  hay  nada 
más!  ¡Qué  suerte  ni  qué  milagros!  Con  la  ener- 
gía puede  tardarse  en  triunfar,  pero  al  fin  se 
triunfa,  ¡qué  diablos! 

Marietta,  al  ver  el  cambio  de  Luiggin,  su  cara 
plácida  en  que  apenas  quedaba  la  huella  de 
la  arruga  preocupada  y  del  pliegue  irónico  y 
amargo,  se  reanimaba  y  rejuvenecía,  como 
una  planta  mustia  puesta  por  fin  en  el  terreno 
que  necesitaba.  Los  chicos  mayores  iban  ya  á 
la  escuela,  y  aprendían,  y  los  ligaban  cada  vez 
más  al  país,  pues  eran  completamente  de  él. 
¡Tan  diferentes  á  los  niños  del  Piamonte!  Y  ya 
no  hablaban  de  volver  á  Italia,  donde  ellos,  qui- 


-  149  — 

zá,  se  encontrarían  solos,  sin  vinculaciones  de 
amistad  ni  de  costumbres,  y  donde  sus  hijos 
parecerían  extranjeros,  pues  ni  siquiera  habla- 
ban el  dialecto  que  ellos  conservaban  en  un 
principio,  con  la  idea  de  volver  más  tarde,  por- 
que eran  recalcitrantes  á  la  prosodia  castellana. 
En  fin,  muchos  años  después  de  haber  llega- 
gado  y  á  principios  de  1890,  sus  ahorros  les  per- 
mitieron realizar  su  sueño  dorado.  Luiggin  al- 
quiló una  gran  pieza  á  la  calle,  en  un  barrio 
populoso,  compró  herramientas,  bancos,  útiles 
y  madera,  y  abrió  su  taller,  poniendo  orgullo- 
sámente  sobre  la  puerta  este  letrero  que  él 
mismo  pintó: 

CARPINTERÍA  del  trabaco 
E  LA  FORTUNA 

— 1N0  es  cierto  que  se  necesiten  ni  picardías 
ni  milagros'.— repetía  convencido. 

Y...  sobrevino  la  crisis,  la  revolución,  el  dia- 
blo á  cuatro.  De  repente,  no  hubo  con  qué  pa- 
gar el  alquiler,  ni  cayó  un  encargo  en  la  car- 
pintería, ni  hubo  casi  qué  poner  en  el  puchero. 
El  fuerte  y  animoso  Luiggin,  desalentado  otra 
vez,  con  más  arrugas  y  más  hondas,  lanzando 
sarcasmos  contra  la  suerte,  tuvo  que  venderlo 
todo,  bancos,  herramientas,  útiles  y  tablas,  y 
antes  de  entregar  al  propietario  las  llaves  del 
taller,  borró  con  rabia  el  orgulloso  letrero 
con  que  había  querido  hacer  ostentación  de  su 
triunfo. 


—  150 


IV 


Dos  años  más  tarde,  casi  viejo  ya,  irónico  y 
desalentado,  ha  conseguido,  sin .  embargo, 
establecerse  de  nuevo  por  su  cuenta.  Pero  ya 
no  tiene  la  resolución  de  antes.  Tanto  es  así 
que,  tratándose  del  nombre  que  había  de  dar 
al  flamante  taller,  dijo  sarcásticamente  á  Ma- 
rietta: 

—No  le  pondré  ni  de  la  fortuna  ni  de  la  suer- 
te, ni  de  ninguna  otra  tontería.  Le  daré  el  nom- 
bre de  la  primera  obra  que  se  me  encargue: 
«Carpintería  del  banquito»  ó  «de  la  mesa  de 
luz...» 

El  primer  cliente  fué  un  cura  de  una  capillita 
muy  pobre,  erigida  en  aquel  barrio  suburba- 
no. Le  encargó  un  armarito  ó  tabernáculo  para 
guardar  el  copón  en  el  altar  de  las  comuniones. 
Luiggin  se  puso  á  hacerlo  con  fiebre.  Y  cuando 
lo  terminó,  acordándose  del  letrero,  pintó  so- 
bre su  puerta: 

CARPINTERÍA  DEL  TABERNACUL 

En  seguida,  como  quedara  en  blanco  un  gran 
espacio  de  pared  desnuda,  su  espíritu  sarcástico 
le  dictó  un  complemento  á  aquel  nombre  es- 
trambótico, un  complemento  que  sintetizaba 
las  amarguras  de  su  vida,  los  desencantos  su- 
fridos, la  convicción  amarga  de  que  el  trabajo 


-  151  — 

no  es  bastante  para  vencer,  de  que  se  necesita 
algo  más.  Y  á  un  costado  del  frente,  rimando 
con  el  título,  apareció  esta  sentencia,  que  aún 
leen  soprendidos  y  curiosos  los  transeúntes: 

SI  LA  YA  BEN 

A  LE  UN  MIRACUL 


Manchas  de  acuarela. 


A  Eduardo  A.  Sala 


Crepúsculo. 

Arremolinados  entre  nubes  de  polvo  llegan 
los  animales  al  corral  cercano,  con  sordo  re- 
doble de  pezuñas  en  el  suelo  recio  y  duro,  ba- 
lando en  toda  la  gama,  desde  el  grave  y  bron- 
co lamento  de  los  padres  hasta  el  chillido  agu- 
do, lastimoso  é  infantil  de  los  corderos.  La 
atmósfera,  opaca,  vibra  sus  colores  armoni- 
zándolos con  esas  notas  é  infundiendo  en  el 
espíritu  una  melancolía  casi  desgarradora, 
amarga  y  punzante. 

Ovejas  y  carneros,  de  lomos  amarillentos  y 
sombras  de  índigo  puro,  trepan  unos  sobre 
otros,  y  sus  líneas  indecisas  diseñan  altos  bi- 
sontes cornudos;  descansan  las  patas  delante- 
ras en  la  grupa  lanuda  del  que  los  precede,  y 


—  154  — 

siguen  así,  marchando  con  el  hocico  abierto 
para  lanzar  al  aire  su  lamentación. 

De  la  espesa  nube  de  polvo,  más  atrás,  surge 
la  desmesurada  y  movediza  silueta  de  los  peo- 
nes que,  á  caballo,  hacen  molinete  con  el  arria- 
dor  y  silban  empujando  la  majada  que  des- 
prende un  vaho  denso  de  olor  acre  y  penetran- 
te. El  movimiento,  la  luz  incierta,  el  color  in- 
deciso, la  línea  mudable,  dan  al  cuadro  el  sabor 
de  una  pesadilla... 

...  El  pisoteo  disminuye,  los  balidos  ralean, 
la  agitación  del  corral  se  tranquiliza  como  el 
agua  revuelta  y  turbia  que  va  recobrando  su 
paz  lacustre,  y  las  primeras  gasas  tenues  de  la 
neblina  se  confunden  con  el  hálito  de  la  majada 
soñolienta,  y  espesan  el  velo  que  la  esfuma. 

Ancho  trazo  de  luz  rojiza  corta  la  pared  y 
luego  el  suelo  blanquizco  desde  una  ventana  del 
rancho  de  los  peones,  que  pasan  de  vuelta,  á 
pie,  como  sombras,  dando  las  bueñas  tardes, 
para  destacarse  en  seguida,  negros,  con  los 
perfiles  luminosos,  entre  las  oladas  de  berme- 
llón y  de  carmín  que  inundan  la  cocina,  donde 
el  chirriar  de  las  grasas  sobre  la  leña  imita  el 
hervidero  de  un  remolino.  El  nimbo  de  amari- 
llo y  rojo  que  rodea  la  puerta  y  la  ventana, 
borra  lo  demás,  que  parece  tenebrosa,  inson- 
dablemente negro... 

Brota  la  luz  en  la  casa,  en  los  corredores: 
todo  se  desvanece.  A  la  tristeza  sin  causa  del 
crepúsculo,  sucede  la  alegría  del  interior  ilumi- 
nado, de  la  larga  mesa  blanca  que,  hospitala- 
ria, espera... 


155 


II 


Lluvia  en  la  Pampa. 

Una  nube,  una  sola,  arrastrada  violentamen- 
te por  el  pampero,  manchaba  el  firmamento 
azul  celeste  claro,  en  que  brillaba  el  sol,  alto 
aún.  Parecía  que  nos  hallásemos  bajo  una  in- 
mensa campana,  y  el  horizonte  circular  estaba 
libre  en  un  radio  de  leguas.  La  nube  marchaba 
al  encuentro  del  sol,  muy  alta  también,  carga- 
da de  lluvia,  con  una  rapidez  vertiginosa. 

—Vamos  á  tener  un  chaparrón— dijo  un  pai- 
sano. 

Las  matas  de  paja  brava  y  de  cortadera  no 
se  movían  en  nuestro  alrededor;  las  capas 
inferiores  de  la  atmósfera  parecían  dormir; 
zumbaban  en  torno  los  tábanos,  los  mosqui- 
tos, los  jejenes;  la  tropilla  se  arremolinaba  y 
apeñuscaba  en  círculo,  bajo  el  ardiente  sol,  y 
los  pobres  jamelgos,  desesperados,  agitaban 
lascólas  en  defensa  de  sus  flancos  sangrien- 
tos, tratando  de  ocultar  la  cabeza  melancólica 
entre  la  masa  formada  por  sus  compañeros. 

Me  quedé  á  la  puerta  del  rancho,  interesado 
por  el  drama  de  aquella  nube,  arrebatada  en 
medio  de  tanta  tranquilidad,  cuando  no  se  mo- 
vía una  brizna  en  el  campo  y  vagos  vapores 
transparentes,  como  vibraciones  del  aire,  her- 


—  156  — 

vían  entre  los  matorrales,  á  raíz  del  suelo,  con 
la  evaporación  violenta  de  la  tierra  caldeada 
por  el  sol. 

La  nube  era  alargada,  recortada  con  curvas 
caprichosas,  cual  de  copos  de  algodón  en  los 
contornos  más  cercanos,  blanquísimos,  que 
cambiaban  de  forma,  como  derrumbamientos 
súbitos  á  cada  instante,  ancha  orla  de  plumón 
de  cisne  que  corría  de  Norte  á  Sur,  circundan- 
do el  cuerpo  fusiforme  y  ceniciento  de  la  nube, 
muy  opaca  en  el  centro,  algo  más  clara  luego, 
en  escala  descendente,  como  si  se  esfumara  y 
su  límite,  indeciso,  quisiera  confundirse  con  el 
azul  casi  blanco  del  cielo. 

Bogaba  con  rapidez  vertiginosa,  como  extra- 
ño barco  que  navegara  hendiendo  el  agua  con 
la  banda  en  lugar  de  la  proa,  y  á  medida  que 
se  acercaba  iba  afectando  en  la  continua  va- 
riación de  sus  perfiles,  una  forma  semicircu- 
lar, cóncava,  cuyo  centro  pareció,  de  pronto, 
situarse  en  el  lugar  en  que  yo  me  hallaba. 

Un  instante  después,  la  nube  aislada  ocultó 
el  sol,  perdió  la  orla  su  blancura  de  cisne,  la 
masa  aún  más  opaca,  proyectó  sombra  sobre 
una  vasta  extensión  de  la  pampa,  como  una 
mancha  neutra  sobre  el  verde  cálido  y  vibra- 
do de  la  hierba,  y  que  corría  por  el  suelo  amol- 
dándose á  sus  menores  accidentes,  como  apo- 
calíptico reptil  que  sólo  tuviera  dos  dimensio- 
nes: el  ancho  y  el  largo. 

Dos  paisanos  que  seguían  á  caballo  la  huella 
polvorienta,  como  dos  manchitas  de  color  al 
rayo  ardiente  del  sol,  se  trocaron  de  repente 


—  157  - 

en  dos  notas  grises  y  galoparon  un  rato  á  la 
sombra,  hacia  mí  como  antes,  pero  más  lejos, 
llevados  gran  distancia  atrás  por  la  luz  difusa 
que  los  envolvía.  La  nube  siguió  su  carrera 
desalada.  Los  gauchos  iluminados  de  pronto 
por  el  sol  que  me  deslumbre  al  reaparecer, 
dieron  un  enorme  salto  hacia  delante. 

La  nube  pasó  sobre  mi  cabeza,  cuando  ya  su 
sombra  huía  á  lo  lejos;  pasó  como  ave  fantás- 
tica de  ala  sin  rumores,  arrebatada  por  el  ven- 
daval de  la  altura,  dejando  al  sol  triunfante 
tras  de  ella... 

En  el  ambiente  diáfano,  tranquilo,  fulguran- 
te, de  una  claridad,  de  una  transparencia  de 
pureza  infinita,  bajo  la  vibración  blanquecina 
del  cielo  y  la  aureola  de  gualda  del  sol,  allá  en 
el  aire  dormido,  hubo  una  avalancha,  un  de- 
rrumbamiento de  piedras  preciosas,  brillantes 
tallados,  rojos  rubíes,  topacios,  amatistas,  tur- 
quesas, esmeraldas,  una  lluvia  de  gemas  sor- 
prendentes de  hermosura,  embriagadoras  de 
riqueza,  fascinantes,  como  si  ellas  también  fue- 
sen luz.  Derramábase  en  la  atmósfera  un  cau- 
dal, un  tesoro,  una  maravilla,  como  no  la  soñó 
el  mismo  Aladino,  como  no  se  alcanzó  á  desear 
en  el  más  fantástico  de  los  cuentos  orientales. 

La  nube,  al  pasar,  había  volcado  su  joyel  so- 
bre la  pampa,  y  caían  á  montones,  precipitadas 
desde  lo  alto,  las  estupendas  pedrerías  conque 
se  forma  el  iris,  pero  no  ya  en  fastuosa  diade- 
ma, sino  en  cascada  rutilante,  en  un  desborda- 
miento desordenado  y  artístico,  inverosímil  y 
caprichoso  de  riquezas  que  fueron  mías,  sólo 


—  158  — 
mías  en  aquel  instante,  y  que  en  vano  buscará 
luego  la  avidez  entre  la  humilde  hierba,  en  el 
suelo  de  la  pampa  que,  ávido  y  avaro  él  tam- 
bién, las  recogió  antes  de  que  el  sol  pudiese  de- 
volverlas á  la  nube. 


III 


Rayo  de  luna. 

La  luna,  muy  nueva  aún,  ilumina  vagamen- 
te la  extensión  en  reposo,  deforma  los  objetos, 
presta  á  los  matorrales  inmediatos  apariencias 
de  lejanos  y  gigantescos  árboles,  y  á  las  arbole- 
das del  horizonte  aspecto  de  vecinos  y  desmi- 
rriados almacigos  ó  de  zarzas  bajas  y  ondu- 
lantes. 

Entre  la  masa  de  índigo  del  suelo  la  disputa 
de  las  ranas  y  los  grillos  se  exaspera  en  la  sole- 
dad, bajo  la  sombra  de  la  hierba  doblegada  por 
el  rocío,  y  en  el  aire  levemente  plateado  suele 
cruzarse  el  agrio  graznido  de  la  lechuza  con  el 
alerta  espasmódico  del  tero,  la  grave  voz  des- 
apacible é  inquieta  del  chajá  y  el  ladrido  con- 
fuso de  la  perrada  en  las  estancias  vecinas. 

Trotan  los  caballos  envueltos  en  la  luz  blan- 
ca y  falsa,  dejan  atrás  el  largo  y  negro  biombo 
de  álamos  que  señala  el  límite  de  una  estancia, 
y  que,  confundiéndose  con  su  propia  inmensa 
sombra,  finge  desmesurada  altura,  y  se  inter- 


—  159  — 
nan  en  otra  alameda,  un  camino  misterioso  y 
obscuro.  Detrás  queda  el  arco  de  la  luna,  como 
la  uña  de  un  dedo  de  luz  que  rasgase  la  te- 
chumbre aterciopelada.  Vense  blanquear,  in- 
decisas como  una  nube  rastrera,  las  paredes  de 
la  casa  sobre  el  fondo  azul  de  la  noche,  allá  en 
el  confín  de  la  calle  sombría  en  que  el  aire,  al 
mover  de  uno  y  otro  lado  las  ramas  susurran- 
tes, hace  saltar  y  danzar  formas  inciertas  y 
quiméricas,  alimañas  de  pesadilla  y  de  fiebre 
entre  el  follaje  de  que  cuelgan  muselinas  azu- 
les, engañosamente  translúcidas,  de  un  azul 
fantástico  y  evocador. 


IV 


Condensación. 

La  niebla  cae  como  una  lluvia  lenta,  dormi- 
da, pulverizada.  A  lo  lejos,  lechosa  y  opalina, 
envuelve  y  decora  los  árboles,  las  desigualda- 
des del  terreno.  El  panorama  es  un  caos,  indi- 
visible é  infinitamente  dividido,  pues  la  niebla 
baja  aquí,  alta  allí,  allá  densa,  acá  tenue,  es 
una,  única  y  sola,  del  uno  al  otro  extremo  del 
reducido  horizonte,  é  invádela  extensión  como 
las  cenizas  de  una  erupción  volcánica. 

A  lo  largo  de  los  cinco  ó  seis  alambres  de  los 
cercos,  las  gotas  de  rocío  son  interminables  y 
paralelas  sartas  de  diamantes  unidas  aveces 
entre  sí  por  el  sol  de  las  grandes  telarañas,  en- 


—  160  - 
cajes  de  hilos  de  plata,  recamos  blancos  de 
mostacilla,  petos  principescos  de  perlas  dimi- 
nutas. 

El  rocío  es  tan  abundante,  que  su  peso  doble- 
ga el  pasto  en  los  taludes  del  ferro-carril,  de- 
jándolo como  pisoteado  por  la  hacienda.  Debajo 
de  los  vagones,  las  esferitas  apeñuscadas  y 
blanquecinas  borran  el  verdor  de  la  hierba,  y 
simulan  el  mantel  quebradizo  de  la  escarcha. 

Al  ras  del  suelo  se  está  como  en  una  alta 
cima  rodeada  de  nubes  que  pudieran  tocarse 
extendiendo  los  brazos,  y  esas  nubes  tienen 
matices  desleídos  de  acuarela,  desde  los  índi- 
gos al  blanco,  en  manchas  caprichosas  de  azu- 
les, de  violáceos,  de  rojos,  de  amarillos,  de 
verdes  muy  lavados  y  puestos  inexpertamente 
en  el  papel,  velando  apenas  su  blancura. 

El  espectador  está  como  en  la  parte  baja  é 
interior  de  una  esfera,  achatada  en  sus  puntos 
tangenciales  con  el  suelo. 


Hora  de  misterio. 

El  aire  quieto  y  transparente  ahonda  la  no- 
che azul;  la  alta  bóveda  se  ha  elevado  aún  y 
con  ella  los  astros  de  oro  que,  sin  embargo, 
brillan  más. 

En  Oriente  un  vago  resplandor  blanco  vela 
sus  fulgores. 


-  161  - 

A  lo  lejos,  en  el  paisaje  sin  perfiles,  flotan  li- 
gerísimas  brumas,  muy  intangibles,  muy  te- 
nues, y  masas  negras  se  agazapan  entre  los 
árboles  cuya  ramazón  es  una  mancha  de  índi- 
go sobre  el  fondo,  más  claro,  del  cielo. 

Hay  luz  en  todas  partes,  y  todo  está  en  tinie- 
blas; se  escuchan  mil  rumores  y  todo  ha  en- 
mudecido. 

Grazna  de  pronto  una  lechuza  que  revolotea 
atraída  por  la  lámpara,  agria  y  sarcástica.  Sus 
alas  se  oyen  rasgando  el  silencio.  Pasa  apenas 
el  calofrío  de  su  burla  intempestiva,  cuando  ya 
otra  le  responde  con  un  cloqueo  medroso,  eri- 
zando la  epidermis. 

El  ambiente  húmedo  atraviesa  el  paño  y,  ca- 
ricia estremecedora,  siniestro  cosquilleo,  se 
desliza  por  la  piel. 

Alrededor  de  la  lámpara  las  falenas  hacen 
fantásticos,  macabros  simulacros,  y  un  grillo 
que  se  oculta  frente  á  la  ventana  amodorra  el 
cerebro  y  hace  zumbar  los  oídos  con  la  inter- 
mitente estrofa  insulsa  que  canta  sus  sabrosos 
amores. 

No  hay  color,  no  hay  formas,  hasta  que  sal- 
ga la  luna  y  blancos  imposibles  vaguen  por  la 
atmósfera  amodorrada. 


VI 

Lluvia. 

Ahora,  el  agua  cae  continua,  torrencialmen- 
te,  redobla  en  los  techos  y  en  las  hojas  de  los 

VIOLINSS.— 11 


—  162  - 
árboles  que  rodean  la  casa,  se  quiebra  con 
mil  chispas  de  ópalo  en  la  orilla  del  alero,  le- 
vanta móviles  estalagmitas  en  el  suelo  enchar- 
cado, raya  el  aire  como  un  espejo  cortado  por 
millones  de  diamantes,  susurra  y  cloquea  en 
el  albañal,  muge  dentro  de  las  paredes  en  los 
caños  colectores  del  aljibe,  llena  el  aire  de  mil 
extraños  roces  de  seda,  mide  el  tiempo  campa- 
nada á  campanada,  múltiple  y  sonora  clepsi- 
dra, por  las  goteras  del  techo. 

Desde  el  corredor  se  abarca  el  triste  paisaje. 

Del  cielo  plomizo,  uniforme,  abrumador  de 
melancolia,  cuelga  una  inmensa  cortina  gris,  á 
la  que  se  suceden  otras  y  otras  más,  hasta  de- 
jar impenetrable  el  horizonte.  Sólo  muy  cerca, 
al  otro  lado  del  arroyo  limitado  por  la  hierba, 
que  fué  camino  hasta  ayer,  se  ve  un  retacito  de 
campo  fresco,  casi  luminoso,  algunos  árboles 
barnizados  por  la  lluvia;  de  un  verde  vivo  y 
brillante,  como  de  porcelana. 

Pocos  pasos  más  allá,  los  mismos  edificios 
comienzan  á  ocultarse  tras  del  trémulo  telón, 
y  más  lejos,  los  animales  inmóviles,  con  la  ca- 
beza gacha  y  el  anca  al  viento,  reciben  pacien- 
tes el  diluvio,— manchitas  sucias  sobre  el  fondo 
verdoso  y  frío. 

Todo  lo  demás  se  ha  disuelto  en  el  agua  y 
agua  es  el  cielo  mismo. 


Reportaje  endiablado. 


A  Alberto  I.  Gaché. 


■¡Vayase  usted  al  infierno: 
Inmediatamente,  señor  Director. 


II 


En  la  antesala,  no  había  nadie,  y  profundo 
silencio  reinaba  en  las  oficinas  infernales.  Me 
atreví  á  asomar  las  narices  por  la  puerta  de 
una  especie  de  alcoba,  y  quedé  estupefacto:  Sa- 
tanás dormía  la  siesta  á  las  dos  de  la  tarde, 
como  cualquier  funcionario  del  interior.  Debí 
hacer  ruido  porque  mi  hombre  despertó,  y  res- 
tregándose los  ojos  y  en  medio  de  un  bostezo, 
preguntó  malhumorado: 


—  164  — 

—¿Quién  es?  ¿Qué  se  le  ofrece?  ¿A  quién  busca? 

—¿Tengo  el  honor  de  hablar  con  el  señor  Sa- 
tanás en  persona?  Soy  repórter...  y  venía... 

—Sí,  sí:  repórter;  ya  sé...  Tengo  muchos  aquí. 
Me  aburren  todo  el  día  á  fuerza  de  preguntas... 
Son  un  verdadero  suplicio...  Usted,  también 
querrá  preguntarme,  ¿no? 

—En  efecto,  y  si  usted  permite...  El  lugar  que 
ocupa,  la  importancia  de  sus  funciones  y  la 
trascendencia  que  tendrá  su  actitud  en  las  ac- 
tuales circunstancias,  tan  erizadas  de  dificulta- 
des y  peligros... 

— Ta,  ta,  ta,  señor  repórter.  Está  usted  muy 
atrasado  de  noticias,  cuando  no  sabe  que  me 
he  retirado  á  la  vida  privada.  Sí,  amigo,  sólo 
quiero  silencio  y  olvido,  y  que  se  me  deje  go- 
zar en  paz  de  mis  rentas...  iBastante  he  traba- 
jado en  esta  última  cincuentena  de  siglos:... 

A  todo  esto,  Satanás  se  había  sentado  á  la  ori- 
lla del  catre,  y  se  abrochaba  los  botines  de  sue- 
la angosta  y  larga,  una  de  sus  grandes  inven- 
ciones. 

—Sin  embargo  —exclamé,— su  opinión  es  tan 
decisiva,  influirá  tanto  en  la  marcha  ulterior  de 
los  sucesos,  que  sería  un  triunfo  conseguir  esa 
primicia  y  darla  á  la  publicidad.  Además,  us- 
ted está  en  el  deber  de  decir  una  palabra  y  el 
Director  sabe  muy  bien  cuándo  debe  mandar- 
nos al  diablo!... 

—¡Pues  amigoi— contestó  Satanás,  despere- 
zándose hasta  descoyuntarse,  —  viene  usted 
mal.  No  sé  nada  de  lo  que  ocurre,  y  no  estoy 
para  ocuparme  de  tonterías. . 


-  165  — 

—Pero,  ¿no  dicen  que  maneja  usted  el  mundo 
en  compañía  de  la  carne? 

—Eso  fué,  hace  siglos...  por  inexperiencia. 
Siéntese. 

El  se  tendió  en  un  sofá,  ofreciéndome  una  silla. 

—¿Y  ahora?— inquirí. 

—Ahora,  la  humanidad  se  maneja  á  su  anto- 
jo, y  como  anda  dada  al  diablo,  y  la  vida  es  un 
infierno,  poco  tengo  que  preocuparme  de  ella. 
Ella  se  lo  guisa,  ella  se  lo  come  y  las  zahúrdas 
de  Plutón  como  llamó  Quevedo  á  nuestra  resi- 
dencia, están  más  pobladas  que  nunca... 

—¿Ha  modernizado  usted  los  sistemas? 

—En  efecto:  He  adoptado  el  de  las  sociedades 
anónimas  y  he  convertido  mi  gran  estableci- 
miento en  una  compañía  de  que  soy  el  princi- 
pal accionista.  Le  presto  mi  nombre,  maneja 
mis  capitales  y  me  da  mi  parte  de  los  dividen- 
dos sin  exigir  nada  de  mí. 

—Pero  las  tentaciones... 

—La  gente  se  tienta  sola,  amigo.  Antes,  me 
daba  un  trabajo  de  todos  los  demonios  para  ha- 
cer pecar  á  unos  cuantos  pobres  diablos  que  no 
me  dejaban  tiempo  para  nada.  Muchas  veces 
tenía  que  pasarme  días  enteros  en  una  misera- 
ble tentación,  que  solía  fracasar,  porque,  por 
atender  á  este,  descuidaba  á  aquellos,  y  todo 
iba  como  el  diablo.  Hasta  estuve  por  hacer  ban- 
carrota en  una  ocasión... 

—¿Los  gastos  son  muchos? 

—Ahora  no.  El  sistema  moderno  tiene  gran- 
des ventajas:  sin  riesgos,  sin  alternativas  gra- 
ves; no  tengo  sino  una  responsabilidad  limitada, 


—  166  — 
y  la  empresa  prospera  á  vista  de  ojo.  El  costo 
del  funcionamiento  es  pequeño,  porque  los  hor- 
nos eléctricos  son  muy  económicos,  exigen  poco 
personal  y  sustituyen  con  ventaja  á  las  calde- 
ras de  pez  hirviendo,  sucias,  antihigiénicas  y  de 
un  gasto  bárbaro.  Pedro  Botero  lo  maneja  todo 
por  medio  de  conmutadores,  desde  su  oficina, 
y  los  tres  condenados  del  motor  y  los  dinamos, 
que  trabajan  como  unos  ángeles,  están  hoy  en 
el  Paraíso  gracias  á  la  sencillez  de  la  maqui- 
naria. ;Oh!  el  infierno,  confortable  y  bien  alum- 
brado, está  limpio  como  una  patena,  y  da  en- 
vidia á  los  conservadores  y  retrógrados  del 
Cielo,  que  ni  siquiera  tienen  pavimentos  de 
asfalto... 

—Muy  bien.  Pero  ¿qué  hace  usted  para  que 
no  disminuya  la  inmigración? 

—Nada. 

— ;Cómo  asíi— exclamé  con  asombro. 

—La  gente  se  ha  hecho  muy  desconfiada,  y 
no  hay  que  despertar  sospechas  con  ofrecimien- 
tos de  ninguna  especie. 

—No  comprendo. 

—¡Inocente!  Si  usted  ofrece  algo  á  su  próji- 
mo, así,  de  buenas  á  primeras,  le  hace  temer 
que  haya  trampa,  y  se  malogra  el  negocio. 
Ahora  dejo  que  mis  competidores  ofrezcan  el 
Cíelo,  con  estrellas  y  todo;  yo  me  callo,  y,  como 
es  natural,  la  clientela  toma  el  camino  de  mi 
casa,  convencida  de  que  no  le  daremos  aquí 
gato  por  liebre. 

Y  Satanás,  se  levantó  dando  por  terminada 
la  entrevista. 


-  167  - 

—Pero  ¿y  los  pactos  con  el  diablo?— pregunté 
al  despedirme. 

—¡Oh!  ¡antigualla:  vieux  jeu,  engañabobos 
contraproducente.  ¡Cuántos  he  tenido  que  pro- 
testar, al  divino  botón,  porque  no  me  han  pa- 
gado ni  por  esas!  Melmoth  se  reconcilió.  El 
mismo  Fausto,  á  quien  di  plata,  juventud,  una 
linda  moza  y  qué  se  yo  qué  más,  me  estafó  al 
fin,  me  hizo  el  cuento  del  tío...  Ahora  no  doy, 
ni  prometo  nada...  Los  ricos  vienen  porque 
tienen  dinero,  los  pobres  porque  quieren  te- 
nerlo... Y  yo  paso  tranquilamente  mi  eter- 
nidad. Buenas  tardes. 

— Para  servir  á  usted. 

—Cuando  esté  desocupado  véngase  á  mis 
five-o'clock.  Tenemos  canto  llano,  y  un  predi- 
cador estupendo... 


La  comedia  diaria 


A  Juan  Pablo  Echagüe 


Linda...  lo  era,  y  elegante,  y  espiritual,  y 
simpática  con  sus  ojos  de  violeta,  su  cabello 
castaño,  sus  formas  delicadas  y  flexibles,  su 
frente  límpida  y  serena... 

Era,  también,  la  más  honesta  de  las  mujeres, 
y  ni  una  sola  de  sus  amigas  se  había  atrevido 
a  tijeretearla  mucho. 

Todo  el  mundo  recordará  sin  duda  aquella 
época  triunfal  de  la  juventud  de  Matilde;  pero 
muchos  habrán  olvidado  su  drama  y  las  cir- 
cunstancias en  que  se  desarrolló.  Sin  embargo 
es  interesante. 

La  «festejaba»— como  se  decía  entonces,— el 
doctor  Juan  F.,  hombre  serio  ya,  de  buena  po- 
sición y  mayores  esperanzas;  pero  aunque  la 
siguiera  á  todas  partes,  mostrándose  solícito  y 


-  170  - 
rendido,  tardaba  demasiado  en  pronunciarse. 
.Muy  distinto  del  otro,  este  don  Juan  no  tenía 
más  que  buenas  intenciones,  pero  no  estaba 
dispuesto  á  comprar  gato  encerrado.  Prefería 
saber  antes,  para  no  llamarse  á  engaño  cuan- 
do fuera  irremediable. 

Matilde,  con  su  perspicacia  de  mujer  inteli- 
gente, comprendió,  desde  el  primer  momento, 
que  el  pez  había  picado  de  veras,  y  que  lo  te- 
nía bien  seguro.  La  madre,  con  quien  habló  del 
caso,  fué  de  la  misma  opinión.  Pero  la  urgía 
definir  posiciones,  abandonar  de  una  vez  el  pa- 
pel de  ingenua,  llegar  á  la  alta  dignidad  de  mu- 
jer casada.  Y  un  buen  día  resolvió  poner  en 
juego  toda  su  habilidad  y  precipitar  los  suce- 
sos. 

La  fortuna  de  sus  padres  era  escasa.  Sin  em- 
bargo, no  la  faltaban  cortejantes,  unos  enamo- 
rados realmente  de  su  belleza  y  espiritualidad, 
otros  aficionados  al  flirt  sin  consecuencias  y 
otros,  por  fin,  pescadores  de  río  revuelto.  Y 
entre  todos,  eligió  al  menos  peligroso  á  su  jui- 
cio, para  excitar  el  amor  de  don  Juan  y  obli- 
garlo á  un  rápido  desenlace...  ó  enlace  mejor 
dicho. 

Luis,  el  elegido  para  mecha  que  pusiese  fue- 
go á  la  pólvora,  no  estaba  mal  en  su  papel: 
veintiún  años,  bien  parecido,  fogoso,  versifica- 
dor si  no  poeta,  y  con  un  alma  romántica  que 
no  parecía  de  estos  tiempos,  ni  de  otro  país  que 
el  encantado  de  los  Amaury  ó  los  Ruy  Blas. 

La  primera  mirada  tierna  lo  derritió;  la  pri- 
mera charla  amistosa  lo  volatilizó.  i  Ya  podía 


-  171  - 
don  Juan  ir  apresurándose  á  presentar  su  for- 
mal pedido  á  los  padres  de  la  niña:  ¡Xo  había 
escape! 


II 


Tal  pensaba  por  lo  menos  Matilde,  que  sin 
desatender  al  pretendiente  serio,  hacía  gala  de- 
dedicarse  más  gustosa  al  joven  poeta.  Pero  don 
Juan,  razonable  y  juicioso,  era  poco  accesible 
á  los  celos,  y  consideró  aquella  maniobra  como 
una  niñería  sin  importancia,  un  coqueteo  casi 
podría  decirse  natural  en  una  joven  tan  bella, 
para  con  un  galán  que  le  cantaba  himnos  en 
todos  los  tonos,  haciendo  derroche  de  endeca- 
sílabos y  de  octavas  italianas.  Además,  él  mis- 
mo no  había  llevado  las  cosas  tan  lejos  que  le 
permitieran  exigir  la  exclusividad  en  la  aten- 
ción de  la  niña,  ni  cosa  semejante. 

Exasperada  al  ver  la  poca  eficacia  de  su  jue- 
go, Matilde  lo  forzó  aún,  permitiendo  mayores 
familiaridades  á  Luis,  pero  notó  con  rabia  y  no 
sin  temores,  que  cuanto  más  se  acercaba  el 
poeta,  más  se  alejaba  el  prudente  don  Juan. 
Era  el  momento  de  cambiar  de  táctica  si  no 
quería  perder  el  novio  seguro  para  quedarse 
con  un  jovencito,  muy  estimable  por  cierto, 
pero  cuya  pobreza  del  momento  y  cuyo  dudo- 
so porvenir  aplazarían  indefinidamente  el  día 
de  la  boda. 


—  172  — 

Toáoslos  pretextos  le  fueron  buenos  para 
atraer  á  don  Juan. 

Afectó  cierto  airecillo  grave  que  no  la  senta- 
ba mal;  trataba  de  no  hablar  con  él  de  cosas 
frivolas,  halló  medio  de  mantener  á  Luis  he- 
cho á  un  lado  durante  algunas  semanas;  y  tan- 
to hizo,  que  por  fin  provocó  la  declaración  de- 
seada, aunque  no  sin  ciertas  reticencias,  quizá 
inapreciables  para  cualquier  otra  menos  astuta 
y  perspicaz. 

—¡Bueno!— se  dijo.— No  me  queda  otro  recur- 
so que  convertirme  en  vieja,  si  no  quiero  que 
se  me  escape. 

No  pensaba  así  sólo  por  cálculo.  Estimaba 
mucho  al  doctor  F.,  y  estaba  segura  de  amarlo 
en  cuanto  se  casara  con  él.  Pero  ante  todo,  la 
urgía  casarse. 

Luis,  entretanto,  extrañado  de  su  largo  des- 
tierro, y  convencido  de  sus  derechos  y  prerro- 
gativas, volvió  á  la  carga  con  petulancia  juve- 
nil. Matilde  no  se  atrevió  á  desahuciarlo  de  bue- 
nas á  primeras,  temiendo  un  estallido  é  hizo  el 
plan  de  una  sabia  graduación,  desde  el  cariño 
hasta  la  indiferencia  más  completa,  plan  que 
debía  desarrollarse  en  pocas  semanas.  Pero  no 
contaba  con  la  rígida  sensatez  de  su  preten- 
diente. 

—Matilde— la  dijo  una  vez  don  Juan,  mien- 
tras miraban  juntos  unos  grabados,— bien  sé 
que  sólo  se  trata  de  inocentes  bromas,  pero... 
si  usted  me  promete  no  enojarse... 

—Diga  usted  —  murmuró  Matilde  viéndolo 


*-  173  - 

venir,  y  ruborizándose  hasta  la  raíz  de  los  ca- 
bellos. 

—Pues  á  mi  juicio,  hace  usted  mal  en  man- 
tenerse en  un  pie  de  familiaridad  con...  perso- 
nas muy  dignas  de  aprecio,  no  lo  dudo,  pero 
que  pueden  dar  lugar  á  suposiciones  equívo- 
cas... 

La  niña  lo  miró,á  punto  de  encolerizarse;  pe- 
ro el  doctor  F.  la  había  dicho  aquello  con  tanta 
dulzura,  la  miraba  con  ojos  tan  francos  y  sere- 
nos, tenía  tanta  razón  por  otra  parte,  que  en 
vez  de  la  protesta  y  la  indignación,  sólo  tuvo 
un  poco  de  llanto,  que  apenas  si  alcanzó  á  hu- 
medecerle las  pestañas. 

—Haré  lo  que  usted  quiera— murmuró. 

Don  Juan  se  lo  agradeció  con  una  larga  mi- 
rada de  ternura. 


III 


La  explicación  con  Luis  fué  borrascosa.  El 
joven,  desesperado,  no  podía  creer  en  un  cam- 
bio tan  brusco,  tan  completo,  tan  desgarrador. 
Pero  tuvo  que  convencerse.  Matilde  llegó  hasta 
ordenarle  que  no  volviera  á  poner  los  pies  en 
la  casa,  ni  á  seguirla  en  los  salones,  porque  la 
comprometía... 

—¡Está  bien!  ¡Yo  sé  lo  que  he  de  hacen 

—¿Me  amenaza?  ¡Pues  haga  lo  que  quiera! 

—¡No  amenazo,  no!...  ¡Pero  no  ha  de  reírse 


—  174  — 

usted  de  mí  sin  que  le  remuerda  la  concien- 
cia:... 

Matilde  se  quedó  perpleja  y  asustada.  ¿Qué 
iría  á  hacer  aquel  loco  romántico  y  apasiona- 
do? Con  su  carácter  ardiente  y  su  cabeza  llena 
de  ideas  violentas  era  capaz  de  todo. 

i  Y,  en  efecto,  el  pobre  Luis  había  ido  sencilla- 
mente á  pegarse  un  tiro,  como  solía  hacerse 
en  tiempos  febriles,  con  más  frecuencia  que 
.ahora,  por  desengaños  amorosos:.. 

No  acertó  por  fortuna  á  matarse,  aunque  se 
hiriera  malamente. 

Matilde  sufrió,  se  lamentó  de  aquella  locura, 
consolada  en  el  fondo  con  la  idea  de  que  ya  ha- 
bía desaparecido  todo  obstáculo  posible  entre 
ella  y  don  Juan.  Y  esperó  ansiosa  la  visita  de 
éste,  para  tener  de  sus  labios  la  confirmación 
de  esta  esperanza. 

Pero  don  Juan  tardó  en  aparecer. 

La  tentativa  de  suicidio  de  Luis  había  tenido 
enorme  resonancia.  No  se  hablaba  de  otra  cosa. 
Su  nombre  y  el  de  Matilde  sonaban  juntos  en 
todas  partes.  El  doctor  F.  lo  sabía,  el  asuntólo 
preocupó  en  alto  grado,  y  quiso  pensarlo  muy 
bien  antes  de  tomar  una  resolución... 

El  caso  no  dejaba  de  ser  arduo... 

Por  fin,  al  cabo  de  unos  días,  Matilde  recibió 
una  carta  que  abrió  llena  de  ansiedad,  adivi- 
nando de  quién  era.  Don  Juan  la  decía  sencilla- 
mente entre  cosas  no  tan  amargas:  «El  hogar  á 
»que  yo  aspiro  no  debe  tener  en  sus  cimientos 
»nada  que  comprometa  su  futuro.  Quiero  un 
^pasado  sin  una  nube,  porque  la  menor  neblina 


-  175  — 
»suele  convertirse  luego  en  serie  interminable 
»y  dolorosa  de  tempestades.» 

Y  terminaba  diciendo:  «Usted  es  merecedora 
»de  toda  clase  de  felicidades  y  dado  mi  carác- 
ter, no  las  alcanzaría  conmigo.  Le  devuelvo, 
»pues,  su  palabra,  adelantándome  á  lo  que  qui- 
»zá  sobreviniera,  cuando  ya  no  hubiese  reme- 
»dio  y  hago  votos  por  su  dicha,  que  yo  no  po- 
dría hacer.» 

Matilde  quedó  aterrada,  fulminada.  ¿Qué  cul- 
pa tenía  ella  en  lo  que  había  sucedido?  ¿Una 
simple  coquetería  sin  consecuencias  debía  pa- 
garse tan  caro? 

Luego  pensó  en  Luis,  que  al  fin  había  inten- 
tado matarse  por  ella...  Pero  Luis,  una  vez  bue- 
no, cambió  también  completamente  de  modo 
de  pensar,  y  ni  aun  trató  de  verla.  En  cuanto  á 
los  versos  que  habían  contribuido  tanto  á  su 
extravío,  no  tardaron  en  aparecer,  en  una  bo- 
nita plaquette,— dedicados  á  otra... 

Y  todo  esto,  que  había  ocurrido  antes  millo- 
nes de  veces,  siguió  ocurriendo  después  millo- 
nes de  veces  más. 


Un  héroe  del  90. 


Á  Eduardo  Talero 


La  noticia  de  que  el  Presidente  de  la  Repú- 
blica había  renunciado,  corrió  en  la  tarde  del 
tí  de  agosto  como  un  reguero  de  pólvora  por  la 
capital,  inflamándola  de  entusiasmo. 

Aunque  estuviese  en  cama,  Pedro  no  tardó 
en  saberla  también  y  quiso  levantarse.  Pedía 
detalles,  explicaciones,  ampliaciones,  y  pare- 
cíale oir  á  lo  lejos  el  rumor  de  la  multitud  que 
festejaba  con  transportes  de  júbilo  el  triunfo 
definitivo  de  la  libertad.  Vibraban  sus  nervios, 
corría  aceleradamente  la  poca  sangre  que  le 
quedaba  en  las  venas,  brillábanle  los  ojos,  y  el 
acontecimiento  que  á  tal  extremo  lo  exaltara, 
fué  medicina  que  aceleró  después  su  curación. 

VIOLINES.— 12 


-  178  - 
Pero  no  dejaron  que  se  levantase.  El  enferme- 
ro adujo  las  órdenes  terminantes  que  tenía,  y 
consiguió  tranquilizarlo  prometiéndole  que  le 
llevaría  los  diarios  y  cuanto  boletín  apareciese. . . 
Y  le  llevó  tres,  cuatro,  seis,  una  docena,  con  el 
texto  de  la  renuncia,  con  el  de  la  aceptación 
del  Congreso  reunido  en  Asamblea,  con  la  cró- 
nica de  la  trascendental  sesión...  A  pesar  de  su 
satisfacción  desbordante,  Pedro  masticaba  y  no 
podía  tragar  ciertas  frases  de  la  renuncia,  que 
le  parecían  otros  tantos  insultos  personalmen- 
te dirigidos  á  él: 

— «Un  motín  de  cuartel  ha  ensangrentado  las 
acalles  de  la  capital  y  llenado  de  dolor  al  pueblo 
»argentino  que  descansaba  tranquilo  en  la  se- 
»guridad  de  sus  altos  destinos».  ¡Qué  cinismo, 
qué  desvergüenza!  «Medios  criminales  de  rea- 
lizar evoluciones  políticas  y  satisfacer  ambi- 
ciones de  círculo...»  ¡Innoble  calumnia  arroja- 
da sobre  la  justa  indignación  de  todo  un  pue- 
blo! «El  motín  ha  sido  vencido».  ¡Mentira!  La 
revolución  santa  ha  continuado  en  otra  forma, 
hasta  vencer.  El  mismo  lo  dice:  «Mis  esfuerzos 
han  sido  inútiles».  ¡Cómo  si  hubiese  hecho  un 
solo  esfuerzo  que  no  fuera  egoísta!... 

Un  paquete  de  petardos  de  la  India  que  esta- 
lló allí  cerca,  semejando  un  fuego  graneado  de 
fusilería  lejana,  trajo  á  su  memoria  los  días  de 
la  revolución  con  sus  ansiedades  y  sus  espe- 
ranzas, con  su  fiebre,  tan  diversa  de  la  que  lo 
sacudía  en  aquel  momento...  Y  las  escenas,  ora 
terribles,  ora  triviales  que  había  presenciado  ó 
en  que  había  sido  actor,  volvieron  á  presentar- 


-  179  — 
se  á  sus  ojos,  desde  la  interminable  noche  en 
que  aguardaba  el  amanecer  del  26  de  julio,  has- 
ta el  instante  en  que  cayó  ensangrentado  junto 
á  la  balaustrada  de  la  azotea,  simplemente 
contuso,  según  le  pareció.  ¡Cuánta  mudanza:  El 
fragor  del  combate,  luego  la  calma  terrible  de 
la  derrota,  el  silencio  tétrico  y  aterrador  de  un 
pueblo  dos  veces  vencido,  una  agonía  lenta  y 
bárbara  en  que  las  horas  eran  años;  y  por  fin, 
cuando  menos  se  esperaba,  el  triunfo  moral, 
inmenso,  indiscutible;  la  caída  del  gobernante 
infiel,  el  pueblo  redimido  y  alborozado,  echán- 
dose á  la  calle  á  manifestar  su  jubilo,  iluminan- 
do, embanderando  la  ciudad,  quemando  pól- 
vora como  incienso  ante  el  altar  de  la  patria 
reconquistada,  salvada,  más  grande  y  más  glo- 
riosa que  nunca...  ¡Oh  qué  felicidad,  qué  honor 
haber  contribuido  con  la  propia  sangre  á  la 
obra  de  redención,  cumplida  ya:  Todos  los  pa- 
decimientos son  pocos  cuando  se  llega  á  la  rea- 
lización del  ideal... 

Al  día  siguiente,  7  de  agosto,  desde  el  ama- 
necer, Pedro,  que  casino  había  podido  dormir, 
devorado  por  la  fiebre  del  entusiasmo,  se  re- 
volvía en  su  camita  estrecha,  prestando  oído 
á  los  menores  ecos  que  llegaban  de  afuera,  y 
la  cabeza  le  zumbaba  llena  de  voces  y  acla- 
maciones imaginarias  que  pronto  iba  á  escu- 
char en  realidad,  y  más  intensas,  y  más  vi- 
brantes, y  más  locas  de  lo  que  imaginaba. 

A  las  ocho  no  pudo  seguir  conteniéndose  y 
se  levantó  después  de  vencer  las  últimas  débi- 
les resistencias  del  enfermero,  ganado  también 


-  180  - 
por  el  alborozo  que  en  el  ambiente  había.  Sa- 
lió á  la  calle,  y  los  primeros  pasos  le  costaron 
gran  esfuerzo,  pues  estaba  muy  débil,  y  el  aire 
vivo,  el  sol,  el  frío,  le  produjeron  algo  como  un 
mareo,  una  embriaguez  en  que  se  confundían 
la  alegría,  la  zozobra,  la  salud  y  la  decadencia 
pasajera  en  que  se  hallaba.  Pero  fué  reponién- 
dose poco  á  poco,  á  medida  que  avanzaba  por 
las  calles  cada  vez  más  henchidas  de  gente.,  to- 
da con  expresión  risueña,  toda  satisfecha  de  sí 
misma,  toda  pronta  á  las  ruidosas  expansiones. 

El  también  necesitaba  entregarse,  abrir  su 
alma,  dar  salida  á  los  sentimientos  que  rebosa- 
ban del  corazón  y  no  le  cabían  en  el  pecho  to- 
davía anhelante.  Pero  veía  con  cierto  desdén 
los  grupos  que  peroraban  en  las  puertas  de  las 
casas  particulares  y  de  comercio,  en  las  esqui- 
nas, en  todas  partes. 

—Si  hubiesen  ido  á  tomar  un  fusil,  como  yo... 
Si  cada  uno  de  estos  hombres  hubiera  derra- 
mado su  sangre...  Pero  ¿dónde  estaban  enton- 
ces? ¿Por  qué  no  acudieron  al  Parque,  á  los 
cantones? 

Se  consideraba  héroe  entre  tantos  ciudada- 
nos apáticos  y  cobardes,  que  creían  cumplir  su 
deber  con  sólo  festejar  el  triunfo  de  los  que  se 
habían  sacrificado  por  ellos;  y  buscaba  incons- 
cientemente las  miradas  que  debían  fijarse  en 
■él,  las  señales  hechas  con  el  dedo,  las  manifes- 
taciones de  aprobación  respetuosa,  los  cuchi- 
cheos admirativos...  Pero  nada;  era  uno  de 
tantos,  indiferente  para  la  multitud  que  no  se 
detenía  ni  á  mirarlo.  ¡Qué!  Ya  dos  ó  tres  tran- 


-  181  - 
seuntes  habían  tropezado  con  su  brazo  herido, 
sin  parar  mientes  en  ello,  como  si  ese  brazo  no 
fuera  colaborador  abnegado  de  la  obra  que 
glorificaban  en  aquel  momento...  La  amargu- 
ra de  aquella  indiferencia,  tan  natural  sin  em- 
bargo, le  oprimía  la  garganta  y  le  llenaba  los 
ojos  de  un  vapor  de  agua...  Pero  el  sol  brillan- 
te, el  aire  tenue,  la  alegría  general  reponíanle 
muy  luego,  haciendo  que  desechara  pensa- 
mientos tristes  y  egoístas. 

—El  sacrificio  debe  ser  completo,  ó  deja  de 
ser  tal.  La  abnegación  es  tanto  mayor  cuanto 
más  ignorada... 

Y  seguía  avanzando  lentamente  por  las  ca- 
lles de  la  ciudad,  que  se  llenaban  de  pueblo 
cada  vez  más  ruidoso,  más  expansivo,  más  en- 
tusiasta. En  los  balcones,  en  las  azoteas,  hasta 
en  las  puertas  de  calle  flameaban  al  viento  las 
banderas  argentinas,  con  una  profusión  tal  co- 
mo nunca  se  había  visto  hasta  entonces,  y  sin 
embargo  iban  en  aumento  minuto  por  minuto, 
como  la  muchedumbre  que  pululaba  sin  rum- 
bo, de  aquí  para  allá,  siempre  en  movimiento, 
siempre  agitada  por  una  satisfacción  nerviosa, 
rayana  en  paroxismo. 

—¡Hola  amigo!  ¿Ha  visto?  iSi  tenía  que  suce- 
der! Si  una  revolución  tan  linda  no  podía  per- 
derse... i  Ya  se  fué  el  burro! 

Era  Alvar ez,  un  compañero  del  cantón,  que 
apenas  vio  á  Pedro  corrió  á  él  y  le  dio  un  for- 
midable abrazo.  El  herido  disimuló  el  dolor 
que  el  apretón  le  produjo,  y  contestó  efusiva- 
mente: 


-  182  - 

— ¡Ah!  ¡Ya  era  tiempo!  ¡Nos  ahogábamos:  No 
se  podía  vivir... 

—¿Cuándo  supo  la  noticia?  Yo  ayer  mismo,  á 
la  tarde;  y  no  quería  creerla...  Anduve  por  to- 
dos lados.  ¿Pía  visto  qué  manifestaciones,  qué 
alegría?  Yo  no  dormí  anoche,  no  pude...  ni  un 
minuto...  Las  casas  estaban  todas  iluminadas; 
hasta  los  más  pobres  habían  puesto  sus  lám- 
paras de  kerosene  en  las  ventanas,  y  flores  y 
trapos  vistosos...  La  gente  se  abrazaba  por  la 
calle...  Y  banderas  de  todas  las  naciones...  Los 
cafés  estaban  llenos,  y  los  dueños  ó  los  mismos 
clientes  convidaban  á  la  concurrencia...  Qué 
distinto  de  aquellos  días  del  cantón  ¿se  acuer- 
da? y  de  los  siguientes,  cuando  Buenos  Aires 
parecía  de  luto,  y  estaba  de  luto  mo  le  parece? 

—¡Ya  lo  creo:— exclamó  Pedro,  un  poco  ape- 
nado de  que  ni  aquel  camarada  del  cantón,  que 
lo  había  visto  caer  sin  embargo,  se  acordara 
de  su  herida,  ni  le  preguntara  siquiera  cómo 
seguía. 

Alvarez  continuó; 

—¿Para  dónde  va?...  Yo  lo  acompaño...  Hoy 
es  día  de  fiesta  y  no  hay  nada  que  hacer...  Mi- 
re: se  están  cerrando  las  casas  de  comercio, 
sin  que  nadie  haya  dado  orden...  Es  que  todo 
el  pueblo,  gringos  y  criollos,  está  con  nos- 
otros... Si  el  burro  viera  esto,  pasaría  un  mal 
rato...  Pero  dicen  que  ayer  mismo,  en  cuanto 
presentó  su  renuncia,  se  mandó  mudar,  de 
miedo  de  una  pueblada...  ¡Claro!  Ningún  hom- 
bre puede  burlarse  impunemente  de  un  pue- 


-  183  - 

blo,  porque  el  castigo  y  la  venganza  llegan 
tarde  ó  temprano... 

Y  sin  transición,  atropelladamente,  como  es- 
taba hablando  hacía  rato  con  la  fiebre  que  lo 
devoraba,  preguntó: 

—Y  usted  ¿dónde  estuvo  anoche? 

—No  me  dejaron  salir...  por  mi  herida...  No 
vi  nada... 

— ¡Ahí  Es  cierto  que  lo  hirieron  en  el  can- 
tón... Pero  yo,  ya  le  digo,  anduve  toda  la  no- 
che, y  me  parece  que  hoy  va  á  ser  lo  mismo, 
porque  éste  tiene  cara  de  día  de  manifestacio- 
nes. ¡Mire,  mire! 

Por  la  bocacalle  pasaba  un  grupo  de  gente, 
hacia  el  cual  se  precipitó  Alvarez  corriendo. 
Todos  los  que  lo  formaban  habían  adornado 
sus  sombreros  con  ramitas  de  espinillo  en  flor, 
arrancadas  de  los  árboles  en  alguna  plaza,  ó 
compradas  á  los  vendedores,  cuya  fragante 
mercancía  desaparecía  rápidamente  de  las  ca- 
nastas, pues  la  muchedumbre  adoptaba  todas 
las  formas  demostrativas  de  contento. 

Pedro  no  tuvo  aliento  para  seguir  á  Alvarez, 
y  lo  perdió  de  vista  apenas  se  mezcló  al  grupo 
que  aclamaba  al  general  Mitre,  al  general  Ro- 
ca, al  doctor  Pellegrini...  Volvió,  pues,  á  en- 
contrarse solo  en  medio  de  la  multitud  crecien- 
te, que  gritaba,  vitoreaba,  vociferaba  á  ratos, 
haciendo  llegar  hasta  su  oído  intermitentes 
clamores,  ya  lejanos  y  semejantes  á  una  ola 
que  rompe  en  las  rocas,  ya  inmediatos  y  for- 
midables como  una  sucesión  de  estampidos.  Y 
en  este  caso  él  también  gritaba,  vitoreaba  sin 


—  184  - 
saber  á  quién  ni  á  qué,  sólo  porque  sentía  un 
cosquilleo  en  la  epidermis,  un  erizamiento  en 
el  cuero  cabelludo  y  un  ansia  en  el  pecho,  y 
un  vacío  en  el  estómago,  que  le  obligaban  á 
abrir  la  boca  y  á  prorrumpir  en  vivas,  agitan- 
do el  sombrero  en  la  mano  derecha,  como  un 
desahogo  necesario,  urgente,  como  un  acto 
instintivo  y  salvador... 

Perdió  la  noción  del  tiempo,  que  sin  embargo 
le  parecía  largo,  interminable,  como  las  ho- 
ras eternas  del  cantón;  y  todo  era  bello  á  sus 
ojos,  bajo  el  sol  claro  y  el  cielo  sin  nubes,  y 
todo,  hasta  los  objetos  más  triviales,  hasta  las 
personas  más  ínfimas,  asumían  una  importan- 
cia desmesurada  y  misteriosa  que  lo  hacía  de- 
sear abrazarlas,  besarlas,  acariciarlas.  Hasta  el 
último  dejo  de  amargura  se  había  desvanecido 
en  su  alma  rebosante,  desbordada,  capaz  en 
aquel  momento  de  confundir  en  el  mismo 
amor  á  la  humanidad  entera. 

Cuando,  más  tarde,  trató  de  reconstruir 
aquella  jornada,  su  memoria  sólo  le  presentó 
un  cuadro  confuso,  desordenado,  en  que  se 
mezclaban  los  acontecimientos,  los  lugares,  las 
personas.  ¿A  qué  hora  habló  el  nuevo  Presi- 
dente prometiendo  que  bajaría  del  poder  en 
brazos  del  pueblo?  ¿Dónde  vio  la  innoble  mas- 
carada, el  burro  llevado  del  ronzal  y  azotado 
despiadadamente,  seguido  por  la  multitud  que 
producía  formidable  estrépito  vociferando:  ¡Ya 
se  Jué'  ¡Ya  se  fué:  con  el  ritmo  del  pan  fran- 
cés? ¿Cómo  se  halló  dentro  de  aquel  carruaje 
descubierto  en  que  iban  ocho  personas  más, 


-  185  - 

cubiertas  con  boinas,  que  vivaban  á  todo  el 
mundo  y  eran  contestadas  por  los  pasajeros 
del  tranvía  que  marchaba  adelante,  lleno 
hasta  el  techo  en  que  se  habían  trepado  algu- 
nos con  las  piernas  colgando  hacia  afuera? 
¿Cuándo  y  cómo  perdió  el  conocimiento,  des- 
mayándose de  debilidad  en  plena  calle? 

Recordaba  sí,  este  incidente,  el  último  que  le 
había  ocurrido.  Sintió  de  pronto  que  se  le  iba 
la  cabeza,  como  si  sufriera  un  vahído,  y  exten- 
dió los  brazos  buscando  apoyo  en  la  multitud 
que  lo  rodeaba.  Cuando  recobró  el  sentido  ha- 
llóse en  un  café,  y  notóse  en  la  boca  un  fuerte 
sabor  de  cognac.  Tenía  á  cada  lado  un  desco- 
nocido, y  los  curiosos  formaban  apiñado  círcu- 
lo en  torno  suyo. 

— ¿Está  mejor?— le  preguntó  el  hombre  de  la 
derecha,  dándole  otro  sorbo  de  cognac. 

—Sí,  muchas  gracias.  No  es  nada:  un  poco 
de  debilidad...  ya  pasó... 

—¿Está  enfermo? 

—No...  Es  la  herida...  Desde  el  27  estoy  en 
cama...  Hoy  me  levanté... 

—Es  un  herido— murmuraron  algunos.— Es 
un  herido  —  repitieron  otros.  —  Un  herido  del 
Parque— dijeron  más  lejos.— ¡Viva  el  heridoi 
—gritó  uno  más  allá.— Y  el  café  se  llenó  de  un 
nuevo  clamor,  entusiasta,  elocuente,  y  todos 
se  precipitaron  hacia  él  para  estrecharle  la 
mano,  para  tocarlo,  para  admirarlo,  para  es- 
trujarlo con  cariñosa  y  espontánea  efusión.  Le 
hicieron  beber  más  cognac,  aunque  lo  que  ne- 
cesitaba era  alimento,  después  de  tantas  horas 


-  186  — 
de  marcha  y  de  emociones  no  interrumpidas. 
Pero  se  brindó  por  él,  por  los  revolucionarios, 
por  los  mártires,  por  el  nuevo  Gobierno...  Y 
nadie  le  preguntó  su  nombre,  pero  él,  natural- 
mente, no  pudo  menos  de  retribuir  esos  brin- 
dis, satisfecho,  orgulloso  de  verse  eje  y  centro 
de  toda  aquella  gente  entusiasta  y  patriota, 
comerciantes,  empleados,  hombres  de  cierta 
posición  social  á  juzgar  por  su  traje  y  la  impor- 
tancia del  café. 

Un  joven  habló  con  el  dueño  del  estable- 
cimiento, que  inmediatamente  impartió  órde- 
nes á  sus  mozos;  un  momento  después  apare- 
cían éstos  con  grandes  bandejas  llenas  de  co- 
pas de  champaña,  y  comenzaban  á  saltar  con 
alegre  estrépito  los  gruesos  tapones  y  á  hervir 
el  vino  de  las  botellas  con  rumor  de  manan- 
tial. El  joven  que  invitaba  así  á  todos  los  pre- 
sentes, subió  sobre  una  silla  con  una  copa  en 
la  mano,  establecióse  el  silencio,  y  dijo: 

-Señores:  Porque  la  sangre  derramada  por 
los  héroes  de  Julio,  notorios  ó  ignorados  como 
el  señor,  pero  gloriosos  siempre,  haya  lavado, 
para  hoy  y  para  lo  futuro,  cuanta  mancha  pu- 
diera obscurecer  ó  empañar  el  escudo  argenti- 
no! Señores:  jYiva  la  patria! 

Un  inmenso  clamor,  acompañado  por  el  re- 
pique de  las  copas  y  el  golpear  de  los  pies  en 
el  piso  de  madera,  contestó  á  estas  palabras.  Y 
la  algazara  continuó  con  brindis  parciales,  con- 
versaciones en  tono  de  discurso,  vivas  á  que 
respondía  parte  de  la  concurrencia... 


—  187  - 

—¿Quién  es  ese  que  ha  brindado?— preguntó 
Pedro  á  un  vecino  de  mesa. 

— ¿No  lo  conoce?  Es  Sánchez. 

—¿El  doctor? 

—El  doctor. 

—Pero  ¿no  era  gubernista? 

—Hombre,  creo  que  sí... 

Pedro  comenzó  á  sentirse  mal  otra  vez.  Aque- 
lla atmósfera  cargada,  espesa  por  la  respira- 
ción, el  humo  de  los  cigarros,  los  vapores  del 
vino,  le  producían  la  sensación  de  tener  un 
círculo  de  hierro  en  torno  de  la  cabeza,  vacía 
y  dolorosa,  pues  la  anemia  durante  un  mo- 
mento burlada  con  el  alcohol,  recobraba  su 
imperio,  aprovechando  la  falta  de  alimento. 

—Me  voy— dijo,  y  se  levantó  tambaleando. 

Pero  no  dejaron  que  se  fuera  solo.  Un  grupo 
de  personas  salió  con  él,  y  lo  detuvo  largo  rato 
en  la  acera,  hasta  que  pasara  un  carruaje  des- 
ocupado. Todos  iban  atestados  de  gente,  tan 
llenos  que  casi  no  podían  con  ellos  los  caballos. 
Por  fin  uno  de  los  acompañantes  se  resolvió  á 
detener  una  victoria  ocupada  por  cuatro  ex- 
tranjeros. 

—¡Es  particular!— le  gritó  el  cochero,  evi- 
tando que  subiera  más  gente. 

Pero  el  otro  se  acercó  al  estribo,  y  habló  con 
los  paseantes...  Un  herido...  ¡Un  herido  del 
Parque! 

—¡Oh!  entonces...  con  mucho  gusto.  ¡Inme- 
diatamente! 

Y  los  caballeros  bajaron  de  la  victoria,  estre- 
charon la  mano  de  Pedro,  y  éste  subió  con 


—  188  - 
ellos,  conmovido,  sintiendo  que  el  corazón  le 
latía  de  otro  modo.  . 

—¡Viva!  —  gritaron  los  que   se  quedaban r 
cuando  el  carruaje  echó  á  andar— ¡Vi vaaa! 
No  sabían  su  nombre,  no  lo  sabrían  jamás. 


Ií 


Pedro  se  repuso  de  las  emociones  de  aquel 
día  memorable,  y  recobró  rápidamente  las 
fuerzas.  Su  padre  y  Juana,  la  novia,  informa- 
dos de  su  mejoría,  consolados  ya  y  alegres  des- 
pués de  tantos  temores  y  congojas,  lo  aguarda- 
ban de  un  momento  á  otro.  Don  Antonio  había 
querido  venir  en  su  busca  á  Buenos  Aires,  pero 
una  carta  del  herido  le  disuadió  del  intento. 
«Estoy  tan  bien  como  podrás  observarlo  por 
»tus  propios  ojos  en  la  letra  de  esta  carta  y  de  las 
«anteriores,  de  modo  que  te  incomodarías  inú- 
tilmente, lo  que  es  una  locura  á  tu  edad  y  con 
»tus  achaques.  Si  no  he  ido  ya,  es  porque  el 
» médico  esperaba  la  completa  cicatrización  de 
»la  herida,  ó  por  lo  menos  que  su  estado  no 
«permitiera  que  se  reabriese  con  cualquier 
«movimiento  falso.  Probablemente  saldré  pasa- 
»do  mañana,  y  ese  mismo  día  podré  abrazarte, 
«con  tanta  mayor  alegría  cuanto  que  los  desti- 
«nos  de  la  patria  parecen  para  siempre  bien  en- 
«caminados.«  Otra  carta  dirigida  á  Juana  ten- 
día á  desvanecer  sus  últimos  temores  y  á  ma- 


—  189  — 
nifestarle  un  cariño  más  tierno  que  nunca, pues 
«en  el  peligro  he  aprendido  á  apreciar  cuánto 
»  vales  y  cuánto  te  quiero:  la  muerte  me  era 
»más  dolorosa  pensando  en  que  te  perdía.» 

El  día  de  su  llegada  lo  aguardaban  en  la  es- 
tación don  Antonio,  Juana,  su  mamá  y  Luis, 
—otro  revolucionario,  menos  heroico  porque 
no  resultó  herido,  —formando  grupo  aparte,  y 
algunos  miembros  del  comité  y  vecinos  nacio- 
nales y  extranjeros,  sabedores  de  su  vuelta  y 
deseosos  de  manifestarle  su  aprecio;  allí  estaba 
la  banda  de  música,  y  el  comité  había  designa- 
do á  uno  de  sus  miembros  para  que  le  dirigie- 
ra la  palabra  en  nombre  del  pueblo. 

—Pedro  no  se  espera  indudablemente  esta 
manifestación— dijo  Luis  paseando  la  mirada 
por  el  andén  lleno  de  gente  movediza  y  rumo- 
rosa. 

—Sin  duda  —  contestó  Juana,  satisfecha, 
aunque  trataba  de  disimularlo.— Porque  al  fin, 
no  ha  hecho  masque  cumplir  con  su  deber. 

Y  en  sus  ojos,  desmintiendo  sus  palabras, 
brillaba  la  convicción  de  que  en  estas  épocas 
«cumplir  con  el  deber»  es  acto  heroico  y  me- 
recedor de  premio. 

—Su  deber...  ó  lo  que  él  cree  su  deber— mur- 
muró don  Antonio.— Muchas  veces  un  error 
generoso  parece  un  deber,  porque  exige  sacri- 
ficio. Pero  no  hay  nunca  razón  de  estrellarse  la 
cabeza  contra  una  pared  sólo  porque  está  mal 
levantada... 

El  anciano  seguía  creyendo,  creía  más  que 
nunca  que  aquella  revolución,  como  todas  las 


—  190  - 
revoluciones,  no  valía  lo  que  el  trabajo  lento  y 
persistente  de  todo  un  pueblo  animado  por  la 
inquebrantable  voluntad  de  ser  libre  y  dueño 
de  sí  mismo.  Encarándose  con  Luis  continuó: 

—Lo  he  dicho  y  lo  repetiré  hasta  el  cansan- 
cio: la  última  sacudida  será  estéril,  justamente 
porque  es  una  sacudida,  una  explosión,  no  un 
esfuerzo  lógico  y  continuado,  una  labor  de  to- 
dos los  días.  Estos  espasmos  cuestan  más  y  son 
menos  eficaces,  porque  el  pueblo  sale  de  ellos 
enervado,  rendido  é  incapaz  de  persistir,  no  ya 
sólo  en  la  explosión,  sino  en  su  misma  tarea... 
No,  esto  no  es  ni  el  deber  ni  nada  que  se  le  pa- 
rezca... 

—Ya  sabe,  don  Antonio— replicó  Luis  un  tan- 
to incomodado,  pero  dejándolo  traslucir  apenas 
—ya  sabe  que  respeto  sus  opiniones,  pero  no 
pienso  como  usted...  Al  contrario,  me  parece... 

—¿Que  chocheo,  no?— interrumpió  el  viejo, 
sonriendo  y  golpeando  las  piedras  del  andén 
con  la  contera  del  bastón.— ¡Si  tengo  unas  ve- 
jeces!... 

—¡No  digo  semejante  cosa!— exclamó  Luis. 

—¡Qué  don  Antonio  éste!— añadió  doña  Caro- 
lina por  decir  algo,  aunque  no  hubiese  enten- 
dido muy  bien  la  homilía  provocadora  de  aquel 
tiroteo. 

—Pues  hace  bien  en  no  decirla— continuó  don 
Antonio,  sin  dejar  de  repicar  con  el  bastón.— 
Hace  bien,  porque  no  es  una  chochera;  yo  tam- 
bién suelo  leer  los  librotes  que  están  saliendo 
ahora  sobre  política  ó  sociología  como  hoy  se 
la  llama,  y  veo  en  ellos  que  mi  experiencia,  por 


-  191  - 
lo  mismo  que  es  tranquila,  no  me  ha  descami- 
nado. lAl  revés!  Los  modernos  quieren  basarse 
en  los  hechos,  en  el  estudio  experimental,  como 
ellos  dicen  y,  claro  está,  tienen  que  coincidir  en- 
tonces con  los  viejos,  que  han  visto  mucho  y 
han  observado  mucho,  siempre  que  éstos  no 
sean  rutinarios,  como  no  lo  soy  yo... 

Algunos  conocidos  se  habían  ido  acercando 
poco  á  poco,  al  ver  que  el  anciano  estaba  en- 
tregado de  lleno  á  una  de  sus  sabrosas  pláticas 
sobre  «esto,  lo  otro  y  lo  de  más  allá.»  El  lo 
notó,  y  alzó  la  voz  para  que  sus  palabras  al- 
canzaran bien  á  todo  el  improvisado  auditorio 
que  le  formaba  rueda,  con  gran  descontento  de 
doña  Carolina  que,  cortada,  no  sabía  qué  pos- 
tura adoptar. 

—Pues  yo  le  digo  á  usted,  Luis— siguió,— que 
yo,  y  esos  modernos  que  tienen  que  coincidir 
conmigo,  que  saben  aquí  menos  que  yo,  por- 
que ellos  estudian  en  Europa  y  yo  observo- 
aquí  en  mi  tierra,  que  es  cosa  muy  distinta, 
no  podemos  arribar  nunca  á  la  conclusión  de 
que  las  revoluciones  sean  benéficas  aquí,  por 
la  sencilla  razón  de  que  la  experiencia  ha  de- 
mostrado y  está  demostrando  precisamente  lo 
contrario,  todo  lo  contrario,  así,  como  suena. 
Y  ¿quiere  que  le  diga,  por  ejemplo,  lo  que  se  ha 
ganado  con  la  última?...  Pues  véalo  con  sus 
propios  ojos.  El  expresidente  ha  caído,  porque 
sus  amigos,  sus  cómplices  y  sus  instigadores, 
se  han  asustado  y  le  han  vuelto  las  espaldas* 
con  el  único  objeto  de  estar  libres  para  mante- 
ner y  conservar  sus  posiciones,  lo  que  á  su  jui- 


—  192  — 
<cio  iba  á  ser  muy  difícil  con  esa  piedra  al  cue- 
llo. El  sucesor  no  ha  hecho  sino  vagas,  vaguí- 
simas promesas,  que  el  mismo  pueblo,  em- 
briagado por  lo  que  creía  un  triunfo,  se  encargó 
de  exagerar  y  de  dorar  vistosamente,  y  ape- 
nas sentado  en  su  sillón,  su  primer  pensamien- 
to, su  primer  acto  ha  sido  romper  y  enredar 
los  hilos  que  se  mantenían  atados  desde  la  re- 
volución, para  que  ésta  no  pudiera  repetirse 
fácilmente.  Ahora...  ¡trabajo  les  mando!  Todo 
el  mundo  está  todavía  satisfecho  porque  le  han 
quitado  el  símbolo  representativo  de  las  cosas, 
aunque  esas  cosas  queden,  estén  en  pie  del  uno 
al  otro  extremo  del  país... 

Y  el  viejo  enarboló  el  bastón  y  lo  alzó  en  la 
mano  como  si  fuera  un  asta  de  bandera. 

—Hay  que  apelar  á  otros  medios...  Hay  que 
empezar  por  el  principio. 

Calló,  y  los  curiosos  que  lo  rodeaban  comen- 
zaron á  separarse  con  miradas  significativas  y 
algo  burlonas  de  incredulidad. 

—Sí,  Luis— añadió  entonces  don  Antonio,  to- 
mándolo de  la  solapa.— Mi  hijo  y  usted,  ya  que 
son  tan  patriotas,  deben  hacerlo  así:  empezar 
por  el  principio,  buscar  y  encontrar  la  falla  cau- 
sante de  todos  nuestros  trastornos  y  de  todos 
los  abusos  que  se  cometen,  y  dedicar  la  vida 
entera,  si  es  preciso,  á  corregirla...  Yo  creo 
haber  encontrado  esa  falla...  Creo  que  está  en 
la  justicia... 

En  esto  sonó  el  redoble  de  un  tambor,  un 
golpe  de  bombo  y  platillos  y  rompió  á  tocar  la 
banda.  Llegaba  el  tren...  Cuando  bajó  Pedro 


—  193  - 
hubo  primero  una  confusión,  porque  el  joven, 
sin  darse  cuenta  de  que  le  aguardaba  una  ma- 
nifestación popular,  se  precipitó  hacia  el  grupo 
en  que  veía  á  su  padre  y  á  su  novia,  y  en  que 
fué  recibido  con  los  brazos  abiertos.  Pero  no 
escapó  al  discurso. 

—Señor  Pedro  García,  Señores— oyó  de  pron- 
to que  gritaban  junto  á  él,  á  voz  en  cuello.— ¡El 
pueblo  saluda  por  mi  humilde  intermedio  al 
héroe  de  la  Revolución  de  Julio:...  etc.,  etc. 


III 


Al  día  siguiente  ya  nadie  se  acordaba  de  todo 
aquello.  Nadie  más  que  el  héroe... 


VIOLINES.  -  13 


Pantos  de  vista. 


A  Román  Bravo 


— ;0h:  :el  mar,  el  mar:— murmuró  Teresa.— 
•Quisiera  verlo,  vivir  junto  á  él,  embriagarme 
con  su  olor,  marearme  con  su  ruido  eterno:... 

—¡El  mar!  El  mar.,  es  como  todo— replicó 
Ernesto  con  acento  irónico  y  desabrido.— Los 
libros  mienten  mucho,  y  te  han  engañado  otra 
vez... 

—No  te  creo...  quisiera  verlo,  conocerlo... 
Tú,  no  amas  la  naturaleza,  eres  mal  juez. 

— ¡Bah:— Ya  lo  verás  algún  día  y  entonces... 
Mucha  agua,  que  se  mueve  más  ó  menos. . .  y 
pare  usted  de  contar.  Vé,  cuando  quieras...  no 
está  lejos. 

—Tendrás  que  acompañarme  tú. 


—  196  — 

El  marido  se  encogió  ligeramente  de  hom- 
bros y  dijo  con  indiferencia: 

—El  primer  día  que  salgamos  á  pasear  á  ca- 
ballo. 

Estaban  en  la  estanzuela,  cerca  de  la  Ense- 
nada de  Samborombón  y  aunque  aquella  no 
era  propiamente  la  costa  del  Atlántico,  pues  el 
caudaloso  río  lleva  aún  sus  aguas  hasta  allí, 
mar  es,  al  fin  y  al  cabo,  la  inmensa  extensión 
que  desde  la  orilla  se  ofrece  á  las  miradas. 

Y  Teresa,  que  no  quería  dejar  escapar  la  oca- 
sión, aprovechó  la  primera  salida  para  dirigir 
su  caballo  hacia  el  médano  que  debían  transpo- 
ner antes  de  llegar  á  la  playa. 

En  apariencia,  el  médano  sobresalía  apenas 
délos  campos  que  desde  allí  avanzan  hacia 
poniente  y  no  se  le  notaría  si  su  línea  más  alta, 
á  la  que  se  llega  por  ligeras  inflexiones,  no  ce- 
rrara el  horizonte,  limitándolo  de  un  modo 
visible. 

La  conchilla,  los  blancos  crustáceos  fósiles 
de  la  época  en  que  el  mar  era  señor  indiscutido 
de  la  comarca,  cuyos  ingentes  montones  for- 
maban á  trechos  aquella  elevación,  y  la  misma 
arena  fina,  seca  y  cálida  que  la  continuaba  en 
otros  puntos,  estaban  fijadas,  inmovilizadas  ya 
por  una  vegetación  corta  y  pertinaz  que  las  cu- 
bría como  una  alfombra  verdosa,  raída  por  el 
uso  hasta  dejar  ver  la  trama. 

Del  otro  lado,  hacia  el  Este,  hacia  el  cangre- 
jal, se  tendía  de  Norte  á  Sur  otra  ancha  faja  de 
campo,  rica  y  feraz,  que  escapaba  general- 
mente á  las  inundaciones  gracias  á  la  barrera 


—  197  — 
casi  infranqueable  del  médano.  Y  encima  de 
éste,  el  terreno  duro  y  firme  parecía  un  ca- 
mino carretero  meticulosamente  conservado, 
sin  una  depresión,  sin  un  bache,  nivelado  como 
las  avenidas  de  un  parque  señorial. 

Galoparon  largo  rato  sobre  el  médano,  en- 
tretenidos con  el  redoble  metálico  de  las  herra- 
duras en  la  apretada  masa  de  conchilla,  y  abar- 
cando el  panorama  insondable  de  la  pampa, 
aún  más  amplio  y  más  redondo  desde  aquella 
pequeña  elevación  del  suelo.  Teresa,  con 
interés,  llena  el  alma  de  informes  sugestiones, 
Ernesto  invadido  por  vaga  modorra,  por  una 
especie  de  reposo  casi  total  del  cerebro.  Iban 
en  silencio... 

Por  fin,  bajaron  del  médano,  cortaron  campo 
y  se  internaron  en  verdaderos  matorrales  de 
vegetación  palustre,  surcados  por  estrechas 
sendas,  en  que  tenían  que  avanzar  uno  tras 
otro,  ocultos  á  veces  hasta  más  de  medio  cuer" 
po.  Y  así  anduvieron  largo  rato. 

—¡Dirás  que  esto  es  lindo!...— observó  Ernesto 
con  ironía. 

—No  será  lindo,  pero  es  curioso  y  suge- 
rente... 

Dejando  luego  atrás  los  juncales,  verdinegros 
llenos  de  rumores  indistintos,  los  espartillares 
más  claros  y  parduscos,  más  hirsutos  también, 
que  erguían  sus  agudas  puntas  rectas  hacia  el 
cielo,  Teresa  se  internó  en  el  cangrejal  duro, 
moreno,  casi  color  sepia,  salpicado  aquí  y  allí 
con  grandes  manchas  blanquecinas  de  salitre 
y  moteado  por  escasa  vegetación  espinosa,  ra- 


-  198  - 
quítica  y  sin  follaje,  cuyas  ramitas  peladas, 
reuniéndose  en  la  base,  alcanzaban  apenas  á 
proyectar  un  poco  de  sombra  violácea  en  el 
suelo  unido  y  como  igualado  de  propósito  por 
una  aplanadora. 

El  casco  de  su  caballo  resonaba  ora  duro  y 
seco,  ora  apagadamente,  según  la  seguridad 
y  la  dureza  del  piso,  dependiente  de  la  hume- 
dad acusada  por  un  tono  sepia  más  obscuro,  ó 
por  un  color  aceitunado  claro,  en  los  sitios  ba- 
jos, en  que  el  aguase  apozaba  aún;  matiz  que 
se  desvanecía  para  dar  lugar  al  azul  del  cielo, 
en  cuanto  el  ángulo  visual  iba  haciéndose  me- 
nos agudo. 

Ernesto  la  seguía  á  media  cuadra.  Se  había 
entretenido  mirando  unos  animales  que  pasta- 
ban por  allí,  descarriados.  Hizo  galopar  su  ca- 
ballo en  el  suelo  sonoro  y  alcanzó  á  Teresa. 

— ;Qué  antojo  meterse  en  el  cangrejal!...— ex- 
clamó cuando  estuvo  á  su  lado. 

—¿Por  qué?  Ya  sabes  que  quiero  ver  el 
mar... 

El  calor  aumentaba.  Del  suelo  húmedo  subía 
un  vaho  cálido,  malsano,  saturado  de  un  olor 
vago  y  capitoso  de  marisma,  de  hierbas  en 
descomposición,  de  agua  estancada;  un  hálito 
desabrido,  repelente  como  un  aliento  febril. 
Los  mosquitos  de  largas  zancas,  los  tábanos 
pesados,  rechonchos  y  zumbadores,  los  jeje- 
nes diminutos,  casi  imperceptibles,  revolotea- 
ban en  torno  de  los  caballos,  formando  nube. 
La  lanceta  feroz  de  los  tábanos  les  atravesaba 
el  cuero,  y  en  el  punto  de  la  picadura  no  tar- 


—  199  — 
daba  en  aparecer  un  pequeño  rubí,  que  luego 
listaba   su  pelaje  claro  como  un  vestido  de 
primavera. 

Los  animales  bufaban,  sacudían  violentos  la 
cabeza  haciendo  repicar  las  argollas  del  freno 
y  las  hebillas  de  la  cabezada  con  metálico  cas- 
tañeteo; zumbaban  también  las  colas,  al  mos- 
quear á  uno  y  otro  lado  de  las  ancas,  rayadas 
ya  de  bermellón,  y  avanzaban  con  trote  des- 
igual, aflojaban  las  patas  cuando  algún  tába- 
no se  clavaba  en  ellas,  aprovechando  el  sitio 
indefenso,  y  los  sorprendía  de  pronto,  con  el 
punzante  escozor  del  saetazo. 

Y  los  rumores  indefinibles,  los  zumbidos,  los 
deslizamientos,  los  murmullos  parecían  crecer 
con  el  calor  del  día,  producirse  dentro  del  oído 
mismo,  y  daban  en  aquel  desierto  total  la  im- 
presión de  un  pululamiento  enorme  é  invi- 
sible. 

—¡Ahora  vas  á  ver  tu  man— murmuró  Er- 
nesto, mirándola  de  soslayo. 

Siguieron  avanzando  un  poco,  y  en  efecto  no 
tardaron  en  ver  el  mar  que  hasta  entonces  les 
habia  ocultado  otro  medanillo  mucho  más  ba- 
jo, amarillento,  escueto,  más  triste  también  que 
el  mismo  cangrejal,  tendido  paralelamente  á 
la  playa,  desnudo  de  vegetación,  instable  y  mó- 
vil según  los  caprichos  del  viento.  Y  Teresa 
tuvo  un  desencanto... 

¡Cómo!  ¿Era  aquello  el  mar?  ¿Era  aquello  el 
Océano,  el  soberbio  Atlántico,  el  escenario  es- 
tupendo ante  quien  el  alma  se  detiene  absorta, 
y  que  varía,  con  las  estaciones,  con  los  meses, 


-  200  - 
con  los  días,  con  las  horas,  ya  embravecido  y 
peloteando  con  montañas  de  agua,  ya  arrulla- 
dor  y  rizando  su  plana  superficie  para  que  la 
luz  pueda  jugar  y  resplandecer  y  disfrazarse 
más  fácilmente  en  ella,  con  los  colores  que  la 
retina  alcanza  apenas á  discernir?...  ¿La habían 
engañado  efectivamente  los  libros? 

...El  monstruo  dormido,  sin  un  movimiento 
en  su  lomo  inmensurable,  sin  una  arruga  en  su 
piel  escamosa,  era  glauco  junto  á  la  playa, 
blanquecino  algo  más  lejos,  y  por  último  azul 
celeste  hasta  el  horizonte,  semicírculo  perfecto 
trazado  con  la  nitidez  de  una  línea  geomé- 
trica. 

Una  ancha  isla  de  fuego  amarillento,  deslum- 
bradora, imposible  de  mirar,  era  lo  único  que 
interrumpía  el  monótono  plano  de  aquella  ex- 
tensión exactamente  nivelada. 

La  costa  árida  y  cenagosa,  con  la  raya  ver- 
dinegra, bien  marcada,  déla  resaca,  se  tendía 
formando  curva  lenta  é  indecisa,  cuyos  brazos 
avanzaban  hacia  el  Nordeste  y  hacia  el  Sud- 
este, pero  con  tanta  suavidad  como  si  fueran 
ocultándose,  desvaneciéndose... 

Ni  una  vela,  ni  una  embarcación  cruzaba  la 
inmensidad  silenciosa  de  la  Ensenada,  y  los 
zabullidores,  al  sumergirse  con  movimiento 
brusco,  repentino  y  cómico,  para  pescar,  for- 
maban en  su  tersa  superficie  sucesivos  círcu- 
los concéntricos  que  iban  ensanchándose  pere- 
zosamente, mientras  las  gaviotas  chillaban,  se 
cernían,  se  precipitaban  en  bandadas,  sin  des- 


—  201  — 
canso,  pescando  también  con  revoltosa  agita- 
ción. 

Y  la  calma  parecía  más  completa,  más  au- 
gusta, rasgada  por  aquellos  gritos  agudos  y 
estridentes. 

Teresa  miraba,  miraba  silenciosa,  incómoda, 
saturándose  sin  saberlo  con  aquel  espectáculo 
sublime  por  su  sencillez  é  ingenuidad. 

No;  no  era  aquello  lo  que  esperaba,  y  en  vano 
sus  ojos  trabajaron  y  su  imaginación  se  esfor- 
zó por  ver  algo  más,  por  hallar  menos  mono- 
tonía, menos  vulgaridad  en  aquel  cuadro  que 
soñaba  estupendo  y  avasallador,  como  en  las 
descripciones  de  sus  libros... 

Pero,  recordando  la  incomprensión  de  Er- 
nesto, las  chanzas  con  que  perseguía  su  amor 
á  los  espectáculos  de  la  Naturaleza,  tuvo  pu- 
dor, vergüenza  de  su  desencanto  y  musitó: 

—¡Qué  hermoso! 

—  ¡Hum: —murmuró  el  marido  sonriendo 
burlonamente. 

Y  Teresa,  fastidiada  ya,  hizo  que  el  caballo 
volviera  grupas  al  mar,  y  emprendió  al  trote 
el  viaje  de  regreso  á  la  estanzuela... 

— iParece  que  no  te  ha  gustado  mucho  que 
digamos:— observó  con  sorna  Ernesto. 

—Sí,  ;es  muy  lindo!— replicó  la  joven,  casi 
con  sequedad. 

Y  muda,  y  melancólica,  junto  á  su  marido, 
callado  y  sonriente,  cruzó  de  nuevo  el  cangre- 
jal, luego  los  juncales,  y  ya  en  el  campo  cu- 
bierto de  hierba  agostada  y  mustia,  puso  su 


—  202  — 
caballo  al  galope  en  dirección  al  médano  gran- 
de... 
Había  perdido  su  jornada... 

Muchas  veces  volvió  á  ver  el  mar  allí  mis- 
mo, más  lejos,  en  otras  partes,  en  el  Norte,  en 
el  Sur,  en  viaje  á  Europa,  ya  embravecido,  ya 
manso,  con  todos  los  colores,  con  todos  los  ru- 
mores, con  todos  los  olores...  pero  jamás,  ja- 
más pudo  borrarse  de  su  memoria  aquel  es- 
pectáculo de  placidez,  aquella  grandeza  miste- 
riosa y  casi  incomprensible,  que  iba  tomando 
más  relieve  en  su  cerebro  á  medida  que  pasa- 
ba el  tiempo,  y  que  el  espíritu  de  las  cosas, 
revelándose  á  ella,  daba  su  valor  á  lo  que  á 
primera  vista  le  pareciera  trivial,  monótono, 
pequeño,  insignificante... 

Y,  cuantas  veces  en  la  vida  se  pasa  ante  un 
espectáculo,  ante  un  libro,  ante  una  acción,  con 
indiferencia,  hasta  con  desdén,  y  luego  se  ve 
con  extrañeza  que  vuelve,  invencible,  á  pose- 
sionarse de  nuestro  espíritu... 


Una  visita  al  Asilo  de  Huérfanos, 


A  María  Ana. 


La  temperatura  agradable  y  el  sol  radioso 
hubieran  hecho  creer  aquel  día  que  estábamos 
en  plena  primavera.  El  invierno  había  dado  tre- 
gua á  sus  rigores,  como  sucede  tantas  veces  en 
este  caprichoso  clima,  y  el  color  del  cielo,  la 
suavidad  del  aire,  el  aspecto  de  las  gentes,  to- 
do, hasta  el  movimiento  mismo  de  las  calles, 
hacía  pensar  en  los  fríos  de  ayer  como  en  algo 
lejano,  y  nos  transportaba  de  un  salto  al  mes  de 
septiembre,  cuando  están  florecidos  los  duraz- 
neros y  los  aromos.  El  día  era,  pues,  adecuado 
á  la  tarea  y  preparaba  el  ánimo  para  aquella 
visita  que  iba  á  dejarnos  impresiones  tan  dulce- 
mente melancólicas.  ¡Aquella  visita!  El  solo 
pensamiento  de  hacerla  me  producía  una  emo- 
ción indefinible,  semejante  á  la  que  causa  una 


—  204  — 
larga  expectativa  de  algo  que  puede  ser  sentí 
mentalmente  dulce  ó  doloroso:  será  ésta  una 
parte  enfermiza  de  mi  espíritu,  pero  exagero 
casi  siempre  cuanto  se  refiere  á  los  afectos  del 
ánimo...  y  no  me  pesa.  Perdónese.,  pues,  lo  per- 
sonal que  abunda  en  estas  páginas,  que  no  po- 
drían ser  sino  personales,  so  pena  de  parecer 
incoloras,  por  el  estado  de  alma  en  que  brota- 
ron y  por  las  circunstancias  accesorias  que  con- 
tribuyeron á  darle  intensidad:  la  atmósfera  se- 
rena, el  aire  tenue  y  ligero,  la  temperatura  ti- 
bia, y  sobre  todo  la  luz,  tan  clara  y  tan  viva  en 
nuestros  días  hermosos. 

Nos  reunimos,  pues,  con  el  señor  L.  á  la  ho- 
ra de  antemano  convenida;  íbamos  á  presen- 
tarnos sin  aviso  previo,  en  un  día  ordinario,  pa- 
ra poder  darnos  exacta  cuenta  de  la  organiza- 
ción y  marcha  normal  del  establecimiento.  Mi 
compañero,  el  inteligente  director  de  una  pu- 
blicación bonaerense,  se  prometía,  como  yo, 
unas  cuantas  horas  de  elevado  solaz.— Toma- 
mos una  victoria. 

— Al  Asilo  de  Huérfanos. 
.  El  carruaje  echó  á  rodar  por  la  Avenida  de 
Mayo,  llena  de  sol,  hacia  aquella  casa  hospita- 
laria fundada  después  de  la  terrible  epidemia 
de  1871  por  el  gobernador  de  la  provincia  de 
Buenos  Aires  señor  Emilio  Castro  y  sus  minis- 
tros Agote  y  Malaver.  Sus  primeros  huéspedes 
fueron  los  huérfanos  dejados  por  la  fiebre  ama- 
rilla, que  arrebató  veinte  mil  habitantes  á  esta 
capital.  Desde  entonces  hasta  hoy  han  pasado 
por  ella  millares  de  niños,  solos  en  el  mundo,  y 


-  205  — 
que  durante  sus  primeros  años  encuentran  allí 
un  techo,  el  alimento,  y  la  instrucción  necesaria 
para  dirigirse  luego  en  la  vida.  El  Asilo,  impor- 
tante desde  el  día  de  su  fundación  por  las  cau- 
sas extraordinarias  á  que  obedeciera  ésta,  pasó 
de  manos  del  Gobierno  de  la  Provincia  á  las  del 
Gobierno  Nacional— que  hoy  lo  sostiene  por  in- 
termedio de  las  Damas  de  Beneficencia,— cuan- 
do la  federalización  de  Buenos  Aires.  En  su  his- 
toria de  más  de  un  cuarto  de  siglo  hay  muchos 
períodos  obscuros,  de  escasez  y  desorganiza- 
ción, pero  afortunadamente  eso  ha  pasado,  sin 
duda  para  no  volver. 

Después  de  un  trayecto  bastante  largo,  llega- 
mos por  fin  á  un  vasto  edificio,  ó  más  bien  á  un 
grupo  de  edificios,  rodeado  de  jardines,  en  la 
calle  de  Méjico  y  Saavedra. 

—Aquí  es. 

Dejamos  el  carruaje  á  la  puerta,  cruzamos 
el  vestíbulo  y  nos  hallamos  en  un  patio  con- 
ventual, cuadrado,  de  anchos  corredores,  con 
su  jardinillo  en  el  centro,  alegre  bajo  los  rayos 
oblicuos  del  sol,  pero  con  esa  alegría  melancó- 
lica y  meditabunda  de  los  hospicios,  de  los  con- 
ventos y  de  los  hospitales,  de  todos  los  rinco- 
nes que  dentro  de  las  ciudades  están  fuera  del 
mundo.  Un  pasadizo  nos  condujo  al  interior  del 
establecimiento,  sin  que  por  nadie  fuéramos 
vistos  ni  oídos  y  mucho  menos  detenidos  en 
nuestra  tentativa  de  sorpresa.  Y  nos  encontra- 
mos en  otro  vasto  patio  cuadrangular,  embal- 
dosado, de  paredes  desnudas,  en  que  un  en- 
jambre de  chiquillos,    hermosoíes,   ruidosos, 


—  206  — 
descalzos  de  pie  y  pierna,  se  ocupaban  con  ale- 
gría—sí, con  alegría— de  lavar  el  piso  á  gran- 
des baldes  de  agua.  Tales  faenas  tienen  no  sé 
qué  intenso  atractivo  para  el  niño,  y  uno  co- 
nozco yo  de  muy  cerca,  cuyo  sueño  dorado  y 
no  realizado  á  sus  tres  años  y  medio,  es  andar 
descalzo  en  el  patio  y  cuando  llueve... 

Miraron  los  chiquillos  con  extrañeza  aquella 
inesperada  invasión,  se  detuvieron  un  instante, 
y  luego  continuaron  su  trabajo,  menos  bulli- 
ciosos, cohibidos  por  nuestra  presencia.  A  ese 
patio  dan  las  puertas  del  comedor  ó  refectorio, 
y  á  él  nos  introdujimos  como  Pedro  por  su  ca- 
sa. Una  larga  y  espaciosa  pieza,  limpia  y  venti- 
lada, con  mucha  luz,  reúne  á  los  huerfanitos  á 
lo  largo  de  la  mesa  inmensurable,  cubierta 
por  un  hule  y  sobre  la  que  descansa  el  modes- 
to pero  sólido  é  higiénico  servicio  de  hierro 
enlozado.  El  comedor  estaba  solo,  pero  fácil  era 
figurárselo  poblado  por  aquellas  infantiles  ca- 
becitas  que  acabábamos  de  ver  en  el  patio,  y 
que  arrancaron  esta  exclamación  á  mi  compa- 
ñero, quien  no  los  veía  por  primera  vez,  sin 
embargo: 

—Note  usted.  ¿No  parecen  niños  de  la  aristo- 
cracia? (el  señor  L.  es  español)  ¡Qué  tipos  más 
finos!  Y  no  unos  pocos,  sino  casi  todos.  ¡Se  diría 
que  los  han  elegido! 

Y  los  han  seleccionado  sin  duda,  aunque  no 
las  personas,  sino  las  circunstancias  de  raza, 
ambiente  y  vida,  que  están  preparando  el  tipo 
futuro  del  argentino,  sabia  aunque  instintiva 
combinación  de  elementos  heterogéneos,  cuyo 


-  207  — 
resultado  no  puede  preverse  aún.  Allí,  más  que 
en  otra  parte— pues  la  población  del  Asilo  está 
formada  de  individuos  procedentes  de  las  más 
diversas  familias— puede  observarse  la  podero- 
sa tendencia  á  la  armonía  en  el  tipo,  al  «aire,» 
que  reina  en  una  gran  parte  de  nuestro  país, 
aun  descartando  la  influencia— no  bien  deter- 
minada—de la  vida  en  común. 

Pero  en  el  solitario  comedor  nos  dimos  cuen- 
ta de  que  no  era  correcto  continuar  nuestra 
pesquisa  sin  permiso  ni  advertencia  valiéndo- 
nos de  la  sorprendida  indecisión  de  los  emplea- 
dos subalternos  que,  al  ver  nuestro  aire  resuel- 
to, medirían  nuestro  derecho  por  nuestro  des- 
parpajo. 

—¿Dónde  está  don  Pedro?— preguntó  L.  á  uno 
de  los  niños. 

Don  Pedro,  mayordomo  y  factótum  del  de- 
partamento de  varones— el  Asilo  tiene  un  de- 
partamento para  cada  sexo— (1)  se  hallaba  en 
un  taller,  allí  cercano, donde  los  niños  acababan 
de  fabricar  una  gruesa  partida  de  cajas  de  fós- 
foros, que  se  hacía  como  ensayo,  con  bastante 
buen  resultado  á  lo  que  se  ve.  Nos  recibió  ama- 
blemente y  se  puso  á  disposición  nuestra  para 
hacernos  recorrer  el  inmenso  caserón,  donde 
sin  duda  alguna    se    necesitaba   guía.    Pero 


(1)  En  el  establecimiento  sólo  se  admiten  los  huérfanos  de  pa- 
dre y  madre.  Los  niños  pueden  entrar  desde  la  edad  de  seis  hasta  la 
de  nueve  años,  y  las  niñas  desde  los  siete  hasta  los  trece.  Los  pri- 
meros pueden  permanecer  en  él  cinco  años,  es  decir,  hasta  los  ca- 
torce como  máximum;  las  niñas  lo  mismo  si  han  entrado  de  diez  á 
trece,  es  decir,  hasta  los  dieciocho  años  como  máximum,  y  siete 
años,  si  han  entrado  de  siete  á  diez. 


—  208  - 
estando  en  esto,  oímos  un  redoble  seguido  de 
un  golpe  de  parche  y  platillos  y  de  las  notas 
vibrantes   de  los  instrumentos  de  cobre.   La 
banda  infantil  comenzaba  su  ensayo. 

—i Vamos  á  verla! 

A  verla,  porque  para  oiría  no  teníamos  ne- 
cesidad de  movernos.  Cruzamos  de  nuevo  el 
patio  en  que  los  niños,  ya  calzados,  se  ponían 
en  fila  para  ir  á  sus  respectivas  clases  y  talleres, 
recorrimos  un  pasadizo,  cruzamos  delante  de 
las  canchas  de  pelota  en  que  se  entretenían  al- 
gunos rezagados  ó  para  quienes  el  recreo  du- 
raba aún,  y  fuimos  á  dar  á  un  tercer  patio, 
más  pequeño  que  los  anteriores,  y  de  allí  á  la 
clase  de  música,  donde  nos  aguardaba  un  es- 
pectáculo que  no  olvidaremos  fácilmente. 

Alrededor  de  los  largos  atriles  puestos  en  cír- 
culo, una  treintena  de  niños  soplaba  concien- 
zudamente en  sus  brillantes  instrumentos  de 
metal.  Vestían  el  uniforme  de  diario,  modesto 
y  aseado,  y  sus  caritas  infantiles  se  animaban 
y  sonrosaban,  tanto  por  la  acción  sugerente  de 
la  música,  como  por  el  esfuerzo  que  tenían  que 
hacer  para  ejecutarla.  Brillábanles  los  ojos  con 
ese  aire  de  contentamiento  intenso  y  candoroso 
que  sólo  se  halla  en  la  primera  edad  de  la  vi- 
da, y  su  aspecto,  su  coloración,  su  actitud,  has- 
ta el  modo  con  que  la  luz  jugaba  en  sus  cabe- 
llos cortos,  rubios  ó  castaños,  en  las  doradas 
cornetas,  en  el  ébano  de  los  clarinetes  y  en  sus 
mejillas  rebosantes  de  salud,  estaban  diciendo 
que  aquel  era  uno  de  los  instantes  más  felices 
de  su  vida  necesariamente  monótona. 


—  209  — 
En  el  espacio  circular  qne  quedaba  en  medio 
de  los  atriles,  en  incesante  movimiento  como 
un  oso  en  su  jaula,  estaba  el  maestro.  Mas  ¡per- 
dón! el  símil  no  es  exacto:  aquel  hombre  alto  y 
delgado,  vestido  con  un  viejo  pantalón  y  un 
sobretodo  de  color  indefinible,  de  entre  cuyas 
solapas  levantadas  salía  un  rostro  bondadoso, 
surcado  ya  por  algunas  arrugas,  fuertemente 
colorido,  de  frente  angosta  y  ojos  vivísimos 
que  coronaba  un  pelo  gris  como  ceniza  de  es- 
pinillo,  no  puede  ser  comparado  con  un  oso, 
ni  aun  por  la  fuerza  del  consonante.  Más  bien 
parecía  uno  de  esos  dómines  ideales  que,  cuan- 
do niños,  nos  presentó  Pérez  Escrich.  ¿Qué  cla- 
se de  batuta  tenía  en  la  mano?  ¿Era  un  palo  de 
escoba?  ¡Evidentemente!  Lo  era,  y  no  cortado, 
sino  tronchado,  lo  que  no  impedía  que  los  tier- 
nos músicos  la  siguieran  obedientes  en  los  bien 
hallados  matices  que  dabaá  la  partitura.  Tanta 
influencia  poseía  la  batuta  aquélla,  que  reinaba 
hasta  invisible,  pues  de  rato  en  rato  el  maestro 
tenía  algo  que  decir  ó  á  sus  alumnos  ó  a  los 
chicos  curiosos,  y  abandonaba  bruscamente  la 
dirección,  como  en  un  mutis  de  saínete,  para 
reanudarla  un  momento  después,  con  grandes 
golpes  del  ex-utensilio  casero  así  endiosado. 

Tocaban  los  niños,  y  tocaban  bien,  finamen- 
te, con  una  unión  y  un  sentimiento  que  hacía 
honor  al  maestro  y  á  ellos,  y  que  ¿por  qué  no 
decirlo?  producía  en  nosotros  una  fuerte  sensa- 
ción, una  emoción  intensa  más  bien,  pues  va- 
rias veces  las  lágrimas  se  nos  agolparon  á  los 
ojos.  ¿Era  la  música?  ¿Era  esa  extraña  vibra- 

VIOLINES.-— 14 


—  210  — 
ción  que  tienen,  sobre  todo,  los  instrumentos 
de  metal  y  que  en  ciertos  temperamentos  ner- 
viosos produce  otra,  paralela,  que  suele  llegar 
á  hacerse  insoportable,  sin  causar  sin  embargo 
desagrado,  como  todas  las  excitaciones  dema- 
siado poderosas?  Puede  que  sí.  Pero  preferiría 
atribuirlo  á  los  múltiples  sentimientos  causados 
por  la  convicción  siempre  presente,  de  que  to- 
das aquellas  cabecitas  rubias,  animadas  enton- 
ces por  la  música,  no  tenían  regazo  en  que  re- 
fugiarse en  los  instantes  de  pesar,  ni  ojos  que 
las  humedecieran  con  lágrimas  de  ternura,  ni 
labios  que  las  besaran  con  la  avidez  de  la  pa- 
sión materna... 

Y  la  música  continuaba,  ya  suave  y  tenue 
como  un  soplo,  ya  formidable  como  un  hura- 
cán que  hiciera— como  hacía— retemblar  las 
paredes  de  la  sala,  y  nosotros  continuábamos 
allí,  presentes  y  ausentes  al  propio  tiempo.  Mi 
vista  se  había  fijado  en  un  chiquillo  de  seis 
años,  rubio  «como  hilacha  de  choclo,»  que  tre- 
pado á  un  mueble  tocaba  los  platillos,  muy 
grave,  muy  posesionado  de  sí  mismo,  radiante 
del  júbilo  orgulloso  de  tan  altas  funciones.  Y 
en  él  personifiqué  toda  aquella  población  de  ni- 
ños, no  por  lo  lindo  que  era,  sino  por  lo  tierno  é 
inocente,  y  por  los  largos  años  de  disciplina  que 
lo  aguardan  antes  de  entrar  en  la  vida  ¡ay!  que 
no  es  claustro,  pero  que  suele  ser  cerrado  cir- 
co de  fieras!  ¿Qué  serás  tú?  me  preguntaba. 
¿Qué  hubieras  sido,  si  estuvieras  al  lado  de  tus 
padres,  si  ellos  hubieran  podido  guiarte  y  pro- 
tegerte? ¿Cómo  entrarás  á  la  áspera  lucha  por 


-  211  - 
la  vida?  Y  la  contestación  que  yo  mismo  me  da- 
ba, imaginando  aquel  aislamiento  y  aquellas 
dificultades  inevitables,  era  triste,  muy  triste, 
porque  sé  cuan  cerrados  están  todos  los  cami- 
nos y  cuánta  tuerza  y  perseverancia  hay  que 
desarrollar  para  abrirse  uno,  que  resulta  luego 
vía-crucis  cuando  se  lleva  algo  sobre  los  hom- 
bros, y  que  es  despeñadero  ó  tremedal  traidor 
cuando  no  se  lleva.   Y  tú,   me  decía,   no  ten- 
drás el  apoyo  de  los  tuyos,  ni  el  refugio  de  su 
cariño,  ni  el  mismo  acicate  feroz  de  sus  necesi- 
dades. Entrarás  en  la  encrucijada.solo  y  desnu- 
do, y  quién  sabe  á  qué  callejones  sin  salida  irás 
á  dar,  cuando,  creyendo  cumplida  su  misión, 
la  sociedad  te  retire  su  mano,  á  los  catorce 
años,  cuando  más  necesidad  tendrías  de  ese 
padre  que  perdiste  y  que  te  daría  medios  de  vi- 
vir, de  esa  madre  muerta  en  cuyo  seno  halla- 
rías.confortación  y  vigor  nuevo  para  tornar  á 
la  lucha...  Aunque  iquién  sabe:  quizá  sea  me- 
jor entrar  así  en  el  mundo,  sin  llevar  á  él  nada 
que  echar  de  menos  más  tarde,  libre  como  el 
pájaro  que  no  recuerda  el  nido  en  que  nació, 
sin  agradecimientos  y  sin  rencores!... 

—Vamos— me  dijo  L.— Todavía  hay  mucho 
que  ver. 

La  lección  de  música  terminaba.  Felicitamos 
al  maestro  por  el  buen  rato  que  la  banda  nos 
había  procurado,  yo  todavía  vibrante  de  emo- 
ción, viendo  las  cosas  bajo  un  aspecto  que  qui- 
zá no  tengan  cuando  se  miren  con  el  paulatino 
enfriamiento  de  la  costumbre,  pero  que  enton- 
ces les  daba  un  relieve  peculiar,  esa  limpidez 


—  212  — 

que  hace  que  luego,  en  cualquier  instante  de  la 
vida,  puedan  evocarse  con  todos  sus  detalles, 
como  si  estuvieran  fotografiadas  en  el  alma. 

—Este  es  un  dormitorio  —  dijo  don  Pedro 
abriendo  una  puerta  que  daba  á  una  gran  sala 
perforada  por  multitud  de  ventanas,  y  en  que 
se  veía  la  hilera  de  camitas,  todas  semejantes, 
cuidadosamente  tendidas.— Aquí  duermen  los 
niños  bajo  la  vigilancia  de  un  celador.  Estas  ca- 
mas comienzan  á  hacerse  en  el  mismo  estable- 
cimiento, en  el  taller  de  herrería  y  por  los  huér- 
fanos, dirigidos  por  un  maestro,  naturalmente. 

No  había  diferencia,  por  lo  menos  digna  de 
observar,  entre  aquel  dormitorio  y  les  de  algu- 
nos de  nuestros  grandes  colegios  de  internos. 
Sólo  que  los  pobrecitos  que  duermen  allí  todas 
las  noches  del  año,  no  tienen  vacaciones  en  que 
ir  á  reposar  sobre  lecho  más  mullido  y  regala- 
do, libres  de  la  tiránica  voz  de  mando  de  la 
campana  matutina.  En  el  primer  piso  vimos 
otros  dormitorios  análogos,  todavía  en  desor- 
den porque  aquel  era  día  de  limpieza  general. 
Al  bajar  nos  hallamos  en  un  largo  y  ancho 
claustro  á  media  luz,  sobre  el  que  daban  nu- 
merosas puertas:  las  de  las  aulas  en  que  los  ni- 
ños reciben  la  instrucción  intelectual,  como  re- 
ciben la  manual  en  los  talleres. 

En  aquel  claustro  encontramos  al  vice-rec- 
tor,  quien  nos  dio  carta  blanca  para  recorrer  el 
establecimiento  á  nuestro  capricho,  solos  ó 
acompañados,  y  ordenó  al  llavero  que  nos 
abriese  cuanta  puerta  deseáramos.  Continua- 
mos solos  nuestra  peregrinación,  pues  don  Pe- 


—  213  - 

dro  era  reclamado  por  sus  quehaceres,  y  la  pri- 
mer puerta  que  se  abrió  ante  nosotros  fué  la 
de  la  enfermería. 

Esta  es  pequeña  y  limpia,  tiene  un  botiquín 
al  lado  de  la  sala  dormitorio,  que  es  pequeña— 
buena  señal— pero  que,  quizá  por  falta  de  espa- 
cio, tiene  el  defecto  de  ser  al  propio  tiempo  co- 
medor de  los  enfer mitos.  El  estrecho  pabellón 
está  flanqueado  á  un  lado  y  otro  por  dos  jar- 
dinillos  poco  más  grandes  que  la  palma  de  la 
mano,  pero  que  bastan  para  darle  aire  y  luz. 
En  uno  de  esos  jardines  está  el  departamento 
de  baños  dependiente  de  la  enfermería. 

Aquel  día  había  pocos  enfermos,  y  ninguno 
de  cuidado,  pues  todos  andaban  por  los  jardi- 
nes, corriendo  y  jugando  al  aire  libre.  Estába- 
mos en  pleno  invierno,  y  en  la  capital  pulula- 
ban los  enfermos  de  las  vías  respiratorias:  sin 
duda  el  régimen  del  establecimiento  previene 
mejor  los  resfriados  y  pulmonías  que  los  á  ve- 
ces excesivos  algodones  de  la  casa  paterna. 

Dimos  un  vistazo  á  las  clases,  en  que  reinaba 
el  orden,  y  nos  dirigimos  á  los  talleres,  reco- 
rriendo rápidamente  el  de  carpintería  donde  se 
hacen  muchos  de  ios  objetos  necesarios  en  el 
establecimiento;  el  de  herrería,  en  que— como 
ya  dije— comienzan  á  fabricarse  las  camas  de 
reglamento  con  bastante  perfección,  la  peque- 
ña imprenta,  etc.  En  el  subsuelo  estaba  insta- 
lándose un  dinamo  para  la  luz  eléctrica,  siem- 
pre con  la  ayuda  de  los  huérfanos  que  toman 
parte  en  todos  los  quehaceres  y  trabajos/se- 
gún sus  aptitudes  y  disposiciones.  En  el  piso 


-  214  — 

bajo  hay  un  depósito  de  muebles,  fabricados 
también  allí;  entre  ellos  nos  llamó  la  atención 
un  surtido  de  cajas  de  hierro,  forjadas  en  la  he- 
rrería, muestra  patente  no  sólo  de  que  se  tra- 
baja sino  de  que  la  producción  vale  ya  la  pena 
de  tomarse  en  cuenta. 

En  el  primer  piso  nos  aguardaban  dos  sor- 
presas: la  primera  fué  hallarnos  con  una  gale- 
ría fotográfica  bastante  bien  instalada,  y  á  la 
que  el  profesor  fotógrafo  daba  la  última  mano. 
Este,  que  es  italiano,  recibiónos  con  la  solícita 
galantería  que  caracteriza  á  algunos  de  sus  con- 
nacionales, y  cuya  fama  se  ha  hecho  extensiva 
á  todos...  en  los  libros. 

—¿Es  este,  también,  taller  de  enseñanza?— le 
preguntamos. 

—Sí,  señores— nos  contestó. 

—¿Y  cuántos  alumnos  tiene? 

—Dos. 

—Caro  saldrá  el  aprendizaje  de  algo  que,  al 
fin,  no  es  muy  positivo— murmuré. 

— iQué  quiere  usted  señor!  Acabo  de  hacer- 
me cargo  del  taller— es  decir,  acabo:  hace  algu- 
nos días— y  mi  antecesor,  que  era  químico,  se 
ocupaba  más  de  experimentos  que  de  placas 
sensibles,  diafragmas  y  objetivos.  En  cuanto  á 
la  utilidad  de  la  fotografía,  científica  é  indus- 
trialmente...  no  sé  quién  pueda  ponerla  hoy  en 
duda...  Ya  no  es  un  juguete:  es  un  instrumento 
de  precisión. 

Iba  á  poner  la  fotografía  sobre  todas  las  cien- 
cias y  las  artes,  cuando  le  interrumpimos: 


-  215  - 

—¿Tiene  usted  algunos  retratos  hechos  aquír 
Desearíamos  verlos... 

—¡Oh!,  muy  pocos.  Pero  si  vuelven  uno  de 
estos  días,  les  haré  hacer  uno  por  los  mucha- 
chos. 

—Muchas  gracias,— dijimos  contentos  de  ha- 
ber desviado  el  «solo.» 

Vimos,  en  efecto,  algunas  fotografías,  no  del 
todo  malas,  y  salimos  esperanzados  en  que  el 
nuevo  maestro  hará  resultar  barátala  costosa, 
aunque  relativamente  fácil  enseñanza,  dándo- 
nos al  cabo  de  algún  tiempo  varios  artistas  fo- 
tógrafos, de  esos  que  tanto  escasean  en  los  ta- 
lleres, aunque  se  les  encuentre— á  veces— en  la 
Sociedad  de  Aficionados. 

La  segunda  sorpresa  estaba  en  el  taller  de 
zapatería,  y  fué  más  honda  y  conmovedora. 
Allí  trabajaban  los  niños  alrededor  de  los  ban- 
cos, anchos  y  fuertes,  manejando  alezna  é  hilo, 
cerote  y  trinchete,  bajo  la  vigilancia  de  un  ofi- 
cial y  la  dirección  de  un  maestro,  un  anciano 
alto  y  seco,  de  fisonomía  bondadosa  y  candida, 
cuya  voz  tenía  un  timbre  melancólico  al  decir- 
nos, mostrándonos  unos  botines  fuertes  y  bien 
acabados: 

—Este  es  el  calzado  que  hacemos. 

Lo  miré  atentamente,  un  recuerdo  imborra- 
ble de  la  infancia  atravesó  por  mi  imaginación 
y  no  pude  menos  de  decirle,  medio  interroga- 
tiva, medio  afirmativamente,  aunque  me  refi- 
riera á  veinte  años  atrás: 

—¿Usted  es  don  Juan  Ferreira? 

—Servidor  de  usted. 


-  216  - 

—¿El  dueño  de  la  zapatería  de  la  calle  Pie- 
dad, a]  lado  de  San  Miguel? 

—El  mismo.  Pero  no  caigo... 

—Yo  soy...  Fulano,  á  quien  usted  conoció 
cuando  niño. 

¿Qué  reveses  de  fortuna  han  llevado  á  condi- 
ción tan  humilde,  aunque  decorosa,  á  ese  an- 
ciano honrado  y  trabajador,  que  en  su  madu- 
rez tenía  una  posición  desahogada  y  la  estima- 
ción de  cuantos  le  conocían?  El  comprendió 
esta  pregunta  que  yo  me  hacía  para  mí,  y  dijo 
con  dulce  resignación,  casi  como  si  suspirara: 

— ¡Qué  quiereí  ¡Así  es  la  vida! 

Y  no  dijimos  más,  porque  no  había  más  que 
decir  sin  remover  dolores  ó  por  lo  menos  amar- 
gas añoranzas.  Las  desgracias  se  atraen,  y 
allí  estaban  la  vejez  vencida  después  de  la  lu- 
cha, y  la  orfandad  aprestándose  á  entrar  en 
ella,  quizá  para  ser  vencida  á  su  vez... 

Cruzamos  de  nuevo  los  talleres  para  salir, 
entre  el  ruido  de  los  martillazos  y  el  golpeteo 
de  las  máquinas  de  coser,  y  vimos  á  los  mu- 
chachos alegremente  entregados  á  su  respecti- 
va tarea.  Las  herramientas  son  sus  juguetes, 
no  como  figura  de  retórica  sino  como  realidad, 
y  al  verlo  tan  claro  allí,  no  se  extraña  el  éxito 
que  alcanza  el  trabajo  manual  en  nuestras  es- 
cuelas comunes;  lo  que  se  extraña  es  que  no 
se  haya  establecido  antes,  y  que  no  se  funden 
grandes  escuelas  industriales,  que  valdrían  más 
costando  menos  que  nuestras  lujosas  faculta- 
des, ó  por  lo  menos  que  varias  de  ellas,  donde 
se  deforma  la  vida. 


—  217  — 

Al  salir  de  los  talleres  dimos  de  manos  á  bo- 
ca con  el  amable  vice-rector,  que  nos  buscaba. 

—¿Quieren  ustedes  ver  algo  muy  interesante? 
—nos  preguntó. 

—De  mil  amores. 

—Bueno,  vengan  conmigo.  ¡Ahí  aquí  está 
don  Pedro...  El  los  llevará...  á  la  clase  de  mú- 
sica de  los  cieguitos.  Yo  los  encontraré  en  se- 
guida. 

Don  Pedro  nos  introdujo  en  un  saloncito  amue- 
blado con  unos  cuantos  bancos  de  madera  y  un 
viejo  piano  en  un  rincón.  En  uno  de  los  bancos, 
en  fila,  muy  derechos,  inmóviles,  estaban  unos 
cinco  jóvenes  de  quince  á  veinte  años.  El  secre- 
to de  su  inmovilidad  estaba  en  la  de  sus  ojos, 
muertos  iay!  para  siempre.  Nada  exterior  los 
ocupaba,  sino  aquello  que  del  tacto  y  el  oído 
dependiera,  y  en  su  profunda  noche  no  dor- 
mían, sino  que  estaban  atentos,  fijos  en  la  ob- 
servación, aguzando  el  sentido  que  para  ellos 
debe  suplir  al  que,  faltándoles,  los  priva  de  lo 
más  hermoso  que  en  el  mundo  existe.  ¿Cómo 
no  estar,  entonces,  inmóviles  y  reconcentra- 
dos? 

Sentados  al  piano  había  dos  niños  de  ocho  á 
diez  años,  ciegos  también,  que  tocaron  varias 
piezas  á  cuatro  manos,  sin  tropezar,  con  ese 
gusto  que  por  la  música  tienen  á  menudo  los 
que  no  ven,  pero  que  no  los  lleva  nunca  á  ser 
grandes  ejecutantes;  luego  tocó  uno  de  los  jó- 
venes, con  mayor  maestría,  aunque  sin  cau- 
sarnos la  impresión  que  pudiera,  porque  el  ins- 
trumento, de  voces  bastante  cascadas  y  tem- 


—  218  — 
blonas,  estaba  además  horriblemente  desafina- 
do. Terminada  esta  parte  de  la  segunda  sesión 
musical  del  día,  oímos  á  don  Pedro,  quien,  ade- 
lantándose hacia  un  muchachón  alto  y  desgar- 
bado, muy  flaco  y  nervioso,  que  mientras  ha- 
bían tocado  los  otros  meneaba  incesantemente 
la  cabeza,  casi  hasta  descogotarse,  llevando  el 
compás— decía: 

—Vamos  á  ver,  Benito,  si  te  portas.  Aquí  es- 
tán unos  caballeros  que  quieren  conocer  tus 
habilidades. 

—Con  mucho  gusto,  señor— contestó  el  pobre 
ciego,  meneando  más  que  nunca  su  pobre  ca- 
beza gesticulante,  marcada  con  el  tremendo 
sello  de  la  degeneración. 

Don  Pedro  le  acercó  á  la  puerta  de  vidrios 
que  da  al  patio. 

—¿Dónde  vas  á  tocar?  ¿Ese  está  bueno?— pre- 
guntóle. 

Benito  tanteaba  uno  de  los  vidrios  de  la 
puerta. 

—Sí,  señor,  está  bueno— contestó. 

—¿Qué  vas  á  tocar?  ¿el  Miserere? 

—El  Miserere,  sí. 

Y  entonces  comenzó  la  cosa  más  extraña  que 
ustedes  pueden  figurarse,  el  espectáculo  más 
amargamente  cómico  que  yo  haya  presenciado 
hasta  hoy.  Benito  infló  los  carrillos  y  se  puso 
á  canturrear  el  Miserere  del  Trovador,  emi- 
tiendo sonidos  de  saxofón  mal  manejado,  y 
mientras  con  la  boca  hacía  el  canto,  con  los 
dedos  de  su  larga  y  huesuda  mano,  fuertemen- 


—  219  — 
te  adheridos  al  vidrio,  arrancaba  de  éste,  por 
frotación,  acordes  de  acompañamiento,  que 
imitaban  bastante  bien,  á  decir  verdad  y  con- 
siderando el  caso,  las  notas  destacadas  de  los 
bajos  en  las  bandas  militares.  Pero  el  registro 
era  escaso  y  el  canto  pobre,  á  pesar  de  las  ges- 
ticulación del  infeliz,  de  sus  contoneos  de  cabe- 
za, de  sus  sonrisas  delicuescentes  de  histérico, 
que  oprimían  de  veras  el  pecho,  y  hacían  na- 
cer en  él  la  más  triste  de  las  lástimas:  la  que 
lleva  consigo  un  poco  de  repulsión. 

—Vamos— dije  en  voz  baja  á  L.— Esto  es  pro- 
fundamente amargo. 

El  vice-rector  nos  aguardaba  á  la  puerta,  y 
nos  condujo  á  la  clase  en  que  los  ciegos  apren- 
den á  leer  y  escribir.  Porque  hoy  los  ciegos  pue- 
den escribir  y  leer,  como  los  mudos  hablan.  En 
la  clase,  sentados  en  sus  bancos,  estaban  los 
cieguitos  con  las  caras  pálidas  é  inexpresivas, 
viviendo  ya  con  esa  vida  interna  que  en  la  edad 
madura  suele  hacer  tan  intensas  sus  facultades 
mentales.  Fuera,  en  el  claustro,  aguardaban 
otros. 

—Presento  á  ustedes  el  subpreceptor— dijo 
nuestro  guía. 

Era  un  joven  como  de  veinte  años;  fuerte  y 
robusto,  de  fisonomía  plácida...  ciego  también. 
Y  éste  me  pidió  que  dictara  algo  á  uno  de  los 
niños,  un  rubiecito  de  diez  años,  sonriente,  en 
cuyo  rostro  despejado  sólo  faltaba  la  luz  de  las 
pupilas.  Me  acerqué  y  dicté.  El  escribió  bastan- 


—  220  — 

te  rápidamente  con  un  punzón,  lo  que  sigue, 
de  derecha  á  izquierda  como  los  hebreos: 


Los  puntos,  representativos  de  letras,  quedan 
señalados  en  relieve  en  el  grueso  papel  adopta- 
do para  este  uso  y  que  se  coloca  en  un  apara- 
tito  cubierto  de  muchas  lineas  de  agujeros,  en 
esta  disposición: 


El  ciego  busca  con  la  punta  del  punzón  los 
puntos  que  quiere  dejar  marcados,  y  oprime 
aquél  fuertemente  sobre  el  agujero  que  co- 
rresponde; al  terminar  una  palabra,  salta  la 
casilla  de  seis  puntos  que  sigue  á  la  última  le- 
tra señalada,  para  comenzar  otra  palabra  en  la 
subsiguiente. 

—Bien— dijo  el  vice-rector  cuando  acabé  de 
dictar,— ahora  llamemos  á  uno  que  lea  lo  es- 
crito. 

Y  fué  en  busca  de  uno  de  los  cieguitos  que 
estaban  en  el  claustro. 

—Lea  usted  esto,  niño— ordenó  con  dulzura, 
dándole  el  papel  cuyo  contenido  acabamos  de 
copiar. 


—  221  — 
El  ciego  lo  tomó,  lo  volvió  con  las  letras  para 
abajo,  y  teniéndolo  con  ambas  manos,  bajó 
éstas  completamente,  hasta  que  el  papel  que- 
dara sobre  el  vientre  y  los  muslos,  y  pasando 
la  yema  de  los  pulgares  por  el  relieve  de  los 
puntos,  leyó  sin  vacilar: 

Ciego  es  quien  no  ve  en  cada 
hombre  un  hermano.  (1) 

Podría  quizás  haber  dictado  «un  enemigo,» 
si  hubiera  estado  en  tessitura  pesimista  en 
aquellos  momentos;  pero  es  preferible  lo  otro, 
aunque  abunden  los  ciegos  de  esa  especie. 
Guardé  el  curioso  papel  con  que  me  obsequió 
galantemente  el  vicerrector. 

—¿Quiere  usted  que  vayamos  al  departa- 
mento de  niñas?— me  preguntó  L.  luego  que  nos 
despedimos  de  aquellas  excelentes  personas  y 
de  los  infortunados  ciegos. 

Yo  estaba  enervado.  Aquella  larga  visita  se 
intensificaba  con  la  serie  de  las  sensaciones  re- 
cibidas. 

—¿Hay  mucho  que  ver  allí?— pregunté  con 
un  tono  que  debía  estar  diciendo  «marchémo- 
nos,» pues  mi  compañero  contestó,  puede  que 
fatigado  él  también: 

—No  gran  cosa  de  nuevo.  Semejante  á  esto, 
pero  más  cuidado  en  los  detalles,  pues  se  trata 


(1)  Tan  conocido  es  el  sistema  de  escritura  de  los  ciegos,  que 
hay  que  pedir  disculpa  al  repetir  su  explicación.  Al  fin  y  al  cabo 
puede  que  algún  lector  no  lo  conozca,  y  entonces  no  habremos  ha- 
blado en  balde. 


—  222  - 
de  mujeres.  Además,  las  ocupaciones  varían, 
como  es  lógico:  hay  talleres  de  costura,  de  bor- 
dado... se  lava,se  plancha;  todas  las  labores  fe- 
meninas, en  fin. 

—Bien;  lo  veremos  otro  día... 

Ya  estábamos  en  la  calle  y  saltamos  á  la  vic- 
toria, cuyos  jamelgos  habían  tenido  tiempo  de 
descansar  de  sus  fatigas  anteriores,  sin  perjui- 
cio de  su  conductor,  pero  que  no  nos  llevaron 
más  rápidamente  por  eso. 

—¿Qué  tal?— me  preguntó  mi  acompañante. 

—He  pasado  un  momento  de  los  que  no  se 
olvidan— contesté. 

Y,  en  efecto,  visitar  el  Asilo  de  Huérfanos 
puede  parecer  trivial;  muchos  habrá  que  lo 
recorran  curiosos  é  indiferentes  al  propio  tiem- 
po. Pero  los  que  piensen  así,  los  que  penetren 
en  sus  claustros  y  en  sus  patios  y  en  sus  talle- 
res y  en  sus  clases  sin  sentir  humedecidos  los 
ojos  y  palpitante  el  corazón,  se  habrán  olvida- 
do de  su  infancia  ó  no  tendrán  niñitos  á  su  la- 
do... ¡Pobrecitos  huérfanos,  amigos  míos:  ¡ Có- 
mo hubiera  deseado  ser  Dickens,  para  escribir 
estas  páginas  con  la  pluma  que  él  mojaba  en 
sus  lágrimas  de  ternura  inagotable!  ¡Cómo 
hubiera  querido,  por  lo  menos,  que  el  relato 
estuviese  á  la  altura  de  mi  emoción!  Mas,  si 
ello  no  es  posible,  posible  es  asociar  á  este  re- 
cuerdo el  nombre  de  una  persona  para  mí  bien 
cara:  la  madre  de  mis  hijos. 


Mister  Ross. 

UN    «PIONEER»    ORIGINAL 


A  Alberto  Gerchunoff. 


Un  hombre  grueso  y  fornido,  sentado  á  la 
sombra,  en  un  umbral,  saludó  familiarmente 
cuando  pasamos. 

—¿Quién  es?— pregunté  á  mi  acompañante. 

—Mister  Ross— me  contestó. 

—Bien,  pero  ¿quién  es  mister  Ross? 

—¿No  lo  ha  oído  usted  nombrar? 

—Hasta  ahora. 

—Pues  es  el  propietario  de  casi  todos  los 
tranvías  de  esta  ciudad. 

Volví  á  mirarlo  curiosamente  entonces. 

Se  había  puesto  de  pie  y  se  secaba  la  frente 
despejada,  cubierta  de  sudor,  porque  el  día  era 
caluroso,  el  Norte  soplaba  implacable,  y  de  las 
piedras  subía  un  vapor  de  fuego.  Cuando  hace 
calor,  hace  de  veras  en  el  Rosario.  Alto,  de  an- 
chas espaldas,  rubio,  con  la  cara  redonda  com- 


—  224  — 

pletamente  afeitada,  mister  Ross  tenía  bien  el 
aspecto  de  uno  de  esos  pioneers  que  suelen  en- 
contrarse en  nuestro  país,  al  mismo  tiempo 
hombres  de  ideas  y  de  labor,  peones  y  patro- 
nes, capaces  de  realizar  por  sí  solos  su  pensa- 
miento. 

—Está  muy  enfermo— continuó  mi  acompa- 
ñante.—En  poco  tiempo  le  han  hecho  tres  ope- 
raciones. Pero  él  sigue  trabajando,  como  usted 
ve.  En  este  momento  inspecciona  sus  tranvías. 

A  sus  sesenta  y  cuatro  años,  en  efecto,  mister 
Ross,  que  por  su  originalidad  y  más  aún  por 
sus  servicios  al  país,  merece  una  silueta,  con- 
tinúa en  plena  actividad  ápesar  de  sus  males,  y 
á  pesar  también  de  que  cuenta  con  una  bonita 
fortuna,  hecha  á  fuerza  de  puño  no  en  espe- 
culaciones más  ó  menos  felices.  Es  un  tipo  que 
Smiles  no  hubiera  dejado  de  retratar  como 
ejemplar  completo  del  sel/ made  ma/z,  fiel  al 
trabajo  aun  después  de  haber  ganado  honestí- 
simamente  el  reposo,  sujeto  á  él  por  una  nece- 
sidad al  mismo  tiempo  material  y  moral.  Per- 
mítaseme, pues,  que  cuente  su  vida  á  grandes 
rasgos,  y  que  recuerde  alguna  de  sus  originali- 
dades. 

Rodrigo  M.  Ross  nació,  debía  sospecharse, 
en  los  Estados  Unidos;  sirvió  como  sargento  de 
artillería  durante  la  guerra  de  secesión,  y  ter- 
minada ésta  emigró  á  la  República  Argentina, 
donde  permanece  desde  hace  más  de  treinta 
años. 

De  maquinista  de  los  vapores  del  río  Paraná, 
pasó  á  convertirse  en  herrero  y  mecánico,  esta- 


-  225  - 

bleciéndose  allá  por  1870  con  un  pequeño  ta- 
ller en  las  barrancas  del  Rosario. 

Empeñoso,  infatigable,  excelente  administra- 
dor, manejó  con  tanto  acierto  su  minúscula  in- 
dustria que  pronto  le  agregó,  como  comple- 
mento, un  ensayo  de  fundición.  Herrería,  taller 
mecánico  y  fundición,  crecieron  lenta  pero  se- 
guramente. Extendiéndose  los  galpones,  au- 
mentó el  número  de  obreros,  y  lo  que  comen- 
zara en  un  cuartujo  de  la  barranca,  ocupó  una 
manzana  entera,  dio  pingües  ganancias  á  su 
dueño  y  por  fin  fué  vendido  en  una  fuerte 
suma  á  una  sociedad  anónima  que  lo  dejó 
arruinar,  porque  ya  no  estaba  allí  la  mano  de 
Jiierro  de  mister  Ross.  La  usina,  tuvo  que  ce- 
rrarse año  y  medio  después  de  la  compra, 
cooperando  la  crisis  en  el  desastre,  previsto  por 
el  pioneer,  que  decía  refiriéndose  á  sus  suce- 
sores: 

—Hay  que  trabaja,  para  gana  la  dinera. 

Debo  advertir,  que  el  modo  de  hablar  de  mis- 
ter Ross  es  legendario,  y  que  no  se  le  compren- 
dería sin  sus  peculiares  erratas:  resultaría  otra 
persona,  por  lo  menos  en  el  Rosario.  Se  expresa 
en  voz  alta,  con  brusquedad,  y  en  todas  sus  fra- 
ses cambia  los  géneros,  con  ese  raro  acierto 
para  equivocarse  que  se  nota  en  yanquis  é  in- 
gleses, á  causa  de  la  estructura  particular  de 
su  idioma. 

Volviendo  al  cuento:  antes  de  vender  su  fun- 
dición mister  Ross,  había  iniciado  otras  empre- 
sas, entre  ellas  una  pequeña  línea  de  tranvías, 
por  su  cuenta  exclusiva,  que  desde  el  primer 

VIOLINES.— 15 


-  226  — 
momento,  aunque  no  sin  trabajo,  le  dio  resul- 
tados excelentes.  Esto  lo  incitó  á  extenderla, 
como  lo  hizo,  yendo  con  sus  rieles  á  los  subur- 
bios más  solitarios,  que  no  tardaron  en  poblarse 
gracias  á  esa  nueva  facilidad  en  las  comunica- 
ciones y  se  cubrieron  primero  de  ranchos,  luego 
de  casas  modestas,  hasta  tomar  el  aspecto  que 
tienen  hoy.  Bajo  este  concepto,  el  incansable 
pioneer  ha  hecho  mucho  bien  al  Rosario,  donde 
se  le  estima  y  se  le  quiere,  y  á  cada  paso  se  es- 
cucha el  relato  de  alguna  de  sus  excentricida- 
des. Hoy  las  líneas  de  tranvías  de  su  absoluta 
propiedad,  recorren  doscientas  sesenta  cuadras 
en  el  centro  y  los  suburbios.  Tiene  además 
acciones  en  los  otros  tranvías  que  son  cuatro  y 
especialmente  en  el  de  Somoza,  amén  de  casas, 
terrenos,  etc.  etc. 

Es  su  propio  ingeniero  y  arquitecto,  como  es 
inspector,  cochero,  mayoral,  caballerizo... Hace 
los  planos  de  sus  estaciones  y  los  modelos  de 
sus  originales  tranvías,  en  los  que  no  se  ha  ol- 
vidado de  los  pobres  fumadores,  dotándolos  de 
un  compartimiento  especial.  Así  también, como 
en  Chile,  ha  dado  asiento  á  los  cocheros,  y 
como  en  Chile  piensa  poner  «mayoralas»  en  los 
coches.  Muy  modesto,  á  pesar  de  su  fortuna, 
vive  en  un  cuartito  de  su  estación  principal.  Da 
pases  libres  á  las  hermanas  de  caridad  de  los 
hospitales,  á  los  niños  pobres  para  que  vayan 
á  la  escuela,  y  ningún  necesitado  acude  vana- 
mente á  él.  En  actividad  desde  que  sale  el  sol 
hasta  la  noche,  diríase  que  es  su  propio  em- 
pleado. Y  no  por  avidez  de  ganancia,  como 


-  227  — 
lo  demuestra  su  generosidad  para  con  muchos 
que,  triste  es  decirlo,  durante  una  larga  enfer- 
medad de  cinco  meses,han  permitido  que  lo  ve- 
laran por  turno  sus  mayorales  y  peones,  sin 
acudir  en  su  socorro.  Pero  él  no  se  inmuta  por 
eso;  hombre  práctico,  no  puede  extrañar  ta- 
les abandonos  que  comenzaron  hace  muchos 
años  por  su  misma  familia  y  en  circunstancias 
realmente  shakespearianas  que  sólo  pueden  re- 
latarse como  ficción  dramática... 

Se  cuentan  de  él  cosas  curiosísimas  y  rigu- 
rosamente ciertas.  Cuando  tenía  la  fundición, 
acostumbraba  darla  señal  de  entrada  á  los  ta- 
lleres con  el  pito  del  motor.  La  Municipalidad, 
por  medio  de  una  ordenanza,  prohibió  el  pito. 
Mister  Ross  puso  en  su  lugar  una  enorme 
campana.  La  Municipalidad  prohibió  la  campa- 
na; ¡mister  Ross,  puso  un  cañón:  Conminado 
para  que  cesara  de  usarlo  protestó  y  se  negó  á 
obedecer  diciendo: 

—¡Disposición  Municipal  dice  la  pita,  la  cam- 
pana, pero  la  cañona,  no!... 
Y  siguió  llamando  su  gente  á  cañonazos. 
La  mayor  parte  de  sus  ojerizas  son  para  los 
empleados  de  la  Municipalidad.  Así,  no  hace 
mucho,  su  inquina  contra  un  inspector  se  tra- 
dujo de  una  manera  bastante  original.  Este 
funcionario  lo  hostigaba  sin  cesar:  ya  bajo 
uno,  ya  bajo  otro  pretexto,  iba  todos  los  días 
con  quejas  á  la  estación  y  entraba  á  la  oficina 
sin  preámbulos,  alzando  la  voz  como  dueño 
de  casa.  Mister  Ross,  compró  un  burro,  y  ape- 
nas veía  acercarse  al  inspector  gritaba: 


-  228  - 

— iLleve  la  burro  al  oficinal 

Al  entrar  el  animal,  los  empleados  alecciona- 
dos dejaban  solo  el  escritorio,  y  cuando  el  fun- 
cionario se  presentaba  erguido  y  digno  á  expo- 
ner sus  reclamos,  encontrábase  frente  á  frente 
con  el  melancólico  interlocutor  que  una  vez  le 
rebuznó  en  las  barbas. 

A  ese  mismo  inspector,  que  un  día  le  repro- 
chó la  flacura  de  los  caballos,  y  le  dijo  que  les 
alimentara  mejor,  dio  mister  Ross  esta  gracio- 
sa respuesta: 

—¡Oh!  caballas  tiene  mucho  de  come,  pero... 
no  tiene  tiempa... 

Y  luego  volviéndose  hacia  él,  agregó: 

—Usted  que  tiene  tiempa  ¿por  qué  no  estar 
más  gordo? 

No  hace  mucho  se  le  aplicó  una  multa,  por 
no  sé  qué  infracción  municipal,  y  para  hacerla 
efectiva  le  embargaron  cuatro  caballos,  pero 
días  después  se  resolvió  perdonársela,  y  el  jefe 
político  que  lo  encontró  casualmente  en  la  calle 
se  lo  comunicó: 

—Mister  Ross,  la  Municipalidad  lo  ha  exone- 
rado de  la  multa.  Mande  buscar  sus  caballos. 

— ¡Yo  no  buscan— contestó  mister  Ross.— 
Usted  llevar...  Usted  traer. 

I Y  hubo  que  mandárselos  á  la  estación: 

Cuando  por  una  simple  disposición  munici- 
pal se  ordenó  que  sus  líneas  fueran  unidas  á 
las  del  Oeste,  en  la  esquina  de  las  calles  Córdo- 
ba y  Buenos  Aires,  para  que  por  ellas  pasaran 
los  coches  de  las  otras  compañías  (asunto  que 
ha  dado  lugar  á  un  pleito  ante  la  justicia  fede- 


-  229  - 
ral  y  en  el  que  mister  Ross  sostiene  á  todo 
trance  su  derecho)  nuestro  hombre  tomó  un 
carruaje,  se  lanzó  al  sitio  en  que  iba  á  hacerse 
la  unión,  frente  mismo  á  la  policía  y  á  la  plaza 
principal,  y  apartando  á  los  peones  que  ya  ha- 
bían comenzado  á  hacer  un  hoyo,  sentóse  en 
él,  entre  sus  rieles,  exclamando: 

—¡Nadie  puede  toca  mi  vía! 

Nada  valió,  ni  ruegos,  ni  amenazas:  mister 
Ross  no  salió  del  pozo  en  toda  la  noche: 

— iMi  no  sale;  llévame  á  la  fuerzai 

Por  fin  se  logró  hacerlo  entrar  en  razón,  in- 
dicándole los  medios  legales,  que  aceptó,  am- 
parándose de  la  justicia  federal  que  entiende 
aún  hoy  en  el  asunto.  Han  fracasado  cuantas 
tentativas  de  arreglo  se  hicieron  hasta  ahora, 
porque  mister  Ross  contesta  invariablemente. 

—Mí  no  entiende...  Soy  menor  de  edad.  Vean 
mi  abogada. 

Un  día,  en  la  fundición,  un  muchacho  atrevi- 
do y  travieso,  con  gran  contento  de  los  demás; 
puso  á  mister  Ross  una  cola  de  papel  con  la 
que  anduvo  largo  rato,  sin  advertirlo,  por  los 
talleres,  provocando  las  disimuladas  risas  de 
los  obreros,  hasta  que  alguien  le  avisó  lo  que 
pasaba.  Averiguó  quién  era  el  autor  de  esa 
falta  de  respeto,  lo  supo  y  calló  hasta  el  día  si- 
guiente. Por  la  mañana  se  situó  á  la  puerta  de 
la  fundición  y  aguardó  la  entrada  de  los  mu- 
chachos. Luego  les  fué  preguntando: 

—¿Usté  pone  cola  á  mí? 

—No,  señor. 

—¿Usté  pone  cola  á  mí? 


—  230  — 

—No,  mister  Ross. 

Por  fin  llegó  al  culpable. 

—¿Usté  pone  cola  á  mí? 

—Sí,  señor— contestó  el  muchacho  temblando 
como  un  azogado  y  creyendo  que  la  casa  se  le 
iba  á  caer  encima.— Sí,  señor;  pero  no  lo  volve- 
ré á  hacer. 

Mister  Ross  lo  tomó  de  un  brazo,  y  casi  lo 
arrastró  donde  estaba  el  capataz  de  los  peones. 

—Dele  á  ésta,  cincuenta  centavos  más  al  día 
por  decir  verdad.  Pero  (volviéndose  al  mucha- 
cho y  con  acento  terrible)  ¡no  pone  más  cola  á 
mister  Ross:... 

Este  solo  rasgo  basta  para  captarle  todas  las 
simpatías.  Pero  su  buen  corazón,  su  amor  al 
trabajo,  á  la  honradez,  á  la  verdad,  se  mani- 
fiestan á  cada  paso.  Hasta  sus  caballos  tienen 
que  agradecerle,  pues  no  permite  que  los  azo- 
ten ni  aun  cuando  no  quieran  arrancar: 

—¡Para  andar  la  coche,  toca  la  timbra,  no  cas- 
tiga la  caballa! 

Y  pone  en  práctica  el  consejo,  haciendo  repi- 
car el  timbre,  y  los  caballos  arrancan  de  ese 
modo,  como  aquellos  de  la  diligencia  cuyo  ma- 
yoral abría  y  cerraba  con  estrépito  la  porte- 
zuela para  hacer  creer  á  los  rocines  que  baja- 
ban pasajeros. 

Últimamente,  mister  Ross,  sorprendió  á  uno 
de  sus  mayorales  que  acababa  de  degollarle 
dos  pesos,  ó  sea  el  importe  de  veinte  boletas. 

— Vos,  socio  mío— le  dijo,— dame  un  peso. 

El  mayoral  se  lo  dio. 

—Ahora,  con  el  otro,  pague  la  copa. 


—  231  — 

Pagó  el  mal  empleado  una  botella  de  cerveza 
con  el  producto  de  su  robo  y  se  creía  libre 
merced  á  una  de  las  excentricidades  de  mister 
Ross,  cuando  al  volver  á  la  estación  se  encon- 
tró conque  «le  habían  colgado  la  galleta»  como 
dicen  ellos.  Es  que  eso  no  lo  perdona  mister 
Ross.  Hace  días  sorprendió  degollando  á  otro 
mayoral,  y  sin  más  trámite  lo  hizo  bajar  del 
coche,  de  que  se  encargó  él  mismo,  cosa  que 
sucede  muy  á  menudo  y  que  se  vio  especial- 
mente cuando  la  huelga  de  cocheros,  pues 
sólo  anduvo  el  tranvía  que  él  manejaba  atro- 
nando las  calles  del  Rosario  con  las  dianas  de 
su  corneta,  y  á  despecho  de  los  insultos  y  las 
pedradas  de  los  huelguistas. 

En  1893,  durante  la  revolución  y  en  lo  más 
recio  del  combate,  cuando  nadie  se  aventuraba 
en  las  calles  del  Rosario,  mister  Ross  hizo  atar 
una  jardinera  ó  coche  abierto,  y,  solo,  se  fué  á 
la  plaza  donde  se  estaban  batiendo  encarnizada- 
mente (aun  quedan  las  señales  de  las  balas  en 
el  mármol  blanco  del  «Monumento»)  á  recoger 
los  heridos  de  uno  y  otro  campo,  para  llevarlos 
á  lugar  seguro.  Expuso,  en  esta  ocasión,  mu- 
chas veces  su  vida  por  salvar  la  de  sus  semejan- 
tes, y  ésta  no  es  la  anécdota  que  se  repita  menos 
de  las  tantas  que  de  él  se  cuentan.  Es  que  aque- 
lla acción  brusca  y  sencillamente  hecha,  com- 
plementa el  retrato  moral  de  este  pioneer ,  que 
yo  quisiera  encontrar  activo  y  triunfante  en 
todos  los  rincones  del  país,  pues  el  progreso  de 
la  Argentina  sería  entonces  tan  sólido  como 
rápido,  tan  fecundo  como  sin  ostentación. 


El  día  de  los  niños. 

LA      DÁDIVA      DEL      ESCRITOR. 


Octubre  2  de  1905. 


A  la  señora  Celestina  S.  de  Costas. 


El  también  quería  dar  algo  para  los  niños 
pobres— algo  que  no  fuese  una  limosna, 'porque 
á  su  juicio  la  limosna  no  eleva  á  quien  la  da  ni 
á  quien  la  recibe,  y  porque  juzgaba  que  ayu- 
dar á  la  niñez  era  prestar  al  futuro,— al  futuro 
que  sabe  retribuir  con  réditos  enormes... 

Quería  dar  más:  un  pedazo  de  su  cerebro  y 
de  su  corazón,  por  ejemplo,  una  cosa  que  no 
tuviera  valor  venal  sino  sentimental,  muy  no- 
ble y  muy  pura;  pero  no  acertaba  con  la  forma 
de  exteriorizar  esa  dádiva,  que  debía  ser  co- 
munión más  que  dádiva... 

Volvía  de  la  imprenta,  después  de  las  horas 
febriles  del  trabajo.  Las  calles  estaban  sólita- 


-  234  - 
rias,  en  ese  paréntesis  fugaz  que  media  entre  el 
último  rumor  de  la  alta  noche  y  el  primer  des- 
pertar de  la  mañana.  Tras  del  aire  húmedo  y 
acariciador  palidecían  las  estrellas,  y  gasas 
impalpables  flotaban  entre  cielo  y  tierra  ¿ó  las 
fingían  sus  ojos  fatigados?... 

Al  entrar  en  su  casa  sintió  como  una  olada 
de  paz  que  le  invadiera  suavemente  el  espíritu, 
invitándolo  al  bien  ganado  reposo.  Adivinó  más 
que  sintió  la  rítmica  y  tranquila  respiración  de 
sus  hijitos  dormidos,  fuertes  con  su  confianza 
en  la  omnipotencia,  ilusoria,  ¡ay!  que  encarnan 
los  padres  para  el  niño... 

Sintióse  entonces  con  el  ánimo  sereno  y  el 
cuerpo  rendido,  torpe  ya  el  cerebro  laborioso 
que  el  sueño  avasallaba;  maquinalmente  se 
encaminó  á  su  alcoba,  pero  de  pronto  se  detu- 
vo, movió  la  cabeza,  volvió  atrás... 

— Ya  sé  qué  dar  á  los  niños  pobres— había 
pensado.— Ya  que  no  tengo  ideas  geniales,  ni 
puedo  reunirlos  en  un  abrazo,  ni  decirles  cosas 
lindas  y  conmovedoras  que  los  alienten  y  los 
instruyan,  puedo,  sin  embargo,  darles  algo  de 
mi  cerebro  y  de  mi  corazón,  porque  trabajando 
para  ellos,  ahora  que  el  cansancio  me  doblega 
y  mis  nervios  vibran  agitados,  y  mi  cerebro  no 
puede  crear  ni  coordinar,  habré  hecho  por 
ellos,  una  vez  siquiera,  el  esfuerzo  que  hacen 
los  padres  por  los  hijos... 

Pero  en  su  gabinete,  á  la  luz  del  gas  reflejada 
crudamente  por  las  carillas  blancas,  luchó  en 
vano  por  escribir,  en  minutos  que  parecían 
horas,  en  horas  enteras  que,  al  sonar,  tocaban 


—  235  — 
los  dobles  de  su  impotencia.  Las  ideas  le  cru- 
zaban como  blancas  visiones  efímeras,  tan 
pronto  asomadas  cuanto  desvanecidas:  eran 
esos  mismos  niños  que  lo  ocupaban,  hombres 
ya,  en  plena  vida,  en  pleno  combate,  trabajan- 
do, amando,  triunfando,  sufriendo;  eran  esos 
pobrecitos  descalzos,  desnudos,  sin  pan,  tem- 
plados en  la  brega  hasta  hacerse  nobles  obre- 
ros, inteligentes  artesanos,  labradores  que  con- 
vierten la  gleba  en  oro,  en  mies,  en  felicidad,  en 
amor;  grandes  artistas,  ilustres  pensadores, 
geniales  hombres  de  Estado  siempre  á  la  con- 
quista de  mayor  paz,  de  mayor  dicha  para  su 
pueblo,  de  más  intima  y  perfecta  solidaridad 
humana.  Eran  también  los  descarriados,  los 
corroídos  por  el  ajeno  egoísmo  en  los  primeros 
años,  los  envenenados  por  la  ignorancia  y  la 
envidia  y  el  rencor...  Pero  éstos  pasaban  más 
rápidamente,  eran  pocos,  eran  muy  pocos, 
pero  él  quería  que  fuesen  menos  aún...  Y  ante 
esta  voluntad  poderosa  huían  las  sombras  tris- 
tes, y  volvía  á  reanudarse  en  su  ensueño  la 
marcha  triunfal  de  los  vencedores  por  el  tra- 
bajo y  el  amor,  hombres  de  entusiasmo,  capa- 
ces entonces  de  todas  las  proezas,  hombres  de 
fe  en  sí  mismos,  capaces  entonces  de  todas  las 
heroicidades... 

Luego  entreveía  todas  las  dificultades  que 
erizan  el  camino  de  esas  tiernas  criaturas,  de 
esos  niños  pobres,  cuyas  cabezas  rubias  de  ojos 
de  miosotis,  cuyas  cabezas  negras  de  ojos 
de  azabache  contienen  el  germen  vivo  de  nues- 
tro pueblo  futuro...  Y  una  sensación  natural  le 


-  236  - 
hacía  volver  la  cabeza  con  gesto  aterrado  ha- 
cia el  interior  sombrío  de  la  casa,  donde  dor- 
mían los  suyos,  tan  dulce,  tan  plácida,  tan  con- 
fiadamente... 

— ¡Ah!  ¡si  yo  les  faltara!  Si  yo... 

¡Y  se  decía  que  si  todos  los  padres  tuvieran 
este  sentimiento  y  este  terror,  no  habría  niños 
pobres,  no  habría  niños  abandonados,  habría 
solamente  niños,  sin  que  adjetivo  alguno  em- 
pañara la  belleza  incomparable  de  este  nom- 
bre!... 

Ya,  entretanto,  la  fría  luz  azul  del  alba  ha- 
cía borrosos  sobre  el  papel  los  cálidos  reflejos 
anaranjados  del  gas,  sin  que  una  línea  hubiese 
comenzado  á  realizar  el  esfuerzo... 

—¿Cómo  ser  elocuente?  ¿cómo  sugerir  á  los 
demás  lo  que  pienso  y  lo  que  siento?... 

Pero  en  seguida  se  resignó  á  contentarse  con 
el  trabajo  material,  diciéndose  que  aunque  no 
lo  comprendieran  el  esfuerzo  quedaría  hecho, 
y  que  cuanto  menor  mérito  se  atribuyese  á  su 
producción,  mayor  mérito  tendría  en  realidad, 
pues  iría  con  ella  un  pequeño  sacrificio  del 
amor  propio... 

Y  escribió  entonces,  tranquilo,  largo  rato, 
viendo  por  instantes,  desde  su  ventana,  cómo 
la  niebla  gris  que  acariciaba  y  redondeaba  las 
angulosas  siluetas  de  los  edificios,  iba  dejándo- 
los aparecer,  destacarse,  aproximarse  poco  á 
poco,  así  como  si  su  escritorio  fuese  un  extraño 
navio  que  se  deslizara  suavemente  hacia  ellos... 

Y  escribió  en  síntesis  un  llamado  á  los  cora- 
zones generosos  y  amantes  y  á  los  corazones 


—  237  — 
indiferentes  y  fríos,  á  los  altruistas  y  álos  egoís- 
tas, á  los  ricos  y  á  los  pobres,  para  que  los  unos 
los  protegieran,  para  que  los  otros  se  los  hicie- 
ran propicios  evitando  su  futura  enemistad... 

A  los  generosos.,  á  los  amantes,  á  los  altruis- 
tas les  dijo.- 

—No  tengo  que  invitaros  á  dar,  pues  lo  con- 
sideráis un  deber  que  es  al  propio  tiempo  una 
noble  satisfacción. 

A  los  otros  les  dijo: 

—¡Dad!  Dad,  porque  la  ignorancia  en  compli- 
cidad con  la  indigencia  y  la  desgracia,  seca  los 
corazones  y  engendra  monstruos  que  mañana 
amenazarán  vuestra  tranquilidad  y  vuestra  vi- 
da misma. 

Dijo  á  los  padres: 

—Pensad  en  que  vuestros  hijos  pueden  que- 
dar desamparados  y  sin  apoyo,  y  apresuraos  á 
dar  el  ejemplo,  para  que  luego  haya  otros  que 
les  tiendan  la  mano. 

Y  ya,  con  la  diáfana  claridad  del  día  que  em- 
pezaba, oyendo  la  charla  de  los  gorriones  que 
anidan  en  plena  ciudad,  escribió  que  cultivar 
los  niños  era  más  hermoso  que  cultivar  flores 
y  más  grande  que  edificar  monumentos,  por- 
que no  hay  flor  comparable  á  la  viva  flor 
humana,  y  porque  preparar  y  embellecer  el 
futuro  es  la  única  manera  de  hacerse  inmortal, 
pues  se  perdura  en  las  generaciones  sucesivas, 
sin  que  nadie  lo  sepa,  ¡bien!  pero  perdurando 
con  todo... 

Esto  lo  escribió  mal,  muy  mal,  sin  elocuen- 
cia, con  un  estilo  ramplón  y  enredado,  falto  de 


—  238  — 
claridad  y  de  elegancia,  y  de  modo  que  ni  si- 
quiera transparentaban  sus  frases  el  tierno 
sentimiento  que  lo  poseía.  ¡No  importa!  Dobló 
las  carillas  húmedas  aún,  las  envió  al  diario  en 
que  trabajaba,  y  como  el  artículo  era  «para  los 
niños,»  malo  y  todo  apareció  el  día  de  los  ni- 
ños y  lo  poco  que  valía  fué  á  manos  de  aque- 
llos por  quienes  hizo  un  esfuerzo  al  parecer 
tan  estéril... 


£1  trago  de  agua. 


A  Enrique  Deschamps. 


El  comandante  comenzó  así: 

—Por  allá,  por  las  provincias  del  Norte,  hay 
unas  grandes  pampas,  secas  y  arenosas,  sin 
una  mata  de  pasto,  sin  una  gota  de  agua,  tris- 
tes hasta  cuando  el  sol  alumbra,  es  decir,  más 
tristes  todavía  cuando  el  sol  calienta,  porque 
entonces  parecen  más  largas  las  distancias,  y 
el  chifle  lleno  de  agua  se  acaba  en  un  momen- 
to, pues  la  misma  idea  de  que  allí  no  hay  cómo 
quitarse  la  sed,  lo  está  haciendo  a  uno  beber  á 
cada  rato. 

Era  esto  cuando  se  andaba  en  guerra  con  los 
caudillos,  que  dijeron,  de  por  allá:  de  las  pro- 
vincias de  los  salitrales  y  las  travesías,  donde 
los  mismos  árboles  crecen  de  madera  tan  dura 
que  se  diría  que  son  de  fierro  y  no  han  visto 
agua  en  toda  su  vida. 


—  240  - 

Un  jefe— no  sé  si  Lago  ó  Laguna— mozo  gua- 
po, bien  pensado  y  valiente  como  las  mismas 
armas,  iba,  pues,  al  mando  de  un  pelotón  de 
caballería,  de  una  á  otra  capital  de  provincia, 
allá  lejos,  creo  que  de  La  Rioja  á  Catamarca,  si 
no  era  de  Salta  á  Jujuy.  El  hecho  es  que  estaban 
por  aquellos  andurriales,  y  trota  que  te  trota, 
y  galopa  que  te  galopa,  se  habían  pasado  dos 
días  enteros  sobre  la  arena  suelta  y  sobre  el 
piso  de  sal,  blanco  y  lisito  como  un  mantel  re- 
cién planchado,  y  seco,  señor,  como  la  misma 
sed, 

El  teniente— entonces  era  teniente;  después 
llegó  á  coronel,  y  hubiera  llegado  á  general... 
pero  eso  no  hace  al  caso...— el  teniente,  pues, 
tenía  sed  también,  y  los  soldados  más,  porque 
habían  apelado  á  un  chifle  con  caña  que  lleva- 
ba uno,  y  el  remedio  «jué  ip'a  pior!»  como  de- 
cían ellos. 

Ya  el  día  de  antes,  los  cuernos,  los  mates  y 
las  vejigas  en  que  llevaban  agua,  se  les  habían 
acabado...  porque  de  miedo  de  tener  sed  ha- 
bían tenido  mucha  sed... 

Y  dale  que  le  dale  al  galope,  con  su  solazo 
que  les  asaba  ios  lomos;  y  cada  vez  que  para- 
ban para  darles  un  resuellito  á  los  caballos, 
hablaban  entre  ellos,  con  la  lengua  seca  y  ne- 
gra como  la  de  los  loros;  y  no  hablaban  más 
que  de  agua... 

¿Que  si  sufrieron  mucho?  ¡canejo!  ¡vaya  con 
la  pregunta!  Cómo  se  conoce  que  no  sabe, ami- 
go, lo  que  es  la  sed,  y  que  se  está  soplando  ese 
vaso  de  cerveza  fresca...  Sufrieron  tanto  que 


-  211  — 
los  labios  se  les  partían,  y  que,  cuando  el  te- 
niente les  preguntó  si  se  animaban  á  seguir 
adelante,  sin  parar  hasta  encontrar  un  poco  de 
agua,  sólo,  señor,  pudieron  contestarle  como 
si  silbaran...  Pero  siguieron,  señor,  siguieron. 

Y  en  medio  del  campo  vieron  de  repente,  un 
rancho  sólito,  plantado  entre  cuatro  estacas, 
en  medio  del  salitral,  en  un  desplayado  sin  una 
mata  de  paja. 

El  teniente,  que  era  el  mejor  montado,  se 
adelantó  á  los  demás  que  lo  siguieron  de  cer- 
ca... ¡vaya!...  y  aunque  hubiesen  tenido  que 
aplastar  del  todo  los  caballos,  claro  que  iban  á 
seguirlo  de  cerca  y  de  muy  cerca,  ¡y  sí  noi 

Una  vieja  se  asomó  á  la  puerta  del  rancho: 

—¡Señora!... 

—¿Qué  se  le  ofrece,  'ñor? 

—¡Un  vasito  de  agua,  por  favor! 

—¿Agua?  No  hay  ni  gota,  'ñor. 

—¿Cómo  que  no  hay?  ¿No  tiene  agua?  ¿No 
toma  agua?... 

—Sí  tomo,  'ñor,  pero  aura  no  tengo:  estoy 
esperando...  me  la  tienen  que  tráir  del  pueblo, 
y  aurita  no  más  han  de  venir...  ó  mañana. 

—¿O  mañana?...  ¡caraj!  ¿Y  no  tiene  una  gota 
siquiera? 

—Nadita,  'ñor,  nadita...  Y  ¿cómo  1'  iba  negar 
en  teniendo? 

Los  soldados,  sin  apearse,  habían  formado 
rueda  á  poca  distancia  detrás  del  teniente.  Este, 
desesperado,  alzó  la  espada,  y  puesto  que  no 
había  más  remedio,  dio  la  voz  de  mando: 

VIOLINES.— 16 


-  242  — 

—¡Adelante: 

Y  dale  al  galope,  otra  vez,  para  salir  de  la 
travesía,  salpicada  de  espinos  y  tunas  como 
único  pasto,  y  lisa  como  una  tabla...  Aunque  el 
pueblo  de  que  había  hablado  la  vieja  no  debía 
estar  muy  lejos,  los  caballos  se  iban  aplastando 
tanto  que  no  iban  á  alcanzar...  Imagínese  cómo 
irían  los  pobres  milicos,  y  qué  cara  pondrían 
con  semejante  jarana,  cuando  la  sed  es  lo  único 
que  no  puede  aguantar  el  hombre... 

Pero  también,  ¡qué  alegrón!  cuando  vieron 
de  repente  una  nubecita  de  tierra  que  iba 
agrandándose  en  dirección  á  mis  veteranos... 

—¿Qué  será?— se  preguntaban  unos  á  otros. 

—Parece  gente— decían  los  más  vaquianos. 

—Serán  indios... 

iNi  aunque  fueran  indios!  La  sed  se  les  quita- 
ría un  poco,  peleando...  Pero  otros,  consideran- 
do el  tamaño  de  la  polvareda,  sacaron  en  con- 
secuencia: 

—Debe  ser  un  convoy. 

No  era.  Es  que  la  nubecita  estaba  ya  muy 
cerca,  y  así  parecía  más  grande. 

Unos  minutos  después  ya  se  ve  bien  claro. 

Se  trata  de  un  coya  montado  en  una  mulita 
y  llevando  otra  del  cabestro.  Esta  última  trae 
un  cargamento  extraño:  son  cueros  hinchados 
que  cuelgan  á  un  lado  y  otro  del  aparejo;  y  el 
pelo  de  los  cueros  está  húmedo  y  gotea... 

¡Es  agua! 

El  teniente  se  precipita  al  encuentro  del  coya. 

—¡Pare,  amigo:  ¿Lleva  agua? 

—Sí,  yebo. 


-  243  — 

—¿Puede  darnos  un  poquito,  compañero,  para 
mí  y  los  soldados  que  vienen  conmigo? 

—Puede  ser,  s'ñor... 

—¿Cómo,  puede  ser?  ¡Tiene  que  darnos!  O 
vendernos,  que  es  lo  mismo...  ¿cuánto  quiere? 

El  coya  que  vio  la  ocasión  de  hacer  un  buen 
negocio,  se  quedó  pensando  un  rato,  y  des- 
pués, como  quien  dice  una  barbaridad,  con- 
testó: 

—¡Dos  riales  bolivianos,  s'ñor! 

—¡Qué  dos  reales,  ni  qué  dos  reales!... 

Yo  no  sé  qué  diablos  le  dio  al  teniente,  pero 
es  el  caso  que  al  verse  salvado,  al  ver  salvados 
á  sus  milicos,  se  puso  medio  loco  de  alegría 
si  no  se  enloqueció  del  todo,— van  á  ver,— y  sal 
candóse  las  prendas  empezó  á  metérselas  en  la 
mano  al  coya,  gritándole: 

—¿Dos  reales?  ¡Toma,  toma  el  reloj!  ¡Toma  la 
plata  que  tengo!  Toma  la  cadena.  ¡Son  cincuen- 
ta bolivianos!  ¡Pero  si  no  sabes  el  servicio  que 
nos  estás  haciendo!...  Y  si  querés  más... 

¿Y  á  qué  no  saben  ustedes  lo  que  sucedió?  ¡Ni 
lo  pueden  adivinar,  aunque  se  lo  pasen  pensan- 
do toda  la  noche!...  ¡No!  ¡es  muy  curioso,  muy 
curioso,  casi  incréible!... 

Pues  en  cuanto  el  teniente  empezó  á  sacarse 
las  prendas  para  dárselas,  el  coyita  comenzó  á 
hacerse  á  un  lado,  como  si  tratara  de  arreglar 
la  carga,  y  apenas  le  pareció  que  estaba  en  un 
punto  estratégico,  le  metió  espuelas  á  la  muía, 
casi  hasta  sacarle  sangre,  y  antes  de  que  los 
otros  se  diesen  cuenta  de  lo  que  iba  á  hacer,  ya 
estaba  lejos!...  ¡Sí,  señor,  se  había  escapado, 


—  244  — 
como  si  lo  fueran  á  matar!...  Todos  se  queda- 
ron con  la  boca  abierta,  embobados,  como  si  el 
cíelo  se  les  acabase  de  caer  encima...  Y  en  cuan- 
to cayeron  en  lo  que  había  pasado,  quisieron 
perseguir  al  coya  y  quitarle  los  noques...  Pero 
el  teniente  no  quiso. 

—No  hay  necesidad— dijo,— de  hacerle  nada. 
Vamos. 

Y  es,  ¡miren  ustedes  qué  cosas  pasan  en  el 
mundo!  es  que  el  coya  se  había  asustado  de  la 
generosidad  del  teniente,  pero  asustado  de  ve- 
ras, como  si  aquello  fuese  cosa  del  diablo,  como 
si  le  propusieran  uno  de  esos  negocios  que,  en 
los  tiempos  de  antes,  le  costaban  el  alma  á  un 
cristiano,  pero  que  ahora  no  le  cuestan  nada,  á 
juzgar  por  la  cantidad  que  se  hace!... 

¡Claroi  El  coya  nunca  había  visto  tanta  plata 
junta,  si  no  es  en  las  vidrieras  de  los  cambis- 
tas y  eso  cuando  iba  á  la  capital,  y  no  le  podía 
caber  en  la  cabeza  que  se  la  dieran  por  algo 
tan  sencillo  como  una  gota  de  agua  á  tiempo... 

Y  claro,  también,  que  los  milicos,  buenos 
criollos  al  fin  y  al  cabo,  no  siguieron  el  galope 
para  salir  de  la  travesía,  sino  que  rumbearon 
para  el  rancho. 

Al  rancho  había  ido  el  coya,  dando  un  rodeo, 
porque  él  era  quien  le  llevaba  la  provisión  de 
agua.  Los  soldados  lo  vieron  entrar  con  los 
noques,  haciéndose  el  chiquito  y  pensando  que 
no  lo  pisparían. 

Cuando  sintió  el  ruido  de  los  caballos  que  se 
acercaban,  volvió  á  salir  corriendo,  montó  en 


-  245  - 
una  muía,  arrió  la  otra  y  agarró  «p'  al  lau  del 
miedo.» 

En  fin,  los  milicos  se  apearon  junto  al  ran- 
cho, donde  la  vieja  los  sacó  del  apuro  dándoles 
elagua  que  acababa  de  llegar... 

Y  aquí  dio  fin  la  historia. 

Pero,  digan,  tno  es  verdad  que  se  necesita  ser 
muy  arribeño  para  asustarse  de  regalos?  ¡Miren 
que  huirle  á  la  plata!... 

Es  que  aquello  era  entonces...  en  tiempo  de 
Xaupa...  Pero  lo  que  es  hoy...  ¡Vayan  y  prue- 
ben!... ¡Ni  en  el  Norte!... 


Esta  fabulilla... 


A  Emilio  Ortiz  Grognet. 


Un  chingólo  que  aun  no  había  ensayado  el 
vuelo/  quiso  cierta  mañana  darse  cuenta  de  lo 
que  era  el  mundo  y  pasearse  un  rato  por  el 
campo,  lejos  del  nido. 

A  los  pocos  saltos  de  sus  patitas  de  alambre, 
encontróse  con  dos  animalucos  verdosos  que 
paseaban,  saltando  también,  campo  afuera. 

—¡Pájaros  raros!— se  dijo. 

Luego,  cavilando  como  el  gato  de  Gautier 
descubridor  deque  un  loro  no  es  más  que  un 
pollo  verde,  arribó  á  esta  conclusión,  conven- 
cido como  estaba  de  que  sólo  hay  chingólos  en 
la  tierra: 

—Debe  ser  efecto  de  la  edad...  Según  he  oído 
decir  ¡nos  ponemos  tan  feos  con  los  años:... 

Y  dio  dostímidossaltitos  hacia  los  paseantes, 
como  para  ponerse  al  habla  con  ellos. 


—  248  - 

Estos,  entretanto,  le  habían  examinado  in- 
quisitorialmente  con  sus  abultados  ojos,  sin 
desperdiciar  por  ello  la  ocasión  de  echar  un 
lengüetazo  á  cualquier  mosca  ó  mosquito  que 
toparan  cerca,  adormecido  aún  por  el  fresco 
húmedo  de  la  madrugada;  y,  examinándolo, 
se  decían  con  gravedad: 

—Anda  como  los  sapos. 

—En  efecto...  Y,  á  juzgar  por  su  marcha, 
debe  ser  de  los  nuestros,  pese  á  su  ridículo  pe- 
laje... Salta  casi  con  tanta  elegancia  como  tu 
ó  yo... 

— ¡Pobrecito!...  Será  principiante...  ¿Quieres 
que  le  hablemos? 

— ¡Hablémosle; 

—Si  es,  efectivamente,  un  aprendiz,  le  ense- 
ñaremos, le  tendremos  siempre  á  nuestro  lado, 
haremos  que  no  se  aparte  un  punto  de  nos- 
otros, que  utilice  nuestra  experiencia,  que  imi- 
te nuestra  sabiduría,  que  se  ajuste  en  un  todo 
al  molde  ideal... 

—Será  una  buena  obra. 

El  chingólo  había  ido  acercándose,  con  sal  ti- 
tos más  cortos  cada  vez.  Por  fin  se  atrevió: 

—Buenos  días— les  dijo.— ¿Van  ustedes  de 
paseo? 

—Sí— contestó  el  más  gordo.— Paseamos  con 
la  fresca  y  nos  desayunamos  al  propio  tiempo. 
¿Y  tú? 

—Tomo  también  un  bocado,  pero  eso  no  me 
preocupa:  me  interesan  mucho  estos  alrededo- 
res, la  hierba  verde,  la  luz,  la  alegría  del  aire... 


-  249  — 
¡Qué  cosa  más  bonita!  ¡Andaría  paseando  la 
mañana  entera! 

— ¡Eh!  nosotros,  también  tenemos  para  rato. 
Si  quieres  pasearemos  juntos...  ¿Eres  sapo? 

— iSapo?  Nunca  había  oído...  No  sé  lo  que 
quiere  decir  eso. 

—Te  pregunto  si  perteneces  á  nuestra  gran 
cofradía,  si  eres  de  nuestra  sociedad. 

El  chingólo  se  miró,  miró  á  los  sapos,  refle- 
xionó y  luego  dijo  modestamente: 

—Puede  ser  muy  bien.  Quizá  tenga  ese  ho- 
nor, porque,  según  veo,  andamos  más  ó  me- 
nos de  la  misma  manera. 

—Sí;  algo  te  falta,  pero  ya  nos  igualarás  con 
un  poco  de  esfuerzo.  Tu  marcha  no  es,  toda- 
vía, tan  majestuosa  como  la  nuestra;  pero  si 
no  llegas  acopiarla  exactamente,  ¡has  de  apro- 
ximarte, has  de  aproximarte!...  No  pierdas  la 
esperanza,  porque  por  las  señas  eres  todavía 
demasiado  joven. 

—Eso  creo— murmuró  el  chingólo  con  hu- 
mildad. 

Y,  uniéndose  á  ellos,  todos  tres  siguieron  an- 
dando, entre  la  hierba  fresca,  bajo  la  sombra 
de  las  grandes  plantas,  a  saltitos  acompasados, 
como  gente  que  no  tiene  prisa. 

Pero,  de  vez  en  cuando,  el  chingólo,  más 
ágil,  se  apartaba  á  la  derecha,  á  la  izquierda, 
hacia  adelante,  con  bruscos  movimientos  ins- 
tintivos, y  sentía  que  ciertas  cosas  extrañas 
colgadas  á  sus  costados  lo  ayudaban  en  su  es- 
fuerzo, como  suspendiéndolo  en  el  aire. 


—  250  — 

Sin  embargo  su  marcha  insegura  le  hacía 
pensar: 

.   —Nunca  igualaré  á  estos  venerables  ancia- 
nos. Me  falta  peso. 

Los  sapos,  en  un  principio,  cuando  se  queda- 
ban solos,  elogiaban  al  juvenil  camarada,  al 
nuevo  discípulo,  pero  sin  disimularse  sus  de- 
fectos, como  gente  machucha  que  era. 

—No  es  malo  el  chico— decía  el  uno,— sólo  le 
falta  ponderación. 

—Sí— replicaba  el  otro.— Pero  no  tiene  ni  con 
mucho,  la  boca  tan  ancha  como  la  nuestra, 
(por  el  contrario,  la  suya  es  ridiculamente  an- 
gosta y  acabada  en  punta),  ni  tiene  la  lengua 
tan  larga,  ni  las  piernas  tan  robustas,  ni  los 
ojos  tan  grandes  y  salientes  como  nosotros. 

— ¡Es  verdadl  Ni  tiene  tampoco,  nuestra  boni- 
ta piel  repujada  y  barnizada,  ni  nuestra  her- 
mosa voz  de  bajo  profundo.  Es  enfermizo  y 
enclenque;  quizá  sea  un  degenerado...  ¡Bahí 
razón  de  más  para  protegerlo,  ¡infeliz!  Nos  de- 
muestra tanta  consideración,  tanto  respeto... 

—Protejámoslo...  Quizá  no  nos  resulte  in- 
grato. 

Pero,  una  vez  que  el  chingólo  se  apartó  un 
poco  más  lejos  que  antes  y  ensayó  un  trino, 
los  sapos  le  llamaron  severamente  al  orden: 

—¡Qué  es  eso,  caballeritoi— mugió  uno.— ¿Qué 
significan  esos  chillidos  descompuestos  y  esos 
saltos  de  langosta?  ¿No  le  basta  á  usted  para 
expresarse  nuestro  viejo  y  purísimo  léxico  de 
croac-croac,  ni  para  ir  de  un  punto  á  otro 
nuestro  grave  y  reposado  continente! 


—  251  - 
«    — iCuidadoi— exclamó  el  otro.— Tus  locas  ac- 
ciones revelan  un  abominable  modo  de  pensar. 
No  reincidas,  porque  si  reincides  te  segregare- 
mos de  nuestra  sociedad.  iHabráse  visto! 

—¡Sí!— agregó  el  primero.— ¡Con  semejante 
conducta  será  usted  el  ludibrio  de  las  gentes: 

El  chingólo,  cariacontecido,  ajustó  el  paso  al 
de  sus  sabios  mentores,  calló  y  siguió  viaje: 
era  preciso,  pues,  normalizarse  para  triunfar 
en  la  vida. 

—Normalizarse— cavilaba,— ó,  con  otras  pa- 
labras, hacer  exactamente  lo  mismo  que  ha- 
cen los  demás.  Trataré  de  conseguirlo. 
Los  sapos  entretanto  pensaban: 
—Este  es  un  individuo  peligroso,  de  quien 
hay  que  desconfiar.  Si  nos  descuidamos  puede 
ser  un  borrón  para  la  familia. 

El  chingólo  iba  quietecito.  ¡Pero  le  molestaba 
tanto  aquello  que  tenía  á  los  lados  del  cuerpo! 
A  cada  paso  parecía  querer  arrancarlo  del  sue- 
lo, alejarlo  de  sus  camaradas,  llevárselo  por  el 
aire,  llenándole  el  pecho  y  la  garganta  de  gri- 
tos regocijados  y  triunfales.  Tenía  que  hacer 
grandes  esfuerzos  para  dominar  aquella  espe- 
cie de  embriaguez  y  volver  de  su  distracción, 
de  su  esfuerzo  involuntario,  cuando  alguno  de 
los  otros  le  decía: 

—  ¡Croac,  croad  ¡Mira  que  te  desmandas! 
¡Marca  el  paso!  ¡No  te  adelantes!  ¡Sigúenos! 

—¡Eso  es  lo  que  procuro!  —  murmuraba  el 
chingólo  afligido.— Yo  no  quisiera  apartarme 
de  ustedes,  ¡pero  me  cuesta,  me  cuesta:... 


—  252  — 

—¡Nunca  se  hará  nada  de  provecho  con  este 
chico; 

Y,  de  repente,  sucedió  lo  inevitable. 

Un  poquito  de  viento  y  un  salto  más  largo 
abrieron  las  alas  del  chingólo  que,  entre  asus- 
tado y  alegre  se  encontró  sin  saberlo  en  pleno 
espacio,  modulando  un  trino  como  un  toque 
de  clarín... 

Un  aletazo,  otro  más,  y  se  halló  en  la  altura, 
una  altura  enorme... 

Volvió  la  cabecita  para  ver  si  lo  habían  se- 
guido sus  compañeros...  No;  no  lo  habían  se- 
guido. 

—¡Vaya!  —se  dijo.— Ya  vendrán  en  cuanto 
tengan  gana.  ¡Es  tan  fácil! 

Pero,  aparentemente,  los  sapos  no  pensaban 
en  alcanzarlo.  Por  lo  menos  se  mostraron  se- 
guros de  que  aquella  ascensión  era  una  locura 
momentánea,  un  arrebato  inconsiderado  que 
podía  costar  carísimo  al  audaz. 

—¡Pobre  chico!— roncó  el  uno,  displicente. 

—¡Desgraciado!— berreó  el  otro  con  ira.— No 
es  digno  de  compasión.  Supongo  que,  cuando 
vuelva,  lo  rechazaremos  sin  piedad. 

—Si  á  ti  te  parece... 

—  ¡Sí  que  me  parece!  No  debemos  perdonarle 
ni  aunque  nos  lo  suplique  de  rodillas.  Es  un 
perdido,  un  loco,  indigno  del  comercio  de  la 
gente  grave...  ¡Ponerse  á  hacer  cabriolas  cuan- 
do le  esperaba  una  vida  tan  respetable  y  respe- 
tada si  hubiese  seguido  pasito  á  paso,  como  tú 
y  yo!... 


—  253  — 

—Lo  mejor  es  olvidarlo...  mientras  no  vuel- 
ve—sugirió el  compañero  menos  vengativo. 

Pero  si  el  chingólo  podía  olvidarse  muchos 
días  de  los  sapos,  los  sapos  no  pudieron  olvi- 
darse nunca  del  chingólo. 

Por  el  contrario,  contaron  la  aventura  á  la 
familia,  que  la  consideró  lección  moral,  y  pro- 
bablemente por  eso  los  batracios  no  salen  sino 
de  noche  ó  durante  los  crepúsculos,  primero 
para  rehuir  la  compañía  de  los  chingólos,  y 
después  para  ensayarse  en  el  vuelo  sin  que  na- 
die los  vea. 

Mas,  como  todavía  no  han  logrado  su  obje- 
to, ni  siquiera  en  parte,  dicen: 

—Volar  es  de  muy  mal  tono,  cosa  que  se  de- 
ja á  las  gentes  de  poco  más  ó  menos. 

Después,  particularizándose,  hablan  pestes 
del  ex-discípulo  de  una  mañana,  que  cometió 
la  villanía  de  remontarse  dejándolos  en  el 
suelo. 

Y  mientras  éste  revolotea  en  los  aires  pen- 
sando á  veces  con  extrañeza:  «¿Pero  cuándo 
vendrán  esos  tontos?»  los  sapos  mugen  sorda  y 
amenazadoramente,  dando  grotescos  saltitos 
en  el  polvo: 

—i Si  llega  á  venir! 


ÍNDICE 


PÁGS. 

Yiolines  y  toneles 7 

r;Un  mínimim  ó  máximun  de  vida? 15 

¡Protegido! , 25 

La  paradoja  de  Toni 35 

La  paradoja  del  talento 43 

Un  terrible  experimento 53 

El  aguinaldo  de  Rodolfito 61 

Los  amores  de  Fausto 71 

Mujer  de  artista 75 

Celos 81 

La  amargura  del  loco 85 

Inmigrantes  á  bordo 91 

Drama  vulgar 99 

Un  pioneer  de  Tierra  del  Fuego 125 

La  gesta  de  Luiggin 141 

Manchas  de  acuarela 153 

Reportaje  endiablado 163 

La  comedia  diaria 169 

Un  héroe  del  90 177 

Puntos  de  vista  195 

Una  visita  al  Asilo  de  Huérfanos 203 

Mister  Ross 223 

El  día  de  los  niños 233 

El  trago  de  agua 239 

Esta  fabulilia ; . .  247 


CASA  EDITORA  É  IMPRESORA 


DE 


M.  RODRÍGUEZ  giles 

CORRIENTES,  1379.  U.  TELEFÓNICA.  1691  (LIBERTAD) 


OBRAS  DE  AUTORES  ARGENTINOS 

Pago  Chao,  por  Roberto  J.  Payró,  en  rústica,  $  2.00. 

El  casamiento  de  Laucha,  por  Roberto  J.  Payró, 
en  rústica,  $  0.50. 

El  falso  Inca,  por  Roberto  J.  Payró,  en  rústica,  $  1. 

La  Australia  Argentina,  por  Roberto  J.  Payró,  en 
rústica  (2  tomos),  $  3. 

Sobre  las  ruinas,  drama  en  4  actos,  por  Roberto 
J.  Payró,  en  rústica,  $  1. 

El  triunfo  de  los  otros,  drama  en  3  actos,  por  Ro- 
berto J.  Payró,  en  rústica,  $  0.50. 

Marco  Severi,  drama  en  3  actos,  por  Roberto  J.  Pay- 
ró, en  rústica,  $  0.50. 

Violines  y  toneles,  por  Roberto  J.  Payró,  en  rús- 
tica, $  1.50. 

Voz  del  desierto,  por  Eduardo  Talero,  en  rús- 
tica, $  2. 

En  la  brecha,  (esbozos  de  ideas),  por  Roberto  G-.  Pa- 
terson,  en  rústica,  $  1.50. 

Mitre,  (2  tomos),  por  José  María  Niño,  en  rústica,  $  3. 

Mitre,  (2  tomos),  por  José  María  Niño,  encuadernado, 
de  lujo,  $  6. 

Enfermedades  sociales,  por  Manuel  Ugarte,  en 
rústica,  S  0.80. 

Enfermedades  sociales,  por  Manuel  Ugarte,  en- 
cuadernada, $  1.50. 

Carne  doliente,  por  Alberto  Ghiraldo,  en  rústi- 
ca, $  1. 

Alma  gaucha,  drama  en  3  actos,  por  Alberto  Ghiral- 
do, en  rústica,  $  1. 


Alas,  comedia  en  un  acto,  por  Alberto  G-hiraldo,  en 
rústica,  $  0.30. 

Gesta,  (tercera  edición),  por  Alberto  G-hiraldo,  en 
rústica,  $  1. 

Derecho  Administrativo  Argentino,  por  el  doc- 
tor Lucio  Y.  López,  encuadernada,  $  5. 

Tipos  y  paisajes  criollos.  Serie  1.a,  por  Godofre- 
do Daireaux,  en  rústica,  $  1. 

Tipos  y  paisajes  criollos,  Serie  2.a,  por  Godofre- 
do Daireaux,  en  rústica,  $  1. 

Tipos  y  paisajes  criollos,  Serie  3.a,  por  Godofre- 
do  Daireaux,  en  rústica,  $  2. 

Tipos  y  paisajes  criollos,  Serie  4.a,  por  Godofre- 
do Daireaux,  en  rústica,  $  2. 

Cada  mate  un  cuento,  por  Godofredo  Daireaux. 
en  rústica,  $  0.50. 

Fábulas  Argentinas,  por  Godofredo  Daireaux,  en 
rústica,  S  0.50. 

El  general  Roca,  por  Godofredo  Daireaux,  en  rús- 
tica, $  0.50. 

Dioses  de  la  Pampa,  por  Godofredo  Daireaux,  en 
rústica,  $  1. 

Manual  del  comerciante,  por  Augusto  Descalzo, 
en  rústica,  $  1.50. 

Noche  de  luna,  comedia  en  un  acto,  por  Julio  Sán- 
chez Gardel,  en  rústica,  $  0.50. 

Cara  ó  cruz,  comedia  en  un  acto,  por  Julio  Sánchez 
Gardel,  en  rústica,  $  0.50. 

En  la  güella,  comedia  en  un  acto,  por  Eugenio  Ge- 
rardo López,  en  rústica,  $  0.30. 

Historia  Argentina,  por  Amelia  Larravide,  1  tomo, 
S  1.50. 

Cavalcanti,  (Cuentos),  por  Luis  María  Jordán,  en 
rústica,  S  1.  20. — Encuadernado,  $  2.00 


BINOING  DEPT.  JUL  8    1960 


P3  Payr<5,   Roberto  Jorge 

Violines  $   toneles 
P3V5 


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